Un martillazo de marxismo para Wim Wenders

Por Nicolás Alabarces

Nicolás Alabarces analiza para Sonámbula Perfect Days, la última película de Wim Wenders, universalmente celebrada como una lección de «cine zen», lo que en realidad encubre «una fetichización romántica de la alienación del trabajo y, con ella, un borramiento y escamoteo flagrante de sus huella de clase«.

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Perfect Days (2024), el reciente film del director alemán Wim Wenders, ya ha acumulado una serie de galardones y, por lo mismo, ha tenido una muy buena recepción por parte de la crítica especializada. Tanto es así que muchos vaticinan una holgada consagración en los premios Oscar. No podemos negar, nobleza obliga, que la película está confeccionada de una manera técnicamente magistral, advirtiendo, desde el principio, la impronta de wendersiana.

En este ocasión, sin embargo, me gustaría observar tanto menos el sobresaliente montaje técnico, la inmediata belleza visual del film cuyo rodaje tomó principalmente la increíble ciudad de Tokyo y la innegable participación del reparto del filme, cuanto el efecto de sentido, casi inequívoco, que esta tiene en su organización y escenificación estéticas; en ese mismo sentido, observar también el modo en que, finalmente, se inscribe como un artefacto estético sintomal del capitalismo tardío.

Muchas han sido las interpretaciones  —a menudo bastante anodinas y displicentes—que se han hecho sobre este filme, pero la nuestra descansa en una tesis-fuerza concreta, a saber: una fetichización romántica de la alienación del trabajo y, con ella, un borramiento y escamoteo flagrante de sus huella de clase. Veremos la manera ciertamente singular en que la película opera este borramiento de clase vía una reterritorialización de cierto atributos como la sencillez, la contemplación, la temporalidad pausada y, en suma, una suerte suspensión crítica a cualquier pretensión materialista occidental.

Quiero ser claro en esto: no es una observación con pulso destructivo; antes bien, es un abordaje objetivo que se releva a partir de los elementos y los ideologemas[1] presentes en la película y los modos en que estos están organizados. Desde luego, el modo en que ulteriormente despliego una lectura y una interpretación política de dichos aspectos sí tiene un prisma de visibilidad concreto, a saber, el marxista, y, concretamente, el método de interpretación política que propone el crítico marxista americano Fredric Jameson en sus trabajos The political unconscious (Visor, 1989) y Signaturas de lo visible (Prometeo, 2012) [un ensayo específicamente de lecturas políticas de filmes].

Una oda a la sencillez

Perfect Days: una oda a la sencillez”, reza el sintagma de una nota de Infobae. Otra: “Bienvenidos al cine zen: cómo se conecta Perfect Days con Barbie y Matrix”. Y así ad infinitum. Basta con echar un vistazo a las lecturas de críticos de cine europeos y americanos para advertir esta tendencia de una unánime interpretación, donde todos, casualmente, arriban a la misma conclusión: la singularidad del tratamiento de la belleza en Perfect Days. Es un aspecto indudable que, como anticipé previamente, no se puede negar. Hacer de la iteración de la rutina del protagonista —un obrero que, al parecer, abdicó una vida de abundancia— una instrucción del extrañamiento, de hallar lo bello en los aspectos sencillos de la vida, en la simpleza de lo cotidiano, es algo que está muy bien logrado en la película; en suma, una dimensión que, a esta altura, resulta una impronta del director alemán. Este retrato de la belleza está marcado por el diktat semiótico de una temporalidad detenida, contemplativa: una temporalidad del extrañamiento y la observación. En ese sentido, el film pivotea todo el tiempo en ese pulso de la imagen-tiempo, tal como lo expone Deleuze en sus notas sobre cine. Es, en definitiva, un posición contra la aceleración y contra las ansiedades de la época: el protagonista lee libros de bolsillo con la parsimonia de un lector voraz, escucha casetes, toma fotos analógicas [las revela, las imprime y descarta las que no le gustan] y, por supuesto, ignora las plataformas de música online.

Sin embargo, esta belleza tan celosamente ponderada termina produciendo una máquina fenomenal de ideologemas, cuya tesis central es una fetichización del extrañamiento y, con él, una romantización de la alienación. Coincidimos en esta misma hipótesis de sentido que propone Manuel Duarte (2024) para quien “todo parecería demostrar que la película no termina de hacerse cargo de cómo su enfoque clausura cualquier discusión ideológica. Es ciertamente llamativo que dos horas de retrato de la vida de un encargado de limpiar baños públicos en en la ciudad de Tokyo no habiliten una lectura de clase, sino su borramiento. La indudable belleza estilística de Wenders obtura cualquier debate sobre su sentido en favor de una recepción impresionista”.

La clase obrera ya no va al paraíso, va hacia la contemplación

La operación de causalidad expresiva, como lo explica muy bien Fredric Jameson en sus análisis de películas norteamericanas de los 70 en Signaturas de lo visible (2012), resulta bastante claro: se conmuta de manera contundente y eficaz la alienación, la precarización y la explotación laboral por la experiencia de un extrañamiento, un gesto de ternura, una sensibilidad fenomenológica y, aquí en el caso de este filme, con lo que los japoneses llaman Komorebi: ver la luz que se filtra tras las hojas. Wenders quiere que experimentemos el mismo sensorium del protagonista. En esa misma dirección, como lo advierte Duarte (2024) en su lectura, la decisión y organización estética del director se esfuerza para que “veamos el mundo tal como lo ve su protagonista”, esto es, experimentando “una epifanía contemplativa en cada detalle, cada canción, cada sombra y gesto y árbol. Y por supuesto que lo logra, y lo logra a tal punto que se vuelve un problema”.

La doxa crítica de cine no vacila en abrevar de una misma lectura sobre esta película de Wenders, que se resume en los términos de “la importancia de vivir el momento y valorar las cosas más sencillas de nuestro día”, que “es una bonita oda a los placeres de la vida del mundo analógico y presencial”; en suma, que la síntesis estética del filme de Wenders es poner de relieve la sencillez y la candidez con que Hirayama sobrelleva su vida, muy a pesar de las desavenencias que su rutinaria vida de obrero trae aparejadas. La economía política de lo analógico, en este tipo de efectos de fetichización de la miseria, reescenifica lo que Andreas Huyssen llamó, en Nostalgia de las ruinas (2019), ese sintomático deseo de nostalgia por el pasado: «El deseo nostálgico por el pasado es siempre deseo de otro lugar. Sentimos nostalgia por la ruinas de la modernidad porque todavía parecen transmitir una promesa que se ha desvanecido en nuestra época: la promesa de un futuro diferente». No menos cierto es cuánto Perfect Days sí se amolda a esa fatalidad tan naturalizada de nuestros tiempos, cuya tesis fuerza descansa en la idea de que, como ya no se puede cambiar el mundo, como ya no hay posibilidad de cambio social, esta cambio se repliega al sí mismo. El althusseriano español, Juan Carlos Rodríguez López, ya advertía este síntoma en uno de sus últimos trabajos a propósito de las nuevas codificaciones del yo en el capitalismo tardío, al cual llamó muy oportunamente el yo-soy-histórico, es decir, pensar toda la condensación del proceso social sobre la base del repliegue anónimo de la individualidad, a la vez que la idea de comunidad se disuelve. Nuevamente, la totalidad [totalitätsintetion] es conmutada por una balcanización y una atomización radicalizada del yo, el famoso lexema foucaultiano en su última etapa ética: el cuidado de sí mismo.

Hay dos intertextos que, tal vez por capricho, quise localizar: la primera es la del Comunismo del hombre solo (BandaAparte, 2016), el fantástico ensayo de Federico Galende sobre la dimensión taciturna y trágica de los personajes en las películas de Kaurismaki; la segunda es su variante occidental, Paterson (2016), la película de Jarmusch. Pero creo esta de Wenders se queda a mitad de camino de aquellas dos: carece de la topografía sensible de clase que presenta el tratamiento de los personajes en las películas de Kaurismaki y, por lo mismo, no busca como el colectivero escapar de su rutinario trabajo para, a partir de él, desplegar su talento: escribir poesía. Acá la ecuación es exactamente al revés: es la opción de la alienación la que instala la posibilidad de una experiencia contemplativa de la belleza.

La película, si bien se concentra particularmente en montar y manufacturar específicamente este estatuto de la belleza contemplativa (son casi dos horas de exiguos intercambios de diálogos, planos largos y en lenguaje que busca más el detalle en lo nimio que la profusión de signos), sí parecería obturar la posibilidad de cualquier crítica, esta vez nuevamente apelando al relativismo ‘culturalista’ del sensorium oriental, esto es, una cultura que aparentemente sería irreductible a los esquemas de sentir, vivir y experimentar occidentales.

El plano final del semblante de Hirayama, el protagonista encargado de limpiar baños —un paradójico instante de felicidad taciturna y triste, una sonrisa que se confunde con el llanto—, puede conjurar, sin embargo, toda esta interpretación que hemos intentado relevar, dado que la condensación de dicho plano podría habilitar la lectura de una insatisfacción y, como corolario, una desdicha que eleve su descontento particular, el de Hirayama, a una situación generalizada: vale decir, a las dinámicas propias del capital. Sin embargo, y me arriesgo a pensar, que toda la segmentación previa de la película, con su fuerte carga patémica y emocional en lo contemplativo, tira por la borda esta mínima posibilidad.

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[1] Fredric Jameson va a definir al ideologema como la “unidad mínima de análisis antagonísticamente de clase” (1989: 12), id est, elementos mínimos de lectura que, a partir de una análisis semiótico de primer y segundo grado (el primer y segundo marco concéntrico de análisis de la interpretación política), nos permiten relevar una dimensión de clase lo suficientemente fantasmática como para que reaparezca bajo su forma sintomal o inconscientemente política.