“No salió de una madre ni supo de mayores. Idéntico es el caso de Adán y de
Quijano. Está hecho de azar. Inmediato o cercano lo rigen los vaivenes de
variables lectores.[…]
Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres
que nos quedan. La muerte y la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer en un jardín o mirar la luna”
(Jorge Luis Borges)
Intruducción, notas, apéndices e índices de Jesús Urceloy
Arthur Conan Doyle
Todo Sherlock Holmes
ePUB v1.0
Mezki 01.04.12
Títulos originales:
A Study in Scarlet, The Sign of Four, The Adventures of Sherlock Holmes, The Memoirs of Sherlock
Holmes, The Hound of the Baskervilles, The Return of Sherlock Holmes, The Valley of Fear, His last Bow,
The Case-Book of Sherlock Holmes
© De la introducción y notas: Jesús Urceloy, 2003
© de las traducciones:
Julio Gómez de la Serna (Estudio en escarlata)
Ramiro Sánchez (El sabueso de los Baskerville)
María Engracia Pujals (Las memorias de Sherlock Holmes)
Juan Manuel Ibeas (El regreso de S. H., El archivo de S. H., El signo de los cuatro, El valle del terror, Las
aventuras de S. H. y El último saludo)
INTRODUCCIÓN
Para Carmen y Julia, madre e hija respectivamente de este irregular.
Jesús Urceloy
«En la narrativa de género es necesario un narrador, testigo de la confusión, llámese
Watson, Petrie o Axel, que crea que lo que sucede es real tan sólo porque su voz narra en
tercera persona, aunque a veces tiemble al sospechar que habla de sí mismo cuando habla
de aquel a quien sigue».
Alvaro Muñoz Robledano
I DATOS EJEMPLARES
La edición presente de los relatos completos escritos por Arthur Conan Doyle y
protagonizados por Sherlock Holmes es poco habitual. Casi hay que atreverse a decir que
es única en nuestro idioma. Al menos, en un solo volumen. Se ha seguido con el máximo
rigor posible una relación de los mismos según la vida del famoso, el más famoso,
detective consultor de la historia. Esto merece una explicación.
Las «aventuras» de Sherlock Holmes aparecieron originalmente en inglés como relatos
sueltos publicados en diversos semanarios. Posteriormente, y según concluía cada año,
Arthur C. Doyle reunía estos relatos —o los capítulos, si se trataba de una novela— y los
publicaba en un volumen independiente. Resultado de ello fue la edición original de toda
la obra «holmesiana» en nueve tomos. A saber:
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
Estudio en escarlata. Novela. 1887
El signo de los cuatro. Novela. 1890
Las aventuras de Sherlock Holmes. Relatos. 1892
Las memorias de Sherlock Holmes. Relatos. 1894
El sabueso de los Baskerville. Novela. 1902
El regreso de Sherlock Holmes. Relatos. 1905
El valle del terror. Novela. 1915.
El último saludo de Sherlock Holmes. Relatos. 1917
El archivo de Sherlock Holmes. Relatos. 1927
Estos nueve libros, y hay que recalcar este dato, forman lo que los seguidores e
investigadores de la obra «holmesiana» denominan Sacred Writers, es decir «Escritos
Sagrados», aunque se ha acuñado el término «Canon Holmesiano» o más sencillo
«Canon» por resultar a todos los efectos más universal.
Como bien se sabe, es frecuente, sobre todo desde la aparición de la prensa diaria o
semanal a mediados de la primera mitad del siglo XIX, que los escritores publicaran sus
obras por capítulos sueltos y que, una vez finalizada la serie de cuentos o la novela si fuere
este el caso, estos se editaran juntos en un libro. Arthur Conan Doyle no es ajeno a este
procedimiento aunque con algunas excepciones. Así Estudio en escarlata y El signo de los
cuatro, aunque hubieran salido, antes de poder ser adquiridos en tapa dura, en las revistas
Beeton’s Christmas Annual y Livpincott’s Magazine respectivamente, fueron desde
siempre un todo unitario. El resto obedeció a las reglas de la «literatura de cordel», que es
como se conoce popularmente a este tipo de edición fragmentaria.
Todos los volúmenes aparecieron con muy poco margen temporal en los Estados
Unidos. Y esto da pie para encontrarnos con el primer escollo editorial de todos los
tiempos: la censura. El relato titulado La aventura de la caja de cartón ha adquirido desde
entonces una cierta fama. Se trata de un caso de incesto, que cualquier lector por poco
perspicaz que sea —y eso que tal circunstancia no es el leit-motiv del relato— puede
apreciar sin mucho esfuerzo. Arthur Conan Doyle era ya por 1894 un escritor famoso,
gracias a Sherlock Holmes, y las editoriales «George Newnes, Ltd» inglesa, y «Harper &
Bros», norteamericana, se repartían los derechos de publicación del que sería el cuarto
volumen de las hazañas de nuestro personaje: Las memorias de Sherlock Holmes. Una de
sus aventuras, la de «la caja de cartón», ya había sido publicada por los semanarios
ingleses The Strand Magazine y Harpers Weekly en enero de 1893, alcanzando cierto
revuelo sin mayores consecuencias dada su temática. De todas formas el editor inglés del
que sería el nuevo libro decidió no correr un riesgo innecesario y suprimió el relato en
cuestión. El editor norteamericano no. Consecuencia de ello fue que este último tuviera
que prescindir del cuento de marras en la segunda edición. Muchos investigadores
sospechan que este fue el primer atentado cometido por Doyle contra Holmes, al que por
esas fechas de 1894 comenzaba ya a aborrecer.
La aventura de la caja de cartón pudo ser publicada otra vez dentro de un libro 23
años más tarde. Los tiempos habían cambiado y la rígida moral victoriana que aún
imperaba en 1894 sufría los embates de la modernidad. Sin embargo no lo hizo —como
sería lógico— en una reedición de Las memorias... sino en el nuevo volumen de cuentos
titulado El último saludo de Sherlock Holmes, que los editores John Murray en Londres y
George H. Doran en Nueva York publicaron en 1917. Por aquellos años también Holmes y
Doyle habían reeducado su amistad.
Pero a partir de este momento comenzó el acabóse editorial, y el rigor, que es una
palabra con ciertos tintes amenazadores, perdió enteros por todas partes. También debe
señalarse que tras la muerte de Sir Arthur Conan Doyle, los herederos relajaron mucho la
mano y permitieron antologías de toda índole, con títulos de lo más diverso, que han
llevado a la confusión y al laberinto a más de un buen «holmesiano». Sirva como ejemplo
reciente la edición en cuatro tomos de la obra completa en español publicada por la
Editorial Óptima (Barcelona, 1999), que añade los títulos Sherlock Holmes sigue en pie,
Sherlock Holmes no ha muerto y Más aventuras de Sherlock Holmes a los escritos por A.
C. Doyle sin que por ello aumenten las peripecias del señor Holmes.
Para finalizar con este punto sirva el lamento de este lector para que las editoriales
dejen de tergiversar sin rigor las ediciones originales. Y que los motivos comerciales que
hacen engrosar la obra de un autor más allá de lo que él mismo hizo en su tiempo, por lo
menos, nos sean esclarecidos en los prólogos o en las páginas de respeto, como por otra
parte pudiera ser esta misma edición. Los amigos de Doyle, de Lem, de Asimov, de Verne,
de Haggard, de Lovecraft, de Farmer, de Pohl, de Silverberg, de Chandler, de Himes y
hasta del mismo Cervantes —por citar unos pocos— se lo agradeceríamos.
ESTA EDICION
Como decía en un principio esta es una edición particular. Se trata de la exposición
íntegra en un solo libro de todas las aventuras de Sherlock Holmes, y al mismo tiempo
ordenadas estas según la edad del protagonista. Es decir que conoceremos la primera
aventura real del estudiante en Oxford, el joven Holmes, las penurias del mismo al
establecerse como investigador en Londres, su transcurrir laboral hasta su jubilación y los
últimos casos en que participa cuando ya es un ocioso adulto dedicado a la cría de abejas
en Sussex. Cuarenta y un años en total: 7 como «amateur», 23 como profesional y 11
como emérito.
Únicamente hemos roto ese orden al principio. La primera aventura sería La corbeta
Gloria Scott, cuando Holmes cuenta con 20 años; la segunda se titula El ritual de los
Musgrave, protagonizada a los 25, y la tercera —ya con 27—, Estudio en escarlata. Sin
embargo hemos decidido anteponer a las dos primeras la tercera ya que supone la
presentación en sociedad de Sherlock Holmes y John Watson. En Estudio en escarlata se
nos hace quizá la más minuciosa descripción de los protagonistas, del momento y del
lugar donde transcurrirán la mayoría de sus vivencias. De todas maneras si algún lector
desea ser estricto y leer en el orden propuesto los relatos sepa que muy corta le resultará la
distancia en cuanto a paginación.
Este ordenamiento no es en absoluto arbitrario. Se podía haber seguido el expuesto al
principio de este prólogo, según las primeras ediciones originales, pero hemos querido
hacerlo «biográficamente» para que el lector vea cómo los protagonistas van madurando a
través del tiempo.
Asistiremos así, y seremos testigos de las vacilaciones y fracasos del primer Holmes,
de las impaciencias y precipitaciones de Watson, del trato que ambos mantuvieron entre sí
y con el resto de la humanidad. Es decir que tomaremos más a conciencia al personaje
pese a lo interesante de la trama: veremos con más profundidad al hombre y a las cosas.
Porque también asistiremos al paso del tiempo en el espacio, al demoledor transcurrir de la
edad sobre las cosas, sobre las modas y los asuntos del planeta. Al cambio de las
estructuras sociales. Y cómo estos afectan a esos seres que junto a nosotros también nacen,
se desarrollan y mueren.
EL PROBLEMA DEL «AUTOR»
Arthur Conan Doyle escribió 60 aventuras de Sherlock Holmes. De ellas 56 son
narradas por Watson y 2 por el propio Holmes. Quedan por lo tanto 2 de muy discutida y
acalorada «autoría». Habitualmente el relato El último saludo es atribuido al hermano
mayor de Sherlock, Mycroft Holmes, y el titulado La aventura de la piedra de Mazarino
se le otorga a Doyle, por circunstancias externas a la acción. Amén de esto, y tras haberlo
consultado con varios holmesianos, cabe la sospecha de que Estudio en escarlata esté
narrada por dos manos, las de Watson y las de un desconocido. Hay razones de peso para
todas estas argumentaciones; sin embargo es nuestro deseo que cada lector acuda al final
de este libro donde, cuento a cuento, aventura a aventura, se desmenuzarán con el debido
respeto las circunstancias que los van diferenciando y enriqueciendo. En ese anexo es
donde pretendo dejar clara esa evolución de los personajes. Entre los cuales puede verse la
propia figura de Doyle, que en el fondo no es más que un conocido del buen médico y
mejor cronista John Watson.
INTENCIONALIDAD
Este prólogo no está concebido para el erudito, aunque a veces puedan descubrirse
algunos datos que —me atrevo a declarar— considero pueden ser la primera vez que se
expresan por escrito. Pretende ser un mensaje a lo sumo entre un lector y otro lector. Ya
sea este último un recién invitado o un comensal experto ante este suculento banquete.
Porque las viandas que aquí se ofrecen son opíparas, que no quede duda, y pueden saciar
cualquier paladar predispuesto. Para ello he prescindido todo lo posible de datos
extraordinarios, de notas a pie de página que dificulten la lectura, aunque —eso sí— no he
renunciado a colocarlas al final, en los anexos.
En los anexos de este libro por lo tanto el lector encontrará:
1. Una relación completa de todos los casos conocidos, tanto narrados como citados.
2. Comentarios a los cuentos narrados, en el orden biográfico, con los siguientes datos:
En qué fechas se desarrolla la acción, y la edad en ese momento de Holmes y
Watson.
Primera edición inglesa en revistas y en qué libro de la edición original se
encuentra.
Circunstancias curiosas y descubrimientos diversos.
3. Notas finales, curiosidades y algunas estadísticas.
4. Un índice completo y alfabético de todos los personajes de entidad de todas las
aventuras, con apellidos y nombre o apodo, vida, cuento o cuentos a los que se
circunscribe y si se considera oportuno, algunos datos de interés.
Con todos estos datos —que no son pocos— puede el atento lector no solo disfrutar de
una amenísima lectura, sino percibir esos cambios, ese progreso vital de los protagonistas.
El lector se convierte también en un investigador, un testigo activo capaz de encontrar
nuevas soluciones, descubrir enigmas entre líneas. Es una invitación de un holmesiano a
otro holmesiano, de un lector a otro lector, en resumen.
LAS «OTRAS» AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES
Como no puede ser menos con un personaje como Sherlock Holmes, sus aventuras
siguieron más allá de la muerte de Watson y Doyle. Estas aventuras río aparecen en este
libro, que, de haberlo hecho así, a buen seguro entraría holgadamente entre los volúmenes
de mayor paginación de toda la historia. Esas aventuras están por lo tanto fuera del
«Canon». Sin embargo he utilizado alguno de los datos de esas aventuras a la hora de
escribir una concisa biografía de los protagonistas habituales: espero que me disculpen el
juego.
Muchos escritores, holmesólogos o no, y muchos admiradores continúan desde 1930
escribiendo hazañas de nuestro héroe. Las ediciones, las antologías, los estudios críticos,
los pastiches y los homenajes no cesan, y pasará mucho tiempo hasta que alguien, no
sabemos en qué tiempo ni lugar, le dé cerrojazo final al baúl de sus aventuras.
Para acabar con esta primera parte quiero destacar algunos de los libros que me han
servido para elaborar esta edición atípica, esta ofrenda de lector a lector.
ESTUDIOS
Baring-Gould, W. S.: Sherlock Holmes de Baker Street, «El Club Diógenes»,
Valdemar, Madrid, 1999.
(Probablemente el mejor estudio existente, pormenorizado y completo que se ha hecho
sobre Holmes y Watson. Data de 1962 en inglés original. Planteada desde los personajes
como si estos hubieran vivido realmente, añade datos biográficos más allá de Doyle. Esto
puede crear alguna confusión, ya que une las aventuras escritas con algunas que el propio
Baring-Gould imagina, pero con un poco de paciencia los datos se hacen discernibles.
Aunque su lectura algunas veces es un tanto pesada, resuelve muchas dudas y se hace un
libro imprescindible).
Marías, Javier: Vidas escritas. Edición Ampliada, Alfaguara, Madrid, 1992 (págs. 7787).
(Marías hace una biografía comentada sobre varios escritores de los siglos XIX y XX.
Aunque se permite el lujo de opinar y algunas veces caricaturizar a alguno de ellos,
resulta, en cuanto a Doyle, una buena fuente de datos poco conocidos).
Pascual, Emilio: «La biblioteca de Sherlock Holmes», en CLIJ, n° 132, noviembre de
2001, págs. 60-63.
(La más completa y amena relación de los libros que componían la biblioteca
particular de Sherlock Holmes, con un recorrido por las lecturas a las que se sabe que
había tenido acceso, estuvieran o no en su biblioteca).
Symons, Julián: Historia del relato policial, «Libro Amigo», Bruguera, Barcelona,
1982.
(Escrito en inglés en 1972. Contiene un buen puñado de páginas y muchas referencias
cruzadas sobre Doyle y Holmes. Aunque es un tanto confuso al intercalar los datos, resulta
un estudio muy bien llevado sobre el relato policial, sus creadores, su difusión y sus
personajes).
TEXTOS ORIGINALES
El canon completo de Sherlock Holmes ha sido publicado por Anaya, Madrid, 19811989. Repartido en 9 tomos, corresponde a los números 14, 79, 90,101,120,139,141,146 y
153 de la colección «Tus Libros».
(Una edición de lujo, con los textos íntegros y dibujos de las primeras ediciones
inglesas, casi todas con notas al texto y buenos epílogos críticos, al que se añade una
excelente compilación nominal de las obras escritas por Sir Arthur Conan Doyle, aunque
el orden de los volúmenes no obedece al original. Los estudios finales de cada obra
pertenecen a grandes escritores holmesólogos españoles).
Doyle, Sir Arthur Conan: Sherlock Holmes, Óptima, Barcelona, 1999.
(Edición en 4 tomos y en un orden arbitrario. A los 9 libros originales añade tres títulos
más sin que por ello se aumenten las aventuras, como queda ya dicho. Los pequeños
prólogos a las obras son de autor desconocido y toma ediciones pasadas. Las traducciones
son de agradable lectura, pero tampoco sabemos quiénes las han hecho. Edición en tapa
dura con textos claros y de fácil lectura).
Doyle, Sir Arthur Conan: The Complete Sherlock Holmes, Geddes & Grosset,
Children’s Leisure Products Limited, EE. UU., 2001.
(Edición en un volumen. Textos íntegros ordenados según originales, en inglés, junto
con los prólogos también originales de Doyle. Tapa blanda y papel barato, a dos columnas
en letra pequeña, edición popular, aunque de gran tamaño).
Doyle, A. C: Estudio en escarlata, «Todolibro», Bruguera, Barcelona, 1984.
(Una edición de bolsillo plagada de erratas pero con unos dibujos hechos
expresamente para este librito por Natalia Senmartí absolutamente maravillosos. Sólo por
esos dibujos merece la pena tener el libro).
OTROS TEXTOS
Santerbás, Santiago R.: «La aventura del Quinteto inacabado», en Pickwick, Alicia y
Holmes al otro lado del espejo, «Tus libros», Anaya, Madrid, 1996.
(Un pastiche de autor español. Santerbás es un holmesólogo de categoría, uno de los
grandes, y aquí se atreve a escribir una nueva aventura de nuestro amigo en la que le hace
coincidir con Sarasate. Todo un gozo para la vista ávida y el intelecto agradecido
(magníficas las ilustraciones de José María Ponce, que también sigue el método del
pastiche, y lo resuelve estupendamente). Santerbás es también el autor del apéndice a El
sabueso de los Baskerville, publicado en la misma colección).
Meyer, Nicholas: Elemental Dr. Freud, Salvat, Barcelona, 1987.
(Originalmente titulada en inglés The seven-per-cent solution, haciendo referencia a la
cantidad de droga que Holmes tenía a bien suministrarse de vez en vez vía jeringuilla.
Pone de manifiesto esa manía de algunos editores españoles de adaptar a nuestro idioma
magníficos títulos ya en sus lenguas nativas. Nicholas Meyer se ha especializado en los
«años oscuros» y con este libro abre una trilogía a ese respecto. Se lee de un tirón. Fue
llevada al cine).
—El ángel de la música, Ediciones B, Barcelona, 1996.
(Otro título cambiado. El original se titula The Canary trayner. Sería la continuación
del anterior y es tan ameno e interesante como el primero. Parece que el tercer libro de la
serie, The West End Horror, ya está editado en español pero ignoro si habrán respetado el
título. Como información diré que cada libro es una aventura independiente y completa).
Doyle, Sir Arthur Conan: Aventuras del profesor Challenger, Laertes SA. de
Ediciones, Barcelona, 1982.
(Para enterarse en qué problemas se metía el primo segundo, de la rama de los Vernet,
de Sherlock Holmes. Los dibujos son también muy buenos, pero ignoramos quién los
hizo.
Sin embargo, si el interesado lector quiere ahondar más en este último personaje, sepa
que en el n° 9 de la col. «Tus Libros» de Anaya, se encuentra El mundo perdido, la obra
capital del citado profesor Challenger, y en el 129, La zona envenenada, juntamente con
El día en que la tierra lanzó alaridos y La máquina desintegradora, en ediciones íntegras,
anotadas y de excelentes traducciones).
Otrosí, y para finalizar, el lector también puede encontrar en Internet cientos de
páginas dedicadas en exclusiva a la figura de Sherlock Holmes y familia, entre las que
cabe destacar The Baker Street Journal, Sherlock Holmes.com y the Arthur Conan Doyle
Society, con miles de fotos, datos y curiosidades. En el buscador Google.com se
encuentran por millares las referencias. Sin embargo no incluyo más páginas porque la
vida de estas en Internet suele ser efímera, y tienden a cambiar de nombre, ubicación, etc.
En conclusión…
Pienso que las disponibilidades y las intenciones han quedado claras: no aburrir.
Supongo que habrá quien busque en mis líneas datos oscuros y situaciones extremas. No
las hay. Tal vez, ya que fundamentalmente escribo poesía, sí que encuentre el buen
buscador discretos giros, ambiguas alusiones diseminadas aquí y allá: metáforas al fin y al
cabo. Hasta puede que un discreto acróstico, un singular uso de la metonimia.
Pero por ello no se asuste quien sólo entró a este libro a saber un poco más, a
divertirse. Mi madre, Carmen Lorenzo, a la que nunca he dedicado formalmente un libro,
y que debe ser destinataria de estas pocas líneas, ha estado presente en todos y cada uno de
los fonemas que he cursado al papel. Me parecería un error imperdonable que una mujer
valiente, como ella, que a mitad de su infancia tuvo que dejar la escuela pero que lleva
varios doctorados en esa difícil carrera llamada vida, bostezara, aburrida, entre estas
líneas.
Con el debido respeto a esta mujer maravillosa, va por ustedes, lectores.
II VIDAS EJEMPLARES
LAS AVENTURAS DE ARTHUR CONAN DOYLE
La historia se remonta a 1880 y tiene que ver con un tal George Newnes. Este
individuo era un avispado periodista, un hombre de mundo: un hombre que se había
pateado a conciencia la cara y la cruz de su querido Londres, y por extensión de la parte
del Imperio Británico que le tocó en suerte. Y sabía lo que la gente quería.
El citado año, con unos ahorrillos y un grupo de amigos socios fundó un semanario: el
Tit-Bits, que en castellano se podría traducir como «A golpe de titular». Tenemos un
ejemplo hoy en día de algo parecido: esos periódicos que nos reparten gratuitamente en las
estaciones del metropolitano. Era un acopio, más o menos ordenado, de resúmenes de
noticias curiosas e interesantes, sin carga alguna de paja, cuyas fuentes procedían de
recortar los diarios aparecidos entre semana. Había alguna aportación, alguna firma amiga,
opiniones del lector, crucigramas, chistes… pero lo importante era no aburrir, ser escueto
y un tanto escandaloso, pero con pies de plomo. ¿Les suena? Además, costaba tan sólo un
penique.
A los diez años el invento funcionaba a todo gas. Así pues, en 1891 el señor Newnes
volvió a liarse la manta a la cabeza y se arriesgó en otro semanario, sólo que un poco más
enjundioso: el Strand Magazine. Por si alguien no lo sabe, el Strand era antaño esa parte
de Londres, compuesta por barrios obreros, que conectaba el centro con las afueras.
Imaginen el potencial. Los contenidos eran parecidos al Tit, pero los artículos tenían más
cuerpo, se incluía una ilustración por página, y las firmas de los artículos de opinión ya no
se contentaban con un simple anonimato. Además, se incluía una novela por entregas y un
par de cuentos cortos. Todo por un poco más en el precio, pero poco. Al menos al
principio, como siempre pasa. Tuvo éxito: se vendieron 300.000 ejemplares con el primer
número. Y fue a más.
Vamos a dejar un momento al señor Newnes con sus negocios londinenses, dejemos
esta tierra próspera y partamos a tierras escocesas, unos treinta y dos años antes. En la
capital, Edimburgo, fruto de la pareja formada por Charles y Mary Doyle —de soltera
Foley—, un 22 de mayo de 1859 nacía Arthur Conan. El esposo era funcionario y en ratos
de ocio también pintor. El chico tuvo una infancia feliz, asistió al colegio, no destacó
especialmente en nada pero tampoco fracasó, lo que no es poco. Y a los 17 años, por
presiones familiares ante las que, por otra parte, no opuso una excesiva resistencia, inició
la carrera de medicina. Se doctoró en 1885.
Entre medias había practicado su profesión en un barco ballenero en la ruta del Ártico
y en un mercante por mares africanos. En este segundo viaje padeció un incendio a bordo
y un amago de hundimiento. Harto de pasar frío y calamidades se estableció en Plymouth,
compartiendo consulta con el doctor George Budd, pero tampoco funcionó bien la cosa, y
acabó con consulta propia y pobre en los suburbios de la ciudad. Allí conoció a Louise
Hawkins, hija de uno de sus pacientes, con la que se casó el 6 de junio de 1885.
Pero el amor tampoco trajo un pan debajo del brazo. La clientela era escasa y venía a
menos, y el señor Doyle fiaba demasiado y cobraba poco. Tampoco es que fuera el no va
más de la medicina. El caso es que en ratos muertos se dedicaba a escribir novelitas de
aventuras, históricas, poemas, artículos que enviaba a revistas aquí y allá y que de vez en
vez veía publicados y pagados, por supuesto. Así, cuando la penuria le acosaba con sus
dientes de acero, se decidió un día de marzo de 1886 a escribir algo con más calibre y a
enviar ese «algo» a un editor serio.
En octubre del mismo año recibió una oferta. La casa Ward & Lock de Londres,
editora de varias revistas, le ofreció 25 libras por una novelita titulada Estudio en
escarlata, una historia de detectives. Doyle, que ya había empezado a empeñar algunos
enseres, aceptó aquella miserable oferta. En aquella novela el joven Arthur había
conjuntado una serie de vivencias personales, algo de ficción y un algo también de
lecturas previas. El resultado, bien apañadito, es el origen de nuestro querido Sherlock
Holmes. Vamos a hacer una pausa en el tiempo y vamos a ver los componentes de la
citada novela.
Ni Sherlock Holmes ni el Dr. John H. Watson se llamaban así en los apuntes previos.
Sherlock fue en un principio Sherrinford, y Watson, Ormond Sacker. Este último no
vendría de hacer la guerra en Afganistán, sino de Sudán, y vivirían ambos en el 221B de
Upper Baker Street. En cuanto a su personalidad, Sherlock resulta de una amalgama donde
estaría el propio Arthur onírico, es decir, lo que era el Dr. Doyle y lo que le hubiera
gustado ser, es decir, el «otro yo», al que se añadirían los conocimientos y prestancia de un
admirado profesor de medicina, el Dr. Joseph Bell: un hombre famoso entre los
estudiantes por su capacidad de análisis y deducción. Watson representaría al propio
Doyle «real», con algunas pizcas de descuido y unas buenas dotes de honorabilidad. Al
doctor Joseph Bell le gustaba practicar ante sus pacientes y alumnos juegos analíticos: a
primera vista determinaba con aproximado acierto la dolencia del enfermo, e incluso datos
como su procedencia, familia, gustos y maneras. El truco es en el fondo sencillo: había
que fijarse en como tratabas tu ropa, lo que habías pisado, tus manchas y cuidados, tu
forma de mirar, andar, en fin… esos importantísimos actos cotidianos a los que no damos
importancia alguna. Casi todos los relatos de Holmes comienzan con una demostración de
este tipo. Y es todo un acierto, por otra parte.
Volviendo a nuestra historia, el Dr. Doyle vio su relato publicado en el número anual
de 1887 de la revista Beeton’s Christmas. Y pasó sin pena ni gloria. Pero suscitó la
atención de una revista norteamericana: la Lippincott’s Magazine, de Filadelfia, que ya se
había interesado por un relato de un joven escritor londinense llamado Oscar Wilde, una
historia titulada El retrato de Dorian Gray. El representante en Inglaterra de la citada
revista organizó una cena con los dos «nuevos» escritores y concertó con ambos la
publicación de la novela de Oscar y una nueva de Arthur, la que se llamaría El signo de
los cuatro. Ni que decir tiene que los honorarios fueron, sin ser exagerados, mucho
mejores.
Y toca hacer una segunda pausa, porque hay que hablar de cómo compuso Doyle sus
novelas. No sólo esta, sino también las futuras El sabueso de los Baskerville y El valle del
terror. Aquí los estudiosos han rescatado muchas deudas literarias. Por lo pronto, Estudio
en escarlata le debe mucho a Los dinamiteros, de Robert L. Stevenson, y El signo de los
cuatro, a La piedra lunar, de Wilkie Collins. Aunque ya he hablado de algunas
características de las novelas de Doyle y volveré al asunto en las notas finales de este
volumen, no está de más recalcar el hecho: Salvo —con objeciones— El sabueso…, las
otras tres novelas no son sino la unión de dos novelas en una sola. De estas dos novelas
una relata los hechos protagonizados por Watson y Holmes, y la otra los sucesos pasados
que originan la primera. Casi siempre una es menor en calidad que la otra, por regla
general la que nos cuenta ese pasado, sobre todo porque ni Watson ni Holmes están entre
los personajes, aunque en el caso de El valle del terror —y respeto mucho la opinión de
mi amigo y «holmesólogo» Juan Manuel M. Navas— la segunda resulta excelente.
¿Se acuerdan de aquel astuto periodista del principio? ¿El tal George Newnes? Muy
bien. Pues a este señor sí que le gustaron las dos novelas de Arthur Conan. Pero le
parecían largas: creía, y con razón, que si las hubiera dejado en formato cuento largo,
resultarían mucho mejores, y, además, las podría publicar él, cómo no. La oferta le pareció
bien al señor Doyle, y en julio de aquel 1891 aparecía el primer cuento de Sherlock
Holmes: Escándalo en Bohemia. Le pagaron por él 30 guineas, y por cada uno que le
siguiera la misma cantidad. Al séptimo cuento al ya ex doctor Arthur Conan Doyle le
pareció oportuno pedir 20 guineas más por unidad. Para su sorpresa le fue admitido el
aumento de sueldo sin protesta alguna. Las cosas le iban a ir desde entonces al señor
Doyle, al menos económicamente, viento en popa, que se dice. Y al editor… Pero esa es
otra historia.
Y entonces empezó el acabóse. A nuestro amigo Arthur el personaje se le atragantó.
Aún le haría protagonista de dos libros de aventuras, que le dieron buenas y sustanciosas
libras, pero él quería otra cosa. Él quería ser un Conrad, un Wells, un nuevo Poe. Y entre
aventura y aventura del señor Sherlock intentó la novela sesuda, con empaque: de
categoría. Así nos legó libros como La compañía blanca, que consideraba como su mejor
novela, Las aventuras del brigadier Gerard, un héroe de las guerras napoleónicas, y
muchos libros pseudohistóricos, relatos de las guerras inglesas y largos y sesudos ensayos
sobre los temas más diversos. Pero la crítica es unánime: lo que le sobraba en Holmes le
faltaba en el resto: imaginación. Doyle fue un narrador excelente, y el resto de su obra no
«holmesiana» es buena, pero se bifurca, se pierde. No sabe dar cuerpo a los personajes,
narra bien la batalla pero no sabe describir la guerra. Es posible que cuando murió en 1930
no comprendiese que ya con Sherlock Holmes había dado al mundo una de las mayores
aportaciones literarias que se recuerden.
Así pues, harto de su personaje, y con el buen fin de dedicarse a «obras de mayor
envergadura», a finales de 1893, decidió eliminar al personaje. Lo hizo en el cuento
titulado El problema final: Holmes y su querido enemigo Moriarty se marcaban un
macabro tango ante las cataratas de Reichenbach, cayendo ambos a las simas del olvido y
la desesperación. Pero lo que menos sospechaba el autor es que al darle a su personaje ese
delicado empujoncito también se lo daba a sí mismo. Su madre, que le había recriminado
el propósito fatal, dejó de hablarle una temporada; su casa diariamente era asediada por
miles de cartas de fervientes admiradores —entre las que había bastantes amenazas—,
rogándole que devolviese a la vida al detective. Las oficinas del Strand, cada sábado y
durante muchos meses, eran meta final de pacíficos manifestantes. Y en el mundo entero
florecieron asociaciones y clubes que a la consigna de «¡Viva Holmes!» asediaron en la
percepción de sus posibilidades la paz del señor Doyle y familia. A Arturo se le debió
olvidar aquella sentencia: «Si matas a un héroe, das vida a un mito».
En 1902 apareció El sabueso de los Baskerville, una magnífica novela, con la que
intentó apaciguar los ánimos y también su cuenta corriente. Aunque se vendió a millares y
agotó varias ediciones en un sólo día, se trataba de una aventura protagonizada por
Holmes antes de resbalar cataratas abajo. El público lo entendió en su debida magnitud. El
tozudo escocés no resucitaba al mito. Las manifestaciones siguieron hasta octubre de
1903, en que gracias al esfuerzo popular, al que cabe añadir la hermosa cantidad de 100
libras el cuento en Inglaterra y 5000 dólares el libro en Estados Unidos, Sherlock Holmes
volvía a ver la luz y las paredes de La aventura de la casa vacía. Hasta abril de 1927, en
que está fechado el último de los cuentos, no dejaría ya Arthur a Sherlock. Y no hay que
perderse el bellísimo prólogo del último libro, El archivo de Sherlock Holmes, con toda
probabilidad las últimas palabras que nuestro autor escribió dedicadas a la pareja de Baker
Street. Este prólogo, todo hay que decirlo, lo he encontrado en la edición íntegra inglesa,
pues por una pequeña errata editorial estaba siendo omitido en las últimas ediciones
españolas. Mi amiga Teresa Medina, profesora de inglés, ha tenido la gentileza de
traducirlo para esta edición inmejorablemente.
Hasta el año de su muerte, y sin poder remediarlo, Conan Doyle fue una figura pública
y atendió de palabra y obra a múltiples actividades. Tuvo sus devaneos en política, en
1902 fue condecorado como Sir, por sus aportaciones literarias «en las guerras inglesas»
curiosamente, perteneció a sociedades fabianas y entró en todas las controversias y
debates públicos que puedan imaginarse. Era un tipo contradictorio y leal, tan capaz de
amonestar a sus hijos por la menor tontería como proteger en la vía pública a cualquier
mujer que a sus ojos resultara ofendida. Defendió en las columnas periodísticas —y
siguiendo las pautas holmesianas— a supuestos condenados que a la postre, y gracias a
estos esfuerzos, resultaban inocentes. Viajó cuanto pudo, en Nueva York fue recibido
como si de un monarca se tratase, en Canadá el gobierno puso a su disposición hasta un
vagón «Pullman» particular para sus desplazamientos. Le tentó la esgrima y el boxeo, la
ópera y la música de cámara, instrumental y coral —es «curioso» que Holmes tuviera
ocios tan parecidos—. Y sufrió en sus propias carnes el terror de la Gran Guerra, en la que
se ofreció voluntario y en la que su primogénito murió.
Sus años finales fueron los años de un hombre cansado y dolorido. Nunca pudo
superar la muerte de su hijo. Se agarró como un náufrago a creencias espiritistas y
mágicas. Llegó a defender públicamente el mundo de los ángeles y las ninfas, como si de
ciencias exactas se tratase —en la esperanza de volver a encontrar a su amado vástago en
esos mundos del más allá—. A causa de esta perdonable pasión llegó a entablar una fuerte
disputa con aquel gran mago llamado Houdini, que acabó ridiculizando las creencias de
nuestro escritor y que causó la enemistad entre ambos personajes, que en otros y mejores
tiempos fomentaron una entrañable amistad. Hasta llegó a vaticinar el fin del mundo: con
resultados evidentes.
El 7 de julio de 1930, a los dos meses escasos de cumplir 71 años, a consecuencia de
una angina de pecho murió el señor Arthur Conan Doyle, del número 2 de Devonshire
Place, London W., doctor en medicina, escritor y caballero. Su desconsolada esposa, hijos
y herederos, amigos y conocidos, futuros hombres y mujeres del mundo, fantasmas y
aparecidos, ninfas y sueños esperan que siga mucho tiempo curándonos el tedio y
confortándonos del dolor de este mundo desde su rincón particular del Walhala.
SHERLOCK HOLMES
Sherlock Holmes, que fue bautizado originalmente como William Sherlock Scott
Holmes, nació en Yorkshire, concretamente en la hacienda de sus padres en North Riding,
el día 6 de enero de 1854. Sus progenitores se llamaban Siger y Violet. El padre era un
militar retirado y la madre la tercera hija de Sir Edward Sherrinford.
Se le conocen dos hermanos: Sherrinford, nacido el 30 de noviembre de 1845, y
Mycroft, que vino al mundo el 12 de febrero de 1847.
Entre julio de 1855 y junio de 1860, y posteriormente desde abril de 1861 hasta
septiembre de 1864, la familia Holmes residió en Francia. Vivieron en diversas ciudades:
Burdeos, Pau, Montpellier y París. En Francia tenían parientes, los Vernet, de los cuales
uno de los primos de Holmes llegó a ser tan famoso como el propio Sherlock, y sus
aventuras fueron también narradas por Arthur Conan Doyle: el profesor Challenger.
Después de su llegada a Inglaterra, entre los años 1864 y 1872, sabemos que Sherlock
residió en un internado, posteriormente contraería una grave enfermedad que le tuvo
postrado todo el invierno de 1865, tras la cual seguiría estudios en una escuela cercana a
su lugar de nacimiento. A los 14 años volvería a Francia, a Pau, donde profundizaría sus
estudios de alemán, francés, artes marciales y esgrima, estas dos últimas para fortalecer su
mermado físico. Tras regresar a Inglaterra, recibiría clases particulares del profesor James
Moriarty.
Entre 1872 y 1877 estudió en Oxford y Cambridge. No siguió una carrera regular, sino
que eligió asignaturas diversas, tanto científicas como filosóficas, música y musicología, y
practicó algunos deportes como el ajedrez, el remo y la defensa personal, llegando a
convertirse en un púgil sobresaliente. Por aquel entonces resolvió —o mejor sería decir—
participó en algunos casos policiales, demostrando unas dotes insospechadas para el
esclarecimiento de algunos enigmas.
En julio de 1877 se traslada a Londres, donde alquila unas habitaciones en Montague
Street, dedicándose de lleno a la tarea de «detective consultor». Al principio le fue muy
complicado llegar a hacerse un nombre. Entre sus ratos perdidos, que hubo muchos, leyó y
escribió, y aprendió el arte del teatro, ingresando en la Compañía Shakespeariana
Sasanoff, donde destacó en diversos papeles, sobre todo por la caracterización de los
personajes. Entre 1879 y 1880, realizó con la citada compañía una gira por los Estados
Unidos de América, en donde resolvió algunos problemas. A su vuelta, y hasta enero de
1881, volvería a sus ocupaciones detectivescas con un éxito creciente.
A principios de enero de 1881 conoce al Dr. John Watson, un médico militar
licenciado por herida de guerra, con el que comparte nuevas habitaciones en el 221B de
Baker Street. Comienza así un periplo profesional de 22 años, hasta septiembre de 1903.
Junto al doctor, y en algunas ocasiones en solitario, ya que el doctor Watson contrajo
hasta tres veces nupcias y pasó largos periodos ausente de Baker Street —aunque a
petición de Holmes colaboró aun así en determinadas averiguaciones—, el mundo conoció
a una de las más sorprendentes parejas de investigadores policiales de todos los tiempos.
Watson se encargó de efectuar la crónica de algunas de ellas, sesenta aproximadamente, y
dejó constancia de otras ciento dos, aunque en ese largo periodo se sabe que el dúo
participó en no menos de trescientas aventuras.
El lunes 4 de mayo de 1891, a la edad de 37 años, desaparece en las cataratas de
Reichenbach. El Dr. Watson informa al mundo, gracias a una nota dejada por su amigo,
que ha tenido un encuentro con el famoso criminal y también matemático, Dr. James
Moriarty, y que probablemente haya muerto tras la escritura de esta nota. Watson supone
que ambos contrincantes, en la lucha que a buen seguro sobrevino, cayeron por la
terrorífica cascada. Durante casi tres años no se supo qué pasó en aquel paraje y aun hoy
se cotejan diversas versiones.
El 5 de abril de 1894 Sherlock Holmes reaparece, dando pie a una de las aventuras
más famosas de toda la serie, La aventura de la casa vacía. Holmes confiesa que
sobrevivió al duelo con Moriarty, el cual cayó a la sima. Y decidió tomarse un tiempo de
respiro, ya que al darle el mundo por muerto, y con una nueva identidad, dejaría de
perseguirle la banda criminal de la que el profesor Moriarty era la cabeza visible.
Se ha conjeturado mucho sobre qué hizo y con qué seudónimos vivió Holmes este
oscuro periodo. Holmes sólo confesó pequeñas vaguedades. Unos dicen que fue
explorador, otros que músico, que volvió a ver a su amada Irene Adler —a la que conoció
en el famoso Escándalo en Bohemia—, con la que habría engendrado un hijo, e incluso se
ha llegado a afirmar que estuvo en tratamiento con el célebre médico vienes Sigmund
Freud para desintoxicarse de su drogodependencia. Bien pueden ser ciertas todas estas
cosas a la vez o ninguna. Holmes se llevó el secreto a la tumba.
Una vez vuelto en 1894 a la actividad profesional, no abandonó esta hasta el mes de
octubre de 1903, siendo esta segunda parte de su vida de una intensidad extraordinaria.
En noviembre de 1903, a la edad de 49 años, Holmes se retira a una casa sita en las
colinas de Sussex, con su vieja ama de llaves Martha Hudson, para dedicarse al estudio de
la apicultura. Se conocen tres casos en los que participa desde entonces. El último del que
se tienen noticias fiables, escrito con toda probabilidad por su hermano Mycroft, es el que
se conoce como El último saludo, el 2 de agosto de 1914.
Se sabe que durante dos años residió, bajo nombre supuesto, en Chicago, entre 1912 y
1913; y se afirma que tuvo alguna participación en ambas Guerras Mundiales. Lo único
cierto es que desde 1914 hasta 1957, en que murió, su vida fue sosegada y tranquila. Y que
su muerte fue un sencillo ir apagándose, poco a poco, sin sufrimiento, sin dolor, sin ruido.
Dejó escritas 17 obras aproximadamente, entre artículos, opúsculos y libros, entre los
que cabe destacar un estudio Sobre los motetes polifónicos de Orlando di Lasso y un
Manual práctico de apicultura, su obra cumbre.
JOHN WATSON
John Hamish Watson, de padre Henry y madre Ella, nació el 7 de agosto de 1847 en
Hampshire. A poco de nacer murió su madre, y el progenitor decidió emigrar a Australia,
donde John viviría hasta agosto de 1865. Tuvo un hermano, Henry, que moriría en 1888
víctima del alcohol.
A los 18 años regresó a Inglaterra para estudiar medicina, en la Universidad de
Wellington. En 1872 se especializa en cirugía militar, alternando sus estudios con clases
prácticas en el célebre Hospital de St. Bartholomew, en Londres. Se licencia en 1878 y
pasa ese mismo año a Netley, para recibir un curso de práctica militar. En noviembre se le
destina al 5º de Fusileros de Nortumberland y parte hacia Afganistán.
El martes 27 de julio de 1880 ocurre una de las más sangrientas derrotas del ejército
inglés, la Batalla de Maiwand. Watson, que intervino en este combate, resultó herido.
Gracias a Murray, su asistente, consigue volver a las líneas británicas. En los cuatro meses
siguientes pasó un calvario de hospitales, recaídas e infecciones que estuvieron a punto de
acabar con su vida. Al final, retirado por un tribunal militar, se le devuelve a Inglaterra con
una modesta pensión.
A principio de enero de 1881, agobiado por su falta de previsión, decide buscarse un
compañero con quien alquilar unas habitaciones. El resto es bastante conocido. Las
alquilaron ipso facto.
John Watson, desde 1881 hasta 1903, compartió vida, ocupación y habitaciones con
Sherlock Holmes, aunque alternativamente, ya que de cuando en cuando tenía la
ocurrencia de casarse —hasta tres veces—, y eso suponía abandonar Baker Street.
Asimismo siguió ejerciendo la medicina, ya que abrió varias consultas. Pero su renombre
lo consiguió como cronista de las aventuras de su amigo el detective.
Entre 1884 y 1886 viajó a Estados Unidos, donde abrió una consulta médica en San
Francisco y cortejó a la señorita Constance Adams. Regresaron juntos a Inglaterra y se
casaron el 1 de noviembre de 1886. Desgraciadamente su esposa moriría a finales de
diciembre de 1887. No tuvieron hijos. Durante este periodo, Watson dejó Baker Street y
abrió consulta en Kensington, pero continuó colaborando en algunos casos con Sherlock.
El 1 de mayo de 1889 vuelve a casarse. Esta vez con Mary Morstan, a la que había
conocido en la resolución de los sucesos de El signo de los cuatro. Volvió a dejar Baker
Street para establecerse en Paddington como médico.
En mayo de 1891, a consecuencia de la desaparición de Sherlock Holmes, decide
convertirse en su cronista oficial, aunque ya anteriormente había dado a la luz alguna
aventura, como Estudio en escarlata o El signo de los cuatro. Para ello deja su consulta en
Paddington y reabre la de Kensington, que al tener menor volumen de clientes, le permite
dedicar más tiempo a la escritura.
A principios de 1892, de un fallo cardíaco, fallece a los 31 años de edad su esposa,
Mary Morstan. Tampoco tuvieron descendencia.
Desde el regreso de Sherlock Holmes, en abril de 1894 hasta julio de 1902, vuelve a
Baker Street, compartiendo con el detective ocho años de intensísimo trabajo. El citado
1902 se traslada a sus habitaciones en Queen Ana Street. No están aclaradas las
circunstancias de este «abandono».
En junio de 1902 Watson salvó la vida de su amigo al interponerse entre este y un
balazo casi a bocajarro. Recibió una herida en la pierna, de muy lenta curación. Es posible
que el ajetreo de Baker Street le obligara a buscar un lugar donde reposar debidamente. Al
mismo tiempo conoció a una dama, con la que contraería matrimonio ese mismo año. Aun
hoy —es tal el secreto que mantuvo Watson— se ignora el nombre de su esposa. Se han
apuntado dos nombres: Violet de Merville y Lady Francés Carfax. Parece que la segunda
va ganando poco a poco sutiles adeptos. Se ha dicho que esta tercera, y última, «salida» de
Baker Street fue motivo suficiente para que al año siguiente Holmes se jubilara. Pudo
tener su peso en la decisión final, pero desde luego no fue el punto más importante, como
en breves líneas conocerá el lector.
A partir de 1903 poco se ha sabido de John Watson, salvo los procesos lógicos de su
amplia labor literaria, pues desde esta fecha hasta la de su muerte Watson escribió la
mayoría de los relatos que hoy disfrutamos. Sabemos que siguió frecuentando la amistad
de Holmes, cada vez con intervalos mayores en el tiempo, que se jubiló como médico, que
tampoco tuvo hijos en su última relación. Murió el 24 de julio de 1929, a la edad de 82
años, al parecer ya solo y viejo, ante los ojos dulces de una enfermera en una blanca
habitación de hospital.
Lágrimas amargas rodaron por el rostro de Holmes al enterarse de esta noticia, que
endurecieron un poco más su solitario corazón.
Nos legó la crónica más veraz y lúcida posible de los hechos de Sherlock Holmes, que
su amigo y agente literario, el señor Arthur Conan Doyle, supo difundir con diligencia y
elegancia para el tiempo y para el mundo.
MYCROFT HOLMES
El nombre de Mycroft lo recibe el segundo hijo de los Holmes el día de su nacimiento,
12 de febrero de 1847. Es un homenaje a las tierras que poseía la familia en Yorkshire,
llamadas afectuosamente «Mycroft», algo así como «mi terrenito» en español.
Según el propio Sherlock, Mycroft era el más inteligente de los tres hermanos. De
Sherrinford, el mayor, sabemos poco. Parece que fue aún más inteligente en el terreno
intelectual, pero tenía un carácter débil y contradictorio. Un corpachón generoso, espíritu
alegre y buenas dosis de credulidad. El año 1896 fue acusado injustamente de un crimen,
que Holmes y Mycroft tuvieron que aclarar —y olvidar—: Sherrinford pasó el resto de su
vida en una granja de Yorkshire.
En 1868 Mycroft ingresa en Oxford y más adelante continúa en Cambridge hasta
doctorarse en Economía y en Política, especializándose en idiomas y relaciones
internacionales. Muy pronto se integra en el Foreign Office, el Ministerio de Asuntos
Exteriores inglés, convirtiéndose en experto asesor ministerial hasta su misma muerte.
Desde 1874 hasta 1946 fue miembro del selecto Club Diógenes, de Londres. Un lugar
donde reinaba el silencio y cuyos socios prácticamente no hablaban entre sí. Allí
transcurrió casi toda su vida. Y en los altos despachos oficiales. Era un hombre de
costumbres reglamentadas. Muy alto y con algo de sobrepeso, elegante aunque con
humildad, poseía el don de lo analítico: cuando Sherlock le consultaba es que el caso entre
manos era cuando menos muy particular. Escribió —con muy pocas dudas de su autoría—
la última de las aventuras de Holmes y Watson. Murió a los 99 años, un 19 de noviembre
de 1946.
JAMES MORIARTY
El señor James Moriarty nació el 31 de octubre de 1846 y es casi un misterio llegar a
conocer otro dato fiable de su persona. Que fue el mejor enemigo posible de Holmes y un
adversario a su altura son casi las propias palabras del detective. Avisado queda el lector
que prácticamente todo lo que se cuenta de él entra en el terreno de la especulación.
No está claro dónde nació, aunque se supone que se trataría de alguna metrópoli del
oeste inglés. Tuvo dos hermanos, pero fueron también bautizados como él. A este respecto
se ha establecido cierta no aclarada controversia sobre si Holmes se enfrenta a uno o a tres
enemigos distintos.
En el verano de 1872 fue profesor de matemáticas y ciencias del joven convaleciente
Sherlock Holmes. Parece que al finalizar el periodo estival tuvo que abandonar su
ocupación al no poder comunicar nuevos conocimientos a su discípulo.
Desaparece y es dado por muerto el lunes 4 de mayo de 1891, al caer por las cataratas
de Reichenbach. Holmes le recuerda continuamente no sin un cierto deje de malicia y al
mismo tiempo de «reconocimiento». Le llama «El Napoleón del crimen», y su espíritu
parece estar siempre tras los delitos más entreverados y difíciles. Y, como Mycroft,
aparecerá mencionado en muchos relatos.
OTROS PERSONAJES MÁS O MENOS RELEVANTES
De entre los cientos de personajes, con nombre o sin él, que aparecen en las aventuras
de Sherlock Holmes, hay algunos que a fuerza de repetirse pueden adquirir su tanto por
ciento de peso: sin embargo, a pesar de esa repetición, muy poco sabemos de ellos. Así
nos encontramos con la señora Marta Hudson, la eterna ama de llaves de Holmes y
Watson.
Esta señora parece hallarse eternamente en unos cincuenta o sesenta años, no queda
claro si es viuda o soltera, si fue una institutriz en su juventud y si la casa de Baker Street
la adquirió por una herencia, si la compró o si se trata de una posesión que los «Hudson»
atesoraban desde generaciones. En todo caso es una buena mujer, asustadiza y tierna, que
aprecia a sus eternos inquilinos con un amor callado y servicial. Les sirve unos más que
interesantes desayunos, les limpia las habitaciones y con callado afán pasa por la historia
como un soplo de brisa buena. Acompañó a Holmes en su retiro de Sussex y participó
activamente en dos aventuras muy importantes, La casa vacía y El último saludo. Debió
de morir allí, en Sussex, o tal vez no.
Sin salimos de la casa veremos cómo el servicio de la misma varía de un cuento a otro.
Tan pronto un criado, una doncella o un botones, casi siempre anónimos, acompañan a los
visitantes, actúan de recaderos, ponen y quitan mesas e incluso colaboran en pequeñas
pesquisas. Sin embargo a menudo Watson, la señora Hudson y hasta el propio Holmes
realizan esas funciones, lo que nos viene a decir que las libras no entraban en el 221 de
Baker Street de una manera regular.
Otro tanto puede decirse de los inspectores de policía Lestrade y Hopkins. El primero
es una figurilla enjuta, seca, de nariz prominente y ojos hundidos, que desde el principio
Watson compara con un hurón. Este detective oficial hace a menudo las funciones del
«gracioso»: sus juicios a priori, su poco tacto, le hacen caer continuamente en fracaso tras
fracaso, que Holmes no para de contrarrestar. A Sherlock le basta muchas veces con
resolver el caso y luego cede a la policía el asunto resuelto, para beneficio del pobre
Lestrade y del voluntarioso Hopkins, que es la contraposición del primero, aunque es
tratado en las aventuras con respeto puesto que comprende y aplaude los métodos de
Holmes, y en el fondo quisiera ser su discípulo.
No quiero acabar este apartado sin citar a los «Irregulares» y a Irene Adler. Los
«Irregulares» son un grupo de chicos de la calle: mendigos e hijos de mendigos, hijos de
las bajas capas sociales londinenses, descalzos, harapientos, listos como el hambre. Ese
homenaje particular a los picaros, a los rapazuelos, a esa infantil maravilla heredada de
Dickens, aunque en su polo positivo. No tienen nombre y son eternos, siempre están ahí
para ayudar al intrépido detective, por unas monedas, por una sonrisa afectuosa, por ser
tenidos en consideración. Y para Irene un pequeño capítulo aparte.
IRENE ALDER
Ya lo dice Watson al principio de Escándalo en Bohemia: «Para Holmes ella siempre
fue la mujer».
Entre los holmesólogos —yo entre ellos— que consideran que Holmes no es el
misógino que nos ha trasmitido el cine —parece que Billy Wilder también está de nuestra
parte—, Irene Adler es nuestra piedra de toque. Desgraciadamente la mayoría de los datos
que tenemos de ella no proceden de la pluma de Watson ni de la de Doyle, sino de relatos
posteriores a la muerte de estos autores y algún anónimo. Lo mismo ocurre con pequeños
apuntes y con los años finales, es decir, a partir de 1930, de Sherlock y otros personajes.
Nació como «Clara Stephens» en Trenton, New Jersey, el 7 de septiembre de 1860.
Estudió música y canto y muy pronto destacó en la ópera, consiguiendo papeles
importantes en obras de Verdi y Meyerbeer. Fue una mujer muy bella y muy inteligente.
Se granjeó las amistades y los amores de grandes personajes, príncipes y directores de
orquesta, abogados y —¡cómo no!— detectives consultores. A causa de uno de estos
encuentros y desencuentros amorosos Irene conoce a Sherlock en mayo de 1887. Desde
entonces, y si sabemos leer bien entre las líneas de Escándalo en Bohemia, quedará claro
el amor entre ambos.
Se dice que durante los años oscuros de Holmes, cuando desapareció tras su
enfrentamiento con Moriarty, volvieron a encontrarse en Montenegro y en París, donde
salvo los papeles que acreditarían un matrimonio, los dos establecerían las relaciones
propias de una pareja bien avenida. Esta unión, y por un acuerdo tácito entre ambas partes,
se rompería a mediados de 1892. A finales de este año, ya de vuelta a tierras americanas,
en Hoboken, New Jersey, Irene dio a luz un hijo.
Irene murió en Trenton, lugar en que nació, el 8 de octubre de 1903. Parece probable
que el dolor que le produjo esta temprana pérdida fue causa directa por la que Sherlock
decidió retirarse de su profesión a la temprana edad de 49 años.
III PREGUNTAS Y RESPUESTAS
EL AUTOR
Hemos hablado —y aún hablaremos— mucho del señor Doyle autor de las diversas
hazañas de los señores Holmes y Watson, pero poco de sus otros libros. Tampoco hemos
incidido con punta acerada sobre su literatura. Arthur Conan Doyle es recordado y querido
como el creador del personaje de Sherlock Holmes pero durante su vida fue admirado y
odiado por algunas otras creaciones y obras.
Los escritores fundamentalmente escriben sobre el tiempo y el espacio en que les toca
en suerte discurrir. Aun los que relatan historias fantásticas, e incluso los poetas, esos
famosos desconocidos. Maquillar la realidad, cambiar la vida cotidiana que nos envuelve
es quizá el origen primigenio de todo hecho literario: la mal llamada Ciencia Ficción —yo
la considero sencillamente literatura fantástica, pues a menudo el término «Ciencia» está
ausente en este subgénero, y Brian W. Aldiss la ha llamado recientemente «ficción
surrealista»— no deja de ser la trasposición a un tiempo futuro de sucesos y visiones
contemporáneas al autor. En el fondo, una gran cantidad de libros son críticas terribles a
los comportamientos humanos, las cuales llevadas a futuros imaginarios ganan una
máscara que no pudieran mantener de otra manera. Vencen al censor y conquistan al lector
inteligente. Esto no quiere decir que todo lo fantástico sea bueno: puestos a buscar, mala
literatura la tienen hasta los clásicos.
El señor Doyle no es ajeno a estos comentarios y muy a menudo reconfigura
elementos de su entorno en su literatura. Veamos algunos ejemplos.
Su madre, Mary, tenía ascendencia irlandesa. Más aún, se remontaba a los famosos
Percy de Northumberland, en la línea genealógica de los Plantagenet. No es extraño que,
por influencia materna, devorase libros históricos en su infancia y que acabara escribiendo
novelas de caballeros y justas, como La Compañía Blanca —que consideraba su mejor
novela—, Sir Nigel o Micah Clarke.
Algunos de sus hermanos —tuvo nueve, de los cuales Arthur haría el número diez—
también llegaron a la fama. James escribió Las Crónicas de Inglaterra, Henry fue el
director de la National Gallery en Dublín, y Richard, como su abuelo, el famoso
caricaturista John Doyle, llegaría a ser un excelente dibujante. Su padre, Charles Altamont
Doyle, del que ya hemos dicho anteriormente que en ratos de ocio gustaba del pincel,
también destacó desgraciadamente por su alcoholismo. No le dio una vida fácil a su
esposa y murió de un ataque epiléptico en 1893. Esto provocó en el joven Arthur una
animadversión casi patológica a los excesos de la ingesta de alcohol y a despreciar a los
pobres borrachos. Todos estos datos y muchos más pueden encontrarse en su
autobiografía, Memorias y aventuras, y en varios cuentos holmesianos. Recordará el lector
en el transcurrir de su lectura lo mal mirados que tiene a los beodos Sherlock Holmes. Y
entre ellos a su propio hermano Sherrinford o al hermano mayor de Watson, el cual murió
a causa de esta enfermedad. También en el último de los relatos, El último saludo,
encontraremos a un personaje adicto a la bebida llamado curiosamente Altamont.
Pasó su infancia y juventud en varios colegios católicos y jesuítas, cuya rigidez
espartana le llevó a profesar con ardor el agnosticismo. En su novela Las cartas de Stark
Munro, se pueden encontrar estas y otras más coincidencias autobiográficas.
Ya en la universidad, y aparte del famoso profesor Bell, que daría origen en parte a
Holmes, conoció a un excéntrico profesor de apellido Rutherford. Era un tipo corpulento,
casi como un oso, con una voz prodigiosa y grave, de hombros anchos, inteligente,
impetuoso y aguerrido. Un modelo exacto para el que sería años después el protagonista
de El mundo perdido y una corta pero magnífica serie de relatos: el profesor George
Edward Challenger.
En 1885 contrajo matrimonio con Louise Hawkins, a la que llamaba cariñosamente
«Touie», la cual padecía del corazón: al igual que Mary Morstan, la segunda esposa de
John Watson. La salud de Touie no era muy buena y acabó complicándosele con una
tuberculosis, que la llevó a la tumba en 1906. Posteriormente, en 1907 Arthur contraería
nuevas nupcias con la señorita Jean Leckie, a la que conocía desde 1897. El respeto a su
primera esposa hizo que mantuviera con Jean la más estricta y virtuosa amistad mientras
«Touie» vivía.
Si repasamos un poco la vida de Holmes y Watson veremos no pocas coincidencias.
Las dos primeras esposas de Watson murieron pronto, y ambas a causa del corazón,
Constance Adams y Mary Morstan. Esta última, en un relato aparecido en 1903, cuando
Arthur había recibido confirmación del estado irreversible de su esposa. También es
significativo que Irene Adler falleciese en octubre del mismo año. La tercera esposa de
Watson, cuyo nombre aún nos es desconocido, bien puede ser resultado de ese amor
íntimo y secreto que Arthur mantuvo con Jean. Por otra parte, que Sherlock «muriera» en
las cataratas de Reichenbach no es sino producto de una visita de Doyle al citado lugar
suizo en 1893. Arthur sabía lo que se hacía.
En 1895 los Doyle viajaron a El Cairo, para que «Touie» tomase los aires. Durante
aquel periodo sus relaciones de pareja no fueron muy buenas. Allí Arthur trabajó como
corresponsal del periódico The Westminster Gazette, cubriendo la guerra con Turquía.
También le ofreció la oportunidad de conocer la vida e historia reciente de Egipto. Estos
sucesos acabaron reflejándose en varios libros: La tragedia del Korosko, sobre la guerra
del Sudán, Un dúo y un coro ocasional, sobre los primeros años de un feliz matrimonio, y
El tío Bernac, un retrato napoleónico con algunos incisos sobre la aventura egipcia del
famoso guerrero.
En 1899 participó activamente como médico en la guerra en Sudáfrica. Concretamente
en el hospital Langman, de Ciudad del Cabo, en donde permaneció hasta Agosto de 1900.
Parte de sus experiencias pueden observarse en su cuento holmesiano El soldado de la piel
descolorida, y en su totalidad en el libro La guerra en Sudáfrica, sus causas y modos de
hacerla, lo que le valió ser condecorado como Teniente Honorario y ser nombrado
Caballero en 1902.
Tras la muerte de su primera esposa su vida dio un giro literario importante,
destinando la mayoría de sus obras posteriores a crónicas históricas, panfletos políticos y
estudios pseudo-científicos. Se interesó por el caso de George Edalji, un ciudadano de
origen persa que en 1903 fue condenado a siete años de prisión por considerársele autor de
varios anónimos criminales. Siguiendo las pautas holmesianas, Doyle fue publicando en el
Daily Telegraph londinense una serie de artículos donde probaba la inocencia del citado
sujeto. En 1907, tras revisarse el caso, George fue absuelto, recibió una compensación de
300 libras y acudió como invitado a la boda de Arthur y Jean. También en 1912 se ocupó
del caso de un judío alemán residente en la urbe llamado Oscar Slater. Había sido
condenado por asesinato a una larguísima temporada entre rejas. Los desvelos de Doyle
pronunciaron su liberación en 1927, en que el señor Oscar recibió, en compensación a sus
injustos sufrimientos, la nada desdeñable cifra de 6.000 libras.
Participó activamente en la Primera Guerra Mundial, como oficial en la reserva de la
Compañía Crowborough, en el Sexto Regimiento Real de Voluntarios de Sussex y llegó a
visitar diversos frentes. Esto le llevó a escribir varios volúmenes, entre los que destaca una
Historia de las Campañas inglesas en Francia y Flandes, en seis tomos, así como sugerir
la construcción de un túnel que pusiera a Inglaterra en contacto directo con el continente:
una idea nada descabellada, como ahora sabemos.
Su primogénito murió en la Gran Guerra. El dolor de esta pérdida y un patológico
miedo a la muerte que se le había ido incrementando con el devenir de la edad le llevó a
creer en los espíritus. A partir de 1916 se convirtió en un ferviente defensor de las teorías
espiritistas, dando conferencias por todo el mundo y llegando a defender las famosas
fotografías de las Hadas de Cottingley como verdaderas. Houdini —como ya se ha dicho
— le puso en su sitio, aunque Arthur jamás se retractó y siguió escribiendo libros y más
libros defendiendo su postura. Al final la muerte —en forma de ataque al corazón— le
vino a buscar en la su villa inglesa, tras una fatigosa gira por el norte de Europa, el 7 de
Julio de 1930.
No hay, pues, más que ver estos sutiles datos para confirmarnos en la teoría que
esbozaba al principio sobre la procedencia de las fuentes literarias de Doyle: su vida
misma. A ésta hay que añadir su genio literario, su prosa directa, su versatilidad pero sobre
todo el dinamismo de sus descripciones y la agilidad de sus diálogos. De todo esto ya se
ha hablado. Sólo quedaba demostrar que había un escritor —errara o no en sus creencias
— comprometido con su tiempo detrás del autor de Sherlock Holmes.
Podemos hablar de su afición al cricket, que jugaba al fútbol, que amaba el esquí, que
practicó el rugby y que llegó a escribir estupendos poemas al respecto. Que fue un
fotógrafo más que interesante y un columnista de primera fila. Es decir que, como todo
hombre que se precie de poseer una cierta cultura, tendía a ejercitar su entendimiento y
vitalidad en diversas y suculentas ocupaciones. Aunque Sherlock Holmes siga siendo un
caso aparte.
LOS ACTORES
¿Qué tenía Sherlock Holmes tan atractivo? ¿A qué se debe una fama tan desmedida (o
justa), entonces y ahora? ¿Qué hace este personaje, qué aporta, qué le define? ¿Qué le es
tan particular?
Sherlock Holmes es un ser humano. Desde el primer momento el lector concibe en el
personaje rasgos que le identifican consigo mismo, o que identifican a otros que conoce.
El lector sabe que un hálito de vida más allá de la letra anima al detective, y a algunos de
los personajes que, al igualarse con el protagonista adquieren personalidad, psicología; tal
fuerza es la que desprende. Su aspecto, sus vicios y virtudes, sus éxitos y fracasos, su
manera de comportarse con sus antagonistas.
Nos encontramos con un héroe atípico, egocéntrico y atractivo. En sus costumbres se
concentra lo más loable junto a lo más detestable. Su afición al tabaco malo, reunión de
sobras de miles de pipas anteriores, que guarda en una pantufla clavada en un lateral de la
chimenea. La droga que se inyecta cuando siente el aburrimiento de la vida monótona
deslizarse en su interior, esa forma de desentenderse del hastío. Y al mismo tiempo un
virtuoso del violín, que deleita a Watson con melodías de café vienes, con pasajes de
Wagner, Verdi, Paganini: que conoce la historia de la música en sus aspectos menos
conocidos y los estudia y los comparte. Un ser lleno de contradicciones, como todos,
aunque nos sea duro reconocerlo.
A veces hace gala de una falta de conocimientos generales que raya con lo irrisorio y
otras le descubrimos cercano a la más pedante erudición. Unos días su ánimo le hace saltar
vigoroso, no quedarse un momento quieto, husmear aquí y allá, siquiera detenerse a
masticar un insignificante tentempié, y otras se despanzurra en su sillón, se pierde en
miradas absortas, se tira días y días en el mutismo y el abandono. Un hombre incapaz de
amar, que se ríe de los sentimientos como si fueran un delito, y un hombre capaz de
enamorase de una mirada, un gesto, un talle, una palabra susurrada al oído. Que se le
aprecia una vida interior riquísima, un mundo habitado que Watson nunca nos relata, pero
que está ahí, que se le descubre en pequeños giros, en las ocultas trampas del idioma.
Y un hombre que, dependiendo de las circunstancias, puede llegar hasta a tomar
partido tanto por el débil como por el asesino: pues en sus dictámenes aparecen las
pasiones. Cuando una mujer asesina al causante de su desgracia, cuando un hombre se
venga sobre el hombre que le ha desbaratado su amor: es decir, cuando la ley aplicada en
su propiedad resulta injusta moralmente, Holmes y Watson abren su mano, dejan que otra
justicia —tal vez el destino, tal vez Dios— cumpla sus intereses. Un último recurso para
los desheredados de la justicia.
¿Turbador? Sí. Y también extraño, conmovedor, cercano: muy cercano. En Holmes se
concentra el ansia popular ante el mundo maquinista. La ley carece de moral, el que más
tiene más puede: a Holmes no le valen esos argumentos. Todos esperamos la llegada de
este superhombre. Pero lo que hace de Sherlock no llegar a la deidad, al mito no humano,
son sus bajadas de tono, sus ironías innecesarias, sus meteduras de pata, sus enfados
repentinos y, ¡cuántas veces lo olvidamos!, su humildad. Su posicionamiento entre los
sencillos, entre los pobres, entre los que yerran. Porque Holmes se equivoca a veces,
porque nos confiesa con angustia cómo por su falta de previsión va a llegar tarde para
salvar a su defendido. Sí, Holmes también se equivoca: es humano. Y lo declara para que
todos lo sepamos.
Sabe ganarse la confianza de la gente porque no comulga con los métodos absolutistas
de la policía, se acerca al criminal y a menudo le da una oportunidad para el
arrepentimiento. Rechaza casos que podrían hacerle casi millonario cuando sospecha que
no le dicen la verdad… En resumen, nos encontramos ante un hombre muy superior a la
media, a la mediocridad.
Pero no hay que olvidarse de su complementario, ese Watson que tanto se hace el
tonto, ese sospechosamente inteligente Watson. Un hombre que ha cursado todos los años
de una carrera difícil, más los que se añaden a su especialización en cirugía, los que le
validan como oficial del ejército, no puede ser tonto. Está claro que se lo hace. Sólo así
puede destacar más aún si cabe los hallazgos de su amigo Holmes. Y hay más: tiende a
equivocarse con las fechas, con los datos, los suyos y los ajenos. No es sino un truco con
el que potencia su imagen vulgar, y al mismo tiempo le sirve para ocultarse. Llegó a
sospecharse si fue mujer —un argumento curioso aunque poco defendible—, e incluso la
homosexualidad entre ambos inquilinos de Baker Street, avalada esta teoría por la falta de
datos acerca de la «inexistente» señora Hudson. Una curiosa y muy victoriana pareja de
hecho.
Sin embargo —aunque una cosa no quita lo otro— es un hombre que se ha casado
hasta tres veces, y que ha sufrido en silencio la muerte de tres esposas, lo que en su época
no es tan infrecuente como hoy en día. Un hombre culto, que lee a los clásicos de su
tiempo, que consulta día a día los periódicos, que lleva un archivo minucioso con cada uno
de los casos investigados: un hombre sensible a las artes, sobre todo a la música, aunque
sin llegar a la melomanía de su colega Holmes. Un hombre que con el paso del tiempo
colaborará en su medida en diversas aventuras de una forma constante y creciente, y que
poco a poco, sin que nos demos cuenta, le va a soltar ante la cara a Holmes ironías tan
intensas como las que reciba. Un hombre que va a ser capaz de interponer su cuerpo ante
la bala que hubiera matado a su amigo. Sólo por este suceso Watson merece toda la
humanidad, toda la vida que le niega estar atado a un personaje.
Los demás entes circulan, se mueven, viven en su parcialidad y toman cuerpo cuando
se cruzan con estos dos personajes. La ciudad de Londres es Londres porque en ella
habitan dos héroes singulares. A los que admirar y admirarse, a los que desear por el
parecido, por lo que a ellos nos iguala, en todo lugar, en todo tiempo.
En el fondo a todos nos gustaría coger nuestro revólver y escribir a balazos en la pared
las siglas VR, que no significan Victoria Regina como algún incipiente afirma, sino
Veritas Regina: la verdad, única regente, único camino.
LOS ACTOS
Pero por muy atractivo que sea un personaje, por muy sofisticado, curioso o elegante
que sea, si el soporte sobre el que funda sus paseos, es decir la letra impresa, no resalta a
la misma o parecida altura, el lector —y por ende la historia de la literatura— tienden a
abandonar el ejemplar sobre el respectivo estante de la librería o el anaquel del olvido. La
masa de nuestro pan debe ser buena, o por lo menos estar bien condimentada.
Hay casos excepcionales, por supuesto, pero el tiempo sabe colocar a cada uno en su
sitio. Ha habido, habrá y hay auténticos mercaderes del hecho literario, grandes premiados
a menudo, que debieron su fama a cierta picardía profesional. No hace falta extenderse:
hoy por hoy estamos rodeados: casi más que en otros tiempos. Tenemos al caso el ejemplo
de Hannibal Lecter: un personaje muy de moda en el género negro en los últimos años,
que acaso deba su fama a un par de películas de éxito, aunque en esto no se salve ni el
propio Holmes.
Thomas Harris, el autor de El dragón rojo, El silencio de los corderos y Hannibal,
trilogía donde habita el nieztscheano y endemoniado psicólogo Lecter, es un escritor listo
como pocos. De estas tres novelas la primera es fantástica, excelente, bien argumentada; la
segunda falla en el desarrollo literario aunque el tema raya a la altura de la primera, y la
tercera es un pastiche ramplón y soso con argucias y retóricas para aprendices, del que sin
que se me caiga anillo alguno podría salvar algunos de los capítulos iniciales, como
mucho. Pues —no debemos asombrarnos— la tercera y la segunda han sido éxito de
ventas mientras que muchas personas ignoran aún que existe una primera parte. A estos
casos me refiero con las excepciones.
Arthur Conan Doyle —no me cansaré de repetirlo— era un tipo con ingenio, un tipo
listo que supo refundir las personalidades de varios congéneres suyos, incluido él mismo
en el cóctel, para la creación de sus célebres personajes. Y además las técnicas narrativas
de algunos maestros del relato como Collins, Dickens, Stevenson y sobre todo su muy
querido Poe. De tal manera que se podría describir sin equívocos —salvo alguna
excepción, que la hay— su técnica particular y novedosa. Vamos allá.
Comienza casi siempre con una introducción, no demasiado larga, hecha por el
narrador desde el tiempo en que escribe, posterior en varios años a los hechos que nos va a
contar. Se trata por lo tanto de unas memorias. En ellas nos relata algunas rarezas de la
publicación de ese caso en particular o alguna anécdota relativa a la personalidad de los
futuros protagonistas. Suele ser este el momento en que recibimos más información sobre
la «vida privada» de Holmes y Watson. Finaliza esta introducción con una o dos frases que
nos predisponen hacia lo admirable de los sucesos a describir.
Tras esta introducción comienza el caso en los preliminares del mismo. Nos enteramos
del tiempo en que ocurrieron los hechos, conocemos al futuro cliente de Holmes y este
tiende a sorprenderle con sus brujerías y deducciones, por su forma de vestir, de andar, de
explicarse… o bien trabamos conocimiento del susodicho por cartas, por medio de un
testigo o por un artículo de la prensa diaria. Doyle aprovecha para poner en boca de
Watson o de Lestrade, o de cualquier otro incauto, una serie de juicios a priori que tienden
a caerse por su propio peso según avance el relato.
Continúa entonces el desarrollo, en el que caben dos posibilidades. Una es la visita
real del cliente. Holmes le exprime y le obliga a la verdad por medio de la humildad.
Aceptará o rechazará al cliente, que no al caso, y esto es muy importante, según el grado
de veracidad de sus palabras y modos. Tras su marcha, Holmes, con la ayuda
complaciente de Watson, esboza un segundo juicio a priori, el cual se ve cuajado por lo
práctico, es decir lo posible. Otra posibilidad es que nuestra pareja visite el lugar de los
hechos. En este caso se comienza con un intenso y descriptivo conocimiento del medio, de
las personas que lo habitan —lo que sirve para ir quitando de en medio a posibles
sospechosos—y de los objetos. Tras este estudio Holmes saca conclusiones a las que les
falta un punto de apoyo. Es muy frecuente escuchar a Watson decir que Holmes ya tiene el
caso resuelto y que su desmedido histrionismo le lleva a dar un paso más allá. Tenemos
por lo tanto sospechas fundadas, pero no definitivas.
Tras esta sección, que es la que más ocupa en el relato, aparece una parte que llamo
«Nexos diversos». Suele ser corta, y en ella se nos habla de una vuelta a Baker Street, de
algunas averiguaciones o pesquisas casi siempre falsas o incompletas o alguna
prestidigitación holmesiana fuera del contexto. Digamos que Doyle relaja el ambiente
antes del mazazo definitivo.
Y este llega, por supuesto, detrás. Se trata de resoluciones, demostraciones ta situ, e
incluso descripciones en las que Watson y Holmes son testigos ocultos o de facto.
También aparecen las explicaciones de los culpables, o del investigador, pero, y esto
también tiene mucha importancia, dejando puertas abiertas. Soluciones que contentan a la
policía pero que sabemos no comportan toda la maquinaria del suceso.
Es entonces cuando, como únicos testigos de la verdad última estaremos los lectores y
unos pocos y selectos personajes. Holmes nos describirá con todo lujo de detalles el caso
resuelto, esas puertas abiertas y esos «nexos diversos» que en principio parecían no tener
importancia alguna. Contundente y tajante, pero sin alharacas, como mucho discretas
actuaciones teatrales para escasos espectadores, casi un gesto al lector de a pie.
Terminan los relatos con un final conciso. A veces una vuelta a las «memorias», a
veces una frase curiosa o un «adagio», e incluso un somero resumen de lo que aconteció
«tiempo después».
En resumen, los cuentos se componen de los siguientes ingredientes:
Una introducción con memorias.
Unos preliminares al caso.
Un desarrollo del mismo sobre pistas falsas, aparentemente ciertas.
Un desarrollo posterior sobre pistas fiables, pero con puertas abiertas.
Un desenlace y una vuelta a las memorias.
Reitero que este es un esquema general que se repite en una gran mayoría de los
relatos. Sin embargo —y también vuelvo a la carga— remito al lector al estudio
pormenorizado, aventura por aventura, que aparece al final de este libro, con las pequeñas
variaciones correspondientes.
En cuanto a los temas que se tratan, la variedad es más que interesante. Desde luego
nunca podremos acusar a Conan Doyle de falta de recursos. Dependiendo de su origen,
que no de su final, ya que lo que parece en principio un suceso inextricable luego resulta
«agüita de mayo», hay mucho y surtido.
Encontraremos casos de habitaciones cerradas, es decir sucesos que han ocurrido en
recintos cerrados al exterior y que más parecen obra de fantasmas que de seres reales,
como en La banda de lunares; casos de «fair-play» o de criminales que avisan cuándo,
cómo y de qué manera van a actuar, y luego van y lo hacen, como en Las cinco semillas
de naranja; asuntos de tesoros ocultos, como en El ritual de los Musgrave;
comportamientos extravagantes, como en El hombre que se arrastraba; falsas verdades,
asesinatos curiosos, misterios fantasmales, robos imposibles, timos descarados, venganzas,
enigmas, espionaje y calumnia, y también se nos relatarán algunos fracasos, como el
famoso Escándalo en Bohemia, y humoradas magníficas, como lo que le pasó al
aristócrata solterón.
Todo esto aderezado con mapas, planos, criptogramas, mensajes, perros husmeadores,
elencos teatrales al completo, fumaderos de opio, palacios, residencias, páramos, ríos…
En resumen, y recapitulando, la excusa suficiente para que a Sherlock y a John aún les
queden muchos lectores venideros, acaso muchos infinitos. Así es imposible aburrir.
Basta ya de palabras. Tempus est iocundi. Pasen y vean.
Jesús Urceloy
Enero de 2003
AGRADECIMIENTOS
Al pleno de la revista «ariadna-rc.com»: Pedro Díaz del Castillo, Antonio Polo, Rafael
Pérez Castells, Alvaro Muñoz Robledano, David Torres y Juan Manuel M. Navas, que
ejercieron de sutiles informadores o soplones descarados, según.
Al Doctor Jorge Navarro, que supo dar en el clavo, para después, sin miramientos,
sacarlo limpiamente del frontal.
A Jesús Cuesta y Miguel Ángel García, que rastrearon todas las pistas falsas posibles.
A mis compañeros del CYII —Jesús, Eulalio, Mª Luisa, Teresa…— por un lado. Por
otro a Andrés, Rafael, Mª Carmen, Guaditoca… ¡Hay tantos! Y por el medio Jesús Magán
y Miguel Ángel Arguello. No olvidaré a mi Lestrade particular, Luis Alberto Peinado, que
después de ocho años tuvo la deferencia de aplicarme una sanción estupenda. Todos ellos
desbaratarían el mejor cuerpo de inspectores de Scotland Yard.
A mis compañeros del Taller de Escritura de Madrid y en especial a mis alumnos del
curso de Poesía 2001-2002: Carmen, Manuel, Luisa, Isabel, Marisol, María, Victoria y
Consuelo: que son mis irregulares con nota alta.
A Luis Alberto de Cuenca, a Emilio Pascual y a Andrés Bermejo, que son los lectores
más grandes que ha habido después de Homero, Cervantes y Holmes.
A mi madre, Carmen, la primera persona que recuerdo a la que vi leer, y a mi padre,
Jesús Luis, que me dejó a su muerte una biblioteca extraordinaria. Y a mis hermanos
Elena, Paco y César, que esta vez no han tenido que descifrar mis monigotes.
Y por último a mi hija Julia, que tiene siete años y que de mayor quiere ser
investigadora, pintora, médico y actriz todo junto: cuatro asignaturas imprescindibles en
un buen detective consultor. Ella afirma que La aventura de la melena de león es la mejor
de las 60 historias. Yo ni puedo ni debo contradecirle.
ARTHUR CONAN DOYLE - TODO
SHERLOCK HOLMES
1. ESTUDIO EN ESCARLATA
PRIMERA PARTE
(REIMPRESO DE LAS MEMORIAS DE JOHN H. WATSON, DOCTOR EN
MEDICINA, QUE PERTENECIÓ AL CUERPO DE MÉDICOS DEL EJÉRCITO)
CAPÍTULO 1
El señor Sherlock Holmes
EL año 1878 me gradué de doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y a
continuación pasé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligatorio para ser
médico cirujano en el Ejército. Una vez realizados todos esos estudios, fui a su debido
tiempo agregado, en calidad de médico cirujano ayudante, al 5° de Fusileros de
Northumberland. Este regimiento se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India y,
antes de que yo pudiera incorporarme al mismo, estalló la segunda guerra de Afganistán.
Al desembarcar en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado los desfiladeros de
la frontera y se había adentrado profundamente en el país enemigo. Yo, sin embargo, junto
con otros muchos oficiales que se encontraban en situación idéntica a la mía, seguí viaje,
logrando llegar sin percances a Candahar, donde encontré a mi regimiento y donde me
incorporé en el acto a mi nuevo servicio.
Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me
acarreó desgracias e infortunios. Fui separado de mi brigada para agregarme a las tropas
del Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando la batalla desdichada de Maiwand.
Fui herido allí por una bala explosiva, que me destrozó el hueso, rozando la arteria
subclavia. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el valor y la
lealtad de Murray, mi ordenanza, que me atravesó, lo mismo que un bulto, encima de un
caballo de los de la impedimenta y consiguió llevarme sin otro percance hasta las líneas
británicas.
Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas soportadas, me
trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawar. Me
restablecí en ese lugar hasta el punto de que ya podía pasear por las salas, e incluso salir a
tomar un poco el sol en la terraza, cuando caí enfermo de ese flagelo de nuestras
posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando, por fin,
reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de
extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin
perder un solo día. En consecuencia, fui embarcado en el transporte militar Orontes, y un
mes después tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, hecho una irremediable ruina
física, pero con un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por
reponerme durante el periodo de nueve meses que se me daba.
Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o
tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis
peniques. Como es natural en una situación como esa, gravité hacia Londres, gran
sumidero al que se ven arrastrados de manera irresistible todos cuantos atraviesan una
época de descanso y ociosidad.
Me alojé durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida
incómoda y falta de finalidad, y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de
lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en
comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad
y de llevar una vida rústica en el campo, me era preciso alterar por completo mi género de
vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e
instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata.
Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, de pie en el bar
Criterion, cuando me dieron unos golpecitos en el hombro; me volví, encontrándome con
que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Barts como
practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta grato por demás ver una
cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquel entonces Stamford
no era precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y
él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi júbilo exuberante, le invité a
que almorzase conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de
los de un caballo.
—¿Y qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa,
mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está
delgado como un listón y moreno como una nuez.
Le relaté a grandes rasgos mis aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando
llegamos a nuestro destino.
—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar
mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?
—Estoy buscando habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la
posibilidad de encontrar habitaciones confortables a un precio puesto en razón.
—Es curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted el segundo hombre que hoy
me habla en esos mismos términos.
—¿Quién fue el primero? —le pregunté.
—Un señor que trabaja en el laboratorio de Química del hospital. Esta mañana se
lamentaba de no dar con nadie que quisiese tomar a medias con él un lindo apartamento
que había encontrado y que resulta demasiado gravoso para su bolsillo.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de veras busca a alguien con quien compartir las
habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Preferiría tener un compañero a
vivir solo.
El joven Stamford me miró de un modo bastante raro, por encima de un vaso de vino,
y dijo:
—No conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerle
constantemente de compañero.
—¿Por qué? ¿Hay algo en contra suya?
—Yo no he dicho que haya algo en contra suya. Es hombre de ideas raras. Le
entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es persona bastante
aceptable.
—¿Estudia quizá Medicina? —le pregunté.
—No… Yo no creo que se proponga seguir esa carrera. En mi opinión, domina la
anatomía y es un químico de primera; sin embargo, nunca asistió sistemáticamente, que yo
sepa, a clases de Medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un
gran acopio de conocimientos poco corrientes que asombrarían a sus profesores.
—¿Le ha preguntado usted alguna vez cuáles son sus propósitos? —pregunté yo.
—Nunca; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque suele ser
bastante comunicativo cuando está en vena.
—Me gustaría conocerlo —dije—. De tener que vivir con alguien, prefiero que sea
con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento bastante fuerte todavía
para soportar mucho ruido o el barullo. Los que tuve que aguantar en Afganistán me
bastan para todo lo que me resta de vida normal. ¿Hay modo de que yo conozca a ese
amigo suyo?
—De fijo que está ahora mismo en el laboratorio —contestó mi compañero—. Hay
ocasiones en que no aparece por allí durante semanas, y otras en que no se mueve del
laboratorio desde la mañana hasta la noche. Podemos acercarnos los dos en coche después
del almuerzo si usted lo desea.
—Claro que sí —le contesté.
Y la conversación se desvió por otros derroteros.
Mientras nos dirigíamos al hospital, después de abandonar el Holborn, me fue dando
Stamford unos pocos detalles más acerca del caballero al que yo tenía el propósito de
tomar por compañero de habitaciones.
—No debe echarme a mí la culpa si no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que yo sé
del mismo lo sé por haberlo tratado alguna que otra vez en el laboratorio. Usted es quien
ha propuesto el asunto y no debe hacerme a mí responsable.
—Si no nos llevamos bien, será cosa fácil separarnos —comenté—. Me está
pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este
asunto —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es hombre
terriblemente destemplado, o qué? No se ande con rodeos.
—No resulta fácil expresar lo inexpresable —me contestó, riéndose—. Para mi gusto,
Holmes es un poco excesivamente científico. Casi toca en la insensibilidad. Yo llego
incluso a representármelo dando a un amigo suyo un pellizco del alcaloide vegetal más
moderno, y eso no por malquerencia, compréndame, sino por puro espíritu de investigador
que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él
mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y
exacto en materia de conocimientos.
—Y tiene muchísima razón.
—Sí, pero esa condición se puede llevar al exceso. Toma, desde luego, una forma
bastante chocante si llega hasta golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de
disección.
—¡Apalear a los cadáveres!
—Sí, para comprobar qué clase de magullamiento se puede producir después de la
muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos.
—¿Y dice usted que no estudia Medicina?
—No. ¡Vaya usted a saber qué finalidad busca con sus estudios! Pero hemos llegado
ya, y es usted mismo quien debe formar sus impresiones acerca de esa persona.
Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña
puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me
resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de
piedra y cuando avanzamos por el largo pasillo, que ofrecía un panorama de muro
enjalbegado y puertas color castaño. Hacia el extremo del pasillo arrancaba de este un
corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al laboratorio de Química.
Consistía este en una sala muy alta, llena por todas partes de botellas alineadas en las
paredes y desperdigadas por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de
retortas, tubos de ensayo y pequeños mecheros de Bunsen de llamas azules onduladas. Un
solo estudiante había en la habitación, y estaba embebido en su trabajo, inclinado sobre
una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y saltó en pie con una
exclamación de placer:
—¡Ya di con ello! ¡Ya di con ello! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia
nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He descubierto un reactivo que es
precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina.
Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto
una mina de oro.
—El doctor Watson; el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las
presentaciones.
—¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, estrechando mi mano con una fuerza que
yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.
—¿Cómo diablos lo sabe usted? —pregunté asombrado.
—No se preocupe —dijo él riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la
hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad?
—No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora que
prácticamente…
—Pero, hombre, ¡si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en
muchos años en la Medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para
descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su interés, que me agarró de la manga de mi americana y me llevó hasta la
mesa en que había estado trabajando.
—Procurémonos un poco de sangre reciente —dijo clavándose en el dedo una larga
aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del
pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua.
Fíjese en que la mezcla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en
que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro
de que podremos obtener la reacción característica.
Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas
gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado,
y apareció en el fondo de la vasija de cristal un precipitado de polvo pardusco.
—¡Aja! —exclamó, palmoteando y tan encantado como niño con un juguete nuevo—.
¿Qué me dice usted de eso?
—Parece una demostración muy sutil —le dije.
—¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayacán resultaba muy tosca e
insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre.
Esta última demostración carece de valor si las manchas datan de algunas horas. Pues
bien: esta mía actúa, según parece, con igual eficacia tanto si la sangre es vieja como si es
reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy
se pasean por las calles habrían pagado hace tiempo la pena debida a sus crímenes.
—¿Ah, sí? —murmuré yo.
—Las causas criminales giran constantemente sobre este punto único. Meses después
de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se
revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas
parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la
pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues
porque no se dispone de una segura prueba demostrativa. De hoy en adelante disponemos
ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad.
Le brillaban los ojos al hablar; puso la palma de la mano sobre su corazón, y se inclinó
igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su
imaginación.
—Merece usted que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido
ante aquel entusiasmo suyo.
—El pasado año se vio en Francfort el caso de Von Bischoff. De haber existido esta
prueba, le habrían ahorcado con toda seguridad. Hemos tenido también el de Masón de
Bradford, y el tan famoso Muller, y Lefevre de Montpellier, y el de Samson de Nueva
Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido decisiva.
—Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford, riéndose—. Podría
iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policiaco de
antaño.
—Y que quizá resultase una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes,
pegando un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo.
Luego prosiguió, volviéndose sonriente hacia mí:
—Es preciso que yo tenga cuidado, porque manipulo venenos con mucha frecuencia.
Alargó la mano al mismo tiempo que hablaba, y pude ver que la tenía moteada de
otros parchecitos parecidos y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
—Hemos venido a tratar de un negocio —dijo Stamford, sentándose en un elevado
taburete de tres patas y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda
buscando dónde meterse; y como usted se quejaba de no encontrar quien quisiera alquilar
habitaciones a medias con usted, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era ponerlos
en contacto a los dos.
A Sherlock Holmes pareció complacerle la idea de compartir sus habitaciones
conmigo, y advirtió:
—Tengo echado el ojo a un juego de habitaciones en Baker Street que nos vendría que
ni pintado. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad?
—Yo mismo no fumo de otro que del barco —le contesté.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo suelo tener a mano sustancias
químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le serviría eso de molestia?
—¡De ninguna manera!
—Veamos… ¿Qué otras desventajas tengo? Hay ocasiones en que me entra la morriña,
y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurre no debe usted
tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa
pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo de que acusarse? Cuando dos personas van a empezar a
vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo peor de cada una de ellas.
Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije:
—Tengo un perro cachorro; me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso
está quebrantado; me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de
lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es
distinto; pero los que acabo de indicarle son los principales que tengo en la actualidad.
—¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría de cosas estrepitosas? —preguntó
Sherlock Holmes ansiosamente.
—Depende del violinista —respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer
de dioses; pero cuando se toca mal…
—No hay inconveniente entonces —exclamó él con risa alegre—. Creo que podemos
dar por cerrado el trato; es decir, si le agradan las habitaciones.
—¿Cuándo podemos visitarlas?
—Venga a buscarme aquí mismo mañana al mediodía; iremos juntos y lo dejaremos
todo arreglado —me respondió.
—De acuerdo. A las doce en punto —le contesté, dándole un apretón de manos.
Le dejamos trabajando en sus productos químicos y nos fuimos paseando juntos hacia
mi hotel.
—A propósito —pregunté de pronto, deteniéndome y volviéndome a mirar a Stamford
—. ¿Cómo diablos supo que yo había venido de Afganistán?
Mi acompañante se sonrió con enigmática sonrisa y dijo:
—Ahí tiene usted precisamente el detalle singular suyo. Son muchísimas las personas
que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas.
—¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos
—. Esto resulta muy intrigante. Le quedo muy agradecido por habernos puesto en
relación. Ya sabe usted aquello de que «el verdadero tema de estudio para la Humanidad
es el hombre».
—Dedíquese entonces a estudiar a ese —dijo Stamford al despedirse de mí—. Aunque
le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averigua más acerca de usted que
usted acerca de él. Adiós.
—Adiós —le contesté.
Y seguí caminando sin prisas hacia mi hotel, muy interesado en el hombre al que
acababa de conocer.
CAPÍTULO 2
La ciencia de la deducción
Según habíamos acordado, nos vimos al día siguiente e inspeccionamos las
habitaciones del número 221-B de Baker Street, a las que nos habíamos referido en
nuestra entrevista. Consistían en dos cómodos dormitorios y un único cuarto de estar,
amplio y muy ventilado, amueblado de manera extraordinariamente agradable, y que
recibía luz de dos espaciosas ventanas.
Tan apetecible resultaba el apartamento desde todo punto de vista, y tan moderado su
precio, una vez dividido entre los dos, que cerramos trato en el acto mismo y quedó por
nuestro desde aquel momento. Al atardecer de aquel mismo día trasladé todas mis cosas
desde el hotel, y a la mañana siguiente se me presentó allí Sherlock Holmes con varios
cajones y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de
nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Hecho esto, fuimos poco a
poco asentándonos y amoldándonos a nuestro medio.
Desde luego no era difícil convivir con Holmes. Resultó hombre de maneras apacibles
y de costumbres regulares. Era raro que permaneciese sin acostarse después de las diez de
la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él había desayunado ya y
marchado a la calle indefectiblemente. En ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de
Química; otras veces, en las salas de disección, y de cuando en cuando, en largas
caminatas que lo llevaban, por lo visto, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le
acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de
tiempo en tiempo se apoderaba de él una reacción, y se pasaba los días enteros tumbado en
el sofá del cuarto de estar sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la
mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan
perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen
vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de
algún estupefaciente.
Mi interés por él y mi curiosidad por conocer cuáles eran las finalidades de su vida
fueron haciéndose mayores y más profundos a medida que transcurrían las semanas. Hasta
su persona misma y su apariencia externa eran como para llamar la atención del menos
dado a la observación. Su estatura sobrepasaba los seis pies, y era tan extraordinariamente
enjuto, que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante,
fuera de los intervalos de sopor a que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña,
daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su barbilla
delataba al hombre de voluntad por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos tenían
siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una
delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndole manipular
sus frágiles instrumentos de Física.
Quizá el lector me califique de entrometido impenitente si le confieso hasta qué punto
estimuló aquel hombre mi curiosidad y las muchas veces que intenté quebrar la reticencia
de que daba pruebas en todo cuanto a él mismo se refería. Sin embargo, tenga presente,
antes de sentenciar, cuán horra de finalidad estaba mi vida y cuán pocas cosas atraían mi
atención. El estado de mi salud me vedaba el aventurarme a salir a la calle, a no ser que el
tiempo fuese excepcionalmente benigno, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y
romper la monotonía de mi existencia diaria. En tales circunstancias, yo saludé con avidez
el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar
de desvelarlo.
No era Medicina lo que estudiaba. Sobre ese extremo y contestando a una pregunta, él
mismo había confirmado la opinión de Stamford. Tampoco parecía haber seguido en sus
lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada
o para entrar por uno de los pórticos que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero, con
todo eso, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos,
dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados, que las
observaciones que él hacía me asombraban bastante.
Con seguridad que nadie trabajaría tan ahincadamente ni se procuraría datos tan
exactos a menos de proponerse una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una
manera inconexa, rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie
carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.
Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura
contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión en que
yo hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese y
qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de
manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar.
Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada
que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.
—Parece que se ha asombrado usted —me dijo, sonriendo al ver mi expresión de
sorpresa—. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.
—¡Por olvidarlo!
—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es
como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las
gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta
que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor
de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas,
que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado
con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que
pueden ayudarle a realizar su labor; pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda
en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes
elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame: llega un momento en que
cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por
consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los
útiles.
—Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.
—¿Y qué diablos supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me
asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello
no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.
Estaba ya a punto de preguntarle qué clase de labor era la suya, pero algo advertí en
sus maneras que me hizo comprender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo,
me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer
deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que
le ocupaba. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran de índole útil para él. Fui
detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar
extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a
ponerlos por escrito; cuando tuve listo el documento, no pude menos de sonreírme. He
aquí el resultado:
SHERLOCK HOLMES
Área de sus conocimientos
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
10.
11.
12.
Literatura… Cero.
Filosofía… Cero.
Astronomía… Cero.
Política… Ligeros.
Botánica… Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general.
Ignora todo lo referente al cultivo práctico.
Geología… Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista
la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había
en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres
le habían saltado.
Química… Exactos, pero no sistemáticos.
Anatomía… Profundos.
Literatura sensacionalista Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los
crímenes perpetrados en un siglo.
Toca el violín.
Experto boxeador y esgrimidor de palo y espada.
Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.
Llevaba ya inscrito en mi lista todo eso cuando la tiré, desesperado, al fuego,
diciéndome a mí mismo: «Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una
profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad
que este hombre busca, puedo desde ahora renunciar a mi propósito».
Veo que he hecho referencia más arriba a su habilidad con el violín. Era esta muy
notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Sabía yo perfectamente que él era capaz
de ejecutar piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos
de los Heder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que,
abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna
melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y
pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su
rodilla. A veces, las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban
fantásticas y agradables. Era evidente que reflejaban los pensamientos de que se hallaba
poseído, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a
pensar o si los sonidos que emitía eran nada más que el resultado de un capricho o
fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era
cosa corriente que terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas
favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.
En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y yo
empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo.
Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más
distintas clases de la sociedad. Una de ellas era un hombrecillo pálido, de cara de rata y
ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, y el cual vino tres o cuatro
veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente
vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de
presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo;
me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer
anciana en chancletas. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una
entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su
uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes
estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo
me retiraba a mi dormitorio. En todas esas ocasiones se disculpaba por causarme aquella
molestia diciendo:
—Me es indispensable servirme de esta habitación como oficina de negocios, y estas
personas son clientes míos.
Era otra nueva oportunidad que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante;
pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En
esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa
cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia
iniciativa.
Fue un día 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al
levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no
había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa
costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café.
Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le intimé en
pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una
revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero
masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado
con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un vistazo.
Su título, algo ambicioso, era E! libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo
mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático
de todo cuanto le rodeaba. Me produjo la impresión de que aquello era una mezcolanza de
cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las
deducciones me parecieron traídas por los cabellos y exageradas. El escritor pretendía
sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión
momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a
un hombre entrenado en la observación y en el análisis no cabía engañarle. Llegaba a
conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas
conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que, mientras este no llegase a conocer
los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como
un nigromante.
Decía el autor: «Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la
posibilidad de la existencia de un océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de
haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya
naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de
la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por
medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún
mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a ciertos
aspectos morales y mentales de esta materia que representan las mayores dificultades,
debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre
que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio
o profesión a que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que
aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo
que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad ya por
las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya
por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar,
ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas
cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente».
—¡Qué indecible charlatanería! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con
un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería.
—¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.
—De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me
sentaba para desayunar—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha
señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me
exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón
desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio.
No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de metro y
que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de
viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya.
—Perdería usted su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al
artículo, lo escribí yo mismo.
—¡Usted!
—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí
sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente
prácticas; tan prácticas, que de ellas dependen el pan y el queso que como.
—¿Cómo así? —pregunté involuntariamente.
—Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el
mundo que la profesa. Soy detective consultor, y usted verá si entiende lo que significa.
Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives
particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las
ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado
reunir y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que
poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de
familia, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted
de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, y en
un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí.
—¿Y los demás visitantes?
—A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata
de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo.
Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y,
acto seguido, les cobro mis honorarios.
—De modo que, según eso —le dije—, usted es capaz, sin salir de su habitación, de
hacer luz en líos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los
detalles todos por sí mismos.
—Así es. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se
presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que moverme
para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de
conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo
asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que
despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad
de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando
le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán.
—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.
—¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la
fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rápido en mi cerebro, que
llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin
embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: «He aquí a
un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial.
Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países
tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su
cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo
pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene
rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército
inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en
Afganistán». Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice
la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.
—Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo —dije, sonriendo—. Me hace
usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas
existiese sino en las novelas.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente
observación:
—No me cabe duda de que usted cree hacerme una lisonja comparándome a Dupin.
Pero, en mi opinión, Dupin era hombre que valía muy poco. Aquel truco suyo de romper
el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al
dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y
superficial. Sin duda que poseía un algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno,
un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.
—¿Leyó usted las obras de Gaboriau? —le pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la
idea que usted tiene formada del detective?
Sherlock Holmes aspiró por la nariz burlonamente y dijo con acento irritado:
—Lecoq era un chapucero indecoroso que solo tenía una cualidad recomendable: su
energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de
cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en
veinticuatro horas. A Lecoq le llevó cosa de seis meses. Podría servir de texto para enseñar
a los detectives qué es lo que no deben hacer.
Me indignó bastante ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había
admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Y
pensé para mis adentros: «Quizá este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego
muy engreído».
—Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—.
¿De qué sirve en nuestra profesión tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí
como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado
al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos.
¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos,
solo se da algún delito chapucero, debido a móviles tan transparentes, que hasta un
funcionario de Scotland Yard es capaz de descubrirlo.
Yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor
era cambiar de tema, y pregunté, señalando con el dedo a un individuo fornido y mal
vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle mirando con gran afán a los
números, y que llevaba en la mano un ancho sobre azul y era evidentemente portador de
un mensaje:
—¿Qué es lo que buscará ese individuo?
—¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes.
«¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo
manera de comprobar si su hipótesis es cierta».
Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al
que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó
presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de
nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la escalera.
—Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación y entregando la
carta a mi amigo.
Allí se ofrecía la ocasión de curarle de su engreimiento. Lejos estaba él de pensar que
ocurriría esto cuando lanzó al buen tuntún aquel escopetazo.
—¿Me permite, buen hombre, que le pregunte cuál es su profesión? —dije yo con mi
voz más dulzarrona.
—Ordenanza, señor —me contestó, gruñón—. Tengo el uniforme arreglando.
—¿Y qué era usted antes? —le pregunté, dirigiendo una mirada levemente maliciosa a
mi compañero.
—Sargento de infantería ligera de la Marina Real, señor. ¿No hay contestación?
Perfectamente, señor.
Hizo chocar los talones uno con otro, marcó el saludo con la mano y desapareció.
CAPÍTULO 3
El misterio de los Jardines de Lauriston
Confieso que me produjo considerable sorpresa aquella prueba flamante de la índole
práctica de las teorías de mi compañero. Aumentó en proporciones asombrosas mi respeto
por su capacidad para el análisis. Con todo y con eso, allá en mi cerebro quedaba aún
latente cierto recelo de que todo aquello fuese un episodio dispuesto de antemano con el
propósito de deslumbrarme, aunque excedía a mi comprensión qué buscaba con tal cosa.
Cuando yo le miré, él había terminado de leer la carta y sus ojos habían tomado una
expresión perdida y sin brillo que indicaba ensimismamiento.
—¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté.
—¿Qué deducción? —me contestó con petulancia.
—¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.
—No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente; pero luego se dulcificó con
una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó usted el hilo de mis
pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que ese
hombre era sargento de la Marina?
—En modo alguno.
—Pues resultaba más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le
dijesen que demostrase que dos y dos son cuatro, quizá usted se vería en apuros, a pesar de
tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude
distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el
dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y tenía las
patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de guerra. Había en nuestro
hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y
en el vaivén que imprimía a su bastón.
—¡Asombroso! —exclamé yo.
—Es de lo más corriente —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión
de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante
que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto!
Me tiró desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído.
—¡Pero esto es espantoso! —exclamé en cuanto le puse la vista encima.
—Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted
inconveniente en leérmela en voz alta? He aquí la carta que le leí:
Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, a las tres, ha ocurrido un mal asunto en
los Jardines de Lauriston, situados a un lado de la carretera de Brixton. El hombre
nuestro que hacía la ronda vio allí una luz a eso de las dos de la madrugada y,
como se trata de una casa deshabitada, receló que ocurría algo extraordinario.
Halló la puerta abierta y, en la habitación de la parte delantera, que está sin
amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido, al que halló encima
tarjetas con el nombre de «Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE. UU.». No ha
existido robo y no hay nada que indique de qué manera encontró aquel hombre la
muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida
alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase
allí; el asunto todo resulta un rompecabezas. Si le es posible llegarse hasta la casa
en cualquier momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas
las cosas in statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le
proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su
parte el que me favorezca con su opinión.
Suyo atentamente,
Tobías Gregson
—Gregson es el hombre más agudo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y
Lestrade son lo mejorcito de un grupo de torpes. Actúan con rapidez y energía, pero sin
salirse de la rutina. Son odiosamente rutinarios. Además, se acuchillan el uno al otro. Son
tan celosos como una pareja de bellezas profesionales. Resultará divertido este caso si los
dos husmean la pista.
Yo estaba atónito viendo la tranquilidad con que Sherlock Holmes iba haciendo, una
tras otra, sus observaciones, y exclamé:
—No se puede perder un momento. ¿Quiere que vaya y pida un coche de alquiler para
usted?
—No estoy seguro de que me decida a ir. Soy el individuo más incurablemente
haragán que calzó jamás zapatos de cuero…; quiero decir que lo soy cuando me acomete
el acceso de la haraganería, porque en otras ocasiones puedo ser bastante activo.
—Pero aquí tiene la oportunidad que tanto anhelaba.
—¿Y qué le va a usted con ello, mi querido compañero? Supongamos que yo lo aclaro
todo. En ese caso, puede usted tener la seguridad de que Gregson, Lestrade y compañía se
embolsarán toda la gloria. Eso ocurre cuando se es un personaje sin cargo oficial.
—Pero él le suplica que acuda en su ayuda.
—Sí. Él sabe que yo le soy superior y lo reconoce ante mí; pero se cortaría la lengua
antes de confesarlo ante una tercera persona. Sin embargo, bien podemos ir y echar un
vistazo. Trabajaré el asunto por mi propia cuenta. Podré por lo menos reírme de ellos, ya
que no saque otra cosa. ¡Vamos!
Se puso a toda prisa el gabán y se ajetreó de manera que se veía que el acceso de
apatía había sido desplazado por un acceso de energía.
—Coja su sombrero —me dijo.
—¿Desea usted que le acompañe?
—Sí, a no ser que tenga alguna cosa mejor que hacer.
Un minuto después nos hallábamos los dos dentro de un cabriolé que nos llevaba a
velocidad furibunda por la carretera de Brixton.
Era una mañana de bruma y de nubes, y sobre los tejados de las casas colgaba un velo
de color pardo que producía la impresión de ser un reflejo del color de barro de las calles
que había debajo. Mi compañero estaba del mejor humor y fue chachareando acerca de los
violines de Cremona y de las diferencias que existen entre un Stradivarius y un Amati. Yo,
por mi parte, iba callado, porque el tiempo tristón y lo melancólico del asunto en que nos
habíamos metido deprimían mi ánimo.
—Me parece que no dedica usted gran atención al asunto que tiene entre manos —le
dije, por fin, cortando las disquisiciones musicales de Holmes.
—No dispongo todavía de datos —me contestó—. Es una equivocación garrafal el
sentar teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este
se tuerce en un determinado sentido.
—Pronto va usted a disponer de los datos que necesita, porque esta es la carretera de
Brixton y aquí tenemos la casa si no estoy muy equivocado —le dije, señalándosela con el
dedo.
—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Nos encontrábamos todavía a un centenar de yardas más o menos de la casa; pero él
insistió en que nos apeásemos y terminamos a pie nuestro viaje.
El número 3 de los Jardines de Lauriston ofrecía un aspecto siniestro y amenazador.
Era una de las cuatro casas que se alzaban un poco apartadas de la calle, y de las cuales
dos estaban habitadas y otras dos vacías. Estas últimas miraban por tres hileras de
melancólicas ventanas inexpresivas, desnudas y tristonas, menos alguna que otra en que
un cartel de «Se alquila» se había extendido como una catarata sobre los legañosos
paneles de cristal. Un jardincillo salpicado por una erupción de enfermizas plantas aisladas
separaba de la calle a cada una de estas casas; cada jardincillo estaba cruzado por un
estrecho sendero de color amarillento que parecía formado con una mezcla de arcilla y de
grava. La lluvia caída durante la noche había convertido todo en un barrizal. Rodeaba el
jardín una tapia de ladrillo de tres pies de altura que tenía en su parte superior una orla de
listones de madera. Recostado en esa cerca había un fornido guardia, al que rodeaba un
pequeño grupo de desocupados que estiraban sus cuellos y ponían en tensión sus ojos con
la vana esperanza de ver algo de lo que tenía lugar dentro.
Yo me había formado la idea de que Sherlock Holmes se daría prisa en entrar en la
casa y de que se zambulliría de golpe en el estudio del mismo. Por lo visto, nada estaba
más lejos de sus propósitos. Se paseó tranquilamente por la acera, contempló de manera
inexpresiva el suelo, el cielo, las casas de la acera de enfrente y la línea de verjas, todo ello
con un aire despreocupado que me pareció a mí que lindaba con la afectación en
circunstancias como aquellas. Una vez que hubo terminado ese escrutinio, se encaminó
lentamente por el sendero, o, mejor dicho, por la orla de césped que lo flanqueaba,
manteniendo la vista clavada en el suelo. Detúvose dos veces; en una ocasión le vi sonreír
y oí que lanzaba una exclamación satisfecha. En el suelo húmedo arcilloso veíanse
muchas huellas de pies; pero como los policías habían ido y venido por el sendero, yo no
acertaba a comprender cómo mi compañero podía abrigar esperanzas de descubrir allí algo
de interés. Sin embargo, después de las demostraciones extraordinarias que yo había
tenido de la rapidez de su facultad de percepción, no dudaba de que él era capaz de
descubrir muchas cosas que para mí estaban ocultas.
En la puerta de la casa trabamos conversación con un hombre alto, de cutis blanco y
cabellos blondos, que tenía en la mano un cuaderno. Este individuo había corrido hacia
nosotros y estrechado con efusión la mano de mi compañero, diciéndole:
—Ha sido usted muy amable viniendo. Lo he dejado todo intacto.
—¡Salvo eso! —le contestó mi amigo, apuntando hacia el sendero—. Ni aunque
hubiera pasado por ahí una manada de búfalos podría haberlo revuelto más. Sin embargo,
es seguro que usted, Gregson, había sacado ya sus deducciones antes de permitir eso.
—¡Son tantas las cosas que he tenido que hacer en el interior de la casa! —contestó el
detective de manera evasiva—. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí, y yo confié
en que él cuidaría este detalle.
Holmes me miró y arqueó burlonamente las cejas, diciendo:
—Estando sobre el terreno dos hombres como usted y Lestrade, no será gran cosa lo
que le quede por descubrir a una tercera persona.
Gregson se frotó las manos, satisfecho, y contestó:
—Creo que hemos hecho todo lo que se puede hacer; sin embargo, es este un caso
raro, y yo sabía que a usted le gustan estas cosas.
—¿Vino acaso usted hasta aquí en un coche de alquiler? —preguntó Holmes.
—No, señor.
—¿Ni tampoco Lestrade?
—No, señor.
—Entonces, vamos a examinar la habitación.
Después de esta observación, que no venía al caso, se metió en la casa muy despacio,
seguido de Gregson, en cuyas facciones se retrataba el asombro.
Un pasillo corto, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y a la
despensa. A derecha e izquierda del pasillo se abrían dos puertas, una de las cuales
llevaba, sin duda, cerrada muchas semanas. La otra daba al comedor, que era el cuarto
donde había tenido lugar el misterioso hecho. Holmes entró, y yo le seguí con el
sentimiento de opresión que inspira la presencia de la muerte.
Era una habitación cuadrada y amplia, pareciéndolo aún más por la carencia de todo
mobiliario. Las paredes estaban revestidas de un papel vulgar y chillón, pero que dejaba
ver en algunos lugares manchones de moho, y aquí y allá, grandes tiras que se habían
despegado y colgaban hacia el suelo, dejando al descubierto el revoque amarillo que había
debajo. Frente por frente de la puerta había una ostentosa chimenea con una repisa de
imitación de mármol blanco. En un ángulo de la repisa había pegado a esta un muñón de
una vela de cera colorada. La solitaria ventana se hallaba tan sucia, que la luz que dejaba
pasar era tenue y difusa y lo teñía todo de una tonalidad gris apagada, intensificada
todavía más por la espesa capa de polvo que recubría toda la habitación.
Yo me fijé más adelante en todos estos detalles. De momento, mi atención se centró en
la figura abandonada, torva, inmóvil, que yacía tendida sobre el entarimado y que tenía
clavados sus ojos inexpresivos y ciegos en el techo descolorido. Era la figura de un
hombre de unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de estatura mediana, ancho de
hombros, de pelo negro ondulado y brillante y barba corta y áspera. Vestía levita y chaleco
de grueso paño de lana, pantalones de color claro y cuello de camisa y puños inmaculados.
Un sombrero de copa, bien cepillado y alisado, veíase en el suelo junto al cadáver. Tenía
los puños cerrados y los brazos abiertos, en tanto que sus miembros inferiores estaban
trabados el uno con el otro, como indicando que los forcejeos de su agonía habían sido
dolorosos. Su rostro rígido tenía impresa una expresión de horror y, según me pareció, de
odio; una expresión como yo no he visto jamás en un rostro humano. Esta contorsión
terrible y maligna de las facciones, unida a lo estrecho de su frente, su nariz achatada y su
mandíbula, de un marcado prognatismo, imprimían al muerto un aspecto singularmente
parecido al de un mono, y su postura retorcida y forzada aumentaba todavía más esa
impresión. Yo he visto la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con un
aspecto más tenebroso que en aquella habitación oscura y siniestra que daba a una de las
principales arterias de un suburbio londinense.
Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al
umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí.
—Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto he visto
hasta ahora, y yo no soy un novato.
—No hay clave alguna —dijo Gregson.
—Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade.
Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención.
—¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con
el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor.
—¡Terminantemente seguros! —exclamaron ambos detectives.
—Pues entonces esta sangre es la de otro individuo, quizá el asesino, si se ha
cometido, en efecto, un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias de que
estuvo rodeada la muerte de Van Jansen, de Utrecht, ocurrida el año treinta y cuatro.
¿Recuerda usted el caso, Gregson?
—No, señor.
—Pues léalo; debería usted leerlo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo ha sido ya hecho
antes.
Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban de aquí para allá, por todas partes,
palpando, presionando, desabrochando, examinando, en tanto que sus ojos conservaban la
misma expresión de lejanía de la que he hablado ya. Tan veloz fue el examen, que
difícilmente podría uno adivinar la minuciosidad con que había sido llevado a cabo. Para
terminar, oliscó los labios del muerto y después echó una ojeada a las suelas de sus botas
de charol.
—¿Nadie lo ha movido de como está? —preguntó.
—Tan solo aquello que se requirió para el examen que nosotros hemos hecho.
—Pueden ya llevarlo al depósito de cadáveres —dijo—. No hay nada más que
averiguar.
Gregson tenía a mano unas parihuelas y cuatro hombres, que acudieron a su llamada,
alzaron y se llevaron al desconocido. Al levantarlo se oyó el tintineo de un anillo que cayó
y rodó por el suelo. Lestrade lo cogió y se quedó mirándolo lleno de confusión.
—Aquí ha estado una mujer —exclamó—. Este es un anillo de boda de una mujer.
Mientras hablaba nos lo enseñaba en la palma de su mano. Todos nos agrupamos en
torno a él con la mirada fija en el anillo. No cabía la menor duda de que aquel aro de oro
liso había servido de adorno al dedo de una novia.
—Esto complica la tarea —dijo Gregson—. ¡Y bien sabe Dios que ya tenía bastantes
complicaciones!
—¿Está seguro de que no la simplifica? —hizo notar Holmes—. Nada se averigua con
quedarse mirando el anillo. ¿Qué es lo que hallaron en los bolsillos del muerto?
—Lo tenemos todo aquí —dijo Gregson, apuntando con el índice a un revoltillo de
objetos extendidos en uno de los últimos escalones del arranque de la escalera—. Un reloj
de oro número noventa y siete mil ciento sesenta y tres, procedente de Barraud, de
Londres. Una cadena albertina de oro, muy pesada y maciza. Anillo de oro con el
emblema masónico. Alfiler de oro: la cabeza de un bulldog con rubíes por ojos. Tarjetero
de piel de Rusia conteniendo tarjetas de Enoch J. Drebber, de Cleveland, que corresponde
a las iniciales E. J. D. de la ropa interior. No hay monedero, pero sí dinero suelto hasta la
suma de siete libras, trece chelines. Edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio, con
el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, una dirigida a E. J. Drebber, y
otra, a Joseph Stangerson.
—¿Y a qué dirección?
—Al American Exchange, Strand, de donde serían retiradas. Ambas proceden de la
Compañía de Navegación Guión y hacen referencia a la fecha de salida de sus barcos
desde Liverpool. Es evidente que este desdichado se hallaba a punto de regresar a Nueva
York.
—¿Han hecho ustedes alguna averiguación acerca del individuo Stangerson?
—Me puse a ello en el acto —dijo Gregson—. Hice enviar anuncios a todos los
periódicos, y uno de mis hombres ha marchado al American Exchange, sin que haya
regresado todavía.
—¿Preguntaron a Cleveland?
—Esta mañana pusimos el telegrama.
—¿Cómo lo redactó?
—Me ceñí al relato de lo ocurrido, manifestando que agradeceríamos cualquier dato
que pudiera servirnos de ayuda.
—¿No pidió usted detalles de ningún punto que le pareciera decisivo?
—Pedí informes acerca de Stangerson.
—¿Nada más que eso? ¿No existe algún detalle sobre el que parece girar todo el caso?
¿No quiere usted volver a telegrafiar?
—He dicho todo lo que tenía que decir —contestó Gregson con acento de hombre
ofendido.
Sherlock Holmes se rió por lo bajo, y ya parecía estar a punto de hacer alguna
observación cuando Lestrade, que mientras nosotros manteníamos esta conversación en el
vestíbulo había permanecido en la habitación delantera, reapareció en escena frotándose
las manos con mucha prosopopeya y engreimiento.
—Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de la mayor
importancia y que habría pasado por alto si yo no hubiese examinado cuidadosamente las
paredes.
Le centelleaban los ojos al hombrecito y saltaba a la vista que sentía un júbilo oculto
por haber podido anotarse un punto sobre su colega.
—Vengan ustedes —dijo, y volvió a meterse apresuradamente en la habitación, en la
que se respiraba una atmósfera más despejada desde que se habían llevado a su lívido
inquilino—. Y ahora, colóquense aquí.
Prendió un fósforo en su bota y lo levantó, arrimándolo a la pared.
—¡Fíjense en esto! —exclamó, triunfante.
He hecho ya notar que el papel se había desprendido en varios sitios. En el ángulo en
cuestión se había despegado un trozo grande y había dejado un recuadro amarillo de tosco
revoque. De parte a parte de esta superficie desnuda, alguien había garabateado, en letras
rojas escritas con sangre, una sola palabra:
RACHE
—¿Qué opina usted de esto? —exclamó el detective con aires de empresario que
exhibe su espectáculo—. Nadie reparó en ello porque este es el rincón más oscuro del
cuarto y a nadie se le ocurrió mirar aquí. El asesino lo ha escrito con su propia sangre, sea
hombre o mujer. ¡Vean este goterón que se ha escurrido pared abajo! Esto obliga a dejar de
lado, en todo caso, la idea de un suicidio. ¿Por qué razón fue elegido este ángulo para
escribir en él? Se lo voy a decir. Fíjense en la vela que hay encima de la repisa de la
chimenea. Cuando esto se escribió, esa vela estaba encendida; y al estar encendida la vela,
resultaba este rincón el mejor iluminado de toda la pared en lugar de ser el más oscuro.
—¿Y qué alcance tiene esa palabra, una vez que usted la ha descubierto? —preguntó
Gregson en tono despectivo.
—¿Qué alcance tiene? Pues este: que quien la escribió iba a poner el nombre femenino
Rachel, pero algo ocurrió antes de que él, o ella, tuviera tiempo de terminar la palabra.
Fíjense bien en lo que digo: cuando se consiga poner en claro este caso se encontrarán con
que algo tiene que ver en el mismo una mujer que se llama Rachel. Puede usted reírse,
señor Holmes. Usted es muy inteligente y muy hábil; pero, en resumidas cuentas, el
sabueso viejo es el mejor.
—¡Le ruego me disculpe! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había
encrespado el genio del hombrecillo—. Desde luego que usted se ha adjudicado el mérito
de ser el primero de nosotros en descubrir esto que, según todas las señales y como usted
dice, parece haber sido escrito por la otra persona que participó en el misterio de la pasada
noche. Todavía no he tenido tiempo de examinar esta habitación; pero, con su permiso,
procederé a realizarlo ahora.
Al mismo tiempo que hablaba sacó de su bolsillo una cinta de medir y un gran cristal
redondo de aumento. Provisto de estos dos accesorios recorrió, sin hacer ruido, de un lado
a otro el cuarto, deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose
con la cara pegada al suelo.
Tan embebecido estaba en su tarea, que pareció haberse olvidado de nuestra presencia,
porque no dejó en todo ese tiempo de chapurrar entre dientes consigo mismo,
manteniendo un fuego graneado de exclamaciones, gemidos, silbidos y pequeños gritos,
que daban la sensación de que él mismo se daba ánimos y esperanza. Mirándolo, me vino
con fuerza irresistible al recuerdo la imagen de un perro zorrero de pura sangre y bien
entrenado, que tan pronto se precipita hacia adelante como hacia atrás por el bosque abajo,
lanzando ansiosos gruñidos hasta que descubre otra vez el rastro perdido. Continuó en su
búsqueda por espacio de veinte minutos o más, midiendo con el mayor cuidado la
distancia entre ciertas señales que eran completamente invisibles para mí, y aplicando
algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En
uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y se lo
guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento la palabra escrita
en la pared, revisando cada una de las letras de la misma con la exactitud más minuciosa.
Después de todo aquello, y dando muestras de estar satisfecho, volvió a guardarse la cinta
de medir y la lente en su bolsillo.
—Afirman que el genio es la capacidad infinita de tomarse molestias —comentó,
sonriéndose—. Como definición, es muy mala, pero corresponde bien al trabajo
detectivesco.
Gregson y Lestrade habían contemplado los manejos de su compañero aficionado con
mucha curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a dar importancia al
hecho, que yo había empezado a comprobar, de que los más insignificantes actos de
Sherlock Holmes tendían todos hacia una finalidad concreta y práctica.
—¿Qué opinión se ha formado usted, señor? —le preguntaron los dos a una.
—Si yo me jactase de ayudar a ustedes, los despojaría con ello del honor que les
corresponde en la resolución de este caso —hizo notar mi amigo—. Lo llevan ustedes
hasta ahora tan perfectamente, que sería una pena que interviniese nadie más —y al decir
esto, el tono de su voz rezumaba sarcasmo—. Si ustedes quieren tenerme al corriente de la
marcha de sus investigaciones, yo me sentiré muy dichoso de proporcionarles toda la
ayuda que esté en mi mano —continuó—. Por el momento, desearía hablar con el guardia
que descubrió el cadáver. ¿Pueden ustedes darme su nombre y dirección?
Lestrade buscó en su cuaderno y dijo:
—John Ranee. En este momento no está de servicio. Lo encontrará usted en el número
46, Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes anotó la dirección y dijo:
—Venga conmigo, doctor; iremos allí y daremos con él. Voy a decirles algo que quizá
les sirva de ayuda en este caso —prosiguió, volviéndose hacia los dos detectives—. Aquí
se ha cometido un asesinato, y el asesino fue un hombre. Ese hombre tiene más de seis
pies de estatura, es joven, de pies pequeños para lo alto que es, calzaba botas toscas de
puntera cuadrada y fumaba un cigarro de Trichinopoly. Llegó a este lugar con su víctima
en un coche de cuatro ruedas, del que tiraba un caballo con tres herraduras viejas y una
nueva en su pata derecha delantera. Hay grandes probabilidades de que el asesino fuese un
hombre de cara rubicunda y de que tenía notablemente largas las uñas de los dedos de su
mano derecha. Se trata únicamente de algunos datos, pero quizá les sean útiles a ustedes.
Lestrade y Gregson se miraron con incrédula sonrisa.
—Si este hombre fue asesinado, ¿cómo se realizó el hecho? —preguntó el primero.
—Lo envenenaron —contestó Sherlock Holmes concisamente, y echó a andar—. Otra
cosa más, Lestrade —agregó, dando media vuelta al llegar a la puerta—: Rache es una
palabra alemana que significa castigo; de modo, pues, que no pierda tiempo buscando a la
señorita Rachel.
Y con este disparo, al estilo de los partos, se alejó, dejando a los dos rivales a sus
espaldas con la boca abierta.
CAPÍTULO 4
Lo que John Rance tenía que decir
Era la una cuando abandonamos el número 3 de los Jardines de Lauriston. Sherlock
Holmes me condujo a la oficina de telégrafos más próxima y desde ella envió un largo
telegrama. Acto seguido llamó un coche de alquiler y dio orden al cochero de que nos
llevase a la dirección que nos había dado Lestrade.
—No hay nada como los datos obtenidos de primera mano —me hizo notar—. A decir
verdad, ya tengo formada opinión completa sobre el caso; a pesar de ello, no está mal que
sepamos todo lo que puede saberse.
—Holmes —le dije yo—, me deja usted atónito. Con seguridad que usted no tiene la
certeza que simula tener acerca de aquellos detalles que les dio.
—No existe posibilidad de equivocación —contestó—. Lo primero en que me fijé al
llegar allí fue que un coche había marcado dos surcos con sus ruedas cerca del bordillo de
la acera. Ahora bien: hasta la pasada noche, y desde hacía una semana, no había llovido,
de manera que las ruedas que dejaron una huella tan profunda necesariamente lo hicieron
durante la noche. También descubrí las huellas de los cascos del caballo; el dibujo de una
de ellas estaba marcado con mayor nitidez que el perfil de las otras tres, lo que era una
indicación de que se trataba de una herradura nueva. Supuesto que el coche se encontraba
allí después que empezó a llover y que no estuvo en ningún momento durante la mañana,
en lo cual tengo la palabra de Gregson, se deduce de ello que no tuvo más remedio que
estar allí durante la noche; por consiguiente, ese coche llevó a los dos individuos a la casa.
—La cosa parece bastante sencilla —le dije yo—. Pero ¿qué hay acerca de la estatura
del otro hombre?
—Lo que hay es esto: en nueve casos de diez puede deducirse la estatura de un
hombre por la longitud de sus pasos. Se trata de un cálculo bastante sencillo, aunque no
tiene objeto el molestarle a usted con números. Yo pude ver la anchura de los pasos de este
hombre tanto en la arcilla de fuera de la casa como en la capa de polvo del interior. Fuera
de esto, dispuse de un medio de comprobar mi cálculo. Cuando una persona escribe en una
pared, instintivamente lo hace a la altura, más o menos, de sus ojos. Pues bien: aquel
escrito estaba a un poquito más de seis pies del suelo. Esto es un juego de niños.
—¿Y lo relativo a su edad? —le pregunté.
—Verá usted: cuando un hombre es capaz de dar pasos de cuatro pies y medio sin el
menor esfuerzo, no es posible que haya entrado en la edad de la madurez y el agotamiento.
De esa anchura era un charco que había en el camino del jardín y que ese hombre había,
sin duda alguna, pasado de una zancada. Las botas de charol habían bordeado el charco, y
las de puntera cuadrada habían pasado por encima. En todo esto no se encierra misterio
alguno. Yo me limito a aplicar a la vida corriente algunas de las normas de observación y
deducción que defendía en aquel artículo. ¿Hay alguna otra cosa que le intrigue?
—Lo de las uñas de los dedos y el cigarro de Trichinopoly —apunté.
—La escritura de la pared se hizo con el dedo índice empapado de sangre. Mi lente de
aumento me permitió descubrir que al hacerlo había resultado el revoque ligeramente
arañado, lo que no habría ocurrido si la uña de aquel hombre hubiese estado recortada.
Recogí algunas cenizas esparcidas por el suelo. Eran de color negro y formando
escamillas; es decir, se trataba de cenizas que solo deja un cigarro de Trichinopoly. He
realizado un estudio especial sobre la ceniza de los cigarros. A decir verdad, tengo escrita
una monografía acerca de este tema. Me envanezco de poder distinguir de una ojeada la
ceniza de cualquier marca conocida de cigarros o de tabaco. Precisamente es en esta clase
de detalles en lo que un detective hábil difiere del tipo de los Gregson y los Lestrade.
—¿Y lo de la cara rubicunda? —pregunté.
—¡Ah! Ese fue un tiro más audaz, aunque no me cabe duda de que estuve en lo cierto.
En el estado actual del asunto no debe usted hacerme esa pregunta.
Me pasé la mano por la frente e hice esta observación:
—Mi cabeza es en este momento un torbellino; cuanto más piensa uno en ello, más
misterioso resulta. ¿Cómo fue el entrar en una casa deshabitada aquellos dos hombres?
¡Si, en efecto, se trata de dos hombres! ¿Qué se ha hecho del cochero que los llevó en su
coche? ¿Cómo un hombre pudo forzar al otro a que tomase veneno? ¿De dónde salió la
sangre? ¿Qué se propuso el asesino, puesto que su finalidad no fue el robo? ¿Cómo se
encontraba allí el anillo de mujer? Y, por encima de todo, ¿por qué tenía el segundo
hombre que escribir la palabra alemana RACHE antes de largarse de allí? Confieso que no
veo manera posible de coordinar estos hechos.
Mi compañero se sonrió con muestras de aprobación y dijo:
—Ha hecho usted un resumen de los puntos difíciles de la situación de una manera
concisa y acertada. Queda todavía mucho que está oscuro, aunque yo sé a qué atenerme
acerca de los hechos principales. Por lo que se refiere al descubrimiento de Lestrade, se
trata simplemente de una añagaza para lanzar a la Policía por una pista equivocada,
sugiriéndole que es cosa de socialistas y de organizaciones secretas. No lo hizo un alemán.
Si usted se fijó, la A tenía cierto parecido con la letra impresa al estilo alemán. Ahora bien:
un alemán auténtico, cuando escribe en tipo de imprenta, lo hace indefectiblemente en
caracteres latinos, y por eso podemos afirmar sin temor a equivocarnos que ese letrero no
fue escrito por un alemán, sino por un desmañado imitador que quiso hacerlo demasiado
bien. Se trata simplemente de una artimaña para que las investigaciones se desvíen por
camino equivocado. No voy a decirle a usted mucho más acerca de este caso, doctor. Ya
sabe que el prestidigitador desmerece en cuanto explica su truco; si yo le muestro a usted
una parte excesiva de mis métodos de trabajo, llegará a la conclusión de que, en fin de
cuentas, soy un personaje corriente.
—Jamás haré semejante cosa —le contesté—. Usted ha convertido el detectivismo en
una cosa tan próxima a una ciencia exacta, que ya nadie podrá ir más allá.
Mi compañero enrojeció de placer al escuchar mis palabras y el acento de seriedad con
que las pronuncié. Yo tenía observado entonces que era un hombre tan sensible a la
adulación en lo referente a los éxitos de su arte como podría serlo cualquier muchacha en
lo referente a su belleza.
—Le diré otra cosa —me dijo—. El de las botas de charol y el de las punteras
cuadradas llegaron en el mismo coche de alquiler y avanzaron por el sendero juntos de la
manera más amistosa, agarrados del brazo con toda posibilidad. Una vez dentro se
pasearon por la habitación; mejor dicho, el de las botas de charol permaneció en un lugar
mientras el de las punteras cuadradas iba y venía por el cuarto. Todo esto lo pude leer en la
capa de polvo, y pude leer también que a medida que se paseaba iba también excitándose
más y más. Esto se deduce de que sus zancadas eran cada vez más largas. Sin duda que en
todo ese tiempo no dejó de hablar y se fue acalorando hasta ponerse furioso. Entonces
tuvo lugar la tragedia. Le he contado todo lo que en este momento sé, porque lo demás son
simples hipótesis y conjeturas. Disponemos de una buena base de trabajo como punto de
arranque, a pesar de todo. Tenemos que darnos prisa, porque deseo asistir al concierto del
Halle para oír esta tarde a Norman Neruda.
Esta conversación se había desarrollado mientras nuestro coche de alquiler avanzaba
por una larga sucesión de calles sucias y de monótonos caminos de segundo orden. En la
más sucia y monótona de todas, nuestro cochero se detuvo de pronto y dijo, señalando con
el dedo una estrecha abertura en la línea de ladrillo mortecino:
—Ahí dentro está la Audley Court. Aquí me encontrarán ustedes cuando vuelvan.
Audley Court no era un lugar atrayente. El estrecho pasillo nos llevó a un espacio
cuadrangular enlosado y en el que formaban recuadro sórdidos edificios. Nos abrimos
paso entre grupos de niños desaseados y ropas descoloridas puestas a secar, hasta que
llegamos al número 46; la puerta de este ostentaba una pequeña chapa de bronce en la que
estaba grabado el apellido Ranee. Preguntamos; se nos dijo que el guardia estaba acostado,
y se nos hizo pasar a una salita de la parte delantera para que le esperásemos allí.
Se presentó poco después y parecía algo irritado porque le hubiésemos estropeado el
sueño, y dijo:
—He presentado ya mi informe en la oficina.
Holmes sacó del bolsillo medio soberano, y se puso a juguetear con la moneda como si
estuviera meditando, y dijo:
—Pensamos que nos agradaría escucharlo todo de boca de usted.
—Tendré muchísimo gusto en contarles todo cuanto pueda —respondió el guardia sin
apartar los ojos del pequeño disco de oro.
—Bien; cuéntenoslo todo a su manera y tal como ocurrió.
Ranee tomó asiento en el sofá de crin y contrajo el ceño, como hombre resuelto a no
omitir nada en su relato.
—Se lo contaré desde el principio —dijo—. Mis horas de servicio son de diez de la
noche a seis de la mañana. A las once hubo una trifulca en El Ciervo Blanco; fuera de eso,
todo seguía tranquilo durante mi ronda. A la una de la mañana empezó a llover, y me
encontré con Harry Murcher, el que tiene la ronda de Holland Grove, y permanecimos
juntos en la esquina de Henrietta Street charlando. Luego…, serían quizá las dos o un
poco más tarde…, se me ocurrió dar una vuelta y ver si no ocurría nada por la carretera de
Brixton. Aquello estaba muy sucio y solitario. No tropecé con alma viviente en mi camino
de ida, aunque pasaron por mi lado uno o dos coches de alquiler. Iba yo caminando
despacio, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo espléndidamente que me habría venido
un vaso de ginebra de los de a cuatro, cuando descubrí de pronto brillo de luz en la
ventana de la casa en cuestión. Ahora bien: yo sabía que esas dos casas de los Jardines de
Lauriston estaban deshabitadas, porque el dueño se empeña en no arreglar los desagües,
siendo así que el último de los inquilinos que vivió en una de las casas había muerto de
fiebres tifoideas. De ahí que al ver luz en la ventana me quedé de una pieza y sospeché
que algo malo ocurría. Cuando llegué a la puerta…
—Usted se detuvo y regresó a la puerta de entrada del jardín —le interrumpió mi
compañero—. ¿Por qué obró usted así?
Ranee sufrió un violento sobresalto y se quedó mirando fijamente a Sherlock Holmes
con expresión de máximo asombro en sus facciones.
—Pues sí, señor; eso es verdad —dijo—. Dios solo sabe cómo se ha enterado usted de
semejante cosa. Pues verá: cuando llegué a la puerta de la casa se hallaba todo tan en
silencio y en tal soledad, que pensé que no vendría mal que alguien me acompañase. A mí
no me asusta nada del lado de acá de la tumba, pero pensé que quizá el inquilino que
murió de tifoideas pudiera andar realizando una inspección en los desagües que habían
causado su muerte. Me dio como un vuelco el corazón ante semejante idea y retrocedí
hasta la puerta del jardín por si distinguía desde allí la linterna de Murcher; pero no se veía
por allí ni a él ni a nadie.
—¿No andaba nadie por la calle?
—No había alma viviente, señor; ni siquiera un perro. Hice de tripas corazón, volví
sobre mis pasos y abrí la puerta, empujándola. Todo era silencio en el interior, y entré en
la habitación en que brillaba la luz. En la repisa de la chimenea ardía, vacilante, una vela
de cera encarnada, y a la luz de la misma vi…
—Sí, sabemos ya todo lo que usted vio. Se paseó usted varias veces por la habitación,
se arrodilló junto al cadáver, después cruzó y trató de abrir la puerta de la cocina, y
después…
John Ranee se puso en pie de un salto, con cara asustada y mirada recelosa, y exclamó:
—¿Dónde estaba usted escondido, que vio todo eso? Me está dando la impresión de
que usted sabe muchas más cosas de las que debiera.
Holmes se echó a reír y tiró su tarjeta al guardia desde el otro lado de la mesa
diciendo:
—No vaya usted a detenerme por el asesinato. Soy uno de los sabuesos y no el lobo; el
señor Gregson y el señor Lestrade responderán de ello. Prosiga, pues. ¿Qué hizo usted
luego?
Rance volvió a sentarse, sin perder, sin embargo, su expresión de azaramiento.
—Retrocedí hasta la puerta del jardín e hice sonar mi silbato. Eso trajo hasta allí a
Murcher y a dos más.
—¿Y no había entonces nadie más en la calle?
—Le diré: no había nadie que pudiera servir para algo.
—¿Qué quiere decir con eso?
La cara del guardia se dilató con una sonrisa, y dijo:
—Llevo vistos muchos borrachos en mi vida, pero ninguno tan perdidamente bebido
como el fulano aquel. Cuando salí de la casa estaba apoyado en la verja, cantando a pleno
pulmón yo no sé qué de una «Bandera Colombina Nueva de Barras» o algo por el estilo.
No se tenía en pie; de modo que mucho menos podía prestar ayuda.
—¿Cómo era ese individuo? —preguntó Sherlock Holmes.
Esta digresión pareció irritar algo a John Ranee, y dijo:
—Era un tipo de borracho fuera de lo corriente, y, si no hubiéramos estado tan
ocupados, a estas horas se encontraría en la comisaría.
—Pero su cara, su ropa…; ¿no se fijó usted en eso? —le interrumpió Holmes con
impaciencia.
—¿Cómo no iba a fijarme si tuve que sostenerlo para que no se cayese? Sí; lo
sostuvimos entre Murcher y yo. Era un individuo alto, de cara rubicunda, con la parte
inferior de la misma embozada en…
—No hace falta que diga más —exclamó Holmes—. ¿Y qué fue de él?
—Teníamos trabajo suficiente sin preocuparnos de él —respondió el guardia con voz
apesadumbrada—. Apostaría a que supo llegar perfectamente a su casa.
—¿Cómo iba vestido?
—Con un gabán color marrón.
—¿Empuñaba en la mano un látigo?
—¿Un látigo?… Pues no.
—Debió de venir sin él —masculló mi compañero—. Y, después de eso, ¿no vio ni
oyó pasar un coche de alquiler?
—No.
—Aquí tiene usted medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en pie y
agarrando el sombrero—. Me temo, Ranee, que nunca ascenderá usted en el Cuerpo al que
pertenece. Esa cabeza suya debería servirle para algo útil y no solo de adorno. Anoche
pudo ganarse los galones de sargento. El hombre que usted tuvo entre sus manos tiene la
clave de este misterio y es el que buscamos. No es este el momento de discutir sobre ello,
pero le aseguro que es así. Vamos, doctor.
Salimos juntos en busca de nuestro coche, dejando a nuestro informador poseído de
incredulidad, pero evidentemente desasosegado.
—¡Habráse visto estúpido semejante! —dijo Holmes con aspereza cuando íbamos en
el coche camino de nuestras habitaciones—. ¡Pensar que tuvo una suerte tan incomparable
y que no la aprovechó!
—Sigo estando bastante a oscuras. Es cierto que la descripción de este individuo
encaja con justeza en la idea que usted se formó del segundo personaje de este misterio.
Pero ¿por qué tenía que regresar a la casa después de haberse ausentado de ella? Los
criminales no acostumbran a obrar así.
—¡Por el anillo, hombre, por el anillo! Por eso volvió. Si no tuviésemos otros medios
de echarle el guante, siempre podremos poner de cebo en nuestra caña el anillo. Lo
atraparé, doctor. Le apuesto dos a uno a que me hago con él. Y a usted le tengo que dar las
gracias por todo. De no haber sido por usted, quizá yo no habría ido, con lo cual me habría
perdido el mejor tema de estudio con que hasta ahora he tropezado: un estudio en
escarlata, ¿eh? ¿Por qué no hemos de emplear un poco el argot artístico? Nos encontramos
con el hilo rojo del asesinato enzarzado en la madeja incolora de la vida, y nuestro deber
consiste en desenmarañarlo, aislarlo y poner a la vista hasta la última pulgada. Y ahora
vamos a almorzar, y después, a oír a Norman Neruda. La ejecución y el golpe de arco de
esta mujer son maravillosos. ¿Cómo se titula esa piececita de Chopin que toca de manera
tan magnífica? Tra-la-la-lira-lira-lay.
Y aquel sabueso aficionado, arrellanado dentro del coche, siguió lanzando gorgoritos,
igual que una alondra, mientras yo meditaba sobre las muchas facetas del alma humana.
CAPÍTULO 5
Nuestro anuncio nos trae una visita
Nuestras actividades de la mañana habían resultado excesivas para mi debilidad física,
y por la tarde me encontré completamente agotado. Después de que Holmes se marchara
al concierto, yo me tumbé en el sofá y procuré conseguir un par de horas de sueño. Vano
intento. Mi cerebro se había excitado en exceso con todo cuanto había ocurrido, y bullían
en su interior las más extrañas conjeturas y fantasías. En cuanto cerraba mis ojos veía ante
mí el rostro contorsionado y de rasgos parecidos al babuino del hombre asesinado. Había
sido tan siniestra la impresión que me produjo aquella cara, que me resultaba dificultoso
apartar de mí cierto sentimiento de gratitud hacia el hombre que arrancó del mundo al
dueño de la misma. Si hubo rasgos humanos que pregonaban vicios de la clase más
dañina, esos rasgos eran, sin duda, los de Enoch J. Drebber, de Cleveland. Sin embargo,
yo reconocía que era preciso hacer justicia y que la depravación de la víctima no equivalía
a una condenación a los ojos de la ley.
Cuanto más pensaba yo en todo eso, más extraordinaria me parecía la hipótesis, hecha
por mi compañero, de que aquel hombre había sido envenenado. Ahora recordaba que le
oliscó los labios y no me cabía duda de que había descubierto algo que hizo nacer esa
idea. Además, si no era el veneno, ¿qué otra cosa fue la causa que le produjo la muerte,
supuesto que no existían heridas ni señales de estrangulación? Por otro lado, ¿a quién
pertenecía la sangre que formaba tan espesa capa en el suelo? No existían señales de
lucha, ni la víctima llevaba arma alguna con la que hubiese podido herir a un antagonista.
Yo tenía la sensación de que no me sería fácil a mí, ni tampoco a Holmes, conciliar el
sueño mientras no estuviesen resueltos todos estos interrogantes. La actitud tranquila y
segura de sí mismo de Holmes me convenció de que él se había formado ya una teoría que
explicaba todos los hechos, aunque yo no podía ni por un instante conjeturar cuál era esa
teoría.
Regresó muy tarde; tan tarde, que comprendí que el concierto no había podido
retenerlo todo el tiempo.
—Estuvo espléndido —dijo al tomar asiento—. ¿Recuerda usted lo que afirma Darwin
sobre la música? Sostiene que la capacidad de producirla y de apreciarla existió en la raza
humana mucho antes de que esta alcanzase la facultad de la palabra. Quizá sea esta la
razón de que influya en nosotros de una manera tan sutil. Existen en nuestras almas
confusos recuerdos de aquellos siglos nebulosos en que el mundo se hallaba en su niñez.
—Esa es una idea de bastante amplitud —hice notar yo.
—Nuestras ideas deben ser tan amplias como la Naturaleza si aspiran a interpretarla —
me contestó—. ¿Qué le ocurre? No parece usted el mismo. Este asunto de la carretera de
Brixton lo ha trastornado a usted.
—A decir verdad, sí —le dije—; después de lo que pasé en Afganistán debería estar
endurecido ante cualquier acontecimiento. Allí contemplé, sin que mis nervios se
alterasen, cómo mis camaradas eran acuchillados en Maiwand.
—Lo comprendo. Este de ahora se halla envuelto en un misterio que actúa como
estimulante de la imaginación; donde la imaginación está ausente no hay horror posible.
¿Ha leído usted el periódico de la noche?
—No.
—Trae un relato bastante correcto del asunto. Lo que no menciona es el hecho de la
caída al suelo del anillo de compromiso cuando levantaron el cadáver. Casi es mejor que
no lo haya mencionado.
—¿Por qué?
—Fíjese en este anuncio —me contestó—. Esta mañana, inmediatamente después de
nuestro asunto, envié uno a cada periódico.
Me echó el periódico por encima de la mesa, y yo miré el sitio que me indicaba. Era el
primero de los anuncios que aparecían en la columna de Hallazgos:
«Esta mañana —decía el anuncio—, en la carretera de Brixton, fue encontrado un
anillo en medio de la calzada, entre la taberna de El Ciervo Blanco y Holland Grove.
Dirigirse al doctor Watson, 221 B, Baker Street, entre las ocho y las nueve de esta tarde».
—Disculpe que me haya servido de su nombre —me dijo—. Si hubiese empleado el
mío propio, alguno de estos badulaques se habría fijado y pretendido entremeterse en el
negocio.
—Está muy bien —le contesté—. Pero, suponiendo que venga alguien, yo no tengo el
anillo.
—Sí que lo tiene usted —me dijo, entregándome uno—. Este servirá muy bien para el
caso. Es casi un facsímil.
—¿Y quién espera usted que responda a este anuncio?
—¿Quién va a ser sino el hombre del gabán marrón, nuestro rubicundo amigo, el de
las punteras cuadradas? Caso de no venir él mismo, enviará a un cómplice.
—¿No le parecerá demasiado peligroso?
—En manera alguna. Si la idea que me he forjado del caso es correcta (y tengo toda la
razón del mundo para creer que lo es), el hombre en cuestión arriesgará cualquier cosa
antes que perder el anillo. En mi opinión, se le cayó cuando se inclinó sobre el cadáver de
Drebber, y no notó su falta en ese momento. Descubrió la pérdida cuando se había
marchado ya de la casa, y regresó a toda prisa; pero se encontró con que estaba actuando
la Policía, debido al disparate cometido por él al dejar la vela encendida. Tuvo que simular
que estaba borracho a fin de alejar las sospechas que quizá hubiera podido despertar su
aparición en la puerta del jardín. Póngase usted ahora en el lugar de ese hombre.
Meditando en lo ocurrido, habrá pensado que es posible que hubiese perdido el anillo en la
carretera después de abandonar la casa. ¿Qué hará en ese caso? Repasará con ansiedad los
periódicos de la tarde con la esperanza de verlo anunciado entre los hallazgos. Como es
natural, leerá este. Y se alegrará de forma extraordinaria. ¿Por qué ha de temer que sea una
trampa? A sus ojos no hay razón para que el hallazgo del anillo sea relacionado con el
asesinato. Quizá venga. Vendrá. Verá usted a ese hombre antes de una hora.
—¿Y después? —le pregunté.
—¡Oh! Puede usted dejar que yo me las entienda luego con él. ¿Dispone usted de
algún arma?
—Dispongo de mi viejo revólver del ejército y de algunos cartuchos.
—Lo mejor que puede hacer es limpiarlo y cargarlo. Nos encontraremos con un
desesperado, y, aunque le capturaré por sorpresa, no está de más que nos preparemos para
todo.
Me dirigí a mi dormitorio y seguí su consejo. Cuando regresé con el arma, la mesa
había quedado limpia y Holmes se hallaba entregado a su ocupación favorita de rascar el
violín.
—La intriga se complica —me dijo cuando entraba—. Acabo de recibir contestación
al telegrama que envié a Norteamérica. Mi punto de vista acerca del caso es correcto.
—¿Y en qué consiste? —pregunté con ansiedad.
—Mi violín ganaría poniéndole cuerdas nuevas —comentó Holmes—. Métase el arma
en el bolsillo. Cuando llegue ese individuo, háblele como si tal cosa. Deje que yo haga lo
demás. No le asuste mirándole con excesiva dureza.
—Son ahora las ocho —dije, consultando mi reloj.
—Sí; es probable que lo tengamos aquí dentro de unos minutos. Abra un poco la
puerta. Así está bien. Ahora coloque la llave por la parte de dentro. Gracias. He aquí una
rareza del libro antiguo que encontré ayer en el puesto de libros de lance. De iure Ínter
gentes, publicado en latín, en Lieja, Países Bajos, el año 1642. La cabeza del rey Carlos
estaba todavía segura sobre sus hombros cuando salió este pequeño volumen de lomo
marrón.
—¿Quién lo imprimió?
—Philippe de Croy, quienquiera que él sea. En la guarda, escrito con tinta muy
borrosa, se lee: «Ex libris Gullelmi Whyte». ¿Quién sería este William Whyte? Me
imagino que algún hombre de leyes pragmático del siglo XVII. Su letra tiene
características de ambiente legalista. Me parece que ya tenemos ahí a nuestro hombre.
Mientras Holmes hablaba resonó vivamente la campanilla. Se puso en pie sin hacer
ruido y trasladó su silla hacia la puerta. Oímos cómo la criada cruzaba el vestíbulo y el
golpe seco del picaporte al abrirlo ella.
—¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó alguien con voz clara pero áspera.
No pudimos oír la contestación de la criada, pero la puerta se cerró y ese alguien
empezó a subir por las escaleras. El ruido era de pasos inseguros y de pies que se
arrastraban. El rostro de mi amigo dejó ver una expresión de sorpresa al escuchar aquello.
Los pasos fueron aproximándose lentamente por el pasillo y se oyó un golpecito de unos
nudillos en la puerta.
—Adelante —exclamé.
Respondiendo a mi invitación, y en lugar del hombre violento que esperábamos, entró
renqueando en el cuarto una mujer muy anciana y arrugada. Pareció quedar deslumbrada
por el repentino resplandor de la luz, y después de doblar la rodilla en una cortesía se
quedó mirándonos con ojos parpadeantes y cegatos, mientras sus dedos temblones y
nerviosos tanteaban dentro de su bolsillo. Miré a mi compañero; su cara había tomado tal
expresión de desconsuelo, que me vi y me deseé para mantener mi seriedad.
El vejestorio aquel sacó un periódico de la noche, señaló con el dedo nuestro anuncio
y dijo al mismo tiempo que doblaba otra vez la rodilla saludando:
—Mis buenos caballeros, esto es lo que me ha traído aquí: un anillo de boda en la
carretera de Brixton. Es de mi hija Sally, que se casó hace un año, y su marido está de
camarero a bordo de uno de los barcos de la Union, y yo no quiero ni pensar en lo que él
dirá cuando regrese y se encuentre con que ella no tiene el anillo, porque es bastante
irascible cuando está de buenas y muchísimo cuando está bebido. Para que ustedes lo
sepan, ella se fue anoche al circo en compañía de…
—¿Es este el anillo de su hija? —le pregunté.
—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó la anciana—. ¡Qué alegría va a tener Sally
esta noche! Ese es el anillo.
—¿Y dónde vive usted? —le pregunté, echando mano a un lápiz.
—En el 13 de Duncan Street, Houndsditch, que es mucho camino desde aquí.
—Entre la carretera de Brixton y Houndsditch no hay ningún circo —dijo secamente
Sherlock Holmes.
La vieja se dio media vuelta y miró vivamente a Holmes con sus ojillos bordeados de
rojo, y contestó:
—Este caballero me preguntó que dónde vivía yo. Sally ocupa habitaciones
amuebladas en el 3 de Mayfield Place, Peckham.
—Y usted se llama…
—Mi apellido es Sawyer; el de ella, Dennis, porque Tom Dennis se casó con ella, y es
un mozo listo y limpio, todo hay que decirlo; mientras está navegando, no hay en la
compañía otro tan considerado como él; pero cuando está en tierra, entre las mujeres y los
establecimientos de bebidas…
—Aquí tiene usted su anillo, señora Sawyer —la interrumpí, obedeciendo a una señal
de mi compañero—. No hay duda de que le pertenece a su hija, y yo me alegro de poder
devolvérselo a su verdadero dueño.
Mascullando bendiciones y protestas de agradecimiento, la arrugada vieja se lo guardó
en el bolsillo y se alejó, arrastrando los pies, escaleras abajo. En el instante mismo en que
ella salió del cuarto, Sherlock Holmes se puso vivamente en pie y corrió a su dormitorio.
A los pocos segundos volvió, embozado en un abrigo largo y amplio y en una bufanda.
—Voy tras ella —me dijo apresuradamente—. Debe de ser una cómplice, y me
conducirá hasta él. Espéreme levantado.
Apenas la puerta del vestíbulo se había cerrado de golpe a espaldas de nuestra visitante
cuando ya Holmes había bajado la escalera. Me puse a mirar por la ventana y vi que la
vieja caminaba poquito a poco por la acera de enfrente y que su perseguidor la iba
siguiendo a poca distancia. Pensé para mis adentros: «O falla toda su teoría o, de lo
contrario, va a meterse ahora hasta el corazón de este misterio». Ninguna falta hacía que
me pidiese que le esperase levantado, porque yo tenía conciencia de que me sería
imposible conciliar el sueño hasta saber el resultado de su aventura.
Cuando mi compañero salió serían muy cerca de las nueve. Yo no tenía idea del
tiempo que podría estar ausente, pero me senté y me puse a fumar impasiblemente en mi
pipa y a curiosear en las páginas de la obra de Henri Murger Vie de Bohéme. Dieron las
diez, y escuché los pasos menudos de la doncella, que iba a acostarse. Las once, y se
oyeron los pasos más solemnes de la dueña de la casa, que cruzó por delante de mi puerta
llevando idéntica dirección. Serían muy cerca de las doce cuando oí el ruido seco de la
llave del picaporte de mi compañero. En el instante mismo de entrar él vi en su cara que
no había tenido éxito. El pesar y el buen humor parecían forcejear dentro de él por
imponerse el uno al otro, hasta que este último sentimiento se sobrepuso, y Holmes
rompió a reír cordialmente.
—Por nada del mundo querría que los de Scotland Yard se enterasen —exclamó,
dejándose caer en un sillón—. Tanto me he mofado de ellos, que estarían dándome la
matraca con esto de ahora toda mi vida. Yo puedo permitirme este acceso de risa, porque
sé que a la larga los he de igualar.
—¿De qué se trata, pues? —pregunté.
—¡Oh! Nada me importa contar un episodio que me es adverso. Esa individua caminó
un corto trecho y empezó a renquear, con toda clase de síntomas de que le dolían los pies.
Luego se detuvo, y llamó un coche de cuatro ruedas que pasaba por allí. Yo me las
compuse para encontrarme cerca de ella a fin de oírle qué dirección daría; pero no hacía
falta que me preocupase tanto, porque la vieja dio la dirección en voz tan alta como para
que la oyesen desde la otra acera: «Lléveme al número 13 de Duncan Street,
Houndsditch», gritó. Yo pensé que aquello empezaba a parecer verdad y, viéndola ya
dentro del coche, me colgué en la puerta trasera del mismo. Es esta una habilidad en la que
todo detective debiera especializarse. Pues bien: allá nos fuimos traqueteando en el coche,
sin que el cochero tirase de la rienda ni un solo momento hasta que llegamos a la calle en
cuestión. Salté de mi sitio antes que se detuviese delante de la puerta, y seguí caminando
despacio por la calle, despreocupado y como quien nada tiene que hacer. Vi detenerse el
coche. El cochero saltó a tierra, y le vi abrir la portezuela y permanecer a la expectativa.
Pero nadie salía del interior. Cuando llegué a donde él estaba, el cochero, fuera de sí,
palpaba en el interior del coche vacío, desfogándose con la más hermosa selección de
tacos que he escuchado en mi vida. No había rastro ni señal de su viajera, y sospecho que
ha de pasar bastante tiempo antes de que consiga cobrar el importe de su viaje. Al
preguntar en el número trece, nos encontramos con que la casa pertenecía a un respetable
industrial de papeles pintados, de apellido Keswick, y que jamás habían oído hablar allí de
ninguna persona de los apellidos Sawyer o Dennis.
—No me querrá usted decir —exclamé, lleno de asombro— que aquella vieja de
caminar inseguro fue capaz de saltar del coche en plena marcha sin que ni siquiera el
cochero la viese.
—¡Al diablo lo de vieja! —exclamó Sherlock Holmes vivamente—. Nosotros sí que
hicimos el papel de viejas dejándonos engatusar de ese modo. Se trata con seguridad de un
hombre joven, y, además de joven, emprendedor, sin contar con que es un actor
incomparable. Su caracterización era inimitable. Se dio cuenta, sin duda, de que lo seguía,
y se valió de ese medio para darme esquinazo. Esto nos demuestra que el hombre que
perseguimos no se encuentra tan aislado como yo me lo imaginé y que tiene amigos que
están dispuestos a arriesgar algo por él. Bueno, doctor; usted parece agotado. Siga mi
consejo y acuéstese.
Desde luego que yo me sentía fatigadísimo, de modo que seguí su indicación. Dejé a
Holmes sentado frente al fuego en brasas; ya muy avanzada la noche pude escuchar el
gemir melancólico y apagado de su violín, indicio de que seguía meditando sobre el
extraordinario problema cuya aclaración se había propuesto.
CAPÍTULO 6
Tobías Gregson da una prueba de lo que es capaz
Los periódicos del día siguiente venían llenos de noticias de lo que ellos calificaban de
El misterio de Brixton. Todos traían un largo relato del suceso, y algunos insertaban,
además, artículos editoriales sobre el mismo. Encontré en ellos algunos datos que me
resultaron nuevos. Tengo todavía en mi libro de recortes una abundante cantidad de
fragmentos y de extractos relativos al caso. He aquí un resumen condensado de los
mismos:
El Daily Telegraph hacía notar que pocas veces se había dado en la historia del crimen
una tragedia de características tan extrañas. El apellido alemán de la víctima, la ausencia
de todo otro móvil y la siniestra inscripción en la pared, todo, en suma, lo señalaba como
obra de refugiados políticos y de revolucionarios. Las organizaciones socialistas tenían en
Norteamérica muchas ramas, y el difunto había, sin duda, infringido sus leyes no escritas,
siendo por ello perseguido a muerte. Después de aludir a la ligera al Vehmgericht, al
acqua tofana, a los Carbonarios, a la marquesa de Brinvilliers, a la teoría darwiniana, a los
principios de Malthus y a los asesinos de la carretera de Ratcliff, terminaba el artículo
poniendo en guardia al Gobierno y solicitando una vigilancia más estrecha sobre los
extranjeros residentes en Inglaterra.
El Standard comentaba el hecho de que esta clase de crímenes era cosa corriente bajo
los gobiernos liberales. Se producían como consecuencia del desasosiego reinante en el
ánimo de las masas y por el debilitamiento consiguiente de toda autoridad. El muerto era
un caballero norteamericano que había residido por espacio de algunas semanas en la
metrópoli. Se había hospedado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace,
Camberwell. Lo acompañaba en sus viajes su secretario particular, el señor Joseph
Stangerson. Los dos se despidieron de la dueña de la casa el martes día 4 del corriente, y
marcharon a la estación de Euston con el propósito manifiesto de tomar el expreso de
Liverpool. Fueron vistos más tarde juntos en el andén. Nada más se sabe de los mismos
hasta que, según se ha relatado, se encontró el cadáver del señor Drebber en una casa
deshabitada de la carretera de Brixton, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo fue
el ir allí y de qué manera encontró la muerte son cuestiones que se hallan todavía
envueltas en el misterio. Nada se sabe de las andanzas de Stangerson. Nos complace que
el señor Lestrade y el señor Gregson, de Scotland Yard, hayan concentrado sus actividades
en este caso, y se predice confiadamente que estos funcionarios, tan bien conocidos, harán
pronto luz en el suceso.
El Daily News hacía notar que no cabía la menor duda de que se trataba de un crimen
político. El despotismo y el odio a lo liberal de que se hallaban animados los gobiernos
continentales habían empujado a nuestras costas una cantidad de hombres que pudieran
haberse convertido en excelentes ciudadanos si no viviesen amargados por el recuerdo de
todo cuanto habían sufrido. Rige entre esta clase de personas un severo código del honor,
pagándose con la muerte cualquier quebrantamiento del mismo. Es preciso realizar los
mayores esfuerzos para dar con el paradero del secretario, Stangerson, y para averiguar
algunos detalles relativos a las costumbres del muerto. Se ha dado ya un gran paso gracias
a haberse descubierto la dirección de la casa en que había estado alojado, y este éxito se
debía por completo a la agudeza y a la energía del señor Gregson, de Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo leímos todas estas noticias juntos a la hora del desayuno, y mi
compañero pareció extraordinariamente divertido con su lectura.
—Ya le dije que, ocurriese lo que ocurriese, era seguro que Lestrade y Gregson se
anotarían sus buenos tantos.
—Eso depende del resultado final.
—El resultado final no tiene ninguna importancia en esto, bendito de Dios. Si se atrapa
al hombre, eso habrá ocurrido gracias a sus esfuerzos; si se nos escapa, eso habrá ocurrido
a pesar de todos sus esfuerzos. Si sale cara, gano yo, y si sale cruz, pierde usted. Hagan lo
que hagan, tendrán partidarios. Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire.
—¿Qué diablos es eso? —exclamé, porque en ese mismo instante nos llegó desde el
vestíbulo y desde las escaleras el ruido precipitado de muchos pasos, acompañado de
expresiones ruidosas de disgusto por parte de nuestra patrona.
—Es la división de Baker Street del cuerpo de detectives de la Policía —dijo muy
serio mi compañero.
Aún no había acabado de hablar cuando se precipitaron en nuestro cuarto media
docena de muchachos vagabundos, de los más desaseados y harapientos que hasta
entonces habían visto mis ojos.
—¡Atención! —gritó Holmes con voz aguda, y los seis sucios pilluelos formaron en
línea, como otras tantas estatuillas indecorosas—. En adelante me enviaréis a Wiggins
solo para que venga a informarme de lo que haya, y los demás tendréis que quedaros en la
calle. ¿Lo habéis averiguado ya, Wiggins?
—No, señor; todavía no —contestó uno de los muchachos.
—Tampoco me lo esperaba. Seguid con la tarea hasta que lo averigüéis. He aquí
vuestro jornal —Holmes dio a cada uno un chelín—. Y ahora, largo de aquí, y ya veremos
si la próxima vez me traéis mejores noticias.
Los despidió con un movimiento de la mano, y echaron a correr escaleras abajo como
ratas; un instante después oíamos sus voces chillonas en la calle.
—De cualquiera de estos pequeños mendigos se puede conseguir una suma de trabajo
superior al que rinde una docena de hombres de las fuerzas de Policía —hizo notar
Holmes—. La sola presencia de una persona con aspecto de funcionario basta para sellar
la boca a cualquiera. Sin embargo, estos mozalbetes se meten por todas partes y lo
escuchan todo. Son como linces; lo único que les hace falta es tener organización.
—¿Y los va a emplear usted en este caso de la carretera de Brixton? —le pregunté.
—Sí; hay un detalle que deseo conocer. Es simplemente cuestión de tiempo. ¡Hola!
¡Ahora sí que nos vamos a enterar de ciertas cosas que supondrán un castigo! Por ahí
viene Gregson, con una expresión beatífica retratada en todos los rasgos de su cara. Me
consta que viene a visitarnos. ¡Sí, ya se detiene! ¡Ahí está!
Resonó un violento campanillazo, y pocos segundos después el detective de cabellos
rubios subía por las escaleras, saltándolas de tres en tres escalones, hasta que irrumpió en
nuestro cuarto de estar.
—¡Felicíteme, querido compañero! —exclamó dando apretones a la mano insensible
de Holmes—. He dejado todo el asunto tan claro como la luz del día.
El expresivo rostro de mi compañero pareció cubrirse con un velo de ansiedad, y
preguntó:
—¿De modo que ya está usted en la verdadera pista?
—¡En la verdadera pista! ¡Pero, señor mío, si ya tenemos a nuestro hombre bajo
candado y cerradura!
—¿Y cómo se llama?
—Arthur Charpentier, subteniente de las fuerzas navales de Su Majestad —exclamó
Gregson, frotándose con gran prosopopeya sus manos regordetas y enarcando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio y se relajó con una sonrisa.
—Tome asiento y pruebe uno de estos cigarros —dijo—. Estamos impacientes por
saber cómo se las ha arreglado usted. ¿Quiere tomar un whisky con agua?
—No tengo inconveniente —contestó el detective—. Los tremendos esfuerzos por los
que he pasado en los últimos dos días me han dejado exhausto. No se trata, como
comprenderán ustedes, de los esfuerzos físicos tanto como de la tensión cerebral. Usted,
señor Holmes, se dará cuenta de ello, porque tanto usted como yo trabajamos con el
cerebro.
—Me honra usted mucho —contestó Holmes con gran seriedad—. Y ahora, oigamos
de qué manera llegó usted a tan satisfactorio resultado.
El detective tomó asiento en el sillón y empezó a dar caladas, complacido, a su
cigarro. De pronto, y en el paroxismo del placer, se dio una palmada en el muslo,
exclamando:
—Lo más divertido del caso es que ese tonto de Lestrade, que se cree tan listo, se ha
lanzado por una pista completamente equivocada. Anda a la búsqueda del secretario
Stangerson, que tiene tanta relación con el crimen como un niño que no ha nacido todavía.
No me cabe duda de que ya le habrá echado el guante.
Esa idea cosquilleó de tal manera a Gregson, que rompió a reír hasta que casi se
ahogaba.
—¿Y cómo se las arregló usted para acertar con la clave?
—Escuche, se lo voy a contar todo. Claro está, doctor Watson, que esto ha de quedar
estrictamente entre nosotros. La primera dificultad con que tuvimos que luchar fue la de
descubrir sus antecedentes en Norteamérica. Yo bien sé que hay personas que habrían
esperado a que les llegase contestación a sus anuncios o a que los interesados se
presentasen a proporcionar voluntariamente información. Esa no es la manera de trabajar
que tiene Tobías Gregson. ¿Recuerda usted el sombrero que encontramos junto al
cadáver?
—Sí —dijo Holmes—. Era de John Underwood e hijos, Camberwell Road, 129.
Gregson pareció de pronto alicaído, y dijo:
—No creía que se hubiese fijado usted en ello. ¿Estuvo en esa dirección?
—No.
—¡Ah! —exclamó Gregson con voz de alivio—. Nunca hay que desdeñar las
posibilidades, por pequeñas que parezcan.
—Nada es pequeño para una inteligencia grande —sentenció Holmes.
—Pues bien: me presenté en la casa Underwood y pregunté a este señor si había
vendido un sombrero de tal medida y de tales características. Revisó todos sus libros y dio
en el acto con él. Había enviado el sombrero a un tal señor Drebber, que se alojaba en la
pensión Charpentier, en Torquay Terrace. Así conseguí la dirección del muerto.
—¡Ingenioso, sumamente ingenioso! —murmuró Sherlock Holmes.
—Acto seguido fui a visitar a madame Charpentier —prosiguió el detective—. La
hallé muy pálida y afligida. Se hallaba presente también su hija, muchacha de una belleza
extraordinaria; además, tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios mientras yo le
hablaba. No se me escapó ese detalle. Empecé a pensar que había gato encerrado. Usted,
señor Holmes, conoce ya esa sensación que uno experimenta cuando se ha dado con la
pista exacta: es como un estremecimiento nervioso. «¿Se ha enterado usted de la muerte
misteriosa del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland, al que ha tenido en su pensión
últimamente?», le pregunté. La madre asintió con la cabeza. Parecía incapaz de pronunciar
una palabra. La hija rompió a llorar. Yo tuve más que nunca la sensación de que aquella
gente sabía algo del asunto. «¿A qué hora salió el señor Drebber de su casa para ir a tomar
el tren?», le pregunté. «A las ocho —contestó, tragando saliva para dominar su excitación
—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las nueve y cuarto
y otro a las once. Iba a tomar el primero». «¿Y fue esa la última vez que usted lo vio?». Al
hacerle yo esta pregunta se operó en el rostro de la mujer un cambio espantoso. Se puso
completamente lívida. Tardó algunos segundos en poder pronunciar una sola palabra:
«Sí». Y cuando la pronunció lo hizo con voz ronca y forzada. Reinó por un instante el
silencio, hasta que la hija habló con voz tranquila y clara, y dijo: «Madre, de la mentira
nunca puede salir nada bueno. Seamos sinceras con este caballero. Nosotras volvimos a
ver al señor Drebber». «¡Que Dios te perdone! —exclamó madame Charpentier, alzando
las manos y cayendo de espaldas en su silla—. Acabas de asesinar a tu hermano». «Arthur
prefiere que digamos la verdad», contestó con firmeza la muchacha. «Lo mejor que
ustedes pueden hacer es contármelo todo —les dije—. Las confidencias a medias son
peores que el silencio. Además, ustedes no saben de qué cosas estamos nosotros
enterados». «¡Caigan las consecuencias sobre tu cabeza, Alicia! —exclamó la madre y,
volviéndose hacia mí, agregó—: Se lo contaré todo, señor. No crea que mi emoción al
pensar en mi hijo se deba a que yo tema en modo alguno que él haya podido tener una
participación en este terrible suceso. Mi hijo es por completo inocente. Sin embargo, mi
angustia procede de que a los ojos de usted y a los ojos de los demás pueda parecer
comprometido, cosa que es, sin la menor duda, imposible. Ni por la nobleza de su manera
de ser, ni por su profesión, ni por sus antecedentes, ha podido intervenir en el suceso».
«Lo mejor que usted puede hacer es confiarme todos los hechos —le contesté—. Tenga la
seguridad de que, si su hijo es inocente, nada perderá con ello». «Alicia, quizá sea mejor
que nos dejes a solas», dijo ella, y su hija se retiró. Acto seguido, prosiguió la madre:
«Pues bien, señor: mi propósito no era informaros de todo esto; pero, ya que mi pobre hija
lo ha revelado, no me queda otra alternativa. Una vez decidida a hablar, se lo contaré todo,
sin omitir ningún detalle». «Es lo mejor que usted puede hacer», le dije. «El señor Drebber
ha permanecido en nuestra casa cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor
Stangerson, viajaron por el continente. En sus baúles pude ver una etiqueta de
“Copenhague”, lo que demostraba que la última ciudad en la que se habían detenido había
sido esa. Stangerson era hombre tranquilo y reservado; pero lamento tener que decir que
su jefe era muy distinto: de costumbres vulgares y de maneras rudas. La noche misma de
su llegada se emborrachó de muy mala manera, y puede decirse que era raro verlo sobrio
después de las doce de cualquier día. Trataba a las doncellas con una libertad y con una
familiaridad por demás desagradables. Y lo peor fue que adoptó muy pronto igual actitud
hacia mi hija, Alicia, y más de una vez le dirigió la palabra en forma que ella,
afortunadamente, es demasiado inocente para comprender. En una ocasión llegó hasta
abrazarla por la fuerza, insolencia que obligó a su propio secretario a echarle en cara su
conducta cobarde». «¿Y por qué aguantaron ustedes todo esto? —le pregunté—. ¿Es que
no pueden desembarazarse de sus inquilinos cuando bien les parece?». La señora
Charpentier se ruborizó al oír mi oportuna pregunta, y dijo: «¡Ojalá lo hubiese despedido
el día mismo en que llegó! Pero la tentación era muy viva, porque me pagaban cada uno
una libra diariamente, es decir, catorce libras semanales, y nos encontramos en temporada
baja. Soy viuda, y me ha costado mucho dinero la carrera de mi hijo en la Marina. Me
dolía perder ese dinero. Obré como mejor me pareció. Pero esto último que hizo era
excesivo y, por ello, le comuniqué que debía marcharse. Por eso se marchó». «¿Y qué
más?». «Me sentí aliviada cuando le vi marchar. Precisamente en estos momentos, mi hijo
se encontraba con permiso; pero no le dije nada de todo lo ocurrido, porque es de carácter
violento y quiere con pasión a su hermana. Cuando se marcharon y cerré la puerta sentí
como si me hubiesen quitado un peso del alma. Pero, ¡ay!, aún no había pasado una hora
cuando sonó la campanilla de la puerta y vi que el señor Drebber había vuelto. Estaba muy
excitado y, con toda evidencia, bebido. Se metió en la habitación en que estaba yo sentada
con mi hija e hizo algunas observaciones incoherentes sobre que había perdido el tren. Se
dirigió a Alicia y, en mi propia presencia, le propuso que se fugase con él, diciéndole:
“Eres ya mayor de edad y no hay ley alguna que te lo impida. Tengo dinero suficiente y de
sobra. No te importe nada por la vieja, y vente conmigo ahora mismo. Vivirás como una
princesa”. La pobre Alicia estaba tan asustada, que se apartó de él, y entonces la agarró
por la muñeca y trató de arrastrarla hacia la puerta. Yo grité, y en ese instante entró mi hijo
Arthur en la habitación. No sé lo que entonces ocurrió. Oí juramentos y los ruidos
confusos de una riña. Estaba demasiado aterrada para levantar la cabeza. Cuando alcé la
vista, Arthur estaba en el umbral de la puerta con una garrota en la mano y riéndose. “No
creo que este buen señor vuelva a molestarnos —dijo—. Voy tras él para ver qué es lo que
hace”. Dicho lo cual, cogió el sombrero y marchó calle adelante. A la mañana siguiente
nos enteramos de la muerte misteriosa del señor Drebber». Tal fue el relato que salió de
labios de la señora Charpentier, entre muchos jadeos y pausas. Hablaba a veces tan bajo,
que apenas si podía captar sus palabras. Sin embargo, tomé unas cuantas notas en
taquigrafía de todo lo que había dicho para que no hubiese posibilidad de equivocación.
—Es realmente emocionante —comentó Sherlock Holmes bostezando—. ¿Y qué
ocurrió después?
—Cuando la señora Charpentier acabó de hablar —prosiguió el detective— me di
cuenta de que todo el caso estaba pendiente de un solo punto. Clavándole la mirada de un
modo que siempre me ha dado resultado con las mujeres, le pregunté a qué hora había
regresado su hijo. «No lo sé», me contestó. «¿Que no lo sabe usted?». «No, porque tiene
llave y entra sin llamar». «¿Fue después de que ustedes se acostaran?». «Sí». «¿Y a qué
hora lo hicieron?». «A eso de las once». «¿De modo que su hijo faltó por lo menos dos
horas?». «Sí». «¿Y quizá cuatro o cinco?». «Sí». «¿Y qué estuvo haciendo en todo ese
tiempo?». «Lo ignoro», me contestó, y perdió hasta el color de los labios. Después de esto
no quedaba por hacer más que una cosa. Averigüé dónde estaba el teniente Charpentier,
me hice acompañar de dos agentes y lo detuve. Cuando le di un golpecito en el hombro
invitándole a que nos acompañase, tranquilamente nos contestó con la mayor
imperturbabilidad: «Supongo que me detienen en relación con la muerte de ese canalla de
Drebber». Nosotros no le habíamos dicho una sola palabra del asunto, por lo que esa
alusión al mismo resultaba por demás sospechosa.
—Muchísimo —dijo Holmes.
—Aún llevaba la pesada garrota con la que, según explicó su madre, había salido en
pos de Drebber. Era una gruesa tranca de roble.
—¿Y cuál es, según eso, la hipótesis de usted?
—La de que siguió a Drebber hasta la carretera de Brixton. Una vez allí, se enzarzaron
otra vez en un altercado, y Drebber recibió en el curso de este un garrotazo, quizá en la
boca del estómago, que lo mató sin dejar señal del golpe. La noche era tan lluviosa, que no
andaba nadie por allí, y entonces Charpentier arrastró el cadáver de su víctima hasta el
interior de la casa deshabitada. La vela, la sangre, la inscripción en la pared y el anillo
bien pudieran ser otros tantos ardides para lanzar a la Policía por una pista falsa.
—¡Magnífico trabajo! —dijo Holmes con voz alentadora—. La verdad sea dicha,
Gregson: progresa usted. Todavía llegaremos a hacer de usted algo importante.
—Me envanezco de haber llevado la cosa limpiamente —contestó el detective con
orgullo—. El joven hizo voluntariamente la declaración de que, cuando llevaba un rato
siguiendo a Drebber, este se dio cuenta de ello y tomó un coche para huir de él. Cuando
regresaba a casa, tropezó con un antiguo cantarada de a bordo y dieron un gran paseo. Al
preguntarle que dónde vivía ese antiguo camarada de a bordo, no supo dar una
contestación satisfactoria. Creo que todo encaja perfectamente. Lo que a mí me divierte es
pensar en Lestrade, que salió tras una pista falsa. Me temo que no vaya lejos; pero ¡por
Júpiter!, que aquí tenemos a nuestro hombre.
En efecto, era Lestrade, quien, mientras hablábamos, había subido por las escaleras y
entraba ahora en la habitación. Sin embargo, no se observaban ahora en él la viveza y el
garbo que constituían, por lo general, un rasgo distintivo en sus maneras y en su vestir. En
su cara advertíanse la turbación y el desconcierto, y traía las ropas desarregladas y sucias.
Parecía evidente que venía con el propósito de consultar con Sherlock Holmes, porque la
presencia de su colega lo llenó de embarazo y cortedad. Se quedó en pie en el centro de la
habitación, manoseando nerviosamente el sombrero y sin saber qué hacer. Por último,
dijo:
—Este caso es de lo más extraordinario. Sí, es un asunto de lo más incomprensible.
—¿De modo, señor Lestrade, que se ha convencido de ello? —exclamó Gregson con
acento de triunfo—. Ya pensaba yo que llegaría usted a esa conclusión. ¿Consiguió dar
con el paradero del señor Joseph Stangerson, el secretario?
—El secretario, señor Joseph Stangerson —contestó con mucha gravedad Lestrade—,
fue asesinado esta mañana, a eso de las seis, en el hotel Halliday’s Prívate.
CAPÍTULO 7
Una luz en la oscuridad
La noticia con que nos saludaba Lestrade era de tal importancia y tan inesperada, que
los tres nos quedamos sin habla. Gregson saltó de su sillón, volcando el vaso con lo que
aún quedaba en el mismo de whisky y de agua. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes,
que apretaba los labios y contraía las cejas medio cerrando los ojos.
—¡También Stangerson! —masculló—. La intriga se hace cada vez más oscura.
—Ya era bastante oscura sin esto —gruñó Lestrade, echando mano a una silla—. Por
lo que veo, he caído en algo así como un consejo de guerra.
—¿Está usted…, está usted seguro de esa noticia? —tartamudeó Gregson.
—Vengo directamente de su habitación —dijo Lestrade—, y fui yo el primero en
descubrir lo que había ocurrido.
—Gregson nos había estado exponiendo su punto de vista del problema —hizo notar
Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que usted ha visto y ha hecho?
—No tengo inconveniente —contestó Lestrade, sentándose—. Confieso con franqueza
que yo opinaba que Stangerson tenía algo que ver en la muerte de Drebber. Este nuevo
giro que han tomado las cosas me ha venido a demostrar que estaba en un completo error.
Poseído por completo de esa única idea, me puse a la tarea de averiguar el paradero del
secretario. Habían sido vistos juntos en la estación de Euston, a eso de las ocho y media, la
noche del día tres. Drebber fue encontrado en la carretera de Brixton a las dos de la
madrugada. La cuestión que se me planteaba era la de descubrir en qué había empleado el
tiempo Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y qué había sido de él
después de esa hora. Telegrafié a Liverpool dándoles una descripción de nuestro hombre y
ordenándoles que vigilasen los barcos norteamericanos. Acto seguido me puse a la tarea
de visitar todos los hoteles y pensiones de las proximidades de Euston. Yo razonaba de
este modo: si Drebber y su compañero se han separado, lo natural es que este último se
hospede en los alrededores para pasar la noche y que a la mañana siguiente merodee por la
estación.
—Lo probable era que se hubiesen dado cita de antemano en un lugar concreto —hizo
notar Holmes.
—Eso es lo que debió de ocurrir. Me pasé toda la tarde de ayer investigando, sin
resultado alguno. Reanudé la tarea esta mañana muy temprano, y a las ocho llegué al hotel
Halliday’s Prívate, en Little George Street. Al preguntar si se hospedaba allí un tal señor
Stangerson, me contestaron afirmativamente en el acto. «Es usted, sin duda, el caballero a
quien él espera —me dijeron—. Lleva dos días esperando a un caballero». «¿Dónde está
ahora?», le pregunté. «Arriba, acostado. Encargó que se le despertara a las nueve».
«Subiré, porque quiero hablar con él en seguida», contesté. Lo hice en la creencia de que
mi súbita aparición quizá lo pusiese nervioso y lo llevase a decir algo antes de ponerse en
guardia. El botones se ofreció a llevarme hasta la habitación. Esta se hallaba en el segundo
piso y había que recorrer un pequeño pasillo para llegar hasta ella. El botones me indicó
cuál era la puerta, y ya se disponía a marchar escaleras abajo cuando vi algo que, a pesar
de mis veinte años de experiencia, hizo que me sintiese mal. Un pequeño hilillo rojo de
sangre salía zigzagueando por debajo de la puerta y cruzaba el pasillo, formando un
pequeño charco junto al zócalo de la pared de enfrente. Di un grito, que hizo retroceder al
botones. Casi se desmaya al ver aquello. La puerta estaba cerrada por dentro, pero
conseguimos derribarla. La ventana de la habitación estaba abierta, y junto a ella, hecho
un ovillo, yacía el cadáver de un hombre en camisa de dormir. Estaba muerto y así debía
de llevar bastante tiempo, porque tenía los miembros rígidos y fríos. Al ponerlo boca
arriba, el botones lo identificó en el acto como el mismo caballero que había alquilado la
habitación a nombre de Joseph Stangerson. La muerte había sido producida por una
profunda cuchillada en el costado izquierdo, que penetró seguramente hasta el corazón. Y
ahora viene lo más extraordinario del caso… ¿Qué creen ustedes que descubrimos encima
del cadáver del hombre asesinado?
Sentí que me hormigueaba el cuerpo, con el presentimiento de que iba a escuchar algo
espantoso, aun antes de que Sherlock Holmes contestase de esta manera:
—La palabra RACHE escrita con sangre.
—Eso mismo —dijo Lestrade con tono de espanto.
Y todos permanecimos unos momentos en silencio. Los crímenes de aquel incógnito
asesino estaban rodeados de un algo metódico e incomprensible que los hacía aún más
espantosos. Mis nervios, que solían mantenerse bastante templados en el campo de batalla,
se estremecían ahora.
—El asesino fue visto por alguien —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, que
iba hacia la lechería, pasó casualmente por el camino que arranca de las caballerizas que
hay en la parte trasera del hotel. Se fijó en que una escalera portátil que suele haber allí en
el suelo se encontraba apoyada en una de las ventanas del segundo piso, y que la ventana
estaba abierta de par en par. Después de cruzar por delante, se volvió a mirar y vio a un
hombre que bajaba por la escalera. Bajó con tanta tranquilidad y tan abiertamente, que el
lechero se imaginó que se trataría de algún carpintero o ebanista que trabajaba en el hotel.
No le prestó mayor atención, si bien pensó que era una hora demasiado temprana para que
estuviese ya trabajando. Le parece que era un hombre alto, de cara rubicunda y que vestía
una chaqueta larga y tirando a color pardusco. Debió de quedarse en la habitación un ratito
después de cometer el asesinato, porque encontrarnos agua sanguinolenta en la jofaina,
donde se había lavado las manos, y marcas de sangre en las sábanas, en las que había
limpiado cuidadosamente su cuchillo.
Al escuchar la descripción del asesino miré a Holmes, porque cuadraba exactamente
con la suya. No descubrí, sin embargo, en su cara rastro alguno de júbilo o de satisfacción.
—¿Y no encontró en la habitación alguna pista que pueda servir para descubrir al
asesino? —preguntó.
—Nada. Stangerson tenía en el bolsillo la cartera de Drebber, cosa que, según parece,
era lo corriente, puesto que era él quien hacía todos los pagos. Contenía ochenta y tantas
libras, que estaban intactas. Cualesquiera que sean los móviles de estos extraordinarios
crímenes, hay que descartar, desde luego, el del robo. En los bolsillos del muerto no se
encontraron documentos ni anotaciones, salvo un telegrama fechado hará un mes en
Cleveland, y cuyo texto era: «J. H. está en Europa». El mensaje no tenía firma.
—¿Y no había nada más? —preguntó Holmes.
—Nada que tuviese la menor importancia. Una novela, que el muerto estuvo leyendo
hasta que concilio el sueño, estaba encima de la cama, y su pipa, en una silla al lado de la
misma. Sobre la mesilla había un vaso de agua, y en el antepecho de la ventana una cajita
de pomada que contenía dos píldoras.
Sherlock Holmes saltó de su asiento lanzando una exclamación de alegría.
—¡El último eslabón! —gritó, jubiloso—. Mi caso está ya completo.
Los dos detectives se le quedaron mirando con asombro.
—Tengo en mis manos todos los hilos que tan enredados estaban —dijo, muy seguro,
mi compañero—. Faltan aún, claro está, detalles complementarios; pero estoy ahora tan
seguro de todos los hechos principales que ocurrieron desde que Drebber y Stangerson se
separaron en la estación, hasta el momento en que se descubrió el cadáver de este último,
como si los hubiera estado viendo con mis propios ojos. Le daré a usted una prueba de lo
que sé. ¿Tiene usted a mano las píldoras en cuestión?
—Las tengo encima —dijo Lestrade, sacando una cajita blanca—. Las cogí, lo mismo
que la cartera y el telegrama, con el propósito de guardarlas en lugar seguro en la
comisaría. Lo hice por verdadera casualidad, porque no tengo más remedio que decir que
no les atribuyo la menor importancia.
—Démelas —dijo Holmes—. Y ahora, doctor —prosiguió volviéndose hacia mí—,
¿quiere decirme si se trata de píldoras corrientes?
No lo eran, desde luego. Eran de un color gris perla, pequeñas, redondas y casi
transparentes a contraluz. Hice este comentario:
—Por lo livianas y transparentes que son, calculo que han de ser solubles en el agua.
—Eso es precisamente —contestó Holmes—. Y ahora, ¿tendría usted la amabilidad de
ir al piso de abajo y traerse ese pobrecito terrier que lleva tanto tiempo enfermo y que
nuestra patrona quería ayer que usted despenase?
Descendí al piso de abajo y volví a subir con el perro en brazos. A juzgar por lo
fatigoso de su respiración y lo vidrioso de su mirada, no se hallaba muy lejos de su final.
A decir verdad, su hocico, de una blancura de nieve, pregonaba que el animalito había ya
sobrepasado la edad corriente en la vida de un can. Lo coloqué en un almohadón, sobre la
alfombra.
—Voy a proceder a dividir en dos una de estas píldoras —dijo Holmes, y sacando un
cortaplumas puso sus palabras en acción—. Una mitad la volvemos a meter en la cajita
para futuras demostraciones. Echaré la otra mitad dentro de este vaso de vino, que tiene en
el fondo una cucharadita de agua. Ya ven cómo tenía razón nuestro amigo el doctor, y lo
fácilmente que se disuelve.
—Quizá esto sea muy interesante —dijo Lestrade con el tono ofendido de quien
supone que se están riendo de él—, pero no alcanzo a ver qué relación tiene con la muerte
del señor Joseph Stangerson.
—Tenga paciencia, amigo; tenga paciencia. A su debido momento descubrirá que la
relación no puede ser más íntima. Voy ahora a agregar a la mezcla un poco de leche, para
que tenga buen sabor, y ya veremos cómo el perro la lame bastante a gusto cuando se la
pongamos delante.
Mientras hablaba, vertió el contenido del vaso en un platillo y colocó este delante del
terrier, que se apresuró a lamerlo hasta no dejar gota. La seriedad con que actuaba
Sherlock Holmes nos había impresionado hasta el punto de que permanecimos sentados y
en silencio, con la atención concentrada en el animalito, esperando ver algo sorprendente.
Sin embargo, no ocurrió tal cosa. El perro siguió tendido encima del almohadón,
respirando fatigosamente, pero ni mejor ni peor por efecto del brebaje.
Holmes había sacado su reloj, y conforme fue pasando un minuto tras otro sin que se
observase resultado alguno, los rasgos de su cara fueron tomando una expresión de
grandísimo pesar y desilusión. Se mordiscó los labios, tamborileó con los dedos encima de
la mesa y dejó ver todos los síntomas de la más viva impaciencia. Era tan grande su
emoción, que llegué a sentir un sincero pesar por él, mientras que los dos detectives se
sonreían burlonamente. Aquel fracaso de Holmes no parecía desagradarles en modo
alguno.
—No puede ser una simple coincidencia —exclamó al fin, saltando de su asiento y
yendo y viniendo como un desatinado por la habitación—. Es imposible que se trate de
una simple coincidencia. Encontramos después de la muerte de Stangerson unas píldoras
idénticas, las que yo sospeché que se habían empleado en el caso de Drebber. Y, sin
embargo, resultan sin ninguna acción. ¿Qué puede significar esto? Con seguridad que no
puede existir un fallo en la cadena de mis razonamientos. ¡Imposible! Y, sin embargo,
ningún daño le han hecho a este desgraciado chucho. ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Dejó escapar un chillido de júbilo, se abalanzó hacia la cajita, dividió en dos la otra
píldora, la disolvió, le agregó leche y se la presentó al terrier. Casi ni tiempo había tenido
el desdichado animal de humedecer su lengua en el líquido cuando sufrió un temblor
convulsivo en todos sus miembros y quedó tan rígido y sin vida como si lo hubiese herido
el rayo.
Sherlock Holmes hizo una aspiración profunda y se enjugó el sudor de la frente.
—Debería tener una fe mayor —dijo—. Debería saber ahora que cuando un hecho
parece contradecir un largo cortejo de deducciones resulta de una manera invariable capaz
de ser interpretado de diferente manera. De las dos píldoras que había en la caja, una
contenía el más mortífero de los venenos, en tanto que la otra era totalmente inocua. Debí
saberlo sin necesidad de tener delante de mí la cajita.
Esta última afirmación me pareció tan sorprendente, que me costó trabajo
convencerme de que Holmes estaba en su sano juicio. Sin embargo, allí estaba el cadáver
del perro para disipar gradualmente las nebulosidades de mi propio cerebro, y empecé a
entrever de una manera vaga y confusa la verdad.
—Todo esto les sorprende a ustedes —prosiguió Holmes— porque no llegaron a
captar desde el principio de la investigación la importancia de la única pista auténtica que
tenían delante. Tuve la buena suerte de aferrarme a ella, y todo cuanto ha ocurrido desde
entonces ha servido para confirmar mi suposición primera; mejor dicho, no fue sino
secuencia lógica. De ahí que las cosas que a ustedes los dejaban perplejos y que hacían
que el caso se les presentase más oscuro, sirviesen para iluminármelo a mí y para reforzar
las conclusiones a que había llegado. Es un error confundir lo extraordinario con lo
misterioso. El más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso porque no
ofrece rasgos especiales de los que puedan hacerse deducciones. Habría resultado mucho
más difícil desenredar este asesinato si el cadáver de la víctima hubiese sido encontrado
simplemente en mitad de la calle, sin ese acompañamiento outré y sensacional que lo ha
convertido en extraordinario. Estos detalles raros, lejos de hacer más difícil el caso, han
contribuido verdaderamente a hacerlo más fácil.
El señor Gregson, que había escuchado esta plática con mucha impaciencia, no se
pudo ya contener, y dijo:
—Escuche, Holmes: nosotros estamos dispuestos a reconocer que es usted un hombre
inteligente y que posee sus métodos propios de trabajo. Pero en este caso necesitamos algo
más que teorías y sermones. De lo que se trata es de echar mano a ese hombre. Yo me
había hecho mi composición del caso, pero estaba equivocado, según parece. No es
posible que el joven Charpentier haya tomado parte en este segundo suceso. Lestrade salió
en pos de su hombre, de Stangerson, y, por lo que se ve, también estaba equivocado. Usted
ha ido dejando caer insinuaciones aquí y allá, y parece saber más que nosotros; pero ha
llegado el momento en que nos sentimos con derecho a pedirle que nos diga sin rodeos
todo lo que sabe del asunto. ¿Puede usted darnos el nombre del criminal?
—Yo no puedo menos de creer que Gregson tiene razón, señor —hizo notar Lestrade
—. Ambos hemos intentado y ambos hemos fracasado. Desde que entré en esta habitación
no ha dejado usted de decir que poseía todos los elementos de juicio que le hacen falta.
Estoy seguro de que no seguirá usted reservándoselos.
—Toda demora en prender al asesino —hice notar yo— pudiera darle tiempo para
perpetrar alguna nueva atrocidad.
Al verse presionado de esa manera por todos nosotros, Holmes dio señales de
irresolución. Siguió paseándose de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza caída sobre
el pecho y con las cejas contraídas sobre los ojos medio cerrados, como solía hacerlo
cuando estaba sumido en sus pensamientos.
—No cometerá más asesinatos —dijo al fin, deteniéndose bruscamente y encarándose
a nosotros—. Pueden dejar a un lado esa consideración. Me han preguntado si conozco el
nombre del asesino. Lo conozco. Sin embargo, poco significa conocer su nombre
comparado con la posibilidad de echarle mano, y espero poder hacer esto muy pronto.
Tengo muy buenas razones para pensar que lo conseguiré gracias a las disposiciones que
he tomado; pero es preciso conducirse con mucha habilidad, porque nos hallamos ante un
hombre astuto y desesperado, que cuenta con el apoyo, como ya he tenido ocasión de
demostrarlo, de otro que es tan hábil como él. Mientras este hombre no sospeche que hay
alguien que quizá tiene una pista, tendremos ciertas posibilidades de atraparlo; pero en
cuanto tenga la más ligera sospecha, cambiaría de nombre y se esfumaría
instantáneamente entre los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin ánimo de
herir los sentimientos de ninguno de ustedes, me veo obligado a decir que, en mi opinión,
estos hombres son contrincantes con los que no puede luchar el personal oficial de la
Policía, y por esa razón no les pedí a ustedes ayuda. Si fracaso, recaerá sobre mí, como es
lógico, todo el vituperio que merezco por esta omisión, y estoy dispuesto a cargar con él.
Por el momento, puedo prometer que me pondré en comunicación con ustedes en el
instante mismo en que pueda hacerlo sin poner en peligro mis propios planes.
Gregson y Lestrade no parecieron ni mucho menos satisfechos con esta seguridad ni
con la alusión despectiva hecha a la policía detectivesca. El primero de los aludidos había
enrojecido hasta la raíz de sus cabellos blondos, mientras que los ojillos de abalorio del
otro brillaban de curiosidad y de resentimiento. Sin embargo, ninguno de los dos tuvo
tiempo de hablar, porque alguien dio unos golpes a la puerta y el joven Wiggins, portavoz
de los vagabundos callejeros, introdujo su persona insignificante y desagradable.
—Con permiso, señor —dijo, llevándose los dedos a la guedeja—. Tengo abajo el
coche.
—Eres un buen muchacho —dijo Holmes con benignidad—. ¿Por qué no adoptan este
modelo en Scotland Yard? —prosiguió, mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero
—. Fíjense en lo bien que actúan los resortes. Se cierran de una manera instantánea.
—Con el modelo antiguo nos bastará si llegamos a dar con el criminal al que hemos de
ponérselas —comentó Lestrade.
—Está muy bien, está muy bien —dijo, sonriente, Holmes—. El cochero podría
ayudarme a cargar mis maletas. Pídele que suba, Wiggins.
Quedé sorprendido al oír hablar a mi compañero como si fuera a salir de viaje, siendo
así que no me había hablado una palabra a ese propósito. Había en la habitación una
maleta pequeña, y esa fue la que sacó al medio y empezó a atar con la correa. Se hallaba
activamente ocupado en esa tarea, cuando entró el cochero.
—Oiga, cochero: écheme una mano sujetando esta hebilla —dijo, poniendo la rodilla
encima, pero sin volver ni un momento la cabeza.
El hombre aquel se adelantó con expresión arisca y desafiadora y apoyó sus manos
para ayudar. Se oyó de pronto un clic seco, un tintineo metálico, y Sherlock Holmes
volvió a ponerse en pie de un salto, exclamando con ojos centelleantes:
—Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch
Drebber y Joseph Stangerson.
Todo fue cosa de un instante. Tan rápido fue, que ni tiempo había tenido yo para darme
cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del
rostro y del timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar
su vista en las centelleantes esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus
muñecas. Durante uno o dos segundos habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y
de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor, se liberó de un tirón de las manos de
Holmes y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se quebraron por el golpe; pero
antes de que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se tiraron a
él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna
terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros
cuatro. Se habría dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante
un ataque epiléptico. Tenía la cara y las manos terriblemente laceradas por los cristales
rotos de la ventana, pero ni aun con la pérdida de sangre disminuía su resistencia. Solo
cuando Lestrade consiguió cogerle la corbata, retorciéndola hasta casi estrangularlo,
logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun entonces no nos
tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso, nos levantamos sin
aliento y jadeando.
—Disponemos de su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para conducirlo a
Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con agradable sonrisa—, estamos ya al
final de nuestro pequeño misterio. Recibiré con gusto cuantas preguntas quieran hacerme,
y no hay peligro de que me niegue a contestarlas.
SEGUNDA PARTE - EL PAÍS DE LOS SANTOS
CAPÍTULO 1
En la gran llanura de álcali
En la parte central del gran continente norteamericano existe un desierto árido y
repulsivo, que sirvió durante muchísimos años de barrera opuesta al avance de la
civilización. Desde Sierra Nevada hasta Nebraska, y desde el río Yellowstone, en el Norte,
hasta el Colorado, en el Sur, se extiende una región en que todo es desolación y silencio.
Pero la Naturaleza no se presenta del mismo humor en toda esa inexorable zona. Esta
abarca altas montañas, coronadas de nieve, y valles tenebrosos y lúgubres. Hay ríos de
rápida corriente que se precipitan por dentados cañones; y llanuras enormes, que se
blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali.
Pero todo ello tiene como características comunes la aridez, lo inhóspito, lo mezquino.
No hay nadie que habite esta región de la desesperanza. De cuando en cuando cruza
por ella alguna partida de pawnees o pies negros en busca de nuevos cazadores; pero hasta
los más sufridos de entre los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas
llanuras y de volver a pisar la región de las praderas. El coyote acecha entre los
matorrales; pasa el buitre aleteando pesadamente por los aires; y el desgarbado oso gris
camina pesadamente por los oscuros barrancos buscando como puede el sustento entre las
rocas. No tiene otros habitantes aquel desierto.
No existe en el mundo entero más triste panorama que el que se distingue desde la
vertiente norteña de Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista,
como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una
larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas
abruptas cubiertas de nieve. No hay señal de vida en aquella gran extensión de tierra, ni
nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de
acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y por
encima de todo, el silencio más absoluto.
He dicho que no hay nada que tenga relación con la vida en la extensa llanura. Pero
eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va
serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos
de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Vense aquí y allá, desperdigadas,
unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los
yacimientos de álcali. ¡Acercaos a examinar aquello! Son osamentas: las unas, grandes y
toscas; las otras, más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de
hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino
de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del
camino.
El día 4 de mayo de 1845, un viajero solitario contemplaba desde lo alto este mismo
panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de
aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para
afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y
macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de
los huesos; su cabellera y su barba, largas y de color castaño, estaban veteadas y
salpicadas de blanco; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural, y la mano que
empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar
el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su
macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin
embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados
miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y
decrépita. El hombre aquel se moría; se moría de hambre y de sed.
Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura,
con la vana esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran
llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por
parte alguna apareciesen una planta o un árbol que indicasen la existencia de agua. No
había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el
Oeste con ojos extraviados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas
habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco.
—¿Qué más da aquí que en lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre
dientes, sentándose al cobijo de un peñasco.
Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un bulto
voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho.
Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del
mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un
leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y
también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos.
—Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil.
—¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No tuve esa intención.
Al decir esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda nena de unos cinco
años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa y delantalito de lino pregonaban los
cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y
piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía
restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza.
—Béseme ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la
parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá… ¿Dónde está mamá?
—Se ha marchado, pero creo que la verás antes de que pase mucho tiempo.
—Conque se ha marchado, ¿eh? —dijo la niña—. ¡Qué raro que no se haya despedido
de mí! Lo hacía casi siempre, aunque solo tuviese que salir para tomar el té en casa de la
tía, y ahora lleva ya tres días ausente… ¡Qué horriblemente seco está todo esto! ¿Verdad?
¿Y no hay agua ni nada que comer?
—No, corazón; no queda nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo; pero luego
todo irá perfectamente. Apoya tu cabeza en mí, así; te sentirás mejor. No es fácil hablar
cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que sepas a qué punto
han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido?
—Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo
mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré
a mi hermano Bob.
—Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre, con aplomo—.
Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era… ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río?
—¡Claro que sí!
—Pues verás: nosotros calculábamos encontrar pronto otro río. Pero hubo algo que no
marchó bien: la brújula, el mapa, o lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el
agua, menos unas gotas para las personas como tú, y… y…
—Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la
mirada hacia su cara mugrienta.
—No; ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio
Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu
madre.
—Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el
delantal y sollozando amargamente.
—Sí, todos se marcharon, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizá
encontraría agua en esta dirección, te cargué en mis hombros, y caminamos juntos, a pie.
Pero nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo nos queda una probabilidad infinitamente
pequeña!
—¿Quiere usted decir con eso que también nosotros vamos a morir? —preguntó la
niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas.
—Supongo que sí, más o menos.
—¿Y por qué no lo ha dicho antes? —exclamó la niña con risa jubilosa—. ¡Me ha
asustado usted! Ahora que, como es natural, así que estemos muertos, volveremos a
reunimos con mamá.
—Tú sí, corazón.
—Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Estoy
por apostar a que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un
montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos
gustan a Bob y a mí… ¿Tardará mucho eso?
—Lo ignoro. No; no tardará mucho.
El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la
bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a
cada instante, de tan grande como era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se
convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por
encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las
que podían atalayarlos. Eran buitres, buitres del Oeste, cuya llegada es como el anuncio de
la proximidad de la muerte.
—Gallos y gallinas —exclamó jubilosa la nena, apuntando hacia aquellos seres de mal
agüero, y palmoteando para obligarlos a levantar el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien
hizo esta región?
—¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la
inesperada pregunta.
—Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña
—. Me está pareciendo que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes.
No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles.
—¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo.
—¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella.
—No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a Él no le
importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la
galera, cuando cruzábamos los llanos.
—¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro.
—Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la
mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz
alta, y yo escucho y las repito.
—Pues entonces tendrá usted que arrodillarse, y yo también —dijo ella extendiendo el
mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece
que uno se siente bueno.
Era un espectáculo extraordinario, si bien no había por allí nadie más que los buitres
para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el
estrecho chal, la niña parlera y el temerario y curtido aventurero. La carita regordeta de la
niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin
nubes, en una súplica sincera al Ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos
voces, fina y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de
misericordia y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del
peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este
contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él.
Llevaba tres días y tres noches sin tomar descanso ni concederse reposo. Sus párpados
fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada
vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas
trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de
imágenes.
Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían
contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se
alzó una nubécula de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la
neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura
hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo
de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de
seres en movimiento. De haber estado en zonas más fértiles, el observador habría llegado
a la conclusión de que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que
pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A
medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, en lo alto del cual
dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de
lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición
resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la
cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su
retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura:
galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se
tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso
inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos
toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que
parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar
un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el
aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los
relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados
caminantes que dormían en lo alto.
Marchaban a la cabeza de la columna más de una veintena de hombres serios, de
rostros férreos, vestidos de ropas de colores oscuros tejidas en casa y armados de rifles. Al
llegar al pie del risco escarpado hicieron alto e hicieron entre ellos una breve consulta.
—Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca
enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado.
—A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos al río Grande —dijo el otro.
—No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que
manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido.
—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo.
Iban ya a reanudar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda
dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de
ellos. En su cima ondeaba un trocito de tela de color rosa, resaltando brillante y
fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo
un sofrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros
jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra «pieles
rojas».
—No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de injuns —dijo el
hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a
los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas.
—Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó
uno de la partida.
—Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces.
—Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más
anciano.
Los jóvenes echaron pie a tierra al momento, ataron sus caballos y empezaron a trepar
por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad.
Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores
experimentados. Los que los contemplaban desde el llano vieron cómo pasaban de una
roca a otra, hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el
joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de
pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba
experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista.
En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco
risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y
facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a
entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña,
que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que
descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los
labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de
blanquísimos dientes, y una sonrisa alegre jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus
piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos
zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos
y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se
habían posado tres solemnes buitres que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar
roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente.
Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se
puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y
dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora
se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que
contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la
huesuda mano por los ojos, diciendo entre dientes:
—Esto es lo que llaman delirio.
La niña se había puesto en pie a su lado, agarrándose al faldón de su chaqueta. No
hablaba, pero miraba a su alrededor con ojos infantiles de asombro y de interrogación.
El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían
no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la cargó en
hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia
las galeras.
Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los
únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed
y de hambre.
—¿Es hija suya?
—¡Claro que lo es ahora! —exclamó, desafiante, el interrogado—. Es hija mía porque
yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier.
Pero ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y
atezados salvadores—. Por lo visto, sois un grupo numerosísimo.
—Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios
perseguidos. Somos los elegidos del ángel Merona.
—Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, os ha elegido en cantidad.
—No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los
que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre planchas de oro
batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de
Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo.
Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque
sea en el corazón del desierto.
Ese nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier, y dijo:
—Ahora caigo. Vosotros sois los mormones.
—Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros.
—¿Y adonde vais?
—No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes
que venir a presencia suya. Él dirá lo que hemos de hacer contigo.
Para entonces habían llegado al pie del collado, y viéronse rodeados por
muchedumbres de peregrinos: mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada; niños fuertes
y risueños; y hombres de mirada inquieta y sincera. Cuando vieron los pocos años de uno
de aquellos desconocidos y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones
de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida
por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que llamaba la
atención por su gran tamaño y por su aspecto llamativo y elegante. Tiraban de ella seis
caballos, mientras que las de los demás solo estaban tiradas por dos o, a lo sumo, cuatro
animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no debía de tener más de treinta
años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de
multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo dejó a un lado al ver
acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se
volvió hacia los dos extraviados.
—Si hemos de admitiros entre nosotros —dijo solemnemente— será únicamente como
creyentes de nuestro credo. No aceptamos lobos en nuestro redil. Es preferible que
vuestros huesos se blanqueen en este desierto a que vengáis a convertiros en la manchita
de podredumbre que acaba de corromper el fruto. ¿Queréis venir con nosotros en estas
condiciones?
—Yo iré con vosotros aceptando cualquier condición —dijo Ferrier, poniendo tal
énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa.
Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa e imponente.
—Hermano Stangerson, lleváoslo, dadle de comer y de beber, y también a la niña —
dijo—. Encargaos también de enseñarle nuestra santa fe. Nos hemos demorado ya
bastante. ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!
—¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones.
Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca
en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de
látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana
entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos
los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la
comida.
—Permaneceréis aquí —les dijo—. Dentro de pocos días os habréis recobrado ya de
vuestras fatigas. Entre tanto, no olvidéis que desde ahora y para siempre pertenecéis a
nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él ha hablado con la voz de Joseph Smith,
que es la voz de Dios.
CAPÍTULO 2
La flor de Utah
No es este lugar para hacer un relato de las fatigas y privaciones que tuvieron que
soportar los emigrantes mormones hasta que llegaron al refugio definitivo. Habían
avanzado esforzadamente, con una constancia que casi no tiene paralelo en la Historia,
desde las orillas del Mississippi hasta las vertientes occidentales de las Montañas Rocosas.
Con tenacidad anglosajona habían vencido cuantos impedimentos podía la Naturaleza
cruzarles en el camino: los salvajes, las fieras, el hambre, la sed, la fatiga y la enfermedad.
Pero aquella larga marcha y los espantos que se iban acumulando habían quebrantado
hasta los corazones de los más fuertes. Ni uno solo dejó de caer de rodillas para hacer una
plegaria que le salía del corazón cuando vieron a sus pies el ancho valle de Utah bañado
por la luz del sol, y oyeron de labios de su jefe que aquella era la tierra prometida y que
aquellos acres de tierras vírgenes habían de ser suyos para siempre.
Young demostró muy pronto que era tan hábil administrador como jefe decidido. Se
trazaron mapas y se prepararon planos, en los que se hizo el proyecto de la futura ciudad.
Alrededor de esta se concedieron terrenos para granjas en proporción a los méritos de cada
cual. Al comerciante se le estableció en su comercio, y al artesano, en su oficio. Surgieron
las calles y las plazas como por ensalmo. En el campo se hicieron labores de drenaje y de
vallado, se plantó y se limpió de manera que, al llegar el verano siguiente, toda la región
estaba dorada con la cosecha de trigo. Todo prosperó en aquella extraordinaria colonia. En
primer lugar, el gran templo que se había erigido en el centro de la ciudad se hizo cada vez
más alto y más espacioso. Desde el primer arrebol del alba hasta que cerraba el crepúsculo
vespertino no cesaba de oírse el golpear de los martillos y el chirriar de la sierra en el
monumento que los emigrados erigían a Aquel que los había llevado a buen puerto,
atravesando mil peligros.
Los dos extraviados, John Ferrier y la cría que había compartido su fortuna y a la que
adoptó como hija, acompañaron a los mormones hasta el fin de su peregrinación. La
pequeña Lucy Ferrier fue llevada con bastante comodidad en la galera del anciano
Stangerson, refugio que ella compartía con las tres mujeres del mormón y con su hijo,
muchacho de doce años, terco y audaz. Habiéndose repuesto, con la elasticidad propia de
la niñez, de la emoción que le causó la muerte de su madre, la niña se convirtió pronto en
mimada de las mujeres, y se adaptó a esta nueva clase de vida en su casa ambulante de
techo de lona. Entre tanto, Ferrier, repuesto de sus privaciones, se distinguió como guía
útil y cazador infatigable. Tan rápidamente se ganó el aprecio de sus nuevos compañeros,
que, una vez llegados al final de sus andanzas, acordaron por unanimidad que se le
otorgase un trozo de tierra tan espacioso y tan fértil como el de cualquiera de los colonos,
con excepción de los del mismo Young y los de Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber,
que eran los cuatro principales ancianos.
John Ferrier se construyó en la granja adquirida de ese modo una sólida casa de
troncos, que en años sucesivos recibió tantas ampliaciones que acabó siendo una espaciosa
casa de campo. Era hombre de sentido práctico, entusiasta en el trabajo y hábil de manos.
Su constitución férrea le permitía trabajar desde la mañana hasta la noche en la mejora y el
laboreo de sus tierras. Por esta razón, su granja y todo cuanto le pertenecía prosperaron de
manera extraordinaria. A los tres años estaba mejor de dinero que sus convecinos; a los
seis vivía en la abundancia; a los nueve era rico; y a los doce no había en todo Salt Lake
City media docena de hombres que pudieran compararse con él. Desde el gran mar interior
hasta las montañas de Wasatch no había nombre mejor conocido que el de John Ferrier.
En una sola cosa, y solo en una, Ferrier hería las susceptibilidades de sus
correligionarios. No hubo razonamiento ni persuasión que lograse inducirlo a que tomara
mujeres, siguiendo la norma de sus compañeros. Nunca dio razones por aquella persistente
negativa, y se contentó con mantenerse en su determinación de una manera resuelta e
inflexible. No faltaron algunos que le acusaron de tibieza en la religión que había
adoptado, y otros que lo atribuían a avaricia y a desgana de incurrir en gastos. Otros, por
último, hablaban de ciertos amores juveniles y de una joven de cabello rubio que se
consumió de nostalgia en las costas del Atlántico. Fuese cual fuese el motivo, Ferrier
permaneció rigurosamente célibe. En todos los demás aspectos se amoldó a la religión de
la flamante colonia, y ganó fama de ser hombre ortodoxo y de recta conducta.
Lucy Ferrier creció en la casa de troncos y ayudó a su padre adoptivo en todas sus
iniciativas. El aire fino de las montañas y el balsámico aroma de los pinares sirvieron a la
muchacha de niñera y de madre. A medida que los años iban pasando, fue creciendo y
haciéndose cada vez más fuerte, sus mejillas se colorearon más y más y su caminar se hizo
más elástico. Muchos caminantes que cruzaban por el camino que pasaba junto a la granja
de Ferrier sintieron revivir en su espíritu pensamientos hacía mucho tiempo olvidados, al
contemplar su figura esbelta y juvenil paseando por los campos de trigo, o al verla cruzar
montada en el mustang de su padre, al que gobernaba con la gracia y soltura de una
verdadera hija del Oeste. Así es como el capullo se hizo flor, y el mismo año que vio a su
padre convertido en el más rico de los granjeros la convirtió a ella en un ejemplar de
muchacha norteamericana tan precioso como el que más en toda la vertiente del Pacífico.
Pero no fue el padre el primero en descubrir que la niña se había desarrollado hasta
convertirse en mujer. Eso ocurre muy raras veces. Ese cambio misterioso es demasiado
sutil y demasiado gradual para que pueda ser medido por fechas. Y la que menos se entera
de ello es la propia doncella, hasta que el tono de una voz o el contacto de una mano hacen
estremecer su corazón, y comprende, con una mezcla de orgullo y de temor, que ha
despertado dentro de ella una naturaleza nueva y de mayor vuelo. Son pocas las que no
recuerdan ese día y no conservan la memoria del pequeño incidente que anunció el
alborear de una nueva vida. En el caso de Lucy Ferrier, la ocasión fue en sí misma seria,
independientemente de su influencia futura en el destino de la joven y en el de otros
muchos, además de ella.
Era una calurosa mañana de julio, y los Santos de los Últimos Días andaban tan
atareados como las abejas, cuya colmena habían elegido como emblema de su pueblo. En
los campos y en las calles resonaba el mismo bordoneo de actividad humana. Por los
polvorientos caminos desfilaban largas reatas de mulas pesadamente cargadas, que iban
todas en dirección hacia el Oeste, porque en California había estallado la fiebre del oro, y
la ruta continental cruzaba por la ciudad de los Elegidos. Venían también rebaños de
ovejas y de ganado vacuno desde las tierras de pastos lejanas, y cortejos de emigrantes en
los que hombres y caballos estaban fatigados por igual de su marcha interminable. Por
entre toda aquella multitud abigarrada, abriéndose camino con la habilidad de un perfecto
jinete, galopaba Lucy Ferrier, la cara sonrosada encendida por el ejercicio y su larga
cabellera castaña flotando a las espaldas. Llevaba un encargo de su padre para realizar en
la ciudad, y marchaba a cumplirlo como lo había hecho otras veces, con toda la decisión
de su juventud, pensando únicamente en su tarea y en cómo tenía que realizarla. Aquellos
aventureros, sucios de viajar, se quedaban mirándola con asombro, y hasta los impasibles
indios, que se trasladaban de un lado a otro con sus pieles, aflojaban su habitual
estoicismo contemplando maravillados la belleza de la doncella de rostro pálido.
Había llegado ya a los arrabales de la ciudad cuando se encontró el camino bloqueado
por una gran manada de ganado vacuno, conducida por media docena de pastores de las
llanuras de aspecto salvaje. Llevada de su impaciencia, intentó atravesar este obstáculo
lanzando su caballo por lo que creyó que era un espacio libre entre la masa. Sin embargo,
apenas se hubo metido, la manada se cerró a sus espaldas, y se vio encerrada por completo
en aquel río movedizo de animales vacunos, de fiera mirada y largos cuernos.
Acostumbrada como estaba a manipular el ganado, no se alarmó de verse en aquella
situación, sino que aprovechó todas las circunstancias de impulsar a su caballo hacia
adelante, con la esperanza de abrirse camino por entre la manada. Por desgracia, ya fuese
accidentalmente o de una manera deliberada, los cuernos de uno de los animales chocaron
violentamente contra el costado del mustang y lo enloquecieron. Instantáneamente se alzó
sobre sus patas traseras, dando un resoplido de rabia, y saltó y corcoveó de una manera
que habría desarzonado al más diestro jinete. La situación estaba llena de peligros. Cada
avance del enloquecido caballo le hacía chocar otra vez con los cuernos, y ese choque
servía para enfurecerlo más. Todo lo que la muchacha podía hacer era procurar mantenerse
en la silla, porque el deslizarse de la misma equivalía a una muerte espantosa bajo las
pezuñas de aquellos animales indómitos y asustados. Como no estaba acostumbrada a
tales circunstancias inesperadas, empezó a darle vueltas la cabeza y a aflojarse la presión
de sus manos en la brida. Sofocada por la nube de polvo que se levantaba y por el vaho de
aquellos animales forcejeantes, quizá hubiese abandonado sus esfuerzos, presa de
desesperación, a no ser por una voz cariñosa que resonó a un costado suyo, dándole la
seguridad de su ayuda. En el mismo instante, una mano morena y forzuda agarró al
asustado caballo por la barbada, y abriéndose camino entre el rebaño, no tardó en sacarlos
a terreno libre.
—¿Está usted herida, señorita? —preguntó en tono respetuoso su salvador.
La joven levantó la vista hacia aquel rostro moreno y fogoso, y se rió con naturalidad,
diciendo sin rodeos:
—Lo que estoy es tremendamente asustada. ¿Quién iba a pensar que Poncho se iba a
asustar de una manada de vacas?
—Gracias a Dios que se mantuvo usted en su silla —dijo el otro con seriedad.
Era un joven alto, de aspecto bravío, montado en un fuerte caballo roano y vestido con
burdas ropas de cazador; llevaba colgado de los hombros un largo rifle.
—Me parece que usted es la hija de John Ferrier —dijo a manera de comentario—. La
vi salir a caballo de su casa. Cuando hable con él, pregúntele si se acuerda de Jefferson
Hope, de San Luis. Si se trata del mismo Ferrier, mi padre y él eran íntimos.
—¿Y por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —interrogó ella con recato.
Al joven pareció gustarle aquella indicación, y sus negros ojos centellearon de placer.
—Así lo haré —dijo—. Hemos permanecido en las montañas durante dos meses, y no
estamos presentables para una visita. Tendrá que recibirnos tal como estamos.
—Él tiene mucho que agradecerles y yo también —contestó ella—. Me adora. Si esas
vacas me hubiesen pisoteado, él no se habría consolado jamás.
—Ni yo tampoco —dijo su compañero.
—¡Usted! Bueno; no creo que a usted le hubiese importado mucho. Ni siquiera es
usted amigo nuestro.
Al oír este comentario, la morena cara del joven cazador se puso tan sombría, que
Lucy Ferrier se echó a reír ruidosamente.
—Bueno, no me expresé bien —dijo—, porque ya es usted un amigo. No deje de venir
a visitarnos. Tengo que seguir adelante, porque, de otro modo, mi padre no volvería a
confiarme ningún asunto suyo. ¡Adiós!
—Adiós —contestó él, alzando su ancho sombrero e inclinándose hacia la mano
pequeña de la joven.
Esta hizo dar media vuelta a su mustang, le sacudió un latigazo con la fusta y salió
disparada camino adelante en medio de una nube ondulante de polvo.
El joven Jefferson Hope siguió a caballo con sus compañeros, sombrío y taciturno. Él
y ellos habían permanecido en las montañas de Nevada buscando minas de plata, y
regresaban a Salt Lake City esperanzados de conseguir capital suficiente para explotar
algunos filones que habían descubierto. El joven había puesto en el negocio un interés tan
vivo como cualquiera de sus compañeros, hasta que el incidente aquel desvió sus
pensamientos por otros conductos. La vista de la hermosa muchacha, tan fresca y sana
como las brisas de la sierra, había removido su corazón, volcánico e indomable, hasta lo
más profundo. Cuando ella desapareció de su vista, el joven comprendió que había llegado
a una crisis en su vida, y que ni las especulaciones en minas de plata ni ningún otro asunto
podrían tener nunca para él tanta importancia como este de ahora, que los absorbía todos
por entero. El amor que había brotado en su corazón no era el capricho súbito y mudable
de un muchacho, sino más bien la pasión furiosa e indómita de un hombre de fuerte
voluntad e imperioso temperamento. Estaba acostumbrado a triunfar en todo cuanto
emprendía. Se juró en su corazón que tampoco en esta empresa de ahora fracasaría si el
esfuerzo y la perseverancia humanos eran capaces de llevarlo al éxito.
Aquella misma noche se presentó en la casa de John Ferrier, y a ella volvió muchas
veces, hasta que su rostro se hizo familiar en la granja. John, encerrado en el valle y
absorbido por su trabajo, había tenido pocas ocasiones de enterarse durante los últimos
doce años de las noticias del mundo exterior. Jefferson Hope pudo dárselas, y lo hizo en
un estilo que interesó a Lucy tanto como a su padre. Había sido uno de los exploradores
avanzados en California y podía contar muchas historias extraordinarias de fortunas que se
habían hecho y de fortunas que se habían perdido en aquellos días felices e insensatos.
Había sido explorador, cazador, buscador de minas de plata y ranchero. En cuantos lugares
se ofrecían aventuras emocionantes, allí estaba Jefferson Hope buscándolas. No tardó en
ganarse las simpatías del anciano granjero, que hablaba de manera elogiosa de sus buenas
cualidades. En esos casos, Lucy permanecía silenciosa; pero el rubor de sus mejillas y sus
ojos brillantes y felices demostraban con demasiada claridad que su corazón juvenil ya no
le pertenecía. Quizá su honrado padre no hubiese observado esos síntomas, pero con
seguridad que no pasaron por alto para el hombre que había conquistado su afecto.
Cierto atardecer de verano el joven llegó al galope por el camino y frenó delante de la
puerta. Lucy estaba en el umbral de la casa y fue a su encuentro. El joven pasó la brida por
encima de la cerca y se adelantó a pie por el sendero.
—Lucy —le dijo, agarrándola de las dos manos y mirándola con ternura a la cara—,
me marcho. No le pido ahora que venga conmigo; pero ¿está dispuesta a venir cuando yo
vuelva por aquí?
—¿Y cuándo será eso? —le preguntó ella, sonrojándose y riéndose.
—De aquí a un par de meses todo lo más. Entonces, cariño mío, vendré y la reclamaré.
No hay nada capaz de interponerse entre nosotros.
—¿Y qué será de mi padre? —preguntó ella.
—El me ha dado su consentimiento, a condición de que la explotación de las minas
resulte satisfactoria. En ese sentido no tengo miedo alguno.
—Pues bien: puesto que usted y mi padre lo han arreglado todo, ya no hay nada que
hablar —dijo ella en voz baja, apoyando su mejilla en el ancho pecho del joven.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él con voz ronca, inclinándose y besándola—.
Entonces, asunto arreglado. Cuanto más tiempo me quede, más duro se me hará
arrancarme de aquí. Ellos me están esperando en el cañón. Adiós, corazón mío…; adiós.
Dentro de dos meses me verás aquí.
Mientras hablaba se apartó de ella con gran esfuerzo y, saltando sobre su caballo, se
alejó a galope tendido, sin volver siquiera la vista atrás, como si temiera, si se volvía una
sola vez para mirar lo que dejaba, cambiar de opinión. La joven permaneció de pie en la
puerta de entrada, siguiéndole con la vista hasta que él desapareció. Entonces volvió a la
casa, convertida en la muchacha más feliz de todo Utah.
CAPÍTULO 3
John Ferrier habla con el Profeta
Tres semanas habían transcurrido desde que Jefferson Hope y sus camaradas se habían
ausentado de Salt Lake City. A John Ferrier le dolía el corazón pensando en el regreso del
joven y en la inminente pérdida que iba a sufrir al quedarse sin su hija adoptiva. Pero la
cara radiante y feliz de esta servía para reconciliarle con el acontecimiento más de lo que
hubiera podido conseguir cualquier otra razón. Siempre había tenido el propósito,
arraigado en lo más profundo de su resuelto corazón, de que nada sería capaz de inducirle
a consentir en que su hija se casase con un mormón. No consideraba en modo alguno
como matrimonio una boda de esas características, sino que la tenía por una vergüenza y
un deshonor. Pensase lo que pensase de las doctrinas mormonas, permanecía inflexible
acerca de este único extremo. Veíase obligado a mantener sellada la boca, porque
manifestar una opinión heterodoxa resultaba peligroso por aquel entonces en la Tierra de
los Santos.
Sí, era asunto peligroso, tan peligroso que ni siquiera el más santo se atrevía a
cuchichear, conteniendo el aliento, sus opiniones religiosas, por temor a que alguna frase
salida de sus labios pudiera ser repetida equivocadamente y a que ello le acarrease una
rápida sanción. Los que habían sido antaño víctimas de la persecución se habían
convertido ahora en perseguidores por cuenta propia, y perseguidores de las más terribles
características. Ni la Inquisición de Sevilla, ni el Vehmgericht alemán, ni las sociedades
secretas de Italia, fueron capaces de poner en marcha una maquinaria más formidable que
la que envolvió como una nube el estado de Utah.
Su invisibilidad y el misterio en que se envolvía hicieron doblemente terrible esta
organización. Parecía ser omnisciente y omnipotente. Y, sin embargo, ni se la veía ni se la
oía. Todo aquel que hablaba contra la Iglesia desaparecía, sin que nadie supiese adonde
había ido ni lo que había sido de él. La esposa y los hijos esperaban en su casa, pero
ningún padre regresó jamás para informarles de lo que le había ocurrido a manos de sus
jueces secretos. La consecuencia de una frase impremeditada o de un acto precipitado era
el aniquilamiento inmediato; pero nadie sabía de qué índole podía ser aquel poder que
estaba suspendido sobre sus cabezas. No es de extrañar que las personas viviesen
temiendo y temblando siempre y que ni siquiera en los más apartados lugares se atreviesen
a bisbisear las dudas que los oprimían.
Este poder vago y terrible ejercíase al principio tan solo contra los recalcitrantes que,
habiendo abrazado la fe mormona, querían más tarde pervertirla o abandonarla. Pero muy
pronto fue tomando mayor amplitud. Escaseaban las mujeres adultas, y la poligamia
resulta una doctrina estéril cuando se carece de población femenina. Empezaron a circular
extraños rumores… de emigrantes asesinados y de campos entrados a saco en ciertas
regiones en las que nunca se habían visto indios. Aparecían en los harenes de los ancianos
mujeres nuevas, mujeres que languidecían y lloraban, y en cuyos rostros quedaban huellas
de un horror inextinguible. Ciertos caminantes rezagados en las montañas hablaban de
cuadrillas de hombres armados, enmascarados, que se cruzaban con ellos de noche,
subrepticia y calladamente. Estos relatos y rumores tomaron cuerpo y forma y fueron
corroborados una y otra vez hasta que se concretaron en un nombre secreto: el de la
cuadrilla de los Danitas, o de los Angeles Vengadores, que siguen siendo hasta el día de
hoy, en los ranchos aislados del Oeste, un nombre siniestro y de mal agüero.
Lo que se fue sabiendo de la organización que producía resultados tan terribles sirvió
para incrementar, más que para disminuir, el horror que inspiraba en las mentes de los
hombres. Nadie sabía quiénes eran los miembros de aquella sociedad implacable.
Manteníanse en el secreto más profundo los nombres de los que participaban en los
hechos de sangre y de violencia que tenían lugar so capa de religión. El mismo amigo a
quien alguien comunicaba sus recelos sobre el Profeta y sobre la misión que decía tener
podía ser uno de los que se presentasen de noche con fuego y espada a exigir una terrible
reparación. De ahí que cada cual temía a su convecino y que nadie hablaba de las cosas
que le llegaban más al alma.
John Ferrier se hallaba una hermosa mañana a punto de salir para sus trigales, cuando
oyó el ruido de la puerta exterior que se abría; miró por la ventana y vio que venía hacia la
casa por el sendero un hombre grueso, de cabello rubio y de mediana edad. Se le subió el
corazón a la garganta, porque no era otro que el gran Brigham Young en persona. Lleno de
sobresalto, porque no ignoraba que semejante visita no le presagiaba nada bueno, corrió
Ferrier a la puerta para recibir al jefe de los mormones. Sin embargo, este último acogió
fríamente sus saludos, y fue tras él con expresión severa, entrando en el cuarto de estar.
—Hermano Ferrier —dijo, tomando una silla y mirando al granjero fijamente, al
socaire de sus claras pestañas—, los verdaderos creyentes hemos sido buenos amigos para
ti. Te acogimos cuando te morías de hambre en el desierto, partimos contigo nuestro
alimento, te condujimos sano y salvo hasta el valle de los Elegidos, te hicimos entrega de
una magnífica extensión de tierra y dejamos que te enriquecieses bajo nuestra protección.
¿Es o no es así?
—Así es —contestó Ferrier.
—Solo una cosa te pedimos en pago de todo esto: que abrazases la verdadera fe y que
te acomodases en todo a nuestras normas. Tú lo prometiste y, si es verdad lo que se
rumorea entre todos, has mostrado negligencia en cumplirlo.
—¿En qué he mostrado negligencia? —preguntó Ferrier, extendiendo las manos en
ademán suplicante—. ¿No he hecho mis aportaciones al fondo común? ¿No he asistido al
templo? ¿No he…?
—¿Dónde están tus esposas? —preguntó Young, mirando en torno suyo—. Hazlas
venir para que pueda saludarlas.
—Es cierto que no me he casado —contestó Ferrier—. Pero es que las mujeres
escaseaban y otros tenían más derechos que yo, que no vivía solo, porque tenía a mi hija
para atenderme en mis necesidades.
—Es de esa hija de la que quiero hablarte —dijo el jefe de los mormones—. Ella ha
llegado a ser la flor de Utah y ha encontrado favor a los ojos de muchos que ocupan lugar
muy alto en el país.
John Ferrier dejó escapar en su interior un gemido.
—Se cuentan de ella cosas que me resisto a creer; se cuenta de ella que está
comprometida con no sé qué gentil. Son seguramente chacharas de lenguas desocupadas.
¿Cuál es el mandamiento decimotercero del código del santo Joseph Smith? «Todas las
doncellas pertenecientes a la verdadera fe deben contraer matrimonio con uno de los
Elegidos, porque la que se casa con un gentil comete un grave pecado». Siendo esto así, es
imposible que tú, que profesas la santa fe, toleres que tu hija viole ese mandamiento.
John Ferrier no contestó, pero jugueteó nervioso con su fusta.
—Este es el punto único que nos serviría para poner a prueba tu fe. Así lo ha decidido
el Consejo Sagrado de los Cuatro. La muchacha es joven y no queremos que se case con
un hombre ya encanecido, y no queremos tampoco quitarle por completo la facultad de
elegir. Nosotros los Ancianos tenemos muchas novillas 1 , pero tenemos que proveer
también a nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo y Drebber tiene un hijo, y cualquiera de
los dos acogería con la mayor alegría a tu hija en su casa. Que ella misma elija entre los
dos. Son jóvenes y ricos y pertenecen a la verdadera fe. ¿Qué dices a esto?
Ferrier permaneció callado por un breve espacio de tiempo, con el ceño fruncido. Por
fin dijo:
—Concédenos tiempo. Mi hija es muy joven; apenas si ha entrado en la edad del
matrimonio.
—Dispondrá de un mes para elegir —dijo Young, levantándose de su asiento—. Al
finalizar ese plazo tendrá que darnos su contestación.
Estaba ya cruzando el umbral cuando se volvió con el rostro encendido y los ojos
centelleantes para decir con voz tonante:
—Sería mejor para vosotros, John Ferrier, que tú y ella yacieseis como esqueletos
blanqueados en lo alto de Sierra Blanca, antes que oponer vuestras débiles voluntades a las
órdenes de los Cuatro Santos.
Se alejó de la puerta con un ademán amenazador, y Ferrier oyó el ruido de sus fuertes
pisadas alejándose por el camino de gravilla.
Aún seguía Ferrier sentado, con los codos en las rodillas, meditando en la manera que
tendría de exponer el asunto a su hija, cuando sintió que una mano suave se apoyaba en la
suya, y al alzar la vista la vio, en pie, a su lado. Le bastó una mirada al rostro pálido y
asustado de la joven para comprender que ella había escuchado la conversación.
—No lo pude evitar —dijo, contestando a su mirada—. Su voz resonaba por toda la
casa. ¡Padre, padre! ¿Qué vamos a hacer?
—No te asustes —le contestó él, atrayéndola hacia sí, acariciando con su mano ancha
y áspera sus castaños cabellos—. De una manera u otra lo arreglaremos. No disminuye tu
cariño por ese mozo, ¿verdad?
Un sollozo y un estrujón de mano fueron la única respuesta que ella le dio.
—No; claro que no. No me gustaría que me dijeses que había disminuido. Es un mozo
bien parecido y es un cristiano, lo cual es ser bastante más de lo que son estas gentes de
aquí, a pesar de tanto rezar y predicar. Mañana sale una expedición para Nevada, y yo me
las arreglaré para enviarle un mensaje explicándole el conflicto en que estamos metidos. O
yo no conozco a ese mozo, o regresará a una velocidad que dejará pequeña a la del
telégrafo eléctrico.
Lucy se echó a reír por entre sus lágrimas al escuchar aquella descripción de su padre.
—Cuando él llegue nos aconsejará lo que mejor se puede hacer. Es por usted por quien
yo tengo miedo, padre. Se oyen contar…, se oyen contar unas cosas espantosas acerca de
los que se oponen al Profeta; siempre les ocurre algo terrible.
—Pero nosotros no nos hemos opuesto a él todavía —contestó su padre—. Tiempo
tendremos de esperar la tormenta cuando lo hagamos. Tenemos por delante un mes entero;
hacia fines de ese plazo creo que haremos bien en largarnos de Utah.
—¡Marcharnos de Utah!
—Más o menos.
—¿Y la granja?
—Convertiremos en dinero todo cuanto nos sea posible, y lo demás tendremos que
dejarlo. Si he de decirte la verdad, Lucy, no es esta la primera vez que se me ha ocurrido
hacerlo. No me gusta agacharme ante nadie, como lo hace esta gente con su condenado
Profeta. Yo he nacido norteamericano y libre, y todo esto me resulta nuevo.
Probablemente soy demasiado viejo para aprender. Si ese hombre anda ramoneando por
los alrededores de esta granja, quizá tropiece con un escopetazo de postas en dirección
contraria.
—Pero no nos dejarán marchar —le objetó su hija.
—Espera que venga Jefferson, y pronto lo arreglaremos. Entre tanto, no te preocupes,
cariño, y no dejes que se te irriten de llorar los ojos, porque si él te ve así la tomaría
contigo. No hay ningún motivo para asustarse y tampoco existe peligro alguno.
John Ferrier pronunció estas consoladoras sentencias con voz muy segura; pero Lucy
no pudo menos que fijarse en que aquella noche puso un cuidado especial en cerrar bien
las ventanas y en que limpió y cargó con sumo cuidado la vieja escopeta roñosa que estaba
colgada en la pared de su dormitorio.
CAPÍTULO 4
Una fuga para salvar la vida
La mañana que siguió a su entrevista con el profeta mormón, John Ferrier marchó a
Salt Lake City, y habiendo encontrado al conocido suyo que partía en dirección a las
montañas de Nevada, le confió un mensaje destinado a Jefferson Hope. Prevenía en el
mismo al joven del peligro que los amenazaba y de lo indispensable que era que regresase.
Hecho lo cual se sintió más tranquilo y regresó a su hogar con el corazón aligerado.
Al llegar cerca de la granja se sorprendió de encontrar sendos caballos atados a los dos
pilares de la puerta exterior. Y aún más se sorprendió cuando, ya dentro de su casa, se
encontró con que dos jóvenes habían tomado posesión de su cuarto de estar. Uno de ellos,
de rostro pálido y alargado, estaba arrellanado en la mecedora, descansando los pies
encima de la estufa. El otro, un joven de cuello de toro y de rasgos faciales toscos y
abotargados, permanecía en pie delante de la ventana, con las manos hundidas en los
bolsillos, y silbaba un himno popular. Ambos saludaron a Ferrier con una inclinación de
cabeza, y el de la mecedora dio principio a la conversación.
—Quizá usted no nos conoce —dijo—. Ese que ve usted ahí es el hijo del Anciano
Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, el mismo que hizo el viaje con ustedes por el
desierto cuando el Señor alargó su mano y los recogió dentro de la verdadera
congregación de sus fieles.
—Y eso mismo hará a su debido tiempo con todos los pueblos —dijo el otro con voz
nasal—. El Señor muele lentamente, pero muele fino.
John Ferrier hizo una fría inclinación. Había adivinado a qué venían sus visitantes.
—Hemos venido —dijo Stangerson—, por consejo de nuestros padres, a pedir la mano
de vuestra hija para el que usted y ella elijan de nosotros dos. Como yo solo tengo cuatro
esposas y el hermano Drebber tiene siete, creo que tengo más derecho que él.
—No, no, hermano Stangerson —gritó el otro—. No se trata de cuántas esposas tiene
cada uno de nosotros, sino del número de ellas que es capaz de mantener. Yo soy el más
rico de los dos, porque mi padre me ha cedido ya sus molinos.
—Pero mis perspectivas son mejores —contestó acaloradamente el otro—. Cuando el
Señor se lleve a mi padre, pasarán a mis manos su curtiduría y su fábrica de artículos de
cuero. Además, tengo más años que tú y ocupo en la Iglesia una posición más elevada.
—La que ha de decidir es la moza —le replicó Drebber, haciendo una mueca a su
propia imagen reflejada en el espejo—. Dejaremos todo a su propia elección.
John Ferrier había permanecido durante todo este diálogo reconcomiéndose de ira en
el umbral de la puerta y conteniéndose a duras penas para no descargar su fusta en las
espaldas de sus dos visitantes.
—Escuchadme —exclamó al fin, avanzando hacia ellos—. Cuando mi hija os llame
podéis venir, pero hasta entonces no quiero ver por aquí vuestras caras.
Los dos jóvenes mormones se le quedaron mirando con asombro. Aquella pugna que
sostenían entre sí por la doncella constituía a sus ojos el más alto honor para la joven y
para el padre.
—Esta habitación tiene dos salidas —les gritó Ferrier—: una es la puerta, y la otra, la
ventana. ¿Cuál de las dos preferís?
Su rostro moreno tenía una expresión tal de ferocidad, y sus enjutas manos parecían
tan amenazadoras, que sus visitantes se pusieron en pie de un salto y emprendieron una
retirada presurosa. El anciano granjero los siguió hasta la puerta.
—Cuando os hayáis puesto de acuerdo sobre cuál de los dos ha de ser, me lo
comunicáis —dijo burlonamente.
—Pagará usted esto muy caro —gritó Stangerson, blanco de furor—. Ha desafiado
usted al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Le pesará hasta el fin de sus días.
—La mano del Señor se asentará pesadamente sobre usted —le gritó el joven Drebber
—. ¡Se alzará y lo aplastará!
—Yo mismo empezaré el aplastamiento —exclamó Ferrier, furioso.
Y si Lucy no le hubiera agarrado del brazo y se lo hubiera impedido, habría echado a
correr escaleras arriba en busca de su escopeta. Antes de que el padre pudiera
desembarazarse de su hija, el ruido de los cascos de los caballos le advirtió que ellos
estaban ya fuera de su alcance.
—¡Los muy canallas e hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—.
Muchacha, preferiría verte enterrada antes que convertida en la mujer de ninguno de los
dos.
—Y yo también, padre —contestó ella, mimosa—. Pero Jefferson no tardará en estar
aquí.
—Sí. No tardará mucho en venir. Cuanto antes, mejor, porque ignoramos qué medida
tomarán a continuación.
Era ya hora de que alguien capaz de aconsejar y de prestar ayuda acudiese en socorro
del anciano y valeroso granjero y de su hija adoptiva. En toda la historia de la colonia no
se había dado un caso de desobediencia tan flagrante a la autoridad de los Ancianos.
Cuando las faltas pequeñas se castigaban con tal rigor, ¿qué suerte le esperaba a aquel
archirrebelde? Ferrier sabía que de nada iban a servir su riqueza y su posición social.
Otros tan ricos y tan bien conocidos como él habían desaparecido de pronto, pasando sus
bienes a manos de la Iglesia. Era un hombre valeroso, pero temblaba pensando en las
amenazas pavorosas, vagas y confusas que se le venían encima. Era capaz de hacer frente
con la boca apretada a cualquier peligro conocido, pero aquella incertidumbre lo
acobardaba. Sin embargo, ocultó sus temores a su hija, afectando dar poca importancia a
todo el asunto, aunque Lucy, con la mirada penetrante del amor, advertía claramente la
intranquilidad de su padre.
Esperaba Ferrier recibir algún mensaje o reconvención de Young a propósito de su
conducta, y no se equivocaba, aunque llegó de una manera inesperada. Con gran sorpresa
suya, al levantarse al día siguiente por la mañana, encontró un papelito prendido en la
colcha con un alfiler, justamente encima de su pecho. En él se leía, escrito con grandes
letras desmañadas, lo siguiente:
«Se te dan veintinueve días para que te corrijas, y después…».
Los puntos suspensivos inspiraban mayor miedo que cualquier amenaza. Lo que a
John Ferrier produjo vivo desasosiego fue el pensar cómo pudo ser introducido aquel
aviso en su habitación, porque la servidumbre dormía en una dependencia apartada de la
casa y las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas. Arrugó en su mano el papel y nada
dijo a su hija, pero aquel incidente le heló el corazón. Estaba claro que los veintinueve
días eran los que restaban del mes que Young le había prometido. ¿De qué servían la
fortaleza y el valor contra un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma
mano que había prendido el alfiler habría podido atravesarle el corazón, y él no hubiera
sabido nunca quién lo había matado.
Mayor aún fue su sobresalto a la mañana siguiente. Se hallaban sentados desayunando,
cuando de pronto Lucy dio un grito de sorpresa y señaló hacia arriba. En el centro del
techo, garabateado quizá con un palo quemado, veíase el número veintiocho. Aquello
resultaba ininteligible para su hija, que no le encontró ningún sentido. Aquella noche,
Ferrier permaneció levantado e hizo ronda y guardia armado de su escopeta. Nada vio ni
oyó; pero por la mañana encontró pintado en la parte exterior de la puerta de la casa un
gran número veintisiete.
De esa manera fueron pasando los días, y con la misma seguridad con que llegaban las
mañanas descubría Ferrier que sus invisibles enemigos habían hecho su anotación
marcando en algún sitio visible el número de días que aún le quedaban del mes de gracia.
Unas veces, los números fatídicos aparecían en las paredes; otras, en los suelos, y de
cuando en cuando, en pequeños rótulos pegados en la puerta del jardín o en la verja. A
pesar de toda su vigilancia, John Ferrier no llegaba a descubrir de qué manera le llegaban
aquellas advertencias. Al descubrirlas apoderábase de él un espanto que llegaba casi a ser
supersticioso. Llegó a estar ojeroso y desasosegado, tomando sus ojos la expresión de
azaramiento de un animal acosado. Ya no tenía en la vida sino una sola esperanza, y esta
era la de que llegase el joven cazador de Nevada.
El número veinte se había hecho quince, y el quince, diez, y aún no había noticias del
ausente. Uno tras otro, los números iban achicándose, y aún no había señales de aquel.
Cada vez que se oía en el camino a un jinete, o cada vez que un carretero gritaba a su tiro,
el anciano granjero corría a la puerta exterior pensando que al fin le llegaba el socorro.
Pero cuando vio que el cinco se convertía en cuatro, y el cuatro, en tres, perdió todos los
ánimos y perdió toda esperanza de salvación. Abandonado a sí mismo, y con escaso
conocimiento de las montañas que rodeaban la colina, tenía la certidumbre de su
impotencia. Los caminos más frecuentes hallábanse sometidos a estricta guardia y
vigilancia, y nadie podía circular por ellos sin orden expresa del Consejo. Adondequiera
que se volviese, no veía modo de esquivar el golpe que le amenazaba. Pero, a pesar de
todo, ni un momento vaciló el anciano en su resolución de perder la vida antes de
consentir en lo que él creía que era una deshonra para su hija.
Hallábase solo cierto anochecer, meditando profundamente en sus dificultades y
buscando en vano una salida de las mismas. Aquella mañana había aparecido en la pared
de su casa el número dos, y el día siguiente sería el postrero del plazo otorgado. ¿Qué
ocurriría entonces? Toda clase de fantasías confusas y terribles poblaban su imaginación.
Y su hija, ¿qué sería de ella después de la desaparición del padre? ¿No había manera de
escapar de la red invisible que los envolvía? Ferrier dejó caer la cabeza sobre la mesa y
sollozó al pensar en su impotencia.
¿Qué era aquello? Había oído en medio del silencio un ruido como si arañasen
suavemente, muy bajito, pero con toda claridad, en el silencio de la noche. Era en la puerta
de la casa. Ferrier salió al vestíbulo sin hacer el menor ruido y escuchó con gran atención.
Durante unos instantes hubo una pausa y luego se repitió aquel ruido suave e insidioso.
Con seguridad que alguien daba leves golpecitos en uno de los paneles de la puerta. ¿Sería
algún asesino de medianoche que venía a poner en ejecución las órdenes criminales del
tribunal secreto? ¿O sería algún enviado que estaba escribiendo la notificación de que
había llegado el último día de gracia? John Ferrier tuvo la sensación de que era preferible
la muerte inmediata a aquella expectación que le quebrantaba los nervios y le helaba el
corazón. Saltó hacia adelante, corrió el cerrojo y abrió de par en par la puerta.
Todo era calma y silencio en el exterior. La noche era serena y las estrellas
centelleaban brillantes en lo alto. El jardincillo frontero estaba allí ante los ojos de Ferrier,
limitado por la cerca y la puerta exterior; pero ni allí ni en el camino divisábase ningún ser
humano. Ferrier miró a derecha e izquierda con un suspiro de alivio, hasta que, dirigiendo
por casualidad la mirada al suelo, vio con asombro, delante de sus propios pies, boca abajo
en el suelo, el cuerpo de un joven con los brazos y las piernas abiertos todo lo que daban
de sí.
Aquella visión lo enervó de tal manera, que tuvo que apoyarse contra la pared,
llevándose la mano a la garganta para ahogar el impulso que sintió de gritar. Su primera
idea fue que aquel cuerpo caído por tierra era el de algún herido o moribundo; pero
mientras estaba mirándolo observó que avanzaba reptando y que se metía en el vestíbulo
con la rapidez silenciosa de una serpiente. Una vez dentro de la casa, el hombre se puso en
pie de un salto, cerró la puerta y descubrió ante el asombrado granjero la cara valerosa y la
expresión resuelta de Jefferson Hope.
—¡Santo Dios! —jadeó John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado! ¿Qué es lo que te
obligó a venir de esa manera?
—Déme de comer —contestó el otro con voz ronca—. Llevo cuarenta y ocho horas sin
tiempo para comer un bocado o tomar una sopa.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan, restos de la cena del dueño de la casa, que aún
quedaban encima de la mesa, y se los comió vorazmente. Una vez saciado, preguntó:
—¿Lo resiste bien Lucy?
—Sí. Ella no está enterada del peligro —contestó su padre.
—Perfectamente. La casa está vigilada por todas partes. Esa es la razón por la que
llegué hasta ella arrastrándome por el suelo. Son gente endiabladamente lista, pero no lo
bastante para apoderarse de un cazador washoe.
Una vez que se convenció de que ya contaba con un colaborador abnegado, John
Ferrier se sintió otro hombre. Agarró la mano curtida del joven y la estrechó cordialmente,
diciéndole:
—Eres un hombre de quien se puede estar orgulloso. No son muchos los que habrían
sido capaces de venir a compartir nuestro peligro y nuestras dificultades.
—Ha dado usted en mitad del blanco, por vida mía —le contestó el joven cazador—.
Siento respeto por usted; pero si se encontrase solo y metido en este asunto, lo pensaría
dos veces antes de introducir mi cabeza en semejante nido de avispas. Es Lucy la que me
trae aquí, y creo que antes de que ella sufra daño alguno, habrá en Utah un Hope menos.
—¿Qué es lo que debemos hacer?
—Mañana es su último día, y están perdidos como no se actúe esta misma noche.
Tengo una mula y dos caballos esperándonos en la cañada del Águila. ¿De qué dinero
dispone usted?
—De dos mil dólares en oro y cinco mil en billetes.
—Eso bastará. Yo cuento con otro tanto para agregar a esa suma. Tenemos que
ponernos en camino para Carson City cruzando por las montañas. Lo mejor es que
despierte usted a Lucy. Es una suerte que los criados no duerman en la casa.
Mientras Ferrier estuvo ausente, preparando a su hija para el viaje inmediato, Jefferson
Hope recogió todos los comestibles que halló a mano, haciendo con ellos un bulto
pequeño, y llenó de agua un cántaro de barro, sabiendo por experiencia que los pozos son
escasos en la montaña y muy distantes unos de otros. Tuvo apenas tiempo de completar
sus preparativos antes de que el granjero volviese con su hija, ya vestida y dispuesta para
la marcha. Los enamorados cambiaron entre sí saludos calurosos, pero breves, porque los
minutos eran preciosos y mucho lo que quedaba por hacer.
—Es preciso que nos pongamos en marcha inmediatamente —dijo Jefferson Hope,
hablando en voz baja, pero resuelta, como quien tiene conciencia de la gravedad del
peligro y ha templado su corazón para hacerle frente—. Las entradas de la parte de delante
y de la parte de atrás se hallan vigiladas; pero, si obramos con cautela, podemos salir por
la ventana lateral y avanzar a campo traviesa. Una vez en el camino, estaremos a dos
millas de la cañada donde nos esperan los caballos. Pero cuando amanezca, nos
encontraremos a mitad de camino, en plena montaña.
—¿Y si nos cortan el paso? —preguntó Ferrier.
Hope dio unas palmadas en la empuñadura del revólver, que sobresalía por la parte
delantera de su zamarra.
—Si son demasiados para nosotros, nos llevaremos por delante a dos o tres de ellos —
dijo con sonrisa siniestra.
Habían apagado todas las luces del interior de la casa, y Ferrier examinó desde la
ventana envuelta en la oscuridad los campos que habían sido suyos y que iban ahora a
dejar abandonados para siempre. Había venido durante mucho tiempo preparando su
ánimo para el sacrificio, y el pensamiento de la honra y de la felicidad de su hija pesó más
que cualquier dolor que le produjese ver deshecha su fortuna. Todo ofrecía un aspecto
sosegado y tan feliz: los árboles, que susurraban, y los anchos trigales silenciosos;
resultaba difícil convencerse de que a través de todo ello acechaba un ansia asesina. Sin
embargo, el rostro pálido y la firmeza de expresión del joven cazador daban a entender
que al acercarse a la casa había visto lo suficiente para saber a qué atenerse.
Ferrier cargó con el talego del oro y de los billetes. Jefferson Hope, con las escasas
provisiones y el agua; en tanto que Lucy llevaba en un lío pequeño los objetos más
valiosos. Abrieron la ventana muy despacio y con mucho tiento, esperaron hasta que una
negra nube oscureció algo la noche, y entonces pasaron uno tras otro por la ventana al
pequeño jardín. Con el aliento en suspenso y agachándose, avanzaron a tientas hasta
cruzarlo y se colocaron al abrigo del seto, que fueron contorneando hasta llegar a un
estrecho espacio abierto en un trigal. En el instante en que llegaban a este punto, el joven
agarró a sus dos acompañantes y los arrastró hasta la sombra, donde permanecieron
silenciosos y temblorosos.
Agradecidos podían estar a que su entrenamiento en las praderas le había dado a
Jefferson el oído de un lince. Apenas él y sus amigos se habían agazapado cuando oyeron,
a distancia de algunas yardas de donde ellos estaban, el hucheo melancólico de una
lechuza de montaña, grito al que contestó inmediatamente y a corta distancia otro hucheo.
En seguida surgió una figura vaga y borrosa del espacio abierto en el trigal hacia donde
ellos se dirigían, y esa sombra lanzó otra vez el grito quejumbroso que servía de señal y
que hizo que saliese de la oscuridad un segundo individuo.
—Mañana a medianoche —dijo el primero, que parecía ser el que mandaba—. Cuando
el chotacabras grite tres veces.
—Perfectamente —contestó el otro—. ¿Debo decírselo al hermano Drebber?
—Pásale la orden, y que él se la pase a los demás. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —replicó el otro.
Y las dos sombras se alejaron en diferentes direcciones. Era evidente que las últimas
palabras dichas constituían una especie de seña y contraseña. En cuanto sus pasos se
apagaron a lo lejos, Jefferson Hope saltó en pie y, ayudando a sus acompañantes a pasar
por el espacio libre, los condujo a través de los campos a toda velocidad, sosteniendo y
casi llevando en vilo a la muchacha cuando esta parecía desfallecer.
—¡De prisa, de prisa! —jadeaba el joven de cuando en cuando—. Estamos cruzando la
línea de centinelas y todo depende de nuestra velocidad. ¡De prisa!
Una vez en el camino, avanzaron rápidamente. Tan solo tropezaron con una persona, y
se las compusieron para deslizarse hasta un campo, evitando así el ser reconocidos. Antes
de alcanzar la población, el cazador se metió por un sendero estrecho y escarpado que
conducía hacia las montañas. En medio de la oscuridad aparecieron por encima de ellos
dos picachos negros y mellados; el desfiladero que cruzaba entre los picachos era la
cañada del Águila, en la que los estaban esperando los caballos. Jefferson Hope, guiado
por un instinto certero, fue siguiendo su camino por entre los grandes peñascos y a lo largo
de lechos secos de ríos, hasta que llegó a un apartado rincón, oculto a la vista por rocas,
donde los fieles animales habían quedado sujetos a estacas. Montaron en una mula a la
muchacha, y al viejo Ferrier en uno de los caballos, con su talego de dinero, y Jefferson
fue guiando al otro por un sendero escarpado y peligroso.
Para quien no estuviera acostumbrado a enfrentarse con la Naturaleza en sus más
salvajes humores, aquel camino era desconcertante. A un lado se erguía un enorme
espigón de piedra de más de mil pies de altura, negro, ceñudo y amenazador, con elevadas
columnas de basalto sobre su arrugada superficie, como costillas de algún monstruo
petrificado. A la otra mano, un caos salvaje de peñascales y rocalla hacía imposible todo
avance. Entre lo uno y lo otro se alargaba el sendero irregular, tan angosto en algunos
lugares, que se veían obligados a caminar en fila india, y tan escabroso, que solo unos
jinetes entrenados podían cruzarlo. Sin embargo, a pesar de todos los peligros y
dificultades, los corazones de los fugitivos latían alegremente, porque cada paso que
daban aumentaba la distancia que los separaba del terrible despotismo de que venían
huyendo.
Sin embargo, pronto tuvieron una prueba de que se hallaban todavía dentro de la
jurisdicción de los Santos. Habían llegado a la zona más salvaje y más desolada de aquel
paso, cuando la muchacha dejó escapar un grito sobresaltado y señaló con el dedo hacia
arriba. Encima de una roca que dominaba el camino, destacándose como una sombra bien
definida sobre el fondo del firmamento, estaba un centinela solitario. Los vio tan pronto
como ellos a él, y su grito militar de «¿Quién vive?» resonó en la cañada silenciosa.
—Viajeros que marchan a Nevada —dijo Jefferson Hope, con la mano en el rifle, que
colgaba de su montura.
Vieron cómo el vigilante solitario ponía el dedo en el gatillo de su fusil y los miraba
desde lo alto como si no le satisficiese su contestación.
—¿Con qué permiso? —preguntó.
—Con el de los Cuatro Santos —contestó Ferrier.
Su experiencia le había enseñado que era aquella la más alta autoridad a la que podían
hacer referencia.
—Nueve a siete —gritó el centinela.
—Siete a cinco —contestó Jefferson Hope rápidamente, recordando la contraseña que
había oído en el jardín.
—Adelante, y que el Señor os acompañe —dijo la voz desde lo alto.
A partir de aquel puesto, el sendero se ensanchó y los caballos pudieron ponerse al
trote. Al volverse a mirar hacia atrás vieron al solitario vigilante apoyado en su fusil, y
comprendieron que habían dejado atrás el puesto avanzado del pueblo elegido y que tenían
ante ellos la libertad.
CAPÍTULO 5
Los Ángeles Vengadores
Durante toda la noche caminaron por intrincados desfiladeros y caminos irregulares
sembrados de rocas. Más de una vez se extraviaron; pero el profundo conocimiento que
Hope tenía de las montañas les permitió volver a encontrar el rumbo. Cuando amaneció
sus ojos vieron un panorama de belleza maravillosa, aunque salvaje. Los picachos
coronados de nieve los cercaban en todas direcciones y parecían mirar los unos por
encima del hombro de los otros hacia el lejano horizonte. Tan escarpadas eran las
vertientes a uno y otro lado, que los alerces y los pinos parecían estar suspendidos sobre
las cabezas de los viajeros, como si bastase una ráfaga de viento para que cayesen encima
dando tumbos. No era totalmente ilusorio este miedo, porque el árido valle se hallaba
apretadamente sembrado de árboles y de peñas que habían caído de una manera
semejante. Cuando ellos pasaban, una gran roca rodó por la vertiente con violento
estrépito, que despertó los ecos en las cañadas silenciosas y sobresaltó a los cansados
caballos, que se lanzaron al galope.
A medida que el sol iba alzándose lentamente por encima del horizonte, los casquetes
de nieve de las altas montañas se encendían uno después de otro, igual que las lámparas de
un festival, hasta que todos ellos estuvieron rutilantes y arrebolados. El magnífico
espectáculo alegró los corazones de los tres fugitivos y les dio nuevas energías. Junto a un
torrente violento que surgía de una cañada hicieron alto y dieron de beber a sus caballos,
mientras ellos desayunaban rápidamente. Lucy y su padre hubieran permanecido allí de
buena gana descansando un rato más, pero Jefferson Hope se mostró inexorable.
—Están siguiendo nuestro rastro —dijo—. Todo depende de nuestra rapidez. Una vez
a salvo en Carson, podemos descansar todo el resto de nuestras vidas.
Durante todo aquel día avanzaron con esfuerzo por desfiladeros, y al anochecer
calcularon que se hallaban a más de treinta millas de distancia de sus enemigos. Por la
noche eligieron la base de un peñasco que formaba un saliente, donde las rocas ofrecían
algún resguardo contra el viento frío, y allí, apretujados para mejor conservar el calor,
disfrutaron de unas horas de sueño. Sin embargo, se levantaron antes de que amaneciese y
reanudaron la marcha. Ningún indicio habían descubierto de que los persiguiesen, y
Jefferson Hope comenzó a pensar que se encontraban ya completamente fuera del alcance
de la terrible organización en cuyas iras habían incurrido. Bien ajenos estaban de saber
hasta donde llegaba su garra de hierro ni lo poco que iba a tardar en cerrarse sobre ellos y
aplastarlos.
Hacia la mitad del día segundo de su fuga empezaron a agotarse sus escasas
provisiones. Esto preocupó muy poco al cazador, porque había en aquellas montañas
posibilidades de cazar y él había tenido que fiarse muchas veces de su rifle para proveerse
de lo necesario para subsistir. Eligió un rincón abrigado, amontonó algunas ramas secas y
encendió una brillante hoguera para que sus acompañantes pudieran calentarse, porque se
hallaban ya a cerca de cinco mil pies sobre el nivel del mar y el aire era frío y cortante.
Después de manear los caballos, se despidió de Lucy, se echó el fusil al hombro y se lanzó
en busca de lo que pudiera ponérsele por delante. Cuando miró hacia atrás vió que el
anciano y la muchacha se habían acurrucado muy cerca de la lumbre y que los tres
animales permanecían inmóviles al fondo. Luego, unas rocas se interpusieron y ocultaron
todo a su vista.
Caminó un par de millas pasando de una cañada a otra sin éxito, aunque, a juzgar por
las señales que había en la corteza de los árboles y por otras indicaciones, pensó que eran
abundantes los osos por aquellos alrededores. Por último, después de dos o tres horas de
inútil búsqueda, empezó a pensar, desesperado, en el regreso; pero en ese instante alzó los
ojos, y lo que vio hizo vibrar de placer su corazón. Trescientos o cuatrocientos pies por
encima de él, en el borde de un saliente que formaba la cima, distinguíase un animal que
ofrecía algún parecido con un morueco, pero que estaba armado con un par de cuernos
gigantescos. Aquel «cuernos grandes», porque de esa manera se llama, montaba
probablemente la guardia para seguridad de un rebaño invisible para el cazador; pero, por
suerte, se hallaba mirando en dirección contraria y no lo había visto. Se tumbó boca abajo,
apoyó el rifle encima de una roca y apuntó largo y firme antes de dar al gatillo. El animal
pegó un bote, se tambaleó un instante al borde del precipicio y rodó estrepitosamente
hacia la hondonada que había debajo. El animal resultaba demasiado pesado para
cargárselo a la espalda, y el cazador se contentó con cortar una de las patas y parte del
lomo. Con este trofeo al hombro volvió presuroso sobre sus pasos, porque el crepúsculo se
echaba encima. Sin embargo, no bien inició el regreso, se dio cuenta de la dificultad con
que se enfrentaba. Llevado de su anhelo, se había aventurado más allá de las cañadas que
él conocía, y no resultaba tarea fácil encontrar el camino por el que había venido. El valle
en que se hallaba dividíase y subdividíase en muchos desfiladeros, tan parecidos los unos
a los otros que resultaba imposible distinguirlos. Avanzó un trecho de una milla o más,
hasta que llegó a un torrente de montaña que él estaba seguro de que no había visto nunca
hasta entonces. Convencido de que se había metido por un paso equivocado, probó fortuna
por otro, pero con idéntico resultado. La noche se iba echando rápidamente encima, y ya
era casi oscuro cuando encontró, por fin, un desfiladero que le era familiar. Aun entonces
no le resultó tarea fácil seguir el camino exacto, porque no se había alzado la luna, y los
altos riscos a uno y otro lado hacían que fuese todavía más profunda la oscuridad. La
carga le abrumaba y, rendido ya por sus esfuerzos, avanzó a trompicones, reanimando su
voluntad con el pensamiento de que cada paso que daba lo iba acercando a Lucy y de que
llevaba alimento suficiente para el resto de su viaje.
Había llegado ya a la boca del mismo desfiladero en el que los había dejado. A pesar
de la oscuridad, podía distinguir el perfil de los peñascos que lo limitaban. Pensó que el
padre y la hija le estarían esperando con ansiedad, porque llevaba ausente casi cinco horas.
Llevado de la alegría de su corazón, juntó las manos alrededor de su boca e hizo que la
cañada resonase con el eco de su clamoroso grito, como señal de que ya estaba allí. Se
detuvo y esperó la respuesta. Pero esta no llegó, y solo su propio grito fue saltando por las
cañadas tristes y silenciosas, que lo devolvieron basta sus oídos después de incontables
repeticiones. Volvió a gritar todavía más fuerte que antes, y tampoco ahora llegó el más
ligero murmullo de los amigos a los que había dejado hacía tan poco tiempo. Apoderóse
de él una angustia vaga y sin nombre y echó a correr hacia adelante, frenéticamente,
dejando caer el precioso alimento, de tan grande que era su emoción.
Al doblar el recodo se le presentó bien a la vista el lugar en que había estado
encendida la hoguera. Veíase aquí todavía un montón brillante de brasas de leña, pero era
evidente que nadie había vuelto a alimentarla desde que él se marchó. El mismo silencio
mortal reinaba por todo el contorno. Con sus temores trocados por completo en
seguridades, avanzó apresuradamente. Cerca de los restos de la hoguera no había criatura
viviente: los animales, el hombre, la doncella, todo había desaparecido. Era demasiado
evidente que durante su ausencia había ocurrido algún desastre súbito y terrible, un
desastre que había alcanzado a todos ellos, pero que, sin embargo, no había dejado rastros
indicadores.
Atónito y entontecido por semejante golpe, Jefferson Hope sintió que se le iba la
cabeza, y tuvo que apoyarse en su rifle para no caer al suelo. Era, sin embargo,
esencialmente un hombre de acción, y se recobró con rapidez de su pasajera impotencia.
Echó mano a un trozo de leña medio consumido que había entre las brasas, lo sopló hasta
convertirlo en llama y procedió con su ayuda a examinar el pequeño campamento. La
tierra estaba apisonada por cascos de caballos, mostrando que un grupo numeroso de
jinetes había alcanzado a los fugitivos, y la dirección de sus huellas demostraba que
habían vuelto después a tomar la dirección de Salt Lake City. ¿Se habían llevado con ellos
a los compañeros de Hope? Este se hallaba ya casi convencido de que era eso lo que había
ocurrido, cuando su vista se posó en un objeto que hizo vibrar dentro de él todos sus
nervios. A poca distancia, y a un lado del sitio en que acamparon, había un montón de
tierra rojiza de poca altura, y ese montón, con toda seguridad, no estaba allí antes. No
había modo de confundirlo con nada: era una tumba excavada recientemente. Al
acercarse, el joven cazador vio que había clavado en ella un palo, con una hoja de papel
metida en la hendidura hecha en una horquilla del mismo. La inscripción que se leía en el
papel era concisa, pero elocuente:
JOHN FERRIER QUE VIVIÓ EN SALT LAKE CITY MURIÓ EL DÍA 4 DE
AGOSTO DE 1860
De modo, pues, que el valeroso anciano del que poco antes se había separado estaba
muerto, y ese era todo su epitafio. Jefferson Hope miró a su alrededor, desatinado, para ver
si había otra tumba más, pero no encontró ninguna señal. Lucy había sido llevada al punto
de origen por sus terribles perseguidores para que se cumpliese su primitivo destino,
convirtiéndola en una mujer más del harén del hijo de uno de los Ancianos. Cuando el
joven tuvo la certeza de lo que le había ocurrido a la joven y de su propia impotencia para
evitarlo, deseó yacer él también con el anciano granjero en el lugar silencioso de su último
descanso.
Sin embargo, su ánimo activo arrojó nuevamente lejos de sí el letargo que brota de la
desesperación. Si ya no le quedaba nada, podía, por lo menos, consagrar su vida al castigo
de los culpables. Jefferson Hope, al mismo tiempo que de una paciencia y una
perseverancia indomables, estaba dotado de una capacidad persistente de rencor justiciero,
que quizá aprendió de los indios, entre los cuales había vivido. En pie junto a la hoguera
desolada, tuvo el convencimiento de que solo una cosa podía acallar su dolor, y esa cosa
era la sanción plena y total del crimen, impuesta por sus propias manos a los raptores y
asesinos. Resolvió consagrar a esa única finalidad su firme voluntad y su incansable
energía. Volvió sobre sus pasos, con rostro ceñudo y pálido, hasta donde había dejado caer
la carne y, después de reavivar el fuego encenizado, asó la suficiente para unos cuantos
días. La envolvió luego en un paño y, cansado como estaba, emprendió el camino de
regreso por las montañas, siguiendo la huella de los Ángeles Vengadores.
Caminó durante cinco días, con los pies llagados y abrumado de cansancio, por los
desfiladeros que antes había atravesado a caballo. Por la noche se dejaba caer entre las
rocas y arrancaba unas pocas horas al sueño; pero mucho antes de que amaneciese volvía
siempre a reanudar la marcha. Al séptimo día llegó al cañón del Águila, desde el que
iniciaran su malhadada fuga. Desde allí se descubría, en la llanura, el hogar de los Santos.
Agotado y exhausto, se apoyó en su rifle y amenazó fieramente con su mano curtida a la
ciudad que se extendía silenciosa a sus pies. Estando contemplándola se fijó en que había
banderas y otras señales de festejos en algunas calles principales. Hallábase aún haciendo
cabalas sobre lo que aquello podría significar, cuando oyó pisadas de cascos de un caballo
y vio venir hacia él a un jinete montado en su cabalgadura. Cuando estuvo cerca vio que
se trataba de un mormón, llamado Cowper, al que había hecho algunos favores en distintas
ocasiones. Se acercó, pues, cuando el jinete estuvo a su altura, a fin de averiguar cuál
había sido la suerte de Lucy Ferrier.
—Soy Jefferson Hope —le dijo—. Usted me recordará.
El mormón le miró sin disimular su asombro. La verdad, era difícil identificar en aquel
caminante harapiento y desgreñado, de cara espantosamente pálida y de ojos feroces y
desorbitados, al apuesto cazador joven de otros tiempos. Pero, después de convencido de
su identidad, la sorpresa del hombre se cambió en consternación.
—Comete usted una locura en venir aquí —exclamó—, y no vale más que la suya mi
vida si me ven hablando con usted. Los Cuatro Santos han lanzado contra usted un
mandamiento de prisión por haber ayudado a los Ferrier en su fuga.
—No los temo a ellos ni temo a su mandamiento —dijo Hope, muy serio—. Cowper,
usted debe de saber algo del asunto. Yo le conjuro por todo lo que más quiera a que
conteste a algunas preguntas más. Nosotros dos fuimos siempre amigos. Por amor de
Dios, no se niegue a contestarme.
—¿De qué se trata? —preguntó, desasosegado, el mormón—. Hable rápido. Hasta las
mismas rocas tienen oídos, y los árboles, ojos.
—¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?
—Ayer contrajo matrimonio con el joven Drebber. Reaccione, hombre, reaccione;
parece usted un muerto.
—No se preocupe por mí —le dijo Hope con voz débil. Hasta los mismos labios se le
habían puesto blancos, y se había dejado caer al pie del peñasco en el que se apoyaba—.
¿De modo que ha contraído matrimonio?
—Sí, se casó ayer, y esa es la razón de que ondeen aquellas banderas en la Casa
Fundacional. Entre el joven Drebber y el joven Stangerson hubo palabras sobre cuál de
ellos se la tenía que llevar. Los dos formaron en la expedición que los persiguió y
Stangerson había matado a tiros al padre, lo que parecía darle más derechos; pero, cuando
expusieron argumentos ante el Consejo, los partidarios de Drebber resultaron los más
fuertes, y el Profeta se la entregó a él. Sin embargo, no pertenecerá a nadie durante mucho
tiempo, porque ayer la vi y en su rostro se leía la muerte. Más que una mujer, parece ya un
fantasma. ¿Se marcha usted ya?
—Sí, me marcho —dijo Jefferson Hope, que se había levantado ya de donde estaba
sentado.
Era tan dura y tan firme la expresión de su rostro, que se hubiera dicho que estaba
cincelada en mármol, mientras que sus ojos brillaban con luz siniestra.
—¿Adonde va usted?
—No se preocupe —contestó Hope.
Y echando el arma sobre la espalda se alejó por el desfiladero adelante hasta el
corazón mismo de las montañas y hasta las guaridas de las fieras. Entre todas ellas no
había ninguna tan feroz y tan peligrosa como él mismo.
La predicción que había hecho el mormón tuvo exacto cumplimiento. Ya fuese por la
terrible muerte sufrida por su padre, ya fuese a consecuencia de la odiada boda a la que se
había visto obligada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, sino que se fue apagando
de tristeza y falleció antes de un mes. Su estúpido marido, que se había casado con ella
principalmente para entrar en posesión de los bienes de John Ferrier, no mostró gran dolor
por su pérdida; pero las otras mujeres suyas sí que la lloraron y la velaron durante la noche
anterior al entierro, según es costumbre de los mormones. Se hallaban agrupadas alrededor
del féretro en las primeras horas de la madrugada, cuando, ante su temor y asombro
indecibles, se abrió de par en par la puerta y entró en la habitación un hombre harapiento,
de aspecto salvaje y curtido por la vida en descampado. Sin dirigir una mirada ni una
palabra a las encogidas mujeres, avanzó hasta el cuerpo blanco y mudo, que había servido
de morada al alma pura de Lucy Ferrier. Se inclinó sobre ella, aplicó sus labios con
reverencia a la fría frente, y acto seguido, alzando la mano de la difunta, le quitó del dedo
el anillo de boda.
—No la enterrarán con esto —gritó con fiereza.
Y, antes de que nadie pudiera dar la alarma, bajó a saltos las escaleras y desapareció.
Tan rápido y extraordinario fue el episodio, que hasta a las que lo presenciaron les
habría resultado difícil creer, o hacer creer a los demás, en su realidad, si no hubiese sido
por el hecho innegable de que el anillo de oro que indicaba su condición de casada había
desaparecido.
Durante algunos meses permaneció Jefferson Hope entre las montañas, llevando una
vida extraña y selvática y alimentando en su corazón el feroz deseo justiciero de que se
hallaba poseído. Relatábanse en la ciudad anécdotas de una figura fantástica que había
sido vista rondando por los suburbios y que merodeaba por las cañadas solitarias de la
montaña. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a
plantarse en la pared, a menos de un pie de distancia de la persona. En otra ocasión,
cuando Drebber pasaba por debajo de un peñasco, cayó rodando hacia él una gran piedra,
y solo escapó a una muerte terrible tirándose al suelo boca abajo. No tardaron los dos
jóvenes mormones en descubrir la razón de aquellos atentados contra sus vidas, y salieron
al frente de varias expediciones a las montañas, con la esperanza de capturar o de matar a
su enemigo, pero siempre sin éxito. Después adoptaron la precaución de no salir nunca
solos o después de oscurecido, y pusieron guardia en sus casas. Al cabo de algún tiempo
pudieron aflojar estas precauciones, porque ya nadie oyó hablar ni vio a su adversario, por
lo que confiaron en que el tiempo había apagado sus ansias justicieras.
Muy lejos de eso, el tiempo, si había hecho algo, era aumentarlas. El alma del cazador
era de naturaleza dura e inflexible, y la idea predominante de castigar a los culpables había
tomado posesión tan completa de ella, que no quedaba en la misma espacio para ninguna
otra clase de emoción. Pero él era, ante todo, hombre práctico. No tardó en comprender
que hasta una constitución de hierro como la suya sería incapaz de soportar el esfuerzo
incesante a que la estaba sometiendo. La vida en descampado y la falta de alimento sano
estaban desgastándole. Si moría igual que un perro en las montañas, ¿en qué quedaría el
castigo de los criminales? Sin embargo, esa era la muerte que le esperaba si él persistía.
Comprendió que con ello hacía el juego a sus enemigos, y por eso regresó, aunque muy
contra su voluntad, a las viejas minas de Nevada, para recuperar allí la salud y reunir
dinero suficiente que le permitiese perseguir su objetivo sin pasar privaciones.
Su propósito había sido permanecer ausente un año como máximo, pero un conjunto
de circunstancias imprevistas le impidieron abandonar las minas durante casi cinco años.
Al cabo de ese tiempo, sin embargo, el recuerdo de sus ofensas y el ansia justiciera
seguían siendo tan vivos como aquella noche memorable en que estuvo junto a la tumba
de John Ferrier. Regresó, disfrazado y bajo nombre supuesto, a Salt Lake City, sin
preocuparse de su propia vida, con tal de conseguir lo que él sabía que era justicia. Allí se
tropezó con malas noticias. Unos meses antes había habido entre el Pueblo Elegido un
cisma, y algunos de los miembros jóvenes de la Iglesia se habían rebelado contra la
autoridad de los Ancianos, lo que trajo por consecuencia la secesión de cierto número de
descontentos, que abandonaron Utah y se convirtieron en gentiles. Entre estos figuraban
Drebber y Stangerson; y nadie sabía adonde se habían marchado. Se rumoreaba que
Drebber se las había ingeniado para convertir una gran parte de sus bienes en dinero, y que
al marcharse era hombre rico, mientras que su compañero Stangerson era relativamente
pobre. Sin embargo, no existía pista alguna acerca de sus andanzas.
Habrían sido muchos los hombres que hubieran abandonado todo pensamiento de
justiciero castigo en presencia de semejante dificultad, pero Jefferson Hope no se
desalentó ni un solo instante. Con la pequeña fortuna que poseía, complementada con
ciertos empleos que pudo conseguir, viajó de ciudad en ciudad por los Estados Unidos en
busca de sus enemigos. Pasó un año y otro; sus negros cabellos se volvieron grises; pero él
siguió caminando, convertido en sabueso humano, con toda el alma puesta en el único
objetivo al que había consagrado su vida. Su perseverancia se encontró finalmente
recompensada. Fue tan solo una visión rápida de un rostro en una ventana; pero ella bastó
para enterarle de que Cleveland, en Ohio, guardaba a los hombres en cuya persecución
iba. Regresó a su pobre alojamiento con el plan de castigo perfectamente preparado. Sin
embargo, la casualidad había querido que Drebber, al mirar desde la ventana, reconociese
al vagabundo de la calle y leyese en sus ojos la muerte. Se apresuró a presentarse al juez
de paz, acompañado por Stangerson, que era ahora secretario particular suyo, y expuso
ante él que ambos se encontraban con su vida en peligro debido a los celos y al odio de un
antiguo rival. Jefferson Hope fue detenido aquella noche, y, como no pudo presentar
fianzas, permaneció encarcelado por espacio de algunas semanas. Cuando recobró al fin la
libertad, fue solo para encontrarse con que la casa de Drebber estaba deshabitada y que
este y su secretario habían partido para Europa.
Otra vez se había visto burlado el vengador, y otra vez su rencor concentrado lo
impulsó a seguir en la persecución. Sin embargo, necesitaba fondos, y se vio obligado a
volver al trabajo durante algún tiempo, economizando hasta el último dólar para el viaje
inminente. Por último, cuando tuvo lo necesario para sostener su vida, partió para Europa
y siguió la pista de sus enemigos de ciudad en ciudad, trabajando en cualquier oficio para
ganar para el viaje, pero sin alcanzar nunca a los fugitivos. Cuando llegó a San
Petersburgo, ellos se habían puesto en camino para París, y cuando él los siguió a esa
ciudad, se enteró de que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa llegó con
un retraso de pocos días, porque ya ellos habían marchado para Londres, ciudad en la que
logró, por fin, cazarlos. Lo mejor que podemos hacer para saber lo que allí ocurrió es
copiar el relato del propio cazador, tal como se halla registrado en el diario del doctor
Watson, al que tanto debemos ya.
CAPITULO 6
Continuación de las memorias de John Watson, doctor en
medicina
La resistencia furiosa de nuestro preso no parecía indicar ferocidad alguna en su
disposición hacia nosotros, porque, al verse ya impotente, se sonrió con afabilidad y
manifestó la esperanza de que ninguno de nosotros hubiese resultado herido por él en la
pelea.
—Me imagino que van a llevarme a la comisaría —comentó, dirigiéndose a Sherlock
Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si ustedes me quitan las ligaduras de las piernas, iré
hasta él por mi pie. No soy de peso tan liviano como antes para que me lleven en vilo.
Gregson y Lestrade se miraron entre sí, como si semejante proposición les pareciese
demasiado atrevida; pero Holmes se apresuró a aceptar la palabra del prisionero y desató
la toalla con que le había sujetado los tobillos. Entonces se puso en pie y estiró las piernas,
como para cerciorarse de que las tenía libres otra vez. Recuerdo que, al fijarme en él, me
dije para mis adentros que pocas veces había visto yo un hombre de armazón más
poderosa, y su cara morena y atezada tenía una expresión resuelta y enérgica, tan
formidable como su fortaleza física.
—Yo creo que, si queda vacante el cargo de jefe de Policía, es usted el hombre
indicado para ocuparlo —dijo, contemplando con no disimulada admiración a mi
compañero de alojamiento—. La manera que ha tenido de seguirme la pista ha sido
asombrosa.
—Lo mejor que ustedes pueden hacer es acompañarme —dijo Holmes a los dos
detectives.
—Puedo llevarlo en su coche —dijo Lestrade.
—Está bien, y Gregson puede ir dentro conmigo. También usted, doctor. Se ha
interesado en el caso, y quizá haga bien en no apartarse de nosotros.
Asentí alegremente, y todos bajamos juntos. Nuestro preso no intentó escaparse, sino
que subió tranquilo al coche que había sido suyo, y nosotros subimos detrás de él.
Lestrade se encaramó en el pescante, empuñó las riendas y nos condujo en muy poco
tiempo a nuestro destino. Nos pasaron a una sala pequeña, en la que un inspector de
Policía tomó nota del nombre del preso y de los individuos de cuyo asesinato se le
acusaba. Era el funcionario de Policía un hombre de cara pálida, imperturbable, que
desempeñaba sus tareas de una manera mecánica y monótona.
—El preso comparecerá ante de los magistrados en el transcurso de la semana —dijo
—. Mientras tanto, señor Jefferson Hope, ¿desea usted hacer alguna manifestación? Debo
prevenirle de que se registrarán sus palabras y que podrán ser empleadas en su contra.
—Es muchísimo lo que tengo que decir —contestó nuestro detenido, hablando
pausadamente—. Deseo, caballeros, contárselo todo a ustedes.
—¿No cree que será más conveniente que lo reserve todo para cuando se vea la causa?
—preguntó el inspector.
—Quizá no sea juzgado nunca —contestó—. No ponga esa cara de sorpresa. No estoy
pensando en el suicidio. ¿Es usted médico?
Se volvió a mirarme con sus negros ojos indómitos y me planteó esta última pregunta.
—Sí, lo soy —contesté.
—Entonces aplique usted aquí su mano —me dijo, con una sonrisa, señalando con las
muñecas esposadas hacia su pecho.
Así lo hice, y en el acto advertí la palpitación y la conmoción extraordinarias que
reinaban en aquel corazón. Las paredes del pecho parecían retemblar y estremecerse como
lo haría un frágil edificio en cuyo interior estuviese trabajando una potente máquina. En
medio del silencio que reinaba en la habitación llegaban hasta mis oídos un apagado
bordoneo y un zumbido que procedían de idéntica fuente.
—¡Pero si usted sufre un aneurisma aórtico! —exclamé.
—Así lo llaman —contestó plácidamente—. La pasada semana consulté a ese respecto
a un médico, y me dijo que no tardaría muchos días en estallar. Ha venido empeorando
durante muchos años. Se me reprodujo a consecuencia de vivir demasiado a la intemperie
y de no alimentarme lo suficiente en las montañas de Salt Lake City. He dado cima a mi
tarea y nada me importa vivir poco o mucho; pero me gustaría dejar aquí algún relato de
todo este asunto. No querría que se me recordase como un asesino vulgar.
El inspector y los dos detectives mantuvieron una atropellada discusión sobre si era
aconsejable permitirle que relatase su historia.
—¿Lo cree usted, doctor, en inminente peligro? —preguntó el primero.
—Con absoluta seguridad que sí —les contesté.
—En tal caso —dijo el inspector—, es clara obligación nuestra, en interés de la
justicia, el tomar su declaración. Queda usted en libertad, señor, de darnos su relato, y le
advierto otra vez que lo registraremos por escrito.
—Con su permiso, tomaré asiento —dijo el preso, acomodando la acción a la palabra
—. Mi aneurisma hace que me fatigue con facilidad, y la trifulca que tuvimos hace media
hora no ha venido precisamente a mejorar las cosas. Me encuentro al borde de la tumba, y
no es probable que les mienta a ustedes. Todas y cada una de mis palabras serán la pura
verdad, y no tiene para mí importancia el uso que ustedes vayan a hacer de ellas.
Dicho esto, Jefferson Hope se recostó en su silla y comenzó el siguiente y notable
relato. Hablaba con sosiego y de una manera metódica, como si los hechos que contaba
fuesen cosa sin importancia. Puedo responder de la exactitud del relato que doy a
continuación porque he podido examinar el cuaderno de notas de Lestrade, en el que las
palabras del preso fueron anotadas textualmente a medida que las iba pronunciando.
—A ustedes les importará poco el motivo que yo tenía para odiar a estos individuos —
dijo—. Básteles saber que eran culpables de la muerte de dos seres humanos, un padre y
una hija, y que, por consiguiente, habían perdido el derecho a sus propias vidas. A mí me
era imposible, después del lapso de tiempo que había transcurrido desde su crimen,
conseguir pruebas convincentes para acusarlos ante un tribunal. Pero como sabía que eran
culpables, resolví que yo mismo sería el juez, el jurado y el ejecutor, todo en una pieza. Si
ustedes se hubieran encontrado en mi lugar y hubiesen tenido un rastro de hombría,
habrían hecho lo mismo que yo.
»La muchacha de la que hablo iba a casarse conmigo hace veinte años. La forzaron a
casarse con ese mismo Drebber, y esto le destrozó el corazón. Yo le quité a la difunta del
dedo el anillo de boda, y juré que los ojos de ese hombre se posarían al morir en ese
mismo anillo, y que su último pensamiento sería el del crimen por el cual recibía el
castigo. Lo he llevado siempre encima, y los he seguido, a él y a su cómplice, por dos
continentes, hasta que los cacé. Se imaginaron que me cansaría, pero no lo consiguieron.
Si muero mañana, como es probable, moriré con la conciencia de que mi tarea en este
mundo ha sido realizada, y bien realizada. Ellos han muerto, y han muerto por mi mano.
Ya no me queda nada que esperar ni que desear.
»Ellos eran ricos y yo era pobre, de modo que no era cosa fácil para mí seguirlos.
Cuando llegué a Londres, mis bolsillos estaban prácticamente vacíos, y no tuve más
remedio que ponerme a trabajar en algo para ganarme la vida. Guiar un coche o manejar
caballos son para mí cosas tan naturales como montar a caballo; por eso me presenté en el
despacho de un propietario de coches de alquiler y no tardé en conseguir empleo. Tenía el
compromiso de pagar al propietario una cantidad semanal fija, y podía quedarme con todo
lo que sacase de más. No era mucho lo que sobraba, pero siempre me las arreglaba para
arañar algo. El trabajo más difícil fue el de aprender la situación de las calles, porque creo
que esta ciudad es el más desconcertante de todos los laberintos que se han inventado.
Pero iba provisto siempre de un mapa, y una vez que me hube aprendido la situación de
los principales hoteles y estaciones, me las compuse bastante bien.
«Tardé en descubrir dónde vivían mis dos caballeros; pero, a fuerza de preguntar y
preguntar, di con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río.
Una vez localizados, tuve la seguridad de que los tenía a mi merced. Me había dejado
crecer la barba y no era probable que me reconociesen. Me pegué a su pista y los seguí
hasta que vi mi oportunidad. Estaba decidido a que no se me escapasen otra vez.
»A pesar de todo, casi estuvieron a punto de conseguirlo. Dondequiera que fuesen en
Londres, me tenían a mí pegado a sus talones. Unas veces los seguía en mi coche, y otras a
pie, aunque el primer medio era el mejor, porque entonces no podían despegarse de mí.
Como resultado de eso, únicamente podía ganar algún dinero en las primeras horas de la
mañana y en las últimas de la noche, de manera que empecé a deberle dinero a mi patrono.
Pero esto no me importaba, con tal de echarles la mano encima a los hombres a los que
perseguía.
»Sin embargo, eran muy astutos. Debieron de pensar que había alguna posibilidad de
que los siguiesen, y por eso no salía ninguno de los dos solo, y jamás después de
oscurecer. Fui tras ellos en mi coche durante dos semanas todos los días, y ni una sola vez
los vi separados. Drebber solía estar borracho la mitad del tiempo, pero a Stangerson no
era posible sorprenderlo nunca dormitando. Los vigilé de la mañana a la noche, pero
jamás vi ni una sombra de posibilidad; pero no me desanimé, porque algo me decía que la
hora estaba al caer. El único miedo que yo tenía era que este artefacto que llevo dentro del
pecho estallase demasiado pronto y mi tarea quedase incumplida.
Finalmente, cierto atardecer en que yo iba y venía con mi coche por Torquay Terrace,
que es la calle en que ellos estaban hospedados, vi que un coche de alquiler paraba delante
de su puerta. Luego sacaron de la casa algunos equipajes y, al cabo de un rato, salieron
Drebber y Stangerson, que se alejaron en el coche. Tiré de las riendas de mi caballo y me
mantuve a la vista del mismo, muy intranquilo, porque temí que fuesen a levantar el vuelo.
Se apearon en la estación de Euston, y encargué a un muchacho que tuviese de las riendas
de mi caballo y fui tras ellos al andén. Los oí preguntar por el tren de Liverpool, y el
empleado les contestó que un tren acababa de salir y que no habría otro en varias horas. Al
oír aquello, Stangerson pareció fuera de sí, pero Drebber se mostró más complacido que
otra cosa. Aprovechando el barullo me acerqué tanto a ellos, que pude escuchar toda su
conversación. Drebber decía que tenía un asunto personal que llevar a cabo, y que, si su
compañero le esperaba, regresaría pronto a reunirse con él. Su compañero le recriminaba,
recordándole el acuerdo que tenían de no apartarse nunca el uno del otro. Drebber le
contestó que se trataba de un asunto delicado y que tenía que ir solo. No pude oír lo que
Stangerson le contestó a eso, pero Drebber comenzó a soltar tacos, y le recordó que él no
era sino un empleado a sueldo suyo, y que no debía presumir de imponerse a él. Al
escuchar aquello el secretario renunció a proseguir con el asunto, y se limitó a hacerle
prometer que, si perdía el último tren, iría por lo menos a reunirse con él en el hotel
Halliday’s Prívate; a lo que Drebber contestó que se encontraría en el andén antes de las
once, y acto seguido salió de la estación.
»El instante que yo había esperado tanto tiempo había llegado por fin. Tenía a mis
enemigos en mi poder. Juntos, podían protegerse el uno al otro; pero, aislados, estaban a
mi merced. No actué, sin embargo, con precipitación innecesaria. Tenía trazados ya mis
planes. El castigo no produce satisfacción si el ofensor no tiene tiempo de enterarse de
quién es el que le hiere y por qué se le castiga. Yo había trazado mis planes para poder
tener la ocasión de hacer saber al hombre que me había ofendido que su viejo crimen lo
había, por fin, descubierto. Unos días antes dio la casualidad de que un caballero que
había estado viendo unas casas de la carretera de Brixton había perdido una llave dentro
del coche. Aquella misma noche la reclamó y le fue devuelta; pero yo había sacado un
molde de la misma y había mandado hacer un duplicado. Gracias a ello, podía acceder por
lo menos a un sitio, dentro de esta gran ciudad, en el que nadie me interrumpiría. El difícil
problema que yo tenía que resolver ahora era el de llevar a Drebber a aquella casa.
»Fue caminando por la calle y entró en dos bares, en el segundo de los cuales
permaneció casi media hora. Cuando volvió a salir iba tambaleándose y estaba,
evidentemente, muy bebido. Había delante de mí precisamente un cabriolé, y lo llamó. Yo
lo seguí tan de cerca, que el morro de mi caballo fue durante todo el camino a menos de
una yarda del otro coche. Cruzamos, traqueteando, por el puente de Waterloo y anduvimos
varias millas de calle en calle hasta que, con asombro mío, nos encontramos de regreso en
la misma explanada en que él se hospedaba. No se me ocurría cuáles podrían ser sus
propósitos al volver allí, pero seguí adelante y detuve mi coche a cosa de cien yardas de la
casa. Entró en ella, y el coche que lo había traído se marchó. Denme, por favor, un vaso de
agua, porque se me reseca la boca hablando.
Le di el vaso, y se bebió el contenido.
—Ahora me siento mejor —dijo—. Pues bien: esperé durante un cuarto de hora o más,
cuando se oyó de pronto un estrépito como de gente que se estaba peleando dentro de la
casa. Un momento después se abrió bruscamente la puerta y surgieron dos hombres, uno
de los cuales era Drebber, y el otro, un tipo joven al que jamás había visto. Este individuo
agarraba a Drebber por las solapas, y cuando llegaron al pie de la escalinata le dio un
empujón y un puntapié, mandándolo al medio de la calzada.
»—¡Perro! —le gritó, amenazándolo con su bastón—. ¡Te voy a enseñar a no ofender
a una muchacha honrada!
»Tan acalorado estaba, que pensé que iba a apalear a Drebber con su estaca; pero el
canalla corrió, dando tropezones calle adelante, a todo lo que daban sus piernas. Corrió
hasta la esquina, y entonces vio mi coche, me llamó y montó en él.
»—Lléveme al hotel Halliday’s Prívate —me dijo.
»Cuando lo tuve dentro de mi coche, mi corazón dio tales saltos de júbilo, que temí
que en aquel postrer instante me pudiera traicionar mi aneurisma. Conduje el coche a paso
lento, sopesando en mi imaginación lo que más convendría hacer. Podía llevármelo sin
más al campo y, una vez allí, tener con él mi última entrevista en algún solitario camino.
Ya estaba casi resuelto a ello, cuando él mismo me dio resuelto el problema. El ansia de
beber habíase apoderado de él otra vez, y me ordenó que me detuviese delante de una
taberna. Se metió en ella, diciéndome que le esperase. Permaneció dentro casi hasta la
hora del cierre, y cuando salió estaba tan borracho, que comprendí que tenía la partida en
mis manos.
»No piensen que me proponía matarlo a sangre fría. Aunque hubiese obrado así, habría
estado dentro de la estricta justicia; pero no podía resolverme a ello. Hacía tiempo que
había decidido darle la oportunidad de salvar su vida si es que él quería aprovecharla.
Entre los muchos empleos que he desempeñado en Norteamérica durante mi vida errante,
ocupé en una ocasión el de bedel y barrendero del laboratorio del York College. Un día en
que el profesor daba una lección acerca de los venenos, mostró a sus alumnos cierto
alcaloide, según él lo llamó, que había extraído de no sé qué veneno de una flecha de
Sudamérica, y cuya potencia era tan grande, que un solo gramo equivalía a una muerte
instantánea. Me fijé dónde colocaba la botella en que guardaba ese preparado, y cuando
todos se marcharon, me quedé con una pequeña cantidad. Yo era un boticario bastante
experimentado; introduje aquel alcaloide en pequeñas píldoras solubles, y coloqué en cada
caja una píldora envenenada junto a otra inofensiva. Entonces decidí que, cuando se
presentase la ocasión, tendrían mis caballeros que sacar una píldora de cada caja, y yo me
tragaría la que ellos dejasen. Resultaría tan mortífero y mucho menos ruidoso que hacer
fuego a través de un pañuelo. Desde entonces llevé siempre encima las píldoras
dondequiera que iba, y había llegado el momento de emplearlas.
»Era ya más cerca de la una que de las doce, y la noche estaba borrascosa y cruda,
soplaba un fuerte viento y caía una lluvia torrencial. Todo lo tenebroso que estaba todo por
fuera, lo estaba yo de alegre por dentro; tan alegre que habría sido capaz de gritar de puro
júbilo. Si alguno de ustedes, caballeros, ha languidecido alguna vez anhelando una cosa,
suspirando por ella durante veinte largos años, encontrándola de pronto al alcance suyo,
podrá comprender mis sentimientos. Encendí un cigarro y fumé para calmar mis nervios,
pero me temblaban las manos y me latían las sienes de emoción. Mientras avanzaba con el
coche, estaba viendo a John Ferrier y a la dulce Lucy, que me miraban desde la oscuridad
y me sonreían; los estaba viendo con la misma claridad con que los estoy viendo a ustedes
en esta habitación. Los tuve delante de mí durante todo el trayecto, uno a cada lado del
caballo, hasta que paré delante de la casa de la carretera de Brixton.
»No había un alma a la vista, ni se escuchaba otro ruido que el gotear de la lluvia. Al
mirar por la ventanilla hacia el interior del coche, vi que Drebber estaba muy acurrucado
durmiendo su sueño de borracho. Lo sacudí del brazo, y le dije:
»—Hay que apearse ya.
»—Muy bien, cochero —contestó.
»Creo que pensó que habíamos llegado al hotel cuya dirección me había dado, porque
se apeó sin decir más y me acompañó por el jardín adelante. Tuve que caminar a su lado
para sostenerlo, porque seguía estando con la cabeza algo pesada. Cuando llegamos a la
puerta, la abrí y lo conduje al interior de la habitación delantera. Les doy a ustedes mi
palabra de que durante todos estos momentos el padre y la hija iban caminando delante de
nosotros.
»—Esto está infernalmente oscuro —dijo, pisando fuerte de un lado para otro.
»—En seguida tendremos luz —le dije, encendiendo una cerilla y aplicándola a una
vela que había traído conmigo—. Y ahora, Enoch Drebber —proseguí, volviéndome hacia
él y alumbrándome la cara con la luz de la vela—, ¿quién soy yo?
»Me contempló un momento con sus ojos turbios de borracho, y de pronto vi que
brotaba de ellos una expresión de espanto, y que se convulsionaban todos los rasgos de su
cara, lo que me demostró que me había reconocido. Retrocedió tambaleándose, con rostro
lívido, y pude ver que su frente se cubría de sudor, mientras le castañeteaban los dientes.
Al ver aquello, apoyé mi espalda contra la puerta y rompí en una carcajada prolongada y
estruendosa. Tuve siempre la certeza de que el castigo sería cosa dulce, pero nunca esperé
una alegría del alma como la que en ese momento se apoderó de mí.
»—¡Perro! —le dije—. Te he seguido el rastro desde Salt Lake City hasta San
Petersburgo, y siempre te me escapaste. Pero ahora, por fin, han terminado tus andanzas,
porque uno de los dos, tú o yo, no veremos levantarse el sol de mañana.
«Conforme yo hablaba, él se iba apartando cada vez más de mí y pude ver en su cara
que me tomaba por loco. Y, en efecto, lo estuve mientras duró aquello. Me latía el pulso en
las sienes igual que martillos de herrero, y creo que habría sufrido un colapso si la sangre
no me hubiese brotado de golpe de la nariz, aliviándome.
»—¿Qué piensas ahora de Lucy Ferrier? —le grité, cerrando la puerta con llave y
blandiéndola delante de su cara—. El castigo ha sido lento en llegar, pero te alcanzó al fin.
»Vi cómo le temblaban los labios cobardes al escuchar mis palabras. Si él no hubiera
estado seguro de que era inútil, me habría suplicado que le perdonase la vida.
»—¿Será capaz de asesinarme? —tartamudeó.
»—No hay aquí asesinato —le contesté—. ¿Quién habla de asesinar a un perro
rabioso? ¿Qué lástima tuviste tú de mi pobre Lucy querida, cuando te la llevaste a rastras
del lado de su padre asesinado, para meterla en tu maldito y desvergonzado harén?
»—Yo no fui quien mató a su padre —gritó.
»—Pero fuiste tú quien destrozó su inocente corazón —le vociferé, poniendo de
pronto la cajita ante sus ojos—. Que sea Dios mismo quien juzgue entre tú y yo. Elige y
métetela en la boca. En una de las píldoras está la muerte, y en la otra, la vida. Yo me
tragaré la que tú dejes. Veamos si existe justicia sobre la Tierra o si es la casualidad la que
nos gobierna.
»Se fue echando hacia atrás, encogido, dando gritos, desatinado y pidiéndome
compasión; pero yo saqué mi cuchillo y se lo puse en el cuello hasta que él me obedeció.
Acto seguido me tragué yo la otra píldora y nos quedamos mirándonos el uno al otro, cara
a cara y en silencio, durante cosa de un minuto, esperando a ver cuál iba a vivir y cuál a
morir. ¿Podré olvidarme jamás de la expresión que adoptó su cara cuando los primeros
dolores le anunciaron que el veneno actuaba dentro de su organismo? Yo rompí a reír al
ver aquello, y le puse delante de los ojos el anillo de boda de Lucy. Fue nada más que un
instante, porque la acción del alcaloide es rápida. Sus facciones se contorsionaron con un
espasmo de dolor; extendió hacia adelante los brazos, se tambaleó y cayó pesadamente al
suelo, dejando escapar un grito ronco. Lo volví boca arriba con el pie y puse mi mano
sobre su corazón. No latía. ¡Estaba muerto!
»La sangre me había estado brotando de la nariz, pero yo no me había fijado en ello.
No sé qué impulso fue el que me hizo escribir con esa sangre en la pared; quizá una
maligna intención de lanzar a la Policía por una pista equivocada, porque, en efecto, me
sentía alegre y con el corazón liviano. Me acordé de cierto alemán al que se encontró en
Nueva York con la palabra RACHE escrita encima de él, lo que dio lugar a que los
periódicos sostuviesen que aquello era obra de sociedades secretas. Pensé que lo mismo
que había dejado desconcertados a los neoyorquinos desconcertaría a los londinenses, y
por eso mojé un dedo en mi propia sangre y escribí esa palabra en un sitio conveniente de
la pared. Acto seguido, me encaminé hasta donde estaba mi coche. No andaba nadie por
allí, y la noche seguía siendo muy borrascosa. Ya había puesto cierta distancia de por
medio con mi coche, cuando, al meter la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo
de Lucy, descubrí que no lo tenía. Me quedé como fulminado, porque era el único
recuerdo que conservaba de ella. Pensando que quizá lo había dejado caer al inclinarme
sobre el cadáver de Drebber, volví con mi coche y, dejándolo en una calle lateral, me dirigí
audazmente a la casa, porque estaba dispuesto a arriesgar cualquier cosa antes que perder
el anillo. Al llegar, me di de manos a boca con el funcionario de Policía que salía de la
casa, y solo conseguí desarmar sus sospechas fingiéndome irremediablemente borracho.
»Así acabó Enoch Drebber. Ya solo me quedaba hacer lo mismo con Stangerson,
saldando así la deuda de John Ferrier. Sabía que se hospedaba en el hotel Halliday’s
Prívate, y merodeé por sus alrededores durante todo el día; pero él no salió a la calle. Me
imagino que sospechó algo al ver que Drebber no se había presentado. Este Stangerson era
astuto y permanecía siempre alerta. Pero si pensaba que podía librarse de mí
permaneciendo dentro del hotel, estaba muy equivocado. No tardé en descubrir cuál era la
ventana de su dormitorio, y en las primeras horas de la mañana siguiente me serví de una
escalera que estaba en el suelo en la travesía de la parte posterior del hotel, y logré
meterme de ese modo en su habitación a la media luz del alba. Lo desperté y le dije que
había llegado la hora en que tenía que responder de la vida que había quitado hacía tanto
tiempo. Le relaté cómo había muerto Drebber, y le di la misma posibilidad de elegir entre
las píldoras envenenadas. En lugar de aferrarse a la posibilidad de salvarse que con ello le
ofrecía, saltó de la cama al suelo y se tiró a mi garganta. Yo, en defensa propia, le clavé el
cuchillo en el corazón. De todos modos, el resultado habría sido el mismo, porque la
Providencia no habría permitido en modo alguno que la mano culpable eligiese otra
píldora que la del veneno.
»Poco más tengo que decir, por suerte, porque estoy casi acabado. Seguí con mi coche
durante un par de días con el propósito de ahorrar lo suficiente para regresar a
Norteamérica. Me hallaba en la caballeriza cuando un mozalbete harapiento preguntó si
había algún cochero que se llamase Jefferson Hope, y dijo que un caballero de Baker
Street, número 221 B, pedía el coche suyo. Vine sin recelar daño alguno, y no caí en la
cuenta sino cuando este caballero joven me puso las esposas en las muñecas, y me vi
esposado tan limpiamente como jamás había visto hacerlo. Y ya tienen ustedes toda mi
historia, caballeros. Pueden tomarme por un asesino, pero yo sostengo que no soy sino un
funcionario de la justicia, lo mismo que lo son ustedes.
El relato de aquel hombre había sido tan emocionante y su manera de hacerlo tan
solemne, que nosotros habíamos permanecido silenciosos y absortos en el mismo. Hasta
los detectives profesionales, que estaban blasé de toda clase de detalles criminales,
parecieron interesarse vivamente por la historia de aquel hombre. Cuando este hubo
acabado seguimos inmóviles por espacio de algunos minutos, guardando un silencio que
solo fue roto por los garabateos del lápiz de Lestrade, que daba los últimos retoques a sus
anotaciones taquigráficas.
—No queda sino un punto sobre el que yo desearía un pequeño informe más —dijo,
por último, Sherlock Holmes—. ¿Quién fue el cómplice suyo que vino en busca del anillo
anunciado por mí?
El preso hizo un guiño divertido a mi amigo:
—Yo soy dueño de contar mis propios secretos, pero no meto a los demás en
dificultades. Yo leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, pero que también podía
tratarse del anillo que yo buscaba. Mi amigo se ofreció a ir a comprobarlo. Creo que
reconocerá usted que él actuó con gran habilidad.
—Sobre eso no hay ninguna duda —dijo cordialmente Holmes.
—Caballero —hizo notar con gravedad el inspector—, es preciso cumplir con las
formalidades de la ley. El preso comparecerá el jueves ante los magistrados, y será
necesario que ustedes se hallen presentes. De aquí a entonces quedará bajo mi
responsabilidad.
Al mismo tiempo que hablaba tocó la campanilla, y Jefferson Hope fue sacado de allí
por una pareja de guardias, mientras mi amigo y yo salíamos de la comisaría y tomábamos
un coche para regresar a Baker Street.
CAPÍTULO 7
Final
Se nos había advertido que todos nosotros debíamos comparecer el jueves ante los
magistrados; pero cuando llegó ese día no hubo necesidad de nuestro testimonio. El juez
de más alta categoría se había hecho cargo del asunto, y Jefferson Hope había sido
llamado ante un tribunal en el que se le iba a hacer estricta justicia. La misma noche que
siguió a su captura estalló el aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado caído en el
suelo de la celda; su rostro estaba revestido de una plácida sonrisa, como si en los
momentos de su agonía hubiera vuelto la mirada hacia una vida útil y hacia una tarea
debidamente cumplida.
—Esta muerte sacará de quicio a Gregson y Lestrade —hizo notar Holmes cuando
charlábamos la noche siguiente sobre el caso—. ¿En qué va a quedar ahora la gran
propaganda suya?
—Yo no veo que ellos hayan tenido mucho que hacer en su captura —le contesté.
—No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo —me respondió con
amargura mi compañero—. La cuestión es lo que puede usted hacer creer a los demás que
usted ha realizado. No importa —prosiguió, después de una pausa, en tono más alegre—.
Por nada del mundo habría yo querido perderme esta investigación. Es el mejor caso de
todos los que yo recuerdo. Aunque sencillo, hubo en él varios detalles muy
aleccionadores.
—¡Sencillo! —exclamé.
—Sí; la verdad es que no se le puede calificar de otro modo —dijo Sherlock Holmes
sonriéndose al ver mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca sencillez es que me fue
posible atrapar al criminal en menos de tres días sin ninguna ayuda, salvo algunas
deducciones muy corrientes.
—Es cierto —le dije.
—Ya le tengo explicado que todo aquello que se sale de lo vulgar no resulta un
obstáculo, sino que es más bien una guía. El gran factor, cuando se trata de resolver un
problema de esta clase, es la capacidad para razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy
útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita mucho en ella. En las tareas corrientes de la
vida cotidiana resulta de mayor utilidad el razonar hacia adelante, y por eso se la
desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay cincuenta que saben razonar por
síntesis.
—Confieso que no le comprendo —le dije.
—No esperaba que me comprendiese. Veamos si puedo plantearlo de manera más
clara. Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le
anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y
deducir que han de tener una consecuencia determinada. Sin embargo, son pocas las
personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su
propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero
cuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente.
—Entiendo —dije.
—Pues bien: este era un caso en el que se nos daba el resultado, y en el que teníamos
que descubrir todo lo demás nosotros mismos. Voy a intentar exponerle las diferentes
etapas de mi razonamiento. Empecemos por el principio. Llegué a la casa, como usted
sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es natural,
por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya, las huellas claras de
un carruaje, y este carruaje, como deduje de mis investigaciones, había estado allí en el
transcurso de la noche. Por lo estrecho de la marca de las ruedas me convencí de que no se
trataba de un carruaje particular, sino de uno de alquiler. El cabriolé de alquiler es mucho
más estrecho que la berlina particular.
»Fue ese el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y
dio la casualidad de que se trataba de un suelo de arcilla, extraordinariamente apto para
que se marquen en el mismo las huellas. A usted le parecería, sin duda, una simple franja
de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban un sentido
para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y
tan olvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las
fuertes pisadas de los guardias, pero vi también las huellas de dos hombres que habían
pisado primero el jardín. Era cosa fácil afirmar que habían pasado antes que los otros,
porque en algunos sitios estas huellas habían quedado borradas del todo al pisar los
segundos encima. Así es como fabriqué mi segundo eslabón, que me informó de que los
visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo que calculé
por la anchura de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella
pequeña y elegante que dejaron sus botas.
»Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía delante de mí
al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, este había sido
cometido por el individuo alto. El muerto no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la
expresión agitada de su rostro me proporcionó la certeza de que él había visto lo que le
venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedad cardiaca, o por cualquier
causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando
olisqué los labios del muerto pude percibir un olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de
que se le había obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a
tomarlo por la expresión de odio y de temor que tenía su rostro. Había llegado a este
resultado por el método de la exclusión, porque ninguna otra hipótesis se ajustaba a los
hechos. No vaya usted a imaginarse que se trata de una idea inaudita. No es, en modo
alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, obligar a la víctima a ingerir el veneno.
Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odessa, y de Leturier,
en Montpellier.
»A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Este no había sido el
robo, puesto que no lo habían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba
una mujer? Tal era el problema con que me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí
inclinado a esta última suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la
fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido
llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas suyas
por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio
hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y
no político. Al descubrirse en la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi
punto de vista. Estaba demasiado claro que aquello era una añagaza. Pero la cuestión
quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo
para obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a
este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado
acerca de algún punto concreto de la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que
me contestó negativamente.
»Procedí a continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado
me confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los
detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y a la largura de las uñas. Al no
ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión de que la sangre que manchaba
el suelo había brotado de la nariz del asesino debido a su emoción. Pude comprobar que la
huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no
sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y
por ello aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de
cara rubicunda. Los hechos han demostrado que mi juicio era correcto.
»Cuando salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado.
Telegrafié a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo
al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de que ya
con anterioridad había acudido Drebber a solicitar la protección de la ley contra un
antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba en Europa.
Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y solo me quedaba atrapar al
asesino.
»En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre que
había entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las
marcas que descubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un
lado a otro de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo.
¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además, es
absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio cometa un
crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona que sabe
que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus
andanzas por Londres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un
coche público? Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson
Hope habría de encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli.
»Si él había trabajado de cochero, no había razón para suponer que hubiese dejado ya
de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino
podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al
menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase
con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que este no era
conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice
presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de
Londres, hasta que huronearon dónde estaba el hombre tras el que yo andaba. Aún está
fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente
que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio
completamente inesperado, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar.
Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia
había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de consecuencias lógicas
sin una ruptura ni una grieta.
—¡Es asombroso! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean reconocidos
públicamente. Debería usted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por
usted.
—Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó—. ¡Fíjese! Eche
un vistazo a esto —agregó, entregándome un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso en
cuestión.
El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del
individuo llamado Hope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al
señor Joseph Stangerson. Es probable que ya nunca se hagan públicos los detalles del
caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muy autorizada de que el crimen fue
consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieron el amor y el
mormonismo. Según parece, ambas víctimas pertenecieron en su juventud a los Santos de
los Últimos Días, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera
producido ningún otro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo
más elocuente la eficacia de nuestra Policía detectivesca, enseñando a todos los
extranjeros que obrarán prudentemente saldando sus cuestiones personales en su propio
país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta
inteligente captura se debe por completo a los funcionarios de Scotland Yard, señores
Lestrade y Gregson. El criminal fue detenido, según parece, en las habitaciones de un tal
Sherlock Holmes, persona que, a título de aficionado, ha demostrado poseer algún talento
en la especialidad detectivesca, y que, con maestros como aquellos, podría quizá llegar,
con el tiempo, a adquirir hasta cierto punto su misma habilidad. Se espera que, a título de
reconocimiento de sus servicios, se organice en honor de dichos funcionarios alguna clase
de homenaje».
—¿No se lo dije yo desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, echándose a reír
—. El resultado de todo nuestro Estudio en escarlata es ese: ¡conseguir para ellos un
homenaje!
—No importa —le contesté—. Yo he anotado en mi diario todos los hechos, y el
público los sabrá. Confórmese, mientras tanto, con la conciencia del éxito, igual que aquel
romano avaro:
Populus me sibilat, at mihi plaudo
Ipse domi, simul ac nummos contemplor in arca.
[El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa,
mientras admiro mis dineros en el arca:
Horacio, Sátiras, 1,166-67].
2. LA CORBETA GLORIA SCOTT
—Tengo aquí unos papeles, Watson —dijo mi amigo Sherlock Holmes una noche de
invierno en que nos encontrábamos sentados al lado de la chimenea—, que realmente me
parece que valdría la pena que les echase una ojeada. Son los documentos del
extraordinario caso del Gloria Scott, y este es el mensaje que dejó al juez Trevor muerto
de terror cuando lo leyó.
Sacó de un cajón un pequeño cilindro, que había perdido el brillo, y, abriéndolo, me
entregó una cuartilla de papel grisáceo en la cual estaba garabateado el siguiente mensaje:
La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha
recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es
importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.
Cuando alcé la vista tras leer esta nota enigmática vi a Holmes riéndose de la
expresión que mi rostro reflejaba.
—Le veo un poco desconcertado —dijo.
—No entiendo cómo un mensaje como este pudiera inspirar terror. Me parece grotesco
más que otra cosa.
—Probablemente. Y sin embargo el hecho es que al lector, un hombre fornido y muy
entero, le tiró de espaldas, como si del culatazo de una pistola se tratara.
—Despierta usted mi curiosidad —dije—. Pero, ¿por qué dijo hace un momento que
había razones muy especiales para que estudiara este caso?
—Porque es el primero del que me ocupé.
A menudo había intentado que mi amigo me dijera qué era lo que le había encaminado
hacia la investigación criminal, pero nunca antes le había encontrado en talante
comunicativo para ello. Ahora se sentó en el borde de la butaca y extendió los documentos
sobre las rodillas. Luego encendió la pipa y permaneció un rato fumando y dándole
vueltas.
—¿No me ha oído nunca hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo
que hice durante mis dos años en la Universidad. Nunca fuí un tipo muy sociable, Watson;
siempre preferí encerrarme en mi habitación e ingeniarme mis propios métodos de pensar,
de modo que nunca frecuenté demasiado a los jóvenes de mi curso. A excepción de la
esgrima y el boxeo no tenía aficiones atléticas y, por otro lado, mi modo de estudiar difería
mucho del de los otros muchachos, de manera que teníamos pocos puntos en común.
Trevor fue el único que conocí y eso gracias al accidente con su terrier, que me agarró del
tobillo una mañana en que bajaba a la capilla.
Fué un modo muy prosaico de entablar amistad, pero eficaz. Estuve inmovilizado diez
días y Trevor solía venir a ver qué tal iba. Al principio sólo hablábamos unos minutos,
pero pronto sus visitas comenzaron a alargarse y antes de fin de curso éramos íntimos
amigos. Era un tipo alegre, lleno de vida y energía, impulsivo, justo lo contrario de mí en
casi todos los aspectos. Pero encontramos que teníamos algunos intereses en común y el
hecho de que estuviera tan solo como yo fue otro vínculo de unión. Finalmente me invitó a
la casa de su padre en Donnithorpe, en el condado de Norfolk, y yo acepté su hospitalidad
durante un mes en verano.
El viejo Trevor, un hombre adinerado que gozaba de gran consideración, era Juez de
Paz y terrateniente. Donnithorpe es una pequeña aldea justo al norte de Langmere, en los
Broads.
La casa era una antigua y amplia edificación de ladrillo con vigas de madera de roble y
una hermosa avenida de tilos. En los pantanos se cazaban patos salvajes, había mucha
pesca, una pequeña pero selecta biblioteca, comprada, según tengo entendido, a un
ocupante anterior, y una aceptable cocinera, así que había que ser muy quisquilloso para
no pasar allí un mes muy agradable.
El viejo Trevor era viudo, y mi amigo hijo único. Supe que había tenido una hija que
murió de difteria en una visita a Birmingham. El padre me interesaba sumamente. Era un
hombre de escasa cultura, pero con una buena dosis de fuerza bruta, tanto física como
mentalmente. Apenas había leído un libro, pero había viajado mucho, conocía el mundo y
recordaba todo lo que había aprendido. Era un hombre de aspecto corpulento, con un
mechón de pelo gris, rostro curtido y moreno, y ojos azules y penetrantes hasta rayar casi
en la fiereza. Sin embargo, entre la vecindad tenía fama de ser amable y bondadoso, y
destacaba por la tolerancia de sus sentencias.
Una noche, poco después de mi llegada, estábamos tomando una copa de oporto
después de la cena, cuando el joven Trevor comenzó a hablar de los hábitos de
observación y deducción que yo había sistematizado, aunque aún no apreciaba el papel tan
importante que iban a desempeñar en mi vida. El padre evidentemente pensó que su hijo
exageraba al narrar una o dos pequeñas proezas que yo había realizado.
—Vamos, señor Holmes —dijo riendo con humor—. Soy un excelente tema. A ver si
deduce algo sobre mí.
—Me temo que no hay mucho —respondí—. Podría sugerir, sin embargo, que durante
los últimos doce meses ha vivido temiendo un ataque personal.
La sonrisa se le heló en los labios y me miró sorprendido.
—Eso es muy cierto —respondió—. ¿Sabes, Víctor? —dijo dirigiéndose a su hijo—.
Cuando desarticulamos aquella banda de cazadores ilegales, juraron que nos apuñalarían,
y a Sir Edward Hoby le han atacado. Siempre he estado en guardia desde entonces, pero
no sé cómo lo ha descubierto usted.
—Lleva usted un bastón muy hermoso —respondí—. Por la inscripción observé que
no hará un año que lo tiene. Pero se ha molestado en perforar el mango y echar plomo
fundido en el agujero, convirtiéndolo así en un formidable instrumento. Supuse que no se
habría tomado esas molestias de no tener nada que temer.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó sonriendo.
—Ha boxeado mucho en su juventud.
—De nuevo tiene razón. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Tengo la nariz torcida, acaso?
—No —respondí—. Son sus orejas. Tienen la hinchazón y aplanamiento
característicos del boxeador.
—¿Algo más?
—Ha cavado usted mucho, tiene callos.
—Hice todo mi dinero en las minas de oro.
—Ha estado en Nueva Zelanda.
—Vuelve a acertar.
—Ha visitado Japón.
—Muy cierto.
—Y ha estado asociado íntimamente con alguien cuyas iniciales eran J. A. y a quien
después ha querido olvidar por completo.
Muy despacio el señor Trevor se levantó, clavó sus ojos azules en mí con una mirada
extraña y enloquecida y se cayó de bruces sobre las cascaras de nueces que había encima
del mantel.
Ya se imaginará, Watson, lo asombrados que nos quedamos su hijo y yo. El ataque no
le duró mucho, pues, en cuanto le desabrochamos el cuello y salpicamos la cara con agua
de uno de los vasos, jadeó un poco y se incorporó.
—Chicos —dijo intentando esbozar una sonrisa—, espero no haberos asustado.
Aunque parezco fuerte, tengo un punto débil en el corazón y con poca cosa me altero. No
sé cómo lo consigue, señor Holmes, pero me da la impresión de que todos los detectives
de hecho y de ficción son niños a su lado. Por ahí tiene que orientar su vida, y se lo dice
un hombre que ha visto algo de mundo.
Y ese consejo, unido a la exageración de mis habilidades con que lo había prologado,
fue, si me quiere creer, Watson, lo primero que me hizo pensar que podía convertir en
profesión lo que hasta entonces solo había supuesto para mí un mero entretenimiento.
Pero en ese momento estaba demasiado preocupado por la repentina enfermedad de mi
anfitrión para pensar en nada más.
—Espero no haber dicho nada que le resulte doloroso —dije.
—Bueno, lo cierto es que ha tocado usted un punto bastante débil. ¿Puedo preguntarle
cómo lo sabe y cuánto sabe? —hablaba ahora en tono jocoso, pero seguía habiendo un
atisbo de terror en el fondo de sus ojos.
—Es muy sencillo —dije—. Cuando se descubrió el brazo para meter aquel pez en la
barca vi que llevaba tatuadas las letras J. A. junto al codo. Aún eran legibles, pero por su
aspecto borroso estaba muy claro que se había esforzado por hacerlas desaparecer. Era,
pues, evidente, que en otro tiempo esas iniciales le habían sido muy familiares y que más
tarde quiso olvidarlas.
—¡Qué vista tiene! —dijo con un suspiro de alivio—. Es tal y como dice. Pero no
hablemos de ello. De entre todos los fantasmas, los peores son los de nuestros antiguos
amores. Vayamos al cuarto del billar a fumarnos un cigarro tranquilamente.
A partir de ese día, a pesar de toda su cordialidad, la actitud del señor Trevor hacia mí
estuvo siempre teñida de sospecha. Hasta su hijo se dio cuenta:
—Le has dado un susto tan grande al viejo, que nunca más estará seguro de lo que
sabes o no sabes —decía.
Estoy seguro de que no era su intención demostrarlo, pero lo tenía tan grabado, que se
delataba a cada paso. Finalmente me convencí de que estaba ocasionando cierta
intranquilidad y decidí dar por concluida mi visita. Pero, justo el día anterior a mi partida,
sucedió algo que luego resultó ser de importancia.
Estábamos los tres sentados en unas hamacas en el césped, tomando el sol y
admirando la vista, cuando salió la criada para comunicarnos que había un hombre en la
puerta que quería ver al señor Trevor.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó mi anfitrión.
—No quiso dármelo.
—Entonces ¿qué quiere?
—Dice que usted le conoce y que solo le entretendrá un momento.
—Hágale pasar aquí.
Instantes después apareció un hombrecillo enjuto, de ademanes apocados y andar
rastrero. Vestía una chaqueta abierta con una mancha de brea en la manga, camisa de
cuadros rojos y negros, bombachos y recias botas desgastadas. Tenía el rostro delgado y
astuto, lucía una perpetua sonrisa que dejaba ver una fila irregular de dientes amarillentos,
y mantenía las arrugadas manos en la posición medio cerrada tan típica de los marineros.
A medida que avanzaba, encorvado, por el césped, oí que el señor Trevor profería una
especie de hipido y de repente se levantó de un salto y corrió hasta la casa. Volvió al
momento, y al pasar por delante de mí pude comprobar que olía fuertemente a coñac.
—Bien, buen hombre —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El marinero permaneció de pie, mirándole, los ojos fruncidos y la misma sonrisa en los
labios.
—¿No me conoce? —preguntó.
—¡Pero, cielo santo, si es Hudson! —dijo el señor Trevor en tono sorprendido.
—El mismo, señor —dijo el marinero—. Hace más de treinta años que no le veía. Y
aquí está usted en su casa y yo sigo sacándome la carne salada del barril.
—Bueno, comprobarás que no he olvidado los viejos tiempos —exclamó el señor
Trevor y, caminando hacia el marinero, le susurró algo al oído.
—Ve a la cocina —continuó en voz alta—, te darán de comer y beber.
—Gracias, señor —dijo el marinero tocándose la frente—. Acabo de desembarcar, tras
pasar dos años en un barco que hacía ocho nudos y con escasa tripulación, y necesito un
descanso. Pensé que lo encontraría con usted o con el señor Beddoes.
—¿Sabes dónde está el señor Beddoes?
—Dios le bendiga, señor. Sé dónde encontrar a todos mis viejos amigos —dijo el
hombrecillo con una sonrisa siniestra, y con desgana se dirigió tras la criada en dirección a
la cocina.
El señor Trevor farfulló algo acerca de que habían sido compañeros de tripulación
cuando en una ocasión él regresaba a buscar oro, y después nos dejó y entró en la casa.
Cuando una hora más tarde entramos en la casa, le encontramos tendido en el sofá del
comedor, borracho como una cuba. El incidente me dio muy mala impresión y no sentí
dejar Donnithorpe al día siguiente, pues suponía que mi presencia resultaría embarazosa a
mi amigo.
Todo esto sucedió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Regresé a mis
habitaciones en Londres, donde pasé siete semanas haciendo algunos experimentos de
química orgánica. Pero un día, ya muy entrado el otoño y próximas las vacaciones a su fin,
recibí un telegrama de mi amigo, suplicándome que fuera a Donnithorpe y diciendo que
necesitaba ayuda y mi consejo con urgencia. Por supuesto que lo dejé todo y partí para el
norte de nuevo.
Me estaba esperando en la estación con una calesa, y a primera vista comprobé que los
últimos dos meses habían sido muy duros para él. Había adelgazado, estaba muy
apesadumbrado y ya no tenía la clásica alegría que siempre le había caracterizado.
—El viejo se está muriendo —fueron sus primeras palabras.
—¡Es imposible! —exclamé—. ¿Qué sucede?
—Apoplejía. Un ataque de nervios. Lleva todo el día al borde de la muerte. Dudo que
le encontremos vivo.
Como puede imaginarse, Watson, me quedé horrorizado ante estas inesperadas
noticias.
—¿Cuál es la causa? —pregunté.
—Ahí, ahí. Sube y te lo contaré mientras vamos. ¿Recuerdas aquel tipo que llegó la
noche antes de que te fueras?
—Perfectamente.
—¿Sabes a quién hospedamos aquel día en casa?
—No tengo ni idea.
—¡Al mismísimo diablo, Holmes! —gritó.
Le miré estupefacto.
—Sí. Era el mismísimo diablo. No hemos vivido una hora de paz desde entonces, ni
una sola. El viejo no ha levantado cabeza desde aquella noche, y ahora le arrebatan la vida
y le rompen el corazón. Todo por este maldito Hudson.
—¿Qué poder ejerce, sobre él, entonces?
—Eso es justamente lo que no sé y daría cualquier cosa por saber. ¡Mi pobre viejo, tan
cariñoso y bueno! ¿Cómo pudo haber caído en manos de semejante rufián? Pero estoy
muy contento de que hayas venido, Holmes. Confío mucho en tu buen juicio y discreción,
y sé que me aconsejarás bien.
Íbamos de prisa por la blanca y llana carretera rural; los Broads, que se extendían ante
nosotros, centelleaban a la luz rojiza del sol poniente.
Desde un bosquecillo a nuestra izquierda divisé las altas chimeneas y el asta que
señalaba la vivienda del terrateniente.
—Mi padre le empleó de jardinero —dijo mi compañero—, y cuando eso no le
satisfizo, le ascendió a mayordomo. La casa parecía estar en sus manos, y hacía en ella
todo lo que se le antojaba. Las criadas se quejaban de sus borracheras y de su lenguaje
soez. Mi padre les subió a todos el sueldo para compensarles las molestias. El tipo se
cogía la barca de mi padre y la mejor escopeta y se regalaba con pequeñas cacerías. Y todo
ello con una actitud tan despectiva y una expresión tan insolente, que de haber sido un
hombre de mi edad le hubiera tumbado veinte veces. Te aseguro, Holmes, que me he
tenido que controlar muchísimo todo este tiempo. Ahora me pregunto si no hubiera sido
mejor no aguardar tanto.
»Bueno, la cosa fue de mal en peor, y ese animal de Hudson se volvía cada vez más
impertinente, hasta que por fin un día contestó a mi padre de forma muy insolente en
presencia mía. Le cogí por el hombro y le hice salir del cuarto. Se marchó encogido, con
el rostro lívido, los ojos como dos puntos venenosos que proferían más amenazas de las
que pudiera articular lengua alguna. No sé lo que ocurrió entre mi padre y él después de
eso, pero al día siguiente vino mi padre y me preguntó si me importaría disculparme con
Hudson. Como puedes imaginar, me negué a ello inquiriendo cómo podía tolerar que
semejante basura se tomara las libertades que se tomaba con él y con la servidumbre.
»—Ay, hijo mío, todo eso está muy bien, pero no sabes la situación en que me
encuentro. Pero lo sabrás, Víctor, lo sabrás. Yo me encargaré de ello, pase lo que pase. No
creerás nada malo de tu pobre padre, ¿verdad, hijo?
»Estaba muy conmovido y pasó todo el día encerrado en el despacho, donde a través
de la ventana le vi escribiendo afanosamente.
»Esa noche aconteció lo que parecía una gran liberación, pues Hudson nos comunicó
que nos dejaba. Entró en el comedor donde nos encontrábamos tras acabar de cenar y nos
anunció su intención con la ronca voz de un hombre medio borracho.
»—Me he cansado de Norfolk —dijo—. Me iré a Hampshire a casa del señor
Beddoes. Me atrevo a decir que estará tan contento como usted de verme.
»—Espero, Hudson, que no se marchará usted enfadado —dijo mi padre con una
docilidad que me hacía bullir la sangre.
»—Aún no se han disculpado conmigo —dijo en tono gruñón y lanzándome una
mirada.
»—Víctor, reconoce que has abusado un poco de este buen hombre —dijo mi padre
volviéndose hacia mí.
»—Por el contrario, creo que ambos hemos tenido con él una paciencia inusitada —
respondí.
»—¿Ah, sí? —aulló—. Pues muy bien, amigo. ¡Ya lo veremos!
»Salió de la habitación y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a mi padre
en un estado de nervios lamentable. Noche tras noche le oía pasear por su habitación y
justo cuando empezaba a recobrar la confianza vino el mazazo.
—¿Cómo fue? —pregunté con ansiedad.
—De la manera más extraña. Llegó una carta ayer por la noche con el matasellos de
Fordingbridge. Mi padre la leyó, se echó las manos a la cabeza y empezó a dar vueltas por
el cuarto como quien se ha vuelto loco. Cuando conseguí por fin tenderle sobre el sofá
tenía la boca y los ojos torcidos hacia un lado y vi que le había dado un ataque. El doctor
Fordham vino de inmediato y le metimos en la cama. Pero la parálisis se ha extendido, no
da muestras de recobrar el conocimiento y apenas abrigo esperanzas de encontrarle vivo.
—¡Trevor, me dejas espantado! —exclamé—. ¿Qué contenía la carta para provocar tan
terrible resultado?
—Nada. Ahí está lo más inexplicable. La nota era de lo más absurdo y trivial. ¡Dios
mío, si ya me lo temía yo!
Mientras pronunciaba estas palabras tomábamos una curva que había en la avenida, y
a la tenue luz del atardecer vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas. Al
parar ante la puerta mi amigo, con el rostro transido de dolor, salía un caballero vestido de
negro.
—¿Cuándo ocurrió, doctor?
—Casi inmediatamente después de que usted se fuera.
—¿Recobró el conocimiento?
—Solo por un instante al final.
—¿Dijo algo para mí?
—Solo que los papeles estaban en el cajón del fondo del bargueño japonés.
Mi amigo subió con el médico a la estancia mortuoria, mientras yo me quedaba en el
despacho, dándole vueltas al asunto, sintiéndome más sombrío que nunca en mi vida.
¿Cuál era el pasado de este Trevor, púgil, viajante y buscador de oro? ¿Cómo había caído
en poder de aquel marinero de semblante agrio? ¿Por qué le había impresionado tanto mi
referencia a unas borrosas iniciales tatuadas en el brazo, y por qué murió de temor al
recibir una nota desde Fordingbridge? Entonces me acordé de que Fordingbridge estaba en
Hampshire y que el señor Beddoes, a quien había ido a visitar el marinero, seguramente
con el propósito de chantajearle, vivía en Hampshire. La carta, pues, podía ser del
marinero Hudson, comunicando que había desvelado el acusador secreto que parecía
existir, o bien podía ser de Beddoes, avisando a un viejo compañero de que tal traición era
inminente. Hasta aquí parecía bastante claro. Pero entonces, ¿cómo podía ser que la carta
fuera tan trivial y grotesca como la había descrito el hijo? No debía de haberla leído bien,
a no ser que fuera una de esas ingeniosas claves secretas que significan una cosa distinta
de lo que parece. Tenía que ver esa carta. Si ocultaba una significación secreta confiaba en
poder descifrarla. Durante una hora permanecí en la oscuridad, repensando todo el asunto,
hasta que finalmente la criada entró llorando a traer una lámpara, seguida de cerca por mi
amigo Trevor, que estaba pálido, pero sereno. Traía en la mano estos mismos papeles que
tengo sobre las rodillas. Se sentó frente a mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me
pasó una nota, escrita con precipitación en esta cuartilla gris que ve aquí. Decía así:
La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha
recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es
importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.
Supongo que, cuando leí este mensaje por primera vez, mi rostro reflejaría el mismo
asombro que el suyo hace un rato. Lo volví a leer con detenimiento. Evidentemente tenía
que ser lo que había supuesto, y un segundo significado debía esconderse en aquella
extraña combinación de palabras, o quizá ciertas palabras como «moscas» y «faisanes»
tuvieran un significado preestablecido. En tal caso sería imposible deducirlo. Sin embargo
me sentía reacio a pensar que fuera así, y la inclusión de la palabra Hudson parecía indicar
que el tema de la nota era lo que yo había imaginado y que la había escrito Beddoes y no
el marinero. Intenté comenzar a leerla por el final, pero la combinación «faisanes de vida»
no prometía mucho. Traté luego de leerla saltándome una palabra, pero ni «la de con» ni
«negociación caza Londres el Hudson» me indicaba nada. Y de repente tuve la clave en
mis manos y vi que, empezando por la primera, y tomando cada tercera palabra, salía un
mensaje que justificaba ampliamente la desesperación del viejo Trevor.
El mensaje que leí a mi amigo era breve y contundente:
La caza terminó. Hudson lo ha contado todo. Vuela para salvar la vida.
Víctor Trevor hundió la cabeza entre sus manos temblorosas.
—Eso debe de ser —dijo—. Esto es peor que la muerte, pues además significa la
deshonra. Pero ¿qué significan estos «guardabosques» y «faisanes»?
—No significa nada con respecto al mensaje, pero hubieran querido decir mucho de no
haber tenido otras posibilidades para saber quién lo enviaba. Ya ves que empezó
escribiendo «La… caza… terminó» y demás. Después tuvo que rellenar con dos palabras
cualesquiera los espacios, para seguir el acuerdo preestablecido. Lógicamente empleó las
primeras palabras que se le ocurrieron y, dado que hay tantas sobre la caza, podemos estar
bastante seguros de que era un apasionado de este deporte. ¿Sabes algo de ese Beddoes?
—Pues ahora que lo mencionas —dijo—, recuerdo que mi pobre padre solía recibir
cada otoño una invitación para cazar en sus cotos.
—Entonces es indudable que la nota la envió él —dije yo—. Solo nos resta descubrir
el secreto que hacía que estos dos hombres acaudalados y respetados estuvieran a merced
del marinero Hudson.
—¡Me temo, Holmes que será un secreto feo y vergonzoso! —exclamó mi amigo—.
Pero no quiero tener secretos contigo. Aquí está el escrito que redactó mi padre cuando el
peligro era inminente. Lo encontré, tal y como él le indicó al médico, en el bargueño
japonés. Léelo tú, pues yo no tengo fuerzas ni valor.
—Y estos son aquellos mismos papeles, Watson. Se los leeré a usted del mismo modo
que se los leí a él aquella noche en el despacho. Como ve, delante llevan una inscripción:
«Algunos detalles del viaje del barco Gloria Scott desde que salió de Falmouth, el 8 de
octubre de 1855, hasta que fue destruido a 15°20’ latitud norte y 25°14’ longitud oeste el 6
de noviembre». Tienen forma epistolar y dicen así:
Mi queridísimo hijo: Ahora que la deshonra amenaza con enturbiar los últimos
días de mi vida, puedo escribir con toda sinceridad y honradez que no es el miedo
a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni mi caída ante los ojos de
todos quienes me han conocido lo que me duele, sino el pensar que tú pudieras
sonrojarte por mi causa, tú que me quieres y que, al menos así confío que sea, no
has tenido jamás razón alguna para no respetarme. Pero si llega a caer el golpe
que desde hace tiempo pende sobre mí, entonces quisiera que leyeras esto, para
que sepas por mí directamente hasta qué punto soy culpable. De salir todo bien
(¡Dios lo quiera!), y de no haber sido destruido este papel antes, si cayera en tus
manos, te ruego por lo más sagrado, por la memoria de tu querida madre, y por el
cariño que ha existido entre tú y yo, que lo arrojes al fuego y que no vuelvas a
pensar nunca en él.
Si continúas leyendo, es que entonces ya habré sido delatado y obligado a
abandonar mi casa, o, lo que es más probable, la muerte habrá sellado mi boca
para siempre. En ambos casos, atrás queda ya el tiempo del silencio y cada
palabra que escribo es la cruda realidad; lo juro en el mismo momento en que
estoy aguardando la clemencia.
Mi nombre, hijo mío, no es Trevor. En mi juventud fuí James Armitage. Puedes
comprender ahora el susto que me llevé el otro día cuando tu compañero de
facultad se dirigió a mí con palabras que parecían indicar que había descubierto
mi secreto. Como Armitage entré en una banda de Londres y como Armitage me
castigaron por violar las leyes de mi país, y me deportaron. No pienses
excesivamente mal de mí, hijo. Era una especie de deuda de honor la que debía
pagar y para ello utilicé un dinero que no me pertenecía, con la convicción de que
podría reponerlo antes de que se acusara la falta. Pero me persiguió la mala
suerte. El dinero con el que había contado nunca llegó a tiempo y un anticipado
ajuste del balance arrojó mi déficit. El caso se podía haber juzgado con más
tolerancia, pero hace treinta años la aplicación de la ley era bastante más severa
que ahora. Tenía veintitrés años cuando me encontré encadenado como un villano,
junto a otros treinta y siete condenados, en la segunda cubierta del barco Gloria
Scott, rumbo a Australia.
Era el año 55, durante el apogeo de la guerra de Crimea, y los antiguos barcos
utilizados para transportar a los cautivos se habían llevado al Mar Negro para
servir de cargueros. El Gobierno, pues, se vio obligado a emplear navíos más
pequeños y menos adecuados para deportar a sus condenados. El Gloria Scott se
había utilizado en el comercio de té con China, pero era un buque anticuado,
pesado y anchote, y los clíper más modernos lo habían desplazado. Era un navío
de 500 toneladas y, aparte de los treinta y ocho prisioneros, llevaba una
tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres oficiales, un
médico, un capellán y cuatro vigilantes. Contándonos a todos, éramos casi cien
cuando zarpamos de Falmouth.
Las separaciones entre las celdas de los presos, en lugar de ser de grueso doble,
como es lo normal en los barcos de cautiverio, eran frágiles laminitas. El que
estaba a mi lado por la popa era uno en quien había reparado especialmente
cuando bajamos por el muelle. Era un joven de rostro limpio y afeitado, nariz
larga y afilada, y fuerte mandíbula. Llevaba la cabeza muy erguida, andaba con
despreocupación y en especial destacaba por su enorme estatura. No creo que
ninguno de nosotros le llegáramos al hombro, y estoy seguro de que sobrepasaba
el metro noventa. Hacía raro ver, entre tantos rostros apenados y cansados, uno
lleno de energía y resolución, y a mí me dio la impresión de un fuego en medio de
una tempestad de nieve. Me alegré, por tanto, de descubrir que era mi vecino, y
aún más cuando a medianoche escuché un susurro junto al oído y descubrí que
había conseguido hacer un agujero en la madera que nos separaba.
—¡Hola, compi! —dijo—. ¿Cómo te llamas y por qué estás aquí?
Le respondí y pregunté a mi vez con quién hablaba.
—Soy Jack Prendergast —dijo—, y juro que aprenderás a bendecir mi nombre
antes de que esto acabe.
Recuerdo que había oído algo sobre su caso, pues había causado sensación en
todo el país poco antes de mi propio arresto. Era un hombre de buena familia y
gran talento, pero con vicios incurables, que, mediante un ingenioso sistema de
fraude, conseguía inmensas sumas de dinero de los principales comerciantes de
Londres.
—Así que ¿recuerdas mi caso?
—Lo recuerdo muy bien.
—Entonces quizá recuerdes que hubo algo raro, ¿no?
—No.
—Yo tenía cerca del cuarto de millón, ¿verdad?
—Eso es lo que se dijo.
—Pero no se recobró nada, ¿no?
—No.
—Y ¿dónde crees que está? —preguntó.
—No tengo la menor idea —respondí.
—Justo entre mi índice y mi pulgar —exclamó—. Por todos los santos, tengo más
libras a mi nombre que pelos tienes en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo, y sabes
manejarlo y repartirlo, ¡puedes hacer cualquier cosa! No creerás que un hombre,
pudiendo hacer lo que quiera, se va a desgastar los pantalones sentado en este
inmundo ataúd de costero chino, plagado de ratas y cucarachas, ¿no? No, señor.
Un hombre así vela por sus cosas y por las de sus compinches. ¡Puedes estar
seguro! Agárrate fuerte a él y, ¡por la Biblia!, ya verás cómo te saca de esta.
Este era su modo de hablar, y al principio creí que no significaba nada pero poco
tiempo después, tras haberme sondeado y haberme hecho jurar por lo más
solemne, me dio a entender que verdaderamente había un plan para hacerse con el
barco. Una docena de los prisioneros lo tenían ya todo pensado antes de subir a
bordo; Prendergast era el cabecilla, y su dinero era el motor.
—Yo tenía un socio —dijo—. Un hombre bueno y fiel como un perro. Él tiene la
pasta, y ¿sabes dónde se encuentra en estos instantes? ¡Es el capellán de este
barco! ¡Nada menos que el capellán! Subió a bordo vestido de negro y con los
papeles en regla y suficiente dinero para comprarlos a todos de proa a popa. La
tripulación es suya, en cuerpo y alma. Los compró incluso antes de que se
alistaran. Tiene a dos de los vigilantes y a Mercer, el segundo oficial, y tendría al
mismísimo capitán si creyera que merece la pena.
—¿Qué tenemos que hacer, pues?
—¿Tú qué crees? —dijo—. A estos soldados les vamos a poner las chaquetas más
rojas de lo que las tienen.
—Pero van armados —dijo.
—Nosotros también lo estaremos. Hay una ristra de pistolas para cada hijo de
madre, y si no podemos con el barco, con la tripulación de nuestro lado, es hora
de que nos manden a un internado de señoritas. Tú habla con el de tu izquierda y
mira a ver si es de fiar.
Así lo hice. Mi vecino era un joven en situación muy parecida a la mía, cuyo delito
era la falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre igual que
yo y es ahora un acaudalado y próspero señor que vive en el sur de Inglaterra.
Estaba bien dispuesto a unirse a la conspiración como el único medio de
salvarnos, y antes de que cruzáramos el Golfo solo quedaban dos prisioneros que
no estuvieran al corriente del secreto. Uno de ellos era débil mental y no nos
atrevimos a confiar en él y el otro padecía ictericia y no podía sernos útil.
Desde un principio no hubo nada que nos impidiera tomar el barco. La tripulación
era un atajo de rufianes, seleccionados especialmente para aquel fin. El falso
capellán venía a nuestras celdas a exhortarnos y traía una bolsa negra que se
suponía estaba llena de breviarios. Y tan a menudo venía, que al tercer día cada
uno teníamos escondidos al pie de nuestras camas una lima, varias pistolas, una
libra de pólvora y veinte balas. Dos de los vigilantes eran hombres de Prendergast
y el segundo oficial era su brazo derecho. No teníamos enfrente más que al
capitán, dos oficiales, dos vigilantes, al teniente Martin y sus dieciocho soldados y
al médico. Sin embargo, por mucha seguridad que tuviéramos, queríamos tomar
las precauciones posibles, y decidimos atacar de noche por sorpresa. Pese a todo,
las cosas se precipitaron del siguiente modo:
Una noche, unas tres semanas después de zarpar, el médico había bajado a ver a
uno de los prisioneros, que estaba enfermo, y al poner la mano sobre los pies de la
cama notó las pistolas. De haberse callado quizá hubiera dado al traste con todo
el plan, pero era un tipo nervioso, y lanzó tal grito de sorpresa y se puso tan
pálido, que el prisionero supo al instante lo que pasaba y se echó sobre él. Le
amordazó antes de que pudiera dar la alarma y le ató a la cama. Como había
abierto la puerta que daba a la cubierta, la traspasamos en un santiamén.
Disparamos contra los dos centinelas y contra un cabo que bajó a ver lo que
ocurría. Había otros dos soldados a la puerta del camarote y sus mosquetes no
debían de estar cargados, pues no dispararon contra nosotros y les disparamos
mientras intentaban calar las bayonetas. Entramos en el camarote del capitán,
pero así que abrimos la puerta oímos una explosión desde el interior, y allí yacía,
con la cabeza sobre el mapa del Atlántico, que estaba encima de la mesa; junto a
él el capellán sostenía en la mano una pistola que aún humeaba. La tripulación
había capturado a los dos oficiales y todo parecía haber terminado.
El camarote principal estaba al lado del capitán y todos nos hacinamos allí,
tirándonos por los sofás y hablando a la vez, pues estábamos como enloquecidos
ante la idea de ser libres de nuevo. Estaba lleno de armarios, y Wilson, el falso
capellán, forzó uno de ellos y sacó una docena de botellas de jerez. Les rompimos
el cuello, las vaciamos en los vasos y estábamos a punto de beber, cuando de
repente, sin previo aviso, nos llegó el rugido de los mosquetes y el camarote se
llenó de tanto humo que no veíamos el otro lado de la mesa. Cuando se disipó,
aquello era una ruina. Wilson y ocho más yacían en el suelo, amontonados unos
encima de otros y la mezcla de jerez y sangre sobre aquella mesa aún ahora me
produce náuseas. Aquello nos sobrecogió tanto, que de no ser por Prendergast
creo que nos hubiéramos entregado allí mismo. Pero él, bramando como un toro,
corrió hacia la puerta, arrastrando tras él a los que aún estábamos con vida.
Salimos y allí en la popa estaba el teniente con diez hombres. Las claraboyas del
camarote, que se encontraban justo encima de la mesa, estaban un poco abiertas y
nos habían disparado por ellas. Nos echamos encima antes de que pudieran
cargar de nuevo, y aunque se defendieron como hombres, nosotros teníamos la
delantera, y a los cinco minutos todo había terminado. ¡Santo cielo! ¡Jamás habrá
existido un matadero semejante! Prendergast parecía un demonio enloquecido;
cogía a los soldados como si fueran niños y los echaba por la borda, vivos o
muertos. Había un sargento muy malherido que siguió nadando un montón de
tiempo, hasta que alguien se apiadó y le voló la tapa de los sesos. Cuando acabó
la lucha, no quedaban más enemigos que los vigilantes, los oficiales y el médico.
Fue por ellos por los que surgió la gran disputa. Muchos de nosotros ya
estábamos más que satisfechos con haber recobrado la libertad, y no queríamos
tener un asesinato sobre nuestras conciencias. Una cosa era matar a un soldado
con un mosquetón en la mano, y otra muy distinta ver cómo se asesinaba a sangre
fría. Ocho de nosotros, cinco prisioneros y tres marineros, dijimos que no
queríamos verlo. Pero no había forma de convencer a Prendergast y a los que
estaban con él. La única certeza de tener una seguridad total era, según él, acabar
con todos, y no estaba dispuesto a dejar una sola lengua capaz de charlar ante un
jurado. A punto estuvimos de tener que compartir la suerte de los prisioneros, pero
finalmente dijo que podíamos coger un bote y marcharnos. Le cogimos la palabra,
pues ya estábamos asqueados de sucesos tan sangrientos y sospechábamos que
aún habría más. A cada uno nos dieron un juego de atuendos marineros, un barril
de agua, una caja de carne salada, una de galletas y un compás. Prendergast nos
tiró un mapa, nos dijo que éramos náufragos cuyo barco se había hundido a 15°
de latitud norte y a 25° de longitud oeste, cortó las amarras y nos dejó ir.
Y ahora, querido hijo, llego a la parte más sorprendente de la historia. Durante el
levantamiento, los marineros habían halado el trinquete, pero así que empezamos
a alejarnos de ellos, lo cuadraron de nuevo y, puesto que soplaba un ligero viento
del norte y del este, el barco comenzó a separarse lentamente de nosotros. Nuestra
barca se mecía entre las suaves olas y Evans y yo que éramos los más cultos del
grupo, estábamos sentados en la escota intentando averiguar nuestra posición y
hacia qué costa debíamos poner rumbo. Era una buena pregunta, pues las islas de
Cabo Verde quedaban a unas quinientas millas al norte y la costa de África a unas
setecientas millas al este. En definitiva, como el viento parecía querer cambiar
hacia el norte, pensamos que Sierra Leona sería mejor y maniobramos en esa
dirección; el barco se encontraba a estribor. De pronto, vimos que surgía de él una
densa nube de humo negro que se quedó suspendida en el cielo como un
monstruoso árbol. Segundos más tarde un rugido nos ensordeció y, cuando se fue
aclarando el humo, no quedaba rastro del Gloria Scott. Rápidamente
maniobramos y nos dirigimos, remando con todas nuestras fuerzas, hacia el punto
donde un círculo de espuma sobre las aguas señalaba el lugar de la catástrofe.
Tardamos una hora en llegar y al principio temimos que sería ya demasiado tarde
para salvar a nadie. Un bote destrozado y diversos maderos y cajas flotando en la
superficie indicaban dónde el barco había hecho agua, pero no había señales de
vida, y ya nos marchábamos, cuando oímos un grito de socorro y vimos a cierta
distancia un hombre agarrado a un madero. Cuando le metimos en la barca,
resultó ser un joven marinero, llamado Hudson, que se encontraba tan exhausto y
tenía tantas quemaduras que no pudo contarnos lo ocurrido hasta la mañana
siguiente.
Parece ser que cuando nos hubimos marchado, Prendergast y su banda dieron
muerte a los cinco prisioneros restantes; habían acribillado a los dos vigilantes y
los habían echado por la borda e igualmente habían actuado con el tercer oficial.
Prendergast bajó entonces a la segunda cubierta y con sus propias manos cortó el
cuello al desdichado médico.
Solo quedaba ya el primer oficial, hombre valeroso y enérgico. Cuando vio que se
le acercaba el prisionero, cuchillo ensangrentado en mano, se deshizo de las
ligaduras, que de algún modo había conseguido aflojar, y corrió por la cubierta
hasta la bodega.
Una docena de convictos, que bajaron armados en su busca, le encontraron con
una caja de cerillas en la mano sentado junto a un barril de pólvora, uno de los
cien que iban a bordo, y jurando que haría saltar todo si de alguna forma se le
molestaba. La explosión sobrevino un segundo más tarde, aunque Hudson pensaba
que la había producido una bala desviada de uno de los prisioneros, y no la cerilla
del oficial. Fuera cual fuese la causa, fue el fin del Gloria Scott y de la chusma
que lo pilotaba.
Esta es, hijo, en pocas palabras, la historia de este asunto terrible en el que me
encontré metido. Al día siguiente nos recogió el Hotspur, que iba rumbo a
Australia, y cuyo capitán no tuvo dificultad en creernos los supervivientes de un
barco de pasajeros que se había hundido. El almirantazgo dio al Gloria Scott por
desaparecido en alta mar y nada se supo jamás de su verdadero fin. Tras un
excelente viaje, el Hotspur nos desembarcó en Sydney; allí, Evans y yo nos
cambiamos el nombre y nos encaminamos hacia donde multitud de gentes de otros
países cavaban en busca de oro, entre los que no tardamos en perder nuestras
anteriores identidades.
El resto no hace falta que te lo cuente. Prosperamos, viajamos, volvimos a
Inglaterra como ricos colonos y compramos nuestras haciendas. Durante más de
veinte años hemos llevado una vida tranquila y útil y esperábamos que nuestro
pasado estuviera enterrado para siempre. Imagínate, pues, lo que sentí cuando
reconocí en el marinero que llegó a nuestra casa al hombre que habíamos salvado
del naufragio. De alguna forma había conseguido dar con nosotros y se había
propuesto vivir a costa de nuestro miedo. Ahora comprenderás por qué me
esforzaba en mantener la paz con él, y de alguna manera te condolerás conmigo
por los temores que siento al ver que, con amenazas, se dirige hacia su otra
víctima.
Debajo, escrito con letra tan temblorosa que apenas se podía entender, decía:
Beddoes escribe en cifra que H. lo ha contado todo. ¡Señor, ten piedad de nuestras
almas!
—Esa fue la narración que leí al joven Trevor aquella noche, y pienso, Watson, que,
dadas las circunstancias, era dramática. El pobre muchacho se quedó desconsolado y
partió para las plantaciones de té de Terai, donde tengo entendido que las cosas le van
bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos después del
día en que se escribió la carta de aviso. Ambos desaparecieron completa y absolutamente.
La policía no tuvo noticias de nada, de modo que Beddoes confundió una amenaza con un
hecho real. A Hudson se le había visto merodear por los alrededores, y la policía creyó que
había huido tras matar a Beddoes. Yo personalmente pienso que la verdad era justo al
contrario. Pienso que es harto probable que Beddoes, desesperado y creyéndose
traicionado, se vengó de Hudson y huyó del país con cuanto dinero pudo conseguir. Esos
son los hechos, doctor, y si le pueden ser de utilidad para su archivo los pongo a su
servicio con mucho gusto.
3. EL RITUAL DE LOS MUSGRAVE
Una anomalía en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes que siempre me sorprendió
era que, a pesar de que en su razonamiento se mostraba el más preciso y metódico de los
mortales y vestía con cierto remilgo, en cuanto a sus hábitos personales era uno de los
hombres más desordenados del mundo, capaz de volver loco a cualquiera que compartiera
con él su casa. Y no es que yo sea demasiado convencional a ese respecto, pues mi
desorganizado trabajo en Afganistán, unido a una tendencia natural por lo bohemio, han
hecho de mí un ser bastante más descuidado de lo que corresponde a alguien que ejerce la
medicina. Pero yo tengo un límite, y, cuando tropiezo con una persona que guarda los
puros en el cubo del carbón, el tabaco en las babuchas persas y clava la correspondencia
sin contestar con un cuchillo en la repisa de madera de la chimenea, comienzo a darme
ciertos aires. Siempre he mantenido, además, que practicar con el revólver debía ser,
claramente, un deporte exterior; de modo que, cuando Holmes, en uno de sus extraños
estados de humor, se sentaba en una butaca, empuñaba su revólver y con un centenar de
cartuchos Boxer se dedicaba a agujerear la pared de enfrente con un patriótico «V. R.» a
modo de decoración, no podía menos de pensar que ni la atmósfera ni el aspecto de
nuestro cuarto salían beneficiados.
Nuestras habitaciones estaban siempre atestadas de productos químicos y reliquias
criminales, que solían extraviarse y aparecer en la mantequera o en lugares aún menos
deseables. Pero mi mayor cruz la constituían sus papeles. Le horrorizaba destruir
documentos, en especial aquellos que guardaban relación con casos pasados y, sin
embargo, raro era que encontrara la suficiente energía como para ponerse a ordenarlos más
de una vez cada dos años, pues, como ya he mencionado anteriormente en estas
desordenadas crónicas, a los ataques de tremenda energía durante los que realizaba las
asombrosas hazañas a las que va vinculado su nombre, seguían periodos de letargo
durante los cuales se entretenía con sus libros y su violín, casi inmóvil salvo para ir del
sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban amontonando, hasta que cada
esquina de la habitación estaba abarrotada de haces de manuscritos, que en modo alguno
se podían quemar y que nadie salvo su dueño podía guardar.
Cierta noche de invierno, en que nos encontrábamos sentados junto a la chimenea, me
atreví a sugerirle que, dado que había terminado de clasificar unos recortes, quizá pudiera
emplear las dos horas siguientes en asear nuestro cuarto y hacerlo así más habitable. No
podía negar la justicia de mi petición, de forma que con el rostro un tanto sombrío marchó
hacia su dormitorio y regresó tirando de una gran caja de hojalata. La colocó en el centro
de la habitación y, sentándose en un taburete, procedió a levantar la tapa. Pude ver que
estaba casi llena de papeles, empaquetados en distintos montones y atados con una cuerda
roja.
—Aquí hay suficientes casos, Watson —dijo, mirándome con una picara sonrisa—.
Creo que si supiera usted todo lo que hay en esta caja, me pediría que sacara algunos en
lugar de meter más.
—¿Son estos, pues, sus primeros trabajos? —pregunté—. Siempre he deseado tener
notas acerca de ellos.
—Sí, señor. Son trabajos hechos prematuramente, antes de que llegara mi biógrafo y
me diera la fama —y con ternura, casi acariciándolos, levantó montón tras montón—. No
todos son éxitos, Watson —dijo—, pero están incluidos algunos casos muy bonitos. Aquí
están las notas del asesinato de Tarleton y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y
la aventura de la mujer rusa, y el curioso asunto de la muleta de aluminio, además del
relato completo del zopo Ricoletti y su abominable mujer. Y aquí…, bueno, este sí que es
realmente un poco recherché.
Hundió el brazo hasta el fondo del baúl y extrajo una pequeña caja de madera con tapa
corredera, como las que utilizan los niños para guardar los juguetes. De ella sacó un papel
arrugado, una llave antigua de latón, una pinza de madera a la cual estaba atada una
pelotita de cuerda y tres discos de metal oxidados.
—Bien, muchacho, ¿qué piensa de todo esto? —preguntó sonriendo al ver la expresión
de mi rostro.
—Es una curiosa colección.
—Muy curiosa, y la historia que la rodea lo es aún más.
—Entonces ¿estas reliquias tienen historia?
—Tanto es así que son historia.
—¿Qué quiere decir?
Sherlock Holmes las cogió de una en una y las colocó al borde de la mesa. Se arrellanó
luego en la silla y las observó con mirada satisfecha.
—Esto —dijo— es todo lo que me queda como recuerdo del Ritual de los Musgrave.
En más de una ocasión le había oído mencionar el caso, pero nunca había conseguido
reunir los detalles.
—Me gustaría que me lo explicara —dije.
—¿Y dejar todos estos papeles tirados? —exclamó con aire malicioso—. Bueno,
Watson, supongo que podrá soportar el desorden unos días más. Me gustaría que añadiera
este caso a sus anales, pues contiene puntos que lo convierten en único en los archivos
policiales de este e incluso de cualquier otro país. Una colección de mis insignificantes
logros no estaría completa si no contara con el relato de este asunto tan particular.
Recordará usted cómo el asunto del Gloria Scott y mi conversación con aquel pobre
hombre cuyo sino le relaté me encaminaron hacia la profesión que se convirtió en mi
trabajo diario. Usted me ve ahora, cuando todo el mundo conoce mi nombre y cuando
tanto el público como las fuerzas oficiales me consideran una especie de tribunal último al
que recurren cuando se trata de casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció por
primera vez, con motivo del asunto que ha rememorado en Estudio en escarlata, yo ya
gozaba de buenas, si no lucrativas, conexiones. No puede usted saber, pues, lo difícil que
me resultó al principio, y lo mucho que hube de esperar hasta abrirme paso.
Cuando vine a Londres por primera vez, me alojaba en Montague Street, a la vuelta
del Museo Británico, y allí esperaba, ocupando mis interminables horas de ocio en
estudiar todas aquellas ramas de la ciencia que podían contribuir a hacerme más eficaz. De
cuando en cuando me llegaba algún caso, principalmente a través de antiguos compañeros
de carrera, pues durante mis últimos años en la Universidad se habló allí mucho de mí y
de mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave. Al interés que
despertó aquella singular cadena de acontecimientos y los enormes problemas que estaban
en juego, debo mis primeros pasos hacia la posición que ahora ostento.
Reginald Musgrave era compañero mío y yo le conocía un poco. No era demasiado
popular entre los estudiantes, si bien yo siempre consideré que lo que se tomaba por
orgullo era en realidad un intento de ocultar una naturaleza tímida. Tenía un aspecto
tremendamente aristocrático, delgado, de nariz aguileña, y ojos grandes y modales
lánguidos pero elegantes. De hecho era el vástago de una de las más rancias familias del
reino, aunque su rama era la segundona y se había separado de los Musgraves del norte en
el siglo XVI. Se había establecido en el oeste de Sussex, donde su casa de Hurlstone es
quizá el edificio del condado habitado desde hace más años. Parecía rodearle algo del
lugar en que nació y yo nunca le pude mirar sin que su pálido y afilado rostro o el ángulo
de su cabeza me recordara las grisáceas arcadas, las ventanas con parteluz y todos los
venerables vestigios de una fortaleza feudal. Hablábamos de vez en cuando y recuerdo que
en más de una ocasión se interesó vivamente por mis métodos de observación y
deducción.
Hacía cuatro años que no le había visto, cuando una mañana se personó en mi
habitación de Montague Street. Había cambiado poco, vestía a la moda (siempre fue un
dandi), y conservaba los mismos modos tranquilos y suaves que siempre le habían
caracterizado.
—¿Cómo le han ido las cosas, Musgrave? —pregunté, después de que nos hubimos
saludado cordialmente.
—Supongo —dijo— que sabrá que mi padre murió hace cosa de dos años. Desde
entonces he tenido que hacerme cargo de la hacienda Musgrave y, como también soy
miembro del Parlamento por el distrito, he llevado una vida muy ocupada. Tengo
entendido, Holmes, que está dedicando a fines prácticos aquellos poderes con los que solía
asombrarnos.
—Así es —respondí—. Me dedico a vivir de mi ingenio.
—Me alegra saberlo, pues en este momento su consejo me sería muy valioso. Han
pasado cosas muy extrañas en Hurlstone, y la policía no ha conseguido aportar ninguna
luz al asunto. Es realmente un caso raro, extraordinario e inexplicable por demás.
Puede imaginarse, Watson, con qué interés le escuché, pues parecía haber llegado la
oportunidad que llevaba esperando durante tantos meses de inactividad. En el fondo de mi
corazón creía que podía tener éxito donde otros no lo consiguieron y aquí tenía la
oportunidad de ponerme a prueba.
—Le ruego me dé los detalles —exclamé.
Reginald Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que le ofrecí.
—Debe usted saber —dijo—, que, aunque estoy soltero, he de tener un considerable
número de criados en Hurlstone, pues es un antiguo caserón destartalado, que necesita
muchos cuidados. También tengo un coto y, durante los meses del faisán, suelo dar alguna
fiesta, de modo que no puedo ir corto de servicio. En total hay ocho doncellas, un
cocinero, el mayordomo, dos criados y un muchacho. El jardín y los establos tienen, por
supuesto, un personal diferente.
»De todos ellos el que más tiempo llevaba a nuestro servicio era Brunton, el
mayordomo. Mi padre lo tomó cuando era un joven maestro sin trabajo, pero era una
persona enérgica, de mucho carácter, y pronto se hizo indispensable en la casa. Era un
hombre alto, apuesto, con la frente despejada y, aunque lleva con nosotros veinte años, no
tendrá ahora más de cuarenta. Dadas sus cualidades personales y dotes extraordinarias,
pues habla varios idiomas y toca casi todos los instrumentos, es maravilloso que durante
tanto tiempo se haya sentido satisfecho en su puesto, pero imagino que se encontraba
cómodo y que carecía de energía para cambiar. El mayordomo de Hurlstone es algo que
todo el que va allí recuerda.
»Pero este dechado de virtudes tiene un defecto. Es un poco donjuán y, como puede
imaginarse, para un hombre como él tal papel no resulta difícil en un tranquilo distrito
rural. Cuando estaba casado no había problema, pero desde que se ha quedado viudo
hemos tenido un sinfín de ellos. Hace unos meses abrigamos la esperanza de que se casara
de nuevo, pues se comprometió con Rachel Howells, la segunda doncella, pero la ha
dejado por Janet Tregellis, la hija del guardabosques jefe. Rachel, que es una buena chica
pero con un vivo temperamento gales, sufrió un agudo ataque de fiebre y deambula por la
casa (o al menos es lo que hacía hasta ayer) como una sombra ojerosa. Ese fue el primer
drama en Hurlstone, pero quedó desplazado por un segundo drama, precedido por la
deshonra y destitución del mayordomo Brunton.
»Verá lo que ocurrió. Ya he dicho que el hombre era inteligente, y esta misma
inteligencia ha ocasionado su ruina, pues parece haberle llevado a una curiosidad
insaciable por cosas que no le concernían en absoluto. Yo no tenía ni la menor idea de
hasta dónde podía llevarle, hasta que un accidente de lo más trivial me abrió los ojos.
»Ya he dicho que la casa es un poco destartalada. Una noche de la semana pasada, el
jueves para ser exacto, no podía dormir, pues tontamente me había tomado una taza de
café noir después de la cena. Después de intentarlo hasta las dos de la madrugada me di
cuenta de que era inútil, de modo que me levanté y encendí una vela con la intención de
seguir con la novela que estaba leyendo. Pero tenía el libro en el cuarto del billar, así que
me puse el batín y me fui a buscarlo.
»Para llegar al cuarto del billar tuve que bajar un tramo de escaleras y luego cruzar el
pasillo que conduce hasta la biblioteca y el cuarto de armas. Se puede imaginar mi
sorpresa cuando al fondo del pasillo vi una ranura de luz que provenía de la biblioteca. Yo
mismo había apagado todas las lámparas antes de irme a la cama. Como es natural, lo
primero que pensé fue en que eran ladrones. Los pasillos de Hurlstone tienen la mayoría
de las paredes decoradas con trofeos de armas antiguas. Cogí un hacha y, dejando la vela,
fui de puntillas por el pasillo y me asomé por la puerta entreabierta.
»Brunton, el mayordomo, estaba en la biblioteca. Estaba sentado en una cómoda
butaca, completamente vestido. Sobre las rodillas tenía un papel con aspecto de mapa y
hundía la cabeza entre las manos como sumido en profundos pensamientos. Mudo de
asombro, me quedé mirándole desde la oscuridad. Una pequeña vela sobre la mesa daba
una mortecina luz, que me bastó para ver que estaba vestido. De pronto, mientras le
observaba, se levantó de la butaca y caminó hacia un escritorio, lo abrió y tiró de uno de
los cajones. Sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo extendió junto a la vela encima de
la mesa y comenzó a estudiarlo detenidamente. Tal fue mi indignación ante aquel tranquilo
examen de los documentos familiares, que di un paso adelante, y Brunton, levantando la
vista, me vio en el umbral de la puerta. Se puso en pie de un salto, la cara demudada por el
miedo, y escondió en la pechera el papel, parecido a un mapa, que estaba estudiando antes.
»—¿De modo que así es como nos paga la confianza que hemos puesto en usted? —
dije—. Mañana dejará usted su puesto.
»Con el aspecto de alguien totalmente hundido, hizo una pequeña reverencia y salió
sin decir una palabra. La vela seguía encima de la mesa y a su luz miré el papel que
Brunton había sacado del escritorio. Con sorpresa vi que no era nada importante, sino
sencillamente una copia de las preguntas y respuestas del curioso ritual antiguo
denominado el Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia, peculiar de nuestra
familia, por la cual ha pasado todo Musgrave desde hace siglos al cumplir la mayoría de
edad; algo de interés privado, que incluye nuestros cargos y nombramientos, pero carente
de uso práctico, excepto quizá como curiosidad para un arqueólogo.
—Luego volveremos al papel —le dije.
—Bueno, si lo cree realmente necesario —contestó dubitativamente—. Pues,
continuando mi relato, volví a cerrar el escritorio con la llave que Brunton había dejado y
estaba a punto de marcharme, cuando me sorprendió ver que el mayordomo había vuelto y
estaba de pie ante mí.
»—Señor Musgrave —exclamó con la voz ronca de emoción—, no soporto esta
deshonra, señor. Siempre he sido más orgulloso de lo que mi situación aconsejaba y la
deshonra me mataría. Sobre su cabeza caerá mi sangre, se lo aseguro, señor, si me aboca a
la desesperación. Si después de lo ocurrido no quiere que me quede, por el amor de Dios,
déjeme que sea yo el que me despida y me marche dentro de un mes, como si fuera propia
voluntad. Eso lo podría soportar, señor, pero no el que todos los que conozco sepan que
me han despedido.
»—No merece tanta consideración, Brunton —le respondí—. Su conducta ha sido de
lo más infame. Sin embargo, ya que lleva tanto tiempo con nosotros, no quiero
deshonrarle públicamente. Pero un mes es demasiado. Márchese antes de una semana y
alegue el motivo que quiera para hacerlo.
»—¿Solo una semana, señor? —gritó con tono de desesperación—. Quince días, diga
al menos quince días.
»—Una semana —repetí—. Y considérese tratado con benevolencia.
»Se fue encogido, la cabeza hundida en el pecho como un hombre destrozado, y yo
apagué la vela y regresé a mi dormitorio.
«Durante los días siguientes Brunton atendió a sus obligaciones con gran solicitud. Yo
no hice referencia alguna a lo ocurrido y esperaba con cierta curiosidad ver cómo saldría
del paso. Pero a la tercera mañana no apareció después de desayunar a recibir como de
costumbre mis órdenes para el día. Cuando salía del comedor, me encontré con Rachel
Howells, la doncella. Ya le he dicho que se acababa de reponer de una enfermedad y tenía
un aspecto tan desangelado que la regañé por estar trabajando.
»—Debería estar en la cama —dije—. Ya volverá a sus obligaciones cuando esté más
restablecida.
»Me miró con una expresión tan extraña que comencé a pensar que estaba algo
trastornada.
»—Ya estoy bien, señor Musgrave —dijo.
»—Veremos lo que dice el médico —respondí—. Ahora váyase a la cama, y, cuando
baje, dígale a Brunton que quiero verle.
»—El mayordomo se ha marchado —contestó.
»—¿Que se ha marchado? ¿Dónde se ha marchado?
»—Se ha marchado. Nadie lo ha visto. No está en su cuarto. Sí, sí, se ha ido.
»Y al decir esto se apoyó en la pared profiriendo gritos y risotadas, mientras yo,
horrorizado ante aquel ataque de histeria, corrí en busca de ayuda. La llevaron a su
habitación, gritando y sollozando, y yo intenté averiguar algo acerca de Brunton. No había
ninguna duda de que había desaparecido. Su cama no estaba deshecha, nadie le había visto
desde que se retirara a su habitación la noche anterior. Sin embargo era difícil entender
cómo había abandonado la casa, pues tanto ventanas como puertas estaban cerradas por la
mañana. En su habitación estaban sus ropas, su reloj e incluso el dinero, y solo faltaba el
traje negro que solía ponerse. Tampoco estaban las zapatillas, aunque sí las botas. ¿Dónde,
pues, se había marchado Brunton durante la noche y dónde se encontraba ahora?
«Registramos la casa desde el desván hasta las bodegas, pero no había ni rastro de él.
Como ya he dicho, la casa es un laberinto, sobre todo el ala original, que ahora está
completamente deshabitada, pero examinamos cada habitación y cada ático sin descubrir
la menor señal del hombre desaparecido. Me resultaba increíble que se hubiera marchado
sin llevarse sus cosas, pero ¿dónde podía estar? Llamé a la policía local, pero no tuvieron
éxito. Había llovido la noche anterior y examinamos los caminos circundantes y el césped
de la casa, pero todo en vano. Así estaban las cosas cuando un nuevo incidente desvió
nuestra atención de este misterio.
»Rachel Howells llevaba dos días tan enferma, a ratos delirando y a ratos presa de
histeria, que habíamos llamado a una enfermera para que estuviera con ella por la noche.
La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera vio que la paciente
dormía tranquilamente y se echó un sueñecito en la butaca. Cuando despertó por la
mañana, encontró la cama vacía, la ventana abierta y ni rastro de la enferma. Me
levantaron al momento y con los criados fuimos en busca de la chica. No fue difícil ver la
dirección que había tomado, pues, partiendo de su ventana, sus huellas cruzaban el césped
hasta el borde del lago, donde desaparecían cerca del camino de gravilla que conduce
fuera de la hacienda. El lago en ese punto tiene una profundidad de ocho pies, y se puede
figurar lo que pensamos al ver que el rastro de la demente acababa allí.
»Lo dragamos para rescatar el cadáver, pero no lo encontramos. Por el contrario, salió
a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lino que contenía un
montón de metal descolorido y oxidado y varios trozos de un cristal o una piedra opaca.
Este extraño hallazgo es lo único que nos proporcionó el lago y, aunque ayer se buscó y
preguntó por doquier, hasta el momento no se sabe nada ni de Rachel Howells ni de
Richard Brunton. La policía del condado anda desconcertada y yo he recurrido a usted
como último recurso.
Ya puede usted suponer, Watson, el interés con que seguí esta extraordinaria secuencia
de sucesos, e intenté ordenarlos y encajarlos para encontrar algo en común que los
hilvanara.
El mayordomo se había ido, la doncella se había ido. La doncella estaba enamorada
del mayordomo, pero después tuvo motivos para odiarle. Era galesa, apasionada y
temperamental. Se encontraba muy excitada tras la desaparición de Brunton. Había tirado
al agua una bolsa llena de contenidos curiosos. Estos eran los factores que considerar y sin
embargo ninguno parecía llegar muy al fondo de la cuestión. ¿Cuál era el punto de
arranque de esta cadena? Porque este era el final de la enmarañada madeja.
—Musgrave —dije—, tengo que ver ese papel que su mayordomo creyó interesante
examinar, incluso arriesgándose a perder su empleo.
—Este Ritual nuestro es algo bastante absurdo —respondió—, pero al menos, y a
modo de gracia redentora, tiene la excusa de su antigüedad. Tengo aquí una copia de las
preguntas y respuestas si quiere verlas.
Me dio este mismo papel que tengo aquí, Watson, y este es el extraño catecismo al que
se debía someter todo Musgrave cuando llegaba a su mayoría de edad. Le leeré las
preguntas y las respuestas tal y como vienen:
«—¿A quién pertenecía?
—AI que se ha ido.
—¿Quién la tendrá?
—El que venga.
—¿Cuál era el mes?
—El sexto desde el principio.
—¿Dónde estaba el sol?
—Sobre el roble.
—¿Dónde estaba la sombra?
—Bajo el olmo.
—¿Dónde estaba colocada?
—Al norte diez y diez, al este cinco y cinco, al sur dos y dos, al este uno y uno, y
luego debajo.
—¿Qué daremos por ella?
—Todo lo que es nuestro.
—¿Por qué deberíamos hacerlo?
—Para custodiarla».
—El original no tiene fecha —comentó Musgrave—, pero la ortografía es del siglo
XVII. Me temo que no le servirá gran cosa para resolver este misterio.
—Al menos nos proporciona otro misterio, incluso más interesante que el primero.
Puede que la solución del uno sea la solución del otro. Me disculpará, Musgrave, si le digo
que su mayordomo me parece un hombre muy inteligente y que tiene más lucidez que diez
generaciones de amos.
—Apenas le entiendo —dijo Musgrave—, y no me parece que el papel tenga ninguna
utilidad práctica.
—Pues a mí me parece enormemente práctico y pienso que Brunton opinó lo mismo.
Probablemente lo había visto antes de la noche en que usted le sorprendió.
—Es muy probable. No nos molestábamos en esconderlo.
—Creo que en esa última ocasión simplemente quería refrescarse la memoria. Si he
entendido bien, cuando usted apareció tenía en la mano un mapa o algo así que procedió a
esconder, ¿no?
—Es cierto. ¿Pero qué tenía él que ver con nuestras antiguas costumbres familiares y
qué significado tiene toda esa palabrería?
—No creo que tengamos grandes dificultades en determinarlo —dije—. Con su
permiso, tomaremos el primer tren a Sussex y entraremos más de lleno en el asunto allí
mismo.
Aquella misma tarde estábamos los dos en Hurlstone. Posiblemente haya visto usted
dibujos y leído descripciones del famoso edificio, de modo que limitaré mi relato a decirle
que está construido en forma de L, siendo el brazo largo la parte más moderna y el más
corto el núcleo antiguo, al cual se le añadió el otro. Sobre el dintel de la achatada puerta,
en el centro de esta parte antigua, está cincelada la fecha 1607, pero los expertos coinciden
en afirmar que las vigas y las sillerías son muy anteriores. Los gruesos muros y pequeñas
ventanas habían forzado a la familia, el siglo pasado, a construir el ala moderna, y la
antigua se utilizaba ahora como almacén y bodega. La casa estaba rodeada por un parque
espléndido, con buenos árboles, y el lago al que se había referido mi cliente estaba junto a
la avenida, a unas doscientas yardas del edificio.
Yo ya estaba muy convencido, Watson, de que aquí no había tres misterios aislados,
sino uno solo, y creía firmemente que, si interpretaba bien el Ritual de los Musgrave,
tendría en mis manos la pista que me conduciría a la verdad respecto al mayordomo
Brunton y a la doncella Howells. Así pues, enfoqué todas mis energías en esa dirección.
¿Por qué iba este criado a tener tanto interés en dominar aquella antigua fórmula?
Evidentemente porque vio en ella algo que se les había escapado a todas las generaciones
de terratenientes rurales y de la cual esperaba sacar provecho propio. ¿Qué era, pues, y
cómo había influido en su destino?
Me resultaba evidente, al leer el Ritual, que las medidas debían de referirse a algún
lugar al que aludía el resto del documento, y que si encontrábamos ese lugar iríamos bien
encaminados hacia conocer cuál era el secreto que los viejos Musgraves habían creído
necesario embalsamar de modo tan curioso. Se nos daban dos pistas para empezar, un
roble y un olmo. En cuanto al roble no había duda. Justo enfrente de la casa, a la derecha
de la avenida, se alzaba un roble patriarcal, uno de los árboles más magníficos que jamás
he visto.
—¿Estaba ahí cuando se escribió su ritual? —dije al pasar delante de él.
—Estaba ahí ya con la conquista normanda, seguramente —respondió—. Tiene una
circunferencia de más de veintitrés pies.
Uno de mis puntos quedaba asegurado.
—¿Tiene algún olmo antiguo? —pregunté.
—Solía haber uno muy antiguo allí, pero hace diez años le cayó un rayo y cortamos el
tocón.
—¿Puede verse aún dónde estaba?
—Sí.
—¿Y no hay más olmos?
—Antiguos no, aunque hay numerosas hayas.
—Me gustaría ver dónde se levantaba.
Habíamos llegado hasta la casa en un carruaje y, sin entrar, mi cliente me condujo al
lugar del césped donde se había alzado el árbol. Estaba a medio camino entre el roble y la
casa. Mi investigación parecía progresar.
—Supongo que será imposible saber la altura que tenía, ¿no?
—Se la puedo dar ahora mismo. Sesenta y cuatro pies.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté asombrado.
—Cuando de pequeño mi tutor me ponía ejercicios de trigonometría, siempre eran a
base de medir alturas, y así me sé la de cada edificio y árbol de la hacienda.
Era este un golpe de suerte inesperado. Mis datos me llegaban más deprisa de lo que
hubiera podido esperar.
—Dígame —pregunté—, ¿no le haría el mayordomo en alguna ocasión la misma
pregunta?
Reginald Musgrave me miró sorprendido.
—Ahora que lo menciona —respondió—, Brunton me preguntó por la altura de ese
árbol hace unos meses, a propósito de una pequeña discusión que había tenido, al parecer,
con el mozo de la cuadra.
Esto me animó muchísimo, Watson, pues me demostró que estaba en el buen camino.
Miré hacia el sol. Estaba muy bajo y calculé que en menos de una hora estaría justo
encima de las ramas más altas del viejo roble. Una de las condiciones mencionadas en el
ritual se cumpliría entonces. Y lo de la sombra del olmo debía referirse al final de la
sombra, de lo contrario se habría escogido el tronco como guía. Solo me restaba averiguar
dónde caería el final de la sombra cuando el sol acabara de pasar el roble.
—Eso debió de ser difícil, Holmes, pues el olmo ya no estaba allí.
—Bueno, al menos sabía que, si Brunton lo había podido hacer, yo también podría.
Además, tampoco hubo tanta dificultad. Fui con Musgrave a su despacho y localicé esta
estaca, a la cual até este cordel, en el que hice un nudo cada yarda.
Luego cogí dos largos de una caña de pescar, que hacían justo seis pies, y volví con mi
cliente donde había estado el olmo. El sol rozaba la copa del roble. Sujeté la caña, marqué
la dirección de la sombra y la medí. La sombra que proyectaba era de nueve pies. A partir
de ahí el cálculo fue muy sencillo. Si una caña que medía seis pies arrojaba una sombra de
nueve pies, un árbol de sesenta y cuatro pies daría una de noventa y seis pies, y la línea del
uno sería, por descontado, la línea del otro. Medí la distancia, que me llevó hasta casi el
muro de la casa, y hundí un palo en el sitio que me indicaba. Puede figurarse mi
excitación, Watson, cuando, a dos pulgadas de mi palo, vi una depresión cónica en el
terreno. Supe que era la marca que Brunton había hecho como resultado de sus medidas, y
que yo seguía su pista.
Desde este punto comencé a caminar, habiendo comprobado los puntos cardinales con
una brújula. Diez pasos dados con cada pie me llevaron paralelamente al muro de la casa y
de nuevo marqué el lugar con un palo. Luego di cinco pasos al este y dos al sur. Me
llevaron al mismo umbral de la puerta. Ahora dos al oeste significaba que debía dar dos
pasos pasillo abajo y este sería el lugar indicado por el Ritual.
Jamás he experimentado una sensación de frustración tan grande, Watson; por un
momento me pareció que debía haber un error radical en mis cálculos. El sol poniente caía
de lleno sobre el suelo del pasillo y pude ver que las desgastadas y grisáceas piedras de
que estaba pavimentado estaban firmemente adosadas con cemento y que no se habían
movido en muchos años. Brunton no había estado trabajando allí, pues. Golpeé el suelo
pero sonaba igual por todas partes, y no había ninguna ranura. Pero afortunadamente
Musgrave, que había comenzado a apreciar el significado de mi proceder y que se hallaba
ahora tan emocionado como yo mismo, sacó el manuscrito para comprobar mis cálculos.
—¡Y debajo! —exclamó—. Ha omitido el «y debajo».
Yo había interpretado el «y debajo» como que teníamos que excavar, pero de pronto
comprendí mi equivocación.
—¿Hay, pues, una bodega aquí debajo? —exclamé.
—Sí, y tan antigua como la casa. Es por ahí, por esa puerta.
Bajamos por una escalera de caracol de piedra, y mi acompañante prendió una cerilla
para encender la lámpara que había sobre un barril en una esquina. Al instante nos dimos
cuenta de que por fin llegábamos al sitio correcto y de que no éramos los únicos que
habían visitado el lugar recientemente.
Se había utilizado para almacenar madera, pero las astillas que evidentemente habían
cubierto el suelo se habían ido apartando para dejar un espacio libre en el centro. Allí
había una loseta grande, con una anilla oxidada en el centro, a la que había atada una recia
bufanda de cuadros.
—¡Por Júpiter! —exclamó mi cliente—. Es la bufanda de Brunton. Se la he visto
puesta, puedo jurarlo. ¿Qué ha estado haciendo aquí ese rufián?
A instancias mías, llamamos a un par de policías del condado para que presenciaran la
escena y entonces intenté levantar la piedra tirando de la bufanda. La pude mover un poco,
y solo conseguí apartarla con la ayuda de uno de los policías. Un agujero negro se abrió a
nuestros pies. Todos nos inclinamos para mirar, y Musgrave, de rodillas, introdujo en él la
lámpara.
Era una pequeña habitación, de unos siete pies de profundidad y cuatro pies cuadrados
de superficie. A un lado se veía una caja de madera, con tachuelas de latón, la tapa
levantada y esta anticuada llave en la cerradura. Estaba cubierta de una espesa capa de
polvo, y la humedad y los gusanos habían atacado la madera de modo que el interior
estaba lleno de hongos. Varios discos de metal, aparentemente antiguas monedas, como las
que tengo aquí, cubrían el fondo de la caja, pero no había más.
Sin embargo, en ese momento no pudimos pensar mucho en el viejo cofre, pues
teníamos los ojos fijos en lo que estaba agazapado junto a él. Era la figura de un hombre,
vestido de negro, que estaba sentado en cuclillas; su cabeza reposaba sobre el borde de la
caja y tenía los brazos extendidos a ambos lados de esta. La postura había hecho que le
subiera la sangre y nadie hubiera reconocido aquel rostro distorsionado. Pero la altura, el
traje y el pelo bastaron para que, cuando hubimos subido el cadáver, mi cliente
reconociera a su mayordomo desaparecido. Llevaba algunos días muerto, pero no había
heridas o magulladuras en su cuerpo que demostraran cómo había encontrado su trágico
fin. Cuando sacaron el cadáver de la bodega, seguíamos encontrándonos con un problema
casi tan mayúsculo como aquel con el que habíamos comenzado.
Confieso, Watson, que hasta el momento me sentía desilusionado de mi investigación.
Había contado con solucionar el asunto una vez hubiera encontrado el lugar al cual se
refería el Ritual. Pero ahora ya estaba allí y, sin embargo, seguía encontrándome igual de
lejos que al principio en cuanto a saber qué era lo que la familia había escondido con tan
elaboradas precauciones. Cierto que había desvelado el misterio de Brunton, pero ahora
debía esclarecer cómo le había llegado la muerte y qué papel jugaba en todo esto la mujer
que había desaparecido. Me senté en un barrilete y repasé de nuevo todo el asunto.
Ya conoce usted mis métodos en estos casos, Watson: me pongo en el lugar de la
persona y, tras haber calibrado su inteligencia, intento imaginarme cómo hubiera actuado
yo bajo las mismas circunstancias. En este caso el asunto se simplificaba al ser la
inteligencia de Brunton de primer orden, de modo que era innecesario hacer concesiones a
la ecuación personal, como dicen los astrónomos. Él sabía que algo de valor estaba
escondido, había encontrado el lugar y descubierto que la piedra que lo tapaba era
demasiado pesada para que la levantara un hombre solo. ¿Qué haría entonces? No podía
pedir ayuda del exterior, incluso aunque tuviera alguien de confianza, sin forzar alguna
puerta, con el correspondiente riesgo de que le descubrieran. Era mejor que su cómplice
perteneciera a la casa. Pero ¿a quién recurrir?
La chica siempre le había querido. A un hombre siempre le resulta difícil reconocer
que, por muy mal que la haya tratado, una mujer ha dejado de estar enamorada de él.
Podía intentar ser un poco amable con la chica y hacer las paces con ella y, así,
conseguirla como cómplice. Juntos irían una noche a la bodega y uniendo fuerzas
conseguirían levantar la piedra. Hasta ahí podía seguir sus pasos como si realmente los
estuviese viendo.
Pero, siendo uno de los dos una mujer, debió de ser muy difícil mover la piedra. A un
fornido policía de Sussex y a mí no nos resultó tarea fácil. ¿Qué podían hacer?
Seguramente lo mismo que yo hubiera hecho. Me levanté y examiné minuciosamente las
distintas astillas esparcidas por el suelo. Casi al instante encontré lo que buscaba. Una, de
unos tres pies de larga, tenía una profunda muesca en la punta y varias de las otras estaban
aplastadas por los lados, como si un gran peso las hubiera oprimido. Evidentemente, así
que habían ido subiendo la piedra, habían ido metiendo las maderas entre la ranura, hasta
que finalmente, cuando la abertura fue lo suficientemente grande para que por ella cupiera
una persona, la mantuvieron abierta mediante una madera colocada a lo largo. Era lógico
que esta estuviera mellada por una punta, ya que sobre ella descansaba todo el peso de la
piedra y la aplastaba contra el borde de la siguiente loseta. Hasta ahí iba bien.
Y ahora, ¿cómo continuar en la reconstrucción de este drama nocturno? Claramente,
solo uno podría entrar por el agujero, y ése era Brunton. La chica debió de esperar arriba.
Entonces Brunton abrió el cofre y suponemos que le dio a ella el contenido del mismo,
puesto que lo encontramos vacío. ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?
¿Qué rescoldos de venganza no se inflamarían en el alma de aquella apasionada mujer
celta al ver que tenía en su poder al hombre que había abusado de ella, quizá más de lo
que podamos sospechar? ¿Fue casualidad que la madera cediera y que cayera la losa,
cerrando lo que iba a ser la sepultura de Brunton? ¿Acaso ella era solo culpable de guardar
silencio en cuanto a la muerte del mayordomo? ¿O fue un manotazo repentino lo que
derribó el soporte e hizo que la piedra volviera a su sitio? Fuera como fuere, me pareció
ver el rostro de la mujer, agarrando su tesoro y corriendo escalera arriba, oyendo a sus
espaldas los gritos soterrados y los frenéticos puñetazos sobre una losa que poco a poco
iba acabando con la vida de su amante infiel.
Aquí estaba el secreto de su rostro pálido, de sus nervios y de su risa histérica la
mañana siguiente. ¿Pero qué había encerrado en la caja? ¿Qué había hecho con ello?
Forzosamente debía ser el viejo metal y aquellas piedras que mi cliente había encontrado
en el lago. Lo había arrojado allí a la primera oportunidad, con el fin de borrar el último
rastro de su crimen.
Llevaba pensando el asunto veinte minutos, inmóvil. Musgrave seguía en pie, pálido,
mirando el agujero y balanceando la lámpara de un lado a otro.
—Estas son monedas de Carlos I —dijo, dándome las pocas que habían quedado en la
caja—. Ya ve, estábamos en lo cierto al fechar nuestro Ritual.
—Quizá encontremos algo más de Carlos I —exclamé así que se me ocurrió de pronto
el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual—. Déjeme ver el
contenido de la bolsa que se sacó del lago.
Subimos a su despacho y extendió ante mí aquellos débris. Al verlo comprendí que él
no le diera ninguna importancia, pues el metal estaba casi negro y las piedras opacas. Pero
froté una de ellas en mi manga y brilló como una estrella en la oscura palma de mi mano.
La montura era en forma de un doble anillo, pero estaba abollado y deformado y había
perdido su forma original.
—Debe tener presente que los partidarios del Rey seguían actuando en Inglaterra
incluso tras la muerte de este y que, cuando finalmente huyeron, seguramente esconderían
muchas de sus más preciadas posesiones, con la intención de recuperarlas en tiempos más
pacíficos —dije.
—Sir Ralph Musgrave, mi antecesor, fue un destacado partidario del Rey y el brazo
derecho de Carlos II en sus andanzas —dijo mi amigo.
—¡Ah! —exclamé—. Creo que eso debiera darnos el último eslabón que
precisábamos. Debo felicitarle por la adquisición, si bien de forma trágica, de una reliquia,
de gran valor intrínseco, pero de mayor importancia aún como curiosidad histórica.
—¿Qué es? —preguntó asombrado.
—Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.
—¡La corona!
—Exactamente. Considere lo que dice el Ritual. ¿Cómo era? «¿A quién pertenecía?».
«Al que se ha ido». Eso era después de la ejecución de Carlos. Luego venía: «¿Quién la
tendrá?». «El que venga». Se refiere a Carlos II, cuya restauración ya se preveía. Creo que
no hay duda de que esta informe y abollada diadema en una ocasión ciñó la frente de los
Estuardos.
—¿Y cómo llegó al lago?
—Esa es una pregunta que llevará tiempo contestar.
Y con eso le narré la larga sucesión de hipótesis y pruebas que había reconstruido.
Había anochecido y la luna brillaba en el firmamento cuando concluí mi relato.
—Entonces ¿cómo es que Carlos no recuperó su corona al regresar? —preguntó
Musgrave volviendo a meter la reliquia en la bolsa.
—Ahí pone usted el dedo sobre el único problema que probablemente jamás
llegaremos a esclarecer. Es probable que el Musgrave que guardaba el secreto muriera en
el intervalo y dejara esta guía a su descendiente sin explicarle el significado. De entonces
hasta ahora se ha ido transmitiendo de padres a hijos hasta que llegó a manos de un
hombre que le arrancó el secreto y perdió la vida en el intento.
Y esa, Watson, es la historia del Ritual de los Musgrave. Tienen la corona en
Hurlstone, aunque tuvieron contratiempos legales y hubieron de pagar una considerable
suma de dinero antes de que les permitieran quedarse con ella. Estoy seguro de que si
usted les menciona mi nombre, se la enseñarán gustosos. De la mujer, nunca más se supo
nada y parece probable que saliera de Inglaterra, llevándose consigo a algún país lejano el
recuerdo de su crimen.
4. LA BANDA DE LUNARES
Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho
últimos años, he estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado
muchos trágicos, algunos cómicos, un buen número de ellos que eran simplemente
extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él trabajaba, más por amor a su
arte que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación que no
tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan
variados, no recuerdo ninguno que presentara características más extraordinarias que el
que afectó a una conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los
acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los primeros tiempos de mi asociación con
Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros en Baker Street. Podría
haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una promesa de silencio, de la
que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a
quien se hizo la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo
motivos para creer que corren rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que
tienden a hacer que el asunto parezca aún más terrible que lo que fue en realidad.
Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes
completamente vestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en
vista de que el reloj de la repisa de la chimenea solo marcaba las siete y cuarto, le miré
parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento, porque yo era
persona de hábitos muy regulares.
—Lamento despertarle, Watson —dijo—, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A
la señora Hudson la han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?
—No, un cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran excitación, que
insiste en verme. Está aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las jovencitas
vagan por la metrópoli a estas horas de la mañana, despertando a la gente dormida y
sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que comunicar algo muy apremiante. Si
resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que le gustaría seguirlo desde el
principio. En cualquier caso, me pareció que debía llamarle y darle la oportunidad.
—Querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo.
No existía para mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y
admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre
fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban.
Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a
la sala de estar. Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un espeso velo
estaba sentada junto a la ventana y se levantó al entrar nosotros.
—Buenos días, señora —dijo Holmes animadamente—. Me llamo Sherlock Holmes.
Este es mi íntimo amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con
tanta libertad como ante mí mismo. ¡Aja!, me alegro de comprobar que la señora Hudson
ha tenido el buen sentido de encender el fuego. Por favor, acérquese a él y pediré que le
traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted temblando.
—No es el frío lo que me hace temblar —dijo la mujer en voz baja, cambiando de
asiento como se le sugería.
—¿Qué es, entonces?
—El miedo, señor Holmes. El terror —al hablar, alzó su velo y pudimos ver que
efectivamente se encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y
desencajada, los ojos inquietos y asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y
su figura correspondían a una mujer de treinta años, pero su cabello presentaba prematuras
mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio. Sherlock Holmes la examinó de
arriba a abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían todo.
—No debe usted tener miedo —dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y
palmeándole el antebrazo—. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha
venido usted en tren esta mañana.
—¿Es que me conoce usted?
—No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante
izquierdo. Ha salido usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto
en coche descubierto, por caminos accidentados, antes de llegar a la estación.
La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi
compañero.
—No hay misterio alguno, querida señora —explicó Holmes sonriendo—. La manga
izquierda de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las
manchas aún están frescas. Solo en un coche descubierto podría haberse salpicado así, y
eso solo si venía sentada a la izquierda del cochero.
—Sean cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo —dijo ella—. Salí de casa
antes de las seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer tren a Waterloo.
Señor, ya no puedo aguantar más esta tensión, me volveré loca de seguir así. No tengo a
nadie a quien recurrir…, solo hay una persona que me aprecia, y el pobre no sería una
gran ayuda. He oído hablar de usted, señor Holmes; me habló de usted la señora Farintosh,
a la que usted ayudó cuando se encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección.
¡Oh, señor! ¿No cree que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de
luz sobre las densas tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible
retribuirle por sus servicios, pero dentro de uno o dos meses me voy a casar, podré
disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy desagradecida.
Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a
continuación.
—Farintosh —dijo—. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una diadema
de ópalo. Creo que fue antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es
que tendré un gran placer en dedicar a su caso la misma atención que dediqué al de su
amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí misma la recompensa; pero es
usted libre de sufragar los gastos en los que yo pueda incurrir, cuando le resulte más
conveniente. Y ahora, le ruego que nos exponga todo lo que pueda servirnos de ayuda para
formarnos una opinión sobre el asunto.
—¡Ay! —replicó nuestra visitante—. El mayor horror de mi situación consiste en que
mis temores son tan inconcretos, y mis sospechas se basan por completo en detalles tan
pequeños y que a otra persona le parecerían triviales, que hasta el hombre a quien, entre
todos los demás, tengo derecho a pedir ayuda y consejo, considera todo lo que le digo
como fantasías de una mujer nerviosa. No lo dice así, pero puedo darme cuenta por sus
respuestas consoladoras y sus ojos esquivos. Pero he oído decir, señor Holmes, que usted
es capaz de penetrar en las múltiples maldades del corazón humano. Usted podrá
indicarme cómo caminar entre los peligros que me amenazan.
—Soy todo oídos, señora.
—Me llamo Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, último superviviente de una de las
familias sajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite
occidental de Surrey.
Holmes asintió con la cabeza.
—El nombre me resulta familiar —dijo.
—En otro tiempo, la familia era una de las más ricas de Inglaterra, y sus propiedades
se extendían más allá de los límites del condado, entrando por el Norte en Berkshire y por
el oeste en Hampshire. Sin embargo, en el siglo pasado hubo cuatro herederos seguidos de
carácter disoluto y derrochador, y un jugador completó, en tiempos de la Regencia, la
ruina de la familia. No se salvó nada, con excepción de unas pocas hectáreas de tierra y la
casa, de doscientos años de edad, sobre la que pesa una fuerte hipoteca. Allí arrastró su
existencia el último señor, viviendo la vida miserable de un mendigo aristócrata; pero su
único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas condiciones,
consiguió un préstamo de un pariente, que le permitió estudiar medicina, y emigró a
Calcuta, donde, gracias a su talento profesional y a su fuerza de carácter, consiguió una
numerosa clientela. Sin embargo, en un arrebato de cólera, provocado por una serie de
robos cometidos en su casa, azotó hasta matarlo a un mayordomo indígena, y se libró por
muy poco de la pena de muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la cual
regresó a Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado.
»Durante su estancia en la India, el doctor Roylott se casó con mi madre, la señora
Stoner, joven viuda del general de división Stoner, de la Artillería de Bengala. Mi hermana
Julia y yo éramos gemelas, y solo teníamos dos años cuando nuestra madre se volvió a
casar. Mi madre disponía de un capital considerable, con una renta que no bajaba de las
mil libras al año, y se lo confió por entero al doctor Roylott mientras viviésemos con él,
estipulando que cada una de nosotras debería recibir cierta suma anual en caso de contraer
matrimonio. Mi madre falleció poco después de nuestra llegada a Inglaterra, hace ocho
años, en un accidente ferroviario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roylott abandonó
sus intentos de establecerse como médico en Londres, y nos llevó a vivir con él en la
mansión ancestral de Stoke Moran. El dinero que dejó mi madre bastaba para cubrir todas
nuestras necesidades, y no parecía existir obstáculo a nuestra felicidad.
»Pero, aproximadamente por aquella época, nuestro padrastro experimentó un cambio
terrible. En lugar de hacer amistades e intercambiar visitas con nuestros vecinos, que al
principio se alegraron muchísimo de ver a un Roylott de Stoke Moran instalado de nuevo
en la vieja mansión familiar, se encerró en la casa sin salir casi nunca, a no ser para
enzarzarse en furiosas disputas con cualquiera que se cruzase en su camino. El
temperamento violento, rayano con la manía, parece ser hereditario en los varones de la
familia, y en el caso de mi padrastro creo que se intensificó a consecuencia de su larga
estancia en el trópico. Provocó varios incidentes bochornosos, dos de los cuales
terminaron en el juzgado, y acabó por convertirse en el terror del pueblo, de quien todos
huían al verlo acercarse, pues tiene una fuerza extraordinaria y es absolutamente
incontrolable cuando se enfurece.
»La semana pasada tiró al herrero del pueblo al río, por encima del pretil, y solo a base
de pagar todo el dinero que pude reunir conseguí evitar una nueva vergüenza pública. No
tiene ningún amigo, a excepción de los gitanos errantes, y a estos vagabundos les da
permiso para acampar en las pocas hectáreas de tierra cubierta de zarzas que componen la
finca familiar, aceptando a cambio la hospitalidad de sus tiendas y marchándose a veces
con ellos durante semanas enteras. También le apasionan los animales indios, que le envía
un contacto en las colonias, y en la actualidad tiene un guepardo y un babuino que se
pasean en libertad por sus tierras, y que los aldeanos temen casi tanto como a su dueño.
»Con esto que le digo podrá usted imaginar que mi pobre hermana Julia y yo no
llevábamos una vida de placeres. Ningún criado quería servir en nuestra casa, y durante
mucho tiempo hicimos nosotras todas las labores domésticas. Cuando murió no tenía más
que treinta años y, sin embargo, su cabello ya empezaba a blanquear, igual que el mío.
—Entonces, ¿su hermana ha muerto?
—Murió hace dos años, y es de su muerte de lo que vengo a hablarle. Comprenderá
usted que, llevando la vida que he descrito, teníamos pocas posibilidades de conocer a
gente de nuestra misma edad y posición. Sin embargo, teníamos una tía soltera, hermana
de mi madre, la señorita Honoria Westphail, que vive cerca de Harrow, y de vez en cuando
se nos permitía hacerle breves visitas. Julia fue a su casa por Navidad, hace dos años, y
allí conoció a un comandante de infantería de Marina retirado, al que se prometió en
matrimonio. Mi padrastro se enteró del compromiso cuando regresó mi hermana y no puso
objeciones a la boda. Pero menos de quince días antes de la fecha fijada para la ceremonia
ocurrió el terrible suceso que me privó de mi única compañera.
Sherlock Holmes había permanecido recostado en su butaca con los ojos cerrados y la
cabeza apoyada en un cojín, pero al oír esto entreabrió los párpados y miró de frente a su
interlocutora.
—Le ruego que sea precisa en los detalles —dijo.
—Me resultará muy fácil, porque tengo grabados a fuego en la memoria todos los
acontecimientos de aquel espantoso periodo. Como ya le he dicho, la mansión familiar es
muy vieja, y en la actualidad solo un ala está habitada. Los dormitorios de esta ala se
encuentran en la planta baja, y las salas, en el bloque central del edificio. El primero de los
dormitorios es el del doctor Roylott, el segundo, el de mi hermana, y el tercero, el mío. No
están comunicados, pero todos dan al mismo pasillo. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente.
—Las ventanas de los tres cuartos dan al jardín. La noche fatídica, el doctor Roylott se
había retirado pronto, aunque sabíamos que no se había acostado porque a mi hermana le
molestaba el fuerte olor de los cigarros indios que solía fumar. Por eso dejó su habitación
y vino a la mía, donde se quedó bastante rato, hablando sobre su inminente boda. A las
once se levantó para marcharse, pero en la puerta se detuvo y se volvió a mirarme.
»—Dime, Helen —dijo—, ¿has oído a alguien silbar en medio de la noche?
»—Nunca —respondí.
»—¿No podrías ser tú, que silbas mientras duermes?
»—Desde luego que no. ¿Por qué?
»—Porque las últimas noches he oído claramente un silbido bajo, a eso de las tres de
la madrugada. Tengo el sueño muy ligero y siempre me despierta. No podría decir de
dónde procede, quizás del cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se me ocurrió preguntarte
por si tú también lo habías oído.
»—No, no lo he oído. Deben de ser esos horribles gitanos que hay en la huerta.
»—Probablemente. Sin embargo, si suena en el jardín, me extraña que tú no lo hayas
oído también.
»—Es que yo tengo el sueño más pesado que tú.
»—Bueno, en cualquier caso, no tiene gran importancia —y me dirigió una sonrisa,
cerró la puerta y pocos segundos después oí su llave girar en la cerradura.
—Caramba —dijo Holmes—. ¿Tenían la costumbre de cerrar siempre su puerta con
llave por la noche?
—Siempre.
—¿Y por qué?
—Creo haber mencionado que el doctor tenía sueltos un guepardo y un babuino. No
nos sentíamos seguras sin la puerta cerrada.
—Es natural. Por favor, prosiga con su relato.
—Aquella noche no pude dormir. Sentía la vaga sensación de que nos amenazaba una
desgracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos gemelas, y ya sabe lo sutiles que son
los lazos que atan a dos almas tan estrechamente unidas. Fue una noche terrible. El viento
aullaba en el exterior, y la lluvia caía con fuerza sobre las ventanas. De pronto, entre el
estruendo de la tormenta, se oyó el grito desgarrado de una mujer aterrorizada. Supe que
era la voz de mi hermana. Salté de la cama, me envolví en un chal y salí corriendo al
pasillo. Al abrir la puerta, me pareció oír un silbido, como el que había descrito mi
hermana, y pocos segundos después, un golpe metálico, como si se hubiese caído un
objeto de metal. Mientras yo corría por el pasillo se abrió la cerradura del cuarto de mi
hermana y la puerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedé mirando horrorizada sin
saber lo que iría a salir por ella. A la luz de la lámpara del pasillo, vi que mi hermana
aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto y las manos extendidas en petición de
socorro, toda su figura oscilando de un lado a otro, como la de un borracho. Corrí hacia
ella y la rodeé con mis brazos, pero en aquel momento parecieron ceder sus rodillas y cayó
al suelo. Se estremecía como si sufriera horribles dolores, agitando convulsivamente los
miembros. Al principio creí que no me había reconocido, pero cuando me incliné sobre
ella gritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás: «¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la
banda! ¡La banda de lunares!». Quiso decir algo más, y señaló con el dedo en dirección al
cuarto del doctor, pero una nueva convulsión se apoderó de ella y ahogó sus palabras.
Corrí llamando a gritos a nuestro padrastro, y me tropecé con él, que salía en bata de su
habitación. Cuando llegamos junto a mi hermana, esta ya había perdido el conocimiento y,
aunque él le vertió brandy por la garganta y mandó llamar al médico del pueblo, todos los
esfuerzos fueron en vano, porque poco a poco se fue apagando y murió sin recuperar la
conciencia. Este fue el espantoso final de mi querida hermana.
—Un momento —dijo Holmes—. ¿Está usted segura de lo del silbido y el sonido
metálico? ¿Podría jurarlo?
—Eso mismo me preguntó el juez de instrucción del condado durante la investigación.
Estoy convencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor de la tormenta y los
crujidos de una casa vieja, podría haberme equivocado.
—¿Estaba vestida su hermana?
—No, estaba en camisón. En la mano derecha se encontró el extremo chamuscado de
una cerilla, y en la izquierda una caja de fósforos.
—Lo cual demuestra que encendió una cerilla y miró a su alrededor cuando se produjo
la alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción?
—Investigó el caso minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott llevaba
mucho tiempo dando que hablar en el condado, pero no pudo descubrir la causa de la
muerte. Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por dentro, y las ventanas
tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se cerraban cada noche. Se examinaron
cuidadosamente las paredes, comprobando que eran bien macizas por todas partes, y lo
mismo se hizo con el suelo, con idéntico resultado. La chimenea es bastante amplia, pero
está enrejada con cuatro gruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mi hermana se
encontraba sola cuando le llegó la muerte. Además, no presentaba señales de violencia.
—¿Qué me dice del veneno?
—Los médicos investigaron esa posibilidad sin resultados.
—¿De qué cree usted, entonces, que murió la desdichada señorita?
—Estoy convencida de que murió de puro y simple miedo o de trauma nervioso,
aunque no logro explicarme qué fue lo que la asustó.
—¿Había gitanos en la finca en aquel momento?
—Sí, casi siempre hay algunos.
—Ya. ¿Y qué le sugirió a usted su alusión a una banda… una banda de lunares?
—A veces he pensado que se trataba de un delirio sin sentido; otras veces, que debía
referirse a una banda de gente, tal vez a los mismos gitanos de la finca. No sé si los
pañuelos de lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le podrían haber inspirado
aquel extraño término.
Holmes meneó la cabeza como quien no se da por satisfecho.
—Nos movemos en aguas muy profundas —dijo—. Por favor, continúe con su
narración.
—Desde entonces han transcurrido dos años, y mi vida ha sido más solitaria que nunca
hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muy querido, al que conozco desde hace
muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage, Percy Armitage,
segundo hijo del señor Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padrastro no ha
puesto inconvenientes al matrimonio, y pensamos casarnos en primavera. Hace dos días se
iniciaron unas reparaciones en el ala oeste del edificio y hubo que agujerear la pared de mi
cuarto, por lo que me tuve que instalar en la habitación donde murió mi hermana y dormir
en la misma cama en la que ella dormía. Imagínese mi escalofrío de terror cuando anoche,
estando yo acostada pero despierta, pensando en su terrible final, oí de pronto en el
silencio de la noche el suave silbido que había anunciado su propia muerte. Salté de la
cama y encendí la lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación. Estaba demasiado
nerviosa como para volver a acostarme, así que me vestí y, en cuanto salió el sol, me eché
a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que está enfrente de casa, y me planté en
Leatherhead, de donde he llegado esta mañana con el único objeto de venir a verle y
pedirle consejo.
—Ha hecho usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha contado todo?
—Sí, todo.
—Señorita Stoner, no me lo ha dicho todo. Está usted encubriendo a su padrastro.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que
nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían cinco
pequeños moratones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar.
—La han tratado con brutalidad —dijo Holmes.
La dama se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca.
—Es un hombre duro —dijo—, y seguramente no se da cuenta de su propia fuerza.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos y
permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante.
—Es un asunto muy complicado —dijo por fin—. Hay mil detalles que me gustaría
conocer antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos perder un solo instante.
Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver esas habitaciones
sin que se enterase su padrastro?
—Precisamente dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto importante.
Es probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos. Tenemos
una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de en medio.
—Excelente. ¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson?
—Nada en absoluto.
—Entonces, iremos los dos. Y usted ¿qué va a hacer?
—Ya que estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso
volver en el tren de las doce para estar allí cuando ustedes lleguen.
—Puede esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos
que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar?
—No, tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he confiado mi
problema. Espero volverle a ver esta tarde —y dejó caer el tupido velo negro sobre su
rostro y se deslizó fuera de la habitación.
—¿Qué le parece todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes recostándose en su
butaca.
—Me parece un asunto de lo más turbio y siniestro.
—Turbio y siniestro a más no poder.
—Sin embargo, si la señorita tiene razón al afirmar que las paredes y el suelo son
sólidos, y que la puerta, ventanas y chimenea son infranqueables, no cabe duda de que la
hermana tenía que encontrarse sola cuando encontró la muerte de manera tan misteriosa.
—¿Y qué me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la
mujer moribunda?
—No se me ocurre nada.
—Si combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que
cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de sobra para
creer que el doctor está muy interesado en impedir la boda de su hijastra, la alusión a una
banda por parte de la moribunda, el hecho de que la señorita Helen Stoner oyera un golpe
metálico, que pudo haber sido producido por una de esas barras de metal que cierran los
postigos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que
podemos aclarar el misterio siguiendo esas líneas.
—Pero ¿qué es lo que han hecho los gitanos?
—No tengo ni idea.
—Encuentro muchas objeciones a esa teoría.
—También yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero
comprobar si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar una explicación.
Pero… ¿qué demonio?…
Lo que había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el hecho de que
nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco apareciera en el marco. Sus
ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo agrícola: llevaba un sombrero negro
de copa, una levita con faldones largos y un par de polainas altas, y hacía oscilar en la
mano un látigo. Era tan alto que su sombrero rozaba el dintel de la puerta, y tan ancho que
la llenaba de lado a lado. Su amplio rostro, surcado por mil arrugas, tostado por el sol
hasta adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas pasiones, se volvía
alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos, hundidos y biliosos, y su
nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un ave de presa, vieja y feroz.
—¿Quién de ustedes es Holmes? —preguntó la aparición.
—Ese es mi nombre, señor, pero me lleva usted ventaja —respondió mi compañero,
muy tranquilo.
—Soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
—Ah, ya —dijo Holmes suavemente—. Por favor, tome asiento, doctor.
—No me da la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado
contando?
—Hace algo de frío para esta época del año —dijo Holmes.
—¿Qué le ha contado? —gritó el viejo, enfurecido.
—Sin embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy prometedora —
continuó mi compañero, imperturbable.
—¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? —dijo nuestra nueva visita, dando un paso
adelante y esgrimiendo su látigo—. Ya le conozco, granuja. He oído hablar de usted.
Usted es Holmes, el entrometido.
Mi amigo sonrió.
—¡Holmes, el metomentodo!
La sonrisa se ensanchó.
—¡Holmes, el correveidile de Scotland Yard!
Holmes soltó una risita cordial.
—Su conversación es de lo más amena —dijo—. Cuando se vaya, cierre la puerta,
porque hay una cierta corriente.
—Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir. No se atreva a meterse en mis
asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha estado aquí. La he seguido. Soy un hombre
peligroso para quien me fastidia. ¡Fíjese!
Dio un rápido paso adelante, cogió el atizador y lo curvó con sus enormes manazas
morenas.
—¡Procure mantenerse fuera de mi alcance! —rugió. Y arrojando el hierro doblado a
la chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas.
—Parece una persona muy simpática —dijo Holmes echándose a reír—. Yo no tengo
su corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos no
son mucho más débiles que las suyas —y diciendo esto, recogió el atizador de hierro y con
un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo—. ¡Pensar que ha tenido la insolencia de
confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este incidente añade interés
personal a la investigación, y solo espero que nuestra amiga no sufra las consecuencias de
su imprudencia al dejar que esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el
desayuno y después daré un paseo hasta Doctors’ Commons, donde espero obtener
algunos datos que nos ayuden en nuestra tarea.
Era casi la una cuando Sherlock Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una
hoja de papel azul repleta de cifras y anotaciones.
—He visto el testamento de la esposa fallecida —dijo—. Para determinar el valor
exacto, me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las inversiones que en él
figuran. La renta total, que en la época en que murió la esposa era casi de 1.100 libras, en
la actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas, no pasa de las 750. En caso de
contraer matrimonio, cada hija puede reclamar una renta de 250. Es evidente, por lo tanto,
que, si las dos chicas se hubiesen casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con que
solo se casara una, ya notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en
vano, ya que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes para
tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado grave como
para andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que el viejo ya sabe
que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está usted dispuesto, llamaremos un coche
para que nos lleve a Waterloo. Le agradecería mucho que se metiera el revólver en el
bolsillo. Un Eley n.° 2 es un excelente argumento para tratar con caballeros que pueden
hacer nudos con un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que
necesitamos.
En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí
alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por los
encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol
resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los árboles y los setos de
los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a tierra
mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce promesa de la
primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba
sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y
la barbilla hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos
pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló
hacia los prados.
—¡Mire allá! —dijo.
Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en
bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el
alto tejado de una mansión muy antigua.
—¿Stoke Moran? —preguntó.
—Sí, señor; esa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el cochero.
—Veo que están haciendo obras —dijo Holmes—. Es allí donde vamos.
—El pueblo está allí—dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a
cierta distancia a la izquierda—. Pero, si quieren ustedes ir a la casa, les resultará más
corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que atraviesa el campo. Allí,
por donde está paseando la señora.
—Y me imagino que dicha señora es la señorita Stoner —comentó Holmes, haciendo
visera con la mano sobre los ojos—. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted
dice.
Nos apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a Leatherhead.
—Me pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla— que el
cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto.
Puede que eso evite chismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya ve que hemos
cumplido nuestra palabra.
Nuestra cliente de por la mañana había corrido a nuestro encuentro con la alegría
pintada en el rostro.
—Les he estado esperando ansiosamente —exclamó, estrechándonos afectuosamente
las manos—. Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylott se ha marchado a Londres, y
no es probable que vuelva antes del anochecer.
—Hemos tenido el placer de conocer al doctor —dijo Holmes, y en pocas palabras le
resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Me ha seguido!
—Eso parece.
—Es tan astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?
—Más vale que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más astuto que él
le sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche. Si se pone
violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que aprovechar lo mejor
posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto antes a las habitaciones que tenemos
que examinar.
El edificio era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos
alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de dichas alas, las
ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte del tejado se había hundido,
dándole un aspecto ruinoso. El bloque central estaba algo mejor conservado, pero el ala
derecha era relativamente moderna, y las cortinas de las ventanas, junto con las volutas de
humo azulado que salían de las chimeneas, demostraban que en ella residía la familia. En
un extremo se habían levantado andamios y abierto algunos agujeros en el muro, pero en
aquel momento no se veía ni rastro de los obreros. Holmes caminó lentamente de un lado
a otro del césped mal cortado, examinando con gran atención la parte exterior de las
ventanas.
—Supongo que esta corresponde a la habitación en la que usted dormía; la del centro,
a la de su difunta hermana, y la que se halla pegada al edificio principal, a la habitación
del doctor Roylott.
—Exactamente. Pero ahora duermo en la del centro.
—Mientras duren las reformas, según tengo entendido. Por cierto, no parece que haya
una necesidad urgente de reparaciones en ese extremo del muro.
—No había ninguna necesidad. Yo creo que fue una excusa para sacarme de mi
habitación.
—¡Ah, esto es muy sugerente! Ahora, veamos: por la parte de atrás de esta ala está el
pasillo al que dan estas tres habitaciones. Supongo que tendrá ventanas.
—Sí, pero muy pequeñas. Demasiado estrechas para que pueda pasar nadie por ellas.
—Puesto que ustedes dos cerraban sus puertas con llave por la noche, el acceso a sus
habitaciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de entrar en su
habitación y cerrar los postigos de la ventana?
La señorita Stoner hizo lo que le pedían, y Holmes, tras haber examinado atentamente
la ventana abierta, intentó por todos los medios abrir los postigos cerrados, pero sin éxito.
No existía ninguna rendija por la que pasar una navaja para levantar la barra de hierro. A
continuación, examinó con la lupa las bisagras, pero estas eran de hierro macizo,
firmemente empotrado en la recia pared.
—¡Hum! —dijo, rascándose la barbilla y algo perplejo—. Desde luego, mi teoría
presenta ciertas dificultades. Nadie podría pasar con estos postigos cerrados. Bueno,
veamos si el interior arroja alguna luz sobre el asunto.
Entramos por una puertecita lateral al pasillo encalado al que se abrían los tres
dormitorios. Holmes se negó a examinar la tercera habitación y pasamos directamente a la
segunda, en la que dormía la señorita Stoner y en la que su hermana había encontrado la
muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo bajo y con una amplia chimenea de estilo
rural. En una esquina había una cómoda de color castaño, en otra, una cama estrecha con
colcha blanca, y a la izquierda de la ventana, una mesa de tocador. Estos artículos, más
dos sillitas de mimbre, constituían todo el mobiliario de la habitación, aparte de una
alfombra cuadrada de Wilton que había en el centro. El suelo y las paredes eran de madera
de roble, oscura y carcomida, tan vieja y descolorida que debía remontarse a la
construcción original de la casa. Holmes arrimó una de las sillas a un rincón y se sentó en
silencio, mientras sus ojos se desplazaban de un lado a otro, arriba y abajo, asimilando
cada detalle de la habitación.
—¿Con qué comunica esta campanilla? —preguntó por fin, señalando un grueso
cordón de campanilla que colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a apoyarse en la
almohada.
—Con la habitación de la sirvienta.
—Parece más nueva que el resto de las cosas.
—Sí, la instalaron hace solo dos años.
—Supongo que a petición de su hermana.
—No; que yo sepa, nunca la utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras
mismas.
—La verdad, me parece innecesario instalar aquí un llamador tan bonito. Excúseme
unos minutos mientras examino el suelo.
Se tumbó boca abajo en el suelo, con la lupa en la mano, y se arrastró velozmente de
un lado a otro, inspeccionando atentamente las rendijas del entarimado. A continuación
hizo lo mismo con las tablas de madera que cubrían las paredes. Por último, se acercó a la
cama y permaneció algún tiempo mirándola fijamente y examinando la pared de arriba
abajo. Para terminar, agarró el cordón de la campanilla y dio un fuerte tirón.
—¡Caramba, es simulado! —exclamó.
—¿Cómo? ¿No suena?
—No, ni siquiera está conectado a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese en que
está conectado a un gancho justo por encima del orificio de ventilación.
—¡Qué absurdo! ¡Jamás me había fijado!
—Es muy extraño —murmuró Holmes, tirando del cordón—. Esta habitación tiene
uno o dos detalles muy curiosos. Por ejemplo, el constructor tenía que ser un estúpido para
abrir un orificio de ventilación que da a otra habitación, cuando, con el mismo esfuerzo,
podría haberlo hecho comunicar con el aire libre.
—Eso también es bastante moderno —dijo la señorita.
—Más o menos, de la misma época que el llamador —aventuró Holmes.
—Sí, por entonces se hicieron algunas reformas.
—Y todas parecen de lo más interesante…: cordones de campanilla sin campanilla y
orificios de ventilación que no ventilan. Con su permiso, señorita Stoner, proseguiremos
nuestras investigaciones en la habitación de más adentro.
La alcoba del doctor Grimesby Roylott era más grande que la de su hijastra, pero su
mobiliario era igual de escueto. Una cama turca, una pequeña estantería de madera llena
de libros, en su mayoría de carácter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar silla de
madera arrimada a la pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de hierro, eran los
principales objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió despacio la habitación,
examinándolos todos con el más vivo interés.
—¿Qué hay aquí? —preguntó, golpeando con los nudillos la caja fuerte.
—Papeles de negocios de mi padrastro.
—Entonces es que ha mirado usted dentro.
—Solo una vez, hace años. Recuerdo que estaba llena de papeles.
—¿Y no podría haber, por ejemplo, un gato?
—No. ¡Qué idea tan extraña!
—Pues fíjese en esto —y mostró un platillo de leche que había encima de la caja.
—No, gato no tenemos, pero sí que hay un guepardo y un babuino.
—¡Ah, sí, claro! Al fin y al cabo, un guepardo no es más que un gato grandote, pero
me atrevería a decir que con un platito de leche no bastaría, ni mucho menos, para
satisfacer sus necesidades. Hay una cosa que quiero comprobar.
Se agachó ante la silla de madera y examinó el asiento con la mayor atención.
—Gracias. Esto queda claro —dijo levantándose y metiéndose la lupa en el bolsillo—.
¡Vaya! ¡Aquí hay algo muy interesante!
El objeto que le había llamado la atención era un pequeño látigo para perros que
colgaba de una esquina de la cama. Su extremo estaba atado formando un lazo corredizo.
—¿Qué le sugiere a usted esto, Watson?
—Es un látigo común y corriente. Aunque no sé por qué tiene este nudo.
—Eso no es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo malvado, y,
cuando un hombre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelve aún peor. Creo que ya
he visto suficiente, señorita Stoner, y, con su permiso, daremos un paseo por el jardín.
Jamás había visto a mi amigo con un rostro tan sombrío y un ceño tan fruncido como
cuando nos retiramos del escenario de la investigación. Habíamos recorrido el jardín
varias veces de arriba abajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos atreviéramos a
interrumpir el curso de sus pensamientos, cuando al fin Holmes salió de su
ensimismamiento.
—Es absolutamente esencial, señorita Stoner, que siga usted mis instrucciones al pie
de la letra en todos los aspectos —dijo.
—Le aseguro que así lo haré.
—La situación es demasiado grave como para andarse con vacilaciones. Su vida
depende de que haga lo que le digo.
—Vuelvo a decirle que estoy en sus manos.
—Para empezar, mi amigo y yo tendremos que pasar la noche en su habitación.
Tanto la señorita Stoner como yo le miramos asombrados.
—Sí, es preciso. Deje que le explique. Aquello de allá creo que es la posada del
pueblo, ¿no?
—Sí, el Crown.
—Muy bien. ¿Se verán desde allí sus ventanas?
—Desde luego.
—En cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación, pretextando un
dolor de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya, tiene usted que abrir la
ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal y, a continuación,
trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación que ocupaba antes. Estoy
seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá arreglárselas para pasar allí una noche.
—Oh, sí, sin problemas.
—El resto, déjelo en nuestras manos.
—Pero ¿qué van ustedes a hacer?
—Vamos a pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese sonido que la
ha estado molestando.
—Me parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión —dijo la
señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero.
—Es posible.
—Entonces, por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi hermana.
—Prefiero tener pruebas más terminantes antes de hablar.
—Al menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y si ella murió de un susto.
—No, no lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más tangible. Y ahora,
señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque, si regresara el doctor Roylott y nos viera,
nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque, si hace lo que le he dicho,
puede estar segura de que no tardaremos en librarla de los peligros que la amenazan.
Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con sala de
estar en el Crown. Las habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde nuestra
ventana gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y del ala
deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en un coche al
doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo junto a la menuda
figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo alguna dificultad para abrir
las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furia con
que agitaba los puños cerrados amenazándolo. El vehículo siguió adelante y, pocos
minutos más tarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre los árboles, indicando que
se había encendido una lámpara en uno de los salones.
—¿Sabe usted, Watson? —dijo Holmes mientras permanecíamos sentados en la
oscuridad—. Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay un elemento
de peligro indudable.
—¿Puedo servir de alguna ayuda?
—Su presencia puede resultar decisiva.
—Entonces iré, sin duda alguna.
—Es usted muy amable.
—Dice usted que hay peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más
de lo que pude ver yo.
—Eso no, pero supongo que habré deducido unas pocas cosas más que usted. Imagino,
sin embargo, que vería usted lo mismo que yo.
—Yo no vi nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad
confieso que se me escapa por completo.
—¿Vio usted el orificio de ventilación?
—Sí, pero no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos
habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni una rata.
—Yo sabía que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke Moran.
—¡Pero Holmes, por favor!
—Le digo que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el
cigarro del doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que tenía que existir una
comunicación entre las dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña, o alguien se habría
fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje, pues, que se trataba de un orificio
de ventilación.
—Pero ¿qué tiene eso de malo?
—Bueno, por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio,
se instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta
llamativo?
—Hasta ahora no veo ninguna relación.
—¿No observó un detalle muy curioso en la cama?
—No.
—Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo?
—No puedo decir que sí.
—La señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la misma posición
con respecto a la abertura y al cordón…, podemos llamarlo así, porque, evidentemente,
jamás se pensó en dotarlo de campanilla.
—Holmes, creo que empiezo a entrever adonde quiere usted ir a parar —exclamé—.
Tenemos el tiempo justo para impedir algún crimen artero y horrible.
—De lo más artero y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que ningún
criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban en la cumbre
de su profesión. Este hombre aún va más lejos, pero creo, Watson, que podremos llegar
más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la noche;
ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a
ocupaciones más agradables durante unas horas.
A eso de las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a
oscuras en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de pronto, justo
al sonar las once, se encendió exactamente frente a nosotros una luz aislada y brillante.
—Esa es nuestra señal —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Viene de la
ventana del centro.
Al salir, Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos
a hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible que pasáramos la noche
en su casa. Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con el viento helado
soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando frente a nosotros en medio de
las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión.
No tuvimos dificultades para entrar en la finca porque la vieja tapia del parque estaba
derruida por varios sitios. Nos abrimos camino entre los árboles, llegamos al jardín, lo
cruzamos, y nos disponíamos a entrar por la ventana cuando de un macizo de laureles
salió disparado algo que parecía un niño deforme y repugnante, que se tiró sobre la hierba
retorciendo los miembros y luego corrió a toda velocidad por el jardín hasta perderse en la
oscuridad.
—¡Dios mío! —susurré—. ¿Ha visto eso?
Por un momento, Holmes se quedó tan sorprendido como yo, y su mano se cerró como
una presa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír en voz baja y acercó los labios a mi
oído.
—Es una familia encantadora —murmuró—. Eso era el babuino.
Me había olvidado de los extravagantes animalitos de compañía del doctor. Había
también un guepardo, que podía caer sobre nuestros hombros en cualquier momento.
Confieso que me sentí más tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo de Holmes y quitarme
los zapatos, me encontré dentro de la habitación. Mi compañero cerró los postigos sin
hacer ruido, colocó la lámpara encima de la mesa y recorrió con la mirada la habitación.
Todo seguía igual que como lo habíamos visto durante el día. Luego se arrastró hacia mí y,
haciendo bocina con la mano, volvió a susurrarme al oído, en voz tan baja que a duras
penas conseguí entender las palabras.
—El más ligero ruido sería fatal para nuestros planes. Asentí para dar a entender que
lo había oído.
—Tenemos que apagar la luz o se vería por la abertura. Asentí de nuevo.
—No se duerma. Su vida puede depender de ello. Tenga preparada la pistola por si
acaso la necesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usted en esa silla.
Saqué mi revólver y lo puse en una esquina de la mesa.
Holmes había traído un bastón largo y delgado, que colocó en la cama a su lado. Junto
a él puso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la lámpara y quedamos
sumidos en las tinieblas.
¿Cómo podría olvidar aquella angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera el
de una respiración, pero yo sabía que a pocos pasos de mí se encontraba mi compañero,
sentado con los ojos abiertos y en el mismo estado de excitación que yo. Los postigos no
dejaban pasar ni un rayito de luz, y esperábamos en la oscuridad más absoluta. De vez en
cuando nos llegaba del exterior el grito de alguna ave nocturna, y en una ocasión oímos, al
lado mismo de nuestra ventana, un prolongado gemido gatuno, que indicaba que,
efectivamente, el guepardo andaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lo lejos las graves
campanadas del reloj de la iglesia. ¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Dieron
las doce, la una, las dos, las tres, y nosotros seguíamos sentados en silencio, aguardando lo
que pudiera suceder.
De pronto se produjo un momentáneo resplandor en lo alto, en la dirección del orificio
de ventilación, que se apagó inmediatamente; le siguió un fuerte olor a aceite quemado y
metal recalentado. Alguien había encendido una linterna sorda en la habitación contigua.
Oí un suave rumor de movimiento, y luego todo volvió a quedar en silencio, aunque el
olor se hizo más fuerte. Permanecí media hora más con los oídos en tensión. De repente se
oyó otro sonido…, un sonido muy suave y acariciador, como el de un chorlito de vapor al
salir de una tetera. En el instante mismo en que lo oímos, Holmes saltó de la cama,
encendió una cerilla y golpeó furiosamente con su bastón el cordón de la campanilla.
—¿Lo ve, Watson? —gritaba—. ¿Lo ve?
Pero yo no veía nada. En el mismo momento en que Holmes encendió la luz, oí un
silbido suave y muy claro, pero el repentino resplandor ante mis ojos hizo que me
resultara imposible distinguir qué era lo que mi amigo golpeaba con tanta ferocidad. Pude
percibir, no obstante, que su rostro estaba pálido como la muerte, con una expresión de
horror y repugnancia.
Había dejado de dar golpes y levantaba la mirada hacia el orificio de ventilación,
cuando, de pronto, el silencio de la noche se rompió con el alarido más espantoso que
jamás he oído. Un grito cuya intensidad iba en aumento, un ronco aullido de dolor, miedo
y furia, todo mezclado en un solo chillido aterrador. Dicen que abajo, en el pueblo, e
incluso en la lejana casa parroquial, aquel grito levantó a los durmientes de sus camas. A
nosotros nos heló el corazón; yo me quedé mirando a Holmes, y él a mí, hasta que los
últimos ecos se extinguieron en el silencio del que habían surgido.
—¿Qué puede significar eso? —jadeé.
—Significa que todo ha terminado —respondió Holmes—. Y quizás, a fin de cuentas,
sea lo mejor que habría podido ocurrir. Coja su pistola y vamos a entrar en la habitación
del doctor Roylott.
Encendió la lámpara con expresión muy seria y salió al pasillo. Llamó dos veces a la
puerta de la habitación sin que respondieran desde dentro. Entonces hizo girar el picaporte
y entró, conmigo pegado a sus talones, con la pistola amartillada en la mano.
Una escena extraordinaria se ofrecía a nuestros ojos. Sobre la mesa había una linterna
sorda con la pantalla a medio abrir, arrojando un brillante rayo de luz sobre la caja fuerte,
cuya puerta estaba entreabierta. Junto a la mesa, en la silla de madera, estaba sentado el
doctor Grimesby Roylott, vestido con una larga bata gris, bajo la cual asomaban sus
tobillos desnudos, con los pies enfundados en unas babuchas rojas. Sobre su regazo
descansaba el corto mango del largo látigo que habíamos visto el día anterior, el curioso
látigo con el lazo en la punta. Tenía la barbilla apuntando hacia arriba y los ojos fijos, con
una mirada terriblemente rígida, en una esquina del techo. Alrededor de la frente llevaba
una curiosa banda amarilla con lunares pardos que parecía atada con fuerza a la cabeza. Al
entrar nosotros, no se movió ni hizo sonido alguno.
—¡La banda! ¡La banda de lunares! —susurró Holmes.
Di un paso adelante. Al instante, el extraño tocado empezó a moverse y se desenroscó,
apareciendo entre los cabellos la cabeza achatada en forma de rombo y el cuello hinchado
de una horrenda serpiente.
—¡Una víbora de los pantanos! —exclamó Holmes—. La serpiente más mortífera de
la India. Este hombre ha muerto a los diez segundos de ser mordido. ¡Qué gran verdad es
que la violencia se vuelve contra el violento y que el intrigante acaba por caer en la fosa
que cava para otro! Volvamos a encerrar a este bicho en su cubil y luego podremos llevar a
la señorita Stoner a algún sitio más seguro e informar a la policía del condado de lo que ha
sucedido.
Mientras hablaba cogió rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó el lazo por el
cuello del reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo con el brazo bien
extendido, lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación.
Estos son los hechos verdaderos de la muerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke
Moran. No es necesario que alargue un relato que ya es bastante extenso explicando cómo
comunicamos la triste noticia a la aterrorizada joven, cómo la llevamos en el tren de la
mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el lento proceso de la investigación judicial
llegó a la conclusión de que el doctor había encontrado la muerte mientras jugaba
imprudentemente con una de sus peligrosas mascotas. Lo poco que aún me quedaba por
saber del caso me lo contó Sherlock Holmes al día siguiente, durante el viaje de regreso.
—Yo había llegado a una conclusión absolutamente equivocada —dijo—, lo cual
demuestra, querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos
insuficientes. La presencia de los gitanos y el empleo de la palabra «banda», que la pobre
muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto de lo que había entrevisto fugazmente
a la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme tras una pista completamente falsa. El único
mérito que puedo atribuirme es el de haber reconsiderado inmediatamente mi postura
cuando, pese a todo, se hizo evidente que el peligro que amenazaba al ocupante de la
habitación, fuera el que fuera, no podía venir por la ventana ni por la puerta. Como ya le
he comentado, en seguida me llamaron la atención el orificio de ventilación y el cordón
que colgaba sobre la cama. Al descubrir que no tenía campanilla y que la cama estaba
clavada al suelo, empecé a sospechar que el cordón pudiera servir de puente para que algo
entrara por el agujero y llegara a la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una
serpiente y, sabiendo que el doctor disponía de un buen surtido de animales de la India,
sentí que probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea de utilizar una
clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir parecía digna de un
hombre inteligente y despiadado, con experiencia en Oriente. Muy sagaz tendría que ser el
juez de guardia capaz de descubrir los dos pinchacitos que indicaban el lugar donde
habían actuado los colmillos venenosos.
»A continuación pensé en el silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a la serpiente
antes de que la víctima pudiera verla a la luz del día. Probablemente, la tenía adiestrada,
por medio de la leche que vimos, para que acudiera cuando él la llamaba. La hacía pasar
por el orificio cuando le parecía más conveniente, seguro de que bajaría por la cuerda y
llegaría a la cama. Podía morder a la durmiente o no; es posible que esta se librase todas
las noches durante una semana, pero tarde o temprano tenía que caer.
»Había llegado ya a estas conclusiones antes de entrar en la habitación del doctor. Al
examinar su silla comprobé que tenía la costumbre de ponerse en pie sobre ella:
evidentemente, tenía que hacerlo para llegar al respiradero. La visión de la caja fuerte, el
plato de leche y el látigo con lazo, bastó para disipar las pocas dudas que pudieran
quedarme. El golpe metálico que oyó la señorita Stoner lo produjo sin duda el padrastro al
cerrar apresuradamente la puerta de la caja fuerte, tras meter dentro a su terrible ocupante.
Una vez formada mi opinión, ya conoce usted las medidas que adopté para ponerla a
prueba. Oí el silbido del animal, como sin duda lo oyó usted también, y al momento
encendí la luz y lo ataqué.
—Con el resultado de que volvió a meterse por el respiradero.
—Y también con el resultado de que, una vez al otro lado, se revolvió contra su amo.
Algunos golpes de mi bastón habían dado en el blanco, y la serpiente debía de estar de
muy mal humor, así que atacó a la primera persona que vio. No cabe duda de que soy
responsable indirecto de la muerte del doctor Grimesby Roylott, pero confieso que es poco
probable que mi conciencia se sienta abrumada por ello.
5. EL PACIENTE RESIDENTE
Al echar una mirada a las, en cierto modo, incoherentes series de historias con las que
he procurado ilustrar unas cuantas de las peculiaridades mentales de mi amigo, el señor
Sherlock Holmes, me he quedado impresionado al comprobar todas las dificultades que he
encontrado para escoger ejemplos que ilustren todos los aspectos de mi objetivo. Se debe
esto a que en aquellos casos en los que Holmes llevó a cabo ciertos tour-de-force de
razonamiento analítico y demostró el valor de sus métodos de investigación, los propios
hechos habían sido tan leves o tan comunes, que no me sentía justificado al exponerlos
ante el público. Por otro lado, ha sucedido a menudo que él se ha visto metido en
investigaciones en las que se presentaban hechos de una importancia y un dramatismo
notables, pero en los que el intercambio de opiniones —algo que él siempre hace a la hora
de determinar las causas— fue menos pronunciado de lo que yo —como biógrafo suyo—
hubiera podido desear. Un pequeño asunto cuya crónica escribí bajo el título de Estudio en
escarlata, y aquel otro posterior conectado con la pérdida del Gloria Scott, pueden servir
de ejemplo de estos Escila y Caribdis que siempre amenazarán a su historiador. Puede ser
que, en el asunto que estoy a punto de empezar, el papel jugado por mi amigo no sea muy
destacado; pero, aun así, el hilo de los acontecimientos es tan notable, que no puedo
resignarme a omitirlo en esta serie.
Había sido un día de octubre cerrado y lluvioso.
—¡Qué día más poco saludable, Watson! —dijo mi amigo—. Pero la tarde ha traído
algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres?
Había sido un día de agosto pesado y lluvioso. Teníamos las persianas entornadas y
Holmes estaba tumbado en el sofá leyendo y releyendo una carta que le había llegado en
el correo de la mañana. En lo que a mí se refería, la temporada que había pasado sirviendo
en la India me había preparado para aguantar el calor mejor que el frío y podía soportar sin
agobiarme los 32° de temperatura que marcaba el termómetro. Pero el periódico carecía de
todo interés. Las sesiones del Parlamento se habían suspendido; todo el mundo se había
ido de la ciudad y yo suspiraba por encontrarme en los bosques del New Forest o en las
playas de guijarros de Southsea. La situación de mi cuenta bancada me había obligado a
dejar mis vacaciones para mejor ocasión y en cuanto a mi amigo, ni el campo ni la playa le
atraían lo más mínimo. Le encantaba verse rodeado por cinco millones de personas,
tendiendo sus redes para que nada ni nadie se escapara a su vigilancia, siempre alerta ante
cualquier rumor o sospecha de un crimen sin resolver. El saber apreciar la naturaleza no se
encontraba entre sus innumerables facultades y el único cambio que se daba en su vida era
cuando se alejaba del malhechor ciudadano para seguir las huellas de su semejante en el
campo.
Advirtiendo que Holmes estaba demasiado absorto para conversar, había tirado a un
lado aquel periódico tan falto de noticias y recostándome en el asiento, me quedé un rato
abstraído. De repente la voz de mi amigo me sacó de mi ensimismamiento.
—Tiene razón, Watson —dijo—. Efectivamente parece un modo de resolver los
problemas bastante ridículo.
—De lo más ridículo —respondí, y entonces, dándome cuenta de cómo se había hecho
eco de un pensamiento profundamente hundido en mi alma, me erguí en el asiento y le
miré totalmente atónito—. ¿Qué es esto, Holmes? —exclamé—. Va mucho más lejos de lo
que hubiera imaginado.
Se rió con ganas ante mi perplejidad.
—Recuerde —dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí un párrafo de Poe en el que
un acertado conversador sigue los pensamientos no verbalizados de su compañero, usted
se inclinaba a considerar el asunto como un simple tour-de-force del autor. Al observar yo
que yo mismo tenía la costumbre de hacer constantemente esto mismo, usted expresó
cierta incredulidad.
—¡Oh, no!
—Quizá no con palabras, mi querido Watson, pero ciertamente sí con las cejas.
Conque cuando vi que, tras haber tirado a un lado el periódico, se disponía usted a seguir
el hilo de una idea determinada, me produjo un gran contento el ver que se me presentaba
la oportunidad de adivinarla, de entrar en definitiva dentro de su pensamiento, dándole así
pruebas de que había estado en rapport con usted.
Pero esto no me dejaba satisfecho.
—En el ejemplo que usted me leyó —dije— el razonador saca sus conclusiones a
partir de las acciones que lleva a cabo el hombre a quien había estado observando. Si no
recuerdo mal, este tropezó con un montón de piedras, alzó la mirada al cielo, etc… Pero
yo he estado tranquilamente sentado, ¿qué pistas puedo haberle dado?
—Es usted injusto consigo mismo. Al hombre le son dadas las facciones para que se
sirva de ellas a la hora de expresar sus emociones, y las suyas, sus facciones, le son fieles
sirvientes.
—¿Quiere usted decir que ha seguido el hilo de mis pensamientos a partir de mis
facciones?
—Sus facciones y especialmente sus ojos. ¿Podría usted recordar cómo empezó su
ensoñación?
—No, no puedo.
—Entonces se lo diré yo. Tras tirar el periódico, que fue la acción que atrajo mi
atención, se quedó usted sentado con la mirada perdida. Entonces sus ojos repararon en
ese grabado del General Gordon que acaba usted de hacer enmarcar y vi, por el cambio
que se produjo en su rostro, que acababa de iniciar un hilo de pensamientos, pero este no
llegó muy lejos. Su mirada se volvió luego hacia ese retrato sin marco de Henry Ward
Beecher que está encima de sus libros, levantando después la vista hacia la pared, y
evidentemente era obvio lo que esto significaba. Estaba usted pensando que si el retrato
estuviera enmarcado ocuparía ese espacio vacío, pasando a estar enfrente el grabado de
Gordon que está en esa otra pared.
—¡Me ha seguido maravillosamente! —exclamé.
—Hasta aquí no había lugar a error. Luego su pensamiento se centró de nuevo en
Beecher y le miró fijamente como si estuviera haciendo un detenido examen de sus rasgos.
Su cara expresaba una gran concentración mientras no dejaba de observarle, aunque ya no
tenía usted el ceño fruncido como un momento antes. Estaba recordando los incidentes de
la carrera de Beecher. Yo era consciente de que no podría hacerlo sin pensar en la misión
que el Norte le encomendó a este durante la Guerra Civil, porque recuerdo su indignación
ante el modo de recibirlo entonces la facción más turbulenta de nuestro pueblo. Expresó
usted su sentir tan contundentemente en aquella ocasión, que yo supe ahora que no podría
pensar en Beecher sin pensar también en aquel incidente. Cuando un rato después vi que
separaba la vista del grabado, sospeché que sus pensamientos se encaminaban ahora hacia
la Guerra Civil y, cuando observé la fuerza con la que se cerraban sus labios, el centelleo
de sus ojos y el modo de agarrarse con sus manos al asiento, estuve seguro de que era
totalmente cierto que estaba pensando en el valor que mostraron ambas partes en aquella
lucha desesperada. Pero luego su rostro volvió a ponerse triste y movió apesadumbrado la
cabeza. Su pensamiento se había detenido en lo triste que es, en el horror y en la inutilidad
de desperdiciar así la vida. Se llevó la mano a su vieja herida y sus labios dejaron escapar
una temblorosa sonrisa, lo que me indicó que se había impuesto en su pensamiento la idea
de que es una ridiculez resolver los problemas internacionales sirviéndose de semejante
método. En este punto asentí con usted en que era ridículo y me quedé encantado al
comprobar que eran correctas todas mis deducciones.
—¡Absolutamente! —dije—. Y ahora que me lo ha terminado de explicar, he de
confesar que estoy, si cabe, más impresionado que antes.
—Era totalmente superficial, querido Watson, se lo aseguro. De no haber mostrado
usted el otro día cierta incredulidad, no me hubiera entrometido. Pero la tarde ha traído
algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres?
Yo estaba harto de nuestro pequeño cuarto de estar y consentí encantado. Estuvimos
vagando durante tres horas viendo el siempre cambiante calidoscopio de la vida tal como
fluye y refluye por Fleet Street y el Strand. La característica charla de Holmes, con su
profunda observación de los detalles y su sutil poder de deducción, me mantenía divertido
y cautivado.
Dieron las diez antes de que estuviéramos de vuelta en Baker Street. Una berlina
esperaba a la puerta.
—¡Hum!, es la de un médico, y un médico de cabecera, según veo —dijo Holmes—.
No hace mucho que ejerce, pero ha tenido la ocasión de hacer un buen negocio. Imagino
que viene a consultarnos. ¡Qué suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba lo bastante familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su
razonamiento y para ver que la naturaleza y estado de los diversos instrumentos médicos
que había en la cesta de mimbre que colgaba de la lámpara dentro de la berlina le habían
proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz encendida arriba en nuestra
ventana mostraba que esta tardía visita era de verdad para nosotros. Con cierta curiosidad
sobre lo que podría hacer venir a un colega médico a vernos a tales horas, seguí a Holmes
al interior de nuestro sanctasanctórum.
Un hombre pálido, de rostro afilado y con patillas rojizas, se levantó de una silla al
lado del fuego cuando entramos. Su edad no pasaba de los treinta y tres o treinta y cuatro
años, pero su expresión ojerosa y su mal color hablaban por él de una vida que le había
agotado todas las fuerzas, robándole su juventud. Sus maneras demostraban cierto
nerviosismo y timidez, como las de un caballero sensible, y la fina y blanca mano que
posó en la repisa de la chimenea al levantarse era más de un artista que de cirujano. Su
indumentaria era sobria y un poco triste; una levita negra, pantalones oscuros y un toque
de color en la corbata.
—Buenas noches, doctor —dijo Holmes vivamente—. Me alegra ver que solo lleva
unos minutos esperando.
—¿Ha hablado ya con mi cochero?
—No, ha sido la vela que hay en ese velador la que me lo ha indicado. Le ruego que
vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Me llamo Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, soy médico y vivo en el 403
de Brook Street.
—¿Es usted el autor de una monografía sobre ciertas oscuras lesiones del sistema
nervioso? —pregunté yo.
Sus pálidas mejillas se sonrojaron de placer al oír que yo conocía su obra.
—Oigo tan raramente hablar de este trabajo, que pensé que ya sería algo muerto —dijo
—. Mis editores me han dado un descorazonador informe sobre su venta. Presumo que
usted es médico, ¿no es así?
—Cirujano de la Armada retirado.
—Mi hobby han sido siempre las enfermedades nerviosas. Desearía que estas
constituyeran mi especialidad, pero, por supuesto, un hombre ha de tomar al principio lo
que puede conseguir. Sin embargo, esto está al margen del problema, señor Holmes, y yo
aprecio bastante su valioso tiempo. El hecho es que en mi casa de Brook Street se ha
venido sucediendo una singular cadena de acontecimientos y hoy ha llegado a tal extremo,
que sentí que no podía esperar ni una hora más sin pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Sea usted bienvenido para ambas cosas —dijo—. Le ruego que me dé un informe
detallado de cuáles son las circunstancias que le han perturbado.
—Una o dos son tan triviales —dijo el doctor Trevelyan—, que realmente me da casi
vergüenza mencionarlas. Pero el asunto es tan inexplicable y el reciente giro que ha
tomado el asunto es tan elaborado, que se lo expondré todo para que juzgue usted lo que
es esencial y lo que no.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo sobre mi carrera. Estudié en la
Universidad de Londres, sabe usted, y estoy seguro de que no va a pensar que me alabo
indebidamente si le digo que mis profesores consideraban que mi carrera era prometedora.
Después de graduarme, continué dedicándome a la investigación, ocupando un puesto sin
importancia en el hospital de King’s College, y tuve la fortuna de levantar un considerable
interés por mi investigación sobre la patología de la catalepsia, ganando finalmente el
premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre las lesiones nerviosas a la
que su amigo acaba de aludir. No exageraría demasiado si dijera que en aquel momento la
impresión general era que una distinguida carrera se presentaba ante mí.
»Pero para esto tenía que sortear el grandísimo escollo de la falta de dinero. Como en
seguida comprenderán, un especialista que quiera apuntar alto está obligado a iniciar su
consulta en una de las calles de la docena que componen el barrio de Cavendish Square, lo
cual significa pagar una enorme renta y hacer un gran desembolso inicial para el
mobiliario. Además de esos gastos preliminares, ha de contar con mantenerse durante
algunos años y con alquilar un carruaje presentable y un caballo. Esto estaba más allá de
mis posibilidades y lo único que podía hacer era esperar que tras diez años habría ahorrado
lo suficiente para permitirme colgar la placa de médico especialista a mi puerta. Sin
embargo, de repente, un inesperado incidente hizo que se abrieran ante mí nuevas
perspectivas.
»Este fue la visita de un caballero de nombre Blessington, absoluto desconocido para
mí. Apareció en mi habitación una mañana y en un instante se metió de lleno en el
negocio que le traía.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha hecho una carrera tan brillante y que
ha ganado recientemente un gran premio? —dijo.
»Yo asentí con la cabeza.
»—Contésteme con franqueza —continuó—, porque va en su propio interés, como en
seguida verá. Cuenta usted con la inteligencia precisa para ser un hombre de éxito. ¿Tiene
el mismo tacto?
»No pude evitar el sonreír ante la brusquedad de la pregunta.
»—Confío en tener la parte que me corresponde.
»—¿Alguna mala costumbre? ¿No tiene inclinación a la bebida?
»—¡Por Dios, señor!
»—¡Bien, pues! ¡Eso está pero que muy bien! Pero quería preguntarle algo. Con todas
esas cualidades, ¿por qué no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Venga, venga —dijo con su característica rapidez—. La vieja historia. Más en su
cabeza que en sus bolsillos, ¿no? ¿Qué diría si yo le propusiera abrirle una consulta en
Brook Street?
»Le miré atónito.
»—Oh, es por mi propio bien, no por el suyo —exclamó—. Le seré totalmente franco
y, si le va bien lo que voy a proponerle, a mí también me irá. Tengo unos cuantos cientos
de libras para invertir, sabe, y creo que lo haré con usted.
»—Pero, ¿por qué? —dije con un hilo de voz.
»—Bueno, es igual que cualquier especulación y más segura que la mayoría.
»—¿Y qué tengo que hacer yo?
»—Se lo diré. Yo cogeré la casa, la amueblaré, pagaré el servicio y me encargaré de
llevarla. Todo lo que usted tiene que hacer es gastar el sillón de la consulta. Le daré dinero
de bolsillo y todo lo que necesite. De lo que gane me dará a mí las tres cuartas partes y
usted se quedará con el resto.
»Era extraño, señor Holmes, el ofrecimiento con que se me acercaba aquel hombre.
No voy a aburrirle con la narración de todo lo que regateamos y negociamos. Terminó con
que yo me fui a vivir a esa casa cerca del día de la Anunciación y empecé a ejercer casi de
acuerdo con las mismas condiciones que él había sugerido. El se vino a vivir conmigo en
calidad de paciente residente. Al parecer, tenía el corazón débil, y necesitaba una
supervisión médica constante. Convirtió las dos mejores habitaciones del primer piso en
un cuarto de estar y un dormitorio para él. Todas las tardes a la misma hora entraba en la
consulta, examinaba los libros, dejaba cinco chelines y tres peniques por cada guinea que
yo había ganado y se llevaba el resto a la caja fuerte de su habitación.
»Puedo decir con seguridad que nunca tuvo la ocasión de lamentar su especulación.
Fue un éxito desde el principio. Unos cuantos buenos casos y la reputación que había
ganado en el hospital me pusieron rápidamente a la cabeza de la especialidad,
convirtiéndole en estos dos últimos años en un hombre muy rico.
»Esto es lo que puedo decirle, señor Holmes, respecto a mi historia pasada y a mis
relaciones con el señor Blessington. Solo me queda por contarle lo que ha sucedido para
hacerme venir aquí esta noche.
»Hace unas semanas el señor Blessington bajó a la consulta a verme; venía, según me
pareció entonces, en un estado de agitación considerable. Me habló de que habían
cometido un robo, dijo, en el West End y recuerdo que parecía estar innecesariamente
preocupado por ello, llegando a decir que no podíamos dejar pasar ni un día sin poner
cerrojos en las ventanas y en las puertas. Durante una semana siguió teniendo este peculiar
estado de inquietud, vigilando continuamente por las ventanas, y dejó de dar el corto
paseo que solía anunciar la hora de su cena. Lo que me sorprendía de su comportamiento
era que tenía un miedo mortal a algo o a alguien, pero cuando le preguntaba acerca de ello
se ponía tan ofensivo conmigo que me vi obligado a abandonar el tema. Según fue
pasando el tiempo pareció que sus miedos se fueron desvaneciendo, y ya había renovado
sus antiguas costumbres, cuando un nuevo acontecimiento le redujo al lastimoso estado de
postración en el que ahora se encuentra.
»He aquí lo sucedido: hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No trae fecha ni
la dirección del remitente.
«Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra —dice— estaría encantado de
ponerse en las manos del doctor Percy Trevelyan. Lleva varios años siendo víctima
de ataques de catalepsia en los que, como todo el mundo sabe, el doctor Trevelyan
es una autoridad. Propone ir a verle mañana a eso de las seis y cuarto de la tarde,
si es que es esta una hora conveniente para el doctor Trevelyan».
»Esta carta me interesó profundamente, porque la principal dificultad en el estudio de
la catalepsia la constituye la propia rareza de la enfermedad. Puede usted creer, pues, que
yo estaba en el consultorio cuando a la hora fijada el criado hizo entrar al paciente.
»Era un hombre mayor, delgado, recatado y vulgar, en ningún aspecto la concepción
que uno se forma de un noble ruso. Pero todavía me asombró más el aspecto de su
acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente guapo, con un rostro oscuro y
agresivo y unos miembros y un tórax hercúleos. Iba sujetando al otro por el brazo cuando
entraron y le ayudó a sentarse con una ternura que no hubiera esperado de un hombre con
semejante aspecto.
»—Perdone que haya entrado, doctor —dijo en un inglés balbuciente—. Este es mi
padre y su salud es para mí un problema agobiante.
»Me emocionó esta ansiedad del hijo para con el padre.
»—¿Le gustaría quizá quedarse durante la consulta? —dije.
»—Por nada del mundo —exclamó con un gesto de horror—. Es para mí más doloroso
de lo que puedo expresar. Si tuviera que ver a mi padre con uno de esos horribles ataques
que le dan, estoy seguro de que no podría seguir viviendo. Mi propio sistema nervioso es
muy sensible. Con su permiso, me quedaré en la sala de espera mientras examina a mi
padre.
«Asentí, por supuesto, y el joven se retiró. El paciente y yo nos sumergimos en una
conversación sobre su caso, y fui tomando notas exhaustivas. Su inteligencia no era muy
sobresaliente y sus respuestas eran frecuentemente oscuras, cosa que atribuí a su limitado
conocimiento de la lengua. Sin embargo, de repente, mientras yo estaba escribiendo
sentado a mi mesa, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me chocó ver
que estaba sentado muy derecho en la silla y me miraba con un rostro absolutamente
inexpresivo y rígido. Esta misteriosa enfermedad había vuelto a apoderarse de él.
»Tuve en primer lugar, como acabo de decir, un sentimiento de lástima y horror. Mi
segundo sentimiento me temo que fue más bien de satisfacción profesional. Tomé las
notas del pulso y la temperatura de mi paciente, probé la rigidez de sus músculos y
examiné sus reflejos. No había nada anormal en todo ello, lo cual concordaba con mis
experiencias anteriores. Había obtenido buenos resultados en casos parecidos con la
inhalación de nitrito de amilo, y al presente parecía una oportunidad admirable para probar
sus virtudes. Tenía la botella abajo, en mi laboratorio; corrí a buscarla escaleras abajo.
Tardé un poco en encontrarla, pongamos cinco minutos, y volví. Imagine mi sorpresa al
encontrar que la habitación estaba vacía y que el paciente se había ido.
»Por supuesto, lo primero que hice fue abalanzarme a la sala de espera. El hijo
también se había ido. La puerta de la calle estaba cerrada, pero no con llave. El criado que
abre la puerta a los pacientes es un chico nuevo y bastante lento. Espera abajo y sube para
acompañar a los pacientes hasta la puerta, cuando yo toco el timbre de la consulta. No oyó
nada y el asunto quedó en un misterio. El señor Blessington volvió de su paseo poco
después; últimamente he conseguido la costumbre de comunicarme con él lo menos
posible.
»Bueno, pensé que nunca más volvería a saber del ruso y de su hijo, conque puede
usted imaginarse mi sorpresa cuando esta tarde a la misma hora entraron ambos en mi
consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Sentía que debía pedirle excusas por mi brusca desaparición de ayer, doctor —dijo
mi paciente.
»—Confieso que me quedé muy sorprendido —dije yo.
»—Bueno —observó él— el hecho es que, cuando vuelvo en mí tras los ataques, se
me forma una especie de nube en la mente que me impide recordar lo que ha sucedido
antes. Me desperté en la que me pareció una habitación muy extraña y me encaminé hacia
la calle como mareado mientras usted estaba ausente.
»—Y yo —dijo el hijo—, al ver a mi padre pasar por delante de la sala de espera,
pensé naturalmente que la consulta había terminado. Hasta que llegamos a casa no nos
dimos cuenta del verdadero estado de las cosas.
»—Bueno —dije yo riéndome—, no ha pasado nada, salvo que me dejaron
terriblemente sorprendido; así que, si usted, señor, tuviera la bondad de entrar en la sala de
espera, yo con mucho gusto continuaría la consulta que ayer interrumpimos de un modo
tan brusco.
»Durante media hora más o menos estuve hablando con el anciano caballero sobre sus
síntomas, tras lo cual, habiéndole hecho una receta, le vi marcharse del brazo de su hijo.
«Como he dicho, el señor Blessington generalmente escoge esta hora del día para salir
a hacer un poco de ejercicio. Entró poco después y subió. Al cabo de un momento le oí
bajar corriendo las escaleras y se precipitó en mi consultorio con el aspecto de un hombre
que se ha vuelto loco por el pánico.
»—¿Quién ha estado en mi habitación? —exclamó.
»—Nadie —dije yo.
»—¡Eso es mentira! —vociferó—. Suba y mire.
»Hice caso omiso de su grosería, porque parecía que el miedo le hubiera sacado de sus
casillas. Cuando subí con él, me señaló varias pisadas marcadas en la liviana alfombra.
»—¿Intenta usted decir que son mías? —gritó.
»Eran ciertamente mucho más grandes que las que él pudiera haber dejado y
evidentemente bastante recientes. Ha llovido mucho durante esta tarde, como sabe, y mis
pacientes eran la única gente que había venido. Debía de haberse dado el caso, pues, de
que el hombre que estaba esperando en la sala había subido, por alguna razón
desconocida, mientras yo estaba ocupado con el otro, a la habitación de mi paciente
residente. No habían tocado ni cogido nada, pero las pisadas mostraban que la intrusión
era un hecho del que no cabía duda.
»El señor Blessington parecía más excitado por el asunto de lo que yo hubiera creído
posible, aunque, por supuesto, esto bastaba para perturbar la paz de cualquiera. De hecho,
se sentó en un sillón y se puso a llorar, y apenas pude conseguir que hablara
coherentemente. Sugirió que viniera a verle a usted y yo, por supuesto, en seguida vi que
era algo apropiado, porque el incidente es ciertamente bastante especial, aunque él parece
estar dándole más importancia de la que tiene. Solo con que viniera conmigo en la berlina,
conseguiría al menos calmarlo un poco, aunque difícilmente espero que pueda explicar
este notable acontecimiento.
Sherlock Holmes había escuchado este largo relato con una intensidad que me
indicaba que le había interesado profundamente. Su rostro estaba más impasible que
nunca, pero los párpados le caían más pesadamente que de costumbre sobre los ojos, y las
volutas de humo que salían de su pipa se hacían más espesas, como si quisiera enfatizar
con ello los momentos importantes en la narración del doctor. Cuando nuestro visitante
concluyó, Holmes saltó de la silla sin decir una palabra, me dio mi sombrero, cogió el
suyo de encima de la mesa y siguió al doctor Trevelyan hacia la puerta. En un cuarto de
hora nos dejaba ante la residencia del doctor en Brook Street, una de esas casas sombrías
de fachada lisa que uno asocia con la clientela del West End. Nos abrió la puerta un
pequeño criado y en seguida empezamos a subir por una escalera ancha y bien
alfombrada.
Pero una singular interrupción nos hizo detenernos. La luz que había en lo alto de la
escalera se apagó de golpe, y en la oscuridad se oyó una voz aguda, temblorosa.
—Tengo una pistola —gritó—. Les doy mi palabra de que dispararé si se acercan.
—Esto es realmente indignante, señor Blessington —gritó el doctor Trevelyan.
—Ah, ¿es usted, doctor? —dijo la voz, dando un suspiro de alivio—. Pero esos
caballeros, ¿son lo que pretenden ser?
Éramos conscientes de que nos escrutaba detenidamente en la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —dijo la voz por último—. Pueden subir, y lo siento si mis
precauciones los han molestado.
Volvió a encender la luz de gas de la escalera y vimos ante nosotros un hombre de una
apariencia singular; su aspecto, así como su voz, revelaban que estaba como un cencerro.
Estaba muy gordo, pero, al parecer, en algún momento lo había estado más, porque la piel
de la cara le colgaba en flojas bolsas como si se tratara de las mejillas de un sabueso.
Tenía un color enfermizo y su fino cabello rubio parecía que se le había puesto de punta
con la intensidad de su emoción. Tenía una pistola en la mano, pero se la echó al bolsillo
al acercarnos nosotros.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Puede estar seguro de que le estoy muy
agradecido por haber venido. Nadie ha necesitado nunca su consejo más de lo que lo
necesito yo ahora. Supongo que el doctor Trevelyan ya le habrá hablado de esta
injustificable intrusión en mis habitaciones, ¿no es así?
—Más o menos —dijo Holmes—. ¿Quiénes son esos dos hombres, señor Blessington,
y por qué desean molestarle?
—Bueno, bueno —dijo nervioso el paciente residente—, por supuesto es difícil
decirlo. Difícilmente puede esperar que yo conteste a eso, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Pase, por favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Nos condujo hasta su habitación, que era grande y cómodamente amueblada.
—¿Ve usted esto? —dijo señalando a una gran caja negra situada en la cabecera de su
cama—. Nunca he sido un hombre rico, señor Holmes; no he hecho más que una inversión
en mi vida, como les puede muy bien decir el doctor Trevelyan. Pero no creo en los
banqueros. Nunca confiaré en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que
tengo está en esa caja, conque ya puede comprender lo que significa para mí el que unos
desconocidos consigan entrar por la fuerza en mi habitación.
Holmes miró a Blessington de ese modo interrogante que es característico en él y
sacudió la cabeza.
—No puedo ayudarle si intenta engañarme —dijo.
—Pero si le he dicho todo.
Holmes, con una expresión de indignación en el rostro, se dio media vuelta.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
—¿Y no me aconseja nada? —exclamó Blessington, quebrándosele la voz.
—Lo que le aconsejo, señor, es que diga la verdad.
Al cabo de un minuto nos encontrábamos en la calle caminando hacia casa. Habíamos
cruzado Oxford Street y ya habíamos llegado a la mitad de Harley Street sin que yo
hubiera conseguido sacarle ni una palabra a mi amigo.
—Siento haberle traído a semejante empresa descabellada, Watson —dijo por último
—. De todos modos, es un caso interesante en el fondo.
—No sé qué pensar —confesé.
—Bueno, es bastante evidente que hay dos hombres, más quizá, pero dos al menos,
que por alguna razón están determinados a hacerse con este tal Blessington. No me cabe la
menor duda de que tanto en la primera ocasión como en la segunda ese hombre entró en la
habitación de Blessington, mientras su compinche, por medio de una ingeniosa
estratagema, mantenía al doctor alejado de toda interferencia.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a
nuestro especialista. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y entonces?
—Por pura casualidad Blessington estaba fuera en ambas ocasiones. La razón de que
escogieran una hora tan inusual para la consulta era obviamente para asegurarse de que no
habría otro paciente esperando en la sala de espera. Lo único que sucedió, sin embargo, es
que esta hora coincidía con la del paseo de Blessington, lo que demuestra que no conocen
bien sus costumbres cotidianas. Por supuesto, si hubieran ido simplemente en busca de un
botín, habrían hecho, al menos, algún intento para encontrarlo. Además puedo leer en los
ojos cuándo un hombre teme por su pellejo. Es posible que este tipo se haya hecho dos
rencorosos enemigos, cual parecen serlo estos, sin enterarse. No obstante, tengo por cierto
que él sí sabe quiénes son esos hombres y que, por razones que solo él conoce, lo calla. Es
posible que mañana lo encontremos más comunicativo.
—¿No habría otra alternativa —sugerí yo—, grotescamente improbable, sin duda, pero
con todo concebible? ¿Podría ser que toda la historia del ruso cataléptico y su hijo no
fuera sino una maquinación del doctor Trevelyan, quien estuvo, para sus propios fines, en
las habitaciones de Blessington?
Vi a la luz de las farolas de gas que Holmes sonreía, divertido por esta salida mía.
—Mi querido amigo —dijo—, esta fue una de las primeras soluciones que se me
ocurrieron, pero en seguida pude estar en situación de corroborar la narración del doctor.
Ese joven dejó huellas en la alfombra de la escalera, lo cual hizo innecesario el que yo
pidiera que me enseñaran las que había dejado en la habitación. Si le digo que los zapatos
de este intruso terminaban en punta cuadrada en vez de hacerlo, como los de Blessington,
en una aguda punta redondeada y que eran casi una pulgada y tres tercios más largos que
los del doctor, reconocerá que no hay lugar a dudas sobre su individualidad. Pero ahora
dejemos dormir el asunto, porque mucho me sorprendería que mañana por la mañana no
tuviéramos nuevas noticias de Book Street.
La profecía de Sherlock Holmes se cumplió rápidamente y de un modo dramático. Al
día siguiente a las siete y media de la mañana, con las primeras tenues y borrosas luces del
día, allí estaba de pie junto a mi cama, en batín.
—Tenemos una berlina esperándonos, Watson —dijo.
—¿Qué pasa, pues?
—El asunto de Brook Street.
—¿Hay alguna noticia?
—Trágicas, pero ambiguas —dijo subiendo la persiana—. Mire esto —era una hoja de
un cuaderno de notas en la que se leía: «Por Dios, vengan rápidamente: P. T».,
garabateado a lápiz—. Nuestro amigo el doctor se encontraba en un apuro cuando escribió
esto. Vamos, querido amigo, porque es un asunto urgente.
En un cuarto de hora más o menos estábamos de nuevo en la casa del médico. Él salió
corriendo a nuestro encuentro con una expresión de horror en el rostro.
—¡Menudo asunto! —exclamó, echándose las manos a la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
—¡Blessington se ha suicidado!
Holmes soltó un silbido.
—Sí, se ha colgado durante la noche.
Habíamos entrado, y el doctor nos condujo a lo que evidentemente era su sala de
espera.
—Casi no sé ni lo que hago —exclamó—. La policía ya está arriba. Esto me ha
trastornado terriblemente.
—¿Cuándo lo descubrieron?
—Todas las mañanas le suben una taza de té a la habitación. Cuando la doncella entró
esta mañana a eso de las siete, se encontró con que el infortunado tipo estaba colgado en
medio de la habitación. Había atado la cuerda al gancho del que solía colgar la pesada
lámpara y había saltado desde la misma caja que nos enseñó ayer.
Holmes se quedó profundamente pensativo durante un momento.
—Con su permiso —dijo por último—, me gustaría subir y estudiar el asunto.
Subimos ambos seguidos por el doctor.
Al atravesar el umbral de la habitación, tuvimos una visión horrorosa. Ya he hablado
de la impresión de flaccidez que daba Blessington. Esta se exageraba e intensificaba al
verlo balancearse colgado del gancho, hasta tal punto que su apariencia casi había dejado
de ser humana. El cuello se le había alargado, como el de un pollo desplumado, y
contrastaba con el resto de su cuerpo, haciéndolo parecer más obeso y deforme si cabe. No
llevaba más que la larga camisa de dormir, de la que solo sobresalían sus hinchados
tobillos y desgarbados pies. De pie, tras él, un elegante inspector de policía tomaba notas
en su cuadernillo.
—Ah, señor Holmes —dijo cuando entró mi amigo—. Encantado de verlo por aquí.
—Buenos días, Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no pensará que soy
un intruso. ¿Sabe algo de los acontecimientos que han desembocado en este asunto de
hoy?
—Algo me han dicho.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que veo, el miedo hizo que este hombre perdiera la razón. La cama muestra
indicios de haber sido usada; la huella dejada es lo suficientemente profunda para saberlo.
A eso de las cinco de la mañana es cuando más frecuentes son los suicidios. Debió de ser
sobre esa hora cuando se colgó. Parece haber sido algo bastante deliberado.
—Yo diría que lleva unas tres horas muerto, a juzgar por la rigidez de sus músculos —
dije yo.
—¿Ha notado algo particular en la habitación? —preguntó Holmes.
—Encontré un destornillador y algunos tornillos en el lavabo. También parece que ha
fumado mucho. Aquí tengo cuatro colillas que recogí de la chimenea.
—¡Hum! —dijo Holmes—. ¿Tiene usted su boquilla?
—No, no he visto ninguna boquilla.
—¿Su pitillera, entonces?
—Sí, estaba en el bolsillo de su levita.
Holmes la abrió y olió el único cigarro que quedaba.
—Oh, este es un puro habano y estos otros son puros de esos que importan los
holandeses de sus colonias occidentales. Van normalmente envueltos en paja, sabe usted,
y, para su largura, son más finos que los de cualquier otra marca.
Tomó las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de estos han sido fumados con boquilla y dos sin ella. Dos han sido cortados
con un cuchillo poco afilado y los otros dos tienen marcas de haber sido mordidos por
unos buenos dientes. Esto no es un suicidio, señor Lanner. Es un asesinato profundamente
planeado a sangre fría.
—¡Imposible! —examinó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué iba alguien a asesinar a un hombre de un modo tan torpe como
ahorcándolo?
—Eso es lo que tenemos que descubrir.
—¿Cómo entraron?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada esta mañana.
—Entonces la atrancaron después de que se fueran.
—¿Cómo lo sabe?
—Vi sus huellas. Perdone un momento, quizá le pueda dar más información sobre el
asunto.
Se encaminó hacia la puerta y girando la cerradura la examinó metódicamente como es
su costumbre. Después sacó la llave, que estaba por dentro, y también la examinó. La
cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, el cuerpo muerto y la cuerda fueron
uno tras otro examinados, hasta que por último se consideró satisfecho, y con mi ayuda y
la del inspector desató al desventurado y lo tendió respetuosamente en el suelo
cubriéndolo con una sábana.
—¿Qué me dice de esta cuerda? —pregunté.
—La han cortado de aquí —dijo el doctor Trevelyan, sacando un largo rollo de debajo
de la cama—. El fuego le ponía muy nervioso y siempre tenía esto a su lado con el fin de
poder escapar por la ventana en el caso de que las escaleras estuvieran en llamas.
—Esto debe de haberles evitado problemas —dijo pensativo Holmes—. Sí, los hechos
reales son muy sencillos y me sorprendería que no pudiera darles asimismo esta tarde las
razones que los han producido. Me llevaré esa fotografía de Blessington que está sobre la
repisa, porque puede ayudarme en mi investigación.
—Pero no nos ha dicho nada —exclamó el doctor.
—Oh, no hay ninguna duda en lo que se refiere a la secuencia de los acontecimientos
—dijo Holmes—. Había tres personas involucradas en el asunto: el joven, el viejo y un
tercero sobre cuya identidad no tengo ninguna pista. Los dos primeros, apenas preciso
decirlo, son los mismos que se hicieron pasar por un conde ruso y su hijo, de modo que
podemos dar una descripción de ellos bastante completa. Un compinche les abrió la puerta
de la casa. Si me permite darle un consejo, inspector, este sería que arrestara usted al
criado, quien, según creo, acaba de entrar a su servicio, doctor.
—Nadie ha podido encontrar a ese joven pícaro —dijo el doctor Trevelyan—. La
doncella y la cocinera han estado buscándolo hasta ahora.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha jugado un papel no carente de importancia en este drama —dijo—. Los tres
hombres, tras subir la escalera de puntillas, el más viejo, primero; el joven, detrás, y el
desconocido detrás de ambos…
—¡Querido Holmes! —salté yo.
—Oh, no cabe ninguna duda a juzgar por la superposición de las pisadas. Tenía la
ventaja de que ayer por la noche estuve viendo de quién era cada cual. Subieron, pues, al
cuarto del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada con llave. No obstante,
sirviéndose de un alambre, forzaron la cerradura. Incluso sin lupa podrán ustedes ver, por
los rasguños que tiene esta muesca, el lugar en el que presionaron.
»A1 entrar en la habitación lo primero que hicieron debió de ser amordazar al señor
Blessington. Él debía de estar dormido, o puede que se quedara tan paralizado por el terror
que no fuera capaz de gritar. Estas paredes son muy gruesas y es probable que su chillido,
si es que tuvo tiempo de darlo, nadie lo oyera.
»Tras haberle sujetado, es evidente que mantuvieron una conversación de un tipo u
otro. Probablemente fue algo parecido a un proceso judicial. Tuvo que haber durado un
rato, porque fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El viejo se sentó en esa silla
de mimbre; fue él quien utilizó la boquilla. El joven se sentó en algún lugar por esa zona;
estuvo echando la ceniza contra la cómoda. El tercer tipo estuvo paseándose arriba y abajo
de la habitación. Blessington, creo, estaba sentado en la cama; pero de esto no tengo una
absoluta certeza.
»Bueno, todo acabó tras coger a Blessington y colgarlo. Tenían el asunto tan preparado
de antemano, que para mí que trajeron con ellos algún tipo de polea que les sirviera de
horca. El destornillador y los tornillos eran, a mi modo de ver, para colocarla. Sin
embargo, al ver el gancho de la lámpara se evitaron esta tarea. Una vez terminado su
trabajo se fueron, y su compinche atrancó la puerta tras ellos.
Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que habían
tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan
sutiles y minúsculos que, incluso tras habérnoslos indicado, apenas podíamos seguir sus
razonamientos. El inspector se marchó corriendo al instante a investigar sobre el paradero
del criado, mientras Holmes y yo volvíamos a desayunar a Baker Street.
—Volveré sobre las tres —dijo cuando terminamos de comer—. Me reuniré aquí a esa
hora con el inspector y con el doctor y espero haber aclarado para entonces todos los
puntos oscuros que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora prevista, pero hasta las cuatro menos cuarto mi
amigo no hizo su aparición. No obstante, por la expresión que traía al entrar, vi que todo le
había ido bien.
—¿Nuevas noticias, inspector?
—Hemos cogido al chico, señor.
—Excelente; y yo los he cogido a ellos.
—¡Los ha cogido! —exclamaron los tres.
—Bueno, al menos tengo su identidad. El llamado Blessington es, según creo, muy
conocido en los cuarteles generales de la policía, y lo mismo lo son sus agresores. Sus
nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—La banda del Banco Worthingdon —exclamó el inspector.
—Justamente —dijo Holmes.
—Entonces Blessington tiene que haber sido Sutton.
—Exacto —dijo Holmes.
—¡Vaya! Visto así, el asunto queda más claro que el agua.
Pero Trevelyan y yo nos mirábamos asombrados.
—Posiblemente recuerden ustedes el gran asunto del Banco Worthingdon —dijo
Holmes—; había cinco hombres implicados, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright.
Asesinaron a Robin, el vigilante, y los ladrones huyeron llevándose setecientas libras. Esto
fue en 1875. Arrestaron a los cinco, pero no se pudieron demostrar pruebas definitivas
contra ellos. Este Blessington o Sutton, que era el peor de la banda, se hizo confidente de
la policía. A partir de su declaración, ahorcaron a Cartwright y los otros tres fueron
condenados a penas de quince años cada uno. Cuando salieron el otro día, lo que ha
ocurrido algunos años antes del final de su pena, se dispusieron, como pueden ustedes
darse cuenta, a darle caza al traidor y a vengar en él la muerte de su camarada. Dos veces
intentaron dar con él y fracasaron; la tercera, como ven, les salió bien. ¿Hay algo más que
pueda explicarles?
—Creo que lo ha dejado todo muy claro —dijo el doctor—. No me cabe duda de que
aquel día que estaba tan inquieto era el mismo día en que había leído en el periódico su
puesta en libertad.
—Seguro. Todo lo que dijo sobre el robo no era más que un pretexto.
—¿Pero por qué no podía decírselo a usted?
—Bueno, mi querido amigo, conociendo el rencoroso carácter de sus asociados, estaba
intentando ocultárselo a todo el mundo mientras pudiera. Su secreto era algo vergonzoso y
no podía resignarse a divulgarlo. Por muy malvado que fuera, seguía, no obstante,
viviendo bajo la protección de las leyes británicas, y no dudo, inspector, y usted convendrá
conmigo en ello, que aunque esa protección puede fracasar en el ejercicio de su custodia,
la espada de la justicia sigue estando levantada para vengar la maldad.
Tales fueron los singulares hechos en relación con el paciente residente y el doctor de
Brook Street. Desde aquella noche la policía no ha vuelto a ver a los tres asesinos, y en
Scotland Yard se supone que se encontraban entre los pasajeros del desafortunado vapor
Norah Creina que se perdió hace algunos años con todo el mundo a bordo junto a las
costas portuguesas, algunas millas al norte de Oporto. El proceso contra el criado se
desestimó por falta de pruebas y hasta ahora ningún periódico o similar había tratado en
toda su extensión lo que se denominó El misterio de Brook Street.
6. EL ARISTÓCRATA SOLTERÓN
Hace ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simón y la curiosa forma en que
terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos en los que se mueve el
infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles más picantes han
acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya tiene cuatro años de
antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que los hechos completos no se
han revelado nunca al público en general, y dado que mi amigo Sherlock Holmes
desempeñó un importante papel en el esclarecimiento del asunto, considero que ninguna
biografía suya estaría completa sin un breve resumen de este notable episodio.
Pocas semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con Holmes el
apartamento de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un paseo y encontró una
carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día porque el
tiempo se había puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala
que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán
palpitaba con monótona persistencia. Sentado en un sillón, con las piernas cruzadas y
estiradas sobre una silla, me había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado
al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte, contemplando el escudo
y las iniciales del sobre que había encima de la mesa, y preguntándome perezosamente
quién sería aquel noble que escribía a mi amigo.
—Tiene una carta de lo más elegante —comenté al entrar él—. Si no recuerdo mal, las
cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero del puerto.
—Sí, desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad —respondió él,
sonriendo—. Y, por lo general, las más humildes son las más interesantes. Esta parece una
de esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a aburrirse o a mentir.
Rompió el lacre y echó un vistazo al contenido.
—¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante!
—¿No es un acto social, entonces?
—No; estrictamente profesional.
—¿Y de un cliente noble?
—Uno de los grandes de Inglaterra.
—Querido amigo, le felicito.
—Le aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me importa
mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que esta nueva
investigación no carezca de interés. Ha leído usted con atención los últimos periódicos,
¿no es cierto?
—Eso parece —dije melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un
rincón—. No tenía otra cosa que hacer.
—Es una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los
sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero, si usted
ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de lord St. Simón y su
boda.
—Oh, sí, y con el mayor interés.
—Estupendo. La carta que tengo en la mano es de lord St. Simón. Se la voy a leer y, a
cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver con el
asunto. Esto es lo que dice: «Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura
que puedo confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una
visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación con mi
boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en el asunto, pero
me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted coopere, e incluso cree
que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de la tarde, y le agradecería
que aplazara cualquier otro compromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es
de trascendental importancia. Suyo afectísimo, Robert St. Simón». Está fechada en
Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido la desgracia de
mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho —comentó Holmes, volviendo
a doblar la carta.
—Dice que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga.
—Entonces, tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente
del tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden cronológico, mientras yo
miro quién es nuestro cliente —sacó un volumen de tapas rojas de una hilera de libros de
consulta que había en la repisa de la chimenea—. Aquí está —dijo, sentándose y
abriéndolo sobre las rodillas—. «Robert Walsingham de Veré St. Simón, segundo hijo del
duque de Balmoral»… ¡Hum! Escudo: campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre
banda de sable. Nacido en 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura
para casarse. Fue subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque,
su padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado sangre
de los Plantagenet por vía paterna y de los Tudor por vía materna. ¡Aja! Bueno, en todo
esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo de usted, Watson, para
obtener datos más sólidos.
—Me resultará muy fácil encontrar lo que busco —dije yo—, porque los hechos son
bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no me atrevía a
hablarle del tema, porque sabía que tenía una investigación entre manos y que no le gusta
que se entrometan otras cosas.
—Ah, se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor
Square. Eso ya está aclarado de sobra, aunque la verdad es que era evidente desde un
principio. Por favor, déme los resultados de su selección de prensa.
—Aquí está la primera noticia que he podido encontrar. Está en una columna del
Moming Post y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha concertado una boda
que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro de muy poco, entre lord Robert St.
Simón, segundo hijo del duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de
Aloysius Doran, de San Francisco, California, Estados Unidos». Eso es todo.
—Escueto y al grano —comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y
delgadas piernas.
—En la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo ampliando lo
anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas de protección sobre el
mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio parece actuar
decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras otra, las grandes casas
nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de nuestras bellas primas del otro lado
del Atlántico. Durante la última semana se ha producido una importante incorporación a la
lista de premios obtenidos por estas encantadoras invasoras. Lord St. Simón, que durante
más de veinte años se había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado
de manera oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un
millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello rostro atrajeron
mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única y se rumorea que su dote
está muy por encima de las seis cifras, y que aún podría aumentar en el futuro. Teniendo
en cuenta que es un secreto a voces que el duque de Balmoral se ha visto obligado a
vender su colección de pintura en los últimos años, y que lord St. Simón carece de
propiedades, si exceptuamos la pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la
heredera californiana no es la única que sale ganando con una alianza que le permitirá
realizar la fácil y habitual transición de dama republicana a aristócrata británica».
—¿Algo más? —preguntó Holmes, bostezando.
—Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Moming Post diciendo que la boda sería un
acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square, que solo
se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que luego todos se reunirían en una casa
amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dos días después…,
es decir, el miércoles pasado, hay una breve noticia de que la boda se ha celebrado y que
los novios pasarían la luna de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Estas
son todas las noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia.
—¿Antes de qué? —preguntó Holmes sobresaltado.
—De la desaparición de la dama.
—¿Y cuándo desapareció?
—Durante el almuerzo de boda.
—Caramba. Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático.
—Sí, a mí me pareció un poco fuera de lo corriente.
—Muchas novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna
de miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles.
—Le advierto que son muy incompletos.
—Quizás podamos hacer que lo sean menos.
—Lo poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado ayer por la
mañana, que voy a leerle. Se titula:
Extraño incidente en una boda de la alta sociedad
La familia de lord Robert St. Simón ha quedado sumida en la mayor
consternación por los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con
su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de
ayer, se celebró anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible
confirmar los extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar
de los esfuerzos de los amigos por silenciar el asunto, este ha atraído de tal
modo la atención del público, que de nada serviría fingir desconocimiento de
un tema que está en todas las conversaciones. La ceremonia, que se celebró en
la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar en privado, asistiendo
tan solo el padre de la novia, señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral,
lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St. Simón (hermano menor y
hermana del novio), y lady Alicia Whittington. A continuación, el cortejo se
dirigió a la casa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate, donde se había
preparado un almuerzo. Parece que allí se produjo un pequeño incidente,
provocado por una mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar, que intentó
penetrar por la fuerza en la casa tras el cortejo nupcial, alegando ciertas
reclamaciones que tenía que hacerle a lord St. Simón. Tras una larga y
bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo consiguieron expulsarla. La
novia, que afortunadamente había entrado en la casa antes de esta
desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con los demás cuando
se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su habitación. Como su
prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre fue a
buscarla; pero la doncella le dijo que solo había entrado un momento en su
habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a
toda prisa por el pasillo. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la
casa a una señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se negaba
a creer que fuera la novia, por estar convencido de que esta se encontraba con
los invitados. Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius
Doran, acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin
pérdida de tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas
investigaciones, que probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso
asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada
del paradero de la dama desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice
que la policía ha detenido a la mujer que provocó el incidente, en la creencia
de que, por celos o algún otro motivo, pueda estar relacionada con la
misteriosa desaparición de la novia.
—¿Y eso es todo?
—Solo hay una breve nota en otro periódico, pero bastante sugerente.
—¿Qué dice?
—Que la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había sido detenida.
Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al novio desde hace varios
años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus manos… Al menos, tal como lo
ha expuesto la prensa.
—Y parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería por nada del
mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca poco más de
las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le ocurra
marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque solo sea para
confirmar mi propia memoria.
—El señor Robert St. Simón —anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en
par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y
pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y
abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus
movimientos eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, por que
iba ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al
quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y
empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con
la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos de
charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la cabeza de
izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus
gafas con montura de oro.
—Buenos días, lord St. Simón —dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia
—. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Este es mi amigo y colaborador, el doctor
Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto.
—Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes.
Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en
varios casos delicados parecidos a este, aunque supongo que no afectarían a personas de la
misma clase social.
—En efecto, voy descendiendo.
—¿Cómo dice?
—Mi último cliente de este tipo fue un rey.
—¡Caramba! No tenía ni idea. ¿Y qué rey?
—El rey de Escandinavia.
—¿Cómo? ¿También desapareció su esposa?
—Como usted comprenderá —dijo Holmes suavemente—, aplico a los asuntos de mis
otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos.
—¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi
caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a
formarse una opinión.
—Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que
puedo considerarlo correcto… Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia.
El señor St. Simón le echó un vistazo.
—Sí, es más o menos correcto en lo que dice.
—Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda
adelantar una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería
preguntarle a usted.
—Adelante.
—¿Cuándo conoció a la señorita Hatty Doran?
—Hace un año, en San Francisco.
—¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando se prometieron?
—No.
—¿Pero su relación era amistosa?
—A mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía.
—¿Es muy rico su padre?
—Dicen que es el hombre más rico de la costa oeste.
—¿Y cómo adquirió su fortuna?
—Con las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió
y subió como un cohete.
—Veamos, ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita…, es decir, de
su esposa?
El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.
—Verá usted, señor Holmes —dijo—. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre
se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y vagando
por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la naturaleza que a los
maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter
fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa…, hasta
diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por
otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar —y soltó una
tosecilla solemne— si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es capaz de
sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.
—¿Tiene una fotografía suya?
—He traído esto.
Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba
de una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo
partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes lo
miró con gran atención durante un buen rato. Luego, cerró el medallón y se lo devolvió a
lord St. Simón.
—Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
—Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias
veces, nos prometimos y por fin nos casamos.
—Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable.
—Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.
—Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho
consumado.
—La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.
—Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?
—Sí.
—¿Estaba ella de buen humor?
—Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.
—Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?
—Estaba animadísima… Por lo menos, hasta después de la ceremonia.
—¿Y después…, observó usted algún cambio en ella?
—Bueno, a decir verdad, fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su
temperamento es un poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para
mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso.
—A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.
—Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en
aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un
instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que se
hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestó
bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía absurdamente agitada por
aquella insignificancia.
—Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había
algo de público en la boda, ¿no?
—Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.
—El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?
—No, no; lo he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar.
Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.
—Así pues, la señora St. Simón regresó de la boda en un estado de ánimo menos
jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre?
—La vi mantener una conversación con su doncella.
—¿Y quién es esta doncella?
—Se llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella.
—¿Una doncella de confianza?
—Quizás demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas libertades.
Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo diferente.
—¿Cuánto tiempo estuvo hablando con esta Alice?
—Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar.
—¿No oyó usted lo que decían?
—La señora St. Simón dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa
jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso decir con eso.
—A veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando
terminó de hablar con la doncella?
—Entró en el comedor.
—¿Del brazo de usted?
—No, sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como esa. Y luego,
cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas, murmuró unas
palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a ver.
—Pero, según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a
su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló un sombrero
y salió de la casa.
—Exactamente. Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora
Millar, una mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un incidente en casa
del señor Doran aquella misma mañana.
—Ah, sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con
usted.
Lord St. Simón se encogió de hombros y levantó las cejas.
—Durante algunos años hemos mantenido relaciones amistosas…, podría decirse que
muy amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no tiene
ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son las mujeres,
señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y sentía devoción por
mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió unas cartas terribles; y, a decir
verdad, la razón de que la boda se celebrara en la intimidad fue que yo temía que diese un
escándalo en la iglesia. Se presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando
nosotros acabábamos de volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases
muy injuriosas contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la
posibilidad de que ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no
tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar alboroto.
—¿Su esposa oyó todo esto?
—No, gracias a Dios, no lo oyó.
—¿Pero más tarde la vieron paseando con esta misma mujer?
—Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora
atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.
—Bueno, es una suposición que entra dentro de lo posible.
—¿También usted lo cree?
—No dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted?
—Yo no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca.
—No obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría
decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?
—Bueno, en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le
he dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me ha
pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la conciencia de haber
dado un salto social tan inmenso hayan provocado a mi esposa algún pequeño trastorno
nervioso de naturaleza transitoria.
—En pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura.
—Bueno, la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda… no digo a mí, sino a
algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito…, me resulta difícil hallar otra
explicación.
—Bien, desde luego, también es una hipótesis concebible —dijo Holmes sonriendo—.
Y ahora, lord St. Simón, creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo preguntar si
en la mesa estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por la ventana?
—Podíamos ver el otro lado de la calle, y el parque.
—Perfecto. En tal caso, creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré
en comunicación con usted.
—Si es que tiene la suerte de resolver el problema —dijo nuestro cliente, levantándose
de su asiento.
—Ya lo he resuelto.
—¿Eh? ¿Cómo dice?
—Digo que ya lo he resuelto.
—Entonces, ¿dónde está mi esposa?
—Ese es un detalle que no tardaré en proporcionarle.
Lord St. Simón meneó la cabeza.
—Me temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía —comentó, y
tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación.
—El bueno de lord St. Simón me hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo
nivel que la suya —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Después de tanto
interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado mis
conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la habitación.
—¡Pero, Holmes!
—Tengo en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan
precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis conjeturas en
certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy convincente, como cuando
uno se encuentra una trucha en la leche, por citar el ejemplo de Thoreau.
—Pero yo he oído todo lo que ha oído usted.
—Pero sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido
muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al año
siguiente de la guerra franco-prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno de esos casos…
Pero, ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará usted otro vaso
encima del aparador, y aquí en la caja tiene cigarros.
El inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban un aspecto
decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona negra. Con un breve
saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Holmes con un brillo malicioso en los ojos—.
Parece usted descontento.
—Y estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simón. No le encuentro
ni pies ni cabeza al asunto.
—¿De verdad? Me sorprende usted.
—¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los
dedos. He estado todo el día trabajando en ello.
—Y parece que ha salido mojadísimo del empeño —dijo Holmes, tocándole la manga
de la chaqueta marinera.
—Sí, es que he estado dragando el Serpentine.
—¿Y para qué, en nombre de todos los santos?
—En busca del cuerpo de lady St. Simón.
Sherlock Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas.
—¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square?
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Pues que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en
otro.
Lestrade dirigió a mi compañero una mirada de furia.
—Supongo que usted ya lo sabe todo —se burló.
—Bueno, acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una conclusión.
—¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el asunto.
—Lo considero muy improbable.
—Entonces, tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que encontramos esto
en él —y, diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de
novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un velo de
novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un anillo de boda
nuevo—. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez.
—Vaya, vaya —dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado—. ¿Ha
encontrado usted todo eso al dragar el Serpentine?
—No, lo encontró un guarda del parque flotando cerca de la orilla. Han sido
identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que, si la ropa estaba allí,
el cuerpo no se encontraría muy lejos.
—Según ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de
un armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto?
—Alguna prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición.
—Me temo que le va a resultar difícil.
—Conque eso se teme, ¿eh? —exclamó Lestrade, algo picado—. Pues yo me temo,
Holmes, que sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos
veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora Millar.
—¿Y de qué manera?
—En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero hay una
nota. Y aquí está la nota —la plantó de un manotazo en la mesa, delante de él—. Escuche
esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida. F. H. M.». Pues bien,
desde un principio mi teoría ha sido que lady St. Simón fue atraída con engaños por Flora
Millar, y que esta, sin duda con ayuda de algunos cómplices, es responsable de su
desaparición. Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota que sin duda le pasó
disimuladamente en la puerta, y que sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.
—Muy bien, Lestrade —dijo Holmes, riendo—. Es usted fantástico. Déjeme verlo —
cogió el papel con indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante, haciéndole
emitir un grito de satisfacción.
—¡Esto sí que es importante! —dijo.
—¡Vaya! ¿Le parece a usted?
—Ya lo creo. Le felicito calurosamente.
Lestrade se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar.
—¡Pero…! —exclamó—. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado!
—Al contrario, este es el lado bueno.
—¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!
—Pero por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo
que me interesa, y mucho.
—Eso no significa nada. Ya me había fijado —dijo Lestrade—. «4 de octubre;
habitación, 8 chelines; desayuno, 2 chelines y 6 peniques; cóctel, 1 chelín; comida, 2
chelines y 6 peniques; vaso de jerez, 8 peniques». Yo no veo nada ahí.
—Probablemente, no. Pero, aun así, es muy importante. También la nota es
importante, o al menos lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo.
—Ya he perdido bastante tiempo —dijo Lestrade, poniéndose en pie—. Yo creo en el
trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas teorías. Buenos días,
señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del asunto —recogió las prendas,
las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta.
—Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade —dijo Holmes lentamente—. Voy a
decirle la verdadera solución del asunto. Lady St. Simón es un mito. No existe ni existió
nunca semejante persona.
Lestrade miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres
golpecitos en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con prisas.
Apenas se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se
puso su abrigo.
—Algo de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo —
comentó—. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarte algún tiempo solo con sus
periódicos.
Eran más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de
aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un recadero con una gran caja
plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le acompañaba. Al
poco rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa de caoba se
desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un par de cuartos de becada fría, un
faisán, un paté de foie-gras y varias botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender
todas esas delicias, los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de Las mil y una
noches, sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les habían
encargado llevarlas a nuestra dirección.
Poco antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una
expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le habían
fallado sus suposiciones.
—Veo que han traído la cena —dijo, frotándose las manos.
—Parece que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco personas.
—Sí, me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita —dijo—. Me
sorprende que lord St. Simón no haya llegado aún. ¡Aja! Creo que oigo sus pasos en la
escalera.
Era, en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una tromba,
balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión de absoluto
desconcierto en sus aristocráticas facciones.
—Ya veo que mi mensajero dio con usted —dijo Holmes.
—Sí, y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo.
¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice?
—El mejor que se podría tener.
Lord St. Simón se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente.
—¿Qué dirá el duque —murmuró— cuando se entere de que un miembro de su
familia ha sido sometido a semejante humillación?
—Ha sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación.
—Usted mira las cosas desde otro punto de vista.
—Yo no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de
otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al carecer de
madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.
—Ha sido un desaire, señor, un desaire público —dijo lord St. Simón, tamborileando
con los dedos sobre la mesa.
—Debe usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una situación tan
sin precedentes.
—Nada de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido víctima de un
abuso vergonzoso.
—Creo que ha sonado el timbre —dijo Holmes—. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si
yo no puedo convencerlo de que considere el asunto con mejores ojos, lord St. Simón, he
traído un abogado que quizás tenga más éxito.
Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y a un caballero.
—Lord St. Simón —dijo—: permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton
y señora. A la señora creo que ya la conocía.
Al ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y
permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de su levita,
convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se había adelantado
rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a levantar la vista.
Posiblemente, ello lo ayudó a mantener su resolución, pues la mirada suplicante de la
mujer era difícil de resistir.
—Estás enfadado, Robert —dijo ella—. Bueno, supongo que te sobran motivos.
—Por favor, no te molestes en ofrecer disculpas —dijo lord St. Simón en tono
amargado.
—Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado contigo antes
de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe lo que
hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo del altar.
—¿Desea usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la habitación
mientras usted se explica?
—Si se me permite dar una opinión —intervino el caballero desconocido—, ya ha
habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y América
enteras oyeran las explicaciones.
Era un hombre de baja estatura, enjuto, tostado por el sol, de expresión avispada y
movimientos ágiles.
—Entonces, narraré nuestra historia sin más preámbulo —dijo la señora—. Frank y yo
nos conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas,
donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá dio con
una buena veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una mina que fue a
menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacía papá, más pobre era Frank; llegó un
momento en que papá se negó a que nuestro compromiso siguiera adelante, y me llevó a
San Francisco, pero Frank no se dio por vencido y me siguió hasta allí; nos vimos sin que
papá supiera nada. De haberlo sabido, se habría puesto furioso, así que lo organizamos
todo nosotros solos. Frank dijo que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme
hasta que tuviera tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos,
y juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo: «¿Por qué
no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré que soy tu marido
hasta que vuelva a reclamarte». En fin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía
todo arreglado, con un cura esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y
después, Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví con papá.
»Lo siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí que andaba
buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y un día
apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero atacado por los
indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las víctimas. Caí desmayada y
estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que estaba tísica y me llevó a la mitad de
los médicos de San Francisco. Durante más de un año no llegaron más noticias, y ya no
dudé de que Frank estuviera muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord
St. Simón, nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy contento,
pero yo seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi
corazón el puesto de mi pobre Frank.
»Aun así, de haberme casado con lord St. Simón, yo le habría sido leal. No tenemos
control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al altar con la
intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible. Pero puede usted
imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi a
Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio lo tomé por un fantasma; pero
cuando lo miré de nuevo seguía allí, como preguntándome con la mirada si me alegraba de
verlo o lo lamentaba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo me daba vueltas, y las
palabras del sacerdote me sonaban en los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía
qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a
mirarlo, y me pareció que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a
los labios para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y
supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio, camino de la
salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la mano al devolverme las
flores. Eran solo unas palabras diciéndome que me reuniera con él cuando él me diera la
señal. Por supuesto, ni por un momento dudé de que mi principal obligación era para con
él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me indicara.
«Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en
California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi
abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St.
Simón, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos grandes
personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni diez
minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado de la calle. Me
hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras
él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. Simón. Por
lo poco que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la
boda… Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un coche
y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró mi
verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero de los
apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le había dado por muerto
y que me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí y me encontró la mañana misma
de mi segunda boda.
—Lo leí en un periódico —explicó el norteamericano—. Venía el nombre y la iglesia,
pero no la dirección de la novia.
—Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo
todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a
nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me
resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa
y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con
todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la
pista por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este
caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que
yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra
situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simón, y por
eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya sabes todo lo que ha
sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí.
Lord St. Simón no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había
escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.
—Perdonen —dijo—, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales
más íntimos de una manera tan pública.
—Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me vas a dar la mano antes de que me vaya?
—Oh, desde luego, si eso le causa algún placer —y extendió la mano y estrechó
fríamente la que le tendían.
—Tenía la esperanza —sugirió Holmes— de que me acompañaran en una cena
amistosa.
—Creo que eso ya es pedir demasiado —respondió Su Señoría—. Quizás no me quede
más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga
a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos —e
hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la
habitación.
—Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía —dijo Sherlock
Holmes—. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los
que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos
lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación
que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack
con las Barras y Estrellas.
—Ha sido un caso interesante —comentó Holmes cuando nuestros visitantes se
hubieron marchado—, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la
explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos
encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la
serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más
extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland
Yard.
—Así pues, no se equivocaba usted.
—Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero,
que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había
arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido
durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber
hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había
visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque
llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido
adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente
de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la
novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta
influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido.
Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco
normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simón. Cuando
este nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco
tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación
con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que
en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con
anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un
hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable
parecía lo último.
—¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?
—Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una
información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero
aún más importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había
pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.
—¿De dónde sacó lo de selecto?
—Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una
copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay
muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue,
pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero
norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré
con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le
enviara la correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la
suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos
consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que
aclarasen un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simón en
particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él
acudiera a la cita.
—Pero con resultados no demasiado buenos —comenté yo—. Desde luego, la
conducta del caballero no ha sido muy elegante.
—¡Ah, Watson! —dijo Holmes sonriendo—. Puede que tampoco usted se comportara
muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse,
se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser
clementes al juzgar a lord St. Simón, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es
probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme
el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas
veladas de otoño.
7. LA AVENTURA DE LA SEGUNDA MANCHA
Mi intención era que La aventura de Abbey Grange hubiera sido la última de las
aventuras de mi amigo Sherlock Holmes que yo diera a conocer al público. Esta decisión
no se debía a la escasez de material, ya que dispongo de notas acerca de varios centenares
de casos que nunca be llegado a mencionar, ni tampoco a que mis lectores hayan ido
perdiendo interés por la personalidad única y los métodos extraordinarios de este hombre
inigualable. La verdadera razón hay que buscarla en el poco entusiasmo demostrado por el
propio señor Holmes ante la continua publicación de sus experiencias. Mientras estuvo
ejerciendo su profesión, la relación de sus éxitos tenía para él una cierta utilidad práctica;
pero desde que se retiró definitivamente de Londres, para dedicarse al estudio y la
apicultura en las tierras bajas de Sussex, la notoriedad le ha llegado a resultar aborrecible,
y ha insistido de manera terminante en que se respeten sus deseos en este aspecto. Solo
cuando le recordé que yo había prometido que La aventura de la segunda mancha se
publicaría cuando llegase el momento adecuado, y le hice notar la conveniencia de que
esta larga serie de episodios culminara en el más importante caso internacional que jamás
se le encomendó, conseguí obtener su autorización para exponer al público una versión del
asunto que hasta ahora se ha mantenido celosamente oculta. Si en algún momento del
relato parece que soy algo inconcreto en ciertos detalles, el lector sabrá comprender que
existe una excelente razón para mi reticencia.
Sucedió, pues, que un martes de otoño por la mañana, en un año y una década que
quedarán sin precisar, recibimos en nuestros humildes aposentos de Baker Street a dos
visitantes famosos en toda Europa. Uno de ellos, austero, solemne, dominante y con ojos
de águila, era nada menos que el ilustre lord Bellinger, dos veces Primer Ministro de Gran
Bretaña. El otro, moreno, elegante y de rasgos muy marcados, apenas entrado en la
madurez y dotado de toda clase de cualidades físicas y mentales, era el muy honorable
Trelawney Hope, ministro de Asuntos Europeos y el estadista más prometedor del país. Se
sentaron uno junto al otro en nuestro sofá lleno de papeles revueltos, y se notaba a primera
vista, por sus expresiones preocupadas y ansiosas, que el asunto que los había traído era de
la máxima importancia. Las manos delgadas del Primer Ministro, surcadas por venas
azules, apretaban con fuerza el puño de marfil de su paraguas, y su rostro demacrado y
ascético nos dirigía sombrías miradas, primero a Holmes y después a mí. El ministro de
Asuntos Europeos se tiraba, nervioso, del bigote y jugueteaba con los dijes de la cadena de
su reloj.
—Cuando descubrí la pérdida, señor Holmes, lo cual sucedió a las ocho de esta
mañana, informé inmediatamente al Primer Ministro. Ha sido idea suya que vengamos a
verle.
—¿Han informado ustedes a la policía?
—No, señor Holmes —respondió el Primer Ministro, con la manera de hablar rápida y
tajante que le había hecho famoso—. Ni lo hemos hecho ni es posible hacerlo. Informar a
la policía equivaldría, a la larga, a informar al público, y esto deseamos evitarlo de manera
muy especial.
—¿Y eso por qué, señor?
—Porque el documento en cuestión tiene una importancia tan tremenda que su
publicación podría provocar fácilmente…, yo diría que casi con seguridad…,
complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo. No exagero al decir que
podrían estar en juego decisiones de guerra o de paz. Si no podemos intentar recuperarlo
en absoluto secreto, lo mismo da que no lo recuperemos, porque lo que se proponen los
que lo han robado es, precisamente, dar a conocer su contenido.
—Comprendo. Y ahora, señor Trelawney Hope, le agradecería mucho que me
explicara con exactitud las circunstancias en que desapareció este documento.
—Se puede decir en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta…, porque se trata de
una carta de un dirigente extranjero… se recibió hace seis días. Era tan importante que ni
siquiera la he querido dejar en mi caja fuerte, sino que la he llevado todas las noches a mi
casa de Whitehall Terrace y la he tenido en mi habitación, dentro de un maletín cerrado
con llave. Anoche estaba allí, de eso estoy seguro, porque abrí el maletín mientras me
vestía para cenar y vi dentro el documento. Esta mañana ya no estaba. El maletín se quedó
toda la noche sobre la mesa del tocador, al lado del espejo. Yo tengo el sueño muy ligero,
y mi esposa también. Los dos estamos dispuestos a jurar que nadie pudo entrar en nuestra
habitación durante la noche. Y sin embargo, le repito que el documento ha desaparecido.
—¿A qué hora cenó usted?
—A las siete y media.
—¿Cuánto tiempo tardó en irse a la cama?
—Mi esposa había salido al teatro, y yo me quedé esperándola. No subimos a nuestra
habitación hasta las once y media.
—¿Así que el maletín permaneció sin vigilancia durante cuatro horas?
—A nadie se le permite entrar en esa habitación, exceptuando a la mujer que la limpia
por la mañana, y a mi ayuda de cámara y la doncella de mi esposa durante el resto del día.
Y los dos son servidores de confianza, que llevan bastante tiempo con nosotros. Además,
ninguno de ellos podía saber que en el maletín hubiera nada más importante que el
papeleo normal del ministerio.
—¿Quién conocía la existencia de esa carta?
—En mi casa, nadie.
—¿Ni siquiera su esposa?
—No, señor; no le dije nada hasta esta mañana, cuando eché en falta el documento.
El Primer Ministro asintió en señal de aprobación.
—Hace mucho que conozco su elevado sentido del deber en cuestiones de su cargo,
señor —dijo—. Estoy convencido de que, tratándose de un secreto tan importante como
este, lo pondría por encima incluso de sus lazos familiares más íntimos.
El ministro de Asuntos Europeos correspondió con una inclinación de cabeza.
—Con eso no me hace usted más que justicia, señor. Hasta esta mañana no le había
dicho a mi esposa ni una palabra del asunto.
—¿No podría ella haberlo adivinado?
—No, señor Holmes, ni ella ni nadie podría haberlo adivinado.
—¿Había perdido usted antes algún documento?
—No, señor.
—¿Quién conocía en Inglaterra la existencia de esa carta?
—Ayer se informó a todos los ministros del Consejo. Pero el juramento de secreto que
rige en todas las reuniones del Gabinete se reforzó ayer con una solemne advertencia del
Primer Ministro. ¡Dios mío! ¡Y pensar que a las pocas horas, yo mismo iba a perderlo! —
su atractivo rostro se contrajo en una mueca de desesperación, mientras se mesaba el
cabello con las manos. Por un momento, tuvimos una fugaz visión de cómo era aquel
hombre por dentro: impulsivo, ardiente, extremadamente sensible. Pero al instante había
adoptado de nuevo la máscara aristocrática y volvía a oírse su voz suave—. Además de los
miembros del Consejo de Ministros, hay dos, o tal vez tres, altos funcionarios que están
enterados de la existencia de la carta. Nadie más en toda Inglaterra, señor Holmes, se lo
aseguro.
—¿Y en el extranjero?
—Me inclino a creer que no la ha visto nadie más que la persona que la escribió. Estoy
convencido de que sus ministros…, de que no se han utilizado los cauces oficiales
habituales.
Holmes reflexionó durante unos momentos.
—Bien, señor, tengo que pedirle detalles más concretos sobre ese documento, y saber
por qué su desaparición puede acarrear tan graves consecuencias.
Los dos estadistas intercambiaron una rápida mirada, y las hirsutas cejas del Primer
Ministro se contrajeron en un ceño fruncido.
—Verá, señor Holmes, está en un sobre largo y delgado, de color azul claro. Tiene un
sello de lacre rojo, con un león rampante estampado. La dirección está escrita a mano, en
letra grande y firme…
—Me temo —interrumpió Holmes— que, por muy interesantes e incluso esenciales
que sean esos detalles, mi pregunta debe llegar a la raíz del asunto. ¿De qué trataba esa
carta?
—Eso es un secreto de Estado de la máxima importancia, y me temo que no puedo
decírselo, y tampoco me parece que sea necesario. Si usted, valiéndose de las facultades
que se dice que posee, es capaz de encontrar el sobre que le he descrito, con su contenido,
habrá prestado un gran servicio a su país y se habrá hecho merecedor de cualquier
recompensa que esté en nuestra mano concederle.
Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente.
—Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país —dijo— y yo mismo, en mi
modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamento muchísimo no poder ayudarles
en este asunto, y prolongar esta entrevista sería una pérdida de tiempo.
El Primer Ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo rápido y feroz en
sus ojos hundidos que acobardaba a los consejos de ministros.
—¡No estoy acostumbrado…! —empezó a decir, pero logró dominar su cólera y se
sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos permanecimos en silencio. Por fin, el
anciano estadista se encogió de hombros.
—Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda de que tiene
usted razón y no podemos esperar que se ponga en acción a menos que le otorguemos
nuestra plena confianza.
—Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el estadista más joven.
—En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el de su
compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su patriotismo, ya que no se me
ocurre una desgracia peor para nuestro país que la que podría producirse si saliera a la luz
este asunto.
—Puede usted confiar en nosotros.
—Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos sucesos
coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La ha escrito en un
arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus
ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan poco
afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se publicaran darían lugar, sin
duda, a un estado de opinión muy peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal
calibre que me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país se vería
envuelto en una terrible guerra.
Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al Primer Ministro.
—Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un gasto de miles de
millones y la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, es la que se ha perdido de
manera tan inexplicable.
—¿Ha informado usted al remitente?
—Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave.
—Tal vez él desee que la carta se publique.
—No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta de que actuó
de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la publicación de esta carta supondría
un golpe aún más duro que para nosotros.
—En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué puede desear
alguien robarla o publicarla?
—Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política internacional. Pero
si considera usted la situación en Europa, no le resultará difícil comprender el motivo.
Europa entera es un campamento armado. Existen dos alianzas con una potencia militar
bastante equilibrada. Gran Bretaña se encuentra en condiciones de inclinar la balanza. Si
se viera arrastrada a la guerra contra una de las dos confederaciones, esto aseguraría la
supremacía de la otra, tanto si esta entra en guerra como si no. ¿Me sigue usted?
—Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante les interesaría
apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear un enfrentamiento entre su país y el
nuestro.
—Eso es.
—¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos enemigas?
—A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en estos
instantes ya va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la que pueda llevarla un
vehículo de vapor.
El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en voz alta. El
Primer Ministro apoyó una mano consoladora en su hombro.
—Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No ha omitido
usted ninguna precaución. Y ahora, señor Holmes, ya dispone usted de todos los datos.
¿Qué medidas recomienda?
Holmes movió la cabeza con expresión triste.
—¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento habrá
guerra?
—Lo considero muy probable.
—Entonces, señor, prepárese para la guerra.
—Esas son palabras muy duras, señor Holmes.
—Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran después de
las once y media de la noche, ya que, según he creído entender, el señor Hope y su esposa
permanecieron en su habitación desde esa hora hasta que se descubrió el robo. Así pues, lo
tuvieron que robar ayer, entre las siete y media y las once y media, probablemente más
cerca de la primera hora, ya que es obvio que quien se lo llevó sabía que estaba allí, y lo
más natural es que procurara apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en
que se robó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie tiene
motivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar rápidamente a manos de quienes lo
necesitan. ¿Qué posibilidades tenemos a estas alturas de alcanzarlos, ni siquiera de
seguirles la pista? Ni la más mínima.
El Primer Ministro se levantó del sofá.
—Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me parece que
el asunto está fuera de nuestras posibilidades.
—Supongamos, solo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la doncella o el
ayuda de cámara.
—Los dos son sirvientes antiguos y de confianza.
—Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda planta, que no se
puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie habría podido llegar desde dentro sin que
le vieran. En tal caso, la carta tiene que haberla robado alguien de la casa. ¿A quién se la
pudo entregar el ladrón? A cualquiera de los varios espías internacionales y agentes
secretos, con cuyos nombres estoy relativamente familiarizado. Hay tres de ellos que
podrían considerarse como las estrellas de su profesión. Comenzaré mis indagaciones
intentando averiguar si todos ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de
ellos, y sobre todo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre el lugar de
destino del documento.
—¿Por qué no habría de continuar en su puesto? —preguntó el ministro de Asuntos
Europeos—. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna embajada en Londres.
—No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchas veces sus
relaciones con las embajadas son algo tirantes.
El Primer Ministro asintió en señal de aprobación.
—Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan valioso, lo
llevaría personalmente. Su línea de acción me parece excelente. Mientras tanto, Hope, no
podemos descuidar nuestros otros deberes a causa de esta desgracia. En caso de producirse
alguna novedad durante el día de hoy, nos pondremos en comunicación con usted. Y
usted, naturalmente, nos tendrá al corriente de los resultados de sus investigaciones.
Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de la habitación con
aire solemne.
Cuando nuestros ilustres visitantes se hubieron marchado, Holmes encendió su pipa
sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido en profundas reflexiones. Yo me
había puesto a hojear el periódico de la mañana y me hallaba inmerso en un crimen
sensacional que se había cometido en Londres la noche antes, cuando mi amigo soltó una
exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.
—Sí —dijo—; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muy grave, pero no
desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de ellos la tiene…, porque todavía es
posible que no haya salido de sus manos. Al fin y al cabo, estos tipos se mueven por
dinero, y yo cuento con el respaldo del Tesoro Nacional. Si está a la venta, puedo
comprarla, aunque ello signifique que todos paguemos un penique más de impuestos. Es
perfectamente posible que nuestro hombre esté aguardando a escuchar las ofertas de este
bando antes de probar suerte con el otro. Y solo existen tres hombres capaces de jugar un
juego tan arriesgado: Oberstein, LaTothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a los tres.
Yo eché un vistazo al periódico.
—¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street?
—Sí.
—Pues a ese no lo verá usted.
—¿Por qué no?
—Esta noche ha sido asesinado en su casa.
Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso de sus
aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de que esta vez era yo quien le
había dejado completamente atónico. Me miró como alucinado y me arrebató el periódico
de las manos. Esto era lo que estaba leyendo cuando él se levantó de su asiento:
ASESINATO EN WESTMINSTER
La pasada noche se cometió un crimen en circunstancias misteriosas en el
número 16 de Godolphin Street, una vetusta y solitaria calle de edificios del
siglo XVIII, situada entre el río y la Abadía, casi a la sombra de la gran torre
del Parlamento. La pequeña pero señorial mansión llevaba varios años
habitada por el señor Eduardo Lucas, muy conocido en los círculos sociales
por su atractiva personalidad y por tener merecida fama de ser uno de los
mejores tenores aficionados del país. El señor Lucas era soltero, de treinta y
cuatro años, y su servicio estaba formado por la señora Pringle, su anciana
ama de llaves, y un ayuda de cámara llamado Mitton. La primera se retira
pronto y duerme en el piso alto. El ayuda de cámara había salido a visitar a un
amigo que reside en Hammersmith. Así pues, el señor Lucas se quedó solo en
casa desde las diez de la noche. Todavía no se sabe lo que ocurrió en ese
tiempo, pero a las doce menos cuarto, el agente de policía Barrett, que hacía
la ronda por Godolphin Street, observó que la puerta del número 16 se
encontraba entreabierta. Llamó sin obtener respuesta y, al advertir una luz en
la habitación delantera, avanzó por el pasillo y llamó de nuevo a la puerta de
esta habitación, con idéntico resultado negativo. Entonces abrió la puerta de
un empujón y penetró en la estancia. La habitación se encontraba en absoluto
desorden, con todos los muebles amontonados a un lado y una silla volcada
en el centro, junto a esta silla, aferrado todavía a una de sus patas, yacía el
desdichado inquilino de la casa. Había recibido una puñalada en el corazón,
que debió producirle la muerte instantánea.
El cuchillo con el que se cometió el crimen es una daga india de hoja curva,
descolgada de una panoplia de armas orientales que adornaba una de las
paredes. En cuanto al móvil del crimen, no parece haber sido el robo, ya que
no falta ninguno de los objetos de valor que contenía la habitación. El señor
Eduardo Lucas era tan conocido y apreciado que su violenta y misteriosa
muerte ha provocado una gran consternación en su extenso círculo de
amistades.
—Bien, Watson, ¿qué le parece esto?
—Una coincidencia asombrosa.
—¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos señalado
como posibles participantes en este drama, y resulta que muere de una manera violenta
durante las mismas horas en que el drama se representaba. Las posibilidades de que se
trate de una coincidencia son tan ínfimas que no existen números para representarlas. No,
querido Watson, los dos sucesos están relacionados…, tienen que estar relacionados. A
nosotros nos toca descubrir la relación.
—Pero ahora la policía estará enterada de todo.
—Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No sabe, ni sabrá,
nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Solo nosotros estamos al tanto de los dos
sucesos, y podemos intentar descubrir la relación entre ambos. De todas maneras, hay un
detalle evidente que habría bastado para orientar mis sospechas hacia Lucas. Godolphin
Street está en Westminster, a pocos minutos de Whitehall Terrace. Los otros dos agentes
secretos que he mencionado viven al extremo del West End. Por tanto, a Lucas le resultaba
más fácil que a los otros establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del
ministro de Asuntos Europeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en tan
pocas horas puede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí?
Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta de mujer. Holmes
le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí.
—Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar —dijo.
Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto honrado
aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer más encantadora de Londres.
Yo había oído hablar con frecuencia de la belleza de la hija menor del duque de
Belminster, pero ni las descripciones ni las fotografías en blanco y negro me habían
preparado para el sutil y delicado encanto y el hermoso colorido de aquella cabeza
exquisita. Sin embargo, tal como nosotros la vimos aquella mañana de otoño, no era su
belleza lo primero que impresionaba al observador; el cutis era admirable, pero se veía
pálido de emoción; los ojos brillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba
y fruncía en un intento de mantener la calma. El terror, y no la belleza, era lo primero que
saltaba a la vista cuando nuestra hermosa visitante quedó momentáneamente encuadrada
en el marco de la puerta.
—¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes?
—Sí, señora, ha estado aquí.
—Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes respondió con una
fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento.
—Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se siente y me
explique qué desea; pero me temo que no puedo hacerle promesas incondicionales.
La dama cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana. Verdaderamente,
aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina tenía el porte de una reina.
—Señor Holmes —dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos, enfundadas en
guantes blancos—, voy a hablarle con sinceridad, y confió en que usted, a cambio, sea
sincero conmigo. Entre mi marido y yo existe absoluta confianza en todos los aspectos,
excepto en uno: la política. Para este tema, sus labios están sellados, no me cuenta nada.
Ahora bien, me consta que anoche ocurrió en nuestra casa un incidente sumamente
deplorable. Sé que ha desaparecido un documento. Pero como se trata de asunto político,
mi esposo se niega a contarme los detalles. Sin embargo, es esencial…, esencial, repito…,
que yo me entere de todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, que conoce
los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitud de lo sucedido y
sus posibles consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. No se calle por
consideración a los intereses de su cliente, porque le aseguro que, aunque él no se dé
cuenta, lo más conveniente para sus intereses sería confiar plenamente en mí. ¿Qué papel
es ese que han robado?
—Señora, lo que me pide es completamente imposible.
Ella dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos.
—Tiene que comprenderlo, señora. Si su marido considera que debe mantenerla al
margen de este asunto, ¿cómo voy a contarle lo que él ha decidido ocultar, habiendo
conocido los hechos bajo promesa de secreto profesional? No está bien que me lo pida.
Tendría que preguntárselo a él.
—Ya se lo he preguntado. He acudido a usted como último recurso. Pero aunque no
me diga nada concreto, señor Holmes, puede usted hacerme un gran servicio si me aclara
un único detalle.
—¿Cuál, señora?
—¿Puede este incidente perjudicar la carrera política de mi marido?
—Bueno, señora, desde luego, a menos que se resuelva favorablemente, puede tener
efectos muy lamentables.
—¡Ah! —exclamó ella, respirando hondo, como quien acaba de ver resueltas sus
dudas—. Una pregunta más, señor Holmes: por un comentario que se le escapó a mi
esposo bajo la primera impresión del desastre, he creído entender que la pérdida de este
documento podría acarrear terribles consecuencias para la nación.
—Si él lo dijo, no seré yo quien lo niegue.
—¿Qué clase de consecuencias?
—Lo siento, señora, otra vez me pregunta usted más de lo que yo puedo responder.
—En tal caso, no le haré perder más tiempo. No le culpo, señor Holmes, por negarse a
hablar más abiertamente, y estoy segura de que usted, por su parte, no pensará mal de mí
por intentar compartir los problemas de mi marido, aun en contra de su voluntad. Una vez
más, le ruego que no le diga nada de mi visita.
Al llegar a la puerta se volvió para mirarnos y tuve una última visión de aquel rostro
hermoso y atormentado, con los ojos asustados y la boca apretada. Un instante después se
había ido.
—Bueno, Watson, el bello sexo es su especialidad —dijo Holmes con una sonrisa
cuando el ondulante frufrú de las faldas concluyó con un portazo—. ¿A qué juega esta
dama?
—Me parece que lo ha dicho bien claro, y su ansiedad es muy natural.
—¡Hum! Piense en su aspecto, Watson, en su manera de actuar, en su excitación
contenida, su inquietud, su insistencia en hacer preguntas. Recuerde que pertenece a una
casta que no suele exteriorizar sus emociones.
—Desde luego, venía muy alterada.
—Recuerde también el curioso convencimiento con que nos aseguró que sería mejor
para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir con eso? Y se habrá fijado
usted, Watson, en cómo se situó para tener la luz a la espalda. No quería que leyésemos su
cara.
—Sí, se sentó en la única silla de la habitación.
—Sin embargo, los motivos de las mujeres son tan inescrutables…
¿Se acuerda de aquella mujer de Márgate, de la que yo sospeché por la misma razón?
Y lo que sucedía era que no se había empolvado la nariz. ¿Cómo puedes construir algo
sobre bases tan movedizas? Sus actos más triviales pueden significar una inmensidad, y
sus comportamientos más extraordinarios pueden depender de una horquilla o un rizador
de pelo. Buenos días, Watson.
—¿Va usted a salir?
—Sí; pienso pasar la mañana en Godolphin Street, en compañía de nuestros amigos de
la policía. La solución de nuestro problema depende de Eduardo Lucas, aunque confieso
que aún no tengo ni idea de la forma que pueda adoptar. Es un error garrafal teorizar antes
de conocer los hechos. Quédese en guardia, Watson, por si llegan nuevas visitas. Si me es
posible, vendré a comer con usted.
Durante todo aquel día, el siguiente y el otro, Holmes se mantuvo de un humor que sus
amigos llamarían taciturno y los demás malhumorado. Entraba y salía sin dejar de fumar,
tocaba fragmentos de violín, se sumía en ensoñaciones, devoraba bocadillos a horas
intempestivas y apenas respondía a las preguntas que yo le hacía de cuando en cuando.
Era evidente que su investigación no marchaba por buen camino. No decía ni palabra
sobre el caso, y tuve que enterarme por los periódicos de los detalles de la indagación y de
la detención y posterior puesta en libertad de John Mitton, el ayuda de cámara de la
víctima. El jurado de instrucción pronunció el evidente veredicto de «homicidio
intencionado», pero los autores seguían siendo desconocidos. No se pudo hallar ningún
móvil. La habitación estaba llena de objetos de valor, pero no habían robado ninguno.
Tampoco se habían tocado los papeles del muerto. Dichos papeles fueron examinados
minuciosamente, y demostraron que el fallecido era un verdadero experto en política
internacional, un chismoso incorregible, un notable lingüista y un infatigable escritor de
cartas. Conocía íntimamente a los políticos más destacados de varios países. Pero no se
pudo encontrar nada sensacional entre los abundantes documentos que llenaban sus
cajones. En cuanto a sus relaciones con mujeres, parecían haber sido numerosas, pero
superficiales. Tenía muchas conocidas, pero pocas amigas, y no parecía haber amado a
ninguna. Era hombre de costumbres ordenadas y conducta inofensiva. Su muerte
constituía un absoluto misterio, y lo más probable era que continuara siéndolo.
En cuanto a la detención de John Mitton, el ayuda de cámara, había sido una medida
desesperada, como única alternativa a no hacer nada. Pero no se pudo mantener la
acusación. Aquella noche, Mitton había estado visitando a unos amigos en Hammersmith
y disponía de una coartada perfecta. Es cierto que emprendió el regreso a casa con tiempo
de sobra para llegar a Westminster antes de la hora en que se descubrió el crimen, pero
alegó que había hecho parte del camino andando, lo cual parecía bastante probable, dado
que hacía una noche deliciosa. El caso es que llegó a casa a las doce de la noche, y pareció
quedar abrumado por la inesperada tragedia. Siempre se había llevado bien con su señor.
En sus cajones se habían encontrado varios artículos pertenecientes a la víctima —entre
ellos, un estuche con navajas de afeitar—, pero él explicó que se trataba de regalos de la
víctima, y el ama de llaves corroboró esta versión. Mitton llevaba tres años trabajando al
servicio de Lucas. Llamaba la atención que este nunca lo llevase con él al continente.
Lucas hacía ocasionales viajes a París, que podían durar hasta tres meses, pero Mitton se
quedaba al cuidado de la casa de Godolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había
oído nada la noche del crimen. Si su señor había recibido alguna visita, tuvo que abrirle la
puerta él mismo.
Así pues, por lo que yo pude leer en los periódicos, el misterio duraba ya tres días. Si
Holmes sabía algo más, se lo guardaba para sí mismo. No obstante, me había dicho que el
inspector Lestrade le mantenía informado del caso, así que me constaba que estaba al tanto
de los detalles de la investigación. Al cuarto día, el Daily Telegraph publicó un largo
comunicado de su corresponsal en París, que parecía resolver todo el asunto:
«La policía de París acaba de realizar un descubrimiento que levanta el velo
del misterio que envolvía la trágica muerte de Eduardo Lucas, asesinado
durante la noche del pasado lunes en Godolphin Street, Westminster. Como
recordarán nuestros lectores, el señor Lucas fue encontrado apuñalado en su
habitación, y se llegó a sospechar de su ayuda de cámara, aunque este
disponía de una coartada que disipó toda sospecha. Ayer, en París, la
servidumbre de una mujer, identificada como la señora de Henri Fournaye,
que reside en una pequeña mansión de la Rué Austerlitz, comunicó a las
autoridades que su señora presentaba síntomas de locura. Tras someterla a un
examen, se comprobó que, efectivamente, padecía una manía de carácter
peligroso y permanente. La policía ha podido averiguar que la señora de
Henri Fournaye había llegado de Londres el martes, y existen indicios que la
relacionan con el crimen de Westminster. La comparación de fotografías ha
demostrado de manera concluyente que los señores Henri Fournaye y
Eduardo Lucas eran una misma persona y que, por alguna razón, el fallecido
llevaba una doble vida entre Londres y París. La señora Fournaye, que es de
origen criollo, tiene un carácter muy excitable, y en ocasiones ha sufrido
ataques de celos de tipo histérico. Se sospecha que durante uno de estos
ataques cometió el crimen que tanta sensación ha causado en Londres. No se
han reconstruido aún sus movimientos durante la noche del lunes, pero se
sabe con certeza que una mujer que responde a su descripción causó un gran
revuelo el martes por la mañana en la estación de Charing Cross con su
aspecto enloquecido y sus gestos violentos. Así pues, parece probable que
cometiera el crimen en un ataque de locura, o que perdiera el juicio a
consecuencia de su acción. Por el momento, la infeliz mujer se ha mostrado
incapaz de hacer una declaración coherente, y los médicos no abrigan
esperanzas de que recupere la razón. Se ha sabido que la noche del lunes se
vio a una mujer, que bien podría haber sido madame Fournaye, vigilando
durante varias horas la casa de Godolphin Street».
—¿Qué le parece esto, Holmes? —pregunté, después de haberle leído el artículo en
alta voz mientras él terminaba el desayuno.
—Querido Watson —respondió, levantándose de la mesa y dando zancadas por la
habitación—, ya sé lo mucho que está usted sufriendo, pero si no le he contado nada en
estos tres días es porque no hay nada que contar. Y tampoco este informe de París nos
sirve de mucha ayuda.
—Pues parece que aclara de manera concluyente la muerte de ese hombre.
—La muerte de ese hombre no es más que un mero incidente, un episodio trivial en
comparación con nuestra auténtica tarea, que consiste en seguir la pista de ese documento
y salvar a Europa de la catástrofe. En estos tres días solo ha ocurrido una cosa importante,
y es que no ha ocurrido nada. Recibo informes del Gobierno casi cada hora, y en ninguna
parte de Europa se ha advertido señal alguna de agitación. En cambio, si esta carta
estuviera circulando…, no, no puede estar circulando, pero en ese caso, ¿dónde está?
¿Quién la tiene? ¿Por qué la mantiene oculta? Esa pregunta me golpea el cerebro como un
martillo. ¿Ha sido una coincidencia que Lucas muriera asesinado la misma noche en que
desapareció la carta? ¿Llegó la carta a sus manos? ¿Acaso se la llevó esa esposa loca que
resulta que tenía? Y si se la llevó ella, ¿estará en su casa de París? ¿Cómo podría yo
registrarla sin despertar las sospechas de la policía francesa? Este es un caso, querido
Watson, en el que la ley nos resulta tan peligrosa como los propios criminales. Estamos
solos contra todos, pero lo que está en juego es tremendo. Si lograra resolverlo de manera
satisfactoria, no cabe duda de que este caso representaría el broche de oro a mi carrera.
¡Ah, aquí llega el último parte de guerra! —echó un vistazo a la nota que acababan de
entregarle—. ¡Vaya! Parece que Lestrade ha descubierto algo interesante. Póngase el
sombrero, Watson, que vamos a dar un paseíto hasta Westminster.
Era mi primera visita al escenario del crimen: una casa alta y estrecha, algo deslucida,
cursi, correcta y sólida como el siglo que la vio nacer. El rostro de bulldog de Lestrade nos
miraba desde la ventana delantera. Un corpulento policía de uniforme nos abrió la puerta y
el inspector nos salió a recibir efusivamente. Nos hizo pasar a la habitación en la que se
había cometido el crimen, pero ya no quedaba ninguna huella del mismo, con excepción
de una fea mancha de forma irregular sobre la alfombra. Dicha alfombra era una pieza
india, pequeña y cuadrada, situada en el centro de la habitación, y rodeada por amplios
márgenes de precioso entarimado antiguo, formado por bloques cuadrados de madera muy
pulimentados. Sobre la chimenea colgaba una magnífica panoplia llena de armas, una de
las cuales era la que se había utilizado aquella trágica noche. Junto a la ventana había un
suntuoso escritorio, y todos los detalles de la habitación —cuadros, alfombras y
colgaduras— indicaban un gusto por lo fastuoso que rondaba los límites de la afectación.
—¿Ha leído las noticias de París? —preguntó Lestrade.
Holmes asintió.
—Esta vez parece que nuestros amigos franceses han dado en el clavo. No cabe duda
de que ocurrió como ellos dicen. Supongo que ella llamó a la puerta…, una visita
sorpresa, porque el hombre mantenía sus dos vidas en compartimentos estancos…, y él la
dejó entrar, porque no podía dejarla en la calle. Ella le explicó cómo había logrado dar con
él, le reprochó su conducta, una cosa llevó a la otra, y con esa daga tan al alcance de la
mano pasó lo que tenía que pasar. Sin embargo, no debió suceder de buenas a primeras,
porque todas estas sillas estaban corridas hasta allí, y el hombre tenía una en las manos,
como si con ella hubiera intentado mantener a la mujer a distancia. Está todo tan claro
como si lo hubiéramos visto.
Holmes arqueó las cejas.
—¿Y sin embargo, me ha hecho llamar?
—Ah, sí, es por otra cosa… Una pequeñez, pero de esas que a usted le interesan…
Una cosa bastante rara, ¿sabe?, podríamos decir que extravagante. No tiene nada que ver
con el asunto principal…, nada que ver, eso salta a la vista.
—¿Y de qué se trata, pues?
—Pues bien, ya sabe usted que cuando se comete un crimen de este tipo ponemos
mucho cuidado en dejarlo todo como estaba. No se ha cambiado nada de sitio. Hay un
agente de guardia día y noche. Esta mañana, después de enterrar a la víctima y dar por
terminadas las investigaciones en lo que a este cuarto se refiere, se nos ocurrió adecentarlo
un poco. ¿Ve esa alfombra? Fíjese en que no está clavada al suelo, solo colocada encima.
Así que pudimos levantarla. Y encontramos…
—¿Sí? ¿Qué encontraron?
El rostro de Holmes se estaba poniendo tenso de ansiedad.
—Estoy seguro de que no lo adivinaría ni en cien años. ¿Ve usted esa mancha en la
alfombra? Es de suponer que una buena parte debió de atravesar la alfombra hasta el
suelo, ¿no le parece?
—Desde luego que sí.
—Pues bien, le sorprenderá saber que no hay ninguna mancha en la madera del suelo.
—¡Que no hay mancha! ¡Pero si tiene que haberla!
—Sí, eso pensaría cualquiera. Pero lo cierto es que no hay mancha.
Agarró la punta de la alfombra y la levantó para demostrar lo que decía.
—Sin embargo, la alfombra está tan manchada por debajo como por encima. Tiene que
haber dejado alguna marca.
Lestrade se rió por lo bajo, encantado de tener tan desconcertado al famoso experto.
—Ahora verá la explicación. Sí que hay una segunda mancha, pero no está debajo de
la primera. Véalo usted mismo.
Y diciendo esto, levantó otra parte de la alfombra y, efectivamente, allí había una gran
mancha escarlata sobre la madera blanca del antiguo entarimado.
—¿Qué le parece esto, señor Holmes?
—Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha girado la
alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando sujeta al suelo.
—Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien ha girado la
alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a la perfección con solo poner
la alfombra de esta otra manera. Lo que yo querría saber es quién giró la alfombra y por
qué.
El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando de excitación
interna.
—Vamos a ver, Lestrade —dijo—. ¿Ese policía del pasillo ha estado de guardia en la
casa todo el tiempo?
—Pues sí.
—Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de nosotros. Llévelo
a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos esperando aquí. Pregúntele cómo se ha
atrevido a dejar que entrase aquí gente y se quedara sola en esta habitación. No le pregunte
si ha dejado entrar a alguien. Délo por hecho. Dígale que usted sabe que aquí ha estado
alguien. Apriétele. Dígale que la única oportunidad que tiene de obtener el perdón es
haciendo una confesión completa. ¡Haga exactamente lo que le digo!
—¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! —exclamó Lestrade, saliendo
disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su voz autoritaria, procedente de
la habitación de atrás.
—¡Ahora, Watson, ahora! —gritó Holmes con ansia frenética.
Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de
indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la alfombra india, y un
instante después estaba a cuatro patas, hurgando con las uñas las tablillas del suelo. Una
de ellas se movió hacia un lado al introducir Holmes las uñas en la juntura, y giró hacia
atrás como la tapa de una caja, descubriendo una pequeña y negra cavidad bajo el suelo.
Holmes introdujo su ansiosa mano en el hueco y volvió a sacarla con un gruñido de
disgusto y decepción. Estaba vacío.
—¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar!
Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en su sitio la
alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al entrar, encontró a Holmes
lánguidamente apoyado en la repisa de la chimenea, con expresión resignada y paciente,
como si le costara trabajo disimular sus irreprimibles bostezos.
—Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se está muriendo de
aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha confesado. Acérquese, MacPherson,
quiero que estos caballeros se enteren de su inexcusable conducta.
El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró como arrastrándose en la
habitación.
—Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó anoche a la
puerta…, se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos pusimos a hablar. Se siente uno
muy solo cuando tiene que estar de guardia todo el día.
—Bien, ¿y qué sucedió luego?
—Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen…, dijo que había leído la
noticia en los periódicos. Era una señorita muy respetable y muy bienhablada, señor, y no
vi nada de malo en dejarla que echara un vistazo. Cuando vio la mancha en la alfombra
cayó desmayada al suelo y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco
de agua, pero no conseguí hacerla volver en sí. Entonces fui al Ivy Plant, el bar de la
esquina, para pedir un poco de brandy. Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto
en sí y se había marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararse
conmigo.
Apartó de un tirón la alfombra india, y un instante después estaba a cuatro patas,
hurgando con las uñas las tablillas del suelo. Una de ellas se movió hacia un lado al
introducir Holmes las uñas en la juntura…
—¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra?
—Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como ella se
cayó encima, y la alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada que la sujete… Así que la
estiré un poco.
—Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson —dijo
Lestrade, muy digno—. Seguro que pensaba que nunca se descubriría que había faltado
usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una simple mirada a esa alfombra para
saber, sin ningún género de dudas, que en esta habitación había entrado alguien. Tiene
usted suerte, joven, de que no falte nada, pues de lo contrario las iba a pasar negras.
Lamento haberle hecho venir por una tontería como esta, señor Holmes, pero pensé que
podría interesarle el hecho de que la segunda mancha no coincidiera con la primera.
—Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer solo ha estado aquí
una vez?
—Sí, señor, solo una vez.
—¿Quién era?
—No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una
mecanógrafa, y se equivocó de número… Era una señorita muy agradable y educada,
señor.
—¿Alta? ¿Guapa?
—Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir que era guapa.
Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. «¡Oh, agente, por favor, déjeme echar un
vistazo!», me dijo. Era muy simpática y, ¿cómo le diría?, persuasiva, y no me pareció que
hubiera nada de malo en dejarle asomar la cabeza por la puerta.
—¿Cómo iba vestida?
—Muy discreta, señor…, con una capa larga que le llegaba a los pies.
—¿Qué hora era?
—Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo regresaba con el
brandy.
—Muy bien —dijo Holmes—. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más
importantes que hacer en otra parte.
Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido agente nos abría
la puerta para que saliéramos de la casa. En el escalón de entrada, Holmes dio media
vuelta y enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra.
—¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro.
Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo del pecho
y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo.
—¡Excelente! —dijo—. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el telón para
el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra, que el muy honorable
Trelawney Hope no verá truncada su brillante carrera, que el indiscreto gobernante no será
castigado por su indiscreción, que el Primer Ministro no tendrá que enfrentarse a ningún
conflicto en Europa, y que con un poco de tacto y habilidad por nuestra parte nadie saldrá
perjudicado por lo que podría haber sido un incidente gravísimo.
Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario.
—¡Lo ha resuelto usted! —exclamé.
—No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan oscuros como
antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si no conseguimos el resto. Vamos
derechos a Whitehall Terrace y pondremos fin al asunto.
Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmes preguntó
por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una sala de estar.
—¡Señor Holmes! —dijo la señora, con el rostro encendido de indignación—. Esto es
muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle explicado que deseaba
mantener en secreto la visita que hice, para que mi esposo no fuera a creer que me
entrometo en sus asuntos. Y a pesar de ello, me compromete usted viniendo aquí y dando
a entender que existen relaciones profesionales entre nosotros.
—Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendado recuperar ese
importantísimo documento y me veo obligado, señora, a pedirle que tenga la amabilidad
de entregármelo.
La dama se puso en pie de un salto y todo el color desapareció de su hermoso rostro.
Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé que iba a desmayarse. Pero en
seguida, con un tremendo esfuerzo, se recuperó del golpe, y el asombro y la indignación
más completos borraron cualquier otra expresión de sus facciones.
—¡Eso…, eso es un insulto, señor Holmes!
—Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta.
Ella se precipitó hacia la campanilla.
—El mayordomo les indicará la salida.
—No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos por evitar un
escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si colabora conmigo, yo lo arreglaré
todo. Si se me enfrenta, tendré que descubrirla.
Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, clavó sus ojos en los de Holmes
como si pretendiera leer en su alma. Tenía la mano en la campanilla pero no se decidía a
hacerla sonar.
—Está intentando asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso de venir aquí
a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es lo que sabe?
—Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No hablaré hasta que
se haya sentado. Gracias. —Le concedo cinco minutos, señor Holmes.
—Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo Lucas, de
que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de ayer a la habitación de
Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo que hay debajo de la alfombra.
Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos veces antes de
poder hablar.
—Está usted loco, señor Holmes…, ¡loco! —consiguió exclamar por fin.
Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una mujer recortado
de una fotografía.
—Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil —dijo—. El
policía la ha reconocido.
Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás.
—Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo. No deseo
causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le entregue la carta a su esposo.
Siga mi consejo y sea sincera conmigo; es su única oportunidad.
Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera entonces se dio por
vencida.
—Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo.
Holmes se levantó de su asiento.
—Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero ya veo que todo es
en vano.
Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.
—¿Está el señor Trelawney Hope en casa?
—Llegará a la una menos cuarto, señor.
Holmes consultó su reloj.
—Todavía falta un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, le esperaré.
Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady Hilda cayó de
rodillas a los pies de Holmes, con las manos extendidas y su bello rostro alzado e
inundado de lágrimas.
—¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —suplicaba de manera
frenética—. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómo quiero a mi marido!
¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que esto le destrozará el corazón!
Holmes la hizo levantar.
—Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque haya sido en el
último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde está la carta?
Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y alargado.
—Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!
—¿Cómo podemos devolverla? —murmuró Holmes—. ¡Pronto, pronto, tenemos que
encontrar la manera! ¿Dónde está el maletín de documentos?
—Sigue en el dormitorio.
—¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí. Un momento después, la señora
reaparecía con un maletín rojo en la mano.
—¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro que la tiene.
Ábralo.
Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el maletín. Estaba
repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio del montón, entre las páginas de
algún otro documento. Una vez cerrado, el maletín regresó al dormitorio.
—Ya estamos preparados —dijo Holmes—. Todavía nos quedan diez minutos. Lady
Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla. A cambio, usted puede
emplear estos minutos en explicarme con sinceridad qué significa todo este terrible
embrollo.
—Se lo contaré todo, señor Holmes —gimió ella—. ¡Ay, señor Holmes, yo me cortaría
la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No hay en todo Londres una
mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y sin embargo, si él supiera lo que he
hecho…, lo que me he visto obligada a hacer…, no me lo perdonaría nunca. Tiene un
sentido del honor tan alto que no es capaz de olvidar ni de perdonar un acto deshonroso de
otra persona. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Está en juego mi felicidad, su felicidad, nuestras
mismas vidas!
—¡Dése prisa, señora, que se acaba el tiempo!
—Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que escribí antes
de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva y enamorada. Yo la escribí
de manera inocente, pero a mi marido le habría parecido monstruosa. Si la hubiera leído,
habría perdido para siempre la confianza en mí. Hace años que la escribí y creía que el
asunto estaba olvidado. Pero entonces apareció este hombre, Lucas, y me dijo que la carta
había caído en sus manos y que se la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lo
hiciera, y él me dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba cierto documento
que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espía en el Ministerio, que
le había informado de su existencia. Me aseguró que mi marido no sufriría ningún
perjuicio. Póngase en mi lugar, señor Holmes. ¿Qué podía yo hacer?
—Contárselo todo a su marido.
—¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me parecía segura;
por el otro, y aunque me resultara terrible robarle papeles a mi marido, se trataba de un
asunto de política y sus consecuencias se me escapaban, mientras que en un asunto de
amor y confianza las consecuencias me parecían muy claras. ¡Lo hice, señor Holmes!
Saqué un molde de su llave y ese hombre, Lucas, me hizo una copia. Abrí el maletín,
saqué el documento y lo llevé a Godolphin Street.
—¿Y qué sucedió allí, señora?
—Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta su
habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me daba miedo quedarme
a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me fijé en una mujer que había en la
calle. Nuestro negocio quedó concluido en un instante: él tenía mi carta sobre el escritorio;
yo le entregué el documento; él me dio la carta. Y en aquel momento oímos un ruido en la
puerta y pasos en el pasillo. Lucas levantó a toda prisa la alfombra, metió el documento en
alguna especie de escondrijo que tenía allí, y lo tapó de nuevo.
»Lo que sucedió a continuación es como una espantosa pesadilla. Conservo la visión
de una cara morena y desencajada, y el sonido de una voz de mujer que gritaba en francés:
«¡Mi espera no ha sido en vano! ¡Por fin te he encontrado con ella!» Se entabló una lucha
feroz. Recuerdo que él cogió una silla, y que en las manos de ella brillaba un cuchillo.
Escapé corriendo de aquella terrible escena, huí de la casa y no supe más hasta la mañana
siguiente, cuando leí en el periódico el terrible desenlace. Sin embargo, aquella noche
dormí feliz, porque había recuperado mi carta y no sabía aún lo que me reservaba el
futuro.
»A la mañana siguiente me di cuenta de que no había hecho más que cambiar un
problema por otro. La angustia de mi marido cuando descubrió la desaparición de ese
papel me llegó al alma. Tuve que contenerme para no arrodillarme a sus pies allí mismo y
confesarle lo que había hecho. Pero aquello significaría tener que confesar también el
pasado. Aquella mañana fui a visitarle a usted para hacerme una idea del alcance de mis
actos. Cuando comprendí la enormidad del asunto, ya no pensé en otra que no fuera
recuperar el documento de mi marido. Tenía que seguir estando donde Lucas lo había
dejado, ya que lo guardó antes de que aquella terrible mujer entrara en la habitación. De
no haber sido por su repentina llegada, yo no me habría enterado de dónde estaba el
escondrijo. ¿Cómo podía volver a entrar en aquella habitación? Vigilé la casa durante dos
días, pero la puerta nunca se quedaba abierta. Anoche hice el último intento. Ya sabe usted
cómo me las arreglé para conseguir mi objetivo. Me traje el documento a casa, y había
pensado destruirlo, porque no se me ocurría ninguna manera de devolverlo sin tener que
confesárselo todo a mi marido. ¡Cielos, oigo sus pasos en la escalera!
El ministro de Asuntos Europeos irrumpió muy nervioso en la habitación.
—¿Alguna noticia, señor Holmes? ¿Alguna noticia? —preguntó.
—Tengo algunas esperanzas.
—¡Ah, gracias a Dios! —se le iluminó el rostro—. El Primer Ministro ha venido a
comer conmigo. ¿Podemos hacerle partícipe de sus esperanzas? A pesar de que tiene
nervios de acero, me consta que apenas ha dormido desde que ocurrió este terrible suceso.
Jacobs, ¿quiere pedirle al Primer Ministro que suba? Lo siento, querida, me temo que se
trata de un asunto político. Nos reuniremos contigo en el comedor dentro de unos minutos.
El Primer Ministro parecía tranquilo, pero por el brillo de sus ojos y el temblor de sus
huesudas manos se notaba que estaba tan nervioso como su joven colega.
—Tengo entendido que dispone usted de alguna información, señor Holmes.
—Puramente negativa, por el momento —respondió mi amigo—. He investigado en
todos los lugares donde podría encontrarse el documento, y estoy seguro de que no hay
peligro de que caiga en malas manos.
—Pero eso no es suficiente, señor Holmes. No podemos seguir viviendo
permanentemente sobre semejante volcán. Necesitamos algo concreto.
—Tengo esperanzas de conseguirlo. Por eso estoy aquí. Cuanto más pienso en este
asunto, más convencido estoy de que la carta no ha salido de esta casa.
—¡Señor Holmes!
—De haber salido, es indudable que a estas alturas ya se habría publicado.
—Pero ¿por qué iba nadie a robarla solo para dejarla en esta casa?
—No estoy convencido de que haya sido robada.
—Entonces, ¿cómo pudo salir del portafolios?
—No estoy convencido de que haya salido del portafolios.
—Señor Holmes, si es una broma, no tiene gracia. Puedo asegurarle que salió del
maletín.
—¿Ha examinado usted el maletín desde el martes por la mañana?
—No; no hacía ninguna falta.
—Es posible que la haya pasado por alto.
—Eso es absolutamente imposible.
—Pues yo no estoy convencido. He visto casos parecidos. Supongo que habrá otros
papeles en ese maletín. Puede haberse mezclado con ellos.
—Estaba encima de todos.
—Alguien puede haber movido el maletín, descolocando su contenido.
—Le digo que no. Lo saqué todo.
—De todas maneras, es fácil comprobarlo, Hope —intervino el Primer Ministro—.
Que traigan aquí ese maletín. El ministro hizo sonar la campanilla.
—Jacobs, tráigame el maletín de los documentos. Esto es una ridícula pérdida de
tiempo, pero si no se va a quedar satisfecho de otra manera, haremos lo que dice. Gracias,
Jacobs; déjelo ahí. Siempre llevo la llave en la cadena del reloj. Mire, aquí están todos los
papeles: carta de lord Merrow, informe de Sir Charles Hardy, memorándum de Belgrado,
notas acerca de los impuestos sobre los cereales en Rusia y Alemania, carta de Madrid,
nota de lord Flowers… ¡Cielo santo! ¿Qué es esto? ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger!
El Primer Ministro le arrebató de la mano el sobre azul.
—¡Sí, es esta! ¡Y la carta está intacta! Hope, le felicito.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me he quitado de encima! ¡Pero esto es
inconcebible…, es imposible! Señor Holmes, es usted un mago…, ¡un brujo! ¿Cómo sabía
que estaba aquí?
—Porque sabía que no estaba en ninguna otra parte.
—¡No puedo creer lo que ven mis ojos! —corrió frenético hacia la puerta—. ¿Dónde
está mi mujer? ¡Hilda! ¡Hilda! —su voz se perdió por la escalera.
El Primer Ministro miró a Holmes con un centelleo en los ojos.
—Vamos, vamos —dijo—. Aquí hay más de lo que salta a la vista. ¿Cómo volvió la
carta a meterse en el maletín?
Sonriendo, Holmes se volvió para eludir el intenso escrutinio de aquellos ojos
extraordinarios.
—También nosotros tenemos nuestros secretos diplomáticos —dijo.
Y recogiendo su sombrero, se encaminó hacia la puerta.
8. LOS HACENDADOS DE REIGATE
Transcurrió algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock
Holmes, mejorara tras la fatiga ocasionada por el enorme esfuerzo de la primavera del 87.
La cuestión de la Compañía de Los Países Bajos-Sumatra y las colosales manipulaciones
del barón Maupertuis están aún demasiado cercanas en las mentes del público y están
demasiado vinculadas a asuntos políticos y financieros como para poderlas incluir en esta
serie de crónicas. Sin embargo, y de modo indirecto, dieron lugar a un problema singular y
complejo, que le ofreció a mi amigo la oportunidad de demostrar el valor de un arma
nueva entre las muchas con que libró una eterna batalla contra el crimen.
Al comprobar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama de
Lyon, en el que se me informaba que Holmes estaba en el Hotel Dulong, enfermo. Antes
de las veinticuatro horas estaba junto a él, tranquilizado al comprobar que los síntomas no
eran de gran importancia. Se había quebrado su robustísima constitución bajo el esfuerzo
de una investigación que había durado dos meses, periodo durante el cual había trabajado
al menos quince horas diarias y, como él mismo me aseguró, en más de una ocasión
durante cinco días sin parar. El desenlace triunfal de su labor no impidió la reacción a tan
tremendo esfuerzo, y, justo cuando toda Europa no hacía más que hablar de él y tenía la
habitación inundada de telegramas de felicitación, le encontré presa de la más terrible
depresión. Ni siquiera el saber que había triunfado donde no lo había conseguido la policía
de tres países y que había desenmascarado al estafador más sofisticado de Europa
conseguían sacarle de su postración nerviosa.
Tres días más tarde estábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que
a mi amigo le sentaría bien un cambio de aires, y la idea de una semana primaveral en el
campo me atraía mucho a mí también.
Un viejo amigo mío, el coronel Hayter, que había estado bajo mis cuidados médicos en
Afganistán, tenía una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había invitado
a ir allí. En la última ocasión me había comentado que, si mi amigo consentía en
acompañarme, gustosamente le haría extensiva su hospitalidad. Necesité toda mi
diplomacia, pero, cuando Holmes se hizo cargo de que era la casa de un soltero y que
tendría toda la libertad del mundo, accedió a mis planes, y una semana después de regresar
de Lyon estábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un buen soldado, que había visto
mucho mundo, y pronto descubrió, tal y como yo había esperado, que él y Holmes tenían
mucho en común.
La noche en que llegamos nos encontrábamos sentados en el cuarto de armas después
de la cena. Holmes reposaba en el sofá, mientras Hayter y yo repasábamos su pequeña
colección de armas de fuego.
—Por cierto —dijo de repente—, me voy a subir una de estas pistolas conmigo por si
tenemos alguna alarma.
—¿Una alarma? —dije yo.
—Sí, nos han dado un susto últimamente. Al viejo Acton, uno de los magnates del
condado, le entraron en la casa el lunes pasado. No ocasionaron grandes desperfectos,
pero los bandidos aún siguen en libertad.
—¿No hay ninguna pista? —preguntó Holmes mirando al coronel.
—Hasta el momento, ninguna. Pero el asunto no tiene mayor importancia. Es un
pequeño caso local que le parecería demasiado insignificante, señor Holmes, tras un
crimen internacional.
Holmes pareció no hacer caso del cumplido, aunque su sonrisa demostró que le había
halagado.
—¿Había algún punto interesante?
—Creo que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y compensaron poco sus
esfuerzos. Todo estaba patas arriba, los cajones forzados y todo desvalijado, resultando
que lo único que ha desaparecido es un volumen del Homero de Pope, dos candelabros de
plata, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de roble y una bola de bramante.
—¡Qué colección más variopinta! —exclamé.
—Bueno, está claro que los tipos se llevaron lo primero que encontraron.
Holmes profirió un gruñido desde el sofá.
—Debería tener algo de sentido para la policía del condado —dijo—. Es evidente
que…
Levanté un dedo en señal amenazadora.
—Querido amigo, está aquí para descansar. Por el amor de Dios, no empiece con
nuevos problemas cuando tiene los nervios aún deshechos.
Holmes se encogió de hombros y lanzó al coronel una mirada de cómica resignación, y
la conversación derivó hacia canales menos peligrosos.
Sin embargo, mis cuidados profesionales estaban destinados a verse malgastados, pues
a la mañana siguiente el problema se nos impuso de tal forma, que fue imposible eludirlo,
y nuestra visita al campo se tornó en algo que ninguno de los dos habíamos previsto.
Estábamos desayunando, cuando el mayordomo del coronel entró bruscamente,
desprovisto de toda compostura.
—¿Ha oído la noticia, señor? ¡En casa de los Cunningham!
—¿Robo? —exclamó el coronel, sosteniendo la taza de café en el aire.
—¡Asesinato!
El coronel lanzó un silbido.
—¡Por Júpiter! —dijo—. ¿A quién han matado? ¿Al Juez de Paz o a su hijo?
—A ninguno de los dos, señor. Fue a William, el cochero. Un tiro le atravesó el
corazón y no volvió a hablar.
—¿Quién le disparó?
—El ladrón, señor. Salió escopetado y se escapó. Acababa de entrar por la ventana de
la despensa, cuando William le sorprendió y terminó sus días cuidando de la propiedad de
su amo.
—¿A qué hora?
—Fue anoche, señor, alrededor de las doce.
—Bien, entonces ya nos acercaremos —dijo el coronel, disponiéndose a continuar su
desayuno—. Es un mal asunto —dijo, cuando el mayordomo se hubo retirado—. El viejo
Cunningham es el principal terrateniente de por aquí, y una buena persona. Estará muy
disgustado, pues el hombre llevaba a su servicio muchos años y era un buen criado. Parece
evidente que son los mismos bandidos que entraron en casa de Acton.
—¿Los que se llevaron aquella singular colección? —dijo Holmes pensativamente.
—Exactamente.
—¡Hum! Puede que sea lo más sencillo del mundo, pero de todos modos a primera
vista resulta un poco raro, ¿no? Se supone que una banda de ladrones que actúa en el
campo debería variar el lugar de sus operaciones y no irrumpir en dos casas del mismo
distrito con solo unos días de diferencia. Cuando usted hablaba anoche de tomar
precauciones, pensé que esta sería la última parroquia de Inglaterra que pudiera interesar a
unos ladrones, lo cual demuestra que aún tengo mucho que aprender.
—Me imagino que debe de ser algún aficionado del contorno —dijo el coronel—, en
cuyo caso las casas de Acton y de Cunningham serían los sitios más indicados, pues son
con mucho las casas más grandes de los alrededores.
—¿Y las más ricas?
—Deberían serlo, pero llevan años con un pleito que les ha chupado a ambos hasta la
sangre. El viejo Acton tiene algún derecho sobre la mitad de la hacienda de Cunningham y
los abogados están en ello como lobos.
—Si es un bandido local, no habrá demasiada dificultad en encontrarle —dijo Holmes
bostezando—. Está bien, Watson. No tengo la intención de inmiscuirme.
—El inspector Forrester —dijo el mayordomo abriendo la puerta. El oficial, un joven
apuesto de mirada inteligente, entró en la habitación.
—Buenos días, coronel —dijo—. Espero no molestar, pero sabemos que el señor
Holmes, de Baker Street, está aquí.
El coronel señaló con la mano hacia mi amigo y el inspector le hizo una pequeña
reverencia.
—Pensábamos que quizá no le importara acercarse, señor Holmes.
—Los Hados están contra usted, Watson —dijo riéndose—. Justamente estábamos
hablando del asunto cuando llegó usted, inspector. Quizá pueda darnos algún detalle.
Al recostarse en la silla con esa actitud tan familiar, supe que era inútil que insistiera.
—No teníamos ninguna pista en el caso Acton. Pero aquí hay varias, y no hay duda de
que son la misma gente. Vieron al hombre.
—¡Ah!
—Sí, señor. Pero escapó como un gamo después de disparar el tiro que mató al pobre
William Kirwan. El señor Cunningham le vio desde la ventana del dormitorio y el señor
Alee Cunningham le vio desde el pasillo de detrás. Eran las doce menos cuarto cuando
ocurrió. El señor Cunningham estaba en bata fumándose una pipa. Ambos oyeron al
cochero, William, pedir auxilio y el señor Alee bajó a ver qué pasaba. La puerta de atrás
estaba abierta y al bajar por la escalera vio a dos hombres que luchaban fuera. Uno de
ellos disparó y saltó por encima del seto. El señor Cunningham, desde la ventana del
dormitorio, vio cómo el hombre llegaba hasta la carretera, pero al momento le perdió de
vista. El señor Alee se detuvo a ver si podía ayudar al moribundo y así el criminal se
escapó. Los únicos detalles personales que tenemos se reducen a que era un hombre de
estatura media y vestía de oscuro, pero estamos llevando a cabo serias investigaciones, y
si es un forastero pronto le descubriremos.
—¿Qué estaba haciendo allí William? ¿Dijo algo antes de morir?
—Ni una palabra. Vive con su madre en la casa del guarda y como era un hombre muy
fiel, suponemos que se había acercado a la casa para ver si todo andaba bien. Este asunto
de Acton ha puesto a todo el mundo en guardia. El ladrón había acabado de derribar la
puerta, pues el cerrojo había sido forzado, cuando William le sorprendió.
—¿Le dijo William algo a su madre antes de salir?
—Es muy mayor y está sorda y no conseguimos sacarle ninguna información. El susto
debe de haberla dejado medio atontada, pero tengo entendido que nunca fue muy lúcida.
Hay algo muy importante, sin embargo. ¡Fíjese en esto!
Sacó un pequeño trozo de papel de una agenda y lo puso sobre su rodilla.
—Esto se halló entre el índice y el pulgar del asesinado. Parece un fragmento de una
hoja mayor. Observará que la hora mencionada es la misma en la que el pobre encontró su
muerte. Quizá su asesino le arrancase el resto del papel, o al revés, quizá le arrancó él a su
asesino este trozo. Parece casi una cita.
Holmes cogió la esquina de papel que se reproduce aquí.
—Suponiendo que fuera una cita —continuó el inspector—, no es una teoría
inconcebible el que este William Kirwan, a pesar de su fama de hombre honrado, estuviera
aliado con el ladrón. Pudo reunirse allí con él, incluso pudo ayudarle a derribar la puerta, y
luego a lo mejor discutieron entre ellos.
—Esta caligrafía es sumamente interesante —dijo Holmes, que la había estado
examinando con gran atención—. Son aguas mucho más profundas de lo que yo había
imaginado.
Hundió la cabeza entre las manos, mientras el inspector esbozaba una sonrisa al ver el
efecto que causaba su caso en el famoso especialista de Londres.
—Su último comentario —dijo Holmes de repente— acerca de la posibilidad de un
entendimiento entre el ladrón y el criado, y que esta fuera la cita entre ellos, es una
suposición ingeniosa y no del todo descabellada. Pero esta caligrafía…
Volvió a hundir la cabeza entre las manos y permaneció unos minutos sumido en
profundos pensamientos. Cuando levantó el rostro, me sorprendió ver que tenía las
mejillas sonrojadas y la mirada tan viva como antes de su enfermedad. Se puso en pie de
un salto con su energía acostumbrada.
—¿Sabe una cosa? —dijo—. Me gustaría ver los detalles del caso más despacio. Hay
algo en él que me fascina enormemente. Si me permite, coronel, voy a dejarles a usted y a
mi amigo Watson y me iré con el inspector a comprobar una o dos pequeñas fantasías
mías. Estaré de nuevo con ustedes en media hora.
Había pasado hora y media cuando el inspector regresó solo.
—El señor Holmes está paseando por el campo ahí fuera —dijo—. Quiere que los
cuatro vayamos a la casa.
—¿A casa del señor Cunningham?
—Sí, señor.
—¿Para qué?
El inspector se encogió de hombros.
—No lo sé muy bien, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes aún no se ha
repuesto de su enfermedad. Ha estado comportándose de una manera muy extraña y está
muy agitado.
—No creo que deba usted preocuparse —dije—. He solido encontrar que su locura
tenía un método.
—Habrá quien le llame a eso método —dijo el inspector—, pero, para empezar, está
muy inquieto, así que mejor salimos ya, si están preparados.
Encontramos a Holmes paseando arriba y abajo por el campo, la barbilla hundida en el
pecho y las manos en los bolsillos del pantalón.
—El asunto adquiere interés creciente —dijo—. Watson, su idea del viajecito al campo
ha sido un éxito. He pasado una mañana maravillosa.
—Tengo entendido que ha estado en la escena del crimen.
—Sí, el inspector y yo hemos estado haciendo un reconocimiento juntos.
—¿Con éxito?
—Bueno, hemos visto cosas muy interesantes. Les contaré lo que hicimos mientras
caminamos. Primero vimos el cadáver del pobre hombre. Ciertamente murió de un tiro,
como se dijo.
—¿Acaso lo había puesto en duda?
—Conviene comprobarlo todo. Nuestra investigación no fue en vano. Luego tuvimos
una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que pudieron indicar justamente el
lugar exacto por donde saltó el seto el asesino al huir. Eso fue de gran interés.
—Naturalmente.
—Luego fuimos a ver a la madre de ese pobre hombre. Sin embargo, de ella no
obtuvimos información alguna. Es muy mayor y está muy débil.
—¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones?
—La convicción de que el crimen es singular. Quizá nuestra visita de ahora ayude a
esclarecer algunos puntos. Creo, inspector, que los dos coincidimos en que el trozo de
papel hallado en la mano del asesinado y en el que consta escrita la misma hora de su
muerte es de vital importancia, ¿no?
—Debería darnos una pista, señor Holmes.
—Y nos la da. Quienquiera que escribiese esa nota fue el mismo que sacó de la cama a
esa hora a William Kirwan. Pero ¿dónde está el resto de la hoja?
—Examiné con gran minuciosidad el terreno con la esperanza de encontrarla —dijo el
inspector.
—Se la arrancaron de la mano al hombre asesinado. ¿Por qué tenía alguien tanto
interés en tenerla? Porque le implicaba. ¿Y qué podría hacer con ella? Seguramente
metérsela en el bolsillo, sin caer en la cuenta de que una esquina había quedado en
posesión del difunto. Si consiguiéramos el resto de la hoja, está claro que tendríamos muy
adelantada la resolución del misterio.
—Sí, pero ¿cómo podemos llegar al bolsillo del criminal antes de coger al criminal?
—Bueno, bueno. Merecía la pena pensarlo. Luego hay otro punto evidente. La nota le
fue enviada a William. No pudo llevársela el hombre que la escribió, porque de ser así
hubiera dado el recado verbalmente. ¿Quién, pues, entregó la nota? ¿O es que vino en el
correo?
—He preguntado —dijo el inspector—. Ayer llegó una carta para William en el correo
de la tarde. El sobre lo destruyó él mismo.
—¡Excelente! —exclamó Holmes dándole una palmada en la espalda al inspector—.
Ya ha visto al cartero. Es maravilloso trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda
y, si continuamos, coronel, le mostraré el escenario del crimen.
Dejamos atrás la casita donde había vivido el hombre asesinado y caminamos por una
senda bordeada de robles hasta la hermosa casa de estilo Reina Ana que lleva la fecha de
Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos hicieron dar la vuelta
hasta que llegamos a la vena lateral separada del seto que bordea la carretera por un
pequeño trozo de jardín. A la puerta de la cocina había un policía.
—Abra la puerta, oficial —dijo Holmes—. Desde esas escaleras vio el joven
Cunningham a los dos hombres luchando justamente aquí, donde nos encontramos
nosotros. El viejo señor Cunningham estaba asomado a esa ventana, la segunda por la
izquierda, y vio al tipo escaparse por ahí, a la izquierda de ese arbusto. El hijo también.
Ambos están seguros por lo del arbusto. Entonces el señor Alee corrió a arrodillarse junto
al herido. Como ven, el terreno está muy duro y no hay pisadas que nos sirvan de ayuda.
Mientras hablaba, dos hombres se acercaron por el jardín, procedentes de la esquina de
la casa. El uno era un hombre mayor, con el rostro firme surcado de arrugas y con grandes
ojeras; el otro, un joven deslumbrante, cuya expresión alegre y sonriente y vestimenta
llamativa contrastaba extrañamente con el asunto que nos había llevado allí.
—¿Aún sigue? —le dijo a Holmes—. Creía que ustedes, los de Londres, no tenían un
pero. No parecen tan rápidos después de todo.
—Debe darnos un poco de tiempo —dijo Holmes con buen humor.
—Va a necesitarlo —dijo el joven Alee Cunningham—. No parece que tengamos pista
alguna.
—Solo una —respondió el inspector—. Pensamos que si pudiéramos encontrar…
Pero, ¡Dios mío, señor Holmes! ¿Qué le ocurre?
De repente el rostro de mi pobre amigo había adoptado la expresión más terrible. Tenía
los ojos en blanco, las facciones contraídas por el dolor, y con un gemido se desplomó en
el suelo. Horrorizados ante lo repentino y serio del ataque, le llevamos a la cocina, donde
se recostó en una silla y respiró durante unos momentos con dificultad. Finalmente, se
disculpó, avergonzado por su debilidad, y se levantó de nuevo.
—Watson les dirá que me estoy recuperando de una seria enfermedad —explicó—.
Aún estoy sujeto a repentinos ataques de este tipo.
—¿Quiere que le lleven a casa en mi calesa? —preguntó el viejo Cunningham.
—Bueno, ya que estoy aquí hay algo de lo que quisiera cerciorarme. Podemos
verificarlo sin ninguna dificultad.
—¿Qué es?
—Me parece posible que la llegada del pobre William se produjera después y no antes
de la entrada del ladrón en la casa. Parece que usted da por descontado que, aunque la
puerta había sido forzada, el ladrón no llegó a entrar.
—Creo que eso es evidente —dijo seriamente el señor Cunningham—. Mi hijo Alee
aún no se había ido a la cama y, si alguien hubiera merodeado dentro de la casa, lo hubiera
oído.
—¿Dónde estaba sentado?
—Estaba fumando en mi vestidor.
—¿Qué ventana es esa?
—La última a la izquierda, junto a la de mi padre.
—Ambas tendrían luz, ¿no?
—Indudablemente.
—Hay aquí una cosa muy curiosa —dijo Holmes, sonriendo—. ¿No es extraordinario
que un ladrón, con experiencia previa, quisiera entrar en una casa cuando podía ver por las
luces de las ventanas que había dos miembros de la familia que aún estaban levantados?
—Debe de ser un tipo con nervios de acero.
—Bueno, si el caso no fuera extraño, no nos hubiéramos dirigido a usted para que nos
lo explicara —dijo el señor Alee—. Pero en cuanto a su idea de que el hombre había
robado en la casa antes de que le atacara William, me parece de lo más absurdo. ¿No
hubiéramos encontrado todo revuelto y echado en falta lo que se hubiera llevado?
—Depende de lo que fuera —dijo Holmes—. Debe recordar que se trata de un ladrón
muy especial y que parece seguir modos de actuación muy personales. Mire, por ejemplo,
la curiosa colección de cosas que se llevó de casa de Acton. ¿Qué era? ¡Una bola de
cuerda, un pisapapeles y no sé qué más cachivaches!
—Bueno, estamos en sus manos, señor Holmes —dijo el viejo Cunningham—.
Cualquier cosa que usted o el inspector sugieran tengan por seguro que se hará.
—En primer lugar —dijo Holmes—, quisiera que ofreciesen una recompensa, fijada
por usted mismo, pues puede que la policía tarde un poco en ponerse de acuerdo en la
cifra, y estas cosas más vale hacerlas en el momento. Aquí he esbozado la fórmula, si no
le molesta firmarla. Pensé que cincuenta libras serían suficientes.
—Con gusto ofrecería quinientas —dijo el Juez de Paz cogiendo el papelito y el lápiz
que Holmes le extendió—. Pero esto no es correcto —añadió ojeando el documento.
—Lo escribí muy de prisa.
—Mire, usted empieza: «Cuando a las doce y cuarto se intentó, el martes por la
mañana…», y continúa. En realidad fue a las doce menos cuarto.
Me dolió el error, pues sabía cuánto le molestaban a Holmes las imprecisiones. Era su
especialidad el ser exacto en los datos, pero su reciente enfermedad le había afectado, y
este pequeño incidente me demostraba que aún no era el mismo. Por un momento estuvo
como violento, mientras el inspector levantaba las cejas y Alee Cunningham soltaba una
carcajada.
El anciano corrigió la falta y le devolvió el papel a Holmes. Que lo impriman cuanto
antes —dijo—. Creo que es una idea excelente.
Holmes se guardó cuidadosamente el papel en su agenda.
—Y ahora —dijo—, creo que sería conveniente que recorriéramos la casa todos juntos
y nos asegurásemos de que este ladrón tan irregular no se llevó nada en efecto.
Antes de entrar, Holmes examinó la puerta que había sido forzada. Estaba claro que el
cerrojo se había abierto introduciendo un formón o un cuchillo grueso, porque la madera
mostraba las hendiduras por donde había penetrado.
—¿No tienen barras protectoras?
—Nunca lo hemos creído necesario.
—¿No tienen perro?
—Sí, pero está atado al otro lado de la casa.
—¿A qué hora se acuesta la servidumbre?
—Sobre las diez.
—Tengo entendido que a esa hora William también solía estar en la cama.
—Sí.
—Es curioso que estuviera levantado justo esa noche. Y ahora, señor Cunningham, me
gustaría ver la casa.
Un pasillo con suelo de losetas, del cual salían las puertas de las cocinas, daba a una
escalera de madera que subía al primer piso. Acababa esta en un descansillo, al otro lado
del cual estaba la escalinata principal que subía desde el vestíbulo de la entrada. A este
descansillo daban el cuarto de estar y varios dormitorios, incluidos los del señor
Cunningham y su hijo. Holmes andaba despacio, haciéndose cargo de la estructura de la
casa. Deduje de su expresión que estaba sobre una pista y, sin embargo, me era imposible
averiguar en qué dirección iba.
—Mi querido caballero —dijo el señor Cunningham en tono impaciente—, ¿no es esto
un tanto innecesario? Ese es mi dormitorio, al final de las escaleras, y el de más allá es el
de mi hijo. Le dejo a su buen criterio el juzgar si le fue posible al ladrón subir aquí sin que
le oyéramos.
—Me da la impresión —dijo el hijo con sonrisa maliciosa—, de que va a tener que
seguir otro rastro.
—De todas formas voy a tener que pedirles que me complazcan un ratita más. Por
ejemplo, me gustaría ver la vista que tienen las ventanas de la parte delantera de la casa.
Este, imagino —dijo abriendo la puerta—, es el dormitorio de su hijo. Y ese, supongo, el
vestidor en el cual se encontraba fumando cuando se dio la alarma. ¿Adonde da su
ventana?
Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y echó una ojeada al vestidor.
—Espero que ya esté satisfecho —dijo de mal humor el señor Cunningham.
—Gracias, creo que he visto cuanto quería.
—Pues, si es tan necesario, ya podemos pasar a mi cuarto.
—Si no es demasiada molestia…
El Juez de Paz se encogió de hombros y dirigió sus pasos hacia su dormitorio, una
habitación corriente y parcamente amueblada. Mientras lo cruzábamos en dirección a la
ventana, Holmes se quedó rezagado hasta que él y yo nos quedamos los últimos. Al pie de
la cama había una pequeña mesa cuadrada, sobre la que se encontraba una jarra de agua y
un plato de naranjas.
Justo cuando pasábamos por delante de ella, y ante mi más absoluto asombro, Holmes
se inclinó por delante de mí y deliberadamente la tiró. El vaso se hizo añicos y la fruta
cayó rodando por todo el cuarto.
—Buena la ha hecho, Watson —dijo con serenidad—. Mire cómo ha puesto la
alfombra.
Me detuve confuso y comencé a recoger la fruta, comprendiendo que por alguna razón
mi acompañante quería que yo cargara con las culpas. Los demás siguieron mi ejemplo y
levantaron la mesa de nuevo.
—¡Pero bueno! —exclamó el inspector—. ¿Dónde se ha metido?
Holmes había desaparecido.
—Esperen aquí un momento —dijo Alee Cunningham—. En mi opinión ese hombre
está loco. Venga conmigo, padre, a ver dónde se ha metido.
Salieron del cuarto corriendo dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos
perplejos.
—Vive Dios que me inclino a estar de acuerdo con el joven señor Alee —dijo el
oficial—. Puede que sea efecto de esta enfermedad, pero me da la impresión de que…
Fue interrumpido por un repentino grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!». Con un
escalofrío reconocí la voz de mi amigo. Salí corriendo de la habitación hacia el
descansillo. Los gritos, que se habían convertido en roncos y oscuros ruidos, provenían de
la habitación que habíamos visto primero. Entré y continué hasta el vestidor. Ambos
Cunninghams se inclinaban sobre la postrada figura de Sherlock Holmes; el joven le tenía
agarrado por la garganta con ambas manos mientras el mayor parecía estarle retorciendo
una de las muñecas. En un segundo nosotros tres los separamos y Holmes, tremendamente
pálido y cansado, se puso en pie.
—¡Detenga a estos hombres, inspector! —jadeó.
—¿Bajo qué cargo?
—El de asesinar a su cochero, William Kirwan. El inspector miró desconcertado a su
alrededor. —Vamos, vamos, señor Holmes —dijo por fin—. No pretenderá usted…
—¡Venga, hombre, míreles las caras! —exclamó Holmes secamente.
Ciertamente, jamás vi escrito sobre rostro alguno reconocimiento más claro de su
culpabilidad. El hombre más mayor parecía paralizado y aturdido, la expresión hosca. El
hijo, por el contrario, había desechado aquel aire bravucón y desenfadado que le
caracterizaba, y en sus ojos negros brillaba la fiereza de un peligroso animal salvaje,
distorsionando sus hermosas facciones. Sin decir nada, el inspector se acercó a la puerta y
tocó el silbato. Acudieron a su llamada dos de sus policías.
—No tengo alternativa, señor Cunningham —dijo—. Confío en que todo esto resulte
ser una absurda equivocación, pero ya ve que… ¿Conque esas tenemos? ¡Suéltelo! —dio
un manotazo y el revólver que el joven intentaba montar cayó al suelo.
—Cójalo —dijo Holmes, pisándolo con rapidez—. Le será útil en el juicio. Pero esto
era lo que más falta nos hacía —y levantó un trozo de papel arrugado.
—¿El resto de la carta? —gritó el inspector.
—Justamente.
—¿Dónde estaba?
—Donde estaba seguro de encontrarlo. Le explicaré todo en un momento. Creo,
coronel, que usted y Watson pueden regresar a casa, y yo me reuniré con ustedes en media
hora a lo sumo. El inspector y yo tenemos que hablar con los detenidos. Estaré con usted a
la hora de comer.
Sherlock Holmes fue fiel a su palabra, pues era cerca de la una cuando entraba en el
cuarto de fumadores del coronel. Le acompañaba un menudo caballero mayor, que me fue
presentado como el señor Acton, cuya casa había sido el escenario del primer robo.
—Quería que el señor Acton estuviera presente mientras les explicaba este asunto —
dijo Holmes—, pues es lógico que él sienta un gran interés por los detalles. Me temo,
coronel, que lamentará la hora en que hospedó a ave tan conflictiva como yo.
—Muy al contrario —dijo el coronel con énfasis—, me considero privilegiado al haber
podido estudiar sus técnicas de trabajo. Confieso que superan todas mis esperanzas y que
me resulta imposible saber cómo llegó al desenlace. Hasta el momento ni tan siquiera he
visto el vestigio de una pista.
—Me temo que la explicación quizá le desilusione, pero ha sido un hábito en mí el no
ocultar mis métodos ni a Watson ni a quienes se tomen por ellos un interés inteligente.
Pero antes, y puesto que aún estoy un poco conmovido por la contienda en el vestuario,
me serviré un poco de su coñac, coronel. Últimamente, mi fortaleza está un poco
mermada.
—Confío en que no sufrirá ningún otro ataque nervioso.
Holmes soltó una carcajada.
—Ya llegaremos a ese punto a su debido tiempo —dijo—. Les explicaré
ordenadamente el caso, mostrándoles los diversos puntos que me encaminaron hasta mi
decisión final. Les ruego me interrumpan en caso de que haya algo que no les quede del
todo claro. En el arte de la deducción es elemento fundamental el saber discernir cuáles,
de entre diversos hechos, son relevantes y cuáles son triviales. De otro modo, las energías
y la atención, en lugar de concentrarse, se disipan. Bien. En este caso, desde el primer
momento, no tuve la más mínima duda de que la clave de todo el asunto se hallaba en el
trocito de papel que se encontró en la mano del hombre asesinado.
»Antes de entrar en este punto quisiera atraer su atención sobre el hecho de que, caso
de ser cierta la narración de Alee Cunningham, y de haber huido el atacante justo después
de disparar contra William Kirwan, entonces era evidente que no podía ser él el que le
quitara la carta al hombre asesinado. Pero de ser así, debió ser el mismo Alee Cunningham
el que lo hiciera, pues cuando su padre bajó ya había varios criados en la escena. El detalle
es muy simple, pero al inspector se le había pasado por alto, debido a que partía de la
suposición de que estos magnates rurales no tenían nada que ver en el asunto. Yo, sin
embargo, tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me
marcan los hechos. Así, desde el principio de la investigación, observaba con recelo el
papel que Alee Cunningham había desempeñado.
«Procedí entonces a un minucioso examen del papelito que nos había dado el
inspector. De inmediato me percaté de que era una esquina de un documento singular.
Aquí está. ¿No notan ahora algo muy sugerente en él?
—Tiene un aspecto muy irregular —dijo el coronel.
—Mi querido caballero —exclamó Holmes—, no hay la menor duda de que lo han
escrito dos personas, alternando las palabras. De inmediato comprobarán esto si observan
las «tes»: una es muy débil y otras son muy fuertes. Un somero análisis de las palabras
que contienen «t» demuestra enseguida que «cuarto» y «tal» están escritas con una letra
más firme, mientras que «tendrá» lo está con una más débil. De las seis palabras, muy
pronto observará que «doce», «cuarto», «algo» y «tal» las había escrito una persona,
mientras que «menos» y «tendrá» las había escrito otra.
—¡Sí que es verdad! ¡Está más claro que el agua! —exclamó el coronel—. ¿Pero por
qué iban a escribir dos hombres una carta?
—Evidentemente era un asunto oscuro, y uno de los hombres, que no confiaba en el
otro, estaba decidido a que, se hiciera lo que se hiciera, ambos tuvieran la misma parte en
el asunto. Bien, de los dos hombres, también está claro que el que escribió las palabras
«doce» y «cuarto» era el cabecilla.
—¿Cómo deduce eso?
—Se podría desprender del simple carácter de una letra comparada con la otra. Pero
hay razones más exactas que la mera suposición para afirmarlo. Si examinamos el retazo
de papel con atención, llegarán a la conclusión de que el hombre de trazos más firmes
escribió primero todas sus palabras, dejando los huecos para que el otro los rellenara.
Estos huecos no eran siempre suficientemente grandes y observarán que el segundo
hombre hubo de estrujar su «menos» entre el «doce» y el «cuarto», demostrando así que
estas palabras estaban escritas de antemano. El hombre que escribió primero sus palabras
es, sin duda, el que planeó todo el asunto.
—¡Excelente! —exclamó el señor Acton.
—Pero muy superficial —dijo Holmes—. Llegamos ahora, sin embargo, a un punto
importante. Quizá no sepan que los expertos han llegado a un grado muy fino de exactitud
en cuanto a deducir la edad de las personas basándose en su caligrafía. En casos normales,
se puede fijar con casi total confianza la década de una persona. Y digo en casos normales
porque la falta de salud y la debilidad física reproducen los caracteres de la vejez, incluso
aunque el inválido sea joven. En este caso, viendo los rasgos firmes del uno y el aspecto
un tanto tembloroso del otro, aunque sigue siendo una escritura legible, podemos asegurar
que el uno era un hombre joven y el otro de avanzada edad sin llegar a la senectud.
—¡Excelente! —repitió el señor Acton.
—Sin embargo, hay otro punto, más sutil y de mayor importancia. Hay rasgos
comunes en estas dos caligrafías. Pertenecen a personas unidas por lazos de
consanguinidad. Quizá a ustedes les resulte más evidente comprobarlo en las «íes»
griegas, pero para mí hay muchas indicaciones que apuntan a lo mismo. No albergo
ninguna duda respecto de que hay un aire de familia en estas dos muestras de escritura.
Por supuesto que ahora solo les estoy dando los aspectos principales de mi examen del
papel. Había otras veintitrés deducciones que les serían de mayor utilidad a los expertos
que a ustedes. Todas coincidían en reafirmar mi impresión de que los Cunningham, padre
e hijo, habían escrito esta carta.
»Llegado a este punto, mi siguiente paso fue, por supuesto, examinar los detalles del
crimen y ver hasta dónde conducían. Subí con el inspector a la casa y vi todo lo que había
que ver. La herida del hombre asesinado era, como pude determinar con plena seguridad,
consecuencia de un tiro de revólver disparado a una distancia de unas cuatro yardas. Las
ropas no estaban chamuscadas. Por tanto, era evidente que Alee Cunningham había
mentido al decir que ambos hombres estaban peleando cuando se disparó el revólver. Otra
cosa era que tanto el padre como el hijo estaban de acuerdo en cuanto al lugar por donde
había escapado el hombre hacia la carretera. Pero resulta que en ese sitio precisamente hay
una acequia con mucha humedad en el fondo. Puesto que allí no encontré huellas de
pisadas, me convencí no solo de que los Cunningham habían mentido de nuevo, sino de
que nunca existió ningún desconocido en el asunto.
«Ahora me quedaba por descubrir el móvil de este crimen singular. A este fin me
esforcé primeramente por resolver la razón del primer latrocinio, el que se perpetró en
casa del señor Acton. Tenía entendido, por algo que nos contó el coronel, que había un
pleito entre usted, señor Acton, y los Cunningham. Inmediatamente se me ocurrió pensar
que habían saqueado su biblioteca con la intención de obtener algún documento de
importancia para el caso.
—Así es —dijo el señor Acton—. No hay duda posible en cuanto a sus intenciones.
Tengo todo el derecho sobre la mitad de su patrimonio, y si hubieran podido encontrar un
solo papel, que afortunadamente se encontraba en la caja fuerte de mi abogado, sin duda
hubieran echado a perder el caso.
—¡Ahí lo tienen! —dijo Holmes sonriendo—. Fue un intento peligroso y arriesgado,
en el cual creí entrever la influencia del joven Alee. No pudiendo encontrar nada,
intentaron desviar las sospechas y hacerlo pasar por un robo normal, a cuyo fin se llevaron
lo primero que encontraron. Todo esto está claro, pero aún quedaba mucho por esclarecer.
Lo que yo quería ante todo era encontrar la parte restante del papel. Estaba convencido de
que Alee se la había arrancado de la mano al hombre asesinado y casi seguro de que se la
metió en el bolsillo de su batín. ¿Dónde, si no, iba a haberla puesto? Lo único que quedaba
por saber era si aún seguía allí. Merecía la pena averiguarlo, y por eso fuimos todos a la
casa. Los Cunningham se unieron a nosotros, como sin duda recordarán, a la puerta de la
cocina. Por supuesto era de vital importancia que no se les recordara la existencia de este
papel, de lo contrario lo destruirían sin demora. El inspector estaba a punto de explicarles
la importancia que tenía, cuando, afortunadísimamente, a mí me dio un ataque que
provocó un cambio en la conversación.
—¡Santo cielo! —exclamó el coronel riendo—. ¿Quiere decirnos que toda nuestra
preocupación fue en balde y que simuló el ataque?
—Desde el punto de vista profesional, lo hizo de maravilla —exclamé yo, mirando
con asombro a aquel hombre que no dejaba de sorprenderme con nuevas muestras de su
astucia.
—Es un arte que a menudo resulta útil —dijo—. Cuando me recobré, conseguí
arreglármelas mediante una estratagema que quizá tuviera el mérito de ser ingeniosa, para
que el viejo Cunningham escribiera la palabra «menos» y así compararla con el «menos»
que estaba escrito en el papel.
—¡Qué imbécil he sido! —exclamé.
—Ya vi que se compadecía de mí por mi debilidad —dijo Holmes con una carcajada
—. Y sentí tener que causarle el pesar que sabía que experimentaría. Entonces subimos
juntos al piso de arriba y, tras entrar en la habitación, observé que el batín estaba colgado
detrás de la puerta. Conseguí entonces distraer su atención volcando la mesita y yo volví a
examinar el bolsillo. Sin embargo, apenas me había hecho con el papel que, como
esperaba, estaba allí, cuando los dos Cunningham se me lanzaron encima. Realmente creo
que, de no ser por su ayuda expedita, me hubieran asesinado allí mismo. Aún siento las
manos de ese joven agarrándome la garganta y el tirón que el viejo le daba a mi muñeca
con el fin de hacerme soltar el papel que tenía en la mano. Se dieron cuenta de que lo
sabía todo, y el repentino cambio de sentirse completamente seguros a estar desesperados
debió de enloquecerlos.
»Posteriormente, tuve una pequeña charla con el viejo Cunningham con respecto al
móvil del crimen. Estuvo muy razonable, aunque su hijo es un perfecto demonio,
dispuesto a volarse los sesos o los de cualquiera, si hubiera podido echar mano del
revólver. Cuando Cunningham vio que todo estaba perdido se derrumbó y lo confesó todo.
Parece que William había seguido a sus amos en secreto la noche que robaron en casa del
señor Acton y, teniéndolos así en su poder, procedió, bajo la amenaza de delatarlos, a
hacerles chantaje. Sin embargo el señor Alee era un sujeto peligroso para jugar con él de
esa manera. Fue un golpe de verdadero genio por su parte el ver en el robo que conmovía
a toda la vecindad una oportunidad para deshacerse del hombre al que temía. A William se
le atrajo con un señuelo y le mató. De haber obtenido la nota entera y de haber prestado
algo más de atención a los detalles, es muy posible que nunca se hubiera levantado
ninguna sospecha.
—¿Y la nota? —pregunté.
Sherlock Holmes puso ante nosotros el papel completo.
—Es el tipo de mensaje que yo esperaba —dijo—. Claro que aún no sabemos la
relación existente entre Alee Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison. El
resultado muestra que la trampa estaba muy bien tendida. Estoy seguro de que les
encantarán los trazos hereditarios que se aprecian en la «q» y en la «g». La ausencia de
puntos sobre las «íes» y de acentos en la letra del viejo Cunningham es también muy
característica. Watson, pienso que nuestra cura de reposo en el campo ha sido un rotundo
éxito y mañana regresaré, sensiblemente mejorado, a Baker Street.
9. ESCÁNDALO EN BOHEMIA
I
Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro
modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene
Adler nada parecido al amor. Todas las emociones, y en especial esa, resultaban
abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada. Siempre
lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo;
pero como amante no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba de las pasiones más tiernas,
si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes
para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador
experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a
introducir un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su
mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como
la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes
lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer, y esta mujer fue la difunta Irene Adler, de
dudoso y cuestionable recuerdo.
Últimamente, había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del
otro. Mi completa felicidad y los intereses hogareños que se despiertan en el hombre que
por primera vez pone casa propia bastaban para absorber toda mi atención; mientras tanto,
Holmes, que odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia,
permaneció en nuestros aposentos de Baker Street, sepultado entre sus viejos libros y
alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la
fiera energía de su intensa personalidad. Como siempre, le seguía atrayendo el estudio del
crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios poderes de observación a
seguir pistas y aclarar misterios que la policía había abandonado por imposibles. De vez
en cuando, me llegaba alguna vaga noticia de sus andanzas: su viaje a Odessa para
intervenir en el caso del asesinato de Trepoff, el esclarecimiento de la extraña tragedia de
los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, la misión que tan discreta y
eficazmente había llevado a cabo para la Familia Real de Holanda. Sin embargo, aparte de
estas señales de actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la
prensa diaria, apenas sabía nada de mi antiguo amigo y compañero.
Una noche —la del 20 de marzo de 1888— volvía yo de visitar a un paciente (pues de
nuevo estaba ejerciendo la medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al
pasar frente a la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente
con mi noviazgo y con los siniestros incidentes del Estudio en escarlata, se apoderó de mí
un fuerte deseo de volver a ver a Holmes y saber en qué empleaba sus extraordinarios
poderes. Sus habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi
pasar dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba rápidas
zancadas por la habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre el pecho y las manos
juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus hábitos y sus humores, su
actitud y comportamiento me contaron toda una historia. Estaba trabajando otra vez.
Había salido de los sueños inducidos por la droga y seguía de cerca el rastro de algún
nuevo problema. Tiré de la campanilla y me condujeron a la habitación que, en parte,
había sido mía.
No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin
apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó
su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina. Luego
se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan ensimismada.
—El matrimonio le sienta bien —comentó—. Yo diría, Watson, que ha engordado
usted siete libras y media desde la última vez que le vi.
—Siete —respondí.
—La verdad, yo diría que algo más. Solo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y
veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión.
—Entonces, ¿cómo lo sabe?
—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene
una sirvienta de lo más torpe y descuidada?
—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera
vivido usted hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di
un paseo por el campo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de
ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es
incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado.
Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos.
—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mi ojos me dicen que en la parte interior de
su zapato izquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas
casi paralelas. Evidentemente, las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado
los bordes de la suela para desprender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble
deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee un ejemplar
particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad
profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una
mancha negra de nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado
de su sombrero de copa, que indica dónde lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser
completamente idiota para no identificarlo como un miembro activo de la profesión
médica.
No pude evitar reírme de la facilidad con la que había explicado su proceso de
deducción.
—Cuando le escucho explicar sus razonamientos —comenté—, todo me parece tan
ridículamente simple que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad. Y sin embargo,
siempre que le veo razonar me quedo perplejo hasta que me explica usted el proceso. A
pesar de que considero que mis ojos ven tanto como los suyos.
—Desde luego —respondió, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en una butaca
—. Usted ve, pero no observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo, usted habrá visto
muchas veces los escalones que llevan desde la entrada hasta esta habitación.
—Muchas veces.
—¿Cuántas veces?
—Bueno, cientos de veces.
—¿Y cuántos escalones hay?
—¿Cuántos? No lo sé.
—¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso que lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé
que hay diecisiete escalones, porque no solo he visto, sino que he observado. A propósito,
puesto que está usted interesado en estos pequeños problemas, y dado que ha tenido la
amabilidad de poner por escrito una o dos de mis insignificantes experiencias, quizá le
interese esto —me alargó una carta escrita en papel grueso de color rosa, que había estado
abierta sobre la mesa—. Esto llegó en el último reparto del correo —dijo—. Léala en voz
alta.
La carta no llevaba fecha, firma, ni dirección.
«Esta noche pasará a visitarle, a las ocho menos cuarto, un caballero que desea
consultarle sobre un asunto de la máxima importancia. Sus recientes servicios a
una de las familias reales de Europa han demostrado que es usted persona a quien
se pueden confiar asuntos cuya trascendencia no es posible exagerar. Estas
referencias de todas partes nos han llegado. Esté en su cuarto, pues, a la hora
dicha, y no se tome a ofensa que el visitante lleve una máscara».
—Esto sí que es un misterio —comenté—. ¿Qué cree usted que significa?
—Aún no dispongo de datos. Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin
darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar
de ajustar las teorías a los hechos. Pero en cuanto a la carta en sí, ¿qué deduce usted de
ella?
Examiné atentamente la escritura y el papel en el que estaba escrita.
—El hombre que la ha escrito es, probablemente, una persona acomodada —comenté,
esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Esta clase de papel no se
compra por menos de media corona el paquete. Es especialmente fuerte y rígido.
—Especial, esa es la palabra —dijo Holmes—. No es en absoluto un papel inglés.
Mírelo contra la luz.
Así lo hice, y vi una «E» grande con una «g» pequeña, y una «P» y una «G» grandes
con una «t» pequeña, marcadas en la fibra misma del papel.
—¿Qué le dice esto? —preguntó Holmes.
—El nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
—Ni mucho menos. La «G» grande con la «t» pequeña significan Gesellschaft, que en
alemán quiere decir «compañía»; una contracción habitual, como cuando nosotros
ponemos «Co.». La «P», por supuesto, significa papier. Vamos ahora con lo de «Eg».
Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Continente —sacó de una estantería un
pesado volumen de color pardo—. Eglow, Eglonitz…, aquí está: Egria. Está en un país de
habla alemana… en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido
escenario de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal y papel».
¡Aja, muchacho! ¿Qué saca usted de esto?
Le brillaban los ojos y dejó escapar de su cigarrillo una nube triunfante de humo azul.
—El papel fue fabricado en Bohemia —dije yo.
—Exactamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la
curiosa construcción de la frase «Estas referencias de todas partes nos han llegado»? Un
francés o un ruso no habría escrito tal cosa. Solo los alemanes son tan desconsiderados
con los verbos. Por tanto, solo falta descubrir qué es lo que quiere este alemán que escribe
en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a que se le vea la cara. Y aquí llega,
si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.
Mientras hablaba, se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que
rozaban contra el bordillo de la acera, seguido de un brusco campanillazo. Holmes soltó
un silbido.
—Un gran señor, por lo que oigo —dijo—. Sí —continuó, asomándose a la ventana—,
un precioso carruaje y un par de purasangres. Ciento cincuenta guineas cada uno. Si no
hay otra cosa, al menos hay dinero en este caso, Watson.
—Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes.
—Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto
promete ser interesante. Sería una pena perdérselo.
—Pero su cliente…
—No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda, y también puede necesitarla él.
Aquí llega. Siéntese en esa butaca, doctor, y no se pierda detalle.
Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído en la escalera y en el pasillo, se
detuvieron justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y
autoritario.
—¡Adelante! —dijo Holmes.
Entró un hombre que no mediría menos de dos metros de altura, con el torso y los
brazos de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se habría
considerado rayano en el mal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban las mangas y el
delantero de su casaca cruzada, y la capa de color azul oscuro que llevaba sobre los
hombros tenía un forro de seda roja como el fuego y se sujetaba al cuello con un broche
que consistía en un único y resplandeciente berilo. Un par de botas que le llegaban hasta
media pantorrilla, y con el borde superior orlado de lujosa piel de color pardo, completaba
la impresión de bárbara opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la mano un
sombrero de ala ancha, y la parte superior de su rostro, hasta más abajo de los pómulos,
estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer acababa de ponerse, ya que aún se lo
sujetaba con la mano en el momento de entrar. A juzgar por la parte inferior del rostro,
parecía un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un mentón
largo y recto, que indicaba un carácter resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación.
—¿Recibió usted mi nota? —preguntó con voz grave y ronca y un fuerte acento
alemán—. Le dije que vendría a verle —nos miraba a uno y a otro, como si no estuviera
seguro de a quién dirigirse.
—Por favor, tome asiento —dijo Holmes—. Este es mi amigo y colaborador, el doctor
Watson, que de vez en cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién
tengo el honor de dirigirme?
—Puede usted dirigirse a mí como conde von Kramm, noble de Bohemia. He de
suponer que este caballero, su amigo, es hombre de honor y discreción, en quien puedo
confiar para un asunto de la máxima importancia. De no ser así, preferiría muy mucho
comunicarme con usted solo.
Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a
sentarme de nuevo.
—O los dos o ninguno —dijo—. Todo lo que desee decirme a mí puede decirlo
delante de este caballero.
El conde encogió sus anchos hombros.
—Entonces debo comenzar —dijo— por pedirles a los dos que se comprometan a
guardar el más absoluto secreto durante dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no
tendrá importancia. Por el momento, no exagero al decirles que se trata de un asunto de tal
peso que podría afectar a la historia de Europa.
—Se lo prometo —dijo Holmes.
—Y yo.
—Tendrán que perdonar esta máscara —continuó nuestro extraño visitante—. La
augusta persona a quien represento no desea que se conozca a su agente, y debo confesar
desde este momento que el título que acabo de atribuirme no es exactamente el mío.
—Ya me había dado cuenta de ello —dijo Holmes secamente.
—Las circunstancias son muy delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones
para sofocar lo que podría llegar a convertirse en un escándalo inmenso, que
comprometiera gravemente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando
claramente, el asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein, reyes hereditarios de
Bohemia.
—También me había dado cuenta de eso —dijo Holmes, acomodándose en su butaca y
cerrando los ojos.
Nuestro visitante se quedó mirando con visible sorpresa la lánguida figura recostada
del hombre que, sin duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el
agente más energético de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con
impaciencia a su gigantesco cliente.
—Si Su Majestad condescendiese a exponer su caso —dijo—, estaría en mejores
condiciones de ayudarle.
El hombre se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a
otro, presa de incontenible agitación. Luego, con un gesto de desesperación, se arrancó la
máscara de la cara y la tiró al suelo.
—Tiene usted razón —exclamó—. Soy el Rey. ¿Por qué habría de ocultarlo?
—¿Por qué, en efecto? —murmuró Holmes—. Antes de que Vuestra Majestad
pronunciara una palabra, yo ya sabía que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo
von Ormstein, gran duque de Cassel-Falstein y rey hereditario de Bohemia.
—Pero usted comprenderá —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y
pasándose la mano por la frente blanca y despejada—, usted comprenderá que no estoy
acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era
tan delicado que no podía confiárselo a un agente sin ponerme en su poder. He venido de
incógnito desde Praga con el fin de consultarle.
—Entonces, consúlteme, por favor —dijo Holmes cerrando una vez más los ojos.
—Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante una
prolongada estancia en Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin
duda, el nombre le resultará familiar.
—Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes, sin abrir los
ojos.
Durante muchos años había seguido el sistema de coleccionar extractos de noticias
sobre toda clase de personas y cosas, de manera que era difícil nombrar un tema o una
persona sobre los que no pudiera aportar información al instante. En este caso, encontré la
biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante de estado mayor
que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes profundidades.
—Veamos —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto…
¡Hum! La Scala… ¡Hum! Prima donna de la Ópera Imperial de Varsovia… ¡Ya! Retirada
de los escenarios de ópera… ¡Aja! Vive en Londres… ¡Vaya! Según creo entender,
Vuestra Majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas
comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas.
—Exactamente. Pero ¿cómo…?
—¿Hubo un matrimonio secreto?
—No.
—¿Algún certificado o documento legal?
—Ninguno.
—Entonces no comprendo a Vuestra Majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas,
con propósitos de chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su
autenticidad?
—Está mi letra.
—¡Bah! Falsificada.
—Mi papel de cartas personal.
—Robado.
—Mi propio sello.
—Imitado.
—Mi fotografía.
—Comprada.
—Estábamos los dos en la fotografía.
—¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, Vuestra Majestad ha cometido
una indiscreción.
—Estaba loco…, trastornado.
—Os habéis comprometido gravemente.
—Entonces era solo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo solo tengo treinta
años.
—Hay que recuperarla.
—Lo hemos intentado en vano.
—Vuestra Majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla.
—No quiere venderla.
—Entonces, robarla.
—Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron
su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada.
Nunca hemos obtenido resultados.
—¿No se ha encontrado ni rastro de la foto?
—Absolutamente ninguno.
Holmes se echó a reír.
—Sí que es un bonito problema —dijo.
—Pero para mí es muy serio —replicó el Rey en tono de reproche.
—Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografía?
—Arruinar mi vida.
—Pero ¿cómo?
—Estoy a punto de casarme.
—Eso he oído.
—Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del Rey de Escandinavia.
Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es el colmo de la
delicadeza. Cualquier sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.
—¿Y qué dice Irene Adler?
—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce,
pero tiene un carácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres y la
mentalidad del más decidido de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer
con tal de evitar que yo me case con otra mujer… nada.
—¿Estáis seguro de que no la ha enviado aún?
—Estoy seguro.
—¿Por qué?
—Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el compromiso. Lo
cual será el lunes próximo.
—Oh, entonces aún nos quedan tres días —dijo Holmes, bostezando—. Es una gran
suerte, ya que de momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por
supuesto, Vuestra Majestad se quedará en Londres por ahora…
—Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de conde von
Kramm.
—Entonces os mandaré unas líneas para poneros al corriente de nuestros progresos.
—Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia.
—¿Y en cuanto al dinero?
—Tiene usted carta blanca.
—¿Absolutamente?
—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.
—¿Y para los gastos del momento?
El Rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó
sobre la mesa.
—Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco —dijo.
Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.
—¿Y la dirección de mademoiselle? —preguntó.
—Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John’s Wood.
Holmes tomó nota.
—Una pregunta más —añadió—. ¿La fotografía era de formato corriente?
—Sí lo era.
—Entonces, buenas noches, Majestad, espero que pronto podamos darle buenas
noticias. Y buenas noches, Watson —añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche
real rodando calle abajo—. Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las
tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este asuntillo.
II
A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La
casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de
ello, me senté junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía
ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los aspectos
extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en otro
lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio.
La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera
entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e
incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de
trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más
enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por
la cabeza la posibilidad de que fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo
con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e
impresentablemente vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas
facultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para
convencerme de que, efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció
en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de lana y tan
respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la
chimenea y se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.
—¡Caramba, caramba! —exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta quedar
fláccido y derrengado, tumbado sobre la silla.
—¿Qué pasa?
—Es demasiado gracioso. Estoy seguro de que jamás adivinaría usted en qué he
empleado la mañana y lo que he acabado haciendo.
—Ni me lo imagino. Supongo que habrá estado observando los hábitos, y quizá la
casa, de la señorita Irene Adler.
—Desde luego, pero lo raro fue lo que ocurrió a continuación. Pero voy a contárselo.
Salí de casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado de mozo de cuadra sin
trabajo. Entre la gente que trabaja en las caballerizas hay mucha camaradería, una
verdadera hermandad; si eres uno de ellos, pronto te enterarás de todo lo que desees saber.
No tardé en encontrar la residencia Briony. Es una villa de lujo, con un jardín en la parte
de atrás pero que por delante llega justo hasta la carretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs
en la puerta. Una gran sala de estar a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta
el suelo y esos ridículos pestillos ingleses en las ventanas que hasta un niño podría abrir.
Más allá no había nada de interés, excepto que desde el tejado de la cochera se puede
llegar a la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la examiné atentamente desde todos
los puntos de vista, pero no vi nada interesante.
»Me dediqué entonces a rondar por la calle y, tal como había esperado, encontré unas
caballerizas en un callejón pegado a una de las tapias del jardín. Eché una mano a los
mozos que limpiaban los caballos y recibí a cambio dos peniques, un vaso de cerveza, dos
cargas de tabaco para la pipa y toda la información que quise sobre la señorita Adler, por
no mencionar a otra media docena de personas del vecindario que no me interesaban lo
más mínimo, pero cuyas biografías no tuve más remedio que escuchar.
—¿Y qué hay de Irene Adler? —pregunté.
—Bueno, trae de cabeza a todos los hombres de la zona. Es la cosa más bonita que se
ha visto bajo un sombrero en este planeta. Eso aseguran los caballerizos del Serpentine,
hasta el último hombre. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días a
las cinco y regresa a cenar a las siete en punto. Es raro que salga a otras horas, excepto
cuando canta. Solo tiene un visitante masculino, pero lo ve mucho. Es moreno, bien
parecido y elegante. Un tal Godfrey Norton, del Inner Temple. Ya ve las ventajas de tener
por confidente a un cochero. Le han llevado una docena de veces desde el Serpentine y lo
saben todo acerca de él. Después de escuchar todo lo que tenían que contarme, me puse
otra vez a recorrer los alrededores de la residencia Briony, tramando mi plan de ataque.
«Evidentemente, este Godfrey Norton era un factor importante en el asunto. Es
abogado; esto me sonó mal. ¿Qué relación había entre ellos y cuál era el motivo de sus
repetidas visitas? ¿Era ella su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero,
probablemente habría puesto la fotografía bajo su custodia. De ser lo último, no era tan
probable que lo hubiera hecho. De esta cuestión dependía el que yo continuara mi trabajo
en Briony o dirigiera mi atención a los aposentos del caballero en el Temple. Se trataba de
un aspecto delicado, que ampliaba el campo de mis investigaciones. Temo aburrirle con
estos detalles, pero tengo que hacerle partícipe de mis pequeñas dificultades para que
pueda usted comprender la situación.
—Le sigo atentamente —respondí.
—Estaba todavía dándole vueltas al asunto cuando llegó a Briony un coche muy
elegante, del que se apeó un caballero. Se trataba de un hombre muy bien parecido,
moreno, de nariz aguileña y con bigote. Evidentemente, el mismo hombre del que había
oído hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero que esperara y pasó como una
exhalación junto a la doncella, que le abrió la puerta, con el aire de quien se encuentra en
su propia casa.
«Permaneció en la casa una media hora, y pude verlo un par de veces a través de las
ventanas de la sala de estar, andando de un lado a otro, hablando con agitación y
moviendo mucho los brazos. A ella no la vi. Por fin, el hombre salió, más excitado aún
que cuando entró. Al subir al coche, sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró con
preocupación. “¡Corra como un diablo! —ordenó—. Primero a Gross & Hankey, en
Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Media guinea si lo
hace en veinte minutos!”.
«Allá se fueron, y yo me preguntaba si no convendría seguirlos, cuando por el callejón
apareció un pequeño y bonito lando, cuyo cochero llevaba la levita a medio abrochar, la
corbata debajo de la oreja y todas las correas del aparejo salidas de las hebillas. Todavía
no se había parado cuando ella salió disparada por la puerta y se metió en el coche. Solo
pude echarle un vistazo, pero se trata de una mujer deliciosa, con una cara por la que un
hombre se dejaría matar.
»—A la iglesia de Santa Mónica, John —ordenó—. Y medio soberano si llegas en
veinte minutos.
«Aquello era demasiado bueno para perdérselo, Watson. Estaba dudando si hacer el
camino corriendo o agarrarme a la trasera del lando, cuando apareció un coche por la
calle. El cochero no parecía muy interesado en un pasajero tan andrajoso, pero yo me metí
dentro antes de que pudiera poner objeciones. “A la iglesia de Santa Mónica —dije—, y
medio soberano si llega en veinte minutos”. Eran las doce menos veinticinco y, desde
luego, estaba clarísimo lo que se estaba cociendo.
»Mi cochero se dio bastante prisa. No creo haber ido tan rápido en la vida, pero los
otros habían llegado antes. El coche y el lando, con los caballos sudorosos, se encontraban
ya delante de la puerta cuando nosotros llegamos. Pagué al cochero y me metí corriendo
en la iglesia. No había ni un alma, con excepción de las dos personas que yo había seguido
y de un clérigo con sobrepelliz que parecía estar amonestándolos. Los tres se encontraban
de pie, formando un grupito delante del altar. Avancé despacio por el pasillo lateral, como
cualquier desocupado que entra en una iglesia. De pronto, para mi sorpresa, los tres del
altar se volvieron a mirarme y Godfrey Norton vino corriendo hacia mí, tan rápido como
pudo.
»—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Usted servirá! ¡Venga, venga!
»—¿Qué pasa? —pregunté yo.
»—¡Venga, hombre, venga, tres minutos más y no será legal!
«Prácticamente me arrastraron al altar, y antes de darme cuenta de dónde estaba me
encontré murmurando respuestas que alguien me susurraba al oído, dando fe de cosas de
las que no sabía nada y, en general, ayudando al enlace matrimonial de Irene Adler,
soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí estaban el
caballero dándome las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el clérigo me
miraba resplandeciente por delante. Es la situación más ridícula en que me he encontrado
en la vida, y pensar en ello es lo que me hacía reír hace un momento. Parece que había
alguna irregularidad en su licencia, que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que
hubiera algún testigo, y que mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle en
busca de un padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la cadena del reloj
como recuerdo de esta ocasión.
—Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos —dije—. ¿Y qué pasó luego?
—Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la
impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas
instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron:
él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a pasear por el parque a las cinco, como de
costumbre», dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se marcharon en diferentes
direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios.
—¿Que eran…?
—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —respondió, haciendo sonar la
campanilla—. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente
estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación.
—Estaré encantado.
—¿No le importa infringir la ley?
—Ni lo más mínimo.
—¿Y exponerse a ser detenido?
—No, si es por una buena causa.
—¡Oh, la causa es excelente!
—Entonces, soy su hombre.
—Estaba seguro de que podría contar con usted.
—Pero ¿qué es lo que se propone?
—Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos
—dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera
había traído—. Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo.
Ahora son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la
acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete. Tenemos
que estar en villa Briony cuando llegue.
—Y entonces, ¿qué?
—Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la
que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido?
—¿He de permanecer al margen?
—No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño
alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco
minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa
ventana abierta.
—Sí.
—Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.
—Sí.
—Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa
que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de «¡Fuego!». ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma
de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa
en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a
gritar «¡Fuego!», mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la
calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado
bien.
—Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted,
aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar «¡Fuego!», y esperarle en la esquina de la
calle.
—Exactamente.
—Entonces, puede usted confiar plenamente en mí.
—Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que
tendré que representar.
Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de
un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones
con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad
inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John
Haré. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su
misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un
magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en
el delito.
Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos
para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban
encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa
Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había imaginado
por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario parecía menos solitario
de lo que había esperado. Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un barrio
tranquilo, se encontraba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos
fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales
galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un lado a otro
con cigarros en la boca.
—¿Sabe? —comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa—. Este
matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma
de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor
Godfrey Norton como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la
cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía?
—Eso. ¿Dónde?
—Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado grande como
para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el Rey es capaz de hacer
que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer,
pues, que no la lleva encima.
—Entonces, ¿dónde?
—Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar
que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son por naturaleza muy dadas a los secretos,
y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de otra
persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas
pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que tiene pensado
utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en
la casa.
—Pero la han registrado dos veces.
—¡Bah! No sabían buscar.
—¿Y cómo buscará usted?
—Yo no buscaré.
—¿Entonces…?
—Haré que ella me lo indique.
—Pero se negará.
—No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis
órdenes al pie de la letra.
Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche asomó por la curva de la
avenida. Era un pequeño y elegante lando, que avanzó traqueteando hasta la puerta de la
villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como un
rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue desplazado de un
codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se entabló
una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de
uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al bando
contrario. Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado del
carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes, que se
golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para proteger
a la dama, pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó al suelo, con la
sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron
corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras unas cuantas personas bien
vestidas, que habían presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para
ayudar a la señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había
subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura
recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.
—¿Está malherido ese pobre caballero? —preguntó.
—Está muerto —exclamaron varias voces.
—No, no, todavía le queda algo de vida —gritó otra—. Pero habrá muerto antes de
poder llevarlo al hospital.
—Es un valiente —dijo una mujer—. De no ser por él le habrían quitado el bolso y el
reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!
—No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora?
—Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.
Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado en el salón
principal, mientras yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto
junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera
que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún
tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me
sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la
que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Y sin embargo,
abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido una traición
de lo más abyecto. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo
de mi impermeable. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Solo vamos
a impedirle que haga daño a otro.
Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una
doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y,
obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba: «¡Fuego!».
Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de espectadores, bien
y mal vestidos —caballeros, mozos de cuadra y criadas—, se unió en un clamor general de
«¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron por la
ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían, y un momento después oí la voz de
Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome
entre la vociferante multitud, llegué hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve
la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del
tumulto. Holmes caminó deprisa y en silencio durante unos pocos minutos, hasta que nos
metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware Road.
—Lo hizo usted muy bien, doctor —dijo—. Las cosas no podrían haber salido mejor.
Todo va bien.
—¿Tiene usted la fotografía?
—Sé dónde está.
—¿Y cómo lo averiguó?
—Ella me lo indicó, como yo le dije que haría.
—Sigo a oscuras.
—No quiero hacer un misterio de ello —dijo, echándose a reír—. Todo fue muy
sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todos los que había en la calle eran
cómplices. Estaban contratados para esta tarde.
—Me lo había figurado.
—Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la
mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo
patético. Un viejo truco.
—Eso también pude figurármelo.
—Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido
negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser
esa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá, hice
como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo su
oportunidad.
—¿Y de qué le sirvió eso?
—Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le
hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso
completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del
escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto del
castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa mano
a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos ocupa no existía en
la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo
a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran como para
trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La fotografía está en un
hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la campanilla de la
derecha. Se plantó allí en un segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo
que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la
habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y salí de la casa. Pensé en
intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento; pero el cochero había
entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro esperar. Un exceso de
precipitación podría echarlo todo a perder.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el Rey, y
con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la
señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía.
Será una satisfacción para Su Majestad recuperarla con sus propias manos.
—¿Y cuándo piensa ir?
—A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el
campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar
un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al Rey sin perder
tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba
buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:
—Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder
de un joven delgado con impermeable que había pasado deprisa a nuestro lado.
—Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada
—. Me pregunto quién demonios podrá ser.
III
Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con
tostadas cuando el Rey de Bohemia se precipitó en la habitación.
—¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros
y mirándolo ansiosamente a los ojos.
—Aún no.
—Pero ¿tiene esperanzas?
—Tengo esperanzas.
—Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia.
—Tenemos que conseguir un coche.
—No, mi carruaje está esperando.
—Bien, eso simplifica las cosas.
Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa Briony.
—Irene Adler se ha casado —comentó Holmes.
—¿Se ha casado? ¿Cuándo?
—Ayer.
—Pero ¿con quién?
—Con un abogado inglés apellidado Norton.
—¡Pero no es posible que le ame!
—Espero que sí le ame.
—¿Por qué espera tal cosa?
—Porque eso libraría a Vuestra Majestad de todo temor a futuras molestias. Si ama a
su marido, no ama a Vuestra Majestad. Si no ama a Vuestra Majestad, no hay razón para
que interfiera en los planes de Vuestra Majestad.
—Es verdad. Y sin embargo… ¡En fin!… ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición!
¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno, que no se rompió hasta que nos
detuvimos en Serpentine Avenue.
La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los
escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche.
—El señor Sherlock Holmes, supongo —dijo.
—Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada
interrogante y algo sorprendida.
—En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó
esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al
continente.
—¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de
sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
—Para no volver.
—¿Y los papeles? —preguntó el Rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido!
—Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el Rey y por mí.
El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones
abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes
corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano,
sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de
noche; la carta estaba dirigida al «Sr. Sherlock Holmes. Para dejar hasta que la recojan».
Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y
decía lo siguiente:
Mi querido señor Sherlock Holmes:
La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa.
Hasta después de la alarma de fuego no sentí la menor sospecha. Pero después,
cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace
meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que, si el Rey contrataba
a un agente, ese sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a
pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar
en sospechas, se me hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y
amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de
hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad
que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me
puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.
Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de
interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le
deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.
Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan
formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se
encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar
tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El Rey puede hacer lo
que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado
injusta y cruelmente. La conservo solo para protegerme y para disponer de un
arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el
futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor
Sherlock Holmes, suya afectísima,
Irene Norton, de soltera Adler
—¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el Rey de Bohemia cuando los tres
hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría
sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase?
—Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy
diferente a la de Vuestra Majestad —dijo Holmes fríamente—. Lamento no haber sido
capaz de llevar el asunto de Vuestra Majestad a una conclusión más feliz.
—¡Al contrario, querido señor! —exclamó el Rey—. No podría haber terminado
mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como
si la hubiesen quemado.
—Me alegra que Vuestra Majestad diga eso.
—He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera
puedo recompensarle. Este anillo… —se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma
de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.
—Vuestra Majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo Holmes.
—No tiene más que decirlo.
—Esta fotografía.
El Rey se quedó mirándolo, asombrado.
—¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea.
—Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor
de desearos un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el Rey le
tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos.
Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de
Bohemia, y como los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el
ingenio de una mujer. El solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero
últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su
fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.
10. EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO
Isa Whitney, hermano del difunto Elias Whitney, D. D., director del Colegio de
Teología de San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el
hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad
la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su
tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como
han hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de él, y durante
muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a
sus amigos y familiares. Aún me parece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y
fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y
convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora
en que uno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y
mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto.
—¡Un paciente! —dijo—. Vas a tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos
rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama
vestida de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
—Perdonen ustedes que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo momento,
perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le
echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Ay, tengo un problema tan
grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!
—¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué susto me has
dado, Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.
—No sabía qué hacer, así que me vine derecha a verte.
Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los
pájaros a la luz de un faro.
—Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate
cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿O prefieres que mande a James a la cama?
—Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha
venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a
mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo
mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos
hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le
daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la
City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa,
quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole
cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles,
aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le
podía encontrar en El Lingote de Oro, en Upper Swandam Lañe. Pero ¿qué podía hacer
ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su
marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No
podía yo acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir
ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre
él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo
enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de
estar, y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al Este, con lo que
entonces me parecía una extraña misión, aunque solo el futuro me iba a demostrar lo
extraña que era en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura.
Upper Swandam Lañe es una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que
se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de
ropa usada y una taberna encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una
empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna.
Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso
incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada
encima de la puerta, encontré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo
bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie
de literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos,
tumbados en posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas
dobladas, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en
cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras
brillaban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se
apagara en las cazoletas de las pipas metálicas. La mayoría permanecía tendida en
silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conversaban con voz extraña,
apagada y monótona; su conversación surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto
en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar
atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un pequeño
brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un
anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas,
mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y
una porción de droga, indicándome una litera libre.
—Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa
Whitney, y quiero hablar con él.
Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas,
distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.
—¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con
todos sus nervios presa de temblores—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
—Casi las once.
—¿De qué día?
—Del viernes, diecinueve de junio.
—¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted
asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono
muy agudo.
—Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería
estar avergonzado de sí mismo!
—Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson; solo llevo aquí unas horas…, tres pipas,
cuatro pipas…, ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?
—Sí, tengo uno esperando.
—Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me
encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la
respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al
encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito
tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró:
—Siga adelante y luego vuélvase a mirarme.
Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Solo podía
haberlas pronunciado el anciano que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan
absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de
opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro
relajamiento. Avancé dos pasos y me volví a mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo
para no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera
verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido, los ojos
apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi
sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero gesto que
me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se
hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante.
—¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro?
—Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera
usted la inmensa amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría
muchísimo tener una pequeña conversación con usted.
—Tengo un coche fuera.
—Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece
demasiado hecho polvo como para meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por
medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la
mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.
Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran
extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas
maneras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado
prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi
amigo en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me
bastaron unos minutos para escribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el
coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del
fumadero de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó
por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de
pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una
alegre carcajada.
—Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a
las inyecciones de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la
bondad de emitir su opinión facultativa.
—Desde luego, me sorprendió encontrarlo allí.
—No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted.
—Yo vine en busca de un amigo.
—Y yo, en busca de un enemigo.
—¿Un enemigo?
—Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas
naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y
tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos
adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi
vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utilizado antes para mis
propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha
jurado vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edificio, cerca de la
esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas sobre lo que
pasa a través de ella las noches sin luna.
—¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!
—Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo
que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la
ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir.
Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó
un penetrante silbido, una señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos,
seguido inmediatamente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
—Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la
oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—, ¿viene
usted conmigo o no?
—Si puedo ser de alguna utilidad…
—Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi
habitación de Los Cedros tiene dos camas.
—¿Los Cedros?
—Sí, así se llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a
cabo la investigación.
—¿Y dónde está?
—En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
—Pero estoy completamente a oscuras.
—Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John,
ya no le necesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las
once. Suelte las riendas y hasta mañana.
Tocó al caballo con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión
de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos
a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas del río se
deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa
desolación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silencio, roto tan solo por las
pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo
rezagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba lentamente a través del cielo, y
una o dos estrellas brillaban débilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía
en silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la apariencia de encontrarse sumido
en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía de curiosidad por saber
en qué consistía esta nueva investigación que parecía estar poniendo a prueba sus poderes,
a pesar de lo cual no me atrevía a entrometerme en el curso de sus reflexiones.
Llevábamos recorridas varias millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias
suburbanas, cuando Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con
el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
—Watson, posee usted el don inapreciable de saber guardar silencio —dijo—. Eso le
convierte en un compañero de valor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener
alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba
preguntando qué le voy a decir a esa pobre mujer cuando salga esta noche a recibirme a la
puerta.
—Olvida usted que no sé nada del asunto.
—Tengo el tiempo justo de contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso
ridículamente sencillo y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha
madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el
caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde para mí todo
son tinieblas.
—Adelante, pues.
—Hace unos años… concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y cuatro,
llegó a Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia.
Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en general, vivía
a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el vecindario, y en mil ochocientos
ochenta y siete se casó con la hija de un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos
hijos. No trabajaba en nada concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía todos
los días a Londres por la mañana, regresando por la tarde en el tren de las cinco y catorce
desde Cannon Street.
El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad, es hombre de costumbres
moderadas, buen esposo, padre cariñoso, y apreciado por todos los que le conocen.
Podríamos añadir que sus deudas actuales, hasta donde hemos podido averiguar, suman un
total de ochenta y ocho libras y diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital &
Counties Bank, arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay
razón para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que
de costumbre, comentando antes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones,
y que al volver le traería al niño pequeño un juego de construcciones. Ahora bien, por pura
casualidad, su esposa recibió un telegrama ese mismo lunes, muy poco después de
marcharse él, comunicándole que había llegado un paquetito muy valioso que ella estaba
esperando, y que podía recogerlo en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues
bien, si conoce usted Londres, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno
Street, que hace esquina con Upper Swandam Lañe, donde me ha encontrado usted esta
noche. La señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algunas compras, pasó por la
oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro y treinta y cinco iba
caminando por Swandam Lañe camino de la estación. ¿Me sigue hasta ahora?
—Está muy claro.
—Quizá recuerde usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba
andando despacio, mirando por todas partes con la esperanza de ver un coche de alquiler,
porque no le gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por
Swandam Lañe, oyó de repente un grito o una exclamación y se quedó helada de espanto
al ver a su marido mirándola desde la ventana de un segundo piso y, según le pareció a
ella, llamándola con gestos. La ventana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara,
que según ella parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos frenéticos con las manos y
después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció que alguna
fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina
atención fue que, aunque llevaba puesta una especie de chaqueta oscura, como la que
vestía al salir de casa, no tenía cuello ni corbata.
«Convencida de que algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —pues la casa
no era otra que el fumadero de opio en el que usted me ha encontrado— y tras atravesar a
toda velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer piso.
Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero del que le he hablado,
que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés que le sirve de asistente, la echó a la
calle a empujones. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y,
por una rara y afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un
inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres la
acompañaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resistencia del propietario, se
abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue visto por última vez. No había ni
rastro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el piso, con excepción de un
inválido decrépito de aspecto repugnante. Tanto él como el propietario juraron
insistentemente que en toda la tarde no había entrado nadie en aquella habitación. Su
negativa era tan firme que el inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer
que la señora St. Clair había visto visiones cuando esta se abalanzó con un grito sobre una
cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa violentamente, dejando caer una
cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que él había prometido llevarle a su hijo.
»Este descubrimiento, y la evidente confusión que demostró el inválido, convencieron
al inspector de que se trataba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las
habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un crimen abominable. La habitación
delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar, y comunicaba con un
pequeño dormitorio que da a la parte posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el
dormitorio hay una estrecha franja que queda en seco durante la marea baja, pero que
durante la marea alta queda cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana
del dormitorio es bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encontraron
manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera se veían varias gotas
dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las
ropas del señor Neville St. Clair, a excepción de su chaqueta: sus zapatos, sus calcetines,
su sombrero y su reloj…, todo estaba allí. No se veían señales de violencia en ninguna de
las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían que
haberlo sacado por la ventana, ya que no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas
manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a
nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia.
»Y ahora, hablemos de los maleantes que parecen directamente implicados en el
asunto. Sabemos que el marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato
de la señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los pocos segundos de la
desaparición de su marido, por lo que difícilmente puede haber desempeñado más que un
papel secundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en
que él no sabía nada de las actividades de Hugh Boone, su inquilino, y que no podía
explicar de ningún modo la presencia de las ropas del caballero desaparecido.
»Esto es lo que hay respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive
en la segunda planta del fumadero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que
puso sus ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por la
City conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque para burlar los
reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya fijado usted en que,
bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un pequeño recodo en
la pared. Allí es donde se instala cada día ese engendro, con las piernas cruzadas y su
pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que
provoca una pequeña lluvia de caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la
acera delante de él. Más de una vez lo he estado observando, sin tener ni idea de que
llegaría a relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge
en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a
su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y desfigurado
por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retorcido el borde de su labio superior, una
barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes, que contrastan
extraordinariamente con el color de su pelo, todo ello le hace destacar de entre la masa
vulgar de pedigüeños. También destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una
respuesta para cualquier pulla que puedan dirigirle los transeúntes. Este es el hombre que,
según acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que
vio al caballero que andamos buscando.
—¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre
en la flor de la vida?
—Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece
tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica
le habrá enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una
fortaleza excepcional en los demás.
—Por favor, continúe con su relato.
—La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la
llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarlos en las investigaciones. El
inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin
encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no detener
inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minutos para comunicarse con su
compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue
detenido y registrado, sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que
había manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice,
que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que
poco antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí
procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en su vida al
señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su habitación resultaba tan
misteriosa para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair,
que afirmaba haber visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría
soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se
quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo
que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio
Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
—No tengo ni idea.
—No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y
medios peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios
peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo
muy diferente. Hay un fuerte remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante probable
que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado
hacia el río.
—Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación.
¿Es que el cadáver iba vestido solo con la chaqueta?
—No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha
tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a
continuación? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras.
Coge la chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le ocurre que flotará en vez de
hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escalera, cuando la
esposa intenta subir, y puede que su compinche el marinero le haya avisado ya de que la
policía viene corriendo calle arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún
escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los
bolsillos de la chaqueta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La
tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados
en la planta baja, de manera que solo le queda tiempo para cerrar la ventana antes de que
la policía aparezca.
—Desde luego, parece factible.
—Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he
dicho, detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún
antecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional,
pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el
momento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solución de las cuestiones
pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde
está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Confieso que no recuerdo
en toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin
embargo, presentara tantas dificultades.
Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de
acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que
dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a
cada lado del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas
dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.
—Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos
pisado tres condados ingleses, partiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y
terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás de la
lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el
ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street?
—Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad
de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la
bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer
noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!
Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de
cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a
Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya
estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el umbral,
vestida con una especie de mousseline-de-soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el
cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano
apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente
inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era
la estampa viviente misma de la incertidumbre.
—¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en
un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
—¿No hay buenas noticias?
—No hay ninguna noticia.
—¿Tampoco malas?
—Tampoco.
—Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan
larga jornada.
—Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en
varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a
esta investigación.
—Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calurosamente la mano—. Estoy
segura de que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la
desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.
—Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy
perfecta cuenta de que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar
de alguna ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
—Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora, mientras entrábamos en un
comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría
hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
—Desde luego, señora.
—No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos.
Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo? Holmes pareció
incómodo ante la pregunta.
—¡Francamente! —repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde
lo alto, mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mimbre.
—Pues, francamente, señora, no.
—¿Cree usted que ha muerto?
—Sí.
—¿Asesinado?
—No puedo asegurarlo. Es posible.
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que
haya recibido hoy esta carta suya?
Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga
eléctrica.
—¿Qué? —rugió.
—Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una
lámpara y la examinó con detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por
encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha
de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche.
—¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido,
señora.
—No, pero la de la carta sí que lo es.
—Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la
dirección.
—¿Cómo puede saber eso?
—El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El
resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo
hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra
tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir
la dirección, lo cual solo puede significar que no le resultaba familiar. Por supuesto, se
trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles
triviales. Veamos ahora la carta. ¡Aja! ¡Aquí dentro había algo más!
—Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
—¿Y está usted segura de que esta es la letra de su marido?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar
de lo cual la conozco bien.
—«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, que
quizá tarde algún tiempo en rectificar. Ten paciencia. Neville». Escrito a lápiz en la guarda
de un libro en octavo, sin filigrana. Echado al correo hoy en Gravesend por un hombre con
el pulgar sucio. ¡Aja! Y la solapa del sobre la ha pegado, si no me equivoco, una persona
que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata de la letra
de su esposo, señora?
—Ninguna. Esto lo escribió Neville.
—Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se
despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
—Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.
—A menos que se trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa.
Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
—¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!
—Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al
correo hasta hoy.
—Eso es posible.
—De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto.
—Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien.
Existe entre nosotros una comunicación tan intensa que, si le hubiera pasado algo malo, yo
lo sabría. El mismo día en que lo vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que
estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la plena seguridad de que algo había
ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no
darme cuenta de que ha muerto?
—He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar
más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene
usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está
vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?
—No tengo ni idea. Es incomprensible.
—¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?
—No.
—Y a usted le sorprendió verlo en Swandam Lañe.
—Mucho.
—¿Estaba abierta la ventana?
—Sí.
—Entonces, él podía haberla llamado.
—Podía, sí.
—Pero, según tengo entendido, solo lanzó un grito inarticulado.
—En efecto.
—Que a usted le pareció una llamada de auxilio.
—Sí, porque agitaba las manos.
—Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a
usted, podría haberle hecho levantar las manos.
—Es posible.
—Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.
—Como desapareció tan bruscamente…
—Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
—No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al
pie de la escalera.
—En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas
habituales?
—Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
—¿Había mencionado alguna vez Swandam Lañe?
—Nunca.
—¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener
absolutamente claros. Ahora comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana
es posible que tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y
no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de
aventuras. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que, cuando tenía en la cabeza
un problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole
vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que
lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó
evidente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el
chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo
almohadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de
diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una
onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la
lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo
del techo, desprendiendo volutas de humo azulado, callado, inmóvil, con la luz cayendo
sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así
continuaba cuando una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya
entraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en
volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del
paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.
—¿Está despierto, Watson? —preguntó.
—Sí.
—¿Listo para una excursión matutina?
—Desde luego.
—Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de
cuadras, y pronto tendremos preparado el coche.
Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre
diferente del sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera
levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas bahía terminado cuando Holmes
regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.
—Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas
—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda
Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que
ya tengo la llave del asunto.
—¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo.
—En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromeando —continuó, al ver mi
gesto de incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de este
maletín. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el
caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando
delante. Subimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban
por ella algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las hileras de casas de los
lados estaban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
—En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al
caballo para ponerlo al galope—. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más
vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a
la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por
Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street,
para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien
conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos
sujetó las riendas del caballo, mientras el otro nos hacía entrar.
—¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes.
—El inspector Bradstreet, señor.
—Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por
el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría
hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
—Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de
pared. El inspector se sentó ante el escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
—Se trata de ese mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del
señor Neville St. Clair, de Lee.
—Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.
—Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
—En los calabozos.
—¿Está tranquilo?
—No causa problemas. Pero cuidado que es guarro.
—¿Guarro?
—Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan
negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse
periódicamente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en
que lo necesita.
—Me gustaría muchísimo verlo.
—¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar el maletín.
—No, prefiero llevarlo.
—Como quiera. Vengan por aquí, por favor.
Nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y
nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.
—La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está!
—y abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al
interior—. Está dormido —dijo—. Podrán verlo perfectamente.
Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro
vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era
un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su condición,
con una camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como
el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba
ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara
desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado del labio superior dejando al
descubierto tres dientes en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le
caían sobre los ojos y la frente.
—Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría
necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —y mientras hablaba,
abrió el maletín y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.
—¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rió el inspector.
—Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no
tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.
—Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los calabozos de
Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El
durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se
inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el
rostro del preso.
—Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado
de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejante. El rostro del hombre se
desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color
pardusco. Desapareció la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido
que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un
tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste
y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor
con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un
alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo
reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.
—De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición del señor Neville St… ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso,
a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—.
Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
—Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y,
por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo Holmes—. Más
le habría valido confiar en su mujer.
—No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que
se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no
podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales
de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los detalles de lo
ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota
de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades
competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel,
e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón
sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela
en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo,
trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres.
Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la
capital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Este fue el punto de partida de mis
aventuras. La única manera de obtener datos para mis artículos era practicando como
mendigo aficionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los
trucos del maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así
que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto
lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un lado del labio con
ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido
adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender
cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando
volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que
veintiséis chelines y cuatro peniques.
»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo
después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por
valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me
ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis
jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días había reunido el
dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo
fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con
solo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Se produjo una larga
lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui
a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspirando lástima con mi
espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Solo un hombre conocía mi
secreto: el propietario de un tugurio de Swandam Lañe donde tenía alquilada una
habitación. De allí salía cada mañana como un mendigo mugriento, y por la tarde me
transformaba en un caballero elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo
marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto
estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando sumas considerables de dinero.
No pretendo decir que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar
setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—, pero
yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en
mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta
convertirme en un personaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una
lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me
tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras.
»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una
casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en
realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba
en qué consistía.
»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación,
encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y
consternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté
un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi
confidente, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí
la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me
quité mis ropas, me puse las de mendigo y me apliqué el maquillaje y la peluca. Ni
siquiera los ojos de una esposa podrían penetrar en un disfraz tan perfecto. Pero entonces
se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana
con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en
mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de
cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas
del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento
llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo
confesar que con gran alivio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor
Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el
tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que
mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en
un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole
que no debía temer nada.
—La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes.
—¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
—La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no
me extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se
la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios
días.
—Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asintiendo—. Pero ¿nunca le han
detenido por pedir limosna?
—Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
—Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Bradstreet—. Si quiere que la
policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
—Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
—En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a
toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en
deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos
resultados.
—Este lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y
consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia
Baker Street, llegaremos a tiempo para el desayuno.
11. LAS CINCO SEMILLAS DE NARANJA
Cuando repaso mis notas y apuntes de los casos de Sherlock Holmes entre los años
1882 y 1890, son tantos los que presentan aspectos extraños e interesantes que no resulta
fácil decidir cuáles escoger y cuáles descartar. No obstante, algunos de ellos ya han
recibido publicidad en la prensa y otros no ofrecían campo para las peculiares facultades
que mi amigo poseía en tan alto grado, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay
también algunos que escaparon a su capacidad analítica y que, como narraciones, serían
principios sin final; y otros solo quedaron resueltos en parte, y su explicación se basa más
en conjeturas y suposiciones que en la evidencia lógica absoluta a la que era tan
aficionado. Sin embargo, hay uno de estos últimos tan notable en sus detalles y tan
sorprendente en sus resultados que me siento tentado de hacer una breve exposición del
mismo, a pesar de que algunos de sus detalles nunca han estado muy claros y,
probablemente, nunca lo estarán.
El año 87 nos proporcionó una larga serie de casos de mayor o menor interés, de los
cuales conservo notas. Entre los archivados en estos doce meses, he encontrado una
crónica de la aventura de la Sala Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que
mantenía un club de lujo en el sótano de un almacén de muebles; los hechos relacionados
con la desaparición del velero británico Sophy Anderson; la curiosa aventura de la familia
Grice Patersons en la isla de Uffa; y, por último, el caso del envenenamiento de
Camberwell. Como se recordará, en este último caso Sherlock Holmes consiguió, dando
toda la cuerda al reloj del muerto, demostrar que le habían dado cuerda dos horas antes y
que, por lo tanto, el difunto se había ido a la cama durante ese intervalo…, una deducción
que resultó fundamental para resolver el caso. Es posible que en el futuro acabe de dar
forma a todos estos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como
el extraño encadenamiento de circunstancias que me propongo describir a continuación.
Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre, y las tormentas otoñales se nos
habían echado encima con excepcional violencia. Durante todo el día, el viento había
aullado y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que hasta en el corazón del
inmenso y artificial Londres nos veíamos obligados a elevar nuestros pensamientos,
desviándolos por un instante de las rutinas de la vida, y aceptar la presencia de las grandes
fuerzas elementales que rugen al género humano por entre los barrotes de su civilización
como fieras enjauladas. Según avanzaba la tarde, la tormenta se iba haciendo más ruidosa,
y el viento aullaba y gemía en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes estaba sentado
melancólicamente a un lado de la chimenea, repasando sus archivos criminales, mientras
yo me sentaba al otro lado, enfrascado en uno de los hermosos relatos marineros de Clark
Russell, hasta que el fragor de la tormenta de fuera pareció fundirse con el texto, y el
salpicar de la lluvia se transformó en el batir de las olas. Mi esposa había ido a visitar a
una tía suya, y yo volvía a hospedarme durante unos días en mis antiguos aposentos de
Baker Street.
—Caramba —dije, levantando la mirada hacia mi compañero—. ¿Eso ha sido el
timbre de la puerta? ¿Quién podrá venir a estas horas? ¿Algún amigo suyo?
—Exceptuándole a usted, no tengo ninguno —respondió—. No soy aficionado a
recibir visitas.
—¿Un cliente, entonces?
—Si lo es, se trata de un caso grave. Nadie saldría en un día como este y a estas horas
por algo sin importancia. Pero me parece más probable que se trate de una amiga de la
casera.
Sin embargo, Sherlock Holmes se equivocaba en esta conjetura, porque se oyeron
pasos en el pasillo y unos golpes en la puerta. Holmes estiró su largo brazo para apartar de
su lado la lámpara y acercarla a la silla vacía en la que se sentaría el recién llegado.
—Adelante —dijo.
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años a juzgar por su aspecto, bien
arreglado y elegantemente vestido, con cierto aire de refinamiento y delicadeza. El
chorreante paraguas que sostenía en la mano y su largo y reluciente impermeable hablaban
bien a las claras de la furia temporal que había tenido que afrontar. Miró ansiosamente a su
alrededor a la luz de la lámpara, y pude observar su rostro pálido y sus ojos abatidos,
como los de quien se siente abrumado por una gran inquietud.
—Le debo una disculpa —dijo, colocándose sus quevedos—. Espero no interrumpir.
Me temo que he traído algunos rastros de la tormenta y la lluvia a su acogedora
habitación.
—Déme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden quedarse aquí en el
perchero hasta que se sequen. Veo que viene usted del Suroeste.
—Sí, de Horsham.
—Esa mezcla de arcilla y yeso que veo en sus punteras es de lo más característico.
—He venido en busca de consejo.
—Eso se consigue fácilmente.
—Y de ayuda.
—Eso no siempre es tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. El mayor Prendergast me contó cómo le
salvó usted en el escándalo del club Tankerville.
—¡Ah, sí! Se le acusó injustamente de hacer trampas con las cartas.
—Me dijo que usted es capaz de resolver cualquier problema.
—Eso es decir demasiado.
—Que jamás le han vencido.
—Me han vencido cuatro veces: tres hombres y una mujer.
—¿Pero qué es eso en comparación con el número de sus éxitos?
—Es cierto que por lo general he sido afortunado.
—Entonces, lo mismo puede suceder en mi caso.
—Le ruego que acerque su silla al fuego y me adelante algunos detalles del mismo.
—No se trata de un caso corriente.
—Ninguno de los que me llegan lo es. Soy como el último tribunal de apelación.
—Aun así, me permito dudar, señor, de que en todo el curso de su experiencia haya
oído una cadena de sucesos más misteriosa e inexplicable que la que se ha forjado en mi
familia.
—Me llena usted de interés —dijo Holmes—. Le ruego que nos comunique para
empezar los hechos principales y luego ya le preguntaré acerca de los detalles que me
parezcan más importantes.
El joven arrimó la silla y estiró los empapados pies hacia el fuego.
—Me llamo John Openshaw —dijo—, pero por lo que yo puedo entender, mis propios
asuntos tienen poco que ver con este terrible enredo. Se trata de una cuestión hereditaria,
así que, para que se haga usted una idea de los hechos, tengo que remontarme al principio
de la historia.
»Debe usted saber que mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío Elias y mi padre, Joseph. Mi
padre tenía una pequeña fábrica en Coventry que amplió cuando se inventó la bicicleta.
Patentó la llanta irrompible Openshaw, y su negocio tuvo tanto éxito que pudo venderlo y
retirarse con una posición francamente saneada.
»Mi tío Elias emigró a América siendo joven, y se estableció como plantador en
Florida, donde parece que le fue muy bien. Durante la guerra sirvió con las tropas de
Jackson, y más tarde con las de Hood, donde alcanzó el grado de coronel. Cuando Lee
depuso las armas, mi tío regresó a su plantación, donde permaneció tres o cuatro años.
Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y
adquirió una pequeña propiedad en Sussex, cerca de Horsham. Había amasado una
considerable fortuna en los Estados Unidos, y si se marchó de allí fue por su aversión a los
negros y su disgusto por la política republicana de concederles la emancipación y el voto.
Era un hombre muy particular, violento e irritable, muy malhablado cuando se enfurecía, y
de carácter muy reservado. Durante todos los años que vivió en Horsham, no creo que
jamás viniera a la ciudad. Tenía un huerto y dos o tres terrenos alrededor de su casa, y allí
solía hacer ejercicio, aunque muchas veces no salía de su habitación en semanas enteras.
Bebía mucho brandy y fumaba sin parar, pero no se trataba con nadie y no quería amigos;
ni siquiera quería ver a su hermano.
»No le importaba verme a mí, y de hecho llegó a cogerme gusto, porque la primera
vez que me vio era un chaval de doce años. Esto debió de ser hacia mil ochocientos
setenta y ocho, cuando ya llevaba ocho o nueve años en Inglaterra. Le pidió a mi padre
que me permitiera ir a vivir con él, y se portó muy bien conmigo, a su manera. Cuando
estaba sobrio, le gustaba jugar al backgammon y a las damas, y me nombró representante
suyo ante la servidumbre y los proveedores, de manera que para cuando cumplí dieciséis
años yo ya era el amo de la casa. Controlaba todas las llaves y podía ir donde quisiera y
hacer lo que me diera la gana, siempre que no invadiera su intimidad. Había, sin embargo,
una curiosa excepción, porque tenía un cuartito, una especie de trastero en el ático, que
siempre estaba cerrado y en el que no permitía que entrara yo ni ningún otro. Con la
curiosidad propia de los chicos, yo había mirado más de una vez por la cerradura, pero
nunca pude ver nada, aparte de la obligada colección de baúles y bultos viejos que es de
esperar en una habitación así.
»Un día…, esto fue en marzo de mil ochocientos ochenta y tres…, depositaron una
carta con sello extranjero sobre la mesa del coronel. Era muy raro que recibiera cartas,
porque todas sus facturas las pagaba al contado y no tenía amigos de ninguna clase. “¡De
la India! —dijo al cogerla—. ¡Matasellos de Pondicherry! ¿Qué puede ser esto?”. La abrió
apresuradamente y del sobre cayeron cinco semillas de naranja secas, que tintinearon
sobre la bandeja. Casi me eché a reír, pero la risa se me borró de los labios al ver la cara de
mi tío. Tenía la boca abierta, los ojos saltones, la piel del color de la cera, y miraba
fijamente el sobre que aún sostenía en su mano temblorosa. “K. K. K. —gimió, añadiendo
luego—: ¡Dios mío, Dios mío, mis pecados me han alcanzado al fin!”.
»—¿Qué es eso, tío? —exclamé.
»—¡La muerte! —dijo él, y levantándose de la mesa se retiró a su habitación,
dejándome estremecido de horror. Recogí el sobre y vi, garabateada en tinta roja sobre la
solapa interior, encima mismo del engomado, la letra K repetida tres veces. No había nada
más, a excepción de las cinco semillas secas. ¿Cuál podía ser la razón de su incontenible
espanto? Dejé la mesa del desayuno y, al subir las escaleras, me lo encontré bajando con
una llave vieja y oxidada, que debía de ser la del ático, en una mano, y una cajita de latón,
como de caudales, en la otra.
»—¡Pueden hacer lo que quieran, que aún los ganaré por la mano! —dijo con un
juramento—. Dile a Mary que encienda hoy la chimenea de mi habitación y haz llamar a
Fordham, el abogado de Horsham.
»Hice lo que me ordenaba, y cuando llegó el abogado me pidieron que subiera a la
habitación. El fuego ardía vivamente, y en la rejilla había una masa de cenizas negras y
algodonosas, como de papel quemado; a un lado, abierta y vacía, estaba tirada la caja de
latón. Al mirar la caja, advertí con sobresalto que en la tapa estaba grabada la triple K que
había leído en el sobre por la mañana.
»—Quiero, John, que seas testigo de mi testamento —dijo mi tío—. Dejo mi
propiedad, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, tu padre, de quien, sin
duda, la heredarás tú. Si puedes disfrutarla en paz, mejor para ti. Si ves que no puedes,
sigue mi consejo, hijo mío, y déjasela a tu peor enemigo. Lamento dejaros un arma de dos
filos como esta, pero no sé qué giro tomarán los acontecimientos. Haz el favor de firmar el
documento donde el señor Fordham te indique.
»Firmé el papel como se me indicó, y el abogado se lo llevó. Como puede usted
suponer, este curioso incidente me causó una profunda impresión, y no hacía más que
darle vueltas en la cabeza, sin conseguir sacar nada en limpio. No conseguía librarme de
una vaga sensación de miedo que dejó a su paso, aunque la sensación se fue debilitando
con el paso de las semanas, y no sucedió nada que perturbara la rutina habitual de nuestras
vidas. Sin embargo, pude observar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca y estaba
más insociable que de costumbre. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, con
la puerta cerrada por dentro, pero a veces salía en una especie de frenesí alcohólico, y se
lanzaba fuera de la casa para recorrer el jardín con un revólver en la mano, gritando que él
no tenía miedo a nadie y que no se dejaría acorralar, como oveja en el redil, ni por
hombres ni por diablos. Sin embargo, cuando se le pasaban los ataques, corría
precipitadamente a la puerta, cerrándola y atrancándola, como quien ya no puede hacer
frente a un terror que surge de las raíces mismas de su alma. En tales ocasiones he visto su
rostro, incluso en días fríos, tan cubierto de sudor como si acabara de sacarlo del agua.
»Pues bien, para acabar con esto, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una
noche en la que hizo una de aquellas salidas de borracho y no regresó. Cuando salimos a
buscarlo, lo encontramos tendido boca abajo en un pequeño estanque cubierto de espuma
verde que hay al extremo del jardín. No presentaba señales de violencia, y el agua solo
tenía dos palmos de profundidad, de manera que el jurado, teniendo en cuenta su fama de
excéntrico, emitió un veredicto de suicidio. Pero yo, que sabía cómo se rebelaba ante el
mero pensamiento de la muerte, tuve muchas dificultades para convencerme de que había
salido deliberadamente a buscarla. No obstante, el asunto quedó definitivamente zanjado,
y mi padre entró en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía en el
banco.
—Un momento —le interrumpió Holmes—. Ya puedo anticipar que su declaración va
a ser una de las más notables que jamás he escuchado. Déjeme anotar la fecha en que su
tío recibió la carta y la fecha de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. La muerte ocurrió
siete semanas después, la noche del dos de mayo.
—Gracias. Continúe, por favor.
—Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, y por indicación mía, llevó a
cabo una minuciosa inspección del ático que siempre había permanecido cerrado.
Encontramos allí la caja de latón, aunque su contenido había sido destruido. En el interior
de la tapa había una etiqueta de papel, con las iniciales K. K. K., repetidas una vez más, y
las palabras «Cartas, informes, recibos y registro» escritas debajo. Suponemos que esto
indicaba la naturaleza de los papeles que había destruido el coronel Openshaw. Por lo
demás, no había en el ático nada de mayor importancia, aparte de muchísimos papeles
revueltos y cuadernos con anotaciones de la vida de mi tío en América. Algunos eran de la
época de la guerra, y demostraban que había cumplido bien con su deber, y que había
ganado fama de soldado valeroso. Otros llevaban fecha del periodo de reconstrucción de
los estados del Sur, y trataban principalmente de política, resultando evidente que había
participado de manera destacada en la oposición a los políticos especuladores que habían
llegado del Norte.
»Pues bien, a principios del ochenta y cuatro mi padre se trasladó a vivir a Horsham, y
todo fue muy bien hasta enero del ochenta y cinco. Cuatro días después de Año Nuevo, oí
a mi padre lanzar un fuerte grito de sorpresa cuando nos disponíamos a desayunar. Allí
estaba sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas de naranja secas
en la palma extendida de la otra. Siempre se había reído de lo que él llamaba «mi
disparatada historia sobre el coronel», pero ahora que a él le sucedía lo mismo se le veía
muy asustado y desconcertado.
»—Caramba, ¿qué demonios quiere decir esto, John? —tartamudeó.
»A mí se me había vuelto de plomo el corazón.
»—¡Es el K. K. K.! —dije.
»Mi padre miró el interior del sobre.
»—¡Eso mismo! —exclamó—. Aquí están las letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito
encima?
»—“Deja los papeles en el reloj de sol” —leí, mirando por encima de su hombro.
»—¿Qué papeles? ¿Qué reloj de sol?
»—El reloj de sol del jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los papeles deben ser los
que el tío destruyó.
»—¡Bah! —dijo él, echando mano a todo su valor—. Aquí estamos en un país
civilizado, y no aceptamos esta clase de estupideces. ¿De dónde viene este sobre?
»—De Dundee —respondí, mirando el matasellos.
»—Una broma de mal gusto —dijo él—. ¿Qué tengo yo que ver con relojes de sol y
papeles? No pienso hacer caso de esta tontería.
»—Yo, desde luego, hablaría con la policía —dije.
»—Para que se rían de mí por haberme asustado. De eso, nada.
»—Pues deja que lo haga yo.
»—No, te lo prohíbo. No pienso armar un alboroto por semejante idiotez.
»De nada me valió discutir con él, pues siempre fue muy obstinado. Sin embargo, a mí
se me llenó el corazón de malos presagios.
»El tercer día después de la llegada de la carta, mi padre se marchó de casa para visitar
a un viejo amigo suyo, el mayor Freebody, que está al mando de uno de los cuarteles de
Portsdown Hill. Me alegré de que se fuera, porque me parecía que cuanto más se alejara
de la casa, más se alejaría del peligro. Pero en esto me equivoqué. Al segundo día de su
ausencia, recibí un telegrama del mayor, rogándome que acudiera cuanto antes. Mi padre
había caído en uno de los profundos pozos de cal que abundan en la zona, y se encontraba
en coma, con el cráneo roto. Acudí a toda prisa, pero expiró sin recuperar el conocimiento.
Según parece, regresaba de Fareham al atardecer, y como no conocía la región y el pozo
estaba sin vallar, el jurado no vaciló en emitir un veredicto de «muerte por causas
accidentales». Por muy cuidadosamente que examiné todos los hechos relacionados con su
muerte, fui incapaz de encontrar nada que sugiriera la idea de asesinato. No había señales
de violencia, ni huellas de pisadas, ni robo, ni se habían visto desconocidos por los
caminos. Y sin embargo, no necesito decirles que no me quedé tranquilo, ni mucho menos,
y que estaba casi convencido de que había sido víctima de algún siniestro complot.
»De esta manera tan macabra entré en posesión de mi herencia. Se preguntará usted
por qué no me deshice de ella. La respuesta es que estaba convencido de que nuestros
apuros se derivaban de algún episodio de la vida de mi tío, y que el peligro sería tan
apremiante en una casa como en otra.
»Mi pobre padre halló su fin en enero del ochenta y cinco, y desde entonces han
transcurrido dos años y ocho meses. Durante este tiempo, he vivido feliz en Horsham y
había comenzado a albergar esperanzas de que la maldición se hubiera alejado de la
familia, habiéndose extinguido con la anterior generación. Sin embargo, había empezado a
sentirme tranquilo demasiado pronto. Ayer por la mañana cayó el golpe, exactamente de la
misma forma en que cayó sobre mi padre.
El joven sacó de su chaleco un sobre arrugado y, volcándolo sobre la mesa, dejó caer
cinco pequeñas semillas de naranja secas.
—Este es el sobre —prosiguió—. El matasellos es de Londres, sector Este. Dentro
están las mismas palabras que aparecían en el mensaje que recibió mi padre: «K. K. K.», y
luego «Deja los papeles en el reloj de sol».
—¿Y qué ha hecho usted? —preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A decir verdad —hundió la cabeza entre sus blancas y delgadas manos—, me sentí
indefenso. Me sentí como uno de esos pobres conejos cuando la serpiente avanza reptando
hacia él. Me parece estar en las garras de algún mal irresistible e inexorable, del que
ninguna precaución puede salvarme.
—Chis, chis —exclamó Sherlock Holmes—. Tiene usted que actuar, hombre, o está
perdido. Solo la energía le puede salvar. No es momento para entregarse a la
desesperación.
—He acudido a la policía.
—¿Ah, sí?
—Pero escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que el inspector ha
llegado a la conclusión de que lo de las cartas es una broma, y que las muertes de mis
parientes fueron simples accidentes, como dictaminó el jurado, y no guardan relación con
los mensajes.
Holmes agitó en el aire los puños cerrados.
—¡Qué increíble imbecilidad! —exclamó.
—Sin embargo, me han asignado un agente, que puede permanecer en la casa
conmigo.
—¿Ha venido con usted esta noche?
—No, sus órdenes son permanecer en la casa.
Holmes volvió a gesticular en el aire.
—¿Por qué ha acudido usted a mí? —preguntó—. Y, sobre todo, ¿por qué no vino
inmediatamente?
—No sabía nada de usted. Hasta hoy, que le hablé al mayor Prendergast de mi
problema, y él me aconsejó que acudiera a usted.
—Lo cierto es que han pasado dos días desde que recibió usted la carta. Deberíamos
habernos puesto en acción antes. Supongo que no tiene usted más datos que los que ha
expuesto… ningún detalle sugerente que pudiera sernos de utilidad.
—Hay una cosa —dijo John Openshaw. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó
un trozo de papel azulado y descolorido, que extendió sobre la mesa, diciendo—: Creo
recordar vagamente que el día en que mi tío quemó los papeles, me pareció observar que
los bordes sin quemar que quedaban entre las cenizas eran de este mismo color. Encontré
esta hoja en el suelo de su habitación, y me inclino a pensar que puede tratarse de uno de
aquellos papeles, que posiblemente se cayó de entre los otros y de este modo escapó de la
destrucción. Aparte de que en él se mencionan las semillas, no creo que nos ayude mucho.
Yo opino que se trata de una página de un diario privado. La letra es, sin lugar a dudas, de
mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara y los dos nos inclinamos sobre la hoja de papel,
cuyo borde rasgado indicaba que, efectivamente, había sido arrancada de un cuaderno. El
encabezamiento decía «Marzo de 1869», y debajo se leían las siguientes y enigmáticas
anotaciones:
4. Vino Hudson. Lo mismo de siempre.
7. Enviadas semillas a McCauley, Paramore y Swain de St. Augustíne.
9. McCauley se largó.
10. John Swain se largó.
11. Visita a Paramore. Todo va bien».
—Gracias —dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndoselo a nuestro visitante—.
Y ahora, no debe usted perder un instante, por nada del mundo. No podemos perder
tiempo ni para discutir lo que me acaba de contar. Tiene que volver a casa inmediatamente
y ponerse en acción.
—¿Y qué debo hacer?
—Solo puede hacer una cosa. Y tiene que hacerla de inmediato. Tiene que meter esta
hoja de papel que nos ha enseñado en la caja de latón que antes ha descrito. Debe incluir
una nota explicando que todos los demás papeles los quemó su tío, y que este es el único
que queda. Debe expresarlo de una forma que resulte convincente. Una vez hecho esto,
ponga la caja encima del reloj de sol, tal como le han indicado. ¿Ha comprendido?
—Perfectamente.
—Por el momento, no piense en venganzas ni en nada por el estilo. Creo que eso
podremos lograrlo por medio de la ley; pero antes tenemos que tejer nuestra red, mientras
que la de ellos ya está tejida. Lo primero en lo que hay que pensar es en alejar el peligro
inminente que le amenaza. Lo segundo, en resolver el misterio y castigar a los culpables.
—Muchas gracias —dijo el joven, levantándose y poniéndose el impermeable—. Me
ha dado usted nueva vida y esperanza. Le aseguro que haré lo que usted dice.
—No pierda un instante. Y, sobre todo, tenga cuidado mientras tanto, porque no me
cabe ninguna duda de que corre usted un peligro real e inminente. ¿Cómo piensa volver?
—En tren, desde Waterloo.
—Aún no son las nueve. Las calles estarán llenas de gente, así que confío en que
estará usted a salvo. Sin embargo, toda precaución es poca.
—Voy armado.
—Eso está muy bien. Mañana me pondré a trabajar en su caso.
—Entonces, ¿le veré en Horsham?
—No, su secreto se oculta en Londres. Es aquí donde lo buscaré.
—Entonces vendré yo a verlo dentro de uno o dos días y le traeré noticias de la caja y
los papeles. Seguiré su consejo al pie de la letra.
Nos estrechó las manos y se marchó. Fuera, el viento seguía rugiendo y la lluvia
golpeaba y salpicaba en las ventanas. Aquella extraña y disparatada historia parecía
habernos llegado arrastrada por los elementos enfurecidos, como si la tempestad nos
hubiera arrojado a la cara un manojo de algas. Y ahora parecía que los elementos se la
habían tragado de nuevo.
Sherlock Holmes permaneció un buen rato sentado en silencio, con la cabeza inclinada
hacia adelante y los ojos clavados en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa
y, echándose hacia atrás en su asiento, se quedó contemplando los anillos de humo
azulado que se perseguían unos a otros hasta el techo.
—Creo, Watson, que entre todos nuestros casos no ha habido ninguno más fantástico
que este —dijo por fin.
—Exceptuando, tal vez, el del Signo de los Cuatro.
—Bueno, sí. Exceptuando, tal vez, ese. Aun así, me parece que este John Openshaw se
enfrenta a mayores peligros que los Sholto.
—¿Pero es que ya ha sacado una conclusión concreta acerca de la naturaleza de dichos
peligros? —pregunté.
—No existe duda alguna sobre su naturaleza —respondió.
—¿Cuáles son, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué persigue a esta desdichada
familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos y colocó los codos sobre los brazos de su butaca,
juntando las puntas de los dedos.
—El razonador ideal —comentó—, cuando se le ha mostrado un solo hecho en todas
sus implicaciones, debería deducir de él no solo toda la cadena de acontecimientos que
condujeron al hecho, sino también todos los resultados que se derivan del mismo. Así
como Cuvier podía describir correctamente un animal con solo examinar un único hueso,
el observador que ha comprendido a la perfección un eslabón de una serie de incidentes
debería ser capaz de enumerar correctamente todos los demás, tanto anteriores como
posteriores. Aún no tenemos conciencia de los resultados que se pueden obtener tan solo
mediante la razón. Se pueden resolver en el estudio problemas que han derrotado a todos
los que han buscado la solución con la ayuda de los sentidos. Sin embargo, para llevar este
arte a sus niveles más altos, es necesario que el razonador sepa utilizar todos los datos que
han llegado a su conocimiento, y esto implica, como fácilmente comprenderá usted,
poseer un conocimiento total, cosa muy poco corriente, aun en estos tiempos de libertad
educativa y enciclopedias. Sin embargo, no es imposible que un hombre posea todos los
conocimientos que pueden resultarles útiles en su trabajo, y esto es lo que yo he procurado
hacer en mi caso. Si no recuerdo mal, en los primeros tiempos de nuestra amistad, usted
definió en una ocasión mis límites de un modo muy preciso.
—Sí —respondí, echándome a reír—. Era un documento muy curioso. Recuerdo que
en filosofía, astronomía y política, le puse un cero. En botánica, irregular; en geología,
conocimientos profundos en lo que respecta a manchas de barro de cualquier zona en
cincuenta millas a la redonda de Londres. En química, excéntrico; en anatomía, poco
sistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia del crimen, único. Violinista,
boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador a base de cocaína y tabaco. Creo que
esos eran los aspectos principales de mi análisis.
Holmes sonrió al escuchar el último apartado.
—Muy bien —dijo—. Digo ahora, como dije entonces, que uno debe amueblar el
pequeño ático de su cerebro con todo lo que es probable que vaya a utilizar, y que el resto
puede dejarlo guardado en el desván de la biblioteca, de donde puede sacarlo si lo
necesita. Ahora bien, para un caso como el que nos han planteado esta noche es evidente
que tenemos que poner en juego todos nuestros recursos. Haga el favor de pasarme la letra
K de la Enciclopedia americana que hay en ese estante junto a usted. Gracias. Ahora,
consideremos la situación y veamos lo que se puede deducir de ella. En primer lugar,
podemos comenzar por la suposición de que el coronel Openshaw tenía muy buenas
razones para marcharse de América. Los hombres de su edad no cambian de golpe todas
sus costumbres, ni abandonan de buena gana el clima delicioso de Florida por una vida
solitaria en un pueblecito inglés. Una vez en Inglaterra, su extremado apego a la soledad
sugiere la idea de que tenía miedo de alguien o de algo, así que podemos adoptar como
hipótesis de trabajo que fue el miedo a alguien o a algo lo que le hizo salir de América.
¿Qué era lo que temía? Eso solo podemos deducirlo de las misteriosas cartas que
recibieron él y sus herederos. ¿Recuerda usted de dónde eran los matasellos de esas
cartas?
—El primero era de Pondicherry, el segundo de Dundee, y el tercero de Londres.
—Del este de Londres. ¿Qué deduce usted de eso?
—Todos son puertos de mar. El que escribió las cartas estaba a bordo de un barco.
—Excelente. Ya tenemos una pista. No cabe duda de que es probable, muy probable,
que el remitente se encontrara a bordo de un barco. Y ahora, consideremos otro aspecto.
En el caso de Pondicherry, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su ejecución;
en el de Dundee, solo tres o cuatro días. ¿Qué le sugiere eso?
—La distancia a recorrer era mayor.
—Pero también la carta venía de más lejos.
—Entonces, no lo entiendo.
—Existe, por lo menos, una posibilidad de que el barco en el que va nuestro hombre, u
hombres, sea un barco de vela. Parece como si siempre enviaran su curioso aviso o prenda
por delante de ellos, cuando salían a cumplir su misión. Ya ve el poco tiempo transcurrido
entre el crimen y la advertencia cuando esta vino de Dundee. Si hubieran venido de
Pondicherry en un vapor, habrían llegado al mismo tiempo que la carta. Y sin embargo,
transcurrieron siete semanas. Creo que esas siete semanas representan la diferencia entre
el vapor que trajo la carta y el velero que trajo al remitente.
—Es posible.
—Más que eso: es probable. Y ahora comprenderá usted la urgencia mortal de este
nuevo caso y por qué insistí en que el joven Openshaw tomara precauciones. El golpe
siempre se ha producido al cabo del tiempo necesario para que los remitentes recorran la
distancia. Pero esta vez la carta viene de Londres, y por lo tanto no podemos contar con
ningún retraso.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué puede significar esta implacable persecución?
—Es evidente que los papeles que Openshaw conservaba tienen una importancia vital
para la persona o personas que viajan en el velero. Creo que está muy claro que deben de
ser más de uno. Un hombre solo no habría podido cometer dos asesinatos de manera que
engañasen a un jurado de instrucción. Deben de ser varios, y tienen que ser gente decidida
y de muchos recursos. Están dispuestos a hacerse con esos papeles, sea quien sea el que
los tenga en su poder. Así que, como ve, K. K. K. ya no son las iniciales de un individuo,
sino las siglas de una organización.
—¿Pero de qué organización?
—¿Nunca ha oído usted… —Sherlock Holmes se echó hacia adelante y bajó la voz—
…nunca ha oído usted hablar del Ku Klux Klan?
—Nunca.
Holmes pasó las hojas del libro que tenía sobre las rodillas.
—Aquí está —dijo por fin—. «Ku Klux Klan: Palabra que se deriva del sonido
producido al amartillar un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue fundada en los estados
del Sur por excombatientes del ejército confederado después de la guerra civil, y
rápidamente fueron surgiendo agrupaciones locales en diferentes partes del país, en
especial en Tennessee, Luisiana, Las Carolinas, Georgia y Florida. Empleaba la fuerza con
fines políticos, sobre todo para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar o expulsar
del país a los que se oponían a sus ideas. Sus ataques solían ir precedidos de una
advertencia que se enviaba a la víctima, bajo alguna forma extravagante pero reconocible:
en algunas partes, un ramito de hojas de roble; en otras, semillas de melón o de naranja. Al
recibir aviso, la víctima podía elegir entre abjurar públicamente de su postura anterior o
huir del país. Si se atrevía a hacer frente a la amenaza, encontraba indefectiblemente la
muerte, por lo general de alguna manera extraña e imprevista. La organización de la
sociedad era tan perfecta, y sus métodos tan sistemáticos, que prácticamente no se conoce
ningún caso de que alguien se enfrentara a ella y quedara impune, ni de que se llegara a
identificar a los autores de ninguna de las agresiones. La organización funcionó
activamente durante algunos años, a pesar de los esfuerzos del gobierno de los Estados
Unidos y de amplios sectores de la comunidad sureña. Pero en el año 1869 el movimiento
se extinguió de golpe, aunque desde entonces se han producido algunos resurgimientos
esporádicos de prácticas similares». Se habrá dado cuenta —dijo Holmes, dejando el libro
— de que la repentina disolución de la sociedad coincidió con la desaparición de
Openshaw, que se marchó de América con sus papeles. Podría existir una relación de
causa y efecto. No es de extrañar que él y su familia se vean acosados por agentes
implacables. Como comprenderá, esos registros y diarios podrían implicar a algunos de
los personajes más destacados del Sur, y puede que muchos de ellos no duerman
tranquilos hasta que sean recuperados.
—Entonces, la página que hemos visto…
—Es lo que parecía. Si no recuerdo mal, decía: «Enviadas semillas a A, B y C». Es
decir, la sociedad les envió su aviso. Luego, en sucesivas anotaciones se dice que A y B se
largaron, supongo que de la región, y por último que C recibió una visita, me temo que
con consecuencias funestas para el tal C. Bien, doctor, creo que podemos arrojar un poco
de luz sobre estas tinieblas, y creo que la única oportunidad que tiene el joven Openshaw
mientras tanto es hacer lo que le he dicho. Por esta noche, no podemos hacer ni decir más,
así que páseme mi violín y procuremos olvidar durante media hora el mal tiempo y las
acciones, aún peores, de nuestros semejantes.
La mañana amaneció despejada, y el sol brillaba con una luminosidad atenuada por la
neblina que envuelve la gran ciudad. Sherlock Holmes ya estaba desayunando cuando yo
bajé.
—Perdone que no le haya esperado —dijo—. Presiento que hoy voy a estar muy
atareado con este asunto del joven Openshaw.
—¿Qué pasos piensa dar? —pregunté.
—Dependerá más que nada del resultado de mis primeras averiguaciones. Puede que,
después de todo, tenga que ir a Horsham.
—¿Es que no piensa empezar por allí?
—No, empezaré por la City. Toque la campanilla y la doncella le traerá el café.
Mientras aguardaba, cogí de la mesa el periódico, aún sin abrir, y le eché una ojeada.
Mi mirada se clavó en unos titulares que me helaron el corazón.
—Holmes —exclamé—. Ya es demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando su taza en la mesa—. Me lo temía. ¿Cómo ha sido? —
hablaba con tranquilidad, pero pude darme cuenta de que estaba profundamente afectado.
—Acabo de tropezarme con el nombre de Openshaw y el titular
TRAGEDIA JUNTO AL PUENTE DE WATERLOO
Aquí está la crónica:
Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el agente de policía Cook, de la
división H, de servicio en las proximidades del puente de Waterloo, oyó un
grito que pedía socorro y un chapoteo en el agua. Sin embargo, la noche era
sumamente oscura y tormentosa, por lo que, a pesar de la ayuda de varios
transeúntes, resultó imposible efectuar el rescate. No obstante, se dio la
alarma y, con la ayuda de la policía fluvial, se consiguió por fin recuperar el
cuerpo, que resultó ser el de un joven caballero cuyo nombre, según se deduce
de un sobre que llevaba en el bolsillo, era John Openshaw, y que residía cerca
de Horsham. Se supone que debía de ir corriendo para tomar el último tren de
la estación de Waterloo, y que, debido a las prisas y la oscuridad reinante, se
salió del camino y cayó por el borde de uno de los pequeños embarcaderos
para los barcos fluviales. El cuerpo no presenta señales de violencia, y parece
fuera de dudas que el fallecido fue víctima de un desdichado accidente, que
debería servir para llamar la atención de nuestras autoridades acerca del
estado en que se encuentran los embarcaderos del río.
Permanecimos sentados en silencio durante unos minutos, y jamás había visto a
Holmes tan alterado y deprimido como entonces.
—Esto hiere mi orgullo, Watson —dijo por fin—. Ya sé que es un sentimiento
mezquino, pero hiere mi orgullo. Esto se ha convertido en un asunto personal y, si Dios
me da salud, le echaré el guante a esa cuadrilla. ¡Pensar que acudió a mí en busca de
ayuda y que yo lo envié a la muerte! —se levantó de un salto y empezó a dar zancadas por
la habitación, presa de una agitación incontrolable, con sus enjutas mejillas cubiertas de
rubor y sin dejar de abrir y cerrar nerviosamente sus largas y delgadas manos—. Tienen
que ser astutos como demonios —exclamó al fin—. ¿Cómo se las arreglaron para
desviarle hasta allí? El embarcadero no está en el camino directo a la estación. No cabe
duda de que el puente, a pesar de la noche que hacía, debía de estar demasiado lleno de
gente para sus propósitos. Bueno, Watson, ya veremos quién vence a la larga. ¡Voy a salir!
—¿A ver a la policía?
—No, yo seré mi propia policía. Cuando yo haya tendido mi red, podrán hacerse cargo
de las moscas, pero no antes.
Pasé todo el día dedicado a mis tareas profesionales, y no regresé a Baker Street hasta
bien entrada la noche. Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran casi las diez cuando
llegó, con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de pan de la
hogaza y lo devoró ávidamente, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Viene usted hambriento —comenté.
—Muerto de hambre. Se me olvidó comer. No había tomado nada desde el desayuno.
—¿Nada?
—Ni un bocado. No he tenido tiempo de pensar en ello.
—¿Y qué tal le ha ido?
—Bien.
—¿Tiene usted una pista?
—Los tengo en la palma de la mano. La muerte del joven Openshaw no quedará sin
venganza. Escuche, Watson, vamos a marcarlos con su propia marca diabólica. ¿Qué le
parece la idea?
—¿A qué se refiere?
Tomó del aparador una naranja, la hizo pedazos y exprimió las semillas sobre la mesa.
Cogió cinco de ellas y las metió en un sobre. En la parte interior de la solapa escribió «De
S. H. a J. C». Luego lo cerró y escribió la dirección: «Capitán Calhoun, Barco Lone Star,
Savannah, Georgia».
—Le estará esperando cuando llegue a puerto —dijo riendo por lo bajo—. Eso le
quitará el sueño por la noche. Será un anuncio de lo que le espera, tan seguro como lo fue
para Openshaw.
—¿Y quién es este capitán Calhoun?
—El jefe de la banda. Cogeré a los otros, pero primero él.
—¿Cómo lo ha localizado?
Sacó de su bolsillo un gran pliego de papel, completamente cubierto de fechas y
nombres.
—He pasado todo el día —explicó— en los registros de Lloyd’s y examinando
periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que atracaron en
Pondicherry en enero y febrero del ochenta y tres. Había treinta y seis barcos de buen
tonelaje que pasaron por allí durante esos meses. Uno de ellos, el Lone Star, me llamó
inmediatamente la atención, porque, aunque figuraba como procedente de Londres, el
nombre, Estrella Solitaria, es el mismo que se aplica a uno de los estados de la Unión.
—Texas, creo.
—No sé muy bien cuál; pero estaba seguro de que el barco era de origen
norteamericano.
—Y después, ¿qué?
—Busqué en los registros de Dundee, y cuando comprobé que el Lone Star había
estado allí en enero del ochenta y cinco, mi sospecha se convirtió en certeza. Pregunté
entonces qué barcos estaban atracados ahora mismo en el puerto de Londres.
—¿Y…?
—El Lone Star había llegado la semana pasada. Me fui hasta el muelle Albert y
descubrí que había zarpado con la marea de esta mañana, rumbo a su puerto de origen,
Savannah. Telegrafié a Gravesend y me dijeron que había pasado por allí hacía un buen
rato. Como sopla viento del Este, no me cabe duda de que ahora debe haber dejado atrás
los Goodwins y no andará lejos de la isla de Wight.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Oh, ya les tengo puesta la mano encima. Me he enterado de que él y los dos
contramaestres son los únicos norteamericanos que hay a bordo. Los demás son
finlandeses y alemanes.
También he sabido que los tres pasaron la noche fuera del barco. Me lo contó el
estibador que estuvo subiendo su cargamento. Para cuando el velero llegue a Savannah, el
vapor correo habrá llevado esta carta, y el telégrafo habrá informado a la policía de
Savannah de que esos tres caballeros son reclamados aquí para responder de una
acusación de asesinato.
Sin embargo, siempre existe una grieta hasta en el mejor trazado de los planes
humanos, y los asesinos de John Openshaw no recibirían nunca las semillas de naranja que
les habrían anunciado que otra persona, tan astuta y decidida como ellos, les iba siguiendo
la pista. Las tormentas otoñales de aquel año fueron muy prolongadas y violentas. Durante
semanas, esperamos noticias del Lone Star de Savannah, pero no nos llegó ninguna. Por
fin nos enteramos de que en algún punto del Atlántico se había avistado el codaste
destrozado de una lancha, zarandeado por las olas, que llevaba grabadas las letras «L. S.»,
y eso es todo lo más que llegaremos nunca a saber acerca del destino final del Lone Star.
12. UN CASO DE IDENTIDAD
Querido amigo —dijo Sherlock Holmes mientras nos sentábamos a uno y otro lado de
la chimenea en sus aposentos de Baker Street—. La vida es infinitamente más extraña que
cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar
ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa
ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados
y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los
engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de
generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos
parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones
sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido.
—Pues yo no estoy convencido de eso —repliqué—. Los casos que salen a la luz en
los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de
la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos
confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico.
—Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y discreción —
contestó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a
poner más énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una
persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede creerme: no existe
nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Entiendo perfectamente que piense usted así —dije—. Por supuesto, dada su
posición de asesor extraoficial, que presta ayuda a todo el que se encuentre absolutamente
desconcertado, en toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con todo lo
extraño y fantástico. Pero veamos —recogí del suelo el periódico de la mañana—, vamos
a hacer un experimento práctico. El primer titular con el que me encuentro es:
«Crueldad de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin
necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, naturalmente, a la
otra mujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las lesiones, la hermana o casera
comprensiva. Ni el más ramplón de los escritores podría haber inventado algo tan
ramplón.
—Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece nada a su argumentación
—dijo Holmes, tomando el periódico y echándole un vistazo—. Se trata del proceso de
separación de los Dundas, y da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento de
algunos pequeños detalles relacionados con el caso. El marido era abstemio, no existía
otra mujer, y el comportamiento del que se quejaba la esposa consistía en que el marido
había adquirido la costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura postiza
y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de acuerdo, no es la clase de acto que se
le suele ocurrir a un novelista corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que
me he apuntado un tanto con este ejemplo suyo.
Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa.
Su esplendor contrastaba de tal modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de
Holmes que no pude evitar un comentario.
—¡Ah! —dijo—. Olvidaba que llevamos varias semanas sin vernos. Es un pequeño
recuerdo del rey de Bohemia, como pago por mi ayuda en el caso de los documentos de
Irene Adler.
—¿Y el anillo? —pregunté, mirando un precioso brillante que refulgía sobre su dedo.
—Es de la Familia Real de Holanda, pero el asunto en el que presté mis servicios era
tan delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos
de mis pequeños misterios.
—¿Y ahora tiene entre manos algún caso? —pregunté interesado.
—Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés. Ya me entiende, son
importantes, pero sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, por lo general, en
los asuntos menos importantes hay mucho más campo para la observación y para el rápido
análisis de causas y efectos, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los delitos
más importantes suelen tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más
evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y exceptuando un asunto
bastante enrevesado que me han mandado de Marsella, no hay nada que presente interés
alguno. Sin embargo, es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos
minutos porque, o mucho me equivoco, o esa es una dienta.
Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas separadas,
observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en
la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello,
y una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba inclinado sobre
la oreja, a la manera coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la
mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras su
cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes.
De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la
calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla.
—Conozco bien esos síntomas —dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea—.
La oscilación en la acera significa siempre un uffaire du cazur. Necesita consejo, pero no
está segura de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No
obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido gravemente
perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla
roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero la
doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o dolida. Pero aquí
llega en persona para sacarnos de dudas.
No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la puerta y entró un botones
anunciando a la señorita Mary Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre
su pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas desplegadas, detrás
de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea cortesía que le
caracterizaba y, después de cerrar la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una
butaca, la examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan peculiar en él.
—¿No le parece —dijo— que siendo corta de vista es un poco molesto escribir tanto a
máquina?
—Al principio, sí —respondió ella—, pero ahora ya sé dónde están las letras sin
necesidad de mirar.
Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de las palabras de Holmes, se
estremeció violentamente y levantó la mirada, con el miedo y el asombro pintados en su
rostro amplio y amigable.
—¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! —exclamó—. ¿Cómo, si no, podría
usted saber eso?
—No le dé importancia —dijo Holmes, echándose a reír—. Saber cosas es mi oficio.
Es muy posible que me haya entrenado para ver cosas que los demás pasan por alto. De no
ser así, ¿por qué iba usted a venir a consultarme?
—He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo
marido localizó usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo le habían dado
ya por muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No soy rica,
pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo poco que saco con la máquina, y
lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
—¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? —preguntó Sherlock Holmes,
juntando las puntas de los dedos y con los ojos fijos en el techo.
De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de la señorita
Mary Sutherland.
—Sí, salí de casa disparada —dijo— porque me puso furiosa ver con qué tranquilidad
se lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no
quiso acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que
no había pasado nada, me enfurecí y me vine derecha a verle con lo que tenía puesto en
aquel momento.
—¿Su padre? —dijo Holmes—. Sin duda, querrá usted decir su padrastro, puesto que
el apellido es diferente.
—Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunque la verdad es que suena raro, porque solo
tiene cinco años y dos meses más que yo.
—¿Vive su madre?
—Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no me hizo demasiada gracia
que se volviera a casar tan pronto, después de morir papá, y con un hombre casi quince
años más joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham Court Road, y al morir dejó un
negocio muy próspero, que mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el
capataz; pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que vendiera el
negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de vinos. Sacaron cuatro mil setecientas
libras por el traspaso y los intereses, mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá
de haber estado vivo.
Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de impaciencia ante aquel
relato intrascendente e incoherente, pero vi que, por el contrario, escuchaba con absoluta
concentración.
—Esos pequeños ingresos suyos —preguntó—, ¿proceden del negocio en cuestión?
—Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el de Auckland. Son valores
neozelandeses que rinden un cuatro y medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas
libras, pero yo solo puedo cobrar los intereses.
—Eso es sumamente interesante —dijo Holmes—. Disponiendo de una suma tan
elevada como son cien libras al año, más el pico que usted gana, no me cabe duda de que
viajará usted mucho y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer
soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de sesenta libras.
—Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes, pero comprenderá usted que
mientras siga en casa no quiero ser una carga para ellos, así que mientras vivamos juntos
son ellos los que administran el dinero. Por supuesto, eso es solo por el momento. El señor
Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo me las
apaño bastante bien con lo que gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y
hay muchos días en que escribo quince o veinte folios.
—Ha expuesto usted su situación con toda claridad —dijo Holmes—. Le presento a mi
amigo el doctor Watson, ante el cual puede usted hablar con tanta libertad como ante mí
mismo. Ahora, le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el señor
Hosmer Angel.
El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland, que empezó a pellizcar
nerviosamente el borde de su chaqueta.
—Le conocí en el baile de los instaladores del gas —dijo—. Cuando vivía papá,
siempre le enviaban invitaciones, y después se siguieron acordando de nosotros y se las
mandaron a mamá. El señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que
vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir a una fiesta de la
escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué
derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para nosotras,
cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía un
vestido adecuado, cuando tenía uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado
del armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia por asuntos de su
negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y
allí fue donde conocí al señor Hosmer Angel.
—Supongo —dijo Holmes— que cuando el señor Windibank regresó de Francia, se
tomaría muy a mal que ustedes dos hubieran ido al baile.
—Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de
hombros y dijo que era inútil negarle algo a una mujer, porque esta siempre se sale con la
suya.
—Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció usted a un caballero
llamado Hosmer Angel, según tengo entendido.
—Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para preguntar si
habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos…, es decir, señor
Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor
Hosmer Angel ya no vino más por casa.
—¿No?
—Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si de él dependiera, no
recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio
círculo familiar. Pero por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita
tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.
—¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
—Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y Hosmer escribió
diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera
marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días. Yo
recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.
—¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero?
—Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos.
Hosmer… el señor Angel… era cajero en una oficina de Leadenhall Street… y…
—¿Qué oficina?
—Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
—¿Y dónde vivía?
—Dormía en el mismo local de las oficinas.
—¿Y no conoce la dirección?
—No…, solo que estaban en Leadenhall Street.
—Entonces, ¿adonde le dirigía las cartas?
—A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las recogía. Decía que si las
mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con
una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se
negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si estaban escritas a
máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo
mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
—Resulta de lo más sugerente —dijo Holmes—. Siempre he sostenido el axioma de
que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro
pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel?
—Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche
y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y
caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e
inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una forma de
hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero
padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz
fuerte.
—Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a
Francia?
—El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos antes de
que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los
Evangelios, que, ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía
derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde un
principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma.
Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría
mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos
luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes.
Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que unos pocos años
mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que escribí a mi padre a
Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la
mañana misma de la boda.
—¿Así que él no la recibió?
—Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes de que llegara la carta.
—¡Aja! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda quedó fijada para el viernes.
¿Iba a ser en la iglesia?
—Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San Salvador, cerca de King’s Cross,
y luego desayunaríamos en el hotel St. Paneras. Hosmer vino a buscarnos en un coche,
pero como solo había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado, que
parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos las primeras a la iglesia, y
cuando se detuvo su coche esperamos verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se
bajó del pescante y miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la
menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus propios ojos subir al
coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído
nada que arroje alguna luz sobre su paradero.
—Me parece que la han tratado a usted de un modo vergonzoso —dijo Holmes.
—¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como para abandonarme así.
Durante toda la mañana no paró de insistir en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle
fiel, y que si algún imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba
comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar sus derechos. Parece
raro hablar de estas cosas en la mañana de tu boda, pero lo que después ocurrió hace que
cobre sentido.
—Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha ocurrido alguna catástrofe
imprevista.
—Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado
así. Y creo que lo que él temía sucedió.
—Pero no tiene idea de lo que puede haber sido.
—Ni la menor idea.
—Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre?
—Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar jamás del asunto.
—¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
—Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había ocurrido y que volvería a
tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la
iglesia y luego abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera casado
conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría existir un motivo; pero Hosmer
era muy independiente en cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero
entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me vuelve loca pensar en
ello! No pego ojo por las noches.
Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar ruidosamente en él.
—Examinaré el caso por usted —dijo Holmes, levantándose—, y estoy seguro de que
llegaremos a algún resultado concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga
devanando la mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer Angel se
desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su vida.
—Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver?
—Me temo que no.
—Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces?
—Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una buena descripción de él,
así como de cuantas cartas suyas pueda usted proporcionarme.
—Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle del sábado pasado —dijo
ella—. Aquí está el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas.
—Gracias. ¿Y la dirección de usted?
—Lyon Place 31, Camberwell.
—Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo nunca. ¿Dónde está la
empresa de su padre?
—Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete de
Fenchurch Street.
—Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad. Deje aquí los papeles, y
acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado y
no deje que afecte a su vida.
—Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer.
Me encontrará esperándolo cuando vuelva.
A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo, había un algo de nobleza
que imponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su
montoncito de papeles y se marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.
Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante unos cuantos minutos, con
las puntas de los dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el
techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera y,
después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo densas espirales de humo
azulado, con una expresión de infinita languidez en el rostro.
—Interesante personaje, esa muchacha —comentó—. Me ha parecido más interesante
ella que su pequeño problema que, dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta
usted mi índice, encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante parecido
en La Haya el año pasado.
—Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí eran invisibles —le hice notar.
—Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le pasó por alto
todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo
sugerentes que son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de un
cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala.
—Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de color pizarra, con una
pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y una orla de cuentas de
azabache. Vestido marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en el
cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de la mano derecha muy
desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientes de oro, pequeños y redondos, y
en general tenía aspecto de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar,
cómodo y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita.
—¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos progresos! Lo ha hecho muy
bien, de verdad. Claro que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el
método y tiene buena vista para los colores. No se fíe nunca de las impresiones generales,
muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una mujer son siempre las
mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de los
pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un
material sumamente útil para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las
muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una
máquina de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero solamente en la manga
izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte,
como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos
lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina siendo corta de
vista que tanto pareció sorprenderla.
—También me sorprendió a mí.
—Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia abajo y quedé muy
sorprendido e interesado al observar que, aunque sus zapatos se parecían mucho, en
realidad estaban desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro era de
punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía abrochados solo los dos de
abajo, y el otro, el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una
joven, por lo demás impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos
desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario deducir que salió a toda
prisa.
—¿Y qué más? —pregunté vivamente interesado, como siempre, por los incisivos
razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero después de haberse vestido del
todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo
índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta
violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que
ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto
resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson.
¿Le importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Levanté a la luz el pequeño recorte impreso.
—«Desaparecido, en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel.
Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel atezada, cabello negro
con una pequeña calva en el centro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero
defecto en el habla. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda,
chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas marrones
sobre botines de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street.
Quien pueda aportar noticias…», etcétera, etcétera.
—Con eso basta —dijo Holmes—. En cuanto a las cartas… —continuó, echándolas un
vistazo— son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que
cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le
llamará la atención.
—Que están escritas a máquina —dije yo.
—No solo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer
Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección completa, solo
«Leadenhall Street», que es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente…
casi podría decirse que concluyente.
—¿De qué?
—Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que esto tiene en el caso?
—Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para poder negar que la firma
era suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.
—No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el
asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor
Windibank, pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de
que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hasta
que lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos del problemilla
por el momento.
Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en la
extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base sólida para la
tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había
llamado a sondear. Solo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y la
fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo de El signo de
los cuatro o en las extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en
escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan complicado que él no
pudiera resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de
que, cuando volviera por allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas
que conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé
todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y
pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar
demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontré a
Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en los
recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor
picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día
entregado a los experimentos químicos que tanto le gustaban.
—Qué, ¿lo resolvió usted? —pregunté al entrar.
—Sí, era el bisulfato de bario.
—¡No, no! ¡El misterio! —exclamé.
—¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado trabajando. No hay
misterio alguno en este asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos detalles
interesantes. El único inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda
castigar a este granuja.
—Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al abandonar a la señorita Sutherland?
Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún no había abierto los labios
para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.
—Aquí está el padrastro de la chica, el señor James Windibank —dijo Holmes—. Me
escribió diciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de unos treinta años, bien
afeitado y de piel cetrina, con modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises
extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada inquisitiva a cada uno de
nosotros, depositó su reluciente chistera sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se
sentó en la silla más próxima.
—Buenas tardes, señor James Windibank —dijo Holmes—. Creo que es usted quien
me ha enviado esta carta mecanografiada, citándose conmigo a las seis.
—Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy dueño de mi tiempo, como
usted comprenderá. Lamento mucho que la señorita Sutherland le haya molestado con este
asunto, porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos sucios. Vino en
contra de mis deseos, pero es que se trata de una muchacha muy excitable e impulsiva,
como ya habrá notado, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza.
Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la
policía oficial, pero no es agradable que se comente fuera de casa una desgracia familiar
como esta. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder encontrar
a ese Hosmer Angel?
—Por el contrario —dijo Holmes tranquilamente—, tengo toda clase de razones para
creer que lograré encontrar al señor Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes.
—Me alegra mucho oír eso —dijo.
—Es muy curioso —comentó Holmes— que una máquina de escribir tenga tanta
individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean completamente nuevas,
no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas
se gastan solo por un lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota
suya, la «e» siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r».
Existen otras catorce características, pero estas son las más evidentes.
—Con esta máquina escribimos toda la correspondencia en la oficina, y es lógico que
esté un poco gastada —dijo nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos
brillantes.
—Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio verdaderamente interesante,
señor Windibank —continuó Holmes—. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña
monografía acerca de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al
que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas presuntamente remitidas por el
desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no solo las «es» están
borrosas y las «erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con mi
lupa, que también aparecen las otras catorce características de las que le hablaba antes.
El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero.
—No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor Holmes —dijo—. Si puede
coger al hombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga.
—Desde luego —dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave—. En
tal caso, le hago saber que ya lo he cogido.
—¿Cómo? ¿Dónde? —exclamó el señor Windibank, palideciendo hasta los labios y
mirando a su alrededor como una rata cogida en una trampa.
—Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no —dijo Holmes con suavidad—.
No podrá librarse de esta, señor Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo
usted ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un asunto tan
sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro lívido y un brillo de sudor en
la frente.
—No… no constituye delito —balbuceó.
—Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank, ha sido una jugarreta
cruel, egoísta y despiadada, llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora,
permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame si me equivoco.
El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho, como quien
se siente completamente aplastado. Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina
de la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y comenzó a
hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para nosotros.
—Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él, por su dinero —dijo—, y
también se beneficiaba del dinero de la hija mientras esta viviera con ellos. Se trataba de
una suma considerable para gente de su posición y perderla habría representado una fuerte
diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por conservarla. La hija tenía un carácter alegre
y comunicativo, y además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente que,
con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no duraría mucho tiempo soltera.
Ahora bien, su matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué
hace entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en casa
y prohibirle que frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de
que eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por fin
anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces el astuto padrastro?
Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y
ayuda de su esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes,
enmascarando su rostro con un bigote y un par de pobladas patillas, disimulando el timbre
claro de su voz con un susurro insinuante… Y, doblemente seguro a causa de la miopía de
la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posibles enamorados
cortejándola él mismo.
—Al principio era solo una broma —gimió nuestro visitante—. No creímos que se lo
tomara tan en serio.
—Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la muchacha se lo tomó muy
en serio; y, puesto que estaba convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni
por un instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se sentía halagada por
las atenciones del caballero, y la impresión se veía aumentada por la admiración que la
madre manifestaba a viva voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era
evidente que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan lejos como
fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que evitaría definitivamente que la
muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener
indefinidamente. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos.
Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una conclusión tan dramática
que dejara una impresión permanente en la mente de la joven, impidiéndole mirar a
ningún otro pretendiente durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad
pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la posibilidad de que ocurriera
algo la misma mañana de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland
quedara tan atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante diez años,
por lo menos, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas
mismas de la iglesia y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció
oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y salir por la
otra. Creo que este fue el encadenamiento de los hechos, señor Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado parte de su aplomo, y al
llegar a este punto se levantó de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.
—Puede que sí y puede que no, señor Holmes. Pero si es usted tan listo, debería saber
que ahora mismo es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, no he
hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta cerrada se expone a una
demanda por agresión y retención ilegal.
—Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle —dijo Holmes, girando la llave y
abriendo la puerta de par en par—. Sin embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto
como lo merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría la espalda a
latigazos. ¡Por Júpiter! —exclamó acalorándose al ver el gesto de burla en la cara del otro
—. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un
látigo de caza y creo que me voy a dar el gustazo de…
Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un
estrépito de pasos en la escalera, la puerta de la entrada se cerró de golpe y vimos por la
ventana al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que era capaz.
—¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! —dijo Holmes, echándose a reír
mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón—. Ese tipo irá subiendo de delito en delito
hasta que haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso no
carecía por completo de interés.
—Todavía no veo muy claros todos los pasos de su razonamiento —dije yo.
—Pues, desde luego, en un principio era evidente que este señor Hosmer Angel tenía
que tener alguna buena razón para su curioso comportamiento, y estaba igualmente claro
que el único hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros sabíamos,
era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se hubiera visto
juntos a los dos hombres, sino que el uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera.
Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores ambos que
sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas. Mis sospechas se vieron
confirmadas por ese detalle tan curioso de firmar a máquina, que por supuesto indicaba
que la letra era tan familiar para la joven que esta reconocería cualquier minúscula
muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto con otros muchos de
menor importancia, señalaban en la misma dirección.
—¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?
—Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil conseguir la corroboración.
Sabía en qué empresa trabajaba este hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo
lo que se pudiera achacar a un disfraz (las patillas, las gafas, la voz) y se la envié a la
empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si alguno de sus viajantes
respondía a la descripción. Me había fijado ya en las peculiaridades de la máquina, y
escribí al propio sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como había
esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y mostraba los mismos defectos
triviales pero característicos. En el mismo correo me llegó una carta de Westhouse &
Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en todos sus
aspectos con la de su empleado James Windibank. Voilà tout!
—¿Y la señorita Sutherland?
—Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo proverbio persa: «Tan peligroso
es quitarle su cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujer una ilusión». Hay tanta
sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.
13. LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock
Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura,
muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas
por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente
de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado.
—Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en
muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la
mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de
salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de
grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y
juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me
consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de
los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras
de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo,
embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el
sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que, si
queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida
misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.
—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo
contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos
se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez
Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha
empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he
escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e
insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos
pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito
alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay
delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he
oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su
relato. No se lo pido solo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino
también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus
labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera
indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de
casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación
de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del
bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista
la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen
vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que
ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las
trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones
grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia,
desabrochada por delante, y un chaleco gris amarillento con una gruesa cadena de latón y
una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en
una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de
terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada
notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de
inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes,
que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.
—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos
manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha
escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el
periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? —
preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto
como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.
—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda.
Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.
—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente
teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un
alfiler de corbata con un arco y un compás.
—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan
lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado
cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?
—Bien. ¿Y lo de China?
—El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha solo se ha podido
hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he
contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada
tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda
china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted
algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún
mérito.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar
explicaciones. «Omne ignotum pro magnifico» [Todo lo desconocido se piensa que es
magnífico: Tácito, Agrícola, 30,3], como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco
que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor
Wilson?
—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad
de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:
A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania,
EE. UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la
liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente
nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de
cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el
lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la liga, 7 Pope’s Court,
Fleet Street.
—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el
extravagante anuncio.
Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba
de buen humor.
—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor
Wilson, empiece por el principio y cuéntenos todo acerca de usted, su familia y el efecto
que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la
fecha.
—Es el Moming Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.
—Muy bien. Vamos, señor Wilson.
—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente
—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un
negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía
permitirme tener dos empleados, pero ahora solo tengo uno; y tendría dificultades para
pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga mientras aprende el
oficio.
—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.
—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No
podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de
que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y
al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?
—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al
encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones
pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante
o su anuncio.
—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie
tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar
cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su
madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen
trabajador. Y no tiene vicios.
—Todavía sigue con usted, supongo.
—Sí, señor. El y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga de la
limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los
tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un
techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de
nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo
periódico en la mano diciendo:
»—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!
»—¿Y eso por qué? —pregunté yo.
»—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso significa
una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas
vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin
saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a
la medida.
»—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo soy un
hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él,
muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por
eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir
noticias.
»—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó Spaulding,
abriendo mucho los ojos.
»—Nunca.
»—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar perfectamente a una de
las plazas!»
—¿Y qué sacaría con ello?
»—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas
interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.
»Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio no
marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me habrían
venido muy bien.
»—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.
»—Bueno —dijo, enseñándome el anuncio—, como puede ver, existe una vacante en
la liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé,
la liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante
excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que
cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos
albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos
cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y
apenas hay que hacer nada.
»—Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de esos —dije
yo.
»—Menos de los que usted cree —respondió—. Verá, la oferta está limitada a los
londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de donde salió siendo
joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si
uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso
y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de
inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia solo por unos pocos
cientos de libras.
»Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos, que mi cabello es de un
tono rojo muy intenso, de manera que me pareció que, por mucha competencia que
hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía estar
tan informado del asunto que pensé que podría serme útil, de modo que le dije que echara
el cierre por lo que quedaba de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer
fiesta, así que cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio.
»No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante, señor Holmes. Del
Norte, del Sur, del Este y del Oeste, todos los hombres cuyo cabello presentara alguna
tonalidad rojiza se habían plantado en la City en respuesta al anuncio. Fleet Street se
encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope’s Court parecía el carro de un vendedor de
naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tantos pelirrojos como los que habían
acudido atraídos por aquel solo anuncio. Los había de todos los matices: rojo pajizo,
limón, naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado, rojo arcilla…, pero, como había dicho
Spaulding, no había muchos que presentaran la auténtica tonalidad rojo fuego. Cuando vi
que eran tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo
consintió. No me explico cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y embestir,
consiguió hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina.
En la escalera había una doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas y otras
que bajaban rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como pudimos y pronto nos
encontramos en la oficina.
—Una experiencia de lo más divertida —comentó Holmes, mientras su cliente hacía
una pausa y se refrescaba la memoria con una buena dosis de rapé—. Le ruego que
prosiga con la interesantísima exposición.
—En la oficina no había nada más que un par de sillas de madera y una mesita, detrás
de la cual se sentaba un hombre menudo, con una cabellera aún más roja que la mía.
Intercambiaba un par de palabras con cada candidato que se presentaba y luego siempre
les encontraba algún defecto que los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era
tan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se
mostró más inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos
para poder hablar con nosotros en privado.
»—Este es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira a ocupar la plaza
vacante en la liga.
»—Pues parece admirablemente dotado para ello —respondió el otro—. Cumple todos
los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.
«Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta hacerme
ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me felicitó
calurosamente por mi éxito.
»—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy seguro de que me
perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo esto, me agarró del pelo con
las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de dolor—. Veo lágrimas en sus ojos —dijo al
soltarme—, lo cual indica que todo está como es debido. Tenemos que ser muy
cuidadosos, porque ya nos han engañado dos veces con pelucas y una con tinte. Podría
contarle historias sobre tintes para zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición
humana —se acercó a la ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que
la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se
desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a la vista,
exceptuando la mía y la del gerente.
»—Me llamo Duncan Ross —dijo este—, y soy uno de los pensionistas del fondo
legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted
familia?
»Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.
»—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad. Lamento
oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión
de los pelirrojos, y no solo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea usted
soltero.
»A1 oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que después de
todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo
que no importaba.
»—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero creo que
debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo
podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?
»—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —dije.
»—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo
ocuparme de ello por usted.
»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.
»—De diez a dos.
»Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las noches, señor
Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de
manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me
constaba que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera
presentarse.
»—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga?
»—Cuatro libras a la semana.
»—¿Y el trabajo?
»—Es puramente nominal.
»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?
»—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo.
Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si
se ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso.
»—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije.
»—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedad,
ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el empleo.
»—¿Y el trabajo?
»—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el primer
volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante; nosotros le
proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?
»—Desde luego.
«—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el
importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.
»Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin
apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte.
»Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a sentirme
deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía que ser una
gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello.
Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se
pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica.
Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya
había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que
valía la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y
siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court.
»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya
preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente
al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez
en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me
felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.
»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y
me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana
siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la
tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con
el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de
la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo
era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo.
»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades,
Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me
aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas.
Y de pronto, todo se acabó.
—¿Que se acabó?
—Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en
punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la
madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.
Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella
estaba escrito lo siguiente:
HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
9 DE octubre de 1890
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había
detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás
consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas.
—No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las
raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que
recurra a otros.
—No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se
había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta
reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos
aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar
esta tarjeta en la puerta?
—Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de
al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al
administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había
pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de
semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la
primera vez que oía ese nombre.
»—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4.
»—Cómo, ¿el pelirrojo?
»—Sí.
»—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local
como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.
»—¿Dónde puedo encontrarlo?
»—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street,
número 17, cerca de San Pablo.
»Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con
que se trataba de una fábrica de rótulas artificiales y que allí nadie había oído hablar del
señor William Morris ni del señor Duncan Ross.
—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.
—Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo
darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba, acabaría por recibir noticias
por carta. Pero aquello no me bastaba, señor Holmes. No estaba dispuesto a perder un
puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar
a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle.
—E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y me
encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy posible que estén
en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista.
—¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me he
quedado sin cuatro libras a la semana!
—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga motivos
para quejarse de esta extraordinaria liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido
usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha
adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.
—No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se
proponían al hacerme esta jugarreta… si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha
salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.
—Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o dos
preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio…,
¿cuánto tiempo llevaba con usted?
—Entonces llevaba como un mes más o menos.
—¿Cómo llegó hasta usted?
—En respuesta a un anuncio.
—¿Fue el único aspirante?
—No, recibí una docena.
—¿Y por qué lo eligió a él?
—Porque parecía listo y se ofrecía barato.
—A mitad de salario, ¿no es así?
—Eso es.
—¿Cómo es este Vincent Spaulding?
—Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos
de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.
Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.
—Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas,
como para llevar pendientes?
—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho.
—¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—. ¿Sigue aún con
usted?
—¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.
—¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia?
—No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.
—Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión sobre el asunto
dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que para el lunes hayamos llegado a una
conclusión.
—Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se hubo marchado—. ¿Qué
saca usted de todo esto?
—No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso.
—Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante es una cosa, menos
misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningún rasgo notable, los que
resultan verdaderamente desconcertantes, del mismo modo que un rostro vulgar resulta
más difícil de identificar. Tengo que ponerme inmediatamente en acción.
—¿Y qué va usted a hacer? —pregunté.
—Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me
dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí
se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de
algún pájaro raro. Yo había llegado ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y
de hecho yo mismo empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el
gesto de quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la
chimenea.
—Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—. ¿Qué le parece,
Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas horas?
—No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy absorbente.
—Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que pasar por la City, y
podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el programa mucha música
alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la francesa. Es introspectiva y yo
quiero reflexionar. ¡En marcha!
Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata nos llevó a Saxe-Coburg
Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado por la mañana. Era una
placita insignificante, pobre pero de aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas
casas de ladrillo, de dos pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de
hierbas sin cuidar y unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la
atmósfera hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un
rótulo marrón con las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local
donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo ante la casa,
con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole bajo los
párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y calle abajo, sin dejar
de examinar las casas. Por último, regresó frente a la tienda del prestamista y, después de
dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió
al instante un joven con cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar.
—Gracias —dijo Holmes—. Solo quería preguntar por dónde se va desde aquí al
Strand.
—La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió sin vacilar el
empleado, cerrando a continuación la puerta.
—Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. En mi opinión, es el
cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a audacia, creo que podría aspirar
al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas anteriormente.
—Es evidente —dije yo— que el empleado del señor Wilson desempeña un
importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le
ha preguntado el camino solo para poder echarle un vistazo.
—No a él.
—Entonces, ¿a qué?
—A las rodilleras de sus pantalones.
—¿Y qué es lo que vio?
—Lo que esperaba ver.
—¿Para qué golpeó el pavimento?
—Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar, no hablar. Somos espías
en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las
calles que hay detrás.
La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la esquina de la recóndita SaxeCoburg Square presentaba con esta tanto contraste como el derecho de un cuadro con el
revés. Se trataba de una de las principales arterias por donde discurre el tráfico de la City
hacia el Norte y hacia el Oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de tráfico
comercial que fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso
enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas,
nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida
plaza que acabábamos de abandonar.
—Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios—.
Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al
detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal
de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras
McFarlane. Con esto llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo
está hecho y ya es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café
y derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no
hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la música, no solo un intérprete muy dotado, sino
también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en su
butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la música
con sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y
soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable,
Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su
carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada
exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético y
contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de su carácter
lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien sabía, jamás
se mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado en su sillón,
sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le venía de golpe el
instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de la
intuición, hasta que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le
quedaban mirando asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento
superior al de los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del
St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.
—Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto salimos.
—Sí, ya va siendo hora.
—Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square
es grave.
—¿Por qué es grave?
—Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones para creer que
llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las
cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.
—¿A qué hora?
—A las diez estará bien.
—Estaré en Baker Street a las diez.
—Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro, así que haga el favor de
echarse al bolsillo su revólver del ejército.
Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante desapareció
entre la multitud.
No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba
con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso
había oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por sus
palabras, era evidente que él veía con claridad no solo lo que había sucedido, sino incluso
lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y
grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello,
desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a
Saxe-Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí.
¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir
y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del
prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego importante. Traté de
descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí dejar de pensar en ello
hasta que la noche aportase alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta
llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo
oí voces arriba. Al penetrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación
con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el
otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita
abrumadoramente respetable.
—¡Aja! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose su chaquetón
marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Watson, creo que ya conoce
al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que
nos acompañará en nuestra aventura nocturna.
—Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo Jones con su retintín
habitual—. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Solo necesita un perro
viejo que le ayude a correr la pieza.
—Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas —comentó el señor
Menyweather en tono sombrío.
—Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes, caballero —
dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos particulares, que son, si me permite
decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de detective. No
exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de los Sholto
y el tesoro de Agrá, ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de policía.
—Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo el desconocido con
deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera
noche de sábado en veintisiete años que no juego mi partida.
—Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes— que esta noche se juega
usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será mucho más
apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y
para usted, Jones, el nombre al que tanto desea echar el guante.
—John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor
Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de
ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este
joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford.
Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a cada paso,
nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa en Escocia, y
a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en Cornualles.
Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.
—Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de
pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra
en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que
nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los seguiremos
en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto, y
permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había escuchado por la tarde.
Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles iluminadas por
farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street.
—Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es director de
banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció conveniente que también
nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo imbécil.
Pero posee una virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta
cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.
Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos estado por la
mañana. Despedimos nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos
por un estrecho pasadizo y penetramos por una puerta lateral que Merryweather nos abrió.
Recorrimos un pequeño pasillo que terminaba en una puerta de hierro muy pesada.
También esta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra
puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y luego
nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras abrir una tercera
puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se amontonaban por todas partes grandes
cajas y cajones.
—No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes, levantando la linterna y
mirando a su alrededor.
—Ni por abajo —contestó el señor Merryweather, golpeando con su bastón las losas
que pavimentaban el suelo—. Pero… ¡válgame Dios! ¡Esto suena a hueco! —exclamó,
alzando, sorprendido, la mirada.
—Debo rogarle que no haga tanto ruido —dijo Holmes con tono severo—. Acaba de
poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de
sentarse en uno de esos cajones y no interferir?
El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón, con cara de sentirse muy
ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con ayuda de la linterna y de una
lupa, empezaba a examinar atentamente las rendijas que había entre las losas. A los pocos
segundos se dio por satisfecho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo.
—Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no pueden hacer nada hasta
que el bueno del prestamista se haya ido a la cama. Entonces no perderán ni un minuto,
pues cuanto antes hagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar. Como sin duda
habrá adivinado, doctor, nos encontramos en el sótano de la sucursal en la City de uno de
los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el presidente del Consejo de
Dirección y le explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de
Londres se interesen tanto en su sótano estos días.
—Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos tenido varios avisos de
que pueden intentar robarlo.
—¿Su oro francés?
—Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras reservas y, por este
motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de treinta mil napoleones de oro. Se
ha filtrado la noticia de que no hemos tenido tiempo de desembalar el dinero y que este se
encuentra aún en nuestro sótano. El cajón sobre el que estoy sentado contiene dos mil
napoleones empaquetados en hojas de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de
oro son mucho mayores que lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores
se sienten intranquilos al respecto.
—Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora es el momento de
poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento comenzará dentro de una hora.
Mientras tanto, señor Merryweather, conviene que tapemos la luz de esa linterna.
—¿Y quedarnos a oscuras?
—Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había pensado que, puesto que
somos cuatro, podría usted jugar su partidita después de todo. Pero, por lo que he visto, los
preparativos del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz
encendida. Antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy osada y,
aunque los cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo
me pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquellos. Cuando yo los
ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson, no tenga
reparos en tumbarlos a tiros.
Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera detrás de la que me
había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sorda y nos dejó en la más negra
oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo jamás había experimentado. Solo el olor del
metal caliente nos recordaba que la luz seguía ahí, preparada para brillar en el instante
preciso. Para mí, que tenía los nervios de punta a causa de la expectación, había algo de
deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la
bóveda.
—Solo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que consiste en volver a la casa
y salir a Saxe-Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones.
—Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta.
—Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.
¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que solo había
durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi
toda la noche y que por encima de nosotros debía de estar amaneciendo ya. Tenía los
miembros doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis
nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo
que no solo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía el tono
grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones de las notas suspirantes del
director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la
bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.
Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de piedra.
Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo
aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de
mujer, que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un
minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se
retiró tan de golpe como había aparecido, y todo volvió a quedar a oscuras, excepto por el
débil resplandor que indicaba una rendija entre las piedras.
Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las
grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía
proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que
miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue
izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el
borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un
compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo muy
intenso.
—No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y
truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen solo a mí!
Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la
chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela
rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el
látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido
metálico sobre el suelo de piedra.
—Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene usted ninguna
posibilidad.
—Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—. Confío en que mi colega esté
a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta.
—Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes.
—¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle.
—Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más
original y astuto.
—Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es más rápido que yo
saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.
—Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo el prisionero mientras las
esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá ignore usted que por mis venas corre
sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre «señor» y «por
favor».
—Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita contenida—.
¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en
el que llevar a vuestra alteza a la comisaría?
—Así está mejor —dijo John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una
inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por el policía.
—La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras salíamos del
sótano tras ellos—, no sé cómo podrá el banco agradecerle y recompensarle por esto. No
cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la manera más completa uno de los
intentos de robo a un banco más audaces que ha conocido mi experiencia.
—Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo Holmes—. El
asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que espero que el banco me reembolse,
pero aparte de eso me considero pagado de sobra con haber tenido una experiencia tan
extraordinaria en tantos aspectos, y con haber oído la increíble historia de la Liga de los
Pelirrojos.
—Como ve, Watson —explicó Holmes a primeras horas de la mañana, mientras
tomábamos un vaso de whisky con soda en Baker Street—, desde un principio estaba
perfectamente claro que el único objeto posible de esta fantástica maquinación del anuncio
de la liga y el copiar la Enciclopedia era quitar de en medio durante unas cuantas horas al
día a nuestro no demasiado brillante prestamista. Para conseguirlo, recurrieron a un
procedimiento bastante extravagante, pero la verdad es que sería difícil encontrar otro
mejor. Sin duda, fue el color del pelo de su cómplice lo que inspiró la idea al ingenioso
cerebro de Clay. Las cuatro libras a la semana eran un cebo que no podía dejar de atraerlo,
¿y qué significaba esa cantidad para ellos, que andaban metidos en una jugada de varios
miles? Ponen el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, el otro
incita al prestamista a que se presente, y juntos se las arreglan para que esté ausente todas
las mañanas. Desde el momento en que oí que ese empleado trabajaba por medio salario,
comprendí que tenía algún motivo muy poderoso para ocupar aquel puesto.
—Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo?
—De haber habido mujeres en la casa, habría sospechado una intriga más vulgar. Sin
embargo, eso quedaba descartado. El negocio del prestamista era modesto, y en su casa no
había nada que pudiera justificar unos preparativos tan complicados y unos gastos como
los que estaban haciendo. Por tanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuera de la casa.
¿Qué podía ser? Pensé en la afición del empleado a la fotografía, y en su manía de
desaparecer en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremo de este enmarañado ovillo.
Entonces hice algunas averiguaciones acerca de este misterioso empleado, y descubrí que
tenía que habérmelas con uno de los delincuentes más calculadores y audaces de Londres.
Algo estaba haciendo en el sótano…, algo que le ocupaba varias horas al día durante
meses y meses. Pero repito: ¿Qué podía ser? Lo único que se me ocurrió es que estaba
excavando un túnel hacia algún otro edificio.
«Hasta aquí había llegado cuando fuimos a visitar el escenario de los hechos. A usted
le sorprendió el que yo golpeara el pavimento con el bastón. Estaba comprobando si el
sótano se extendía hacia delante o hacia detrás de la casa. No estaba por delante. Entonces
llamé a la puerta y, tal como había esperado, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna
que otra escaramuza, pero nunca nos habíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré la
cara; lo que me interesaba eran sus rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo sucias,
arrugadas y gastadas que estaban. Eso demostraba las muchas horas que había pasado
excavando. Solo quedaba por averiguar para qué excavaban. Al doblar la esquina y ver el
edificio del City and Suburban Bank pegado espalda con espalda al local de nuestro
amigo, consideré resuelto el problema. Mientras usted volvía a su casa después del
concierto, yo hice una visita a Scotland Yard y otra al director del banco, con el resultado
que ha podido usted ver.
—¿Y cómo pudo saber que intentarían dar el golpe esta noche? —pregunté.
—Bueno, el que clausuraran la liga era señal de que ya no les preocupaba la presencia
del señor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían ya terminado el túnel. Pero era esencial
que lo utilizaran en seguida, antes de que lo descubrieran o de que trasladaran el oro a otra
parte. El sábado era el día más adecuado, puesto que les dejaría dos días para escapar. Por
todas estas razones, esperaba que vinieran esta noche.
—Lo ha razonado todo maravillosamente —exclamé sin disimular mi admiración—.
Una cadena tan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabones suena a verdad.
—Me salvó del aburrimiento —respondió, bostezando—. ¡Ay, ya lo siento abatirse de
nuevo sobre mí! Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo por escapar de las
vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
—Y además, en beneficio de la raza humana —añadí yo.
Holmes se encogió de hombros.
—Bueno, es posible que, a fin de cuentas, tenga alguna pequeña utilidad —comentó
—. L’homme c’est ríen, l’oeuvre c’est tout, como le escribió Gustave Flaubert a George
Sand.
14. LA AVENTURA DEL DETECTIVE
MORIBUNDO
La señora Hudson, casera de Sherlock Holmes, era una mujer de enorme paciencia. No
solo tenía que aguantar que el apartamento del primer piso se viera invadido a todas horas
por hordas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que además su pintoresco
inquilino daba muestras de unas costumbres tan irregulares y excéntricas que ponían a
dura prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a deshoras, sus
ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, sus extraños y muchas veces malolientes
experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le rodeaba, hacían de él
el peor inquilino de Londres. Por otra parte, pagaba un alquiler principesco. No me cabe
duda de que se podría haber comprado la casa entera con el dinero que Holmes pagó por
sus habitaciones durante los años en que yo estuve con él.
La patrona sentía por Holmes el más profundo respeto, y jamás se atrevía a meterse en
su camino, por ofensivo que pudiera parecer su proceder. Incluso le tenía cariño, y es que
Holmes trataba a las mujeres con una amabilidad y una cortesía extraordinarias. No le
gustaban, y desconfiaba de ellas, pero siempre fue un adversario caballeroso. Así pues,
sabiendo que ella le profesaba un afecto sincero, presté la máxima atención a lo que me
dijo un día que vino a mi casa, durante el segundo año de mi vida de casado, para
explicarme la triste condición a la que había quedado reducido mi pobre amigo.
—Se está muriendo, doctor Watson —dijo—. Lleva tres días cada vez peor, y no creo
que pueda durar un día más. No me dejó avisar a un médico. Esta mañana, cuando vi
cómo se le marcaban los huesos de la cara y cómo me miraba con esos ojos enormes y
brillantes, no he podido soportarlo más. «Con su permiso o sin él, señor Holmes, ahora
mismo voy a buscar a un médico», le dije. «En ese caso, que sea Watson», dijo él. Yo no
perdería ni un momento, doctor, si es que quiere llegar a verlo vivo.
Me quedé horrorizado, ya que no sabía nada de su enfermedad. No hace falta decir que
salí disparado a por mi abrigo y mi sombrero. Mientras nos dirigíamos a la casa, le pedí
más detalles.
—No puedo decirle gran cosa, señor. Ha estado trabajando en un caso en Rotherhithe,
en una callejuela cerca del río, y se trajo de allí la enfermedad. Se metió en la cama el
miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante estos tres días no ha
probado bocado ni bebido una gota.
—¡Santo Dios! ¿Por qué no avisó usted a un médico?
—El no lo consintió, señor. Ya sabe usted lo autoritario que es. No me atreví a
desobedecerle. Pero ya no le queda mucho tiempo en este mundo, como verá usted mismo
en cuanto le ponga los ojos encima.
Era, efectivamente, un espectáculo deplorable. En la penumbra de aquel brumoso día
de noviembre, la habitación del enfermo ya resultaba de por sí bastante fúnebre, pero lo
que me produjo un escalofrío en el corazón fue aquel rostro demacrado y macilento que
me miraba desde la cama. Sus ojos tenían el brillo típico de la fiebre, sus mejillas estaban
teñidas de rubor hético, y sus labios, cubiertos de gruesas costras; las delgadas manos
temblaban incesantemente sobre la colcha y su voz sonaba cascada y espasmódica.
Cuando entré en la habitación se encontraba inmóvil, pero al verme brotó en sus ojos una
chispa de reconocimiento.
—Bien, Watson, parece que tenemos un mal día —dijo con voz débil que aún
mantenía un rastro de su antiguo tono despreocupado.
—¡Querido amigo! —exclamé, acercándome a él.
—¡Atrás! ¡Quédese donde está! —dijo en el tono seco e imperioso que hasta entonces
yo asociaba solo con los momentos de crisis—. Si se acerca a mí, Watson, ordenaré que le
echen de la casa.
—Pero ¿por qué?
—Porque lo digo yo. ¿No le basta con eso?
Desde luego, la señora Hudson tenía razón: estaba más autoritario que nunca. Y sin
embargo, daba pena verlo tan consumido.
—Solo pretendía ayudar —expliqué.
—Exacto. Y la mejor manera de ayudar es haciendo lo que se le dice.
—Como quiera, Holmes.
De pronto, sus modales se hicieron más suaves.
—¿Se ha enfadado usted? —preguntó, boqueando para tomar aire. ¡Pobre diablo!
¿Cómo me iba a enfadar viéndolo en semejante estado de postración?
—Lo hago por su bien, Watson —carraspeó.
—¿Por mi bien?
—Sé lo que tengo. Es una enfermedad de los culis de Sumatra…, algo que los
holandeses conocen mejor que nosotros, aunque hasta ahora no les ha servido de mucho.
Solo una cosa es segura: es mortal de necesidad y terriblemente contagiosa.
Hablaba con una energía febril, y sus largas manos temblaban y gesticulaban como
indicándome que me alejase.
—Contagiosa por contacto, Watson…, eso es, por contacto. Manténgase a distancia y
todo irá bien.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Cree usted que eso me va a influir ni por un instante? No me
importaría aunque se tratase de un desconocido. ¿Cree que me va a impedir cumplir con
mi deber, tratándose de un viejo amigo?
Avancé de nuevo, pero él me rechazó con una mirada feroz.
—Si se queda donde está, hablaré con usted. De lo contrario, tendrá que salir de la
habitación.
Es tan profundo el respeto que siento por las extraordinarias cualidades de Holmes que
siempre me había plegado a sus deseos, aun cuando menos los comprendía. Pero en aquel
momento, todos mis instintos profesionales se encontraban activados. Podía darme
órdenes en cualquier otra parte, pero en la habitación de un enfermo era yo quien
mandaba.
—Holmes —le dije—, no es usted dueño de sus actos. Un hombre enfermo es como
un niño y así voy a tratarle. Le guste o no le guste, voy a examinar sus síntomas y a darle
el tratamiento correspondiente.
El me dirigió una mirada virulenta.
—Si voy a tener un médico, lo quiera o no, al menos que sea uno en el que tenga
confianza —dijo.
—¿Así que no confía en mí?
—Como amigo, desde luego que sí. Pero los hechos son los hechos, Watson, y al fin y
al cabo, usted no es más que un médico general, con experiencia muy limitada y un
historial académico mediocre. Lamento tener que decir estas cosas, pero no me deja usted
elección.
Aquello me hirió en lo más hondo.
—Ese comentario es indigno de usted, Holmes, y me demuestra bien a las claras en
qué estado se encuentran sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis
servicios. Permítame avisar a Sir Jasper Meek, o a Penrose Fisher, o a cualquier otro de
los mejores doctores de Londres. Pero alguien tiene que atenderle, y no hay más que decir.
Si piensa que me voy a quedar aquí a verle morir, sin ayudarle ni traer a alguien que le
ayude, se ha equivocado usted conmigo.
—Sé que tiene buena intención, Watson —dijo el enfermo, con una voz que estaba a
mitad de camino entre un gemido y un sollozo—. ¿Voy a tener que demostrarle su propia
ignorancia? ¿Qué sabe usted, por ejemplo, de la fiebre de Tapanuli? ¿Qué sabe de la
podredumbre negra de Formosa?
—Jamás oí hablar de ninguna de las dos.
—En Oriente, Watson, existen muchas enfermedades, muchas posibilidades
patológicas extrañas —hacía una pausa detrás de cada frase para reunir las fuerzas que se
le escapaban—. Esto lo he aprendido durante una reciente investigación que tenía un
carácter médico-criminal. Durante el transcurso de la misma contraje esta afección. Usted
no puede hacer nada.
—Puede que no. Pero da la casualidad de que sé que el doctor Ainstree, el mejor
especialista del mundo en enfermedades tropicales, se encuentra ahora mismo en Londres.
De nada le servirán sus protestas, Holmes. Voy a buscarlo inmediatamente —y me volví
con decisión hacia la puerta.
¡Jamás he sufrido semejante sobresalto! En un instante, dando un salto de tigre, el
moribundo me cortó el paso. Oí el chasquido seco de una llave que giraba. Al instante
siguiente, Holmes había regresado tambaleándose a su cama, agotado y jadeando tras
aquel tremendo estallido de energía.
—No podrá quitarme la llave por la fuerza, Watson. Le tengo cogido, amigo mío. Aquí
nos quedamos, usted y yo, hasta que yo decida otra cosa. Pero estoy dispuesto a
entretenerlo —todo esto lo decía en breves frases entrecortadas, con terribles esfuerzos
para respirar entre una y otra—. Ya sé que todo lo hace por mi bien. Quiero que le conste
que estoy seguro de ello. Ya se saldrá con la suya, pero déme tiempo para recuperar
fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. Le dejaré salir a las seis.
—Esto es una locura, Holmes.
—Solo dos horas, Watson. Le prometo que podrá salir a las seis. ¿No le importa
esperar?
—Parece que no tengo elección.
—En efecto, Watson, no la tiene. Gracias, no necesito ayuda para arreglar las sábanas.
Haga el favor de mantener la distancia. Y ahora, Watson, tengo que imponerle otra
condición. No irá a buscar a ese médico que ha dicho, sino al que yo le indique.
—Como usted quiera.
—Las tres primeras palabras sensatas que ha pronunciado usted desde que entró en
esta habitación, Watson. Encontrará libros en aquel rincón. Me encuentro algo agotado.
Me pregunto cómo se sentirá una pila cuando descarga electricidad en un cuerpo no
conductor. Reanudaremos nuestra conversación a las seis, Watson.
Pero estaba escrito que la reanudaríamos mucho antes de aquella hora, y en
circunstancias que me provocaron un sobresalto que nada tenía que envidiar al que me
produjo el salto de Holmes hacia la puerta. Llevaba algunos minutos contemplando en
silencio la figura que yacía en la cama. Tenía el rostro casi cubierto por las sábanas y
parecía dormido. Sintiéndome incapaz de sentarme a leer, di un lento paseo por la
habitación, examinando los retratos de famosos criminales que adornaban todas las
paredes. Por último, caminando sin rumbo, llegué a la repisa de la chimenea. Sobre ella
había desparramado todo un surtido de pipas, petacas, jeringas, navajas, cartuchos de
revólver y otros objetos. En medio de todos había una cajita de marfil blanca y negra, con
tapa deslizante. Era bastante bonita, y ya había extendido la mano para examinarla más de
cerca, cuando…
—¡Deje eso! ¡Déjelo ahora mismo, Watson! ¡Ahora mismo, le digo! —su cabeza
volvió a caer sobre la almohada, con un fuerte suspiro de alivio, cuando volví a dejar la
cajita en la repisa—. Odio que anden tocando mis cosas, Watson, sabe usted que lo odio.
Me está usted irritando más de lo que puedo soportar. Vaya un médico… Es usted capaz
de mandar a un paciente al manicomio. Siéntese, hombre, y déjeme descansar.
El incidente me dejó una impresión de lo más desagradable. Aquella irritación violenta
y sin motivo, acompañada por aquel lenguaje brutal, tan diferente de su habitual suavidad,
me demostraba lo profundamente trastornada que estaba su mente. La ruina de una mente
noble es la más lamentable de todas las ruinas. Me quedé sentado, callado y abatido, hasta
que hubo transcurrido el tiempo estipulado. Pareció como si Holmes hubiera estado
mirando el reloj lo mismo que yo, porque apenas dieron las seis comenzó a hablar con la
misma excitación febril de antes.
—Vamos a ver, Watson —dijo—. ¿Lleva algo de calderilla en el bolsillo?
—Sí.
—¿Alguna moneda de plata?
—Bastantes.
—¿Cuántas medias coronas?
—Tengo cinco.
—¡Ah, son pocas, son pocas! ¡Qué pena, Watson! Pero, en fin, por pocas que sean,
métaselas en el bolsillo del reloj. Y el resto del dinero métalo en el bolsillo izquierdo del
pantalón. Gracias. Así estará mucho mejor equilibrado.
Aquello era un completo desvarío. Holmes se estremeció y emitió de nuevo un sonido
que era mitad tos, mitad sollozo.
—Ahora, haga el favor de encender la luz de gas, Watson, pero ponga mucho cuidado
en que en ningún instante esté a más de media potencia. Le ruego que ponga mucho
cuidado. Gracias, así está muy bien. No, no hay necesidad de bajar la persiana. Ahora
tenga la bondad de colocar algunas cartas y papeles en esta mesita, al alcance de mi mano.
Gracias. Añada algunas cosas de encima de la repisa. Muy bien, Watson. Ahí tiene unas
pinzas para el azúcar. Haga el favor de coger con ellas esa cajita de marfil. Colóquela aquí,
entre los papeles. ¡Muy bien! Ahora ya puede ir a avisar al señor Culverton Smith, en el
número 13 de Lower Burke Street.
A decir verdad, ya no sentía tantas ganas de ir a buscar a un médico, porque el pobre
Holmes deliraba de una manera tan evidente que me parecía peligroso dejarlo solo. Sin
embargo, ahora se le veía tan ansioso de consultar a la persona mencionada como antes se
había obstinado en rechazar toda ayuda médica.
—Jamás he oído ese nombre —dije.
—Es muy posible que no, mi buen Watson. Quizá le sorprenda saber que el hombre
que más sabe de esta enfermedad en todo el mundo no es un médico, sino un plantador. El
señor Culverton Smith es un conocido residente de Sumatra, que ahora se encuentra de
visita en Londres. Una epidemia de esta enfermedad en su plantación, que está muy
alejada de toda asistencia médica, le obligó a estudiarla personalmente, obteniendo
algunos resultados de gran trascendencia. Se trata de una persona muy metódica, y yo no
quería que usted saliera antes de las seis, porque me constaba que no lo encontraría en su
despacho. Si pudiera usted convencerle de que viniera aquí y pusiera a nuestro servicio sus
conocimientos sobre la enfermedad, cuyo estudio constituye su mayor afición, estoy
seguro de que podría ayudarme.
Estoy transcribiendo las frases de Holmes completas y seguidas, sin pretender indicar
cómo se interrumpían a causa de los jadeos, y sin describir las contracciones de las manos,
que revelaban el dolor que sufría. Su aspecto había cambiado a peor durante las pocas
horas que yo llevaba con él. Las manchas héticas se veían más pronunciadas, los ojos
relucían aún más en el fondo de las oscuras cuencas, y un sudor frío brillaba en su frente.
Sin embargo, aún conservaba su manera de hablar, airosa y desenfadada. Hasta el último
suspiro, seguiría controlando la situación.
—Cuéntele exactamente en qué estado me dejó —dijo—. Tiene que transmitirle la
misma impresión que tiene usted en la mente: la de un hombre moribundo…, moribundo y
delirante. La verdad es que no me explico cómo el fondo entero del mar no es una masa
compacta de ostras, con lo prolíficas que parecen estas criaturas. ¡Ah, estoy divagando! Es
curioso, hay que ver cómo el cerebro controla al cerebro. ¿Qué estaba diciendo, Watson?
—Me daba instrucciones para el señor Culverton Smith.
—¡Ah, sí, ya recuerdo! Mi vida depende de ello. Tendrá que rogarle, Watson. Nuestras
relaciones no son muy buenas. Su sobrino…, ¿sabe, Watson?…, yo sospechaba que había
juego sucio y dejé que él se diera cuenta. El muchacho tuvo una muerte horrible, y él me
guarda rencor. Tiene usted que ablandarle. Ruegue, suplique, pero tráigalo aquí como sea.
Solo él puede salvarme…, solo él.
—Lo traeré en un coche, aunque tenga que subirlo en él a la fuerza.
—No hará nada semejante. Tiene que convencerlo de que venga… y después tiene
usted que regresar antes que él. Ponga cualquier excusa para no venir con él. No lo olvide,
Watson. Sé que no me fallará usted. Nunca me ha fallado. Sin duda, las ostras deben tener
enemigos naturales que controlan el aumento de su población. Usted y yo, Watson, hemos
cumplido con nuestra parte. ¿Acaso ahora va a quedar el mundo a merced de las ostras?
No, no, sería horrible. Tiene usted que transmitirle todo lo que lleva en la mente…
Me marché de allí obsesionado por la imagen de aquel poderoso intelecto balbuceando
como un niño tonto. Me había entregado la llave, y yo me la guardé de buena gana, no
fuera a ocurrírsele encerrarse de nuevo. La señora Hudson esperaba en el pasillo,
temblando y sollozando. Al salir del apartamento, oí a mis espaldas la voz aguda y
cascada de Holmes entonando un cántico delirante. Una vez en la calle, mientras yo
silbaba para llamar a un coche de alquiler, un hombre salió entre la niebla y se me acercó.
—¿Cómo está el señor Holmes? —me preguntó. Era un viejo conocido, el inspector
Morton, de Scotland Yard, vestido con un traje informal de lana.
—Está muy enfermo —respondí.
Me miró de una manera muy curiosa. De no haber sido un pensamiento demasiado
horrible, podría haber imaginado que la luz de la puerta iluminaba una expresión de
regocijo en su rostro.
El coche había llegado y me despedí de él.
Lower Burke Street resultó ser una hilera de elegantes casas en la incierta frontera que
separa Notting Hill y Kensington. La casa concreta ante la que se detuvo el cochero tenía
un aire de respetabilidad pomposa y relamida, con su anticuada verja de hierro, su maciza
puerta de dos hojas y sus relucientes apliques de latón. Todo ello hacía juego con el
solemne mayordomo que apareció enmarcado en el resplandor rosado de una luz eléctrica
encendida a sus espaldas.
—Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¿El doctor Watson? Muy bien, señor, le
llevaré su tarjeta.
Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A
través de la puerta entreabierta oí una voz chillona, penetrante y petulante.
—¿Quién es este individuo? ¿Qué quiere? Válgame Dios, Staples, ¿cuántas veces
tengo que decir que no quiero que me molesten durante mis horas de estudio?
Le respondió una suave oleada de explicaciones tranquilizadoras por parte del
mayordomo.
—Bueno, pues no voy a recibirle, Staples. No puedo interrumpir mi trabajo así como
así. No estoy en casa, dígaselo. Dígale que venga por la mañana si tiene verdadera
necesidad de verme.
De nuevo se oyó el suave murmullo.
—Bien, bien, déle este mensaje. Que venga por la mañana o que se quede en su casa.
Mi trabajo no puede sufrir interrupciones.
Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y tal vez contando los
minutos hasta que yo le hiciera llegar ayuda. No era momento de andarse con ceremonias.
Su vida dependía de mi celeridad. Antes de que el mayordomo me transmitiera el mensaje
deshaciéndose en disculpas, yo le había hecho a un lado y había entrado en la habitación.
Lanzando un agudo chillido de ira, un hombre se levantó de la poltrona instalada junto
a la chimenea. Vi una cara grande y amarillenta, de piel rugosa y grasienta, con una gruesa
papada y dos ojos grises, feroces y amenazadores que me miraban desde debajo de unas
cejas rubias y pobladas. El cráneo, alto y calvo, se cubría con un gorrito de terciopelo,
ladeado coquetamente sobre la curva de color de rosa. La cabeza tenía una capacidad
enorme, pero cuando miré hacia abajo vi con sorpresa que el cuerpo era pequeño y frágil,
con los hombros y la espalda torcidos, como si hubiera padecido raquitismo en su
infancia.
—¿Qué es esto? —gritó con voz chillona—. ¿Qué significa esta invasión? ¿No le he
enviado recado de que le recibiría mañana por la mañana?
—Lo siento —dije yo—. Pero el asunto no admite demoras. El señor Sherlock
Holmes…
La mención del nombre de mi amigo ejerció un efecto extraordinario sobre aquel
hombrecillo. La mirada furiosa desapareció al instante de su rostro. Sus facciones se
pusieron tensas y en estado de alerta.
—¿Viene usted de parte de Holmes? —preguntó.
—Acabo de dejarlo.
—¿Y qué hay de Holmes? ¿Qué tal está?
—Está gravísimamente enfermo. Por eso he venido.
Me indicó un asiento y volvió a sentarse en el suyo. Al hacerlo, pude captar una
imagen fugaz de su cara en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Podría
haber jurado que en ella se dibujaba una sonrisa maliciosa y abominable. Pero preferí
pensar que lo que había visto era una simple contracción nerviosa, porque al instante se
volvió hacia mí con una expresión de sincero interés.
—Lamento oír eso —dijo—. Solo conozco al señor Holmes por unos asuntos de
negocios que hemos tenido, pero siento el mayor respeto por su talento y su personalidad.
Es un aficionado al estudio del crimen, como yo lo soy de la enfermedad. El persigue
criminales; yo, microbios. Ahí están mis cárceles —señaló una hilera de frascos y tarros
alineados sobre una mesa—. En esos cultivos gelatinosos cumplen condena algunos de los
peores delincuentes del mundo.
—Precisamente por esos conocimientos especiales suyos desea verle el señor Holmes.
Tiene una elevada opinión de usted y está convencido de que es usted el único hombre de
Londres que puede ayudarle.
El hombrecillo dio un respingo y su coquetón gorrito resbaló hasta el suelo.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué habría de pensar el señor Holmes que yo puedo
ayudarle en ese trance?
—Por los conocimientos sobre enfermedades orientales que usted posee.
—¿Y qué le hace pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental?
—El hecho de que, en una de sus investigaciones profesionales, ha estado trabajando
en los muelles entre marineros chinos.
El señor Culverton Smith sonrió complacido y recogió su gorrito.
—Ah, ¿conque es eso? —dijo—. Confío en que se trate de un asunto tan grave como
usted supone. ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?
—Tres días.
—¿Delira?
—De vez en cuando.
—Vaya, vaya. Parece cosa seria. Sería inhumano no responder a su llamada. Doctor
Watson, me molesta mucho cualquier interrupción en mi trabajo, pero desde luego este es
un caso excepcional. Iré con usted inmediatamente.
Yo recordé las instrucciones de Holmes.
—Tengo otra cita —dije.
—Muy bien, iré solo. Tengo apuntada la dirección del señor Holmes. Puede usted
confiar en que estaré allí dentro de media hora como máximo.
Regresé a la habitación de Holmes con el corazón abatido. Por lo que yo sabía, durante
mi ausencia podía haber ocurrido lo peor. Sin embargo, advertí con gran alivio que había
mejorado considerablemente en aquel intervalo. Su aspecto seguía siendo tan cadavérico
como antes, pero había desaparecido todo rastro de delirio, y aunque hablaba con voz
débil, lo hacía con una agudeza y lucidez aun mayores que lo habitual en él.
—¿Y bien, Watson? ¿Lo ha visto?
—Sí; va a venir.
—¡Estupendo, Watson, estupendo! Es usted el mejor de los mensajeros.
—Quería venir conmigo.
—Ah, pero eso no habría dado resultado, Watson. Eso habría sido de todo punto
imposible. ¿Preguntó por mi dolencia?
—Le conté lo de los chinos en el East End.
—¡Perfecto! Muy bien, Watson, ha hecho usted todo lo que podría hacer un buen
amigo. Ahora ya puede desaparecer de la escena.
—Tengo que quedarme y escuchar su opinión, Holmes.
—Pues claro que sí. Pero tengo razones para suponer que su opinión será mucho más
sincera y valiosa si él cree que estamos solos. Hay sitio suficiente detrás de la cabecera de
mi cama, Watson.
—¡Pero Holmes!
—Me temo que no hay alternativa, Watson. La habitación no se presta mucho a
ocultamientos, lo cual es una ventaja, porque así es menos probable que despierte sus
sospechas. Pero aquí creo que podrá esconderse —de pronto se incorporó con una rígida
expresión de ansiedad en su rostro macilento—. ¡Ahí se oyen las ruedas, Watson! ¡Rápido,
hombre, si es que me aprecia! Y no se mueva, ocurra lo que ocurra…, ocurra lo que
ocurra, ¿me oye? No hable, no se mueva, limítese a escuchar como si fuera todo oídos.
Al instante, aquel súbito acceso de energía se esfumó, y su hablar dominante y lleno de
sentido degeneró en el vago murmullo de una persona medio delirante.
Desde el escondrijo en el que tan rápidamente me habían hecho introducirme, oí los
pasos en la escalera y el abrirse y cerrarse de la puerta de la alcoba. A continuación, con
gran sorpresa por mi parte, hubo un prolongado silencio, roto tan solo por la respiración
jadeante del enfermo. Me imaginé que el visitante estaría de pie junto a la cama,
examinando al paciente.
—¡Holmes! ¡Holmes! —llamó el recién llegado, en el tono insistente que se utiliza
para despertar a una persona dormida—. ¿Puede oírme, Holmes?
Se oyó un roce, como si estuviera sacudiendo violentamente al enfermo por el hombro.
—¿Es usted, señor Smith? —murmuró Holmes—. Tenía pocas esperanzas de que
viniese.
El otro se echó a reír.
—Ya me lo imagino —dijo—. Y sin embargo, ya lo ve, he venido. ¡Es usted un
malpensado, Holmes, un malpensado!
—Es usted muy amable…, muy generoso… Tengo en gran estima sus conocimientos.
Nuestro visitante soltó otra risita.
—¿Sí, eh? Por suerte, es usted el único en Londres que los sabe apreciar. ¿Sabe usted
qué es lo que le pasa?
—Lo mismo —dijo Holmes.
—¡Ah! ¿Reconoce los síntomas?
—Demasiado bien.
—Pues bien, no me sorprendería, Holmes. No me sorprendería que fuera lo mismo.
Mala cosa para usted, si es así. El pobre Víctor murió en cuatro días… con lo joven, fuerte
y saludable que era. Desde luego, como usted dijo, resultaba muy sorprendente que fuera a
contraer una extraña enfermedad asiática en pleno corazón de Londres… y, además, una
enfermedad que yo había estudiado tan a fondo. Una curiosa coincidencia, Holmes. Fue
usted muy listo al observarlo, pero fue muy poco caritativo al sugerir que había una
relación de causa y efecto.
—Sé que usted lo hizo.
—¿Ah, conque lo sabe, eh? Pues no pudo demostrarlo. ¿Y qué le parece eso de ir
difundiendo informes acusatorios contra mí, y luego venir arrastrándose a pedir ayuda en
cuanto se encuentra en apuros? ¿Qué clase de juego es ese?
Oí la respiración ronca y trabajosa del enfermo.
—¡Déme el agua! —jadeó.
—Está usted muy cerca del final, amigo mío, pero no quiero que se muera sin haber
hablado unas palabras con usted. Por eso le doy agua. Tenga, no la derrame. Ya está bien.
¿Entiende lo que le digo?
Holmes gimió.
—Haga lo que pueda por mí. Lo pasado, pasado —susurró—. Borraré esas palabras de
mi mente…, le juro que lo haré. Cúreme, y lo olvidaré todo.
—¿Olvidará qué?
—Pues la muerte de Victor Savage. Prácticamente acaba de reconocer que usted lo
hizo. Pero lo olvidaré.
—Por mí, puede olvidarlo o recordarlo, como prefiera. No le veo a usted en el estrado
de los testigos. Más bien en una caja de madera, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me
importa nada que sepa cómo murió mi sobrino. No estamos hablando de él, sino de usted.
—Sí, sí.
—Ese tipo que vino a buscarme…, he olvidado su nombre…, dijo que había usted
contraído la enfermedad en el East End, entre los marineros.
—Es la única explicación que encuentro.
—Se siente orgulloso de su cerebro, ¿verdad, Holmes? Se cree usted muy listo, ¿no es
así? Pues en esta ocasión se ha topado con alguien más listo que usted. Haga memoria,
Holmes. ¿No se le ocurre ninguna otra manera en la que haya podido contraer este mal?
—No puedo pensar. Se me va la cabeza. ¡Por amor de Dios, ayúdeme!
—Sí, le ayudaré. Le ayudaré a comprender su situación y cómo se metió en ella.
Quiero que lo sepa antes de morir.
—Déme algo para aliviar el dolor.
—Duele, ¿verdad? Sí, los culis solían chillar bastante, hacia el final. Da como un
calambre, me imagino.
—Sí, sí, un calambre.
—Bien, por lo menos oye usted lo que digo. Ahora, escuche. ¿No recuerda que
sucediera algo fuera de lo normal poco antes de que se presentaran los síntomas?
—No, no, nada.
—Piénselo bien.
—Estoy demasiado enfermo para pensar.
—Está bien, le ayudaré. ¿No recibió nada por correo?
—¿Por correo?
—¿Tal vez una cajita?
—Me desmayo…, me muero.
—¡Escuche, Holmes! —se oyó un sonido como si estuviera sacudiendo al moribundo,
y solo a duras penas pude permanecer inmóvil en mi escondite—. Tiene usted que oírme.
Y va a oírme. ¿No recuerda una cajita? ¿Una cajita de marfil? Llegó el miércoles. Usted la
abrió. ¿Lo recuerda?
—Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte con punta. Alguna broma…
—No era ninguna broma, como pronto comprobará a costa suya. ¡Estúpido! Se lo
estaba buscando, y ahí lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera
dejado en paz, yo no le habría hecho ningún daño.
—Ahora recuerdo —jadeó Holmes—. ¡El resorte! Me hizo sangre. La caja…, esa caja
que hay en la mesa…
—¡Esa misma, por San Jorge! Y más vale que me la lleve en el bolsillo. Con esto
desaparece su último vestigio de prueba. Pero ahora sabe la verdad, Holmes, y puede
morir con el conocimiento de que yo le maté. Sabía usted demasiado sobre la muerte de
Víctor Savage, así que hice que la compartiese. Su final está ya muy cerca, Holmes. Voy a
sentarme aquí a verle morir.
La voz de Holmes se había ido reduciendo a un susurro casi inaudible.
—¿Qué dice? —preguntó Smith—. ¿Que abra más la llave de la luz de gas? Ah, las
sombras empiezan a envolverle, ¿eh? Sí, daré toda la luz, y así podré verle mejor —cruzó
la habitación y la luz se acentuó de pronto—. ¿Hay alguna otra cosilla que pueda hacer por
usted, amigo mío?
—Una cerilla y un cigarrillo.
Estuve a punto de soltar un grito de júbilo y asombro. Holmes estaba hablando con su
voz natural; un poco débil, tal vez, pero la misma voz que yo conocía. Hubo una larga
pausa y me dio la sensación de que Culverton Smith estaba mirando a su interlocutor,
mudo de asombro.
—¿Qué significa esto? —le oí decir por fin, con voz seca y ronca.
—La mejor manera de representar un papel con éxito es vivirlo —respondió Holmes
—. Le doy mi palabra de que durante tres días no he probado alimento ni bebida hasta que
usted tuvo la bondad de servirme ese vaso de agua. Pero lo que más echo de menos es el
tabaco. ¡Ah, aquí hay cigarrillos! —oí encenderse una cerilla—. Vaya, vaya. Creo que
oigo los pasos de un amigo.
Se oyeron pisadas fuera, se abrió la puerta y apareció el inspector Morton.
—Todo va bien, y este es su hombre —dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de
rigor.
—Queda detenido por el asesinato de Víctor Savage —dijo para concluir.
—Y podríamos añadir el asesinato frustrado de Sherlock Holmes —comentó mi amigo
con una risita—. ¿Sabe, inspector? Para ahorrarle molestias a un inválido, el señor
Culverton Smith ha tenido la bondad de hacer nuestra señal, abriendo él mismo la llave de
la luz de gas. Por cierto, el detenido lleva en el bolsillo derecho de su chaqueta una cajita
que sería mejor incautarle. Gracias. Si yo fuera usted, la manejaría con mucho cuidado.
Déjela ahí. Puede ser importante en el juicio.
Hubo un movimiento súbito y un forcejeo, seguidos por un choque metálico y un grito
de dolor.
—¡Lo único que conseguirá será hacerse daño! —dijo el inspector—. ¿Quiere estarse
quieto de una vez? —se oyó el chasquido de las esposas al cerrarse.
—¡Bonita trampa! —exclamó la voz chillona, en tono de burla—. Esto le llevará a
usted al banquillo, Holmes, y no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me dio lástima,
y por eso vine. Y ahora, sin duda, querrá hacer creer que yo he dicho cualquier cosa que él
quiera inventarse, y que corrobore sus disparatadas sospechas. Puede decir todas las
mentiras que quiera, Holmes. Es su palabra contra la mía.
—¡Válgame Dios! —exclamó Holmes—. Me había olvidado por completo de él.
Querido Watson, le debo a usted mil excusas. ¡Mira que olvidárseme que estaba usted
aquí! No hace falta que le presente al señor Culverton Smith, ya que tengo entendido que
se conocieron ustedes esta misma tarde. ¿Tiene abajo el coche, inspector? Iré tras ustedes
en cuanto me haya vestido. Quizá les sea de alguna utilidad en la comisaría.
—Jamás lo necesité tanto —dijo Holmes, mientras se reconfortaba con un vaso de
clarete y unas galletas, al mismo tiempo que se aseaba—. Sin embargo, como usted sabe,
soy hombre de hábitos irregulares, y este montaje me ha resultado menos penoso que a la
mayoría. Era esencial impresionar a la señora Hudson y hacerla creer que todo era real, ya
que ella era quien tenía que convencerle a usted, y usted, a su vez, tenía que convencerle a
él. No estará ofendido, ¿eh, Watson? Ya sabe usted que entre sus muchos talentos no
figura el del disimulo, y si usted hubiera compartido mi secreto, jamás habría podido
persuadir a Smith de la urgente necesidad de su presencia, que era el punto crucial de todo
el plan. Conociendo su carácter vengativo, estaba segurísimo de que vendría a contemplar
el resultado de su obra.
—Pero ¿y su aspecto, Holmes? Ese rostro cadavérico…
—Tres días de ayuno absoluto no embellecen a nadie, Watson. En cuanto al resto, no
hay nada que una esponja no pueda curar. Se puede conseguir un efecto de lo más
satisfactorio con vaselina en la frente, belladona en los ojos, colorete en las mejillas, y
unos pegotes de cera en los labios. Esto de fingirse enfermo es un tema sobre el cual he
pensado varias veces en escribir una monografía. Y con unos cuantos comentarios acerca
de medias coronas, ostras, o cualquier otra extravagancia, se logra producir una excelente
impresión de delirio.
—Pero ¿por qué no me dejó acercarme a usted, dado que en realidad no había peligro
de contagio?
—¿Es posible que me lo pregunte, querido Watson? ¿Se imagina que no siento ningún
respeto por su capacidad como médico? ¿Cómo iba yo a esperar que su agudo criterio
aceptara un moribundo que, por muy débil que estuviese, no tenía fiebre ni el pulso
alterado? A cuatro metros de distancia podía engañarle. Si no lo conseguía, ¿quién iba a
traerme a Smith al alcance de mi mano? No, Watson, yo no tocaría esa caja. Si la mira de
costado, verá por donde salta el resorte al abrirla, como el colmillo de una víbora. Me
atrevería a decir que fue un artilugio como ese el que provocó la muerte del pobre Savage,
que se interponía entre ese monstruo y una restitución de propiedades. Pero, como sabe,
recibo una correspondencia muy variada, y siempre estoy un poco en guardia contra los
paquetes que me llegan. No obstante, estaba seguro de que, si fingía que su plan había
tenido éxito, podría arrancarle una confesión. Y he llevado a cabo esa simulación con la
minuciosidad del verdadero artista. Gracias, Watson: tendrá usted que ayudarme a
ponerme la chaqueta. Cuando hayamos terminado en la comisaría, creo que no nos vendría
nada mal tomar algo nutritivo en Simpson’s.
15. EL CARBUNCLO AZUL
Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la
intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el
sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de
periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al
lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un
sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una
lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado
allí con el fin de examinarlo. —Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo? —
Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones.
Se trata de un caso absolutamente trivial —señaló con el pulgar el viejo sombrero—, pero
algunos detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso resultan
instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo
una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
—Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una
historia terrible… o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al
castigo de algún delito.
—No, qué va. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Tan
solo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro
millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones
y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de
acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan
extraños y sorprendentes sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese
tipo.
—Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he
añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal.
—Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al
curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio
retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría
inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
—Sí.
—Este trofeo le pertenece.
—¿Es su sombrero?
—No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como
un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo
llegó aquí. Llegó la mañana del día de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no
me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los
siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted
sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su
casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que
caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al
llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un
grupillo de maleantes. Uno de estos le quitó el sombrero de un golpe; el desconocido
levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate
de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido
contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una
persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se
desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road.
También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de
batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un
impecable ejemplar de ganso de Navidad.
—¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?
—Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a
la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que
en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad
nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada
fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.
—¿Y qué hizo entonces Peterson?
—La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí
me interesan hasta los más insignificantes problemas. Hemos conservado el ganso hasta
esta mañana, ante los indicios de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin
retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que
cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido
caballero que se quedó sin su cena de Navidad.
—¿No puso ningún anuncio?
—No.
—¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?
—Solo lo que podemos deducir.
—¿De su sombrero?
—Exactamente.
—Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted
referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar
sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja,
pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante,
pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.».
El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba esta. Por lo demás, estaba
agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado
disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.
—No veo nada —dije, devolviéndoselo a mi amigo.
—Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de
lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
—Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero. Lo cogió de mis
manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.
—Quizás podría haber resultado más sugerente —dijo—, pero aun así hay unas
cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de
probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada
inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la
actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto,
lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría
significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto
podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle.
—¡Pero, Holmes, por favor!
—Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio —continuó, sin hacer
caso de mis protestas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se
encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado
hace pocos días y en el que se aplica fijador. Estos son los datos más aparentes que se
deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que
tenga instalación de gas en su casa.
—Se burla usted de mí, Holmes.
—Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados,
sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
—No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de
seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por
completo la frente y quedó apoyado en el caballete de la nariz.
—Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan grande tiene
que tener algo dentro.
—¿Y su declive económico?
—Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y
curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda y
en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan
caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a
menos.
—Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la
regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
—Aquí está la precisión —dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la
goma sujetasombreros—. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo
hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de
adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde que se le ha roto la
goma no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como
antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado
disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por
completo su amor propio.
—Desde luego, es un razonamiento plausible.
—Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el
fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela
una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero.
Todas están pegajosas, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted,
no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual
demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las
manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira
abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física.
—Pero lo de su mujer… dice usted que ha dejado de amarle.
—Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido
Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en
semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su
mujer.
—Pero podría tratarse de un soltero.
—No, llevaba a casa el ganso como regalo para hacer las paces con su mujer.
Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay
instalación de gas en su casa?
—Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo
nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en
frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el
sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, una llama de gas
no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?
—Bueno, es muy ingenioso —dije, echándome a reír—. Pero, puesto que no se ha
cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a
excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par
en par y Peterson, el recadero, entró en la habitación con el rostro enrojecido y una
expresión de asombro sin límites.
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —decía, jadeante.
—¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha resucitado y ha salido volando por la ventana de la
cocina? —Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre.
—¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! —y extendió la
mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante
más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz
eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.
—¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. ¡A eso lo llamo yo encontrar un tesoro!
Supongo que sabe lo que tiene en la mano.
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!
—Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
—¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo.
—Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma después de haber
estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente
única, y sobre su valor solo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece,
mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.
—¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —el recadero se desplomó sobre una silla,
mirándonos alternativamente a uno y a otro.
—Esa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones
sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la
mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
—Si no recuerdo mal, desapareció en el Hotel Cosmopolitan —comenté.
—Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue
acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan
sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe —y
rebuscó entre los periódicos, consultó las fechas, seleccionó uno, lo dobló y leyó el
siguiente párrafo:
ROBO DE JOYAS EN EL HOTEL COSMOPOLITAN
John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de
haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la
valiosa piedra conocida como “el carbunclo azul”. James Ryder, jefe de
servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al
tocador de la condesa de Morcar, para que soldara un barrote de la rejilla de la
chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo
de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había
desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de
tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba guardar la
joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y
Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en
su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa,
declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo,
y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita
por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la
detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en
los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había
sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar
sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio
muestras de intensa emoción durante el proceso, se desmayó al oír la
resolución y tuvo que ser sacado de la sala.
—¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía —dijo Holmes, pensativo—. Ahora, la
cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado,
en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve,
Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más
importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino
del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características
con las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la
tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este
pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda
consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos
a otros métodos.
—¿Qué va usted a decir?
—Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un
sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede
recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y
conciso.
—Mucho. Pero ¿lo verá él?
—Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de
una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver
acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse
arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre, nos
aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene,
Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St. James Gazette, el Evening News, el
Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
—Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta
compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio
del que se está comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como
un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo
favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada
faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La
encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de
poseer todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo
rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos
asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos
doce quilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un
proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le
escribiré unas líneas a la condesa, avisándola de que lo tenemos.
—¿Cree usted que ese Horner es inocente?
—No lo puedo saber.
—Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente
inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que si estuviera
hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si
recibimos respuesta a nuestro anuncio.
—¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
—Nada.
—En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora
indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan embrollado.
—Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista
de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine
cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y eran ya más de las seis y media cuando pude volver a
Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta
abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada.
Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de
Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su butaca y
saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba
adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo
que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy
a punto. ¿Es este su sombrero, señor Baker?
—Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro
amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un
toque de color en la nariz y en las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano
extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra
y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de
las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y
entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un
hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas durante varios días —dijo Holmes— porque
esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el
anuncio.
Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
—No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos —dijo—. Estaba
convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y
el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito del ave…, nos vimos obligados a comérnosla.
—¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la
silla.
—Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro
ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está
perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
—¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.
—Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su
ganso, así que si usted quiere… El hombre se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero aparte de eso, no veo
de qué utilidad me iban a resultar los disiecta membra de mi difunto amigo. No, señor,
creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el
aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un
encogimiento de hombros.
—Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave —dijo—. Por cierto, ¿le importaría
decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy muy aficionado a las aves de corral y pocas
veces he visto una mejor criada.
—Desde luego, señor —dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida
propiedad bajo el brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del
museo… Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el
dueño, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos
pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente
mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una
boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su
camino.
—Con esto queda liquidado el señor Henry Baker —dijo Holmes, después de cerrar la
puerta tras él—. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?
—No demasiada.
—Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté
fresca.
—Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos
envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un
cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo.
Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos,
Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al
cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que
es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se
dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño,
un hombre de cara colorada y delantal blanco.
—Su cerveza debe de ser excelente si es tan buena como sus gansos —dijo.
—¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido.
—Sí. Hace tan solo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es
miembro de su Club del Ganso.
—¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
—¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
—Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
—¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
—Se llama Breckinridge.
—¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa.
Buenas noches.
—Ahora, vamos a por el señor Breckinridge —continuó, abotonándose el gabán
mientras salíamos al aire helado de la calle—. Recuerde, Watson, que, aunque tengamos a
un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos a un
hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar
su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en
cualquier caso, tenemos una línea de investigación que la policía no ha encontrado y que
una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo.
¡Rumbo al Sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de
callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes
tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de
cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches, y fresquitas —dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
—Por lo que veo, se le han terminado los gansos —continuó Holmes, señalando los
estantes de mármol vacíos.
—Mañana por la mañana le podré vender quinientos.
—Eso no me sirve.
—Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
—Oiga, que vengo recomendado.
—¿Por quién?
—Por el dueño del Alpha.
—Ah, sí. Le envié un par de docenas.
—Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted?
Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
—Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—. ¿Adonde
quiere llegar? Me gustan las cosas claritas.
—He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró
al Alpha.
—Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
—Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una
nimiedad.
—¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto
como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A
qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?», y «¿A quién le ha vendido los gansos?», y
«¿Cuánto quiere usted por los gansos?». Cualquiera diría que no hay otros gansos en el
mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
—Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando —
dijo Holmes con tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada.
Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave
que me comí es de campo.
—Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres —atajó el
vendedor.
—De eso, nada.
—Le digo yo que sí
—No le creo.
—¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un
mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
—No conseguirá convencerme.
—¿Quiere apostar algo?
—Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un
soberano, solo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y dijo:
—Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los
colocó juntos bajo la lámpara.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, creía que no me quedaban gansos,
pero ya verá como aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?
—Sí, ¿y qué?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del
campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el
libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis
proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo.
—Señora Oakshott, 117 Brixton Road… 249 —leyó Holmes.
—Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor.
Holmes buscó la página indicada.
—Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
—Muy bien. ¿Cuál es la última entrada?
—Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
—Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
—¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y
lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que
incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír
de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.
—Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el Pink’Un
asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante
una apuesta —dijo—. Me atrevería a decir que, si le hubiera puesto delante cien libras, el
tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole
creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al
final de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a
esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese
tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de
nosotros, y yo creo…
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente
del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño
y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara
colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento,
agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro.
—¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al diablo! Si
vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora
Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los
gansos?
—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo.
—Pues pídaselo a la señora Oakshott.
—Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
—Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo
de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las
tinieblas.
—Aja, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga
conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban
en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le
tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de
gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.
—Perdone —dijo Holmes en tono suave—, pero no he podido evitar oír lo que le
preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarlo.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto? —Me llamo
Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben.
—Pero usted no puede saber nada de esto.
—Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott,
de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que este a su vez vendió al
señor Windigate, del Alpha, y este a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry
Baker.
—Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —exclamó el hombrecillo, con las
manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el interés que
tengo en este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—En tal caso, lo me