«St. Vincent» es una película que podría herir la sensibilidad de algunos católicos, pero quizás sea para otros una buena oportunidad para comprender algo acerca de la santidad. La historia es sencilla y hasta cierto punto predecible, y gira alrededor de la amistad que se va formando entre Vincent —interpretado por Bill Murray— y el pequeño Oliver, quien con su madre se muda a la casa vecina. Ahí Vincent acepta cuidar de vez en cuando al muchacho mientras la mamá trabaja, aprovechándose sin duda de la situación un poco desesperada de la madre soltera.

A primera impresión Vincent lleva una vida desastrosa. Lleno de deudas, siempre apostando, en frecuente relación con una prostituta —o “trabajadora de la noche” como le explica a Oliver en una ocasión—, habita en medio del más absoluto desorden y fracaso.

¿Qué puede haber de positivo en una persona así? La historia, en la medida que va avanzando la amistad entre Vincent y Oliver, nos va completando el panorama. Oliver va descubriendo el otro lado de la historia de Vincent, y Vincent un tanto a regañadientes le va tomando aprecio al muchacho, enseñándole a madurar (aunque no siempre con el mejor de los ejemplos) y a preocuparse por los demás.

Quizás el momento más interesante se da cuando a Oliver —que estudia en una escuela católica— le piden hallar un modelo de santidad. Llama la atención que parte del mensaje de la película sea que los santos no son súper héroes, sino personas normales que llevan una vida cotidiana extraordinaria llena de entrega y generosidad. El profesor, nada menos que un simpático sacerdote católico (a Dios gracias, para variar un poco el típico modelo de sacerdote que Hollywood nos presenta) ofrece una visión positiva de la santidad y alienta a sus estudiantes a buscar “santos entre nosotros”.

Con un corazón de niño bueno y generoso —y ya no tan ingenuo— Oliver es capaz de ir más allá de la fachada desordenada y egoísta de Vincent para ir descubriendo un corazón herido que ha sufrido y sigue sufriendo, y sobre todo, que sigue amando. De hecho el momento más hermoso de toda la película es la presentación que hace Oliver de Vicent como modelo de santidad.

Quizás más de un católico se sienta un poco incómodo con ese discurso (a veces queremos que todas las películas sean teológicamente perfectas), pero no deja de ser conmovedor lo que a través de los ojos de Oliver conocemos de Vincent y lo que ha aprendido Oliver acerca de la santidad. Lo propone como modelo no porque objetivamente Vincent sea un santo para ser canonizado, pero sí porque ha descubierto que detrás de lo aparente se esconde un corazón abnegado, generoso, lleno de compasión y entregado a los demás, a pesar de todas sus fragilidades.

La historia no busca disculpar los errores o incluso pecados de Vincent, sino invitarnos a comprender a la persona. Comprensión que no quiere que seamos complacientes con el mal, y que además nos salva de otro mal mucho más grave en el que caemos con frecuencia: juzgar a los demás desde una auto proclamada superioridad llena de orgullo y vanidad.

Nos enseña otra cosa: los santos no son perfectos en el sentido humano. También se equivocan, también luchan contra las tentaciones e incluso a veces caen en ellas. Los santos buscan la perfección en la caridad, que es al final la única perfección que vale para la eternidad. Perfección, además, a la que todos los seres humanos estamos llamados.