Al faro, Virginia Woolf (1882-1941)


Virginia Woolf
(1882-1941)


Al faro (1927)
(To the Lighthouse)


1. La ventana

1

       �Si el tiempo es bueno, por supuesto que iremos �dijo la se�ora Ramsay�. Pero tendr�is que levantaros con la aurora �a�adi�.
      Fue muy grande la alegr�a que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedici�n era cosa segura y que la maravilla que anhelaba desde hac�a tanto tiempo �a�os y a�os, se dir�a� se hallaba, despu�s del breve par�ntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegaci�n, al alcance de la mano. Dado que a los seis a�os pertenec�a ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y est�n obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegr�as y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son m�s que ni�os, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del cat�logo de los Almacenes del Ej�rcito y de la Marina, dot�, mientras su madre hablaba, de una felicidad supraterrena a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegr�a. La carretilla, la segadora de c�sped, el ruido de los �lamos, la palidez de las hojas antes de la lluvia, los graznidos de los grajos, el raspar de las escobas, el frufr� de los vestidos: cada una de aquellas sensaciones ten�a en su mente un colorido tan n�tido que constitu�an ya un c�digo privado, un lenguaje secreto, aunque �l, con su frente alta y sus despiadados ojos azules, impecablemente c�ndidos y puros, fruncido ligeramente el ce�o ante el espect�culo de la fragilidad humana, pareciera la imagen de la severidad m�s inflexible y absoluta, por lo que su madre, al verlo guiar sin vacilaci�n las tijeras en torno al refrigerador, se lo imagin� todo de rojo y armi�o, administrando justicia o dirigiendo una importante y delicada operaci�n financiera durante alguna crisis de los asuntos p�blicos.
      �Pero no va a hacer buen tiempo �dijo su padre, deteni�ndose delante de la ventana de la sala de estar.
      Si hubiera tenido a mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, all� mismo y en aquel instante, James la hubiera empu�ado con gusto. Tales eran los abismos de emoci�n que el se�or Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inm�vil, como en aquel momento, tan enjuto como una navaja, tan afilado como una hoja, sonriendo sarc�stico, no s�lo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar rid�culo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que �l desde cualquier punto de vista (en opini�n de lames), sino tambi�n por el secreto orgullo que le produc�a la exactitud de sus propios juicios. Lo que dec�a era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ning�n mortal, y menos a�n de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, ten�an que estar al tanto desde la infancia de que la vida es dif�cil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas m�s gloriosas se desvanecen y nuestros fr�giles barquichuelos naufragan en la oscuridad (aqu� el se�or Ramsay se ergu�a y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules), requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
      �Pero quiz� haga buen tiempo�, espero que haga buen tiempo �dijo la se�ora Ramsay, impaciente, retorciendo un poco la media de color marr�n rojizo que estaba tejiendo. Si las terminaba aquella noche, si, pese a todo llegaban a ir al faro, se las dar�a al farero para su hijito, enfermo de tuberculosis �sea; y acompa�ar�a el regalo con un mont�n de revistas antiguas y algo de tabaco; a decir verdad, les llevar�a cualquier cosa in�til que encontrase a mano y no hiciera m�s que ocupar espacio, con el fin de que aquellas pobres gentes que ten�an que estar muertas de aburrimiento, sin otra ocupaci�n durante todo el d�a que sacar brillo a la l�mpara, despabilar la mecha y rastrillar su rid�culo jard�n, se distrajeran un poco. Porque, �a qui�n pod�a gustarle permanecer encerrado, durante todo un mes, y posiblemente m�s en �poca de tempestades, en una isla rocosa del tama�o de una pista de tenis?, preguntaba la se�ora Ramsay; a lo que hab�a que a�adir la ausencia de correspondencia y de peri�dicos y el no ver a nadie; y si se era casado, vivir separado de la esposa, no saber c�mo estaban los hijos, si hab�an enfermado, o si se hab�an ca�do y se hab�an roto una pierna o un brazo; ver las mismas olas mon�tonas rompiendo semana tras semana, y luego la llegada de alguna terrible tempestad, las ventanas cubiertas de espuma, los p�jaros chocando contra la l�mpara, todo el edificio estremecido, y no atreverse siquiera a sacar fuera la nariz por temor a terminar en el fondo del mar. �Qu� tal os parecer�a?, preguntaba la se�ora Ramsay, dirigi�ndose de modo especial a sus hijas. De manera que, a�ad�a, cambiando por completo de tono, hab�a que llevarles cualquier consuelo que se tuviera al alcance de la mano.
      �Directamente del oeste �dijo el se�or Tansley, el ateo, abriendo mucho los dedos huesudos para que el viento soplara entre ellos, porque acompa�aba al se�or Ramsay en su paseo vespertino a lo largo de la terraza. Que el viento procediera del oeste significaba que soplaba en la peor direcci�n posible para desembarcar en el faro. S�, dec�a cosas desagradables, reconoci� la se�ora Ramsay; era una crueldad desilusionar todav�a m�s a James; pero, al mismo tiempo, no les dejar�a que se rieran de �l. �El ateo�, lo llamaban; �el ate�to�. Rose se burlaba de �l; Prue se burlaba de �l; Andrew, Jasper y Roger hac�an lo mismo; incluso el viejo Badger, al que ya no le quedaba ni un solo diente, lo hab�a mordido, por ser (en palabras de Nancy) el en�simo joven que los hab�a perseguido hasta las islas H�bridas, cuando era mucho m�s agradable la soledad.
      �Tonter�as �dijo la se�ora Ramsay con gran seriedad. Dejando a un lado la tendencia a exagerar que hab�an heredado de ella y prescindiendo de que no les faltaba raz�n cuando insinuaban que invitaba a demasiada gente, por lo que a algunos ten�an que buscarles alojamiento en el pueblo, no soportaba que se tratara descort�smente a sus invitados, a los j�venes en particular, que eran tan pobres como ratas, �excepcionalmente capacitados�, dec�a su marido (adem�s de grandes admiradores suyos), y que ven�an a pasar con ellos las vacaciones. De hecho todo el sexo masculino estaba bajo su protecci�n; por razones que era incapaz de explicar, por su caballerosidad y su valor y porque negociaban tratados y gobernaban la India y controlaban las finanzas; y en �ltimo extremo por una actitud hacia ella que cualquier mujer, inevitablemente, considerar�a agradable; por un algo confiado, infantil y reverente que una mujer mayor pod�a aceptar de un joven sin p�rdidas de dignidad; y desventurada la muchacha (�rogaba al Cielo que entre su n�mero no se contara ninguna de sus hijas!) que no sintiera, hasta la m�dula de los huesos, la importancia de aquella actitud y todo lo que implicaba.
      La se�ora Ramsay se volvi� hacia Nancy con expresi�n severa. No los hab�a perseguido, dijo. Lo hab�an invitado.
      Ten�an que encontrar alg�n modo de escapar a todo aquello. Ten�a que haber alguna manera m�s sencilla, menos laboriosa, suspir�. Cuando se miraba al espejo y ve�a los cabellos grises y las mejillas hundidas a los cincuenta a�os, se le ocurr�a que quiz�s podr�a haber sido m�s eficaz con su marido, en la administraci�n del dinero, al ocuparse de los libros del se�or Ramsay. Pero, en cuanto a ella, nunca lamentar�a, ni por un momento, las decisiones tomadas, ni rehuir�a las dificultades ni se desentender�a de sus obligaciones. En aquel instante su aspecto resultaba impresionante y tan s�lo en perfecto silencio, la cabeza todav�a inclinada sobre el plato, les fue posible a sus hijas �Prue, Nancy, Rose�, despu�s de que les hubiera hablado con tanta severidad sobre Charles Tansley, volver a juguetear con las ideas heterodoxas que hab�an cultivado en una vida diferente de la de su madre; en Par�s, quiz�; una vida menos controlada; sin estar siempre pendientes de alg�n hombre; porque en la mente de todas exist�a una muda voluntad de desaf�o ante cuestiones como la deferencia y la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio Brit�nico, los anillos y los adornos de encaje, aunque tambi�n hab�a en ello algo de la esencia de la belleza, que despertaba en sus corazones juveniles la admiraci�n de los valores masculinos y hac�a que, mientras se sentaban a la mesa bajo la mirada de su madre, rindieran homenaje a su extra�a severidad, a su extremada cortes�a, como la de una reina que alza del barro el pie del mendigo y procede a lavarlo, y ello incluso cuando las reprend�a con tanta severidad por su manera de hablar sobre el miserable ateo que los hab�a perseguido hasta la isla de Skye o, hablando con m�s propiedad, al que se hab�a invitado a pasar una temporada con ellos.
      �No se podr� desembarcar ma�ana en el faro �dijo Charles Tansley, uniendo las manos ruidosamente mientras segu�a junto a la ventana con el se�or Ramsay. Ya hab�a hablado m�s de lo necesario, sin duda alguna. La se�ora de la casa quer�a que se marcharan y prosiguieran su conversaci�n y los dejaran solos a ella y a James. Contempl� a su invitado. Era un ejemplar absolutamente impresentable de la raza humana, dec�an los ni�os, todo �l bultos y oquedades. Jugaba rematadamente mal al cr�quet, era fisg�n y arrastraba los pies al andar. Y un est�pido, a pesar de sus sarcasmos, dec�a Andrew. Sab�an perfectamente lo que m�s le gustaba: estar siempre paseando �arriba y abajo, abajo y arriba� con el se�or Ramsay, explicando qui�n hab�a ganado esto, qui�n aquello, qui�n se hallaba excepcionalmente dotado para el verso latino, qui�n �aunque brillante, est� en mi opini�n, totalmente equivocado�, qui�n, sin duda, �es el tipo m�s capaz de Balliol�, si bien, por el momento, ocultase su luz en Bristol o en Bedford, pero del que, indefectiblemente, se volver�a a hablar cuando se publicara el resumen de su tesis (sobre alguna rama de la matem�tica o de la filosof�a), resumen del que el se�or Tansley ten�a en su poder, en galeradas, las primeras p�ginas, en el caso de que el se�or Ramsay quisiera verlas. Tales eran las cosas de las que hablaba con su anfitri�n.
      A veces la se�ora Ramsay no pod�a evitar la risa. D�as antes ella hab�a dicho algo sobre �olas altas como monta�as�. S�, respondi� Charles Tansley, el mar estaba un poco encrespado. ��No se ha calado usted hasta los huesos?�, le pregunt�. �Algo h�medo, pero no calado�, dijo el se�or Tansley, pellizc�ndose la manga y palp�ndose los calcetines.
      Pero no era eso lo que les molestaba, dec�an sus hijos. No se trataba de su cara ni de sus modales. Era �l: su punto de vista. Cuando hablaban de algo interesante, gente, m�sica, historia, cualquier cosa, incluso cuando dec�an que hac�a muy buena noche y que por qu� no se sentaban en la terraza, su queja sobre Charles Tansley era que s�lo se sent�a satisfecho cuando daba por completo la vuelta al tema, consiguiendo de alg�n modo brillar �l y denigrarlos a ellos, y haciendo de paso que se sintieran inc�modos por su manera avinagrada de dejarlo todo despellejado y exang�e. Y a�ad�an que iba a los museos y a las exposiciones y les preguntaba si les gustaba su corbata. Y bien sab�a Dios, dec�a Rose, que no era ese el caso.
      En cuanto termin� la comida, los ocho hijos e hijas de los se�ores Ramsay, sigilosos como ciervos, salieron del comedor en busca de sus dormitorios, �nico refugio posible en una casa donde no hab�a ning�n otro sitio para discutir de todo y de nada: la corbata de Tansley, la aprobaci�n de la ley de la reforma, las aves marinas y las mariposas, la gente; y todo ello mientras la luz del sol inundaba los cuartos del �tico �separados entre s� por tabiques muy delgados, de manera que se o�a con nitidez cualquier ruido, incluidos los sollozos de la doncella suiza, que lloraba porque su padre se estaba muriendo de c�ncer en un valle del cant�n de los Grisones� e iluminaba bates de cr�quet, pantalones de franela, sombreros de paja, tinteros, botes de pintura, escarabajos y cr�neos de p�jaros, al mismo tiempo que hac�a brotar de las largas tiras onduladas de algas colgadas de la pared un olor a sal y a maleza que tambi�n desped�an las toallas, rasposas por la arena adherida durante el ba�o.
      Querellas, divisiones, diferencias de opini�n y prejuicios incorporados al entramado mismo del ser: �cu�nto lamentaba la se�ora Ramsay que empezaran tan pronto! Sus hijos ten�an una actitud muy cr�tica. Dec�an muchas tonter�as. Sali� del comedor con James de la mano, puesto que el benjam�n no quer�a ir con los dem�s. A ella le parec�a absolutamente sin sentido inventar diferencias cuando la gente, el Cielo era testigo, ya resultaba bastante distinta por naturaleza. Basta, y sobra, con las verdaderas diferencias, pens�, deteni�ndose junto a la ventana de la sala de estar. Meditaba en aquel momento sobre ricos y pobres, clase alta y clase baja; era cierto que las personas de noble cuna recib�an de ella, casi a rega�adientes, cierta medida de respeto, porque �acaso no corr�a por sus venas la sangre de una casa italiana muy distinguida, aunque ligeramente ap�crifa, cuyas hijas, desperdigadas por diferentes salones ingleses en el siglo XIX, hab�an ceceado de manera encantadora y hab�an dado pruebas de su temperamento con gran �mpetu, por lo que todo el ingenio y el porte y el car�cter de la se�ora Ramsay proced�a de ellas y no de la lentitud de Inglaterra ni de la frialdad de Escocia? Pero meditaba sobre todo acerca del otro problema, el de los ricos y los pobres, el de las cosas que ve�a con sus propios ojos todas las semanas, a diario, all� y en Londres, cuando visitaba a esta viuda, o a aquella ama de casa combativa con una bolsa al brazo y en la mano una libreta y un l�piz que utilizaba para anotar, en columnas cuidadosamente trazadas para ese fin, ingresos y gastos, empleo y paro, con la esperanza de dejar de ser una simple mujer, cuya caridad era en parte freno a su indignaci�n y en parte alivio de su curiosidad, para convertirse en investigadora y poner en claro el problema social, tarea que, debido a su escasa formaci�n, admiraba grandemente.
      Inm�vil junto a la ventana, con James de la mano, a la se�ora Ramsay le parec�a que se trataba de cuestiones sin soluci�n. El joven del que sus hijos se re�an la hab�a seguido hasta el cuarto de estar; se hab�a detenido junto a la mesa y jugueteaba con algo, torpemente, sinti�ndose fuera de lugar, estado de �nimo que ella adivinaba sin necesidad de volverse para mirarlo. Se hab�an ido todos: sus hijos, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, su marido; todos. Con un suspiro se volvi� y dijo:
      ��Le aburrir�a mucho acompa�arme, se�or Tansley?
      Ten�a que hacer un recado sin inter�s y escribir una o dos cartas; quiz� tardara diez minutos; se pondr�a el sombrero. Y, con la cesta y la sombrilla, reapareci� diez minutos m�s tarde, dando la sensaci�n de estar preparada, de haberse equipado para una breve excursi�n, que, sin embargo, tuvo que interrumpir por un instante, cuando pasaron junto a la pista de tenis, para preguntar al se�or Carmichael �que estaba tomando el sol con sus amarillos ojos de gato entreabiertos, de manera que, al igual que los de un gato, parec�an reflejar la agitaci�n de las ramas o el movimiento de las nubes, pero sin dar el menor indicio de actividad mental o de emoci�n de ning�n tipo� si quer�a alguna cosa.
      Porque, dijo la se�ora Ramsay riendo, se dispon�an a hacer la gran expedici�n. Iban al pueblo. ��Sellos, papel de cartas, tabaco?�, le sugiri�, deteni�ndose a su lado. Pero no, el se�or Carmichael no quer�a nada. Junt� las manos sobre su espacioso vientre, gui�� los ojos como si le hubiera gustado responder amablemente a aquellas atenciones (la se�ora Ramsay se mostraba encantadora aunque un poco nerviosa), pero no pudo hacerlo, hundido como se hallaba en la somnolencia gris verdosa que los abrazaba a todos �sin necesidad de palabras� en un vasto y ben�volo letargo de buena voluntad: a toda la casa, a todo el mundo, a todas las personas que lo habitaban, porque, durante el almuerzo, hab�a vertido en su copa unas gotas de algo, lo que explicaba, seg�n la teor�a de los chicos, la llamativa raya de color amarillo canario en unos bigotes y una barba que eran habitualmente de tonalidad lechosa. No quer�a nada, murmur�.
      Deber�a haber llegado a ser un gran fil�sofo, dijo la se�ora Ramsay durante el descenso por la carretera hacia el pueblo de pescadores, pero hab�a hecho un matrimonio desgraciado. Mientras caminaba con la sombrilla muy derecha, poniendo de manifiesto con toda su actitud, sin que se supiera bien de qu� forma, un estar a la espera, como si fuera a encontrarse con alguien al doblar la esquina, procedi� a contar la historia del se�or Carmichael; una aventura amorosa en Oxford, un matrimonio precipitado, la pobreza, el viaje a la India, algunas traducciones de poes�a �muy hermosas, seg�n creo�, su disposici�n para ense�ar persa o indostan� a los chicos, pero �para qu� serv�a eso en realidad? Y luego, all� lo ten�a, tumbado, como hab�a visto, sobre el c�sped.
      A Tansley le halag�; despu�s del desaire que se le hab�a hecho, le aplac� que la se�ora Ramsay le contara aquello y se sinti� revivir. Insinuando, adem�s, como hac�a ella, la grandeza del intelecto varonil incluso en su decadencia, la sujeci�n de las esposas (aunque ella no culpase a la muchacha y el matrimonio hubiera sido razonablemente feliz, en opini�n suya) al trabajo de sus maridos, la anfitriona logr� que se sintiera m�s satisfecho consigo mismo de lo que lo hab�a estado hasta aquel momento, y le hubiera gustado, en el caso de tomar un taxi, pagar �l la carrera. En cuanto a la bolsita, �no le permitir�a que se la llevara? No, no, dijo la se�ora Ramsay, siempre la llevaba ella. Y as� era, en efecto. Charles Tansley lo comprendi�. Captaba muchas cosas y, en particular, algo que le estimulaba y le preocupaba, aunque por razones que no era capaz de explicar. Le gustar�a que su anfitriona lo viera, con toga y muceta, participando en alguna procesi�n acad�mica. Un puesto de profesor, una c�tedra�, se sinti� capaz de cualquier cosa y se vio�, pero �qu� era lo que miraba la se�ora Ramsay? Un hombre pegando un cartel. La enorme hoja restallante se iba alisando, y cada nuevo brochazo revelaba nuevas piernas, aros, caballos, unos rojos y azules resplandecientes que ning�n pliegue ven�a a perturbar, hasta que medio muro qued� cubierto con el anuncio de un circo; cien jinetes, veinte focas amaestradas, leones, tigres� Acerc�ndose mucho, porque era corta de vista, la se�ora Ramsay ley� que� �visitar�a aquella poblaci�n�. Era sumamente peligroso para un manco, exclam�, trabajar en lo alto de una escalera de aquel modo: una cosechadora le hab�a cortado el brazo hac�a dos a�os.
      ��Tenemos que ir todos! �exclam� caminando de nuevo, como si aquella profusi�n de jinetes y caballos la hubieran llenado de un j�bilo infantil, haci�ndole olvidar su compasi�n.
      �Tenemos que ir �dijo �l, repitiendo las palabras de la se�ora Ramsay, pero con una falta tal de naturalidad que a su interlocutora le result� penosa. �Tenemos que ir al circo�. No. No era capaz de decirlo bien. No era capaz de sentirlo. Pero �por qu� no?, se pregunt�. �Qu� era lo que le pasaba? En aquel momento le ca�a muy bien. �Era que nunca lo hab�an llevado al circo, pregunt�, de ni�o? Nunca, respondi�, como si ella le hubiera hecho la pregunta que estaba deseando contestar; como si durante todos aquellos d�as hubiera estado anhelando contar c�mo �l y sus hermanos nunca hab�an ido al circo de peque�os. Eran una familia muy numerosa, nueve hermanos y hermanas, y su padre trabajaba para vivir. �Mi padre es boticario, se�ora Ramsay�. Charles se hab�a pagado los estudios desde los trece a�os. Muchas veces hab�a pasado el invierno sin abrigo. En la universidad nunca pudo �corresponder a la hospitalidad de otros� (esas fueron sus ceremoniosas palabras). Ten�a que hacer que las cosas le durasen el doble que a lo dem�s; fumaba picadura, el tabaco m�s barato, el mismo que fuman en los muelles los viejos marineros retirados. Trabajaba con ah�nco, siete horas diarias; su tema actual era la influencia de algo sobre alguien� Segu�an caminando, y la se�ora Ramsay no captaba del todo el significado de sus palabras, que le llegaban aisladas�, tesis�, ayudante�, adjunto�, profesor. No era capaz de seguir la fea jerga acad�mica, que, al parecer, brotaba de la boca de Tansley sin esfuerzo alguno, pero se dijo que ahora entend�a por qu� la idea de ir al circo lo hab�a descentrado por completo, pobrecillo, y por qu� hab�a sacado a relucir al instante todo aquello sobre su padre y su madre y sus hermanos y sus hermanas; se ocupar�a de que sus hijos no volvieran a re�rse de �l; se lo explicar�a a Prue. Lo que le hubiera gustado, supuso, ser�a contar a sus amigos c�mo hab�a ido a ver una obra de Ibsen en compa��a de los Ramsay. Era un pedante de tomo y lomo y la persona m�s aburrida del mundo. A pesar de que ya hab�an llegado al pueblo y estaban en la calle principal, con carros que rechinaban sobre los adoquines, a�n segu�a hablando sobre academias populares, ense�anza, obreros, ayudar a los de su clase y conferencias, hasta que la se�ora Ramsay lleg� a la conclusi�n de que su acompa�ante hab�a recuperado por completo la confianza en s� mismo, se hab�a repuesto de la conmoci�n del circo, y estaba a punto (de nuevo le ca�a francamente bien) de decirle�, pero all�, con las casas desapareciendo por ambos lados, se encontraron en el muelle, toda la bah�a se extendi� ante ellos y la se�ora Ramsay no pudo por menos de exclamar: ��Qu� hermosura!�. Porque ten�a delante la gran bandeja de agua azul; el faro blanco, distante, austero, en el centro; y a la derecha, hasta donde llegaba la vista, desapareciendo y perdi�ndose, en suaves pliegues bajos, las dunas, cubiertas de ondeantes hierbas silvestres, que siempre parec�an alejarse hacia alg�n pa�s lunar, desconocido de los hombres.
      Aquel era el panorama, dijo, deteni�ndose, mientras los ojos se le volv�an m�s grises, algo que gustaba mucho a su marido.
      Hizo una peque�a pausa. Pero ahora, a�adi�, hab�an llegado los artistas. De hecho, a muy pocos pasos, se encontraba uno de ellos, con jipijapa y botas amarillas, de rostro redondo y colorado, serio, meticuloso y absorto, que, pese a los diez ni�itos que le observaban atentamente, examinaba el paisaje con aire de honda satisfacci�n y luego, una vez que hab�a mirado, mojaba el pincel hundiendo la punta en alg�n suave mont�culo verde o rosa. Desde que el se�or Paunceforte hab�a estado all�, tres a�os antes, todos los cuadros eran as�, explic� la se�ora Ramsay, verdes y grises, con embarcaciones a vela de color amarillo lim�n en el mar y en la playa mujeres de color rosa.
      Pero los amigos de su abuela, dijo, mirando discretamente mientras pasaban, se esforzaban much�simo; primero mezclaban sus propios colores, despu�s los trituraban y finalmente los cubr�an con pa�os h�medos para evitar que se secaran.
      El se�or Tansley supuso que su acompa�ante quer�a que viera las insuficiencias del cuadro de aquel hombre, �era as� como se dec�a? �Que los colores no eran s�lidos? �Era aquello lo que se ten�a que decir? Bajo la influencia de la extraordinaria emoci�n que hab�a ido creciendo durante todo el paseo, de la emoci�n que hab�a empezado en el jard�n, cuando quiso llevarle la bolsa, y que hab�a aumentado en el pueblo cuando le cont� su vida y milagros, estaba llegando a tener una visi�n ligeramente deformada de s� mismo y de todo lo que hab�a conocido. Era sumamente extra�o.
      Se qued� a esperarla en la sala de la casita a donde la se�ora Ramsay lo hab�a conducido, mientras ella sub�a un momento al piso alto para ver a una enferma. Oy� arriba sus pasos r�pidos y luego su voz, alegre primero, reposada despu�s; contempl� los tapetes, los tarros para el t�, los fanales; esper� con creciente impaciencia; anticip� con vivo placer el paseo de vuelta, decidido esta vez a llevar la bolsa de su anfitriona; luego la oy� salir, cerrando una puerta; y estaba dici�ndole a alguien que ten�an que mantener las ventanas abiertas y las puertas cerradas y que acudieran a su casa para pedir cualquier cosa que necesitaran (deb�a de tratarse de una ni�a), cuando se present� ante sus ojos de repente, se detuvo sin hablar unos momentos (como si hubiera estado representando un papel en el piso de arriba y ahora se permitiera ser un poco ella misma), y a�n se inmoviliz� m�s delante de un cuadro de la reina Victoria con la cinta azul de la orden de la Jarretera; entonces, de pronto, se dio cuenta de lo que le estaba pasando, lo entendi� con toda claridad: la se�ora Ramsay era la criatura m�s hermosa que hab�a visto nunca.
      Con estrellas en los ojos y velos en los cabellos, adornada con ciclamen y violetas silvestres�, �qu� tonter�as estaba pensando? Ten�a por lo menos cincuenta a�os y ocho hijos. Atravesando campos florecidos y llev�ndose al pecho capullos tronchados y corderos ca�dos; con estrellas en los ojos y el viento en los cabellos� Le cogi� la bolsa.
      �Adi�s, Elsie �dijo la se�ora Ramsay antes de empezar a caminar calle arriba, manteniendo el parasol muy recto y avanzando como si esperase encontrar a alguien a la vuelta de la esquina, mientras que, por primera vez en su vida, Charles Tansley sinti� un orgullo fuera de lo com�n; un hombre que trabajaba en un canal de drenaje se detuvo para mirarla; baj� los brazos y la mir�; Charles Tansley sinti� un orgullo extraordinario; sinti� el viento y el ciclamen y las violetas porque, por primera vez en su vida, caminaba junto a una mujer hermosa y le llevaba la bolsa.


2

       �No se puede ir al faro, James �dijo, parado junto a la ventana, hablando torpemente, pero procurando, por deferencia hacia la se�ora Ramsay, suavizar la voz para darle al menos cierta apariencia de cordialidad.
      Odioso hombrecillo, pens� la se�ora Ramsay, �por qu� insiste en decir eso?


3

       �Cuando amanezca seguro que lucir� el sol y cantar�n los p�jaros —dijo, compasiva, alisando el cabello del ni�o, porque era consciente de que su marido, con el enojoso recordatorio de que no har�a bueno, hab�a matado la alegr�a del muchacho. Lo de ir al Faro era algo en lo que el ni�o hab�a puesto mucha ilusi�n, y por si fuera poca la burla de su marido, lo de que no har�a bueno, ahora ven�a este hombrecillo detestable a refreg�rselo de nuevo.
      —Quiz� s� que haga bueno —dijo, alis�ndole el cabello.
      Lo �nico que pod�a hacer era admirar el refrigerador, y pasar las hojas del cat�logo del economato para buscar alg�n rastrillo o alguna m�quina de cortar el c�sped, con muchos dientes y mangos; algo que exigiese una gran atenci�n para recortarlo. Todos estos j�venes eran parodias de su mando, pens�: si �l dec�a que iba a llover, ellos afirmaban a continuaci�n que habr�a un hurac�n.
      Pero no, al pasar la hoja, algo interrumpi� la b�squeda de la ilustraci�n del rastrillo o de la m�quina de cortar el c�sped. Aquel hura�o rumor, interrumpido de forma irregular por los resoplidos de las pipas al llevarlas a la boca, y al quitarlas de la boca, que no hab�a dejado de asegurarle que los hombres pasaban el tiempo charlando alegremente, aunque la verdad es que no se distingu�an las palabras (estaba sentada junto a la ventana); este rumor, que se hab�a prolongado durante una media hora, y que hab�a ocupado su lugar pl�cidamente entre el surtido de ruidos —ruidos a los que no pod�a sustraerse: tales como el chocar de las pelotas en los palos de cr�quet, o los ladridos ocasionales, ���rbitro!, ��rbitro!�, de los ni�os—, hab�a cesado; de forma que el mon�tono romper de las olas en la playa, que en general sonaba como una marcha militar que meciera sus pensamientos, y que parec�a repetir de forma consoladora una y otra vez, cuando estaba sentada con los ni�os, aquella vieja canci�n de cuna, murmurada en esta ocasi�n por la naturaleza: �Soy quien te guarda, soy quien te cuida�; pero otras veces, repentina e inesperadamente, en especial cuando su mente se elevaba por encima de la tarea que tuviera entre manos, no ten�a un sentido tan grato, sino que era como un siniestro redoble de tambores que se�alara sin piedad la caducidad de la vida, e hiciera pensar en la destrucci�n de la isla, a la que tragaba el mar, y que la avisara de esta forma, cuando el d�a se le hab�a escurrido de las manos en medio de un sinfin de tareas, de que todo era efimero como un arco iris; este ruido, pues, desfigurado y oculto bajo otros sonidos, de repente atronaba en el interior de su cabeza, y le hac�a levantar la mirada v�ctima de un acceso de terror.
      La conversaci�n hab�a cesado, eso lo explicaba todo. Pasando, en un segundo, de la tensi�n que la hab�a agarrotado, al otro extremo, como para indemnizarla por el gasto superfluo de emoci�n, se sinti� tranquila, divertida, e incluso un algo maliciosa, pues pens� que hab�an plantado al pobre Charles Tansley. Poco le importaba. Si su marido necesitaba sacrificios (los necesitaba), le ofrec�a con regocijo a Charles Tansley, por haber fastidiado a su ni�o.
      Poco despu�s, con la cabeza erguida, se quedaba atendiendo, como si esperara alg�n ruido familiar, alg�n sonido mec�nico y regular; despu�s, al o�r algo r�tmico, algo entre habla y canci�n, algo que proced�a del jard�n, mientras su marido segu�a paseando de un lado a otro de la terraza, algo intermedio entre el croar y la canci�n, se persuadi� de que todo estaba en orden, y al bajar la mirada al libro que reposaba en sus rodillas hall� algo que, si pon�a mucho cuidado en ello, podr�a recortar James: una ilustraci�n de una navaja con seis hojas.
      De repente se oy� un grito, como de un son�mbulo, como de entresue�o:

             Bajo una tempestad de metralla y obuses[*]

       Lo oy� como si lo hubieran gritado junto a su o�do, y se volvi� como si temiera que alguien estuviera oy�ndolo. S�lo estaba Lily Briscoe, no pasaba nada. Pero ver a la muchacha al otro lado del jard�n, pintando, le hizo pensar en algo: record� que ten�a que mantener la cabeza en la misma posici�n para el retrato de Lily. �El retrato de Lily! Mrs. Ramsay se sonri�. Con esos ojillos rasgados, con tantas arrugas, no se casar�a nunca; no hab�a que tomarse muy en serio lo de su pintura; pero era una muchachita independiente, y por ese motivo le gustaba a Mrs. Ramsay, as� que, al recordar la promesa, inclin� la cabeza.


4

       A decir verdad, casi le derriba el caballete al acercarse gritando: �Pero seguimos cabalgando, valientes�, aunque, misericordiosamente, hizo un quiebro, y se alej� galopando para morir de forma gloriosa, pens� ella, en los altos de Balaclava. No conoc�a ejemplo alguno de alguien a la vez tan rid�culo y preocupante. Pero mientras s�lo hiciera eso, gesticular, gritar, estaba tranquila; seguro que no se detendr�a a mirar el cuadro. Eso precisamente es lo �nico que Lily Briscoe no habr�a soportado. Incluso cuando consideraba el volumen, la l�nea, el color, a Mrs. Ramsay sentada en la ventana con James, manten�a una antena dirigida al entorno, no fuera a ser que se acercara alguien, y de repente hubiera alguien mirando el cuadro. Ahora, con los sentidos alerta, por decirlo de alg�n modo, mirando, esmer�ndose, hasta que consegu�a que los colores de la pared y de la m�s lejana clem�tide ardieran en sus ojos, advirti� que alguien hab�a salido de la casa, y se acercaba a ella; pero supo, de alguna forma, por el modo de pisar, que era William Bankes, de manera que, aunque el pincel acus� un temblor, dej� el lienzo como estaba, no lo inclin� contra el c�sped, como habr�a hecho si hubiera sido Mr. Tansley, Paul Rayley, Minta Doyle, o pr�cticamente cualquier otro. William Bankes se detuvo ante ella.
      Se alojaban en el pueblo, de forma que, yendo y viniendo, despidi�ndose ante la puerta, hablando de sopas, de los ni�os, de esto y aquello, se hab�an convertido en aliados; as�, cuando se detuvo junto a ella, con aquel aire de juez (ten�a edad como para poder ser su padre, dedicado a la bot�nica, viudo, ol�a a jab�n, muy exacto y limpio), ella sencillamente no hizo nada. Lo �nico que hac�a era quedarse junto a ella. Buenos zapatos calza, observ� �l. No son de los que aprietan los dedos de los pies. Como se alojaban en la misma casa, �l hab�a observado tambi�n que era una mujer muy ordenada; se levantaba antes de que los dem�s desayunaran, y sal�a, cre�a �l que sola, a pintar. Era pobre, supon�a; carec�a de los rasgos o el encanto de Miss Doyle, ciertamente, pero estaba llena de sensatez, lo que a los ojos de �l la hac�a muy superior a aquella joven dama. Por ejemplo, ahora, cuando Mrs. Ramsay ca�a sobre ellos, gritando, gesticulando, Miss Briscoe, al menos eso cre�a �l, era capaz de comprender.

             Error, tr�gico error.[1]

       Mr. Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada col�rica, pero no los ve�a. Eso los hizo sentirse vagamente inc�modos. Hab�an visto juntos algo que se supone que no deber�an haber visto. Hab�an invadido la intimidad de alguien. Y eso oblig� a Mr. Bankes a decir casi a continuaci�n que estaba cogiendo fr�o, y le propuso que fueran a dar un paseo, pero Lily pens� que se trataba de una excusa para irse, para alejarse donde no se oyera a nadie. S�, acept�. Pero le cost� separar la mirada del cuadro.
      La clem�tide era de color violeta intenso, la pared era sorprendentemente blanca. Cre�a que era poco honrado no reflejar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente, puesto que as� los ve�a; aunque la moda era, desde la visita de Mr. Paunceforte, ver todo con matices p�lidos, elegantes, semitransparentes. Y adem�s del color estaba lo de la forma. Ve�a ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando dirig�a la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cog�a el pincel. Era en ese momento fugaz que se interpon�a entre la visi�n y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a menudo, la dejaban a punto de echarse a llorar, y convert�an ese trayecto entre concepci�n y trabajo en algo tan horrible como un pasillo oscuro para un ni�o. Le suced�a con frecuencia: luchaba en inferioridad de condiciones para mantener el valor; ten�a que decirse: �Lo veo as�, lo veo as��, para atesorar alg�n resto de la visi�n en el coraz�n, una visi�n que un millar de fuerzas se esforzaba en arrancarle. As�, de aquella forma desabrida y destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apoderaban de ella estas fuerzas, y se le ven�an otras cosas a la mente: su propia incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa cerca de Brompton Road; y ten�a que hacer un gran esfuerzo para dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a Dios que hasta el momento hab�a sabido resistirse a estos impulsos) y decirle, �qu� se le podr�a decir?: ��Estoy enamorada de usted?� No, no era verdad. ��Estoy enamorada de todo esto�, se�alando con la mano el seto, la casa, los ni�os? Era absurdo, era imposible. No pod�a decirse lo que una quer�a decir. Dej� los pinceles con mucho cuidado en la caja, bien ordenados, y dijo a William Bankes:
      —De repente hace fr�o. Parece como si el sol calentara menos —dijo, mientras examinaba los alrededores (porque todav�a luc�a el sol): la hierba que era todav�a de un color verde oscuro, mate; el follaje de la casa en el que luc�an estrellas de las flores de la pasi�n de color p�rpura; los grajos que dejaban caer indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se mov�a, algo destellaba, algo mov�a un ala de plata en el aire. Despu�s de todo, estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran m�s de las seis de la tarde. Echaron a caminar por el jard�n en la direcci�n de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atr�s la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto, flanqueada por dos lili�ceas como barras al rojo vivo que brillaran intensamente entre las que las aguas azules de la bah�a parec�an m�s azules que nunca.
      Iban al mismo lugar casi todas las tardes, como si los moviera alguna necesidad. Era como si el agua se llevara flotando los pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suerte de alivio f�sico. En primer lugar, el r�tmico latido del color inundaba la bah�a de azul, y el coraz�n se ensanchaba con ello, y el cuerpo se echaba a nadar; s�lo que al instante siguiente se arrepent�a, se deten�a y se volv�a r�gido ante el erizado color negro de las rugosas olas. Luego, tras el pe�asco negro, casi todas las tardes se levantaba un chorro irregular, y s�lo hab�a que quedarse esperando para sentir la alegr�a de su presencia: un surtidor de agua blanca; y adem�s, durante la espera, se quedaba uno mirando la llegada de las olas sobre la p�lida playa semicircular, una tras otra, que dejaban tras de s� una delicada pel�cula de madreperla.
      Se sonre�an, all� en pie. Compart�an cierta hilaridad, provocada por el movimiento de las olas; despu�s era el n�tido curso de un velero lo que provocaba la hilaridad: describ�a su trayecto una curva en la bah�a, se deten�a, se estremec�a, amaba las velas; despu�s, como si obedecieran una intuici�n propia para completar el cuadro, tras ese movimiento elegante, miraban a las lejanas dunas, y, en lugar de alegr�a, descend�a sobre ellos cierta tristeza... porque las cosas estaban ya en parte completas, y en parte porque los paisajes lejanos parecen sobrevivir a los observadores un mill�n de a�os (pensaba Lily), y parec�an estar ya en comuni�n con un cielo que contemplase la tierra en perfecto reposo.
      Mientras miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay: pens� en una carretera en Westmorland, pens� en Ramsay dando zancadas solo, en alg�n camino, rodeado de esa soledad que parec�a serle natural. Pero de repente hubo una interrupci�n, recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extend�a las alas para proteger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se par�, se�al� con el bast�n, y dijo: �Bonito..., bonito.� Una rara luz de su coraz�n, eso es lo que hab�a pensado Bankes, algo que demostraba su sencillez, su comprensi�n hacia lo humilde; pero le parec�a como si su amistad hubiese terminado all�, en aquel camino. Despu�s, Ramsay se hab�a casado. Y todav�a m�s tarde, con unas cosas y otras, la amistad se hab�a quedado sin sustancia. De qui�n hab�a sido la culpa, no sabr�a decirlo; s�lo que, tras cierto tiempo, la repetici�n hab�a ocupado el lugar de la novedad. Se reun�an para repetir. Pero en este mudo coloquio que sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia Ramsay de ninguna manera hab�a disminuido; pero all�, como el cuerpo de un joven que hubiera reposado en la turba durante un siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su intensidad y su realidad preservadas m�s all� de la bah�a, entre las dunas.
      Le preocupaba esta amistad, y quiz� estaba preocupado tambi�n porque quer�a descargar su conciencia de esa imputaci�n que se le hab�a hecho de que era un ser apagado y consumido —porque Ramsay viv�a entre un perpetuo bullicio de chiquillos, mientras que Bankes no s�lo no ten�a hijos, sino que adem�s era viudo—, y quer�a que Lily Briscoe no desde�ase a Ramsay (a su manera, un gran hombre), y que comprendiese c�mo estaban las cosas entre ellos dos. Su amistad hab�a comenzado hac�a muchos a�os, pero se hab�a esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendi� las alas sobre los polluelos; despu�s Ramsay se hab�a casado, y sus caminos se hab�an apartado; hab�a habido, ciertamente, sin culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetici�n en sus encuentros.
      S�. As� hab�a sido. Termin�. Volvi� la espalda al paisaje. Al volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr. Bankes advirti� cosas que no le habr�an llamado la atenci�n si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios rojos, preservado entre la turba..., por ejemplo: Cam, la m�s joven, hija de Ramsay. Cog�a flores de mastuerzo mar�timo junto a la orilla. Era libre y valiente. Y no quer�a darle �una flor al se�or�, aunque se lo hab�a pedido la ni�era. �No, no y no!, �no quer�a! Cerraba el pu�o. Daba patadas en el suelo. Mr. Bankes se sinti� viejo y triste, acaso eso le hab�a hecho sentirse equivocado respecto a su amistad. Seguro que era un individuo apagado y consumido.
      Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran arregl�rselas. �Ocho hijos! �Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosof�a! Aqu� hab�a otro, �ste era Jasper, pasaba por all�, iba a disparar a los p�jaros, dijo, indiferente; le dio la mano a Lily, se la estrech� como si fuera una manivela; esto movi� a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la preferida. Y hab�a que considerar lo de la educaci�n (cierto: Mrs. Ramsay quiz� tuviera algo que decir), por no hablar de cu�ntos zapatos y calcetines exig�an estos �muchachotes�; todos eran de buena estatura, desgarbados, despreocupados. En cuanto a lo de saber qui�n era cada uno, y qui�n era mayor o m�s joven que los dem�s, eso s� que no sabr�a decirlo. En privado los llamaba como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El Despiadado; Andrew, El Justiciero; Prue, La Bella —porque Prue era hermosa, pens�, no pod�a evitarlo—; Andrew ten�a talento. Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe dec�a s� y no, y se mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella estaba enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y �l juzgaba el asunto de Ramsay, se apiadaba de �l, lo envidiaba, como si lo hubiera visto desprenderse de todas aquellas glorias de aislamiento y austeridad que lo hab�an coronado en la juventud, y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de cloqueantes costumbres hogare�as. Algo le daban, William Bankes lo reconoc�a; habr�a sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del hombro una estampa de la erupci�n del Vesuvio, como hac�a con su padre; pero tambi�n, los amigos de toda la vida no pod�an evitar pensarlo, lo hab�an destruido un poco. �Qu� es lo que pensar�a ahora un desconocido? �Qu� pensaba esta Lily Briscoe? �Qui�n no se daba cuenta de que empezaba a tener man�as, excentricidades, rarezas?, �quiz�, incluso, flaquezas? Era sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa forma —quiz� �sta era una forma muy grosera de decirlo—, que dependiera tanto de las alabanzas de los dem�s. —�Ah —dijo Lily—, pero piense en su obra!
      Siempre que ella pensaba en su �obra� la ve�a ante s�, con toda claridad, representada por una enorme mesa de cocina.
      Andrew ten�a la culpa. Una vez le hab�a preguntado ella que de qu� trataban los libros de su padre. �El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad�, hab�a respondido Andrew. Y ella exclam� �Caramba!, pero no ten�a ni la menor noci�n de lo que eso quer�a decir. �Piense en una mesa de cocina —le hab�a dicho—, cuando usted no est� presente.�
      De forma que, cuando pensaba en la obra de Mr. Ramsay, lo que ve�a era una mesa de cocina muy refregada. La ve�a ahora sobre una horquilla del peral, porque acababan de llegar donde los �rboles frutales. Con un intenso dolor de concentraci�n, pens� no en la rugosa corteza argentina del �rbol, ni en las hojas en forma de pez, sino en una mesa de cocina fantasmal, un tablero de esos relucientemente limpios y refregados, �speros y con nudos, cuya virtud parec�an haber hecho p�blica los muchos a�os de vigor invertidos en su limpieza, que estaba all� en medio, con las cuatro patas al aire. Era natural que si alguien se pasaba toda la vida viendo las cosas en su esencia m�s geom�trica, esto de reducir los adorables crep�sculos, las nubes con forma de flamencos y el azul y la plata, a una mesa de blanco pino con sus cuatro patas (esto es lo que convert�a en algo aparte a las m�s refinadas mentes), era lo m�s natural que no se le pudiera juzgar como a los dem�s.
      A Mr. Bankes le gustaba la orden que le hab�a dado: �Piense en su obra.� Vaya si hab�a pensado en ella. Eran incontables las veces que se hab�a dicho: �Ramsay es de los que escriben lo m�s importante antes de los cuarenta.� Su aportaci�n m�s importante a la filosof�a consist�a en un librito que hab�a escrito a los veinticinco a�os; lo que hab�a hecho despu�s hab�a sido m�s o menos amplificaci�n, repetici�n. Pero el n�mero de hombres que escriben algo relevante sobre cualquier materia es muy reducido, dijo �l, deteni�ndose junto al peral, bien peinado, minuciosamente exacto, exquisitamente ponderado. De repente, como si el movimiento de su mano lo hubiera liberado, la carga de impresiones que en ella se hab�an acumulado acerca de �l se desliz�, y se derram� en un verdadero alud en el que aflor� todo lo que ella pensaba. �sa era una sensaci�n. A continuaci�n se elev� entre vapores la esencia del ser de �l. Otra sensaci�n. Se qued� inm�vil a causa de la intensidad de la emoci�n; era su severidad, su bondad. Respeto cada uno de sus �tomos (dialogaba con �l en silencio): usted no es vano, usted es completamente impersonal, usted es m�s refinado que Mr. Ramsay, usted es el ser humano m�s refinado que conozco; usted no tiene esposa ni hijos (aunque sin inter�s sexual, deseaba ella llevar alegr�a a esa soledad); usted vive para la ciencia (involuntariamente, aparecieron ante los ojos de ella montones de trozos de patatas); el elogio ser�a un insulto para usted; �hombre generoso, de coraz�n puro, heroico! Pero al momento record� que se hab�a tra�do un ayuda de c�mara hasta este remoto lugar; no le gustaba que los perros se subieran a los sillones; durante horas, sab�a dar la lata (hasta que Mr. Ramsay daba un portazo) con discursos sobre la sal que deb�an llevar las verduras, o sobre lo malas que eran las cocineras inglesas.
      �Qu� pensar?, �c�mo juzgar a las personas?, �qu� pensar de ellas?, �c�mo se sumaba esto y aquello para llegar al resultado de si una persona te gustaba o no? Y en cuanto a esas palabras, despu�s de todo, �qu� sentido pod�a atribu�rseles? En pie, inm�vil, junto al peral, se derramaban sobre ella las impresiones de esos dos hombres; y seguir sus propios pensamientos era como seguir una voz que hablara tan aprisa que el lapicero no pudiera seguir la palabra; pero la voz era la de ella, y dec�a, sin que nadie se lo apuntara, cosas evidentes, contradictorias y eternas; de forma que las grietas y rugosidades del �rbol quedaban irrevocablemente definidas para toda la eternidad. Usted posee grandeza, pero Mr. Ramsay no. �l es ruin, ego�sta, vano, egotista; lo han mimado; es un tirano; va a matar a Mrs. Ramsay; pero posee (se dirig�a ahora a Mr. Bankes) lo que usted no tiene: una impertinente falta de tacto social, no se entretiene con bagatelas, ama a los perros y a sus hijos. Tiene ocho. Usted no tiene ninguno. �Pues no baj� el otro d�a con dos chaquetas para que Mrs. Ramsay le cortara el pelo con forma de taz�n? Todo esto bailaba de un lado a otro, como una nube de mosquitos, todos separados, pero todos admirablemente controlados por una invisible red el�stica: bailaban de un lado a otro en la mente de Lily, en torno a las ramas del peral, donde todav�a colgaba la representaci�n de la refregada mesa de pino, el s�mbolo de su intenso respeto por la mente de Mr. Ramsay; esto dur� hasta el punto en que el pensamiento, que se revolv�a cada vez m�s y m�s aprisa, estall� a causa de su propia intensidad; se oy� un disparo, y apareci�, huyendo de los perdigones, una tumultuosa banda de asustados y efusivos estorninos.
      ��Jasper!�, exclam� Mr. Bankes. Se volvieron hacia donde volaban los estorninos, sobre la terraza. Siguiendo a los r�pidos estorninos, que se dispersaban en el cielo, se introdujeron por la abertura del seto, y se dieron de bruces con Mr. Ramsay, quien con tr�gica resonancia exclam�: ��Alguien hab�a cometido un error!�
      Aquellos ojos, velados por la emoci�n, con desafiante intensidad tr�gica, buscaron los suyos durante un segundo, y temblaron al borde del reconocimiento, pero entonces comenz� a llevarse la mano hacia la cara como para desviar, para rechazar, en la agon�a de una mezquina verg�enza, la mirada de ellos, como si les suplicara que evitaran por un momento lo que �l sab�a que era inevitable, como si quisiera forzarlos a aceptar ese resentimiento infantil que le causaban las interrupciones, que incluso en el momento del descubrimiento no iba a ceder, sino que iba agarrarse a algo que era propio de esta deliciosa emoci�n, esta impura rapsodia que le avergonzaba, y entonces dio media vuelta ante ellos, como si diera un portazo para refugiarse en su intimidad; y Lily Briscoe y Mr. Bankes miraron algo inquietos hacia el cielo, y advirtieron que la bandada de p�jaros que Jasper hab�a alborotado con la carabina ya se hab�a posado en las copas de los olmos.


5

       �E incluso aunque ma�ana no haga buen tiempo �dijo la se�ora Ramsay, levantando los ojos para mirar a William Bankes y a Lily Briscoe cuando pasaban�, lo har� alg�n otro d�a. Y ahora �a�adi�, pensando que el encanto de Lily eran sus ojos achinados en aquella blanca carita suya un poco contra�da, pero que se necesitaba un hombre inteligente para advertirlo�, ponte de pie y d�jame que te mida la pierna �porque quiz� fuesen al faro despu�s de todo, y ten�a que ver si la media no necesitaba uno o dos cent�metros m�s de largo.
      Con una sonrisa en los labios, porque en aquel mismo instante se le acababa de ocurrir una idea admirable �William y Lily deber�an casarse�, alz� la media de color de brezo, con su entrecruzamiento de agujas de acero en la parte superior y procedi� a medirla contra la pierna de James.
      �Estate quieto, cari�o �le dijo, porque, debido a los celos, nada deseoso de servir de horma para el hijo peque�o del farero, James se mov�a aposta; y si no se estaba quieto, �c�mo iba ella a ver si era demasiado larga o demasiado corta?, pregunt�.

       Alz� los ojos ��qu� diablillo se hab�a apoderado de su benjam�n, de su bienamado?� y vio la habitaci�n, vio las sillas, que le parecieron lamentables. Como Andrew hab�a dicho d�as antes, sus entra�as estaban diseminadas por el suelo; pero �qu� sentido ten�a, se pregunt�, comprar sillas buenas para que se estropearan all� durante el invierno, cuando la casa, con s�lo una anciana para ocuparse de ella, chorreaba humedad? Daba lo mismo; el alquiler era exactamente dos peniques y medio y a sus hijos les encantaba aquel sitio; en cuanto a su marido, le hac�a mucho bien estar a tres mil o, si ten�a que ser m�s precisa, a trescientos kil�metros de su biblioteca, sus clases y sus disc�pulos; y hab�a sitio para invitados. Esteras, camas turcas, absurdos fantasmas de sillas y mesas cuya vida de servicio en Londres hab�a terminado ya, a�n hac�an juego all�; y una fotograf�a o dos, y libros. Los libros, pens�, se multiplicaban solos. Nunca ten�a tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: �Para aquella cuyos deseos son �rdenes�� �La Helena m�s feliz de nuestros d�as��, era vergonzoso confesarlo, pero nunca los hab�a le�do. Y Croom sobre la Mente y Bates sobre las Costumbres salvajes de Polinesia (�Cari�o, estate quieto�, dijo); tampoco pod�a enviarlos al faro. Llegar�a el momento, supuso, en que la casa tuviera un aspecto tan lastimoso que habr�a que hacer algo. Si se les pudiese convencer para que se limpiaran los pies y no trajeran la playa a casa, ya ser�a algo. Ten�a que aceptar los cangrejos si Andrew quer�a realmente hacerles la disecci�n, o, si Jasper cre�a que era posible hacer sopa con algas, no se lo pod�a impedir; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras; porque sus hijos ten�an mucho talento, pero cada uno de manera distinta. Y el resultado era, lanz� un suspiro, recorriendo con los ojos toda la habitaci�n, desde el suelo hasta el techo, mientras sosten�a la media sobre la pierna de James, que las cosas ten�an peor aspecto cada verano. La estera perd�a color; el papel de las paredes se despegaba. Ya no se sab�a si eran rosas lo que representaba. De todos modos, si todas las puertas de una casa se dejan constantemente abiertas, y no hay un solo cerrajero en toda Escocia capaz de arreglar un pestillo, las cosas tienen que echarse a perder. �De qu� serv�a cubrir el marco de un cuadro con un chal verde de Cachemira? Al cabo de dos semanas tendr�a color de sopa de guisantes. Aunque era cierto que las puertas le molestaban mucho: todas se dejaban abiertas. Escuch�. Hab�an dejado abierta la puerta de la sala de estar y lo mismo suced�a con la del vest�bulo; el ruido hac�a pensar que las puertas del dormitorio tambi�n estaban abiertas y lo estaba, sin duda, la ventana del descansillo de la escalera, porque esa la hab�a abierto ella. Algo tan sencillo como que las ventanas deb�an estar abiertas y las puertas cerradas, �c�mo era posible que ninguno lo recordara? Cuando iba de noche a las habitaciones de las criadas, las encontraba herm�ticamente cerradas y convertidas en hornos, con la excepci�n de Marie, la muchacha suiza, que prescindir�a del ba�o antes que del aire fresco, aunque tambi�n hab�a explicado que, en su pa�s �las monta�as eran muy hermosas�. Su padre se mor�a, la se�ora Ramsay estaba enterada. Marie iba a quedarse hu�rfana. En el momento de re�irla y de explicarle su trabajo (c�mo hacer una cama, c�mo abrir una ventana, cerrando y extendiendo las manos a la manera de una francesa), todo se hab�a plegado en silencio a su alrededor mientras la muchacha hablaba, a la manera en que, despu�s de un vuelo al sol, las alas de un ave se pliegan calmosamente y el azul de su plumaje cambia del acero brillante al suave morado. La se�ora Ramsay se hab�a quedado callada porque no hab�a nada que decir. Se trataba de un c�ncer de garganta. Al recordar su inmovilidad y c�mo la muchacha hab�a dicho: �En mi pa�s las monta�as son muy hermosas�, sabiendo que no hab�a esperanza, ninguna en absoluto, tuvo un espasmo de irritaci�n y, hablando con brusquedad, le dijo a James:
      �Estate quieto. No seas pesado �de manera que su hijo supo al instante que su severidad no era fingida, por lo que extendi� bien la pierna y su madre la midi�.
      La media era demasiado corta; un cent�metro por lo menos, incluso contando con que el peque�o de Sorley no estuviese tan crecido como James.
      �Es demasiado corta �dijo�, todav�a me falta mucho.
      Nadie tuvo nunca un aspecto m�s triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quiz� se form� una l�grima; se derram� una l�grima; las aguas se agitaron en esta y en aquella direcci�n, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto m�s triste.
      Pero �se trataba s�lo de apariencia?, dec�a la gente. �Qu� hab�a detr�s de su belleza, de su esplendor? �Acaso otro, un novio anterior, sobre el que circulaban rumores, se hab�a saltado la tapa de los sesos, preguntaban, hab�a muerto una semana antes de la boda? �O no hab�a nada en realidad, nada excepto una belleza incomparable, detr�s de la cual la se�ora Ramsay viv�a, sin que nada fuese capaz de perturbarla? Porque, si bien podr�a haber dicho, sin darle importancia, en alg�n momento de intimidad, cuando se contaban en su presencia historias de grandes pasiones, de amores fracasados, de ambiciones frustradas, que tambi�n ella los hab�a conocido o los hab�a sentido o pasado por ellos, nunca dec�a nada. Siempre guardaba silencio. Lo cierto era que sab�a todo aquello; lo sab�a sin haberlo aprendido. Su sencillez llegaba hasta el fondo de las cosas que las personas brillantes desvirtuaban. La sinceridad de su esp�ritu hac�a que cayera a plomo como una piedra, que se posara con la exactitud de un p�jaro; le daba, de manera natural, aquella impetuosa aprehensi�n de la verdad por el esp�ritu; aprehensi�n que deleita, consuela y sostiene, equivocadamente quiz�.
      �La Naturaleza no dispone de mucha arcilla�, dijo en una ocasi�n el se�or Bankes, al o�r su voz por tel�fono, y muy conmovido por la idea de que la se�ora Ramsay le estaba dando informaci�n acerca de un tren, �como la que utiliz� para moldearla a usted�. Se la imaginaba al otro extremo del hilo, griega, de ojos azules y nariz recta. �Qu� incongruente parec�a telefonear a una mujer as�! Las Gracias reunidas parec�an haber juntado las manos en prados de asf�delos para componer aquel rostro. S�, tomar�a el tren de las diez treinta en Euston.
      �Se da tan poca cuenta de su belleza como una ni�ita�, dijo el se�or Bankes, colgando el tel�fono y atravesando la habitaci�n para ver qu� progresos hab�an hecho los obreros que constru�an un hotel detr�s de la casa. Y pens� en la se�ora Ramsay mientras contemplaba las agitaci�n entre los muros inacabados. Porque siempre, pens�, hab�a alg�n elemento incongruente que incorporar a la armon�a de su rostro. Se pod�a encasquetar un sombrero de cazador o correr por el c�sped en chanclos para evitar que un ni�o se hiciera da�o. De manera que si era simplemente su belleza en lo que se pensaba, hab�a que recordar la realidad palpitante, la realidad viva (mientras los contemplaba, los obreros sub�an ladrillos por un estrecho tabl�n) e incorporarla a la imagen total; o si se pensaba en ella simplemente como mujer, hab�a que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer alg�n deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres dec�an de la belleza, le aburriera, y s�lo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sab�a. Ten�a que volver a su trabajo.
      Mientras tej�a la media de color marr�n rojizo, con la cabeza absurdamente contorneada por el marco dorado, el chal verde que hab�a arrojado sobre el borde del marco y la obra maestra autentificada de Miguel �ngel, la se�ora Ramsay dulcific� lo que hab�a habido de brusquedad con sus modales un momento antes, alz� la cabeza y bes� a su chiquit�n en la frente.
      �Vamos a buscar otro dibujo para recortar �dijo.


6

       Pero �qu� hab�a sucedido?
      Error, tr�gico error.
      Saliendo bruscamente de su enso�aci�n, la se�ora Ramsay encontr� el sentido de unas palabras en apariencia ininteligibles que le daban vueltas por la cabeza desde hac�a mucho tiempo. �Error, tr�gico error�. Al reconocer con sus ojos de miope al se�or Ramsay que, en aquel momento, se dirig�a hacia ella, lo fue siguiendo con atenci�n; cuando estuvo m�s cerca descubri� (el tintineo de las palabras ces� finalmente) que algo hab�a sucedido, que alguien hab�a cometido un error. Pero por mucho que se esforzaba no se le ocurr�a qu� pod�a haber pasado.
      El se�or Ramsay temblaba y se estremec�a. Toda su vanidad, toda la satisfacci�n que experimentaba, espectador de su propio esplendor, cuando cabalgaba cruel como un trueno, feroz como un halc�n, a la cabeza de sus hombres, por el valle de la muerte, se hab�a hecho a�icos, hab�a quedado destruida. Bajo una tempestad de metralla y obuses, audaces cabalgamos y seguros, atravesando el valle de la Muerte, entre el fragor de las descargas�, hasta darse de bruces con Lily Briscoe y William Bankes. El se�or Ramsay temblaba y se estremec�a.
      Ni por lo m�s remoto se hubiera atrevido su mujer a dirigirle la palabra, al darse cuenta, gracias a signos familiares, como el apartar los ojos y cierto peculiar replegarse de toda su persona, con lo que daba la impresi�n de envolverse en s� mismo, que estaba necesitado de aislamiento para recobrar el equilibrio, porque se sent�a ofendido y angustiado. La se�ora Ramsay acarici� la cabeza de James, desahogando en su hijito los sentimientos que le inspiraba su marido y, al verlo pintar de amarillo la camisa blanca de vestir de un caballero en el cat�logo de los Almacenes del Ej�rcito y de la Marina, pens� en lo mucho que se alegrar�a si James se convirtiera en un gran artista; y �por qu� no? Ten�a una frente espl�ndida. Luego al levantar la vista cuando su marido cruzaba de nuevo por delante de ella, comprob� con alivio que un velo ocultaba el desastre; triunfaba la vida familiar; la costumbre salmodiaba su ritmo tranquilizador, de manera que, al detenerse ante la ventana, cuando de nuevo le correspondi� pasar por delante, e inclinarse, burl�n y caprichoso, para hacerle cosquillas a James en la pantorrilla desnuda con una ramita, la se�ora Ramsay le reproch� que hubiera despedido a �aquel pobre muchacho�, Charles Tansley. Tansley se hab�a marchado para trabajar en su tesis, respondi� su marido.
      �James tendr� que escribir la suya cualquier d�a de estos �a�adi� ir�nico, agitando la ramita.
      Sintiendo un odio profundo hacia su padre, James apart� el instrumento que, de manera caracter�stica suya, y en la que se mezclaban severidad y humor, el se�or Ramsay utilizaba para hacer cosquillas a su hijo peque�o.
      Intentaba acabar aquellas medias que tan pesadas se le hac�an para llev�rselas al d�a siguiente al peque�o de Sorley, dijo la se�ora Ramsay.
      No hab�a la menor posibilidad de que pudieran ir al faro, replic�, muy enojado, el se�or Ramsay.
      �C�mo lo sab�a?, le pregunt� su mujer. El viento cambiaba con frecuencia.
      La extraordinaria irracionalidad de aquella observaci�n, la insensatez de la mente femenina le enfureci�. Hab�a cabalgado por el valle de la muerte, hab�a sido destrozado y hab�a temblado; y ahora su esposa prescind�a por completo de los hechos, hac�a que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, dec�a mentiras, pura y simplemente. Golpe� con el pie el escal�n de piedra. ��Condenada mujer!�, dijo. Pero �qu� hab�a dicho ella? Simplemente, que quiz� ma�ana hiciera bueno. Y quiz� lo hiciera.
      No con el bar�metro bajando y viento del oeste.
      Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideraci�n por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilizaci�n de manera tan caprichosa y brutal le pareci� a la se�ora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro m�s elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclin� la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparr�n de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No hab�a nada que decir.
      El se�or Ramsay no se apart� de su lado. Despu�s de alg�n tiempo se ofreci�, muy humildemente, para acercarse al servicio costanero y preguntar cu�les eran las previsiones meteorol�gicas, si era eso lo que quer�a.
      La se�ora Ramsay no reverenciaba a nadie como a su marido.
      Estaba totalmente dispuesta a aceptar su palabra, dijo. S�lo que en ese caso no necesitar�a preparar los s�ndwiches, nada m�s. Todos acud�an a ella, l�gicamente, puesto que era mujer; ven�an a lo largo del d�a con esto y lo de m�s all�; uno quer�a una cosa, otro, otra; a menudo le parec�a no ser m�s que una esponja empapada al m�ximo en emociones humanas. Luego su marido dec�a: condenada mujer. Dec�a: llover�. Dec�a: no llover�; y, al instante, un para�so de seguridad se abr�a ante ella. No hab�a nadie por quien sintiera mayor reverencia. Estaba convencida de que no era digna de atarle los cordones de los zapatos.
      Avergonzado ya de su mal humor y de la gesticulaci�n y movimiento de los brazos cuando se lanzaba a la carga al frente de sus tropas, el se�or Ramsay, t�midamente, desliz� una vez m�s su ramita por la pierna desnuda de su hijo y luego, como si contara con el permiso de su mujer, con un movimiento que a ella le record� extra�amente al gran le�n marino del zoo cuando se tiraba de espaldas despu�s de tragarse los peces y chapoteaba a continuaci�n con tanta fuerza que el agua del estanque se balanceaba de un lado para otro, se zambull� en el aire del atardecer que, adelgazado ya, se estaba apoderando de la sustancia de hojas y setos, pero que, quiz� a modo de compensaci�n, devolv�a a las rosas y a los claveles el brillo que no hab�an tenido durante el d�a.
      �Error, tr�gico error �dijo de nuevo, reanudando, a grandes zancadas, sus paseos por la terraza.
      Pero �de qu� manera tan sorprendente hab�a cambiado su tono de voz! Era como el cuco que �cuando junio llega, ronco se queda�; se dir�a que estaba ensayando, que buscaba, indeciso, una nueva frase para un estado de �nimo diferente, aunque, como s�lo dispon�a de aquella, la utilizaba, pese a estar desvencijada. Pero son� rid�cula ��Error, tr�gico error��, dicha as�, casi como pregunta, sin convencimiento, melodiosamente. La se�ora Ramsay no pudo por menos de sonre�r y, muy pronto, como era inevitable, yendo y viniendo por la terraza, el se�or Ramsay sigui� canturre�ndola hasta prescindir de ella y callarse.
      Estaba otra vez a salvo, devuelto a su intimidad. Se detuvo para encender la pipa, lanz� una ojeada a su mujer y a su hijo en el hueco de la ventana y, como alguien que levanta los ojos del libro mientras viaja en un tren expreso y ve una granja, un �rbol o un caser�o como si se tratara de una ilustraci�n, de la confirmaci�n de algo le�do en la p�gina impresa a la que despu�s regresa, enriquecido y satisfecho, de la misma manera, sin distinguir en realidad ni a su hijo ni a su mujer, le enriqueci� y le satisfizo verlos, dando el espaldarazo a sus esfuerzos por llegar a una rigurosa comprensi�n del problema al que destinaba en aquel momento las energ�as de su espl�ndida mente.
      La suya era, efectivamente, una inteligencia espl�ndida. Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en un determinado n�mero de notas, o est� ordenado como el alfabeto en veintiocho letras consecutivas, la inteligencia del se�or Ramsay no encontraba dificultad alguna para recorrer aquellas letras, una a una, con firmeza y precisi�n, hasta alcanzar, por ejemplo, la letra Q, cosa que hizo en aquel momento. Son muy pocas las personas que, en toda Inglaterra, llegan alguna vez a Q. Una vez all�, al detenerse un instante junto al jarr�n de piedra donde estaban los geranios, vio, pero ahora muy a lo lejos, como ni�os que recogieran conchas, divinamente inocentes y ocupados con peque�eces y, de alg�n modo, enteramente indefensos contra un destino adverso que �l s� percib�a, a su mujer y a su hijo, juntos, en la ventana. Necesitaban su protecci�n y �l se la daba. Pero �despu�s de Q? �Qu� viene a continuaci�n? Despu�s de Q hay otras letras, la �ltima de las cuales apenas es visible a los ojos de los mortales, aunque brilla, tenuemente roja, en la distancia. La Z s�lo es alcanzada una vez por un hombre en cada generaci�n. De todos modos, si �l llegara a R, ya ser�a algo. All�, al menos, estaba Q. Se afinc� en Q con todas sus fuerzas. Estaba seguro de Q. Pod�a demostrarla. Si Q, entonces, es Q, R� Llegado a aquel punto vaci� la pipa con dos o tres golpes resonantes sobre el asa del jarr�n de piedra, que representaba un cuerno de carnero, y despu�s prosigui� su tarea. �En ese caso R��. Hizo un llamamiento a todas sus fuerzas y tens� todas las fibras de su ser.
      Las cualidades que hubieran salvado a la tripulaci�n de un buque abandonada en un mar embravecido sin otros recursos que seis galletas y una botella de agua �aguante y justicia, previsi�n, abnegaci�n y habilidad� acudieron en su ayuda. R es, en ese caso�, �qu� es R?
      Al moverse, el postigo de una ventana, semejante al p�rpado de cuero de un lagarto, perturb� la concentraci�n de su mirada interior, oscureciendo la letra R. En aquel rel�mpago de oscuridad oy� a personas diciendo que era un fracasado, que R estaba por encima de sus posibilidades. Nunca alcanzar�a R. Pero hab�a que volver sobre R una vez m�s. R�
      El lagarto parpade� de nuevo. Al se�or Ramsay se le hincharon las venas de la frente. En el jarr�n de piedra la presencia del geranio alcanz� un relieve sorprendente y, perfectamente visible entre sus hojas, pudo ver, sin quererlo, aquella antigua, aquella evidente distinci�n entre dos clases de hombres; por una parte, los que avanzan sin descanso gracias a su fuerza sobrehumana y que, con paso lento y perseverancia, repiten en orden todo el alfabeto, veintiocho letras en total, desde la primera a la �ltima; por otra, los mejor dotados, los inspirados que, milagrosamente, re�nen todas las letras en un rel�mpago: la manera de los genios. �l no era un genio; nunca hab�a pretendido serlo; pero ten�a, o podr�a haber tenido, la capacidad para repetir cada una de las letras del alfabeto desde la A a la Z en el orden adecuado. Por el momento estaba detenido en Q. Adelante, por lo tanto, adelante hasta R.
      Sentimientos que no hubieran deshonrado a un jefe que, despu�s de que la nieve haya empezado a caer y la cumbre de la monta�a est� cubierta por la niebla, sabe que ha de tumbarse y morir antes de que llegue la ma�ana, se apoderaron de �l, le robaron el color de los ojos, d�ndole, en los dos breves minutos de su recorrido por la terraza, el aspecto descolorido de la ancianidad marchita. Pero no morir�a tumbado; encontrar�a alg�n risco y all�, los ojos fijos en la tormenta, tratando hasta el fin de atravesar la oscuridad, morir�a de pie. No llegar�a nunca a R.
      Se inmoviliz� por completo junto al jarr�n de piedra, del que se desbordaban los geranios. �Despu�s de todo, cu�ntos nombres entre mil millones, se pregunt�, llegan a Z? Sin duda el abanderado de una melanc�lica esperanza puede pregunt�rselo y responder, sin traicionar por ello a la expedici�n que lo sigue, �Uno, quiz�s�. Uno en una generaci�n. �Se le puede culpar por no ser ese uno, con tal de que se haya esforzado honestamente, de que haya dado todo lo que estaba en su poder, hasta no quedarle nada por ofrecer? �Y cu�nto dura su fama? Incluso a un h�roe moribundo le est� permitido pensar, antes de extinguirse, en lo que dir�n de �l las generaciones futuras. Quiz� su fama dure dos mil a�os. �Y qu� son dos mil a�os? (pregunt� el se�or Ramsay ir�nicamente, contemplando el seto). �Qu�, efectivamente, si se divisa desde la cima de una monta�a el gran desierto de las edades? La piedra misma a la que se da una patada durar� m�s que Shakespeare. Su propia lucecita brillar�a, modestamente, durante uno o dos a�os, para luego fundirse con una luz mayor y despu�s con otra m�s grande. (Contempl� la oscuridad, el laberinto de los tallos de hierba). �Qui�n podr� reprochar al jefe de la expedici�n sin esperanza que, despu�s de ascender lo suficiente para ver el desierto de los a�os y la destrucci�n de las estrellas, pero antes de que la muerte prive a sus miembros de toda capacidad de movimiento, alce, con cierta deliberaci�n, los dedos entumecidos hasta la frente y saque el pecho, de manera que cuando llegue la expedici�n de rescate lo encuentre muerto en su puesto, imagen perfecta del soldado que ha cumplido con su deber? El se�or Ramsay sac� el pecho y permaneci� muy erguido junto al jarr�n de piedra.
      �Qui�n podr� reprocharle que, inm�vil por unos momentos, piense en la fama, en expediciones de rescate, en hitos alzados sobre sus huesos por seguidores agradecidos? Finalmente, �qui�n reprochar� al jefe de la expedici�n condenada al fracaso, que, despu�s de haberse arriesgado al m�ximo y de haber gastado hasta la �ltima onza de energ�a y de haberse dormido sin que le preocupe apenas volver a despertar, advierta ahora, por cierto cosquilleo en los dedos de los pies, que a�n vive y que, en conjunto, no tiene objeciones contra la vida, sino que necesita comprensi�n y whisky y alguien a quien contar de inmediato la historia de sus sufrimientos? �Qui�n se lo reprochar�? �Qui�n no se alegrar� en secreto de que el h�roe se despoje de su armadura, se detenga junto a la ventana y mire en direcci�n a su esposa y su hijo, quienes, muy distantes en un primer momento, se acercar�n de manera gradual, hasta que labios y libro y cabeza aparezcan con claridad ante sus ojos, si bien todav�a seductores y extra�os debido a la intensidad de su aislamiento y al desierto de las edades y la destrucci�n de las estrellas y, finalmente, guard�ndose la pipa en el bolsillo e inclinando la magn�fica cabeza ante ella�, qui�n le reprochar� que rinda homenaje a la belleza del mundo?


7

       Pero su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por detenerse y mirarlos desde arriba; lo odiaba por interrumpirlos; lo odiaba por la exaltaci�n y sublimidad de sus gestos, por la magnificencia de su cabeza, por su severidad y ego�smo (porque all� estaba, orden�ndoles que lo atendieran); pero, sobre todo, odiaba el eco de las emociones de su padre que, vibrando a su alrededor, perturbaban la perfecta sencillez y equilibrio de las relaciones con su madre. Esperaba, mirando con fijeza la p�gina que ten�a delante, obligarlo a seguir su paseo; esperaba, se�alando una palabra con el dedo, recuperar la atenci�n de su madre, que, lo sab�a muy bien y le exasperaba, vacilaba en el momento mismo en que su padre se deten�a. Pero no. Nada lograr�a que el se�or Ramsay siguiera su camino. All� estaba, pidiendo afecto.
      La se�ora Ramsay, que hab�a adoptado hasta entonces una postura descansada, con un brazo alrededor de James, tens� el cuerpo y, volvi�ndose a medias, pareci� erguirse con esfuerzo y, al mismo tiempo, lanzar al aire una lluvia vertical de energ�a, una columna de espuma, creando, simult�neamente, una impresi�n de animaci�n y viveza, como si todas sus energ�as se estuvieran transformando en fuerza capaz de quemarse e iluminar (aunque segu�a sentada tranquilamente, recogiendo una vez m�s su media), por lo que sobre aquella deliciosa fecundidad, sobre aquella fuente y manantial de vida, se abalanz� la fatal esterilidad del macho, como un espol�n de bronce, desnudo y yermo. Quer�a compasi�n. Era un fracasado, dijo. La se�ora Ramsay esgrimi� sus agujas. El se�or Ramsay repiti�, sin apartar por un instante los ojos del rostro de su esposa, que era un fracasado. Ella le devolvi� las palabras en un soplo. �Charles Tansley��, dijo. Pero �l necesitaba m�s que aquello. Quer�a compasi�n, tener, en primer lugar, la seguridad de su genio y, despu�s, que se le introdujera en el c�rculo de la vida, que se le calentara y tranquilizara, que se le devolvieran los sentidos, recobrar la fecundidad y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida: la sala de estar y, detr�s de la sala de estar, la cocina; encima de la cocina, los dormitorios; y, m�s all�, las habitaciones de los ni�os; hab�a que amueblarlos, hab�a que llenarlos de vida.
      Charles Tansley lo consideraba el metaf�sico m�s importante de la �poca, dijo su mujer. Pero �l necesitaba m�s que aquello. Ten�a que conseguir compasi�n. Lograr la seguridad de que tambi�n �l ocupaba el coraz�n de la vida; de que se le necesitaba; no s�lo all�, sino en todo el mundo. Entrecruzando las agujas, segura de s�, erguida, la se�ora Ramsay cre� la sala de estar y la cocina, las hizo resplandecer y le rog� que se instalara a sus anchas, que entrara y que saliera, que se divirtiera. Rio e hizo punto. Inm�vil entre sus rodillas, completamente r�gido, James sinti� llamear toda la energ�a de su madre para ser bebida y calmar as� la sed del espol�n de bronce, la �rida cimitarra del var�n, que golpeaba sin piedad, una y otra vez, reclamando compasi�n.
      Era un fracasado, repiti� el se�or Ramsay. Bien, en ese caso, que mirase, que sintiera. Entrecruzando las agujas, volviendo la vista a su alrededor, m�s all� de la ventana, por la habitaci�n, al mismo James, su esposa le asegur�, sin sombra de dudas, con su risa, su aplomo, su competencia (como una enfermera que, al atravesar con una luz una habitaci�n a oscuras, consigue tranquilizar a un ni�o quejumbroso), que todo aquello era real; que la casa estaba llena y en el jard�n soplaba el viento. Si cre�a en ella sin reservas, nada le herir�a; por hondo que se enterrase o por alto que escalase, ella no le faltar�a ni un segundo. De manera que, haciendo gala de su capacidad para rodear y proteger, apenas le quedaba fragmento alguno que le permitiera el conocimiento propio: todo se prodigaba y gastaba de aquella manera; y James, inm�vil y r�gido entre sus rodillas, sinti� que su madre se transformaba en un �rbol frutal de flores rosadas con hojas y brotes danzarines sobre los que el espol�n de bronce, la cimitarra sin vida de su padre, el ego�sta, se abalanzaba y golpeaba, pidiendo compasi�n.
      Saciado con sus palabras, semejante a un ni�o que se duerme satisfecho, el se�or Ramsay dijo, por fin, mirando a su esposa con gratitud humilde, restablecido, renovado, que se dar�a una vuelta; ir�a a ver c�mo los chicos jugaban al cr�quet. Acto seguido desapareci�.
      La se�ora Ramsay pareci� plegarse inmediatamente, un p�talo cerr�ndose sobre otro, y todo el edificio, exhausto, cay� sobre s� mismo, de manera que s�lo tuvo fuerza suficiente para mover el dedo, en delicado abandono a la fatiga, sobre la p�gina del cuento de los hermanos Grimm, mientras lat�a por todo su ser, como el impulso de un muelle que al desplegarse al m�ximo se inmoviliza dulcemente, el �xtasis de la creaci�n satisfecha.
      Cada latido de aquel pulso parec�a, mientras �l se alejaba, englobarlos a ella y a su marido, d�ndoles a ambos el consuelo que dos notas distintas, una alta, otra baja, tocadas al un�sono, parecen darse mutuamente. Aunque, al morir la resonancia y regresar al cuento de hadas, la se�ora Ramsay no s�lo se sinti� corporalmente exhausta (despu�s, no en el momento mismo, siempre se sent�a as�), sino que adem�s se a�adi� a su fatiga corporal una sensaci�n levemente desagradable de otro origen. No supo con exactitud, mientras le�a en voz alta �La mujer del pescador�, de d�nde proced�a; ni tampoco se permiti� convertir en palabras su insatisfacci�n cuando se dio cuenta, al pasar de p�gina, detenerse y o�r el fragor sordo y ominoso de una ola al romperse, de cu�l era su causa: lo poqu�simo que le gustaba sentirse mejor que su marido; y, m�s a�n, lo mucho que le desagradaba no estar completamente segura, cuando hablaba con �l, de la verdad de lo que le dec�a. El hecho de que lo reclamaran universidades y personas particulares, la gran importancia de sus conferencias y libros�, todo aquello no lo dudaba ni por un momento; en cambio, le llenaba de zozobra su relaci�n, y el que su marido viniera a ella de aquella manera, abiertamente, de forma que cualquiera pudiera verlo; porque entonces la gente dec�a que depend�a de ella, cuando ten�an que saber que, de los dos, �l era infinitamente m�s importante; y despreciable lo que ella daba al mundo, en comparaci�n con lo que daba �l. Pero, adem�s, tambi�n hab�a otra cosa: no ser capaz de decirle la verdad, asustarse, por ejemplo, en lo referente al tejado del invernadero y lo que costar�a repararlo, cincuenta libras, quiz�; y luego, acerca de sus libros, temer que pudiera adivinar lo que ella sospechaba en cierto modo, que su �ltimo libro no era realmente el mejor (hab�a llegado a aquella conclusi�n gracias a William Bankes); y luego ocultarle peque�eces de todos los d�as, y los ni�os vi�ndolo, y la carga que les supon�a; todo aquello disminu�a la alegr�a total, la alegr�a perfecta de dos notas que resuenan juntas y hac�a que el sonido muriera en su o�do con una deprimente insipidez.
      Una sombra cay� sobre la hoja; la se�ora Ramsay levant� la vista. Era Augustus Carmichael que pasaba con lentitud, precisamente ahora, en el momento mismo en que resultaba doloroso que le recordaran lo inadecuado de las relaciones humanas, c�mo hasta la m�s perfecta ten�a defectos y no soportaba el examen al que ella, por el amor a su marido y su necesidad de saber la verdad, la somet�a; en el momento en que le resultaba tan doloroso sentirse culpable de indignidad e impedida para realizar las funciones que le correspond�an a causa de aquellas mentiras, de aquellas exageraciones�; fue en aquel momento, mientras se atormentaba de manera tan innoble despu�s de su exaltaci�n, cuando el se�or Carmichael cruz� lentamente, con sus zapatillas amarillas, y alg�n demonio interior le exigi� a la se�ora Ramsay que lo llamara:
      ��Va usted a entrar, se�or Carmichael?


8

       El se�or Carmichael no respondi�. Se sab�a que tomaba opio. Los chicos dec�an que era ese el motivo de que tuviera la barba manchada de amarillo. A la se�ora Ramsay le resultaba evidente que aquel pobre hombre era muy desgraciado y que ven�a a su casa en verano para escapar a su vida cotidiana; sin embargo, todos los a�os sent�a lo mismo: el se�or Carmichael no se fiaba de ella. Le dec�a: �Voy al pueblo. �Quiere que le traiga sellos, papel, tabaco?�. Y notaba que pon�a mala cara. No se fiaba de ella. Y la responsable era su mujer. Recordaba perfectamente el comportamiento de su esposa, que la hab�a hecho adoptar a ella (a la se�ora Ramsay) una actitud dura e inflexible de rechazo en la horrible habitaci�n de St. John�s Wood, cuando vio con sus propios ojos c�mo aquella odiosa mujer lo pon�a de patitas en la calle. Iba descuidado, la chaqueta llena de manchas y se mov�a con la pesadez de un anciano que ya no tiene nada que hacer en el mundo; y ella le oblig� a salir de la habitaci�n. Le dijo, de aquella manera suya tan odiosa: �Ahora la se�ora Ramsay y yo queremos hablar un poquito a solas�, y la se�ora Ramsay vio, como si los tuviera delante de los ojos, los innumerables sufrimientos de su vida. �Tema dinero suficiente para comprar tabaco? �Estaba obligado a ped�rselo a su mujer? �Media corona? �Dieciocho peniques? No pod�a pensar sin alterarse en las peque�as indignidades a que lo somet�a. Y ahora siempre (el porqu� no lograba adivinarlo, excepto que probablemente ten�a que ver de alg�n modo con aquella mujer) la evitaba. Nunca le contaba nada. Pero �qu� m�s pod�a haber hecho ella? Le hab�an dejado una habitaci�n soleada. Los chicos se portaban bien con �l. La se�ora Ramsay no hab�a dado nunca la menor se�al de que no deseara tenerlo all�. De hecho se esforzaba muy especialmente por mostrarse amable. �Quiere usted sellos, quiere usted tabaco? Aqu� tiene un libro que quiz� le guste, y otras cosas parecidas. Y despu�s de todo�, despu�s de todo (aqu�, de manera insensible, se irgui�, present�ndosele, como le suced�a muy pocas veces, el sentimiento de su propia belleza)�, despu�s de todo, en general no le resultaba dif�cil hacerse agradable a otras personas; George Manning, por ejemplo; el se�or Wallace; pese a ser famosos, ven�an a verla una velada, con toda calma, para hablar a solas junto al fuego. Llevaba consigo a todas partes, le era imposible no saberlo, la antorcha de su belleza; la llevaba bien derecha en cualquier habitaci�n en la que entraba y, despu�s de todo, por mucho que tratara de esconderla y rehuyera la monoton�a de soportar lo que aquello le impon�a, su belleza saltaba a la vista. La hab�an admirado. Hab�a sido amada. Hab�a entrado en habitaciones donde se encontraban personas que lloraban alg�n difunto. Hab�an corrido l�grimas en su presencia. Hombres, y tambi�n mujeres, olvidados de la complejidad del mundo, se hab�an permitido con ella el alivio de la simplicidad. La ofend�a que el se�or Carmichael la rehuyera. Se sent�a herida. Y adem�s su actitud no era clara, no era tajante. Aquello era lo que m�s le importaba, produci�ndose como se produc�a a continuaci�n del descontento que le hab�a hecho sentir su marido; lo que m�s la afectaba ahora, cuando el se�or Carmichael pasaba cerca, caminando lentamente, con un libro bajo el brazo y calzado con zapatillas amarillas, y se limitaba, ante sus preguntas, a asentir con la cabeza, era que sospechaba de ella; y la posibilidad de que todo aquel deseo suyo de dar, de ayudar, fuese vanidad. �No era su propia satisfacci�n el motivo de que deseara tan instintivamente ayudar, dar, de manera que la gente dijese de ella: ��Oh, se�ora Ramsay! Querida se�ora Ramsay� �La se�ora Ramsay, por supuesto!�, y la necesitaran y mandaran a buscarla y la admirasen? En el fondo no era otra cosa lo que quer�a y, por consiguiente, cuando el se�or Carmichael la evitaba, como hac�a en aquel momento, dirigi�ndose hacia alg�n rinc�n donde se dedicaba interminablemente a los acr�sticos, no s�lo se sent�a desairada, sino que tomaba conciencia de la mezquindad de alguna parte de su ser y tambi�n de las relaciones humanas, qu� imperfectas son, qu� despreciables, qu� ego�stas, en el mejor de los casos. Ahora que descuidaba a veces su arreglo personal, que el desgaste de la vida la hab�a agotado y que no era ya, casi con toda seguridad (las mejillas hundidas, el cabello blanco), un objeto que llenara de alegr�a los ojos que la contemplaban, lo mejor que pod�a hacer era consagrarse a �La mujer del pescador� y aplacar de aquel modo el manojo de nervios que era James (sin duda alguna el m�s susceptible de sus hijos).
      �El hombre sinti� un peso en el coraz�n �ley� en voz alta� y no quiso ir. Se dijo: �No es justo�. Y, sin embargo, fue. Y cuando sali� al mar el agua era casi de color morado y azul oscuro, y gris y espesa, y mucho menos verde y amarilla, aunque siempre inm�vil. Se qued� all� y dijo�
      La se�ora Ramsay habr�a deseado que su marido no eligiera aquel momento para detenerse. �Por qu� no hab�a ido, seg�n su promesa, a ver c�mo los chicos jugaban al cr�quet? Pero el se�or Ramsay no dijo nada; se limit� a mirar, a asentir con la cabeza, a aprobar y a seguir adelante. Mientras ve�a de nuevo el seto que, una y otra vez, hab�a redondeado alguna pausa en la conversaci�n, hab�a llenado de significado alguna conclusi�n, mientras ve�a a su mujer y a su hijo, as� como los jarrones de piedra con los rojos geranios trepadores que tantas veces hab�an servido de marco a sus procesos mentales y que llevaban, escritos entre las hojas, como si fueran fragmentos de papel en los que se garrapatean veloces notas de lectura�, el se�or Ramsay se dej� llevar, viendo todo aquello, hacia las especulaciones sugeridas por un art�culo en The Times sobre el n�mero de norteamericanos que visitan cada a�o la casa de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera existido, se pregunt�, �ser�a hoy muy diferente el mundo? El progreso de la civilizaci�n, �depende de los grandes hombres? La suerte de un ser humano corriente, �es ahora mejor que en tiempos de los faraones? Aunque, se pregunt�, la suerte de un ser humano corriente, �es el criterio adecuado para juzgar una civilizaci�n? Posiblemente no. Posiblemente el bien supremo requiera la existencia de una clase de esclavos. El ascensorista del metro es una necesidad eterna. La idea le pareci� muy desagradable y agit� la cabeza. Para evitarla encontrar�a alguna manera de rechazar la supremac�a de las artes. Defender�a que el mundo existe para el ser humano corriente; que las artes no pasan de ser una decoraci�n colocada sobre la cumbre de la vida, pero sin darle expresi�n. Tampoco Shakespeare es necesario para la vida. Sin saber con exactitud por qu� quer�a desacreditar a Shakespeare y rescatar al hombre que permanece eternamente junto a la puerta del ascensor, arranc� una hoja del seto. Todo aquello habr�a que present�rselo ordenadamente a los j�venes de Cardiff al cabo de un mes, pens�; all�, en su terraza, �l se limitaba a buscar y recoger (tir� la hoja que hab�a arrancado tan malhumoradamente), como un jinete que se inclina desde su cabalgadura para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de nueces y avellanas mientras deambula sin prisas por las sendas y los campos de una regi�n que conoce desde ni�o. Todo le era familiar: el giro, la escalerita para atravesar una cerca, el atajo que atravesaba el prado. Eran horas las que pasaba as�, con su pipa, cualquier tarde, pensando mientras sub�a y bajaba, mientras recorr�a los viejos senderos y prados familiares, que llevaban ya para siempre incorporadas, aqu� y all�, la historia de una campa�a b�lica o la vida de un hombre de Estado, junto con poemas y an�cdotas, y tambi�n figuras: la de este pensador, la de aquel militar; todo vigoroso y n�tido; pero, a la larga, el sendero, el campo, el prado, el nogal cargado de frutos y el seto florecido lo conduc�an hasta aquel �ltimo giro del camino donde siempre se apeaba de su montura, ataba el caballo a un �rbol, y prosegu�a el paseo a pie. Llegaba al l�mite de la extensi�n del c�sped y contemplaba desde all� la bah�a que quedaba debajo.
      Era su destino peculiar, tanto si lo deseaba como si no, llegar as� a una punta de tierra que el mar, lentamente, est� devorando, y quedarse all�, solo, como una melanc�lica ave marina. Ten�a la capacidad, el don, de prescindir bruscamente de todo lo superfluo, de encogerse y disminuir hasta parecer m�s despojado y m�s ligero incluso corporalmente, sin perder por ello capacidad mental, y de ese modo mantenerse en su peque�o reborde, frente a la oscuridad de la ignorancia humana, frente al hecho de que no sabemos nada y de que el mar va devorando el suelo en el que nos apoyamos; tal era su capacidad y su don. Pero despu�s de haber prescindido, al desmontar, de todo gesto y afectaci�n, de todos los trofeos de rosas y frutos secos, y de haberse encogido hasta el punto de que no s�lo hab�a olvidado la fama, sino hasta su mismo nombre, manten�a, incluso en aquella desolaci�n, una vigilancia que no perdonaba ning�n fantasma ni se deleitaba con visi�n alguna, y era de esa guisa como inspiraba en William Bankes (de manera intermitente) y en Charles Tansley (obsequiosamente) y tambi�n ahora en su esposa, cuando levant� la vista y vio a su marido en el l�mite del c�sped, una profunda reverencia, al igual que compasi�n, y tambi�n gratitud, como una estaca clavada en el lecho de un canal, y sobre la que se posan las gaviotas y golpean las olas, inspira en los alegres pasajeros de una barca un sentimiento de gratitud por haberse impuesto el deber de se�alar, solitaria, entre las olas, el canal.
      �Pero el padre de ocho hijos no tiene elecci�n� �el murmullo a media voz qued� interrumpido y el se�or Ramsay se volvi�, suspir�, alz� los ojos, busc� la figura de su esposa que le�a historias de James y a continuaci�n llen� la pipa. Se apart� del espect�culo de la ignorancia y del destino humanos y del mar devorando la tierra que nos sostiene, lo que, si hubiera sido capaz de contemplarlo con fijeza, quiz� le habr�a conducido a algo, y encontr� consuelo en peque�eces tan insignificantes, comparadas con el augusto tema que ten�a delante en aquel momento, que se dispuso a pasar por alto aquel consuelo, a desaprobarlo, como si el hecho de ser sorprendido sinti�ndose feliz en un mundo de sufrimientos fuese, para un hombre honrado, el m�s despreciable de los delitos. Era cierto; se sent�a feliz la mayor parte del tiempo; ten�a a su mujer; ten�a a sus hijos; hab�a prometido, para dentro de seis semanas, decir �algunas tonter�as� a los j�venes de Cardiff sobre Locke, Hume, Berkeley y las causas de la revoluci�n francesa. Pero aquello y el placer que le proporcionaba, y su satisfacci�n por las frases que se le ocurr�an, el entusiasmo de la juventud, la belleza de su mujer, los homenajes que le llegaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cambridge�, hab�a que despreciarlo todo y ocultarlo bajo la frase �decir algunas tonter�as�, porque, en efecto, no hab�a hecho lo que podr�a haber hecho. Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no pod�a decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy; y por lo que resultaba bastante lastimoso y desagradable a William Bankes y a Lily Briscoe, que se preguntaban cu�l era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qu� estaba necesitado de continuas alabanzas; por qu� un hombre tan valeroso en las ideas ten�a que ser tan pusil�nime en la vida; curiosamente, *** NO HAY *** venerable y risible resultaba al mismo tiempo.
      Ense�ar y predicar, sospechaba Lily, mientras recog�a sus cosas, estaba por encima de las posibilidades humanas. Aquellos a quienes se exalta terminan de alg�n modo por darse el batacazo. La se�ora Ramsay entregaba con demasiadas facilidad lo que su marido le ped�a. Adem�s, el cambio debe de ser demasiado desconcertante, dijo Lily. Sale de estar con sus libros y se encuentra con todos nosotros, jugando y diciendo tonter�as. Imag�nese qu� cambio, en comparaci�n con las cosas sobre las que piensa, dijo.
      Se acercaba a ellos. Se detuvo de pronto y se qued� contemplando el mar en silencio. Muy poco despu�s hab�a vuelto a girar en redondo.


9

       S�, dijo el se�or Bankes, observ�ndolo mientras se alejaba. Era una verdadera l�stima. (Lily hab�a dicho algo acerca de lo mucho que le asustaban sus repentinos cambios de humor). S�, dijo el se�or Bankes, era una verdadera l�stima que Ramsay no se comportara del todo como el resto de las personas. (Lily Briscoe le gustaba y pod�a analizar a Ramsay en su presencia con toda libertad). No era otra la raz�n, dijo, de que los j�venes no leyeran a Carlyle. Un viejo desabrido y refunfu��n que se enfada si las gachas est�n fr�as, �por qu� tendr�a que sermonearnos? Aquello era, en opini�n del se�or Bankes, lo que los j�venes dec�an. Y eso era una verdadera pena si se estaba convencido, como le suced�a a �l, de que Carlyle era uno de los grandes maestros de la humanidad. A Lily le avergonzaba decir que no hab�a le�do a Carlyle desde su �poca de colegiala, pero, en su opini�n, a�n se apreciaba m�s al se�or Ramsay por el hecho de que imaginara que un simple dolor suyo en el dedo me�ique era el fin del mundo. A ella, desde luego, no le importaba. Porque �a qui�n pod�a enga�ar el se�or Ramsay? Ped�a, de la manera m�s directa, ser adulado y admirado, y sus peque�os trucos no enga�aban a nadie. Lo que a ella no le gustaba, dijo, mientras lo iba siguiendo con la vista, era su estrechez, su ceguera.
      ��Un tantillo hip�crita? �sugiri� el se�or Bankes, contemplando tambi�n la espalda del se�or Ramsay, porque �no estaba �l pensando en su amistad y en Cam neg�ndose a darle una flor, en todos aquellos chicos y chicas y en su propia casa, llena de comodidades, pero demasiado tranquila desde la muerte de su mujer? Era cierto que ten�a su trabajo�, pero, de todos modos, m�s bien le apetec�a que Lily estuviera de acuerdo en que Ramsay era, como �l hab�a dicho, �un tantillo hip�crita�.
      Lily Briscoe continu� recogiendo los pinceles, levantando y bajando la cabeza. Si alzaba la vista, all� estaba (el se�or Ramsay) dirigi�ndose hacia ellos, despreocupado, olvidado del mundo exterior, remoto. �Un tantillo hip�crita?, repiti�. No, no; el m�s sincero de todos los hombres, el m�s aut�ntico (ya estaba all�), el mejor; pero, pens�, mientras bajaba los ojos, est� pendiente �nicamente de s� mismo, es un tirano, es injusto; y sigui� mirando al suelo, intencionadamente, porque era la �nica manera de conservar la cabeza en su sitio estando con los Ramsay. Tan pronto como levantaba los ojos y los ve�a, se sent�a inundada por lo que ella denominaba �estar enamorada�. Los Ramsay pasaban a formar parte del universo irreal pero emocionante y cautivador en que se convierte el mundo visto a trav�s de los ojos del amor. El cielo les era consustancial; los p�jaros cantaban a trav�s suyo. Y, lo m�s emocionante, incluso, en su opini�n, mientras ve�a al se�or Ramsay acercarse y retroceder y a la se�ora Ramsay sentada con James junto a la ventana y las nubes en movimiento y a los �rboles inclin�ndose, era c�mo la vida, aunque estuviera hecha de peque�os incidentes aislados que se viv�an uno a uno, acababa por rizarse y unirse en una ola que nos arrastra y nos tira, arroj�ndonos violentamente sobre la playa.
      El se�or Bankes esperaba su respuesta. Y Lily se dispon�a a decir algo que supusiera una cr�tica de la se�ora Ramsay �c�mo tambi�n ella resultaba sobrecogedora, a su manera, desp�tica, o alg�n otro adjetivo con un sentido similar�, cuando el se�or Bankes, al quedarse extasiado, lo hizo totalmente innecesario. Porque no se le pod�a dar otro nombre a lo que le sucedi�, si se ten�a en cuenta su edad, superados ya los sesenta, as� como su limpieza, su objetividad y la pureza del manto cient�fico que parec�a envolverlo. En su caso, mirar como Lily le vio mirar a la se�ora Ramsay era �xtasis, equivalente, le pareci�, a los amores de docenas de j�venes (y quiz� la se�ora Ramsay nunca hab�a despertado el amor de docenas de j�venes). Sin duda era amor destilado y filtrado, pens� Lily, fingiendo mover el lienzo; amor que no trataba de apoderarse de su objeto; pero, como el amor que los matem�ticos sienten por sus s�mbolos, o los poetas por sus frases, estaba destinado a extenderse por el mundo y convertirse en parte del patrimonio de la humanidad. As� deb�a ser, en efecto. Sin duda el mundo deber�a compartirlo en el caso de que el se�or Bankes pudiera explicar por qu� aquella mujer le gustaba tanto; por qu� verla leyendo un cuento de hadas a su hijo peque�o ten�a sobre �l precisamente el mismo efecto que la soluci�n de un problema cient�fico, de manera que descansaba en la contemplaci�n y sent�a, como le suced�a cuando hab�a demostrado algo definitivo sobre el sistema digestivo de las plantas, que la barbarie quedaba domesticada y el reino del caos sometido.
      Un �xtasis como aquel �porque �qu� otro nombre se le pod�a dar?� hizo que Lily Briscoe se olvidara por completo de lo que hab�a estado a punto de decir. No era nada importante, algo sobre la se�ora Ramsay que palidec�a al lado de aquel ��xtasis�, de aquella mirada silenciosa por la que sinti� una intensa gratitud, porque nada la consolaba tanto, ni suavizaba tanto su perplejidad ante la vida, ni reduc�a de manera tan milagrosa el peso de sus cargas como aquella fuerza sublime, aquel don celestial y, mientras duraba, se atrever�a tan poco a perturbarlo como a interrumpir un rayo de sol que iluminara el suelo.
      Que las personas amaran de aquel modo, que el se�or Bankes sintiera aquello por la se�ora Ramsay (lo mir�, absorto en su contemplaci�n) era estimulante, era exaltante. Lily limpi� los pinceles, uno tras otro, con un trapo viejo, como lo har�a una criada, a prop�sito, refugi�ndose en aquella reverencia que abarcaba a todo el g�nero femenino, sinti�ndose personalmente alabada. Que mirase todo lo que quisiera; ella aprovechar�a para contemplar un instante su propio cuadro.
      Era para echarse a llorar. �Malo, muy malo, mal�simo! Podr�a haberlo hecho de manera diferente, por supuesto; podr�a haber adelgazado y difuminado los colores; haber idealizado las formas; as� lo habr�a visto Paunceforte. Pero lo cierto era que ella no lo ve�a as�. Lily sent�a arder el color sobre un marco de acero; la luz del ala de una mariposa sobre los arcos de una catedral. De todo aquello s�lo quedaban en el lienzo algunas marcas garrapateadas al azar. Y nadie lo ver�a; nunca se colgar�a en ning�n sitio, y se acord� del se�or Tansley, susurr�ndole al o�do �Las mujeres no saben ni pintar, ni escribir��.
      Record� de pronto lo que hab�a estado a punto de decir sobre la se�ora Ramsay. Ignoraba c�mo lo habr�a formulado, pero hubiese sido algo cr�tico. La otra noche le hab�a molestado una manifestaci�n suya de arbitrariedad. Siguiendo la direcci�n de la mirada del se�or Bankes, Lily decidi� que ninguna mujer pod�a reverenciar a otra de la manera en que �l lo hac�a; tan s�lo refugiarse bajo la sombra que el se�or Bankes extend�a sobre ambas. Siguiendo la direcci�n de su mirada, a�adi� su rayo, distinto, pensando que la se�ora Ramsay era, sin duda alguna, la m�s encantadora de las personas (inclinada sobre su libro); la mejor, quiz�; pero, al mismo tiempo, diferente, tambi�n, de la forma perfecta que se ofrec�a a la vista. Pero �por qu� diferente y diferente en qu�?, se pregunt�, raspando de su paleta todos los montoncitos de azul y verde que ahora le parec�an manchas sin vida, aunque jur�ndose que los llenar�a de inspiraci�n, que los obligar�a a moverse, a deslizarse, a obedecer sus �rdenes al d�a siguiente. �De qu� manera era diferente la se�ora Ramsay? �Cu�l era la fuerza espiritual, la realidad esencial por la que, si alguien se encontraba un guante en el rinc�n de un sof�, sabr�a, por su dedo retorcido, que era incontestablemente suyo? La se�ora Ramsay era como un p�jaro por la rapidez y como una flecha por lo recto de su trayectoria. Era caprichosa; era imperiosa (por supuesto, se dijo Lily, estoy pensando en sus relaciones con mujeres, y yo soy una persona mucho m�s joven e insignificante, de Brompton Road). Abr�a las ventanas de los dormitorios. Cerraba las puertas. (Lily se esforz� por reconstruir en su interior la melod�a de la se�ora Ramsay). Aparec�a tarde, por la noche, dando unos golpecitos en la puerta, envuelta en un viejo abrigo de piel (porque el marco de su belleza era siempre as�, apresurado pero eficaz) y representaba de nuevo lo que quiera que fuese: Charles Tansley perdiendo el paraguas, el se�or Carmichael resollando y sorbi�ndose la nariz, el se�or Bankes diciendo �las sales vegetales se han perdido�. A todo aquello le daba forma muy h�bilmente, incluso lo deformaba maliciosamente; luego, lleg�ndose a la ventana, con el pretexto de que ten�a que marcharse �estaba amaneciendo, ve�a alzarse el sol�, medio vuelta de espaldas, con tono m�s �ntimo, pero siempre sin dejar de re�r, insist�a en que Lily ten�a que casarse, al igual que Minta y que todas ellas, puesto que el mundo entero, fueran los que fuesen los laureles que llegaran a atribuirle (aunque a la se�ora Ramsay no le interesaba en lo m�s m�nimo su pintura) o los triunfos que consiguiera (probablemente la se�ora Ramsay hab�a tenido los suyos), y al llegar aqu� se entristec�a, se le nublaba el rostro y volv�a a sentarse para decir que hab�a una verdad indiscutible: una mujer que no se casa (le cog�a la mano con suavidad durante un instante), una mujer que no se casa ha perdido lo mejor de la vida. La casa parec�a llena de ni�os dormidos y de la se�ora Ramsay escuchando; de luces veladas y respiraciones tranquilas.
      Pero, dec�a Lily, estaba su padre, su hogar, e incluso, si se hubiera atrevido a mencionarlo, su pintura. Aunque todo aquello parec�a tan poquita cosa, tan virginal, comparado con lo otro. Sin embargo, a medida que la noche transcurr�a, y luces blancas se abr�an paso entre las cortinas e incluso, de cuando en cuando, alg�n p�jaro gorjeaba en el jard�n, haciendo acopio del valor de la desesperaci�n, solicitaba que se la eximiera de aquella ley universal; lo suplicaba; le gustaba estar sola; le gustaba ser ella; no estaba hecha para el matrimonio; por lo que ten�a que v�rselas con una seria mirada de unos ojos de una hondura incomparable y enfrentarse con la tranquila certeza de la se�ora Ramsay (aqu� su anfitriona se infantilizaba nuevamente) de que su querida Lily, de que su peque�a Brisk, era una tonta de capirote. Luego, lo recordaba perfectamente, reclin� la cabeza sobre su regazo y estuvo riendo y riendo, de manera casi hist�rica, ante la idea de la se�ora Ramsay presidiendo, con calma inmutable, sobre destinos que era totalmente incapaz de comprender. All� estaba, sencilla, seria. Lily hab�a recuperado su idea de ella: el dedo retorcido del guante. Pero �en qu� santuario hab�a penetrado? Lily Briscoe levant� finalmente los ojos y all� estaba la se�ora Ramsay, totalmente ignorante de lo que hab�a provocado su risa, todav�a presidiendo, pero desaparecido ya cualquier rastro de obstinaci�n y, en su lugar, algo tan claro como el espacio que las nubes terminan por descubrir: el trocito de cielo que duerme junto a la luna.
      �Era prudencia? �Era sabidur�a? �Era, una vez m�s, la apariencia enga�osa de la belleza, de manera que todas las percepciones propias, a mitad de camino hacia la verdad, se enredaban en una malla dorada? �O encerraba en su interior alg�n secreto que, Lily estaba convencida, las personas tienen que tener si se quiere que la vida siga su curso? No todo el mundo pod�a ser tan embarullado, vivir tan al d�a como ella. Pero si sab�an algo, �estaban en condiciones de contar lo que sab�an? Sentada en el suelo, abrazada a las rodillas de la se�ora Ramsay, se apretaba lo m�s posible contra ella y sonre�a al pensar que su anfitriona nunca sabr�a el motivo de aquella presi�n, y se imaginaba c�mo, en las celdas de la mente y del coraz�n de la mujer en contacto f�sico con ella, se hallaban, como los tesoros de las tumbas de los reyes, tablillas con inscripciones sagradas que, si uno fuera capaz de deletrear, se lo ense�ar�an todo, pero que nunca se ofrecer�an abiertamente, nunca se har�an p�blicas. �Qu� arte hab�a all�, accesible tan s�lo al amor o a la astucia, gracias al cu�l se consegu�a el acceso a aquellas celdas secretas? �Qu� procedimiento para, gracias a una fusi�n inextricable, pasar a formar parte del objeto adorado, a la manera de las aguas que se confunden dentro de un recipiente? �Pod�a lograrlo el cuerpo, o la mente, realizando mezclas sutiles en los intrincados pasadizos del cerebro, o del coraz�n? �Acaso el amor, como la gente lo llamaba, pod�a hacer un solo ser de ella y de la se�ora Ramsay? Porque no era conocimiento, sino uni�n lo que ella deseaba, no inscripciones en tablillas, nada que pudiera escribirse en idioma alguno conocido de los hombres, sino la intimidad misma, que es conocimiento, tal como ella la hab�a sentido al apoyar la cabeza sobre la rodilla de la se�ora Ramsay.
      No sucedi� nada, nada en absoluto, cuando apoy� la cabeza en la rodilla de la se�ora Ramsay. Y, sin embargo, ella sab�a que en el coraz�n de su anfitriona se acumulaban conocimientos y sabidur�a. �C�mo, siendo as�, se pregunt�, se pod�a llegar a saber algo de la gente, cuando resulta que todas las personas est�n herm�ticamente cerradas? Tan s�lo a la manera de una abeja que, atra�da por un algo de dulzura o de intensidad en el aire, imperceptible al tacto o al gusto, rondase la colmena con forma de c�pula, corriese, sola, la extensi�n del aire sobre los pa�ses del mundo y luego empezara a frecuentar las colmenas con sus murmullos y su agitaci�n; las colmenas que eran las personas. La se�ora Ramsay se puso en pie. Lily hizo lo mismo. La se�ora Ramsay sali�. Durante d�as quedaron suspendidos alrededor de su anfitriona �como se siente despu�s de un sue�o alg�n cambio sutil en la persona con la que se ha so�ado� sonidos y murmullos y, al sentarse en el sill�n de mimbre junto a la ventana del cuarto de estar, quedaba revestida, a ojos de Lily, de una forma augusta; la forma de una c�pula.
      Aquella mirada fue directamente, junto con la mirada del se�or Bankes, hasta la se�ora Ramsay, que le�a, sentada en el hueco de la ventana, con James a su lado. Pero ahora, aunque Lily miraba a�n, el se�or Bankes, que hab�a terminado, se puso los lentes y dio un paso atr�s. Hab�a alzado la mano y entornado ligeramente los ojos, de un azul muy claro, cuando Lily, despert�ndose, vio lo que se dispon�a a hacer, y se encogi� como un perro que ve una mano levantada para golpearlo. Hubiera retirado bruscamente el cuadro del caballete, pero se dijo, hay que permitirlo. Se dio �nimos para soportar la terrible prueba de que alguien contemplara su trabajo. Hay que permitirlo, se dijo, hay que permitirlo. Y si el cuadro ten�a que ser objeto de escrutinio, el se�or Bankes resultaba menos sobrecogedor que otras personas. Porque pensar en que otros ojos vieran los residuos de sus treinta y tres a�os, el sedimento del vivir cotidiano, mezclados con algo m�s secreto y m�s �ntimo que todo lo que ella hab�a dicho o hab�a mostrado en el transcurso de aquellos d�as, le produc�a un sufrimiento intolerable. Y era, al mismo tiempo, extraordinariamente emocionante.
      Nadie hubiera podido comportarse con m�s calma y seguridad. El se�or Bankes sac� el cortaplumas del bolsillo y dio unos golpecitos en el lienzo con el mango de hueso. �Qu� quer�a indicar Lily situando aquella forma triangular morada, �precisamente ah��?, pregunt�.
      Era la se�ora Ramsay ley�ndole a James, respondi� ella. No se le escapaba su objeci�n: el hecho de que nadie pudiera reconocer unas formas humanas. Pero no se hab�a propuesto conseguir un parecido, dijo ella. �Por qu� entonces, incorporar al cuadro aquellas dos personas?, pregunt� el se�or Bankes. �Por qu�, efectivamente? Tan s�lo porque en un rinc�n hab�a mucha luz y en el otro Lily sent�a que necesitaba oscuridad. Sencillo, obvio, vulgar, a todas luces, pero el se�or Bankes se mostr� interesado. En ese caso, madre e hijo �objetos de veneraci�n universal y, adem�s, en este caso, la madre famosa por su belleza� pod�an quedar reducidos, reflexion�, a una sombra morada sin cometer por ello un pecado de irreverencia.
      Pero el cuadro no los representaba, dijo Lily. O, al menos, no en aquel sentido. Hab�a otros sentidos, adem�s, que permit�an reverenciarlos. Mediante una sombra aqu� y una luz all�, por ejemplo. Su homenaje adoptaba aquella forma, si es que, como ella supon�a vagamente, un cuadro ten�a que ser un homenaje. Una madre y su hijo pueden quedar, sin irreverencia, reducidos a una sombra. Una luz aqu� exig�a una sombra all�. El se�or Bankes medit�. Estaba interesado. Lo acept� cient�ficamente con total buena fe. La verdad era que todos sus prejuicios estaban del otro lado, explic�. El cuadro de mayores dimensiones que colgaba en un sal�n, cuadro elogiado por pintores y valorado a un precio superior al que hab�a pagado por �l, representaba a unos cerezos en flor en las orillas del Kennet. Hab�a pasado su luna de miel en las orillas del Kennet, explic�. Lily deb�a ir a su casa y ver aquel cuadro, dijo. Pero ahora�, se volvi�, con los lentes alzados para realizar el examen cient�fico del lienzo que ten�a delante. Si se trataba de una cuesti�n de relaciones de vol�menes, de luces y sombras, lo que, a fuer de sincero, nunca hab�a considerado antes, le gustar�a que se le explicara: �qu� era lo que Lily se propon�a con aquello? E indic� la escena representada en el cuadro. Lily mir�. No pod�a mostrarle lo que se propon�a con aquello, porque ni siquiera ella misma era capaz de verlo sin un pincel en la mano. Adopt� una vez m�s su habitual postura pict�rica con la mirada perdida y el gesto distra�do, subordinando todas sus impresiones femeninas a algo mucho m�s general; con lo que la escena, bajo la fuerza de aquella visi�n que tuvo con toda claridad en una ocasi�n y que ahora se esforzaba por recuperar a tientas entre setos y casas y madres e hijos, se convirti� de nuevo en su cuadro. El problema, record�, era c�mo conectar este volumen de la derecha con aquel otro de la izquierda. Pod�a lograrlo atravesando el espacio con la l�nea de la rama de esta manera; o romper el vac�o del primer t�rmino por medio de un objeto (James quiz�) de esa otra. Pero el peligro estribaba en que al hacerlo se quebraba la unidad del todo. Se detuvo; no quer�a aburrir al se�or Bankes; con gesto alegre retir� el lienzo del caballete.
      Pero ya lo hab�an visto; el cuadro le hab�a sido arrebatado. Aquel hombre hab�a compartido con ella algo muy �ntimo. Y, d�ndole las gracias por ello al se�or Ramsay y tambi�n a la se�ora Ramsay, as� como a la hora y al lugar, concediendo al mundo un poder que no hab�a sospechado, la posibilidad de alejarse por aquella larga galer�a no en la soledad, sino del brazo con alguien �el sentimiento m�s extra�o del mundo y el m�s jubiloso�, Lily apret� el cierre de su caja de pinturas con m�s energ�a de la necesaria, y el chasquido pareci� rodear en un c�rculo y para siempre la caja de pinturas, el c�sped, al se�or Bankes y a Cam, aquella absurda delincuente, que pas� por all� a toda velocidad.


10

       Porque Cam pas� a dos cent�metros del caballete; no estaba dispuesta a detenerse ni por el se�or Bankes ni por Lily Briscoe, pese a que el primero, que hubiera querido tener una hija, extendi� la mano; tampoco se detuvo al ver a su padre, con quien estuvo igualmente a punto de tropezar; ni respondi� a la llamada de su madre, quien, cuando pas� velozmente por delante de ella, le grit�: ��Cam! �Te necesito un momento!�. La ni�a desapareci� como un p�jaro, un proyectil, una flecha, �qui�n sabr�a decir impulsada por qu� deseo, disparada por qui�n, dirigida hacia d�nde? �Qu� sucede?, se pregunt� la se�ora Ramsay, sigui�ndola con los ojos. Pod�a ser una visi�n: una concha, una carretilla, un reino de hadas al otro lado del seto; o pod�a ser el esplendor de la velocidad; nadie lo sab�a. Pero cuando la se�ora Ramsay exclam� ��Cam!� por segunda vez, el proyectil se detuvo a mitad de carrera para dirigirse hacia su madre con paso cansino, no sin antes arrancar una hoja de la primera planta que tuvo a mano.
      Con qu� estar�a so�ando, se pregunt� la se�ora Ramsay, al verla enfrascada, inm�vil delante de ella, en alguna idea suya, por lo que tuvo que repetirle dos veces el mensaje: preguntar a Mildred si Andrew, la se�orita Doyle y el se�or Rayley hab�an vuelto ya. Se dir�a que las palabras ca�an en un pozo, donde, aunque el agua fuese trasparente, ten�a un efecto tan extraordinariamente distorsionante que, incluso mientras descend�an, se las ve�a retorcerse para crear Dios sabe qu� dibujo en el suelo de la mente infantil. �Qu� recado transmitir�a Cam a la cocinera?, se pregunt� la se�ora Ramsay. Y de hecho s�lo despu�s de esperar pacientemente y de informarse de que en la cocina hab�a una anciana de mejillas muy coloradas, que tomaba sopa en un cuenco, la se�ora Ramsay logr� poner en marcha el instinto de lorito de su hija, que le hab�a permitido recoger las palabras de Mildred con notable precisi�n, capacit�ndola para repetirlas, si se esperaba lo suficiente, en un mon�tono sonsonete. Cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, Cam salmodi�: �No, no han vuelto, y le he dicho a Ellen que retire las cosas del t�.
      De manera que Minta Doyle y Paul Rayley no hab�an vuelto a�n. Lo que s�lo pod�a querer decir una cosa, pens� la se�ora Ramsay. Tiene que aceptarlo o darle calabazas. Salir a pasear despu�s del almuerzo, aunque Andrew los acompa�ara, �qu� pod�a querer decir, excepto que Minta hab�a decidido, acertadamente, pens� la se�ora Ramsay (y le ten�a mucho, much�simo cari�o a Minta), dar el s� a aquel excelente muchacho? Quiz� Paul no fuese brillante, aunque, a decir verdad, pens� la se�ora Ramsay, d�ndose cuenta de que James le tiraba de la ropa para que siguiera ley�ndole �La mujer del pescador�, en lo m�s hondo del coraz�n prefer�a infinitamente los bobos a los hombres inteligentes que escrib�an tesis, Charles Tansley, por ejemplo. De todas formas, ten�a que haber sucedido ya, de un modo o de otro, para entonces.
      Pero ley�: �A la ma�ana siguiente la esposa se despert� antes, cuando apenas empezaba a clarear y, desde la cama, vio el hermoso pa�s que se extend�a ante ella. Su marido estaba a�n desperez�ndose��.
      Aunque, �c�mo iba Minta a decir, despu�s del tiempo transcurrido, que no lo quer�a? No pod�a hacerlo si aceptaba pasar las tardes enteras con �l andando por el campo (porque Andrew se ir�a tras sus cangrejos), aunque era posible que Nancy estuviera con ellos. Trat� de recobrar la imagen de los dos en la puerta del vest�bulo despu�s del almuerzo. All� se hab�an detenido, mirando al cielo, dubitativos acerca del tiempo, y ella hab�a dicho, pensando en parte en disimular su timidez y en parte en animarlos a marcharse (porque sus preferencias se inclinaban del lado de Paul):
      �No hay ni una nube en muchos kil�metros a la redonda �a ra�z de lo cual no se le escap� que el insignificante Charles Tansley, que los hab�a seguido, dejaba escapar una risita disimulada. Pero lo hab�a dicho con toda intenci�n. Aunque al examinarlos mentalmente, y pasar del uno al otro, no lograba averiguar si Nancy estaba o no estaba con ellos.
      Sigui� leyendo: ��Ah, esposa �dijo el hombre�, �por qu� tendr�amos que ser reyes? Yo no quiero ser rey�. �Bueno �dijo la esposa�, si t� no quieres ser rey, lo ser� yo; ve a ver a la Platija, porque yo ser� rey��.
      �Entra o sal, Cam �dijo la se�ora Ramsay, sabiendo que a Cam le atra�a �nicamente la palabra platija y que al cabo de un momento se impacientar�a y se pelear�a con James como de costumbre. Cam sali� disparada. La se�ora Ramsay sigui� leyendo, aliviada, porque James y ella ten�an gustos comunes y estaban bien juntos.
      �Y cuando lleg� al mar, lo encontr� de un color gris muy oscuro, y el agua surg�a de lo m�s hondo y ol�a a podrido. Entonces se acerc� a la orilla y dijo:

             Ven, te ruego, acude a m�,
             platija del fondo del mar,
             que mi esposa, la buena Ilsabil,
             s�lo quiere hacer su voluntad.


       �Bien, �y qu� es lo que pide entonces?�, dijo la Platija�. Pero �d�nde estaban ahora?, se pregunt� la se�ora Ramsay, leyendo y pensando, haciendo ambas cosas al mismo tiempo sin el menor problema; porque �La mujer del pescador� era como el viol�n que acompa�a dulcemente un aire, pero que, de cuando en cuando, se mezcla inesperadamente con la melod�a. �Y cu�ndo iban a dec�rselo a ella? Si no suced�a nada tendr�a que hablar seriamente con Minta. No pod�a vagabundear por toda la zona, incluso aunque Nancy estuviera con ellos (intent� de nuevo, sin �xito, verlos con la imaginaci�n cuando se alejaban por el camino, y contarlos). Era responsable ante los padres de Minta: el B�ho y el Atizador. Mientras le�a le cruzaron por la cabeza los apodos que ella misma les hab�a puesto. El B�ho y el Atizador�, s�, se enfadar�an bastante si oyeran �y, sin duda, acabar�a por llegar a sus o�dos� que Minta, durante su estancia con los Ramsay, hab�a sido vista, etc�tera, etc�tera, etc�tera. ��l llevaba una peluca en la C�mara de los Comunes y ella le fue de gran ayuda en lo alto de las escaleras�, repiti�, sac�ndose al matrimonio del fondo de la mente con una frase que, al regresar de alguna fiesta, hab�a compuesto para divertir a su marido. Se�or, se�or, se dijo, �c�mo se las hab�an apa�ado para producir aquella hija tan inconveniente? �Minta, un marimacho con un agujero en la media? �C�mo pod�a sobrevivir en aquella casa en la que la doncella estaba siempre empu�ando el recogedor para hacer desaparecer la arena que hab�a tirado el loro y donde la conversaci�n quedaba casi enteramente reducida a las haza�as �interesantes, quiz�, pero sin duda limitadas� de aquel ave? Como era l�gico, se la hab�a invitado a almorzar, a tomar el t�, a cenar y, finalmente, a pasar una temporada con ellos en Finlay, lo que hab�a provocado ciertas fricciones con el B�ho, la madre, y m�s visitas, conversaciones y arena; al final de todo ello la se�ora Ramsay hab�a dicho suficientes mentiras sobre loros para llenar toda una vida (eso era lo que le hab�a asegurado a su marido aquella noche, al regresar de la fiesta). Sin embargo, Minta hab�a venido con ellos� S�, hab�a venido, pens� la se�ora Ramsay, sospechando la presencia de alguna espina en la mara�a de aquella historia; al desenredar los hilos descubri� que se trataba de lo siguiente: en una ocasi�n cierta se�ora la hab�a acusado de �robarle el afecto de su hija�; algo de lo que dijera la se�ora Doyle hizo que recordase aquella acusaci�n. Voluntad de dominio, deseos de interferencia, ansias de que las personas hicieran lo que ella quer�a; esa era la acusaci�n, sumamente injusta seg�n ella. �Pod�a dejar de ser como era? Nadie se atrever�a a acusarla de esforzarse por impresionar a nadie. Se avergonzaba con frecuencia de c�mo iba vestida. Y no era ni dominante ni tir�nica. Estaban mucho m�s cerca de la verdad si se refer�an a los hospitales, el saneamiento y la leche. A la se�ora Ramsay le apasionaba aquel tipo de cosas, y le habr�a gustado, si hubiera estado a su alcance, coger a la gente por el cogote y obligarla a ver. Ni un solo hospital en toda la isla. Era una verg�enza. La leche, que en Londres, adem�s, le llevaban a uno a casa, all� ten�a un color decididamente marr�n a causa de la suciedad. Cosas as� no deber�an estar permitidas. Le hubiera gustado poner en marcha una lecher�a modelo y un hospital. Pero �c�mo? �Con todos aquellos hijos? Quiz� tuviera tiempo cuando fuesen mayores, cuando todos estudiaran internos.

       Aunque en realidad no ten�a el menor deseo de que James se hiciera mayor, que tuviera ni siquiera un d�a m�s, y lo mismo le suced�a con Cam. Le hubiera gustado conservarlos a los dos para siempre tal como eran, demonios de perversidad, �ngeles de dicha, sin dejarles nunca crecer para convertirse en monstruos de largas piernas. Nada compensaba de aquella p�rdida. Al leerle a James en aquel preciso momento �hab�a gran n�mero de soldados con timbales y trompetas� y ver c�mo se le oscurec�an los ojos, pens�: �por qu� tiene que crecer y perderlo todo? Era el mejor dotado, el m�s sensible de sus hijos. Aunque, en realidad, todos promet�an much�simo. Prue, un �ngel para los dem�s y, a veces, ya, especialmente de noche, capaz de cortarle a cualquiera la respiraci�n con su belleza. Andrew: su mismo padre reconoc�a que estaba excepcionalmente dotado para las matem�ticas. Y Nancy y Roger, criaturas salvajes todav�a, correteando de la ma�ana a la noche por los alrededores. La boca de Rose era demasiado grande, pero ten�a unas manos maravillosamente h�biles. Si representaban escenas jugando a los acertijos, Rose hac�a los trajes y todo lo necesario; lo que m�s le gustaba era adornar la mesa, colocar las flores o disponer cualquier otra cosa. A la se�ora Ramsay no le gustaba que Jasper tuviera la man�a de disparar contra los p�jaros, pero no era m�s que una etapa; todos pasaban por distintas etapas. �Por qu�, se pregunt�, apretando la barbilla contra la cabeza de James, tienen que crecer tan deprisa? �Por qu� han de ir al colegio? Le hubiera gustado tener siempre un beb� en casa. Nunca era tan feliz como con uno en brazos. Que la gente dijese luego, si les apetec�a, que era tir�nica, dominante, autoritaria; a ella le daba igual. Y, besando el cabello de su hijo, pens�: nunca volver� a ser tan feliz, pero se detuvo bruscamente, recordando lo mucho que su marido se enfadaba cuando le o�a decir aquello. Sin embargo, era verdad. Eran m�s felices ahora. Un juego de t� de diez peniques hac�a feliz a Cam durante d�as. Les o�a dar zapatazos y gritar entusiasmados en el piso de arriba tan pronto como se despertaban. Recorr�an el pasillo a toda prisa, se abr�a la puerta de golpe y all� estaban, frescos como rosas, abriendo mucho los ojos, completamente despiertos, como si aquel entrar en el comedor despu�s del desayuno, algo que hac�an todos los d�as de su vida, fuese para ellos un verdadero acontecimiento; y as� sucesivamente, una cosa tras otra, a todo lo largo del d�a, hasta que sub�a a darles las buenas noches y los encontraba atrapados en sus literas como p�jaros entre cerezas y frambuesas, todav�a inventando historias acerca de alguna menudencia: algo que hab�an o�do, algo que hab�an encontrado en el jard�n. Todos ten�an sus peque�os tesoros� De manera que bajaba y le dec�a a su marido: �Por qu� tienen que crecer y perderlo todo? Nunca volver�n a ser tan felices. Y el se�or Ramsay se enfadaba. �A qu� viene adoptar una postura tan sombr�a ante la vida?, dec�a. No es razonable. Porque resultaba extra�o, pero estaba convencida: su marido, pese a toda su melancol�a y desesperaci�n, era, en conjunto, m�s feliz y m�s optimista que ella. Se hallaba menos expuesto a las preocupaciones cotidianas; quiz� se tratara de eso. Siempre contaba con su trabajo como refugio. Aunque tampoco era cierto que ella fuese �pesimista�, que era de lo que la acusaba su marido. Al pensar en la vida aparec�a ante sus ojos una estrecha franja de tiempo, sus cincuenta a�os. All� estaba, delante de ella, la vida. La vida: se puso a pensar, pero el pensamiento qued� sin conclusi�n. Contempl� la vida, porque ten�a una clara sensaci�n de su presencia, de una cosa real, privada, que no compart�a ni con sus hijos ni con su marido. Entre la vida y ella se produc�a algo semejante a una transacci�n: ella estaba de un lado y la vida de otro, y ella siempre procuraba sacar lo mejor de la vida, como la vida lo sacaba de ella; y en ocasiones parlamentaban (cuando ella se quedaba sola); se produc�an, lo recordaba, grandes escenas de reconciliaci�n; pero, durante la mayor parte del tiempo, extra�amente, ten�a que admitir que aquella cosa a la que llamaba vida le parec�a terrible, hostil, dispuesta a saltarle a uno encima si se le daba la menor oportunidad. Estaban los problemas eternos: el sufrimiento, la muerte, los pobres. Incluso en la isla siempre hab�a alguna mujer muriendo de c�ncer. Y, sin embargo, les hab�a dicho a todos sus hijos: �Tendr�is que pasar por ello�. Se lo hab�a dicho incansablemente a ocho personas (y la factura por el invernadero ser�an cincuenta libras). Por esa raz�n, sabiendo lo que les esperaba �amor y ambici�n y ser desdichados y estar solos en sitios horribles�, no pod�a dejar de preguntarse muchas veces: �Por qu� tienen que crecer y perderlo todo? Y a continuaci�n se dec�a, amenazando a la vida con su espada, tonter�as. Ser�n muy felices. Y he aqu�, reflexion�, que, pese a encontrarle de nuevo un gusto bastante siniestro a la vida, estaba a punto de hacer que Minta se casara con Paul Rayley; porque, fueran los que fuesen sus sentimientos personales sobre su propia situaci�n, y pese a haberse enfrentado con pruebas que no ten�an por qu� present�rsele a todo el mundo (pruebas que no se detallaba ni a s� misma), se sent�a empujada, de forma precipitada, se daba cuenta, casi como si tambi�n para ella fuese un medio de evasi�n, a creer que la gente deb�a casarse y tener hijos.
      Se pregunt� si estaba equivocada en aquel punto, y repas� su conducta durante la �ltima o las dos �ltimas semanas: �acaso hab�a presionado a Minta, que s�lo ten�a veinticuatro a�os, para que se decidiera? Se sent�a inc�moda. �No era cierto que se hab�a re�do de todo aquello? Pero �no estaba quiz� olvid�ndose de su gran influencia sobre las personas? El matrimonio requer�a�, todo tipo de cualidades (la factura del invernadero ser�an cincuenta libras); una �no hac�a falta nombrarla� que era esencial; la que ella compart�a con su marido. �La ten�an Minta y Paul?
      �Se puso los pantalones y sali� corriendo como un loco�, ley�. �Pero fuera se hab�a desatado una gran tormenta y el viento era tan fuerte que apenas lograba mantenerse en pie; vio �rboles arrancados, casas volcadas, el temblor de las monta�as, rocas arrastradas hasta el mar, un cielo tan negro como la pez, truenos y rel�mpagos y unas olas tan altas como torres de iglesia o como monta�as, y todas cubiertas de espuma blanca en lo m�s alto�.
      La se�ora Ramsay pas� la p�gina; s�lo quedaban unas cuantas l�neas para el final, de manera que terminar�a el cuento, aunque ya hubiera pasado la hora de acostarse. Se estaba haciendo tarde: se lo indic� la luz del jard�n; y la palidez de las flores y un algo gris en las hojas se unieron para despertar en ella un sentimiento de ansiedad. Al principio no se le ocurri� cu�l pod�a ser la causa. Luego lo record�: Paul, Minta y Andrew no hab�an regresado a�n. Repas� mentalmente el grupito en la terraza, delante de la puerta, contemplando el cielo. Andrew ten�a la red y el cesto. Eso significaba que se dispon�a a pescar cangrejos y otras cosas por el estilo. Tambi�n quer�a decir que trepar�a por alguna roca y se separar�a de los dem�s. O, al volver en fila india por uno de los estrechos senderos sobre el acantilado, cualquiera de ellos podr�a dar un paso en falso, rodar por la pendiente y estrellarse. Se estaba haciendo muy de noche.
      Pero no permiti� que su voz se alterase en lo m�s m�nimo mientras terminaba el cuento y, despu�s de cerrar el libro, sus ojos fijos en los de James, pronunci� las �ltimas palabras como si acabara de inventarlas: �Y all� siguen viviendo hasta el d�a de hoy�.
      �Y ese es el final �dijo; y vio c�mo, a medida que el inter�s por el cuento desaparec�a de los ojos de su hijo, algo distinto ocupaba su lugar, una especie de p�lido asombro, como el reflejo de una luz, algo que le hac�a mirar con fijeza y maravillarse. La se�ora Ramsay volvi� la vista hacia el otro lado de la bah�a y all�, efectivamente, llegando con regularidad a trav�s de las olas, primero dos destellos r�pidos y a continuaci�n otro m�s largo, estaba la luz del faro. Lo hab�an encendido ya.
      Al cabo de un momento James le preguntar�a ��Vamos a ir al faro?�. Y ella tendr�a que decirle �No; ma�ana, no; tu padre dice que no�. Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos y la agitaci�n que sigui� bast� para distraerlos. Pero el ni�o sigui� mirando por encima del hombro mientras Mildred se lo llevaba, y la se�ora Ramsay tuvo la seguridad de que pensaba: ma�ana no iremos al faro; y el convencimiento de que lo recordar�a toda la vida.


11

       No, pens�, mientras reun�a algunas de las im�genes que James hab�a recortado �una nevera, una segadora, un caballero en traje de noche�, los ni�os no olvidan nunca. Por eso era tan importante todo lo que se dec�a y se hac�a, y un alivio tan grande que se fueran a la cama. Porque ahora ya no necesitaba pensar en nadie. Pod�a ser ella misma y estar sola. Y eso era lo que, con frecuencia ya, sent�a que necesitaba: tiempo para pensar; en realidad, ni siquiera para pensar: m�s bien para estar callada, para estar sola. Todo el existir y el hacer, y lo que hab�a en ello de expansivo, de brillante, de ruidoso, se evaporaba; y hab�a que limitarse, con un sentimiento de solemnidad, a ser uno mismo, un n�cleo de oscuridad con forma de cu�a, algo invisible a los dem�s. Sigui� tejiendo y erguida en la silla, porque era as� como sent�a que era ella; y aquel yo, libre de cualquier v�nculo, pod�a emprender las m�s extra�as aventuras. Cuando la vida se sumerg�a por un momento, el abanico de la experiencia parec�a carecer de l�mites. Y la se�ora Ramsay supon�a que todo el mundo ten�a siempre aquella sensaci�n de recursos ilimitados; todos, uno tras otro, ella misma, Lily, Augustus Carmichael, ten�an que comprender que nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, son simples chiquilladas. Por debajo, todo est� oscuro, todo se extiende, todo es insondablemente profundo; pero de cuando en cuando salimos a la superficie y por eso se nos conoce. A la se�ora Ramsay su horizonte le parec�a no tener l�mites. Estaban todos los lugares que no hab�a visto; las llanuras de la India; tambi�n se ve�a apartando la gruesa cortina de cuero de una iglesia romana. El n�cleo de oscuridad pod�a ir a cualquier sitio, porque nadie lo ve�a. Nadie pod�a detenerlo, pens�, exultante. All� estaba la libertad, all� estaba la paz, all� estaba �bien m�s precioso que ning�n otro� la posibilidad de recogerse, de descansar sobre una plataforma de estabilidad. De acuerdo con su experiencia, nunca se encontraba descanso en tanto que uno mismo (aqu� realiz� una maniobra muy h�bil con las agujas), pero s� como cu�a de oscuridad. Al perder la personalidad se perd�a la preocupaci�n, la prisa, la agitaci�n; y siempre le sub�a hasta los labios alguna exclamaci�n para expresar su triunfo sobre la vida cuando las cosas conflu�an en aquella paz, aquel descanso, aquella eternidad; y, haciendo una pausa, volvi� la vista para encontrarse con el destello del faro, el destello largo, el �ltimo de los tres, que era su destello; porque, siempre, al contemplar las cosas con aquel estado de �nimo a aquella hora del d�a, resultaba inevitable sentirse especialmente atra�da por una de ellas; y aquella cosa, aquel destello largo, era su destello. Con frecuencia se descubr�a mirando, inm�vil, con la labor entre las manos, hasta convertirse en la cosa que miraba, aquella luz, por ejemplo. Y unida a ella se presentaba alguna frasecita o cosa parecida que yac�a en el fondo de su mente, como aquel �Los ni�os no olvidan, los ni�os no olvidan�, que repet�a y a la que empezaba a a�adir otras cosas: �Terminar�, terminar�, dec�a. �Vendr�, vendr�, para a�adir de repente: �Estamos en las manos del Se�or�.
      Pero aquella frase hizo que se enojara de inmediato consigo misma. �Qui�n la hab�a dicho? Ella no; se hab�a visto forzada a decir algo que no quer�a decir. Mir� por encima de la labor, se tropez� con el tercer destello y le pareci� que era como si sus ojos se tropezaran con sus ojos, que aquel rayo de luz buscaba en su mente y en su coraz�n, purificando, hasta privarla de existencia, aquella mentira, cualquier mentira. Se alababa a s� misma al alabar aquella luz, sin vanidad, porque ella era severa, penetrante, bella como aquella luz. Resultaba curioso, pens�, c�mo, cuando alguien estaba solo, se apoyaba en las cosas, en las cosas inanimadas; �rboles, r�os, flores; sent�a que daban expresi�n a su propio ser, que se convert�an en �l, que lo conoc�an; que, en cierta manera, eran �l, y sent�a de ese modo la misma ternura irracional por las cosas (contempl� el largo destello luminoso) que por uno mismo. Desde el suelo de la mente, desde el lago del propio ser se alzaba, surg�a, se levantaba �y la se�ora Ramsay mir� y sigui� mirando, inm�viles las agujas�, una niebla, una novia para reunirse con su enamorado.
      �Qu� era lo que le hab�a llevado a decir �Estamos en las manos del Se�or�?, se pregunt�. La insinceridad desliz�ndose entre las verdades la preocup� y la irrit�. Reanud� su labor de punto. �C�mo pod�a ning�n Se�or haber creado un mundo como aquel?, se pregunt�. Con la cabeza hab�a sabido desde siempre que no existen raz�n, orden ni justicia, tan s�lo sufrimiento, muerte, pobreza. No hab�a traici�n lo bastante vil para que el mundo no la cometiera; lo sab�a perfectamente. No exist�a felicidad duradera; tambi�n lo sab�a. Sigui� tejiendo, serena y firme, apretando ligeramente los labios y, sin darse cuenta, debido a un h�bito de austeridad, orden� de tal manera los rasgos de su rostro que, cuando su marido pas� por delante de la ventana, aunque re�a entre dientes con la idea de que Hume, el fil�sofo, enormemente gordo, se hubiera hundido en una ci�naga, no pudo por menos de advertir la severidad presente en el centro de su belleza. Aquello le entristeci� y su lejan�a le apen�, sintiendo, mientras pasaba por delante, que no estaba en condiciones de protegerla, de manera que, cuando lleg� junto al seto, le hab�a invadido la tristeza. No pod�a hacer nada por ayudarla. Ten�a que limitarse a verla. La verdad, en toda su crudeza, era que �l le hac�a la vida m�s dif�cil, porque era irritable, picajoso y hab�a perdido la calma con motivo de la excursi�n al faro. Contempl� el seto, estudiando su complejidad, su oscuridad.
      La se�ora Ramsay estaba convencida de que siempre se prescind�a de la soledad a rega�adientes, echando mano de alguna insignificancia, de un sonido, de un objeto visto. Aguz� el o�do, pero todo estaba inm�vil; el cr�quet hab�a terminado; los chicos se estaban ba�ando; s�lo quedaba el ruido del mar. Dej� de hacer punto y alz� la mano para calcular la longitud de la media de color marr�n rojizo. Vio una vez m�s la luz del faro. Con cierta iron�a en la interrogaci�n de su mirada, ya que, por poco que una persona se despierte, siempre descubre un cambio en su relaci�n con las cosas, la se�ora Ramsay consider� aquella luz tranquila, implacable y sin remordimientos, que era tan parecida a ella y, al mismo tiempo, tan distinta; que la ten�a a su servicio (se despertaba por la noche y la ve�a, inclinada sobre la cama, acariciando el suelo), aunque, pese a todo, pens�, contempl�ndola fascinada, hipnotizada, como si estuviera acariciando con sus dedos de plata alguna vasija sellada en el interior de su cerebro cuya ruptura la inundar�a de gozo, ella hab�a conocido la felicidad, felicidad exquisita, felicidad intensa; consider� la luz que plateaba con intensidad creciente las �speras olas a medida que la luz de la tarde se esfumaba y el azul desaparec�a del mar, ondulado ya en olas de color lim�n intenso que se curvaban e hinchaban y romp�an sobre la playa, y el �xtasis le estall� en los ojos y olas de puro deleite se precipitaron por el suelo de su mente, y pens�: �Ya basta! �Ya basta!
      Al darse la vuelta, el se�or Ramsay la vio. �Ah! Era encantadora; m�s encantadora ahora que nunca, pens�. Pero no pod�a hablar con ella. No pod�a interrumpirla. Quer�a hablarle con urgencia ahora que estaba sola, despu�s de la marcha de James. Pero decidi� que no; no la interrumpir�a. Su hermosura, su tristeza la distanciaban de �l. No la molestar�a, por lo que pas� por delante sin decirle nada, aunque le dol�a su aspecto tan remoto, y no pod�a llegar hasta ella, no pod�a hacer nada por ayudarla. Y hubiera vuelto a pasar por delante en completo silencio si, en aquel preciso momento, la se�ora Ramsay no le hubiera dado, por propia iniciativa, lo que sab�a que �l no le pedir�a nunca, de manera que lo llam�, retir� el chal verde que adornaba el cuadro y se dirigi� hacia �l. Porque sab�a que su marido deseaba protegerla.


12

       La se�ora Ramsay dobl� el chal verde para pon�rselo sobre los hombros y cogi� del brazo a su marido. Era tan guapo, dijo, empezando inmediatamente a hablar de Kennedy, el jardinero, que no se sent�a capaz de despedirlo. Hab�a una escalera apoyada en la pared del invernadero, y bultitos de masilla pegados aqu� y all�, porque estaban empezando a reparar el techo. S�; pero mientras segu�a paseando con su marido sinti� que hab�a localizado un motivo concreto de preocupaci�n. Aunque ten�a ya en la punta de la lengua la frase �Costar� cincuenta libras�, siempre le faltaba valor en cuestiones de dinero, y, en lugar de pronunciarla, habl� de Jasper disparando contra los p�jaros, y su marido le respondi�, tranquiliz�ndola al instante, que era normal en un muchacho de su edad y que confiaba en que hallara pronto mejores maneras de divertirse. �El se�or Ramsay era una persona tan razonable, tan justa! De manera que dijo: �S�, todos los ni�os pasan por etapas�, y empez� a pensar en las dabas del macizo m�s grande, sin saber lo que har�an con las flores al a�o siguiente y pregunt�ndole al mismo tiempo a su marido si hab�a o�do el apodo que los chicos le hab�an puesto a Charles Tansley. Le llamaban el ateo, el ate�to. �No es un ejemplar muy refinado�, dijo el se�or Ramsay. �Desde luego que no�, respondi� la se�ora Ramsay.
      Daba por sentado, dijo la se�ora Ramsay, que no hab�a ning�n inconveniente en dejarle que se las arreglara por su cuenta, meditando al mismo tiempo sobre si servir�a de algo enviar bulbos; �los plantar�an? �S�, claro, tiene que escribir la tesis�, dijo el se�or Ramsay. Estaba perfectamente informada sobre aquel punto, explic� la se�ora Ramsay. Charles Tansley no hablaba de otra cosa. El tema era la influencia de alguien sobre algo. �A decir verdad, es todo lo que tiene a su favor�, dijo el se�or Ramsay. �Habr� que pedirle al cielo que no se enamore de Prue�, dijo la se�ora Ramsay. La desheredar�a si se casara con �l, dijo el se�or Ramsay. No miraba las flores, que su mujer estaba examinando, sino a un punto a unos treinta cent�metros por encima. Tansley era inofensivo, a�adi�, y estaba a punto de a�adir que, en cualquier caso, era el �nico joven de Inglaterra que admiraba su� pero se contuvo. No la molestar�a de nuevo con sus libros. Aquellas flores no ten�an mal aspecto, dijo el se�or Ramsay, bajando la vista y advirtiendo la presencia de algo rojo y de algo marr�n. S�, pero esas las hab�a colocado ella con sus propias manos, dijo la se�ora Ramsay. El problema era el siguiente: �qu� pasar�a si enviaba bulbos? �Los plantar�a Kennedy? El problema era su pereza incurable, a�adi�, prosiguiendo el paseo. Si ella se pasaba todo el d�a encima de �l con una pala en la mano, a veces consegu�a que trabajara un poco. Siguieron adelante, hacia los tritomas de color escarlata. �Est�s ense�ando a tus hijas a exagerar�, dijo el se�or Ramsay con tono reprobador. Su t�a Camilla era mucho peor que ella, hizo notar la se�ora Ramsay. �No me consta que nadie haya considerado nunca a tu t�a Camilla un modelo de virtud�, dijo el se�or Ramsay. �Era la mujer m�s hermosa que he conocido�, dijo la se�ora Ramsay. �Eso hay que decirlo de otra persona�, respondi� el se�or Ramsay. Prue iba a ser mucho m�s guapa que ella, dijo la se�ora Ramsay. Su marido respondi� que no ve�a la menor se�al de que fuese a ser as�. �En ese caso, f�jate en ella esta noche�, dijo la se�ora Ramsay. Se detuvieron un momento. Al se�or Ramsay le gustar�a convencer a Andrew para que trabajara con m�s ah�nco. De lo contrario perder�a toda posibilidad de una beca. ��Ah, las becas!�, exclam� ella. Al se�or Ramsay le pareci� una tonter�a que dijera aquello cuando se hablaba de una cosa tan seria como una beca. Se sentir�a muy orgulloso de Andrew si consiguiera una beca, dijo. Ella respondi� que no estar�a menos orgullosa de �l si no la consiguiera. Siempre discrepaban en aquel punto, pero no importaba. A la se�ora Ramsay le gustaba que su marido creyera en las becas, y a �l que su mujer se enorgulleciera de Andrew, hiciera lo que hiciese. De repente la se�ora Ramsay se acord� de los estrechos senderos que segu�an el borde del acantilado.
      �No era ya tarde?, pregunt�. Los j�venes no hab�an regresado a�n. El se�or Ramsay consult� distra�damente el reloj. Pero s�lo acababan de dar las siete. Lo mantuvo abierto unos momentos, mientras decid�a si le contaba a su mujer lo que hab�a sentido en la terraza. Para empezar, no era razonable preocuparse de aquel modo. Andrew sab�a cuidarse. A continuaci�n quer�a decirle que, cuando, poco antes, paseaba por la terraza�, al llegar aqu� se sinti� inc�modo, como si estuviera forzando aquella soledad, aquella reserva, aquella lejan�a suya� Pero ella le insisti�. Qu� era lo que quer�a decirle, pregunt�, pensando que se tratar�a de la excursi�n al faro y de que sent�a haber dicho �condenada mujer�. Pero no. No le gustaba que tuviera un aspecto tan triste, dijo. Era s�lo que se le iba el santo al cielo, protest� ella, sonroj�ndose un poco. Los dos se sintieron inc�modos, indecisos sobre si seguir adelante o regresar. La se�ora Ramsay dijo que le hab�a estado leyendo cuentos de hadas a James. No; no pod�an compartir aquella emoci�n; no pod�an decir aquello.
      Hab�an llegado al hueco entre los dos grupos de tritomas de color escarlata, y desde all� se divisaba otra vez el faro, pero la se�ora Ramsay no estaba dispuesta a mirarlo. Si hubiera sabido que su marido la vigilaba, no hubiera seguido all� sentada, pensando. Le molestaba cualquier cosa que le recordara que el se�or Ramsay la hab�a visto quieta, pensando. De manera que mir� por encima del hombro, hacia el pueblo. Las luces se ondulaban y corr�an como si fueran gotas de plata l�quida luchando contra el viento. Toda la pobreza, todo el sufrimiento se hab�an convertido en aquello, pens�. Las luces del pueblo y del puerto y de los barcos eran semejantes a una red fantasmal que flotase all� para se�alar algo hundido. Bueno, se dijo el se�or Ramsay, si no pod�a compartir los pensamientos de su mujer, se marchar�a para consagrarse a los suyos. Quer�a seguir pensando, quer�a contarse la historia de c�mo Hume se hab�a hundido en una ci�naga; quer�a re�rse. Pero, en primer lugar, era absurdo, preocuparse por Andrew. Cuando �l ten�a la edad de Andrew soba pasear por el campo durante todo el d�a, sin llevar otra cosa que una galleta en el bolsillo, y nadie se preocupaba por �l, ni pensaba que se hubiera ca�do por un precipicio. Alz� la voz para anunciar que, si no cambiaba el tiempo, se marchar�a a la ma�ana siguiente para caminar durante todo el d�a. Ya hab�a tenido m�s que suficiente de Bankes y de Carmichael. Le vendr�a bien un poco de soledad. S�, dijo ella. A �l le molest� que su mujer no protestara. La se�ora Ramsay sab�a que no lo har�a. Era demasiado viejo para caminar todo el d�a con s�lo una galleta en el bolsillo. Se preocupaba por los chicos, pero no por �l. A�os atr�s, antes de casarse, pens� el se�or Ramsay, mirando hacia el otro lado de la bah�a, mientras estaban parados entre los grupos de tritomas, caminaba durante todo el d�a y se alimentaba de pan y queso en una taberna. Tambi�n trabajaba diez horas seguidas; una anciana asomaba la cabeza por su habitaci�n de cuando en cuando y se ocupaba del fuego. Era la zona que m�s le gustaba, all� a lo lejos, aquellas colinas de arena que se perd�an en la oscuridad. Se pod�a andar todo un d�a sin encontrarse con nadie. Apenas hab�a casas y ni un solo pueblo en muchos kil�metros. Se pod�a pensar en las cosas en completa soledad. Hab�a playitas que nadie hab�a pisado desde el principio del tiempo. Las focas se ergu�an y te miraban. A veces le parec�a que, en una casita, all� lejos, solo�, se interrumpi� con un suspiro. No ten�a derecho. Se record� que era padre de ocho hijos y que s�lo un desalmado y un canalla querr�a cambiar nada. Andrew ser�a mejor que �l. Prue ser�a una belleza, dec�a su madre. Contendr�an un poco el flujo del tiempo. En conjunto sus ocho hijos no eran un trabajo despreciable. Pon�an de manifiesto que �l no condenaba por completo al pobre e insignificante universo, pese a que, en una tarde como aquella, pens�, contemplando la tierra que se empeque�ec�a al alejarse, la islita en la que se encontraban resultaba pat�ticamente peque�a, devorada a medias por el mar.
      ��Bien poca cosa, a decir verdad! �murmur� con un suspiro.
      Su mujer le oy�. Siempre dec�a cosas sumamente melanc�licas, pero la se�ora Ramsay se hab�a fijado en que nada m�s decirlas parec�a m�s alegre que de ordinario. Para �l todas aquellas frases no eran m�s que un juego, pens�, porque, si ella hubiera dicho la mitad de lo que �l dec�a, ya se habr�a volado la tapa de los sesos.
      Aquella man�a de hacer frases le molestaba, y le dijo, con la mayor naturalidad, que la tarde era maravillosa. A continuaci�n procedi� a preguntarle que de qu� se quejaba, ri�ndose en parte de �l y en parte protestando, porque adivinaba su pensamiento: que habr�a escrito mejores libros si no se hubiera casado.
      No se quejaba, dijo �l. Ella sab�a que no se quejaba. Sab�a que no ten�a motivo alguno para quejarse. Y le cogi� la mano y se la llev� a los labios y se la bes� con una intensidad tal que a la se�ora Ramsay se le llenaron los ojos de l�grimas y �l le solt� la mano enseguida.
      Dieron la espalda al paisaje de la bah�a y, cogidos del brazo, empezaron a subir por el sendero donde crec�an unas plantas semejantes a lanzas, de color plata y verde. El brazo de su marido, delgado y resistente, era casi como el de un joven, aunque ya hab�a cumplido los sesenta, pens� la se�ora Ramsay, encantada de comprobar su fuerza y de que siguiera tan indomable y optimista, pero sorprendida de que estando convencido, como sin duda lo estaba, de la existencia de tantos horrores, aquel convencimiento, en lugar de deprimirlo, sirviera para darle �nimos. �No era extra�o?, se pregunt�. En ocasiones le parec�a que su marido estaba hecho de manera distinta a otras personas; que hab�a nacido ciego, sordo y mudo ante las cosas ordinarias de la vida, pero con vista de �guila para las extraordinarias. Su inteligencia le sorprend�a con frecuencia. Pero �se fijaba en las flores? No. �Se fijaba en el paisaje? No. �Reparaba alguna vez en la belleza de su propia hija, o se daba cuenta de si era pudding o asado lo que ten�a en el plato? Se sentaba con ellos a la mesa como una persona en un sue�o. Y la costumbre de hablar solo o de recitar poes�as se estaba convirtiendo, mucho se tem�a, en una segunda naturaleza; porque a veces resultaba embarazoso:

       Oh, t�, la mejor y la m�s radiante, �ven conmigo![2]

      La pobre se�orita Giddings, cuando oy� que le gritaba aquello, se llev� un susto de muerte. Pero luego, adem�s de ponerse al instante de parte de su marido contra todas las est�pidas Giddings del mundo, luego, pens� la se�ora Ramsay, al tiempo que se�alaba a su esposo con una leve presi�n en el brazo que sub�a la pendiente demasiado deprisa para ella, y que ten�a que detenerse un momento para ver si las toperas eran recientes, luego, pens�, agach�ndose para mirar, una mente excepcional como la suya deb�a de ser diferente de las dem�s desde cualquier punto de vista. Todos los grandes hombres que hab�a conocido, pens�, llegando a la conclusi�n de que hab�a entrado un conejo, eran as�, y el simple hecho de o�rlo, el simple hecho de verlo, era excelente para los j�venes (aunque ella fuera casi incapaz de soportar la atm�sfera cargada y deprimente de las aulas). Pero, si no los cazaban, �c�mo conseguir que no hubiera demasiados conejos?, se pregunt�. Pod�a ser un conejo, o quiz� un topo. En cualquier caso, alg�n animalillo estaba acabando con sus pr�mulas. Y, al levantar los ojos, vio por encima de los �rboles, todav�a j�venes, el primer destello de la estrella m�s brillante del cielo, y quiso que su marido tambi�n la contemplara, porque a ella le produc�a un placer muy intenso verla. Pero renunci� enseguida. El se�or Ramsay nunca miraba las cosas. Si ahora lo hiciera, ser�a �nicamente para decir, �Pobre mundo�, con uno de sus suspiros.
      En aquel momento, para complacerla, el se�or Ramsay dijo �Espl�ndidas� y fingi� admirar las flores. Pero ella sab�a perfectamente que le eran indiferentes o incluso que ni siquiera reparaba en su existencia. S�lo pretend�a agradarle� Ah, pero �no ser� Lily Briscoe quien paseaba con William Bankes? A pesar de su miop�a, se esforz� por ver mejor la espalda de la pareja que se alejaba. S�, no hab�a duda, era ella. �Y no era se�al de que acabar�an cas�ndose? �S�, claro que s�! �Qu� idea tan estupenda! �Ten�an que casarse!


13

       Hab�a estado en �msterdam, le dec�a el se�or Bankes a Lily Briscoe mientras paseaban por el c�sped. Hab�a visto los cuadros de Rembrandt. Hab�a estado en Madrid. Desgraciadamente, era viernes santo y encontr� cerrado el Museo del Prado. Hab�a estado en Roma. �Conoc�a Roma la se�orita Briscoe? Deber�a� Ser�a una experiencia maravillosa�, la Capilla Sixtina, Miguel �ngel�, y Padua, con los frescos de Giotto. Su esposa no estaba casi nunca bien de salud, de manera que hab�an viajado muy poco.
      Lily conoc�a Bruselas y hab�a estado en Par�s, pero s�lo en una visita rel�mpago para ver a una t�a enferma. Tambi�n conoc�a Dresde; eran much�simos los cuadros que no hab�a visto; sin embargo, a veces se hac�a la reflexi�n de que quiz� fuese mejor no verlos: s�lo serv�an para que uno se sintiera desesperanzadamente descontento con su propio trabajo. El se�or Bankes opin� que quiz� se pod�a llevar demasiado lejos aquel punto de vista. No todos podemos ser Tiziano, ni tampoco Darwin, dijo; al mismo tiempo, dudaba de que Darwin y Tiziano hubieran existido de no ser por personas modestas como ellos. A Lily le hubiera gustado hacerle un cumplido; usted no es modesto, se�or Bankes, hubiera querido decir. Pero a �l no le gustaban los cumplidos (a la mayor�a de los hombres, s�, pens� Lily) y se avergonz� un poco de su arranque y guard� silencio, mientras �l hac�a notar que quiz� lo que estaba diciendo no se aplicase a la pintura. De todos modos, dijo Lily, rechazando su peque�a insinceridad, nunca dejar�a de pintar, porque la pintura le interesaba. S�, dijo el se�or Bankes, estaba seguro de que ser�a as� y, cuando llegaron al sitio donde se acababa el c�sped, le pregunt� si le resultaba dif�cil encontrar temas en Londres, pero, al dar la vuelta, vieron a los Ramsay. De manera que eso es el matrimonio, pens� Lily, un hombre y una mujer contemplando a una muchachita que lanza una pelota. Eso fue lo que la se�ora Ramsay trat� de decirme la otra noche, pens�. Porque la due�a de la casa llevaba un chal verde y los dos estaban muy juntos viendo c�mo Prue y Jasper lanzaban y recog�an una pelota. Y, de repente, el significado que, sin raz�n alguna, quiz� cuando salen del metro o llaman al timbre, desciende sobre las personas, haci�ndolas simb�licas, representativas, descendi� sobre ellos, haci�ndolos, inm�viles en el crep�sculo, mirando, el s�mbolo del matrimonio, marido y mujer. Luego, al cabo de un instante, el contorno simb�lico que iba m�s all� de las figuras reales se disip�, y el marido y la esposa volvieron a ser, cuando se reunieron con ellos, el se�or y la se�ora Ramsay, viendo c�mo sus hijos lanzaban y recog�an una pelota. Pero a�n por un momento, aunque la se�ora Ramsay los obsequi� con su sonrisa habitual (ah, se le ha ocurrido que nos vamos a casar, pens� Lily) y dijo: �Esta noche he triunfado�, con lo que hac�a referencia al hecho de que, por una vez, el se�or Bankes hubiera condescendido a cenar con ellos en lugar de escapar a su alojamiento, donde su criado le preparaba bien las verduras; por un momento, todav�a, se tuvo la impresi�n de cosas que hab�an volado por los aires, de espacio, de irresponsabilidad, mientras la pelota sub�a muy alto y la segu�an hasta perderla y ven�an la �nica estrella y las ramas cubiertas de follaje. A la luz del crep�sculo todos parec�an n�tidamente recortados y et�reos y separados por grandes distancias. Luego corriendo hacia atr�s como una flecha sobre el vasto espacio (porque se ten�a la impresi�n de que la solidez hab�a desaparecido por completo), Prue se precipit� de lleno contra ellos y recogi� la pelota brillantemente y a gran altura con la mano izquierda, y su madre dijo: ��No han regresado todav�a?�, momento en que se rompi� el hechizo. El se�or Ramsay se sinti� ya en libertad para re�rse en voz alta de Hume, que se hab�a hundido en una ci�naga y una anciana lo rescat� a condici�n de que rezara el padrenuestro, con lo que, riendo entre dientes, se dirigi� hacia su estudio. La se�ora Ramsay, devolviendo a Prue a la alianza de la vida familiar, de la que hab�a escapado jugando a la pelota, pregunt�:
      ��Se fue Nancy con ellos?


14

      (Nancy, efectivamente, se hab�a ido con ellos, ya que Minia Doyle se lo pidi�, con mucha s�plica, tendi�ndole la mano cuando Nancy se escapaba, despu�s del almuerzo, camino de su cuarto en el �tico, para librarse del horror de la vida familiar. Le pareci� que deb�a ir, aunque no quer�a. No deseaba en absoluto que la mezclaran en todo aquello. Porque mientras avanzaban por la carretera hacia el acantilado, Minta insist�a en cogerle de la mano. Luego se la soltaba. Despu�s volv�a a cog�rsela. �Qu� era lo que quer�a?, se pregunt� Nancy. Hab�a algo, por supuesto, que la gente quer�a, porque, cuando Minta le cogi� la mano y la retuvo, Nancy, a rega�adientes, vio extenderse el mundo entero bajo ella, como si fuera Constantinopla visto a trav�s de la niebla y, en ese caso, por pocos deseos que se tenga de mirar, se acaba preguntando inevitablemente: ��Es eso Santa Sof�a?�. ��Es eso el Cuerno de Oro?�. De manera que Nancy pregunt� cuando Minta le cogi� la mano: ��Qu� es lo que quiere? �Es eso?�. �Y qu� era eso? Aqu� y all� sal�an de la niebla (mientras Nancy miraba hacia abajo, a la vida extendida debajo de ella) un pin�culo, una c�pula; cosas destacadas, aunque sin nombre. Pero cuando Minta le solt� la mano, como hizo mientras corr�an colina abajo, todo aquello, la c�pula, el pin�culo, lo que fuera que sobresal�a, volvi� a hundirse en la niebla y desapareci�.
      Minta, observ� Andrew, era bastante andariega. Llevaba ropa m�s adecuada que la mayor�a de las mujeres y se pon�a faldas muy cortas y pololos negros. Sea met�a en los arroyos sin pens�rselo y los atravesaba como pod�a. A Andrew le gustaba su impetuosidad, pero comprend�a que no era razonable: probablemente se matar�a de alguna manera est�pida el d�a menos pensado. Parec�a no tenerle miedo a nada, con la excepci�n de los toros. Le bastaba ver a un toro en un campo para levantar los brazos y echar a correr gritando, que es lo mejor que se puede hacer para enfurecer a un toro, por supuesto. Pero, por lo menos, no le importaba admitirlo: eso hab�a que reconoc�rselo. Sab�a que era terriblemente cobarde con los toros, seg�n su propia confesi�n. Pensaba que deb�a haber sufrido una cogida en el cochecito cuando no era m�s que un beb�. Parec�a no importarle ni lo que dec�a ni lo que hac�a. Ahora, de pronto, se sent� en el borde del acantilado y empez� a cantar una canci�n sobre

             Malditos tus ojos, malditos tus ojos.

      Todos ten�an que incorporarse al llegar el estribillo y cantar juntos a gritos:

       Malditos tus ojos, malditos tus ojos,

pero ser�a una tr�gica equivocaci�n dejar que subiera la marea y que inundase los mejores cazaderos antes de que ellos llegaran a la playa.
      �Tr�gica �reconoci� Paul, poni�ndose en pie de un salto; luego, mientras se deslizaban por la pendiente, se dedic� a citar la gu�a sobre �aquellas islas, justamente celebradas por su belleza paisaj�stica y su arbolado, as� como por la abundancia y diversidad de sus curiosidades marinas�. Pero, en conjunto, decidi� Andrew, mientras iba eligiendo el camino para bajar, aquellos gritos y maldiciones a los ojos, las palmaditas en la espalda, los apelativos confianzudos y todo lo dem�s resultaba inaceptable, completamente inaceptable. Eso era lo peor de salir a caminar con mujeres. Una vez en la playa se separaron: Andrew se dirigi� a las rocas conocidas como la Nariz del Papa, para lo que procedi� a quitarse los zapatos y a meter dentro los calcetines, dispuesto a dejar que la pareja se ocupara de sus propios asuntos; Nancy fue vadeando hasta sus propias rocas y se dedic� a buscar en sus propias charcas, dejando igualmente que la pareja se ocupara de sus asuntos. Agach�ndose mucho, toc� las tersas an�monas marinas, tan el�sticas como si fueran de caucho, pegadas como pellas de gelatina a la pared de la roca. Con la imaginaci�n transform� la charca en el mar, convirti� a los pececillos en tiburones y ballenas y situ� vastas nubes sobre aquel mundo diminuto interceptando con la mano los rayos del sol, con lo que hundi� en la oscuridad y en la desolaci�n, como podr�a hacerlo Dios mismo, a millones de criaturas tan ignorantes como inocentes, para luego retirar la mano de repente y permitir que el sol derramara de nuevo su luz. Sobre la p�lida arena del fondo de su oc�ano, con las l�neas entrecruzadas dejadas por la marea, avanzaba, alzando mucho las patas, con armadura y a rayas, un fant�stico leviat�n (Nancy segu�a agigantando la charca) que se desliz� por entre las enormes fisuras de la ladera de la monta�a. Y luego, al permitir que su mirada se deslizase imperceptiblemente por encima de la charca y descansara sobre la l�nea ondulante de mar y cielo, sobre los troncos de los �rboles que el humo de los barcos a vapor hac�a ondular en el horizonte, qued� hipnotizada por aquella enorme fuerza que lo barr�a todo de manera tan salvaje y que luego inevitablemente, se retiraba; y las sensaciones simult�neas de inmensidad y de vecina peque�ez (la charca se hab�a reducido de tama�o) que florec�an en su interior, le hicieron sentir que estaba atada de pies y manos y que era incapaz de moverse, debido a la intensidad de los sentimientos que, para siempre, reduc�an su cuerpo, su vida, y las vidas de todos los habitantes del mundo, a la nada. Acurrucada y meditando sobre la charca, escuch� el ruido de las olas.
      Hasta que al gritar Andrew que ya sub�a la marea, se lanz� al agua todav�a poco profunda para volver chapoteando hasta la orilla; luego corri� playa arriba y su propio �mpetu y el deseo de moverse con rapidez la llevaron hasta detr�s de una roca y all�, �oh, cielos!, estaban Paul y Minta, abrazados, bes�ndose probablemente. Se sinti� ultrajada, furiosa. Andrew y ella se pusieron medias y zapatos en completo silencio, sin hacer el menor comentario sobre la escena sorprendida. De hecho se mostraron bastante bruscos el uno con el otro. Pod�a haberle llamado cuando vio el camar�n o la quisquilla o lo que quiera que fuese, protest� Andrew. Sin embargo, pensaron los dos, la culpa no es nuestra. No hab�an querido que sucediera aquella cosa tan molesta. De todos modos, a Andrew le fastidiaba que Nancy fuese mujer y a Nancy que Andrew fuese hombre, y los dos se ataron los zapatos muy concienzudamente, apretando bastante los nudos.
      Minta s�lo se dio cuenta, entre grandes exclamaciones, de que hab�a perdido el broche de su abuela �el broche de su abuela, el �nico adorno que pose�a�, un sauce llor�n (ten�an que recordarlo) con perlas engastadas, despu�s de que hubieran llegado a lo alto del acantilado. Ten�an que haberlo visto, dijo, con las l�grimas corri�ndole por las mejillas, el broche con el que su abuela estuvo sujet�ndose la cofia hasta el �ltimo d�a de su vida. Y ahora lo hab�a perdido. �Hubiera preferido perder cualquier otra cosa! Ten�a que volver y buscarlo. Volvieron todos. Hurgaron y buscaron y miraron con la mayor atenci�n. Iban con la cabeza muy baja y hablaban de manera breve y brusca. Paul Rayley busc� como un loco alrededor de la roca donde hab�an estado sentados. Y cuando le dijo a Andrew que hiciera una �b�squeda exhaustiva entre este punto y aquel�, el v�stago de los Ramsay pens� que toda aquella confusi�n por un broche no ten�a en realidad ning�n sentido. La marea estaba subiendo r�pidamente. Al cabo de un minuto el mar habr�a cubierto el sitio donde se hab�an sentado. No hab�a ni la m�s remota posibilidad de encontrarlo en aquel momento. ��Nos quedaremos aislados!�, grit� Minta, repentinamente aterrada. �Como si hubiera el menor peligro de una cosa as�! Era otra vez la historia de los toros; no controlaba sus emociones, pens� Andrew. Era lo que les pasaba a las mujeres. El pobre Paul tuvo que tranquilizarla. Los hombres (Andrew y Paul adoptaron de inmediato una actitud varonil, diferente de la habitual) deliberaron brevemente y decidieron dejar clavado el bast�n de Rayley donde se hab�an sentado, para volver al d�a siguiente con marea baja. No se pod�a hacer nada m�s en aquel momento. Si el broche estaba all�, all� seguir�a por la ma�ana, le aseguraron a su propietaria, pero Minta sigui� sollozando durante todo el trayecto hasta lo alto del acantilado. Era el broche de su abuela; preferir�a haber perdido cualquier otra cosa. Nancy tuvo la impresi�n, sin embargo, aunque quiz� fuese cierto que sent�a la p�rdida del broche, que no lloraba �nicamente por aquello. Lloraba por alguna otra cosa. Le pareci� que quiz� pod�an sentarse todos y llorar. Pero ignoraba el motivo.
      Durante el regreso Paul y Minta caminaron juntos delante, y �l la consol�, explic�ndole la fama que ten�a por su habilidad para hallar cosas perdidas. En una ocasi�n, cuando era muy peque�o, hab�a encontrado un reloj de oro. Se levantar�a con el alba y estaba seguro de que volver�a con el broche. Aunque se le ocurri� enseguida que estar�a solo en la playa y casi a oscuras y que, posiblemente, resultar�a bastante peligroso, insisti� en decirle a Minta que lo encontrar�a, pero ella no quiso ni o�r hablar de que fuera a levantarse con el alba; el broche estaba perdido; lo sab�a; hab�a tenido un presentimiento al pon�rselo. Pero �l decidi�, sin dec�rselo, escaparse de la casa al amanecer, cuando todos durmieran, y, si no consegu�a encontrarlo, se ir�a a Edimburgo y comprar�a otro, igual, pero m�s bonito. Demostrar�a de lo que era capaz. En la cima de la colina, al ver debajo las luces del pueblo, las luces que surg�an repentinamente, una a una, le parecieron como las cosas que iban a sucederle: matrimonio, hijos, casa; y de nuevo pens�, cuando salieron a la carretera, sombreada por arbustos muy altos, c�mo se retirar�an juntos a la soledad, y caminar�an incansablemente, �l gui�ndola y ella siempre a su lado, muy cerca (como en aquel momento). Al llegar al cruce de caminos pens� en la terrible experiencia por la que hab�a pasado y en la necesidad de cont�rsela a alguien: a la se�ora Ramsay, desde luego, porque le dejaba sin aliento pensar en lo que hab�a osado hacer. El peor momento de su vida hab�a sido, sin duda, el instante en que le pidi� a Minta que se casara con �l. Ir�a directamente a ver a la se�ora Ramsay, porque, en cierta manera, ten�a la impresi�n de que era la persona que le hab�a impulsado a hacerlo. La se�ora Ramsay le hab�a convencido de que pod�a hacer cualquier cosa. Ninguna otra persona le tomaba en serio. Pero ella le hab�a convencido de que podr�a hacer lo que quisiera. Y durante todo el d�a hab�a sentido sus ojos fijos en �l, sigui�ndolo por todas partes (aunque sin pronunciar una sola palabra), como si le estuviera diciendo: �S�, puedes hacerlo. Creo en ti. Lo espero de ti�. La se�ora Ramsay le hab�a hecho sentir todo aquello y, en cuanto llegaran (busc� con la mirada las luces de la casa por encima de la bah�a), ir�a a verla y le dir�a: �Lo he hecho, se�ora Ramsay, gracias a usted�. Al llegar al camino que llevaba hasta la casa vio luces movi�ndose a trav�s de las ventanas del piso alto, lo que significaba que hab�an vuelto con much�simo retraso. Todo el mundo se preparaba ya para la cena. La casa entera estaba iluminada y, despu�s de la oscuridad, tanta luz le deslumbr� y, mientras recorr�a el camino, se fue repitiendo, infantilmente, �Luces, luces, luces�; y a�n sigui� haci�ndolo, como aturdido, �Luces, luces, luces�, al entrar en la casa, mirando fijamente a su alrededor con gesto envarado. Pero, cielo santo, se dijo, llev�ndose la mano a la corbata, tengo que evitar hacer el rid�culo).


15

       �S� �dijo Prue, con su tono reflexivo caracter�stico, en respuesta a la pregunta de su madre�; creo que Nancy se fue con ellos.

16

       En ese caso estaba claro que Nancy se hab�a ido con ellos, supuso la se�ora Ramsay, pregunt�ndose �mientras dejaba un cepillo, cog�a un peine y respond�a �Adelante� a unos golpecitos en la puerta (Jasper y Rose entraron en su cuarto)� si el hecho de que Nancy estuviera con los otros tres impedir�a que se produjera un accidente; tal vez s�, se le ocurri� de manera poco racional, aunque, bien pensado, no era probable una cat�strofe de tales dimensiones. No era posible que se hubieran ahogado todos. Y de nuevo se sinti� sola en presencia de su vieja antagonista, la vida.
      Jasper y Rose le explicaron que Mildred quer�a saber si ten�a que retrasar la cena.
      �Ni aunque la invitada de honor fuese la reina de Inglaterra �dijo la se�ora Ramsay categ�ricamente.
      �Tampoco si se tratara de la emperatriz de M�xico �a�adi�, ri�ndose de Jasper, que compart�a su vicio, la exageraci�n.
      Y, si a Rose no le importaba, mientras Jasper llevaba el recado, pod�a elegir, dijo, las joyas que se iba a poner. Cuando son quince los comensales para la cena, no es posible retrasar las cosas eternamente. Ya empezaba a sentirse enojada con los excursionistas por llegar tan tarde; era una falta de consideraci�n, y le irritaba, adem�s de la zozobra que le causaban, que hubieran elegido para llegar con retraso la noche en la que quer�a que la cena resultase particularmente agradable, ya que William Bankes hab�a accedido por fin a compartirla con ellos y disfrutar�an, por a�adidura, de la obra maestra de Mildred: boeuf en daube. Era fundamental que las cosas se sirvieran en el preciso momento en que estaban listas. La carne de vaca, la hoja de laurel y el vino: todo ten�a que estar en su punto. Era impensable hacer esperar a un plato como aquel. Pero hab�an elegido aquella, entre todas las noches, para regresar tarde, por lo que habr�a que devolver las cosas a la cocina a fin de mantenerlas calientes; y el boeuf en daube se echar�a a perder.
      Jasper ofreci� a su madre un collar de �palos; Rose otro de oro. �Cu�l de los dos entonaba mejor con el vestido negro? �Cu�l, efectivamente?, pregunt� la se�ora Ramsay con aire distra�do, mir�ndose cuello y hombros en el espejo (pero evitando la cara). Y luego, mientras sus hijos rebuscaban entre las joyas, volvi� los ojos hacia la ventana para contemplar un espect�culo que siempre le divert�a: los grajos en el proceso de decidir en qu� �rbol se instalaban para pasar la noche. Una y otra vez parec�an cambiar de idea y volver a remontar el vuelo porque el grajo viejo, el padre grajo, el anciano Jos�, como ella lo llamaba, era un ave muy picajosa y de mal car�cter. Un sujeto nada respetable, al que le faltaban la mitad de las plumas en las alas. Le recordaba a un desastrado anciano con sombrero de copa al que hab�a visto tocando la trompeta delante de una taberna.
      ��Mirad! �exclam�, riendo. Estaban pele�ndose. Jos� y Mar�a se estaban peleando. Todos levantaron el vuelo, en cualquier caso, barriendo el aire con sus alas negras y tall�ndolo en delicadas formas de cimitarra. El movimiento de las alas, al abrirse una y otra vez �nunca era capaz de describirlo con la precisi�n necesaria para quedar satisfecha�, le produc�a un deleite extraordinario. F�jate en eso, le dijo a Rose, con la esperanza de que lo viera con mayor claridad que ella, porque, con frecuencia, los hijos dan un empujoncito a las propias percepciones.
      Pero �qu� iba a ponerse? Hab�an abierto todas las bandejas del joyero. El collar de oro, italiano, o el de �palos que el t�o James le hab�a tra�do de la India; �o deber�a ponerse las amatistas?
      �Elegid, hijos m�os, elegid �dijo la se�ora Ramsay, con la esperanza de que se dieran prisa.
      Pero les permiti� que procedieran con calma: de manera especial a Rose, que cog�a una cosa y luego otra y las colocaba sobre el vestido negro, porque, estaba convencida, aquel modesto ritual de la elecci�n de las joyas, que se repet�a todas las noches, era lo que m�s le gustaba a su hija. Por alguna secreta raz�n personal, Rose conced�a gran importancia a aquella elecci�n. Cu�l pod�a ser la raz�n, se pregunt� la se�ora Ramsay, inmoviliz�ndose por completo para permitirle que le abrochara el collar elegido, adivinando, gracias a sus recuerdos, alg�n sentimiento muy hondo, enterrado, sin traducci�n en palabras, hacia la propia madre, caracter�stico de la edad de Rose. Y que provocaba tristeza, como sucede con todos los sentimientos de los que se es objeto, pens� la se�ora Ramsay. �Era tan insuficiente lo que se pod�a ofrecer en correspondencia! Porque el sentimiento de Rose no guardaba proporci�n alguna con lo que ella, su madre, era en realidad. Rose crecer�a y, debido a aquellos sentimientos tan hondos, sufrir�a, supuso la se�ora Ramsay. Inmediatamente dijo que ya estaba lista para bajar al comedor; Jasper, por ser el caballero, deber�a darle el brazo, y Rose, puesto que era la dama, llevarle el pa�uelo (procedi� a entreg�rselo) y �qu� m�s? Ah, s�, quiz� hiciese fr�o: un chal. El�geme un chal, dijo, porque aquello agradar�a a Rose, que estaba destinada a sufrir tanto. �Vaya�, dijo, deteni�ndose ante la ventana del descansillo, �ah� est�n de nuevo�. Jos� se hab�a posado en la copa de otro �rbol. ��T� crees�, le dijo a Jasper, �que les gusta que les rompan las alas?�. �Por qu� se empe�aba en disparar contra los pobres Mar�a y Jos�? Jasper se agit� inquieto en la escalera, sinti�ndose reprendido, aunque no demasiado, porque su madre no entend�a el placer de disparar contra los p�jaros, que no sent�an nada, adem�s; ella, por ser su madre, viv�a en otra regi�n del mundo, aunque, a decir verdad, a �l le gustaban bastante sus historias sobre Mar�a y Jos�, con las que consegu�a hacerle re�r. Pero �c�mo sab�a que aquellos grajos eran Mar�a y Jos�? �Cre�a que los p�jaros volv�an todas las noches a los mismos �rboles?, le pregunt�. Pero entonces, de repente, como todas las personas mayores, su madre dej� de prestarle atenci�n. Estaba escuchando un estr�pito en el vest�bulo.
      ��Han vuelto! �exclam� la se�ora Ramsay, e inmediatamente se indign� con ellos en lugar de sentirse aliviada. Despu�s se pregunt�: �habr�a sucedido? Bajar�a y se lo contar�an�, pero no. No pod�an contarle nada, con tantos espectadores alrededor. Ten�a que bajar, empezar la cena y esperar. Y, como una reina que, al comprobar que sus s�bditos se han reunido en una gran sala, los contempla desde lo alto, desciende para reunirse con ellos, les agradece en silencio su homenaje y acepta su devoci�n y que se inclinen a su paso (Paul no movi� un solo m�sculo y se limit� a mirar al frente al pasar ella), la se�ora Ramsay baj� la escalera, cruz� el vest�bulo e hizo una lev�sima inclinaci�n de cabeza, como para aceptar lo que no pod�an expresar con palabras: el homenaje a su belleza.
      Pero se detuvo de pronto. Ol�a a quemado. �Era posible que hubieran dejado cocer en exceso el boeuf en daube?, se pregunt�. Y estaba rogando al cielo que no fuese as�, cuando el gran estruendo met�lico del gong anunci� solemnemente, con autoridad, que todas aquellas personas que estaban repartidas por la casa, en �ticos, en dormitorios, en sus peque�os refugios personales, leyendo, escribiendo, d�ndose el toque final en el pelo o abroch�ndose el vestido, deb�an dejar todo aquello, y cualquier otro instrumento que estuvieran manejando, en la repisa del lavabo o en el tocador, y abandonar la novela en la mesilla o interrumpir la redacci�n del diario para reunirse en el comedor y disponerse a cenar.


17

       Pero �qu� he hecho con mi vida?, pens� la se�ora Ramsay al ocupar su sitio a la cabecera de la mesa y contemplar los c�rculos blancos que creaban los platos colocados en ella.
      �William, si�ntate a mi lado �dijo�. Lily �con voz cansada�, ponte ah�.
      Paul Rayley y Minta Doyle ten�an lo que ten�an; ella, tan s�lo una mesa infinitamente larga y platos y cuchillos. Y, en el otro extremo, su marido, acurrucado y con el ce�o fruncido. �Por qu�? La se�ora Ramsay no lo sab�a. Pero no le importaba. No entend�a que hubiera sido alguna vez objeto de sus emociones ni que hubiese sentido por �l el m�s m�nimo afecto. Tuvo la sensaci�n de estar m�s all� de todo, de haber pasado por todo, de quedar fuera de todo, mientras serv�a la sopa, como si hubiera un remolino �all� mismo� y se pudiera estar en �l o fuera de �l y ella estuviese fuera. Todo ha llegado a su fin, pens�, mientras, uno tras otro, iban apareciendo: Charles Tansley (�Si�ntese aqu�, por favor�, le dijo), o Augustus Carmichael, y ocupaban sus sitios. Y, mientras tanto, esperaba, pasivamente, a que alguien le contestara, a que sucediera algo. Pero esa no es una de las cosas, pens�, sirviendo la sopa, que se dicen.
      Al alzar las cejas a causa de la discrepancia (entre lo que estaba pasando y lo que estaba haciendo, servir la sopa), se sinti�, cada vez con m�s intensidad, fuera de aquel remolino; o como si, al bajar una persiana, y quedar las cosas privadas de color, las viese como eran en realidad. El comedor (mir� en torno suyo) ten�a un aspecto lamentable. No hab�a ni asomo de belleza en ning�n sitio. Se abstuvo de examinar al se�or Tansley. No se hab�a logrado la menor integraci�n. Todos segu�an aislados. Y el esfuerzo total para unirlos, para dar fluidez a la cena y crear un ambiente compartido depend�a de ella. Advirti� una vez m�s, con car�cter de simple comprobaci�n desprovista de hostilidad, la ineficacia de los varones, porque si ella no lo hac�a, nadie lo har�a, de manera que, d�ndose un golpecito como se le da a un reloj que se ha parado, el viejo pulso familiar recobr� su ritmo, como el reloj que echa a andar: un, dos, tres, un, dos, tres. Y as� sucesivamente, repiti�, escuchando el pulso todav�a d�bil y resguard�ndolo y anim�ndolo como se puede proteger del viento con un peri�dico una llamita vacilante. Y ahora sigamos adelante, concluy�, dirigi�ndose a William Bankes por medio de una inclinaci�n silenciosa: �pobre hombre, sin esposa ni hijos, que cenaba a solas en su alojamiento, con la excepci�n de aquella noche! Apiadada de �l, puesto que la vida ten�a ya la fuerza suficiente para arrastrarla consigo, inici� toda aquella tarea, como un marinero que ve, no sin cansancio, c�mo, aunque el viento hincha las velas, apenas tiene deseos de volver a navegar y se le ocurre que, si el barco se hubiera hundido, se habr�a limitado a dar vueltas y m�s vueltas hasta encontrar reposo en el fondo del mar.
      ��Ha recogido sus cartas? Les he dicho que se las dejaran en el vest�bulo �le explic� a William Bankes.
      Lily Briscoe la vio adentrarse en la extra�a tierra de nadie donde era imposible seguir a la gente, incluso cuando su proceder provoca tales escalofr�os en aquellos que los observan que siempre tratan de seguirlos al menos con los ojos, como se sigue a un barco que se aleja hasta que sus velas se hunden por detr�s del horizonte.
      Qu� vieja parece, qu� gastada est�, pens� Lily, y qu� distante. Luego, cuando la se�ora Ramsay se volvi� hacia William Bankes, sonriendo, fue como si el barco hubiera virado y el sol hubiera iluminado de nuevo sus velas, y Lily pens�, ligeramente divertida por el alivio que sent�a, �a qu� viene compadecerse de �l? Porque fue esa la impresi�n que dio al decirle que sus cartas estaban en el vest�bulo. Pobre William Bankes, parec�a estar diciendo, como si su propio cansancio proviniera en parte de su compasi�n por la gente, y la vida que rebull�a en ella, su decisi�n de vivir de nuevo, tuviera como impulso la compasi�n. Y no era cierto, pens� Lily; era uno de sus errores de apreciaci�n que parec�an instintivos y que surg�an de alguna necesidad propia y no de la realidad objetiva. No hay ninguna raz�n para compadecerlo. Tiene su trabajo, se dijo Lily. Y record�, de repente, como si hubiera encontrado un tesoro, que tambi�n ella ten�a el suyo. En un rel�mpago de luz vio su cuadro y pens�: S�, pondr� el �rbol m�s en el centro y as� evitar� ese espacio tan inc�modo. Ser� eso lo que haga. Hab�a dado con lo que la ten�a tan desconcertada. Cogi� el salero y lo coloc� de nuevo sobre una flor bordada en el mantel, como recordatorio para no olvidarse de cambiar el �rbol de sitio.
      �Es curioso que, si bien casi nunca se recibe por correo nada que merezca la pena, siempre se desea tener cartas �dijo el se�or Bankes.
      De qu� estupideces hablan, pens� Charles Tansley, colocando la cuchara exactamente en el centro del plato, que ya hab�a reba�ado a la perfecci�n, como si, pens� Lily (lo ten�a enfrente, de espaldas a la ventana, tapando precisamente el centro del paisaje), estuviera decidido a asegurarse de que com�a lo suficiente. Todo lo suyo ten�a aquella seca firmeza, aquella escueta fealdad. Segu�a siendo cierto, sin embargo, que era casi imposible sentir aversi�n hacia alguien si se le miraba despacio. Le gustaban sus ojos, azules, hundidos en las �rbitas, aterradores.
      ��Escribe usted muchas cartas, se�or Tansley? �pregunt� la se�ora Ramsay, compadeci�ndolo tambi�n, supuso Lily; porque aquel era sin duda uno de los rasgos de la se�ora Ramsay: compadecer siempre a los hombres como si les faltara algo, aunque nunca a las mujeres, como si poseyeran algo. Charles Tansley explic�, lo m�s brevemente que pudo, que escrib�a a su madre; aparte de eso, no cre�a que pasara de una carta al mes.
      Porque no estaba dispuesto a decir las necedades que la gente quer�a que dijera. No iba a permitir que aquellas tontas mujeres se mostrasen condescendientes. Hab�a estado leyendo en su cuarto y despu�s hab�a bajado al comedor y todo le parec�a tonto, fr�volo e insustancial. �Por qu� se vest�an para cenar? �l hab�a bajado con su ropa habitual. No ten�a ropa de vestir. �Nunca se recibe por correo una que merezca la pena�, era un ejemplo perfecto de las cosas que dec�an todo el tiempo. Y lograban que los hombres las dijeran tambi�n. Aunque, a decir verdad, ten�a toda la raz�n, pens�. Aquellas gentes nunca recib�an nada que mereciera la pena desde que empezaba el a�o hasta que acababa. No hac�an m�s que hablar y hablar y comer y comer. La culpa la ten�an las mujeres. Las mujeres, con todo su �encanto�, con toda su estupidez, hac�an imposible la civilizaci�n.
      �No se podr� ir ma�ana al faro, se�ora Ramsay �dijo, a modo de afirmaci�n personal. Le gustaba la se�ora Ramsay; la admiraba; a�n se acordaba del hombre subido en el canal�n mir�ndola; pero juzg� necesario hacer un acto de afirmaci�n personal.
      Realmente, pens� Lily Briscoe, Charles Tansley era, a pesar de sus ojos, el ser humano m�s desangelado que hab�a conocido nunca. En ese caso, �qu� m�s le daba lo que dijera? Las mujeres no saben ni escribir ni pintar� �qu� importancia ten�a, viniendo de �l, puesto que estaba claro que no se lo cre�a, sino que, por alguna raz�n, le resultaba �til decirlo y por eso lo dec�a? �Por qu�, ante aquella humillaci�n, todo su ser se inclinaba, como el trigo bajo el viento, s�lo se recuperaba despu�s de un notable y penoso esfuerzo? Ten�a que hacerlo una vez m�s. Aqu� est� la flor bordada en el mantel; ah� est� mi cuadro; tengo que colocar el �rbol en el centro; eso es lo que importa, nada m�s. �Por qu� no se aferraba a aquello?, se pregunt�, sin enfadarse ni discutir, y, si quer�a vengarse un poco, �por qu� no se re�a de �l?
      �Por favor, se�or Tansley �dijo�, tenga la bondad de llevarme al faro. Me encantar�a.
      Ment�a, estaba claro. Por alguna raz�n dec�a lo que no sent�a para molestarlo. Se re�a de �l. Llevaba puestos los viejos pantalones de franela. No ten�a otros. Se sinti� muy tosco y distinto y muy solo. Sab�a que Lily Briscoe trataba de burlarse de �l por alguna raz�n; no quer�a ir al faro con �l; lo despreciaba; lo mismo suced�a con Rose Ramsay y con todos los dem�s. Pero no iba a permitir que las mujeres lo pusieran en rid�culo, de manera que volvi� la cabeza con toda intenci�n, mir� por la ventana y dijo, con brusquedad muy poco cort�s, que el mar estar�a demasiado revuelto al d�a siguiente y que, sin duda, la se�orita Briscoe devolver�a lo que comiera.
      A Charles Tansley le molest� que Lily le hubiera forzado a hablar de aquella manera, con la se�ora Ramsay por testigo. �Ojal� pudiera estar a solas en su cuarto, trabajando, pens�, rodeado de sus libros! As� era como se sent�a a sus anchas. Nunca hab�a tenido deuda alguna; no le costaba ni un c�ntimo a su padre desde los quince a�os; ayudaba en casa con sus ahorros y estaba dando una educaci�n a su hermana. De todos modos, le hubiera gustado saber c�mo contestar adecuadamente a la se�orita Briscoe; preferir�a no haber hablado de aquella manera tan brusca. �Devolver� lo que coma�. Le gustar�a decirle algo a la se�ora Ramsay, algo que demostrara que no era un pedante sin alma. Eso era lo que todos pensaban de �l. Se volvi� hacia ella. Pero la se�ora Ramsay dialogaba con William Bankes sobre personas de las que nunca hab�a o�do hablar.
      �S�, ll�veselo �dijo la anfitriona, interrumpiendo la conversaci�n para hablar con la doncella�. Debe de hacer quince a�os�, no, veinte, desde la �ltima vez que la vi �retom� el hilo como si no pudiera perder un momento, porque estaba absorta en lo que dec�an. �De manera que el se�or Bankes hab�a tenido noticias suyas precisamente aquella tarde! �Carne viv�a a�n en Marlow y segu�a todo igual? �Lo recordaba como si fuera ayer! El paseo por el r�o y el fr�o intenso. Pero cuando los Manning planeaban algo, nada les hac�a cambiar de idea. �Nunca se olvidar�a de Herbert en la orilla, matando una avispa con una cucharilla de t�! Y todo aquello continuaba a�n, pens�, ensimismada, desliz�ndose como un fantasma entre las sillas y las mesas de aquel sal�n en las orillas del T�mesis donde, veinte a�os atr�s, hab�a pasado tanto, tant�simo fr�o; aunque ahora caminaba entre ellas como un fantasma; y le fascinaba como si, pese a que ella hab�a cambiado, aquel d�a particular, que ahora resultaba tan tranquilo y tan hermoso, hubiera seguido all� durante todos aquellos a�os. �Le hab�a escrito Carrie en persona?, pregunt�.
      �S�. Dice que est�n construyendo una sala de billar �respondi� el se�or Bankes. �No, no! �Qu� cosa tan absurda! �Construir una sala de billar! Le parec�a imposible.
      El se�or Bankes no ve�a que fuese tan extra�o. Ahora disfrutaban de una situaci�n muy acomodada. �Deber�a saludar a Carrie de su parte?
      La se�ora Ramsay se sobresalt� un poco, y termin� por decir �No�, al descubrir que no conoc�a a aquella Carrie que constru�a una sala de billar. Pero, repiti�, divirtiendo con ello al se�or Bankes, qu� extra�o que a�n siguieran viviendo all�. Porque era extraordinario que hubieran seguido vivos aunque apenas hab�a pensado en ellos. �Cu�ntas cosas le hab�an sucedido durante aquellos a�os! Sin embargo, quiz� tampoco Carrie Manning se hubiera acordado de ella. La idea le result� extra�a y desagradable.
      �Las personas se distancian enseguida �dijo el se�or Bankes, sintiendo, sin embargo, cierta satisfacci�n al pensar que, despu�s de todo, conoc�a a los Manning y tambi�n a los Ramsay. �l no se hab�a distanciado, pens�, dejando la cuchara y limpi�ndose minuciosamente la boca. Pero quiz�, pens�, se apartaba un tanto de la norma en aquel asunto; nunca se dejaba vencer por la costumbre. Conservaba amigos en todos los c�rculos� La se�ora Ramsay tuvo que interrumpir la conversaci�n en aquel punto para decirle algo a la doncella sobre mantener caliente la comida. Por eso prefer�a cenar solo. Todas aquellas interrupciones le irritaban. Bien, pens�, manteniendo una actitud de exquisita cortes�a y limit�ndose a extender sobre el mantel los dedos de la mano izquierda, para examinarlos como, en un intervalo de ocio, examina un mec�nico un instrumento bellamente pulimentado y listo para el uso, tales son los sacrificios que exigen los amigos. La se�ora Ramsay se habr�a sentido herida si hubiese rechazado su invitaci�n. Pero no merec�a la pena. Mientras se miraba la mano pens� que si hubiera cenado solo, casi habr�a terminado ya y hubiera podido seguir trabajando. S�, pens�, era una terrible p�rdida de tiempo. Los hijos de los Ramsay a�n segu�an llegando. �Me gustar�a que uno de vosotros subiera en un periquete al cuarto de Roger�, estaba diciendo la se�ora Ramsay. Qu� trivial es todo ello, qu� aburrido, pens� el se�or Bankes, comparado con la otra cosa: el trabajo. All� segu�a, tamborileando sobre el mantel, cuando pod�a haber estado�, tuvo, en un rel�mpago, una visi�n de conjunto de su trabajo. �Qu� p�rdida de tiempo! Sin embargo, pens�, es una de mis amistades m�s antiguas. Se me considera devoto suyo. Pero en aquel momento la presencia de la se�ora Ramsay no significaba absolutamente nada para �l; ni tampoco su belleza; ni el recuerdo de haberla visto sentada con su hijo peque�o junto a la ventana; nada, absolutamente nada. S�lo quer�a estar solo y volver a tener entre las manos aquel libro. Se sent�a inc�modo; se sent�a reo de traici�n por estar junto a su anfitriona y no sentir nada. La verdad era que no disfrutaba con la vida de familia. Al sentirse dominado por aquel estado de �nimo, uno se preguntaba: �Para qu� vivimos? �Para qu� hacemos tantos esfuerzos a fin de que la raza humana siga adelante? �Es de verdad tan deseable? �Resultamos atractivos como especie? No demasiado, pens�, mirando a aquellos j�venes bastante desali�ados. Cam, su favorita, se hab�a acostado ya, supuso. Preguntas vanas, preguntas est�pidas, preguntas que no se hac�an si se estaba ocupado. �La vida humana es esto? �O es otra cosa? Nunca se ten�a tiempo para pensar en ello. Pero �l se hac�a aquellas preguntas porque la se�ora Ramsay estaba dando instrucciones a la servidumbre, y tambi�n porque hab�a comprendido, al advertir c�mo su anfitriona se sorprend�a de que Carrie Manning siguiera existiendo, que las amistades, incluso las mejores, son una cosa muy fr�gil. �l, por su parte, estaba sentado junto a la se�ora Ramsay y no ten�a absolutamente nada que decirle.
      �Lo siento �dijo su anfitriona, volvi�ndose de nuevo hacia �l. El se�or Bankes se sinti� r�gido y vac�o, como un par de botas empapadas que, cuando se secan, quedan tan tiesas que casi es imposible meter los pies dentro. Sin embargo ten�a que hacerlo. Ten�a que forzarse a hablar. Si no se andaba con mucho cuidado, la anfitriona descubrir�a su traici�n; se dar�a cuenta de que le ten�a sin cuidado, y eso no ser�a nada agradable, pens�. De manera que inclin� cort�smente la cabeza en su direcci�n.
      ��Qu� insoportable debe de resultarle cenar en esta casa de fieras! �dijo la se�ora Ramsay, utilizando, como sol�a hacerlo en momentos de confusi�n, sus recursos mundanos. De manera parecida, cuando surge un problema de idiomas en alguna reuni�n, el presidente, para lograr la unidad, propone que se hable en franc�s. Quiz� sea mal franc�s; quiz� el franc�s no disponga de palabras para expresar las ideas del orador; sin embargo, el hecho de hablar en franc�s impone cierto orden, cierta uniformidad. Replic�ndole en el mismo idioma, el se�or Bankes dijo: �No, no, nada de eso�, y el se�or Tansley, que no conoc�a aquel idioma, ni siquiera cuando se hablaba con palabras tan breves como aquellas, sospech� al instante su insinceridad. Los Ramsay, pens�, dec�an, sin duda, tonter�as; y celebr� con j�bilo aquella nueva demostraci�n, redactando mentalmente una nota que cualquier d�a de aquellos leer�a en voz alta a uno o dos amigos. All�, en el seno de un grupo donde s� se pod�a decir lo que se pensaba, describir�a sarc�sticamente �la estancia con los Ramsay� y las tonter�as que dec�an. Merec�a la pena ser una vez invitado suyo, dir�a, pero no repetir la experiencia. Las mujeres no pod�an ser m�s aburridas, dir�a. Ramsay, por supuesto, se lo hab�a buscado cas�ndose con una mujer hermosa y teniendo ocho hijos. Esa ser�a, poco m�s o menos, la forma que adoptara, pero ahora, en aquel momento, all� clavado, con un asiento vac�o al lado, nada hab�a tomado forma en absoluto. Todo eran restos y trozos. Se sent�a extraordinariamente inc�modo, incluso f�sicamente. Quer�a que alguien le diese una oportunidad de afirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que no pod�a estarse quieto en la silla: miraba a una persona, luego a otra, trataba de intervenir en su conversaci�n, abr�a la boca y volv�a a cerrarla. Hablaban sobre la industria pesquera. �Por qu� no se le ped�a su opini�n? �Qu� sab�an ellos sobre la industria pesquera?
      Lily Briscoe se daba cuenta de todo aquello. Sentada frente a �l, �acaso no ve�a perfectamente, como en una radiograf�a, el esqueleto de la necesidad que aquel joven sent�a de impresionar a los comensales, semejante a una sombra muy oscura en la niebla de su carne, aquella ligera niebla con que las convenciones hab�an recubierto su ardiente deseo de intervenir en la conversaci�n? Pero, pens�, entornando mucho los ojos de aspecto oriental, y recordando c�mo despreciaba a las mujeres (�No saben ni pintar, ni escribir�), �por qu� tendr�a que ayudarlo a satisfacer esa necesidad?
      Existe un c�digo de comportamiento, conocido por Lily, cuyo art�culo s�ptimo dice (probablemente) que en una ocasi�n as� corresponde a la mujer, cualquiera que sea su ocupaci�n, salir en ayuda del joven que tiene delante de manera que este pueda exhibir el esqueleto de su vanidad y satisfacer su urgente deseo de afirmaci�n personal; de la misma manera, se hizo la reflexi�n con ecuanimidad de solterona, esos j�venes est�n obligados a ayudarnos en el caso hipot�tico de un incendio en el metro. Si eso sucediera, pens�, esperar�a sin duda que el se�or Tansley me sacara de all�. Pero �qu� pasar�a, se pregunt�, si ninguno de los dos cumpliera su parte en el trato? As� que sigui� sin intervenir, sonriendo.
      ��No estar�s planeando ir al faro, verdad, Lily? �pregunt� la se�ora Ramsay�. Acu�rdate del pobre se�or Langley; hab�a dado la vuelta al mundo una docena de veces, pero me cont� que nunca hab�a sufrido tanto como cuando mi marido lo llev� all�. �Es usted buen marinero, se�or Tansley?
      El se�or Tansley alz� un martillo y lo balance� en el aire; pero al darse cuenta, mientras descend�a, de que no podr�a aplastar aquella mariposa con semejante instrumento, se limit� a afirmar que no se hab�a mareado nunca. Si bien en aquella frase estaba encerrado, en forma compacta, como p�lvora, el hecho de que su abuelo era pescador y su padre boticario, el de que �l se hab�a abierto camino exclusivamente con su esfuerzo personal y estaba orgulloso de ello y el de que era Charles Tansley, algo de lo que all� nadie parec�a darse cuenta, pero que tendr�an ocasi�n de comprobar el d�a menos pensado. Frunci� el entrecejo pensando en el futuro. Casi le daban pena aquellas personas tan cultivadas y apacibles que m�s pronto o m�s tarde saltar�an por los aires, como balas de algod�n o barriles de manzanas, cuando estallase la p�lvora que �l llevaba dentro.
      ��Me llevar� con usted, se�or Tansley? �pregunt� Lily al instante, amablemente, ya que, por supuesto, si la se�ora Ramsay le dec�a, como de hecho lo estaba haciendo, �Me ahogo, querida, en mares de fuego. A no ser que apliques alg�n b�lsamo a la angustia de este momento y digas algo agradable a ese joven que tienes ah� delante, la vida se estrellar� contra los arrecifes; de hecho ya oigo los chirridos y el retumbar de las olas en este instante. Tengo los nervios tan tensos como cuerdas de viol�n. Un golpe m�s y saltar�n��. Cuando la se�ora Ramsay dec�a todo aquello, como se lo estaba diciendo su mirada, Lily Briscoe, por supuesto, renunciaba por en�sima vez a su experimento (qu� sucede si una no es amable con el joven que tiene delante) y volv�a a mostrarse conciliadora.
      Charles Tansley hizo una apreciaci�n correcta del cambio de humor de Lily diciendo que su actitud era ya amistosa �y, libre de la preocupaci�n de defender su yo, le cont� que sol�an tirarlo al agua de peque�o, que su padre lo sacaba del mar con un bichero y que fue as� como aprendi� a nadar�. Uno de sus t�os era farero en alg�n promontorio de la costa de Escocia, dijo. Hab�a estado all� con �l durante una tempestad. Esto �ltimo lo dijo en voz muy alta durante una pausa en la conversaci�n general. Tuvieron que escucharle cuando dijo que hab�a estado con su t�o en un faro durante una tempestad. Ah, pens� Lily Briscoe, cuando la conversaci�n tom� aquel rumbo favorable y sinti� la gratitud de la se�ora Ramsay (que ahora era libre de hablar un momento por su cuenta), ah, pens�, �si supiera lo que me ha costado! No hab�a sido sincera. Hab�a utilizado su estratagema habitual: mostrarse amable. Nunca conocer�a a Charles Tansley. Y �l nunca la conocer�a. Las relaciones humanas eran as�, pens�, y ninguna peor (de no haber sido por el se�or Bankes) que las relaciones, extraordinariamente insinceras, inevitablemente, entre hombres y mujeres. Despu�s repar� en el salero, ya que ella misma lo hab�a colocado a modo de recordatorio; a la ma�ana siguiente mover�a el �rbol m�s hacia el centro del cuadro y, sinti�ndose muy animada ante la idea de pintar al d�a siguiente, rio en voz alta de lo que el se�or Tansley estaba contando. Que hablara toda la noche si era eso lo que quer�a.
      ��Cu�nto tiempo seguido trabaja un farero? �pregunt�. Tansley se lo dijo. Estaba asombrosamente bien informado. Y puesto que, movido por el agradecimiento, aquel joven ve�a a Lily con simpat�a y empezaba a pasarlo bien, era el momento, pens� la se�ora Ramsay, de que regresara a aquel mundo de ensue�o, a aquel lugar, irreal pero fascinante, que era el sal�n de los Manning en Marlow veinte a�os atr�s; un lugar que se pod�a recorrer sin prisa ni ansiedad, porque all� no hab�a ning�n futuro que pudiera preocuparle. Sab�a lo que les hab�a sucedido a los Manning y lo que le hab�a sucedido a ella. Era como leer de nuevo un buen libro, porque ya sab�a el final de la historia: todo hab�a sucedido veinte a�os antes, y la vida, que se derramaba en cascadas incluso desde aquella mesa de comedor, s�lo Dios sab�a hacia d�nde, all� estaba contenida, y permanec�a en reposo, como un lago dentro de sus orillas. William aseguraba que hab�an construido una sala de billar�, �ser�a posible? �Estar�a dispuesto a seguir hablando de los Manning? Ella quer�a que lo hiciera. Pero no; por alguna raz�n ya no estaba de humor. Lo intent�. Pero no obtuvo respuesta. No pod�a forzarlo. Se sinti� decepcionada.
      �Los chicos son un desastre �dijo, suspirando. El se�or Bankes respondi� algo acerca de la puntualidad, virtud secundaria que s�lo se adquiere m�s adelante en la vida.
      �Si es que se adquiere �dijo la se�ora Ramsay �nicamente para llenar un hueco, mientras pensaba que William se estaba convirtiendo en toda una solterona. D�ndose cuenta de su traici�n, d�ndose cuenta de que su anfitriona quer�a hablar sobre algo m�s �ntimo, pero que �l no estaba de humor para ello en aquel momento, el se�or Bankes sinti�, mientras esperaba, que se le ven�a encima el lado desagradable de la vida. Quiz� los otros estuvieran hablando de algo interesante. �Qu� dec�an?
      Que aquel a�o la pesca iba mal y que los trabajadores del sector estaban emigrando. Hablaban de sueldos y de paro. El joven hu�sped de los Ramsay insultaba al gobierno. William Bankes, pensando en que era un alivio dar con algo como aquello cuando la vida privada resultaba desagradable, le oy� mencionar �uno de los actos m�s escandalosos del gobierno actual�. Lily escuchaba; la se�ora Ramsay tambi�n; todos escuchaban. Pero, aburrida ya, Lily sinti� que faltaba algo; el se�or Bankes tambi�n sinti� que faltaba algo. Ci��ndose el chal, la se�ora Ramsay sinti� que faltaba algo. Todos ellos, adelantando el cuerpo para escuchar, pensaban: �Quiera Dios que no se trasluzca lo que tengo en la cabeza�, porque cada uno de ellos pensaba: �A los dem�s les afecta. Se consideran insultados y les indigna lo que el gobierno est� haciendo con los pescadores. Pero yo no siento nada�. Aunque quiz�s, pens� el se�or Bankes, mientras miraba al se�or Tansley, aqu� tenemos al hombre. Siempre se est� esperando al hombre. Siempre existe la posibilidad. En cualquier momento puede surgir el l�der, el genio, en pol�tica como en cualquier otra cosa. Probablemente se mostrar� extraordinariamente desagradable con nosotros, los vejestorios, pens� el se�or Bankes, haciendo todo lo que estaba en su mano por ser indulgente, ya que sab�a, por cierta curiosa sensaci�n corporal, como de nervios erizados en la espalda, que ten�a celos, en parte por s� mismo y en parte, m�s probablemente, por su trabajo, por su punto de vista, por su ciencia; y que, por consiguiente, su actitud no era completamente imparcial ni del todo justa, porque el se�or Tansley daba la impresi�n de estar diciendo: hab�is malgastado vuestra vida. Est�is todos equivocados. Pobres vejestorios, est�is irremediablemente anticuados. Aquel joven parec�a bastante engre�do y sus modales eran p�simos. Pero el se�or Bankes se forz� a reconocer que ten�a valor, que no carec�a de habilidad y que estaba muy bien informado. Probablemente, pens�, mientras Tansley despotricaba contra el gobierno, debe de haber una buena parte de verdad en lo que dice.
      �Ahora expl�queme� �dijo. De manera que discutieron sobre pol�tica, y Lily contempl� la flor bordada en el mantel; y la se�ora Ramsay, dejando el debate por completo en manos de los dos hombres, se pregunt� por qu� le aburr�a tanto aquella conversaci�n, y dese�, mirando a su marido, sentado al otro extremo de la mesa, que dijera algo. Bastar�a una palabra, pens�. Porque si dec�a alguna cosa cambiar�a todo. Su marido llegaba al meollo de las cosas. Le preocupaban los pescadores y sus jornales. No dorm�a pensando en ellos. Todo cambiaba por completo cuando �l hablaba, ya que entonces no hab�a que rogar al cielo que el interlocutor no advirtiera la propia falta de inter�s, porque el inter�s resurg�a. Luego, al darse cuenta de que estaba esperando a que hablara debido a la gran admiraci�n que le inspiraba, sinti� como si alguien hubiera alabado en su presencia a su marido y su matrimonio, y se llen� de satisfacci�n sin advertir que era ella misma quien hab�a hecho el elogio. Mir� al se�or Ramsay esperando encontrar todo aquello reflejado en su rostro; deber�a de tener un aspecto magn�fico, pero� �ni much�simo menos! Estaba torciendo la cara, hac�a muecas, frunc�a el ce�o y ten�a el rostro encendido por la indignaci�n. �Cu�l pod�a ser el motivo?, se pregunt�. �Qu� pod�a estar pasando? Tan s�lo que el bueno de Augustus Carmichael hab�a pedido un segundo plato de sopa: eso era todo. Era impensable, era intolerable (su marido se lo indicaba desde el otro extremo de la mesa) que Augustus se tomara otro plato de sopa. No soportaba que nadie siguiera comiendo cuando �l ya hab�a terminado. La se�ora Ramsay vio que la indignaci�n le ascend�a como una jaur�a de sabuesos hasta los ojos y la frente y presinti� que al cabo de un momento se producir�a una violenta explosi�n y que entonces�, pero, afortunadamente, vio que su marido se dominaba y que apretaba con fuerza el freno sobre la rueda y c�mo el conjunto de su cuerpo parec�a despedir chispas pero no palabras. Sigui� haciendo muecas. No hab�a dicho nada, quer�a que su mujer reparase en ello. �Que le concediera el m�rito que ten�a! Pero �por qu�, despu�s de todo, no iba a poder pedir un segundo plato de sopa el pobre Augustus? Se hab�a limitado a tocar a Ellen en el brazo y a decirle:
      �Ellen, por favor, un poco m�s de sopa �y el se�or Ramsay hab�a empezado a poner caras.
      �Y por qu� no?, se pregunt� la se�ora Ramsay. Sin duda pod�an dejar a Augustus que se sirviera sopa una segunda vez si le apetec�a. Le repugnaba la gente que se hartaba de comer, le transmiti� el se�or Ramsay con un fruncimiento de cejas. Le molestaba todo lo que se alargaba horas y horas, como aquello. Pero hab�a logrado controlarse, el se�or Ramsay quer�a que su mujer lo advirtiera, aunque el espect�culo era asqueante. Pero por qu� manifestarlo con tanta claridad, pregunt� la se�ora Ramsay (se miraban desde los extremos de la mesa, mand�ndose de un lado a otro todas aquellas preguntas y respuestas, los dos reconociendo con exactitud los sentimientos del otro). Todo el mundo lo ve�a, pens� la se�ora Ramsay. Estaba Rose, sin ir m�s lejos, mirando fijamente a su padre; estaba Roger; los dos empezar�an a retorcerse de risa en menos de un segundo, estaba segura, de manera que dijo de inmediato (ya era el momento de hacerlo, de todas formas):
      �Encended las velas �con lo que los dos se pusieron en pie de un salto y empezaron a rebuscar en el aparador.
      �Por qu� su marido no era nunca capaz de disimular sus sentimientos?, se pregunt� la se�ora Ramsay; y tambi�n se pregunt� si Augustus Carmichael se habr�a dado cuenta. Tal vez s�; tal vez no. No pod�a por menos de admirar la compostura con que segu�a all�, tom�ndose la sopa. Si quer�a sopa, la ped�a. Le daba lo mismo que la gente se riera de �l o se enfadase. No sent�a afecto por ella, estaba convencida; pero en parte por esa misma raz�n lo respetaba; y al verlo tom�ndose la sopa, voluminoso y tranquilo, a la luz del crep�sculo, monumental y contemplativo, se pregunt� qu� sent�a entonces, y por qu� estaba siempre contento y parec�a tan digno; pens� tambi�n en el mucho afecto que ten�a a Andrew, y c�mo lo llamaba a su cuarto y le �ense�aba cosas�, seg�n explicaba Andrew. Luego se pasaba todo el d�a tumbado en el c�sped, reflexionando probablemente sobre su poes�a, hasta que consegu�a que uno se acordara de un gato vigilando p�jaros, y luego juntaba las zarpas cuando hab�a encontrado la palabra, y su marido dec�a, �El bueno de Augustus es un verdadero poeta�, lo que era una gran alabanza, trat�ndose del se�or Ramsay.
      Ahora hab�a ya ocho velas sobre la mesa y, despu�s de las primeras vacilaciones, las llamas se irguieron, haciendo visible la totalidad de la larga mesa y, en el centro, una bandeja de fruta amarilla y morada. C�mo lo habr�a conseguido Rose, se pregunt� la se�ora Ramsay, porque la distribuci�n de las uvas y de las peras, de la concha marina erizada de cuernos y delicadamente rosa en su interior, de los pl�tanos, le hicieron pensar en un trofeo sacado del fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en el racimo que cuelga, rodeado de hojas de parra, sobre el hombro de Baco (en alg�n cuadro), entre las pieles de leopardo y el resplandor rojo y dorado de las antorchas� Aquella fuente, al adquirir repentina corporeidad bajo la luz, dio la impresi�n de poseer gran tama�o e ilimitada profundidad; era como un mundo ante el que exist�a la posibilidad de coger un bast�n e iniciar la ascensi�n por sus colinas, pens� la se�ora Ramsay, descendiendo luego hasta sus valles y, para deleite suyo (porque les daba un moment�neo inter�s com�n) advirti� que tambi�n Augustus se regalaba la vista con la bandeja de fruta, se sumerg�a en ella, cortaba aqu� una flor, all� una espiga, y regresaba, despu�s del banquete, a su colmena. Era la manera de mirar de Augustus, diferente de la suya. Pero el hecho de mirar lo mismo les un�a.
      Ya estaban encendidas todas las velas y la luz acercaba los rostros situados a ambos lados de la mesa, creando, como no hab�a sido posible durante el crep�sculo, un grupo unido; y es que ahora los cristales dejaban fuera la noche, porque lejos de dar una visi�n exacta del mundo exterior, lo ondulaban de una manera tan extra�a que el interior del comedor parec�a el reino del orden y de la tierra firme, mientras que del otro lado s�lo exist�a un reflejo en el que las cosas temblaban y desaparec�an como en un mundo acu�tico.
      De inmediato se produjo un cambio en todos ellos, como si aquella transformaci�n fuese real, y todos supieran que, juntos, formaban un grupo en una oquedad, en una isla; que ten�an que hacer causa com�n contra aquella inestabilidad exterior. La se�ora Ramsay, que hab�a estado inquieta, esperando a que Paul y Minta hicieran su aparici�n, e incapaz de participar con calma en lo que suced�a a su alrededor, sinti� que su desasosiego se convert�a en esperanza. Porque ten�an que llegar ya, y Lily Briscoe, al tratar de analizar la causa de aquella repentina alegr�a, la compar� con el momento en la pista de tenis cuando la solidez desaparece repentinamente y se extienden entre los jugadores los mismos espacios inconmensurables; y ahora se consegu�a el mismo efecto con la abundancia de velas en el comedor escasamente amueblado, las ventanas sin cortinas y el resplandor, como de m�scaras, de los rostros vistos a la luz de las velas. Se les hab�a quitado un peso de encima a todos, pens� que pod�a suceder cualquier cosa. Tienen que presentarse ahora, se dijo la se�ora Ramsay, mirando hacia la puerta y, en aquel instante, llegaron juntos Minta Doyle, Paul Rayley y una doncella que tra�a una gran bandeja. Se hab�an retrasado much�simo; llegaban terriblemente tarde, dijo Minta, mientras los dos encontraban acomodo en extremos opuestos de la mesa.
      �He perdido mi broche�, el broche de mi abuela �dijo Minta con entonaci�n compungida y un atisbo de humedad en sus grandes ojos casta�os, alz�ndolos y baj�ndolos mientras se sentaba junto al se�or Ramsay, que aviv� su caballerosidad hasta el punto de bromear con ella.
      �C�mo pod�a ser tan pava, le pregunt�, para gatear por las rocas cargada de joyas?
      Se daba por supuesto que a Minta la aterraba el se�or Ramsay, por tratarse de un hombre tan sumamente inteligente y, la primera noche, cuando se sent� a su lado, y �l le habl� sobre George Eliot, se asust� de verdad, porque se hab�a dejado en el tren el tercer volumen de Middlemarch y nunca lleg� a saber lo que suced�a al final; pero a partir de entonces se llevaban estupendamente y ella se fing�a a�n m�s ignorante de lo que era en realidad, porque al se�or Ramsay le gustaba decirle que era tonta. Y aquella noche dej� de tener miedo tan pronto como se rio de ella. Supo, adem�s, al entrar en el comedor, que se hab�a producido el milagro, que iba envuelta en la neblina dorada. Unas veces le suced�a y otras no. Nunca sab�a por qu� aparec�a ni por qu� se disipaba, ni tampoco si la acompa�aba hasta entrar en una habitaci�n; pero despu�s lo sab�a al instante por la manera en que la miraban algunos hombres. S�, aquella noche iba envuelta en ella y la neblina era muy intensa; lo supo por la manera que tuvo el se�or Ramsay de decirle que no fuese tan tonta. Minta se sent� a su lado, sonriendo.
      Debe de hacer sucedido, pens� la se�ora Ramsay; se han prometido. Y, por un momento, sinti� lo que nunca esperaba volver a sentir: celos. Porque �l, su marido, capt� tambi�n el resplandor de Minta; al se�or Ramsay le gustaban aquellas muchachas de color dorado rojizo, con un algo flameante, algo un poco insensato y atolondrado, que no llevaban el pelo tirante y que no eran, como dec�a de la pobre Lily Briscoe, �muy poquita cosa�. Ten�an ciertas cualidades que a ella le faltaban, cierto brillo, cierta suntuosidad, que atra�a a su marido, que le divert�a, que le llevaba a convertir en preferidas suyas a muchachas como Minta, por lo que les permit�a que le cortaran el pelo, que le trenzaran cadenas para el reloj o que le interrumpieran durante su trabajo, llam�ndolo (ella las o�a) con un �Vamos, se�or Ramsay, ahora nos toca a nosotros ganarle�, con lo que consegu�an que saliera a jugar al tenis.
      Pero no ten�a celos, por supuesto; tan s�lo, en ocasiones, cuando se forzaba a mirarse en el espejo, se sent�a un poco molesta porque quiz� ten�a la culpa de haber envejecido. (La factura por la reparaci�n del invernadero y todo lo dem�s). Les agradec�a que se rieran de �l (��Cu�ntas pipas ha fumado hoy, se�or Ramsay?� y otras cosas por el estilo) hasta lograr que pareciera un hombre joven; un hombre de gran atractivo para las mujeres, que no estaba ni abrumado ni oprimido por la importancia de su tarea ni por las desgracias del mundo ni por su fama ni por sus fracasos, sino de nuevo como ella lo hab�a conocido, demacrado pero caballeroso; ayud�ndola, lo recordaba muy bien, a saltar a tierra desde un bote; con modales encantadores, como ahora (lo mir�, y parec�a asombrosamente joven, bromeando con Minta). A ella ��Ponlo ah��, dijo, ayudando a la chica suiza a colocar con mucho cuidado delante de ella la enorme olla marr�n donde se encontraba el boeuf en daube�, por su parte, le gustaban los tontitos. Paul se ten�a que sentar a su lado. Le hab�a guardado el sitio. A veces, realmente, estaba convencida de que le gustaban m�s los tontos, que ten�an la virtud de no importunarla con sus tesis. �Cu�nto se perd�an, despu�s de todo, aquellos hombres tan inteligentes! Qu� secos se quedaban, al fin y a la postre. Hab�a algo muy agradable en Paul, pens� mientras su hu�sped se sentaba. Sus modales le resultaban encantadores, al igual que su nariz afilada y sus brillantes ojos azules. �Era tan atento! �Le dir�a �ahora que todo el mundo hablaba de nuevo� lo que hab�a sucedido?
      �Volvimos atr�s para buscar el broche de Minta �dijo Paul, sent�ndose a su lado. Bastaba con aquella utilizaci�n de la primera persona del plural. La se�ora Ramsay capt� por el esfuerzo, por la elevaci�n de la voz para superar una palabra dif�cil, que era la primera vez que la usaba. Hicimos esto, hicimos lo de m�s all�. Lo dir�an el resto de su vida, pens�, y un exquisito aroma a olivas, aceite y salsa sali� de la gran olla marr�n cuando Marthe, con un gesto levemente teatral, alz� la tapa. La cocinera se hab�a pasado tres d�as confeccionando aquel plato. Y ella tendr�a que esmerarse, pens� la se�ora Ramsay, zambull�ndose en aquella tierna masa, y elegir una tajada especialmente jugosa para William Bankes. Examin� el interior de la olla, con sus paredes resplandecientes y la confusi�n de suculentas carnes doradas, hojas de laurel y vino, y pens�. Esto nos va a servir para celebrar el acontecimiento �con una curiosa sensaci�n que surg�a en ella, a la vez extra�a y tierna, de celebrar una fiesta, como si dos emociones se disputaran su coraz�n, una de ellas muy honda�, porque, �acaso hab�a algo m�s serio que el amor del hombre por la mujer, acaso hab�a algo m�s imponente, m�s impresionante, puesto que portaba en sus entra�as las semillas de la muerte? Pero tambi�n hab�a que bailar, bromistas, con aquellos amantes, con aquellas personas que entraban, los ojos brillantes, en un mundo de ilusiones, y adornarlos con guirnaldas.
      �Es todo un �xito �afirm� el se�or Bankes, dejando, por un momento, de utilizar el cuchillo. Hab�a estado comiendo con gran atenci�n. El guiso era sabroso y estaba tierno. Perfectamente cocinado. �C�mo se consegu�a semejante perfecci�n en un lugar tan apartado?, le pregunt� a la se�ora Ramsay. Era una mujer maravillosa. Hab�a reconquistado todo su amor y toda su reverencia, y ella se dio cuenta.
      �Es una receta francesa de mi abuela �dijo la se�ora Ramsay, con tono de profunda satisfacci�n. Por supuesto que era francesa. Lo que se acepta como cocina en Inglaterra es una abominaci�n (los dem�s estuvieron de acuerdo). Consiste en meter coles en agua. En asar la carne hasta que parece cuero. En prescindir de la deliciosa piel de las hortalizas. �Que contiene�, dijo el se�or Bankes, �toda la virtud de las verduras�. Y lo mucho que se desperdicia, dijo la se�ora Ramsay. En Francia pod�a vivir una familia con lo que tira una cocinera inglesa. Estimulada por el convencimiento de haber recuperado el afecto de William, de que todo volv�a a estar en orden, de que su ansiedad se hab�a esfumado y de que ahora pod�a a la vez triunfar y burlarse, empez� a re�r y a gesticular hasta que Lily pens�: Qu� infantil, qu� absurda resultaba, luciendo de nuevo toda su belleza como una flor que acabara de abrirse, hablando sobre la piel de las hortalizas. Hab�a algo tremendo en ella. Era irresistible. Al final siempre se sal�a con la suya, pens� Lily. Acababa de provocar aquel nuevo acontecimiento: Paul y Minta, era f�cil de imaginar, se hab�an prometido. Y el se�or Bankes cenaba con ellos. Los hechizaba a todos con sus deseos, tan simples y tan directos, y Lily contrast� aquella abundancia con su propia pobreza de esp�ritu y supuso que era en parte su fe en aquella realidad extra�a y terrible (porque el rostro de la se�ora Ramsay estaba totalmente iluminado y, sin parecer joven, resultaba radiante) lo que hac�a que Paul Rayley, su centro de inter�s, temblara y pareciera, sin embargo, ausente, absorto, silencioso. La se�ora Ramsay, Lily estaba segura, exaltaba aquella realidad, le rend�a culto mientras hablaba de la piel de las hortalizas; extend�a las manos sobre ella para ilusionarlos y para protegerla, aunque, por otro lado, pese a haberla provocado, se re�a de alg�n modo, mientras llevaba a sus v�ctimas hacia el altar del sacrificio. Finalmente, tambi�n Lily lo sinti�: la emoci�n, el estremecimiento del amor. �Qu� insignificante se sent�a al lado de Paul! �l, resplandeciente, ardiente; ella, distante, sat�rica; �l, ligado a la aventura; ella, amarrada a la orilla; �l, lanzado sobre las olas y despreocupado del peligro; ella, solitaria, excluida�, por lo que, dispuesta a implorar una participaci�n en la cat�strofe, si se llegaba hasta la cat�strofe, dijo t�midamente:
      ��Cu�ndo ha perdido Minta el broche?
      Paul la obsequi� con la m�s exquisita de las sonrisas, velada por el recuerdo, te�ida por los sue�os. Luego movi� la cabeza.
      �En la playa �dijo�. Voy a encontrarlo. Ma�ana me levantar� pronto.
      Como se trataba de que Minta permaneciera ignorante de sus intenciones, baj� la voz y volvi� los ojos hacia donde est� sentada, riendo, junto al se�or Ramsay.
      Lily quiso proclamar con energ�a su deseo de ayudarle, imagin�ndose c�mo al amanecer, en la playa, ser�a ella una de las personas que se precipitaran sobre el broche, oculto a medias por alguna roca, para, de aquel modo, quedar tambi�n incluida entre marinos y aventureros. Pero �cu�l fue la respuesta a su ofrecimiento? Porque Lily dijo con una emoci�n que raras veces dejaba traslucir, �D�jeme ir con usted�, y �l se ech� a re�r. Quer�a decir s� o no; quiz� las dos cosas. Pero el significado carec�a de importancia; lo importante era el extra�o modo de re�rse, como si hubiera dicho: �T�rese desde el acantilado si lo desea, porque a m� me tiene sin cuidado�. Deposit� sobre su mejilla el fuego del amor, su horror, su crueldad, su falta de escr�pulos. A ella la abras� y Lily, al contemplar a Minta, mostr�ndose encantadora con el se�or Ramsay al otro extremo de la mesa, se estremeci�, vi�ndola expuesta a aquellos colmillos, y dio gracias a Dios, porque, en cualquier caso, se dijo, tropez�ndose con el salero que hab�a colocado sobre el bordado del mantel, ella no necesitaba casarse, no estaba obligada a sufrir aquella degradaci�n. Estaba a salvo de aquella p�rdida de la propia identidad. Colocar�a el �rbol bastante m�s hacia el centro.
      Tal era la complejidad de las cosas. Porque lo que le suced�a, de manera especial cuando pasaba una temporada con los Ramsay, era que se le hac�a sentir con violencia dos cosas opuestas al mismo tiempo; una era lo que ustedes sienten; la otra lo que siento yo; luego las dos peleaban en su interior, como en aquel momento. Es tan hermoso, tan estimulante, este amor, que tiemblo al inclinarme sobre �l, por lo que me ofrezco, sali�ndome por completo de mis costumbres, a buscar un broche en una playa; tambi�n es, al mismo tiempo, la m�s b�rbara y la m�s est�pida de las pasiones humanas, capaz de transformar a un agradable joven con un perfil de camafeo (el de Paul era exquisito) en un mat�n que empu�a una barra de hierro (contone�ndose, insolente) como un barriobajero londinense. Sin embargo, se dijo, desde la aurora del tiempo se cantan odas al amor y se acumulan guirnaldas y rosas; y si se pregunta a la gente, nueve de cada diez personas responder�n que no quieren otra cosa; mientras que las mujeres, a juzgar por su propia experiencia, pensar�an todo el tiempo: �No es esto lo que queremos; no hay nada m�s tedioso, pueril e inhumano que el amor, sin embargo tambi�n es hermoso y necesario�. �En qu� quedamos entonces?, pregunt� esperando en cierto modo que otros prosiguieran la discusi�n, como si en un debate como aquel, cada uno lanzara su dardo que, inevitablemente, se quedaba corto, por lo que se contaba con que los dem�s siguieran adelante. De manera que escuch� de nuevo lo que se estaba diciendo, por si acaso arrojaban alguna luz sobre la cuesti�n del amor.
      �Adem�s �dijo el se�or Bankes�, est� ese l�quido al que los ingleses llaman caf�.
      ��Ah, el caf�! �dijo la se�ora Ramsay. Pero el problema era m�s bien conseguir (estaba sumamente animada, Lily lo vio con claridad, y hablaba con gran energ�a) mantequilla aut�ntica y leche pura. Con palabras llenas de calor y elocuencia describi� los pecados del sistema lechero ingl�s y del estado en que la leche llegaba a la puerta del consumidor, y se dispon�a a probar sus acusaciones, porque hab�a estudiado a fondo el asunto, cuando por toda la mesa, empezando con Andrew en el centro, como un fuego que salta de rama en rama de aliaga, sus hijos se echaron a re�r, seguidos de inmediato por su esposo; se estaban riendo de ella, de manera que, rodeada por el fuego, se vio obligada a arriar su estandarte, desmontar sus bater�as y a desquitarse �nicamente por el procedimiento de se�alar al se�or Bankes, como ejemplo de los sufrimientos que aguardan a quien ataca los prejuicios de la opini�n p�blica brit�nica, las bromas y burlas de la mesa.
      Deliberadamente, sin embargo, porque estaba convencida de que Lily, que le hab�a echado una mano con el se�or Tansley, se hab�a quedado al margen, la excluy� del resto. �Lily, en cualquier caso, est� de acuerdo conmigo�, dijo, y as� la recuper�, un poco agitada, un poco sorprendida. (Porque pensaba sobre el amor). La se�ora Ramsay ten�a el convencimiento de que los dos se hab�an quedado al margen, Lily y Charles Tansley. Ambos sufr�an las consecuencias del brillo de los otros dos. �l, era evidente, se sent�a completamente postergado; ninguna mujer lo mirar�a teniendo a Paul Rayley en la habitaci�n. �Pobrecillo! De todos modos, contaba con su tesis, la influencia de alguien sobre algo: pod�a cuidarse solo. Con Lily era distinto. Se apagaba ante el brillo de Minta; resultaba m�s insignificante que nunca, con su vestidito gris, su carita contra�da y sus ojitos chinos. En ella todo era diminuto. Y sin embargo, pens� la se�ora Ramsay, compar�ndola con Minta, mientras reclamaba su apoyo (porque Lily confirmar�a que no hablaba de sus lecher�as m�s de lo que su marido hablaba de sus botas� El se�or Ramsay se pasaba las horas muertas hablando de sus botas), de las dos ser�a Lily quien tuviera mejor aspecto a los cuarenta. Hab�a en Lily una veta de algo; una llamada de algo; algo exclusivamente suyo que encantaba a la se�ora Ramsay, si bien, mucho se tem�a, no atra�a del mismo modo a los hombres. Evidentemente no, a no ser que se tratara de un hombre mayor, como William Bankes. Aunque �l se interesaba�, bueno, la se�ora Ramsay pensaba a veces que quiz�, desde la muerte de su esposa, se interesaba por ella. No estaba �enamorado�, por supuesto; era uno de esos afectos sin clasificar que tanto abundan. Tonter�as, pens�, William debe casarse con Lily. Tienen much�simas cosas en com�n. A Lily le encantan las flores. Los dos son fr�os y distantes y m�s bien autosuficientes. Ten�a que arreglar las cosas para que dieran juntos un largo paseo.
      Tontamente los hab�a colocado mal en la mesa. Aunque eso pod�a remediarse ma�ana. Si el tiempo era bueno saldr�an de excursi�n. Todo parec�a posible. Todo parec�a perfecto. En aquel preciso momento (aunque no pod�a durar, pens�, disoci�ndose del instante mientras los dem�s hablaban sobre botas), en aquel preciso momento hab�a logrado la seguridad; era como un halc�n suspendido en el cielo; como una bandera desplegada en un fluido de alegr�a que llenaba por completo y dulcemente todas las fibras de su cuerpo, y no ruidosamente, sino m�s bien de manera solemne, porque brotaba, pens�, contempl�ndolos a todos, mientras com�an, de su marido, de sus hijos y de sus amigos; todo lo cual, al surgir en aquella honda quietud (se dispon�a a servir a William Bankes una tajada muy peque�a y examinaba las profundidades de la olla de barro) parec�a detenerse all�, sin raz�n especial, como si se tratara de humo, como un vapor que sub�a hacia lo alto, manteni�ndolos a salvo. No era necesario decir nada; no se pod�a decir nada. All� estaba, rode�ndolos a todos. Participaba, le pareci�, mientras serv�a con esmero al se�or Bankes una tajada especialmente jugosa, de la eternidad, como ya le hab�a parecido que suced�a con algo completamente diferente en otro momento, aquella misma tarde; hay una coherencia en las cosas, una estabilidad; quer�a decir que hab�a algo inmune al cambio, algo que brillaba (contempl� la ventana con su ondulaci�n de luces reflejadas), frente a lo transitorio, lo pasajero, lo espectral, como un rub�; de manera que de nuevo aquella noche ten�a el sentimiento de paz, de descanso, que ya hab�a experimentado anteriormente durante el d�a. Con momentos as�, pens�, se construye la realidad que permanece para siempre. Esto permanecer�.
      �S� �le asegur� a William Bankes�, hay de sobra para todo el mundo.
      �Andrew �dijo (el boeuf en daube era todo un �xito)�, baja un poco m�s el plato, o lo tirar� todo. �All�, le pareci�, dejando la cuchara, se hallaba el espacio inm�vil que rodea el coraz�n de las cosas, el espacio donde era posible moverse o descansar; ahora pod�a esperar, escuchando (les hab�a servido a todos); pod�a, acto seguido, como un halc�n que abandona de repente las alturas, descender �gilmente e instalarse en la risa, descansando sin reservas en lo que, al otro extremo de la mesa, su marido estaba diciendo sobre la ra�z cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que resultaba ser el n�mero de su abono ferroviario.
      �Qu� significaba todo aquello? Segu�a sin tener ni la menor idea. �Una ra�z cuadrada? �Qu� era eso? Sus hijos estaban al tanto. Descans� en ellos; en ra�ces c�bicas y cuadradas; de eso hablaban en aquel momento; de Voltaire y de madame de Sta�l, de la personalidad de Napole�n; del sistema franc�s de tenencia de la tierra; de Lord Rosebery, de las memorias de Creevey: la se�ora Ramsay se apoy�, para que la sostuviera, en aquella admirable construcci�n creada por la inteligencia masculina, capaz de subir y de bajar, de cruzar en una y otra direcci�n, fabricando vigas de hierro que abarcaban todo el edificio oscilante, que sosten�an el mundo, de manera que ella estaba en condiciones de abandonarse por completo, incluso de cerrar los ojos, o de abrirlos por un momento, al igual que un ni�o, con la cabeza recostada en la almohada, hace gui�os a las innumerables capas que crean las hojas de un �rbol. Luego se despert�. El edificio segu�a en proceso de construcci�n. William Bankes elogiaba las novelas de Walter Scott.
      Le�a una cada seis meses, dijo. �Y por qu� Charles Tansley se indignaba tanto? Se lanz� de cabeza (todo, pens� la se�ora Ramsay, porque Prue no estaba dispuesta a ser amable con �l) y arremeti� contra las novelas de Scott, de las que no sab�a nada, nada absolutamente, la se�ora Ramsay estaba convencida. Lo estuvo observando, m�s que escuchando lo que dec�a, y pudo ver lo que le suced�a fij�ndose en su actitud: necesitaba hacerse valer, y nada cambiar�a hasta que obtuviese una c�tedra o se casara y no estuviese ya obligado a recurrir continuamente a la primera persona del singular. Porque en eso consist�an sus cr�ticas al pobre Sir Walter, �o se trataba quiz� de Jane Austen? Siempre el yo por delante. Pensaba en s� mismo y en la impresi�n que causaba, algo que la se�ora Ramsay detectaba por su tono de voz, la energ�a de sus palabras y su desasosiego. El �xito le har�a mucho bien. En cualquier caso, la conversaci�n estaba otra vez en marcha. Ya no necesitaba escuchar. Sab�a que no durar�a, pero de momento sus ojos alcanzaban tal penetraci�n que parec�an recorrer la mesa descubriendo a cada una de aquellas personas, as� como sus pensamientos y sentimientos sin el menor esfuerzo, como una luz que se deslizara bajo el agua, de manera que sus ondulaciones y los juncos que la poblaban y los pececillos en equilibrio y la silenciosa trucha repentina, quedasen todos iluminados, suspendidos, temblorosos. As� los ve�a; as� los o�a; pero cualquier cosa que dec�an compart�a tambi�n aquella cualidad, como si sus palabras fueran el movimiento de una trucha cuando, al mismo tiempo, se ve la ondulaci�n y el canto rodado, algo a la derecha, algo a la izquierda, y el conjunto permanece unido, porque, mientras en la vida activa estar�a pescando y separando una cosa de otra, estar�a diciendo que le gustaban las novelas de Scott o que no las hab�a le�do, estar�a empuj�ndose hacia adelante, en aquel momento no dec�a nada. Se limitaba a estar suspendida.
      �S�, pero �cu�nto tiempo cree usted que durar�? �pregunt� alguien. Era como si llevara por delante unas antenas en vibraci�n continua que, al interceptar determinadas frases, la obligaban a prestarles atenci�n. Aquella era una de esas. La se�ora Ramsay capt� de inmediato el peligro que representaba para su marido. Una pregunta como aquella pod�a provocar, casi con certeza, alguna afirmaci�n que le recordase su propio fracaso. Cu�nto tiempo se le seguir�a leyendo, pensar�a de inmediato. William Bankes (que estaba completamente a salvo de semejante vanidad) se ech� a re�r y dijo que no daba importancia a los cambios de la moda. �Qui�n pod�a decir qu� era lo que iba a durar�, tanto en literatura como en cualquier otro campo?
      �Disfrutemos con aquello que nos hace disfrutar �dijo. A la se�ora Ramsay su integridad le pareci� absolutamente admirable. Nunca parec�a pensar, ni por un momento, en �c�mo me afecta a m� eso? Si, en cambio, se ten�a el otro temperamento, el que requiere alabanzas, est�mulos, uno empezaba l�gicamente (sab�a que a su marido le estaba pasando) a sentirse inc�modo, a querer que alguien dijera �No, se�or Ramsay, su obra durar�, o algo parecido. Su marido manifest� enseguida y sin lugar a dudas su incomodidad diciendo, con tono irritado, que, de todos modos, Scott (�o se trataba de Shakespeare?) le durar�a toda la vida. Lo dijo irritado. Todo el mundo, pens� la se�ora Ramsay, se sinti� de inmediato un poco inc�modo, sin saber el motivo. Luego Minta Doyle, cuyo instinto era excelente, dijo, faroleando y de manera absurda, que no cre�a que nadie disfrutase de verdad leyendo a Shakespeare. El se�or Ramsay respondi� ce�udamente (aunque ya estaba pensando en otra cosa) que a muy pocas personas les gustaba tanto como dec�an que les gustaba. Pero, a�adi�, algunas de sus obras, sin embargo, ten�an un m�rito considerable, y la se�ora Ramsay se dio cuenta de que, por el momento, al menos, todo volv�a a estar en orden; su marido se reir�a de Minta y ella, sabedora de la gran ansiedad que lo embargaba, se ocupar�a, a su manera, de que se le cuidara y, de un modo u otro, le dedicar�a alguna alabanza. Pero le gustar�a que no fuese necesario: quiz�s era culpa suya que fuese necesario. De todos modos, ya era libre para atender a lo que Paul Rayley estaba tratando de decir sobre los libros que uno lee en la adolescencia. Esos libros duraban, dec�a. Hab�a le�do algo de Tolst�i en el colegio. Siempre recordar�a uno de sus libros, aunque hab�a olvidado el t�tulo. Los nombres rusos eran imposibles, dijo la se�ora Ramsay. �Vronski�, dijo Paul. Lo recordaba porque siempre le hab�a parecido un nombre estupendo para el malo de una historia. �Vronski�, repiti� la se�ora Ramsay; �Ah, Ana Karenina�, pero aquello no les llev� demasiado lejos; los libros no eran su especialidad. No, Charles Tansley les pondr�a a los dos de inmediato en el buen camino en materia de libros, pero, desgraciadamente, todo estaba tan mezclado con �estoy diciendo lo debido?, �estoy causando una buena impresi�n?, que, al final, se sab�a m�s sobre �l que sobre Tolst�i, mientras que lo que Paul dec�a era sobre el tema de conversaci�n, no sobre s� mismo. Como todas las personas est�pidas, ten�a cierto grado de modestia, cierta consideraci�n por los sentimientos de los dem�s que, de cuando en cuando por lo menos, la se�ora Ramsay encontraba atractiva. Ahora no pensaba ni en s� mismo ni en Tolst�i, sino en si ella ten�a fr�o, si notaba una corriente, si quer�a una pera.
      No, respondi� ella, no quer�a una pera. De hecho hab�a estado montando guardia celosamente ante la bandeja con la fruta (sin percatarse de ello), con la esperanza de que nadie se atreviera a tocarla. Su mirada hab�a estado recorriendo las curvas y sombras de la fruta, los lustrosos morados de las uvas, la erizada cordillera de la concha marina, comparando un amarillo con un morado, una forma curva con otra redonda, sin saber por qu� lo hac�a ni por qu�, cada vez que lo hac�a, se sent�a m�s serena; hasta que alguien, �una verdadera l�stima!, se apoder� de una pera y estrope� el conjunto. Compadecida, mir� a Rose. Mir� a Rose que estaba sentada entre Jasper y Prue. �Qu� extra�o que su propia hija fuese la autora!
      Qu� extra�o ver all� sentados, en fila, a sus hijos, Jasper, Rose, Prue, Andrew, casi silenciosos, pero transmiti�ndose entre ellos alg�n chiste, adivin�, por el temblor de sus labios. Era algo completamente aparte de todo lo dem�s, algo que estaban atesorando para re�r despu�s en su cuarto. Confi� en que no se tratara de su marido. No, cre�a que no. Qu� era, se pregunt�, m�s bien con tristeza, porque sospech� que se reir�an cuando ella no estuviera presente. Exist�a todo aquel acaparamiento detr�s de aquellos rostros m�s bien quietos, impasibles, semejantes a m�scaras, porque nunca se incorporaban con facilidad a la conversaci�n; eran como vigilantes, como inspectores, un poco por encima o separados de las personas mayores. Pero aquella noche, cuando mir� a Prue, vio que, en su caso, no era del todo cierto. Acababa de empezar, se mov�a, comenzaba a descender. Un m�nimo de luz le iluminaba el rostro, como si el resplandor de Minta, sentada enfrente, cierta emoci�n, cierta esperanza de felicidad se reflejara en ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres se alzara sobre el borde del mantel y, sin saber lo que era, Prue se inclinara en su direcci�n, d�ndole la bienvenida. Prue miraba todo el tiempo a Minta, con timidez pero tambi�n con curiosidad, de manera que la se�ora Ramsay mir� sucesivamente a las dos y dijo, hablando mentalmente con Prue, �Cualquier d�a de estos ser�s tan feliz como lo es ella ahora. Ser�s mucho m�s feliz, a�adi�, porque eres hija m�a�; quer�a decir que una hija suya ten�a que ser m�s feliz que las hijas de otras personas. Pero la cena hab�a terminado. Ya era hora de levantarse de la mesa. S�lo estaban jugando con los restos que ten�an en el plato. Esperar�a hasta que hubieran terminado de re�rse con la historia que contaba su marido. Estaba bromeando con Minta acerca de una apuesta. Despu�s se pondr�a en pie.
      Le ca�a bien Charles Tansley, pens� de repente; le gustaba su risa. Le parec�a bien que estuviera tan enfadado con Paul y con Minta. Le gustaba su torpeza. Hab�a mucho de positivo en aquel joven, despu�s de todo. En cuanto a Lily, pens�, dejando la servilleta junto al plato, siempre se divierte por su cuenta. No hab�a que preocuparse por Lily. Esper�. Sujet� la servilleta con el borde del plato. Bien, �hab�an terminado ya? No. Una historia desembocaba en otra. Aquella noche su marido estaba de muy buen humor y el deseo, supon�a, de congraciarse con el bueno de Augustus despu�s del enfado a causa de la sopa, le hab�a llevado a hacerle participar en la conversaci�n: estaban contando historias de alguien que ambos hab�an conocido en la universidad. Contempl� la ventana, en la que la llama de las velas brillaba con m�s intensidad ahora que s�lo hab�a noche detr�s de los cristales y, al pensar en la oscuridad exterior, las voces le llegaban de una manera muy extra�a, como si fueran voces de un coro catedralicio, porque no distingu�a las palabras. Las carcajadas repentinas y luego una sola voz (la de Minta), le recordaron las palabras en lat�n que hombres y muchachos pronunciaban en una catedral cat�lica. Esper�. Su marido hablaba. Estaba repitiendo algo, y se dio cuenta de que era poes�a por el ritmo y el tono exaltado y melanc�lico de su voz:

             Ven a caminar por la senda,
             Luriana, Lurilee.

             Han florecido ya las rosas
             y zumba la abeja en el jard�n.
[3]

       Las palabras (la se�ora Ramsay estaba mirando a la ventana) sonaban como si estuvieran all� fuera, flotando como flores sobre el agua, separadas de todos ellos, como si en lugar de ser pronunciadas por alguien hubieran llegado a existir por s� solas.

             C�mo de �rboles frondosos
             se pueblan las vidas ya vividas
             y las vidas por venir.


       Ignoraba lo que las palabras quer�an decir, pero, como si fueran m�sica, parec�an pronunciadas por su propia voz, aunque fuera de ella, expresando con naturalidad y sencillez lo que hab�a tenido en la cabeza toda la velada mientras dec�a otras cosas. Sab�a, sin mirar alrededor, que todos los comensales escuchaban la voz que dec�a:

             Me pregunto si a ti te lo parece,
             Luriana, Lurilee


con el mismo alivio y el mismo deleite que ella, como si se tratara, por fin, de la manifestaci�n m�s l�gica, como si fuese su propia voz la que hablara.
      Pero las palabras cesaron. La se�ora Ramsay mir� a su alrededor e hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Augustus Carmichael ya se hab�a levantado y, sosteniendo la servilleta de manera que parec�a una larga t�nica blanca, se inmoviliz� para salmodiar:

             Cu�nto tiempo desde que salimos
             a contemplar los reyes a caballo,
             de palma sus hojas y de cedro sus ramos.

             Luriana, Lurilee,


y, al pasar junto a �l, Augustus se volvi� ligeramente mientras repet�a las �ltimas palabras:

             Luriana, Lurilee,

y le hizo una peque�a reverencia como para rendirle homenaje. Sin saber por qu�, la se�ora Ramsay tuvo la seguridad de que su actitud se hab�a hecho m�s afectuosa y, con un sentimiento de alivio y gratitud le devolvi� la inclinaci�n de cabeza y sali� del comedor mientras Augustus manten�a abierta la puerta.
      Ahora era necesario que todo diera un paso m�s. Todav�a en el umbral, se detuvo un momento m�s en una escena que se desvanec�a mientras ella la contemplaba, y que a continuaci�n, cuando avanz� para coger a Minta del brazo, cambi�, adquiri� una forma diferente: ya se hab�a convertido, lo sab�a muy bien, dedic�ndole una �ltima mirada por encima del hombro, en el pasado.


18

       Lo de costumbre, pens� Lily. Siempre hab�a algo que era necesario hacer en aquel momento preciso, algo que la se�ora Ramsay hab�a decidido, por razones particulares suyas, hacer de inmediato, incluso cuando, como en aquel caso, todo el mundo estaba a su alrededor bromeando, incapaces de decidir si hab�a que ir al sal�n de fumar, o a la sala de estar o a las habitaciones del �tico. Entonces, en medio de aquel barullo, se vio c�mo la se�ora Ramsay le dec�a a Minta, a la que llevaba del brazo, con aire de quien recuerda algo, �S�, ahora es el momento�, y c�mo, acto seguido, desaparec�a con aire misterioso. Nada m�s marcharse ella se produjo una especie de desintegraci�n; los restantes comensales vacilaron y se alejaron en distintas direcciones: el se�or Bankes cogi� del brazo a Charles Tansley y se dirigi� a la terraza para terminar la discusi�n, iniciada durante la cena, sobre pol�tica, cambiando con ello el equilibrio de la velada, haciendo que el peso cayera en otra direcci�n, como si, pens� Lily, al verlos marcharse y o�r una palabra o dos sobre la pol�tica del partido laborista, se hubieran ido al puente del barco para orientarse; el cambio de poes�a a pol�tica le produjo esa impresi�n; de manera que el se�or Bankes y Charles Tansley se alejaron, mientras los dem�s se quedaban mirando c�mo la se�ora Ramsay sub�a sola las escaleras a la luz de la l�mpara. �Ad�nde iba tan deprisa?, se pregunt� Lily.
      Aunque, en realidad, no era que corriese ni que se apresurara; de hecho subi� la escalera con cierta lentitud. Se sent�a m�s bien inclinada a detenerse un momento despu�s de toda aquella charla y concentrarse en una sola cosa, en algo verdaderamente importante, separarlo, aislarlo, limpiarlo de todas las emociones y posibles a�adiduras para despu�s coloc�rselo delante y presentarlo ante el tribunal, donde, reunidos en c�nclave, se hallaban los jueces que ella hab�a nombrado para decidir sobre aquellas cuestiones. �Es bueno, malo, justo o injusto? �Hacia d�nde nos dirigimos?, etc�tera. De aquella manera recuperaba el equilibrio despu�s de la sacudida producida por el acontecimiento y, de manera inconsciente e incongruente, utilizaba las ramas de los olmos como ayuda para estabilizar su posici�n. Su mundo estaba cambiando, pero los �rboles permanec�an inm�viles. El suceso le hab�a dado una sensaci�n de movimiento. Todo deb�a estar en orden. Ten�a que arreglar esto y aquello otro, pens�, aprobando de manera maquinal la dignidad de los �rboles inm�viles y enseguida, de nuevo, la extraordinaria elevaci�n (como la proa de una nave cuando remonta una ola) de las ramas de los olmos levantadas por el viento. Porque la noche estaba ventosa (se detuvo un momento para mirar al exterior). Hac�a viento, de manera que de cuando en cuando las hojas descubr�an una estrella y las estrellas mismas, temblorosas, parec�an lanzar sus luces y esforzarse por introducir sus destellos entre los bordes de las hojas. S�; estaba hecho y conseguido; y, como todas las cosas terminadas, adquir�a solemnidad. Ahora, al pensar en ello, libre de ch�charas y de emoci�n, parec�a haber existido siempre, aunque s�lo ahora apareciera a la luz y, por el hecho de mostrarse, dotara de estabilidad a todas las cosas. Una y otra vez, pens�, por mucho que vivan, volver�n a esta noche, a esta luna, a este viento, a esta casa; y tambi�n a ella. Le complac�a pensar, al tocarla en el punto m�s susceptible al halago, c�mo, por muchos a�os que vivieran, siempre estar�a presente en su coraz�n; y tambi�n esto y eso y aquello, pens�, mientras sub�a las escaleras, ri�ndose, aunque afectuosamente, del sof� del descansillo (de su madre), de la mecedora (de su padre) y del mapa de las islas H�bridas. Todo aquello revivir�a en las vidas de Paul y Minta; �los Rayley�, dijo, ensayando el apellido de la nueva familia; y, con la mano en la puerta del cuarto de los ni�os, sinti� la comunidad de sentimientos con el pr�jimo, gracias a la cual le pareci� que las paredes divisorias se hab�an adelgazado tanto que pr�cticamente (el sentimiento era de alivio y de felicidad) todo era una �nica corriente y que sillas, mesas, mapas eran suyos y tambi�n de ellos, no importaba de qui�n, y que Paul y Minta la mantendr�an viva cuando hubiese muerto.
      Gir� la manecilla, con firmeza, para que no chirriara, y entr� en el cuarto, apretando ligeramente los labios, como para recordarse que no deb�a hablar en voz alta. Pero nada m�s entrar vio, con desagrado, que aquella precauci�n era innecesaria. Los ni�os no dorm�an. Era muy irritante. Mildred deb�a tener m�s cuidado. James estaba despierto, Cam segu�a sentada en la cama, muy erguida, y Mildred, por su parte, estaba levantada y descalza; eran casi las once y a�n segu�an hablando. �Qu� era lo que pasaba? Se trataba otra vez de aquel horroroso cr�neo. Le hab�a dicho a Mildred que lo sacara del cuarto, pero Mildred, como de costumbre, se hab�a olvidado de hacerlo, y all� estaban Cam y James, despiertos, pele�ndose, cuando tendr�an que llevar horas dormidos. �C�mo se le hab�a ocurrido a Edward enviarles aquel horrible cr�neo? Y ella hab�a sido lo bastante est�pida para permitir que lo colgaran de la pared. Estaba muy bien clavado, dijo Mildred; Cam no consegu�a dormirse teni�ndolo en el cuarto, y James empezaba a gritar si lo tocaba.
      Pero ahora era necesario que Cam se durmiera (ten�a unos cuernos muy grandes, dijo Cam), deb�a dormirse y so�ar con hermosos palacios, dijo la se�ora Ramsay, sent�ndose en la cama a su lado. Ve�a los cuernos, dijo Cam, por todo el cuarto. Era cierto. Dondequiera que colocaran la luz (y James no se dorm�a sin una luz), siempre hab�a sombras en alg�n sitio.
      �Tienes que pensar que no es m�s que un pobre cerdo �le dijo la se�ora Ramsay a su hija peque�a�, un simp�tico cerdo negro como los de la granja �pero a Cam le parec�a una cosa horrorosa, que extend�a sus cuernos hacia ella por todo el cuarto.
      �En ese caso �dijo la se�ora Ramsay�, vamos a taparla �y todos la vieron dirigirse hacia la c�moda, abrir muy deprisa los cajoncitos uno tras otro y, al no encontrar nada adecuado, quitarse muy decidida el chal y envolver varias veces con �l el cr�neo; luego volvi� junto a Cam, apoy� la cabeza casi por completo en la almohada junto a la de su hija y afirm� que quedaba muy bonito, que a las hadas les encantar�a; que ten�a aspecto de nido; semejante a una de las hermosas monta�as que ella hab�a visto en el extranjero, con valles y flores y campanas que repicaban y p�jaros que cantaban y cabritas y ant�lopes� Ve�a el eco de sus palabras en la cabeza de Cam mientras hablaba r�tmicamente, y a Cam que repet�a con ella que el cr�neo, cubierto por el chal, era semejante a una monta�a, al nido de un p�jaro, a un jard�n, y que hab�a ant�lopes, y sus ojos se abr�an y se cerraban, y la se�ora Ramsay sigui� diciendo de manera m�s mon�tona y m�s r�tmica y m�s disparatada c�mo ten�an que cerrar los ojos y dormirse y so�ar con monta�as y valles y estrellas fugaces y loros y ant�lopes y jardines, y todo muy bonito, dijo, levantando la cabeza muy despacio y hablando de manera cada vez m�s maquinal, hasta incorporarse por completo y comprobar que Cam se hab�a dormido.
      Ahora, susurr�, acerc�ndose a su cama, tambi�n James tiene que dormirse, porque, como pod�a ver, dijo, el cr�neo del cerdo a�n estaba all�; no lo hab�an tocado; hab�an hecho lo que �l quer�a; no le hab�an hecho ning�n da�o. James se asegur� de que el cr�neo estaba a�n bajo el chal. Pero quer�a preguntarle algo m�s. �Iban a ir al faro al d�a siguiente?
      No; ma�ana, no, respondi� ella, pero muy pronto, le prometi�; el pr�ximo d�a que hiciera bueno. James se port� muy bien. Se tumb� en la cama y la se�ora Ramsay lo tap�. Pero no lo olvidar�a nunca, estaba convencida, y se indign� con Charles Tansley, con su marido e incluso con ella misma, por haberle dado esperanzas. Luego, al buscar el chal con la mano y recordar que hab�a envuelto con �l el cr�neo del cerdo, se levant� y baj� la ventana de guillotina unos cent�metros m�s, escuch� el ruido del viento, aspir� una bocanada del aire fresco e indiferente de la noche, se despidi� de Mildred con un murmullo y sali� del cuarto dejando que el resbal�n se alargara muy despacio en la cerradura.
      Quiera Dios que no tire los libros al suelo encima de sus cabezas, pens�, acord�ndose a�n de lo irritante que resultaba Charles Tansley. Porque ninguno dorm�a bien: eran ni�os nerviosos, y puesto que dec�a cosas como aquella sobre el faro, le parec�a posible que se le cayera de la mesa una pila de libros, precisamente cuando sus hijos iban a dormirse, al empujarlos torpemente con el codo. Porque imaginaba que habr�a vuelto a su habitaci�n en el �tico para trabajar. �Parec�a tan desconsolado, sin embargo! Aunque ella se sentir�a aliviada cuando se fuera; pero se esforzar�a por que se le tratara mejor al d�a siguiente; y no se pod�a negar que era admirable con su marido; aunque sus modales dejaban bastante que desear; sin embargo le gustaba su manera de re�r; pensando en eso mientras bajaba la escalera, se dio cuenta de que ahora se ve�a la luna por la ventana de la escalera �la luna amarilla de la recolecci�n� y se volvi�, y entonces la vieron, inm�vil en la escalera por encima de ellos.
      �Esa es mi madre�, se dijo Prue. S�; Minta deber�a mirarla; Paul Rayley deber�a mirarla. La aut�ntica, pens�, como si no hubiera otra persona como ella en el mundo; tan s�lo su madre. Y, despu�s de haber sido, un momento antes, completamente adulta, hablando con los dem�s, volvi� a convertirse en ni�a, y en juego lo que hab�an estado haciendo; su madre, �lo aprobar�a o lo condenar�a?, se pregunt�. Y al pensar en la buena suerte de Minta, Paul y Lily al poder verla, y comprender la inmensa fortuna que era para ella tenerla por madre, y c�mo nunca crecer�a ni se marchar�a de casa, dijo, como una ni�a, �Hemos pensado en bajar a la playa a ver las olas�.
      Sin motivo alguno, la se�ora Ramsay se convirti� al instante en una chica de veinte a�os, llena de alegr�a. De repente se le puso el cuerpo de juerga. Ten�an que ir, por supuesto; claro que ten�an que ir, exclam�, riendo; luego, bajando a toda prisa los tres o cuatro escalones �ltimos, empez� a girar pasando de uno a otro, riendo, ci��ndole la capa a Minta y diciendo c�mo le gustar�a poder ir tambi�n ella; �volver�an muy tarde y ten�a alguno de ellos un reloj?
      �S�, Paul tiene uno �dijo Minta. Paul sac� un hermoso reloj de oro de una bolsita de gamuza para ense��rselo. Y mientras lo ten�a en la palma de la mano, delante de ella, se le ocurri�: �Lo sabe todo. No hace falta que le diga nada�. Al ense�arle el reloj, le estaba diciendo: �Lo he hecho, se�ora Ramsay. A usted se lo debo todo�. Y al ver el reloj de oro sobre su mano, la se�ora Ramsay pens�: ��Qu� extraordinariamente afortunada es Minta! �Se va a casar con un hombre que tiene un reloj de oro en una bolsita de gamuza!�.
      �C�mo me gustar�a poder ir con vosotros! exclam�. Pero se lo imped�a algo tan fuerte que ni siquiera se le ocurri� preguntarse qu� era. Por supuesto era imposible que fuese con ellos. Pero le hubiera gustado hacerlo, de no ser por la otra cosa, y divertida por aquella idea tan absurda (qu� suerte casarse con un hombre con una bolsita de gamuza para el reloj) se dirigi� con una sonrisa en los labios a la otra habitaci�n, donde su marido estaba leyendo un libro.


19

       Al entrar en el cuarto se dijo que, por supuesto, hab�a ido all� en busca de algo que necesitaba. En primer lugar quer�a sentarse en la silla que estaba bajo una l�mpara determinada. Pero quer�a algo m�s, aunque no sab�a qu�, no recordaba qu� era lo que quer�a. Mir� a su marido (cogi� la media y se puso a hacer punto) y vio que no deseaba que se le interrumpiera: eso estaba claro. Le�a algo que le afectaba grandemente. Sonre�a a medias, lo que le permiti� saber que estaba controlando la emoci�n que sent�a. Pasaba las p�ginas con rapidez. Viv�a lo que le�a: quiz� imaginaba ser el protagonista. La se�ora Ramsay se pregunt� qu� libro ser�a aquel. Ah; mientras ajustaba la pantalla de la l�mpara para que la luz iluminara su labor de punto, pudo ver que se trataba de una obra de Sir Walter[4]. Porque Charles Tansley hab�a estado diciendo (alz� la vista como si esperase o�r el golpe de los libros sobre el techo) que la gente ya no le�a a Scott. Eso hab�a hecho que su marido pensara �Lo mismo dir�n de m�� y que fuese a buscar uno de aquellos libros. Y si llegaba a la conclusi�n de que �era verdad� lo que dec�a Charles Tansley, aceptar�a su juicio sobre Scott. (La se�ora Ramsay le ve�a sopesar, considerar, comparar esto con aquello mientras le�a). Pero no sobre su propia obra. Siempre estaba inquieto acerca de s� mismo. A la se�ora Ramsay le preocupaba aquello. Siempre le angustiar�an sus libros: �se leer�n, son buenos, por qu� no son mejores, qu� piensa de m� la gente? Como no le gustaba aquella imagen de su marido, y pregunt�ndose si durante la cena los comensales hab�an adivinado la causa de su repentina irritaci�n cuando se habl� de la fama y de lo que duraba el inter�s por los libros, y tambi�n si los chicos se re�an de eso, interrumpi� bruscamente su labor y aparecieron, en torno a sus labios y en su frente, todas las delicadas l�neas dibujadas con instrumentos de acero y ella misma se inmoviliz� como un �rbol que ha estado agit�ndose y temblando y que ahora, cuando se calma la brisa, se instala, hoja a hoja, en la quietud.
      Carec�a de importancia, pens�. Un gran hombre, un gran libro, la fama� �qui�n pod�a decirlo? Ella no sab�a nada de todo aquello. S� importaba, en cambio, su manera de hacer las cosas, su sinceridad: durante la cena, por ejemplo, hab�a pensado de manera completamente instintiva: ��Ojal� hable!�. Confiaba totalmente en su marido. Y prescindiendo de todo aquello, de la misma manera que, al bucear, se deja atr�s primero un alga, luego una paja y despu�s una burbuja de aire, sinti� de nuevo, al sumergirse m�s, lo que hab�a sentido en el vest�bulo cuando los dem�s hablaban, �Hay algo que quiero, algo que he venido a buscar�, y sigui� hundi�ndose m�s y m�s sin saber exactamente qu� era, con los ojos cerrados. Y esper� un poco, haciendo punto, interrog�ndose y, lentamente, las palabras recitadas durante la cena, �han florecido ya las rosas y zumba la abeja en el jard�n�, empezaron a oscilar de un lado a otro de su mente de manera r�tmica y, mientras oscilaban, otras palabras, como lucecitas matizadas, roja, azul, amarilla, se encendieron en la oscuridad de su mente, y parecieron abandonar su refugio en lo m�s alto para cruzar volando de un sitio a otro, o para lanzar gritos y despertar ecos; de manera que se volvi� y busc� un libro sobre la mesa que ten�a al lado.

             C�mo de �rboles frondosos
             se pueblan las vidas ya vividas
             y las vidas por venir


murmur�, clavando las agujas en la media. Luego abri� el libro y empez� a leer aqu� y all� al azar y, al hacerlo, sinti� que estaba trepando de espaldas, abri�ndose paso hacia lo alto bajo p�talos que se curvaban sobre ella, de manera que s�lo sab�a que uno era blanco y el otro rojo. Al principio ignoraba por completo lo que significaban las palabras.

             �Guiad hasta aqu� vuestra alada arboladura,
             navegantes todos derrotados!
[5]

ley� y pas� la p�gina, balance�ndose ella misma, zigzagueando en una y otra direcci�n, yendo de una l�nea a otra como de una rama a otra, de una flor roja y blanca a otra, hasta que un ruido ligero la sac� de su ensimismamiento: su marido palme�ndose el muslo. Sus ojos se encontraron por un momento; pero no deseaban hablar. No ten�an nada que decirse, pero algo, sin embargo, pareci� pasar de �l a ella. Era la vida, la fuerza del relato, su extraordinario humor, lo que le hac�a palmearse el muslo. No me interrumpas, parec�a estarle conminando, no digas nada; lim�tate a seguir ah� sentada. Y continu� leyendo. Le temblaban los labios. Lo que estaba leyendo lo alimentaba, lo fortificaba. Hab�a olvidado por completo todos los roces y codazos de la velada y c�mo le aburr�a hasta lo indecible estarse quieto sin hacer nada mientras otras personas com�an y beb�an interminablemente, y el haber estado tan irritable con su mujer y tan susceptible y preocupado cuando hicieron caso omiso de sus libros, exactamente como si no existieran. Pero ahora, pens� el se�or Ramsay, le ten�a sin cuidado qui�n llegara hasta Z (si el pensamiento funcionaba como un alfabeto, de la A a la Z). Alguien llegar�a; si no era �l, ser�a otro. La fuerza y la cordura de aquel hombre, su amor por las cosas sencillas y directas, los pescadores, el pobre viejo trastornado de la choza de Mucklebackit, le hac�an sentirse tan vigoroso, le infund�an un sentimiento tal de liberaci�n que se sinti� transportado y victorioso y no pudo contener las l�grimas. Alzando un poco el libro para esconder el rostro, las dej� correr libremente, movi� la cabeza de un lado a otro y se olvid� por completo de s� mismo (pero no de hacer una o dos reflexiones sobre moralidad y novela francesa y novela inglesa y c�mo Scott ten�a las manos atadas sin que por ello su visi�n de las cosas fuese menos cierta) y olvid� completamente sus problemas y fracasos gracias al relato de Steenie ahog�ndose, al dolor de Mucklebackit (aquello era el mejor Scott) y al sorprendente placer y sensaci�n de vigor personal que le produjo.
      Bien, pens� mientras terminaba el cap�tulo, que vengan y lo mejoren. Ten�a la impresi�n de haber estado discutiendo con alguien y de haberlo vencido. Nadie pod�a mejorarlo, dijeran lo que dijesen; y su situaci�n personal se hizo m�s segura. Los amantes eran una tonter�a, pens�, revisando mentalmente la obra en su conjunto. Eso es una tonter�a y lo otro es de primera clase, pens�, poniendo una cosa al lado de la otra. Pero ten�a que volver a leerlo. No recordaba la estructura total. Deb�a suspender el juicio. As� que volvi� a la otra idea: si a los j�venes no les interesa esto, era l�gico que tampoco se interesaran por �l. No hab�a que lamentarse, pens� el se�or Ramsay, tratando de reprimir el deseo de quejarse a su mujer porque los j�venes no lo admiraban. Estaba decidido; no volver�a a molestarla. La contempl� leyendo. Ten�a un aspecto muy tranquilo. Le agradaba pensar que todos los dem�s se hab�an marchado y que estaban los dos solos. La vida no consiste por entero en acostarse con una mujer, pens�, volviendo a Scott y a Balzac, a la novela inglesa y a la novela francesa.
      La se�ora Ramsay alz� la cabeza y, semejante a una persona traspuesta, dio la impresi�n de decirle que si quer�a que se despertara, lo har�a, de verdad que lo har�a, pero, de lo contrario, �le estaba permitido seguir durmiendo un poquito m�s, s�lo un poquito m�s? Se dedicaba a trepar por todas aquellas ramas, en una direcci�n y otra, tocando primero una flor y luego otra.

             Ni alab� de la rosa el rojo ardiente[6],

ley�, y al leer sinti� que ascend�a a lo m�s alto, a la cumbre. �Qu� satisfactorio! �Qu� descansado! Todas las peque�eces del d�a quedaban atrapadas en aquel im�n; sinti� que ten�a la cabeza barrida, limpia. Y entonces all� estaba, de pronto, plenamente formado en sus manos, hermoso y razonable, claro y completo, la esencia extra�da de la vida y manifestada en su plenitud: el soneto.
      Pero se estaba dando cuenta de que su marido la miraba. Le sonre�a, burlonamente, como si le tomara el pelo amablemente por dormirse en pleno d�a, pero, al mismo tiempo, pensaba: Sigue leyendo. Ahora ya no pareces triste, pens� el se�or Ramsay. Y se pregunt� qu� estar�a leyendo, y exager� la ignorancia y la ingenuidad de su mujer, porque le gustaba creer que no era ni inteligente ni culta. Se pregunt� si entender�a lo que estaba leyendo. Probablemente no, pens�. Era asombrosamente hermosa. Y le parec�a, si fuese posible, que su belleza iba en aumento.

             A�n era invierno para m�: t� ausente,
             jugu� con ellas como con tu sombra,


termin� ella.
      ��S�? �dijo, reproduciendo, como en sue�os, la sonrisa de su marido y, levantando los ojos de la p�gina,

             jugu� con ellas como con tu sombra,

murmur�, dejando el libro sobre la mesa.
      �Qu� hab�a sucedido, se pregunt�, cogiendo la labor de punto, desde la �ltima vez que hab�a estado a solas con su marido? Se acordaba del momento de vestirse y de que hab�a visto la luna; Andrew alzando demasiado el plato durante la cena; c�mo le hab�a deprimido una afirmaci�n de William; los grajos en los �rboles; el sof� en el descansillo; sus hijos peque�os todav�a despiertos; Charles Tansley despert�ndolos al ca�rsele los libros�, no, no; eso se lo hab�a inventado ella; y Paul con una bolsita de gamuza para el reloj. �De qu� deber�a hablarle?
      �Se han prometido �dijo, reanudando su labor�, Paul y Minta.
      �Eso he supuesto �respondi� �l. No hab�a mucho m�s que decir sobre aquel asunto. La mente de la se�ora Ramsay segu�a subiendo y bajando con la poes�a; su marido segu�a sinti�ndose lleno de vigor, enormemente sincero despu�s de haber le�do el relato del funeral de Steenie. De manera que guardaron silencio. Luego ella se dio cuenta de que quer�a que su marido dijera algo.
      Cualquier cosa, cualquier cosa, pens�, mientras segu�a haciendo punto. Cualquier cosa servir�.
      �Qu� agradable debe de ser casarse con un hombre que tiene una bolsita de gamuza para guardar el reloj �dijo, porque era el tipo de broma que les gustaba compartir.
      El se�or Ramsay lanz� un bufido. Sent�a ante aquel compromiso matrimonial lo mismo que sent�a ante cualquier otro compromiso; la chica era demasiado buena para el muchacho. Lentamente, a la se�ora Ramsay se le ocurri� preguntarse, �por qu� queremos que la gente se case? �Cu�l era el valor, el significado de las cosas? (Todo lo que dijeran ahora ser�a verdad). Haz el favor de decir algo, pens�, deseosa tan s�lo de o�r su voz. Porque la sombra, la cosa que los abrazaba, estaba empezando, le pareci�, a cerrarse de nuevo en torno a ella. Di cualquier cosa, suplic�, mir�ndolo, como si le pidiera ayuda.
      �l guardaba silencio, moviendo de un lado a otro la br�jula que le colgaba de la cadena del reloj, pensando a�n en las novelas de Scott y en las de Balzac. Pero a trav�s de las paredes crepusculares de su intimidad, porque se estaban acercando, de manera involuntaria, situ�ndose uno al lado del otro, muy juntos, la se�ora Ramsay sent�a la mente de su marido como una mano levantada que ensombrec�a la suya; y ahora que sus pensamientos tomaban un giro que a �l no le gustaba �hacia el �pesimismo�, lo llamaba �l�, empez� a ponerse nervioso, aunque no dijo nada, llev�ndose la mano a la frente, retorciendo un mech�n de pelo y solt�ndolo enseguida.
      �No acabar�s esa media hoy �dijo, se�al�ndole la labor. Aquello era lo que quer�a: la aspereza de su voz ri��ndola. Si dice que est� mal ser pesimista, probablemente tiene raz�n, pens�; el matrimonio resultar� bien.
      �No �dijo ella, alisando la media sobre su rodilla�; no la voy a terminar.
      �Y luego, qu�? Porque not� que todav�a la estaba mirando, pero de una manera distinta. Su marido quer�a algo: quer�a lo que siempre le resultaba tan dif�cil darle; quer�a que le dijera que lo quer�a. Y aquello, no; no lo pod�a hacer. A �l hablar le resultaba mucho m�s f�cil que a ella. Era capaz de decir cosas; a ella le resultaba imposible. De manera que, l�gicamente, siempre era �l quien dec�a las cosas y, luego, por alguna raz�n, de repente, le disgustaba haberlo hecho y se lo reprochaba. Le dec�a que era una mujer sin coraz�n; nunca le hab�a dicho que lo quer�a. Pero no era eso, no era eso en absoluto. Era tan s�lo que nunca pod�a decir lo que sent�a. �No se le hab�a pegado una miga a la chaqueta? �Hab�a algo que pudiera hacer por �l? Poni�ndose en pie se acerc� a la ventana con la media de color marr�n rojizo en las manos, en parte para apartarse de �l y en parte porque ahora no le importaba, mientras �l la observaba, contemplar el faro. Se hab�a dado cuenta de que su marido volv�a la cabeza al girar ella; la estaba observando. Sab�a que estaba pensando, �Est�s m�s hermosa que nunca�. Y ella se sent�a muy hermosa. �No me dir�s s�lo por una vez que me quieres? Era eso lo que pensaba, porque estaba excitado, tanto por la historia de Minta como por su libro, as� como por el hecho de que se acababa el d�a y a causa de su pelea con motivo de la expedici�n al faro. Pero no pod�a hacerlo; no pod�a decirlo. Luego, sabiendo que la estaba observando, en lugar de decir nada se volvi�, con la media en la mano, y lo mir�. Y al mirarlo empez� a sonre�r, porque, si bien no hab�a dicho nada, su marido sab�a, claro que lo sab�a, que lo quer�a. No pod�a negarlo. Y, sonriendo, mir� de nuevo por la ventana y dijo (pensando para sus adentros, �Nada en el mundo puede compararse con esta felicidad�):
      �S�, ten�as raz�n. Ma�ana llover� �no lo hab�a dicho, pero �l lo sab�a. Y lo mir� sonriendo. Porque hab�a triunfado de nuevo.


2. Pasa el tiempo

1

       �Bien; tendremos que esperar acontecimientos �dijo el se�or Bankes, entrando desde la terraza.
      �Es tan de noche que apenas se ve nada �dijo Andrew, llegando desde la playa.
      �No se sabe d�nde empieza el mar y d�nde acaba la tierra �dijo Prue.
      ��Dejamos esa luz encendida? �pregunt� Lily mientras se quitaban los abrigos dentro de casa.
      �No hace falta �respondi� Prue� si ya ha entrado todo el mundo. �Andrew! �exclam�. Apaga la luz del vest�bulo.
      Una a una se apagaron todas las l�mparas, aunque el se�or Carmichael, que gustaba de leer un rato a Virgilio en la cama, mantuvo su vela encendida bastante m�s tiempo que los dem�s.


2

       De manera que con todas las luces apagadas, la luna desaparecida y una lluvia ligera tamborileando en el tejado, empez� a abatirse sobre la casa un diluvio de oscuridad. Se dir�a que nada podr�a sobrevivir a la inundaci�n, a la profusi�n de negrura que se insinuaba por ojos de cerraduras y grietas, que daba la vuelta alrededor de las persianas, que entraba en los dormitorios, que devoraba primero una palangana con su jarra, luego un cuenco con dalias rojas y amarillas y m�s all� los bordes agudos y la masa s�lida de una c�moda. No s�lo se confund�an los muebles; tampoco quedaba apenas ning�n resto de cuerpo o alma que permitiera decir �Eso es �l� o �Eso es ella�. A veces se alzaba una mano como para agarrar algo o para apartarlo, o alguien gem�a o re�a en voz alta, como si compartiera un chiste con la nada.
      Nada se mov�a ni en el sal�n, ni en el comedor, ni en la escalera. Tan s�lo a trav�s de goznes oxidados y de revestimientos de madera, hinchados por la humedad del mar, ciertos aires, separados de la masa central del viento (no hay que olvidar que la casa estaba desvencijada), se deslizaron por los rincones, aventur�ndose en el interior. Casi era posible imagin�rselos, al penetrar en el sal�n, curiosos, asombrados, pregunt�ndose, al jugar con un jir�n colgante de empapelado, �resistir�a mucho m�s tiempo, cu�ndo caer�a? Luego, rozando suavemente las paredes, seguir adelante, meditabundos, como preguntando a las rosas rojas y amarillas del empapelado si se desvanecer�an, e interrogando (con calma, porque ten�an mucho tiempo a su disposici�n) a los fragmentos de cartas en la papelera, a las flores, a los libros, abiertos todos para ellos, deseosos de saber si eran aliados o enemigos y cu�nto tiempo resistir�an.
      Luego, al dirigirlos, con su p�lida huella sobre escalones y esteras, alguna luz fortuita, procedente de una estrella insomne, o de un nav�o errante, o incluso del mismo faro, los airecillos subieron las escaleras y se asomaron por las puertas de los dormitorios. Pero aqu�, sin duda, tuvieron que detenerse. Aunque todo lo dem�s muriera y desapareciese, lo que all� yac�a era permanente. All� se les pod�a decir a aquellas luces que se deslizaban, a aquellos aires que avanzaban a tientas, que respiraban y se inclinaban sobre la cama misma, que no estaba en su mano ni tocar ni destruir. Con lo cual, cansados y tan espectrales como si tuvieran dedos liger�simos y la suave perseverancia de las plumas, contemplaron una sola vez los ojos cerrados y los dedos apenas entrecruzados, y luego, recogiendo los pliegues de su vestido con aire fatigado, se marcharon. Y as�, curiosos, roz�ndolo todo, llegaron a la ventana de la escalera, a los dormitorios de los criados, a los ba�les y cajas del desv�n; y al descender blanquearon las manzanas colocadas sobre la mesa del comedor, hurgaron entre los p�talos de las rosas, movieron el �leo colocado sobre el caballete, barrieron la estera y arrastraron un poco de arena por el suelo. A la larga, perdido el �mpetu, cesaron todos, se congregaron y suspiraron al un�sono; todos juntos dejaron escapar una r�faga quejumbrosa a la que respondi� una puerta de la cocina abri�ndose desmedidamente, aunque sin dejar que entrase nada, y cerr�ndose luego de un portazo.
      [Al llegar aqu�, el se�or Carmichael, que le�a a Virgilio, apag� la vela. Era m�s de medianoche.]


3

       Pero �qu� es una noche, despu�s de todo? Un per�odo muy breve, sobre todo cuando la oscuridad se difumina tan pronto, y enseguida canta un p�jaro, cacarea un gallo, o en el fondo de una ola se aviva un verde casi imperceptible, semejante al de una hoja que nace. A una noche, sin embargo, le sigue otra noche. El invierno almacena toda una baraja y reparte las cartas equitativa, uniformemente, con dedos infatigables. Las noches se alargan y se oscurecen. Algunas sostienen en lo alto n�tidos planetas, l�minas de claridad. Los �rboles oto�ales, asolados como est�n, conocen el brillo que enciende a veces los estandartes hechos jirones en la penumbra fresca de los panteones catedralicios, donde letras doradas y p�ginas de m�rmol describen la muerte en combate y c�mo los huesos se blanquean y arden muy lejos, en las arenas de la India. Los �rboles oto�ales relucen bajo el amarillo claro de luna, bajo las lunas de la recolecci�n, la luz que dulcifica la energ�a del trabajo y alisa los rastrojos y hace que la ola se vista de azul para lamer la orilla.
      Era como si, conmovida por la penitencia humana y por todos sus esfuerzos, la bondad divina hubiera descorrido la cortina para presentar tras ella, �nicas, inconfundibles, la liebre erguida, la ola al romperse, la embarcaci�n balanceante, realidades todas que, si las mereci�ramos, ser�an nuestras para siempre. Pero, desgraciadamente, la bondad divina, tirando de la cuerda, cierra la cortina; la divinidad no est� contenta; cubre sus tesoros con una lluvia de granizo, con lo que los destroza y los confunde hasta que parece imposible que puedan nunca recuperar su calma ni que podamos recomponer un todo perfecto ni leer en los fragmentos desperdigados las claras palabras de la verdad. Porque nuestra penitencia s�lo merece una visi�n moment�nea; nuestros esfuerzos tan s�lo una tregua.
      Las noches est�n llenas de viento y destrucci�n; los �rboles se agachan y se inclinan y sus hojas vuelan atropelladamente hasta que cubren el c�sped, se amontonan en las cunetas, atascan los canalones y se desparraman por los senderos h�medos. Tambi�n el mar se agita y se rompe y, en el caso de que alg�n durmiente, con la esperanza de encontrar en la playa respuesta para sus dudas, o un compa�ero para su soledad, aparte la ropa de la cama y descienda solo para pasear por la arena, ninguna imagen con apariencia de servicio ni de divina presteza acudir� de inmediato para poner orden en la noche ni para hacer que el mundo refleje los puntos cardinales del alma. La mano se acorta en su mano; la voz le ruge al o�do. Casi se dir�a que en medio de semejante confusi�n, es in�til hacerle a la noche esas preguntas sobre causas y motivos, sobre el c�mo y el porqu� que tientan al durmiente a abandonar su lecho en busca de respuesta.
      [El se�or Ramsay, al tropezar en su corredor una ma�ana oscura, abri� los brazos, pero, como la se�ora Ramsay hab�a muerto de manera bastante repentina la noche anterior, los brazos abiertos siguieron vac�os.]


4

       De manera que con la casa vac�a, las puertas cerradas con llave y los colchones recogidos, aquellos aires vagabundos, avanzadilla de grandes ej�rcitos, entraron tumultuosamente, se restregaron contra las tablas desnudas, mordisquearon y soplaron, sin encontrar ni en el dormitorio ni en el sal�n nada que les ofreciera verdadera resistencia: tan s�lo cortinajes que se agitaban, maderas que cruj�an, las patas desnudas de las mesas, una bater�a de cocina ennegrecida y una vajilla deslustrada y desportillada. �nicamente lo que las personas se hab�an quitado y hab�an dejado tras s� �un par de zapatos, una gorra para cazar, algunas faldas y chaquetas descoloridas en los roperos� conservaba la forma humana e indicaba con su vac�o que en otro tiempo todo aquello hab�a estado ocupado y animado; que en otro tiempo hubo manos que abrocharon corchetes y botones; que el espejo alberg� un rostro y un mundo hueco en el que giraba una figura, una mano lanzaba destellos, la puerta se abr�a y entraban ni�os que corr�an y tropezaban, para luego volver a marcharse. Ahora, d�a tras d�a, la luz hac�a girar, como una flor reflejada en el agua, su clara imagen en la pared opuesta. Tan s�lo las sombras de los �rboles, agitadas por el viento, hac�an reverencias sobre la pared, oscureciendo, por un instante, el estanque en el que la luz se reflejaba; o los p�jaros, al volar, hac�an que una suave mancha palpitara lentamente sobre el suelo del dormitorio.
      As� reinaban la belleza y la quietud, y su uni�n creaba la forma misma de la belleza, una forma de la que la vida hab�a desaparecido; solitaria como un estanque al anochecer, muy lejano, divisado desde la ventanilla de un tren, pero que, en su palidez nocturna, desaparece tan deprisa que esa mirada apenas le arrebata su soledad. Belleza y quietud enlazaban las manos en el dormitorio y, entre las jarras amortajadas y las sillas recubiertas por sus fundas, ni siquiera la curiosidad del viento, ni el suave hocico de los fr�os y h�medos aires marinos, rozando, olfateando, repitiendo una y otra vez sus preguntas ��Os desvanecer�is? �Perecer�is?�, perturbaban apenas la paz, la indiferencia, la sensaci�n de perfecta integridad, como si la pregunta que hac�an no necesitara respuesta: perseveraremos.
      Nada, al parecer, pod�a quebrar aquella imagen, corromper aquella inocencia, ni perturbar el manto ondeante de silencio que, semana tras semana, en la habitaci�n vac�a, incorporaba a su entramado los gritos de los p�jaros, las sirenas de los barcos, los murmullos y zumbidos de los campos, el ladrido de un perro, el grito de un hombre, envolvi�ndolos con sus pliegues en torno a la casa en silencio. S�lo en una ocasi�n salt� una tabla en el descansillo; y una vez, en mitad de la noche, con un rugido, con un desgarramiento, al igual que, despu�s de siglos de reposo, una roca se separa de la monta�a y se precipita hacia el valle, un pliegue del chal se solt� y empez� a balancearse. Luego la paz se instal� de nuevo y la sombra vacil�; la luz se inclin� en adoraci�n ante su propia imagen en la pared del dormitorio, hasta que la se�ora McNab, rasgando el velo del silencio con manos que hab�an permanecido en la tina de la ropa, tritur�ndolo con las botas que hab�an aplastado los guijarros, lleg� tal como se le hab�a indicado, para abrir todas las ventanas y limpiar el polvo en los dormitorios.


5

       La se�ora McNab estuvo cantando mientras daba bandazos (porque se balanceaba como un barco en alta mar) y miraba furtivamente (porque sus ojos nunca se posaban directamente sobre nada; todo lo ve�a de soslayo, para desviar el desprecio y la indignaci�n del mundo: era una mujer est�pida y lo sab�a), al tiempo que se agarraba a la barandilla de la escalera para izarse hasta el piso alto y recorrer luego una habitaci�n tras otra. Al frotar la superficie del espejo largo y examinar de soslayo el reflejo de su figura balanceante, sali� de sus labios un sonido, algo que quiz� fuese alegre veinte a�os antes en los escenarios, algo que se tarare� y sirvi� como m�sica de baile, pero que ahora, procedente de aquella asistenta desdentada, carec�a por completo de sentido, era como la voz misma de la estupidez, del capricho, de la persistencia, aplastada pero siempre renacida, de manera que mientras daba bandazos, quitando el polvo, limpiando, parec�a decir que la vida no era m�s que una prolongada tristeza, un dolor inacabable, un levantarse por la ma�ana para volver a acostarse por la noche y un sacar las cosas para volver a guardarlas; que el mundo que conoc�a desde hac�a ya casi setenta a�os no ten�a nada de f�cil ni de c�modo. El cansancio la agobiaba. �Cu�nto, preguntaba, mientras le cruj�an los huesos y gem�a de rodillas bajo la cama, quitando el polvo al entarimado, durar� todav�a? Pero se puso en pie cojeando, se incorpor�, y de nuevo con su mirada de soslayo, que se deslizaba y evitaba incluso el reflejo de su propio rostro y sus muchos pesares, se detuvo con la boca abierta delante del espejo, con una sonrisa perdida, y reanud� el sempiterno deambular y cojear, sacudiendo las esteras, limpiando la porcelana, mirando furtivamente en el espejo, como si, despu�s de todo, tambi�n ella tuviera sus consuelos, como si, efectivamente, su cantinela estuviera indisolublemente ligada a alguna esperanza incorregible. Ten�an que haber existido para ella visiones de felicidad junto a la tina de la colada, tal vez relacionadas con sus hijos (aunque dos hab�an nacido fuera del matrimonio y otro la hab�a abandonado), o en la taberna, mientras beb�a; o al revolver trozos de telas en los cajones de la c�moda. Ten�a que haber habido alguna grieta en la oscuridad, alg�n canal en las profundidades de la noche por el que se filtraba luz suficiente para torcer, esbozando una sonrisa, el rostro ante el espejo y que le permitiera, al regresar de nuevo a su tarea, canturrear la antigua tonada de un espect�culo de variedades. Mientras tanto los m�sticos, los visionarios, paseaban por la playa, agitaban la superficie de un charco, contemplaban una piedra y se preguntaban ��Qu� soy yo? �Qu� es esto?� y, de repente, se les conced�a una respuesta (aunque no pod�an decir cu�l era), por lo que se sent�an abrigados durante la helada y consolados en el desierto. Pero la se�ora McNab segu�a bebiendo y chismorreando como siempre.

6

       La primavera, sin una hoja que agitar, desnuda y resplandeciente como una virgen orgullosa de su castidad, altiva en su pureza, se extendi� por los campos con los ojos muy abiertos, vigilante y por completo indiferente a lo que hac�an o pensaban los espectadores.
      [Prue Ramsay, del brazo de su padre, contrajo matrimonio aquel mes de mayo. Nada hubiera podido ser m�s adecuado, dijo la gente. Y a�adieron: �qu� hermosa estaba!]
      Al acercarse el verano, al alargarse los d�as, se ofrecieron a los vigilantes, a los esperanzados, cuando paseaban por la playa, cuando agitaban la superficie de los charcos, las im�genes m�s extra�as: de carne convertida en �tomos empujados por el viento, de estrellas que lanzaban destellos en su coraz�n, de acantilado, mar, nube y cielo reunidos a prop�sito para ensamblar en el exterior los trozos desperdigados de la visi�n interior. En aquellos espejos �las mentes de los hombres�, en aquellos charcos de agua inquieta, en los que eternamente se reflejaban las nubes cambiantes, en los que se formaban sombras y persist�an los sue�os, incapaces de resistir el extra�o convencimiento �que gaviota, flor, �rbol, hombre y mujer y la tierra misma parec�an respaldar (aunque para desdecirse al instante si se les preguntaba)� de que el bien triunfa, la felicidad prevalece, el orden gobierna; o de resistir el poderoso est�mulo que empuja a ir de aqu� para all� en busca de alg�n bien absoluto, de una intensidad cristalina, sin relaci�n con los placeres conocidos ni con las virtudes familiares, algo ajeno a los procesos de la vida dom�stica, �nico, duro, resplandeciente, como un diamante en la arena, que d� seguridad a quien lo posea. Por a�adidura, la primavera, dulce y complaciente, con sus abejas zumbadoras y sus mosquitos bailarines, se envolvi� en su manto, cerr� los ojos, apart� la cabeza y, entre sombras pasajeras y breves chaparrones, dio la impresi�n de haber hecho suyos los sufrimientos de la humanidad.
      [Prue Ramsay muri� aquel verano de una enfermedad relacionada con el parto, lo que era sin duda una tragedia, coment� la gente. Nadie se merec�a m�s la felicidad, dijeron.]
      Luego, con los calores del verano, el viento mand� de nuevo sus esp�as a recorrer la casa. Las moscas tej�an una red en las habitaciones soleadas; las malas hierbas que hab�an crecido de noche cerca de las ventanas, golpeaban r�tmicamente los cristales. Al llegar la noche, el resplandor del faro, que se hab�a posado con tanta autoridad sobre la alfombra en la oscuridad del invierno, descubriendo el dibujo, llegaba ahora con una mezcla de suave luz primaveral y claro de luna, se deslizaba dulcemente con un movimiento de caricia, se demoraba a hurtadillas, lo contemplaba todo largamente y regresaba despu�s con la misma ternura. Pero durante la calma misma de aquella caricia de amante, mientras el prolongado haz de luz se adormec�a sobre la cama, la roca se parti� en dos; se afloj� otro pliegue del chal, que cay� y se balance�. Durante las breves noches y los largos d�as del verano, cuando las habitaciones vac�as parec�an murmurar con los ecos de los campos y el zumbido de las moscas, el pliegue deshecho onde� suavemente, sin prop�sito alguno; el sol, por su parte, llenaba hasta tal punto las habitaciones de barras y l�neas y neblina amarilla que la se�ora McNab, al irrumpir en ellas y dar bandazos de aqu� para all� mientras limpiaba el polvo y barr�a, se asemejaba a un pez tropical que navegase en aguas alanceadas por el sol.
      Aunque, a pesar de tanta somnolencia y tanto sue�o, se presentaron, al avanzar el verano, ruidos ominosos, semejantes a r�tmicos martillazos amortiguados sobre fieltro, que, con sus m�ltiples sacudidas aflojaron a�n m�s el chal y agrietaron las tazas de t�. De vez en cuando alg�n objeto de cristal tintineaba en el aparador, como si los vasos vibraran al lanzar un grito desgarrador una voz de gigante. Luego volvi� el silencio; y despu�s, noche tras noche, y a veces, a mediod�a, cuando las rosas brillaban y la luz dibujaba claramente su silueta en la pared, se ten�a la impresi�n de que, en medio de aquel silencio, aquella indiferencia, aquella integridad, se o�a el ruido sordo de algo que ca�a.
      [Un ob�s hizo explosi�n. En Francia veinte o treinta j�venes saltaron por los aires, entre ellos Andrew Ramsay; su muerte, gracias a Dios, fue instant�nea.]
      En aquella estaci�n, quienes hab�an bajado a pasear por la playa y a preguntar al mar y al cielo qu� mensaje ten�an que anunciar o qu� visi�n revelar, advirtieron sin duda, entre los signos habituales de la generosidad divina �el atardecer sobre el mar, la palidez de la aurora, la aparici�n de la luna en el horizonte, los barcos de pesca recortados sobre la luna y los ni�os bombarde�ndose con pu�ados de hierba�, una nota desafinada en medio de aquella alegr�a, de aquella serenidad. Se produjo, por ejemplo, la silenciosa aparici�n de un barco de color ceniciento que llegaba y volv�a a marcharse; hubo una mancha viol�cea sobre la suave superficie del mar, como si algo hubiera hervido y sangrado, invisible, bajo sus aguas. Aquella intrusi�n en una escena pensada para despertar las reflexiones m�s sublimes y desembocar en las conclusiones m�s c�modas, detuvo a los paseantes. Era dif�cil prescindir de ella amablemente, suprimir su significado en el paisaje; continuar maravill�ndose, mientras se paseaba junto al mar, de c�mo la belleza exterior reflejaba la interior.
      �Realizaba la naturaleza lo que el ser humano propon�a? �Terminaba lo que �l empezaba? Con la misma satisfacci�n ve�a su dolor, perdonaba su maldad y aceptaba su tortura. Aquel sue�o, por tanto, de compartir, de completar, de encontrar una respuesta en la soledad de la playa, �era algo m�s que una imagen en un espejo y el espejo mismo algo m�s que la superficie vidriosa que se forma durante el reposo, cuando las facultades m�s nobles duermen debajo? Irritados, desesperados pero poco dispuestos a marcharse (porque la belleza ofrece sus atractivos, tiene sus consuelos), pasear por la playa se hizo imposible; la contemplaci�n, insoportable; se hab�a roto el espejo.
      [Aquella primavera el se�or Carmichael public� un volumen de poemas que alcanz� un �xito inesperado. La guerra, dec�a la gente, hab�a estimulado su inter�s por la poes�a.]


7

       Noche tras noche, en verano y en invierno, la agitaci�n de las tempestades y la quietud del buen tiempo reinaron sin interferencia. Al detenerse a escuchar (si hubiese habido alguien para hacerlo) desde las habitaciones altas de la casa vac�a, s�lo se hubieran o�do las sacudidas y los derrumbamientos de un caos gigantesco iluminado por los rel�mpagos, mientras vientos y olas se divert�an como si fueran monstruos amorfos cuya frente no se deja atravesar por la luz de la raz�n, encaram�ndose unos encima de otros, atacando y zambull�ndose en la oscuridad o con luz (porque la noche y el d�a, los meses y los a�os se confund�an en una masa informe) en juegos sin sentido, hasta que se ten�a la impresi�n de que el universo entero se peleaba consigo mismo en brutal confusi�n, en un estallido de apetitos incoherentes.
      Durante la primavera, los jarrones de piedra del jard�n, decorados al azar por plantas cuyas semillas hab�a tra�do el viento, estuvieron m�s alegres que nunca. Llegaron las violetas y los narcisos. Pero la quietud y el esplendor de los d�as resultaba tan extra�a como la confusi�n y el tumulto de las noches, debido a los �rboles inm�viles, y tambi�n a las flores, que miraban hacia adelante y hacia lo alto, pero sin ver nada, carentes de ojos, infinitamente terribles.


8

       Convencida de que no ten�a importancia, porque la familia no iba a venir, porque quiz� no volviera nunca, dec�an algunos, y probablemente vendieran la casa hacia finales del verano, la se�ora McNab se agach� y cort� un ramo de flores para llev�rselo a casa. Lo dej� sobre la mesa mientras limpiaba el polvo. Le gustaban las flores. Era una l�stima dejar que se marchitaran. En el caso de que la casa se vendiera (se puso en jarras delante del espejo), har�a falta que alguien se ocupara de ella, desde luego. Llevaba muchos a�os sin que nadie la habitara. Los libros y las dem�s cosas se hab�an enmohecido, porque, debido a la guerra y a lo dif�cil que era encontrar a alguien que echara una mano, la casa no se hab�a limpiado como ella hubiera querido. Y ahora una sola persona no estaba en condiciones de ponerla a punto. Ella era demasiado mayor. Le dol�an las piernas. A todos aquellos libros hab�a que ponerlos al sol sobre la hierba; en el vest�bulo se hab�an ca�do trozos de escayola; el canal�n estaba atascado encima de la ventana del estudio y hab�a entrado agua en la casa, dejando la alfombra pr�cticamente inservible. Deber�an venir sus ocupantes; deber�an haber mandado a alguien para que viese c�mo estaban las cosas. Porque quedaba ropa en los armarios; hab�an dejado ropa en todos los dormitorios. �Qu� hacer con ella? Las cosas de la se�ora Ramsay se hab�an apolillado. �Pobre se�ora! No las necesitar�a ya. Se hab�a muerto, dec�an; a�os atr�s, en Londres. Estaba el viejo sobretodo gris que se pon�a para trabajar en el jard�n. (La se�ora McNab lo toc�). A�n la ve�a, mientras ella (la se�ora McNab) ven�a por el camino con la colada, inclinada sobre las flores (el jard�n presentaba un aspecto lamentable, con malas hierbas por todas partes y conejos que sal�an corriendo de los macizos); a�n la ve�a, acompa�ada por uno de sus hijos, con el sobretodo gris. Hab�a botas y zapatos; y, sobre el tocador, un cepillo con su peine correspondiente, exactamente como si pensara volver ma�ana mismo. (Al final se hab�a muerto muy de repente, dec�an). Y en una ocasi�n ya se dispon�an a venir, pero tuvieron que retrasarlo, por causa de la guerra y de lo dif�cil que era viajar en aquellos d�as; no hab�an venido ni una sola vez en todos aquellos a�os; se limitaban a mandarle dinero; pero no escrib�an nunca, ni ven�an, y esperaban encontrarlo todo como lo hab�an dejado, �Dios del cielo! Vaya, hasta los cajones del tocador estaban llenos de cosas (abri� uno), pa�uelos, trozos de cintas. S�, a�n ve�a a la se�ora Ramsay mientras ella llegaba por el camino con la colada.
      �Buenas tardes, se�ora McNab�, le dec�a.
      Era muy amable con ella. Todas las chicas le ten�an cari�o. Pero, �Dios m�o, cu�nto hab�an cambiado las cosas desde entonces! (cerr� el caj�n); muchas familias hab�an perdido a alguien. La se�ora Ramsay hab�a muerto; al se�orito Andrew lo hab�an matado; y la se�orita Prue tambi�n hab�a muerto, dec�an, al dar a luz a su primer hijo; pero todo el mundo hab�a perdido a alguien en aquellos a�os. Los precios hab�an subido de la manera m�s escandalosa, y no parec�a que fuesen a bajar. Se acordaba muy bien de ella con el sobretodo gris.
      �Buenas tardes, se�ora McNab�, le dec�a, y como pensaba con raz�n que, despu�s de acarrear aquel cesto tan pesado desde el pueblo, sin duda lo necesitaba, mandaba a la cocinera que le guardase un plato de sopa. A�n la ve�a, inclinada sobre las flores (y d�bil y vacilante, como un rayo amarillo o el c�rculo al extremo del catalejo, una dama con un sobretodo gris, inclin�ndose sobre las flores, vag� por la pared del dormitorio, pas� sobre el tocador y cruz� por el lavabo, mientras la se�ora McNab, cojeando de aqu� para all�, limpiaba el polvo y arreglaba el cuarto).
      Pero �c�mo se llamaba la cocinera? �Mildred? �Marian?� algo parecido. Lo hab�a olvidado; era cierto que se le olvidaban las cosas. De genio vivo, como todas las pelirrojas. Se hab�an re�do mucho juntas. Siempre la recib�an con agrado en la cocina. Y desde luego les hac�a re�r. Se viv�a mejor entonces.
      La se�ora McNab suspir�; demasiado trabajo para una sola mujer. Movi� la cabeza. Aquello hab�a sido el cuarto de los ni�os. Vaya, todo estaba h�medo y se ca�a el yeso. �Para qu� querr�an colgar all� el cr�neo de un animal? Tambi�n estaba mohoso. Hab�a ratas en los cuartos del �tico. Goteras. Pero nunca mandaban a nadie; no aparec�an nunca. Algunas de las cerraduras se hab�an estropeado y las puertas daban golpes. No le gustar�a quedarse sola all� al anochecer. Era demasiado para una sola mujer, desde luego que s�. Le crujieron los huesos y dej� escapar un gemido. Dio un portazo al salir, gir� la llave en la cerradura y dej� la casa sola.


9

       La casa estaba vac�a, abandonada. Vac�a como una concha en un mont�n de arena, llena de granos de sal al abandonarla la vida. La noche interminable parec�a haberse instalado definitivamente; los airecillos sin importancia, mordisqueando, y los alientos h�medos y fr�os, con sus dedos pegajosos, parec�an haber triunfado. La olla se hab�a oxidado y la estera se hab�a podrido. Los sapos se hab�an abierto camino hasta el interior de la casa. El chal se balanceaba l�nguidamente. Entre los azulejos de la despensa hab�a crecido un cardo. Las golondrinas anidaban en la sala de estar; el suelo estaba cubierto de paja; el yeso se ca�a a paletadas; algunas vigas hab�an quedado al descubierto; las ratas hab�an escondido cosas detr�s de los revestimientos de madera para roerlas. Mariposas de brillantes colores sal�an de los capullos y cumpl�an su ciclo vital tamborileando contra el cristal de la ventana. Aparec�an amapolas entre las dalias; el c�sped estaba tan crecido que ondeaba al viento; alcachofas gigantes sobresal�an entre las rosas; un clavel florec�a entre las coles, mientras que los suaves golpecitos de un tallo de hierba en la ventana se hab�an convertido, en las noches invernales, en el redoble de verdaderos �rboles y zarzas espinosas que, en verano, te��an de verde toda la habitaci�n.
      �Qu� fuerza pod�a ya detener la fertilidad, la insensibilidad de la naturaleza? El ensue�o de la se�ora McNab acerca de una dama, de un ni�o y de un plato de sopa se hab�a desvanecido despu�s de parpadear sobre la pared como una mancha de sol. La se�ora McNab hab�a cerrado la puerta con llave y se hab�a ido. Una mujer sola no daba abasto, dec�a. No ven�an nunca, ni tampoco escrib�an. Hab�a cosas pudri�ndose en los cajones; era una l�stima dejarlas as�, dec�a. La casa se estaba viniendo abajo. Tan s�lo la luz del faro entraba un momento en las habitaciones, lanzaba su repentina mirada sobre cama y pared en la oscuridad del invierno, contemplaba con ecuanimidad cardo y golondrina, rata y paja. Nada se les opon�a; nada les dec�a que no. Que sople el viento, que la amapola se reproduzca y que el clavel se empareje con la col. Que la golondrina anide en la sala de estar, el cardo separe los azulejos y la mariposa tome el sol sobre las zarzas descoloridas de los sillones. Que el cristal y la porcelana rotos yazcan sobre el c�sped y se mezclen con la hierba y las bayas silvestres.
      Porque hab�a llegado ese momento, ese instante de vacilaci�n, en que la aurora tiembla y la noche hace una pausa, en el que si cae una pluma la balanza se desequilibra. Una pluma y la casa, hundi�ndose, cay�ndose, hubiera ido a sepultarse en los abismos de la oscuridad. En la habitaci�n en ruinas los excursionistas habr�an encendido fuego para calentar sus teteras; los amantes se habr�an tumbado, en busca de refugio, sobre las tablas del suelo; el pastor habr�a colocado su comida sobre los ladrillos y el vagabundo, envuelto en su abrigo, habr�a dormido all� para protegerse del fr�o. Luego se hubiera ca�do el tejado; el rosal silvestre y la cicuta hubieran ocultado sendero, escal�n y ventana; toda la vegetaci�n hubiera crecido, de manera desigual pero lujuriante, sobre el mont�culo de las ruinas, hasta que alg�n intruso, al desviarse del camino, s�lo hubiera podido saber por un tritoma escarlata entre las ortigas, o por un fragmento de porcelana entre la cicuta, que all� vivi� alguien en otro tiempo; que all� hubo una casa.
      Si la pluma hubiese ca�do, si se hubiera desequilibrado la balanza, la casa entera se habr�a hundido en el abismo, para reposar sobre las arenas del olvido. Pero hab�a otra fuerza que trabajaba, aunque no fuera demasiado consciente de s� misma; una fuerza que miraba de soslayo y daba bandazos y que no sent�a la necesidad de ritos majestuosos ni cantos solemnes para poner manos a la obra. La se�ora McNab gem�a; a la se�ora Bast le cruj�an las articulaciones. Eran viejas, estaban poco �giles, les dol�an las piernas. Pero finalmente llegaron con sus escobas y sus cubos y se pusieron a trabajar. De repente, �querr�a ocuparse la se�ora McNab de que la casa estuviese lista?, le escribi� una de las se�oritas: �querr�a ocuparse de que se hiciera esto y aquello otro?; todo muy deprisa. Quiz� vinieran a pasar el verano; hab�an aguardado hasta el �ltimo momento; esperaban encontrar las cosas como las hab�an dejado. Lenta y penosamente, con escoba y cubo, restregando y fregando, la se�ora McNab y la se�ora Bast detuvieron la corrupci�n y la podredumbre; rescataron del pozo del tiempo, que r�pidamente lo engull�a todo, primero la taza de un retrete y luego un armario; cierta ma�ana recuperaron del olvido todas las novelas de Walter Scott y un juego de t�; por la tarde devolvieron al sol y al aire una pantalla de lat�n y un juego de utensilios de acero para la chimenea. George, el hijo de la se�ora Bast, caz� las ratas y cort� la hierba. Hicieron venir a los alba�iles. Con acompa�amiento de goznes y cerrojos chirriantes y de los golpes y portazos de la carpinter�a hinchada por la humedad, parec�a producirse un parto laborioso a medida que las mujeres, agach�ndose, levant�ndose, gimiendo, cantando, sacud�an y golpeaban, primero en el piso alto, luego en el s�tano. �Ah, dec�an, cu�nto trabajo!
      A veces tomaban el t� en el dormitorio principal o en el estudio; interrump�an el trabajo a mediod�a con tiznones en la cara y con las viejas manos acalambradas de tanto empu�ar la escoba. Derrumbadas sobre las sillas contemplaban unas veces el espl�ndido triunfo sobre grifos y ba�o, otras el m�s arduo y limitado sobre largas hileras de libros, negros anta�o como ala de cuervo, cubiertos ahora de manchas blancas y progenitores de p�lidos hongos y furtivas ara�as. Una vez m�s, mientras se dejaba invadir por el calor del t�, el catalejo se acoplaba a los ojos de la se�ora McNab y, dentro de un anillo de luz, volv�a a ver, cuando ella llegaba con la colada, al anciano caballero, tan flaco como el mango de una escoba, moviendo la cabeza, hablando solo, se imaginaba, en el jard�n. Nunca reparaba en su presencia. Algunos dec�an que hab�a muerto; seg�n otros hab�a muerto la se�ora. �Qui�n ten�a raz�n? La se�ora Bast tampoco estaba segura. El se�orito Andrew s� hab�a muerto. De ese estaba segura. Hab�a le�do su nombre en los peri�dicos.
      Luego estaba la cocinera, Mildred, Marian, algo parecido: una pelirroja, de genio vivo como todas las que tienen el cabello de ese color, pero amable si se sab�a tratarla. Se hab�an re�do mucho juntas. Siempre reservaba un plato de sopa para Maggie; un poquito de jam�n, a veces; cualquier cosa que hubiera sobrado. Viv�an bien en aquellos d�as. Teman todo lo que quer�an (locuaz, jovial, sintiendo el calorcito del t�, la se�ora McNab devanaba la madeja de sus recuerdos, sentada en el sill�n de mimbre, junto a la pantalla de la chimeneas en el cuarto de los ni�os). Siempre hab�a mucho trabajo, la casa llena de gente, hasta veinte personas en ocasiones, y ten�a que quedarse hasta despu�s de medianoche para lavar la vajilla.
      La se�ora Bast (no conoc�a a los Ramsay; viv�a en Glasgow por aquel entonces) se pregunt�, dejando la taza, para qu� habr�an colgado all� el cr�neo de un animal. Sin duda lo cazaron en el extranjero.
      Era muy posible, dijo la se�ora McNab, jugueteando con sus recuerdos, ten�an amigos en pa�ses orientales; caballeros que pasaban temporadas con ellos, damas con traje de noche; en una ocasi�n los hab�a visto desde la puerta del comedor, todos reunidos, cenando. Se atrever�a a decir que hab�a por lo menos veinte personas, con todas sus joyas, y le hab�an pedido que se quedara para ayudar con la vajilla, quiz� hasta despu�s de medianoche.
      Ah, dijo la se�ora Bast, iban a encontrarlo todo muy cambiado. Se inclin� para asomarse a la ventana y vio c�mo su hijo George guada�aba la hierba. Quiz� preguntaran qu� hab�a pasado con el jard�n, porque era a Kennedy a quien dejaron el encargo, pero apenas hab�a podido mover la pierna desde que se cayera del carro; luego era posible que no hubiera habido nadie durante todo un a�o o buena parte de �l, y despu�s Davie Macdonald; tal vez hab�an mandado simientes, pero �qui�n pod�a decir si se hab�an plantado? Lo iban a encontrar todo muy cambiado.
      Estuvo viendo c�mo guada�aba su hijo. Era muy trabajador y hombre de pocas palabras. Aunque quiz� ellas dos debieran seguir limpiando los armarios. Se levantaron con dificultad.
      Por fin, despu�s de d�as de trabajo dentro de la casa y de cortar y cavar fuera, se sacudieron los trapos del polvo desde las ventanas, se ech� la llave a todo y se cerr� de un portazo la puerta principal; la tarea estaba terminada.
      Y luego, como si el limpiar y el frotar y el guada�ar y el segar la hubiese ahogado, surgi� de nuevo la melod�a escuchada a medias, la m�sica intermitente que el o�do advierte pero no retiene; un ladrido, un balido; irregulares, espaciados, pero relacionados de alg�n modo; el zumbido de un insecto, el temblor de la hierba cortada, separadas de la tierra pero todav�a suya; el choque de un escarabajo pelotero, el chirrido de una rueda, sonidos graves y agudos, pero misteriosamente relacionados; sonidos que el o�do se esfuerza por reunir y que est� siempre a punto de armonizar, pero que nunca llegan a escucharse del todo, ni se armonizan por completo, hasta que, finalmente, al caer la tarde, se esfuman uno tras otro, la armon�a se quiebra y cae el silencio. Con el crep�sculo desaparece la nitidez y, como una niebla que se levanta, el silencio se alza y se extiende y se calma el viento; el mundo se relaja prepar�ndose para el sue�o, casi a oscuras all�, por la ausencia de una luz para iluminarlo, si se except�a el verdor difundido a trav�s de las hojas o la palidez de las flores blancas junto a la ventana.
      [A Lily Briscoe le llevaron la maleta hasta la casa a �ltima hora de una tarde de septiembre. El se�or Carmichael lleg� en el mismo tren.]


10

      Hab�a vuelto la paz, sin duda alguna. El mar llevaba r�tmicamente hasta la orilla mensajes de paz con sus murmullos. Nunca volver�a a interrumpir el sue�o de la tierra, la arrullar�a para que descansara mejor y confirmar�a los sue�os santos y sabios de los durmientes� �Qu� m�s dec�an los murmullos mientras Lily Briscoe apoyaba la cabeza en la almohada de la limpia habitaci�n tranquila y escuchaba el ruido del mar? Por la ventana abierta llegaba la voz de la belleza del mundo, pero su murmullo era demasiado suave para o�r exactamente lo que dec�a, aunque, �qu� m�s daba si el sentido era evidente? La voz suplicaba a los durmientes (la casa estaba otra vez llena; se hab�a invitado a la se�ora Beckwith y tambi�n al se�or Carmichael) que bajaran a la playa o, por lo menos, que levantaran la persiana y mirasen fuera, porque ver�an descender la noche �en cuyos ojos pod�a mirarse un ni�o� con su manto de p�rpura, su corona y su cetro recubierto de joyas. Y si vacilaban (Lily estaba cansada del viaje y se qued� dormida casi al instante, pero el se�or Carmichael ley� un libro a la luz de la vela), si de todos modos dec�an que no, que su esplendor era pasajero, que el roc�o ten�a m�s poder y que prefer�an dormir, la voz, amablemente, sin quejarse ni discutir, segu�a entonando su canci�n. Las olas se romp�an suavemente (Lily las o�a en sue�os); la luz desaparec�a con dulzura (parec�a llegarle a trav�s de los p�rpados). Todo ten�a el mismo aspecto que a�os atr�s, pens� el se�or Carmichael, al cerrar el libro y quedarse dormido.
      De hecho la voz pod�a seguir diciendo, mientras las cortinas de oscuridad se corr�an sobre la casa, sobre la se�ora Beckwith, sobre el se�or Carmichael y sobre Lily Briscoe, de manera que descansaban con varios pliegues de negrura sobre los ojos, �por qu� no aceptar esto, por qu� no contentarse con ello, consentir y resignarse? El suspiro de todos los mares rompiendo r�tmicamente en torno a las islas los soseg�; la noche los envolvi� con su manto; nada interrumpi� su sue�o, hasta que, al iniciar los p�jaros su canto y tejer el alba, en su blancura, sus fr�giles voces con el chirrido de un carro y el ladrido de un perro en alg�n sitio, el sol alz� las cortinas, rasg� el velo de sus ojos y Lily Briscoe, al agitarse en el sue�o, se agarr� a las mantas como alguien a punto de despe�arse se agarra al c�sped en el borde de un acantilado. Abri� completamente los ojos. All� estaba de nuevo, pens�, sent�ndose de repente en la cama. Despierta.


3. El faro

1

       �Qu� significa, qu� sentido tiene todo ello?, se pregunt� Lily Briscoe, dudando sobre si, puesto que la hab�an dejado sola, le correspond�a ir a la cocina a por otra taza de caf� o esperar a que se la trajeran. �Qu� sentido tiene? Un estribillo que, sacado de alg�n libro, reflejaba de manera aproximada su estado de �nimo, porque, en aquella primera ma�ana con los Ramsay, no era capaz de resumir sus sentimientos: tan s�lo lograr que la resonancia de una frase ocultara el vac�o de su mente hasta que se disiparan aquellos vapores. �Qu� era, en realidad, lo que sent�a, al volver despu�s de todos aquellos a�os, muerta la se�ora Ramsay? Nada, nada en absoluto; nada que fuese capaz de expresar.
      Hab�a llegado tarde la noche anterior, cuando todo estaba a oscuras y resultaba misterioso. Ahora, despierta ya, ocupaba su sitio de siempre en la mesa del desayuno, pero estaba sola. Era muy temprano, adem�s; a�n no hab�an dado las ocho. Se preparaba una excursi�n: el se�or Ramsay, Cam y James iban a ir al faro. Deber�an haber salido ya, porque ten�an que coger la marea o algo parecido. Pero Cam y James no estaban listos, Nancy se hab�a olvidado de encargar los s�ndwiches y el se�or Ramsay, enfadado, hab�a abandonado el comedor dando un portazo.
      ��De qu� sirve que salgamos ahora? �vocifer�.
      Nancy hab�a desaparecido. El se�or Ramsay, fuera de s�, paseaba arriba y abajo por la terraza. Se ten�a la impresi�n de o�r puertas que se cerraban de golpe y voces que se llamaban por toda la casa. De repente apareci� Nancy que, despu�s de recorrer con la vista toda la habitaci�n, pregunt� de una manera extra�a, mitad aturdida, mitad desesperada, ��Qu� es lo que se manda al faro?�, como si estuviera forz�ndose a hacer algo para lo que se consideraba del todo incapaz.
      �Qu� es lo que se manda al faro? �Buena pregunta! En otro tiempo Lily hubiera sugerido, sensatamente, t�, tabaco, peri�dicos. Pero aquella ma�ana todo parec�a tan extraordinariamente raro que una pregunta como la de Nancy ��Qu� se manda al faro?� abr�a puertas en la propia mente que segu�an girando sobre sus goznes y golpeando las paredes y hac�a que uno se siguiera preguntando, con la boca abierta por el desconcierto, ��Qu� es lo que se manda? �Qu� es lo que hay que hacer? �Por qu� estoy aqu�, pens�ndolo bien?�.
      A solas en la larga mesa (porque Nancy volvi� a marcharse), entre las tazas todav�a sin usar, Lily se sinti� separada de los dem�s y tan s�lo capacitada para seguir observando, preguntando y sorprendi�ndose. La casa, el lugar, la ma�ana, todo le parec�a ajeno. Sinti� que carec�a de lazos, de relaciones con aquel mundo; pod�a suceder cualquier cosa y, sucediera lo que sucediese, unos pasos fuera, una voz (��No est� en el armario sino en el descansillo!�, grit� alguien), todo era una pregunta, como si el v�nculo que de ordinario enlaza las cosas se hubiera cortado, y flotaran, aqu� y all�, a la ventura. �Qu� absurdo, qu� ca�tico, qu� irreal resultaba todo!, pens�, contemplando la taza vac�a. La se�ora Ramsay fallecida; Andrew, muerto en la guerra; y tambi�n Prue: lo repitiera como lo repitiese, no despertaba en ella el menor sentimiento. Y luego nos reunimos todos en una casa como esta, una ma�ana como la de hoy, dijo, mirando por la ventana: el d�a era muy bueno y se respiraba tranquilidad.
      De repente el se�or Ramsay levant� la cabeza al pasar y la mir� fijamente, con aquella mirada suya desesperada y furiosa que era, al mismo tiempo, tan penetrante como si, durante un segundo, viese a alguien por primera vez y para siempre; Lily fingi� beber de la taza vac�a para escapar a su influjo: para huir de lo que le ped�a, para apartar por un momento m�s aquella necesidad imperiosa. El se�or Ramsay hizo un gesto negativo con la cabeza en su direcci�n y sigui� andando (�Perecimos�, le oy� decir; �Completamente solos�, le oy� decir[7]) y, como todo lo dem�s en aquella extra�a ma�ana, las palabras se transformaron en s�mbolos, que se grabaron por todas la superficie de las paredes de color gris verdoso. Si pudiera unirlas, pens�, incorporarlas a una frase, descubrir�a la verdad de las cosas. El bueno del se�or Carmichael entr� silenciosamente, se sirvi� caf�, cogi� la taza y sali� a la terraza para sentarse al sol. La extraordinaria irrealidad de todo resultaba aterradora, pero tambi�n emocionante. Ir al faro. �Qu� es lo que se manda al faro? Perecimos. Completamente solos. La luz gris verdosa en la pared de enfrente. Los asientos vac�os. Eran algunos de los fragmentos, pero �c�mo unirlos?, pregunt�. Como si cualquier interrupci�n pudiera quebrar el fr�gil edificio que estaba construyendo sobre la mesa, Lily se volvi� de espaldas a la ventana, para evitar que el se�or Ramsay reclamara su atenci�n. Ten�a que escapar de alg�n modo, estar sola en alg�n sitio. Y de repente record�. Cuando estuvo all� sentada diez a�os antes, en un momento de revelaci�n se hab�a quedado mirando un ramito o una hojita bordada en el mantel. Exist�a un problema con el primer t�rmino de un cuadro. La soluci�n era mover el �rbol hacia el centro, descubri� entonces. Nunca termin� aquel cuadro, pero le hab�a seguido dando vueltas en la cabeza todos aquellos a�os. Trabajar�a en �l ahora. �D�nde estaban sus pinturas?, se pregunt�. S�, sus pinturas. Las hab�a dejado en el vest�bulo la noche anterior. Empezar�a de inmediato. Se levant� deprisa, antes de que el se�or Ramsay se diera la vuelta.
      Busc� una silla. Con sus precisos movimientos de solterona coloc� el caballete en el borde del c�sped, no demasiado cerca del se�or Carmichael, pero lo bastante cerca para situarse bajo su protecci�n. S�: tuvo que ser precisamente all� donde se coloc� diez a�os atr�s. Divisaba la pared, el seto, el �rbol. El problema era c�mo relacionar de alg�n modo aquellos vol�menes. Lo hab�a llevado en la cabeza todos aquellos a�os. Tuvo el convencimiento de que hab�a encontrado la soluci�n; ahora sab�a ya lo que quer�a hacer.
      Pero con el se�or Ramsay rond�ndola era incapaz de trabajar. Cada vez que se acercaba �iba y ven�a por la terraza�, con �l se acercaba la ruina, se acercaba el caos. No pod�a pintar. Se agachaba, se volv�a, cog�a un trapo, apretaba un tubo. Pero todo lo que consigui� fue retrasar su derrota. El se�or Ramsay le imped�a trabajar. Porque si le daba la menor oportunidad, si la ve�a desocupada un momento, mirando un instante en su direcci�n, caer�a sobre ella, diciendo, como lo hab�a hecho al llegar Lily: �Nos encuentra usted muy cambiados�. La noche anterior se hab�a puesto en pie para detenerse ante ella y decir aquella frase. Aunque los seis hijos a los que en otro tiempo se designaba con los apodos de algunos reyes y reinas de Inglaterra �el Rojo, la Bella, el Malvado, el Cruel� hab�an permanecido mudos y con la mirada perdida en el infinito, Lily sinti� su indignaci�n reprimida. La se�ora Beckwith, una amable anciana, dijo algo razonable. Pero aquella era una casa llena de pasiones inconexas: lo hab�a sentido durante toda la velada. Y para coronar aquel caos el se�or Ramsay se puso en pie, le estrech� la mano y dijo: �Nos encuentra usted muy cambiados�, pero ninguno de ellos se hab�a movido ni hab�a hablado; siguieron all� sentados como si estuviesen obligados a dej�rselo decir. Tan s�lo James (sin duda alguna el Hosco) mir� amenazadoramente la l�mpara; Cam, por su parte, se lio un dedo con el pa�uelo. Entonces el se�or Ramsay les record� que al d�a siguiente iban al faro. Cuando el reloj diera las siete y media ten�an que estar en el vest�bulo, listos para salir. Luego, ya con la mano en el tirador de la puerta, se detuvo, volvi�ndose hacia ellos. �Acaso no quer�an ir? pregunt�. Si se hubieran atrevido a decir No (el se�or Ramsay ten�a sus motivos para desearlo), se hubiera arrojado tr�gicamente de espaldas a las amargas aguas de la desesperaci�n. Tal era su talento para los gestos grandilocuentes. Parec�a un rey en exilio. James contest� que s� con gesto obstinado. La respuesta de Cam fue m�s indecisa y melanc�lica. S�, s�, claro que s�, los dos estar�an listos, dijeron. Y a Lily le pareci� que aquello era la tragedia: no los pa�os mortuorios, ni el polvo ni la mortaja, sino los hijos forzados, sometidos en esp�ritu. James ten�a unos diecis�is a�os. Cam, que quiz� hab�a cumplido ya los diecisiete, mir� a su alrededor, buscando a alg�n ausente, la se�ora Ramsay, con toda probabilidad. Pero s�lo estaba la bondadosa se�ora Beckwith, hojeando a la luz de la l�mpara los apuntes que hab�a tomado durante el d�a. Luego, cansada como estaba, con la mente todav�a subiendo y bajando con el mar, mientras se apoderaban de ella el sabor y el olor que tienen los sitios despu�s de una larga ausencia, con la luz de las velas oscil�ndole delante de los ojos, Lily hab�a terminado por perderse y sumergirse. Era una noche maravillosa, tachonada de estrellas; las olas resonaban como si subieran por las escaleras; la luna los sorprendi�, enorme, p�lida, al pasar ante la ventana de la escalera. Lily se hab�a dormido inmediatamente.
      Coloc� con firmeza el lienzo todav�a inmaculado sobre el caballete, a modo de barrera, con la esperanza de que, pese a su fragilidad, fuese lo bastante s�lido para detener al se�or Ramsay y sus desmesuradas exigencias. Hizo todo lo que pudo para concentrarse en el cuadro mientras le daba la espalda; aquella l�nea all�, aquel volumen all�. Pero le result� imposible. Aunque se mantuviera a quince metros de distancia, aunque no hablara, aunque ni siquiera mirase, lo empapaba todo, triunfaba, se impon�a. Lo cambiaba todo. Lily no ve�a el color, no ve�a las l�neas; s�lo era capaz de pensar, incluso con el se�or Ramsay vuelto de espaldas: dentro de un momento caer� sobre m�, pidi�ndome�, algo que ella no iba a ser capaz de darle. Desech� uno de los pinceles y empu�� otro. �Cu�ndo aparecer�an los chicos? �Cu�ndo se pondr�an en camino?, se pregunt� con impaciencia. Aquel hombre, pens�, sintiendo crecer la indignaci�n, nunca daba nada; se limitaba a tomar. Y ella, por su parte, se iba a ver obligada a dar. La se�ora Ramsay hab�a dado. Hab�a muerto dando, dando sin descanso�, y hab�a dejado aquello. En realidad estaba enfadada con la se�ora Ramsay. Tembl�ndole levemente el pincel que sosten�a entre los dedos, contempl� el seto, el escal�n, la pared. Todo era obra de la se�ora Ramsay, que estaba muerta. Y all� quedaba Lily, a sus cuarenta y cuatro a�os, malgastando el tiempo, incapaz de hacer nada, inm�vil, fingiendo que pintaba, fingiendo la �nica cosa que no se pod�a fingir, y todo por culpa de la se�ora Ramsay, que estaba muerta y hab�a dejado vac�o el escal�n donde sol�a sentarse. La se�ora Ramsay estaba muerta.
      Pero �por qu� repetirlo una y otra vez? �Por qu� tratar siempre de provocar una emoci�n que no sent�a? Hab�a algo blasfemo en ello. Todo estaba seco, marchito, gastado. No deber�an haberla invitado; no deber�a haber venido. No se puede malgastar el tiempo a los cuarenta y cuatro a�os, pens�. Aborrec�a hacer como que pintaba. Un pincel, la �nica cosa segura en un mundo de conflictos, de ruina, de caos, era algo con lo que no se deb�a jugar, ni siquiera a sabiendas; lo detestaba. Pero �l la obligaba. No tocar�s el lienzo, parec�a decir, dirigi�ndose hacia ella, hasta que me hayas dado lo que quiero. All� estaba de nuevo, muy cerca de ella, �vido, angustiado. Bien, pens� Lily, presa de la desesperaci�n, dejando caer la mano derecha a lo largo del cuerpo, ser� m�s sencillo acabar de una vez. Echando mano de los recuerdos podr�a, sin duda, imitar el rubor, el entusiasmo, la rendici�n incondicional que hab�a visto en el rostro de tantas mujeres (en el de la se�ora Ramsay, por ejemplo) cuando en ocasiones como aquella se lanzaban �recordaba perfectamente la expresi�n de la se�ora Ramsay� a un �xtasis de compasi�n, de placer por la recompensa que recib�an y que, aunque el motivo se le escapaba, sin duda les proporcionaba la felicidad suprema de que es capaz la naturaleza humana. All� estaba; ya se hab�a detenido a su lado. Le dar�a lo que pudiera.


2

       Parec�a haberse encogido un poco, pens� el se�or Ramsay. Diminuta, fr�gil, pero no desprovista de atractivo. A �l le gustaba. En una ocasi�n se hab�a hablado de su matrimonio con William Bankes, pero todo qued� en nada. Su mujer le ten�a cari�o. �l, adem�s, se hab�a mostrado un poco malhumorado durante el desayuno. Y luego, por otra parte�, pasaba por uno de aquellos momentos en que sent�a una enorme necesidad, sin que supiera muy bien los motivos, de acercarse a cualquier mujer, y obligarla, no le importaba c�mo, tal era su necesidad, a darle lo que quer�a: compasi�n.
      �Hab�a alguien que se ocupara de ella?, le pregunt�. �Ten�a todo lo que necesitaba?
      �S�, s�, gracias, no me falta de nada �dijo Lily Briscoe con nerviosismo. No; no sab�a hacerlo. Tendr�a que haberse dejado llevar de inmediato por una ola de piedad: la presi�n que recib�a era tremenda. Pero sigui� clavada en el sitio. Hubo un silencio terrible. Los dos miraron al mar. �Por qu�, pens� el se�or Ramsay, tiene que mirar al mar estando yo aqu�? Confiaba en que el mar estuviese lo bastante en calma para que pudieran desembarcar en el faro, dijo Lily. �El faro! �El faro! �A qu� ven�a hablar del faro?, pens�, impaciente, el se�or Ramsay. De inmediato, con la fuerza de un vendaval de los albores del mundo (porque, verdaderamente, no pod�a contenerse ya), brot� de �l un gemido tal que cualquier otra mujer habr�a hecho algo, habr�a dicho algo: cualquiera menos yo, pens� Lily, burl�ndose de s� misma amargamente, que no soy una mujer, sino, probablemente, una solterona picajosa, malhumorada y reseca.
      El se�or Ramsay suspir� con toda su alma y esper�. �Es que Lily no iba a decirle nada? �Es que no ve�a lo que quer�a de ella? A continuaci�n explic� que ten�a un motivo particular para ir al faro. Su esposa sol�a enviar regalos al farero. Hab�a un pobre chico con tuberculosis �sea, el hijo del farero. Suspir� hondamente. Suspir� de manera significativa. Todo lo que Lily quer�a era que aquella enorme corriente de dolor, aquel hambre insaciable de compasi�n, aquella exigencia de que se rindiera a �l sin condiciones �y, aun as�, todav�a le quedar�an suficientes sufrimientos para mantenerla eternamente abastecida�, pudiera ser desviada (no dejaba de mirar hacia la casa, con la esperanza de una interrupci�n) antes de que la arrastrara con su caudal.
      �Excursiones como esta �dijo el se�or Ramsay, removiendo la tierra con la punta de la bota� son muy penosas. �Lily sigui� sin decir nada. (Es una mujer sin alma, es una piedra, se dijo)�. Son agotadoras �a�adi�, contemplando, con una expresi�n l�nguida que a Lily le produjo n�useas (se daba cuenta de que estaba representando, de que aquel gran hombre se daba en espect�culo), sus hermosas manos. Era horrible, era indecoroso. �Es que no van a aparecer nunca?, se pregunt�, incapaz de sostener aquel enorme peso de tristeza, de soportar aquellos pesados cortinajes de aflicci�n (el se�or Ramsay hab�a adoptado una pose de extrema decrepitud; incluso se tambale� un poco mientras segu�a all�) un momento m�s.
      Pero Lily segu�a sin poder hablar; no divisaba en todo el horizonte objeto alguno que sirviera de tema de conversaci�n; s�lo sent�a, con asombro, mientras el se�or Ramsay segu�a a su lado, c�mo su mirada parec�a caer l�gubremente sobre el c�sped soleado, desti��ndolo, y arrojar sobre la figura del se�or Carmichael, rubicunda, somnolienta, enteramente satisfecha, que le�a una novela francesa en una hamaca, un velo de cresp�n, como si la existencia de su amigo, al hacer alarde de su prosperidad en un mundo de sufrimientos, bastara para provocar las m�s negras ideas. M�ralo, parec�a decir el se�or Ramsay, y m�rame a m�; y, de hecho, durante todo aquel tiempo el deseo del se�or Ramsay era: piensa en m�, piensa en m�. Ah, si fuera posible levantar la masa que representaba el se�or Carmichael hasta colocarla a su lado, dese� Lily; habr�a bastado con colocar el caballete un metro m�s cerca; un hombre, cualquier hombre, habr�a sofocado aquella efusi�n, habr�a atajado aquellas lamentaciones. Provocaba aquel horror por su condici�n de mujer y deber�a saber, en tanto que mujer, c�mo enfrentarse con �l. Era un descr�dito tremendo que, siendo una representante del sexo femenino, siguiera all� completamente muda. Hab�a que decir�, �qu� era lo que se dec�a? �Ah, se�or Ramsay! �Mi querido se�or Ramsay! Eso ser�a lo que aquella amable anciana que tomaba apuntes, la se�ora Beckwith, hubiera dicho instant�nea y acertadamente. Pero no. All� segu�an, aislados del resto del mundo. La inmensa compasi�n que sent�a por s� mismo, su ansia de que se le compadeciera brotaba y se extend�a en charcos a los pies de Lily, y todo lo que ella hac�a, miserable pecadora que era, consist�a en recogerse un poco la falda en torno a los tobillos, no fuera a mojarse. All� sigui�, en completo silencio, empu�ando el pincel.
      �Nunca se lo agradecer�a suficientemente al cielo! Empezaban a o�rse ruidos dentro de la casa. James y Cam deb�an de estar a punto de aparecer. Pero el se�or Ramsay, como si supiera que le quedaba muy poco tiempo, extrem� sobre la figura solitaria de Lily la inmensa presi�n de su inconmensurable infortunio, de su edad, de su fragilidad, de su desolaci�n, si bien, de pronto, al agitar, impaciente, la cabeza, por lo molesto que se sent�a �porque, despu�s de todo, �qu� mujer se le pod�a resistir?�, se dio cuenta de que ten�a desatados los cordones de las botas. Unas botas muy notables, pens� Lily, contempl�ndolas: se dir�a que estaban esculpidas; hab�a en ellas algo de colosal; y, como todas las otras prendas del se�or Ramsay, desde la corbata deshilachada hasta el chaleco abotonado s�lo a medias, indiscutiblemente suyas. Lily se las imagin� regresando a su cuarto por decisi�n propia, expresando, en ausencia de su propietario, lo que el se�or Ramsay ten�a de conmovedor, as� como su desabrimiento, su mal humor y su atractivo.
      ��Qu� botas tan bonitas! �exclam� Lily, sintiendo de inmediato verg�enza de s� misma. Alabarle las botas cuando quer�a solaz para su alma, cuando le hab�a mostrado sus manos ensangrentadas, su maltrecho coraz�n, y le hab�a pedido compasi�n, decirle en aquel momento, alegremente, �Ah, pero �qu� botas tan bonitas lleva usted!�, se merec�a estaba segura, y alz� la vista esperando que as� fuera, el aniquilamiento total, al provocar uno de los repentinos ataques de indignaci�n del se�or Ramsay.
      Pero su interlocutor procedi�, en cambio, a sonre�rle. Se despoj� del pa�o mortuorio, de las colgaduras y de los achaques. Ah, s�, dijo, alzando un pie para que viera mejor, eran botas de primera clase. S�lo hab�a una persona en Inglaterra capaz de hacer botas como aquellas. Las botas figuraban entre las principales calamidades de la humanidad, dijo. �Los fabricantes de botas�, exclam�, �se empe�an en lisiar y torturar los pies de los seres humanos�. Son, adem�s, las personas m�s obstinadas y perversas. �l hab�a tenido que consagrar buena parte de su juventud a la tarea de conseguir que le hicieran botas tal como las botas se ten�an que hacer. Le gustar�a que la se�orita Briscoe advirtiera (alz� primero el pie derecho y luego el izquierdo) que no hab�a visto nunca botas con aquella forma. Estaban hechas, adem�s, con el mejor cuero del mundo. En su mayor parte, lo que pasaba por cuero no era m�s que papel marr�n y cart�n. Contempl� satisfecho su propio pie, que a�n segu�a levantado. Hab�an conseguido llegar, le pareci� a Lily, a una soleada isla donde habitaba la paz, reinaba la cordura y donde el sol brillaba eternamente, la isla bendita de las buenas botas. Sinti� que su coraz�n se enternec�a. �Ahora veamos si sabe usted hacer un nudo�, dijo el se�or Ramsay. El imperfecto m�todo de Lily s�lo mereci� la conmiseraci�n del gran hombre, que procedi� a hacerle una demostraci�n de su invento personal. Una vez que se hace la lazada como yo la hago, no se desata nunca. Tres veces le at� el zapato, para desat�rselo otras tantas.
      �Por qu�, en aquel momento completamente inadecuado, cuando el se�or Ramsay estaba inclinado sobre su zapato, la domin� de tal modo el afecto que, al inclinarse tambi�n ella, se le arrebol� la cara y, al pensar en su insensibilidad (lo hab�a llamado actor), los ojos se le llenaron de l�grimas? Ocupado como estaba, su anfitri�n le pareci� una figura de infinito patetismo. El se�or Ramsay ataba nudos y compraba botas. No se le pod�a ayudar en el viaje que hab�a emprendido. Pero ahora, precisamente cuando Lily quer�a decir algo, cuando tal vez hubiera dicho algo, aparecieron en la terraza Cam y James. Llegaban, con retraso, los dos juntos, formando una pareja seria y melanc�lica.
      Pero �por qu� ten�an que aparecer as�? Lily not� que se enfadaba con ellos; deber�an mostrarse un poco m�s alegres; dar a su padre, ahora que iban a marcharse, lo que ella ya no iba a tener oportunidad de proporcionarle. Porque Lily sinti� un repentino vac�o, una frustraci�n. El sentimiento hab�a llegado demasiado tarde; lo ten�a ya listo, pero el se�or Ramsay hab�a dejado de necesitarlo. Se hab�a convertido en un hombre muy distinguido, de cierta edad, que no necesitaba de ella para nada. Lily se sinti� desairada. El se�or Ramsay se ech� una mochila a la espalda y reparti� los paquetes, porque hab�a varios, mal atados, envueltos en papel de estraza. Mand� a Cam en busca de una capa. Ten�a todo el aspecto de un l�der que se prepara para una expedici�n. Luego, dando media vuelta, abri� la marcha con su firme paso militar, con sus maravillosas botas y los paquetes envueltos en papel de estraza, camino adelante, seguido por sus hijos. Se dir�a, pens� Lily, que el destino los hab�a elegido para alguna dif�cil empresa, y que iban a ella obedientes, a�n lo bastante j�venes para seguir sin protestar las huellas de su padre, pero con excesiva palidez en los ojos, prueba, pens� Lily, de que hab�an sufrido en silencio m�s de lo que les correspond�a por su edad. Enseguida dejaron atr�s el l�mite del c�sped, y a Lily le pareci� que presenciaba el avance de una comitiva, animada por un impulso com�n que la convert�a, pese a sus titubeos y a su flojera, en un grupito muy unido y extra�amente conmovedor. Cort�smente, pero de manera muy distante, el se�or Ramsay alz� una mano e hizo un gesto de despedida.
      Pero �qu� rostro tan extraordinario!, pens� Lily, descubriendo al instante que la compasi�n, no solicitada en aquel momento, se esforzaba por encontrar un cauce. �C�mo hab�a llegado a ser as�? Pas�ndose las noches reflexionando, supuso�, sobre la realidad de las mesas de cocina, se dijo, recordando el s�mbolo que Andrew le hab�a proporcionado para ayudarle a entender el tema de las meditaciones del se�or Ramsay. (Se acord� de que a Andrew lo hab�a matado un trozo de metralla). Aquella mesa de cocina era un objeto austero, arquet�pico; riguroso en su desnudez y carente de ornamentos. Un algo que carec�a de color, todo esquinas y �ngulos, sin otra pretensi�n que la simplicidad. Pero el se�or Ramsay no cesaba de mirarla, no se permit�a nunca distracciones ni ilusiones, hasta que su rostro se hab�a consumido y hab�a adquirido un alto grado de ascetismo, participando de aquella belleza sin adornos que tanto la impresionaba. Luego, record� (sin moverse todav�a del sitio donde �l la hab�a dejado, empu�ando el pincel), las preocupaciones hab�an modificado aquel rostro, priv�ndolo en parte de su nobleza. Lily supuso que el se�or Ramsay hab�a tenido sus dudas sobre aquella mesa; dudas sobre si la mesa era una mesa de verdad; sobre si merec�a la pena consagrarle el tiempo que le dedicaba; sobre si, despu�s de todo, era capaz de encontrarla. Hab�a tenido dudas, estaba segura; de lo contrario no hubiera pedido tanto a los dem�s. Sospechaba que, a veces, marido y mujer hablaban precisamente de eso a altas horas de la noche; y a la ma�ana siguiente la se�ora Ramsay parec�a cansada, y Lily se enfurec�a con �l por alguna absurda insignificancia. Pero ahora el se�or Ramsay no ten�a a nadie con quien hablar de la mesa, ni de sus botas, ni de sus nudos; y era como un le�n buscando alguien a qui�n devorar, y hab�a en su rostro un toque de desesperaci�n, de exageraci�n, que la llenaba de alarma y le hac�a recogerse la falda. Y luego, pens�, se produc�a aquella repentina revivificaci�n, aquella repentina recuperaci�n de vitalidad y de inter�s en las cosas ordinarias, que tambi�n hab�a concluido y que se hab�a transformado (porque el se�or Ramsay cambiaba constantemente, sin ocultar nada) en aquella otra fase final que era nueva para ella y que le hab�a hecho, lo reconoc�a, avergonzarse de su irritabilidad, porque se ten�a la impresi�n de que el se�or Ramsay hab�a prescindido de preocupaciones y ambiciones, de la esperanza de ser compadecido y del deseo de recibir alabanzas, para penetrar en una nueva regi�n, por lo que, a la cabeza de su peque�a comitiva, caminaba absorto en mudo coloquio consigo mismo o con otra persona, movido por algo, semejante a la curiosidad, que lo arrastraba lejos, m�s all� del horizonte cotidiano del com�n de los mortales. �Qu� rostro tan extraordinario! La puerta de la verja se cerr� de golpe.


3

       De manera que ya se han ido, pens� Lily, suspirando con una mezcla de alivio y desaliento. La compasi�n que no hab�a podido manifestar parec�a volverse y golpearle en la cara, con la flexibilidad de una zarza. Se sinti� extra�amente dividida, como si se viera, en parte, arrastrada hacia el exterior �la ma�ana, apacible, neblinosa, y el faro, que parec�a encontrarse a una inmensa distancia� y como si, por el contrario, tambi�n se hubiera quedado, en parte, fijada al c�sped, obstinada, s�lidamente. Tuvo la impresi�n de que el lienzo hab�a venido flotando y se hab�a colocado por decisi�n propia, virginal e intransigente, delante de ella. Parec�a reprenderla con su mirada fr�a por toda aquella prisa y agitaci�n, por toda aquella locura y derroche de emociones, y la devolv�a implacablemente a s� misma, proporcion�ndole, en primer lugar, paz, mientras sus confusas emociones (el se�or Ramsay se hab�a marchado y, pese a la mucha compasi�n que le inspiraba, no le hab�a dicho nada) abandonaban el campo; y, a continuaci�n, el vac�o. Contempl� sin expresi�n el lienzo, que la miraba blanco e intransigente, y luego pas� del lienzo al jard�n. Recordaba algo (entorn� sus ojillos achinados y contrajo la cara) en las relaciones de aquellas l�neas que atravesaban el espacio, que lo divid�an, y en la masa del seto con su cavidad verde, hecha de azules y marrones, que se le hab�a quedado en la cabeza, que le hab�a hecho un nudo en la mente, por lo que, en momentos perdidos, de forma involuntaria, mientras recorr�a Brompton Road o se cepillaba el pelo, se descubr�a pintando el cuadro, recorri�ndolo con la mirada y desatando el nudo de su imaginaci�n. Pero exist�a una diferencia abismal entre hacer planes alegremente sin tener el lienzo delante y empu�ar de verdad el pincel y dar la primera pincelada.
      El nerviosismo provocado por la presencia del se�or Ramsay le hab�a hecho equivocarse de pincel, y el caballete, clavado en el suelo con tanta agitaci�n, no ten�a la orientaci�n adecuada. Una vez que hubo rectificado todo aquello y que, al hacerlo, domin� las cosas improcedentes e inoportunas que distra�an su atenci�n y que le hac�an acordarse de qui�n era y de las relaciones que ten�a con la gente, tom� posesi�n de su mano y alz� el pincel, que, por un momento, permaneci� temblando en el aire, en un �xtasis doloroso pero estimulante. �D�nde ten�a que empezar? Esa era la cuesti�n; �en qu� punto dar�a la primera pincelada? Una l�nea trazada en el lienzo creaba innumerables riesgos, provocaba decisiones no por inevitables menos irrevocables. Todo lo que parec�a simple en teor�a, se convert�a en complicado cuando se llevaba a la pr�ctica; de la misma manera que las olas, aunque sim�tricamente distribuidas cuando se las ve desde lo alto del acantilado, est�n sin embargo separadas por profundos golfos y crestas espumeantes para el nadador que se debate entre ellas. Hay que correr el riesgo de todos modos; hay que dar la primera pincelada.
      Con una curiosa sensaci�n, sinti�ndose empujada y retenida al mismo tiempo, adelant� el pincel, con rapidez y decisi�n, hasta apoyarlo sobre la tela. Un temblor marr�n dej� sobre el lienzo blanco una se�al en movimiento. Luego repiti� el gesto una segunda y tercera vez. Mediante pausas y temblores alcanz� un ritmo de danza, como si las interrupciones fuesen una parte del ritmo y las pinceladas otra, ambas relacionadas; de ese modo, por medio de pausas y de pinceladas ligeras, r�pidas, Lily cubri� el lienzo de nerviosas l�neas marrones en movimiento que, apenas trazadas, encerraban un espacio (cuya importancia sent�a crecer a cada momento). En el hueco de una ola ve�a la siguiente, alz�ndose cada vez m�s alta por encima de la primera. Porque, �qu� pod�a ser m�s formidable que aquel espacio? All� estaba de nuevo, pens�, retrocediendo para mirarlo, apartada de las conversaciones intrascendentes, apartada de la vida, separada de la gente y en presencia de su antiguo y formidable enemigo personal: aquella otra cosa, aquella verdad, aquella realidad, que de repente se apoderaba de ella, que surg�a desnuda por detr�s de las apariencias y exig�a su atenci�n. Lily se sent�a dispuesta y reacia a medias. �Por qu� ten�a siempre que quedarse sola y ser arrastrada? �Por qu� no se la dejaba en paz, por qu� no dedicarse a hablar con el se�or Carmichael en el jard�n? Se mirara como se mirase, se trataba de una relaci�n agotadora. Otros objetos venerables se contentaban con la veneraci�n; hombres, mujeres, Dios mismo, todos permit�an que el fiel se postrara de rodillas; pero aquella realidad, aunque s�lo se tratara de la forma de una pantalla blanca por encima de una mesa de mimbre, exig�a un combate perpetuo, desafiaba a una confrontaci�n de la que inevitablemente se sal�a derrotado. Antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentraci�n de la pintura, Lily pasaba siempre (no sab�a si achacarlo a su manera de ser o si era consecuencia de su condici�n de mujer) por unos instantes de desnudez en los que parec�a un alma non nata, un alma separada del cuerpo, que se debatiera en alguna cumbre ventosa, expuesta sin protecci�n al azote de todas las dudas. �Por qu� lo hac�a entonces? Contempl� el lienzo, levemente rayado por l�neas en movimiento. Lo colgar�an en los dormitorios de los criados. O lo enrollar�an y acabar�a debajo de un sof�. �Qu� sentido ten�a hacer aquello? Oy� una voz diciendo que no sab�a pintar, diciendo que era incapaz de crear, como si estuviera atrapada en una de esas corrientes habituales que, al cabo de cierto tiempo, la experiencia forma en la mente, de manera que las palabras se repiten sin saber ya qui�n las dijo por vez primera.
      No saben ni pintar ni escribir, murmur� mon�tonamente, meditando, inquieta, cu�l deber�a ser su plan de ataque. Porque los vol�menes se alzaban ante ella, sobresal�an, sent�a su presi�n en los ojos. Luego, como si ya hubiera segregado espont�neamente la sustancia necesaria para lubrificar sus facultades, empez�, insegura, a mojar el pincel entre los azules y los �mbares, movi�ndolo de aqu� para all�, aunque ahora resultaba m�s pesado y avanzaba m�s despacio, como si se acompasara con alg�n ritmo que Lily recib�a al dictado (segu�a contemplando el seto y el lienzo) de las cosas que ve�a, por lo que, si bien su mano se estremec�a de vida, aquel ritmo era lo bastante fuerte para arrastrarla con �l en su corriente. Y al mismo tiempo que perd�a conciencia de las cosas exteriores, as� como de su nombre, su personalidad y su aspecto, y de si el se�or Carmichael estaba o no all�, su mente segu�a arrojando a la superficie, desde lo m�s profundo, escenas, nombres, frases, recuerdos e ideas, como una fuente arroja l�quido, sobre aquel resplandeciente espacio blanco, espantosamente dif�cil, mientras ella lo moldeaba con verdes y azules.
      Se acord� de que Charles Tansley sol�a decir que las mujeres no sab�an ni pintar ni escribir. Viniendo por detr�s, se hab�a detenido a su lado, muy cerca, algo que Lily aborrec�a, mientras pintaba precisamente all�, en aquel mismo sitio. �Picadura�, dijo, �a cinco peniques la onza�, haciendo alarde de su pobreza y de sus principios. (Pero la guerra hab�a embotado el aguij�n de su feminidad. �Pobres criaturas, pensaba, pobres diablos de ambos sexos, metidos en semejante l�o!). Charles Tansley siempre llevaba un libro bajo el brazo: un libro morado. Charles Tansley �trabajaba�. Record� que se pon�a a trabajar a pleno sol. Y a la hora de cenar se sentaba en el centro de la mesa del comedor, tapando la vista. Luego, pens�, estaba la escena de la playa. No era posible olvidarla. Fue una ma�ana ventosa. Hab�an bajado todos a la playa. La se�ora Ramsay escrib�a cartas junto a una roca. Escrib�a y escrib�a. �Oh�, dijo, contemplando por fin algo que flotaba en el mar, ��se trata de una nasa para langostas o de un bote volcado?�. Era tan corta de vista que no lo distingu�a, y entonces Charles Tansley despleg� al m�ximo la amabilidad de que era capaz y empez� a hacer cabrillas. Eleg�an cantos planos de color negro y los lanzaban rebotando sobre las olas. De cuando en cuando la se�ora Ramsay miraba por encima de los lentes y se re�a de ellos. No recordaba de qu� hablaban; tan s�lo se acordaba de Charles y ella lanzando piedras y llev�ndose muy bien de repente y la se�ora Ramsay mir�ndolos. Lily se daba cuenta muy bien de aquel �ltimo ingrediente. La se�ora Ramsay, pens�, retrocediendo y entornando los ojos. (El dibujo tuvo que haber sido distinto con la se�ora Ramsay sentada en el escal�n en compa��a de James. Hab�a sin duda una sombra). La se�ora Ramsay. Cuando pensaba en Charles y en ella haciendo cabrillas, la escena toda de la playa parec�a depender en cierta manera de que la se�ora Ramsay estuviera sentada junto a la roca, con un bloc sobre la rodilla, escribiendo cartas. (Escrib�a innumerables cartas, y a veces el viento se las llevaba; Charles y ella salvaron algunas hojas de caer al mar). Pero �qu� poder el del alma humana!, pens�. Aquella mujer, all� sentada, escribiendo junto a la roca, lo transformaba todo, simplific�ndolo; lograba que aquellos enfados, aquellas irritaciones se desprendieran como trapos viejos; la se�ora Ramsay reconciliaba esto y aquello y lo de m�s all�, y hab�a logrado hacer algo con aquella estupidez y aquel mezquino rencor (Charles y ella pele�ndose y discutiendo s�lo pon�an de manifiesto su estupidez y su rencor); la escena de la playa, por ejemplo: aquel momento de amistad y de placer compartido sobreviv�a intacto, despu�s de todos aquellos a�os, de manera que Lily pod�a sumergirse en �l para rehacer el recuerdo de Charles, descubri�ndolo casi como una obra de arte, por a�adidura.
      �Como una obra de arte�, repiti�, contemplando primero el lienzo, despu�s los escalones de la sala de estar y otra vez el lienzo. Necesitaba descansar un momento. Y, mientras descansaba, al mirar distra�damente ambas cosas, la antigua pregunta que cruza por el cielo del alma perpetuamente, la pregunta amplia y general, con tendencia a hacerse m�s precisa en momentos como aquel, en los que Lily dejaba que sus facultades descansaran, se deten�a sobre ella, hac�a una pausa, se oscurec�a sobre su cabeza. �Cu�l es el significado de la vida? Eso era todo: una simple pregunta que tend�a a hacerse m�s apremiante con el paso de los a�os. La gran revelaci�n no se hab�a producido. Quiz� no se produjera nunca. Hab�a, en cambio, iluminaciones, cerillas repentinamente encendidas en la oscuridad, peque�os milagros cotidianos; acababa de tropezarse con uno. Esto, aquello y lo de m�s all�; Charles Tansley, ella y la ola rompi�ndose; la se�ora Ramsay reconcili�ndolos; la se�ora Ramsay diciendo �Aqu� la vida permanece detenida�; la se�ora Ramsay haciendo de aquel momento algo permanente (como en otra esfera intentaba hacer la misma Lily); aquello ten�a valor de revelaci�n. En medio del caos hab�a forma; el eterno discurrir y fluir (mir� a las nubes que avanzaban y a las hojas que temblaban) se transformaba en estabilidad. Aqu� la vida permanece detenida, dijo la se�ora Ramsay. ��Se�ora Ramsay, se�ora Ramsay!�, repiti� Lily. Le deb�a aquella revelaci�n. Todo era silencio. Al parecer, nadie se mov�a a�n en la casa. La contempl�, dormida bajo los primeros rayos de sol, con las ventanas verdes y azules por el reflejo de las hojas. Su vaga manera de pensar en la se�ora Ramsay parec�a estar en consonancia con aquella casa tan tranquila, aquel humo, aquel aire transparente de primera hora de la ma�ana. Aunque vaga e irreal, la presencia de la se�ora Ramsay era, al mismo tiempo, sorprendentemente pura y estimulante. Lily dese� que nadie abriera la ventana ni saliera de la casa; dese� que la dejaran sola y pudiera seguir pensando y pintando. Volvi� al lienzo, pero, empujada por la curiosidad, movida por la molestia de no haber podido manifestar su compasi�n, avanz� un paso o dos hasta el l�mite del c�sped para comprobar si, abajo, en la playa, era posible ver el grupito de excursionistas haci�ndose a la mar. Entre los barquitos cercanos a la orilla, algunos con las velas recogidas y otros movi�ndose con lentitud, porque el mar estaba en calma, hab�a uno completamente aparte de los dem�s, que izaba la vela en aquel momento. Lily decidi� que el se�or Ramsay, junto con Cam y James, ocupaba aquel barquito tan lejano y silencioso. Ya hab�an terminado la maniobra; enseguida, despu�s de un ligero desmadejamiento y vacilaci�n, la vela se hinch� y Lily vio c�mo la embarcaci�n, envuelta en un profundo silencio, se abr�a camino, decidida, entre las dem�s, para salir a mar abierto.


4

       La vela gualdrapeaba sobre sus cabezas. El agua acariciaba suave y r�tmicamente los costados del barquito, que dormitaba inm�vil al sol. De cuando en cuanto, al contacto con una leve brisa, la vela se ondulaba, pero volv�a de inmediato a la quietud. El barquito permanec�a inm�vil. El se�or Ramsay ocupaba el centro del bote. Se va a impacientar dentro de un momento, pens� James, y lo mismo hizo Cam, mirando a su padre, que estaba entre los dos (James empu�aba el tim�n y Cam ocupaba la proa), con las piernas recogidas. No le gustaba esperar. Como era de prever, despu�s de removerse inquieto unos segundos, el se�or Ramsay se dirigi� con brusquedad al chico de Macalister, que sac� los remos y empez� a remar. Pero su padre, los dos estaban seguros, s�lo se dar�a por satisfecho cuando volaran. Seguir�a buscando alg�n viento, removi�ndose intranquilo, y dir�a cosas en voz baja que llegar�an tanto a o�dos de Macalister como a los de su hijo, logrando que ellos dos se sintieran terriblemente inc�modos. Los hab�a forzado a venir. Los hab�a obligado a acompa�arle. La irritaci�n que sent�an les hac�a desear que nunca soplara el viento, que todo se le pusiera en contra, puesto que estaban all� en contra de su voluntad.
      Durante todo el descenso hasta la playa se hab�an ido quedando atr�s, juntos, aunque el se�or Ramsay les ordenaba sin hablar que apresurasen el paso. Llevaban la cabeza inclinada, aplastada por alg�n vendaval inexorable. Era imposible hablar con su padre. Ten�an que ir; ten�an que seguirlo. Ten�an que caminar tras �l acarreando paquetes envueltos en papel de estraza. Pero se comprometieron, en silencio, a apoyarse mutuamente y a cumplir el solemne pacto de resistir la tiran�a hasta la muerte. De manera que cada uno se sentaba en un extremo del bote, en silencio. No dec�an nada, tan s�lo, de cuando en cuando, miraban a su padre quien, con las piernas incre�blemente retorcidas, frunc�a el entrecejo, se remov�a inquieto, lanzaba interjecciones y murmuraba para sus adentros, mientras esperaba impaciente la aparici�n del viento. Y ellos deseaban que el mar siguiera en calma. Deseaban que se frustraran sus planes. Deseaban que la excursi�n fracasara por completo y que tuvieran que volver a la playa sin entregar los paquetes.
      Pero tan pronto como el chico de Macalister rem� un poco mar adentro, la vela gir� lentamente, el barquito resucit�, se aplast� contra el mar y sali� disparado. Al instante, como si hubiera desaparecido una gran tensi�n, el se�or Ramsay estir� las piernas, sac� la petaca, se la pas� a Macalister con un ligero gru�ido y, pese a lo mucho que sufr�an sus hijos, se sinti�, a ellos no les cupo la menor duda, plenamente satisfecho. A partir de aquel momento navegar�an durante horas, el se�or Ramsay le har�a una pregunta al viejo Macalister �probablemente sobre la gran tormenta del invierno anterior�, el viejo Macalister la contestar�a, los dos fumar�an en pipa, Macalister coger�a un cabo de cuerda alquitranada para hacer o deshacer un nudo y su chico pescar�a sin decir una sola palabra a nadie. James, por su parte, se ver�a forzado a no perder de vista la vela, porque si lo hac�a la lona se plegar�a y se arrugar�a, con lo que la velocidad del barquito disminuir�a, el se�or Ramsay dir�a abruptamente ��Cuidado, cuidado!� y el viejo Macalister se volver�a muy despacio. De manera que no tardaron en o�r c�mo el se�or Ramsay hac�a su pregunta. �Lleg� doblando el cabo�, respondi� el viejo Macalister, describiendo la gran tempestad de las Navidades, que oblig� a diez buques a entrar en la bah�a en busca de refugio; �l hab�a visto �uno aqu�, otro ah� y otro m�s all� (se�al� lentamente por todo el per�metro de la bah�a. El se�or Ramsay sigui� su explicaci�n, girando la cabeza). Y tres hombres agarrados al m�stil. Luego el barco se hundi�. �Y terminamos por desatracar el bote salvavidas�, prosigui� (pero, debido a lo indignados que estaban y al silencio que se hab�a impuesto, los hijos del se�or Ramsay, sentados en los extremos del barquito y unidos por su pacto de luchar contra la tiran�a hasta la muerte, s�lo se enteraban de una palabra aqu� y otra all�). Finalmente desatracaron el bote salvavidas y salieron con �l hasta m�s all� del cabo� Macalister cont� la historia y, aunque s�lo se enteraban de una palabra aqu� y otra all�, estaban todo el tiempo pendientes de su padre: c�mo se inclinaba hacia adelante, c�mo hac�a que su voz armonizara con la de Macalister; c�mo, dando chupadas a la pipa, y examinando los sitios que Macalister se�alaba, disfrutaba con la idea de la tempestad y de la noche oscura y de los pescadores luchando contra el mar. Al se�or Ramsay le gustaba que los varones trabajaran y sudaran de noche en la playa ventosa, enfrentando m�sculos y cerebro a olas y viento; le gustaba que los hombres trabajaran as� y que las mujeres cuidaran la casa y velaran a los ni�os que dorm�an mientras los hombres luchaban contra los elementos con riesgo de su vida. James lo adivinaba, al igual que Cam (miraban a su padre y luego se miraban entre ellos), simplemente por su manera de agitar la cabeza, por la atenci�n con que escuchaba, por su tono de voz y hasta por una pizca de acento escoc�s que le daba apariencia de campesino mientras interrogaba a Macalister sobre los once barcos a los que la tempestad hab�a obligado a refugiarse en la bah�a. Tres se hab�an hundido.
      El se�or Ramsay contemplaba entusiasmado los lugares que Macalister se�alaba y Cam pens�, sinti�ndose orgullosa de �l sin saber muy bien por qu�, que si su padre hubiera estado all� tambi�n habr�a echado al mar el bote salvavidas y hubiera llegado hasta el barco naufragado. Era muy valiente y muy amante de las aventuras, pens� Cam. Pero enseguida record� que hab�a suscrito un pacto con James: combatir la tiran�a hasta la muerte. La injusticia cometida les abrumaba con su peso. Se les hab�a ordenado ir, se les hab�a forzado a ir. Su padre los hab�a vencido una vez m�s con su tristeza y su autoridad, oblig�ndolos a hacer lo que �l quer�a: ir al faro en aquella espl�ndida ma�ana, a llevar unos paquetes, porque �l as� lo deseaba; participar en aquellos ritos que �l realizaba con satisfacci�n en memoria de los muertos y que ellos aborrec�an, de manera que iban como a rastras, y todas las posibilidades de pasarlo bien se frustraban.
      S�, el viento soplaba con m�s fuerza. El barquito se inclinaba y el agua, cortada con mayor violencia, se alejaba formando cascadas verdes, burbujeando, en cataratas. Cam contempl� la espuma, el mar con todos sus tesoros, y su velocidad la hipnotiz�, con lo que el v�nculo entre James y ella perdi� algo de fuerza, se afloj� un poco. Qu� deprisa se mueve, empez� a pensar Cam. �A d�nde vamos? Y el movimiento la hipnotiz�, mientras James, con la mirada fija en la vela y en el horizonte, llevaba el tim�n ce�udamente. Pero al mismo tiempo empez� a pensar que quiz� escaparan; quiz� consiguieran librarse de todo aquello. Pod�an desembarcar en alg�n sitio y reconquistar su libertad. Los dos hermanos, al mirarse un instante, tuvieron un sentimiento de libertad y de exaltaci�n provocado por la velocidad y el cambio. Pero el viento produjo el mismo entusiasmo en su padre, que al volverse el viejo Macalister para lanzar un sedal por la borda, exclam� con voz potente, �Perecimos�, y, enseguida, a�adi�, �completamente solos�. A continuaci�n, con su habitual espasmo de remordimiento o timidez, se puso en pie y agit� el brazo en direcci�n a la orilla.
      ��Ves la casita? �dijo, se�al�ndola, deseoso de que Cam mirase. Su hija se puso en pie a rega�adientes y mir�. Pero �cu�l? Era incapaz de reconocer, all�, en la ladera de la colina, cu�l era su casa. Todo resultaba remoto y apacible y extra�o. La orilla parec�a demasiado n�tida, irreal, desde tan lejos. La peque�a distancia recorrida les hab�a separado lo bastante para crear una perspectiva distinta, serena, de algo que se aleja y de lo que ya no formamos parte en absoluto. �Cu�l era su casa? Cam no la ve�a.
      �Pero yo, bajo un mar m�s encrespado �murmur� el se�or Ramsay, que s� hab�a encontrado la casa y, al verla, tambi�n se hab�a visto a s� mismo en ella; se hab�a visto paseando por la terraza, solo. Paseaba arriba y abajo, entre los jarrones de piedra; y le pareci� que ya era muy viejo y que caminaba encorvado. Sentado en el barquito, se inclin�, se encogi�, representando de inmediato su papel: el personaje del viudo afligido, desconsolado, por lo que convoc� de inmediato a su presencia una multitud de personas que lo compadec�an; represent� para s� mismo, sentado en el bote, un peque�o drama que exig�a de �l decrepitud, agotamiento y pesar (alz� las manos y comprob� su descarnamiento, confirmaci�n de su ensue�o), concedi�ndosele de inmediato y en abundancia la piedad femenina, por lo que se imagin� c�mo las mujeres le sosegar�an y se compadecer�an de �l y, al obtener en su imaginaci�n un reflejo del placer exquisito que representa para �l la conmiseraci�n femenina, suspir� y dijo, dulce y l�nguidamente:

             Pero yo, bajo un mar m�s encrespado,
             qued� en abismos sin medida sumergido
[8],

de manera que todos oyeron con claridad las melanc�licas palabras. Cam estuvo a punto de saltar en el asiento. Se sinti� escandalizada y ofendida. Su frustrado movimiento sac� al se�or Ramsay de su ensue�o; estremeci�ndose, se interrumpi�, exclamando: ��Mirad, mirad!� con tanta vehemencia que tambi�n James volvi� la cabeza para mirar a la isla por encima del hombro. Todos miraron. Miraron a la isla.

Pero Cam no ve�a nada. Estaba pensando en c�mo todos los senderos y el c�sped, tan marcados por las vidas que all� se hab�an vivido y tan ligados a ellas, hab�an desaparecido: se hab�an borrado; eran el pasado; eran irreales, mientras que aquello s� era real; el barquito y la vela con su remiendo; Macalister con sus pendientes en las orejas; el ruido de las olas: todo aquello era real. Mientras lo pensaba, murmuraba tambi�n �Perecimos completamente solos�, porque las palabras de su padre le volv�an una y otra vez a la cabeza, pero el se�or Ramsay, al advertir su mirada perdida, empez� a tomarle el pelo. �Sab�a d�nde estaban los puntos cardinales?, le pregunt�. �Distingu�a el norte del sur? �Cre�a de verdad que viv�an all� lejos? Y se�al� de nuevo, y le mostr� d�nde estaba su casa, junto a aquellos �rboles. Quer�a que se esforzara por ser m�s precisa, dijo. �Vamos a ver, �d�nde est�n el este y el oeste?�, dijo, ri�ndose a medias y reprendi�ndola a medias, porque el se�or Ramsay no era capaz de entender que alguien, de no ser un imb�cil total, ignorase la situaci�n de los puntos cardinales. Pero su hija no la sab�a. Al verla con aquella mirada imprecisa, bastante asustada ya, dirigiendo la vista hacia donde no hab�a ninguna casa, el se�or Ramsay se olvid� de sus ensue�os, de c�mo hab�a paseado arriba y abajo entre los jarrones de piedra de la terraza, de c�mo se extend�an, busc�ndolo, los brazos femeninos. Las mujeres son siempre as�, pens�; la vaguedad de su mente no tiene soluci�n; nunca hab�a sido capaz de entenderlo, pero era as�. Tambi�n le hab�a pasado a ella, a su esposa. Las mujeres no eran capaces de mantener la cabeza clara. Pero �l hab�a cometido un error enfad�ndose con Cam; m�s a�n, �no era cierto que, en el fondo, le gustaba aquella vaguedad de las mujeres? �No era parte de su extraordinario encanto? Voy a conseguir que me sonr�a, pens�. Parece asustada. No dice nada. Apret� los pu�os y decidi� que deb�a contener la voz y el rostro y todos los gestos r�pidos y muy expresivos que durante todos aquellos a�os hab�a tenido a su disposici�n para lograr que la gente se compadeciera de �l y le alabara. Conseguir�a que Cam le sonriera. Se le ocurrir�a alguna cosa f�cil y sencilla que decirle. Pero �qu�? Absorto como estaba en su trabajo, hab�a olvidado lo que se dec�a en casos como aquel. Estaba el perrito. Ten�an un perrito. �Qui�n se ocupa hoy del perrito?, pregunt�. S�, pens� James sin sentir la menor compasi�n, al ver la cabeza de su hermana contra la vela, ahora se dar� por vencida. Tendr� que luchar solo contra el tirano. S�lo yo cumplir� el pacto. Cam nunca resistir�a la tiran�a hasta la muerte, pens� ce�udamente, contemplando su rostro, vi�ndola triste, malhumorada, vencida. Y, como a veces sucede cuando la sombra de una nube cae sobre la falda verde de una colina y desciende la melancol�a y all�, entre todas las colinas que la rodean, se instalan la tristeza y el dolor y parece que las colinas mismas deber�an meditar sobre el destino de la nublada, de la oscurecida, ya sea para compadecerla o para alegrarse maliciosamente por su desaliento, as� Cam se sinti� oscurecida en aquel momento, mientras segu�a sentada entre aquellas personas tranquilas, decididas, y se preguntaba c�mo responder a su padre acerca del perrito; c�mo resistir su s�plica: perd�name, qui�reme, mientras que James el legislador, con las tablas de la eterna sabidur�a abiertas sobre la rodilla (su mano en el tim�n hab�a adquirido para ella un significado simb�lico), dec�a, �Resiste. Lucha contra �l�. Y lo dec�a con toda verdad y con toda justicia. Porque ten�an que luchar contra la tiran�a hasta la muerte, pens�. Cam reverenciaba la justicia por encima de todas las dem�s virtudes. Su hermano representaba la divinidad en lo que tiene de m�s austero; su padre, la s�plica en lo que tiene de m�s pat�tico. Y, ante qui�n ceder, se pregunt�, sentada entre ellos, mirando hacia una orilla cuyos puntos cardinales desconoc�a, y pensando c�mo ahora el c�sped y la terraza y la casa quedaban envueltos en la paz y la tranquilidad de la distancia.
      �Jasper �dijo con hosquedad. Jasper se ocupar�a del perrito.
      �Y qu� nombre le iba a poner?, insisti� su padre. �l, de peque�o, hab�a tenido un perro que se llamaba Frisk. Va a ceder, pens� James, al ver la expresi�n que apareci� en el rostro de Cam, una expresi�n que recordaba bien. Todas miran hacia abajo, pens�; se refugian en la labor que est�n haciendo o en algo parecido. Luego, de repente, levantan la vista. Se produc�a un rel�mpago de azul, lo recordaba bien, y enseguida una mujer que estaba sentada a su lado, re�a, se rend�a, y �l se enfadaba mucho. Ten�a que haber sido su madre, pens�, sentada en una sillita baja, y su padre, de pie, por encima de ella. Empez� a buscar entre la serie infinita de impresiones que el tiempo hab�a depositado, hoja sobre hoja, pliegue sobre pliegue, suave, incesantemente, en su cerebro; entre aromas y sonidos; entre voces, �speras, cavernosas, dulces; entre luces cambiantes y frotar de escobas; y record�, entre el ruido y el silencio del mar, c�mo un hombre hab�a caminado arriba y abajo hasta detenerse de golpe, muy erguido, encima de ellos. Mientras tanto se fij� en que Cam hund�a los dedos en el agua, miraba hacia la orilla no dec�a nada. No, no ceder�, pens�. Cam es diferente, pens�. Bien, si Cam no le contestaba, no la molestar�a, decidi� el se�or Ramsay, buscando el libro que llevaba en el bolsillo. Pero s� que le contestar�a; Cam deseaba, apasionadamente, remover el obst�culo que le inmovilizaba la lengua y decir: Ah, s�, Frisk. Lo llamar� Frisk. Quer�a incluso decir: ��Era ese el perro que encontr� el camino por el p�ramo sin ayuda de nadie?�. Pero, por mucho que se esforzaba, no se le ocurr�a nada equivalente que pusiera de manifiesto su orgullo, fuese fiel al pacto e hiciera llegar a su padre, al mismo tiempo, sin que James lo sospechara, una prueba secreta del amor que sent�a por �l. Porque, pens�, moj�ndose la mano (y ahora el chico de Macalister hab�a pescado una caballa que daba coletazos en el fondo del bote, con sangre en las agallas) y contemplando a James que, imparcial, manten�a la mirada fija en la vela o que, de cuando en cuando, escrutaba el horizonte durante unos segundos, t� no est�s expuesto a ello, a esta presi�n y divisi�n de los sentimientos, a esta extraordinaria tentaci�n. El se�or Ramsay se buscaba en los bolsillos; al cabo de un instante ya habr�a encontrado el libro. Porque nadie atra�a m�s a Cam; las manos de su padre le parec�an hermosas, al igual que sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su car�cter, y su excentricidad, y su pasi�n, y su capacidad para decir delante de todo el mundo Perecimos completamente solos, y su lejan�a. (Hab�a abierto el libro). Pero lo que segu�a siendo intolerable, pens�, irgui�ndose en el asiento, y viendo c�mo el chico de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era aquella est�pida ceguera y tiran�a suyas que hab�a envenenado su infancia y provocado amargas tormentas, de manera que incluso ahora todav�a se despertaba por la noche temblando de rabia y recordaba alguna orden suya; alguna insolencia. �Haz esto�, �Haz aquello�; su imperio: su �Som�tete a m��.
      De manera que no dijo nada, limit�ndose a mirar obstinada y tristemente la orilla, envuelta en su manto de paz; como si all� la gente se hubiera quedado dormida, pens�; o fuesen libres como el humo, libres de ir y venir como fantasmas. All� no existe el sufrimiento, pens�.


5

       S�, ese es su barco, decidi� Lily Briscoe, detenida en el l�mite del c�sped. Era un bote con una vela de color marr�n gris�ceo, al que vio aplastarse contra el agua e iniciar velozmente su recorrido por la bah�a. Ah� est� el se�or Ramsay, pens�, y los chicos siguen sin decir una sola palabra. Tampoco ella lograba llegar hasta �l. La compasi�n que no hab�a encontrado cauce le pesaba a�n y hac�a que le resultara dif�cil pintar.
      Siempre hab�a tenido problemas con el se�or Ramsay. Recordaba que nunca hab�a sido capaz de alabarlo cuando estaba presente. Y eso limitaba su relaci�n a una cosa neutra, sin el elemento sexual que hac�a tan galante, casi alegre, su actitud con Minta, y que le llevaba a coger una flor y ofrec�rsela o a prestarle sus libros. Pero �acaso cre�a que Minta los le�a? Se limitaba a llevarlos de aqu� para all� por el jard�n, utilizando las hojas de los �rboles como se�al.
      ��Se acuerda usted, se�or Carmichael?�, sinti� deseos de preguntarle, al mirar al anciano. Pero el se�or Carmichael se hab�a tapado la frente con el sombrero; estaba dormido, o so�aba, o se hab�a tumbado para cazar palabras, supuso Lily.
      ��Se acuerda?�, dese� preguntarle al pasar a su lado, pensando de nuevo en la se�ora Ramsay en la playa, mientras el barril danzaba sobre el agua y volaban las p�ginas de sus cartas. �Por qu�, despu�s de tantos a�os hab�a sobrevivido aquello, como si estuviera subrayado, iluminado, visible hasta el �ltimo detalle, mientras que, durante kil�metros y kil�metros por delante y por detr�s, no quedaba nada?
      ��Es un bote? �Un corcho?�, pregunt� la se�ora Ramsay, y Lily repiti� sus palabras al regresar �a rega�adientes una vez m�s� junto al lienzo. A Dios gracias, el problema del espacio segu�a existiendo, pens�, empu�ando de nuevo el pincel. Saltaba a la vista. La masa total del cuadro descansaba sobre aquel peso. Su superficie ten�a que ser hermosa y brillante, ligera y evanescente, con un color disolvi�ndose en otro, como los del ala de una mariposa; pero, por debajo, todo el edificio ten�a que estar sujeto con pernos de acero. Ten�a que ser algo que se rizara con el soplo de un suspiro y, al mismo tiempo, que no se pudiera desalojar con un tiro de caballos. Y Lily empez� a aplicar un rojo y un gris y fue modelando el camino hacia el vac�o central. Al mismo tiempo, le parec�a estar sentada en la playa, junto a la se�ora Ramsay.
      ��Es un bote? �O un barril?�, pregunt� la se�ora Ramsay, poni�ndose a buscar los lentes. Y, despu�s de encontrarlos, sigui� mirando el mar en silencio. Y Lily, pintando con aplicaci�n, sinti� como si se hubiera abierto una puerta, y uno entrara y se quedara contemplando en silencio un sitio que era como una catedral, muy oscuro y solemne. De un mundo muy remoto llegaban gritos. En el horizonte los barcos de vapor desaparec�an bajo columnas de humo. Charles lanzaba piedras y consegu�a que saltaran sobre el agua.
      La se�ora Ramsay no dec�a nada. Estaba feliz, pens� Lily, descansando en silencio, sin comunicar lo que sent�a; descansando en la densa oscuridad de las relaciones humanas. �Qui�n sabe lo que somos, lo que sentimos? �Qui�n sabe, incluso en el momento de m�s intimidad, que lo que se obtiene es conocimiento? �Acaso no se estropeaban las cosas, pod�a haber preguntado la se�ora Ramsay (Lily tuvo la sensaci�n de que aquel silencio suyo se hab�a producido con mucha frecuencia), por el hecho de decirlas? �No nos expresamos mejor as�? Aquel momento, al menos, parec�a extraordinariamente fecundo. Lily hizo un agujero en la arena y luego lo tap�, enterrando en �l de manera simb�lica la perfecci�n del momento. Era como una gota de plata con la que se mojaba, haci�ndola luminosa, la oscuridad del pasado.
      Lily retrocedi� a fin de tener una perspectiva total del cuadro. Era un extra�o sendero el que hab�a que recorrer con la pintura. Se llegaba cada vez m�s lejos, siempre adelante, hasta que, al final, se ten�a la impresi�n de estar en un estrecho tabl�n, completamente a solas, sobre el mar. Y al mismo tiempo que hund�a el pincel en la pintura azul, Lily se sumergi� tambi�n en aquel momento del pasado. Record� que, a continuaci�n, la se�ora Ramsay se hab�a puesto en pie. Ya era hora de volver a casa: la hora del almuerzo. Y todos regresaron juntos, Lily detr�s con William Bankes y, delante de ellos, Minta con un tomate en la media. �Con qu� insolencia parec�a pavonearse ante sus ojos aquel redondelito de tal�n rosado! �C�mo lo deplor� William Bankes, sin, por lo que ella recordaba, mencionarlo en absoluto! Para �l aquello significaba la aniquilaci�n de la feminidad, la suciedad y el desorden, los criados despidi�ndose y las camas a�n sin hacer a mediod�a: todas las cosas que m�s aborrec�a. William Bankes ten�a una manera peculiar de estremecerse y de extender los dedos como para tapar un objeto desagradable, y eso fue lo que procedi� a hacer en aquel momento, alzando la mano. Y Minta sigui� delante y probablemente Paul se reuni� con ella y se fueron juntos al jard�n.
      Los Rayley, pens� Lily Briscoe, apretando el tubo de pintura verde. Reuni� sus impresiones sobre los Rayley. Su vida se le present� en una serie de escenas; la primera en una escalera al amanecer. Paul hab�a llegado a casa y se hab�a acostado pronto; Minta regres� tarde. All� estaba, en mitad de la escalera, a eso de las tres de la madrugada, enguirnaldada y vestida con colores chillones. Paul sali� en pijama con un atizador en la mano, por si ten�a que v�rselas con alg�n ladr�n. Minta estaba comi�ndose un s�ndwich, de pie a mitad de la escalera, junto a una ventana, a la luz cadav�rica del amanecer, y la alfombra ten�a un agujero. Pero �qu� era lo que dec�an? Se pregunt� Lily, como si contemplando la escena pudiera o�rlos. Algo violento. Minia sigui� comi�ndose el s�ndwich, para molestarlo, mientras Paul hablaba, indignado, celoso, insult�ndola, sin levantar apenas la voz para no despertar a sus hijos, dos ni�itos. �l estaba consumido, tenso; ella, vistosa e indiferente. Porque las cosas hab�an dejado de funcionar al cabo de un a�o, poco m�s o menos; el matrimonio hab�a resultado bastante mal.
      Y a esto, pens� Lily, recogiendo la pintura verde con el pincel, a inventar escenas sobre las personas, �lo llamamos �conocer� a la gente, �pensar� en ellos, �tenerles cari�o�! No era verdad ni una palabra; se lo hab�a inventado todo, pero a trav�s de aquello, de todos modos, era como los conoc�a. Sigui� ahondando su camino en el cuadro, en direcci�n al pasado.
      En otra ocasi�n Paul dijo que �jugaba al ajedrez en los caf�s�, y Lily construy� toda una estructura imaginaria sobre aquella frase. Recordaba c�mo, al decirlo �l, se lo hab�a imaginado llamando a la criada, que le dec�a �La se�orita ha salido�, y su decisi�n de no quedarse en casa. Lo vio, sentado en un rinc�n de un sitio muy l�gubre, donde el humo se pegaba a los asientos de felpa roja, y donde las camareras llegaban a conocer a los clientes, jugando al ajedrez con un hombrecillo del que s�lo sab�a que trabajaba en el comercio del t� y que viv�a en Surbiton. Luego Minta segu�a sin volver a casa, y ten�an aquella escena en las escaleras, cuando �l sal�a con el atizador por si se trataba de ladrones (y tambi�n, sin duda, para asustar a su mujer) y hablaba con tanta amargura, dici�ndole a Minta que hab�a arruinado su vida. En cualquier caso, cuando fue a verlos a su casita cerca de Rickmansworth, la situaci�n era muy tirante. Paul la llev� al jard�n para que viera los conejos belgas que estaba criando, y Minta los sigui�, cantando, y le ech� el brazo al cuello para que no le contase nada a Lily.
      A Minta le aburr�an los conejos, pens� Lily, pero nunca descubr�a su juego. Nunca dec�a nada parecido a aquello de jugar al ajedrez en los caf�s. Se daba demasiada cuenta de las cosas, era demasiado precavida. Pero ahora la situaci�n era distinta; hab�a quedado atr�s la etapa peligrosa. Lily estuvo alg�n tiempo con ellos el verano anterior y, cuando el coche se averi�, Minta le fue pasando las herramientas a su marido. Paul reparaba el coche sentado en la carretera, y la manera en que ella le entregaba las herramientas �met�dica, sencilla, amistosa� le hizo ver que todo se hab�a arreglado. Ya no estaban �enamorados�, no; Paul se entend�a con otra mujer, una persona seria, con el pelo recogido en una trenza y un malet�n en la mano (Minta la hab�a descrito con gratitud, casi con admiraci�n), que iba a reuniones y compart�a las opiniones de Paul (que eran cada vez m�s tajantes) en materia de impuestos sobre bienes muebles e inmuebles. Lejos de deshacer el matrimonio, la relaci�n de Paul con aquella mujer lo hab�a recompuesto. Mientras �l arreglaba el coche y ella le pasaba las herramientas se ve�a con toda claridad que eran excelentes amigos.
      De manera que aquella era la historia de los Rayley, sonri� Lily. Se imagin� cont�ndosela a la se�ora Ramsay, llena de curiosidad por saber qu� hab�a sido de ellos. Lily se sentir�a un tanto reivindicada mientras le contaba que aquel matrimonio no hab�a sido precisamente un �xito.
      Pero los muertos, pens� Lily, al encontrar alg�n obst�culo en el dibujo que le oblig� a hacer una pausa y meditar, retrocediendo uno o dos pasos. �Ah, los muertos!, murmur�; se los compadece, se los aparta, se los mira incluso con un poquito de desprecio. Est�n a nuestra merced. La se�ora Ramsay se ha desvanecido, ya no existe, pens�. Podemos hacer caso omiso de sus deseos, prescindir de sus ideas limitadas y pasadas de moda. Se aleja cada vez m�s de nosotros. Y a Lily, burlona, le pareci� verla al fondo del corredor de los a�os, diciendo, entre todas sus posibles incongruencias: ��Casaos, casaos!� (sentada, muy erguida, a primera hora de la ma�ana, cuando los p�jaros empezaban a gorjear en el jard�n). Y habr�a que decirle: Todo ha salido en contra de sus deseos. Ellos son felices as�; tambi�n yo soy feliz de esta otra manera. La vida ha cambiado por completo. Con lo que todo su ser, incluso su belleza, se convirti� por un instante en algo polvoriento y anticuado. Durante un momento, Lily, all� de pie, con el sol calent�ndole la espaldas, resumiendo la vida de los Rayley, triunf� sobre la se�ora Ramsay, que nunca sabr�a que Paul frecuentaba los caf�s y ten�a una amante; ni c�mo se sentaba en la carretera y Minia le pasaba las herramientas; ni tampoco c�mo ella, que estaba all� pintando, no se hab�a casado nunca, ni siquiera con William Bankes.
      La se�ora Ramsay lo hab�a planeado. Tal vez, si hubiera vivido, habr�a impuesto sus deseos. Aquel verano el se�or Bankes era ya �el m�s amable de los hombres�. �El primero de los cient�ficos de su �poca, dice mi marido�. Tambi�n era �el pobre William�, me entristece tanto, cuando voy a verlo, no encontrar nada agradable en su casa�, nadie que coloque las flores�. De manera que los mandaba a pasear juntos, y a ella le dijo, con el tenue toque de iron�a que hac�a que la se�ora Ramsay se le escurriera a uno entre los dedos, que ten�a una mente cient�fica, que le gustaban las flores, que era una persona muy exacta. �Qu� sentido ten�a aquella man�a suya de casar a la gente?, se pregunt� Lily, alej�ndose del caballete y volviendo a acercarse.
      (De repente, tan de repente como una estrella se desliza por el cielo, le pareci� que ard�a en su mente una luz rojiza que cubr�a a Paul Rayley y que sal�a de �l. Aquella luz se alzaba como un fuego que hubieran encendido los salvajes en alguna playa lejana para celebrar un acontecimiento. Lily o�a el rugir y el crepitar de las llamas. Todo el mar, en muchos kil�metros a la redonda, se hab�a vuelto rojo y oro. Con todo ello se mezcl� alg�n aroma de vino que la emborrach�, porque sinti� de nuevo el impetuoso deseo de arrojarse desde el acantilado y ahogarse buscando un broche de perlas en la playa. Y el rugir y el crepitar la repel�an, despertando en ella miedo y repugnancia, como si, al mismo tiempo que ve�a su esplendor y su poder, viera tambi�n que se alimentaba del tesoro de la casa con glotoner�a, groseramente, y aquel espect�culo le resultase aborrecible. Aunque como espect�culo, por su magnificencia, sobrepasaba todo lo que ella conoc�a; y, a trav�s de los a�os, segu�a ardiendo como un fuego a la orilla del mar en una isla desierta, y bastaba con decir �enamorado� para que, al instante, como suced�a ahora, se alzara de nuevo el fuego de Paul. Luego la llama se hundi� y Lily se dijo, riendo, �Los Rayley�; y se acord� de c�mo Paul iba a los caf�s a jugar al ajedrez).
      Aunque ella s�lo se hab�a salvado por los pelos, pens�. Hab�a estado mirando el mantel y se le ocurri� de pronto que deb�a colocar el �rbol en el centro y que no necesitaba casarse con nadie, y eso hizo que se sintiera enormemente feliz. Se dio cuenta de que ya era capaz de hacer frente a la se�ora Ramsay, lo que significaba reconocer su sorprendente poder sobre todo el mundo. Haz esto, dec�a la se�ora Ramsay, y el interpelado lo hac�a. Incluso su sombra en la ventana, acompa�ada de James, destilaba autoridad. Record� el esc�ndalo de William Bankes porque, en su cuadro, hab�a quitado importancia a la figura de la madre y el hijo. �Acaso no admiraba su belleza?, le hab�a preguntado. Pero luego, lo recordaba bien, William la hab�a escuchado, mir�ndola con sus ojos de ni�o sabio, cuando le explic� que no se trataba de irreverencia, sino de c�mo all� la luz necesitaba una sombra y todo lo dem�s. Lily no intentaba menospreciar un tema que, estaban de acuerdo, Rafael hab�a tratado divinamente. Su postura no ten�a nada de c�nica. Todo lo contrario. Gracias a su mente cient�fica, William Bankes entendi� lo que le dec�a: una prueba de imparcialidad intelectual que a ella le agrad� y consol� enormemente. Se pod�a hablar seriamente de pintura con un hombre. De hecho, su amistad con William hab�a sido uno de los placeres de su vida. Lo quer�a de verdad.
      Iban juntos a Hampton Court y �l, como el perfecto caballero que era, siempre le dejaba tiempo de sobra para lavarse las manos mientras �l paseaba junto al r�o. Aquello era t�pico de sus relaciones. Muchas cosas quedaban sin decir. Luego paseaban por los patios y admiraban, verano tras verano, las proporciones de los edificios y las flores, y �l le contaba cosas sobre perspectiva, sobre arquitectura, mientras caminaban; de cuando en cuando �l se deten�a para contemplar un �rbol, o la vista sobre el lago, o para admirar a un ni�o (su gran dolor era no haber tenido una hija) de una manera distante e insegura, normal en un hombre que se pasaba tanto tiempo en el laboratorio que, cuando sal�a de �l, el mundo parec�a deslumbrado, de manera que caminaba lentamente, alzaba la mano para protegerse los ojos y hasta para respirar hac�a una pausa, con la cabeza echada hacia atr�s. Luego le contaba que su ama de llaves se hab�a marchado de vacaciones; que ten�a que comprar una alfombra nueva para la escalera. Quiz� Lily quisiera acompa�arle a comprar la nueva alfombra para la escalera. Y, en una ocasi�n, algo le impuls� a hablar de los Ramsay y coment� c�mo, la primera vez que la vio, la se�ora Ramsay llevaba un sombrero gris y no ten�a m�s de diecinueve o veinte a�os. Era asombrosamente hermosa. Se detuvo, mirando a lo lejos por la avenida de Hampton Court, como si la estuviera viendo entre las fuentes.
      Lily examin� ahora el escal�n a la entrada de la sala. Vio, a trav�s de los ojos de William, la forma de una mujer, tranquila y en silencio, con la mirada baja, que reflexionaba y sopesaba (aquel d�a estaba vestida de gris, pens� Lily). Ten�a inclinada la cabeza. Nunca levantar�a los ojos. S�, pens� Lily, mirando con gran atenci�n, tengo que haberla visto en esa postura, pero no iba vestida de gris; no estaba tan quieta, ni era tan joven, ni estaba tan en calma. La figura aparec�a ante ella sin dificultad. Asombrosamente hermosa, hab�a dicho William. Pero la belleza no lo era todo. La belleza ten�a un inconveniente: aparec�a con demasiada facilidad, de manera demasiado definitiva. Deten�a la vida, la congelaba. Se olvidaba la leve agitaci�n, el sonrojo, la palidez, alguna deformaci�n curiosa, alguna luz o sombra que hac�a el rostro irreconocible por un instante, pero que a�ad�a una cualidad que despu�s se segu�a viendo siempre. Era m�s sencillo igualarlo todo con la cobertura de la belleza. Pero �qu� aspecto ten�a, se pregunt� Lily, cuando se calaba el gorro de cazador, o cruzaba el c�sped corriendo o rega�aba a Kennedy, el jardinero? �Qui�n se lo pod�a decir? �Qui�n la ayudar�a?
      Hab�a vuelto a la superficie en contra de su voluntad y se encontr� a medias fuera del cuadro, contemplando, un poco aturdida, como si se tratara de algo irreal, al se�or Carmichael. Estaba tumbado en la hamaca con las manos unidas por encima del vientre y ni le�a ni dorm�a, sino que tomaba el sol como una criatura que se atiborrase de vida. Su libro descansaba sobre el c�sped.
      Sinti� deseos de ir directamente hasta �l y decir ��Se�or Carmichael!�. Entonces �l la mirar�a con benevolencia, como siempre, con sus ojos verdes, imprecisos y neblinosos. Pero s�lo se despierta a las personas si uno sabe qu� es lo que se les quiere decir. Y ella no quer�a decir una cosa, quer�a decirlo todo. Las insignificantes palabras que romp�an la idea y la desmembraban no dec�an nada. �Sobre la vida, sobre la muerte, sobre la se�ora Ramsay�; no, pens�, no se le puede decir nada a nadie. La prisa del momento hac�a que se fallara el blanco. La agitaci�n de las palabras las desviaba y golpeaban el objeto varios cent�metros por debajo. Entonces uno renunciaba; la idea se hund�a de nuevo y uno se hac�a �como la mayor parte de las personas maduras� cauteloso, furtivo, con arrugas entre los ojos y una expresi�n de perpetuo recelo. Porque �c�mo expresar con palabras aquellas emociones del cuerpo?, �c�mo expresar aquel vac�o? (Lily contemplaba los escalones delante de la sala, que parec�an extraordinariamente vac�os). Era un sentimiento del cuerpo, no de la mente. La sensaci�n f�sica que acompa�aba el aspecto vac�o de los escalones le result� de pronto sumamente desagradable. Querer y no tener provocaba en todo su cuerpo una dureza, un vac�o, una tensi�n. Y luego, querer y no tener �querer y querer�, �c�mo encog�a aquello el coraz�n, una y otra vez! �Ah, se�ora Ramsay!, llam� Lily, silenciosamente, a aquella esencia sentada junto al barquito, a aquella abstracci�n en que uno la convert�a, a aquella mujer vestida de gris, como para insultarla por haberse marchado y, despu�s de haberse marchado, por regresar. �Le hab�a parecido tan inofensivo pensar en ella! Fantasma, aire, nada, algo con lo que se juega sin problemas ni sobresaltos a cualquier hora del d�a o de la noche; eso era lo que hab�a sido, pero luego, de pronto, la se�ora Ramsay hab�a sacado la mano y le hab�a estrujado el coraz�n. De repente, los escalones vac�os delante de la sala, los volantes de la silla en el interior, el perrillo dando traspi�s en la terrazas, toda la ola de vida que murmuraba en el jard�n, se convirtieron en curvas y arabescos que florec�an en torno a un centro totalmente vac�o.
      ��Qu� es lo que significa? �C�mo explica usted todo eso?�, quer�a preguntar, volvi�ndose de nuevo hacia el se�or Carmichael. Porque, en aquella temprana hora de la ma�ana, se ten�a la impresi�n de que el mundo entero se hab�a disuelto en un charco de pensamiento, en un hondo recept�culo de realidad, y casi era posible imaginar que si el se�or Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habr�a rasgado la superficie del charco. �Y luego? Algo surgir�a. Quiz� se alzara una mano, quiz� brillara la hoja de una espada. Absurdo, por supuesto.
      Tuvo la curiosa sensaci�n de que, pese a todo, el se�or Carmichael o�a las cosas que ella no era capaz de decir. Era un anciano inescrutable, con una mancha amarilla en la barba, con su poes�a y sus rompecabezas, navegando serenamente a trav�s de un mundo que satisfac�a todas sus apetencias, hasta el punto, estaba convencida, de que le bastaba extender la mano desde su posici�n en el c�sped para pescar cualquier cosa que necesitara. Mir� de nuevo el cuadro. Esa habr�a sido, probablemente, su respuesta: c�mo �t�� y �yo� y �ella� pasan y se esfuman; nada permanece; todo cambia; aunque no las palabras, ni tampoco la pintura. Y, sin embargo, lo colgar�n en el �tico; enrollar�n el lienzo y lo ocultar�n debajo de un sof�; pero incluso en ese caso, incluso trat�ndose de un cuadro as�, era verdad. Se pod�a afirmar, incluso de aquellos garabatos, no del cuadro propiamente tal, quiz�, pero s� de lo que se propon�a, que �permanecer�a para siempre�, iba a decir, o, debido a que las palabras pronunciadas resultaban, incluso para ella misma, demasiado jactanciosas, a insinuarlo sin palabras; aunque, al mirar el cuadro, le sorprendi� descubrir que no lo ve�a. Se le hab�an llenado los ojos de un l�quido caliente (no pens� en las l�grimas al principio) que, sin perturbar la firmeza de sus labios, espesaba el aire y le rodaba por las mejillas. Ten�a pleno control de todo su ser ��claro que s�!� desde cualquier otro punto de vista. Si era ese el caso, �lloraba por la se�ora Ramsay sin sentirse en absoluto desgraciada? Se dirigi� de nuevo al anciano se�or Carmichael. �Qu� era entonces lo que le suced�a? �Qu� significaba? �Era posible que las cosas alzaran la mano y nos agarraran? �Pod�a la hoja de la espada cortar y pod�a el pu�o apoderarse de su objeto? �No se estaba nunca a salvo? �No era posible aprenderse de corrido los usos del mundo? �No hab�a ni gu�a ni refugio, sino �nicamente milagros, y siempre se saltaba desde lo m�s alto de una torre? �Pod�a ser que fuera aquello la vida, incluso para personas de edad avanzada? �La sorpresa, lo inesperado, lo desconocido? Por un instante pens� que si los dos se levantaban, all�, en aquel momento, en el c�sped, y exig�an una explicaci�n, si preguntaban por qu� era tan breve, por qu� tan inexplicable, y lo dec�an con violencia, como podr�an hacerlo dos seres humanos plenamente formados, a los que no hay raz�n para ocultar nada, quiz�, entonces, tal vez se presentara la belleza; tal vez se llenara el espacio; tal vez aquellos vanos arabescos adquirieran forma; si gritaban con la necesaria intensidad, tal vez regresara la se�ora Ramsay. ��Se�ora Ramsay!�, dijo en voz alta, ��se�ora Ramsay!�. Las l�grimas le corr�an por las mejillas.


6

       [El chico de Macalister cogi� uno de los peces y le cort� un trozo del costado para cebar el anzuelo. El cuerpo mutilado (a�n estaba vivo) fue devuelto al mar).

7

       ��Se�ora Ramsay! �grit� Lily�, �se�ora Ramsay! �pero no sucedi� nada. Aument� el dolor. �Que el sufrimiento pueda llevarnos a tales extremos de necedad!, pens�. En cualquier caso el se�or Carmichael no la hab�a o�do. Segu�a teniendo el mismo aspecto ben�volo y tranquilo y, si se prefer�a verlo as�, incluso sublime. Gracias a Dios, �nadie hab�a o�do su grito, aquel grito ignominioso, detente dolor, detente! Estaba claro que no hab�a perdido del todo la cabeza. Nadie la hab�a visto cruzar la estrecha tabla que la separaba de la aniquilaci�n. Segu�a siendo una min�scula solterona, de pie sobre el c�sped, con un pincel en la mano.
      Y luego lentamente, sinti� disminuir el dolor que le causaba la privaci�n y la amargura de la c�lera. (Tener que recordar, precisamente cuando pensaba ya que nunca se afligir�a por la se�ora Ramsay. �Acaso la hab�a echado de menos entre las tazas de caf� durante el desayuno? Ni much�simo menos). Advirti� adem�s que, a consecuencia del dolor, quedaba, como ant�doto, un alivio que era b�lsamo en s� mismo y, tambi�n, pero de manera m�s misteriosa, la sensaci�n de una presencia, la sensaci�n de la se�ora Ramsay, libre por un momento del peso que el mundo hab�a depositado sobre ella, presente, toda ligereza, a su lado, y que luego (porque se trataba de la se�ora Ramsay en toda su belleza) se colocaba sobre la frente una guirnalda de flores blancas, con la que se alejaba. Lily apret� de nuevo los tubos para conseguir m�s pintura. Se concentr� en el problema del seto. Era extra�o, la claridad con que la ve�a, atravesando, con su habitual rapidez, los campos, entre cuyos pliegues, viol�ceos y suaves, entre cuyas flores, jacintos o lirios, desaparec�a. Era una mala pasada que le jugaba a Lily su ojo de pintora. Durante d�as, despu�s de recibir la noticia de su muerte, la hab�a visto as�, poni�ndose la guirnalda sobre la frente y march�ndose a trav�s de los campos sin hacer preguntas, acompa�ada de una sombra. La imagen, la frase, ten�an un poder consolador. Dondequiera que estuviese, pintando, junto al mar, en el campo o en Londres, la visi�n se le presentaba y sus ojos, entornados, buscaban algo que sirviera de base a aquella visi�n. Miraba desde el vag�n de ferrocarril o desde el �mnibus; tomaba una l�nea del hombro o de la mejilla; miraba a las ventanas al otro lado de la calle; al Piccadilly nocturno con su cord�n de farolas. Todos hab�an sido parte de los campos de la muerte. Pero siempre hab�a algo que se atravesaba �pod�a ser un rostro, una voz, un pillete, vendedor de peri�dicos, que gritaba Standard, News�, algo que la deten�a bruscamente, que la despertaba, que exig�a, y finalmente lograba, retener su atenci�n, con lo que resultaba necesario rehacer la visi�n constantemente. Ahora, de nuevo, empujada por alguna instintiva necesidad de distancia y de azul, mir� hacia la bah�a que se extend�a por debajo de ella, convirtiendo en altozanos las franjas azules de las olas y en campos pedregosos los espacios m�s morados. Una vez m�s se sinti� sacudida, como de costumbre, por un algo incongruente. Una mancha marr�n en mitad de la bah�a. Una embarcaci�n. S�; tard� un segundo en darse cuenta. Pero �el bote de qui�n? El bote del se�or Ramsay, se contest�. El se�or Ramsay: el hombre que hab�a pasado junto a ella, con el brazo levantado, distante, encabezando la comitiva, con sus hermosas botas, solicitando su compasi�n, compasi�n que ella le hab�a negado. El barquito hab�a atravesado ya la mitad de la bah�a.
      La ma�ana era tan espl�ndida, si se exceptuaba una r�faga de viento de tarde en tarde, que mar y cielo parec�an un mismo edificio, como si las velas estuvieran clavadas en lo alto del cielo, o las nubes hubieran ca�do al mar. En alta mar, un vapor hab�a lanzado al aire una gran voluta de humo que segu�a all�, curv�ndose y enroll�ndose decorativamente, como si el aire fuese una delicada gasa que sujetara las cosas y las retuviera suavemente en su malla, balance�ndolas dulcemente de aqu� para all�. Y, como sucede a veces cuando hace muy buen tiempo, se dir�a que los acantilados reparaban en la presencia de los barcos y los barcos en la de los acantilados, como si intercambiaran mensajes secretos. Porque el faro, muy pr�ximo a la orilla, parec�a, a veces, aquella ma�ana, a causa de la neblina, enormemente lejano.
      ��D�nde est�n ahora?�, pens� Lily, mirando al mar. �D�nde estaba aquel anciano que hab�a pasado a su lado en silencio, llevando bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza? El bote se hallaba en medio de la bah�a.


8

       All� no sienten nada, pens� Cam, contemplando la orilla, que, subiendo y bajando, se alejaba cada vez m�s y se hac�a m�s pac�fica. Dejaba con la mano una estela en el mar, mientras su imaginaci�n convert�a en dibujos los verdes remolinos y l�neas y, embotada y protegida, vagaba por aquel mundo de las aguas donde las perlas se un�an formando ramilletes blancos, y donde, con la luz verde, la propia mente cambiaba por completo y el propio cuerpo brillaba, transparente a medias, envuelto en un manto verde.
      Luego la corriente en torno a su mano se hizo m�s lenta. Ces� el �mpetu del agua; el mundo se llen� de suaves crujidos y chirridos. Se oy� a las olas romper y golpear el costado del bote como si ya hubiera echado el ancla. Todo se acerc� mucho. Porque la vela, que James no hab�a perdido de vista un solo momento y que hab�a llegado a convertirse en una persona a la que conoc�a, se afloj� por completo; se detuvieron, mientras la vela temblaba, esperando la brisa, bajo un sol ardiente, a kil�metros de la orilla y del faro. El mundo entero parec�a haberse detenido. El faro se inmoviliz� y lo mismo hizo la l�nea de la distante orilla. El sol calent� m�s y todo el mundo pareci� acercarse mucho y sentir la presencia, casi olvidada, de los dem�s. El sedal de Macalister se hundi� en el mar. Pero el se�or Ramsay sigui� leyendo con las piernas recogidas bajo el cuerpo.
      Le�a un librito reluciente de cubierta moteada, semejante a la cascara de un huevo de chorlito. De cuando en cuando, mientras esperaban en medio de aquella horrible calma chicha, pasaba una p�gina. Y a James le pareci� que cada p�gina pasada era un gesto caracter�stico, dirigido a �l, ya fuera para imponer su autoridad, para darle una orden o con la intenci�n de que la gente se compadeciera de �l; y todo el tiempo, mientras su padre le�a y, una tras otra, pasaba las p�ginas de aquel librito, James no cesaba de temer el momento en que alzase la vista y le hablara con brusquedad sobre una cosa u otra. �Por qu� se hab�an detenido all�?, le preguntar�a, o cualquier otra cosa muy poco razonable. Y si lo hace, pens� James, coger� un cuchillo y le atravesar� el coraz�n.
      Nunca hab�a prescindido de aquel antiguo s�mbolo que consist�a en coger un cuchillo y clav�rselo a su padre en el coraz�n. S�lo que ahora, al hacerse mayor, mientras lo miraba fijamente, lleno de rabia impotente, no era a �l, al anciano que le�a, a quien quer�a matar, sino a la cosa en que se transformaba, tal vez sin saberlo: aquella feroz y repentina arp�a de alas negras, con las garras y el pico fr�os y duros, que golpeaba una y otra vez (a�n sent�a su pico en las pantorrillas, donde le golpeaba cuando era ni�o) y que luego se marchaba, para dejar su sitio al anciano que, muy triste, le�a un libro. Matar�a a aquella criatura, le hundir�a el pu�al en el coraz�n. Se dedicara a lo que se dedicase en el futuro (y cualquier cosa estaba a su alcance, tuvo la seguridad, mientras contemplaba el faro y la orilla distante), tanto si trabajaba en un negocio como en un banco, tanto si se hac�a abogado como si llegaba a director de alguna empresa, luchar�a contra aquello �tiran�a, despotismo, lo llamaba �l� que obligaba a las personas a hacer lo que no quer�an hacer, priv�ndolas de su derecho a expresarse; lo perseguir�a y lo aplastar�a. �C�mo pod�a ninguno de ellos responder No quiero, cuando �l dec�a Ven al faro. Haz esto, Tr�eme aquello? Las alas negras se desplegaban y el duro pico rasgaba la carne. Y, luego, un instante despu�s, all� estaba otra vez, leyendo su libro; y al levantar la vista �nunca se sab�a� pod�a mostrarse sumamente razonable. Tal vez hablara con los Macalister. Quiz� insistiera en depositar un soberano en la mano helada de alguna anciana encontrada en la calle, pens� James; o quiz� protestase a gritos contra las bromas de algunos pescadores; tal vez agitara los brazos en el aire, entusiasmado. O quiz� permaneciera en la cabecera de la mesa sin decir una sola palabra durante toda la cena. S�, pens� James, mientras las olas romp�an contra el bote, detenido bajo el sol ardiente; hab�a una extensi�n de nieve y rocas, muy aislada y austera, donde ten�a la impresi�n, con mucha frecuencia �ltimamente, cuando su padre dec�a algo que sorprend�a a los dem�s, de que s�lo exist�an las huellas de dos personas: las suyas y las de su padre. Que s�lo ellos dos se conoc�an. �Cu�l era, por tanto, la raz�n de aquel terror, de aquel odio? Volviendo entre las muchas hojas que el pasado hab�a plegado en �l, escrutando el coraz�n del bosque donde luz y sombra se entrecruzan tanto que todas las formas se confunden y uno se equivoca, ya sea porque tiene el sol en los ojos, o porque entra en una zona oscura, James busc� una imagen para serenar y separar y rematar sus sentimientos d�ndoles una forma concreta. Supongamos que, de ni�o, ocupante indefenso de un cochecito, o sobre las rodillas de un adulto, hubiera visto c�mo su vag�n aplastaba, ignorante e inocente, el pie de alguien. Supongamos que hubiera visto antes el pie, en la hierba, rosado e intacto; luego la rueda; y el mismo pie, morado, aplastado. Pero la rueda era inocente. De manera que ahora, cuando su padre recorr�a el pasillo a grandes zancadas, despert�ndolos con el alba para ir al faro, pasaba sobre su pie, el pie de Cam, el pie de cualquiera. Uno se sentaba y lo ve�a.
      Pero �de qui�n era el pie en el que pensaba y en qu� jard�n hab�a sucedido todo aquello? Porque siempre hab�a un marco para escenas como aquella, con �rboles, flores, una luz determinada, algunas figuras. Todo tend�a a situarse en un jard�n libre de aquella melancol�a y de aquella tendencia a levantar los brazos al cielo; las personas hablaban en un tono de voz normal. Entraban y sal�an a todo lo largo del d�a. Hab�a una anciana chismorreando en la cocina; la brisa levantaba los estores; todo colaba y todo crec�a; y sobre todos aquellos platos y cuencos y aquellas flores altas que bland�an sus rojos y sus amarillos, se corr�a, de noche, a modo de hoja de parra, un velo amarillo muy sutil. Por la noche las cosas se inmovilizaban y se oscurec�an. Pero el velo, semejante a una hoja, era tan sutil que las luces lo levantaban, las voces lo rizaban; James ve�a, a trav�s suyo, una forma humana que se agachaba, que escuchaba, que se acercaba para alejarse luego, o�a el frufr� de un vestido, el tintineo de una cadena.
      Era en aquel mundo donde la rueda pasaba sobre un pie humano. Algo, record�, se hab�a detenido encima de �l, hab�a proyectado su sombra sobre �l, se hab�a negado a marcharse; algo se hab�a esgrimido en el aire, algo est�ril y afilado descend�a incluso all�, como una espada, una cimitarra, atravesando hojas y flores incluso en aquel mundo feliz, haci�ndolas marchitarse y caer.
      �Llover�, record� que hab�a dicho su padre. �No podr�is ir al faro�.
      El faro era entonces una torre plateada, de aspecto brumoso, con un ojo amarillo que se abr�a de repente, pero con suavidad, al anochecer. Ahora�
      James contempl� el faro. Ve�a las rocas enjalbegadas; la torre, desnuda y recta; ve�a igualmente que estaba pintada a franjas negras y blancas; ve�a las ventanas e, incluso, la colada extendida sobre las rocas para que se secara. �De manera que aquello era el faro?
      No; tambi�n el otro era el faro. Porque nada es s�lo una cosa. El otro era tambi�n el faro. A veces apenas se alcanzaba a verlo desde el extremo opuesto de la bah�a. Por la noche se miraba hacia lo alto y se ve�a el ojo que se abr�a y se cerraba y su luz parec�a alcanzarlos en aquel jard�n soleado y espacioso donde se sentaban.
      Pero se contuvo. Siempre que dec�a �ellos� o �una persona�, y luego empezaba a o�r un frufr� que ven�a, o un tintineo que se alejaba, se sent�a extraordinariamente afectado por la presencia de quien quiera que estuviese en la habitaci�n. Ahora se trataba de su padre. La tensi�n creci�. Porque, al cabo de un momento, si no aparec�a el viento, su padre cerrar�a el libro bruscamente y dir�a: ��Qu� ocurre ahora? �Por qu� estamos aqu� parados, eh?�, al igual que, en otra ocasi�n anterior, desenvain� entre ellos su espada en la terraza y su madre se qued� completamente r�gida; y, si hubiera tenido un hacha a mano, un cuchillo, o cualquier cosa con una punta afilada, se habr�a apoderado de lo que fuera y le hubiese atravesado el coraz�n. Su madre se qued� completamente r�gida y luego, con el brazo relajado, de manera que James se dio cuenta de que ya no le escuchaba, se levant� como pudo, se march� y lo dej� all�, impotente, rid�culo, sentado en el suelo y con unas tijeras en la mano.
      No soplaba ni una brizna de viento. El agua parec�a re�r suavemente y hacer g�rgaras en el fondo del bote, donde tres o cuatro caballas daban coletazos en un charco de agua que no era lo bastante hondo para cubrirlas. En cualquier momento el se�or Ramsay (James apenas se atrev�a a mirarlo) pod�a animarse, cerrar el libro y decir algo cortante; pero de momento le�a, de manera que James, sigilosamente, como si se estuviera escabullendo escaleras abajo, descalzo, temeroso de despertar a un perro guardi�n con el crujido de una tabla, sigui� pensando en c�mo era ella y d�nde hab�a ido aquel d�a. La fue siguiendo de habitaci�n en habitaci�n, hasta que llegaron a un cuarto donde, iluminada por una luz azul, reflejo, al parecer, de muchos platos de porcelana, convers� con alguien; James escuch� lo que dec�a. Hablaba con una criada, y le dijo, sencillamente, lo primero que se le ocurri�. �Vamos a necesitar una bandeja muy grande esta noche. �D�nde est� la azul?�. S�lo ella dec�a la verdad; y �l s�lo se la pod�a decir a ella. Tal era, quiz�s, el origen de la permanente atracci�n que ejerc�a sobre �l; era una persona a la que se pod�a decir lo primero que a uno se le pasaba por la cabeza. Pero durante todo el tiempo que estuvo pensando en ella not� que su padre segu�a su pensamiento, que lo ensombrec�a, logrando que se estremeciera y vacilara.
      Finalmente dej� de pensar; sigui� sentado al sol con la mano en el tim�n, mirando el faro, incapaz de moverse, incapaz de quitarse de encima las part�culas de dolor que, una tras otra, se acumulaban en su esp�ritu. Se dir�a que una cuerda lo reten�a all�, una cuerda atada por su padre, de la que s�lo podr�a escapar empu�ando un cuchillo y hundi�ndolo� Pero en aquel momento la vela gir� lentamente, se tens� lentamente, el barquito pareci� sacudirse, luego se puso en movimiento todav�a medio dormido y por fin se despert� y ech� a correr entre las olas. El alivio fue extraordinario. Todos parecieron alejarse de nuevo unos de otros y sentirse a gusto; los sedales se tensaron por encima de la borda. Pero el se�or Ramsay no se inmut�. Se limit� a alzar misteriosamente la mano derecha y a dejarla caer sobre la rodilla como si estuviera dirigiendo alguna secreta sinfon�a.


9

       [El mar sin una sola mancha, pens� Lily Briscoe, que segu�a inm�vil, contemplando la bah�a. El mar, extendido como seda sobre la bah�a. La distancia pose�a una fuerza extraordinaria; tuvo la impresi�n de que se los hab�a tragado, de que se hab�an ido para siempre, de que se hab�an convertido en parte de la naturaleza de las cosas. �Era tan intensa la calma, tan grande la tranquilidad! El vapor mismo hab�a desaparecido, pero la gran espiral de humo todav�a flotaba en el aire, aunque inclinada como una bandeja en triste despedida.]

10

       De manera que la isla era as�, pens� Cam, tocando una vez m�s las olas con la mano. No la hab�a visto nunca desde el mar. Era as� como descansaba sobre el mar, con un entrante en el centro y dos riscos muy abruptos, y el mar se estrechaba all� y luego se extend�a sin l�mite a ambos lados, porque la isla era muy peque�a y recordaba por su forma a una hoja puesta de punta. De manera que cogimos un bote, pens�, comenzando a contarse una historia de aventuras al escapar de un naufragio. Pero con el mar desliz�ndosele entre los dedos y unos filamentos de algas desapareciendo por debajo, no deseaba concentrar sus energ�as en contarse una historia; lo que le apetec�a era la sensaci�n de aventura y de huida, porque estaba pensando, mientras el barquito navegaba, c�mo la indignaci�n de su padre sobre la ubicaci�n de los puntos cardinales, la testarudez de James acerca del pacto y su propia angustia hab�an quedado atr�s, hab�an desaparecido, se las hab�a llevado el agua. �Qu� ven�a a continuaci�n? �Qu� se dispon�an a hacer? De su mano, completamente helada, hundida en el mar, brot� un manantial de alegr�a ante el cambio, la huida, la aventura (alegr�a por estar viva, por estar all�). Y las gotas que se desprend�an de aquel repentino e instintivo manantial de gozo ca�an sobre las formas oscuras y so�olientas de su mente; formas de un mundo todav�a no captado pero que gritaba en la oscuridad, absorbiendo aqu� y all� un destello de luz; Grecia, Roma, Constantinopla. Por peque�o que fuera, aquel mundo, que recordaba por su forma una hoja puesta de punta, penetrado por las aguas salpicadas de oro que lo rodeaban, ocupaba, supuso Cam, un lugar en el universo, aunque no fuera m�s que una islita. Pens� que los ancianos caballeros que frecuentaban el estudio se lo podr�an haber dicho. A veces, para sorprenderlos, se perd�a deliberadamente al regresar del jard�n. All� estaban (tal vez fueran el se�or Carmichael o el se�or Bankes, este �ltimo muy viejo, muy estirado), sentados uno frente a otro, en sillones muy bajos. Cuando Cam llegaba del jard�n sosten�an el The Times entre las manos, y sus p�ginas cruj�an cuando las agitaban, perplejos por algo que alguien hab�a dicho acerca de Jesucristo; o porque las excavaciones en una calle de Londres hab�an permitido hallar un mamut; y �c�mo era en realidad Napole�n Bonaparte? Luego recog�an todo aquello con sus manos muy limpias (vest�an de gris y ol�an a brezo) y reun�an las migajas, pasaban las hojas del peri�dico, cruzaban las piernas y dec�an algo muy breve de cuando en cuando. Casi en trance, Cam sacaba un libro de la estanter�a y se quedaba all�, viendo escribir a su padre, con una letra muy uniforme, que llegaba muy ordenadamente de un lado a otro de la p�gina, acompa��ndose con una tosecilla de cuando en cuando, o diciendo algo, tambi�n muy breve, al otro anciano caballero sentado frente a �l. Y a ella se le ocurr�a, inm�vil con el libro abierto, la posibilidad de dejar que lo que uno pensaba se expandiera como una hoja en el agua; y si medraba entre los caballeros ancianos, el humo de los cigarrillos y los crujidos del The Times, quer�a decirse que se estaba en lo cierto. Y, al contemplar a su padre mientras escrib�a en el estudio, le pareci� (sentada ahora en el bote) especialmente encantador y sabio; ni presumido ni tir�nico. De hecho, cuando reparaba en la presencia de Cam en el estudio, leyendo un libro, le preguntaba, con toda la amabilidad del mundo, si necesitaba alguna cosa.
      Temiendo equivocarse, examin� a su padre, que le�a el librito de cubierta reluciente y con unas motas que recordaban la cascara de los huevos de chorlito. No; estaba en lo cierto. M�ralo ahora, quer�a decirle a James en voz alta. (Pero James ten�a los ojos fijos en la vela). Es un bruto, pese a sus sarcasmos, dir�a James. Siempre hace que se acabe hablando de �l y de sus libros, dir�a James. Es intolerablemente ego�sta. Y, lo peor de todo, es un tirano. Pero �f�jate!, dijo ella, contempl�ndolo. M�ralo ahora, leyendo su librito con las piernas recogidas bajo el cuerpo; el librito cuyas p�ginas amarillentas Cam conoc�a, aunque sin saber lo que estaba escrito en ellas. Era peque�o y muy densa la tipograf�a; en la solapa, con toda certeza, estaba escrito que hab�a gastado quince francos en la comida; que el vino le hab�a costado tanto; lo que le hab�a dado al camarero; todo cuidadosamente sumado en la parte inferior. Ignoraba en cambio cu�l pudiera ser el contenido de aquel libro cuyas esquinas se hab�an desgastado en el bolsillo de su padre. Ninguno de ellos sab�a lo que pensaba. Pero estaba absorto en la lectura, de manera que cuando levantaba la vista, como hizo en aquel momento, no era para ver algo, sino para precisar mejor las ideas. Luego su mente retroced�a r�pidamente para hundirse de nuevo en la lectura. Le�a, pens� Cam, como si guiara algo, o tuviera que convencer a un numeroso reba�o de ovejas, o como si tuviera que trepar por un camino muy estrecho y empinado; y unas veces avanzaba deprisa y en l�nea recta, abri�ndose camino entre los matorrales, y otras era como si una rama lo golpeara, como si una zarza lo cegara, pero �l no se dejaba vencer por una cosa as�; segu�a adelante, pasando una p�gina tras otra. Y ella sigui� cont�ndose una historia de salvamento con motivo de un naufragio, porque estaba segura mientras �l siguiera all�; como se sent�a segura cuando entraba a hurtadillas en el estudio al volver del jard�n y cog�a un libro del estante y el anciano caballero, inclinando de repente el peri�dico, hac�a un comentario muy breve sobre la personalidad de Napole�n.
      Mir� de nuevo la isla en medio del mar. Pero la forma de hoja hab�a perdido nitidez. La isla era muy peque�a y estaba muy lejos. Ahora el mar era m�s importante que la orilla. Alrededor de ellos se alzaban y se hund�an las olas; un le�o descend�a por la pendiente de una; sobre la cresta de otra se deslizaba una gaviota. Aqu�, m�s o menos, pens� Cam, metiendo los dedos en el agua, se hundi� un barco y, acto seguido, murmur�, como si so�ara, medio dormida, perecimos, completamente solos.


11

       Es mucho, por tanto, lo que depende, pens� Lily Briscoe, contemplando el mar, que apenas ten�a una mancha, con una suavidad tal que las velas y las nubes parec�an engastadas en su azul, es mucho lo que depende, pens�, de la distancia: si las personas est�n cerca o lejos de nosotros. Porque sus sentimientos se modificaban a medida que, navegando, el se�or Ramsay se alejaba m�s y m�s por la bah�a. Sus sentimientos tambi�n parec�an alargarse, distenderse; el se�or Ramsay daba la impresi�n de hacerse m�s y m�s remoto. Se dir�a que aquel azul, aquella distancia, se los tragaban, a �l y a sus hijos; all�, en cambio, muy cerca, sobre el c�sped, el se�or Carmichael gru�� de repente. Lily se ech� a re�r. El se�or Carmichael recogi� el libro que descansaba sobre la hierba. Luego se acomod� de nuevo en la silla resoplando como un monstruo marino. Aquello era algo completamente distinto, porque el se�or Carmichael estaba muy cerca. Y de nuevo la calma fue completa. Tienen que haberse levantado ya, supuso, mirando hacia la casa, aunque no se advert�a ning�n movimiento. Entonces record� que siempre desaparec�an inmediatamente despu�s de cada comida, para dedicarse cada uno a sus ocupaciones. Todo estaba de acuerdo con aquel silencio, con aquel vac�o y con la irrealidad de aquella hora tan temprana. Era una manera que ten�an las cosas de comportarse a veces, pens�, deteni�ndose unos instantes a contemplar las largas ventanas resplandecientes y el penacho de humo azul: se volv�an irreales. Por eso, cuando se regresaba de un viaje, o despu�s de una enfermedad, antes de que los h�bitos volvieran a abrirse camino hacia la superficie, se sent�a esa misma irrealidad, que resultaba tan desconcertante; se intu�a la aparici�n de algo. La vida era m�s intensa en aquellos momentos. Uno se sent�a m�s c�modo. Por fortuna no era preciso decir, animadamente, cruzando el c�sped para saludar a la anciana se�ora Beckwith, que saldr�a de la casa en busca de un rinc�n donde sentarse, ��Muy buenos d�as, se�ora Beckwith! �Qu� ma�ana tan espl�ndida! �Se atrever� usted a sentarse al sol? Jasper ha escondido las sillas. �Perm�tame que le encuentre una!�, ni todas las dem�s nimiedades de costumbre. No era necesario decir nada. Bastaba con deslizarse, con sacudir las propias velas (hab�a ya bastante movimiento en la bah�a, varias embarcaciones iniciaban la navegaci�n) entre las cosas, m�s all� de las cosas. La vida no estaba vac�a, sino llena hasta rebosar. Lily ten�a la sensaci�n de estar sumergida hasta la altura de los labios en alguna sustancia, de moverse y de flotar y de hundirse en ella, s�, porque aquellas aguas eran insondablemente profundas. �Cu�ntas vidas se les hab�an arrojado! Las de los Ramsay; las de sus hijos, y adem�s toda clase de seres abandonados y desamparados. Una lavandera con su cesto; un grajo; un tritoma escarlata; los morados y grises verdosos de las flores: alg�n sentimiento com�n que lo manten�a todo unido.
      Quiz� hab�a sido un sentimiento semejante de plenitud lo que, diez a�os antes, casi en el mismo sitio donde estaba hoy, le hab�a hecho creer que estaba enamorada de aquel sitio. El amor ten�a mil formas. Pod�a haber amantes cuyo don fuese escoger distintos elementos de las cosas y colocarlos juntos, para, de esa manera, darles una plenitud de la que carec�an en vida, convertir alguna escena, o reuni�n de personas (lejanas ya y separadas) en una de esas realidades redondas y compactas en las que el pensamiento gusta detenerse y con las que juega el amor.
      Los ojos de Lily descansaron sobre el punto marr�n que era el barquito de vela del se�or Ramsay. Supuso que llegar�an al faro a la hora del almuerzo. Pero el viento soplaba con m�s fuerza y, como el cielo hab�a cambiado ligeramente, y tambi�n el mar, y las embarcaciones hab�an modificado sus posiciones, la vista, que un momento antes parec�a milagrosamente perfecta, resultaba ya poco satisfactoria. El viento hab�a desintegrado la espiral de humo; hab�a algo desagradable en la distribuci�n de los barcos.
      Se dir�a que aquella falta de proporci�n perturbaba la armon�a mental de Lily, que sinti� una oscura congoja, confirmada al volverse hacia el cuadro. Hab�a perdido la ma�ana. Por la raz�n que fuera no hab�a logrado el sutil punto de equilibrio, absolutamente necesario, entre dos fuerzas opuestas: el se�or Ramsay y el cuadro. �Hab�a quiz� alg�n error en el dibujo? �Tal vez, se pregunt�, la l�nea de la pared exig�a una ruptura, o la masa de los �rboles era demasiado densa? Sonri� ir�nicamente, porque �no hab�a cre�do, al empezar el cuadro, que el problema estaba resuelto?
      �Cu�l era entonces el problema? Ten�a que apresar algo que se le escapaba. Que se le escapaba al pensar en la se�ora Ramsay; se le escapaba tambi�n ahora, cuando pensaba en su cuadro. Le llegaban frases. Le llegaban visiones. Cuadros hermosos. Frases hermosas. Pero lo que ella quer�a atrapar era el choque nervioso mismo, la cosa misma antes de empezar a transformarla. Atr�pala y vuelve a empezar; atr�pala y vuelve a empezar, dijo con desesperaci�n, decidida, coloc�ndose de nuevo frente al caballete. El aparato humano para pintar o para sentir era una m�quina muy pobre, pens�, una m�quina muy ineficaz que siempre se estropeaba en el momento m�s cr�tico; hab�a que obligarla heroicamente a proseguir su tarea. Mir� fijamente, frunciendo el entrecejo. Estaba el seto, sin duda alguna. Pero no se lograba nada impacient�ndose. S�lo se consegu�a quedar deslumbrado a fuerza de mirar la l�nea de la pared, o de pensar�, que la se�ora Ramsay llevaba un sombrero gris. Era asombrosamente hermosa. Hay que dejar que venga, pens�, ya vendr�. Porque hay momentos en los que no era posible ni pensar ni sentir. Y si uno no era capaz ni de pensar, ni de sentir, �d�nde se encontraba?
      All�, en la hierba, en el suelo, pens� sent�ndose y examinando con el pincel un grupito de llantenes. Porque el c�sped estaba muy descuidado. All�, sentada sobre el mundo, pens�, porque no lograba quitarse la sensaci�n de que aquella ma�ana todo suced�a por primera vez, quiz� por �ltima vez, de la manera en que un viajero, incluso aunque est� medio dormido, sabe, al mirar por la ventanilla, que tiene que mirar en ese momento, porque de lo contrario nunca ver� ya esa ciudad, o ese carro de mulas, o esa mujer que trabaja en el campo. El c�sped era el mundo; estaban all� juntos, en aquel lugar privilegiado, pens�, mirando al anciano se�or Carmichael, que parec�a (aunque no hab�an intercambiado una sola palabra en todo aquel tiempo) compartir sus pensamientos. Y quiz� tampoco a �l volviera a verlo nunca. Se estaba haciendo muy mayor. Adem�s, record�, sonriendo al ver la zapatilla que le colgaba del pie, se estaba haciendo famoso. La gente dec�a que sus poemas eran �bell�simos�. Se empezaban a publicar cosas que hab�a escrito cuarenta a�os antes. Exist�a ya un famoso poeta llamado Carmichael, sonri�, pensando en las muchas formas que puede adoptar una persona, la imagen de Carmichael que daban los peri�dicos, aunque all� siguiera siendo el mismo de siempre. Y ten�a el mismo aspecto: el pelo m�s cano, quiz�. S�, ten�a el mismo aspecto, pero alguien hab�a dicho, record�, que al enterarse de la muerte de Andrew Ramsay (muerto en el acto por un ob�s; habr�a sido un gran matem�tico) el se�or Carmichael �dej� de interesarse por la vida�. �Qu� significaba aquello?, se pregunt�. �Acaso hab�a desfilado por Trafalgar Square con un garrote? �Pasaba una y otra vez, sin leerlas, las p�ginas de los libros, a solas en su habitaci�n de St. John�s Wood? Lily no sab�a lo que hab�a hecho cuando se enter� de la muerte de Andrew, pero no por ello dejaba de sentir que algo le pasaba. S�lo se saludaban con un murmullo al cruzarse en la escalera; miraban al cielo y comentaban si el tiempo iba a ser bueno o malo. Pero tambi�n aquella era una manera de conocer a las personas, pens�: por medio de la silueta, sin descender a los detalles: sentarse en el jard�n y contemplar c�mo la ladera de una colina desciende, morada, hasta el brezo lejano. Lily conoc�a de aquella manera al se�or Carmichael. Sab�a que hab�a experimentado alg�n cambio. No hab�a le�do nunca ninguno de sus versos. Cre�a saber, sin embargo, que su poes�a era lenta y sonora. Madura y suave. Que trataba de desiertos y camellos; de palmeras y atardeceres. Que era extremadamente impersonal, que dec�a algo sobre la muerte, y muy poco sobre el amor. El se�or Carmichael era un hombre reservado. Apenas necesitaba de los dem�s. �No se mov�a siempre con torpeza cuando pasaba por delante de la ventana del sal�n con un peri�dico bajo el brazo, tratando de evitar a la se�ora Ramsay, que, por alguna raz�n, no gozaba de sus simpat�as? Precisamente por ese motivo la se�ora Ramsay se esforzaba siempre por detenerlo. El se�or Carmichael la saludaba con una inclinaci�n de cabeza. Se deten�a a rega�adientes y se inclinaba profundamente. La se�ora Ramsay, molesta porque evitaba su compa��a, le preguntaba (Lily o�a a�n sus palabras) si necesitaba una chaqueta, una manta de viaje, un peri�dico. No, no necesitaba nada. (Inclinaba la cabeza). Hab�a algo en la se�ora Ramsay que no le gustaba. Quiz� fuese su autoritarismo, lo segura que estaba de s�, un algo prosaico que hab�a en ella. El hecho de que no diera nunca el menor rodeo.
      (Un ruido atrajo su atenci�n hacia la ventana de la sala: el chirrido de un gozne. La brisa jugueteaba con la ventana).
      Sin duda hab�a personas a las que la se�ora Ramsay resultaba desagradable, pens� Lily. (S�; se daba cuenta de que el escal�n de la sala estaba vac�o, pero eso no le afectaba en absoluto. No quer�a tener all� a la se�ora Ramsay en aquel momento). Personas que la consideraban demasiado segura de s�, demasiado dr�stica. Probablemente tambi�n su belleza resultaba ofensiva. �Qu� mon�tona, dir�a la gente, y siempre igual! Prefer�an otro tipo: las morenas y vivarachas. Adem�s era d�bil con su marido. Le dejaba que hiciera todas aquellas escenas. Y pecaba de reservada. Nadie sab�a exactamente qu� le hab�a sucedido. Y (volviendo al se�or Carmichael y a su antipat�a) era imposible imaginarse a la se�ora Ramsay en el jard�n, toda una ma�ana, pintando o leyendo tumbada. Resultaba impensable. Sin decir una palabra, con una cesta al brazo como �nico s�mbolo de su prop�sito, se marchaba al pueblo, a visitar a los pobres, a charlar con alguien en un min�sculo dormitorio mal ventilado. Fueron muchas las veces que Lily la vio desaparecer en silencio durante alg�n partido de cr�quet o de tenis, alguna tertulia, con la cesta al brazo, muy erguida. Y tambi�n advirti� su regreso. Pensaba, riendo a medias (la se�ora Ramsay era tan met�dica con las tazas de t�), conmovida a medias (su belleza cortaba la respiraci�n), ojos que el dolor obliga a cerrar te han mirado. Has estado all� con ellos.
      Y luego la se�ora Ramsay se enfadaba porque alguien llegaba tarde, o porque la mantequilla estaba rancia o por un desconchado en la tetera. Y, todo el tiempo, mientras dec�a que la mantequilla estaba rancia, se pensaba en templos griegos y en c�mo la belleza hab�a estado con los pobres. La se�ora Ramsay nunca hablaba de sus visitas: se marchaba a su hora e iba directamente all�. Lo hac�a de manera instintiva, con un instinto como el que lleva al sur a las golondrinas, como el que hace buscar el sol a las alcachofas, que la empujaba infaliblemente hacia la raza humana, haci�ndola anidar en su coraz�n. Y aquel instinto, como todos los dem�s, resultaba un poco turbador para quienes no lo compart�an: para el se�or Carmichael, quiz�, y, sin duda, para ella. Ambos aceptaban ciertas ideas sobre la ineficacia de la acci�n y la supremac�a del pensamiento. Las salidas de la se�ora Ramsay eran un reproche, daban un giro inesperado al mundo, de manera que ellos sent�an deseos de protestar, al ver c�mo desaparec�an sus prejuicios y al intentar retenerlos mientras se desvanec�an. Charles Tansley consegu�a el mismo resultado: era una de las razones de la antipat�a que despertaba. Trastornaba las proporciones del propio mundo. Y qu� hab�a sido de �l, se pregunt�, moviendo perezosamente los llantenes con el pincel. Hab�a conseguido un puesto en la universidad. Se hab�a casado y viv�a en Golders Creen.
      En una ocasi�n, durante la guerra, hab�a ido a escucharlo a uno de los colleges. Denunciaba algo; condenaba a alguien. Predicaba el amor fraterno. Y a ella todo lo que se le ocurr�a era que c�mo pod�a amar a sus hermanos alguien incapaz de distinguir un cuadro de otro; alguien que se colocaba detr�s de ella fumando picadura (�cinco peniques la onza, se�orita Briscoe�) y que se consideraba obligado a decirle que las mujeres no sab�an ni escribir ni pintar, y no tanto porque realmente lo creyera como debido a que, por alguna extra�a raz�n, deseaba que fuese as�. All� estaba, enteco, enrojecido y ronco, predicando el amor desde una tarima (hab�a hormigas entre los llantenes a las que molest� con el pincel: hormigas rojas y en�rgicas, que se parec�an bastante a Charles Tansley). Lily lo hab�a contemplado ir�nicamente desde su sitio en la sala medio vac�a, vertiendo amor en aquel espacio fr�o y, de repente, all� estaba el viejo tonel, o lo que quiera que fuese, subiendo y bajando entre las olas y la se�ora Ramsay buscando el estuche de las gafas entre los guijarros. ��Vaya! �Qu� fastidio! Perdidas otra vez. No se moleste, se�or Tansley. Pierdo miles todos los veranos�, con lo cual Charles apretaba la barbilla contra el cuello de la camisa, como temeroso de tener que aprobar semejante exageraci�n, aunque fuese capaz de soportarla por tratarse de ella, que le ca�a bien y que le sonre�a de manera tan encantadora. Deb�a de haberle hecho confidencias durante alguna de aquellas largas excursiones en las que los participantes se separaban y regresaban en grupos muy peque�os. Charles se hab�a hecho cargo de la educaci�n de su hermana peque�a, le hab�a dicho a Lily la se�ora Ramsay. Era un gesto magn�fico. Su idea de �l, Lily se daba cuenta perfectamente, mientras agitaba los llantenes con el pincel, era grotesca. La mitad de las ideas sobre los dem�s eran, a decir verdad, grotescas, y serv�an a los fines particulares de cada uno. A ella Charles Tansley le serv�a de chivo expiatorio. Se descubr�a flagel�ndole los flacos costillares cuando estaba de mal humor. Si quer�a tom�rselo en serio ten�a que echar mano a las m�ximas de la se�ora Ramsay, ten�a que verlo a trav�s de sus ojos.
      Levant� una monta�ita para que las hormigas tuvieran que trepar por ella, provoc�ndoles un frenes� de indecisi�n mediante aquella interferencia en su cosmogon�a. Algunas corr�an en esta direcci�n, otras, en aquella.
      Se necesitaban cincuenta pares de ojos para ver, reflexion�. Cincuenta pares de ojos no bastaban para llegar a conocer a aquella mujer, pens�. Y entre ellos ten�a que haber un par insensible a la belleza. Se necesitaba m�s que nada un sentido secreto, sutil como el aire, que se introdujera por el ojo de las cerraduras y la rodeara mientras ella tej�a, hablaba o permanec�a en silencio, a solas, sentada en el hueco de la ventana; un sentido que recogiera y atesorase, como el aire que retiene el humo de un vapor, sus pensamientos, ensue�os, deseos. �Qu� significaba para ella el seto, qu� significaba el jard�n, qu�, las olas al romperse? (Lily alz� los ojos como se lo hab�a visto hacer a la se�ora Ramsay; tambi�n oy� c�mo una ola ca�a sobre la playa). Y, luego, lo que se agitaba y temblaba en su cabeza cuando, jugando al cr�quet, sus hijos exclamaban ��Qu� tal ha estado eso? �Qu� te ha parecido?�. Por un momento dejaba de hacer punto. Miraba con gran inter�s. Luego regresaba una vez m�s a sus ensue�os hasta que, de repente, al detenerse bruscamente el se�or Ramsay en su paseo y acercarse para mirarla desde lo alto, una curiosa sacudida la recorr�a de pies y cabeza, meci�ndola contra su pecho en profunda agitaci�n. Lily ve�a perfectamente al se�or Ramsay, que extend�a la mano y la hac�a levantarse de la silla. Parec�a, sin embargo, como si ya lo hubiera hecho antes; como si ya se hubiera inclinado otra vez de la misma manera y la hubiera ayudado a levantarse en alguna embarcaci�n, que, detenida a pocos cent�metros de la orilla de alguna isla, hab�a exigido que los caballeros ayudaran a las damas a saltar a tierra. Era una escena a la antigua usanza, que exig�a, casi inevitablemente, miri�aques y pantalones tubo con trabillas. Al dejarse ayudar por �l, la se�ora Ramsay pens� (supon�a Lily) que hab�a llegado el momento. S�, se casar�a con �l. Y descendi� despacio, calmosamente, hasta la orilla. Probablemente no dijo m�s que una palabra, permitiendo que su mano descansara en la del se�or Ramsay. Me casar� contigo, dijo tal vez, su mano sobre la de �l; pero nada m�s. Una y otra vez hab�an compartido el mismo estremecimiento�, era evidente que hab�a sido as�, pens� Lily, facilitando el paso a sus hormigas. No inventaba; s�lo estaba tratando de desplegar algo que, a�os atr�s, le hab�an dado doblado; algo que hab�a visto. Porque en la agitaci�n de la vida cotidiana, con todos aquellos hijos, todos aquellos hu�spedes, se ten�a constantemente una sensaci�n de repetici�n, de una cosa cayendo donde ya hab�a ca�do otra y produciendo por ello un eco que resonaba en el aire y lo llenaba de vibraciones.
      Pero ser�a una equivocaci�n, pens�, al recordar c�mo se alejaban juntos, ella con su chal verde, �l con la corbata flotando, cogidos del brazo, m�s all� del invernadero, simplificar su relaci�n. No era la suya una felicidad mon�tona: ella con sus impulsos y su viveza; �l con sus escalofr�os y melancol�as. Nada de eso. Muy de ma�ana se escuchaban portazos en el dormitorio. El se�or Ramsay tiraba a veces los platos por la ventanas. Luego se extend�a por toda la casa un ambiente de puertas que se cerraban de golpe y de persianas ondeantes, como si soplara un viento borrascoso y todo el mundo corriera de aqu� para all� tratando, precipitadamente, de cerrar escotillas y de ponerlo todo en orden. Lily se hab�a encontrado con Paul Rayley en las escaleras un d�a as�. Hab�an re�do y re�do, como si fueran ni�os, porque el se�or Ramsay, al encontrarse durante el desayuno una tijereta en la leche, lo hab�a tirado todo a la terraza. �Una tijereta�, murmur� Prue, consternada, �en la leche�. Otras personas se encontraban ciempi�s. Pero el se�or Ramsay hab�a alzado a su alrededor una barrera tal de santidad y ocupaba su lugar en el espacio con un porte tan majestuoso que, en su caso, una tijereta en la leche era una aut�ntica monstruosidad.
      Pero los platos que volaban por los aires y los portazos fatigaban a la se�ora Ramsay, la acobardaban un poco. Y se produc�an entre marido y mujer largos silencios tensos cuando, sumida en un estado de �nimo que irritaba a Lily, la se�ora Ramsay, mitad quejosa, mitad resentida, parec�a incapaz de soportar con calma la tempestad, o re�rse como ellos se re�an, aunque quiz� su cansancio ocultara otra cosa. El hecho era que permanec�a silenciosa, absorta en sus pensamientos. Al cabo de un rato, el se�or Ramsay, disimuladamente, se hac�a el encontradizo: rondaba bajo la ventana donde su mujer escrib�a cartas o charlaba, aunque ella ten�a buen cuidado de estar ocupada cuando �l pasaba, y evitarlo, y fingir que no lo ve�a. Luego el se�or Ramsay se pon�a tan suave como un guante, afable, cort�s, y trataba de gan�rsela de aquel modo. Pero ella segu�a resisti�ndose y sacaba a relucir, durante un breve intervalo, el orgullo y el aire de superioridad debidos a su belleza, pero de los que, por regla general, prescind�a por completo; giraba la cabeza; miraba de cierta manera por encima del hombro, siempre con Minta, Paul o William Bankes a su lado. Finalmente, desde fuera del grupo, reproduciendo la figura misma del perro lobo hambriento (Lily se puso en pie, abandonando el c�sped, para contemplar los escalones, la ventana, donde lo hab�a visto), el se�or Ramsay pronunciaba su nombre, tan s�lo una vez, exactamente como si se tratara de un lobo aullando en la nieve, pero ella segu�a sin rendirse; entonces �l lo repet�a una segunda vez, y en esa ocasi�n algo en el tono de su voz la conmov�a, y se dirig�a hacia �l, dejando bruscamente a los dem�s; y los dos se alejaban entre los perales, las coles y los macizos de frambuesos. Juntos resolv�an sus diferencias. Pero �con qu� actitudes y con qu� palabras? Era tal la dignidad de aquella relaci�n que, alej�ndose, Paul, Minta y la misma Lily ocultaban su curiosidad y su malestar y empezaban a recoger flores, a arrojar pelotas, a parlotear, hasta que llegaba la hora de la cena; y all� estaban los dos, �l en un extremo de la mesa y ella en el otro, como de costumbre.
      ��Por qu� no se dedica alguno de vosotros a la bot�nica?� Con todas esas piernas y todos esos brazos, �por qu� uno de vosotros�?�. Hablaban como de costumbre, riendo, entre sus hijos. Todo era como de ordinario, con la �nica excepci�n de alg�n temblor, como de una espada en el aire, que iba y ven�a entre los dos como si el espect�culo habitual de sus hijos sentados delante de los platos de sopa hubiera adquirido para ellos una nueva frescura despu�s de la hora pasada entre las peras y las coles. La se�ora Ramsay, pens� Lily, miraba de manera especial a Prue, sentada en el centro, entre sus hermanos y hermanas, tan pendiente siempre, daba la impresi�n, de que todo saliera bien, que apenas hablaba. �Qu� culpable deb�a de haberse sentido Prue por aquella tijereta en la leche de su padre! �C�mo hab�a palidecido cuando el se�or Ramsay tir� el plato por la ventana! �C�mo se marchitaba durante aquellos largos silencios entre sus padres! De todos modos, ahora parec�a que la se�ora Ramsay la estaba desagraviando, asegur�ndole que todo iba bien y prometi�ndole que muy pronto podr�a disfrutar personalmente de aquella misma felicidad. Al final disfrut� de ella menos de un a�o.
      Hab�a dejado que se le cayeran las flores de la cesta, pens� Lily, entornando los ojos y retrocediendo como para estudiar el cuadro �aunque no lo estaba tocando�, con todas sus facultades en trance, congeladas en la superficie, pero movi�ndose por debajo con extraordinaria rapidez.
      Dej� que las flores se le cayeran de la cesta, las desparram�, las arroj� sobre la hierba y, a rega�adientes y llena de dudas, pero sin protestar ni quejarse ��acaso no practicaba a la perfecci�n la virtud de la obediencia?�, tambi�n ella se fue. Campos abajo, a trav�s de valles, blanca, cubierta de flores: as� era como lo hubiera pintado. Las colinas eran austeras. Un paisaje rocoso, escarpado. Debajo, el fragor de las olas sobre las piedras. Los tres se hab�an ido juntos, con la se�ora Ramsay delante, caminando a buen paso, como si esperase encontrarse con alguien al volver la esquina.
      Lily advirti� un repentino blancor en la ventana que estaba mirando, provocado por un tejido ligero tras los cristales. Alguien hab�a entrado por fin en la sala; alguien se hab�a sentado en la silla. Pidi�, por el amor del cielo, que se estuvieran quietos all� dentro y no salieran a trompicones para hablar con ella. Afortunadamente, quienquiera que fuese, a�n segu�a dentro y, por suerte, se hab�a colocado de manera que arrojaba una curiosa sombra triangular sobre el escal�n, lo que alteraba ligeramente la composici�n del cuadro. Interesante. Pod�a ser �til. Volv�a la inspiraci�n. Hay que seguir mirando sin perder por un segundo la intensidad de la emoci�n, decididos a no hastiarse, a no dejarse enga�ar. Hay que retener la escena en el torno �as�, y no permitir que nada venga a estropearla. Mientras mojaba el pincel con aplicaci�n, Lily pensaba en que era necesario estar a la altura de las experiencias ordinarias, sentir, sencillamente, que una silla es una silla, que una mesa es una mesa y que, al mismo tiempo, son un milagro, un �xtasis. Quiz� se pudiera resolver el problema despu�s de todo. Ah. �Qu� era aquello? Una ola de blancor hab�a cubierto el cristal de la ventana. El aire deb�a de haber agitado alg�n volante en la habitaci�n. El coraz�n le dio un vuelco en el pecho, sobrecogi�ndola y tortur�ndola.
      ��Se�ora Ramsay, se�ora Ramsay! �exclam�, sintiendo volver el antiguo horror: desear y desear y no tener. �A�n era capaz de infligirlo? Y luego, tranquilamente, como si la hubiera dominado, tambi�n aquella emoci�n pas� a ser parte de la experiencia ordinaria, se situ� al nivel de la silla y de la mesa. La se�ora Ramsay �como una manifestaci�n m�s de su perfecta bondad con Lily� se sent� tranquilamente en la silla, moviendo las agujas en r�tmico vaiv�n, tejiendo la media de color marr�n rojizo y arrojando su sombra sobre el escal�n. All� estaba de nuevo.
      Y como si tuviera algo que necesitase compartir, aunque, por otra parte, tampoco pudiera abandonar el caballete, porque ten�a la mente completamente llena con lo que estaba pensando, con lo que estaba viendo, Lily, el pincel en la mano, dej� atr�s al se�or Carmichael y lleg� al l�mite del c�sped. �D�nde estaba el barquito? �D�nde estaba el se�or Ramsay? Lo necesitaba.


12

       El se�or Ramsay estaba concluyendo su lectura. Dispuesta a pasar velozmente la p�gina, una mano se cern�a sobre el libro. Con la cabeza descubierta y el viento revolvi�ndole el cabello, el se�or Ramsay parec�a muy viejo y extraordinariamente a merced de los elementos. Parec�a, pens� James �que unas veces dirig�a el bote hacia el faro y otras hacia el mar abierto�, una piedra muy gastada descansando sobre la arena, como si, de pronto, encarnara la idea que siempre hab�a estado presente en la mente de los dos; como si diese forma a la soledad que era, para uno y otro, la verdad m�s profunda.
      Le�a muy deprisa, como impaciente para acabar. De hecho estaban ya muy cerca del faro, que se alzaba ante ellos, solitario y erguido, deslumbrante de blancor y negrura, mientras las olas se quebraban en fragmentos blancos, como cristal estallado sobre las rocas. Tambi�n se distingu�an claramente las ventanas; una mancha blanca en una de ellas y una matita verde sobre la roca. Del interior del faro sali� un hombre que, despu�s de mirar en su direcci�n con un catalejo, volvi� a desaparecer en el interior de la torre. De manera que el faro contemplado a trav�s de la bah�a durante todos aquellos a�os era una simple torre sobre una roca, pens� James, sinti�ndose satisfecho, porque aquello confirmaba alguna oscura premonici�n sobre su propia forma de ser. Las viejas damas, pens�, acord�ndose del jard�n en la casa encima de la playa, estar�an arrastrando las sillas sobre el c�sped. La anciana se�ora Beckwith, por ejemplo, siempre estaba diciendo que todo era muy bonito y muy agradable y que deber�an estar muy orgullosos y ser muy felices, pero, de hecho, pens� James, contemplando el faro erguido sobre su roca, las cosas eran as� en realidad. Mir� a su padre, leyendo con ansia, las piernas recogidas bajo el cuerpo. Los dos lo sab�an. �Una galerna nos viene pisando los talones: acabaremos por hundirnos�, empez� a decirse, casi en voz alta, exactamente como hac�a su padre.
      Se dir�a que llevaban siglos sin hablar. Cam, cansada de contemplar el mar, ve�a c�mo dejaban atr�s trocitos flotantes de corcho negro. En el fondo del bote hab�an muerto los peces. Su padre segu�a leyendo y James lo miraba y tambi�n ella lo miraba, y los dos prometieron de nuevo luchar contra la tiran�a hasta la muerte, pero su padre segu�a leyendo, ignorante por completo de lo que pensaban sus hijos. Era as� como se escapaba, pens� Cam. S�, con su amplia frente y su nariz majestuosa, sosteniendo con firmeza el librito de cubierta moteada, se escapaba. Se pod�a intentar atraparlo, pero, al igual que un p�jaro, extend�a las alas y flotaba hasta situarse donde ya no era posible alcanzarlo, en alg�n toc�n abandonado. Contempl� la inmensidad del mar. La isla se hab�a empeque�ecido tanto que ya casi hab�a dejado de tener forma de hoja. Daba la sensaci�n de ser la parte alta de una roca que alguna ola de grandes dimensiones terminar�a por cubrir. Y, sin embargo, dentro de su fragilidad se encontraban todos aquellos senderos, terrazas, dormitorios; todas aquellas cosas innumerables. Pero, al igual que antes de hundirnos en el sue�o la realidad se simplifica, de manera que, entre una multitud de detalles, s�lo uno tiene capacidad para imponerse, del mismo modo, le pareci�, mirando, so�olienta, hacia la isla, todos aquellos senderos y terrazas y dormitorios se desvanec�an y desaparec�an, y no quedaba m�s que un p�lido incensario azul balance�ndose r�tmicamente en el interior de su mente. Era un jard�n colgante; era un valle lleno de p�jaros y de flores y de ant�lopes� Se estaba durmiendo.
      �Vamos �dijo el se�or Ramsay, cerrando el libro de repente.
      �Ir? �Ad�nde? �A qu� aventura extraordinaria? Cam despert� sobresaltada. �Desembarcar d�nde, trepar a d�nde? �A d�nde los llevaba? Porque despu�s de su inmenso silencio, las palabras de su padre los sobresaltaron. Pero era absurdo. Ten�a hambre, dijo. Era hora de almorzar. Adem�s, mirad, dijo. Ah� est� el faro. �Casi hemos llegado�.
      �Lo est� haciendo muy bien �afirm� Macalister, elogiando a James�. Mantiene muy bien el rumbo.
      Su padre, en cambio, pens� James torvamente, nunca reconoc�a sus m�ritos.
      El se�or Ramsay abri� el paquete y reparti� los s�ndwiches. Ahora era feliz, compartiendo el pan y el queso con aquellos marineros. Le hubiera gustado vivir en una casita y haraganear por el puerto, lanzando escupitajos de cuando en cuando como los otros ancianos, pens� James, vi�ndolo dividir el queso en finas l�minas amarillas con su cortaplumas.
      Magn�fico, es as� como tiene que ser, sigui� dici�ndose Cam mientras pelaba su huevo duro. Sent�a lo mismo que en el estudio cuando los ancianos amigos de su padre le�an The Times. Ya puedo pensar lo que me apetezca: no me caer� por un precipicio ni me ahogar�; porque ah� est� �l, pens�, que no me pierde de vista.
      Por otra parte navegaban tan deprisa junto a las rocas que resultaba muy emocionante; era como si hicieran dos cosas al mismo tiempo: almorzar al sol y, adem�s, dirigirse, en medio de una gran tempestad, a un sitio seguro despu�s de un naufragio. �Tendr�an agua suficiente? �Se les acabar�an las provisiones?, se pregunt�, cont�ndose una historia, pero sabiendo al mismo tiempo que la verdad era otra.
      Ellos desaparecer�an muy pronto, le dec�a el se�or Ramsay al viejo Macalister; pero sus hijos alcanzar�an a ver algunas cosas bien extra�as. Macalister dijo que hab�a cumplido los setenta y cinco en marzo; el se�or Ramsay ten�a setenta y uno. Macalister explic� que no hab�a ido nunca al m�dico y que conservaba todos los dientes. Y as� es como me gustar�a que vivieran mis hijos: Cam tuvo la seguridad de que era eso lo que su padre estaba pensando, porque no le dej� que tirase un s�ndwich al mar y le dijo, como si estuviera pensando en los pescadores y en c�mo viven, que lo guardara si no lo quer�a, pero que no lo desperdiciara. Lo dijo con una entonaci�n tal de sabidur�a, como si estuviera perfectamente informado de todo lo que suced�a en el mundo, que Cam guard� inmediatamente el s�ndwich, y entonces �l le cedi� una nuez de su trozo de bollo, de la misma manera que un noble caballero espa�ol, pens� Cam, podr�a haber ofrecido una flor a una dama a trav�s de la reja (tan corteses fueron sus modales). Porque, si bien el se�or Ramsay iba un tanto ra�do y era una persona sencilla que com�a pan y queso, se trataba, de todos modos, del capit�n de una gran expedici�n en la que, por lo que a ella se le alcanzaba, todos perecer�an.
      �Ah� es donde se hundi� �dijo de repente el chico de Macalister.
      �Tres hombres se ahogaron donde estamos ahora �explic� el anciano. �l mismo los hab�a visto agarrados al m�stil. James y Cam temieron, mientras el se�or Ramsay examinaba aquel lugar, que explotara de pronto con:

             Pero yo, bajo un mar m�s encrespado,

y, si lo hac�a, no podr�an soportarlo; gritar�an con todas sus fuerzas; no aguantar�an otro estallido de la pasi�n que herv�a en �l; para sorpresa suya, sin embargo, se limit� a decir �Ah�, como si hubiera pensado ��A qu� viene hacer tantas alharacas?�. Como es l�gico, hab�a gente que se ahogaba en las tempestades, pero era un asunto que nada ten�a de extraordinario y en el fondo del mar (los roci� a todos con las migas que hab�an quedado en el envoltorio del s�ndwich) no hab�a m�s que agua, si bien se mira. A continuaci�n encendi� la pipa, sac� el reloj y lo estuvo examinando atentamente, tal vez hizo alg�n c�lculo matem�tico. Finalmente, exclam�, con tono triunfal:
      ��Muy bien! �James hab�a guiado el barquito como un verdadero marino.
      �Vaya!, pens� Cam, dirigi�ndose en silencio a James. Por fin lo has conseguido. Porque sab�a que aquello era lo que James hab�a estado deseando, y tambi�n que ahora que ya lo ten�a estaba tan satisfecho que no quer�a mirarlos ni a ella, ni a su padre, ni a nadie. All� estaba, con la mano en el tim�n, completamente r�gido, con aspecto m�s bien malhumorado y el ce�o levemente fruncido. Se sent�a tan feliz que no iba a permitir que nadie le arrebatara ni un �pice de felicidad. Su padre lo hab�a elogiado. Los dem�s ten�an que creer en su completa indiferencia. Pero ya lo has conseguido, pens� Cam.
      Hab�an cambiado de bordada y navegaban velozmente muy seguros, junto al arrecife, sobre largas olas basculantes que, r�tmicas y alegres, se pasaban el bote de una a otra. A la izquierda se distingu�a una hilera de rocas pardas a trav�s de un agua que se adelgazaba y se volv�a m�s verde, hasta llegar a una roca m�s alta, donde una ola se romp�a continuamente y lanzaba hacia lo alto una columnita de gotas que luego ca�an en forma de lluvia. Se o�a el golpe del agua y el repiqueteo de las gotas al caer y una especie de ruido ahogado y silbante de las olas que giraban y brincaban y golpeaban las rocas como si fueran criaturas salvajes que disfrutaran de una libertad total y se sacudieran y dieran volteretas y jugaran as� eternamente.
      En el faro se distingu�a ya a dos hombres que observaban sus movimientos y se preparaban para recibirlos.
      El se�or Ramsay se abroch� la chaqueta y se remang� los pantalones. Cogi� el paquete m�s grande, mal hecho, envuelto en papel de estraza, que Nancy hab�a preparado, y se sent�, coloc�ndoselo sobre las rodillas. Preparado ya para desembarcar, se volvi� de espaldas a la direcci�n de la marcha para contemplar la isla. Quiz� su mirada penetrante le permitiera ver claramente, a pesar de su peque�ez, la forma de hoja erguida sobre su extremo en una bandeja de oro. �Qu� ve�a en realidad?, se pregunt� Cam. Para ella todo resultaba muy borroso. �En qu� estar�a pensando?, se pregunt�. �Qu� era lo que buscaba, con tanta fijeza, con tanta intensidad, tan en silencio? Los dos lo contemplaron, con la cabeza descubierta y el paquete en las rodillas, mirando y mirando fijamente la fr�gil forma azul que parec�a el vapor de algo que se hubiera quemado. �Qu� es lo que quieres?, deseaban preguntarle ambos. Los dos quer�an decirle �P�denos algo y te lo daremos�. Pero no les pidi� nada. Sigui� mirando la isla y tal vez pensaba Perecimos completamente solos o, quiz�s, Lo he conseguido, Lo he encontrado, pero no dijo nada.
      Luego se puso el sombrero.
      �Recoged esos paquetes �dijo, se�alando con la cabeza las cosas que Nancy hab�a preparado para llevar al faro�. Los paquetes para los fareros �dijo. Se puso en pie y se situ� en la proa, muy erguido y de aventajada estatura, exactamente, pens� James, como si estuviera diciendo �No hay Dios�, mientras Cam, por su parte, pens�: Como si fuera a lanzarse al espacio; y los dos se pusieron en pie para seguirlo cuando salt�, con la ligereza de un joven, el paquete en la mano, sobre la roca.


13

       �Debe de haber llegado �dijo Lily Briscoe en voz alta, sinti�ndose repentinamente exhausta. Porque el faro se hab�a vuelto casi invisible, se hab�a disuelto en una neblina azul, y el esfuerzo de mirarlo y el de imaginarse al se�or Ramsay desembarcando all�, aunque parec�an uno y el mismo esfuerzo, le hab�an exigido un m�ximo de tensi�n corporal y an�mica. S�; pero se sent�a aliviada. Hab�a terminado por dar al se�or Ramsay lo que fuera que hab�a querido darle cuando se separ� de ella por la ma�ana.
      �Ha desembarcado �dijo en voz alta�. Se acab�. �Entonces, levant�ndose, resoplando ligeramente, el anciano se�or Carmichael se coloc� a su lado, con el aspecto de un viejo dios pagano, desgre�ado, con algas en el pelo y el tridente (era s�lo una novela francesa) en la mano. Se coloc� a su lado en el l�mite del c�sped, agitando un poco todo su corpach�n, y dijo, protegi�ndose los ojos con la mano: �Habr�n desembarcado ya�, y Lily comprob� que no estaba equivocada. No hab�a sido necesario que hablaran. Hab�an estado pensando las mismas cosas y �l le hab�a contestado sin que ella le preguntase nada. El se�or Carmichael se qued� all�, abarcando con los brazos abiertos todas las debilidades y los sufrimientos de la humanidad; le pareci� que estaba examinando con tolerancia, compasivamente, su destino �ltimo. Y ahora lo ha rematado con gran esplendor, pens�, cuando sus manos descendieron lentamente, como si le hubiera visto dejar caer, desde su gran altura, una guirnalda de violetas y asf�delos que, aleteando lentamente, terminaba por posarse en el suelo.
      R�pidamente, como si algo la hubiese llamado, se volvi� hacia su lienzo. All� estaba: su cuadro. S�, con todos los verdes y azules, con las l�neas que sub�an y que lo cruzaban, intentando lograr algo. Lo colgar�an en el �tico, pens�; se deshar�an de �l. Pero �qu� importancia ten�a?, se pregunt�, tomando de nuevo el pincel. Mir� los escalones: estaban vac�os; mir� su lienzo: resultaba borroso. Con repentina intensidad, como si lo viera con toda claridad por espacio de un segundo, traz� una l�nea en el centro. Estaba hecho, acabado. S�, pens�, abandonando el pincel, presa de la fatiga, he tenido mi visi�n.


N. del T.:

[*] Este verso pertenece al poema narrativo �The Charge of the Light Brigade� (�La carga de la brigada ligera�), 1854, de Alfred (Lord) Tennyson acerca de la carga de la brigada ligera en la batalla de Balaclava durante la Guerra de Crimea.

[1] Tambi�n de La carga�

[2] Se trata del primer verso del poema The Invitation de Percy B. Shelley (1792-1822).

[3] Estos versos y los que siguen pertenecen al poema Luriana Lurilee, de Charles Elton (1839-1900), poeta poco conocido, o acaso aficionado, relacionado con Lytton Sttachey por razones de matrimonio, lo que explica que Virginia Woolf lo conociera y citase.

[4] El se�or Ramsay lee El anticuario (1816).

[5] Primer verso del poema Siren�s Song [Canto de sirena], de William Browne (ca. 1590-ca. 1645).

[6] Este verso y los que siguen son del Soneto XCVIII de William Shakespeare, traducci�n de Jos� M�ndez Herrera, Selecciones de poes�a universal, Plaza & Janes, 1976.

[7] El se�or Ramsay recita un verso del poema The Castaway [El n�ufrago] (1799), de William Cowper (1731-1800).

[8] Son los �ltimos versos de The Castaway, ya citado anteriormente.



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