Macedonio Fernández, el metafísico que quiso ser presidente
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Algunos deslumbramientos sobre la vida y obra de Macedonio Fernández, uno de los autores más excéntricos de la literatura argentina, admirado por Borges y nunca lo suficientemente leído. | Foto: Foto: Archivo

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Macedonio Fernández, el metafísico que quiso ser presidente

Algunos deslumbramientos sobre la vida y obra de Macedonio Fernández, uno de los autores más excéntricos de la literatura argentina, admirado por Borges y nunca lo suficientemente leído. Ensayo sobre un autor fascinante.

11 de septiembre de 2021 Por: &nbsp;Sebastián Urdaneta, especial para Gaceta<br>

Un hombre, que es Macedonio Fernández, nació un día junio de 1874 en Buenos Aires. De este hombre flaco, pobre, de bigote poblado y cara agotada, de profundidad metafísica y prosa oscura, se llegó a especular que no había existido y que se trataba, más bien, de un personaje creado por Borges. También se dijo que su grandeza la ejercía de manera oral y que su obra escrita era dispersa y menor; sin embargo, una ojeada a sus títulos es suficiente para desmentir esa afirmación: ‘No toda es vigilia la de los ojos abiertos’, ‘Cuadernos de todo y nada’, ‘Papeles de recienvenido y continuación de la nada’.

Como si fuera el deber en las almas místicas, su obra se fundió con su biografía hasta hacer indiscernible lo ficcional de lo real, lo poético de lo concreto. Se formó como abogado en la Universidad de Buenos Aires. Una vez graduado se fue río arriba con Borges padre a fundar una comuna anarquista en la selva paraguaya (de la que se dice que desertó por los mosquitos). Con Jorge Luis Borges, el hijo, discutió largas noches sobre la experiencia sensible, el yo, el tiempo, la muerte. Borges diría en el entierro de Macedonio: “Lo imité hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran simplemente borradores suyos”.

Alcanzó a ejercer como juez en Posadas, una pequeña ciudad al norte de Argentina, pero su oficio duraría poco porque, según cuenta Piglia, no condenaba nunca a nadie. Luego vivió en pensiones pobres del Once o en cuartos de amigos, fumaba 15 cigarrillos diarios, ni más ni menos, y escribía en las noches en papeles desordenados solo a la luz de una vela debido a su fotofobia, fundiendo escritura y pensamiento en medio de la sombras. De no ser por el menor de sus hijos, que recopiló y organizó sus ideas, poco sabríamos de su concepción de la muerte:

La muerte es un no suceder nada.
La muerte es la ruptura de la situación conciencia-mundo.
Cuando alguien se va, cuando alguien se oculta, es el hombre que existe el que se pregunta: ¿qué es la muerte?


Fue lector de Spencer, Schopenhauer, Saint-Simon y de William James, con quien intercambió correspondencia. Su mirada del mundo fue sociológica, sicológica, filosófica, literaria, y sus escritos variaron entre frases poéticas, sentencias ontológicas, ficción, narrativa, recetas de cocina y política. En 1922 intentó una candidatura a la presidencia argentina justificándose en este silogismo engañoso: “Muchas personas se proponen abrir una cigarrería y casi nadie ser presidente; de este rasgo estadístico se deduce que es más fácil llegar a ser presidente que dueño de una cigarrería”.

Sobre el humor, que también sería materia de su pensamiento, dijo:

El chiste es un absurdo absoluto creído.
El chiste es alegría producida por la liberación de la lógica.
Para que se crea un chiste debe haber la invención de un absurdo (ingenio) y una voluntad de creer.


Sus experimentos literarios alcanzaron la madurez en ‘Museo de la novela de la eterna’, una novela póstuma precedida de 59 prólogos en la que revive el amor hacia su esposa muerta, ensaya diálogos oscuros, da pistas sobre su divagar filosófico, esboza teorías sobre el placer, el dolor o el paso del tiempo y despliega su virtual programa a la presidencia: debía haber un equipo encargado de sembrar el caos en la sociedad a través de actos mínimos: cucharas que se derriten al hundirlas en las sopas, manijas de trenes que se desprenden y hacen caer a los pasajeros, etc., para que llegara un candidato a la presidencia, el propio Macedonio, a resolverlos.

Leopoldo Marechal y Raúl Escalabrini Ortiz promovieron la publicación de ‘No toda es vigilia la de los ojos abiertos’. En esta pieza fundamental del pensamiento macedónico, narra su encuentro con Thomas Hobbes en Buenos Aires (muerto 400 años antes) que le sirve de excusa para desarrollar un jocoso diálogo sobre las diferencias entre el sueño y la vigilia o sobre la imposibilidad determinante de su distinción. En ‘El zapallo que se hizo cosmos’, otro texto canónico, narra la historia de un zapallo que se va dilatando hasta tragarse al universo. En ‘Teorías’, ensaya aforismos sobre el yo:

Estamos en el siglo de la tercera reflexión del yo: el yo que piensa en el yo que pensaba ayer en el yo.

Hay en muchos, quizá en todos, la certeza de un eterno existir personal.

Quién existe puede efectivamente creer que no existe y alternativamente creer que existe.


Para entender a Macedonio hay que volver a él una y otra vez, como si se entrara en una biblioteca oscura con una palmatoria en la mano a buscar en papeles dispersos las verdades de la existencia, una sentencia definitiva, un rumor, una pista.

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