Thelma | Crítica | Película | Cine Divergente

Thelma

La refracción Por Pablo Sánchez Blasco

El director noruego Joachim Trier prosigue en Thelma (2017) su exploración de un cine capaz de expresar la sombra psicológica del dolor, de la culpabilidad, de un sufrimiento entendido en cuanto fallo en lo más recóndito de la psique y, por lo tanto, un dolor de difícil acceso y aún más difícil representación. Las películas de Trier recorren la pendiente introspectiva del trauma hasta crear una realidad líquida, contagiosa, sujeta a variaciones emocionales y contextuales a partir de un malestar emocional.

En el cine del noruego abundan los personajes que miran a la calle, que observan a otros transeúntes y que, sin embargo, no los ven. Porque sus imágenes no tienen como objetivo ver la realidad, sino verla a través de o verla mediante; a veces, incluso no verla debido a o por culpa de. Su cine está poblado por cristales, ventanillas, vidrieras o superficies acuáticas; obstáculos refractantes cuyo efecto ante la cámara evoca la figura del prisma, del poliedro; refleja versiones deformadas, devuelve proyecciones de uno mismo, fantasías o vislumbres incompletos donde lo fragmentario aspira a describir la totalidad.

En la escena central de Oslo, 31 de agosto (Oslo, 31 august, 2011), Trier situaba ya a su personaje en una cafetería de cristaleras diáfanas que funcionaban de manera inversa, como superficies reflectantes o impresiones externas de su dolor. A diferencia del protagonista de En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín, 2007), los atisbos del joven Anders se topaban una y otra vez consigo mismo, con la proyección de su mundo interior sobre las circunstancias externas. Cuando su mirada se posaba en personas concretas, el chico vampirizaba su trayecto e intentaba imaginar sus pasos hasta que, de una manera o de otra, todos se detenían vencidos por la misma tristeza y desolación que inundaban su fantasía. Unos años después, en El amor es más fuerte que las bombas (Louder than bombs, 2015), el cineasta también introducía una trama imaginaria sin advertirnos de su diferencia con el resto de historias. Por ello, a nadie sorprende que Thelma se defina a sí misma como una película fantástica, que haya dado ese paso o que utilice herramientas del fantástico para explorar la compleja psicología de su protagonista.

Thelma

De hecho, los elementos fantásticos de la película no pretenden más que construir un equivalente audiovisual de su conflicto dramático. La jerarquía se mantiene siempre desde lo interno hacia lo externo, de lo ordinario a lo extraordinario, de modo que los hechos fantásticos surgen con naturalidad y coherencia dentro del filme, son prácticamente inventados por los anhelos de la protagonista. En la secuencia del teatro, por ejemplo, la tensión física entre Thelma y su amiga Anja se traduce primero en las miradas y los temblores de aquella, luego en los roces y los gestos mutuos hasta extenderse a su entorno y oscilar la gigantesca lámpara del techo, que pone en peligro a todos los asistentes.

A la presencia del género fantástico se opone, sin embargo, una reacción represiva y solapada en Thelma, como un mecanismo de ajuste autónomo, inculcado en la chica por sus padres y en Trier por su herencia cinematográfica. Cada vez que el personaje se aproxima a una cierta liberación personal, su cuerpo responde con temblores, con estremecimientos, se paraliza en posturas epilépticas que tienen su equivalente en el parpadeo lumínico de la pantalla, en el cortocircuito, en la contradicción de dos reacciones opuestas dentro de un solo cuerpo, de una sola película. En la escena central de Thelma, el intento de la chica por armonizar sus distintos niveles perceptivos le conduce a una crisis expresada por medio del montaje fragmentado. El realismo del filme reacciona ante el fantástico con un comportamiento culpable, y la figura de Thelma se refracta en cuatro pantallas distintas, en cuatro películas o maneras de mirar, hasta provocar un efecto especial, una desaparición en plano que modifica el tiempo y el espacio del relato, pero, en vez de recuperar un cierto orden, reprime sus anhelos hasta eliminarlos del espectro visible. Al fin y al cabo, los poderes de Thelma son tan válidos para allanar sus propósitos como para imposibilitarlos de manera definitiva.

Trier presenta a Thelma como un personaje encerrado, pero a la vez como una carcelera involuntaria de sí misma. La película, de hecho, no propone otro antagonista que la propia Thelma. En la escena del prólogo, mientras la niña y su padre caminan sobre un río helado, Thelma observa a dos peces que se mueven debajo del hielo. Trier corta entonces a un contraplano de los peces y ahora es Thelma la que parece encerrada al otro lado del bloque. De este modo, el viaje acuático de Thelma se constituye en el opuesto al de Anders en Oslo, 31 de agosto: comienza dentro del agua helada –la cárcel, la frontera, el encierro impuesto por sus censores–, progresa en la piscina de la universidad –el agua mansa, plácida, donde conoce a Anja y donde habrá una situación de asfixia más que explícita– y concluye en el encuentro con el río salvaje, donde la chica debe asumir su condición y reconciliarse con la/su naturaleza primigenia.

Thelma 2017

La nueva película de Joachim Trier recupera lo mejor de Oslo, 31 de agosto y hasta lo incrementa con un tratamiento estético más libre. Pero también hereda numerosos problemas de El amor es más fuerte que las bombas y su decepcionante juego con el relato narrativo. Aunque se entiende el interés de Trier por descentrar sus películas al mismo tiempo que sus imágenes, lo cierto es que sus guiones nunca han sido tan hábiles en este aspecto como a la hora de construir secuencias y transmitir estímulos mediante la puesta en escena.

En Thelma, para empezar, se produce un conflicto claro entre la metáfora de género fantástico y el tema que pretende encubrir, o sencillamente manifestar. Como decíamos antes, la relación entre el drama y el fantástico aparece tan mediada por la subjetividad de Thelma que parece innecesaria en numerosas escenas, y toda justificación se vuelve superflua e incluso molesta. Aunque la película se integra en la misma familia de cintas como Carrie (Brian de Palma, 1976), Stoker (2013), It Follows (2014), Crudo (Grave, Julia Ducournau, 2016) o la española Verónica (Paco Plaza, 2017), Trier parece reacio a aceptar por entero sus claves y trata el género de manera indirecta, manteniéndolo subordinado al drama psicológico.

Por otro lado, el extenso metraje dificulta que todas sus partes mantengan el interés. Thelma empieza como un relato de iniciación adolescente, sigue con una investigación médico-histórica de tintes mitológicos y termina como un relato fantástico ensombrecido por la culpa y el trauma familiar. Sin embargo, la metáfora resulta más compleja que su enunciación literal. La investigación no hace más que redundar en los detalles de aquella. Su coartada histórica se antoja primaria y demasiado sencilla. La interacción de lo fantástico tampoco exhime de escuchar el mensaje final del director. Y, además, aparecen varios sueños cuya única función parece ser la de hacer explícitos los miedos de Thelma, a veces con símbolos tan obvios como las serpientes o el fondo marino, y otras expresando gráficamente su intención, como en la escena lésbica de Thelma y Anja en el salón de la fiesta.

El nuevo film de Trier, en definitiva, se conforma como una película excelente en secuencias aisladas, pero lastrada por la conjunción de todas las partes y pretensiones del cineasta. La extrema frialdad de la película unida a su dispersión narrativa hacen que apenas avance de su posición inicial, de modo que su aspecto más convincente sea el retrato de unos personajes marcados por la pérdida, por la soledad, una imagen abismal –sí, quizás muy nórdica– de aislamiento, frustración y sentimientos sumergidos bajo una capa de hielo: los complejos de la juventud, el primer amor, las cadenas familiares, el temor a la soledad, a ser diferente; los miedos de la adolescencia, en fin, hasta alcanzar la madurez y reconciliarse con la voluntad de uno mismo.

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