Las heridas • Felipe de la Mata | La Silla Rota
ADELANTOS EDITORIALES

Las heridas • Felipe de la Mata

El año en que la democracia se perdió, una mujer lo dejó todo para impedirlo.

Escrito en OPINIÓN el

Mientras Alfonso maneja hacia Tixtla donde agoniza Ubalda, una maestra rural y luchadora social, recuerda el momento en que la conoció, así como los acontecimientos políticos y sociales que sacudieron la vida democrática de México en los años ochenta y que, inevitablemente, terminaron marcando la historia de ella: el abandono de su hija, la desaparición forzada de su esposo, y su doloroso exilio.

Las heridas es una novela política sobre un periodo turbulento, pero fundamental en la construcción de la democracia mexicana: el año 1988.

Los retos del primer amor, la reconciliación política y la esperanza de un México mejor son sólo algunos de los temas que Felipe de la Mata hila de forma magistral en esta obra.

Fragmento del libro de Felipe de la MataLas Heridas”, editado por Espasa © 2024. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Las heridas • Felipe de la Mata

#AdelantosEditoriales

Capítulo I

Camino a Tixtla Alfonso evoca su juventud

Al inicio de la madrugada sonó el teléfono y supe que Ubalda estaba por morir. Llevaba días a la espera del mensaje que me haría salir a su encuentro, tomar carretera y conducir sin parar hasta verla; sólo era cosa de tiempo, pasaron meses con ella enferma, postrada en una cama, muriendo a cada instante y a ratos con dolor.

Nadie quería que perdiera la vida de esa manera, no era digno, había peleado tanto a lo largo de su vida que no parecía justo que le arrebataran su larga y reluciente melena que se conservaba negra gracias a los tintes; que poco a poco aparecieran esas ojeras que oscurecían su semblante; que su respiración a ratos fuera casi imperceptible y en otros momentos inundara la habitación con un inexplicable ronquido sordo, aunado a un sopor del que por horas no despertaba. Aunque lo peor era que cada vez comiera menos hasta llegar a los huesos, dejando con ello de tener vitalidad, y mudando su semblante a uno casi inexpresivo.

El destino la hacía luchar su última batalla, pero esta vez era evidente que no podría ganarla, porque a pesar de su fuerza nadie puede triunfar más allá de su último momento.

La noticia de su enfermedad corrió rápido en el pueblo, sus últimos años como profesora le habían ganado la simpatía de la gente, así que desfilaban sus viejos alumnos, sus amigos de infancia, sus familiares, incluso los lejanos, pasaban a saludarla, a llevarle comida, a compartir con ella lo poco que tenían.

El timbre de su casa sonaba a cada rato y detrás de la puerta siempre se asomaba un rostro nuevo: la comunidad la quería y la admiraba, sabían lo que había sufrido en los años setenta, compartían sus ideales, su lucha. Sin embargo, al mirarla ya nadie la reconocía; se había transformado: esos pómulos hundidos, sus ojos opacos y su piel morena había perdido su brillo, ya no era la mujer fuerte y alegre de antaño; era el pabilo de una vela que se extingue, una sombra de lo que fue.

Quise recordar la última vez que la vi. Ubalda me había dicho que cuando llegara la hora no llorara, que no regara su recuerdo con mis lágrimas, que no permitiera que mi cariño por ella se cristalizara en un líquido que se evapora, y tocándome la mano me había suplicado que la conservara en mi corazón, en mis recuerdos, que más allá de su fragilidad actual la atesorara en mi ser, que no la olvidara jamás: no podía ser de otra manera, era una mujer especial.

Francisca había decidido permanecer a su lado para esperar con ella el final. Acompañarla, cerrar sus ojos, de ser posible hablarle sin soltar su mano para que se supiera querida, de alguna forma se lo debía.

Yo no quería abandonarlas, pero el maldito trabajo, las responsabilidades no me permitían sustraerme por largos periodos de la Ciudad de México y Ubalda jamás habría aceptado mudarse en sus últimos momentos a esa gran ciudad que nunca terminó de agradarle. Para ella su tierra era su raíz, ella era su comunidad, su pueblo, su gente; contaba que al nacer sus padres habían enterrado en el piso de barro de su casa su ombligo, así que cuando estuvo lejos siempre evocó Guerrero, y al regresar decidió que no lo quería dejar nunca más, mucho menos cuando supo que la muerte tocaba a su puerta.

Ahí en su tierra reposaría para la eternidad, eso nos repitió varias veces, y es que esa mujer había nacido guerrerense: ahí había tomado su primer soplo de vida y ahí dejaría de ver la luz. Nadie la llevaría a morir a ningún otro sitio.

Tixtla no está cerca, llegar me llevaría varias horas de manejo en plena madrugada, pero acompañar a Francisca y de ser posible alcanzar a darle un último beso a Ubalda era lo más importante que yo podía hacer en esos instantes.

El mensaje de Francisca había sido contundente: «Alf: cada momento está más cansada, desde ayer no come, ya sólo afirma o niega con la mirada. El final se acerca: ven, te necesitamos».

Me despertó el pitido del teléfono celular conectado junto a mi cómoda, estiré la mano y miré el texto con un ojo que se negaba a abrirse. No perdí tiempo respondiendo con lamentaciones, escribí un simple «Ya salgo», me levanté ágilmente y me puse con rumbo a Chilpancingo; desde ahí me internaría en la sierra de Guerrero.

La infinidad de la muerte es algo que no deja de sorprenderme, es tan corta nuestra existencia frente al tiempo, a la distancia, a la historia. Existimos sólo por un instante, si acaso un pestañeo, es ridículo que neuróticamente tantos de nosotros dediquemos una vida a cumplir nuestros caprichos, a satisfacer nuestras ambiciones, a construir un estilo de vida, un prestigio, dejar huella, sembrar una simiente que dé fruto en el árbol de los tiempos, sin percibir que transitamos por un camino que indefectiblemente terminará en la nada: somos polvo, sólo eso: a pesar de todos nuestros esfuerzos la tierra en que habitamos nos olvidará, llegará el día en que habrán muerto todos aquellos que nos amaron. Es inevitable: de nosotros no pervivirá el nombre, ni el recuerdo.

Nadie hablará de nosotros tras nuestra ausencia, ni siquiera de los más ricos o poderosos, es sólo necesario que transcurran las suficientes décadas, siglos, o en el caso de los más afortunados milenios y nada quedará, absolutamente nada. Así de intrascendentes somos, así es el vacío de nuestro destino, porque de la insignificancia, la intrascendencia nadie se salva.

Ubalda, la mujer que vivió a cada instante con gran intensidad, que jamás bajó los brazos para luchar contra el destino, aquella que a pesar de sus sufrimientos había dado sentido a la vida de tantos en su comunidad y que por su vitalidad y alegría natural asumimos que viviría por siempre, estaba muriendo, como una más, como cualquiera, como todos, y sólo pensar en eso me partía el corazón.

Ella me había enseñado que en cambiar al mundo, especialmente si costaba, si dolía, debía encontrarse sentido a la existencia humana, por eso y muchas otras cosas tendría que hacer el esfuerzo de coger en ese instante el camino hacia ella. Acudiría a su encuentro, la reconfortaría, la ayudaría en lo que estuviera en mis manos, aunque para hacerlo tuviera que afrontar muchas horas de manejo y abandonar por unos días la oficina.

Sin quererlo, en ese viaje por carretera tendría la oportunidad de llenarme de recuerdos, de reencontrar en mi memoria los años de mi juventud, en especial aquel en que Francisca conoció a Ubalda.

Así, casi sin darme cuenta vino a mí la imagen de ese tiempo en que la juventud nos llenaba de esperanza, en que la felicidad se encontraba en escuchar el timbre de la hora de la salida y en que no se habían acumulado enemistades ni odios. Vino también a mi mente la nostalgia punzante de mi primer amor.

Sería un camino largo, en soledad y silencio, con el corazón en un hilo, rumiando mis viejos recuerdos y añejos dolores: la carretera en la oscuridad me hacía recordar una época de mi vida que había pasado, recordé a Ubalda joven, sana, fuerte para después evocar a mi abuela viva, rozagante y, como siempre, amorosa, y al hacerlo rememorar su andar por una ciudad que frente a mis ojos había cambiado hasta ya no reconocerla.

Esas horas de manejo fueron la oportunidad para recordar lo sustancial de un año de mi juventud que correspondía a una época y un país que ya sólo existían en mi corazón y mis recuerdos.

1988, el año en que Ubalda llegó a la vida de Francisca, yo tenía dieciséis años, un tiempo convulso en mi existencia, lo que de alguna manera no era ninguna sorpresa porque en esos tiempos sufría yo de un mal que en algún momento a todos aqueja: la adolescencia; pero también fue una época difícil para México, era el despertar democrático de una nación que por décadas había estado sumida en el sopor de la hegemonía de un solo partido que la gobernó implacablemente.

Cursaba el bachillerato y vivía en un barrio de la entonces delegación Benito Juárez que, para sorpresa de muchos chilangos de hoy, se consideraba el sur del Distrito Federal.

Ése es el lugar donde siempre comienzan mis historias: en un barrio especial de la Ciudad de México, en él corre un río del que todos hablan pero que nadie ve. No, no está seco, está más vivo que nunca, aún se puede ver su cauce y escuchar los sonidos de su recorrido, sólo que parece un secreto, la gente lo ha olvidado, sin embargo, a diario repiten su nombre ancestral: «Mixcoac», ‘nube de serpientes’, palabra con la que nuestros antepasados llamaban a esa bruma estrellada que antes se veía distintivamente desde aquí y a la que ahora llamamos ñoñamente Vía Láctea.

Estas tierras ocultan su río, y quizá por vergüenza esconden las huellas de las pisadas de esos pinches gringos ladrones que acamparon tantas noches en sus inmediaciones, aquí sigue poseída la casa donde vivió con tristeza su presidencia José Joaquín Herrera, por eso muy cerca continúa apareciéndose en un callejón el diablo.

Todo este pueblo se oculta, pareciera transparente, pocos lo perciben, podría estar maldito, más de seis siglos de historia y hoy todo sabe a asfalto, cemento y vidrio.

¿Serán las maldiciones que lanzaron los liberales por los llamados Mártires de Tacubaya o quizá las que espetaron los obispos mexicanos contra la tierra de Gómez Farías? Nadie lo sabe, pero hoy Mixcoac está escondido.

Ya los chilangos no notan la iglesia enana que en su juventud describiera Octavio Paz, y si acaso algunos degustan rompope y pan preparados por las monjas que hoy viven en su casa de infancia.

¿Por qué no ven la mansión aristocrática de Limantour? Hoy es más alegre que en los tiempos en que ese estirado pasaba ahí sus fines de semana como dirigente de los «científicos», tramando sin éxito cómo llegar a ser el presidente de los mexicanos.

Quizá sólo sea timidez, pero este lugar se esconde y lo que se ve nadie lo mira, y lo que fue nadie lo recuerda, igual que la memoria de ese enorme tren eléctrico que corría entre puentes, bosques y montañas en el jardín de la casa de los Serralde, hoy irremediablemente pintada de negro.

¡Hasta se ha olvidado el antiguo obraje en donde se lograban las más finas telas de la Nueva España!

No soporto la paradoja que por un lado estas calles, estas casas, estas tierras que están más vivas que nunca, al tiempo perezcan en la sombra de los años y que nadie recuerde, nadie perciba, los ecos de los pasos de mi madre caminando de pequeña aquella tarde en que se acercó a ese árbol en que vivía amarrado un mono araña, y el terror que le produjo que ese bicho sin aviso le abrazara el cuello con la cola.

Mi madre nunca volvió a caminar cerca de ese árbol y de chavito me prevenía enseñándome al mono: «¡Cuidado!, a ese chango lo conozco, está viejo, pero aún es peligroso, quizá te muerda».

Es triste, esta tierra está viva, más viva que nunca, pero en realidad pocos la ven, ha desaparecido a los ojos de muchos, igual que ese mono viejo, que se ha perdido en las memorias de los ancianos: es transparente, sólo un recuerdo.

Es mi barrio. Aquí se afincó a finales de los años cuarenta mi abuela con sus hijos, cuando ya no encontró con qué alimentarlos en aquel pueblo del Bajío en que nacieron.

Aquí he recorrido el camino de mi vida, y a veces siento que de alguna manera mi barrio soy yo. Al fin, mi madre dice que uno se une a la tierra en la que vive, si la ama, y yo le he llegado a profesar amor a este lugar.

Mixcoac está no tan lejos de las colonias del centro del hasta hace poco tiempo Distrito Federal: megalópolis que a finales de los ochenta ya albergaba casi diez millones de habitantes y está rodeado por las más importantes arterias viales que se han construido en el país: Insurgentes, Viaducto, Río Mixcoac, Churubusco, Circuito Interior, Revolución o el Periférico, largas avenidas cruzadas tímidamente por pequeñas calles que se llaman como pintores.

Los nombres de los pueblos de antaño: Santo Domingo de Mixcoac y su cercano San Juan Evangelista, al igual que el de las haciendas que los rodeaban: San Francisco de Borja y Tlacoquemecatl, junto con los ranchos de Narvarte y el Olivar han sido sustituidos por los de colonias citadinas densamente habitadas por una vibrante clase media, que ha perdido su arraigo y no entiende su esencia singular.

A un chilango en 1988 ya le daba lo mismo cruzar Ciudad de los Deportes que Extremadura Insurgentes, Alfonso XIII, Noche Buena, Nonoalco, Molino de Rosas o cualquiera otra más. No percibía diferencia sustancial, ya no miraba la historia.

Hoy, Mixcoac icónicamente se representa en el imaginario de los chilangos por el logotipo de una serpiente dibujada en un cuadro naranja que la enmarca, símbolo inconfundible de la estación de la línea 7 del metro, una de las excavaciones más profundas de esta moderna forma de transporte.

Tristemente, para la gran mayoría su tierra ha dejado de significar el sitio donde si te place puedes ser diferente y vivir en paz.

Hoy está de camino a todo, en medio de una multitud que se transporta y si bien miles lo recorren todos los días, sólo sus habitantes de antaño seguimos viendo las huellas que aún restan del antiguo pueblo virreinal en que los riquillos porfiristas establecieron sus moradas de recreo, o aquel que muy a las afueras de la Ciudad de México a principios de este siglo XX resultaba un lugar desolado e ideal para fundar el primer manicomio nacional, al que llamaron La Castañeda.

Es increíble pensar que hasta hace unas pocas décadas no estaba realmente unido a la Ciudad de México. Hoy este pueblo ha sido engullido, y se ha vuelto mágico porque dependiendo de los ojos del que ve es que aparece o desaparece, es transparente o cobra luz y color. A mediados de los setenta construyeron los ejes viales que lo cruzan por varias de sus zonas; yo era muy pequeño, pero me sorprendió la llegada repentina de grandes grúas que avanzaron a pocas cuadras de mi casa y que arrasaron lindas fincas, a veces con jardines, para ensanchar las avenidas que rápidamente fueron llenadas con automóviles.

Recuerdo perfectamente a Elisa, una vieja viuda amiga de mi abuela que una tarde al visitarla le contó que había sido expropiada y que el gobierno sólo le pagaría el exiguo valor catastral de su casa. Me impactaron sus llantos y los desesperados e inútiles consuelos de mi abuela, pues a las pocas semanas ambas verían demolido el hogar labrado en toda una vida y a cambio del que sólo recibiría como compensación una miseria.

Ocasionalmente oía a mi abuela repetir que corrimos con mucha suerte porque no expropiaron nuestra casa, ya que estaba apenas fuera del trazo de los ejes viales, y que si eso hubiera pasado no habría nadie a quién acudir por auxilio, pues para ampliar esas vialidades, el entonces regente de la ciudad, Carlos Hank González, actuaba con el consentimiento del señor presidente de la República, y en este país en esos tiempos lo que mandaba el presidente indefectiblemente se ejecutaba sin discusión, ni reflexión. Era el poder de los poderes.

¿Qué habrá sido de Elisa después de eso? ¿Cuál sería su destino? ¿Se iría a vivir con su hija y su yerno a Pachuca? No volví a saber de ella, ni de su pequeño perrito chihuahua que paseaba por las tardes enfrente de mi casa. Ojalá que ya no añore la casa que construyó su marido para ella y en la que seguramente atesoró todos sus recuerdos. Espero que tenga dónde pasar su vejez.

Me gusta recorrer mi barrio y de vez en cuando, por qué no, al hacerlo, patear fuerte entre sus calles un envase de plástico relleno de papel de baño o de periódico, como cuando era un chiquillo, y pensar a ratos que aún tengo la edad para seguir jugando con esa pelota entre dos casas y apuntar a esas dos piedras que a cada lado simulaban las porterías.

Las calles están trazadas y asfaltadas, es una zona aburguesada, que vivió mejores tiempos, sin embargo, hay luz eléctrica y alumbrado por todas partes, y los carros inundan las vialidades y lucen muy pintorescos, como incrustados en el paisaje, la Plaza de Toros México y el estadio de futbol.

Me alegraban de joven mis tardes de tarea, los domingos de corrida cuando entre gritos y alborotos se oía un multitudinario «olé» y los sábados cuando milagrosamente llegaba a anotar el Atlante me enteraba primero del tanto por el apasionado grito de «gol» que la afición vociferaba que por las transmisiones de la televisión.

Me gustaba desayunar los fines de semana unos tacos en el lugar donde nacieron los famosos de «El Villamelón». ¡Qué sombrío era ese pequeño local donde se estableció la taquería! Alguien debería haber renovado esas paredes cubiertas de anticuados y amarillentos azulejos, de las que colgaban un sinfín de noticias taurinas y carteles de corridas de toros que por su deteriorado estado podrían anunciar las primeras fiestas de la Nueva España, y en las que yacían inertes esas cabezas de toro que no dejaban de mirarte, y a las que bien les vendría de vez en cuando una sacudida.

 

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