Budd Boetticher y Randolph Scott: las ‘Variaciones Goldberg’ del western | CaoCultura

Budd Boetticher y Randolph Scott: las ‘Variaciones Goldberg’ del western

Al cumplirse (29 de julio) el centenario del nacimiento de Budd Boetticher (1916-2001), recordar su aportación al western puede parecer una redundancia: su originalidad, ya percibida por los críticos franceses de la nouvelle vague, y la reconocida influencia que ha ejercido en cineastas tan diversos como Scorsese o Tarantino lo convierten en una referencia insoslayable en la historia del género. Sin embargo, todavía hay quienes, a la hora de citar los hitos fundamentales del mismo, “olvidan” situar las aportaciones de Boetticher a la misma altura que las de Hathaway, Mann o Ford. Lo que sería poco más que una frívola cuestión de preeminencias artísticas, si no fuera porque la aportación de Boetticher, y muy destacadamente los siete westerns que hizo con Randolph Scott como protagonista y Burt Kennedy como guionista de cinco de ellos, supone una completa revisión del género, así como una sutil puesta en valor de sus elementos constitutivos y una actualización de su repertorio temático y formal que abriría las puertas a la relectura del mismo que harían los cineastas de generaciones posteriores, tanto en Estados Unidos –desde el propio Burt Kennedy a Cimino o Eastwood– como en Europa –Leone y otros–.

El ciclo se inició en 1956 con Tras la pista de los asesinos (Seven Men From Now) y se prolongó hasta 1960, año en que se estrenó Estación Comanche (Comanche Station). Las siete películas resultantes cubrían todo el abanico temático del género: desde las luchas con los indios hasta los incidentes locales relacionados con el trasfondo de la Guerra Civil, pasando por las típicas historias de comunidades dominadas por caciques y la variable reacción ciudadana a esa anomalía; y su principal recurso argumental era, como mandaba la tradición, la irrupción en esos espacios de conflicto de un extraño que, a pesar de perseguir sus propios fines –casi siempre, la búsqueda de resarcimiento o venganza por un lejano agravio– lograba, con su mera presencia y la subversión que suponía del orden de cosas existente, que el grupo o comunidad en cuestión, o al menos algunos de sus integrantes, rectificasen la anómala situación de partida.

Nancy Gates y Randolph Scott en un afiche de 'Estación Comanche'.
Nancy Gates y Randolph Scott en un afiche de ‘Estación Comanche’.

Así enunciado, podría parecer que el planteamiento de estos westerns nada añadía a lo que ya era habitual; lo que, sumado a la palpable economía de medios con que se resolvían estas películas –ninguna de las cuales superaba los ochenta minutos de duración– y a la ausencia de grandes estrellas en el reparto, fatalmente determinaba su inclusión en la llamada “serie B”, la línea de películas baratas con las que los estudios complementaban sus grandes producciones.

Sin embargo, sería un error confundir esta determinación funcional con la valía artística que alcanzaron estas películas. Ya desde la primera, la ya mencionada Tras la pista de los asesinos, el espectador tiene la sensación de estar asistiendo a una sutilísima reconsideración de los tópicos del género. El jinete solitario –como siempre, el austero Randolph Scott, que ya contaba con cincuenta y cuatro años de edad cuando se inició el ciclo– asumirá sin ambages el papel de ángel de la muerte, llamado a ejercer su misión en un sombrío universo sin redención posible. Uno a uno, irá matando a los siete hombres culpables del asesinato de su esposa; pero, a la vez que su designio se va cumpliendo, se va poniendo de manifiesto la inextricable afinidad existente entre el vengador y su principal oponente, el jefe de los asesinos (Lee Marvin), en cuyo humor cínico, su enraizado nihilismo e incluso su integridad sui generis, adivinamos un perfecto reverso moral de su perseguidor. El inevitable duelo final resolverá el argumento, pero no aportará ningún tipo de consuelo o redención a quien ha tenido hasta entonces la venganza como único acicate. Como los “hombres sin nombre” de Clint Eastwood, lleva dentro su propio infierno y poco puede hacer por escapar de él. Y el mundo circundante es un preciso reflejo de esa atormentada interioridad.

En la siguiente película de la serie, Los cautivos (The Tall T, 1957), el personaje se humaniza.  Tal será, a partir de entonces, el planteamiento de Boetticher: introducir pequeñas modificaciones en un mismo argumento básico para luego, a la manera de Bach en sus Variaciones Golberg, explorar las posibilidades armónicas del nuevo marco resultante. Ahora el siempre contenido Scott será, no un inexpresivo Ángel de la Muerte, sino un pobre mayoral que, en el intento de jugarse su caballo para comprar el semental que le permitirá poner en marcha su propio rancho, perderá su montura. De vuelta a casa, a pie, lo recoge una diligencia conducida por un viejo conocido; con tan mala suerte, que esa diligencia será asaltada por unos bandidos que no hubieran dudado en matar a todos los viajeros si uno de ellos –un petimetre de quien sabemos, por la indiscreción del conductor, que se ha casado por dinero con la mujer que lo acompaña–, no se hubiera ofrecido a los bandidos para negociar con su suegro el rescate de su esposa. De nuevo, el jefe de los bandidos se presenta como un hombre hastiado que desprecia a sus compinches y en cierto modo envidia el valor y la integridad moral que adivina en su insospechado cautivo accidental. Habrá un momento decisivo en el que esa secreta atracción entre contendientes esté a punto de dar un inesperado vuelco a la trama. Pero, a estas alturas de sus “variaciones sobre un mismo tema”, Boetticher y Kennedy prefieren que las aguas vuelvan a su cauce y los conflictos se resuelvan como siempre se ha hecho…

Lee Marvin, en una escena de 'Tras la pista del asesino'.
Lee Marvin, en una escena de ‘Tras la pista de los asesinos’.

No ocurrirá así en todas las entregas. En Cita en Sundown (Decision in Sundown, 1957), de nuevo Randolph Scott asumirá el papel de vengador: busca al hombre a quien cree culpable de haber seducido a su esposa mientras él estaba en la guerra, lo que presuntamente indujo a ésta a cometer suicidio. El seductor es ahora el cacique de Sundown y se dispone a casarse con la hija del hacendado local. Pero, a diferencia de lo que ocurría en Tras la pista de los asesinos, en este western entra en juego la inusual posibilidad de que el vengador no tenga razón, de que los hechos que pretende vengar pudieran no haber sucedido como él cree, y su oponente tal vez sea un enemigo al que merezca la pena enfrentarse –sobre todo, por el poder ilegítimo que ejerce sobre la en otro tiempo pacífica y honrada localidad de Sundown–, pero no por los motivos inicialmente aducidos por el vengador. El enfrentamiento final queda en tablas; y el verdadero logro del héroe, haber logrado que la comunidad recupere su dignidad una vez desarmado y desacreditado el cacique de turno, apenas reportará beneficio al autor de la hazaña, a quien posiblemente el desenlace de los hechos haya sumido en un infierno moral aún más insondable que aquel en el que se hallaba mientras tenía una misión que cumplir.

Tras este complejísimo western, lleno de situaciones ambiguas y abundante en personajes perfectamente caracterizados, el siguiente, Buchanan cabalga de nuevo (Buchanan Rides Alone, 1958) supondrá una curiosa variante de la situación precedente. De nuevo, el personaje de Scott –ahora un pacífico granjero a quien la ruina ha empujado a las guerras mejicanas, en las que ha reunido algún dinero que le permita recuperar sus propiedades– llegará a un pueblo fronterizo esquilmado por tres pintorescos hermanos que ejercen de caciques. El abuso es la ley: bajo el régimen de monopolio impuesto por los tres, todo cuesta diez dólares: la habitación de hotel, la botella de güisqui, un filete e incluso –así lo da a entender una mirada del forastero a una chica de la taberna local– cualquier otro servicio imaginable. Los tres hermanos, curiosamente, son gordos; y no dudan, cuando se presenta la ocasión, en engañarse mutuamente para sustraerse unos a otros una posible ganancia ilícita. De no mediar una violencia de efectos palpables, estaríamos en el terreno –hasta entonces muy poco habitual en el western– de la pura farsa, e incluso de la parodia. De nuevo, un duelo final pondrá las cosas en su sitio; y, por una vez, la restauración del orden redundará incluso en la felicidad del protagonista.

Abierta la posibilidad de explorar escenarios y contextos más amplios, la siguiente entrega de la serie, Nacida en el oeste (Westbound, 1959), apelará al conflicto de lealtades planteado por la Guerra de Secesión y al eco de ésta en la sociedad civil, o en la representación abstracta de ésta que suponen los pueblos del Oeste. Scott dará vida a un militar a quien encomiendan la organización del transporte de oro por diligencia entre California y el Este, y para lograr sus objetivos habrá de enfrentarse, de nuevo, a una trama caciquil coyunturalmente inclinada a los intereses de la causa sudista. El conflicto, como vemos, nace de una situación –la guerra– en cierto modo ajena o exterior a los personajes, y no, como ocurría en las otras entregas de la serie, de las motivaciones de cada cual. Y es esto quizá lo que convierte esta película en la menos lograda del conjunto, por más que en ella también haya, como en las otras, una soterrada historia íntima de renuncia o pérdida: el oponente del oficial protagonista no sólo le disputa el control de la población, sino que previamente le ha arrebatado la novia; aunque quizá haya una nota de ironía en el hecho de que Boetticher, una vez más, escamotee al espectador el desenlace previsible y convierta a su avejentado héroe en un galán con más de una opción.

Randolph Scott, en 'Cabalgar en solitario'.
Randolph Scott, en ‘Cabalgar en solitario’.

El tema de la venganza se impondrá de nuevo en las dos últimas entregas, ambas con guión de Kennedy. Cabalgar en solitario (Ride Lonesome, 1959) se beneficia de un espectacular formato en cinemascope, que subraya el protagonismo del paisaje agreste y deshabitado. El vengador se presenta esta vez bajo el disfraz de un cazador de recompensas, de quien descubriremos, más adelante, que el prisionero que pretende llevar ante la justicia es sólo un cebo para atraer a otra presa mayor, hermano del primero y responsable del asesinato de la esposa del protagonista. De nuevo, los niveles de responsabilidad moral se estratifican: las probadas maldades del bandido capturado en primer lugar no son comparables, en relevancia moral, a las que su perseguidor atribuye a la sombra que a su vez lo persigue; y, al mismo tiempo, su pesquisa se complicará con la llegada de otros forajidos que buscan la redención por la captura del bandido que el cazador de recompensas usa como cebo…

La complejidad de argumentos y personajes, como vemos, no arredra a Boetticher: por el contrario, suponen en él un acicate para cargar de significado y eficacia todos y cada uno de sus tomas y todas y cada una de las frases que componen los escuetos diálogos que se cruzan en sus películas. Algún crítico las ha caracterizado como “westerns psicológicos”, pero esa etiqueta puede inducir a pensar, erróneamente, que el despliegue de psicología se hace a expensas de la acción. El último de la serie, y uno de los más perfectos, desmiente plenamente esa sospecha. Estación Comanche (Comanche Station, 1960) es, en efecto, un western en el que cada personaje carga, por así decirlo, con su propia novela. Scott interpreta a un tratante que comercia con los indios y eventualmente negocia con ellos el rescate de una cautiva blanca, sin que entendamos muy bien por qué lo hace, hasta que se revela que su propia mujer fue capturada por los indios. De nuevo, en su trayecto se le unirá el característico grupo de impredecibles facinerosos, que se convertirán en sus eventuales aliados mientras aguardan la ocasión de traicionarle, en este caso para ganar la recompensa ofrecida por el marido de la mujer rescatada. En el recorrido, como es habitual, habrá revelaciones esclarecedoras y alguna que otra fluctuación de bando. La cuestión que parece obsesionar a todos es que la mujer no tiene un marido con suficientes agallas para haberse lanzado él mismo en su búsqueda, y ello dará alas a las esperanzas, no sólo de los sobrevenidos compañeros de viaje, sino incluso de su salvador. Un golpe de efecto final desmentirá esas ilusiones y devolverá al héroe a su limbo habitual; sólo que, esta vez, el espejismo de otra felicidad posible parecerá acompañarle.

Tal es el ciclo que describen los siete westerns de Boetticher y Scott. A fuerza de sutiles modulaciones, someten a riguroso examen las convenciones del género y se erigen en otras tantas lecciones de buen narrar. Su lección no cayó en saco roto, por más que el maestro, quizá, haya quedado un tanto obliterado tras sus brillantes coetáneos y seguidores.

Autor

  • José Manuel Benítez Ariza

    José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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