Condenados (Devil's Knot) | Crítica | Película | Cine Divergente

Condenados

Prohibir los sentimientos Por Pablo Sánchez Blasco

Creo que fue con el thriller Chloe de 2009 cuando ser fan del cineasta Atom Egoyan dejó de considerarse una rutina para volverse una vocación. Aunque a mí todavía me gustó aquel remake asumido por encargo –nada menos que de Ivan Reitman 1 –, algún desequilibrio se intuía ya en un proyecto que ni el propio Egoyan se atrevía a defender con verdadera seguridad. Así pudimos comprobarlo en su visita al Cine Doré para presentar su película junto al crítico Antonio Weinrichter. Recuerdo bien que, al terminar la proyección, tuvo lugar un coloquio inaugurado por una mujer joven, sentada en las primeras filas, que, sin coartarse en absoluto por el ambiente, aseguró que la película no le había convencido nada y, como tampoco el director parecía convencido, y como tampoco ella conocía sus obras anteriores, quería que Atom Egoyan le resumiera sobre la marcha de qué trataban sus películas y por qué gustaban tanto. Cogido de improviso por el flanco más débil de un director, el canadiense logró salir del paso apelando al sentido del humor: exclamó algo así como “oh, no, mi peor pesadilla” para luego responder con evasivas –creo que le recomendó Exótica (1994)– entre los repuntes de la vergüenza ajena y un porcentaje bastante alto de la personal.

Sucede sin embargo que, al recordar aquella anécdota con la visión de hoy –de manera bastante cruel, lo admito–, puede que la pregunta más desnortada de las que le hicieron allí fuera dirigida hacia el lugar más incómodo, y por lo tanto acertado, del cineasta. ¿Acaso Atom Egoyan habría podido respondernos aquella noche? Dos películas ha realizado desde entonces y las dos han sido menospreciadas por unanimidad en un incremento de la crisis manifestada por Chloe. Su cine no ha vuelto a encontrarse a sí mismo desde hace ya demasiado tiempo. La excusa del encargo ni siquiera sirve para Condenados –y ahora por fin escribo sobre la película–, un thriller judicial que, al menos por su argumento, parece reproducir todos los temas característicos de su filmografía. En una pequeña comunidad vecinal de Arkansas, tres niños aparecen asesinados –la incapacidad de sus grupos humanos para proteger a la infancia– sin que sea encontrada pista alguna de los culpables –el misterio, la duda, la incomprensión como espacio vital del relato–. Los detalles horribles del crimen –su rastreo de sensaciones perturbadoras que provocan desasosiego– convierte el sufrimiento de la localidad en un deseo de venganza –la gestión del dolor como objetivo de sus personajes– que se vuelca sobre tres jóvenes inadaptados –culpabilidad, alienación, movimientos errantes, proyección personal sobre los otros–, a los que inculpa el testimonio de un niño grabado en vídeo –las relaciones del hombre moderno con la imagen audiovisual– y que van a servir como pantalla que oculte los secretos del resto de ciudadanos –su meticulosa deconstrucción de las imágenes, capaces de ahondar pacientemente en los recovecos del espíritu humano–.

Condenados

Los primeros veinte minutos de film resultan impecables como indicio de promesas turbadoras. La cámara de Atom Egoyan se mueve por la escena, se desliza sugerente y serpenteante, mientras coloca diversos estímulos y ambientes aún por descifrar. Una ama de casa observa a su hijo irse en bicicleta entre un paisaje tan luminoso que despierta nuestra inquietud. Un bello travelling de acercamiento a la manilla ensangrentada de un lavabo corta sin respuesta a una patrulla ciudadana que rastrea un bosque no menos amenazador. Al caer la noche, incluso un restaurante infantil parece un circo sombrío y abandonado. En este vaivén de sugerencias es, sin embargo, la iridiscencia turbia del lago la que encarna el símbolo más perfecto de la película. Según el agente local deposita su mirada en el fondo de las aguas, su baile de colores empastados se va transformando en una imagen borrosa, más visible a cada segundo, del horror personificado en tres cadáveres infantiles, desnudos y atados de pies y manos, que parecen surgir de las profundidades de la realidad.

La muerte de un niño atraviesa la obra de Egoyan desde mucho antes de Condenados, aunque la elipsis siempre se había interpuesto entre nosotros y su impacto emocional en presente. Tanto en Exótica como en El dulce porvenir (The sweet hereafter, 1997), cada película se constituía en un exorcismo de aquellas imágenes que atormentaban la memoria. En Ararat (2002), la suma diversa de recursos trataba de materializar en pantalla un exterminio borrado de la historia oficial. La diferencia que marca respecto a ellas Condenados es ese presente como marco narrativo que restringe las elipsis al asesinato y a sus responsables. No obstante, narrar la historia desde la inmediatez, aunque pueda parecer la opción más lógica, supone para el cine de Egoyan una cárcel que atenaza sus mejores virtudes, y Condenados no tarda mucho en evidenciarlo.

Sin espacio para la fantasía, sin pie para el discurso metalingüístico, se diría que son los flash-backs el único remedio que nos distancia de los grilletes impuestos por el orden cronológico: las reflexiones del detective Ron Lax, los recuerdos de la madre, los travellings casi nostálgicos por las brumas del bosque –repetidos como símbolo hasta la extenuación– o, sobre todo, la secuencia del restaurante Bojangles, donde el cineasta libera toda su capacidad para crear imágenes ambiguas y sensitivas.

Porque el resto de la película, o mejor dicho la película, se ve maniatada en exceso por el seguimiento al relato judicial. Los “tres de West Memphis” –como fue llamado el caso por la prensa de la época– supuso la condena de tres adolescentes acusados del asesinato de unos niños sin prueba alguna que los incriminara. Hoy en día, nadie sabe todavía cómo sucedieron aquellos hechos o quién fue el culpable del crimen. Y lo peor es que tampoco lo sabe Atom Egoyan como director. Al igual que en otros thrillers actuales como Memories of Murder (Salinui chueok, Bong Joon-ho; 2003) o Zodiac (David Fincher, 2007), la falta de respuesta cuestiona el poder esclarecedor del relato. Pero a diferencia de las otras, Condenados asume ese silencio para apuntar, en múltiples direcciones, a los secretos que pueden ocultar las apariencias de la realidad. Los dardos del cineasta se mueven así en el nivel de la superficie, se mueven a ciegas, se pierden o no se encuentran en una confusión que comienza siendo pretendida y acaba siendo general. Si bien la película se alarga hasta las dos horas de duración, los detalles y las irregularidades del juicio, más el retrato de sus dos protagonistas –el detective implicado en el caso y la madre que intenta comprender lo sucedido–, reprimen un examen de conjunto que se antojaba esencial en cualquiera de las tres películas citadas –sus mejores películas–. Condenados, por el contrario, nos proporciona como respuesta la falta de respuestas, una vaga sensación de incompletitud e insatisfacción que no beneficia, en absoluto, a la película.

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El homicidio de los tres niños es descubierto a los veinte minutos de metraje. En esa encrucijada inicial, Egoyan trata de aproximarse al sufrimiento de los padres que deben afrontar la pérdida, que buscan un chivo expiatorio en su memoria o que revierten la violencia hacia su propia relación. Este dolor comprensible engarza con otro tipo de dolor intuido en Ron Lax, y crece hacia un sentir más amplio que quiere cristalizarse bajo el modelo de El dulce porvenir. Pero es entonces precisamente cuando éste se detiene, cuando se frustra sin consumar sus intenciones. Condenados paraliza su discurso por una circunstancia surgida de su argumento real: el caso de asesinato fue pronto redirigido –con pruebas inconsistentes– hacia unos chicos aleatorios que serían convertidos en el enemigo de la población. Ante un dolor real, profundo e inabarcable, los fiscales colocan una barrera de contención que transfiere toda esa angustia hacia un sentimiento graduable desde los medios. El duelo de familiares y vecinos se transforma así en un odio hacia la diferencia. El tema –el conflicto– se altera y se manipula en una dirección errónea. También la película sucumbe a este engaño, y la trampa de las autoridades bloquea cualquier desmontaje visual, cualquier ejercicio de arquitectura subterránea bajo sus capas. Lo terrible de Condenados acaba siendo esa prohibición que actúa por igual sobre sus imágenes: la incapacidad de sentir la vivencia real, sustituida por la superficie plana de una venganza de telefilm –palabra muy usada contra Egoyan en todas las críticas–.

La vivencia del dolor es un proceso lento, desagradecido y atravesado por derrotas y derroteros. Por ello a nadie –y menos a las autoridades civiles– le conviene una verdadera introspección bajo la alfombra de la cotidianeidad. Resulta mucho más rápida la venganza, vende más en los medios y tiene su propia representación bajo el amparo de la ley. Pero no debemos olvidar que estamos viendo un artificio, igual que sucede con la grabación del niño Aaron Hutcheson, aconsejado –quizás involuntariamente– por las directrices de la policía. Una imagen encubre siempre más información de la que nos manifiesta, algo de lo que siempre ha sido consciente el responsable de El liquidador (The adjuster, 1991). En la última escena de Condenados, Ron y Pam exhiben su fracaso para revelar la versión alternativa de la historia, finalmente desaparecida en el silencio del bosque. De esta forma, la película nos permite ver las múltiples películas sugeridas bajo ella, quizás la más convencional –la menos estimulante– de todas las que podríamos imaginar. La ofuscación mostrada entonces por el personaje protagonista no deja de ser similar a la del propio Egoyan al ser cuestionado por su trayectoria aquella tarde en el Cine Doré. Se trata de preguntas que carecen de una respuesta válida y cuya solución radica en seguir dando vueltas por sus alrededores con la esperanza de descubrir, en tiempos mejores que estos, la conjunción correcta y satisfactoria al enigma que plantean.

Los últimos datos del film se nos suministran impresos en la imagen, preciosa, de la laguna cegada por una lluvia insistente. Los brillos y las iridiscencias del inicio han desaparecido bajo una capa gruesa que impide vislumbrar el fondo del lago, ahora convertido en un turbio cenagal. El tiempo de los hallazgos y las apariciones se ha clausurado ya sin remedio: allí no queda nada que merezca la pena ver o nada que podamos recuperar. Al menos, provisionalmente.

Condenados 3

  1. Según Atom Egoyan, la película original francesa le había recordado a Reitman su película Exótica (1994), aunque desde entonces no había vuelto a ver ninguno de sus films.
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