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Ha sido Dámaso Alonso quien
ha ido develando ante nosotros la resonancia cálida
de Gil Vicente. Fueron primero aquellos esfuerzos por entresacar
de la producción del poeta las huellas de la poesía
tradicional1. Y fue luego su edición de la Tragicomedia
de Don Duardos, por vez primera impresa en tierras castellanas,
verdadero aluvión de poesía trémula,
fascinante2. Ahora, siguiendo de lejos los pasos del maestro,
he intentado acercarme a la Comedia do Viuvo, para ver qué
hay en ella de cercano a nosotros, qué ecos despierta
la voz vicentina en el lector de hoy, tan saturado de complicación
interna, de afanes tan encontrados.
La Comedia tiene, sin
duda alguna, mucho más aguzado aún que el Don
Duardos su encanto de primitivo. Un desmañado hilvanar,
una larga, muy larga introducción, una aventura amorosa
no muy decidida y orientada... La posible acción dramática,
en un total de 1056 versos, no comienza hasta el 390, verso
más, verso menos. Queda, pues, un total de menos de
700 versos para la auténtica vida de la Comedia, con
lo cual, en el fondo, nos encontramos con la contextura de
un auto tradicional de nuestro escritor3. Los versos anteriores
a la verdadera dramatización, esos trescientos y pico
anteriores, se gastan en explicar ante el auditorio, lenta
y reiteradamente, la viudez del buen hombre de Burgos y las
reacciones que su desgracia le produce. Mirando atentamente,
con la mayor ingenuidad y desnudez posibles, esta larga introducción,
vemos
—620→
que no podemos desasirnos de algo, que, insidioso,
nos suena y resuena en los oídos como familiar. He
aquí de qué se trata.
«...vino la muerte a llamar a mi puerta»
Al iniciarse la escena, el viudo (um homem mercador, que
moraua em Burgos, e tinha ha muyto nobre dona por molher)
está solo en las tablas. Y habla. Durante ochenta
versos, el viudo, con la dulce cadencia de las coplas manriqueñas4,
nos canta las excelencias de su mujer ya muerta:
... que perdí mujer tan bella
como estrella.
Es,
primeramente, una exposición quejumbrosa del propio
dolor por la desaparición de la fiel compañera,
seguida, inmediatamente, por una larga evocación de
las cualidades valiosas de la difunta:
Alegre con mi alegría;
con mi tristeza lloraba;
pronta a cuanto yo decía;
quería lo que yo
quería;
amaba lo que yo amaba:
toda su casa mandaba
y castigaba
sin de nadie ser oída,
ni de persona
nacida
profazaba.
Encontramos así a Gil Vicente
bien instalado en una caudalosa corriente de literatura medieval,
tradicional, ya lugar común en su tiempo: la poesía
de la muerte. Toda una larga teoría de versificadores
se ha entregado a este laborar, donde el ubi sunt? preside
con una sombra de melancolía las ausencias definitivas.
Esa poesía, estudiada en Europa por Italo Siciliano
entre otros5 y en
—621→
España detalladamente por Pedro
Salinas6, ha ido sufriendo a lo largo del siglo XV sucesivas
depuraciones y adaptaciones. Pedro Salinas ha hecho ver cómo
el sentido ordenador de Jorge Manrique, el gran último
eslabón de una secular cadena, elimina (dexemos a
los troyanos... dexemos a los romanos... vengamos a lo de
ayer...) lo que el tópico encierra de ausente y de
libresco, para recaer en lo que conserva un peso, una eficacia
en la memoria de las gentes, y, así, se acuerda de
los personajes cercanos, de ayer tan sólo, y de su
mundo, lo que hace que sea evocado no tanto el muerto como
la realidad vital en que estaba inserto, también desaparecida
velozmente. Y por último, Jorge Manrique se abate
sobre el padre, otro muerto ilustre, centro de todo el largo,
doloroso evocar del poema.
Me he detenido en este aspecto
de la poesía manriqueña de la muerte, porque,
sin duda alguna, aquí está el antecedente más
cercano de la elegía vicentina7. En el muy largo proceso
de la poesía de la muerte, la obra vicentina se nos
presenta como una última manifestación, depuradísima
ya, adelgazada, donde todo el complicado aparato funeral
se ha reducido al mínimo. Ya no hay un solo nombre
ilustre, historiable, ni una sola comparación de la
muerta con ninguna de las ilustres mujeres que la topística
medieval puso en circulación (Penélope, Helena,
Medea, Semíramis, Dido, Isolda)8, sino que el poeta
se limita a elaborar exclusivamente el encomio de las cualidades
de la desaparecida. Lo que en las Coplas manriqueñas
se condensa en tres estrofas, de las cuales dos se destinan
a comparar al maestre con personajes prototipos de determinadas
cualidades, se ha convertido en Gil Vicente en una ampliación
de aire intimista (a la vez que una eliminación total
de elementos cultos), de crudo monólogo, que alcanza
sesenta versos, iniciada por un directo evocar, herida memoria:
Que acordarme su nobleza,
su beldad, su perfección,
sus manas, su gentileza,
su tan medida franqueza,
quebrántame
el corazón.
—622→
¡Oh, qué humilde condición,
a la razón,
cuán callada, cuán sufrida,
toda plantada e ingerida
en descrición!
Alegre con mi alegría;
con mi tristeza lloraba
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Amiga de mis amigos.
Vemos cómo no
se trata del mero catálogo que P. Salinas ha puesto
tan es evidencia, típico de los poetas del siglo XV,
Gómez Manrique por ejemplo
sino que
cada cualidad se pone en vilo, funcionando en estrecho correlato
con las del sobreviviente. Se canta no tanto la cualidad
del muerto como su frío hueco en la sensibilidad del
vivo:
Alegre con mi alegría;
con mi tristeza...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
a
cuanto yo decía,
quería lo que yo quería,
amaba lo que yo amaba.
No, no se trata de un catálogo
encomiástico, sino de destacar, llanamente, el cese
de una armonía habitual, aún reciente y entera.
Es indudable que el manriqueño
¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor
para criados
y parientes!
etc., está en la raíz
de los versos siguientes del Viudo:
Amiga de mis amigos,
amparo de mis parientes;
—623→
muy humilde
a mis castigos,
cruel a mis enemigos,
placentera a sus
servientes.
Pero nuevamente vemos esa actualización
de la pena, impuesta por el posesivo. No se canta en abstracto,
elegíacamente, lo que tenía el muerto, sino
la falta de una participación; ya no es sólo
«amigo de sus amigos», sino de los míos. La elegía
se hace así más estremecidamente verdadera.
Esta constante interferencia de la mujer desaparecida y
la llaga producida por el violento desgarro de la separación,
está bien patente, y expresada de forma realmente
original, en el fin de la breve elegía:
Envidia ni parlería
jamás la sentí
ni oí;
y si mal de alguien oía
desculpaba
y respondía
como si fuera de sí.
Pues que
tanto bien perdí,
¿por qué nací?
Oh,
mujer, flor de las castas,
¿dónde estás, que
tú te gastas,
y a mí?
En el punto
que partiste
no debiera quedar yo;
porque la vida que es
triste,
más muere quien la resiste
que el muerto
que la dejó,
donde por vez primera nos encontramos
con el ubi sunt?, utilizado, puesto, con indudable acierto,
al final de la copiosa meditación como cima ya del
desespero, unido también al vivo, como todo lo que
venimos viendo, pero desprovisto, en la cúspide en
que se nos aparece, de valor retórico; al contrario,
surge bien lleno de sentido. Novedad que se complementa muy
bien con la leve causa subsiguiente, donde se identifica
la muerte con la inutilidad del vivir (otra forma de ir muriendo):
porque la vida que es triste,
más muere quien la
resiste
que el muerto que la dejó.
A aquel Dios
que la llevó
pido yo
—624→
muerte luego por vitoria;
pues la vida de mi gloria
ya pasó.
La interiorización
de un tema añejo y manido es la obra de Gil Vicente,
quien logra dar una resonancia nueva a los lamentos del viudo.
Resonancia cercana, dolida. Hemos avanzado mucho más
lejos en el camino que Jorge Manrique había trazado.
Lo verdaderamente claro, ilustrador, en esta introducción
a la Comedia do Viuvo, es la falta, hasta ahora, de un valor
dramático, strictu sensu. Es tan sólo un rico
caudal de poesía, medieval, ya vieja, utilizada sin
medida en todas partes, la poesía de la muerte, a
la cual vemos resucitar, reelaborada con un aliento humanísimo,
de ahilados matices, en la voz vicentina. Pero, ¿y la comedia?
Sigue sin ocurrir nada. El buen viejo de Burgos sigue solo
en el escenario, secándose sus lágrimas. Cuando,
en esto, aparece un fraile (Vem hum ffrade a consolar ho
viuuo, e diz).
Un viento nuevo
Aparece un fraile. Y habla. Como antes el viudo:
La gloria y consolación
daquel que es padre eternal
sea en vuestro corazón,
porque tenéis gran
razón
de llorardes vuestro mal.
Este buen fraile
pretende consolar al viudo en su caudalosa amargura. Y aquí
nos encontramos con un fuerte esguince en la concepción
poética de Gil Vicente. Nos habíamos acostumbrado,
con el anterior planto encomioso del viudo, a vernos en un
mundo viejo, interpretado con resonancias personalísimas,
de una delgadez extraordinaria, pero viejo: el de la poesía
medieval de la muerte. Hemos tenido la imprecisa sensación
de sentirnos instalados en una añeja tradición,
a la que Gil Vicente pone ecos nuevos y emocionados. Al tropezarnos
con este fraile consolador, podíamos pensar que también
un mundo de desengaño, de poesía llena de valores
tradicionales (los de la topística al uso, los del
sermonario y la vida religiosa en general) sería lo
natural y esperable. Y sin embargo, no es así. Hay
algo más. Este frailecito da un salto en el tiempo
y se nos coloca, en agrio contraste con lo medieval heredado,
en
—625→
el centro mismo de una actitud espiritual nueva, reformista,
de un cristianismo interior. Casi cómodamente, falazmente,
se acerca la palabra a los labios: un mundo espiritual muy
afín al erasmista. Con gran asombro vemos crecer,
apoyándose en lo antiguo, en el posible lugar común
(pensad cómo lo humano,
unos tarde, otros temprano,
nacimos para acabar;
y todo nuestro tardar,
a buen juzgar,
por más trabajo se cuenta,
pues no se excusa tormenta
neste mar),
una nueva actitud, alejada de la externa tradicional.
Nada de pompas ni de extremos dolorosos, sino una llamada
a la intimidad, al más escondido centro:
Esa llamada a la intimidad, a la aceptación
de la muerte con arreglo a la creencia, se exalta aún
más a continuación. Sí, no cabe duda;
estamos pisando un terreno seguro, muy distinto del anterior,
cuando el viudo lloraba su mujer:
¿De dónde, de dónde tan diversa postura? ¿Por
qué la muerte medieval, de mil maneras cantada e invocada,
ha de convertirse en:
a aquel dador de las vidas
dalde gracias infinitas
con
placer?
No se me oculta la dificultad que encierra el volver,
por una raíz erasmista para estos versos. La autoridad
inmensa de Marcel Bataillon parece negar erasmismo a Gil
Vicente, y lo mismo algún otro investigador12. Sin embargo,
me atrevo a llamar la atención sobre este trozo. Creo
que, desde luego, no se trata de la crítica anticlerical
cotidiana, y tan certeramente señalada por Marcel
Bataillon. Esta sátira contra los clérigos
se ve en la Comedia do Viuvo con diáfana precisión
más adelante: cuando el disfrazado don Rosvel expone
a las hermanas Paula y Melicia sus quehaceres en su imaginaria
aldea:
Y aún,
versos más adelante, se reitera, machaconamente, la
actitud anticlerical
VIUDO
¿Qué
lugar
es el tuyo?
ROSVEL
No es mío, que es de un
crigo,
y no tengo de negar
que no es suyo.
Es evidente
que en los versos consoladores del religioso que tan fugazmente
aparece en el Viudo trasciende no una crítica contra
el clero y sus flaquezas, sino una actitud espiritual. La
actitud erasmiana de, sin condenar las costumbres piadosas
ni las ceremonias visibles, sí considerarlas inferiores
al sacrificio espiritual, me parece trasparente en el trozo:
Y los que mueren honrados,
como acá vuestra mujer,
contritos y confesados,
¿qué hace luto menester?
Lo que, hermano, habéis de hacer,
ha de ser:
a
aquel dador de las vidas
dalde gracias infinitas
con placer.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Inclinaos a toda cosa
virtuosa,
ternéis
vida descansada,
que sin esto es la pasada
peligrosa.
Todo el repetido insistir sobre la necesidad de una piedad
interior, tan celosamente expuesta en el final de la Regla
V del Enquiridion (la suprimida precisamente por el Expurgatorio
de Amberes, 1571) nos acude a la memoria. Tanto más
cuanto que también la repetida acusación erasmista
de judaísmo, aplicada
—628→
a las fórmulas externas,
se nos presenta en las palabras del fraile de nuestra Comedia:
Tristeza, fuerza es tenella,
y lo al son desvaríos;
y algunos bien sin ella
publican la su querella
en hábito
de judíos;
son unos usos vazíos
y muy fríos,
y yerra quien los
consiente que quedó de la semiente
de gentíos.
Si la Comedia do Viuvo data de 152414,
como parece haber establecido la crítica más
ponderada, es muy probable que Gil Vicente conociese por
algún procedimiento el texto del Enquiridion, que
corría por Europa desde 150315. Son los años
en que Erasmo -y concretamente el Enquiridion- alcanza su
máxima popularidad en Europa. (Incluso antes del Viudo
ya se había traducido al español la Querela
Pacis, Sevilla, 1520). Las observaciones de Carolina Michaëlis
no se oponen a una lectura del texto latino por Gil Vicente16.
Es verdad,
—629→
y totalmente clara, que el erasmismo no produce
alteración alguna sobre el mundo dramático
de Gil Vicente, pero creo que esta breve intervención
del religioso en las tablas supone, por lo menos, un reflejo
de determinada actitud espiritual, que ha de ser tenida en
cuenta, siquiera sea como una manifestación de pulso
histórico. No se trata de bromear con más o
menos agudeza sobre las bulas, los jubileos, la cruzada,
los hábitos de los cardenales, de los frailes o del
Papa. Son unos concisos versos clamantes por una radical
verdad íntima. Entre todos los frágiles puntos
de semejanza señalados en las Obras de devaçam
por Marques Braga (refutados por M. Bataillon) y el texto
del Viudo, hay una clara, nítida diferencia17.
Otra vez la tradición
Pero volvamos a nuestra comedia. Lo cierto es que sigue
sin pasar nada, no ocurre, aún, conflicto dramático
alguno. El buen viejo de Burgos sigue solo en medio de las
tablas, tras la retirada del fraile consolador. El ánimo,
sosegado; el silencio, más vivo; la curiosidad, naciendo.
En este momento (y ya estamos en el verso 165) aparecen las
hijas del viudo, Paula y Melicia. Aparición aún
tímida, puesto que tan sólo la primera de ellas
(y la mayor), Paula, dice unas palabras. Y cuando todo hace
suponer que va a comenzar «a ocurrir algo», a desenvolverse
una trama, he aquí que de nuevo una persona llega
al escenario, evitando la lamentación del viudo, que
ya parecía reanudarse. Se trata de un buen hombre,
un compadre (Vem hum seu Compadre visitá-lo, e diz),
al que desde sus primeras palabras, presentimos propenso
a la chocarrería y a la facecia18:
COMPADRE
¿Qué
haces, compadre amigo?
—630→
El viudo, naturalmente, vuelve por
su pena:
Lo que quiere la tristura,
sin mujer y sin abrigo.
¿Continuarán
los loores de la muerta? ¿Vamos a oír un nuevo encomio
de sus virtudes personales? Nada de eso: el recién
llegado va a pronunciar, volcándose en incontenible
torrente, una larga y divertida serie de invectivas contra
su propia mujer:
Bien trocara yo contigo,
si supiera tu ventura;
que tengo
mujer tan dura
de natura,
que se da la vida en ella
mejor
que en Sierra de Estrella
la verdura.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
gran invidia te he, compadre,
sin medida.
El auditorio se siente, súbitamente,
trasladado a un mundo diferente. Un mundo que ya es familiar,
que ya tiene una larga memoria en la literatura medieval:
la poesía contra mujeres. Estamos otra vez frente
a una interpretación personal, tardía, de un
tema heredado. Nadie, en 1524, aparte de la viva tradición
medieval, podía ignorar el Maldezir de mujeres, de
Pere Torrellas, varias veces editado19. Toda esta recreación
literaria, muchas veces falta de
—631→
auténtica verdad,
llenó copiosamente la literatura española del
siglo XV, y llega al XVI, donde se le puede poner punto final
importante con el Diálogo de mujeres, de Cristóbal
de Castillejo. (Venecia, 1544)20. En esa corriente están
las afirmaciones de nuestro compadre cuando dice:
Dejemos su parecer
escaecer
y vengamos a lo al.
No estará
sin decir mal
o lo hacer.
Ella, por dame esa paja,
mete la calle en revuelta;
seso, ni sola migaja;
dueña
que se volvió graja
y anda en el aire suelta;
hállola
muy desenvuelta
en dar vuelta
dende lo bueno a lo malo:
lleva infinito palo
nesta envuelta.
Si algo estoy
de placer,
dice qué yerba he pisado.
Si triste,
quiéreme comer.
Yo no me puedo valer,
así
me trae asombrado.
Yo si trayo a mi cuñado
convidado,
muéstrame un ceño tamaño
que me hace
andar un año
reñegado.
Miente que
es cosa espantosa;
¡oh, cuántas mentiras pega,
muy
porfiada y temosa!
Soberbia, invidiosa,
siempre urde, siempre
trasfiega;
su lengua siempre navega
como pega,
para todo
mal ardida;
—632→
si se halla comprehendida,
luego niega.
Inútiles
las ligeras intervenciones del viudo y de sus hijas para
calmar semejante inundación de dicterios. Adivinamos
el irrefrenable regocijo de los espectadores ante esta larga
retahíla del malhumorado marido:
Porque
es plaga,
que desque la recebí,
bien pueden decir
por mí
el marido de la draga.
No hay quien me deshaga
tan gran llaga
de toda paz enemiga.
Por Dios, que no sé
qué diga,
ni qué haga.
Yo no la puedo
trocar,
yo no la puedo vender,
yo no la puedo amansar,
yo no la puedo dejar,
yo no la puedo esconder,
yo no la
puedo hacer
entender,
sino que ella es una rosa,
y que
está muy desdichosa
en mi poder.
Y con todas
sus traviesas
está tan llena de vida,
que con dos
bombardas gruesas,
ni con lanzadas espesas
será
en vano combatida.
Todo esto no hace, en realidad, más
que destacar, por elemental contraste, la ausencia de la
muerta, crecida en prestigio y verdad ante las violencias
del compadre:
¡Oh, mi mujer tan querida,
fallecida,
toda paz, sin nunca
guerra,
no debieras de la tierra
ser comida!
—633→
Yo me voy
hora a rezar
sobre aquella tierra dura,
la cual no puedo
olvidar,
hasta mi muerte acabar
este dolor sin ventura.
Sí, poesía contra mujeres, pero ¡qué
lejos del abstracto insulto, de la polémica docta
y esquemática que llena los Cancioneros! Se repite
otra vez la extrema derivación y concretización
que señalé se lograba en la poesía,
también vieja, de la muerte. Ya no se trata de «hablar
mal de mujeres», sino de «una mujer», de «mi mujer». Y de
toda la larga enumeración medieval de defectos, solamente
se destacan aquellos que pueden tener un valor de caricatura
jovial, cercana, inteligible por todos. Lo grotesco ha desterrado
a lo doctoral. La tradicional adoración femenina se
ha convertido en deseos de muerte y en cultos grotescos:
De igual manera se exagera el tradicional
elogio de la hermosura femenina, conduciéndolo al
extremo del ridículo:
Cuando con ella casé,
hallé, norabuena sea,
en ella lo que os diré:
cuando bien, bien la miré,
vile un rostro de lamprea,
una habla a fuer de aldea,
y de Guinea
el aire de su meneo;
cuanto más se pon
de arreo,
está más fea.
—634→
Siempre en Gil Vicente
ese directo evocar, ese trasplantar a voz de primera persona,
experiente y dolida, cualquier herencia literaria. Imposible
colocar estas coplas dentro de la tradicional división
de profeministas y misóginos, capítulo forzado
en los finales del siglo XV. Gil Vicente sabe dar a todo
un giro de indudable poesía.
Y para terminar
Y una vez concluida, tan súbita como empezó,
la alocada intervención del compadre, las dos hermanas,
en un breve diálogo, saturado de exquisita melancolía,
nos vuelven a poner ante los ojos las Coplas manriqueñas.
Volvemos a oír el «cuando más ardía
el fuego / echaste agua»:
Ahora que mi madre estaba
más alegre y descansada,
cuando mucho sana andaba
y más recia se hallaba,
¡cuán presto fue salteada!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
A la muerte no hay guarida
conocida;
y quien mejor
se guarece
no escusa, me parece,
la partida.
Y hemos llegado
al verso 390. Va a aparecer en escena don Rosvel, el disfrazado
príncipe, que se va a enamorar de las dos hermanas
a la vez. Es decir, va a comenzar la acción. Hemos
pasado un largo rato escuchando unos monólogos, recreadores
de temas literarios viejos o nuevos, que suponen, sin embargo,
una actitud espiritual, una decisión de vida frente
a la circunstancia. Poesía de la muerte, ideas reformadoras,
partidarias de un cristianismo interior, poesía contra
mujeres. Todo zurcido cuidadosamente, como introducción
a una confusa complicación amorosa22, pero todo vivo,
fluyente, cordial. Gil Vicente se nos presenta de nuevo en
su virginal inocencia, con su andadura de primitivo, realmente
domeñador por su sincero balbuceo.