(PDF) David Ch. Wright Carr: Lectura del náhuatl. Fundamentos para la traducción de los textos en náhuatl del periodo Novohispano Temprano | Miguel Figueroa Saavedra - Academia.edu
Reseñas Marcelo CAMPAGNO, El origen de los primeros Estados. La «revolución urbana» en América precolombina. Colección Ciencia Joven, 24. Eudeba, Buenos Aires, 2007. 128 páginas, con fotografías y mapas. ISBN 978-950-23-581-2. La edición de libros de diversas problemáticas y de múltiples campos –como las Ciencias Exactas, Naturales, Sociales y Humanidades–, producidos por entendidos en dichas materias para públicos no especializados constituye un deber, pero a la vez un desafío. El libro que es motivo de reseña, El origen de los primeros Estados. La «revolución urbana» en América precolombina del historiador Marcelo Campagno, no sólo se halla encuadrado en el proyecto de la Colección Ciencia Joven lanzado por la Editorial Eudeba, sino que además cumple fielmente las metas de tal programa, ya que fue pensado y diagramado bajo la firme convicción, en primer lugar, de proporcionar a estudiantes y docentes de escuela media buenos libros de divulgación acerca de las novedades de la disciplina histórica y de un mundo siempre cambiante; y, en segundo lugar, de incentivar su interés por el conocimiento y acrecentar sus capacidades de reflexión. Es decir, que a través de la lectura de este novedoso material, no sólo se logre un primer acercamiento a los nuevos abordajes de los problemas que son objeto de discusión en la Historia, sino que además se perciban los diferentes modos de pensamiento que se configuran desde los espacios de la Academia. Asimismo, este tipo de libros revela que todo lo que se indaga desde los centros de investigación debe ser socialmente relevante, y el camino para alcanzar dicha relevancia no ha de ser otro que el de establecer un lazo social con el público, esto es, dar a conocer ese producto a la sociedad. La estructura del libro es sencilla. Contiene tres apartados: se inicia con una introducción, continúa con cinco capítulos de desarrollo y conclusiones, y al final brinda un apéndice con bibliografía actualizada que no pretende exhaustividad, pero asegura abrir nuevas interrogantes a quien recorra las páginas de la obra. En la introducción, el doctor Campagno presenta su objeto de estudio: la discusión en torno al surgimiento del urbanismo y del Estado en el mundo de la América precolombina. La delimitación del objeto ha merecido establecer, por parte del autor, otro tipo de criterios. En primer lugar, la demarcación de dos grandes áreas para el estudio de las primeras configuraciones urbanas y estatales: Mesoamérica y Andes, elección que restringe el tratamiento de aquellos núcleos sociales cuyo carácter estatal es materia de controversia –el ámbito olmeca en Mesoamérica y las sociedades que emergieron en la región septentrional del área Andina entre los períodos Precerámico Tardío y Horizonte Temprano– y se aboca más tarde a las tres grandes situaciones estatales mesoamericanas –Monte Albán, Teotihuacan y los centros mayas– y a los tres amplios núcleos estatales de los Andes, entre el Período Intermedio Temprano y el Horizonte Medio: Moche, Tiwanaku y Wari. Asimismo, no se repara en el problema del colapso de las estructuras estatales o de la posterior conformación de sociedades estatales cuyo renombre, dimensiones político-territoriales e importancia económico-social han hecho conocida la historia precolombina, como pueden ser los aztecas, los mayas del período posclásico o los incas. Y se fija, Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 237 ISSN: 0556-6533 Reseñas como segundo criterio de delimitación, la inclusión de acápites que giren alrededor de los procesos que condujeron a la emergencia de Estados en el Viejo Mundo –entre los que se destacan las experiencias de Egipto, Mesopotamia, el Valle del Indo y China, cuyas dataciones cronológicas y periodizaciones arrojan una antigüedad más remota–, con la intención de abordar, a través del método comparativo, un problema histórico en su complejidad y explicar las semejanzas y las diferencias que muestran series de naturaleza análoga originarias de contextos históricos específicos y medios sociales diferentes, para descubrir que las características culturales implícitas son más heterogéneas que homogéneas y más plurales que singulares, que en sociedades separadas en el tiempo y en el espacio por magnitudes tales las semejanzas, observadas en una y otra, no pueden ser explicadas ni por influencias mutuas ni por comunidad de origen. De esta manera, el autor sortea con magistral agudeza conceptual cualquier intento de establecer algún tipo de leyes universales de la historia y nos posibilita abrir las puertas a una reflexión teórica válida para pensar otros procesos sociohistóricos en sus divergencias y consonancias, en sus continuidades y rupturas, en sus regularidades y singularidades. En el apartado 2, «Algunas consideraciones teóricas», Campagno asienta sus premisas fundamentales. Plantea que, entre quienes han intentado explicar dichos procesos –bajo los nombres de origen del Estado, surgimiento de la civilización, revolución urbana– en el transcurso del siglo XX, se destaca la figura del arqueólogo Vere Gordon Childe, quien consignara a manera de «lista» una serie de transformaciones que conducirían a la emergencia de las ciudades y de los Estados, susceptibles de ser clasificadas a la luz de dos criterios que resaltan a primera vista: las transformaciones que suponen modificaciones de índole cuantitativa y aquellas que revelan novedades en el ámbito cualitativo. La intención explícita es resaltar que la revolución urbana no es solamente un proceso que culmina con elementos en grandes cantidades, extensiones y volúmenes, sino que se trata de un acto novedoso, un punto de inflexión en la trama de la historia, dado que complejiza el escenario dando lugar a un nuevo tipo de sociedad con rasgos que antes no existían. En esta línea, Campagno propone como primera hipótesis que la constitución de un tipo de organización social estatal lleva implícita un conjunto de prácticas sociales que ya no se sustentan en tramas parentales, sino en lo que Max Weber denominó el monopolio legítimo de la coerción y, a resultas de la existencia de una lógica social cimentada en la capacidad de imponer la voluntad de un sector minoritario de una sociedad sobre el resto por medio de la violencia, es posible recodificar las formas de organización preexistentes. A fin de que los lectores comprendan más profundamente el sentido revolucionario del proceso, el autor traza un cuadro en donde se consideran los rasgos de las formaciones sociales que anteceden al urbanismo y el Estado, remarcando nuevamente que si bien los elementos cuantitativos –en términos negativos de lo que “falta”– pueden contornear aquellas sociedades no-estatales, no son suficientes a la hora de describir la especificidad de las mismas. Apelando al registro etnográfico y arqueológico y a los aportes del sociólogo Alvin Gouldner y de los antropólogos Marshall Sahlins y Pierre Clastres, el autor de este libro propone –como segunda hipótesis de trabajo– que las sociedades no-estatales se hallan articuladas socialmente por la lógica del parentesco, lógica regida por la norma moral de la reciprocidad, que brinda sus principios a las 238 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas dinámicas políticas, prácticas económicas, vínculos de sociabilidad y formas de representación simbólica e ideológicas de dichas sociedades. Este predominio del parentesco explicaría la imposibilidad de la emergencia de una práctica sustentada en el monopolio de la coerción, principio diametralmente diferente a la reciprocidad parental. Por lo que ahora es necesario esclarecer cómo pudo originarse la sociedad estatal, puesto que las sociedades anteriores al Estado estaban reguladas por el parentesco y éste último impide la emergencia de una situación estatal. Para ello, el autor recorre las respuestas que se han originado hasta el momento, agrupándolas en función de dos grandes parámetros conceptuales, violencia y consenso, a partir de las cuales los estudiosos han reflexionado sobre la problemática del surgimiento de la estatalidad. Primero se detiene a analizar ambas variables por separado a fin de considerar en rigor las características de cada una de ellas. De hecho, la exploración crítica y consciente que se efectúa aquí posibilita observar que ambos elementos han derivado en explicaciones monocausales que se han centrado sólo en un factor o, por el contrario, se proponen explicaciones pluricausales, en donde se hacen jugar ambas dimensiones. Este historiador argentino admite que más allá de los modelos virtuales que se diseñan, existe un principio unificador y que se convierte en punto débil de dichas teorizaciones: es el hecho de creer que todo proceso conforma un desarrollo gradual desde estructuras embrionarias hasta estadios avanzados de organización, premisa provista por la corriente de pensamiento evolucionista en la segunda mitad del siglo XIX, período en el cual se iniciaban los estudios sobre el origen del Estado, descuidando la presencia del parentesco. Se podría esperar que el ensayo continuara con un análisis a nivel teórico acerca de cómo surgen los Estados en contextos primarios, pero Campagno opta por estudiar situaciones históricas específicas en las que se dio el fenómeno childeano de la revolución urbana. A primera vista, la elección pareciera funcionar en contra de la comprensión acabada del problema, pero a criterio de quien reseña, la estrategia narrativa no sólo resulta productiva sino también atractiva y seductora, en términos de contemplar un conjunto de evidencias, cotejarlas con lo expuesto hasta el momento, produciendo líneas de abordaje comparativo y proseguir con la reflexión teórica a partir de un cierto cúmulo de conocimientos. De manera que los capítulos 3 «El Viejo Mundo», 4 «Mesoamerica» y 5 «El mundo andino», versan sobre las seis grandes áreas –como sus títulos sugieren correctamente– en las que se llevarían a cabo las transformaciones aquí estudiadas. Se ilustran en primer lugar aquellas experiencias acaecidas tempranamente –en términos temporales– en el valle del Nilo, la Mesopotamia delimitada por los ríos Tigris y Éufrates, y los valles de las riberas del Indo y Amarillo, para desplazarse luego a regiones de Mesoamérica y Andes centromeridionales. Regiones distantes en términos geográficos y temporales, pero no conceptuales, ya que en todas opera el dispositivo teórico que permite abrir el capítulo 5 «Consideraciones teóricas finales». Es justamente en esta sección donde Campagno despliega su cuadro conceptual, en donde es posible leer las similitudes y diferencias que conllevaron estos múltiples escenarios históricos. Tras repasar las condiciones en que surgen los Estados antiguos del Viejo y Nuevo Mundo, la pluma ágil del autor retorna a la cuestión de los límites que impone el parentesco, y puntualiza que dichos impedimentos a la emergencia de la práctica Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 239 Reseñas estatal sólo son posibles allí donde la lógica del parentesco dibuja un espacio social, habilitando espacios intersticiales en donde la norma moral de la reciprocidad no se halla presente. Los intersticios del parentesco son locus propicios para la construcción de tramas basadas en la coacción, para el tejido de una relación estatal, es decir, entre no-parientes. Habida cuenta de la diversidad de situaciones históricas y la variabilidad de las condiciones en las que el Estado se hizo presente, Campagno propone pensar dos escenarios para tal alternativa. El primero correspondería a las relaciones que pueden ser establecidas entre dos o más comunidades aldeanas situadas en áreas geográficas relativamente distantes, en las que cada trama parental se ubica territorialmente separada de las otras. Este tipo de interacciones puede involucrar prácticas de intercambio o prácticas de conflicto, siendo esta última, en el registro de la guerra de conquista y la institucionalización permanente del lazo vencedorvencido, la puerta por la cual ingresaría en la escena la práctica estatal. El otro escenario se percibe a partir de los vínculos que tejen diferentes tramas parentales en un mismo núcleo poblacional, y en este sentido, el fenómeno urbano brinda esta posibilidad, puesto que en las ciudades se advierte la presencia de varias familias, heterogéneas y desvinculadas entre sí. A fortiori, el fenómeno de la urbanización iría construyendo un nuevo entramado de relaciones entre aquellas familias locales y los individuos y grupos forasteros que arribaran, incorporándolos en la estructura social bajo modalidades de subordinación o dependencia. Las líneas que siguen en el escrito se dirigen a analizar la nueva situación del parentesco en una sociedad estatal, puesto que uno no supone la eliminación del otro, es decir, las diversas formas en que ambas lógicas se hallan en interfaz –la conformación de las elites estatales, la adscripción de las agrupaciones campesinas a las formas de trabajo, la expresión de las relaciones con el mundo sagrado y vinculación con las divinidades, la jerarquías, entre otros– y las capacidades por las cuales el Estado interviene, interfiere y se vuelve algo omnipresente e inescrutable en el tejido social, para finalizar con el tratamiento de la diversidad de formas que adopta la estatalidad en estas sociedades, basándose en la distinción esbozada por el arqueólogo Bruce Trigger entre Estados territoriales –que supone al principio la coexistencia de varios núcleos «proto-estatales» y la posterior fusión y subordinación de ellos bajo la hegemonía de un solo núcleo (los casos de Egipto, Teotihuacan, Wari, Tiwanaku, Monte Albán, parcialmente Moche)– y ciudades-estados –donde se afirmaría un patrón policéntrico de núcleos (Mesopotamia, el ámbito maya, el valle del Indo)–. A lo largo de El origen de los primeros Estados, Marcelo Campagno nos ha adentrado –conjugando los aportes de la historia social, la antropología y la arqueología, con un rigor propio de quien maneja el tema y una prosa amena– en la experiencia social que suscitó la emergencia de los espacios urbanos y de dispositivos estatales que se condensaron en tramas culturales diferenciadas a lo largo del globo, que han dejado huellas en las arenas del tiempo y del espacio, pero que han desaparecido hace bastante y que hoy miramos con ojos científicos, como la alteridad a ser pensada desde el hoy. Horacio Miguel Hernán ZAPATA Universidad Nacional de Rosario – Argentina 240 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas David Ch. WRIGHT CARR, Lectura del náhuatl. Fundamentos para la traducción de los textos en náhuatl del periodo Novohispano Temprano. Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, México DF, 2007. 273 páginas. Con el patrocinio y difusión del Instituto Nacional de las Lenguas Indígenas (INALI), David Charles Wright Carr, profesor de la Universidad de Guanajuato, nos ofrece una obra que muchos de quienes nos dedicamos a la enseñanza de la lengua náhuatl a hispanohablantes hubiéramos querido disponer hace diez años. La razón es bien simple. Se trata de un manual donde se hace un esfuerzo por sistematizar observaciones, problemáticas y estrategias que todo profesor de náhuatl ha desarrollado en la enseñanza de cómo traducir textos. Sólo esto, hace de esta obra una herramienta inapreciable que facilita el aprendizaje de los rudimentos de la traducción. Aunque la ambición del objetivo puede hacer que adolezca de alguna imperfección, lo cierto es que cubre una necesidad siempre sentida. Los materiales pedagógicos existentes se han centrado en el aprendizaje gramatical de la lengua tomando como apoyo la traducción de textos, pero raramente se abocaban al desarrollo de competencias traductológicas. Así, a pesar de la inclusión de ejemplos de traducción de frases o textos, obras tan representativas como Llave del náhuatl de A. Mª Garibay (1940) o Introduction à la langue et à la littérature aztèques de M. Launey (1979) no rinden servicio a tal cometido, y no es un caso al azar sino una característica generalizada de los manuales que quieren servir de fundamento para la traducción e interpretación de textos en náhuatl desde hace cuarenta años. Esta obra tiene dos partes claramente definidas que buscan ir más allá de lo hecho hasta ahora, mediante la actualización y ampliación de datos o intentando plantear cuestiones propiamente traductológicas. En la primera parte se introduce al lector en la historia y morfosintaxis de la lengua náhuatl. Se habla del origen y evolución de esta lengua, su vínculo con el resto de lenguas yutonahuas, del protonahua, su diversidad dialectal y su relación con las migraciones históricas de sus comunidades hablantes. En esta parte se revisan los aportes de especialistas como M. Swadesh, Y. Lastra, U. Canger y K. Dakin; mostrando la controversia aún existente sobre la evolución geolectal y cronolectal del náhuatl. A este respecto se le da peso hegemónico a la glotocronología, lo cual ayuda a comprender la dimensión temporal de la evolución de la lengua, pero no la dimensión histórica y cultural pues no se incluyen otras aportaciones de la arqueología, la historiografía o la lexicografía histórica. Esta ausencia se compensa con una relación comentada de fuentes lingüísticas, lexicográficas y gramaticales escritas desde el s. XVI hasta comienzos del s. XXI, ofreciéndose un amplio catálogo de fuentes originales y facsimilares, tanto impresas como digitales. El autor deja claro que en esta relación no hay un diccionario completo, sino que todos son complementarios. Por eso, aunque el vocabulario de Molina de 1571 será siempre una obra de referencia fundamental, es conveniente tener a mano el resto de grandes diccionarios como el de R. Siméon (1885), F. Karttunen (1983), P. P. de Wolf (2003), y el tan útil y accesible diccionario en línea de A. Whimmer (2005). Otra novedad es reconocer la importancia que los foros de discusión en Internet están teniendo para intercambiar información sobre lexicografía, ahorrando mucho tiempo en la identificación y análisis de variantes antiguas y modernas. Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 241 Reseñas La cuestión de la fonología y su representación –la ortología y la ortografía- se trata de modo exhaustivo. Este apartado puede resultar excesivo y cansado pero hay que entender que en su ánimo está el hacer un compendio sintético de tan complejo asunto. A este respecto sí se le puede reprochar que, siendo su pretensión actualizar esta cuestión, no mencione la incorporación de nuevos fonemas en el náhuatl moderno tomados del sistema fonológico español, aunque fuera, como se clasifica en la gramática japonesa, como «sonidos impuros». Dedica también algunos comentarios a la escuela de nahuatlahtoqueh de México, representados por figuras como A.Mª Garibay, Th. Sullivan y M. León-Portilla. Lamenta, dado el gran y profundo conocimiento del náhuatl novohispano que tienen tales especialistas, que empleen sistemas ligeramente modernizados en la escritura del náhuatl usando conceptos fonológicos y gramaticales superados, sobre todo en los casos de Sullivan y Garibay (p. 45). En ese sentido se destaca la labor de otros lingüistas y estudiosos de EE.UU. y Francia que han sabido conciliar historia con fonología. Dado que Wright revisa el aporte de las órdenes religiosas, sobre todo franciscanos y jesuitas, es llamativo que no aluda a especialistas en lingüística misionera que han tocado el tema como Th. Smith-Stark, K. Zimmermann, O. Zwartjes, U. Canger, G. Van Acker o C. Monzón. Aunque éstas son cuestiones que pueden parecer accesorias para el traductor, son importantes de cara a reconstruir las etimologías y decodificar la semántica de la composición de palabras y textos. Hacia ese cometido se dirige la segunda parte del libro, donde todos estos aspectos morfosintácticos son aplicados al ejercicio de la comprensión y traducción de textos. En algún caso el resultado es sugerente, como se fue anunciando desde la primera parte con ejemplos como el de la asimilación progresiva y regresiva para el esclarecimiento de términos compuestos. Los ejemplos expuestos son casi tópicos pero muy explicativos. Al tratar la disimilación lamentablemente toma un «buen ejemplo» –el de México (p. 71)- que no lo es tanto, pues es más bien un complicado caso de etimo, donde precisamente la disimilación se erige como solución forzada para su interpretación. Sin excluir la interpretación que ofrece, bien argumentada fonológicamente, hay que mencionar que existen más versiones que la que Antonio del Rincón ofrece, igual de válidas y más sencillas según el principio de la navaja de Ockham. Sin embargo, es una cuestión que no debe obviarse. Whright presenta tal vez la particularidad de que ha contribuido a invisibilizar la cuestión de la sintaxis y a su vez su no adecuado tratamiento en la didáctica, que es el hecho de que en las lenguas aglutinantes oración y palabra se funden. Alguna de sus interpretaciones sobre los sentidos verbales son discutibles, pero la exposición es clara y problematiza en torno a la literalidad de la traducción, debate que todos los traductores de náhuatl tenemos sobre la idoneidad o no de transmitir no sólo la semántica, sino también la sintaxis como una forma particularizadora de reflejar el estilo náhuatl del discurso. Sobre la exposición de los elementos morfológicos, usa una terminología convencional y descriptiva que facilita la comprensión al estudiante. Así, habla de sustantivos, verbos, pronombres independientes, indefinidos e interrogativos; posposiciones y sufijos locativos, etc. En algún caso esos nombres aluden a funciones sintácticas y en otros a categorías sacadas de la gramática española. En general introduce nominaciones alternativas que recalcan la especificidad gramatical de los elementos, 242 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas como hace con las posposiciones y sufijos locativos, rechazando algunas nominaciones «clásicas» de los frailes gramáticos, oponiéndose a la denominación de «sufijo relacional» de Andrews, y remedando a Siméon, Garibay, Sullivan, Campbell y Karttunen en el resto, pero con tendencia a mantener cierto hispanismo gramatical como ocurre cuando usa categoría léxica de «adjetivo» sin correspondencia en náhuatl. Eso no quita para que tome opciones lingüísticas en el otro sentido, como ocurre al hablar de los pseudosufijos de actitud, caso en el que sí creemos que la denominación como sufijos diminutivos, aumentativos, honoríficos, etc. sería más clara para el traductor. Sobre este elemento se ofrecen cuadros sintéticos y comentarios tanto en el texto como en notas a pie de página que bien podrían constituir un apartado ex profeso sobre sus implicaciones para la comprensión y traducción, máxime cuando se advierte que ni los autores citados (Karttunen y Campbell) tienen clara esta cuestión de la semántica de estos sufijos. Así, por ejemplo, esclarecer si -tzinco indica «un asentamiento nuevo» (-tzīnco) o «un lugar reverenciado» (-tzinco) es algo tan ímprobo como estéril (pp. 102-105). En eso, la discusión planteada no se enfoca debidamente a la traductología o lexicografía, sino a la codicología y la lingüística, por lo que puede ser muy erudita pero no sirve de nada al traductor y se vuelve accesoria. Se echa en falta una explicación de la significatividad y sentido de estas formas en textos complejos –más en la línea de lo recomendado por autores como G. Steiner o P. Ricoeur–, lo que habría sido de más ayuda y aclaración. En cuanto a la traducción de textos, escoge como tales, metáforas recogidas en el Códice Florentino y glosas del Mapa de Huamantla y del Códice de Huichapan. Sin desmerecer las lecciones que se desprenden de su conocimiento como especialista en códices y la exposición de su método, no son precisamente el tipo de texto que el traductor novato debe enfrentar o con el que tenga una mayor dificultad el experimentado. Si se ha primado un motivo en la elección, ése es el de lograr cierta eficacia didáctica con el uso de pequeños textos (casi diríamos que sólo se traducen en ocasiones palabras), sin entrar en cuestiones más complejas como la traducción de relatos (lugar donde se puede entender mejor todo el tema de la consecución temporal del verbo o la importancia de la pragmática, por ejemplo). En todo caso, traducir idioms es algo bastante complicado para tratar de un inicio, aunque el abordaje de las paradigmáticas metáforas del Códice Florentino permiten ver adecuadamente la exposición de su método de triangulación analítica-comparativa de tres pasos (análisis morfológico del texto en L1–recopilación y análisis de traducciones modernas del texto a la L2–revisión de glosas y traducciones coetáneas en una L3); que es el que todos hemos desarrollado al abordar textos recogidos por Sahagún1. Respecto a las glosas es interesante el apoyo en otras glosas en lenguas amerindias como el ñhañhu o el apoyo en los glifos pictográficos. Su reflexión sobre el arte de traducir se revela complejo y sólo se logra una comunicación de experiencias, pues deja en manos del lector el comprender las implicaciones teóricas de los criterios empleados. Por ejemplo, no se llega al nivel de la traducción comprensiva, caso llamativo en el ejemplo del antropónimo Quauhxilotl (p. 1 Cf. Miguel Figueroa-Saavedra, «Sustantivos mútilos y su traducción en el Códice Florentino». Revista Española de Antropología Americana 30: 191-220. 2000. Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 243 Reseñas 227), donde se da toda una serie de posibilidades de traducción «literal» («mazorca tierna del águila»), que obvian que de por sí, esa palabra nombra a una planta (cuajilote, Parmentiera edulis; P. aculeata) cuya mención nunca hace. Su método de traducción, por tanto, es más bien descriptivo y prescriptivo, donde no hay lugar para la discusión de enfoques dentro de la teoría de la traducción como explicación, comprensión e interpretación, aunque sí para la comparación de diferentes formas de traducción. Se echa en falta más profundización teórica en aspectos abordados en los estudios de traducción al modo como se aborda por especialistas como P. Newmark y G. Toury. En todo caso, con una cuidada edición, una adecuada ordenación de apartados que facilita su manejo, una amplia bibliografía, glosario e índice de afijos, contamos con un libro que va a ser de mucha ayuda y que plantea un antes y un después en la elaboración de materiales para la traducción del náhuatl. Miguel FIGUEROA-SAAVEDRA Universidad Veracruzana Intercultural Juan Antonio FLORES MARTOS y Luisa ABAD GONZÁLEZ (coords.), Etnografías de la muerte y las culturas en América Latina. Ediciones de la Universidad de CastillaLa Mancha – Agencia Española de Cooperación Internacional, Cuenca, 2007. 486 páginas con notas, bibliografías, figuras, cuadros y fotografías en B/N. 24,5 x 17 cm. Rústica. ISBN: 978-84-8427-578-7. Efemérides sobre el destino final del ser humano en la muerte hay muchas, todas ellas resumibles en que nacemos y vivimos para morir; por más que suene a tópico, no hay nada como mirar a la muerte para entender la vida. Quizás por ello los sistemas de creencias terminan generalmente girando en torno a la muerte y lo que habrá más allá de ella, reglando así nuestras acciones en esta vida e incluso nuestra manera de morir. Por este motivo las etnografías de la muerte hablan más de vivos que de muertos, más de reproducción sociocultural que de extinción, y por lo mismo el estudio de la muerte se sitúa entre los temas clásicos de la antropología –sujeto a paradigmas y a modas, sí, pero siempre recurrente–. Sin embargo, al escribir sobre la muerte se olvida con frecuencia la necesidad de contextualizarla dentro de las estructuras sociales, así como la de situar al muerto en el lugar que le corresponde –y no pienso en un juicio moral de su alma, sino en su posición dentro del sistema social en el que vivó y en el que, de un modo u otro, seguirá viviendo–. Por eso hablar de los muertos otros es más fácil que hablar de los muertos propios, porque aquéllos no dejan de ser distintos y distantes de los nuestros, sobre los que sin embargo nos cuesta mucho pronunciarnos. Y es que será que tienen razón Juan Antonio Flores Martos y Luisa Abad González, coordinadores de esta obra, al señalar en su presentación («Con la muerte en la cabeza: notas antropológicas sobre muertes americanas», págs. 11-29) que el antropólogo no siente a esos muertos otros, adoptando frente a ellos una postura fría y desprovista de emociones desde la cual aspira a alcanzar un mayor rigor analítico. Por eso el principal valor de Etnografías de la muerte y las culturas en América Latina es el de ofrecer un con244 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas junto de veinticuatro ensayos que aún dialogando con la muerte hablan de culturas vivas, acercándose desde una enriquecedora diversidad de puntos de vista no sólo a una buena muestra de los grupos amerindios que pueblan el continente, sino también a sociedades mestizas y afroamericanas insertas en contextos urbanos. Una obra plural movida por el aliento renovado de una antropología de la muerte, como ellos apuntan tentativamente, «experiencialista», desde la cual generar un intercambio de emociones entre el investigador y su objeto de observación. Sin perder de vista este posicionamiento, y tomando la palabra a sus coordinadores, el volumen está organizado en tres grandes bloques que sin embargo se presentan sin división formal alguna. En primer lugar, un conjunto de siete ensayos antropológicos sobre la concepción de la muerte desde la reproducción social en el mundo hispánico, en las sociedades amerindias de Mesoamérica, los Andes y las Tierras Bajas Sudamericanas, y en los cultos de posesión y la religiosidad popular afrobrasileña. Así, Stanley Brandes aporta, desde «Visiones mexicanas de la muerte» (págs. 31-51), un análisis desmitificador de muchos de los tópicos que se proyectan de modo unánime sobre lo mexicanos y su idea de la muerte en tono burlesco y festivo, desmenuzando más bien los imaginarios colectivos sobre los cuales se asientan dichos estereotipos nacionales. Compartiendo esta tarea crítica, Manuel Gutiérrez Estévez hace lo propio en «Muertes a la española. Una arqueología de sentimientos tópicos» (págs. 53-74), un denso análisis del imaginario de la muerte en España desde los procesos de enculturación, con énfasis en la literatura oral y la teoría del pensamiento filosófico. Por su parte, el análisis que María Carbajo Isla hace de la muerte en España en «Muertes malas. Ejecuciones en el siglo XVIII» (págs. 75-98) adopta un punto de vista microhistórico, centrado en la gestión burocrática y judicial de la muerte y la ritualización de la pena capital en el Madrid dieciochesco, con algunos apuntes traídos desde los territorios coloniales americanos. Combinando etnografía y contundente crítica teórica, Mark Münzel reflexiona en «Individuos tristes y teorías que no mueren: entre una muerte indígena que cambia y una etnofisiología que no vive» (págs. 99-111) acerca de cómo los antropólogos occidentales se han aproximado tradicionalmente a la muerte en las sociedades indígenas de las Tierras Bajas Sudamericanas, y en concreto de los aché paraguayos y sus vecinos tupí-guaraníes o amazónicos. El ensayo de Mario Humberto Ruz, «La comunidad atemporal. De vivos y difuntos en el mundo maya» (págs. 113-154), ofrece una deliciosa síntesis de las creencias que los diferentes grupos mayas de México, Guatemala, Belice y Honduras mantienen respecto de los difuntos y acerca de la estrecha interacción que vivos y muertos mantienen en la constitución de la comunidad; un nosotros atemporal que habita en espacios permeables, y que ha sobrevivido a las profundas transformaciones socioculturales que estas gentes han experimentado en los últimos tiempos. Por su parte, Xavier Albó repasa en «Muerte andina, la otra vertiente de la vida» (págs. 137-154) los rasgos fundamentales de la conceptualización de los muertos en las sociedades andinas actuales, básicamente desde las prácticas rituales funerarias, pero también desde una profunda reflexión de la muerte como necesaria simiente de vida y armonía comunitaria. Combinando la reflexión antropológica con la experiencia etnográfica, cierra este bloque «La muerte, los muertos y los vivos en la religiosidad popular brasileña» (págs. 155-164), Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 245 Reseñas donde Fernando Giobellina Brumana aborda las relaciones entre muertos y vivos dentro del espiritismo kardecista, el pentecostalismo, la umbanda y el candomblé imperantes en la religiosidad popular afrobrasileña, desde donde la muerte resulta entendida como un rito de paso para la domesticación de la vida. El segundo bloque de esta obra lo constituye un conjunto de diez trabajos etnográficos que encaran los universos de la muerte en contextos amerindios, afrocaribeños, mestizos, urbanos y de frontera, no sólo desde posiciones originales y atrevidas, sino en ocasiones pioneras en esa llamada Antropología de la Muerte; un rico testimonio emocional e intelectual sobre diferentes dimensiones de la muerte y los muertos en escenarios y problemáticas latinoamericanos tan dispares como aproximadas. A través del análisis de mitos y cantos, Óscar Calavia Sáez cuestiona en «Viajeros, extraños y extraviados: los yaminawa y sus muertos» (págs. 165-181) la creencia generalizada de que la muerte sea un concepto universal, partiendo para ello de su experiencia entre los yaminawa y otros grupos amazónicos, que carecen de un concepto desde el cual poder considerarla, y para quienes los muertos siguen coexistiendo junto a los vivos como otra especie de humanidad. Gerardo Fernández Juárez trata en «Un difunto en el altar: los ‘niños difuntos’ y su relevancia ceremonial en los Andes» (págs. 183-208) sobre el «Niño Compadrito», singular figura del santoral cuzqueño y pieza clave en la integración de las muertes infantiles en la lógica sociocultural y las prácticas rituales andinas. Cambiando radicalmente de tema, Elsa Blair aborda en «La teatralización del exceso. Un análisis de las muertes violentas en Colombia» (págs. 209-233) los conceptos de «cultura de la muerte» y «cultura de la violencia» en ese contexto colombiano donde la las muertes violentas imprimen cierto carácter a la sociedad y la política nacionales. Sobre estos mismos conceptos reflexiona Francisco Ferrándiz en «Juventud en el respirador. Supervivencia y muerte en los barrios venezolanos» (págs. 235-251) al describir la presión social que la muerte violenta ejerce en la construcción de las identidades juveniles en esa Venezuela de los barrios marginales, donde la «cultura de la muerte» está asociada a políticas de criminalización y estigmatización. Guillermo Alonso Meneses analiza en «La muerte de migrantes clandestinos en la frontera MéxicoEstados Unidos y su tratamiento periodístico» (págs. 253-271) el impacto que la muerte trágica de la inmigración ilegal que trata de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos produce en los medios de comunicación; muertos anónimos e invisibles para los gobiernos de ambos países y a los cuales parece que sólo desde la prensa escrita se les intenta otorgar cierta dignidad humana. Juan Antonio Flores Martos presenta en «La Santísima Muerte en Veracruz, México: vidas descarnadas y prácticas encarnadas» (págs. 273-304) el culto mexicano de la Santa Muerte en el contexto social de unos escenarios urbanos donde la precariedad y la inseguridad hacen que la muerte está permanentemente presente; un trabajo pionero que analiza la capacidad de transformación de un culto tremendamente individualista, sincrético y versátil que empieza a expandirse internacionalmente. A partir de un estudio de caso, Javier García Bresó aborda en «Los símbolos del miedo y la paz: la muerte en Monimbó, Nicaragua» (págs. 305-332) la influencia que la hechicería y las supersticiones ejercen sobre la concepción local de una muerte naturalizada y asumida que juega un importante papel en el reforzamiento de los lazos sociales comunitarios. 246 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas Partiendo del análisis cultural de los cementerios de comunidades indígenas del altiplano oriental de Guatemala, Julián López García resuelve en «Los nuevos cementerios en la región maya-chortí de Guatemala. Representaciones saturadas y diálogo interétnico» (págs. 333-355) cómo estos grupos están experimentando profundos cambios éticos y estéticos que llevan a la tentativa de considerar los camposantos como nuevos escenarios de condensación del sentido de la sociedad. Desde una perspectiva filosófica, Yanet Segovia trata en «Hay que estar ahí. No hay que tenerle miedo a la muerte. (El antropólogo en el espacio de la experiencia)» (págs. 357367) sobre la cuestión de la falta de diálogo entre diferentes actitudes culturales ante la muerte, discutiendo los pros y los contras de que las ciencias sociales se identifiquen emocionalmente con su objeto de estudio. Volviendo sobre la temática de las muertes violentas, en este caso en Nicaragua, Mª Ángeles Beltrán Núñez reflexiona en «La Muerte como elemento desestabilizador de la cohesión social en el Caribe nicaragüense» (págs. 369-383) sobre cómo la «muerte natural» puede llegar incluso a hacerse incomprensible en una sociedad azotada por la crisis socioeconómica y vital, los desastres naturales y la guerra. Fiel al espíritu general de la obra, su tercer bloque lo componen seis ensayos de tipo testimonial que aspiran a una aplicación práctica del trabajo etnográfico en pos de la modificación de algunas de las situaciones dramáticas que acosan a las sociedades latinoamericanas. Así, desde ellos se enriquece el análisis plural de la muerte en América Latina no sólo desde las experiencias de antropólogos y sociólogos, sino dando también voz a indigenistas, médicos y personal sanitario y a profesionales de la cooperación y el desarrollo. Médico y antropólogo, Roberto Campos Navarro repasa en «¡Quinto para mi claverita! Vivencias de un médico mexicano sobre la muerte» (págs. 385-404) aquellas experiencias con la muerte que han marcado su trayectoria personal, reflexionando sobre ese doble juego que el médico debe poner en práctica para proteger sus sentimientos frente a esa muerte que, a veces, le gana la partida en el ejercicio de su profesión. También desde una perspectiva médica, Ineke Dibbits analiza duramente en «Cuando la mortalidad es el pretexto para la indignidad» (págs. 405-425) las políticas sanitarias bolivianas por reducir las altas tasas de mortalidad materna durante el parto, reflexionando a partir de historias de pacientes sobre los resultados ambiguos de las prácticas de salud intercultural en Bolivia. A partir de su experiencia como trabajadora para el Instituto Nacional Indigenista, Mª Teresa Valdivia Dounce presenta en «Morir en la sierra» (págs. 427451) un recorrido por su experiencia con la muerte en México, y en particular con la muerte repentina y muchas veces violenta en la sierra de Sonora y el territorio guaríjio, analizando la escritura sobre la muerte como mecanismo para sobrevivir al dolor y para no olvidar. Desde su posición de médico «de provincia», Jorge E. Molina Peñaranda recapitula en «Encuentros y desencuentros con la muerte en escenarios rurales y urbanos del Altiplano Aymará» (págs. 453-458) su experiencia –íntima y personal– con la muerte entre las poblaciones del altiplano boliviano y la ciudad de El Alto, reflexionando especialmente sobre la desconfianza de los pacientes en los profesionales sanitarios y la falta de entendimiento entre ellos. En una línea similar, como médico en un pequeño hospital sito en territorio maya-chortí de Guatemala, Carlos Arriola Monasterio relata en «Reacciones ante la muerte. Una Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 247 Reseñas perspectiva indígena Chortí y médica» (págs. 459-470) su experiencia con las muertes indígenas desde el análisis de las reacciones de quienes han de enfrentarse a la muerte de un familiar; un texto realmente emotivo que reflexiona asimismo sobre la falta de «formación humana» que reciben aquellos médicos que han de enfrentarse día a día con la dura realidad del campo. Como colofón de este libro, desde «América Latina: un ejemplo de sociedad y pueblos resilentes. (Últimas voluntades)» (págs. 471-486) Luisa Abad González rinde un homenaje a todos aquellos que en Latinoamérica han muerto a consecuencia de las catástrofes naturales, la violencia política, la represión y la discriminación social, ética y de género, trazando para ello un recorrido por distintas memorias traumáticas de Perú, Colombia, Chile, Guatemala y Argentina. En fin, veinticuatro ensayos reunidos en Etnografías de la muerte y las culturas en América Latina que convierten a esta obra, insisto en ello, en un volumen de referencia dentro de los estudios antropológicos sobre ese tema tan simple y a la vez complejo que es la Muerte, y cuya lectura resultará sin duda edificante no sólo a los especialistas sino a cualquiera interesado en la lucha por la vida de las sociedades latinoamericanas. Dado que morir morimos todos –antes o después, de mejor o peor muerte–, nada de particular tendrían esas muertes otras presentadas en este libro, de no ser porque el tono con que los diferentes autores que participan en él se aproximan a la muerte inmortaliza a quienes ya están muertos y testimonia la lucha por la vida y la supervivencia de las culturas latinoamericanas. Ésta es la apuesta fundamental de esta obra y su principal valor. Francisco M. GIL GARCÍA Universidad Complutense de Madrid Jan Henrik HOLST, Einführung in die eskimo-aleutischen Sprachen. Hamburg: Helmut Buske, 2005. 280 págs, 25 cm. Cuando en 1991 el eminente turcólogo András Róna-Tas publicó An Introduction to Turkology, muchas fueron las esperanzas depositadas en aquel trabajo. Sin embargo, no hay nada más decepcionante que descubrir, a lo largo de su lectura, que lo que Roná-Tas ofrece no es ni mucho menos una introducción a la filología túrquica, ni siquiera a las lenguas túrquicas en general, sino una serie de consideraciones y apuntes prácticos sobre la historia de la escritura en el contexto lingüístico del túrquico antiguo (inglés «Old Turkic»), es decir, la lengua túrquica más antigua de la que se tiene constancia. Por lo tanto, el título de la obra de Róna-Tas resultaba por completo inapropiado e incluso peligroso, por cuanto aquellas personas que necesitaban una introducción «real» a lo turcología no sólo no obtenían el tipo de lectura buscada, sino que además, dado el contenido relativamente técnico del texto de Róna-Tas, podían acabar incluso más confundidos que al principio. En la misma línea crítica debe comenzar esta reseña. El título que Jan Henrik Holst [JHH] ha elegido para su trabajo, Einführung in die eskimo-aleutischen Sprachen, en español ‘Introducción a las lenguas esquimales-aleutas’, resulta tan inadecuado o más como el de la obra 248 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas recién citada de Róna-Tas, con la diferencia de que este último es muy útil una vez se inserta en el contexto para el que ha sido escrito con independencia del título, mientras que el libro de JHH, tal y como se intentará exponer a continuación, difícilmente puede ser utilizado con algún fin (positivo). Introducciones a la lingüística esquimal-aleuta escasean. Entre todos los textos que podrían suplir dicha carencia quizás el más relevante sea el de Miyaoka (1978), que JHH no cita en su elenco bibliográfico. Sin embargo, su utilidad queda cercenada desde el principio al estar redactado en japonés. Además, el texto se concentra en la rama esquimal, de la que el propio Miyaoka es una eminencia mundial, sobre todo en lo referente a la subrama yupik. La lengua aleuta sólo se menciona en varias ocasiones, sin análisis de mayor trascendencia. Lo cierto es que los artículos indispensables de Bergsland sobre la relación (genética) entre la rama esquimal y la lengua aleuta (i.e. 1986, 1989) no habían sido todavía publicados, aunque ya existían algo más que anotaciones de valor en otros trabajos, i.e. Bergsland (1951, 1958) o Marsch y Swadesh (1951). La reticencia de Miyaoka a profundizar en el material aleuta es una postura típica en la lingüística esquimal (aleuta) que sólo ha cambiado tras el colosal trabajo de Knut Bergsland. Un detalle historiográfico que JHH no explica, como otras muchísimas cuestiones de índole elemental sobre filología esquimalaleuta, es que la relación entre las lenguas esquimales y la aleuta, aunque considerada realmente obvia desde el principio (el primer tratamiento comparativo, muy rudimentario, se debe al capitán James Cook, allá por 1784), no fue reconocida como tal por la Bureau of American Ethnology (Smithsonian Institution) en 1885. Pese a que Albert Gallatin (1836), Ferdinand von Wrangell (1839) o Robert Gordon Latham (1845) aceptaron el análisis de Cook, muchas autoridades ignoraban el detalle de la relación genética entre estas lenguas, y aparentemente sólo fue aceptada –más bien reconocida– tras la insistencia de Albert Samuel Gatschet (1886) por incluir el aleuta en la bibliografía especializada que aquel mismo organismo estaba confeccionando sobre las lenguas esquimales. Para las referencias exactas, así como otros detalles, véase Foster (1996: 70-74) y Goddard (1996b: 301). A falta de manuales especializados, el interesado en lingüística/filología esquimalaleuta normalmente ha recurrido a la lectura conjunta de Woodbury (1984) y Krauss (1973, 1979), quizás con el complemento de Goddard (1996a) y Mithun (1996) y p.ej. la extraordinaria gramática de Jacobson (1995), de fácil acceso y muy pedagógica. Tal y como se ha dejado entrever en el párrafo anterior, el tono general del texto de JHH está totalmente alejado del concepto de introducción, más si cabe aplicado a las lenguas esquimalesaleutas. De hecho, tras la lectura del prólogo (pp. 5-6), el índice general (pp. 7-10), las abreviaturas y símbolos (pp. 11-12) y la introducción (pp. 13-28), el interesado no sabrá prácticamente nada sobre estas lenguas, al margen de información general y (muy) superficial. El objetivo de un texto introductorio debe ser precisamente concretar los datos generales y transmitir al lector la seguridad de que dicha información ahora está completa y no necesita de consultas adicionales. Sobre todo hay que asegurarse de que el lector realmente comprenderá el conocimiento que se le está transmitiendo. Tal y como afirmó Richard Feynman, es necesario saber lo que se sabe. Así, ningún lector será capaz de descubrir que en 1819 (y no 1818, como afirma FHH, cfr. Woodbury 1984: 62, Bergsland 1997a: 7, 20012: Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 249 Reseñas xxxix) el lingüista danés Rasmus Kristian Rask (1787-1832) estableció en términos más o menos aceptables la relación genética entre las lenguas esquimales y la aleuta, pero que su trabajo pionero, finalmente presentado en 1820, sólo se hizo accesible a la mayoría de especialistas gracias a la publicación del manuscrito por William Thalbitzer (1922[1916]). El lector tampoco aprenderá que fue Morris Swadesh la persona que denominó «yupik» e «inuk» a las dos ramas en las que se divide la familia esquimal (Bergsland 1966: 203). Ni siquiera se explica que significan los términos «yupik», «inuk», «esquimal» o «aleuta». Aunque JHH dedica buena parte de su libro a la «descripción» del groenlandés (occidental), no menciona p.ej. la primera documentación de ninguna lengua esquimal, que data de finales del s. XVI, cuando dos marineros ingleses, Christopher Hill (1576) y John Davis (1589), deciden anotar varias palabras en inuit canadiense oriental y groenlandés respectivamente, durante su participación en sendas expediciones a la isla de Baffin y Groenlandia occidental. Esta información, claramente de estrato pedagógico elemental, aparece en varios de los libros que el propio JHH ha utilizado (i.e. Krauss 1985: 8). Si en una introducción este tipo de detalles no tienen cabida, ¿dónde se supone que deben ser explicados? Para que el interesado en adquirir rudimentos en filología esquimalaleuta conozca este tipo de información elemental ¿debe consultar trabajos como una monografía sobre los sistemas prosódicos esquimales? Ése no es el mejor medio. Si hasta ahora sólo se han señalado cuestiones historiográficas o relativas a la lingüística histórica esquimalaleuta, es porque el libro de JHH tiene una clarísima orientación histórico-comparativa, lo cual hace incluso más incomprensible la ausencia de todas estas explicaciones de carácter básico. Después de la introducción siguen cuatro capítulos. El primero está dedicado en exclusiva a la lengua groenlandesa (pp. 29-130), pero al margen de una explicación relativamente simple y convincente para el principiante sobre el sistema ergativo, el resto es más bien una serie de observaciones, de nuevo superficiales, que han sido seleccionadas de fuentes secundarias sin someterse a un análisis crítico de ningún tipo, y que dibujan una gramática mutilada del groenlandés. Súmese a esto que JHH no respeta la ortografía establecida (¡no debe olvidarse que el groenlandés es la lengua oficial de un Estado!) y tampoco explica la ortografía histórica, de tal modo que el autor desperdicia todo el valor etimológico que puede rescatarse de la escritura en groenlandés. De hecho, JHH ha desarrollado una forma de notación propia, ajena totalmente a la disciplina, que no se molesta en explicar al lector, sino que éste debe deducirla por su cuenta (¡y riesgo!). El segundo capítulo trata sobre la familia esquimalaleuta (pp. 131-76). En este caso, lo único útil son las tablas con las 100 palabras de la lista de Swadesh en lenguas esquimoaleutas (pp. 172-6) y en protoesquimal (pp. 209-11), aunque no sin comentario: JHH no incluye material aleuta y sólo acepta términos que estén documentados tanto en yupik como en inuk. Por lo tanto, deja fuera todos aquellos casos en los que no hay material yupik o inuk. ¿Qué ocurre cuando el término está documentado en aleuta? El nivel taxonómico entonces es superior, i.e. protoesquimalaleuta, incluso si la rama esquimal sólo ofrece términos procedentes de la subrama yupik o inuk, y el término en cuestión debería incluirse en la lista, p.ej. protoesquimal *qaðə- ‘top or surface of sth.; skin, bark’ y aleuta qas-max ‘fish scale’ (CED 274a, cfr. protoyupiksirenik *qal-tə ‘bark or scale’, 280a), que rellenaría el hueco de ‘bark’ 250 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas en la lista de Swadesh, o protoinuk *quCək- ‘narrow bone in hind flipper of seal or walrus’ y aleuta quðγ- ‘top, backside’ (CED 312a), que probablemente podrían rellenar el hueco de ‘bone’. Además, JHH ignora totalmente consideraciones culturales que deben respetarse en la aplicación de la lista de Swadesh. Así, el concepto de ‘lluvia’ no es especialmente remarcable entre las sociedades esquimalesaleutas por razones obvias. Sin embargo, la idea de tiempo atmosférico, viento, aire, etc. queda magníficamente plasmada en el término protoesquimal *cila ‘(spirit of) weather or outside world’ y aleuta sla- ‘id’ (CED 78a). Todo este descuido en la utilización conjunta de materiales esquimales y aleutas se deja ver también en el desconocimiento total de la reconstrucción protoesquimalaleuta. JHH repite sistemáticamente lo que se expone en el Comparative Eskimo Dictionary [CED] –¡sin explicar antes que el CED es un diccionario comparativo y no etimológico! (en la segunda edición quizás se presenten reconstrucciones protoesquimalaleutas)– pese a los problemas que se le ha señalado a esta obra, p.ej las correspondencias fonéticas están enunciadas telegráfica e incompletamente, tal y como ha denunciado p.ej. Bobaljik (1998, esp. 515-7). Los dos capítulos siguientes explican la metodología de la reconstrucción lingüística (pp. 177-216) y las relaciones externas de las lenguas esquimalesaleutas (pp. 217-54) respectivamente. Así como el primero está bien articulado, el segundo propone que las lenguas esquimalesaleutas están relacionadas con las wakashan, habladas en la Columbia Británica (kwak’wala y bella bella) y la isla de Vancouver (nitinaht). Esta propuesta será analizada detenidamente en otro trabajo de próxima publicación en esta revista. Baste decir por el momento que JHH no ha podido consultar por, cuestiones cronológicas, el diccionario comparativo de Fortescue (2007) y que muchas de sus «reconstrucciones» wakashan son sencillamente incorrectas. La bibliografía (pp. 255-70) en sí misma merece un par de comentarios. En primer lugar, se observa una carencia terrible de referencias especializadas. JHH sólo ha consultado textos elementales y más bien superficiales. No hace falta ser Wolfgang Pauli para darse cuenta de que es imposible escribir un libro de carácter introductorio únicamente comprando libros a través de Internet y leyendo un par de artículos especializados en la biblioteca universitaria «local». Esto dice mucho de la metodología del autor, y sobre todo del nivel de conocimientos que posee sobre las lenguas esquimalesaleutas. No se cita una sola colección de textos, p.ej. la confeccionada por Fortescue para sus estudiantes de groenlandés occidental (1990) o los textos aleutas recogidos, analizados y traducidos por Bergsland y Dirk (1990). ¿De dónde ha sacado JHH sus ejemplos, si es obvio que no ha hecho trabajo de campo y no ha consultado textos originales? La respuesta es muy sencilla: JHH ha copiado uno por uno los ejemplos de otros autores, a menudo cortándolos y reutilizándolos según sus propias necesidades. El índice de materias (pp. 271-80), con subsecciones para terminología lingüística, lenguas (esquimalesaleutas y otras), ramas y familias, rasgos tipológicos, e hipótesis de reconstrucción de larga distancia (en inglés «long range comparison», que alude a aquellas reconstrucciones que emplean como material de base otras reconstrucciones, p.ej. nostrático, altaico, etc.). En este último caso, JHH prefiere la expresión «nicht korrekt zusammengesetzte Hypothesen» (p. 280). Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 251 Reseñas JHH ha compuesto un trabajo difícilmente calificable y clasificable, más por lo malo que por lo bueno. El libro no es ni muchísimo menos una introducción a la esquimología. La ausencia de conceptos elementales, ya sea a nivel historiográfico como filológico, y el desarrollo excesivo de cuestiones secundarias sólo provocan que el texto, entendido como una primera lectura elemental en la materia, se derrumbe por sí mismo página a página. Pese a que es una introducción a las lenguas esquimalesaleutas, JHH sólo somete a análisis el groenlandés (occidental). ¿Dónde está el aleuta?, ¿y el resto de lenguas esquimales de la rama yupik? No se mencionan fenómenos lingüísticos como el dialecto aleuta hablado en Copper Island (Golovko y Vakhtin 1990) o las diferentes jergas esquimales descritas p.ej. en la península de Kamchatka (De Reuse 1996). No se analiza por un instante siquiera la labor emprendida ni la personalidad de los fundadores de la disciplina como p.ej. Ioann Veniaminov (Hallamaa 2003), Samuel Kleinschmidt o Poul Egede. En sus explicaciones JHH utiliza ejemplos procedentes de multitud de lenguas, pero una vez más tomados de fuentes secundarias. Esto genera confusión en el principiante, y algo de desconfianza en la persona que posee una formación en lingüística razonable. Pese a que el libro tiene una clara orientación histórico-comparativa, el lector no encontrará respuestas elementales a preguntas elementales, p.ej. ¿de dónde viene la palabra kayak? El término kayak, como otros muchos, llega al español a través del inglés (o a través del francés, pero el origen último de la forma francesa es la inglesa). Cutler (1994: 95, en 92-101 se discuten otros préstamos esquimalesaleutas en inglés) informa que la primera vez que esta palabra llega al inglés es a través de un libro firmado por Adam Olearius (1603-1671, nacido como Adam Oehlschlaeger), un matemático y geógrafo alemán que hospedó a tres esquimales en Dinamarca. Cutler continúa y afirma que en aquel libro, titulado Enlarged Muscovite and Persian Travel Description y publicado en 1662, Olearius cita «Kajakka, a little Boat». Sin embargo, Cutler, prefiriendo seguir lo expuesto en el Oxford English Dictionary [OED] sin consultar las fuentes originales, no dice que aquel libro apareció originalmente en alemán, Beschreibung der muscowitischen und persischen Reise, en Schleswig (1647) y que lo que se menciona en el OED es la traducción inglesa, más correctamente traducida como Travels of the Ambassadors sent by Frederic, Duke of Holstein, to the Great Duke of Muscovy and the King of Persia (London 1662 y 1669). Por lo tanto, la primera aparición de la palabra kayak en inglés se debe al traductor, John Davis de Kidwelly, y no a Olearius. Este tipo de procedimiento (cita de fuentes contemporáneas, análisis, consulta y cotejo de fuentes antiguas, etc.) no se aprenderá en el libro de JHH. Cuestiones más complicadas, pero aún así de ámbito general, p.ej. cómo el aleuta se ha diferenciado tanto de la rama esquimal (p.ej. Bergsland 1997b, Fortescue 1992a, 1999) o cómo definir y explicar la tipología diacrónica de toda la familia esquimalaleuta (p.ej. Fortescue 1992b, 1995) no son ni siquiera planteadas por JHH. En conclusión, el libro de JHH es, como manual introductorio, absolutamente desastroso y ni siquiera cumple los requisitos mínimos para convertirse en lectura de apoyo. Esto se debe no sólo a una organización nefasta de los materiales, sino también a un más que obvio desconocimiento de la materia que se pretende introducir. El propio JHH es consciente de ello e intenta equilibrar (¿camuflar?) su ignorancia 252 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas en esquimología añadiendo información de muchas otras lenguas, sea o no conveniente para la explicación de turno. Sólo una decena de páginas pueden salvarse de la quema y aún así serían fácilmente sustituibles. José Andrés ALONSO DE LA FUENTE Universidad Complutense de Madrid - Universidad del País Vasco Referencias blibliográficas BOBALJIK, Jonathan D. 1998 «Review of Comparative Eskimo Dictionary with Aleut Cognates. Edited by Michael Fortescue, Steven Jacobson, and Lawrence Kaplan». Anthropological Linguistics 40 (3): 514-8. BERGSLAND, Knut 1951 «Aleut Demonstratives and the Aleut-Eskimo Relationship». International Journal of American Linguistics 17: 167-79. 1958 «Aleut and Proto-Eskimo», en Proceedings of the 32nd International Congress of Americanists (1956), pp. 624-31. Copenhagen. 1966 «The Eskimo Shibboleth inuk/yuk», en To Honour Roman Jacobson. Essays on the Occasion of his Seventieth Brithday, vol. 1, pp. 203-21. La Haya: Mouton. 1986 «Comparative Eskimo-Aleut Phonology and Lexicon». Journal de la Société Finno-Ougrienne 80: 63-137. 1989 «Comparative Aspects of Aleut Syntax». Journal de la Société Finno-Ougrienne 82: 7-80. 1997a Aleut Grammar. Unangam Tunuganaan Achixaasix. 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THALBITZER, William 1922 «The Aleutian languages compared with Greenlandic: a manuscript by Rasmus Rask, dating from 1820, now in the Royal Library at Copenhagen». International Journal of American Linguistics 2: 40-57. [Trad. de Et Manuskript af Rasmus Rask om Aleuternes Sprog, sammenlignet med Grønlændernes, 1916]. WOODBURY, Anthony C. 1984 «Eskimo and Aleut Languages», en Handbook of North American Indians. Vol. 5: Arctic, David Damas, ed., pp. 49-63. Washington: Smithsonian Institution. 254 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas Anuschka van ’t HOOFT, The ways of the water. A reconstruction of Huastecan Nahua society through its oral tradition. Leiden University Press, Leiden, 2007. 294 pags. ISBN 978-908-72-8010-9. The ways of the water es la tesis doctoral de van ‘t Hooft, investigadora de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. El principal objetivo de la obra es comprender la manera en que la tradición oral contribuye en el proceso de articulación y reconstrucción de la identidad de los nahuas del municipio de Xochiatipan, Hidalgo. A través de un conjunto de relatos orales, describe cómo la colectividad se observa a sí misma en relación con su alteridad, así como el fundamento cosmológico de su autodefinición. El principio cosmológico de la idea de comunidad lo encuentra en las narraciones asociadas con el agua, donde los protagonistas definen las normas y los valores sociales. Asimismo, aborda el análisis de la relación entre la producción literaria nahua y su contexto socio-cultural, con el propósito de explicar la manera en que los temas acerca de la identidad se presentan y transforman en los relatos asociados con el agua. El primer capítulo ofrece una descripción general de aspectos culturales de la comunidad de estudio. Destaca la relación de la agricultura con el ciclo ritual anual, donde se establece la definición de persona y comunidad. Los individuos que pertenecen al grupo se autodenominan maseuali, término que se emplea como sinónimo de «ser humano» o «persona», pero que en sentido estricto denomina a los agricultores que viven en la comunidad. El término se contrasta con el vocablo koyotl, palabra que significa «coyote» y se emplea de manera peyorativa para referirse a los extranjeros y a los habitantes del poblado que han mejorado su situación económica. Al tratarse de una sociedad entregada a la agricultura, las condiciones climáticas y el agua cobran gran relevancia, proyectándose en su tradición oral y sus rituales. Antes de emprender el análisis de los relatos, realiza algunos comentarios acerca de los narradores, la manera en que los textos fueron documentados y sus principales características. La autora se enfrenta a un acervo mitológico dinámico que bebe de fuentes muy diversas. Entre sus informantes se encuentran dos hombres mayores monolingües, un hombre adulto dedicado al comercio y dos jóvenes estudiantes con deseos de dejar su comunidad para buscar suerte. Si bien no se trata de un grupo representativo, los relatos registrados permiten apreciar diferentes puntos de vista en la dinámica de transformación de la tradición oral y el concepto de identidad que expresa. Igualmente, estos casos pueden comprobar que el cambio no necesariamente se impone desde el exterior. El análisis de las narraciones inicia en el tercer capítulo, haciendo referencia a la continuidad cultural mesoamericana. Van ‘t Hooft asegura que la narración nahua acerca del diluvio original refleja dicha continuidad, a la vez que ilustra la incorporación de nuevos elementos provenientes de distintas tradiciones como la azteca, la española medieval y las africanas llevadas a América por los esclavos. El cuarto capítulo presenta relatos asociados con la lluvia, las tormentas y los relámpagos, donde las precipitaciones pluviales que producen las inundaciones se atribuyen a seres mitológicos como sirenas, serpientes acuáticas o cangrejos. En el capítulo quinto, las narraciones hablan de las aguas telúricas y de los ancestros deificados Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 255 Reseñas considerados los «dueños» de los manantiales y los ríos. La parte central del análisis de los textos es la relación entre la gente y la vida acuática, especialmente los seres míticos que se encargan de proteger esa vida. La relación entre hombres y dioses se basa en el principio de reciprocidad, norma esencial de las relaciones sociales al interior de la comunidad. El libro concluye subrayando que la identidad nahua se articula principalmente a nivel comunal, a través de principios socio-políticos y religiosos que exigen la cooperación en la reproducción del sistema de autoridad y de los cultivos tradicionales. Lo colectividad es la protagonista en las narraciones, por encima de los héroes particulares. De manera que la reproducción de los relatos promueve y reafirma valores como la integración comunal y el respeto a las instituciones. Señala que algunos elemento de la identidad nahua tienen profundas raíces mesoamericanas, otros son adaptadas a las condiciones actuales, pero ambos casos permiten múltiples interpretaciones. Esta polisemia otorga cierta libertan en los narradores, dando lugar a la integración de nuevos elementos y a la redefinición de la identidad comunitaria. Es preciso mencionar que las argumentaciones están bien documentadas y cuentan con una bibliografía amplia y actualizada. Los relatos registrados aparecen excelentemente trascritos en lengua nahuatl y acompañados por sus correspondientes traducciones al inglés. El análisis textual es detallado y abunda en información acerca del contexto cultural nahua para su comprensión. Asimismo, proporciona novedosos datos etnográficos que resultarán de gran interés para los investigadores dedicados al estudio de la cultura nahua y las mitologías americanas. Sin duda, la obra de Anuschka van ‘t Hooft representa un interesante aporte a los estudios de la literatura oral y del pensamiento de los grupos amerindios en la actualidad. Héctor M. MEDINA MIRANDA Universidad Complutense de Madrid Gerardo FERNÁNDEZ JUÁREZ, Kharisiris en acción. Cuerpo, persona y modelos médicos en el Altiplano de Bolivia. Cuadernos de Investigación del CIPCA nº 70. Abya-Yala – Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA) – Fundación para la Cooperación y Salud Internacional Carlos III. Quito, 2008. 283 páginas, con fotografías en color, notas y bibliografía. Edición rústica. 21 x 15 cm. ISBN: 978-9978-22-721-3. Mencionar al kharisiri en el altiplano aymara boliviano (también llamado lik’ichiri, o ñak’aq o pishtaku en su contraparte quechua peruana) hace que se activen determinados códigos del miedo que apelan a riesgos o daños reales o fantaseados que se asientan en el imaginario colectivo, y que como tales mutan y se reacomodan a los nuevos tiempos. El kharisiri ya no es sólo aquel afuerino antisocial, chupasangre, sacamantecas y degollador de las leyendas populares. Hoy en día, el terror que infunde este sacamantecas andino se funde con otros miedos derivados de la pasmosa incomunicación reinante entre médicos y pacientes, y que se relacionan directamente con los conceptos de persona y enfermedad. Así, resultado de dos sistemas 256 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas médicos que se dan la espalda, los médicos se convierten muchas veces en eso que Fernández Juárez llama irónicamente «kharisiris de mandil blanco». Por simple analogía directa, ¿por qué si no iban a estar tan interesados en sacar sangre a sus pacientes y en hurgar las interioridades de sus cuerpos? Se abre así una frontera entre mundos reales e imaginados por donde el kharisiri campa a sus anchas en constante mutación para no ser descubierto, algo que en última instancia no hace sino apelar a una búsqueda de sentido a esas contradictorias situaciones de cambio sociocultural que acosan a las comunidades del altiplano. Así, el propósito de esta obra bien podría enunciarse desde el intento por resolver la lógica desde la cual se recomponen las imágenes del kharisiri entre los aymaras de Bolivia, aunque al presentarlo de modo tan simple lo cierto es que no estaría haciendo sino un flaco favor a este libro y a su autor. Y es que el valor fundamental de Kharisisris en acción radica en el esfuerzo hecho por Fernández Juárez a la hora de situar a este personaje fabuloso en la posición que verdaderamente ocupa dentro de los imaginarios andinos. Mucho se ha escrito los sobre degolladores, chupasangres y sacamantecas del altiplano peruano y boliviano. Mucho se ha discutido acerca de su posible origen precolombino o español. Se podría decir que prácticamente no hay etnógrafo andinista que no haya recogido en sus trabajos episodios más o menos anecdóticos protagonizados por una de las múltiples encarnaciones de este personaje –y me incluyo en la lista el primero–. Mucho se ha reflexionado sobre los porqués de su reaparición especialmente cruel y sanguinaria en tiempos de crisis o de cambio cultural profundo Sin embargo, este libro suponen casi con toda seguridad la primera monografía sobre el kharisiri, la primera que lo pone frente a frente no sólo con sus análogos peruanos, sino también con el sacamantecas hispano, componiendo así una detallista etnografía comparada que aclara ciertos matices del personaje y desmonta algunos tópicos sobre él, y que analiza de manera puntillosa su asimilación a las actividades llevadas a cabo por los médicos en los hospitales. Por pos de esta meta, la obra está dividida en tres partes claramente diferenciadas: un primer capítulo dedicado a los sacamantecas ibéricos (páginas 15-68), un segundo, el más extenso, centrado en el estudio del kharisiri aymara (páginas 71-181), y un tercero dedicado a deslindar las relaciones existentes entre el kharisiri y los profesionales de la salud (páginas 183-251). Es frecuente identificar a los sacamantecas ibéricos con el caso real de Juan Díaz de Garayo, que atemorizó a las gentes Vitoria durante el último tercio del siglo XIX, completando el semblante del personaje con detalles escabrosos sacados de la historia criminal decimonónica. Sin embargo, a la hora de encarar la figura y trascendencia de estos personajes Fernández Juárez despliega un amplio conocimiento histórico y antropológico de la figura del sacamantecas en los imaginarios populares peninsulares, rastreando su presencia hasta el Siglo de Oro español. Como constante ligada a este personaje, la concepción del cuerpo humano en tanto que generador de productos farmacológicos, así como procedentes del mundo de la hechicería y la medicina, incluyendo aquí numerosas referencias de prensa local y de rumores sobre criminales y personajes afuerinos de tipo antisocial identificados con el sacamantecas. A la hora de abordar la figura del kharisiri aymara el autor conjuga referentes coloniales y etnografías actuales, para lo cual no sólo repasa la práctica totalidad de Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 257 Reseñas la bibliografía existente al respecto, sino que muchas veces la somete a juicio buscando por qué tal autor, en tales circunstancias, pudo haber recogido tales testimonios. En este punto, Fernández Juárez desmenuza la interpretación habitual del kharisiri como un degollador al estilo del pishtaku peruano, remontándose aquí no sólo a las fuentes coloniales y etnográficas, sino apelando también a iconografías de época prehispánica. Así, después de considerar detalladamente el valor de la grasa y la sangre dentro del concepto andino de persona, el autor considera las fechorías del kharisiri a partir de distintas afecciones que, según las creencias tradicionales, pueden afectar a la esencia anímica del sujeto. En este sentido, uno de los dos valores más importantes de esta obra es quizás el plantear de una vez por todas las diferencias entre el kharisiri aymara, chupasangre y sacamantecas, y el pishtaku peruano, degollador por antonomasia. El otro –quizás la primera vez que esto se hace de modo riguroso y profundamente documentado en la etnografía andina–, resuelta ya la idiosincrasia del kharisiri, la distinción entre las características especiales de éste, el khari-khari y el lik’ichiri; si generalmente estos tres seres han sido considerados como distintas encarnaciones de una misma alteridad fabulosa según procedencias, Fernández Juárez demuestra que, por más que compartan aspectos comunes, cada una de ellas posee su propia personalidad y temperamento. Como aspecto a destacar en este capítulo, resulta además la reflexión política que se establece sobre el personaje en contextos de violencia o de reacomodo sociocultural, sometiendo así a crítica algunas interpretaciones que vinculan al kharisiri con el Estado y con sus mecanismos de control por la vía del terror. Concluye este capítulo comparando las figuras del sacamantecas y el kharisiri, resaltando sus puntos en común, pero sobre todo desmontando algunos tópicos. La última parte del libro puede ser tal vez la más novedosa, fruto de los muchos años que Fernández Juárez ha dedicado al estudio de las prácticas de salud intercultural en comunidades del altiplano, llamando la atención sobre la mala comunicación y la desconfianza establecida entre médicos y pacientes, que en muchas ocasiones no lleva sino a estigmatizar a los profesionales de la salud, que finalmente terminan siendo identificados como estos personajes malignos del imaginario popular que buscan sangre y grasa humanas para elaborar fármacos destinados a sanar a los ricos. Con todo lo bueno dicho hasta aquí, hay dos aspectos de Kharisiris en acción sobre los cuales no puedo dejar de incidir negativamente, aunque en realidad no sé bien si culpar de ello al autor, a la editorial, o repartir mis críticas entre ambos a partes iguales. En primer lugar, las notas a pie de página: 339 notas en total repartidas al final de cada capítulo correspondiente. Notas que no constituyen meras referencias bibliográficas o aclaraciones terminológicas, sino que en su gran mayoría incluyen textos y testimonios etnográficos de gran interés que enriquecen notablemente el texto, y que colocadas de este modo complican la lectura e invitan al lector a, lastimosamente, prescindir de ellas. Estimo de igual manera que agrupar todas las fotografías –de notable interés etnográfico, dicho sea de paso– en un apéndice al final del texto, y sin hacer alusión a ellas a lo largo del mismo, priva al lector de una útil herramienta de comprensión de la obra. Tal vez su intercalado puntual dentro de los tres capítulos que componen este libro facilitaría a los lectores legos el entendimiento de las realidades etnográficas mencionadas. Y recalco lo de «lectores legos» por258 Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 Reseñas que me consta que éste ha sido un libro que ha tenido gran aceptación no sólo entre especialistas de ambas orillas del Atlántico, sino también entre un amplio sector de curiosos de esas que podríamos llamar «alteridades de lo fantástico», muchas veces ajenos a la Antropología. En resumen, simplemente quisiera concluir que con este trabajo Fernández Juárez ha logrado un magnífico análisis del complejo y polifacético personaje del kharisiri en el altiplano aymara boliviano, así como una detallada descripción de sus análogos peruanos y españoles, que creo será difícil de superar. Un libro que atrapa desde sus primeras páginas, y cuyo contenido invita a una reflexión y a un debate aún más allá de los términos planteados por el autor. Francisco M. GIL GARCÍA Universidad Complutense de Madrid Revista Española de Antropología Americana 2009, vol. 39, núm. 1, 237-259 259