Mariem Díaz Fadel

Las cosas de la alcoba, las del partido, las de Estado

Eduardo VIII, breve monarca del Reino Unido durante el año 1936, decidió reflexionar. Estando profundamente enamorado de su prometida, la futura duquesa de Windsor, a la sociedad de la época le resultaba poco conveniente esa reina consorte. Antepuso las razones de Estado y abdicó el trono pasando la corona a su hermano que reinó con el nombre de Jorge V, padre de la que luego fue una de las monarcas más destacadas y longevas de la historia, Isabel II.

Eduardo VIII pensó en el mayor interés del reino y el amor lo dejó para la alcoba, que es lo suyo. Quiero recordar que Wallis Simpson, el objeto de la renuncia al trono, fue más cruelmente vilipendiada que otras mujeres más cercanas en el tiempo y en la geografía.

El primer ministro irlandés, Leo Varadkar, dimitió porque "no creía ser la mejor persona para el cargo". Muy sentida, sincera y  sencilla explicación que no sé si tiene trastienda afectiva  por el amor que profesaría a Matthew, su pareja, por ejemplo.  Vaya como mérito que, de haber sido así, no lo contó ni arrastró al partido y al gobierno con un chantaje. Como es lo correcto en estos casos, no anunció que se lo iba a pensar, sino que tomó las de Villadiego.

Un viejo dicho considera que hay cosas que no se anuncian, sino que se presentan. Las querellas y las dimisiones están en este paquete.

El reciente culebrón español y el ridículo compartido de los acólitos que se echaron a la calle para defender que el amor y la razón de Estado son compatibles y que da igual cuanto descendamos en el pozo, me hace pensar si en otros países sus primeros ministros habrían  actuado de esta forma, y si el partido y el pueblo habrían salido a la calle a corear consignas en su defensa.

Seguimos con ejemplos. Islandia ha tenido una mujer primera ministra en Jóhanna Sigurðardóttir,  y Bélgica tuvo un primer ministro, Xavier Bettel, ambos con una pareja de su mismo sexo. Imaginemos que cualquiera de estos hubiera dejado en suspenso el país tras declarar su amor incondicional a sus parejas. Imposible imaginarlo. No lo habrían hecho.

Que el jefe del Estado español, el rey Felipe VI, se hubiera expresado en los mismos términos sabemos que es poco menos que imposible. Su formación en las tareas de la Jefatura del Estado, su conciencia del deber público y su escaso predicamento con la frivolidad están ahí. Otros pueden llamarlo apego al trono y a los privilegios, pero Sánchez también disfruta de palacio y de privilegios y, además, de mucho poder, pero los adornos relacionados con la integridad y los principios ni están ni se les espera. He ahí la diferencia, bueno, también las hay en el sastre que les hace los trajes.   

A España no ha llegado aún una mujer presidenta del gobierno. De haberlo hecho, no es complicado pensar si alguno de estos que se han echado a la calle no habría aprovechado para abrirla, figuradamente, en canal de haber actuado como Pedro Sánchez. No lo duden, y lo habrían hecho con toda razón por la irresponsabilidad en la que habría incurrido la susodicha. Ya sabemos que todo es de boquilla y que a ellas no se les tolera lo mismo.  A una mujer se la habrían comido viva, y si hubiera sido del PP, no les cuento. Y si hubiera sido lesbiana, les habría faltado tiempo para encender la pira. Yo, lo que creo, es que una mujer nunca haría una cosa semejante, pero lo digo con reservas, porque nos están acostumbrando a que cuando llegan al poder actúan con la misma falta de escrúpulos que sus homólogos. ¿A un gay? Pues lo mismo, mucho rollo, pero lo más suave que le habrían hecho serían chistes ofensivos sobre su orientación sexual. 

¿Es todo esto serio? Me refiero ahora a la actitud de los cargos públicos de su partido, y a la reacción del PSOE por la escenificación de Pedro Sánchez. Nos empeñamos a atribuir a nuestros dirigentes determinadas cualidades de las que podrían carecer: rigor, ética, servicio público, honradez…, sin detenernos a pensar que tales adornos no vienen con el cargo sino que se traen de casa. A Sánchez le sobra el arrojo, pero le desborda el embuste permanente, y no es un insulto, sino la constatación de su trayectoria, y cualquiera de estas características de su persona son tan evidentes que ni quienes le defienden ni quienes discrepan con él las ignoran.  No es creíble que todos los votantes, simpatizantes o cargos públicos u orgánicos sean unos descerebrados manipulables que practiquen el victimismo y se apunten a la falsa interpretación de los hechos. “Por amor a la democracia”, han llegado a escribir. No es posible que aunque les guíe el interés o el odio al adversario político transijan con todo. Me resisto a pensar que dentro, fuera, o en los alrededores, no haya contestación a la forma de gobernar de Sánchez. Que tantas personas inteligentes, que las hay, carezcan de principios y vayan a bandazos, como el secretario general de los socialistas, con cada una de sus ocurrencias. Que el temor a perder el poder, y, por tanto, los privilegios, puede ser la causa de que se conduzcan de forma tan sectaria, puede ser la respuesta, pues no parece una cuestión ideológica que lo hagan así.

Cuando los partidos independentistas tocaron asiento en las Cortes generales, se inauguró en democracia una nueva fórmula de intervenir poco adecuada a lo que se espera de tan altos representantes, y no ha pasado mucho tiempo para que se impusiera en el hemiciclo.

Simultáneamente fue “el relato”, aquello de contar cualquier cosa que toque las emociones hasta que, a fuerza de repetirla, adquiriera visos de verdad. En política, la técnica comunicativa conocida como Storytelling, es el arte de contar historias, tal es así, que Sánchez se ha apuntado al método y ha dado instrucciones claras, tanto que, todos a una, sin el más mínimo pudor lo hacen suyo saliendo en tromba a los medios. Se trata de poner sobre la mesa un conflicto, con un guion, una interpretación dramatizada, un reparto de papeles, con planteamiento del problema nudo y desenlace, en la que el triunfo de un personaje -Sánchez- se produce a costa de la derrota de otros.

Es, paso a paso, lo que se ha hilvanado con la historia  del amor a la esposa. Ocurrentes si  son. De momento, ha cumplido la función estética, esto es, la que apela a las emociones, la de conexión con determinados interlocutores (no con todos), y falta por conocer si la tercera finalidad, la de provocar algún tipo de influencia la va a lograr.

El Manual de resistencia no le ha servido -o no lo ha leído-, y Tierra firme no es algo que vaya con su persona  pues una de la cualidades  que le caracteriza  tiene que ver más con lo etéreo, con ese pasar como flotando por todo, hasta por el fango que denuncia y en el que ha participado activamente, aunque lo niegue  templando la voz casi en un susurro. Aunque ahora haga como que está triste, o tense la mandíbula y ponga morritos. Ningún analista de los que he escuchado traducir los gestos de nuestros políticos ha especulado -no se atreven- sobre el significado de ese último gesto en el momento de abandonar el Congreso y entrar en el coche. Yo creo que es de mimosería, de niño malcriado y, como decimos en casa, de poseído. Antes fue mencionar en la misma frase a la derecha y a la ultraderecha en cada discurso, eso sí, sin una palabra para el independentismo. Lo siguiente ha sido el fango, un invento de contorsionista que, insisto, todos en el partido, en el gobierno y hasta los representantes sindicales utilizan, y en el fango, todos menos ellos. Ya sea la prensa que no le es afín o los jueces que no le son afines. Si los fieles se han creído todo lo anterior no son muy inteligentes, pero, de verdad, ¿no les parece sospechoso todo este disparate?

Tan infantil me resulta que ni en mis peores sueños puedo pensar cómo nos ha arrastrado hasta aquí, pero mi enhorabuena a las cabezas pensantes por sus éxitos. Y descendiendo en el crédito como nación.                                                          

 

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