¿Son más democráticas las monarquías?

Si a uno le hacen a bocajarro una pregunta como el título de este artículo, intuitivamente puede decir que no, o al menos, dudar. Sin embargo, como ya nos hizo saber Emilio Lamo de Espinosa cuando nos abrió los ojos con “Monarquía parlamentaria y democracia algo más que ‘conllevancia’” (2017) en las democracias más avanzadas del mundo existe claramente una correlación entre, altos índices de desarrollo, justicia social y calidad democrática y la jefatura del Estado en forma de monarquía. Y en sensu contrario también la hay entre regímenes autoritarios, totalitarios y satrapías de todo pelaje y la república.

En esta ocasión, la Red para el Estudio de Monarquías Contemporáneas (REMCO) ha publicado un trabajo del profesor de Teoría Política Ángel Rivero titulado ¿Por qué las monarquías producen mejores democracias? Como ven, el título del segundo trabajo ya da por supuesto lo que el primero pretendía intuir.

Efectivamente, desde las revoluciones liberales del siglo XIX, las monarquías fueron en algunos casos identificadas con lo contrario a la modernidad de las nacientes repúblicas democráticas.

Sin embargo, nada más alejado de la realidad pues la república es tan antigua como la monarquía pues ambas existían en la antigua Grecia: la primera se identificaba con el “gobierno colectivo” y la segunda con el “gobierno personal” pero ambas pueden ser “justas” o “corruptas” dependiendo de si se gobierna teniendo en consideración el bien común o no.
Por lo tanto, las monarquías parlamentarias como la nuestra son en realidad “repúblicas disfrazadas de monarquías” así como existen otros países nominalmente repúblicas pero que son auténticamente monarquías corruptas basadas en la figura de un “dictador plebiscitario” ungido de un cesarismo basado en la “emotividad de las masas” para perpetuarse en el poder y que en muchos casos defiende a la nación de un supuesto agresor extranjero (pienso en Rusia, Venezuela, Cuba o Corea del Norte).

Nuestro autor nos recuerda que las monarquías parlamentarías vuelven a puntuar alto en el último Democracy Index de The Economist en el que 11 de las 22 naciones consideradas full democracies (democracias plenas), son monarquías -la nuestra incluida- e insiste en que no es casualidad pues según él, en la propia “funcionalidad de la monarquía” tiene en el centro mismo de su sistema político la idea de poder moderador y limitador de otros poderes, o en palabras del profesor Rivero “el poder de bloquear tendencias autocráticas”, mientras que las repúblicas -sin ese poder moderador- sucumben fácilmente a la “tentación” del gobierno arbitrario e ilimitado al encontrar su justificación en la concepción soberanista o despótica del caudillo que se justifica o legitima a sí mismo en nombre de la voluntad popular.

El politólogo José Javier Olivas ha analizado la reciente carta del presidente del Gobierno a la nación y ha encontrado un desbordamiento de esta “tentación” caudillista al caer en los tópicos populistas cuando el presidente busca conectar directamente con los ciudadanos sin intermediación institucional, divide la sociedad en bloques de buenos y malos, habla de conspiraciones, usa hipérboles, lenguaje bélico, apela a los sentimientos, equipara las acusaciones a su mujer con ataques a la democracia misma y refleja una concepción patrimonial del cargo, todo ello, con el fin de polarizar a la sociedad.

Esta sería, a grandes rasgos, la explicación “funcional” para el profesor Rivero de un sistema que aporta mayores dosis de calidad democrática y al cual el mundo académico no le ha dedicado suficiente atención por considerar la monarquía una reliquia por contraposición a la “modernidad que se atribuyen a sí mismo los profesores”.

Desde cierto mundo de la política y la academia nadie pudo imaginar que la instauración de la monarquía española en 1975 en la figura de D. Juan Carlos I iba a suponer un impulso en la modernidad de una nación que se encontraba en ese momento en la cola de Europa en índices de democracia, desarrollo y justicia social. Y por ese orden, la joven monarquía revirtió en tiempo récord, muchas de las rémoras que impedían a España dar un salto que nos permitiera incorporarnos a los organismos internacionales a los que, algunos pensamos, deberíamos haber sido fundadores.

Y es que la “irracionalidad” aparente de la sucesión en la jefatura del Estado por nacimiento es indiscutible, -por ello a la Razón le produce rechazo-, motivo por el cual aquellos que no están totalmente convencidos creen que deben “mantenerla” por la “realidad práctica” de los hechos sin prestar atención al “poder neutro que actúa como coordinador y freno frente a los excesos” del resto de poderes sin olvidar los consabidos valores de continuidad, unidad e identificación que por ser simbólicos no deben menospreciarse en naciones con un peso en la historia universal o con tendencias separatistas o especialmente en momentos de zozobra como los que hemos podido comprobar en España en 1981 y 2017.

Pero es que además no se debe olvidar, como decía Walter Bagehot, que el papel neutro y moderador de la Corona, se hace más importante, tanto en cuanto la fortaleza de los partidos políticos y por tanto la debilidad y menor independencia de los diputados hace que el poder ejecutivo y el legislativo se fundan en uno, impidiendo al parlamento ejercer la función de control sobre el ejecutivo, y reduciendo en ciertas democracias los tres poderes a dos.
Por tanto, gracias al diseño constitucional que nuestros políticos de la Transición supieron interpretar como mejor para España, lo que aparentemente es contraintuitivo -que las monarquías sean más democráticas- en la práctica es un hecho a través del poder moderador que ejercen en beneficio de la libertad que llamamos democracia.

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(*) Es director de Fundación Transición Española