Desde Barcelona

UNO Aunque no le llamen ni le presten ni le paguen, Rodríguez atiende... Los resultados irresolutos de las elecciones catalanas y lo que resultará o no de las próximas elecciones europeas; la última pero nunca última comedieta romántica de/en Netflix de título imposible de recordar; la "politización" de todo acontecimiento más o menos frívolo (Eurovisión, el Día de San Isidro, robo de cobre en ferrocarriles, Cannes); las monjas chocolateras-rebeldes-inmobiliarias; el episódico consuelo de que las dos últimas mejores series que está viendo Rodríguez (The Sympathizer y A Gentleman in Moscow) estén basadas en buenos y muy comerciales libros y no en artificiales y supuestamente inteligentes algoritmos marca ACME; la máquina del fango y la regeneración democrática; el último muy buen disco de Pet Shop Boys y el inminente aterrizaje local de Taylor Swift (cuando a Rodríguez el único Swift que le interesa es el que le piden para hacerle cada vez menos frecuentes/cuantiosas transferencias bancarias); Ucrania y Gaza; esa magnum opera de Coppola y el horror, el horror de esa nueva película de Jerry Seinfeld; esas auroras boreales fuera de lugar; el temor a la moda magnicida y el próximo docu-podcast true crime; la versión restaurada de Let It Be después de Get Back (el aria histórica ahora como coda histérica); el enterarse de que eso de ver rostros donde no los hay (como aquella súbita manifestación en 1994 de la cara de la Virgen María en el pan de un sandwich de queso a la plancha (sandwich que su dueña no dudó en envasar de inmediato al vacío para subastarlo una década después en eBay por, ¡milagro!, 10.000 dólares seguramente pagados por alguno de esos Museos Ripley; el Vaticano ahora anuncia que "regulará" sus apariciones divinas para que, ja, no se lucre/peque con su franchise) es algo llamado paredoia facial y que "abre la puerta a la comprensión de enfermedades diversas"; y Rodríguez atendiéndose al espejo y no reconociendo su rostro.

DOS Y Rodríguez hace años leyó largo ensayo del novelista Joshua Cohen. Y ese ensayo se titulaba ATTENTION! a (short) history y que trataba exactamente del atender a la creciente falta de atención y a la menguante capacidad del ser humano para mantener la concentración en casi cualquier cosa. Y en su introducción al asunto, Cohen explica que --tras la pista de Bouvard y Pécuchet-- "siempre había querido escribir un libro sobre nada que tratase de todo" pero jamás había sabido cómo hacerlo hasta que el tema de la atención llamó su atención. Y la gracia e inteligencia del ensayo de Cohen era la de --en su multifacético y multidireccional abordaje del prestar atención; aunque en inglés se diga pay attention, pagar la atención-- provocar en el lector la más nutritiva e ingeniosa de las desatenciones. De hecho, Rodríguez recuerda poco del ensayo (más allá del placer que le produjo el leerlo) salvo ese dato referido a la única vez/momento en los Evangelios (Juan 8:6) en el que Jesucristo escribe algo, con su dedo, en el suelo de tierra. Pero nadie prestó atención alguna a lo que Jesucristo había escrito. Y es que ese es el problema y la paradoja de la atención: se presta, sí; pero enseguida se pide que la devuelvan, se llama a la atención para que vuelva, por favor, ¿sí?, y se ruega porque la atención pague y no cobre.

 

TRES Y el prosochē de los estoicos como alerta previa e indispensable para perseguir y alcanzar consciencia moral; el gleichschwebende Aufmerksamkeit (esa "uniforme y flotante atención"); Henry James definiendo a la atención en Las alas de la paloma como a "una gran copa vacía" sobre una mesa que separa al doctor muy ocupado de su paciente que sufre; el castrense y formativo a-ten-hut! antes de lanzarse a la conquista de algo; y el distract't con el que se condenó a las brujas de Salem por despistarse y andar revoloteando por ahí. Y fue Michel de Montaigne quien postuló (y acaso inventó) la idea de que una idea debía exponerse no en línea recta sino en digresivas y abstractas curvas deslizándose sobre la experiencia más personal que universal y sin preocuparle demasiado la exactitud de las citas que citaba o la precisión de los hecho que recordaba. Y, así, proyectó su método a las vidas y obras de actuales modelos de la forma como Geoff Dyer o, de nuevo, Joshua Cohen y su libro que Rodríguez había olvidado por completo. Hasta que, días atrás, leyó un ensayo de Nathan Heller en The New Yorker (una de las pocas publicaciones a las que sigue prestándole atención porque continúa llamándole la atención) titulado "The Battle for Attention". Allí la más que atendible idea, sí, de que vivimos empantanados y empantallados en una guerra en la que viene y va ganando la falta de atención a la presencia de atención. Esa desenfrenada aceleración de la vida moderna y el nada misterioso tiempo en suspenso que se pasa mirando sin ver y escribiendo sin expresar con la punta ya gastada de ese dedo. Y Heller es un poco como ese canario en la mina puesto allí para llamar/prestar atención, pero que cada vez parece ser más ignorado aunque nos repita una y otra vez del peligro de haber visto un lindo gatito. Así, se ha reportado ya un contundente declive en la capacidad lectora-matemática-científica a nivel global en adolescentes por su incapacidad para concentrarse. Los libros son cada vez más simples, las canciones cada vez más rápidas, las películas (que pueden ser más largas) obligadas a un ritmo cada vez más veloz y explosivo mientras que los exámenes han debido ser cada vez más facilitados y los test de comprensión lectora no proponer más de dos o tres oraciones y las agencias de publicidad no dejan de vender ya no a partir de la utilidad del producto sino del cómo hacerlo interesante del modo que sea o no sea. Y cada vez hay más desórdenes mentales de nombre complejo pero cuya sintomatología es complejamente sencilla manifestándose con un constante ¿lo qué? consecuencia de un attention span cada vez más short. Y Heller precisa que, en 2004, el tiempo promedio de permanecer fijo en una pantalla era de dos minutos y medio mientras que hoy alcanza apenas los cuarenta y siete segundos. Y, con todo ello, lo que desaparece es esa capacidad tan humana de volver a algo/alguien digno de atención --de hacerlo valioso llamándolo-- por el sólo hecho de pagarle y prestarle atención a alguien/algo a amar en el acto o a enseguida no amar. Porque cómo dedicar tanto interés y tiempo y pensamientos a alguien más allá de uno. Y, sí, tal vez aquello que escribió Jesucristo fue "Atendeos los unos a los otros". El problema --piensa Rodríguez antes de pensar en otra cosa-- es que entonces los demás ya estaban pensando en dónde servir esa Última Cena a la que cada vez somos más quienes estamos invitados. Y a la que, desatentos (sinónimo de descortés), llegaremos tarde y nos castigarán no sirviéndonos ese sabroso postre que siempre fue la cada vez más extraviada virtud de atender, de ser atentos.