La derrota de los almohades

Las Navas de Tolosa: la batalla decisiva de la reconquista

En el año 1212, los almohades, dueños del norte de África y señores de Al-Andalus sufrieron una cruenta derrota en las Navas a manos del más poderoso ejército cristiano jamás reunido en la península.

Batalla de las Navas de Tolosa, por Francisco van Halen

Batalla de las Navas de Tolosa, por Francisco van Halen

La batalla de las Navas de Tolosa. En el siglo XIX, el pintor Francisco de Paula van Halen recreó el histórico choque en este gran óleo de tintes épicos, que se conserva en el palacio del Senado, en Madrid.

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El lunes 16 de julio de 1212, un compacto ejército conducido por los reyes Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra se enfrentó a los guerreros andalusíes y norteafricanos agrupados bajo el estandarte del califa almohade Abu Abd Allah Muhammad al-Nasir. El choque, que tuvo lugar en los llanos o navas próximos al puerto de Muradal, en Sierra Morena, quizás implicó a más de ciento cincuenta mil hombres y fue brutal y sangriento. Ya los contemporáneos lo consideraron como un acontecimiento militar extraordinario por su envergadura y, sobre todo, porque pareció marcar el retroceso definitivo de los almohades en al-Andalus. 

¿Cómo se había llegado a entablar un choque de semejante magnitud? Para entenderlo, debemos retroceder hasta la segunda mitad del siglo XII, cuando la actuación militar cristiana en el centro de la Península estaba dominada por la necesidad de defender la frontera próxima al Tajo, que pivotaba en torno a Toledo. La debilidad y el aislamiento político de los cinco reinos cristianos peninsulares –Castilla, León, la Corona de Aragón, Navarra y Portugal– no permitían pensar en destruir a los almohades, entonces en el apogeo de su poder. Éstos, que sustentaban una interpretación rigorista del Islam, habían forjado un imperio norteafricano al que, desde mediados de aquella centuria, incorporaron al-Andalus. 

En este escenario, los monarcas de los reinos cristianos no buscaron los grandes choques frontales. La batalla de las Navas de Tolosa fue una excepción, fruto de la estrategia del rey castellano Alfonso VIII, quien –con el beneplácito del papado, Navarra y la Corona de Aragón– ansiaba resarcirse de la dolorosa derrota que había sufrido el 19 de julio de 1195 en Alarcos ante el califa almohade Abu Yusuf Yaqub al-Mansur. 

La catástrofe de Alarcos 

Durante la segunda mitad del siglo XII, el avance de los almohades había difuminado la solidaridad de los reinos cristianos peninsulares frente el Islam, que tradicionalmente había liderado el poderoso reino de Castilla-León. Las rencillas políticas y los enfrentamientos dinásticos habían entorpecido la unidad necesaria para frenar a los almohades al sur del Tajo, del curso bajo del Ebro e incluso del Guadiana. Este conjunto de circunstancias explica la gravísima derrota de Alarcos. 

En el año 1190 una expedición procedente de Toledo saqueó el valle del Guadalquivir en las cercanías de Sevilla, la capital almohade en la Península. Este incomprensible desafío de las fuerzas castellanas, que suponía la ruptura de las treguas firmadas meses antes con Alfonso VIII, enfureció sobremanera al califa almohade Abu Yusuf Yaqub, que abandonó su capital magrebí para responder a la provocación castellana. En junio de 1195 desembarcó en Tarifa para dirigirse a Sevilla, donde reunió un considerable ejército con el que se encaminó hacia Toledo. 

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Castillo de Peñafiel. En un siglo y medio, la expansión de León y Castilla llevó las fronteras cristianas desde la cuenca del Duero, donde está Peñafiel, hasta la del Tajo.

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Cuando las noticias de su avance llegaron a Alfonso VIII, éste reunió todas las tropas que pudo y marchó hacia Alarcos para evitar que los musulmanes alcanzaran el Tajo. El rey castellano consiguió atraerse la ayuda de Alfonso IX de León, puesto que el poderío almohade amenazaba a todos por igual. Pero sin esperar la necesaria ayuda leonesa, y de manera un tanto imprudente, Alfonso VIII decidió presentar batalla a los almohades en los alrededores de Alarcos. Allí sufrió una estrepitosa derrota, tal vez por confiar ciegamente en la fuerza superior de su caballería pesada y menospreciar la más ligera y ágil caballería norteafricana.

En efecto, la caballería acorazada castellana cargó contra la vanguardia islámica, formada en gran parte por arqueros montados que tras disparar siguieron la táctica del tornafuye: la huida fingida con la que se atraía al enemigo para desorganizarlo y sorprenderlo con un ataque repentino. Los cristianos alcanzaron el cuerpo central del ejército musulmán, que los contuvo hasta que se sumaron al combate nuevas fuerzas de caballería: la vanguardia que antes se había retirado y los árabes situados en el ala izquierda del dispositivo almohade. Así inmovilizado el ejército castellano, sus adversarios realizaron un movimiento envolvente que les dio la victoria. 

Alfonso VIII de Castilla (Ayuntamiento de León)

Alfonso VIII de Castilla (Ayuntamiento de León)

Alfonso VIII de Castilla. Derrotado en Alarcos por los almohades, en 1195, buscó el apoyo de los reinos cristianos y del papado para desquitarse. Pintura al óleo de José María Rodríguez de Losada, Ayuntamiento de león.

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A resultas de su triunfo, los almohades se adueñaron de las tierras entonces controladas por la orden de Calatrava y de casi todas las fortalezas de la región, de forma que su camino hacia Toledo quedó despejado. Afortunadamente para Castilla, el califa volvió a Sevilla, donde tomó el título de al-Mansur, «el Victorioso por Alá». En los años siguientes abandonó sus asuntos en al-An-dalus y regresó, enfermo, al norte de África, donde murió en 1199. Dos años antes, sin embargo, había firmado con Alfonso VIII una tregua de una década, necesaria para ambos contendientes: los almohades tenían que hacer frente a nuevas amenazas en el norte de África, mientras que el rey de Castilla tenía problemas con León y Navarra. 

Alfonso VIII aprovechó la paz con los almohades para resolver sus disputas con sus vecinos cristianos. Pactó treguas con Alfonso IX de León para asegurar el flanco oeste de su reino, y luego cayó con todo su poder sobre los dominios de Sancho VII de Navarra, al que obligó a firmar la paz. Desde entonces, el rey castellano sólo vivió para preparar el desquite de Alarcos. Sorprendentemente, el nuevo califa almohade, Muhammad al-Nasir, había aceptado situar en la línea del Tajo la frontera con los reinos de Castilla y de León, a pesar de la inferioridad militar de éstos. 

Aires de cruzada 

La progresiva inhibición de los almohades en lo relativo a los asuntos de al-Andalus, derivada en gran parte de sus problemas en África, permitió a Alfonso VIII avanzar sus fronteras meridionales. Estos progresos no fueron el resultado de grandes campañas militares, sino de esfuerzos aislados, casi heroicos, como los de la orden de Calatrava, cuyos miembros ocuparon en 1198 el castillo de Salvatierra, en pleno territorio enemigo. En este marco de avances castellanos, muy pronto se abrió camino la idea de unidad de los reinos cristianos peninsulares para combatir a los almohades bajo el liderazgo del soberano de Castilla. Así lo reclamaban el pontíficeInocencio III y el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada. 

Los proyectos de cruzada del papado desempeñaban un papel fundamental en la voluntad de desquite de Alfonso VIII, que ahora buscó reforzar las relaciones diplomáticas con los reinos cristianos vecinos. Importaba, en efecto, limar antiguas asperezas y contar con socios seguros. El monarca castellano ya se había aliado con Pedro II de Aragón en 1196 para defender la frontera del bajo Ebro, y entre 1207 y 1209 logró firmar treguas y tratados de colaboración militar con Sancho VII de Navarra, Sancho I de Portugal y Alfonso IX de León. De este modo, en aquel último año parecía que los cinco reinos hispanos estaban en paz y podían colaborar –como vivamente predicaba el arzobispo Jiménez de Rada– en la creación de un gran ejército cruzado contra los almohades. 

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Puerta del Sol, en Toledo. En junio de 1212, los cruzados partieron de esta ciudad hacia Sierra Morena.

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Sólo había que provocar al enemigo islámico y prender la mecha de la guerra santa en al-Andalus. A ello se dedicaron Alfonso VIII y sus colaboradores, entre ellos Jiménez de Rada. En 1209, cuando expiraron las treguas firmadas con los almohades, el rey se sintió lo bastante fuerte para atravesar el Tajo y atacar las tierras de Jaén y Baeza; mientras, en 1210, los miembros de la orden de Calatrava marcharon contra Andújar. Por su parte, Pedro II de Aragón, siguiendo el ejemplo castellano, penetró en las tierras castellonenses y se apoderó de varias poblaciones. 

Después de este preludio bélico, los dos bandos se preparon abiertamente para la guerra. En los púlpitos de toda Europa occidental se predicó la cruzada contra los almohades para mayo de 1212; quienes participasen en ella obtendrían la plena remisión de sus pecados. Además, el papa Inocencio III anunció que excomulgaría a cualquiera que pactase con los mahometanos y ordenó a los reyes cristianos peninsulares que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa común de la Reconquista. Para algunas crónicas islámicas, como el Rawd al-Qirtas de Ibn Abi Zar, ésta fue la razón que llevó al califa almohade Muhammad al-Nasir a abandonar Marrakesh e intervenir en al-Andalus

Gold coin of Almohad ruler Abu 'Abd Allah Muhammad (r  1199 1213)

Gold coin of Almohad ruler Abu 'Abd Allah Muhammad (r 1199 1213)

El enemigo musulmán. Los almohades ocuparon al-Andalus en la segunda mitad del siglo XII. Arriba, moneda del califa almohade, Abu Abd Allah Muhammad.

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En consecuencia, el choque que se avecinaba no sólo respondía a intereses políticos enfrentados, sino que incorporó sendos argumentos religiosos: a la «reconquista cruzada» de los reinos cristianos y el papado se opuso la yihad o guerra santa de norteafricanos y andalusíes. 

El avance cristiano 

La conquista almohade del castillo de Salvatierra, en septiembre de 1211, actuó como detonante del conflicto. Pero hasta casi un año después, el 20 de junio de 1212, no pudo partir definitivamente el ejército cruzado desde Toledo hacia Sierra Morena en busca de los almohades. Las tropas cristianas, que se habían concentrado en aquella ciudad entre el verano de 211 y la primavera de 1212, estaban compuestas por fuerzas muy diversas: desde mesnadas reales, huestes señoriales y fuerzas de las órdenes militares hasta milicias de los concejos castellanos, pasando por los «ultramontanos», como se conocía a los cruzados venidos de allende los Pirineos. 

Tras la rendición de la fortaleza de Calatrava, el día 1 de julio, las severas medidas tomadas por el rey de Castilla para evitar el saqueo de esta plaza disgustaron a los cruzados europeos. Éstos, desilusionados por la renuncia forzada al botín prometido, abandonaron en su mayor parte el ejército, al que días más tarde se incorporó Sancho VII de Navarra con un limitado contingente de sus caballeros. Curiosamente, el avance cristiano hacia el interior de al-Andalus no topó con una resistencia importante, lo que facilitó la toma de Alarcos, Caracuel, Benavente y Piedrabuena. 

Barcelona  Capella de Santa Àgata  Vitrall  Pere el Catòlic i Maria de Montpeller, obra de Georg Muller (1858) sobre disseny de Josep Mirabent

Barcelona Capella de Santa Àgata Vitrall Pere el Catòlic i Maria de Montpeller, obra de Georg Muller (1858) sobre disseny de Josep Mirabent

Pedro II de Aragón y su esposa. El rey deseaba mermar el poder musulmán, que desde Valencia y Teruel amenazaba sus dominios.

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El viernes 13 de julio los cristianos desalojaron a los almohades del puerto de Muradal, y éstos se replegaron hacia el sur, aunque no sin dejar fuertemente custodiado el angosto paso de la Losa, que debían atravesar los cristianos en su marcha hacia el sur. En ese punto, según refiere la Historia de los hechos de España de Jiménez de Rada, apareció providencialmente un pastor que les indicó un camino por el que podían evitar el desfiladero de la Losa. Atravesaron la sierra por el llamado paso del Rey y alcanzaron la meseta de las Navas. Allí comprobaron que, en el otro extremo del llano, los almohades, instalados sobre una elevación del terreno, les esperaban en posición de combate y controlaban los pasos meridionales hacia el valle del Guadalquivir. 

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Reales Alcázares. Tras la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo, este conjunto de edificios y patios se convirtió en alojamiento real. Arriba, palacio erigido por Pedro I en 1364.

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Los cristianos, agotados tras largos días de marcha, se instalaron a su vez en otra altura, la Mesa del Rey. Los almohades intentaron provocarles y recurrieron al tornafuye, la especialidad de la caballería ligera andalusí y norteafricana. Sus jinetes libraron algunas escaramuzas con caballeros cristianos, pero la estrategia de Muhammad al-Nasir fracasó por la prudente actitud que en esta ocasión adoptó Alfonso VIII. Los almohades habían planteado la lid como una repetición de Alarcos, pero esta vez ni el número de las tropas ni las características del terreno les serían propicios: el ejército cristiano era demasiado numeroso para proceder a una maniobra envolvente que, por otra parte, se veía dificultada por la escasa amplitud del campo de batalla. 

El momento decisivo 

Aunque las crónicas islámicas hablan de seiscientos mil combatientes cristianos y las castellanas se refieren a casi quinientos mil jinetes musulmanes, estudios más actuales cifran los efectivos almohades en torno a cien mil combatientes entre peones y caballeros, y los cristianos en poco más de diez mil caballeros, en su mayor parte caballería acorazada, y cerca de cincuenta mil peones. Incluso admitiendo las cifras más modestas, parece evidente que el choque de las Navas se debió de contar entre los más espectaculares de la historia medieval peninsular por el número de combatientes de ambos bandos. 

Ahora bien, los caballeros cristianos estaban mejor armados que los musulmanes, especialmente en lo tocante al armamento defensivo de la caballería pesada, que incluía yelmos de metal y de cuero, cotas de malla y escudos. La panoplia ofensiva comprendía lanzas y espadas para los caballeros, alabardas, arcos y cuchillos para los infantes. Por parte musulmana, el armamento defensivo se limitaba prácticamente al escudo de madera o cuero. Sus peones, muy numerosos, iban provistos de lanzas y espadas, pero sobre todo contaban con arcos, para frenar la carga de los caballeros cristianos.

Cantigas battle

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Batalla entre musulmanes y cristianos en las Cantigas de Santa María

Foto: Wikimedia Commons

Al amanecer del lunes 16 de julio los contendientes se encontraron frente a frente en el espacio que separaba sus respectivos campamentos. En el centro del ejército cruzado se situaron los castellanos, con el rey Alfonso VIII y el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada; Pedro II de Aragón se colocó en el flanco izquierdo con sus tropas, y Sancho VII de Navarra y las milicias municipales castellanas se ubicaron en el flanco derecho. 

Por su parte, los musulmanes pusieron en vanguardia las tropas de élite bereberes –los voluntarios de la fe–, compuestas básicamente por arqueros cuya misión era, como se ha dicho, desordenar los envites de la caballería pesada castellana. Y en los flancos laterales situaron la caballería ligera almohade y andalusí, que debía hostigar por los flancos al ejército cristiano, para desorganizarlo. Frente al dispositivo almohade, la estrategia cristiana consistió en resistir por los flancos a la caballería enemiga y lanzar ataques continuos en oleadas por el centro para impedir maniobras envolventes de los musulmanes. Este planteamiento favoreció a la larga el éxito cristiano, pues en la lucha a distancias cortas los temibles arqueros bereberes eran inoperantes. 

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Huida de un ejército árabe en las Cantigas de Santa María.

Foto: Wikimedia Commons

La carga inicial de la vanguardia cristiana arrolló a los bereberes de la primera línea almohade, pero fue detenida al alcanzar el cuerpo central del enemigo. Cargó entonces la segunda línea cristiana, en auxilio de la primera, y se produjo una situación indecisa que resolvió la decidida carga de la tercera línea cristiana, ordenada por el rey de Castilla. Su ímpetu, sumado al empuje del rey de Aragón y al del soberano de Navarra, que destrozó las defensas del palenque –el campamento donde al-Nasir, sosteniendo el Corán, presenciaba la batalla–, hizo rotunda y definitiva la victoria cristiana al precipitar la fuga del califa almohade, que abandonó a sus tropas y huyó hacia Baeza. 

San Fernando, Bartolomé Esteban Murillo

San Fernando, Bartolomé Esteban Murillo

Fernando III el Santo. Rey de Castilla y León, logró la rendición de Sevilla, capital almohade, en 1248, tras un duro asedio. Arriba, retrato del rey por Bartolomé Esteban Murillo.

Foto: Wikimedia Commons

Así explica el Rawd al-Qirtas lo acaecido: «Al-Nasir seguía sentado sobre su escudo delante de su tienda, y decía: “Dios dijo la verdad y el demonio mintió”, sin moverse de su sitio, hasta que llegaron los cristianos junto a él. Murieron a su alrededor más de diez mil de los que formaban su guardia; entonces un árabe, montado en una yegua, llegóse a él y le dijo: “¿Hasta cuándo vas a seguir sentado? ¡Oh, Príncipe de los Creyentes! Se ha realizado el juicio de Dios, se ha cumplido su volutad y han perdido los musulmanes”». Con el asalto al palenque y la huida del califa comenzó una verdadera carnicería que sólo terminó al caer la noche: los cristianos dieron caza sin piedad a los musulmanes fugitivos, hasta el punto de que, según escribió Alfonso VIII al papa Inocencio III, «matamos más durante la persecución que durante la batalla». 

Las consecuencias 

Tan solo unos días después de las Navas, el rey de Castilla entraba en Baños de la Encina y Vilches, ya en Andalucía. La ciudad de Baeza fue incendiada, y Úbeda, tomada al asalto por los aragoneses, se convirtió en un montón de ruinas. Cumplidos sus objetivos militares, el rey de Castilla abandonó Sierra Morena. Se había escrito el capítulo de la Reconquista que mayor resonancia tuvo en las centurias posteriores. 

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