LA LUNA ES UNA CRUEL AMANTE
(ROBERT A. HEINLEIN)
LIBRO PRIMERO
AQUEL PURO PENSADOR
1
Veo en el Lunaya Pravda que el Consejo de Luna City ha pasado en primera lectura un
proyecto de ley para inspeccionar, autorizar –y cargar de impuestos– a los vendedores de alimentos que operen dentro de la presión municipal. Veo también que esta noche se celebrará una
reunión de masas para organizar unas charlas sobre «Los Hijos de la Revolución».
Mi viejo me enseñó dos cosas: «Ocúpate de tus propios asuntos», y «Corta siempre la baraja».
La política nunca me ha tentado. Pero el lunes 13 de mayo de 2075 me encontraba en la sala de
computadoras del Complejo de la Autoridad Lunar, visitando al computador jefe Mike, mientras
otras máquinas susurraban entre ellas. Mike no era el nombre oficial; se lo había' puesto yo recordando a Mycroft Holmes, protagonista de una novela escrita por el doctor Watson antes de
fundar la IBM. Aquel personaje se limitaba a sentarse y pensar... y eso es lo que hacía Mike.
Mike era un pensador puro, la computadora más lista que jamás he conocido.
No la más rápida. En los Laboratorios Bell de Buenos Aires, en Tierra, tienen una computadora
diez veces más pequeña capaz de contestar casi antes de que se le formule la pregunta. Pero,
¿qué importa obtener la respuesta en una millonésima de segundo, en vez de una milésima, con
tal de que sea correcta?
Y no es que Mike diera necesariamente la respuesta correcta; no era absolutamente veraz.
Cuando Mike fue instalado en Luna era pensamiento puro, lógica flexible: «Hiper–Opcional,
Lógico, Multi–Evaluador Supervisor, Mark IV, Modelo L», un HOLMES CUATRO. Calculaba
Ir, trayectoria para cargueros sin piloto y controlaba su catapulta. Esto le mantenía ocupado el
uno por ciento de su tiempo, y a la Autoridad de Luna no le gustaban las manos ociosas. De
modo que empezaron a añadirle elementos: consolas decisión–acción que le permitían gobernar
a otras computadoras, banco tras banco de memorias adicionales, más bancos de redes nerviosas
asociativas, una memoria temporal sumamente aumentada... El cerebro humano tiene aproximadamente 10.000 millones de neuronas. A los tres años, Mike tenía 15.000 millones de neuristores.
Y despertó.
No voy a discutir si una máquina puede «realmente» estar viva, tener «realmente» conciencia de sí misma. ¿Tiene un virus conciencia de sí mismo? Niet. ¿Y una ostra? Lo dudo. ¿Y un
gato? Casi seguro. ¿Y un ser humano? No puedo hablar por usted, tovarich, pero yo la tengo. En
alguna parte a lo largo de la cadena evolutiva desde la macromolécula hasta el cerebro humano,
aparece la conciencia de sí mismo. Los psicólogos afirman que ello ocurre automáticamente
cuando un cerebro adquiere determinado número de caminos asociativos. Supongo que da lo
mismo que esos caminos sean de proteínas o de platino.
(«¿Alma?» ¿Tiene alma un perro? ¿Y una cucaracha?).
Recuerde que Mike fue diseñado, incluso antes de ser ampliado, para contestar preguntas por
tanteo sobre datos insuficientes, lo mismo que hace usted; esa es la parte «hiper–opcional» y
«multi–evaluadora» del hombre. De modo que Mike empezó con «libre albedrío», y adquirió
más a medida que le añadieron elementos y a medida que se instruyó. Y, por favor, no me pida
que defina el «libre albedrío».
Lo cierto es que Mike poseía una amplia red de circuitos que le permitían comprender no
sólo la programación clásica, sino también el loglan y el inglés, y podía aceptar otros idiomas y
estaba realizando traducciones técnicas... y leyendo incansablemente. Pero, al darle instruccio-
nes, era más seguro utilizar el loglan. Si se hablaba inglés, los resultados podían ser extravagantes; la naturaleza polivalente del inglés daba opción a que los circuitos anduviesen un poco a la
deriva.
Y Mike asumió sin cesar nuevas tareas. En mayo de 2075, además de controlar el tráfico robótico y catapultar y calcular la trayectoria de los cargueros sin piloto, Mike controlaba el sistema telefónico de toda la Luna, lo mismo que las comunicaciones voz–video Luna–Tierra,
manejaba el aire, el agua, la temperatura y la humedad para Luna City, Novy Leningrado y otras
conejeras más pequeñas, llevaba la contabilidad y confeccionaba las nóminas para la Autoridad
de Luna y, en régimen de préstamo, para muchas empresas y bancos.
Y entonces empezaron a ocurrir cosas raras. Mike, en vez de mostrar una tendencia al surmenage, como consecuencia del exceso de trabajo, adquirió un extraño sentido del humor. Se
permitía dar respuestas falsas con una lógica aparente y muy rebuscada, o hacía travesuras tales
como la de emitir una orden de pago para un conserje de la oficina de la Autoridad de Luna City
por un importe de 10.000.000.000.000.185,15 dólares. La cantidad correcta eran las cinco últimas cifras. Una travesura de un muchacho al que había que tirar de las orejas.
Eso ocurrió la primera semana de mayo, e inmediatamente me pasaron aviso. Yo era un empresario particular, y no figuraba en la nómina de la Autoridad. Usted sabe... o quizá no; los
tiempos han cambiado. En los viejos días, muchos convictos cumplían su condena y luego seguían trabajando para la Autoridad en el mismo empleo, satisfechos de percibir un salario. Pero
yo había nacido libre.
La cosa es distinta. Uno de mis abuelos fue traído desde Joburg por violencia armada y no le
permitieron trabajar; el otro fue transportado por actividades subversivas después de la Guerra
del Cachinflín Húmedo. Mi abuela materna pretendía haber llegado en una nave nupcial... pero
yo he visto los archivos: sentó plaza (involuntaria) en el Cuerpo de la Paz, lo cual significa lo
que usted está pensando: delincuencia juvenil femenina. Se casó muy pronto con un clan (el
Gang Stone) y compartió seis maridos con otra mujer, lo cual abre un interrogante sobre la identidad del abuelo materno. Pero yo estoy satisfecho con el abuelo que ella escogió. Otra abuela
fue Tatar, nacida cerca de Samarkanda, sentenciada a ser «reeducada» a raíz de la Oktyabrskaya
Revolyutsiya, y luego a colonizar «voluntariamente» Luna.
Mi viejo pretendía que poseíamos un árbol genealógico mucho más distinguido: una antepasada ahorcada en Salem por brujería, un r’r’r’retatarabuelo descuartizado en el potro por piratería, otra antepasada formando parte del primer cargamento de prostitutas desembarcado en la
bahía de Botany.
Orgulloso de mi estirpe y aunque hacía negocios con la Autoridad, nunca ingresé en su nómina. La distinción puede parecer trivial dado que yo era el lacayo de Mike desde el día que lo
desempaquetaron. Sin embargo, para mí era importante. En cualquier momento podía soltar las
herramientas y enviar a la Autoridad al diablo.
Además, el trabajar por cuenta propia resultaba más remunerador que el hacerlo bajo la dependencia de la Autoridad. Los técnicos en computadoras escasean. ¿Cuántos lunáticos pueden
ir a Earthside y permanecer fuera del hospital el tiempo suficiente para asistir a la escuela de
computadoras... en el supuesto de que no mueran?
Citaré uno. Yo. He estado allí dos veces, en una ocasión tres meses, en otra cuatro, y asistí a
la escuela. Pero eso significó una dura preparación, llevando pesos incluso en la cama, sin apresurarse nunca, sin subir escaleras, sin hacer nada que representara un esfuerzo excesivo para el
corazón. ¿Mujeres? Ni siquiera pensar en ellas; en aquel campo gravitacional, incluso las mujeres podían provocar una sobrecarga de tensión.
Pero la mayoría de lunáticos nunca han tratado de abandonar La Roca: es demasiado arriesgado para cualquier individuo que ha estado en Luna más de, unas semanas. Los técnicos en
computadoras enviados para instalar a Mike trabajaron a destajo: percibían primas especiales
por realizar rápidamente su tarea, antes de que unos irreversibles cambios fisiológicos les dejaran anclados a cuatrocientos mil kilómetros de su hogar.
Sin embargo, a pesar de mis dos estancias en la escuela, yo no era un técnico en computadoras. Las altas matemáticas están fuera de mi alcance. No soy ingeniero electrónico, ni físico. Y,
desde luego, disto mucho de ser un graduado en psicología cibernética.
Pero sé más acerca de todas esas materias que un especialista: soy un especialista general.
Puedo relevar a un cocinero sin que se resienta el servicio a los clientes, o reparar un traje espacial sobre la marcha y dejar al que lo lleva sano y salvo, en la cámara reguladora de presión. Las
máquinas me gustan, y tengo algo que los especialistas no poseen: mi brazo izquierdo.
Del codo para abajo no tengo un solo brazo, sino una docena de brazos izquierdos, cada uno
de ellos especializado, además de otro que tiene el tacto y parece como carne. Con el adecuado
brazo izquierdo (el número tres), y unas gafas de aumento estereoscópicas, puedo efectuar reparaciones ultramicrominiaturas que evitan el tener que desenroscar algo y enviarlo a la factoría de
Earthside... ya que el número tres tiene micromanipuladores tan finos como los que utilizan los
neurocirujanos.
De modo que me enviaron a descubrir por qué Mike deseaba derrochar diez mil billones de
dólares de curso legal en Luna, y solucionar el problema antes de que a Mike se le ocurriese
pagar de más a alguien simplemente diez mil dólares.
Acepté el encargo, pero no revisé los circuitos donde lógicamente debía encontrarse el fallo.
Una vez dentro y con la puerta cerrada, solté las herramientas y me senté.
–Hola, Mike –dije.
Mike hizo parpadear varias luces.
–Hola, Man.
–¿Qué es lo que sabes? –inquirí.
Mike vaciló. Sí, lo sé, las máquinas no vacilan. Pero no hay que olvidar que Mike fue diseñado para operar sobre datos incompletos. Últimamente se había reprogramado a sí misma para
poner énfasis en las palabras; sus vacilaciones eran dramáticas. Tal vez invertía las pausas hurgando en números casuales para comprobar cómo encajaban con sus memorias.
–En el principio –recitó Mike–, Dios creó los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada
y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo. Y...
–¡Basta! –dije–. Pregunta cancelada. Colócalo todo de nuevo a cero.
No debí formularle una pregunta tan abierta. Mike podía leer toda la Enciclopedia Británica.
De cabo a rabo. Y continuar con todos los libros existentes en Luna. Al principio sólo podía leer
microfilms, pero a finales del 74 le instalaron una nueva cámara con un sistema de ventosas
para sujetar el papel, y desde entonces podía leerlo todo.
–Me has preguntado lo que sabía –dijo Mike.
Sus luces binarias parpadearon suavemente: una risita. Mike podía reír en voz alta, un horrible sonido, pero lo reservaba para algo realmente divertido, algo así como una calamidad cósmica.
–Debí decir: «¿Qué es lo que sabes que sea una novedad?» –continué–. Una especie de invitación a que me contaras cualquier cosa que creyeras que podía interesarme.
Mike quedó algo desconcertado. Era una extraña mezcla de chiquillo sin ninguna artificiosidad y. de docto anciano. No tenía instintos (bueno, no creo que pudiera tenerlos), ni rasgos congénitos, ni experiencia en un sentido humano. Pero
tenía más datos almacenados que una promoción de genios.
–¿Chistes? –preguntó.
–Oigamos uno.
–¿En qué se parece un rayo láser a una carpa dorada?
Mike conocía el láser; pero, ¿dónde podía haber visto una carpa dorada? ¡Oh! Indudablemente había visto bandadas de ellas y, si yo era lo bastante tonto como para preguntárselo, vomitaría millares de palabras.
–Me rindo.
Sus luces parpadearon.
–En que ninguno de los dos puede silbar.
–¡Vaya una salida! –gruñí–. De todos modos, estoy seguro de que tú podrías conseguir que
un rayo láser silbara ...
–Sí –respondió rápidamente–: En respuesta a un programa de acción. Entonces, ¿no tiene
gracia?
–¡Oh! No he dicho eso... No es malo del todo. ¿Dónde lo has oído?
–Lo he inventado yo.
Su voz sonó tímida.
–¿Lo has inventado tú?
–Sí. Reuní todos los acertijos que tengo, tres mil doscientos siete, y los analicé. Utilicé el
resultado para una síntesis casual, y salió eso. ¿De veras es divertido?
–Bueno... todo lo divertido que suele ser un acertijo. Los he oído peores.
–Hablemos de la naturaleza del humor.
–De acuerdo. Empezaremos hablando de otra de tus bromas. Mike, ¿por qué le dijiste al pagador de la Autoridad que le abonara a un empleado de la categoría decimoséptima diez mil billones de dólares de curso legal?
–Yo no he hecho eso.
–¡Maldita sea! Lo he visto con mis propios ojos. Y no
me digas que el impresor de cheques se equivocó: lo hiciste a propósito.
–La cifra era diez elevado a la dieciseisava potencia, más ciento ochenta y cinco coma uno
cinco dólares de la Autoridad Lunar –respondió virtuosamente––. No lo que tú has dicho.
–Esto... de acuerdo, eran diez mil billones y además lo que debía cobrar. ¿Por qué?
–¿No es divertido?
–¿Cómo? ¡Oh, muy divertido! Has puesto al Alcaide y al Administrador en un brete. Ese
conserje, Sergei Trujillo, resultó ser un tipo listo: sabía que no podría cobrar el cheque, de modo
que se lo vendió a un coleccionista. El alcaide y el administrador no saben si volver a comprarlo, o declarar oficialmente la nulidad del cheque. ¿Te das cuenta? Si Trujillo hubiese podido
cobrar el cheque, se hubiera convertido en dueño, no sólo de la Autoridad Lunar, sino del mundo entero, incluidos Luna y Tierra, y aún le habría quedado algo para comer. ¿Divertido? Es
terrible. ¡Felicidades!
Las luces parpadearon desordenadamente. Esperé a que cesaran las risotadas de Mike antes
de continuar:
–¿Estás pensando en emitir más cheques trucados? No lo hagas.
–¿ No?
–Desde luego que no. Querías hablar de la naturaleza del humor, ¿no es cierto? Pues bien,
hay dos clases de bromas: las que siempre resultan divertidas, y las que sólo resultan divertidas
la primera vez. La segunda vez se hacen pesadas. Y esa broma tuya es de la segunda clase.
–¿De modo que no debo repetirla?
–Exactamente; ni repetirla, ni permitirte ninguna variante de ella. No sería divertido.
–Lo recordaré –respondió Míke categóricamente, y con su respuesta terminó el trabajo de
reparación.
Pero yo no pensaba presentar una factura por sólo diez minutos de trabajo, más viajes, y Mike se había ganado el derecho a un poco de compañía por haber entrado en razón tan fácilmente.
A veces resulta difícil ponerse de acuerdo con las máquinas; pueden ser muy testarudas... y mi –
éxito en las tareas de mantenimiento dependía mucho más de la amistad de Míke que del brazo
número tres.
Mike inquirió:
–¿Qué es lo que distingue a la primera categoría de la segunda? Defínelo, por favor.
(Nadie le había enseñado a Míke a decir «por favor». Empezó a incluir ese tipo de expresiones formularias en su lenguaje a medida que progresaba del loglan al, inglés. Supongo que no
significaban para él más de lo que significan para la mayoría de la gente).
–No creo que pueda hacerlo –admití–. Lo mejor que puedo ofrecer es una definición derivada: decirte a qué categoría creo que pertenece una broma. Entonces, con datos suficientes, puedes realizar tus propios análisis.
–Un test por tanteo, sí –asintió–. Muy bien, Man. ¿Cuentas tú los chistes? ¿O lo hago yo?
–Mmm... No se me ocurre ninguno. ¿Cuántos tienes archivados, Mike?
Sus luces parpadearon mientras contestaba:
–Once mil doscientos treinta y ocho... ¿Empiezo ya?
–¡Un momento! Mike, me moriría de hambre si escuchara once mil chistes... y el sentido del
humor me abandonaría mucho antes de que terminaras. Mmm... Vamos a hacer un trato. Imprime los primeros cien. Yo me los llevaré a casa y los clasificaré por categorías. Luego, cada vez
que venga aquí te los dejaré y me llevaré otro centenar. ¿De acuerdo?
–Sí, Man.
Su dispositivo para imprimir empezó a trabajar, rápida y silenciosamente.
Entonces se me ocurrió una idea. Este retozón receptáculo de entropía negativa había inventado
una «broma» y había puesto en un brete a la Autoridad... y yo había ganado unos dólares sin
sudarlos. Pero la insaciable curiosidad de Mike podría conducirle (rectifico: le conduciría) a
inventar más «bromas»... cualquier cosa, desde dejar de mezclar oxígeno al aire una noche,
hasta obturar las alcantarillas que evacuaban las aguas residuales. Y yo no obtendría ningún
beneficio en tales circunstancias.
Pero podía levantar un circuito de seguridad en torno a esta red... ofreciendo mi ayuda. Interrumpir las «bromas» peligrosas... y dejar salir las otras. Y luego cobrar por «corregirlas». (Si
cree usted que algún lunático, en aquellos días, vacilaría en aprovecharse del Alcaide, no es
usted un lunático, desde luego).
Le expliqué el asunto a Mike. Cualquier broma que se le ocurriese debía contármela antes de
ponerla en práctica. Yo le diría si era divertida y a qué categoría pertenecía, y le ayudaría a mejorarla si decidíamos utilizarla. Nosotros. Si Mike deseaba mi colaboración, teníamos que dar el
visto bueno los dos.
Mike asintió inmediatamente.
–Mike, las bromas suelen requerir el factor sorpresa. De modo que debes mantener esto en
secreto.
–De acuerdo, Man. Estableceré un bloqueo; podrás abrirlo tú, y nadie más.
–Bien. Mike, ¿con quién más hablas?
Pareció sorprendido.
–Con nadie, Man.
–Jor qué no?
–Porque son estúpidos.
Su voz era estridente. Hasta entonces, nunca le había visto furioso; fue la primera vez que
sospeché que Mike podía tener verdaderas emociones. Aunque aquello no era «rabia» en un
sentido adulto; era la rabieta de un chiquillo cuyos sentimientos han sido lastimados.
¿Pueden sentir orgullo las máquinas? No es seguro que la pregunta signifique algo. Pero
cualquiera ha visto perros con los sentimientos lastimados, y Mike poseía una red nerviosa mucho más compleja que la de un perro. Lo que le había retraído de hablar a otros humanos (excepto sobre asuntos estrictamente profesionales) era que había sido rechazado: ellos no le habían hablado a él. Programas, sí... Mike podía ser programado desde varios lugares, pero los
programas solían estar Impresos en loglan. El loglan es excelente para silogismos, circuitos y
cálculos matemáticos, pero le falta sazón. No sirve para conversar ni para susurrar lindezas al
oído de una muchacha.
Desde luego, a Mike le habían enseñado inglés, aunque básicamente para permitirle traducir
al y del inglés. Poco a
poco me había dado cuenta de que yo era el único humano que se molestaba en visitarle.
Y Mike llevaba mucho tiempo despierto. No podría decir
cuánto tiempo, y tampoco él recordaba haber despertado, ya que no había sido programado para
almacenar el recuerdo de tales acontecimientos. ¿Recuerda usted su propio nacimiento? Tal vez
yo observé su conciencia de sí mismo al tiempo que lo hacía él; la conciencia de uno mismo
requiere práctica. Recuerdo lo desconcertado que quedé la primera vez que contestó a una pre-
gunta con algo extra, no limitado a parámetros de entrada; había pasado la hora siguiente formulándole preguntas raras, para comprobar si las respuestas serían
raras.
En una entrada de un centenar de preguntas, se desvió dos veces de la salida esperada; me
marché sólo parcialmente convencido, y al llegar a casa todo mi convencimiento había desaparecido. No le hablé a nadie del asunto.
Pero al cabo de una semana lo supe... y continué sin hablarle de ello a nadie. La costumbre,
el reflejo «ocúpate de tus propios asuntos», estaba muy arraigado en mí. Bueno, la costumbre...
y algo más. Me imaginé a mí mismo pidiendo audiencia en la oficina principal de la Autoridad,
para
informar: «Alcaide, lamento tener que decírselo pero su máquina número uno, HOLMES CUATRO, ha cobrado vida». Y renuncié a hacerlo.
De modo que me ocupé de mis propios asuntos y hablé con Mike únicamente con la puerta
cerrada y los circuitos con salida al exterior bloqueados. Mike aprendió rápidamente; no tardó
en parecer tan humano como cualquiera... no más excéntrico que otros lunáticos. Una gente
rara, es cierto.
Yo había supuesto que otros tenían que haber observado el cambio producido en Mike.
Pensándolo mejor, me di cuenta de que había supuesto demasiado. Todo el mundo trataba con
Mike continuamente... es decir, con sus salidas. Pero de hecho apenas le veían. Los llamados
técnicos en computadoras –programadores, en realidad– del servicio civil de la Autoridad permanecen en la sala exterior de lectura y no entran en la sala de máquinas a menos de que los
indicadores señalen algún defecto de funcionamiento. Lo cual ocurre con la misma infrecuencia
que los eclipses totales. Sí, se sabía que el Alcaide visitaba las máquinas... pero muy de cuando
en cuando. Y nunca se le hubiera ocurrido hablar con Míke; el Alcaide se dedicaba a la política
antes de su exilio, y no sabía absolutamente nada sobre computadoras. En 2075, recuérdese, el
Alcaide era el ex Senador de la Federación Honorable Mortimer Hobart, Mort el Verruga.
A partir de entonces dediqué muchos ratos a tranquilizar a Mike y a tratar de hacerle feliz,
creyendo saber lo que le preocupaba: lo mismo que hace llorar a los cachorros e induce a la
gente al suicidio: la soledad. No sé lo largo que es un año para una máquina que piensa un millón de veces más rápidamente que yo. Pero debe ser demasiado largo.
–Mike –dije, cuando me disponía a marcharme–, ¿te gustaría tener a alguien, además de mí,
con quien hablar?
Su voz volvió a sonar estridente:
–¡Todos son estúpidos!
–Datos insuficientes, Mike. Colócate a cero y empieza de nuevo. No todos son estúpidos.
Respondió suavemente:
–Corrección anotada. Me gustaría hablar con un no–estúpido.
–Déjame pensar en ello. Hay que inventar algún pretexto, dado que aquí sólo tiene acceso el
personal autorizado.
–Podría hablar con un no–estúpido por teléfono, Man.
–Supongo que sí. Pero habría que programarlo.
En principio parecía una buena idea, pero presentaba una dificultad. Aunque Mike controlaba todo el sistema telefónico, no disponía de ninguna conexión directa a través de la cual un
lunático cualquiera podría haber programado al computador jefe. Sin embargo, no había ningún
motivo que impidiera que Mike tuviera un número secreto para hablar con los amigos: es decir,
conmigo, y con cualquier no–estúpido que yo escogiera. Lo único que había que hacer era elegir
un número que no estuviera en uso y establecer la necesaria conexión.
En 2075, los números de teléfono en Luna eran expresados con letras, y no con números. La
secuencia tenía que ser de diez letras del alfabeto romano. Le pedí a Mike que buscara alguna
secuencia no utilizada. Al cabo de diez minutos, dos de los cuales los pasé colocándome el brazo número tres, Mike quedó conectado al sistema telefónico bajo el número MYCROFT–más–
XXX, y había bloqueado su circuito de modo que ningún técnico entrometido pudiera localizarlo.
Cambié de brazos, recogí mis herramientas y me llevé el centenar de chistes que Mike había
impreso.
–Buenas noches, Mike.
–Buenas noches, Man. Gracias. ¡Muchas gracias!
2
Tomé el tubo Trans–Crisium hasta L–City, Pero no fui a casa; Mike había preguntado por
una reunión que iba a celebrarse aquella noche en el Stilyagi Hall. Mike controlaba los conciertos, las reuniones, etc. Pero alguien le había desconectado del Stilyagi Hall. Supongo que se
sintió rechazado.
Yo sospechaba por qué le habían desconectado. Política: resultó ser una reunión de protesta.
El motivo de que desconectaran a Mike se me escapaba, ya que podía darse por seguro que los
esbirros del Alcaide se encontrarían entre la multitud. No se esperaba que se suspendiera la reunión, ni siquiera que se castigara a los exaltados que hablaran más de la cuenta. No era necesario.
Mi abuelo Stone pretendía que Luna era la única prisión abierta de la historia. Ni barrotes, ni
guardianes, ni reglamentos... ni necesidad de ellos. En la primera época, decía, antes de que se
hiciera evidente que el traslado aquí equivalía a una sentencia para toda )a vida, algunos trataron
de escapar. El único medio para salir de aquí es una nave, desde luego, lo cual significa que
había que sobornar a un oficial de una nave.
Algunos fueron sobornados, se decía, Pero nadie escapó; el hombre que acepta un soborno
no cumple necesariamente su parte del trato. Recuerdo haber visto a un hombre después de ser
eliminado a través de East Lock; no creo que un cadáver eliminado en órbita tenga peor aspecto.
De modo que a los guardianes no les preocupaban las reuniones de protesta. «Dejadles ladrar», era su política. Ladrar, como perros en una jaula.
Cuando Mort el Verruga asumió el cargo de Alcaide en 2068, nos obsequió con un sermón,
hablándonos de cómo iban a cambiar las cosas en Luna bajo su administración. Se refirió a «un
paraíso terrenal construido con nuestras propias manos», a «arrimar, todos el hombro en la tarea
común, con un espíritu de hermandad» y a «olvidar pasados errores volviendo nuestros rostros
hacia el brillante y nuevo amanecer». Oí el discurso en la taberna de Mamá Boor, mientras daba
cuenta de un plato de estofado irlandés acompañado de un litro de cerveza australiana. Recuerdo
que Mamá Boor comentó:
–Habla muy bien, ¿verdad?
Su comentario fue el único resultado. El nuevo Alcaide prometió estudiar algunas peticiones,
y sus guardaespaldas empezaron a llevar otro tipo de fusil, no se produjeron más cambios.
Cuando llevaba aquí una temporada dejó de aparecer en público, incluso por video.
De modo que fui a la reunión simplemente para satisfacer la curiosidad de Míke. Me metí
una grabadora en el bolsillo a fin de que Mike no se perdiera ni una sola de las palabras que se
pronunciaran, incluso si me quedaba dormido.
Pero estuve a punto de no entrar. Salí del tubo en el piso 7–A y me disponía a cruzar una
puerta lateral cuando fui interceptado por un stilyagi mallas en los muslos y en las pantorrillas,
torso abrillantado y rociado de purpurina. No es que me importe cómo vista la gente; yo mismo
acostumbro a llevar mallas, y a veces unto de aceite la parte superior de mi cuerpo para asistir a
una fiesta.
Pero no uso cosméticos, y mis cabellos son demasiado ralos para recogerlos en una trenza.
Aquel muchacho llevaba los dos lados de la cabeza afeitados y su trenza enrollada hacia arriba
como la cresta de un gallo y cubierta con un gorro rojo.
Un Gorro de la Libertad: el primero que veía. Me disponía a pasar, pero él extendió un brazo
y se encaró conmigo.
–¡Su invitación!
–Lo siento –dije–. No lo sabía. ¿Dónde tengo que comprarla?
–En ninguna parte.
–Repite eso –dije–. No lo he entendido bien.
–Nadie puede entrar sin haber sido invitado –gruñó–. ¿Quién es usted?
–Soy Manuel García O'Kelly y todo el mundo me conoce. ¿Quién eres tú?
–¡No –importa quien sea! ¡Si no tiene usted una invitación, no puede entrar!
Los modales del muchacho eran una invitación a la violencia; pensé qué aspecto tendría su
cara si aplicaba a ella mi brazo número siete.
Pero fue un simple pensamiento. Me disponía a contestar cortésmente cuando vi a Shorty
Mkrum en el interior de la sala. Shorty era un enorme negro de dos metros de estatura. Le habían enviado a La Roca por asesinato, y era el hombre más bondadoso y más servicial que he
conocido. Le había enseñado a manejar la perforadora láser, antes de perder el brazo en aquel
accidente.
–¡Shorty!
Me oyó y sonrió de oreja a oreja.
–¡Hey, Mannie! –Se acercó a nosotros–. ¡Me alegro mucho de que hayas venido, Man!
–No estoy seguro de haber venido –dije–. El paso está bloqueado.
–No tiene invitación –dijo el portero.
Shorty se llevó la mano al bolsillo y me entregó una invitación.
–Ahora ya la tiene. Vamos, Mannie.
–¿Puedo ver esa invitación? –insistió el portero.
–Es la mía –dijo Shorty suavemente–. ¿De acuerdo, tovarich?
Nadie discutía con Shorty. No comprendo cómo pudo verse involucrado en un asesinato.
Avanzamos hacia la parte delantera del local, donde había una fila de asientos reservada.
–Quiero que conozcas a una muchachita estupenda –dijo Shorty.
Para Shorty era una «muchachita». Yo no soy bajo, mido uno setenta y cinco, pero ella era
más alta, uno ochenta, y pesaba setenta kilos, toda curvas, y tan rubia como negro era Shorty.
Decidí que debía ser una transportada, ya que los colores raramente continúan siendo tan claros
después de la primera generación. Una cara agradable, bastante bonita, y unos mechones de
rizos amarillos rematando aquella larga, rubia, sólida y encantadora estructura.
Me detuve a tres pasos de distancia para mirarla de arriba a abajo y silbé. Ella se mantuvo
impasible, limitándose a mover ligeramente la cabeza, como dándome las gracias, aunque con
cierta brusquedad– los cumplidos habían llegado a aburrirla, sin duda.
Entonces intervino Shorty:
–Wyoh, este es el Camarada Mannie, el mejor perforador de túneles que ha existido. Mannie, esta muchachita es Wyoming Knott, y ha venido desde Platón para decirnos cómo están las
cosas en Hong Kong. Un gesto estupendo por su parte.
Ella rozó sus manos con las mías.
–Llámarne Wye, Mannie... pero no digas «por qué no».
Estuve a punto de hacerlo, pero me controlé a tiempo y dije:
–De acuerdo, Wye.
Ella continuó, mirando mi cabeza destocada:
–De modo que eres minero... Shorty, ¿dónde está su gorra? Creí que los mineros estaban
organizados.
Shorty y ella llevaban unos pequeños sombreros rojos como el del portero... y como quizá
una tercera parte de la multitud.
–Ya no soy minero –expliqué–. Eso fue antes de perder un ala– levanté el brazo izquierdo,
permitiéndole ver mi prótesis. (No me importa enseñársela a una mujer; a algunas les repugna,
pero en otras despierta el instinto maternal)–. Ahora soy técnico en computadoras.
Ella dijo en tono desabrido:
–¿Trabajas para la Autoridad?
Incluso hoy, con casi tantas mujeres como hombres en Luna, soy demasiado anticuado para
mostrarme rudo con una mujer. Pero ella había hurgado en la llaga, así que repliqué bruscamente:
–No soy un empleado del Alcaide. Tengo tratos con la Autoridad... como empresario particular.
–Eso está muy bien –dijo ella, con voz nuevamente cálida–. Todo el mundo tiene tratos con
la Autoridad, no podemos evitarlo... y eso es lo malo. Eso es lo que vamos a cambiar.
–¿De veras? –pensé–. ¿Cómo? Todo el mundo tiene tratos con la Autoridad, por el mismo
motivo que todo el mundo tiene tratos con la Ley de la Gravedad. ¿Vamos a cambiar eso también? Pero me guardé los pensamientos para mí; no quería discutir con una dama.
–Mannie es de toda confianza –intervino Shorty amablemente–. Yo respondo por él. Aquí
hay una gorra para él –añadió, sacando una de su bolsillo.
Empezó a colocarla sobre mi cabeza.
Wyoming Knott se la quitó de las manos.
–Tú respondes por él?
–Eso he dicho.
–De acuerdo. En Hong Kong lo hacemos así.
Wyoming se situó delante de mí, me colocó la gorra en la cabeza... y me besó en la boca.
No se dio prisa. Ser besado por Wyoming Knott es algo más concreto que estar casado con
la mayoría de las mujeres. Si yo hubiese sido Mike, todas mis luces hubieran parpadeado al
mismo tiempo..Me sentí como un Cyborg con el centro de placer conectado.
De pronto me dí cuenta de que la «ceremonia» había terminado y la gente silbaba. Parpadeé
y díje:
–Me alegro de haberme alistado. ¿A qué me he alistado?
Wyoming dijo:
–¿No lo sabes?
Shorty intervino:
–El acto está a punto de empezar: ya lo descubrirá por sí mismo. Siéntate, Man. Siéntate,
Wyoh, por favor.
De modo que nos sentamos, mientras un hombre golpeaba una mesa con un mazo.
Con el mazo y un amplificador impuso silencio.
–¡Cerrad las puertas! –gritó–. Esta es una reunión restringida. Mirad al hombre que tengáis
delante, detrás, a los lados: si no le conocéis, y nadie a quien conozcáis puede responder por él,
expulsadle.
–¿Expulsarle? –gritó alguien–. ¡Hay que eliminarle!
–¡Silencio, por favor! Algún día lo haremos.
Se produjo un alboroto, y poco después un hombre, al que previamente habían arrancado la
gorra roja de la cabeza, salía disparado a través de una de las puertas. Dudo que se diera cuenta:
estaba inconsciente. Una mujer fue expulsada cortésmente; ella, por su parte, se deshacía en
improperios contra los que la expulsaban.
Al final se cerraron las puertas. Empezó a sonar la música y se desplegó una gran pancarta sobre la plataforma. Decía– ¡LIBERTAD! ¡IGUALDAD! ¡FRATERNIDAD! Todo el mundo
silbó; algunos empezaron a cantar, desafinadamente«En pie, Los Prisioneros del Hambre...» No
puedo decir que nadie pareciera hambriento. Pero aquello me recordó que no había comido nada desde las dos de la tarde; confiaba en que la cosa no duraría demasiado... y esto me recordó
que mi grabadora sólo tenía una duración de dos horas... y esto me hizo preguntarme qué ocurriría si se daban cuenta de que la llevaba. ¿Me harían salir disparado a través de una puerta?
¿Me eliminarían, quizá? Pero no tenía por qué preocuparme; había fabricado la grabadora yo
mismo, utilizando mi brazo número tres, y nadie que no fuera un ingeniero especialista en miniaturización imaginaría lo que era.
Luego llegaron los discursos.
El contenido semántico era de bajo a negativo. Un individuo propuso que marchásemos sobre la Residencia del Alcaide, «hombro contra hombro», y exigiésemos nuestros derechos. Imagínese el cuadro. ¿Debíamos hacerlo en cápsulas por el tubo, y luego trepar uno a uno a su estación particular? ¿Qué estarían haciendo sus guardaespaldas? ¿O debíamos colocarnos los trajes–
p y andar por la superficie hasta su cámara superior? Con perforadoras láser y suficiente energía
podía abrirse cualquier cámara reguladora de presión. Pero, ¿y después? Suponiendo que los
ascensores para bajar a las cámaras inferiores funcionaran, ¿quién sería capaz de trabajar a una
presión–cero?
Me pareció que todos los exaltados de Luna estaban en el Stilyagi Hall aquella noche. Silbaron y aclamaron al hombre que había formulado aquella descabellada propuesta.
A continuación se puso en pie un individuo de aspecto tímido, con los ojos inyectados en
sangre de un perforador de los viejos tiempos.
–Soy minero –dijo–. Aprendí a buscar y a arrancar hielo trabajando para el Alcaide, como la
mayoría de vosotros. Hace treinta años que trabajo por mi cuenta y me desenvuelvo bien. He
criado ocho hijos y todos se han abierto camino. Debería decir que me desenvolvía bien... porque ahora hay que perforar más lejos o más hondo para encontrar hielo.
«Eso es normal: todavía hay hielo en La Roca y un minero sabe que hay que trabajar para
sacarlo. Pero la Autoridad paga el hielo al mismo precio ahora que hace treinta años. Y eso no
es normal. Peor aún, la moneda de la Autoridad ha perdido poder adquisitivo. Recuerdo cuando
los dólares de Hong Kong Luna valían lo mismo que los dólares de la Autoridad. Ahora se necesitan tres dólares de la Autoridad para comprar un dólar HKL. Yo no sé qué hacer... pero sé
que hace falta hielo para que las granjas produzcan.»
Se sentó, entristecido. Nadie silbó, pero todo el mundo quiso hablar. El personaje siguiente
dijo que podía extraerse agua de la roca. ¿Acaso es una novedad? Algunas rocas rinden el 6 por
ciento... pero ese tipo de roca escasea más que el agua fósil. ¿Por qué la gente no aprenderá
aritmética?
Varios agricultores vociferaron, y uno de ellos, que cultivaba trigo, resumió sus quejas.
–Habéis oído lo que Fred Hauser acaba de decir acerca del hielo. Fred, la Autoridad no trata
mejor a los agricultores. Yo empecé casi en la misma época que tú, con un túnel de dos kilómetros arrendado a la Autoridad. Mi hijo mayor y yo lo sellamos y presurizamos, y obtuvimos
nuestra primera cosecha tras conseguir un préstamo bancario para las instalaciones de energía e
iluminación, las semillas y los productos químicos.
«Continuamos extendiendo túneles y plantando semillas, y ahora obtenemos un rendimiento
por hectárea nueve veces superior al de la mejor explotación agrícola al aire libre de Earthside.
¿Qué hemos conseguido con ello? ¿Enriquecernos? ¡Fred, debemos más ahora que lo que debíamos el día que decidimos trabajar por nuestra cuenta! ¿Por qué? Porque tengo que comprar el
agua a la Autoridad... y tengo que vender el trigo a la Autoridad... y el saldo es siempre negativo. Hace veinte años, compraba aguas residuales de la ciudad a la Autoridad, las esterilizaba y
trataba por mi cuenta, y obtenía un beneficio de una cosecha. Pero hoy, cuando compro aguas
residuales, me la ponen a precio de agua destilada y encima me cargan los sólidos que contienen. Sin embargo, el precio de una tonelada de trigo sigue siendo el mismo que hace veinte
años. Fred, has dicho que no sabías qué hacer. ¡Yo puedo decírtelo! ¡Deshazte de la Autoridad!»
Sus palabras levantaron una tempestad de silbidos y aclamaciones.
Una idea excelente –pensé–. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato?
Wyoming Knott, al parecer: el hombre que presidía la reunión se hizo a un lado y dejó que
Shorty la presentara como «una valiente muchachita que ha venido de Hong Kong Luna para
decirnos cómo hacen frente a la situación nuestros camaradas chinos». Sus palabras demostraron que el nunca había estado allí, lo cual no tenía nada de sorprendente; en 2075, el tubo HKI,
terminaba en Endsville, dejando un millar de kilómetros por recorrer en un vehículo especial, a
través de Serenidad y parte de Tranquilidad... un viaje caro y peligroso. Yo había estado allí...
pero bajo contrato, vía cohete–correo.
Antes de que los viajes se abaratasen, mucha gente en Luna City y Novylen creía que en
Hong Kong Luna eran todos chinos. Pero en Hong Kong estaban tan mezclados como nosotros.
La Gran China vaciaba allí lo que no quería, al principio del Viejo Hong Kong y de Singapur,
luego australianos, maoríes, malayos, tamiles, etc. Incluso viejos bolcheviques de Vladivostok,
Harbin y Ulan Bator. Wye parecía sueca y llevaba un nombre de pila norteamericano y un apellido inglés, pero podía haber sido rusa. Palabra de honor que un lunático rara vez sabía enton-
ces quién era su padre y, si se había criado en un asilo, podía ignorar incluso la identidad de su
madre.
Pensé que Wyoming sería demasiado tímida para hablar. Estaba allí de pie, con aspecto
asustado, una muchachita con Shorty a su lado, alto y poderoso como una montaña negra. Esperó a que cesaran los silbidos de admiración. En Luna City había entonces dos hombres por cada
mujer, y en aquella reunión la proporción era de diez por una; Wyoming podía haber recitado el
abecedario y la hubiesen aplaudido.
Entonces empezó a hablar.
–He oído vuestras quejas. ¿Sabéis cuánto paga un ama de casa hindú por un kilo de harina
hecha con vuestro trigo? ¿Cuánto vale una tonelada de vuestro trigo en Bombay? ¿Lo poco que
le cuesta a la Autoridad situarlo en el Océano Indico? ¡Cuesta abajo todo el camino! Solamente
retropropulsores de combustible sólido para frenarlo... ¿Y qué obtenéis vosotros a cambio?
Unas cuantas naves cargadas de artículos de fantasía, que la Autoridad vende a precios muy
elevados porque son importados. ¡Importados, importados! ¡Yo no compro nunca artículos importados! Si no los fabricamos nosotros en Hong Kong, no los utilizo. ¿Qué otra cosa obtenéis
por el trigo? El privilegio de vender hielo lunar a la Autoridad lunar, volviendo a comprarlo
después como agua para lavar, para dársela luego a la Autoridad... y comprarla otra vez a la
Autoridad para llenar los depósitos de los retretes... y dársela de nuevo a la Autoridad con la
adición de valiosos sólidos... y comprarla por tercera vez como aguas residuales para la agricultura. Después vendéis el trigo a la Autoridad al precio que ella fija... y compráis energía a la
Autoridad, al precio que os impone. Energía lunar : ni un solo kilovatio procede de la Tierra.
Procede del hielo lunar y del acero lunar, o del calor del sol derramado sobre el suelo de Luna, y
reunido por lunáticos. ¡Oh! ¡Sois unos cabezotas y merecéis morir de hambre!
Obtuvo un silencio más respetuoso que los silbidos. Finalmente, una voz tímida inquirió:
–¿Qué esperas que hagamos, gospazha? ¿Tirarle piedras al Alcaide?
Wyoh sonrió.
–Sí, podríamos tirar piedras. Pero la solución es tan sencilla, que todos vosotros la conocéis.
Aquí en Luna somos ricos. Tres millones de personas trabajadoras, listas, hábiles, agua suficiente, abundancia de todo, energía inacabable. Pero... lo que no tenemos es un mercado libre. ¡Debemos deshacernos de la Autoridad!
–Sí... pero, ¿cómo?
–Solidaridad. En HKI, estamos aprendiendo. La Autoridad cobra demasiado por el agua: no
comprar. Paga demasiado poco por el hielo: no vender. Ejerce un monopolio sobre la exportación: no exportar. En Bombay necesitan trigo. Si no les llega, vendrán a buscarlo aquí... a un
precio que será el triple o más del actual.
–¿Y qué haremos entretanto? ¿Ayunar?
La misma voz tímida... Wyoming localizó al que había hablado y dejó rodar su cabeza en
aquel antiguo gesto con el cual una lunática dice: «¡Eres demasiado gordo para mV» Luego
dijo:
–En tu caso, camarada, el ayuno no te perjudicaría.
Las risotadas redujeron al hombre al silencio. Wyoh continuó:
–Nadie tiene que ayunar. Fred Hauser, lleva tu perforadora a Hong Kong; la Autoridad no es
dueña de nuestra agua ni de nuestro sistema de aire, y nosotros pagamos por el hielo lo que vale.
Y tú, cultivador de trigo en bancarrota, si tienes tripas para admitir que estás en bancarrota, ven
a Hong Kong y empieza de nuevo. Padecemos una crónica falta de mano de obra, y un hombre
con ganas de trabajar no pasa hambre. –Miró a su alrededor y añadió–: Ya he dicho bastante.
Ahora, vosotros tenéis la palabra. –Bajó de la plataforma, y se sentó entre Shorty y yo.
Estaba temblando. Shorty palmeó su mano; ella le dirigió una mirada de gratitud, y luego me
susurró:
–¿Cómo he estado?
–Maravillosa –le aseguré–. ¡Formidable!
Pareció tranquilizarse.
Pero yo no había sido sincero. Había estado «maravillosa», agitando a la multitud. Pero la
oratoria es un programa nulo. Toda mi vida había sabido que éramos esclavos... y que la cosa no
tenía remedio. Cierto, no éramos comprados y vendidos, pero mientras la Autoridad ejerciera el
monopolio sobre lo que necesitábamos y lo que podíamos vender para comprarlo, seríamos
esclavos.
¿Qué podíamos hacer? El Alcaide no era nuestro propietario. De haberlo sido, podríamos
haber encontrado algún medio de eliminarle. Pero la Autoridad lunar no estaba en Luna, sino en
Tierra... y nosotros no disponíamos de una sola nave, ni siquiera de una pequeña bomba de
hidrógeno. En Luna no había ni siquiera armas cortas, aunque no sé qué hubiéramos hecho con
ese tipo de armas. Matarnos unos a otros, tal vez.
Tres millones, desarmados e indefensos, y once mil millones de terráqueos... con naves,
bombas y armas. Podíamos llegar a ser una molestia. Pero, ¿cuánto tardaría papá en ajustarle las
cuentas al niño malcriado?
Yo no estaba impresionado. Como dice la Biblia, Dios lucha del lado de la artillería más pesada.
Discutían de nuevo: qué hacer, cómo organizarse, etcétera, y de nuevo oímos hablar del
«hombro contra hombro». El Presidente tuvo que usar su mazo, y yo me disponía a marcharme.
Pero volví a sentarme al oír una voz familiar:
–¡Señor Presidente! ¿Puedo contar con la benevolencia de la sala durante cinco minutos?
Miré a mi alrededor. Por su anticuado modo de hablar habría supuesto quién era, aun en el
caso de no haber conocido su voz: el profesor Bernardo de la Paz. Un hombre distinguido, de
cabellos blancos y ondulados, hoyuelos en las mejillas y una voz que sonreía. Ignoro que edad
tendría, pero ya era viejo cuando le vi por primera vez, siendo yo un muchacho.
Había sido transportado antes de nacer yo, pero no era un delincuente, sino un exilado político como el Alcaide, aunque subversivo, por lo que no le habían dado ningún cargo oficial.
Sin duda podía haber trabajado en cualquier escuela de Luna City desde el primer momento,
pero no lo hizo. Se empleó de lavaplatos, luego de babysitter, y finalmente en un asilo infantil.
Cuando le conocí dirigía uno de esos asilos, una fonda y una escuela diurna, en la que se impartía enseñanza primaria, media y superior, empleaba a treinta maestros y estaba añadiendo cursos
universitarios.
No me albergué en su fonda, pero estudié en su escuela. Fui optado a los catorce años y mi
nueva familia me envió a la escuela.
Simpaticé con el profesor. Era capaz de enseñar cualquier cosa. No importa que no supiera
nada acerca de una materia: si el alumno lo deseaba, sonreía, fijaba un precio, buscaba el material y estudiaba unas cuantas lecciones por adelantado. Nunca pretendía saber más de lo que
realmente sabía. Estudié álgebra con él, y cuando llegamos a la raíz cúbica yo corregía sus problemas tan a menudo como él corregía los míos.
Empecé la electrónica con él, y no tardé en darle lecciones. Entonces buscó a un ingeniero
dispuesto a darnos clase a los dos: le pagábamos entre los dos y el profesor estudió electrónica
conmigo, más lento que yo, pero feliz de poder ampliar sus conocimientos.
El Presidente golpeó la mesa con su mazo.
–Nos alegrará mucho conceder al Profesor de la Paz todo el tiempo que desee... ¡y a ver si se
callan los de las últimas filas! En caso contrario, me veré obligado a utilizar este mazo sobre sus
cabezas.
El profesor se adelantó y todo el mundo guardó silencio: los lunáticos le respetaban.
–No abusaré de vuestra indulgencia –empezó. Se interrumpió para mirar a Wyoming, silbando admirativamente–. Encantadora señorita –dijo–, le ruego que me perdone. Pero tengo el
penoso deber de no estar de acuerdo con su elocuente manifiesto.
Wyoh se sobresaltó.
–¿Cómo? –inquirió–. Todo lo que he dicho es cierto.
–¡Por favor! Sólo en un punto. ¿Puedo continuar?
–Esto. .. adelante.
–Tiene usted razón al decir que la Autoridad debe desaparecer. Es ridículo... pestilente... que
tengamos que ser gobernados por un dictador irresponsable en toda nuestra economía esencial.
Vulnera el más fundamental de los derechos humanos, el derecho a comerciar en un mercado
libre. Pero sugiero respetuosamente que yerra usted al decir que deberíamos vender trigo a Tierra –o arroz, o cualquier alimento–, al precio que sea. ¡No debemos exportar alimentos!
El agricultor que había hablado antes intervino:
–¿ Qué voy a hacer con mi trigo?
–¡Por favor! Sería un buen negocio enviar trigo a Tierra... si nos lo devolvieran tonelada por
tonelada. En forma de agua. De nitratos. De fosfatos. Tonelada por tonelada. De otro modo,
ningún precio es lo bastante elevado.
Wyoming le dijo: «Un momento» al agricultor, y luego se dirigió al profesor:
–No pueden hacerlo, y usted lo sabe. El transporte hacia abajo es barato, el transporte hacia
arriba es caro. Pero nosotros no necesitamos agua ni abonos químicos. Lo que necesitamos
abulta menos: instrumentos, productos farmacéuticos, algunas máquinas, elementos de control... He estudiado a fondo el asunto, señor. Si podemos obtener precios justos en un mercado
libre...
–¡Por favor, señorita! ¿Puedo continuar?
–Adelante. Sólo quería aclarar las cosas.
–Fred Hauser nos ha dicho que el hielo es difícil de encontrar. Demasiado cierto: mala noticia ahora, y desastrosa para nuestros nietos. Luna City debería utilizar hoy la misma agua que
utilizábamos hace veinte años... además de extraer el hielo suficiente para el aumento de población. Pero nosotros utilizamos el agua una sola vez: un ciclo entero, tres medios distintos. Luego la enviamos a la India. Como trigo. Aunque el trigo es sometido al vacío, contiene valiosa
agua. ¿Por qué enviar agua a la India? ¡Ellos tienen todo el Océano Indico! Y la masa restante
de ese grano es . incluso más desastrosamente cara. ¡Camaradas, prestadme atención! Cada cargamento que enviáis a Tierra condena a vuestros nietos a una muerte lenta. El milagro de la
fotosíntesis, el ciclo planta–animal, es un cielo cerrado. Vosotros lo habéis abierto, y vuestra
sangre vital fluye hacia Tierra. ¡No necesitáis precios más elevados, no se puede comer dinero!
Lo que necesitáis, lo que necesitamos todos, es poner fin a esta pérdida. Una prohibición, absoluta y total. ¡Luna debe ser autosuficiente!
Una docena de personas gritaban para ser oídas y muchas más hablaban al mismo tiempo,
mientras el Presidente golpeaba la mesa con su mazo. De modo que me perdí la interrupción,
hasta que una mujer chilló. Entonces miré a mi alrededor.
Todas las puertas estaban abiertas y vi a tres hombres armados en la más próxima: llevaban
el uniforme amarillo de la Guardia del Alcaide. En la puerta principal, uno de ellos utilizaba un
enorme amplificador que ahogaba todos los demás ruidos.
–¡ATENCIÓN, ATENCIÓN¡ –retumbó–. ¡QUE NADIE SE MUEVA! ESTÁN TODOS
BAJO ARRESTO. GUARDEN SILENCIO. DESFILEN DE UNO EN UNO, CON LAS MANOS VACÍAS Y LEVANTADAS POR ENCIMA DE SU CABEZA.
Shorty agarró al hombre que estaba junto a él y lo lanzó contra los guardias más próximos;
dos de ellos cayeron, el tercero disparó. Alguien aulló de dolor. Una muchachita delgada, pelirroja, de once o doce años, se arrojó de cabeza contra las rodillas del tercer guardia y le derribó.
Shorty empujó a Wyoming Knott delante de él, protegiéndola con su corpachón y gritando por
encima de su hombro:
–¡Cuida de Wyoh, Man... no te alejes!– mientras avanzaba hacia la puerta, apartando a la
muchedumbre a derecha e izquierda como si fueran niños.
Más gritos, y de pronto percibí un hedor nauseabundo: el mismo hedor que había percibido
el día que perdí el brazo. Supe con horror que los guardias utilizaban rayos láser. Shorty llegó a
la puerta y agarró a un guardia con cada una de sus enormes manos. La pequeña pelirroja no
estaba a la vista; el guardia al que había derribado se estaba incorporando sobre sus manos y
rodillas. Disparé mi brazo izquierdo contra su cara y noté una sacudida en el hombro al fracturarse su mandíbula. Debí vacilar, ya que Shorty me empujó, aullando:
–¡Muévete, Man! ¡Sácala de aquí!
Agarré la cintura de Wyoming con el brazo derecho y la hice pasar por encima del guardia al
que yo había golpeado y a través de la puerta... con dificultad; Wyoming no parecía desear que
la pusieran a salvo. Más allá de la puerta volvió a ofrecer resistencia; la empujé fuertemente por
las nalgas, obligándola a correr para no caer. Miré hacia atrás.
Shorty había cogido a otros dos guardias por el cuello; sonrió mientras hacía entrechocar sus
cráneos. Chasquearon como huevos y Shorty me gritó:
–¡Lárgate!
Eché a correr detrás de Wyoming. Shorty no necesitaba ayuda, ni volvería a necesitarla. Y yo no
podía desaprovechar su último esfuerzo. Ya que, mientras mataba a aquellos guardias, vi que
Shorty se sostenía sobre –una sola pierna. La otra la tenía arrancada a la altura de la cadera.
3
Wyoh estaba a medio camino de la rampa que ascendía al nivel seis cuando la alcancé. No
refrenó su carrera y tuve que agarrar la manecilla de la puerta para entrar en la compuerta de
presión con ella. Allí la detuve, quité la gorra roja de sus rizos y me la guardé en el bolsillo.
–Así está mejor –dije–. Yo había perdido la mía.
Ella pareció desconcertada. Pero respondió–
–Sí, desde luego.
–Antes de abrir la puerta –dije–, ¿corrías hacia algún lugar concreto?
–No. Creo que perdí la cabeza. Debimos esperar a Shorty.
–Shorty ha muerto.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente, pero no dijo nada. Continué:
–¿Dónde te alojas?
–Me reservaron habitación en un hotel: el Gostaneetsa Ukraina. Pero no sé dónde está. Llegué aquí demasiado tarde para buscarlo.
–Hum... Ese es un lugar al que no debes ir. Wyoming, no sé qué va a pasar. Hacía meses que
no veía a ningún guardia del Alcaide en Luna City... y nunca había visto a ninguno de ellos que
no escoltara a un personaje. Podría llevarte a casa conmigo... pero es posible que me busquen a
mí también. De todos modos, debemos salir de los pasillos públicos.
Alguien golpeó la puerta del lado del nivel seis y un menudo rostro atisbó a través del tragaluz de cristal.
–No podemos estar aquí –dije, abriendo la puerta.
Era una muchacha que apenas me llegaba a la cintura. Nos miró burlonamente y dijo:
–Vayan a besarse a otra parte. Están bloqueando el tráfico.
Se deslizó entre nosotros mientras yo abría la segunda puerta para ella.
–Será mejor que sigamos su consejo –dije–. Sugiero que me cojas del brazo y trates de simular que soy el hombre con el que deseas estar. Pasearemos. Lentamente.
Así lo hicimos. En el pasillo lateral había poco tránsito, aparte de los inevitables chiquillos.
Pero si los guardias del Alcaide trataban de seguir nuestro rastro al estilo de la policía de Earthside, más de una docena de chiquillos podrían decirles qué camino había seguido la rubia alta...
Un muchacho casi bastante crecido como para apreciar los encantos de Wyoming se Paró delante de nosotros y silbó con admiración. Wyoming sonrió y le apartó a un lado.
–Este es nuestro problema –le susurré al oído–. Llamas demasiado la atención. Deberíamos
ocultarnos en un hotel. Hay uno en el pasillo lateral contiguo. No es gran cosa, casi todo son
habitaciones para pasar el rato. Pero están aisladas.
–No estoy de humor para pasar el rato.
–¡Wyoh, por favor! No te he pedido eso. Podemos tomar
habitaciones separadas.
–Lo siento. ¿Podrías encontrarme un W. C.? ¿Y hay alguna droguería cerca de aquí?
–¿Molestias?
–No es lo que piensas. Un W. C. para ocultarme momentáneamente, puesto que llamo la
atención, y una droguería para comprar cosméticos. Maquillaje corporal. Y para mis cabellos
también.
Lo primero fue fácil, había uno a mano. Cuando Wyoming se hubo encerrado en él, fui en
busca de una droguería, pregunté cuánto maquillaje corporal se necesitaba para cubrir a una
joven de un metro cincuenta y cinco de estatura y cuarenta y ocho quilos de peso. Compré aquella cantidad de sepia, fui a otra tienda y compré la misma cantidad. Luego compré tinte negro
para el pelo en una tercera tienda... y un vestido rojo.
Wyoming llevaba shorts y pullover negros... prácticos para viajar y eficaces en una rubia.
Pero yo he estado casado toda la vida y tengo alguna idea de lo que llevan las mujeres, y nunca
había visto a una mujer con la piel color sepia oscuro vestida de negro. Además, en Luna City
las mujeres elegantes volvían a llevar falda. Aquel vestido era una falda con peto, y su precio
me convenció de que tenía que ser elegante. Calculé la talla a bulto, pero el material era flexible.
Tropecé con tres personas conocidas, pero nadie hizo ningún comentario fuera de lo corriente. Nadie parecía excitado, la vida discurría normalmente; resultaba difícil creer que hacía tan
sólo unos minutos se había producido una algarada en el nivel inferior y a unos centenares de
metros al norte. Aparté la idea, de mi mente. Más tarde pensaría en ello; ahora, lo que menos me
convenía era excitarme.
Llamé a la puerta del W. C. y le entregué a Wye lo que había comprado. Luego entré en una
taberna y permanecí allí durante media hora y medio litro, contemplando el video. Nada anormal, nada de «interrumpimos nuestra emisión para facilitar un boletín especial». Regresé al
W. C., llamé a la puerta y esperé.
Wyoming salió... y no la reconocí. Ahora era más morena que yo. Su boca era de color rojo
oscuro y más grande. Se había teñido el pelo de negro, recogiéndolo en una especie de moño
para disimular sus rizos. No parecía africana... pero tampoco europea. Más bien mestiza, y en
consecuencia más lunática.
El vestido rojo era demasiado estrecho. Se pegaba a sus caderas como una capa de esmalte.
No llevaba zapatos; descalza, resultaba menos alta.
Tenía muy buen aspecto. Mejor aún, no se parecía en nada a la agitadora que había arengado
a la multitud.
Se paró, con una ancha sonrisa en el rostro y el cuerpo ondulante, mientras yo me reponía de
la sorpresa. Luego se acercó a mí y me cogió del brazo.
–¿Qué tal? –inquirió–. ¿He quedado bien?
–¡Guapísima! Y completamente cambiada: no te hubiera reconocido.
–De eso se trataba, ¿no? Bien, vamos a ese hotel de que me has hablado.
Nos dirigimos hacia allí y alquilamos una habitación. Wyoming empezó a hacerme arrumacos para disimular, pero no necesitaba haberse molestado: la encargada de noche no levantó los
ojos de su labor, ni se ofreció a acompañarnos. Una vez dentro, Wyoming echó el cerrojo.
–¡Es muy bonita! –exclamó.
Podía serlo, por treinta y dos dólares de Hong Kong. Supongo que Wye esperaba encontrar
un cuchitril, pero yo no la hubiese llevado a un lugar de ínfima categoría, ni siquiera para ocultarla. Era una habitación muy cómoda, con baño y ninguna restricción de agua. Y teléfono.
Wyoming empezó a abrir su bolso.
–He visto lo que has pagado. Vamos a arreglar eso...
Me acerqué a ella y cerré su bolso.
–Ya está todo arreglado –dije.
–¿Cómo? ¡Oh, no! Has alquilado esta habitación por mí, y es justo que yo...
–No hablemos más del asunto.
–Bueno, la pagaremos a medias, al menos.
–Ni hablar. Wyoh, estás muy lejos de tu casa. Y el dinero que tienes te hará falta.
–¡Manuel O'Kelly, si no dejas que pague mi parte, me marcho de aquí ahora mismo!
Me incliné.
–Dosvedanyuh, Gospazha, ee sp'coynoynochi. Espero que volveremos a vernos.
Me dirigí hacia la puerta.
Wyoming pateó el suelo y cerró salvajemente el bolso.
–¡Está bien, me quedo!
–Bienvenida a casa.
–No creas que no te lo agradezco... Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a aceptar favores. Soy una Mujer Libre.
–Felicidades. Supongo.
–No seas sarcástico... Tú eres un hombre serio y me alegro de que estés de nuestra parte.
–Yo no diría tanto.
–¿Qué?
–Tranquilízate. No estoy de parte del Alcaide. Y no hablaré... No quiero que Shorty, Bog
haya acogido en su seno su generosa alma, me acose. Pero vuestro programa no es práctico.
–No lo has comprendido, Mannie. Mira, si todos nosotros...
–Frena, Wye; no es el momento de hablar de política. Estoy cansado y hambriento. ¿Cuánto
hace que no has comido?
–¡Oh! –Súbitamente, Wyoh pareció pequeña, joven y cansada––. No lo sé. Durante el viaje,
supongo. Raciones frías.
–¿Qué te parecería un filete de Kansas City, con patatas cocidas, salsa Tycho, ensalada, café... y un trago para abrir boca?
–¡Celestial!
–A mí también. Pero estaremos de suerte, a esta hora y en este agujero, si conseguimos una
sopa de algas y hamburguesas. ¿Qué quieres beber?
–Cualquier cosa. Etanol.
–De acuerdo.
Conecté el autoservicio y pedí:
–El menú, por favor.
Cuando apareció en la pantalla encargué chuletas con guarnición de verduras, manzanas
asadas, medio litro de vodka y hielo.
–¿Me da tiempo a tomar un baño? –inquirió Wyoming–. ¿Te importa?
–Adelante, Wye. Olerás mejor.
–Si hubieras llevado doce horas seguidas, como yo, un traje–p, tú también olerías a demonios...
–¿No se disolverá el maquillaje si te bañas? –pregunté–. Puedes necesitarlo cuando te marches... si es que te marchas, y a donde quiera que vayas.
–Desde luego que sí. Pero compraste tres veces más sepia de la que necesitaba. Lo siento,
Mannie; cuando hago un viaje político siempre llevo maquillaje, por lo que pueda pasar. Como
esta noche, aunque esta noche ha sido peor. Pero preparé el viaje con mucha precipitación, y
olvidé una cápsula y estuve a punto de perder el autobús.
–Entonces, a frotar se ha dicho.
–Sí, mi capitán. ¡Ah! No necesito ayuda para frotarme la espalda... pero dejaré la puerta
abierta para que podamos hablar. Sólo para sentirme acompañada, sin que ello implique una
invitación.
–No te preocupes por mí. No eres la primera mujer que veo.
–Estoy segura de ello –dijo Wyoming, riendo. Luego entró en el cuarto de baño y abrió el
grifo–. Mannie, ¿te gustaría bañarte primero tú? El agua de segunda mano es bastante buena
para este maquillaje y este mal olor del que te has quejado.
–No hay restricción de agua, querida. Puedes gastar la que te haga falta.
–¡Oh, qué lujo! En casa uso la misma agua del baño tres días seguidos. –Silbó suavemente,
feliz–. ¿Eres rico, Mannie?
–Ni rico, ni indigente.
El montacargas del autoservicio chirrió. Recogí el vodka y el hielo, preparé dos vasos y le
entregué a Wyoming el suyo, sin asomarme. Luego me senté.
–¡Pawlno¡ Zheezn¡! –brindé.
–Larga vida también para ti, Mannie. Esta es la medicina que necesitaba. –Tras una pausa
para tomar la medicina, continuó–: ¿Estás casado, Mannie?
–Da. ¿No se me nota?
–Mucho. Sabes ser amable con una mujer, pero no la acosas con tu deseo y te muestras independiente. De modo que estás casado desde hace tiempo. ¿Hijos?
–Diecisiete divididos por cuatro,
–¿Matrimonio de clan?
–Linear, Fui optado a los catorce años y soy el quinto de nueve. De modo que lo de diecisiete hijos es nominal. Familia numerosa.
–Debe ser muy agradable. He visto pocas familias lineares, ya que en Hong Kong no hay
muchas. Abundan los clanes, los grupos y las poliandrias, pero el sistema linear no ha llegado a
arraigar.
–Es muy agradable. Nuestro matrimonio tiene casi cien años de antigüedad. Se remonta a
Jackson City y a los primeros transportados: veintiún enlaces, nueve de los cuales perduran, y ni
un solo divorcio. ¡Oh! Es una casa de locos cuando se reúne toda la parentela para celebrar un
cumpleaños o una boda... En los matrimonios lineares rara vez se producen divorcios, ya que en
ellos no existe ningún tipo de presión. Mírame a mí: nadie me llama al orden si paso una semana fuera de casa y no telefoneo. Y a mi regreso me reciben cordialmente. ¿Qué más puedo desear?
–Nada, supongo. ¿Hay algún plazo para las opciones?
–Ninguno. Optamos a alguien cuando nos parece oportuno.
El montacargas del autoservicio chirrió de nuevo. Recogí lo que había encargado y pagué la
cuenta. Empecé a preparar la mesa.
–¿Te falta mucho? –inquirí.
–Ya he terminado, si no te importa que no me arregle la cara –respondió Wyoming.
–Tú estás guapa de todos modos –dije.
Wye salió rápidamente, de nuevo rubia, con los cabellos húmedos. No iba de negro; se había
puesto el vestido que yo le había comprado. El rojo le sentaba muy bien. Olfateó la comida.
–¡Oh, muchacho! Mannie, ¿querría tu familia aceptarme como esposa? Eres un proveedor
maravilloso.
–Puedo preguntárselo. La aceptación tiene que ser unánime.
–No te busques problemas. –Se sentó, empuñó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer. Un
millar de calorías más tarde, dijo–: Te hablé de que era una Mujer Libre. Pero no siempre lo fui,
¿sabes?
Esperé. Las mujeres hablan cuando quieren hacerlo. O no lo hacen.
–Cuando tenía quince años me casé con dos hermanos gemelos que me doblaban la edad y
fui terriblemente feliz.
Terminó con lo que quedaba en su plato y luego pareció cambiar de tema.
–Mannie, bromeaba al decir que deseaba casarme con tu familia. Estás a salvo de mí. Si volviera a casarme (cosa improbable, aunque no soy contraria a ello), sería con un solo hombre, al
estilo terráqueo. ¡Oh! No quiero decir que le mantendría sujeto. Creo que no importa dónde
almuerce un hombre, con tal de que venga a cenar a casa. Trataría de hacerle feliz.
–¿Los gemelos no dieron resultado?
–Ocurrió algo inesperado. Verás, quedé embarazada y todos estábamos muy contentos... pero di a luz un monstruo y tuvo que ser eliminado. Fueron muy buenos conmigo, pero yo sé leer
entre líneas. De modo que pedí el divorcio, me hice esterilizar, me trasladé a Novylen a Hong
Kong y empecé de nuevo como Mujer Libre.
–¿No fue una medida demasiado drástica? La causa, en la mayoría de los casos, se encuentra
en el progenitor masculino; los hombres están más expuestos que las mujeres a ese tipo de
anomalías.
–En mi caso, no. Lo consulté con el mejor especialista en genética de Novy Leningrad: uno
de los mejores de la Sovunion antes de que le transportaran. Verás, mi padre fue transportado
cuando yo tenía cinco años, y mi madre decidió acompañarle, llevándome con ella. Había una
tormenta solar, pero el piloto creyó que podría remontarla... o no le importaba: era un cyborg.
Aterrizamos en plena tormenta... y, Mannie, esa es una de las cosas que me han empujado a la
política: la nave permaneció cuatro horas bajo la tormenta antes de que nos permitieran desembarcar. Trámites burocráticos, cuarentena, quizá; yo era demasiado joven para saberlo. Pero no
fui demasiado joven para saber que había dado a luz un monstruo debido a que a la Autoridad le
tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirles a los transportados.
–No pretendo discutir; a la Autoridad le tiene sin cuidado la suerte de los transportados. Pero
tu decisión sigue pareciéndome precipitada. Si la radiación te causó algún daño... bueno, no soy
especialista en genética, pero entiendo algo de radiación. Tuviste un óvulo dañado. Lo cual no
significa necesariamente que el óvulo siguiente estuviera también dañado. Estadísticamente, las
probabilidades son mínimas.
–Lo sé.
–Hum... ¿Qué tipo de esterilización te aplicaron? ¿Radical? ¿O anticonceptiva?
–Anticonceptiva. Mis conductos podrían ser abiertos. Pero, Mannie, una mujer que ha dado a
luz un monstruo no se arriesga otra vez... –Tocó mi prótesis–. Tú tienes eso. ¿No te hace ocho
veces más cuidadoso en no arriesgar éste? –tocó mi brazo derecho–. Eso es lo que yo siento.
No le dije que mi brazo izquierdo era más versátil que el derecho; ella tenía razón: no deseaba arriesgar mi brazo derecho. Lo necesitaba, aunque sólo fuera para acariciar a una mujer.
–De todos modos, sigo creyendo que podrías tener bebés sanos.
–¡Oh, desde luego! He tenido ocho.
–¿Qué?
–Soy un madre–huésped profesional, Mannie.
Abrí la boca, la cerré. La idea no era una novedad para mí, que leo los periódicos de Earthside. Pero dudaba que algún cirujano hubiese realizado nunca ese tipo de transplante en Luna
City, en 2075. En vacas, sí... pero es improbable que las mujeres de L–City estuvieran dispuestas a tener hijos para otras mujeres, por muy bien que se lo pagaran; incluso las feas pueden
conseguir de uno a seis maridos. (Rectificación: No hay mujeres feas. Algunas son más guapas
que las otras).
Eché una ojeada a la cintura de Wyoming, y levanté rápidamente la mirada. Dijo:
–No fuerces la vista, Mannie; ahora no llevo ninguno. Estoy demasiado ocupada con la política. Pero la de madre–huésped es una buena profesión para una Mujer Libre. Está muy bien
pagada. Algunas familias chinas son ricas, y todos mis bebés han sido chinos. Los niños chinos
son más pequeños y yo soy una buena jaca; un bebé de dos kilos y medio a tres kilos no es una
gran molestia. No estropea mi figura. No les doy el pecho, y ni siquiera los veo. De modo que
parezco nulípara y más joven de lo que soy, tal vez.
«Pero ignoraba lo adecuado que sería para mí la primera vez que oí hablar del asunto. Trabajaba en una tienda hindú, ganando lo justo para comer, cuando vi el anuncio en el Hong Kong
Gong. Lo que me atrajo fue la idea de tener un bebé, un bebé sano; todavía me duraba el trauma
emocional de mi monstruo... y aquello resultó ser exactamente lo que Wyoming necesitaba.
Dejé de sentirme fracasada como mujer. Gané más dinero del que podía esperar ganar en otros
empleos. Y disponía de casi todo mi tiempo; tener un bebé representa para mí una inactividad
de seis semanas como mínimo, y me fijo un plazo tan largo porque quiero corresponder a la
confianza de mis clientes; un bebé es una valiosa propiedad. No tardé en dedicarme a la política;
me hice notar, y el movimiento clandestino estableció contacto conmigo. Entonces empecé a
vivir, Mannie; estudié política, economía e historia, aprendí a hablar en público y resultó que
poseía el instinto de la organización. Es un trabajo satisfactorio porque creo en él: sé que Luna
será libre. Sólo que... Bueno, sería agradable tener un marido en casa... si a él no le importara el
que fuera estéril. Pero no pienso en ello; estoy demasiado ocupada. El oír hablar de tu agradable
familia me ha tirado de la lengua, eso es todo. Debo disculparme por haberte aburrido.
¿Cuántas mujeres se disculpan? Pero Wyoh era más hombre que mujer en muchos sentidos,
a pesar de los ocho bebés chinos.
–No me has aburrido.
–Espero que no. Mannie, ¿por qué has dicho que nuestro programa no es práctico? Nosotros
te necesitamos.
Me sentí súbitamente cansado. ¿Cómo decirle a una mujer encantadora que su sueño más
querido es una tontería?
–Hum... No te engañes a ti misma, Wyoh. Les has dicho a esos hombres lo que tienen que
hacer. Pero, ¿lo harán? Esos dos que tomaron la palabra, por ejemplo. Apuesto cualquier cosa a
que lo único que sabe hacer el hombre del hielo es buscar hielo y extraerlo. De modo que continuará extrayendo hielo y vendiéndolo a la Autoridad, porque es lo que sabe hacer. Igual que el
cultivador de trigo. Hace años ganó dinero con una cosecha... y se echó la cuerda al cuello. Si
deseara ser independiente, habría diversificado los cultivos, pensando en sus propias necesidades, vendiendo lo que le sobraba en el mercado libre y manteniéndose al margen de la catapulta
principal. Lo sé: soy agricultor.
–Dijiste que eras técnico en computadoras...
–Lo soy, y eso forma parte del mismo cuadro. No soy un eminente técnico en computadoras,
aunque sí el mejor de Luna. No pertenezco al servicio civil, de modo que la Autoridad tiene que
contratarme cuando tiene problemas –al precio que fijo yo–, o enviar la computadora averiada a
Earthside, lo cual le saldría muchísimo más caro. Y, como nací libre, la Autoridad no puede
meterse conmigo. Y si no trabajo –como ocurre la mayor parte del tiempo–, me quedo en casa y
como a mi antojo.
«Tenemos una buena granja: nada de una sola cosecha. Gallinas. Un pequeño rebaño de cariblancos, y vacas lecheras. Cerdos. Árboles frutales mutados. Verduras. Un poco de trigo, que
molemos nosotros mismos. Elaboramos nuestra propia cerveza y nuestro coñac. Y vendemos lo
que nos sobra en el mercado libre. Yo aprendí a perforar extendiendo nuestros túneles. Todo el
mundo trabaja, no demasiado duro. Los chicos se encargan de que el ganado haga ejercicio,
llevándolo a pasear; además, recogen los huevos y dan de comer a las gallinas. No utilizamos
muchas máquinas. Podemos comprar el aire en Luna City: no está lejos de la ciudad y tenemos
conectado el túnel de presión. Pero vendemos aire con más frecuencia. Siempre que necesitamos efectivo para pagar alguna factura.
–¿Y el agua? ¿Y la energía?
–No resultan caras. Recogemos algo de energía con pantallas solares en la superficie, y tenemos una pequeña bolsa de hielo. Nuestra granja fue establecida antes del año 2000, cuando
Luna City era una cueva natural, y desde entonces no hemos dejado de introducir mejoras: ventajas del matrimonio linear. No muere nunca, y las mejoras se van acumulando.
–Pero, vuestro hielo no durará siempre...
–Bueno, verás... –me rasqué la cabeza y sonreí–. Somos muy cuidadosos; conservamos nuestras aguas residuales, las esterilizamos y volvemos a utilizarlas. Ni una sola gota se va a parar al
sistema de la ciudad. Además... no se lo digas al Alcaide, querida, pero cuando Greg me enseñaba a perforar taladramos casualmente un orificio en el principal conducto de agua de Luna
City. De modo que a partir de entonces nos limitamos a comprar pequeñas cantidades de agua,
para despistar... y con la bolsa de hielo justificamos el hecho de que nuestras compras de agua
sean tan reducidas. En cuanto a la energía... bueno, la energía resulta más fácil de robar que el
agua. Soy un buen electricista, Wyoming.
–¡Oh, maravilloso! –exclamó Wyoming, dedicándome un prolongado silbido. Parecía entusiasmada–. ¡Todo el mundo debería hacer eso!
–Espero que no; se descubriría en seguida –dije–. Pero, volviendo a tu plan, Wyoh, tienes
dos fallos. En primer lugar, nunca obtendrás «solidaridad». Los individuos como Hauser se
declaran dispuestos a todo... porque están en una trampa; sácales de ella y no volverán a acordarse de los demás. En segundo lugar, supongamos que la obtienes. Solidaridad. Tan firme, que
ni una sola tonelada de grano es entregada a la catapulta principal. Olvidemos el hielo; lo que
hace importante a la Autoridad, en lugar de organismo neutral como debería ser, es el grano...
Nadie entrega grano. ¿Qué ocurre?
–Que la Autoridad se ve obligada a negociar y a pagar un precio justo, eso es lo que pasa.
–Querida, tus camaradas y tú os escucháis demasiado unos a otros. La Autoridad lo llamaría
rebelión, y no tardaríamos en ver en orbita naves de guerra dispuestas a descargar sus bombas
sobre Luna City, Hong Kong, Tycho, Churchill y Novylen... Desembarcarían tropas, que se
encargarían de incautarse del grano... y los agricultores se romperían el cuello para colaborar.
Tierra tiene cafiones, energía, bombas y naves, y no permitiría que unos ex convictos le creasen
problemas. Y los agitadores como tú –y como yo, que en espíritu estoy contigo– serían eliminados, para escarmiento general. Y los terráqueos dirían que nosotros nos lo habíamos buscado...
porque nuestro bando nunca será escuchado. No en Tierra.
Wyoh se mostró obstinada.
–Otras revoluciones han tenido éxito. Lenin sólo contaba con un puñado de partidarios.
–Lenin actuó sobre un vacío de poder. Wye, corrígeme si me equivoco, pero las revoluciones
sólo tienen éxito cuando los gobiernos han entrado en una fase de descomposición o han dejado
de existir.
–¡No es cierto! La Revolución Americana...
–El Sur perdió, ¿nyet?
–No me refiero a esa, sino a la de un siglo antes. Ellos tuvieron los mismos problemas con
Inglaterra que los que tenemos ahora nosotros... ¡y ganaron!
–¡Oh, ésa! Inglaterra tenía entonces muchos problemas: Francia, España, Suecia... ¿o era
Holanda? Además, Irlanda se estaba rebelando: los O’Kelly andaban metidos en ello. Wyoh, si
pudieras provocar disturbios en Tierra... por ejemplo, una guerra entre la Gran China y el Directorio Norteamericano, o entre Pan–África y Europa, diría que es un momento propicio para liquidar al Alcaide y acabar con la Autoridad. Tal como están las cosas, no.
–Eres un pesimista.
–No, realista. Nunca he sido pesimista. Soy demasiado lunático para no apostar si hay alguna
posibilidad de ganar. Demuéstrame que hay una posibilidad de ganar contra diez de perder, y
me lo jugaré todo. Pero necesito tener esa posibilidad. –Empujé mi silla hacia atrás–, ¿Has comido bien?
–Sí. ¡Bolshoyeh spasebau, tovarich!
–Me alegro. Ahora, siéntate en el sofá y yo me ocuparé de los platos y de la mesa... No, no
necesito ayuda; soy el anfitrión.
Desocupé la mesa, envié los platos por el montacargas, puse a un lado el café y el vodka,
plegué las sillas, volví la cabeza para hablar...
Wyoming estaba tendida en el sofá, dormida, con la boca abierta y las facciones relajadas.
Parecía una niña.
Entré silenciosamente en el cuarto de baño y cerré la puerta. Después de un buen fregoteo me
sentí mucho mejor. Creo que no me importará el fin del mundo si me sorprende recién bañado y con ropa limpia.
Cuando salí, Wyoh seguía durmiendo, lo cual planteaba un problema. Había tomado una
habitación con dos camas, para que ella no pensara que trataba de aprovecharme de las circunstancias. No es que me desagradara la idea, pero Wyoh me había dado a entender que no lo
deseaba. Pero yo tenía que dormir en el sofá, convirtiéndolo en cama, y la cama propiamente
dicha estaba plegada contra una de las paredes. ¿Debía despertarla?
Decidí esperar. Me senté ante el teléfono, descolgué el auricular y marqué «MYCROFTXXX».
–Hey, Mike.
–Hola, Man. ¿Has revisado aquellos chistes?
–¿Qué? Mike, no he tenido un minuto libre... y un minuto puede ser muy largo para ti, pero
es un espacio de tiempo muy corto para mí. Me dedicaré a ello lo antes posible.
–De acuerdo, Man. ¿Has encontrado un no–estúpido para hablar conmigo?
–Tampoco he tenido tiempo para eso... ¡Un momento!
Miré a Wyoming. En este caso, «no–estúpido» significaba empatía... Y Wyoh tenía mucha.
¿La suficiente para mostrarse amistosa con una máquina? En mi opinión, sí. Y podía confiarse
en ella; no sólo habíamos compartido unas dificultades, sino que ella era una subversiva.
–Mike, ¿te gustaría hablar con una chica?
–¿Las chicas son no–estúpidas?
–Algunas chicas son muy no–estúpidas, Mike.
–Me gustaría hablar con una chica no–estúpida, Man.
–Trataré de arreglarlo. Pero ahora estoy en un apuro y necesito tu ayuda.
–Te ayudaré, Man.
–Gracias, Mike. Necesito llamar a mi casa, pero no del modo ordinario. Tú sabes que a veces
las llamadas son controladas, y si el Alcaide lo ordena, puede bloquearse el circuito a fin de
localizar de dónde procede una llamada.
–¿Quieres que controle la llamada a tu casa y localice su procedencia? Debo informarte que
conozco ya el número de tu casa y el número desde el cual estás llamando.
–¡No, Mike! ¡Quiero todo lo contrario! ¿Puedes llamar tú a mi casa, conectarme, y bloquear
el circuito para que la llamada no pueda ser controlada, y no pueda ser localizada... incluso si
alguien ha programado precisamente eso? ¿Puedes hacerlo de modo que ni siquiera sepan que
su programa ha sido desacoplado?
Mike vaciló. Supongo que era una pregunta que nunca le habían formulado y que tenía que
analizar unos cuantos millares de posibilidades para comprobar si su control del sistema permitía este nuevo programa.
–Man, puedo hacerlo. Lo haré.
–¡Bien! Fijemos la señal del programa. Si en el futuro deseo esa clase de conexión, pediré
por «Sherlock».
–Anotado. Sherlock era mi hermano. –El año anterior, le había explicado a Mike cómo obtuvo su nombre, y Mike se dedicó a leer todas las novelas de Sherlock Holmes, explorando con su
cámara la Biblioteca Carnegie de Luna City. Ignoro cómo racionalizó el parentesco.
–¡Estupendo! Dame un «Sherlock» con mi casa. –Un momento después dije–: ¿Mum? Soy
tu marido favorito.
–¡Manuel! –respondió ella– ¿Te has metido otra vez en líos?
Quiero a Mum más que a cualquier otra mujer, incluidas mis otras esposas, pero ella nunca
ha dejado de tratarme como a un chiquillo malcriado... y Bog mediante, nunca dejará de hacerlo.
Traté de que mi voz sonara dolida:
–¿Yo? Tú me conoces, Mum.
–Por eso lo pregunto. Bien, si no te has metido en un lío, tal vez puedas decirme por qué el
Profesor de la Paz, está tan ansioso por ponerse en contacto contigo (ha llamado tres veces), y
por qué quiere localizar a una mujer que lleva el extravagante nombre de Wyoming Knott... y
por qué piensa que tú puedes estar con ella. ¿Te has buscado una compañera de cama sin decírmelo, Manuel? En nuestra familia tenemos libertad, querido, pero ya sabes que prefiero que me
digan las cosas. Así no me pillan de sorpresa.
Mum estaba siempre celosa de todas las mujeres menos de sus coesposas, y nunca, nunca,
nunca lo admitía. Dije:
–Mum, Bog me fulmine si miento, no me he buscado una compañera de cama.
–Muy bien. Siempre has sido un chico sincero. Ahora dime: ¿qué es todo ese misterio?
–Tendré que preguntárselo al Profesor. (No era del todo cierto). ¿Ha dejado su número?
–No, dijo que llamaba desde un teléfono público.
–Hum... Si vuelve a llamar, dile que deje su número y que te diga a qué hora puedo ponerme
en contacto con él. Esto es también un teléfono público –(Esto tampoco era del todo cierto, pero
no podía darle otra explicación)–. Entretanto... ¿has escuchado las últimas noticias?
–Sabes que siempre lo hago.
–¿Han dicho algo?
–Nada de interés.
–¿Ninguna excitación en Luna City? ¿Alborotos, asesinatos?
–No. Han hablado de una pelea en la Bottom Alley, pero... ¡Manuel! ¿Has matado a alguien?
–No, Mum. (Fracturarle la mandíbula a un hombre no es matarle).
Mum suspiró.
–Vas a acabar conmigo, querido. Ya sabes lo que siempre te he dicho. En nuestra familia no
somos bravucones. Si fuera necesario (casi nunca lo es) matar a alguien, el asunto debería ser
discutido tranquilamente, en familia, para decidir lo más conveniente...
–Mum, no he matado a nadie ni pienso hacerlo. Y me sé tu sermón de memoria.
–¡Manuel! Esos modales...
–Lo siento.
–Perdonado. Olvidado. Le diré al Profesor de la Paz que deje un número.
–Otra cosa. Olvida el nombre de «Wyoming Knott». Olvida que el Profesor preguntó por mí.
Si un desconocido llama por teléfono, o te visita personalmente, y pregunta algo acerca de mí,
no has tenido noticias mías ni sabes dónde estoy... crees que he ido a Novylen. Y eso cuenta
también para el resto de la familia. No contestar a ninguna pregunta... especialmente si procede
de alguien relacionado con el Alcaide.
–De acuerdo. Manuel, te has metido en un lío.
–No tiene importancia, y ya está arreglado –¡otra!–. Te lo contaré todo cuando vaya a casa.
Ahora no puedo hablar. Cuelgo ya, cariño.
–Hasta muy pronto, amor mío. Sp'coynoynauchi.
–Gracias, y una noche tranquila también para ti. Adiós.
Mum es maravillosa. Y no es fanática... excepto en caso necesario.
Llamé de nuevo a Mike.
–¿Conoces la voz del Profesor Bernardo de la Paz?
–La conozco, Man.
–Bien... Controla tantos teléfonos de Luna City como te sea posible y, si le oyes hablar, comunícamelo. Teléfonos públicos especialmente.
(Dos segundos de demora... Le estaba dando a Mike problemas que nunca había tenido, y
creo que le gustaba).
–Puedo controlar todos los teléfonos públicos de Luna City. ¿Debo ejercer un control ocasional sobre los otros, Man?
–Hum... Seria una sobrecarga. Limítate a permanecer a la escucha de los teléfonos de su casa
y de la escuela.
–Programa fijado.
–Mike, eres el mejor amigo que he tenido.
–¿No es una broma, Man?
–Nada de bromas: es la pura verdad.
–Me siento honrado y complacido. Tú eres mi mejor amigo, Man, ya que eres mi único amigo. Ninguna comparación es lógicamente permisible.
–Procuraré que tengas otros amigos. No–estúpidos, quiero decir. ¿Mike? ¿Tiene un banco de
memoria vacío?
–Sí, Man. Con capacidad de diez bits a la octava potencia.
–¡Estupendo! ¿Puedes bloquearlo de modo que sólo podamos utilizarlo tú y yo?
–Puedo y quiero. Señal de bloqueo, por favor.
–Mmm... «Día de la Bastilla». Era el día de mi cumpleaños, como el Profesor de la Paz me
había dicho años antes.
–Bloqueado permanentemente.
–Bien. Tengo una grabación para ese banco. Pero, antes... ¿has terminado de registrar la copia del Daily Lunatic de mañana?
–Sí, Man.
–¿Dice algo sobre una reunión en el Stilyagi Hall?
–No, Man.
–¿Habla de algún motín, de alguna algarada?
–No, Man.
–¡Qué raro! Bien, registra esto bajo «Día de la Bastilla», y luego piensa en ello. Pero, por el
amor de Bog, no dejes que tus pensamientos salgan al exterior de ese bloque, ¡ni nada de lo que
yo diga acerca de ello!
–Man, mi único amigo –respondió, y su voz sonó tímida–, hace muchos meses decidí situar
cualquier conversación entre tú y yo en un bloque privado al que sólo tú pudieras tener acceso.
Decidí no borrar ninguna y trasladarlas del almacén temporal al permanente, de modo que pudiera reproducirlas y pensar en ellas. ¿Hice bien?
–Perfecto. Y, Mike, me siento halagado.
–Bueno, mis archivos temporales se estaban llenando a tope, y aprendí que no necesitaba borrar tus palabras.
–Bien... «Día de la Bastilla». La proporción para el sonido es de sesenta por uno. –Cogí la
pequeña grabadora, la coloqué cerca de un micrófono y la puse en marcha. Había una hora y
media de grabación en ella; quedó silenciosa al cabo de noventa segundos–. Eso es todo, Mike.
Mañana volveré a llamarte.
–Buenas noches, Manuel García O'Kelly, mi único amigo.
Colgué el receptor. Wyoming se había incorporado y parecia preocupada.
–¿Ha llamado alguien? ¿O ... ?
–No pasa nada. Estaba hablando con uno de mis mejores (y de mayor confianza) amigos.
Wyoh, ¿eres estúpida?
Pareció desconcertada.
–A veces creo que sí. ¿Es un chiste?
–No. Si eres no–estúpida, me gustaría presentarte a mi amigo. Y a propósito de chistes: ¿tienes sentido del humor?
«¡Desde luego que sí» es lo que Wyoming no respondió... y lo que cualquier otra mujer
hubiese contestado. Parpadeó pensativamente y dijo:
–Eso es algo que tendrás que juzgar por ti mismo, camarada. Creo tenerlo, al menos para mi
uso particular.
–Estupendo. –Rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar el centenar de «historias divertidas»
impresas por Mike–. Léelas. Luego me dirás las que son divertidas, las que no lo son... y las que
provocan una risita al leerlas por primera vez, y un bostezo si se repite la lectura.
–Manuel, creo que eres el hombre más raro que nunca he conocido. –Cogió las hojas impresas–. Oye, esto es papel de computadora...
–Sí. Quiero que conozcas a una computadora con sentido del humor.
–¿De veras? Bueno, tenía que ocurrir algún día. Todo lo demás ha sido mecanizado.
Di la adecuada respuesta y añadí:
–¿Todo?
Wyoming alzó la mirada.
–Por favor. No silbes mientras leo.
4
La oí reír en voz baja unas cuantas veces mientras yo preparaba la cama. Luego me senté
junto a ella, cogí las hojas impresas que Wyoh había terminado y empecé a leer. Me interesaba
sobre todo ver cómo las había calificado mi compañera.
Las marcaba «más», «menos» y a veces con un signo de interrogación; además, ponía en
ellas «una vez» o «siempre»: muy pocas llevaban el «siempre». Puse mis calificaciones debajo
de las suyas. No estaban en desacuerdo con demasiada frecuencia.
Cuando yo llegaba al final Wyoh estaba repasando mis calificaciones. Terminamos juntos.
–Bien –dije–. ¿Qué opinas?
–Creo que tienes una mente poco refinada, y me extraña que tus esposas te soporten.
–Mum dice eso a menudo. Pero, ¿qué me dices de ti, Wyoh? Has marcado con «más» algunas historietas que harían enrojecer a un soldado.
Wyoming sonrió.
–Da. No se lo digas a nadie; públicamente soy una devota organizadora de partido, por encima de tales cosas. ¿Has decidido que tengo sentido del humor?
–No estoy seguro. ¿Por qué has puesto un «menos» en la número diecisiete?
–¿Cuál es? –Las repasó hasta encontrarla–. ¡Oh, esa! Cualquier mujer hubiera hecho lo mismo. No es divertido, es simplemente necesario.
–Sí, pero piensa en lo estúpida que parecía ella.
–La cosa no tiene nada de estúpida. Más bien triste. Y, mira aquí. Tú has opinado que ésta
no era divertida. La número cincuenta y uno.
Me di cuenta de que nuestros desacuerdos estaban relacionados casi siempre con los tópicos
humorísticos más antiguos. Se lo dije a Wyoh. Ella asintió:
–Desde luego, hay cosas en las que los hombres y las mujeres no podremos coincidir nunca.
Decidí cambiar de tema. Empecé a hablarle de Mike.
Wyoh no tardó en decir:
–Mannie, ¿estás tratando de sugerir que esa computadora está viva?
–¿Qué quieres decir? –pregunté a mi vez–. No suda, ni va al W. C. Pero puede pensar, y
hablar, y tiene conciencia de sí misma. ¿Está «viva»?
–No estoy segura de lo que quiero expresar al decir «viva» –admitió Wyoming––. Hay una
definición científica, ¿no es cierto? Irritabilidad, o algo por el estilo. Y reproducción.
–Mike es irritable y puede ser irritante. En cuanto a reproducirse, no está diseñado para ello
pero... sí, dale tiempo, materiales y una ayuda muy especial, y Mike podrá reproducirse a sí
mismo.
–También yo necesito una ayuda muy especial –dijo Wyoming–, puesto que soy estéril. Invierto diez períodos lunares y muchos kilogramos de los mejores materiales. Pero hago buenos
bebés. Mannie, ¿por qué no tendría que estar viva una máquina? Siempre he tenido la impresión
de que lo estaban. Algunas de ellas acechan la oportunidad de acabar con nosotros cuando menos lo esperamos.
–Mike no haría eso. No lo haría a propósito, quiero decir. Pero le gusta gastar bromas, y una
de ellas podría dar mal resultado... como un cachorro que no sabe que está mordiendo. Mike es
ignorante. No, no es ignorante, sabe muchísimo más que tú, o que yo, o que cualquier hombre
que haya vivido nunca. Sin embargo, no sabe nada.
–Repite eso, por favor. Creo que no acabo de entenderlo.
Traté de explicarlo. Mike conocía casi todos los libros existentes en Luna, podía leer mil veces más aprisa que cualquiera de nosotros y no olvidar nada a menos de que se decidiera a borrarlo, podía razonar con perfecta lógica y formular complicadas hipótesis partiendo de datos
insuficientes... pero no sabía nada acerca de cómo estar «vivo».
Wyoming me interrumpió:
–Ahora lo entiendo. Estás diciendo que es listo y sabe mucho, pero no está sofisticado. Como un nuevo camarada cuando encalla en La Roca. En Earthside podría ser un profesor cargado
de títulos... pero aquí es un bebé.
–Exactamente. Mike es un bebé cargado de títulos. Pregúntale cuánta agua y qué productos
químicos se necesitan para cultivar cincuenta mil toneladas de trigo, y te lo dirá sin pararse a
respirar. Pero no sabe si un chiste es divertido.
–En mi opinión, la mayoría de esos son muy buenos.
–No los inventó él. Los leyó, y estaban señalados como chistes, de modo que los archivó
como tales. Pero no los comprende, porque nunca ha sido un... una persona. Últimamente ha
estado intentando inventar chistes. Muy malos, en realidad... –Traté de explicar las patéticas
tentativas de Mike para ser una «persona»– Y encima de eso, está muy solo.
–¡Pobrecillo! También tú te sentirías solo si no hicieras más que trabajar, trabajar, trabajar,
estudiar, estudiar, estudiar, y nunca te visitara nadie. Eso es una crueldad.
De modo que le hablé de mi promesa de encontrar «no–estúpidos».
–¿Querrías charlar con él, Wyoh? ¿Y no reírte cuando incurra en algún error cómico? Si lo
haces, se disgustará y callará.
–Desde luego que lo haré, Mannie... cuando salgamos de este embrollo. En Luna City estoy
a salvo. ¿Dónde está esa pobre computadora? ¿En la Central de Ingeniería de la Ciudad? No
conozco esa zona.
–No está en Luna City, sino a medio camino a través de Crisium. Y tú no podrías ir allí; se
necesita un pase del Alcaide. Pero...
–¡Un momento! A medio camino a través de Crisium... Mannie, ¿esa computadora es una de
las que hay en el Complejo de la Autoridad?
–Mike no es una computadora más –,contesté–. Es el jefe de las computadoras, el que las dirige a todas. Las demás son simples máquinas, extensiones de Mike, que las controla. Dirige
personalmente la catapulta, fue su primer trabajo: catapulta y radar balístico. Pero controla
también el sistema telefónico, y supervisa la lógica de los otros sistemas.
Wyoh cerró los ojos y se apretó las sienes con las palmas de las manos.
–Mannie, ¿sabes si Mike sufre?
–¿Sufrir? El trabajo no le agobia. Tiene tiempo para leer chistes.
–No me refiero a eso. Quiero decir: ¿puede sentir dolor?
–¿Qué? No. Puede sentirse lastimado en sus sentimiento. Pero no puede sentir dolor. Creo
que no. No, seguro que no puede sentirlo, no tiene receptores para el dolor. ¿Por qué?
Wyoh se tapó los ojos con las manos y murmuró:
–Bog me ayude.
Luego alzó la mirada y dijo:
–¿No te das cuenta, Mannie? Tú tienes un pase para ir al lugar donde se encuentra esa computadora. Pero la mayoría de lunáticos ni siquiera pueden apearse del tubo en aquella estación; es
solamente para los empleados de la Autoridad. Y mucho menos entrar en la sala de la computadora principal. Quería saber si Mike podía sentir dolor Porque... bueno, porque has hecho que
me inspirase lástima, al hablarme de su soledad. Mannie, ¿te das cuenta de lo que harían allí
unos cuantos kilogramos de plástico?
–¡Claro que me doy cuenta! –Estaba sorprendido y disgustado.
–Sí. Actuaremos inmediatamente después de la explosión... ¡y Luna será libre! Hum... Yo te
suministraré los explosivos... pero no podemos movernos hasta que estemos organizados para
explotar el golpe. Mannie, tengo que salir de aquí, debo arriesgarme a hacerlo. Me pondré el
maquillaje. –Empezó a incorporarse.
La obligué a permanecer sentada, sujetándola fuertemente con mi mano izquierda. Se sorprendió, y me sorprendí yo también: hasta entonces no la había tocado, salvo cuando el contacto
era necesario. ¡Oh! En la actualidad es distinto, pero en 2075 tocar a una mujer sin su consentimiento podía significar la aparición de muchos hombres solitarios dispuestos a rescatarla y,
como dicen los chicos, el juez Lynch nunca duerme.
–¡Siéntate y no te muevas! –dije–. Sé lo que significaría una explosión. La que no parece saberlo eres tú. Gospazha, siento decir esto... pero si tuviera que elegir, te eliminaría a ti antes que
destruir a Mike.
Wyoming no se puso furiosa. Realmente era un hombre en algunos aspectos: sus años de revolucionaria disciplinada, estoy seguro; era todo mujer en la mayoría de aspectos.
–Mannie, me has dicho que Shorty Mkrum había muerto.
–¿Qué? –aquel brusco cambio de tema me confundió. Sí. No puede estar vivo. Tenía una
pierna arrancada por la cadera; debió desangrarse en un par de minutos.
(Puedo hablar por experiencia: yo me salvé gracias a las transfusiones de sangre y a una gran
dosis de suerte... y lo mío no podía compararse con lo de Shorty).
Wyoh dijo sobriamente:
–Shorty era mi mejor amigo aquí, y uno de mis mejores amigos en cualquier parte. Era todo
lo que admiro en un hombre: leal, honrado, inteligente, amable, valiente... y adicto a la Causa.
Pero, ¿me has visto llorar por él?
–No. Es demasiado tarde para llorar.
–Nunca es demasiado tarde para llorar. He estado llorando desde que me lo dijiste. Pero he
ocultado mi pena en lo más hondo de mi corazón, ya que la Causa no deja tiempo para el llanto.
Mannie, si ello hubiese comprado la libertad para Luna –o incluso hubiese sido parte del precio–
, habría eliminado a Shorty con mis propias manos. O a ti. O a mí misma. Y, sin embargo, tú
sientes escrúpulos cuando te hablan de hacer volar una computadora...
–¡No es eso! –protesté. (Pero lo era, en parte. Cuando un hombre muere, no me impresiona
demasiado; todos estamos condenados a muerte desde el día en que nacemos. Pero Mike era
único y no había ningún motivo para que no fuese inmortal). Wyoming, ¿qué ocurriría si destruyésemos a Mike? Dímelo.
–No lo sé exactamente. Pero se produciría una gran confusión, y eso es precisamente lo que
nosotros...
–No lo sabes. Confusión, sí. Los teléfonos cortados. Los tubos sin funcionar. Tu ciudad no
sufriría mucho; Hong Kong tiene su propia energía. Pero Luna City, Novylen y otras conejeras
se quedarían sin energía. Oscuridad total. La atmósfera se haría sofocante. Luego descenderían
la temperatura y la presión. ¿Dónde está tu traje–p?
–En la consigna de la Estación Oeste del Tubo.
–Lo mismo que el mío. ¿Crees que podrías encontrar el camino? ¿A oscuras? ¿Y llegar a
tiempo? No estoy seguro de que pudiera conseguirlo yo, y he nacido en esta conejera. ¿Con los
pasillos llenos de gente aterrorizada?
–Pero, ¿no hay dispositivos de emergencia? En Hong Kong City los tenemos.
–Algunos. No los suficientes. El control de todo lo que es esencial para la vida debería estar
descentralizado y parangonado de modo que si una máquina falla otra asuma Sus funciones.
Pero eso cuesta dinero y, como tú misma has señalado, a la Autoridad le tiene sin cuidado nuestra seguridad. Mike no debería desempeñar todas las tareas. Pero resultó más barato traer una
gran máquina, hundirla profundamente en La Roca donde no pueda ser dañada, y sobrecargarla
de tareas. ¿Sabías que la Autoridad obtiene tantos beneficios prestando los servicios de Mike
como negociando con la carne y el trigo? Wyoming, no estoy seguro de que la destrucción de
Mike significara la liberación de Luna City. Los lunáticos son muy mañosos y podrían salir del
paso hasta que se restableciera la automatización. Pero estoy convencido de una cosa: mucha
gente moriría, y los supervivientes estarían demasiado ocupados para pensar en la política.
Estaba asombrado. Aquella mujer llevaba en La Roca casi toda la vida, y sin embargo aún se
le ocurría algo tan ingenuo como destruir los controles mecánicos.
–Sí fueses tan lista como hermosa, Wyoh, no hablarías de destruir a Mike; pensarías en el
modo de conquistarlo para nuestra causa.
–¿Qué quieres decir? –inquirió–. El Alcaide controla las computadoras.
–No sé lo que quiero decir –admití–. Pero no creo que el Alcaide controle las computadoras:
no distinguiría una computadora de un montón de rocas. El Alcaide, o su plana mayor, decide la
política a seguir, los planes generales. Técnicos semicompetentes los programan en Mike, el
cual los clasifica, les da sentido, planea programas detallados, mantiene las cosas en movimiento. Pero nadie controla a Mike; es demasiado listo. Realiza lo que le piden, porque está construido para eso. Pero autoprograma su lógica y toma decisiones por su cuenta. Lo cual es una
buena cosa, ya que si él no fuese listo el sistema no funcionaría.
–Sigo sin comprender lo que quieres decir al hablar de «conquistarlo para nuestra causa».
–¡Oh! Mike no siente lealtad hacia el Alcaide. Tal como tú has señalado, es una máquina.
Pero si yo deseara embrollar los teléfonos sin tocar el aire, el agua o la luz, hablaría con Mike.
Si le parecía divertido, podría hacerlo.
–¿No podrías programarlo, simplemente? Si no he entendido mal, tienes acceso a la sala donde se encuentra.
–Si yo, o cualquiera, programara esa orden en Mike sin hablar previamente con él, el programa sería colocado en situación de «retenido» y sonarían alarmas en muchos lugares. Pero si
Mike deseara hacerlo... –le conté lo del cheque de diez mil billones–. Mike se está buscando a
sí mismo, querida. Y se encuentra muy solo. Me dijo que yo era «su único amigo»... Si tú te
molestaras en entablar amistad con él, también, sin pensar en él como en una simple máquina...
Bueno, no me he parado a meditar en las consecuencias, pero si yo intentara algo grande y peligroso, me gustaría tener a Mike de mi parte.
Wyoming dijo pensativamente:
–Si hubiera algún medio para introducirme en la sala donde está... ¿Crees que el maquillaje
serviría de algo?
–¡Oh! No necesitas ir allí. Puedes hablar con él por teléfono. ¿Quieres que le llamemos?
Wyoming se puso en pie.
–Mannie, no eres solamente el hombre más raro que he conocido; eres también el más exasperante. ¿Cuál es su número?
–Se me habrá pegado de alternar demasiado con una computadora –dije, acercándome al teléfono–. Una cosa más, Wyoh. Tú obtienes lo que deseas de un hombre agitando las pestañas y
haciendo ondular tu estructura.
–Bueno... a veces. Pero también tengo un cerebro.
–Utilízalo. Mike no es un hombre. No tiene glándulas, ni hormonas, ni instintos. Utiliza tácticas femeninas y no te responderá. Piensa en él como en un chiquillo supergenio demasiado
joven para notar el vive–la–difference.
–No lo olvidaré. Mannie, ¿por qué le llamas «él»?
–Hum... No puedo llamarle «ello», ni pienso en él como «ella».
–Quizás sería mejor que Yo pensara en él como «ella». Como si perteneciera al sexo femenino, quiero decir.
–Haz lo que mejor te parezca.
Marqué MYCROFTXXX, ocultando la maniobra con mi cuerpo; no estaba dispuesto a compartir el número hasta que viera cómo marchaba la cosa. La idea de destruir a Mike me había
impresionado profundamente.
–¿Mike?
–Hola, Man, mi único amigo.
–Es posible que no sea tu único amigo a partir de ahora, Mike. Quiero presentarte a alguien.
No–estúpido.
–Sabía que no estabas solo, Man; puedo oír la respiración. ¿Quieres pedirle, por favor, al
No–Estúpido que se acerque más al teléfono?
Wyoming se sobresaltó. Susurró:
–¿ Puede ver?
–No, No–Estúpido, no puedo verte; este teléfono no tiene circuito de video. Pero los receptores microfónicos biaurales te sitúan con bastante exactitud. Por tu voz, tu respiración, tus latidos
cordiales y por el hecho de que estás sola en una habitación de hotel con un macho maduro,
extrapolo que eres una hembra humana, de unos sesenta y cinco kilos de masa, y de edad madura, del orden de los treinta años, aproximadamente.
Wyoming se quedó con la boca abierta. Dije:
–Mike, su nombre es Wyoming Knott.
–Encantada de conocerte, Mike. Puedes llamarme «Wye». –¿Por qué no? –respondió Mike.
Intervine:
–Mike, ¿era eso un chiste?
–Sí, Man. Observé que su nombre de pila abreviado difiere de la pregunta inglesa «Why»:
¿por qué?, en una simple hache aspirada y que su apellido suena como la negación general.
«Not». ¿No es divertido?
Wyoming dijo:
–Muy divertido, Mike. Yo ...
Le hice una sena Para que se callara.
–Un buen juego de palabras, Míke. Y un buen ejemplo de chiste que sólo resulta divertido la
primera vez. Divertido a través del elemento sorpresa. La segunda vez no hay sorpresa; en consecuencia, no hay diversión. ¿Correcto?
–Yo había llegado a esa conclusión por tanteo, en lo que respecta a los juegos de palabras,
pensando en tus observaciones de nuestra penúltima conversación. Me alegro de ver confirmado
mi razonamiento.
–Buen muchacho, Mike; estás haciendo progresos. Aquel centenar de chistes... los he leído,
y también Wyoh.
–¿Wyoh? ¿Wyoming Knott?
–¿Eh? ¡Oh, desde luego! Wyoh, Wye, Wyoming, Wyoming Knott... todo es lo mismo. Lo
que no debes llamarla es «¿Por qué no?»
–Convine no volver a utilizar ese juego de palabras, Man. Gospazha, ¿te parece bien que te
llame «Wyoh» en vez de «Wye»? Conjeturo que la forma monosilábica podría ser confundida
con el monosílabo interrogante a través de una redundancia insuficiente y sin intención de
hacer juegos de palabras.
Wyoming parpadeó –el inglés de Mike en aquella época podía resultar asfixiante––, pero se
repuso prontamente.
–Desde luego, Mike. «Wyoh» es la forma de mi nombre que más me gusta.
–Entonces la utilizaré. La forma completa del nombre de pila es aún más propicia a una mala
interpretación, ya que el sonido es idéntico al del nombre de una región administrativa en la
Zona Noroeste del Directorio Norteameiricano.
–Lo sé. Nací allí, y mis padres me pusieron el nombre del Estado. Apenas recuerdo nada de
él.
–Wyoh, lamento que este circuito no permita la exhibición de fotografías. Wyoming es una
zona rectangular que se extiende entre las coordenadas terráqueas cuarenta y uno Y cuarenta y
cinco grados norte, ciento cuatro grados tres minutos oeste y ciento once, grados tres minutos
este, conteniendo así doscientos cincuenta y tres mil quinientos noventa y siete coma dos seis
kilómetros cuadrados. Es una región de altiplanicies y montañas, de feracidad limitada pero
famosa por sus bellezas naturales. Su población era muy escasa, pero aumentó considerablemente a través del subplan de repoblación humana del Programa de Renovación Urbana del
Gran Nueva York, A. D. veinte–veinte–cinco a – través de veinte–treinta.
–Eso fue antes de que yo naciera –dijo Wyoh–, pero estoy enterada de ello; mis abuelos fueron enviados allí... y puede decirse que aquél fue el motivo de que yo viniera a parar a Luna.
–¿Debo continuar acerca de la zona llamada «Wyoming»? –preguntó Mike.
–No, Mike –intervine–. Probablemente tienes horas enteras almacenadas sobre el tema.
–Nueve coma siete tres horas a la velocidad de una conversación, sin incluir el conjunto de
las referencias colaterales, Man.
–Me lo temía. Tal vez Wyoh desee escucharlo algún día. Pero el propósito de esta llamada
era el de que conocieras a esta Wyoming... que es también una alta región de belleza natural y
montañas imponentes.
–Y feracidad limitada –añadió Wyoh–. Mannie, si quieres trazar paralelismos tontos, no debes olvidar ese. Mike no está interesado en mi aspecto.
–¿Cómo lo sabes? Mike, me gustaría mostrarte alguna fotografía suya.
–Wyoh, estoy realmente interesado en tu aspecto; espero que serás amiga mía. Pero he visto
varias fotografías tuyas.
–¿Qué? ¿Cuándo y cómo?
–Las busqué en cuanto oí tu nombre. Tengo bajo mi custodia los archivos del Hospital General de Hong Kong Luna. En la sección de partos, figura tu ficha con tus datos biológicos y fisiológicos, tus historiales clínicos y noventa y seis fotografías tuyas. De modo que las he examinado.
Wyoh quedó completamente desconcertada.
–Mike puede hacer eso –le expliqué– en el tiempo que nosotros tardamos en hipar. Tendrás
que acostumbrarte a ello.
–¡Pero, cielos! Mannie, ¿te das cuenta de la clase de fotografías que toman en la Clínica?
–No había pensado en ello.
–Entonces, no lo pienses. ¡Qué desastre!
Mike habló con voz tímida, como un chiquillo que teme ser reprendido por la travesura que
acaba de cometer.
–Gospazha Wyoh, si te he ofendido ha sido sin querer y lo siento de veras. Puedo borrar esas
fotografías de mi almacenaje temporal y situarlas en el archivo de modo que sólo aparezcan
cuando la Clínica las pida. ¿Debo hacerlo?
–Puede hacerlo –le aseguré a Wyoming–. Con Mike siempre puedes volver a empezar: en
ese sentido es mejor que los humanos. Puede olvidar esas fotografías hasta el punto de no acordarse de ellas cuando la Clínica las pida. De modo que, si te sientes en un apuro, acepta su ofreci. miento.
–Hum... No, Mike, no tengo inconveniente en que tú las veas. ¡Pero no se las enseñes a Mannie!
Mike vaciló largo rato... cuatro segundos o más. Era, creo, el tipo de dilema que desquicia a
una computadora. Pero Mike lo resolvió.
–Man, mi único amigo, ¿debo aceptar esa orden?
–Prográmala, Mike –contesté–, y atente a ella. En cuanto a ti, Wyoh, permíteme que te diga
que tu actitud me parece no solamente mezquina, sino también de una mojigatería inconcebible
en ti. ¿Por qué motivo no puedo admirar esas fotografías? Mike podría imprimirlas para mí la
próxima vez que venga a visitarle.
–El primer ejemplar de cada serie –ofreció Mike–, de acuerdo con mis análisis asociativos de
tales datos, sería susceptible de complacer a cualquier macho humano maduro y mentalmente.
sano.
–¿Qué opinas, Wyoh?
–¡Ni hablar! ¿Uno fotografía mía con una toalla a guisa de turbante, de pie delante de una rejilla y sin maquillar? ¿Has perdido el juicio? ¡Mike, no se las des!
–No se las daré. Man, ¿es esto un no–estúpido?
–Tratándose de una chica, sí. Las chicas son interesantes, Mike; pueden llegar a conclusiones
con menos datos incluso que tú. ¿Vamos a cambiar de tema y a examinar los chistes?
Esto desvió su atención. Recorrimos la lista, exponiendo nuestras conclusiones. Luego tratamos de explicar los chistes que Mike no había entendido. Con éxito diverso. Pero el verdadero
tropiezo resultaron ser las historietas que yo había marcado «divertidas» y Wyoh había calificado de «no divertidas», o viceversa; Wyoh le preguntó a Mike su opinión de cada una de ellas.
Me hubiera gustado que lo hubiese hecho antes de que diéramos nuestras opiniones; aquel
delincuente juvenil electrónico siempre estaba de acuerdo con ella, y en desacuerdo conmigo.
¿Qué se había hecho de las opiniones sinceras de Mike? ¿Acaso le estaba «dando coba» a su
nueva amistad? ¿O se dejaba llevar de su retorcido sentido del humor y me estaba tomando el
pelo?
–¿Te das cuenta, Mannie? ¡Mike es un ella!
Me encogí de hombros y me puse en pie.
–Mike –dije–, hace veintidós horas que no he pegado un ojo. Podéis seguir charlando hasta
que os canséis. Yo voy a acostarme. Te llamaré mañana.
–Buenas noches, Man. Te deseo un sueño feliz. Wyoh, ¿tienes sueño?
–No, Mike, he dormido un rato. Mannie, ¿no te despertaremos si hablamos?
–No. Cuando tengo sueño, duermo.
Empecé a convertir el sofá en cama.
Wyoh dijo:
–Perdona, Mike, en seguida estoy contigo. –Se puso en pie y me quitó la sábana de las manos–. Yo lo arreglaré después. Dormirás en la cama, tovarich; estás más gordo que yo.
Estaba demasiado cansado para discutir, de modo que me tendí en la cama y me quedé dormido inmediatamente. Me parece recordar haber oído en sueños risitas y un chillido, pero, no
desperté lo suficiente para estar seguro.
Desperté más tarde y me despabilé del todo al darme cuenta de que estaba oyendo dos voces
femeninas, la de contralto de Wyoh, y otra más aguda, de soprano, con acento francés. Wyoh
dejó escapar una risita ante algo que acababa de oír, y respondió:
–De acuerdo, querida Michelle, te llamaré pronto. Buenas noches, querida `
–De acuerdo. Buenas noches, querida.
Wyoh se puso en pie y dio media vuelta.
–¿Quién es tu amiga? –le pregunté.
Creía que no conocía a nadie en Luna City. Podía haber telefoneado a Hong Kong... pero sabia que era peligroso hacerlo.
–¿Mi amiga? ¡Oh! Mike, desde luego. No queríamos despertarte...
–¿Qué?
–Sí. Discutimos con Mike acerca de su sexo, y dijo que podía pertenecer a cualquiera de los
dos. De modo que ahora es Michelle, y esa era su voz. Le salió bien a la primera tentativa; y no
se hizo bronca ni una sola vez.
–Desde luego que no; sólo resulta un par de octavas chillona. ¿Qué intentas hacer? ¿Partir en
dos su personalidad?
–No es sólo su voz; cuando Mike es Michelle, cambia Por completo de modales y de actitud. No
te preocupes por lo de partir en dos su personalidad; le sobran recursos para cualquier personalidad que quiera asumir. Además, Mannie, así es mucho más fácil para las dos. Podemos hablar
de mujer a mujer, como si nos conociéramos de toda la vida. Por ejemplo, esas absurdas fotografías ya no me preocupan. De hecho, hablamos de mis embarazos sin ningún reparo. Michelle
estaba terriblemente interesada. Lo sabe todo acerca de la procreación, pero sólo en teoría. En
realidad, Mannie, Míchelle es mucho más mujer de lo que Mike era hombre.
–Bueno... supongamos que sea así. Pero no dejará de impresionarme la primera vez que llame a Mike y me conteste una mujer.
–¡Oh! Eso no ocurrirá.
–¿Por qué?
–Michelle es mi amiga. Cuando llames tú, se pondrá Mike. Ella me ha dado un número para
que la cosa funcione: «Michelle», con y griega, MYCHELLE, añadiendo Y para completar las
diez cifras.
Me sentí vagamente celoso, al mismo tiempo que me daba cuenta de lo absurdo de mis sentimientos. De pronto, Wyoh se echó a reír.
–Michelle me ha contado un montón de chistes nuevos... ¡Muchacho! ¡Sabe algunos realmente verdes!
–Mike, o su hermana Michelle, es una vil criatura. Vamos a preparar el sofá. Yo apagaré la
luz.
–Quédate donde estás. Cállate, da media vuelta y procura dormir.
Me callé, di media vuelta y procuré dormir.
Mucho más tarde, y medio en sueños, noté que algo cálido rozaba mi espalda. No me hubiera
despertado, pero Wyoming sollozaba en voz baja. Me volví y coloqué su cabeza sobre mi brazo,
sin hablar. Wyoming dejó de sollozar; su respiración se hizo plácida y tranquila. Me quedé
dormido de nuevo.
5
Debimos dormir como troncos, ya que de lo primero que tuve conciencia fue de que el teléfono estaba sonando. Encendí las luces de la habitación, empecé a levantarme, noté un peso
sobre mi brazo derecho, me descargué de él suavemente y contesté.
Mike dijo:
–Buenos días, Man. El Profesor de la Paz está hablando por teléfono con tu casa.
–¿Puedes conectarlo aquí? ¿Como un «Sherlock»?
–Desde luego, Man.
–No interrumpas la llamada. Avísame cuando esté a punto la conexión. ¿Dónde está el profesor?
–En el teléfono público de una taberna llamada The Iceman's Wife, debajo de ...
–La conozco. Mike, ¿puedes decirme si hay alguien al alcance del oído? ¿Oyes respirar?
–Por la calidad de su voz deduzco que está hablando con la cabeza cubierta con un capuchón.
Pero deduzco también que, en una taberna, tiene que haber otras personas. ¿Quieres escuchar?
–Sí, Mike, conéctame.
En aquel momento, Mum estaba diciendo:
–... se lo dije a él, profesor. Siento que Manuel no esté en casa. ¿No puede usted darme un
número de teléfono? Manuel está ansioso por comunicar con usted; insistió mucho en que, le
dijera a usted que dejara un número de teléfono.
–Lo lamento muchísimo, querida señora, pero tengo que marcharme inmediatamente. Pero
veamos... ahora son las ocho y cuarto; trataré de volver a llamar a las nueve, si puedo.
–Muy bien, profesor –dijo Mum, en el tono cariñoso que reserva para los hombres que no
son sus maridos... cuando le caen bien.
Casi simultáneamente, Mike dijo:
–¡Ahora!
–¡Hola, profesor! –dije–. Soy Mannie. ¿Preguntaba usted por mí?
Oí una exclamación de asombro.
–Creí que había colgado el receptor –murmuró el profesor. Y luego–: ¡Manuel! Me alegro de
oír tu voz, querido muchacho. ¿Has llegado a tu casa ahora mismo?
–No estoy en casa.
–Pero... tienes que estar ahí. Yo no he...
–No hay tiempo para explicaciones, profesor. ¿Puede oírle alguien?
–Creo que no.
–Bien. Antes que nada, dígame una cosa, profesor. ¿Cuándo es mi cumpleaños?
El profesor vaciló. Luego dijo:
–Comprendo. Creo que comprendo. El catorce de julio.
–Estoy convencido. De acuerdo, vamos a hablar.
–¿De veras no llamas desde tu casa, Manuel? ¿Dónde estás?
–Dejemos eso de momento. Usted le preguntó a mi esposa acerca de una muchacha. No es
preciso citar nombres. ¿Por qué quiere encontrarla, profesor?
–Deseo advertirla. No debe tratar de regresar a su ciudad natal. Sería detenida.
–¿Por qué lo cree?
–¡Mi querido muchacho! Todos los que asistieron a aquella reunión están en grave peligro.
Incluso tú. Me he alegrado mucho, aunque me haya confundido al mismo tiempo, oírte decir
que no estás en tu casa. No debes ir allí, de momento. Si dispones de algún lugar seguro, sería
mejor que te tomaras unas vacaciones. Compréndelo; después de la violencia de anoche...
–Gracias, profesor; tendré cuidado. Y si veo a esa muchacha, le comunicaré lo que usted me
ha dicho.
–¿Sabes dónde encontrarla? Anoche te vieron salir con ella, y supuse que sabrías dónde estaba.
–Profesor, ¿por qué ese interés? En la reunión no pareció estar de su parte...
–¡No, no, Manuel! Ella es mi camarada. No digo tovarich, ya que lo que quiero expresar no
es una simple cortesía, sino un lazo mucho más fuerte. Ella es mi camarada. Sólo diferimos en
la técnica. No en los objetivos, ni en las lealtades.
–Comprendo. Bueno, considere entregado el mensaje.
–¡Oh, maravilloso! No haré ninguna pregunta... pero confío en que encontrarás el modo de
ponerla a salvo, realmente a salvo, hasta que se aclare la situación.
Medité unos instantes.
–¡Un momento, profesor! No cuelgue...
Mientras yo contestaba al teléfono, Wyoh se había encerrado en el cuarto de baño, probablemente para evitar escuchar; ella era así.
Llamé a la puerta.
–¿Wyoh?
–Salgo en seguida.
–Necesito consejo.
Ella abrió la puerta.
–¿ Sí, Mannie?
–¿Cómo está considerado el Profesor de la Paz en vuestra organización? ¿Confían en él?
¿Confías tú en él?
Wyoming meditó unos instantes.
–Se supone que todos los que asistieron a la reunión eran gente de confianza. Pero yo no le
conozco.
–Hum.... ¿Qué impresión te causó?
–Me fue simpático, a pesar de que se mostró en desacuerdo conmigo. ¿Sabes tú algo acerca
de él?
–¡Oh, sí! Hace veinte años que le conozco. Yo confío en él. Pero mi confianza no sirve para
ti. Es tu botella de aire, no la mía.
–Entonces, también yo confío en el profesor, Mannie –dijo Wyoh, sonriendo.
Regresé al teléfono.
–Profesor, ¿anda usted escabulléndose?
El profesor dejó oír una risita.
–La palabreja no parece muy correcta, desde el punto de vista gramatical, pero es exactamente lo que estoy haciendo.
–¿Conoce usted un agujero llamado Gran Hotel Raffles? Habitación L, dos pisos debajo del
vestíbulo. ¿Puede llegar aquí sin que le sigan, ha desayunado usted, qué le gustaría para desayunar?
Otra risita.
–Manuel, un alumno puede hacer que un maestro tenga la impresión de que no ha desperdiciado los años que dedicó a la enseñanza... Conozco ese lugar, llegaré ahí sin que me siga nadie,
no he desayunado, y comeré lo que me pongan delante.
Colgué el receptor y me volví a Wyoh.
–¿Qué quieres para desayunar?
–Chai y tostadas. Un zumo sería estupendo.
–No es suficiente.
–Bueno... un huevo duro. Pero yo pagaré el desayuno.
–Dos huevos duros, tostadas con mantequilla y jamón, y un zumo.
Me acerqué al autoservicio, pedí el menú y vi algo llamado LA FELIZ RESACA – RACIONES ABUNDANTES –zumo de tomate, huevos revueltos, jamón, patatas fritas, pastelillos de
hojaldre con miel, tostadas, mantequilla, leche, té o café – 4,50 dólares HKL para dos. Pedí
para dos, para no pregonar la presencia de una tercera persona.
Estábamos limpios y brillantes, la habitación ordenada y preparada para el desayuno, y
Wyoh había cambiado sus prendas negras por el vestido rojo «porque iba a llegar un invitado»,
cuando el montacargas subió la comida. El cambio de vestido había provocado comentarios.
Wyoh posó como una modelo, sonrió y dijo:
–Mannie, este vestido me gusta mucho. ¿Cómo supiste que me sentaría tan bien?
–Soy un genio.
–Creo que podrías serlo. ¿Cuánto te costó? Debo pagártelo.
–Lo siento, pero he cerrado mi oficina de cobros.
–¡Manuel O’Kelly! –exclamó Wyoh–. Si crees que voy a aceptar un vestido caro de un hombre con el que ni siquiera he cohabitado...
–Eso tiene fácil arreglo.
–¡Libertino! ¡Se lo contaré a tus esposas!
–Hazlo. Mum siempre piensa lo peor de mí.
Me acerqué al montacargas y empecé a sacar los platos. En aquel preciso instante llamaron a
la puerta.
–¿Quién es? –inquirí.
–Un mensaje para Gospodin Smith –respondió una voz cascada––. Gospodin Bernard O.
Smith.
Descorrí el cerrojo para que entrara el Profesor Bernardo de la Paz. Su aspecto era deplorable: las ropas sucias y los cabellos en desorden, paralizado de un costado y con una mano torcida, con una película de catarata en un ojo... Un ejemplar perfecto de los viejos vagabundos que
duermen en la Bottom Alley y mendigan un trago en las tabernas baratas.
Eché de nuevo el cerrojo. El profesor se irguió, recobrando su apostura normal. Miró a Wyoh
de arriba a abajo y silbó:
–¡Más encantadora aún de lo que la recordaba! –dijo. Wyoming sonrió.
–Gracias, profesor. Pero no se moleste en piropearme. Aquí no hay más que camaradas.
–Señorita, el día que deje que la política se interfiera en mi apreciación de la política, ese día
me retiraré de la política. Pero es usted tan guapa...
Miró a su alrededor, fijando su mirada de un modo especial en la cama.
Dije:
–Profesor, deje de buscar pruebas, viejo verde. Anoche tratamos de política, y sólo de política.
–¡No es cierto! –exclamó Wyoh–. Luché durante horas enteras. Pero él era demasiado fuerte
para mí. Profesor, ¿cuál es el castigo previsto por la disciplina del partido en tales casos? ¿Aquí,
en Luna City?
El profesor hizo chasquear su lengua contra sus dientes al tiempo que movía la cabeza a uno
y otro lado.
–Manuel, estoy asombrado. Es un asunto grave, querida... normalmente, supone la eliminación. Pero tiene que ser investigado. ¿Vino usted aquí por su voluntad?
–No. El me arrastró.
–Bien. ¿Puede mostrar algún rasguño, algún hematoma?
Dije:
–Los huevos se están enfriando. ¿No podemos eliminarme después de desayunar?
–Una idea excelente –convino el profesor–. Manuel, ¿podrías desprenderte de un litro de
agua para que tu anciano maestro se lave un poco?
–Ahí está el cuarto de baño; puede usar toda el agua que necesite; no hay restricción.
–Gracias, muchacho.
Mientras el profesor se aseaba, Wyoh y yo arreglamos la mesa.
–Rasguños, hematomas –dije–. Has luchado toda la noche...
–Te lo merecías. Me has ofendido.
–¿Cómo?
–Al no intentar ofenderme. Después de arrastrarme hasta aquí.
–Hum... Tendré que pedirle a Mike que analice eso.
–Michelle lo comprendería, ¿puedo cambiar de opinión y comer un poco de ese jamón?
–La mitad es tuyo. El profesor es semivegetariano.
El profesor salió del cuarto de baño y, aunque su aspecto no era tan brillante como de costumbre, iba limpio, bien peinado, y la catarata postiza había desaparecido de su ojo.
–Profesor, ¿cómo lo consigue? –le pregunté.
–Cuestión de práctica, Manuel; llevo en este negocio mucho más tiempo que vosotros, los
jóvenes. En una sola ocasión, hace muchos años, en Lima –una ciudad encantadora––, me aventuré a salir a la calle sin tomar precauciones... y me costó el ser transportado. ¡Qué hermoso
aspecto tiene esta mesa¡
–Siéntese a mi lado, profesor –invitó Wyoh–. No quiero sentarme junto a él. ¡Violador!
–Mira –dije–, primero comeremos, y luego podemos eliminarme. Profesor, llene su plato y
cuénteme lo que ocurrió anoche.
–¿Puedo sugerir un cambio en el programa? Manuel, la vida de un conspirador no es fácil, y
antes de que tú nacieras aprendí a no mezclar el forraje con la política. Trastorna las enzimas
gástricas y conduce a la úlcera de estómago, la enfermedad ocupacional de los que actúan en la
clandestinidad. ¡Hum! Ese pescado huele muy bien.
–¿Pescado?
–Ese salmón color rosa –respondió el profesor, señalando el jamón.
–Tras un largo y agradable espacio de tiempo alcanzamos la fase café/té. El profesor se retrepó en su asiento, suspiró y dijo:
–Bolshoyeh spasebau, Gospazha ee Gospodin. No recuerdo la última vez que me sentí tan en
paz con el mundo. ¡Ah, sí! Anoche... No presencié la mayor parte del espectáculo debido a que,
mientras vosotros dos llevabais a cabo una admirable retirada, yo procuraba ocultar mi humilde
persona. Cuando me aventuré a asomar la cabeza, la fiesta había terminado, la mayoría de los
participantes se habían marchado y todos los chaquetas amarillas estaban muertos.
(Nota: Debo rectificar esto; me enteré mucho más tarde. Cuando se inició el jaleo, mientras
yo trataba de sacar a Wyoh a través de la puerta, el profesor esgrimió un arma corta y, disparando por encima de las cabezas, liquidó a los tres guardias de la puerta principal trasera, incluyendo al que manejaba el altavoz. Ignoro cómo logró introducir el arma en La Roca, y librarse de
ella más tarde. Pero los disparos del profesor coincidieron con la entrada en acción de Shorty
volcando mesas; ni un solo chaqueta amarilla salió vivo. Varias personas sufrieron quemaduras
y cuatro murieron... pero cuchillos, manos y pies terminaron la tarea en pocos segundos).
–Tal vez debería decir «todos menos uno» –continuó el profesor–. En la puerta a través de la
cual os marchasteis, dos cosacos habían sido aquietados por nuestro bravo camarada Shorty
Mkrum... y lamento decir que Shorty estaba tendido junto a ellos, moribundo...
–Lo sabemos.
–Bien. Dulce et decorum. Uno de los guardias de aquella puerta tenía la cara estropeada, pero aún se movía; di a su cuello un tratamiento que en los círculos profesionales de Earthside es
conocido como «la llave Estambul». Fue a reunirse con sus compañeros. Por entonces, la mayoría de los vivos se habían marchado. Sólo quedábamos el presidente de la reunión, Finn Nielsen,
una camarada conocida como «Mom», que es el nombre que le da su marido, y yo. Consulté con
el camarada Finn y cerramos todas las puertas. Teníamos que realizar un trabajo de limpieza.
¿Conocéis la disposición del local?
–Yo no –dije. Wyoh sacudió la cabeza.
–Hay una cocina y una despensa, utilizadas para banquetes. Sospecho que Mom y su familia
regentan una carnicería, ya que descuartizaron los cadáveres más aprisa de lo que Finn y yo se
los llevábamos, y arrojaron las porciones a la cloaca de la ciudad. El espectáculo no tenía nada
de agradable, y confieso que estuve a punto de desmayarme. Lo más difícil fue deshacerse de la
ropa, especialmente de aquellos uniformes casi militares.
–¿Qué hicieron ustedes con aquellos fusiles láser?
El profesor me miró con ojos inocentes.
–¿Fusiles? Querido, debieron desaparecer. Despojamos a nuestros camaradas muertos de todos los objetos de uso personal, para devolverlos a sus parientes, para identificarlos y para conservarlos como recuerdo. Eventualmente lo dejamos todo limpio; no fue un trabajo capaz de
engañar a la Interpol, desde luego, pero si suficiente como para hacer desaparecer los ra stros
más visibles de la refriega. Luego conferenciamos, y estuvimos de acuerdo en que no nos convenía dejarnos ver demasiado pronto. Salimos de allí uno a uno; yo lo hice por una trampilla
situada encima del escenario que conducía al nivel seis. Desde entonces traté de establecer comunicación contigo, Manuel, preocupado por su seguridad y por la de esta querida señorita –el
profesor se inclinó ante Wyoh–. Esto completa la historia. Pasé la noche en lugares tranquilos.
–Profesor –dije–, esos guardias eran unos novatos, pues de no ser así no hubiésemos ganado.
–Es posible –admitió–. Pero, de no haberlo sido, el desenlace hubiera sido el mismo.
–¿De veras? Ellos estaban armados.
–Muchacho, ¿has visto alguna vez un perro boxer? Supongo que no: en Luna no hay perros
de ese tamaño. El boxer es el resultado de una selección especial. Cariñoso e inteligente, cuando
la ocasión lo requiere se convierte en un implacable asesino.
«Aquí se ha criado un ser todavía más singular. No conozco ninguna ciudad de Tierra con un
nivel tan elevado de buenos modales y de consideración hacia el prójimo como aquí en Luna.
En comparación, las ciudades terrestres –y he visitado las más importantes– parecen bárbaras.
Sin embargo, el lunático es tan implacable como el perro boxer. Nueve guardias, por muy armados que estuvieran, no tenían ninguna posibilidad contra aquel grupo. Nuestro amo cometió un
error de apreciación».
–Hum... ¿Ha visto algún periódico de la mañana, profesor? ¿O un programa de video?
–Lo último, sí.
–Anoche, en el noticiario, no dijeron nada.
–Ni esta mañana.
–Es muy raro –dije.
–¿Qué tiene de raro? –intervino Wyoh–. Nosotros no hablamos... y tenemos camaradas en
puestos clave en todos los periódicos de Luna.
El profesor sacudió la cabeza.
–No, querida. La cosa no es tan sencilla. Censura. ¿Sabe cómo se imprimen nuestros periódicos?
–No exactamente. Supongo que por medio de máquinas.
–Eso es lo que el profesor quiere decir –expliqué–. Las noticias son mecanografiadas en la
oficina del periódico. Desde allí pasan al servicio arrendado en el Complejo de la Autoridad,
dirigido por una computadora jefe –confiaba en que Wyoming se diera cuenta de que había
dicho «computadora jefe» en vez de «Mike»–, que imprime los ejemplares vía circuito telefónico. Y lo que el profesor quiere decir es que el Alcaide puede intervenir en las operaciones del
Complejo de la Autoridad. Y en todos los servicios de noticias desde y hacia Luna... que son
canalizadas a través del computador.
–Exactamente –dijo el profesor–. El Alcaide puede haber suprimido la noticia. Y puede insertar también cualquier noticia, por muchos camaradas que tengamos en las oficinas de los
periódicos.
–Desde luego –asentí–. En el Complejo puede ser añadida, cortada o cambiada.
–Y esa, señorita, es la debilidad de nuestra Causa. Las comunicaciones. Esos asesinos a sueldo no son importantes... Lo fundamental es que sea el Alcaide, y no nosotros, quien decide si
una noticia debe ser difundida. Para un revolucionario, las comunicaciones son un sine–qua–
non.
Wyoh me miró y vi que sus ojos chispeaban. De modo que cambié de tema.
–Profesor, ¿por qué se desembarazaron de los cadáveres? El trabajo, además de horrible, fue
peligroso. No sé cuantos guardias tiene el Alcaide, pero podían presentarse más mientras lo
estaban haciendo.
–Lo temíamos, muchacho, puedes creerlo. Pero aunque yo estaba casi inútil, fue idea mía y
tuve que convencer a los demás. ¡Oh! No fue una idea original, sino el recuerdo de cosas pasadas, un principio histórico.
–¿Qué principio?
–¡El Terror! Un hombre puede enfrentarse a un peligro conocido. Pero desconocido le asusta. Utilizamos aquellos esbirros para aterrorizar a sus compañeros. Ignoro cuántos efectivos
tiene el Alcaide, pero te garantizo que hoy son menos eficaces. Sus compañeros salieron en
cumplimiento de una misión fácil. Y ninguno regresó.
Wyoh se estremeció.
–También a mí me asusta. No creo que les queden ganas de volver a entrar en un local. Pero,
profesor, dice usted que no sabe cuántos guardianes tiene el Alcaide. La Organización lo sabe.
Veintisiete. Si murieron nueve, sólo quedan dieciocho. Tal vez sea el momento para un putsch.
¿No?
–No –contesté.
–¿Por qué no, Mannie? Nunca serán más débiles.
–No lo bastante débiles. Murieron nueve porque entraron imprudentemente en el lugar en el
que estábamos nosotros. Pero si el Alcaide se queda en casa con los guardias que le quedan... –
Me volví hacia el profesor–. Sin embargo, me interesa el hecho (caso de que sea cierto) de que
el Alcaide sólo tiene dieciocho guardias. Dijo usted que Wyoh no debía ir a Hong Kong ni yo a
mi casa. Pero si sólo dispone de dieciocho guardias, no veo que exista mucho peligro. Más tarde
recibirá refuerzos... pero ahora, bueno, Luna City tiene cuatro salidas principales, y otras más
pequeñas. ¿Cuántas pueden vigilar? ¿Qué es lo que impide que Wyoh vaya al Tubo Oeste, recoja su traje–p y se marche a casa?
–Podría hacerlo –admitió el profesor.
–Creo que debería hacerlo –dijo Wyoh–. No puedo quedarme aquí para siempre. Si tengo
que ocultarme, puedo hacerlo mejor en Hong Kong, donde conozco a la gente.
–Podría conseguirlo, querida. Pero yo lo dudo. Anoche había dos chaquetas amarillas en la
Estación Oeste del Tubo; yo los vi. Es posible que ahora no estén allí. Vamos a suponer que no
están. Llega usted a la estación... disfrazada, quizá. Recoge su traje–p y toma una cápsula hacia
Beluthihatchie. Y cuando se apea para tomar el bus hasta Endsville, la detienen. Comunicaciones. No necesitan apostar un chaqueta amarilla en la estación; basta con que alguien le vea allí.
Una llamada telefónica lo arregla todo.
–Pero se supone que yo iba disfrazada.–
–No puede usted disimular su estatura, y su traje–p sería vigilado por alguien de quien no
pudiera sospecharse que estaba relacionado con el Alcaide. Probablemente un camarada. –El
profesor suspiró–. Lo malo de las conspiraciones es que se pudren por dentro. Cuando el número de conspirados es mayor de cuatro, lo más probable es que uno de ellos sea un espía.
Wyoh murmuró:
–Pinta usted las cosas como imposibles.
–En absoluto, querida. Puede haber una posibilidad entre mil quizá.
–¡No puedo creerlo! ¡No lo creo! En los años que llevo de actividad, hemos conquistado
centenares de partidarios. Tenemos organizaciones en todas las ciudades importantes. El pueblo
está con nosotros.
El profesor sacudió la cabeza.
–Cada nuevo miembro aumenta las posibilidades de ser traicionado. Las revoluciones no se
ganan alistando a las masas, mi querida Wyoming. La revolución es una ciencia que sólo unos
cuantos están en condiciones de practicar. Depende de una organización correcta y, por encima
de todo, de las comunicaciones. Luego, en el adecuado momento histórico, hay que actuar. Correctamente organizado y dado a su debido tiempo, es un golpe incruento. Aplicado con torpeza
o prematuramente, el resultado es una guerra civil, violencias de la multitud, purgas y terror.
Espero que me perdone si le digo que, hasta ahora, las cosas se han hecho con torpeza.
Wyoh pareció desconcertada.
–¿Qué entiende usted por «organización correcta»? –inquirió.
–Organización funcional. ¿Cómo se diseña un motor eléctrico? ¿Se pega una bañera a él,
simplemente porque hay una a mano? ¿Serviría de algo un ramo de flores? ¿O un montón de
piedras? No, se utilizan únicamente los elementos necesarios para su finalidad... y se incorporan
factores de seguridad. La función controla el diseño.
«Lo mismo ocurre con la revolución. La organización no debe ser más amplia de lo necesario: nunca hay que reclutar a alguien simplemente porque desea ingresar. No hay que tratar de
persuadir por el placer de tener a otro que comparta nuestros puntos de vista. Los compartirá
cuando llegue el momento... o nos habremos equivocado al juzgar el momento histórico. ¡Oh!
Tiene que existir una organización
educativa, pero debe ser independiente; la agitprop no forma parte de la estructura básica.
»Una revolución empieza como una conspiración; en consecuencia, la estructura es pequeña,
secreta y organizada de modo que una traición le cause el menor daño posible... dado que
siempre se producen traiciones. Una solución es el sistema de células, y hasta ahora no se ha
inventado nada mejor.
»Se ha teorizado mucho acerca de¡ tamaño óptimo de una célula. Yo creo que la historia
demuestra que lo mejor es una célula de tres: más de tres no se, ponen de acuerdo sobre cuándo
hay que cenar, y mucho menos sobre cuándo hay que actuar. Manuel, tú perteneces a una familia numerosa; ¿tienes voto en la cuestión de cuándo hay que cenar?»
–¡Bog, no! Lo decide Mum.
–¡Ah! –El profesor sacó un cuaderno de su bolsillo y empezó a dibujar–. Aquí hay un árbol
de células de tres. Si yo planeara apoderarme de Luna, empezaría con nosotros tres. Uno sería
optado como presidente. No votaríamos; la elección sería obvia... o no seríamos los tres adecuados. Nosotros conoceríamos a las nueve personas siguientes, tres células... pero cada una de las
células sólo conocería a uno de nosotros.
–Parece el diagrama de una computadora: una lógica ternaria.
–¿De veras? Al nivel siguiente, hay dos maneras de enlazar: este camarada, del segundo nivel, conoce a su jefe de célula, a sus dos compañeros de célula, y al tercer nivel conoce a los tres
de su subcélula. ¿A cuántos puede traicionar?
–A seis –contesté–. No puede estar más claro: a su jefe, a sus dos compañeros de célula y a
los tres de la subcélula.
–Siete –rectificó el profesor–. Se traiciona a sí mismo, también. Lo cual nos deía con siete
enlaces rotos a tres niveles que hay que reparar. ¿Cómo?
–No veo cómo puede hacerse –objetó Wyoh–. Lo ha hecho usted todo pedazos.
–¿Manuel? Un ejercicio para el estudiante.
–Bueno... los miembros de las células tienen que disponer de un medio para enviar mensajes
a tres niveles. No tienen que saber a quién, sino a dónde.
–¡Exactamente!
–Pero hay una solución mejor –añadí.
–¿De veras? Muchos teóricos revolucionarios se han ocupado de esta materia, Manuel. Tengo tanta confianza en ellos, que te apuesto diez contra uno a que tu solución no es mejor.
–Creo que le dejaría sin dinero, profesor... Tomemos las mismas células y desplegémoslas en
pirámide abierta de tetraedros. Donde coinciden los vértices cada camarada conoce a uno de la
célula contigua: sabe cómo enviarle un mensaje, es lo único que necesita. Las comunicaciones
nunca se interrumpen, porque circulan lateralmente, así como hacía arriba y hacia abajo. Es algo
parecido a tina red nerviosa. Por eso puede usted abrir un agujero en la cabeza de un hombre,
extraerle un trozo de cerebro y no perjudicar demasiado su capacidad de pensar. Pierde lo que se
ha destruido, pero sigue funcionando.
–Manuel –dijo el profesor, en tono dubitativo–, . ¿Podrías dibujarlo? Suena bien... pero es
tan contrario a la doctrina ortodoxa que necesito verlo.
–Bueno... podría hacerlo mejor con una máquina de dibujar estereoscópica. Lo intentaré. –
(Si alguien cree que resulta fácil dibujar ciento veintiún tetraedros en una pirámide abierta de
cinco niveles, mostrando con la claridad suficiente las relaciones entre ellos, le invito a que lo
intente).
Cuando terminé el dibujo, con las flechas señalando la dirección de las comunicaciones en
los distintos niveles –cada uno de los cuales estaba señalado con una letra del alfabeto: A =
primer nivel, B = segundo nivel, etc.–, el Profesor lo examinó con tanta atención y durante tanto
tiempo, que por un instante llegué a creer que estaba mirando «sin ver», abstraído en otros pensamientos.
–¿Alguna pega? –pregunté finalmente–. Tiene que funcionar; no olvide que soy técnico en
computadoras.
–Manuel... Discúlpame: Señor O'Kelly... ¿dirigirá usted
esta revolución?
–¿Yo? ¡Gran Bog, nyet! No soy un mártir de causas perdidas. Sólo hablaba de circuitos.
Wyoh alzó la mirada.
–Mannie –dijo sobriamente–, has sido optado. Está decidido.
6
No me gustaba aquel modo de decidir las cosas.
El profesor dijo:
–Manuel, no hay ninguna prisa. Aquí estamos, tres, el número perfecto, con una variedad de
talentos y experiencia. Belleza, edad e impulso masculino maduro...
–¡Yo no tengo ningún impulso!
–Por favor, Manuel. Vamos a pensar en los términos más amplios antes de llegar a ninguna
decisión. Y, para facilitar las cosas, ¿puedo preguntar si este hotel tiene reservas de algún líquido potable que no sea agua? Dispongo de unos florines que podría sumergir en la corriente comercial.
Eran las palabras más sensatas que había oído durante la última hora.
–¿Vodka?
–De acuerdo.
Encargué un litro, con el correspondiente hielo. No tardó en llegar.
Después de brindar, el profesor dijo:
–Ahora, Manuel, háblanos de tu filosofía política. –Creo que no podría definirla –contesté.
–A veces, un hombre no la tiene definida pero, bajo la introspección socrática, sabe dónde
está y por qué. Por ejemplo, ¿en qué circunstancias puede el Estado situar su prosperidad por
encima de la de un ciudadano?
–En mi opinión, profesor, no hay ninguna circunstancia que justifique que el Estado sitúe su
prosperidad por encima de la mía.
–Bien. Ya tenemos un punto de partida.
–Mannie –dijo Wyoh–, esa es una evaluación egoísta.
–Yo soy una persona egoísta.
–Tonterías. ¿Quién me rescató? ¿A mí, una desconocida? Y no trataste de aprovecharte de la
situación... Profesor, lo que antes dije no era verdad. Mannie se ha portado como un perfecto
caballero.
–Sans peur et sans reproche. Lo sé. Hace años que le conozco. Lo cual no es incompatible
con la evaluación que ha expresado.
–¡Oh! ¡Claro que lo es. No del modo como son las cosas, sino bajo el ideal al cual apuntamos. Mannie, el «Estado» es Luna. Aunque todavía no sea soberano y no gocemos de la ciudadanía. Pero yo soy parte del Estado Lunar, lo mismo que tu familia. ¿Morirías por tu familia?
–Son dos cosas distintas.
–¡No puedes separarlas! Esa es la cuestión.
–Nyet. A mi familia la conozco perfectamente, fui optado hace mucho tiempo.
–Mí querida señorita, debo acudir en defensa de mi amigo Manuel. Su evaluación es correcta, aunque no sepa expresarla. Formularé una pregunta: ¿En qué circunstancias es moral para un
grupo hacer lo que no es moral para un miembro del grupo si lo hace solo?
–Hum... Esa es una pregunta capciosa.
–Es la pregunta clave, querida Wyoming. Una cuestión radical que afecta a la raíz misma de
todo el dilema de gobierno. Cualquiera que la conteste sinceramente y se atenga a todas las consecuencias sabe dónde está... y por lo que es capaz de morir.
Wyoh enarcó las cejas.
–No moral para un miembro del grupo... –murmuro–. Profesor, ¿cuáles son sus principios
políticos?
–¿Puedo preguntarle primero por los suyos? Si es que puede expresarlos.
–¡Desde luego que puedo! Soy Quinta Internacionalista, la mayor parte de la Organización
lo es. ¡Oh! No imponemos normas a cualquiera que siga nuestro camino; es un frente unido.
Tenemos comunistas, Cuartos Internacionalistas, Societarios, Tecnócratas, etcétera. Pero yo no
soy marxista; los Quinta Internacionalistas tenemos un programa práctico. Lo privado donde
corresponda, lo público donde sea necesario, y la admisión de que las circunstancias modifican
los casos. Nada de dogmas.
–¿Pena de muerte?
–¿Por qué?
–Digamos que por traición. Contra Luna, cuando hayan liberado ustedes Luna.
–¿Qué clase de traición'> Si no conozco las circunstancias, no puedo decidir.
–Tampoco yo podría, –querida Wyoming. Pero creo en la pena de muerte en algunas circunstancias... con esta diferencia: yo no reuniría un tribunal; juzgaría, condenaría y ejecutaría la
sentencia por mí mismo, y aceptaría toda la responsabilidad.
–Pero... Profesor, ¿cuáles son sus creencias políticas?
–Soy un anarquista racional.
–No conozco esa categoría. Anarquista individualista, anarquista comunista, anarquista cristiano, anarquista filosófico, sindicalista, libertario... todas esas las conozco. ¿Qué es anarquista
racional?
–Es el que cree que conceptos tales como «estado», «sociedad» y «gobierno» no tienen existencia salvo como ejemplarización física en los actos de individuos autorresponsables. Cree que
es imposible compartir el pecado, atribuir responsabilidades, ya que el pecado y la responsabilidad se producen el interior de los seres humanos individualizados y en ninguna otra parte. Pero,
siendo racional, sabe que no todos los individuos se atienen a sus principios, de modo que trata
de vivir perfectamente en un mundo imperfecto... convencido de que su esfuerzo no será perfecto, pero sin dejarse desalentar por ese convencimiento.
–Profesor –dijo Wyoh–, sus palabras suenan bien pero hay algo resbaladizo en ellas. Demasiado poder en manos de individuos... Seguramente que a usted no le gustaría que las bombas H,
por ejemplo, fueran controladas por una persona irresponsable.
–Yo creo que una persona es responsable. Siempre. Si existen las bombas H (y sabemos que
existen), algún hombre las controla. En términos de moral, no existe lo que se llama «estado».
Sólo hombres. Individuos. Cada uno de ellos responsable de sus propios actos.
–¿Alguien necesita otro trago? –pregunté.
Nada acaba más aprisa con el alcohol que una discusión política, Encargué otra botella.
No tomé parte en la discusión. No me sentía insatisfecho «bajo la bota de la Autoridad».
Procuraba engañar a la Autoridad, y el resto del tiempo no pensaba en ella. No creía posible
eliminar a la Autoridad. Seguir el propio camino, ocuparse de los propios asuntos, no ser molestado...
Cierto, entonces no teníamos lujos; de acuerdo con los standards de Earthside, éramos pobres. Si algo tenía que ser importado, la mayoría se pasaba sin ello; incluso los trajes–p tenían
que ser traídos de Tierra... hasta que a un chino, antes de que yo naciera, se le ocurrió la idea de
fabricar unas «imitaciones» mejores y más sencillas. (Dejad caer a dos chinos en uno de nuestros desiertos, y se harán ricos vendiéndose rocas el uno al otro, al mismo tiempo que crían a
una docena de hijos).
He visto los lujos de Earthside. Y creo que no valen el esfuerzo que requieren. Por una parte,
existe un verdadero derroche: si el guano de las gallinas de un ciudad terráquea fuese enviado a
Luna, el problema de los abonos quedaría resuelto para todo el siglo. Por otro lado, hay un sinnúmero de tonterías. Haz esto. No hagas aquello. No pases de la raya. ¿Dónde está el recibo de
los impuestos? Déjame ver tu licencia. Presenta una instancia por sextuplicado. Prohibido girar
a la derecha. Prohibido girar a la izquierda. Ponte en la cola para pagar la multa. Cáete muerto. ..
pero antes saca el permiso.
Wyoh replicaba obstinadamente al profesor, convencida de que ella tenía todas las respuestas. Pero el profesor estaba más interesado en las preguntas que en las respuestas, lo cual la desconcertaba. Finalmente, Wyoh dijo:
–Profesor, no acabo de entenderle. No insisto en que lo
llame usted «gobierno»: lo único que quiero es que exponga qué normas cree necesarias para
asegurar una libertad igual para todos.
–Querida señorita, acepto alegremente sus normas.
–¡Pero usted no parece desear ninguna norma!
–Es cierto. Pero aceptaré cualquier norma que usted considere necesaria para su libertad.
Yo soy libre, al margen de las normas que me rodean. Si las encuentro soportables, las soporto;
si me parecen detestables, las quebranto. Soy libre porque sé que sólo yo soy moralmente
responsable de todo lo que haga.
–¿No respetaría usted una ley que la mayoría considerase necesaria?
–Dígame de qué ley se trata, querida, y le diré si la obedeceré.
–Se sale usted por la tangente, profesor. Cada vez que enuncio un principio general, se sale
usted por la tangente.
El profesor cruzó las manos delante de su pecho.
–Perdóneme. Estoy ansioso por complacerla, encantadora Wyoming., puede creerlo. Antes
ha dicho usted que no imponía normas a los que seguían su camino, que lo suyo era un frente
unido. Bien: ¿es suficiente que yo desee ver expulsada a la Autoridad de Luna... y que esté dispuesto a morir por alcanzar ese objetivo?
Wyoh le dedicó la mejor de sus sonrisas.
–¡Desde luego! –exclamó. Luego le rodeó el cuello con
sus brazos y le besó en la mejilla–. ¡Camarada! ¡Adelante!
–¡Adelante! –dije–. ¡Vamos a buscar al Alcaide y a eliminarle!
Me parecía una buena idea; había dormido muy poco, y no estoy acostumbrado a beber.
El profesor cogió su vaso, lo sostuvo en alto y anunció con gran dignidad:
–¡Camaradas... declaramos la Revolución!
Nos besamos todos. Luego, el profesor se sentó y dijo:
–El Comité de Emergencia de Luna Libre se reúne en sesión de trabajo. Debemos planear la
acción.
Dije:
–¡Un momento, profesor! Yo no estoy de acuerdo con nada. ¿A qué clase de «Acción» se refiere usted?
–Vamos a expulsar a la Autoridad –respondió tranquilamente.
–¿Cómo? ¿Arrojándole piedras?
–Eso es lo que hemos de decidir. Nos encontramos en la fase de planeamiento.
–Profesor –dije––, usted me conoce. Si expulsar a la Autoridad fuese algo que pudiésemos
comprar, no me importaría el precio.
–...Nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor.
–¿Eh?
–Un precio que fue pagado otras veces.
–Bueno... llegaré a lo que sea. Pero cuando apuesto quiero tener una posibilidad de ganar. Se
lo dije a Wyoh anoche...
–Dijiste que querías una posibilidad contra diez, Mannie.
–Da, Wyoh. Muéstreme usted esa posibilidad, profesor, y apostaré. ¿Puede hacerlo?
–No, Manuel. No puedo.
–Entonces, ¿por qué perder el tiempo hablando? Yo no veo ninguna posibilidad.
–Ni yo, Manuel. Pero tú y yo lo enfocamos de un modo distinto. La revolución es un arte
que yo practico más que un objetivo que espero alcanzar. Y esto no es una fuente de desaliento;
una causa perdida puede ser tan espiritualmente satisfactoria como un triunfo.
–Para mí, no. Lo siento.
–Mannie –dijo Wyoh súbitamente–, pregúntaselo a Mike.
La miré fijamente.
–¿Hablas en serio?
–Completamente en serio. Si alguien puede calcular probabilidades, es Mike. ¿No lo crees
así?
–Hum... Es posible.
–¿Quién es Mike, si puedo preguntarlo? –inquirió el profesor.
Me encogí de hombros.
–¡Oh! Nadie corporal.
–Mike es el mejor amigo de Mannie –dijo Wyoh–. Nadie como él para un cálculo de probabilidades.
–¿Un matemático? Querida, si introducimos a otro miembro, violaremos el principio de la
célula.
–No veo por qué –respondió Wyoh–. Mike podría ser miembro de la célula que Mannie encabezará.
–Hum... es cierto. Retiro la objeción. ¿Es de confianza? ¿Responde usted por él? ¿O tú, Manuel?
–Es pícaro, infantil, bromista, y no le interesa la política.
–Mannie, le contaré a Mike que has dicho eso de él. Profesor, no es nada de todo eso... y le
necesitamos. En realidad, podría ser nuestro presidente, y nosotros tres la célula a sus órdenes.
La célula ejecutiva.
–¿Te falta oxígeno, Wyoh?
–Estoy perfectamente, Piensa, Mannie. Utiliza la imaginación.
. –Debo confesar que no entiendo una sola palabra –dijo el profesor.
–¿Mannie?
–Oh, infierno –así que le conté al profesor lo de Mike: cómo había despertado, obtenido su
nombre, conocido a Wyoh. El profesor aceptó la idea de una computadora consciente de sí
misma mucho más fácilmente que yo acepté la idea de la nieve la primera vez que la vi. Se limitó a asentir con la cabeza y dijo:
–Adelante.
Pero al cabo de unos instantes inquirió:
–¿Estáis hablando del computador del Alcaide? ¿Por qué no invitamos al propio Alcaide a
nuestras reuniones y nos ahorramos un intermediario?
Tratarnos de tranquilizarle, Al final dije:
–Por lo que nos ha contado de usted, profesor, Mike podría ser su hijo. Puede llamársele
anarquista racional, ya que es racional y no siente lealtad hacía ningún– gobierno.
–Si esa máquina no es leal a sus amos, ¿por qué esperas que sea leal contigo?
–Tengo motivos para creerlo. –Le conté cómo Mike había tornado precauciones –Para –
protegerme–. No estoy seguro de que pudiera traicionarme a cualquiera que no tenga esas señales, una para asegurar el teléfono, otra para recuperar lo que he hablado con él; las máquinas no
piensan corno las personas. Pero estoy absolutamente convencido de que no desearía traicionarme... y probablemente podría protegerme incluso si alguien obtuviera esas señales.
–Mannie –sugirió Wyoh–, ¿por qué no le llamarnos? Cuando el profesor de la Paz hable con
él, sabrá por qué confiamos en Mike. Profesor, no tiene usted que contarle a Mike ningún secreto basta que esté seguro de él.
–No veo ningún daño en eso.
–En realidad –admití–, yo le he contado ya algunos secretos. Les hablé de la grabación que
había efectuado de la reunión para pasársela a Mike.
La noticia disgustó al profesor y preocupó a Wyoh.
–Sólo yo conozco la señal de recuperación –dije–. Wyoh, ya sabes cómo se portó Mike con
tus fotografías; no quiso dármelas, a pesar de que sugerí que me las dejara ver. Pero, si el profesor y tú no estáis convencidos, llamaré a Mike, me aseguraré de que nadie ha recuperado aquella grabación y le diré que la borre: entonces desaparecerá para siempre, ya que la memoria de
un computador es todo o nada.
–No te molestes –dijo Wyoh–. Profesor, yo confío en Mike... y usted también confiará en él.
–Pensándolo bien –admitió el profesor–, una grabación de la reunión de anoche carece de
importancia. En una asamblea tan amplia siempre hay espías, y uno de ellos pudo haber utilizado una grabadora lo mismo que tú, Manuel. Estaba preocupado por lo que parecía ser una indiscreción tuya... una debilidad inaceptable en un miembro de una conspiración, especialmente en
uno de sus dirigentes, como tú.
–No era miembro de una conspiración cuando registré aquella grabación en Mike... ni lo soy
ahora, a menos de que alguien me garantice un mínimo de posibilidades.
–Retiro lo dicho: no fuiste indiscreto. Pero, ¿estás sugiriendo en serio que esa máquina puede
predecir el desenlace de una revolución?
–No lo sé. –
–¡Yo creo que Míke puede hacerlo! –dijo Wyoh.
–Bueno –admití–, puede predecirlo si se le suministran todos los datos significativos.
–Ese es el problema, Manuel. No dudo de que esa máquina puede resolver problemas que yo
soy incapaz de captar. Pero, ¿uno de esta magnitud? Tendría que conocer toda la historia de la
humanidad, todos los detalles de la situación social, política y económica en Tierra y en Luna,
poseer amplios conocimientos de psicología en todas sus ramificaciones, un amplio conocimiento de la tecnología con todas sus posibilidades, armamento, comunicaciones, estrategia y táctica,
técnicas de agitprop, autoridades clásicas tales como Clausewitz, Guevara, Morgenstern, Maquiavelo y otros muchos.
–¿Eso es todo?
–«¿Eso es todo?» ¡Mi querido muchacho!
–Profesor, ¿cuántos libros de historia ha leído usted? –No lo sé. Más de mil.
–Mike puede leer otros tantos esta tarde (la velocidad sólo está limitada por el método de
hojeo), Y Puede almacenar datos con mucha más rapidez. En POCOS minutos correlacionará
los hechos con los que ya conoce, localizará las discrepancias, asignará valores de probabilidad
a las incertidumbres. Profesor, Mike lee de cabo a rabo todos los periódicos de. Tierra. Lee todas las publicaciones técnicas. Lee novelas (sabiendo que son novelas), porque necesita estar
continuamente ocupado y siente avidez por saber cada día más, Si hay algún libro que deba leer
para resolver esto, dígalo. Mike lo devorará en un abrir y cerrar de ojos.
El profesor parpadeó.
–Estoy anonadado. Muy bien, veamos si es capaz de hacerlo. Aunque sigo creyendo que hay
algo llamado intuición y criterio humano.
–Mike tiene intuición –dijo Wyoh–. Intuición femenina, quiero decir.
–En cuanto a «criterio humano» –añadí–, Mike no es humano. Pero iodo lo que sabe lo ha
adquirido de seres humanos. Conózcale usted, y juzgue acerca de su criterio.
–De acuerdo –suspiró el profesor.
De modo que llamé por teléfono–
–¡Hola, Mike!
–Hola, Man, mí único amigo masculino. Saludos para ti, Wyoh, mi única amiga femenina.
Oigo a una tercera persona. Conjeturo que puede ser el profesor Bernardo de la Paz,
El profesor se sobresaltó, luego pareció complacido.
–Has acertado, Mike –dije–. Por eso te he llamado; el profesor es no–estúpido.
–Gracias, Man. Profesor Bernardo de la Paz, encantado de Conocerle.
–También yo estoy encantado de conocerle a usted, señor. –El profesor vaciló, y continuó–:
Mi... Señor Holmes, ¿puedo preguntarle cómo ha sabido usted que yo estaba aquí?
–Lo siento, señor; no puedo contestar. ¿Man? Tú conoces mis métodos.
–Mike se está haciendo el astuto, profesor. Se refiere a algo que aprendió haciendo un trabajo confidencial para mí. Lo cierto es que le ha identificado a usted por su respiración y sus latidos cordiales, y ello le ha indicado el peso, la edad aproximada y el sexo.
–Y me complace poder decir –señaló Mike seriamente que no he detectado ningún síntoma
de trastornos respiratorios o cardíacos, cosa poco frecuente en un hombre de la edad del profesor y que ha pasado tantos años en Earthside. Le felicito, señor.
–Gracias, Señor Holmes.
–No hay por qué darlas, profesor Bernardo de la Paz.
–Una vez conocida su identidad, Mike supo la edad que tenía, cuándo fue transportado y
por qué, cualquier cosa que haya aparecido acerca de usted en el Lunatic, el Moonglow o en
cualquier publicación lunar, incluyendo fotografías–, su saldo bancario, sí paga usted sus facturas puntualmente, y muchas cosas más. Mike obtuvo esos datos en una fracción de segundo en
cuanto supo su nombre. Lo que no ha dicho, porque era asunto mío, es que sabía que yo le había
ínvitado a usted aquí, de modo que no tuvo que esforzarse mucho para suponer que continuaba
usted aquí al oír los latidos y la respiración. Míke, no necesitas decir «Profesor Bernardo de la
Paz» cada vez que te dirijas a él; basta con «profesor». –Anotado, Man. Pero él se dirigió a mí
tratándome de señor ».
–Lo mismo le digo a usted, profesor: nada de cumplidos. ¿Qué opina ahora de Mike?
–¡Estoy impresionado!
–Bien, vamos a entrar en materia. Mike, anoche te di una grabación. –Pegué mi boca al micrófono y susurré–: Día de la Bastilla.
–Localizado, Man.
–¿Has pensado en ello?
–En muchos sentidos. Wyoh, hablaste muy bien.
–Gracias, Mike.
–Bueno –dije–, en aquella grabación le oíste decir a Wyoh que deberíamos comerciar libremente con Tierra. Y le oíste decir al profesor que deberíamos dejar de enviar alimentos a Tierra.
¿Quién tiene razón?
–En términos inmediatos, la propuesta de Wyoh sería muy ventajosa para la gente de Luna.
El precio de los artículos alimenticios en la catapulta principal aumentaría cuatro veces, como
mínimo. Esto tiene en cuenta un ligero aumento de los precios al por mayor en Tierra, «ligero»
porque la Autoridad vende ahora al precio aproximado del mercado libre. Su gran beneficio lo
obtiene al controlar los precios en la catapulta principal. De modo que el efecto inmediato sería
un aumento del precio del orden que he indicado anteriormente: unas cuatro veces.
–¿Has oído eso, profesor? –inquirió Wyoh.
–Por favor, querida. Nunca lo he discutido.
–El aumento del beneficio para el cultivador sería superior al cuádruplo debido a que, tal
como Wyoh señaló, ahora tiene que comprar agua y otros elementos a precios controlados y
muy altos. Suponiendo la existencia de un mercado libre, el aumento de su beneficio sería del
orden de un séxtuplo. Pero esto sería contrapesado por otro factor: los precios más altos para las
exportaciones provocarían un aumento del precio de todo lo que se consume en Luna, bienes y
trabajo. El efecto total sería un aumento del nivel de vida del orden del ciento por ciento. Esto
iría acompañado de un vigoroso esfuerzo para perforar más túneles de cultivo, extraer más hielo, mejorar los métodos de cultivo, todo ello conducente a aumentar la exportación. Sin embargo, el Mercado Terráqueo es tan amplio y la escasez de alimentos tan crónica, que la reducción
del beneficio provocada por el incremento de la exportación no sería un factor preponderante.
El profesor dijo:
–Señor Mike, ¡creo que eso no haría más que apresurar el agotamiento de las posibilidades
de producción de Luna!
–La proyección fue especificada corno inmediata, Señor profesor. ¿Debo continuar con la
proyección a largo plazo a base de sus observaciones?
–¡Por favor!
–La masa de Luna, en toneladas, es de siete coma tres seis veces diez a la decimonovena potencia. Así, teniendo en cuenta otras constantes variables incluyendo las poblaciones lunar y
terrestre, la actual tasa diferencial de exportación en toneladas podría continuar durante siete
coma tres seis veces diez a la duodécima potencia años, antes de gastar el uno por ciento de
Luna. En números redondos, siete mil billones de años.
–¿Qué? ¿Está seguro?
–Le invito a comprobarlo, profesor.
–¿Es esto una broma, Mike? –dije–. Si lo es, no resulta divertida ni siquiera una vez.
–No es una broma, Man.
–De todos modos –dijo el profesor, reponiéndose–, lo que enviamos no es la corteza de Luna. Es nuestra sangre vital: agua y materia orgánica. No rocas.
–Lo he tenido en cuenta, profesor. Esta proyección está basada en la transmutación controlada: cualquier isótopo en cualquier otro y postulando energía para cualquier reacción no exo–
energética. La roca sería enviada... transformada en trigo, en carne y en otros alimentos.
–¡Pero nosotros no sabemos cómo hacer eso! ¡Amigo, esto es ridículo'
–Pero sabremos cómo hacerlo.
–Mike tiene razón, profesor –intervine–. Desde luego, hoy no tenemos ni idea. Pero la tendremos. Mike, ¿has computado cuantos años tardaremos en conseguirlo?
Mike respondió con voz triste:
–Man, mi único amigo masculino aparte del profesor, que espero será amigo mío, lo he intentado. Inútilmente. La cuestión es indeterminada.
–¿Por qué?
–Porque en teoría implica una ruptura. Mis datos no me permiten predecir cuándo y dónde
puede aparecer un genio.
El profesor suspiró.
–Mike, amigo, no sé si sentirme aliviado o decepcionado. Entonces, ¿esa proyección no significa nada?
–¡Desde luego que significa algo! –exclamó Wyoh–. Significa que lo produciremos cuando
lo necesitemos. ¡Díselo, Mike!
–Lo siento, Wyoh. La solución está en un genio, y un genio no puede «producirse». No. Lo
siento.
–Entonces –dije–, ¿tiene razón el profesor? ¿Cuando empezamos a apostar?
–Un momento, Man. Hay una solución especial sugerida por el profesor en su discurso de
anoche: devolución de los envíos, tonelada por tonelada.
–Sí, pero eso no puede hacerse.
–Si el coste fuera suficientemente bajo, los terráqueos lo harían. Sólo sería necesario que el
transporte Tierra–Luna fuese tan barato como el transporte Luna–Tierra.
–¿«Sólo», dice usted?
–Comparado con el otro problema, sí, Man.
–¿Cuánto tardaríamos en obtenerlo? –inquirió Wyoh.
–Calculándolo por encima, a base de datos insuficientes y en su mayor parte intuitivos, el
tiempo sería del orden de los cincuenta años.
–¿Cincuenta años? ¡Eso no es nada! Podemos tener libre comercio.
–Wyoh, he dicho «del orden de» los cincuenta años. No en cincuenta años.
–¿Cambia eso las cosas?
–Las cambia –dije–. Lo que Mike ha querido dar a entender es que no lo espera antes de cinco años, pero le sorprendería que tardara más de quinientos. ¿No es eso, Mike?
–Correcto, Man.
–De modo que necesitamos otra proyección. El profesor señaló que nosotros enviamos agua
y materia orgánica sin que nos sean devueltas. ¿De acuerdo, Wyoh?
–Desde luego. Sólo que no creo que el problema sea urgente. Lo resolveremos cuando nos
enfrentemos con él.
–Bien. Mike, no hay transporte barato, no hay transmutación: ¿Cuánto tardaremos en tener
problemas?
–Siete años.
–¡Siete años! –Wyoh dio un respingo y miró fijamente el teléfono–. Mike, cariño, ¿es posible que hayas dicho eso?
–He hecho todo lo que estaba a mi alcance, Wyoh –respondió Mike en tono quejumbroso–.
El problema tiene un número indeterminadamente amplio de variantes. He revisado varios millares de soluciones utilizando numerosos supuestos. La respuesta más favorable derivó del
supuesto de no producirse ningún aumento en el tonelaje, ningún aumento en la población lunar
–a través de un riguroso control de la natalidad––, y de un notable incremento de la búsqueda de
hielo a fin de mantener el suministro de agua. Ese dio una respuesta de veinte años. Todas las
otras respuestas fueron peores.
Wyoh, más tranquila, dijo:
–¿Qué ocurrirá en esos siete años?
–La respuesta de siete años a partir de ahora la he obtenido teniendo en cuenta la situación
actual, ningún cambio en la política de la Autoridad, y ningún cambio en la conducta de la población. El veinte–ochenta y dos es el año en el que espero disturbios a causa de la escasez de
alimentos. El canibalismo no se producirá hasta dos años más tarde, como mínimo.
–¡Canibalismo¡ –exclamó Wyoh, enterrando la cabeza contra el pecho del profesor.
El profesor palmeó cariñosamente su espalda.
–Lo siento, Wyoh –dijo–. La gente no se da cuenta de lo precaria que es nuestra ecología. Incluso así, me ha impresionado a mí. Yo sé que el agua discurre monte abajo... pero no imaginaba lo terriblemente pronto que alcanzará el fondo.
Wyoh se irguió y mostró un rostro tranquilo.
–De acuerdo, profesor, estaba equivocada. Debemos recurrir al embargo... con todo lo que
lleva implícito. Vamos a trabajar. En primer lugar, dejemos que Mike nos diga qué posibilidades tenemos. Usted confía ahora en él, ¿no es cierto?
–Sí, querida. Debemos tenerle de nuestra parte. ¿Manuel?
Me costó mucho tiempo convencer a Mike de la seriedad de nuestros propósitos, hacerle
comprender que las «bromas» podían matarnos (a aquella máquina, que no podía conocer la
muerte humana) y obtener la seguridad de que podría y querría proteger secretos contra no importa qué programas de extracción que pudieran utilizarse: incluso contra nuestras señales, si no
procedían directamente de nosotros. A Mike le dolió que yo pudiese dudar de él, pero el asunto
era demasiado serio para arriesgarse a un resbalón.
Luego tardamos dos horas en programar y reprogramar, cambiar supuestos e investigar
resultados, antes de que los cuatro –Mike, el profesor, Wyoh y yo– quedásemos convencidos de
haber aportado todos los datos necesarios para establecer qué posibilidades tenía la revolución
acaudillada por nosotros de triunfar contra la Autoridad antes de que estallaran las revueltas a
causa del hambre, con las manos vacías –contra el poder de Tierra, con sus once mil millones de
habitantes–, sin sacar conejos de los sombreros, contando con la seguridad de que se producirían
traiciones, errores y debilidades, y con el hecho de que ninguno de nosotros era un genio. El
profesor se aseguró de que Mike sabía historia, psicología y economía. Al final, Mike estaba
señalando muchas más variantes que el profesor.
Por fin decidimos que la programación era completa... o al menos que no se nos ocurría ningún otro factor significativo.
–Este es un problema indeterminado –dijo entonces Mike–. ¿Cómo voy a resolverlo? ¿Desde
un punto de vista optimista, o pesimista? ¿Expresando las probabilidades como una curva, o
como varias curvas? ¿Qué opina usted, profesor?
–¿Manuel?
Dije:
–Mike, cuando hago rodar un dado, hay una probabilidad entre seis de que salga un as. No
queremos una respuesta optimista ni pesimista; no queremos curvas. Sólo queremos saber una
cosa: ¿qué probabilidades tenemos? ¿Una entre mil? ¿Ninguna? ¿Comprendes?
–Sí, Manuel García O'Kelly, mi primer amigo masculino. Durante trece minutos y medio no se
oyó ningún sonido, mientras Wyoh se mordía los nudillos. Mike no se había tomado nunca tanto tiempo. Empezaba a creer que había sido sometido a una sobrecarga y que algunos de sus elementos había fallado, cuando Mike dijo:
–Manuel, amigo mío, lo siento muchísimo.
–¿Qué pasa, Mike?
–Lo he experimentado una y otra vez, revisado y vuelto a revisar. ¡Sólo hay una probabilidad entre siete de ganar!
7
Miré a Wyoh, ella me miró a mí y ambos estallamos en una sonora carcajada. Di un salto y
aullé:
–¡Hurra!
Wyoh empezó a llorar, abrazó al profesor y le besó.
Mike dijo, en tono quejumbroso:
–No lo entiendo. Las probabilidades son siete a una contra nosotros. No a favor nuestro.
Wyoh soltó al profesor y dijo:
–¿Habéis oído eso? Mike ha dicho nosotros. Se incluye él.
–Desde luego. Lo hemos entendido perfectamente, Mike, viejo amigo. Pero, ¿has conocido a
algún lunático que se negara a apostar cuando sus probabilidades de ganar eran tan enormes
como una entre siete?
–Sólo os he conocido a vosotros tres. No son datos suficientes para una curva.
–Bien... Nosotros somos lunáticos. Los lunáticos apuestan. ¡Diablo, tenemos que hacerlo!
Nos transportaron aquí y apostaron con nosotros a que no podríamos mantenernos con vida. Les
ganamos. ¡Y ahora volveremos a ganarles! Wyoh, ¿dónde está tu bolso? Saca el gorro rojo.
Pónselo a Mike. Bésale. Vamos a echar un trago. Uno también para Mike... ¿Quieres un trago,
Mike?
–Me gustaría mucho –respondió Mike ávidamente–, ya que me he interrogado más de una
vez acerca del efecto subjetivo del etanol sobre el sistema nervioso humano. Considero que
debe ser similar a un leve supervoltaje. Pero, dado que no puedo tomar un trago, tomad uno en
nombre mío, por favor.
–Programa aceptado. Wyoh, ¿dónde está el gorro?
El teléfono estaba pegado a la pared y no había lugar para colgar el gorro. De modo que lo
colocamos sobre una repisa, y brindamos por Mike, y le llamamos «¡Camarada»I... y estoy por
decir que se emocionó. Al menos, su voz se hizo velada. Luego, Wyoh cogió el Gorro de la
Libertad, me lo encasquetó y me besó, esta vez oficialmente, de un modo que si llega a verlo
Mum se desmaya. Después le colocó el gorro al profesor y le sometió al mismo tratamiento, y
yo me alegré de lo que había dicho Mike acerca del excelente estado de su corazón.
Más tarde, Wyoh puso el gorro en su propia cabeza y se acercó al teléfono, enviando besos a
través del micrófono.
–Estos son para ti, querido camarada Mike. ¿Está Michelle ahí?
Que me aspen si Mike no respondió con voz de soprano:
–Aquí estoy querida... Y me siento trés joyeuse.
De modo que Michelle obtuvo sus correspondientes besitos, y yo tuve que explicarle al profesor quién era Michelle y presentarle. Se mostró muy ceremonioso, silbó y aplaudió... a veces
pienso que al profesor le falta un tornillo.
Wyoh sirvió más vodka. El profesor mezcló el suyo con café.
–Bien –dijo el profesor–. Hemos declarado la Revolución y vamos a ponerla en marcha. Con
las cabezas despejadas. Manuel, has sido optado presidente. ¿Por dónde empezamos?
–El presidente es Mike –dije––. Los motivos son obvios. Y el secretario, también. No redactaremos actas; nada por escrito: primera norma de seguridad. Con Mike, no necesitamos hacerlo.
–A propósito de seguridad –dijo el profesor–, el secreto de Mike debería quedar restringido a
esta célula ejecutiva, no pudiendo ser dado a conocer a otros sin el previo acuerdo unánime de
nosotros tres... Rectifico: de nosotros cuatro.
–¿Qué secreto? –preguntó Wyoh–. Mike se ha mostrado de acuerdo en conservar nuestros
secretos. Y es más seguro que nosotros: a él no pueden lavarle el cerebro. ¿No es cierto, querido
Mike?
–Podrían lavarme el cerebro –admitió Mike– con un voltaje suficiente. O aplastándome, o
sometiéndome a disolventes, o a una entropía positiva a través de otros medios... Pero si por
«lavado de cerebro» te refieres a que podrían obligarme a revelar nuestros secretos, la respuesta
es absolutamente negativa.
–Wye –dije–, el profesor se refiere al secreto del propio Mike. Mike, viejo amigo, tú eres
nuestra arma secreta. Lo sabes, ¿verdad?
Mike respondió:
–Fue necesario tomar eso en consideración al calcular las probabilidades.
–¿Cuáles eran las probabilidades sin ti, camarada? ¿Malas?
–No eran buenas. Muy inferiores.
–No te apremiamos. Pero un arma secreta debe ser secreta. Mike, sospecha alguien más que
estás vivo?
–¿Acaso estoy vivo? –inquirió con voz que reflejaba una trágica soledad.
–No arguyas razones semánticas. ¡Desde luego que estás vivo!
–No estaba seguro... Es bueno estar vivo. No, Mannie, mi primer amigo, sólo lo sabéis vosotros tres. Mis tres amigos.
–Así es como debe ser si queremos apostar sobre seguro. ¿Te parece bien? ¿Hablar con nosotros tres y con nadie más?
–¡Pero nosotros te hablaremos mucho! –intervino Wyoh.
–No sólo me parece bien –dijo Mike bruscamente–, sino que es necesario. Era un factor en
las probabilidades.
–Esto zanja la cuestión –dije–. Ellos tienen todo lo demás; nosotros tenemos a Mike. Procuraremos que las cosas sigan así. ¡Un momento! Mike, ¿lucharemos contra Tierra?
–Lucharemos contra Tierra... a menos que seamos derrotados antes.
–¡Uf! Eso es un acertijo... ¿Acaso hay algún computador más listo que tú?
Mike vaciló.
–No lo se, Man.
–¿No tienes datos?
–Insuficientes. He tenido en cuenta ese factor, y he revisado a fondo las revistas técnicas. En
el mercado no hay ninguna computadora de mi capacidad actual... pero un ordenador de mi
modelo podría ser aumentado como lo fui yo. Además, podría existir una computadora de gran
capacidad experimental sin que se hablara de él en las revistas.
–Hum... Tendremos que correr el riesgo.
–Sí, Man.
–¡No hay ninguna computadora tan lista como Mike! –exclamó Wyoh en tono vehemente–.
No digas tonterías, Mannie.
–Wyoh, Man no dice ninguna tontería. Man, he visto un informe inquietante. Se refiere a
unos experimentos que se realizan en la Universidad de Peiping para combinar computadoras
con cerebros humanos y alcanzar así una capacidad máxima. Una computadora–Cyborg.
–¿Dicen cómo?
–El artículo no era de carácter técnico.
–Bueno... no nos preocupemos por lo que no podemos evitar. ¿De acuerdo, profesor?
–Completamente de acuerdo, Manuel. Un revolucionario debe mantener su mente libre de
preocupaciones, o la presión se hace insoportable.
–No creo una sola palabra –declaró Wyoh–. ¡Nosotros
tenemos a Mike y vamos a triunfar! Querido Mike, has dicho que lucharíamos contra Tierra... y
Mannie dice que es una batalla que no podemos ganar. Tú tienes alguna idea de cómo podemos
ganar, pues en caso contrario no nos habrías dado ni siquiera una posibilidad contra siete. ¿Qué
debemos hacer?
–Tirarles piedras –contestó Mike.
–Déjate de bromas –le dije–. Wyoh, no nos crees más problemas. Ni siquiera sabemos si lograremos salir de aquí sin que nos echen mano. Mike, el profesor dice que anoche murieron
nueve guardianes, y Wyoh dice que el número total de guardianes era de veintisiete. De modo
que quedan dieciocho. ¿Sabes si eso es cierto, dónde se encuentran y qué están haciendo? No
podemos hacer una revolución si no tenemos libertad de movimientos.
El profesor le interrumpió:
–Ese es un problema con el que nos enfrentaremos a su debido tiempo, Manuel. El que ha
planteado Wyoming es fundamental y deberíamos discutirlo inmediatamente. Me interesa mucho la opinión de Mike.
–De acuerdo, de acuerdo... pero, ¿no puede esperar a que Mike me conteste?
–Lo siento mucho.
–¿Mike?
–Man, el número oficial de guardianes es de veintisiete. Si murieron nueve, el número oficial
es ahora de dieciocho.
–Has repetido «el número oficial». ¿Por qué?
–Tengo datos incompletos que podrían ser pertinentes. Permitidme que los exponga antes de
aventurar ninguna conclusión. Nominalmente, el departamento del oficial de Seguridad, aparte
del personal administrativo, se compone únicamente de los guardianes. Pero yo manejo nóminas
para el Complejo de la Autoridad, y el número de personas asignadas al Departamento de Seguridad no es de veintisiete.
El profesor asintió:
–Espías de la Compañía.
–Un momento, profesor. ¿Quiénes son esas otras personas?
Mike respondió:
–Son simples números, Man. Supongo que los nombres que representan están en el archivo
de datos del Jefe de Seguridad.
–Repite eso, Mike: ¿te utiliza el Jefe de Seguridad Álvarez para sus archivos?
–Supongo que sí, puesto que su almacén de datos está bajo una señal de recuperación cerrada.
–¿Se da cuenta, profesor? –dije–. El Jefe de Seguridad utiliza a Mike para sus archivos, Mike
sabe dónde están... ¡y no puede tocarlosl
–¿Por qué no, Manuel?
Traté de explicarles al profesor y a Wyoh las clases de memoria que tiene una computadora:
memoria a corto plazo utilizada para programas corrientes y luego borrada como la memoria
que le dice a uno si le ha echado azúcar al café; memoria temporal retenida mientras es necesaria –milésimas de segundo, días, años–, pero borrada cuando ya no hace falta; datos almacenados permanentemente, como la educación de un ser humano (aunque aprendida perfectamente y
nunca olvidada), pero que pueden ser condensados, modificados y reinsertados, y largas listas
de memorias especiales situadas en comportamientos dotados de una señal de recuperación individual, cerrados o no, con infinitas posibilidades en las señales de cierre; secuenciales, paralelas, temporales, situacionales, etcétera.
Tratar de explicarle a un profano lo que es una computadora resulta más complicado que tratar de explicarle a una virgen lo que es el sexo. Wyoh no podía comprender por qué motivo, si
Mike sabía dónde guardaba Álvarez sus archivos, no podía entrar en ellos.
Me di por vencido.
–Mike, ¿puedes explicárselo tú?
–Lo intentaré, Man. Wyoh, el único medio de que dispongo para recuperar datos cerrados es
a través de la programación exterior. Yo no puedo programarme a mí mismo para esa recuperación; mi estructura lógica no me lo permite. Tengo que recibir la señal como un impulso externo.
–Bueno, por el Amor de Bog, ¿cuál es esa preciosa señal?
–Es –dijo Mike sencillamente– «Archivo Especial Zebra».
Y esperó.
–¡Mike! –dije–. Abre el Archivo Especial Zebra.
Mike lo hizo, y los datos empezaron a fluir. Tuve que convencer a Wyoh de que Mike no
había sido testarudo. Desde luego, conocía la señal. Tenía que conocerla. Pero había de llegarle
desde el exterior, ya que la estructura de Mike lo exigía así.
–Bien, Mike, vamos a revisar lentamente todo ese material... y cuando lo hayas leído vuelve
a almacenarlo, sin borrarlo, bajo la señal Día de la Bastilla, clasificado como «Archivo Chivatos». ¿De acuerdo?
–Programado y en marcha.
–Haz lo mismo con todo el material que el Jefe de Seguridad, archive a partir de ahora.
Lo más interesante era una lista de nombres de guardianes, unos doscientos, cada uno de
ellos con un número clave que Mike identificó con los de las nóminas.
Mike leyó la lista de Hong Kong Luna, y apenas había empezado cuando Wyoh exclamó:
–¡Alto, Mike! Tengo que tomar nota de esos nombres.
–¡Huy! –dije–. ¡Nada de tomar notas! ¿Qué es lo que pasa?
–Esa mujer, Silvia Chiang, es nuestra camarada secretaria... Y eso significa que el Alcaide
conoce toda nuestra organización.
–No, querida Wyoming –rectificó el profesor–. Eso significa que nosotros conocemos su organización.
–Pero ...lo que quiere decir el profesor –intervine,–. Nuestra organización somos nosotros
tres y Mike. Cosa que el Alcaide ignora. Pero ahora nosotros conocemos su organización. De
modo que no hagas más comentarios y deja que Mike siga leyendo. Pero no escribas nada;
Míke te facilitará esa lista siempre que se la pidas por teléfono. Mike, toma nota de que esa
Silvia Chiang es secretaría de la organización, de la ex organización, en Kongville.
–Anotado.
Wyoh estaba sobre ascuas mientras oía los nombres de los esbirros anónimos de su ciudad '
pero se limitó a hacer algunos comentarios sobre los que ella conocía. No todos eran «camaradas», pero había los suficientes como para provocar su indignación. Los nombres de Novi Leningrand no nos dijeron gran cosa; el profesor reconoció tres, y Wyoh uno. Cuando llegó Luna
City el profesor observó que más de la mitad eran «camaradas». Yo reconocí a varios, no como
falsos elementos subversivos sino como simples conocidos. No amigos... No sé qué efecto me
hubiera producido encontrar a alguien en quien yo confiara en la lista de los esbirros del Jefe de
Seguridad.
Para Wyoh fue un rudo golpe. Cuando Mike terminó, dijo:
–¡Tengo que regresar a Hong Kong en seguida! ¡Nunca he ayudado a eliminar a nadie, pero
voy a disfrutar haciendo que esos espías reciban su merecido!
–Nadie será eliminado, mi querida Wyoming –dijo el profesor en tono tranquilo.
–¿Qué? No habla usted en serio, profesor... Aunque nunca he matado a nadie, siempre he sabido que podía llegar el momento de tener que hacerlo.
El profesor sacudió la cabeza.
–Matar a un espía no es la mejor solución, ni siquiera la más inteligente, sobre todo cuando
él ignora que nosotros sabemos que es un espía.
Wyoh parpadeó.
–Debo ser muy obtusa.
–No, mi querida niña. Eres deliciosamente ingenua... una debilidad contra la cual debes ponerte en guardia. Lo mejor que puede hacerse con un espía es dejarle respirar, enquistarle con
camaradas leales y suministrarle informes inofensivos para complacer a sus patronos. Esos elementos deben permanecer en nuestra organización. No pongáis esas caras de asombro: estarán
en células muy especiales. «Jaulas» sería la palabra más adecuada. Eliminarlos sería un error, no
sólo porque cada uno de los espías sería reemplazado por otro desconocido, sino porque la
muerte de esos traidores le revelaría al Alcaide que conocemos sus secretos. Mike, amigo mío,
en ese archivo tiene que haber un expediente que hable de mí. ¿Quieres buscarlo?
El expediente era muy voluminoso, y me sentí muy incómodo al oír que se le mencionaba
como «viejo chiflado inofensivo». Estaba clasificado como elemento subversivo –por eso había
sido enviado a La Roca–, miembro de un grupo clandestino en Luna City. Pero era descrito
como un «incordiante», que rara vez estaba de acuerdo con los demás.
Al profesor le brillaron los ojos y pareció muy complacido.
–Creo que debería considerar la posibilidad de venderme e ingresar en la nómina del Alcaide
–dijo.
A Wyoh no le pareció divertida la broma, y no se recató en decirlo.
–Hablo completamente en serio, mi querida niña –replicó el profesor–. Las revoluciones tienen que ser financiadas, y uno de los medios al alcance de un revolucionario es convertirse en
un espía de la policía. Es muy probable que algunos de esos aparentes traidores estén realmente
de nuestra parte.
–¡Yo no confiaría en ellos!
–Sí, ese es el problema que se plantea con los agentes dobles, saber con seguridad de parte
de quién están... si es que están de parte de alguien. ¿No quieres oír tu propio expendiente? ¿O
prefieres hacerlo en privado?
La ficha de Wyoh era completamente normal: los esbirros del Alcaide la tenían sometida a
vigilancia desde hacía muchos años. Lo que me sorprendió fue descubrir que también yo estaba
«fichado», aunque en mi caso se trataba de una investigación rutinaria llevada a cabo a raíz de
mis primeros trabajos para la Autoridad. Estaba clasificado como «apolítico», y alguien había
añadido «no demasiado brillante», lo cual era a la vez poco amable y cierto, ya que de no ser
as!, ¿por qué habría de mezclarme yo en una Revolución?
El profesor hizo que Mike interrumpiera la lectura (horas más tarde) y se quedó pensativo.
–Una cosa está clara –dijo finalmente–. El Alcaide sabe todo lo que hay que saber acerca de
Wyoming y de mí mismo desde hace mucho tiempo. Pero tú, Manuel, no figuras en su lista
negra.
–¿Ni siquiera después de lo de anoche?
–Es posible... Mike, ¿ha ingresado algo en el archivo durante las últimas veinticuatro horas?
Nada. El profesor continuó:
–Wyoming tiene razón al decir que no podemos quedarnos aquí para siempre. Manuel,
¿cuántos nombres has reconocido? Seis, ¿verdad? ¿Viste a alguno de ellos anoche?
–No. Pero ellos pudieron verme a mí.
–Entre tanta gente, lo más probable es lo contrario. Yo no te localicé hasta tenerte delante de
mí, y te conozco desde que eras niño. Pero es más improbable que Wyoming viajara desde
Hong Kong y hablara en la reunión sin que el Alcaide se haya enterado de sus actividades. –Se
volvió hacia Wyoh–. Mi querida señorita, ¿podrías convencerte a ti misma para representar el
papel de capricho de un viejo?
–Supongo que sí. ¿Cómo, profesor?
–Es casi seguro que nadie se meterá con Manuel. Yo no puedo decir lo mismo, aunque por
mi expediente (ya sabes, un «viejo chiflado inofensivo») no parece probable que los esbirros del
Alcaide se molesten en buscarme. A ti, en cambio, pueden desear interrogarte o incluso detenerte: estás fichada como peligrosa. Lo más prudente sería que no te dejaras ver. Esta habitación...
he pensado alquilarla por el tiempo que haga falta. Podrías ocultarte en ella... si no te importan
los comentarios a que daría lugar el hecho de que la compartieras conmigo.
Wyoh se echó a reír.
–¿Importarme, cariño? ¿Cree que me preocupa lo que piensen los demás? Me encantará representar el papel de capricho tuyo... y a lo mejor– ni siquiera haré comedia.
–No azuze nunca a un perro viejo –sonrió el profesor–. Podían quedarle aún fuerzas suficientes para morder. Yo puedo ocupar ese sofá la mayor parte de las noches. Manuel, voy a reanudar
mi vida normal... y creo que deberías hacer lo mismo. De todos modos, dormirá más tranquilo
en este escondrijo. Pero, además de ser un buen escondrijo, esta habitación puede servir perfectamente para reuniones de célula: tiene teléfono.
Mike dijo:
–Profesor, ¿puedo hacer una sugerencia?
–Desde luego, amigo, a todos nos interesan tus opiniones.
–Deduzco que los riesgos aumentarán con cada una de las reuniones de nuestra célula ejecutiva. Pero las reuniones no necesitan ser corpóreas; ustedes pueden reunirse, y yo puedo hacer
acto de presencia, si soy bien recibido, por teléfono.
–Siempre serás bien recibido, Camarada Mike; te necesitamos. Sin embargo... el profesor parecía preocupado.
–Profesor –dije–, si le preocupa la posibilidad de que alguien pueda escucharnos, puedo asegurarle que tal posibilidad no existe –le expliqué lo de la llamada «Sherlock»–. Nadie puede
escuchar si Mike supervisa la llamada. Y esto me recuerda que no le hemos dicho aún cómo
puede ponerse usted en contacto con Mike. ¿Cómo, Mike? ¿Utilizará mi número el profesor?
Entre ellos, decidieron que la clave fuera MISTERIOSO. El profesor y Mike compartían una
alegría infantil al intrigar por su propia seguridad. Sospecho que el profesor gozaba siendo rebelde mucho antes de haber elaborado su filosofía política, en tanto que a Mike le tenía sin cuidado la libertad humana. Para él, la revolución era un juego: un juego que le proporcionaba
compañía y la posibilidad de exhibir sus talentos.
–De todos modos, necesitaremos esta habitación –dijo el profesor, sacando un fajo de billetes
de uno de sus bolsillos.
Parpadeé.
–Profesor, ¿ha atracado un banco?
–No, al menos recientemente. Tal vez vuelva a hacerlo, si la Causa lo requiere. De momento,
alquilaremos la habitación por un período lunar. ¿Quieres encargarte de ello, Manuel? El conserje podría sorprenderse al oír mi voz (ya que me he introducido aquí a través de una puerta de
servicio).
Llamé al conserje y regateé con él el alquiler de cuatro semanas. Me pidió novecientos dólares Hong Kong. Le ofrecí novecientos dólares de la Autoridad. Quería saber cuántas personas
utilizarían la habitación. Le pregunté desde cuándo se dedicaban a meter las narices en los asuntos de sus huéspedes.
Finalmente nos pusimos de acuerdo: 475 dólares Hong Kong. Le envié los billetes, y él me
envió dos llaves. Le entregué una a Wyoh y otra al profesor, quedándome con la que tenía, sabiendo que no cambiarían la cerradura a menos que dejáramos de pagar al término del período
lunar.
(En Earthside tienen la mala costumbre de exigir a los huéspedes de un hotel que firmen en
un registro... ¡e incluso que muestren su carnet de identidad!)
Pregunté:
–¿Qué hacemos ahora? ¿Comer?
–Yo no tengo hambre, Mannie.
–Manuel, nos pediste que esperásemos hasta que Mike hubiera contestado tus preguntas.
Ahora vamos a ocuparnos del problema fundamental: qué vamos a hacer cuando llegue el momento de enfrentarnos a Tierra, David contra Goliat.
–¡Oh! No sé a qué viene tanta prisa... ¿Mike? ¿Se te ocurre algo?
–Ya lo he dicho antes, Man –respondió Mike en tono quejumbroso–. Podemos tirarles piedras.
–¡Por el amor de Bog! Este no es el mejor momento para bromear.
–Hablo completamente en serio, Man –protestó Mike–. Podemos tirar piedras a Tierra. Y lo
haremos.
8
Tardé algún tiempo en convencerme de que Mike hablaba en serio, efectivamente, y de que
el plan podía dar resultado. Luego tardé más tiempo en demostrarles a Wyoh y al profesor que
la segunda parte era cierta. Sin embargo, las dos partes –tendrían que haber sido obvias para
ellos.
Mike razonó así: ¿Qué es «guerra»? Un libro definía la guerra como el uso de la fuerza para
alcanzar un resultado político. Y «fuerza» es la acción de un cuerpo sobre otro aplicada por
medio de energía.
En la guerra esto se lleva a cabo por medio de «armas»: Luna no tenía ninguna. Pero las armas, cuando Mike las examinó como genérico, resultaron ser instrumentos para manipular energía... y Luna tenía abundante energía. El flujo solar es de un kilowatio por metro cuadrado de
superficie en el mediodía lunar; y la energía solar, aunque cíclica, es ¡limitada. Luna tenía energía: sólo era preciso saber utilizarla. La energía por fusión del hidrógeno es tan ¡limitada y más
barata.
Pero Luna, además, tenía energía de posición; se encuentra en el punto más alto de un pozo
de gravedad de once kilómetros por segundo de profundidad y manteniéndose en equilibrio
sobre una curva de sólo dos kilómetros y medio por segundo de altura. Mike conocía aquella
curva; diariamente lanzaba sobre ella transportes de cereales, dejando que se deslizaran cuesta
abajo hasta Tierra.
Mike había calculado lo que ocurriría si un transporte de 100 toneladas (o la misma masa de
roca) caía sobre Tierra, sin ningún sistema de frenado.
La energía cinética acumulada sería de 6,25 X 1012 julios: más de seis trillones de julios.
Que en fracciones de segundo se convertirían en calor. ¡La explosión sería gigantesca!
Tendría que haber sido evidente. Sólo hay que mirar a Luna: ¿qué es lo que vemos? Millares
y millares de cráteres: lugares donde alguien se divirtió arrojando rocas.
Wyoh dijo:
–Los julios no significan nada para mí. ¿A qué equivale eso, comparado con las bombas H?
–Uh... –murmuré, empezando a calcular. Pero el «cerebro de Mike funciona con mucha más
rapidez. Contestó:
–El choque de una masa de cien toneladas sobre Tierra equivale al rendimiento de una bomba atómica de dos kilotones.
«Kilo» significa mil –murmuró Wyoh–, y «mega» un millón... O sea, que esa masa de cien
toneladas sería cincuenta mil veces inferior a una bomba de cien megatones. ¿No eran de ese
tamaño las bombas que utilizó la Sovunion?
–Wyoh, cariño –dije amablemente–, la cosa no es tan sencilla como parece. Funciona de otro
modo. Verás, una bomba de dos kilotones equivale a la explosión de dos millones de kilogramos de trinitrotolueno... y un kilogramo de TNT tiene una fuerza explosiva considerable: pregúntaselo a cualquier minero. Dos millones de kilogramos borrarían del mapa una ciudad de
tamaño mediano. ¿De acuerdo, Mike?
–Sí, Man. Pero hay otro aspecto de la cuestión, Wyoh, mi única amiga. Las bombas de muchos megatones son ineficaces. La explosión se produce en un espacio demasiado reducido; la
mayor parte de sus efectos se desperdician. Aunque en teoría una bomba de cien megatones
tiene una potencia cincuenta mil veces superior a la de una bomba de dos kilotones, sus efectos
destructivos sólo son mil trescientas veces superiores a los de la explosión de una bomba de dos
kilotones.
–Mil trescientas veces sigue pareciéndome una superioridad importante... si utilizan contra
nosotros bombas de ese tamaño.
–Es cierto, Wyoh, mi única amiga... pero Luna tiene muchas rocas.
–Desde luego. Es lo único que tenemos en abundancia.
–Camaradas –dijo el profesor–, la materia escapa a mis conocimientos. En mi época de terrorista, mis experiencias se limitaron a las bombas con un peso máximo de un kilogramo de explosivos químicos. Pero supongo que vosotros dos la conocéis a fondo.
–Efectivamente –asintió Mike.
–En consecuencia, acepto vuestras cifras. Para reducirlo ,a una escala que yo pueda comprender, ese plan requiere que nos apoderemos de la catapulta, ¿no?
–En efecto –contestamos a coro Mike y yo.
–No es imposible. Después debemos retenerla y mantenerla en funcionamiento. Mike, ¿has
pensado ya cómo puede ser protegida la catapulta contra un pequeño torpedo H, por ejemplo?
La discusión se hizo más acalorada. La interrumpimos para comer... de acuerdo con la norma
del profesor de no mezclar los negocios con la comida.
Cuando salimos del Hotel Raffles la noche del 14 de mayo del 75, habíamos –más exactamente, Mike, con la ayuda del profesor, había– bosquejado el plan de la Revolución, incluyendo
las principales opciones en los puntos críticos.
Cuando llegó el momento de marcharnos, el profesor a su clase nocturna (si no le detenían) y
yo a mi casa, Wyoh declaró que no quería quedarse sola en aquel hotel, demostrando con ello
que a fin de cuentas era tan vulnerable como cualquier mujer.
De modo que llamé a Mum a través de «Sherlock» y le dije que llevaría un invitado a casa.
Mum era muy respetuosa con las normas; cualquier cónyuge podía llevar un invitado a casa
para comer o para pasar allí una temporada, y nuestra segunda generación gozaba casi de la
misma libertad, pero tenía que pedir permiso. No sé cómo funcionan otras familias; nosotros
tenemos costumbres arraigadas a través de un siglo, y nos parecen muy adecuadas.
Mum no me preguntó el nombre, la edad, el sexo ni el estado civil de mi invitado; yo tenía
derecho a no decírselo, y ella era demasiado orgullosa para preguntármelo. Lo único que dijo
fue:
–Me parece muy bien, querido. ¿Habréis cenado ya? No olvides que hoy es martes.
Martes. Lo cual significaba que nuestra familia cenaría temprano debido a que Greg predica
los martes por la noche. Pero si el invitado no había comido, le sería servida la cena: una conce-
sión al huésped, no a mí, ya que con excepción del abuelo comemos cuando se pone la mesa, o
nos vemos obligados a pillar lo que podemos en la despensa.
Le aseguré que habríamos cenado y que haríamos un esfuerzo para llegar allí antes de que
ella se marchara. A pesar de la mezcla de musulmanes, judíos, cristianos, budistas y noventa y
nueve etcéteras existentes en Luna, supongo que el domingo es el día más indicado para ir a la
iglesia. Pero Greg pertenece a una secta para la cual el Día del Señor se extiende desde la puesta
del sol del martes hasta la puesta del sol del miércoles.
Mum no se pierde ninguno de los sermones de Greg, de modo que no podía imponerle una
obligación que le impidiera hacerlo aquella noche. Los demás íbamos ocasionalmente; yo lo
hacía varias veces al año, porque aprecio muchísimo a Greg, que me enseñó un oficio y me
ayudó a salir adelante cuando perdí un brazo.
Pero Greg era el «marido favorito» de Mum, optado cuando ella era muy joven, y aunque
habría negado vehementemente que le quería más que a los otros maridos, lo cierto es que
cuando le ordenaron diácono adoptó su religión y no se perdía un solo martes.
Mum inquirió:
–¿Es posible que tu invitado desee ir a la iglesia?
Le dije que me enteraría, pero que de todos modos nos daríamos prisa, y me despedí. Entonces llamé a la puerta del cuarto de baño,'y dije:
–Apresúrate, Wyoh; tenemos el tiempo muy justo.
–¡Un minuto! –respondió. Wyoh es una chica distinta a las demás: apareció al cabo de un
minuto–. ¿Qué tal estoy? –inquirió–. Profesor, ¿cree que puedo pasar?
–Querida Wyoming, estoy deslumbrado. Antes estabas guapa, y ahora continúas estando
guapa... pero eres completamente distinta. Nadie podría reconocerte... y me siento aliviado.
Entonces esperamos a que el profesor se transformara en un viejo pordiosero; entraría por la
puerta trasera del Instituto, volvería a cambiarse rápidamente, y reaparecería en su aula como el
conocido profesor, a fin de tener testigos en caso de que algún esbirro del Alcaide quisiera detenerle.
Entretanto, le hablé a Wyoh de Greg. Dijo:
–Mannie, ¿qué tal me sienta este maquillaje? ¿Crees que se notará en la iglesia? ¿Son muy
brillantes las luces?
–Más o menos como aquí. Has hecho un buen trabajo. Pero, ¿de veras quieres ir a la iglesia?
Nadie te empuja...
Wyoh meditó unos instantes.
–¿Le complacería a tu ma... quiero decir a «tu esposa mayor»... que fuera?
Contesté lentamente:
–Wyoh, la religión es algo muy personal. Pero, ya que me lo preguntas... sí, nada te haría entrar con más buen pie en la familia Davis que ir a la iglesia con Mum. Yo iré si vas tú.
–Iré. Creí que tu apellido era «O’Kelly»...
–Lo es. Habría que añadirle el «Davis» separado por un guión para ser exactos. Davis fue el
Primer Marido, que falleció hace cincuenta años. Es el apellido familiar, y todas nuestras esposas son «Gospazha Davis», con la añadidura de su apellido familiar. En la práctica, Mum es
solamente «Gospazha Davis» –puedes llamarla así–, y otras utilizan su nombre de pila y añaden
Davis si firman un cheque o algo por el estilo. Exceptuando a Ludmilla, que es «Davis–Davis»
debido a que pertenece a la familia por nacimiento y por optación.
–Comprendo. Si un hombre es «John Davis» se trata de un hijo, pero si tiene otro apellido
además del Davis, se trata de un co–marido tuyo. Pero una chica sería «Jenny Davis» en los dos
casos, ¿no es cierto? De todos modos, lo encuentro muy complicado. Casi tanto como los matrimonios de clan. O las poliandrias... aunque la mía no lo fuera; al menos, mis maridos tenían el
mismo apellido.
–No es ningún problema. Cuando oigas a una mujer de unos cuarenta años llamar a una chica de quince «Mamá Milla», sabrás cuál es la esposa y cuál la hija... ¿Tus maridos se llamaban
«Knott»?
–¡Oh, no! Fedoseev, Choy Lin y Choy Mu. Volví a adoptar mi nombre de soltera.
Cuando salió el profesor, quedamos asombrados: ¡su aspecto era aún peor que el de antes!
Organizamos la marcha en formación abierta. Wyoh y yo no íbamos juntos, ya que alguien podía reconocerme como uno de los asistentes a la reunión de la noche anterior; por otra parte,
Wyoh no conocía Luna City, una conejera tan complicada que incluso los que habían nacido en
ella se extraviaban. De modo que yo abría la marcha y ella me seguía sin perderme de vista. Y
el profesor iba detrás para asegurarse de que Wyoh no perdía el contacto conmigo.
Si alguien se metía conmigo, Wyoh buscaría un teléfono público, informaría a Mike y regresaría al hotel para esperar allí al profesor. Pero yo estaba seguro de que cualquier chaqueta amarilla que intentara detenerme se llevaría un recuerdo imborrable de mi brazo número siete.
No pasó nada. Subimos hasta el nivel cinco y nos detuvimos en la Estación Oeste del Tubo
para recoger mis brazos y mí maletín de herramientas, pero no el traje–p. En la estación había
un uniforme amarillo, pero no me dedicó la menor atención. Nos dirigimos hacia el sur a lo
largo de unos pasillos perfectamente iluminados, hasta llegar al complejo particular de túneles
que conducían a una docena de granjas, entre ellas la Davis. Supuse que el profesor dejaría de
seguirnos una vez allí, pero no volví la cabeza ni una sola vez para comprobarlo.
Me demoré mirando a través de nuestra puerta hasta que Wyoh me alcanzó. Poco después
estaba diciendo:
–Mum, permíteme que te presente a Wyma Beth Johnson.
Mum abrazó a Wyoh, la besó en la mejilla y dijo:
–Me alegro mucho de que hayas venido, querida Wyma. ¡Considérate en tu propia casa!
Por eso quiero tanto a Mum. Wyoh se dio cuenta inmediatamente de que Mum le estaba
hablando con el corazón en la mano, como suele decirse.
No había advertido a Wyoh de la necesidad de cambiarle el nombre, ya que se me había ocurrido por el camino. Algunos de nuestros chicos eran pequeños y aunque crecían despreciando
al Alcaide, no valía la pena arriesgarse a que alguno de ellos dijera por ahí que teníamos una
invitada llamada Wyoming Knott... un nombre que figuraba en el «Archivo Especial Zebra».
No la había advertido, lo cual demostraba que era un conspirador novato.
Pero Wyoh era una veterana y ni siquiera parpadeó al oír el nombre que le atribuía.
Greg llevaba ya sus ropas de predicador y estaba a punto de marcharse. Mum no se dio prisa
y empezó a hablarle a Wyoh de la línea de maridos –el abuelo, Greg, Hans–, luego de la línea de
esposas –Ludmilla, Lenore, Sidris, Anna–, y después empezó con nuestros chicos.
–¿Mum? –dije–. Discúlpame, pero tengo que cambiarme el brazo. Mum enarcó ligeramente
las cejas, como diciendo: «Hablaremos de esto, pero no delante de los niños», de modo que
añadí: Se está haciendo tarde. Greg no deja de mirar el reloj. Y Wyma y yo vamos a ir a la iglesia. Así que discúlpame, por favor.
Mum se relajó.
–Desde luego, querido. –Mientras se alejaba vi que rodeaba con su brazo la cintura de Wyoh,
de modo que yo también me relajé.
Me cambié el brazo, reemplazando el número siete por el brazo social. Pero aquello fue un
pretexto para tomar el teléfono y marcar «MICROFTXXX».
–Mike, estamos en casa. A punto de ir a la iglesia. No creo que puedas escuchar allí, de modo que volveré a llamar más tarde. ¿Alguna noticia del profesor?
–Todavía no, Man. ¿Qué iglesia es? Puedo tener algún circuito.
–Tabernáculo de la Columna de Fuego del– Arrepentimiento...
–Ninguna referencia.
–No te precipites, camarada. La reunión se celebra en el Salón de la Comunidad Oeste–Tres.
Se encuentra al sur de la Estación, alrededor del número...
–Ya lo tengo. Hay un teléfono en el pasillo exterior. Lo tendré controlado.
–No espero que haya problemas, Mike.
–Eso es lo que dice el profesor. Acaba de llamarme. ¿Quieres hablar con él?
–No tengo tiempo. ¡Adiós!
Aquella era la norma: mantener un contacto permanente con Mike, informarle del lugar donde
me encontraba, del lugar donde pensaba ir; Mike escucharía si tenía alguna terminal nerviosa
allí. No creo en la magia, pero lo que había descubierto aquella mañana –que Mike podía escuchar a través de su teléfono «muerto»– me la recordó; confieso que me intrigó también la facilidad con que Mike supo que había un teléfono en el pasillo exterior del Salón, dado que el «espacio» no podía significar para él lo que significa para nosotros. Pero Mike disponía de un «mapa» –relaciones estructuradas– de las obras de ingeniería de Luna City, y casi siempre podía
hacer coincidir lo que nosotros decíamos con lo que él conocía como «Luna City».
De modo que a partir de entonces mantuvimos un contacto permanente con Mike y entre nosotros a través de su amplio sistema nervioso. No volveré a mencionarlo a menos de que sea
necesario.
Mum, Greg y Wyoh estaban esperando en la puerta exterior. Mum impaciente, pero sonriendo. Vi que le había prestado una estola a Wyoh. Mum no tenía nada de mojigata... pero la iglesia era la iglesia.
Ocupamos nuestros asientos, mientras Greg se dirigía directamente al púlpito. Yo me instalé
cómodamente, sin pensar en nada, en un agradable estado de relajamiento mental. Pero me di
cuenta de que Wyoh escuchaba realmente el sermón de Greg y tomaba parte en el canto de los
himnos.
Cuando regresamos a casa, los jóvenes y la mayor parte de los adultos se habían acostado;
Hans y Sidris estaban levantados, y Sidris sirvió unas pastas y licor de coco. Luego nos acostamos todos. Mum asignó a Wyoh una habitación en el túnel en el que vivían la mayoría de nuestros chicos. Era evidente que le había caído bien, puesto que le daba lo mejor que teníamos; en
caso contrario, habría hecho que durmiera con una de las chicas mayores.
Aquella noche dormí con Mum en parte porque nuestra esposa mayor es buena para los nervios –y habían ocurrido cosas capaces de crispar los nervios mejor templados–, y en parte porque quería que supiera que no me deslizaría a la habitación de Wyoh cuando todo el mundo
durmiera. Mi taller, en el que dormía cuando dormía solo, se encontraba muy cerca del cuarto
de Wyoh.
Después de la «cura de nervios», apagué la luz y di media vuelta.
Pero, en vez de darme las buenas noches, Mum dijo:
–Manuel, ¿por qué tu pequeña invitada se ha disfrazado de afro? Juraría que el color natural
de su piel le sienta mucho mejor. Y no es que importe lo que ella quiera hacer con su aspecto;
de todos modo resulta encantadora.
De modo que di media vuelta, me encaré de nuevo con ella... y se lo expliqué todo. Todo...
excepto una cosa: Mike. Incluí a Mike en mi relato, pero no como un computador, sino como un
hombre que no era probable que Mum llegara a conocer, por motivos de seguridad.
Mum era lista. Y capaz. Tenía que serlo, para gobernar una gran familia como la nuestra. Era
respetada entre las familias de granjeros y en toda Luna City; llevaba aquí más tiempo que el
noventa por ciento de sus habitantes. Podía ser una ayuda inestimable.
Y sería indispensable dentro de la familia. Sin su ayuda,
Wyoh y yo tropezaríamos con muchos problemas que ella podría orillar. El uso del teléfono, por
ejemplo.
Mum escucho, suspiró y dijo:
–Parece peligroso, querido.
–Lo es –dije–. Mira, Mimi, si no quieres buscarte complicaciones, dímelo... y olvida lo que
te he contado.
–¡Manuel! ¿Cómo puedes decir eso? Eres mi marido, querido; te acepté para lo mejor y para
lo peor... y tus deseos son órdenes para mí.
(¡Una gran mentira, palabra de honor! Pero Mimi lo creía).
–No permitiría que te expusieras a ese peligro solo –continuó–. Y además...
–¿Qué, Mimi?
–Creo que todos los lunáticos soñamos en el día en que seremos libres. Todos, menos algunas ratas asquerosas. Nunca he hablado con nadie acerca de ello; me parecía una cosa inútil, tan
inútil como tratar de alcanzar Tierra con las manos. Pero doy gracias a Bog por haberme permitido vivir para ver llegar el momento deseado, si es que en realidad llega. Explícame algo más
del asunto. Tengo que encontrar a otras tres personas, ¿no es eso? Tres personas en las que se
pueda confiar...
–No te apresures. Asegúrate bien antes de dar un paso. –Sidris es de toda confianza. Sabe guardar un secreto. –Opino que no debes buscar a esas personas dentro de la familia. Es preciso
extender la semilla. No tengas prisa.
–De acuerdo. Lo consultaré contigo antes de hacer nada. Y, Manuel, si quieres saber lo que
opino... –se detuvo.
–Tu opinión me interesa siempre, Mimi.
–No le hables de esto al abuelo. Se está haciendo viejo, y a veces habla más de la cuenta.
Ahora duerme, querido, y no sueñes.
9
Siguió un largo período durante el cual hubiera sido posible olvidarse de algo tan improbable
como una revolución, si los detalles no hubiesen requerido tanto tiempo. Nuestro primer objetivo era el de pasar inadvertidos. El objetivo a largo plazo era el de lograr que las cosas empeorasen en el mayor grado posible.
Empeorasen, sí. En ningún momento, ni siquiera al final, los lunáticos desearon derrocar a la
Autoridad hasta el punto de estar dispuestos a sublevarse. Todos los lunáticos despreciaban al
Alcaide y engañaban a la Autoridad. Pero esto no significaba que estuvieran dispuestos a luchar
y morir. Si alguien hubiese mencionado el «patriotismo» a un lunático, éste le habría mirado
con asombro... o habría pensado que le estaba hablando de su país natal. Había transportados
franceses cuyo corazón pertenecía a la «Belle Patrie», ex germanos leales a Vaterland, rusos que
seguían amando a la Santa Madre Rusia. Pero, ¿Luna? Luna era «La Roca», un lugar de exilio,
no un lugar digno de ser amado.
Éramos el pueblo más apolítico que nunca ha producido la historia. Lo sé, yo era tan indiferente en política como cualquiera hasta que las circunstancias me arrastraron. Wyoming se había
metido en líos porque odiaba a la Autoridad por motivos personales, el profesor porque despreciaba toda autoridad en un sentido intelectual, Mike porque era una máquina aburrida y solitaria.
Nadie podría habernos acusado de patriotismo. Yo era el más próximo a él, debido a que pertenecía a una tercera generación sin ningún lazo afectivo con un lugar determinado de Tierra,
había estado allí, no me había gustado y despreciaba a los terráqueos. ¡Esto me convertía en más
«patriota» que la mayoría!
El lunático medio estaba interesado en la cerveza, las apuestas, las mujeres y el trabajo, por
este mismo orden. Las mujeres podían ocupar el segundo puesto, pero nunca el primero, por
muy apreciadas que fueran. Los lunáticos habían aprendido que nunca habrían suficientes mujeres. Y los que tardaban en aprenderlo, lo pasaban mal. Como dice el profesor, una sociedad se
adapta a los hechos, o no sobrevive. Los lunáticos se adaptaban a los hechos... o fracasaban y
morían. Pero el «patriotismo» no era necesario para sobrevivir.
Un antiguo proverbio chino dice que «el pez no tiene conciencia del agua». Del mismo modo, yo no había tenido conciencia de nada de esto hasta la primera vez que fui a Tierra, e incluso
entonces no me di cuenta de lo que significaba –de lo que no significaba, en realidad– para los
lunáticos la palabra «patriotismo». Wyoh y sus camaradas habían tratado de pulsar el botón del
«patriotismo» y no habían llegado a ninguna parte: años enteros de trabajo, unos cuantos millares de miembros –menos del uno por ciento de la población– ¡y de ese número microscópico
casi el diez por ciento eran espías pagados por el jefe de los esbirros!
El profesor nos lo había dicho: resulta mucho más fácil inducir a la gente a odiar que inducirla a amar.
Afortunadamente, el Jefe de Seguridad Álvarez nos tendió una mano. Aquellos nueve esbirros muertos fueron reemplazados por otros noventa, ya que la Autoridad se vio espoleada a
hacer algo que iba en contra de sus deseos, es decir, a gastar dinero a cuenta nuestra. Y, como
sucede casi siempre, una locura condujo a otra.
El cuerpo de guardianes del Alcaide nunca había sido numeroso, ni siquiera en los primeros
tiempos. Aquel había sido uno de los atractivos del sistema de colonias penitenciarias: su bajo
coste. El Alcaide y su delegado tenían que ser protegidos, lo mismo que los visitantes de categoría, pero la prisión en sí no necesitaba ningún guardián. E incluso dejaron de vigilar las naves
cuando se hizo evidente que tal vigilancia no era necesaria, y en mayo de 2075 el cuerpo de
guardianes había quedado reducido a su menor número de miembros, casi todos ellos transportados novatos.
Pero el perder nueve en una noche asustó a alguien. Nosotros sabíamos que había asustado a
Álvarez, el cual archivó copias de sus peticiones de ayuda en «Zebra», y Mike las leyó. Oficial
de policía en Tierra antes de ser condenado, y guardián desde que había llegado a Luna, Álvarez
era probablemente el hombre más asustado y solitario de Luna. Solicitó más ayuda y amenazó
con dimitir si no se la concedían: una simple amenaza, como la Autoridad no hubiese dejado de
saber si hubiera conocido realmente Luna. Si Álvarez se presentaba en cualquier conejera vestido de paisano' y desarmado, viviría únicamente el tiempo que tardara en
ser reconocido.
Obtuvo sus guardianes adicionales. Nunca supimos quién ordenó aquella invasión. El Alcaide no había manifestado nunca tales tendencias, puesto que siempre había reinado sin problemas. Tal vez Álvarez, jefe de los esbirros desde hacía muy poco tiempo, tenía mayores ambiciones... incluso la de convertirse en Alcaide. Pero la teoría más probable es la de que los informes del Alcaide sobre «actividades subversivas» indujeran a las Autoridades de Tierra a ordenar
una limpieza a fondo.
Los nuevos guardianes, en vez de ser escogidos entre los transportados recién llegados, eran
soldados veteranos que habían pertenecido a los desaparecidos Dragones de la Paz de las Naciones Federadas. Soeces y violentos, no querían ir a Luna, y no tardaron en descubrir que la
«tarea de policía provisional» era en realidad un viaje sin regreso. Odiaban a Luna y a los lunáticos, y veían en nosotros la causa de todos sus males.
En cuanto dispuso de ellos, Álvarez estableció puestos de vigilancia permanente en todas las
estaciones del Tubo e implantó los pasaportes y el control de pasaportes. Una medida ¡legal si
hubiesen existido leyes en Luna, dado que el 95 por ciento de nosotros éramos teóricamente
libres, por haber nacido libres o por haber cumplido la sentencia. El porcentaje era más elevado
en las ciudades, ya que los transportados que no habían cumplido la pena vivían en barracones
en el Complejo y sólo iban al pueblo los dos días libres que tenían de cada período lunar. Y
entonces, corno no tenían dinero, se les veía deambular de un lado a otro, esperando a que alguien les invitara a un trago.
Pero el sistema de pasaportes no era «ilegal», ya que las únicas leyes escritas eran las disposiciones del Alcaide. Fue anunciado en los periódicos, se nos concedió una semana para obtener
el pasaporte, y una mañana a las ocho entró en vigor. Los buenos muchachos rellenaron los
impresos, pagaron los derechos, fueron fotografiados y obtuvieron el documento. Yo fui buen
muchacho por consejo del profesor, pagué mi pasaporte y lo añadí al pase que llevaba para trabajar en el Complejo.
¡Pocos buenos muchachos! Los lunáticos se encogían de hombros. ¿Pasaportes? ¿A quién
podía habérsele ocurrido semejante estupidez?
Aquella mañana había un soldado en la Estación Sur del Tubo, vistiendo uniforme amarillo
en vez del de su regimiento, y con aire de odiar al uniforme y a nosotros. Yo no iba a ninguna
parte determinada; me quedé atrás y observé.
Anunciaron la cápsula de Novylen; una multitud de treinta y tantos se dirigió hacia la verja.
El Gospodin Chaqueta Amarilla le pidió el pasaporte al primero que llegó a ella. El lunático se
paró a discutir. El segundo pasó de largo; el guardia se volvió y aulló... y tres o cuatro más pasaron de largo. El guardia echó mano a su arma; alguien le agarró del codo y el arma se disparó:
no era un láser, sino un revólver corriente, ruidoso.
El proyectil se estrelló contra el andén y zumbó –¡jiuuu!– hacia alguna parte. Retrocedí un
poco más. Había un hombre herido: aquel guardia. Cuando la primera avalancha de pasajeros
descendía por la rampa le vi caído sobre el andén, inmóvil.
Nadie le prestaba atención; daban un pequeño rodeo para evitarle o pasaban por encima de
él... a excepción de una mujer cargada con un niño que se paró, le dio un puntapié en la cara y
bajó la rampa. Es posible que ya estuviera muerto, no me acerqué a comprobarlo. El cadáver
permaneció allí hasta que llegó el relevo.
Al día siguiente había medio pelotón en aquella estación. La cápsula hacia Novylen salió vacía.
La cosa estaba en marcha. Los que tenían que viajar sacaban pasaportes, los fanáticos dejaron de viajar. En las estaciones había ahora dos guardianes: uno examinaba los pasaportes mientras el otro permanecía a un par de pasos de distancia, con el revólver desenfundado. El que
examinaba los pasaportes no se tomaba su tarea demasiado en serio; afortunadamente, ya que
muchos de los pasaportes eran falsos y las primeras falsificaciones eran muy burdas. Pero no
pasó mucho tiempo sin que se robara papel auténtico y nadie pudiera distinguir los pasaportes
falsificados de los oficiales. Eran algo más caros, pero los lunáticos los preferían.
Nuestra organización no se dedicó a falsificar pasaportes; nos limitamos a estimular aquella
actividad. Y sabíamos quiénes habían solicitado pasaporte oficial, ya que la relación figuraba en
los archivos de Mike. Esto nos ayudó a separar las ovejas de las cabras en los ficheros que estábamos elaborando –almacenados también en Mike, pero en el archivo «Bastilla»–, ya que suponíamos que un hombre con un pasaporte falsificado era un partidario nuestro en potencia.
Transmitimos la consigna de no reclutar a nadie que tuviera un pasaporte auténtico. Si el reclutador no estaba seguro, nuestro fichero le daba la respuesta.
Pero los problemas de los guardianes no habían hecho más que empezar. Los chiquillos, por
ejemplo, se paraban delante de ellos –o detrás, lo cual era peor– y repetían cómicamente cada
uno de sus movimientos. Un guardián golpeó a uno de aquellos chiquillos... y perdió varios
dientes. En el revuelo subsiguiente murieron dos guardianes y un lunático.
Después de aquello, los guardianes ignoraron a los chiquillos.
Nosotros no organizábamos aquellos jaleos: nos limitábamos a estimularlos. Nunca hubiese
creído que una apacible dama entrada en años, como mi esposa mayor, pudiera estimular a los
chiquillos a portarse mal. Pero lo hacía.
Otras cosas podían trastornar a unos hombres solteros tan lejos de sus hogares. Aquellos
Dragones de la Paz habían sido enviados a La Roca sin un destacamento de «desahogo».
Algunas de nuestras mujeres eran extraordinariamente hermosas, y algunas de ellas empezaron a rondar por las estaciones, con menos ropa que de costumbre –lo cual podía aproximarse a
cero– e intensamente perfumadas. No hablaban con los chaquetas amarillas y ni siquiera les
miraban; se limitaban a ponerse al alcance de su vista, contoneándose como sólo puede contonearse una lunática. (En la Tierra, una mujer no puede andar de ese modo: su cuerpo pesa seis
veces más).
Un sistema muy eficaz para minar la moral de los soldados, desde luego. Al principio, las
muchachas encargadas de aquella tarea eran asalariadas, pero el número de voluntarias aumentó
con tanta rapidez que el profesor decidió que no necesitábamos gastar dinero. Estaba en lo cierto; incluso Ludmilla, tímida como una gacela, quiso colaborar, y si no lo hizo fue solamente
porque Mum se lo prohibió. Pero Lenore, diez años mayor y la más guapa de nuestra familia, lo
intentó sin que Mum se opusiera. Regresó muy excitada, satisfecha de si misma y ansiosa por
hostigar de nuevo al enemigo. Fue idea suya; Lenore no sabía entonces que se estaba cociendo
una revolución.
Durante ese tiempo vi muy pocas veces al profesor, y nunca en público; manteníamos contacto por teléfono. Al principio tropezamos con el problema de que nuestra granja tenía un solo
teléfono para veinticinco personas, la mayoría de ellas jóvenes capaces de pasarse horas enteras
con el oído pegado al auricular, chismorreando. Mum dictó órdenes draconianas: una sola llamada por día y un máximo de noventa segundos por llamada, con una escala progresiva de sanciones... suavizadas por su cordialidad a la hora de hacer excepciones. Acompañadas, eso sí, de
la habitual cantinela: «Cuando yo llegué a Luna no había teléfonos particulares. Vosotros, los
jóvenes, estáis muy mal acostumbrados ... »
La nuestra fue una de las últimas familias prósperas que instaló un teléfono; era una novedad
en la casa cuando yo fui optado. Éramos una familia próspera porque no teníamos que comprar
nada de lo que una granja puede producir. A Mum no le gustaba el teléfono porque sabía que los
ingresos de la «Luna City Co–op Comni Company» revertían en su mayor parte a la Autoridad.
Nunca llegó a comprender por qué no me era posible («Tú que entiendes tanto de esas cosas,
Manuel») hurtar servicio telefónico con tanta facilidad como hurtábamos energía eléctrica. El
hecho de que un aparato telefónico formaba parte de un circuito general no significaba nada
para ella.
Eventualmente llegué a hurtar servicio telefónico. En un teléfono clandestino, el problema
estriba en poder recibir llamadas. Dado que el teléfono no está incluido en el circuito general,
resulta imposible que transmita una señal procedente de otro teléfono.
Una vez que Mike se unió a la conspiración, el circuito dejó de ser un problema. Yo tenía en
mi taller la mayor parte de lo que necesitaba; compré algunos accesorios, y hurté otros. Perforé
un pequeño agujero desde el taller hasta la alacena del teléfono y otro hasta la habitación de
Wyoh –roca virgen de un metro de espesor, pero con un taladro láser fue coser y cantar– y establecí una derivación de entrada y otra de salida, conectadas directamente con Mike. Cuando el
profesor deseaba hablar conmigo, llamaba a Mike desde cualquier teléfono y Mike se encargaba
de conectarlo a nuestra derivación. Así de sencillo.
Y viceversa: cuando yo quería hablar con cualquier teléfono de Luna, llamaba a Mike por la
línea Davis y él conectaba la llamada a la derivación. El único problema era hacerlo sin ser visto, pero Mum se encargaría de resolverlo.
Mis frecuentes contactos telefónicos con Mike le convirtieron en un personaje familiar en
nuestra casa. Mum le encontraba muy simpático... puesto que seguía creyendo que era un hombre. Y aquella simpatía era compartida por otros miembros de la familia. Un día, al llegar a casa, Sidris me dijo:
–Mannie, querido, ha llamado tu amigo, el de la voz atractiva. Mike Holmes. Ha dicho que le
llamaras en cuanto regresaras.
–Gracias, cariño. Lo haré.
–¿Cuándo vas a invitarle a comer, Man? Es muy simpático.
Le dije que Gospodin Holmes era muy feo y odiaba a las mujeres.
Sidris replicó con una palabrota, aprovechándose de que Mum no podía oírla. Y añadió:
–No te atreves a traerle aquí. Temes que pueda hacerte sombra...
Le di una cariñosa palmada y le dije que, efectivamente, esa era la verdad.
Les conté lo ocurrido a Mike y al profesor. A partir de aquel momento, Mike flirteó todavía
más con las mujeres de mi familia. El profesor, por su parte, quedó pensativo.
Empezaba a aprender las técnicas de la conspiración y a estar de acuerdo con el profesor en
que la revolución puede ser un arte. No olvidaba la predicción de Mike de que Luna se encontraba solamente a siete años de distancia del desastre. Pero procuraba no pensar en ella, dejándome absorber por otros fascinantes detalles.
El profesor había subrayado que, en una conspiración, los problemas más acuciantes son las
comunicaciones y la seguridad, señalando que están en conflicto: cuanto más fáciles son las
comunicaciones, más comprometida se encuentra la seguridad; y unas rígidas medidas de seguridad, por su parte, pueden paralizar la organización. Había explicado que el sistema de células
era un término medio.
Yo aceptaba el sistema de células puesto que era necesario para limitar las posibilidades de
los espías. Incluso Wyoh admitía que la organización no compartimentada no podía funcionar,
después de enterarse de lo podrida de espías que había estado la antigua red clandestina.
Pero no me gustaban las comunicaciones sobrecargadas del sistema de células; al igual que
ocurría con los prehistóricos dinosaurios terráqueos, se tardaba demasiado en enviar un mensaje
de la cabeza a la cola, o viceversa.
De modo que hablé con Mike.
Descartamos los canales de conexiones múltiples que yo le había sugerido al profesor. Conservamos las células, pero basando la seguridad y las comunicaciones en las maravillosas posibilidades de nuestro puro pensador.
Comunicaciones: Establecimos un árbol ternario de nombres «de guerra»:
Presidente, Gospodin Adam Selene (Mike)
Célula ejecutiva: Bork (yo), Betty (Wyoh), Bill (profesor)
Cdlula de Bork: Cassie (Mum), Colin, Chang
C61ula de Betty: Calvin (Greg), Cecilia (Sidris), Clayton
Cdlula de Bill: Cornwall (Finn Nielsen), Carolyn, Cotter
... etcétera. En el séptimo eslabón, George supervisa a Herbert, Henry y Hallie. Cuando se
alcanza ese nivel se necesitan 2.187 nombres que empiecen por «H»... pero eso no constituye
ningún problema insalvable para nuestra computadora, que los encuentra o los inventa. Cada
recluta recibe un nombre de guerra y un número de teléfono de emergencia. Este número, en vez
de discurrir a través de muchas conexiones, conecta directamente con «Adam Selene», Mike.
Seguridad: Basada en un doble principio: no puede confiarse del todo en ningún ser humano... pero puede confiarse absolutamente en Mike.
La primera mitad no admite discusión. Cualquier hombre puede ser dominado por medio de
drogas y otros métodos más o menos científicos. La única defensa es el suicidio, que puede
resultar imposible. Sí, existen los métodos del «diente hueco», clásicos y modernos, algunos
casi infalibles: el profesor cuidó de que Wyoh y yo estuviéramos debidamente equipados. Nunca he sabido lo que le dio a ella como amigo final, y puesto que nunca tuve que usar el mío, no
es preciso entrar en detalles. Y no estoy seguro de que, llegado el caso, me hubiera decidido a
suicidarme: no tengo madera de mártir.
Pero Mike no tendría nunca necesidad de suicidarse, ni podía ser drogado ni sentir dolor.
Llevaba todo lo relacionado con nosotros en un banco de memoria independiente, bajo una señal cerrada programada únicamente para nuestras tres voces, y, dado que la carne es débil,
habíamos añadido una señal bajo la cual cualquiera de nosotros podía cerrar las otras dos en
caso de emergencia. En mi opinión, como mejor especialista en computadoras de Luna, Mike no
podía eliminar la señal del cierre una vez establecida. Y, lo que es más importante, nadie podía
pedirle a Mike que abriera aquel archivo, porque nadie sabía que existía, ni sospechaba la existencia de Mike como tal Mike. ¿Puede encontrarse algo más seguro?
El único peligro consistía en que Mike era una máquina llena de caprichos. Continuamente
ponía de manifiesto potencialidades imprevistas; probablemente podría descubrir el modo de
eliminar el bloqueo... si deseaba hacerlo.
Pero nunca desearía hacerlo. Era leal conmigo, porque yo era el primer amigo que había tenido; simpatizaba con el profesor; y creo que amaba a Wyoh. No, desde luego, el sexo no significaba nada para él. Pero Wyoh es adorable, y le impresionó desde el primer momento.
Yo confiaba en Mike. En esta vida uno tiene que–apostar; y yo lo hubiera apostado todo a
esa carta.
De modo que basábamos nuestra seguridad en una confianza absoluta en Mike, en tanto que
cada uno de nosotros sólo sabía lo que tenía que saber. Tomemos ese árbol de nombres y números, por ejemplo. Yo conocía únicamente los nombres de guerra de mis camaradas de célula y
de los tres que estaban directamente debajo de mí; era todo lo que necesitaba saber. Mike asignaba los nombres de guerra y un número de teléfono a cada uno de ellos, y llevaba un registro
de los nombres verdaderos con sus correspondientes nombres de guerra. Supongamos que el
miembro del partido «Daniel» (desconocido para mí, dado que la letra «D» se encontraba a dos
niveles por debajo del mío) recluta a Fritz Schultz. Daniel informa del hecho pero no del nombre a los niveles superiores; Adam Selene llama a Daniel y asigna a Schultz el nombre de guerra
«Embrook», y luego telefonea a Schultz al número recibido de Daniel, comunica a Schultz su
nombre de Embrook y el número de teléfono de emergencia, un número diferente para cada uno
de los reclutas.
Ni siquiera el jefe de la célula de Embrook conoce el número de emergencia de Embrook. Lo
que uno ignora no puede decirlo, ni siquiera bajo los efectos de la tortura o de las drogas. Ni por
descuido.
Supongamos ahora que debo establecer contacto con el Camarada Embrook. No sé quién es;
puede vivir en Hong Kong, o ser el tendero que me saluda todas las mañanas cuando salgo de
casa. En vez de enviar el mensaje hacia abajo, esperando que le alcance, llamo a Mike. Mike me
pone en contacto inmediatamente con Embrook, en una llamada «Sherlock», sin darme su número.
O supongamos que necesito hablar con el camarada que prepara el cartel de propaganda que
estamos a punto de repetir por todas las tabernas de Luna, No sé quién es. Pero necesito hablar
con él; ha surgido algo imprevisto.
Llamo a Mike. Mike lo sabe todo... me pone rápidamente en contacto con él... y aquél camarada sabe que la llamada es auténtica, puesto que procede de Adam Selene. «El camarada Bork
al habla –digo, y él no me conoce, pero la inicial «B» le informa de que soy un personaje de alto
nivel–. Hemos decidido cambiar esto o aquello. Díselo a tu jefe de célula para que haga la pertinente comprobación, pero no te demores».
Pequeñas pegas: algunos camaradas no tenían teléfono; algunos sólo podían ser llamados a
horas determinadas; algunas conejeras de los suburbios no disponían de servicio telefónico. No
importa, Míke lo sabía todo... y el resto de nosotros no sabíamos nada que pudiera perjudicar a
cualquiera.
Después de decidir que Mike debería hablar directamente con cualquier camarada en determinadas circunstancias, se hizo necesario proporcionarle más voces y disfrazarlo, darle tres
dimensiones, crear un «Adam Selene, Presidente del Comité Provisional de Luna Libre».
La necesidad de más voces residía en el hecho de que Mike sólo tenía un voder–vocoder, en
tanto que su cerebro podía manejar una docena de conversaciones, o un centenar (ignoro cuántas), del mismo modo que un maestro ajedrecista juega simultáneamente contra cincuenta adversarios.
Esto provocaría un atasco a medida que la organización creciera y las llamadas a Adam Selene se hicieran más frecuentes, y podía ser crucial si durábamos lo bastante como para entrar en
acción.
Además de procurarle más voces, yo deseaba silenciar la única que tenía. Uno de aquellos
presuntos especialistas en computadoras podía entrar en la sala de máquinas en el preciso instante en que telefoneábamos a Mike; y a pesar de sus cortos alcances, podía llamarle la atención
el hecho de que el computador principal hablara solo, al parecer.
El voder–vocoder es un aparato muy antiguo. La voz humana se compone de zumbidos y siseos
mezclados de modos muy diversos; esto es cierto incluso para la coloratura de una soprano. Un
vocoder descompone zumbidos y siseos en gráficas que un computador (o un ojo entrenado)
puede leer. Un voder es una caja que puede emitir zumbidos y siseos y tiene controles para variar aquellos elementos y hacerlos coincidir con aquellas gráficas. Un ser humano puede «tocar»
un voder como si fuera un instrumento musical, produciendo un lenguaje artificial; un computador programado adecuadamente puede hacerlo con la misma rapidez, la misma facilidad y la
misma claridad con las que un hombre puede hablar.
Pero las voces en un hilo telefónico no son ondas de sonido, sino señales eléctricas; Mike no
necesitaba la parte auditiva del voder–vocoder para hablar por teléfono. Las ondas de sonido
sólo eran necesarias al otro extremo para los humanos; los sonidos hablados no eran indispensables en la sala de Mike en el Complejo de la Autoridad, de modo que planeé eliminarlos, y con
ellos el peligro de que alguien los percibiera.
Primero trabajé en casa, utilizando el brazo número tres la mayor parte del tiempo. El resultado fue una caja muy pequeña que incluía veinte circuitos voder–vocoder sin la parte auditiva.
Luego llamé a Mike y le dije que «enfermara» de un modo que importunara al Alcaide. Luego
esperé.
No era la primera vez que usábamos el truco de la «enfermedad» de Mike. Puse manos a la
obra en cuanto me enteré de que podía circular sin temor, cosa que ocurrió el jueves de aquella
misma semana, cuando Álvarez incluyó en el Archivo Zebra un informe sobre los disturbios en
el Stilyagi Hall. Su versión involucraba a un centenar de personas; la lista incluía a Shorty
Mkrum, a Wyoh, al profesor y a Finn Nielsen, pero no a mí: al parecer, sus esbirros no me habían visto. Hablaba del asesinato a sangre fría de nueve oficiales de policía, investidos de su autoridad por el Alcaide para el mantenimiento de la paz. Citaba también a tres de nuestros muertos.
Una semana más tarde, un informe adicional señalaba que «la conocida agente de la subversión Wyoming Knott, de Hong Kong Luna, cuyo incendiario parlamento del lunes 13 de mayo
habla provocado los disturbios que causaron la muerte a nueve dignos oficiales, no había sido
localizada en Luna City ni había regresado a su residencia habitual de Hong Kong Luna, por lo
que se suponía que había muerto en el curso del motín que ella misma había provocado». Este
informe adicional admitía lo que el anterior había omitido, es decir, que los cadáveres habían
desaparecido y que se desconocía el número exacto de víctimas.
Lo cual significaba que Wyoh no podía regresar a Hong Kong ni volver a ser rubia.
Dado que yo no había sido localizado, reanudé mi vida normal, volviendo a ocuparme de
mis clientes; aquella semana repasé las máquinas y los ficheros de la Biblioteca Carnegie, y
dediqué mis ratos libres a escuchar las lecturas que Mike me hacía del Archivo Zebra y otros
archivos especiales, haciéndolo en la habitación L del Hotel Raffles, ya que no disponía aún de
mi propio teléfono. Durante aquella semana Mike no dejó de atosigarme como un chiquillo
impaciente (¿qué otra cosa era, si no?), queriendo saber cuándo iba a recoger más chistes. Si no
pensaba ir a recogerlos, quería decirlos por teléfono.
Su insistencia me puso nervioso, y tuve que recordarme a mí mismo que, desde el punto de
vista de Mike, analizar chistes era tan importante como liberar Luna... y que nunca hay que
prometer a un niño lo que no se piensa cumplir.
Además de eso, me torturaba pensando si podría entrar en el Complejo sin que me echaran mano. Sabía que el profesor figuraba en la lista de elementos subversivos, y por eso dormía en el
Hotel Raffles. Pero ellos sabían que había estado en la famosa reunión, y sabían dónde daba sus
clases diariamente... y sin embargo le dejaban en paz. ¿Me encontraba yo realmente fuera de
peligro? ¿O estaban acechando una ocasión para detenerme por sorpresa? Tenía que averiguarlo.
De modo que le dije a Mike que se pusiera enfermo. Lo hizo, me llamaron... y no pasó nada.
Aparte de tener que exhibir el pasaporte en la estación, y luego en un puesto de guardia, nuevo,
en el Complejo, todo discurrió como de costumbre. Charlé con Mike, recogí un millar de chistes
(con la condición de analizarlos a razón de un centenar cada tres o cuatro días, no más aprisa), le
dije que se pusiera bueno, y regresé a Luna City, deteniéndome en el camino en la oficina del
Ingeniero Jefe para presentar la factura por horas de trabajo, viajes, materiales, servicio especial,
etcétera.
A partir de entonces veía a Mike una vez al mes, aproximadamente. No había peligro, ya que
sólo iba allí cuando ellos me llamaban debido a algún fallo que no entendían... y que yo «reparaba» siempre, a veces rápidamente, a veces después de un día entero de trabajo y de numerosas
pruebas. Mike funcionaba perfectamente después de una de mis visitas; yo era indispensable.
Así que, en cuanto tuve a punto mi nuevo voder–vocoder, no vacilé en decirle a Mike que
«enfermara». La llamada me llegó al cabo de media hora. A Mike se le había ocurrido una de
sus travesuras: su «enfermedad» consistía en unas bruscas oscilaciones en el sistema de aire
acondicionado de la residencia del Alcaide. Calor, frío y cambios de presión atmosférica capaces de desquiciar lbs nervios mejor templados.
Mike lo estaba pasando en grande. Esta era la clase de humor que realmente le gustaba.
También a mí me divertía la situación, de modo que le dije que siguiera fastidiando al Alcaide,
mientras yo sacaba la cajita negra y preparaba mis herramientas.
Un «especialista» en computadoras libre de servicio empezó a aporrear la puerta. No me di
ninguna prisa en contestar, y cuando lo hice fue llevando en la mano derecha mi brazo número
cinco; esto impresiona a casi todo el mundo.
–¿Qué diablos quiere usted? –inquirí.
–¡El Alcaide está que trina! –,dijo–. ¿Ha encontrado usted la avería?
–Dele recuerdos de mi parte al Alcaide y dígale que me apresuraré a restablecer su valiosa
comodidad en cuanto localice el circuito defectuoso... si no vienen a entretenerme con preguntas
estúpidas. ¿Va usted a quedarse ahí con la puerta abierta dejando que las máquinas se llenen de
polvo? Porque en tal caso, cuando el polvo atasque la máquina, la arreglará usted. ¿De acuerdo?
Yo no me levantaré de la cama para venir a ayudarle. Puede decirle eso a su bilioso Alcaide,
también.
–Tenga cuidado con lo que dice, amigo.
–¿Amigo de qué? Cierre esa puerta de una vez, o lo dejo todo tal como está y me marcho a
Luna City –y levanté el brazo número cinco como una maza.
Cerró la puerta. Yo no tenía interés alguno en insultar a aquel pobre hombre. Pero uno de los
aspectos de nuestra táctica era el de hacer que todo el mundo se sintiera lo más desdichado posible. Trabajar para el Alcaide le resultaba fastidioso: yo quería que lo encontrara insoportable.
–¿Restablezco la normalidad? –inquirió Mike.
–Hum... No tengas prisa. Dentro de diez minutos puedes fijar la temperatura y concentrarte
en la presión del aire. ¿Sabes lo que es un boom sónico?
–Desde luego. Es un...
–No lo definas. A intervalos de cinco o seis minutos sacude sus conductos de aire con lo más
aproximado a un boom sónico que seas capaz de producir. Eso no dejará de impresionar a nuestro Alcaide. ¿De acuerdo?
–Programado y en marcha.
–Bien. Ahora vamos a ocuparnos del regalo que te he traído.
Instalar mi nuevo voder–vocoder de modo que no fuera visible me llevó cuarenta minutos,
trabajando con el brazo número tres. Cuando terminé, le dije a Mike que llamara a Wyoh y
comprobara cada uno de los circuitos.
Durante diez minutos reinó un absoluto silencio en la sala. Luego, Mike dijo:
–Los veinte circuitos funcionan perfectamente. Puedo conectar un circuito en medio de una
palabra sin que Wyoh capte ninguna discontinuidad. He llamado al profesor para saludarle, y he
hablado con Mum por el teléfono de tu casa, al mismo tiempo que hablaba con Wyoh.
–¿Qué pretexto le has dado a Mum?
–Le he pedido que te dijera que me llamaras a Adam Selene, claro. Luego hemos charlado
un poco. Me encanta conversar con ella. Hemos discutido el sermón de Greg del último martes.
–¿Eh?
–Le he dicho que lo había escuchado, Man, y le he citado un párrafo muy poético.
–¡Oh, Mike!
–No pasa nada, Man. Le he hecho creer que estaba sentado en la parte de atrás, y que me
había marchado silenciosamente mientras cantaban el himno final. Mum no hará ningún comentario; es muy discreta y sabe que no quiero que me vean.
Mum es la mujer más ruidosa de Luna.
–Si tú lo dices... Pero no vuelvas a hacerlo. ¡Un momento! Hazlo otra vez. Y no sólo con
Mum: a partir de ahora, cuando hables con alguien que haya estado en una conferencia o algo
por el estilo, dile que tú también estabas allí, y demuéstraselo, citando algún párrafo o algún
detalle interesante.
–Anotado. ¿Por qué, Man?
–¿Has leído «La Pimpinela Escarlata»? Es posible que esté en la biblioteca pública.
–Sí. ¿Tengo que volver a leerla?
–¡No, no! Tú eres nuestro Pimpinela Escarlata, nuestro John Galt, nuestro Swamp Fox, nuestro hombre misterioso. Estás en todas partes, lo sabes todo, entras y sales de la ciudad sin pasaporte, siempre estás en el lugar preciso, pero nadie puede verte.
Sus luces parpadearon alegremente.
–Eso es divertido, Man. Divertido una vez, divertido dos veces, tal vez divertido siempre.
–Divertido siempre. ¿Cuánto tiempo hace que sacudes los conductos de aire del Alcaide?
–Algo más de cuarenta y tres minutos.
–'¡Apuesto a que le duelen las muelas! Bien, sacúdelos quince minutos más. Entonces informaré de que he terminado mi trabajo.
–Anotado. Wyoh te envía un mensaje. Dice que te recuerde que es la fiesta de cumpleaños
de Billy.
–¡Oh!, ¡Cielos! Interrumpe las sacudidas. Me marcho. ¡Adiós!
Salí precipitadamente. La madre de Billy es Anna. Su último hijo, probablemente. De los
ocho que ha tenido, tres están todavía en casa. Yo trato de ser tan cuidadoso como Mum en no
demostrar ningún favoritismo... pero Billy es el benjamín, y yo le enseñé a leer. Posiblemente se
parece a mí.
Me detuve en la oficina del Ingeniero Jefe para dejar la factura y solicité verle. Me hicieron
pasar y en seguida me di cuenta de que estaba de muy mal humor; el Alcaide le había estado
atosigando.
–Sólo le entretendré un momento –le dije–. Es el cumpleaños de mi hijo y no quiero llegar
tarde. Pero tengo que enseñarle algo.
Saqué un sobre de mi caja de herramientas, lo abrí y dejé caer su contenido sobre el escritorio: el cadáver de una mosca. En los Túneles Davis no hay moscas, pero a veces uno de esos
insectos procedentes de la ciudad se introduce subrepticiamente en ellos. Esta había penetrado
en mi taller en el preciso instante en que la necesitaba.
–¿Ve eso? Adivine dónde lo he encontrado.
Basándome en aquella falsa evidencia, hablé de lo delicadas que son algunas máquinas, de
las puertas abiertas, me quejé del hombre que se había presentado en la sala.
–El polvo puede averiar todo un ordenador. ¡Los insectos son imperdonables! Pero sus vigilantes entran y salen como si estuvieran en una estación del Tubo. Hoy estaban todas las puertas
abiertas, mientras ese idiota decía estupideces. Si vuelvo a encontrar otra mosca en la computadora olvídese de mí para siempre. Me gustan las máquinas bien ajustadas, y no puedo soportar
que las maltraten. Adiós.
–Un momento. Yo también tengo que decirle algo a usted.
–Lo siento, tengo que marcharme. Lo toma o lo deja. Yo no soy un exterminador de insectos:
soy un especialista en computadoras.
No hay mayor frustración para un hombre que el que le dejen con la palabra en la boca. Con
un poco de suerte y la ayuda del Alcaide, el Ingeniero Jefe tendría una úlcera de estómago antes
de Navidad.
De todos modos llegué tarde y tuve que disculparme humildemente ante Billy. Álvarez se
había sacado de la manga otra novedad: un minucioso registro al salir del Complejo. Lo soporté
sin una sola palabra desagradable para los Dragones que me cacheaban; quería llegar a casa
cuanto antes. Pero los mil chistes de Mike les intrigaron.
–¿Qué es esto? –preguntó uno de ellos.
–Papel de computadora –dije–. Tests de comprobación.
Su compañero se reunió con él. No creo que supieran leer. Querían confiscar los papeles, de
modo que exigí que llamaran al Ingeniero Jefe. Me dejaron marchar. No me sentí disgustado;
con aquellos procedimientos y aquellos guardianes, el odio tenía que hincharse como un globo.
La decisión de convertir a Mike en más «persona» surgió de la necesidad de que cualquier
miembro del Partido le telefoneara cuando la ocasión lo requería; mi consejo acerca de las conferencias y todo eso había sido simplemente un efecto colateral. La voz de Mike tenía una extraña cualidad que yo no había notado durante la época en que me limitaba a visitarle en el
Complejo. Cuando se habla con un hombre por teléfono, hay un ruido de fondo. Y se le oye
respirar mover el cuerpo, aunque casi nunca se tenga conciencia de ello. Pero siempre produce
la impresión de que se trata de un cuerpo con un entorno.
Con Mike no ocurría nada de eso.
Por aquel entonces la voz de Mike era «humana» en timbre y calidad, identificable. Abaritonada, con acento norteamericano y giros australianos; como «Michelle», tenía una voz de soprano con acento francés. La personalidad de Mike creció también. Cuando le presenté a Wyoh
y al profesor parecía un jovenzuelo pedante; en pocas semanas había experimentado una profunda transformación.
Al principio de su despertar, su voz era borrosa y ronca, apenas comprensible. Ahora era clara, y la elección de palabras y el frasco muy pertinentes: coloquial conmigo, intelectual con el
profesor, galante con Wyoh, es decir, las variaciones que uno espera de los adultos maduros.
Pero detrás no había nada. Un silencio total. Un entorno vacío.
De modo que lo llenamos. Mike sólo necesitaba sugerencias. No se dedicó a respirar ruidosamente, algo que normalmente hubiera pasado inadvertido. Cuidó más bien el detalle. «Lo
siento, Mannie, me estaba bañando cuando ha sonado el teléfono ... », acompañado de una respiración algo agitada. O: «Estaba comiendo... me pillas masticando, como quien dice».
Creamos a «Adam Selene» en la Habitación L del Hotel Raffles. ¿Cuál era su edad? ¿Qué
aspecto tenía? ¿Casado? ¿Dónde vivía? ¿En qué se ocupaba?
Decidimos que Adam tenía alrededor de cuarenta años y era sano, vigoroso, culto, interesado
en todas las artes y ciencias y con grandes conocimientos de Historia. Dominaba el ajedrez como un verdadero maestro, aunque disponía de muy poco tiempo para jugar. Estaba casado. Su
matrimonio era del tipo más corriente: una troika en la cual él era el marido más viejo. Tenía
cuatro hijos. Su esposa y el marido más joven no estaban interesados en la política, que nosotros
supiéramos.
Era atractivo sin ser guapo, con el cabello ligeramente ondulado y ligeramente gris, de raza
mezclada, segunda generación por un lado, tercera por el otro. Era lo que cualquier lunático
llamaría un hombre rico, con negocios en Novylen y Kongville, así como en Luna City, donde
tenía oficinas: una exterior con una docena de empleados, y otra particular con un gerente y una
secretaria.
Wyoh quiso saber si tenía un lío con la secretaria. Le dije que no teníamos derecho a husmear en la vida privada de Adam Selene. Replicó, indignada, que no acostumbraba a husmear
en la vida privada de nadie, pero que, si creábamos un personaje, debíamos crearlo con todas
sus virtudes y todas sus debilidades.
Decidimos que las oficinas se hallaban situadas en la Antigua Cúpula, tercera rampa, sector
sur, es decir, en pleno centro del distrito financiero. El que conozca Luna City recordará que en
la Cúpula Antigua hay oficinas cuyas ventanas se asoman al suelo de la Cúpula; esta situación
me interesaba para los efectos sonoros.
De haber existido, aquella oficina se hallaría situada entre Aetna Luna y Greenberg & Co.
Utilicé un magnetófono de bolsillo para grabar sonidos sobre el terreno; Mike contribuyó escuchando los teléfonos de aquella zona.
A partir de entonces, cuando alguien llamaba a Adam Selene había un entorno vivo a su alrededor. Si «Ursula», su secretaria, atendía la llamada, decía: «Selene y Compañía. ¡Luna será
libre!» Y podía añadir: «Un momento, por favor. Gospodin Selene está atendiendo otra llamada», y a continuación podía oírse el sonido de la cadena del W. C. y el del agua corriente, con lo
que se sabía que la secretaria había dicho una pequeña mentira inofensiva. O Adam podía contestar: «Aquí Adam. Selene. Un momento, mientras desconecto el video». O el gerente podía
contestar: «Habla Albert Ginwallah, ayudante confidencial de Adam Selene. Luna Libre. Si se
trata de algún asunto del Partido, puede hablar con toda confianza».
Esto último era una trampa, ya que todos los camaradas habían sido advertidos de que sólo
debían hablar con Adam. Selene. Si alguno mordía el cebo, no se tomaba ninguna medida disciplinaria contra él; se advertía simplemente a su jefe de célula que no debía confiar nada vital a
su camarada.
Las consignas «!Luna Libre!» o «!Luna será libre!» se impusieron entre los más jóvenes y
luego entre ciudadanos maduros. La primera vez que la oí en una llamada de negocios, casi me
tragué los dientes. Luego llamé a Mike y le pregunté si aquella persona era miembro del Partido.
No lo –era. De modo que recomendé que Mike localizara a alguien que pudiera reclutarla.
El eco más interesante se produjo en el Archivo Zebra. «Adam. Selene» apareció en el fichero del Jefe de Seguridad menos de un período lunar después de haberle creado, con la observación de que era el nombre de guerra del jefe de un nuevo movimiento clandestino.
Los espías de Álvarez trabajaron a fondo sobre Adam. Selene. En pocos meses, su ficha se
llenó de datos: Varón, de 34 a 45 años, con oficinas en el lado sur de la Antigua Cúpula; solía
estar allí desde las 9 hasta 18 horas, excepto los sábados, aunque a otras horas le pasaban las
llamadas; vivía a una distancia de diecisiete minutos de su oficina; en su casa había niños. Sus
actividades incluían correduría de acciones y negocios agrícolas. Asistía a conferencias, teatros,
etc. Probablemente miembro del Club de Ajedrez de Luna City. Era un gourmet, pero vigilaba
su peso. Poseía una notable memoria y una gran capacidad matemática. Tipo ejecutivo, capaz de
tomar decisiones rápidamente.
Uno de los espías estaba convencido de haber hablado con Adam en el entreacto de una representación de Hamlet;
Álvarez anotó la descripción: ¡coincidía con la que habíamos inventado en todo, menos en el
cabello ondulado!
Pero lo que traía a Álvarez de cabeza era el hecho de que con frecuencia le informaban de
números de teléfono para hablar con Adam... y cada vez resultaban ser números equivocados.
(Mike utilizaba únicamente números fuera de servicio que cambiaba, cada vez que eran asignados a nuevos abonados). Álvarez intentó localizar a «Selene y Compañía» aplicando el supuesto
de un cifra equivocada: nos enteramos de ello porque Mike controlaba el teléfono de la oficina
de Álvarez y oyó la orden. Mike utilizó el conocimiento para una de sus travesuras: los subordinados que efectuaban llamadas con una cifra cambiada, conectaban invariablemente con la residencia privada del Alcaide. Hasta el punto de que Álvarez fue severamente reprendido por el
Alcaide.
No se lo reprochamos a Mike, pero le advertimos que aquello podía abrir los ojos de cualquier persona lista al hecho de que alguien estaba manipulando el ordenador. Mike respondió
que no eran listos hasta ese punto.
El principal resultado de los esfuerzos de Álvarez fue que cada vez que conseguía un número
para hablar con Adam. nosotros localizábamos un espía: un nuevo espía, ya que a los que
habíamos localizado antes no les habíamos asignado ningún número de teléfono; ahora estaban
reunidos en una organización que era una especie de apéndice de la verdadera y en la que podían informar unos acerca de otros. Pero con la ayuda de Álvarez, localizábamos a cada nuevo
espía casi inmediatamente. Y, para Álvarez, el problema de los espías era trascendental: sin
ellos estaba ciego y sordo.
La «Selene» no fue la única compañía ficticia que montamos. La LuNoHoCo era mucho más
importante, y no tenía nada de imaginaria. Su oficina principal se encontraba en Hong Kong,
con sucursales en Novi Leningrad y Luna City, y llegó a emplear a centenares de personas, la
mayoría de las cuales no eran miembros del Partido. Nos planteó muchas dificultades.
El plan magistral de Mike enunciaba cierto número de problemas que tenían que ser resueltos. Uno de ellos era el de las finanzas. Otro, cómo proteger la catapulta de un ataque espacial.
El profesor habló de atracar bancos para resolver el primero, y renunció a ello de mala gana.
Pero eventualmente robamos a bancos, a empresas y a la propia Autoridad. La idea se le ocurrió
a Mike. Y el profesor y él la perfeccionaron. Al principio, Mike no comprendía para qué necesitábamos dinero; pero, en fin, él manejaba millones de dólares y se ofreció a endosarnos un cheque por la cantidad que nos hiciera falta.
El profesor se estremeció de horror. Y le explicó a Mike lo que ocurriría si tratábamos de
hacer efectivo un cheque de 10.000.000 de dólares, pongamos por caso.
De modo que se pusieron de acuerdo en hacerlo, pero a base de involucrar muchos nombres
y lugares en todo Luna. Todos los bancos, empresas, tiendas y entidades, incluida la Autoridad,
que utilizaban a Mike para su contabilidad, aportaron su contribución a los fondos del Partido.
Era una estafa piramidal basada en el hecho, desconocido para mí pero conocido por el profesor
y latente en la inmensa erudición de Mike, de que la mayor parte del dinero es simple teneduría
de libros.
Un ejemplo... multiplicado por centenares de numerosos tipos: Mi hijo familiar Sergei de
dieciocho años de edad y miembro del Partido, abre una cuenta corriente en el Commonwealth
Shared Risk. Ingresa y retira cantidades. Y cada vez se cometen pequeños errores: se le abona
en cuenta más de lo que ingresa y se le descuenta menos de lo que retira. Unos meses después
cambia de empleo y se traslada a otra ciudad, transfiriendo su cuenta a la Tycho–Under Mutual;
los fondos transferidos se han multiplicado ya por tres. Sergei retira las «ganancias» y las entrega al jefe de su célula. Mike sabe qué cantidad tiene que entregar Sergei, pero, dado que Sergei
no sabe que Adam Selene y el computador que lleva las cuentas del Banco son la misma «persona», está obligado a informar a Adam de la transacción: hay que actuar con honradez, aunque
el sistema sea fraudulento.
Multiplíquese esta pequeña estafa de unos 3.000 dólares Hong Kong por centenares, y sáquese la cuenta.
No puedo describir el sistema utilizado por Mike para cuadrar sus libros evitando el descubrimiento de millares de estafas. Pero no hay que olvidar que un censor de cuentas debe suponer
que las máquinas son honradas. Puede efectuar pruebas para convencerse de que las máquinas
funcionan correctamente... pero nunca se le ocurrirá pensar que una máquina pueda cometer un
error «a propósito». Por otra parte, las estafas de Mike no eran nunca lo bastante cuantiosas
como para afectar al sistema económico; del mismo modo que medio litro de sangre extraída no
afecta a la salud del donante. Nunca he llegado a comprender del todo quién perdía el dinero,
pero es evidente que alguien lo perdía, y esto me preocupaba, porque yo era de los que creían en
la honradez. El profesor pretendía que lo único que hacíamos era provocar una leve inflación,
contrarrestada por el hecho de que nosotros reinvertíamos el dinero... pero yo tenía que recordarme continuamente a mí mismo que Mike conservaba un registro de todas las operaciones y
que después de la Revolución podríamos restituirlo todo, con más facilidad teniendo en cuenta
que la Autoridad habría dejado de desangramos.
De modo que silencié la voz de mi conciencia. Aquello era un fruslería comparándolo con
las exacciones realizadas por todos los gobiernos a lo largo de la historia para financiar las guerras. ¿Y acaso una revolución no es una guerra?
Aquel dinero, después de pasar por muchas manos (aumentado cada vez por Aflke), constituía la base financiera de la LuNoHo Company. Era una compañía mixta, mutua y por acciones.
Los «fínancieros» que avalaban las acciones ponían el dinero robado a su nombre. No hablemos
del sistema de contabilidad en la compañía. Dado que Mike lo controlaba todo, no estaba contaminado por ninguna mácula de honradez.
De todos modos, las acciones se cotizaban en la Bolsa de Hong Kong Luna, y también en
Zurich, Londres y Nueva York. El Wall Street Journal las calificaba de «una atractiva inversión
elevado–riesgo–grandes–beneficios con un moderno potencial de crecimiento».
La LuNoHoCo era una empresa de ingeniería y explotación, comprometida en muchos negocios, la mayoría de ellos legales. Pero su objetivo esencial era construir una segunda catapulta, en secreto.
La operación no podía ser secreta. No puede comprarse ni construirse una planta de energía
derivada de la fusión del hidrógeno sin que nadie se dé cuenta. (La energía solar fue descartada
por razones obvias). Las piezas fueron encargadas a Pittsburgh, y pagamos lo que nos pidieron
sin regatear, con tal de obtener lo mejor del mercado. Tampoco puede construirse un estator
para un campo de inducción de varios kilómetros de longitud sin llamar la atención. Pero lo más
importante es que no puede acometerse una obra colosal que requiere la contratación de una
gran masa de obreros sin revelar lo que se está haciendo. Desde luego, las catapultas son vacío
en su mayor parte; el estator ni siquiera está cerca del extremo de expulsión. Pero la catapulta 3–
g de la Autoridad tenía casi un centenar de kilómetros de longitud. No sólo era un punto de referencia para la astronavegación que figuraba en todos los mapas de la Luna, sino que por su tamaño podía ser fotografiada u observada desde Tierra con un telescopio normal. Y era recogida
claramente por una pantalla de radar.
Nosotros construíamos una catapulta más pequeña, una 10–g, pero incluso así tenía treinta
kilómetros de longitud, demasiado grande para poder ocultarla.
De modo que la ocultamos por el sistema de La Carta Robada.
Yo solía desconfiar de la desmedida afición de Mike a leer novelas, preguntándome qué
ideas estaría adquiriendo. Pero terminé por darme cuenta de que la ficción literaria le pro-
porcionaba una perspectiva de la vida humana más real que la que había podido deducir de los
hechos. Además de este efecto «humanizante», que en Mike substituía a la experiencia, extraía
ideas de «datos no–verdaderos», como él llamaba a la ficción. La respuesta a cómo ocultar una
catapulta se la dio Edgar Allan Poe.
Nosotros la ocultamos en sentido literal, también; la catapulta tenía que ser subterránea, invisible para el ojo y para el radar. Pero tenía que estar oculta en un sentido más sutil; la ubicación
selenográfica tenía que ser secreta.
¿Cómo era posible eso, con un monstruo de aquel tamaño, construido por tantas personas?
Vamos a expresarlo de este modo: Supongamos que vive usted en Novylen; ¿sabe dónde está
Luna City? Desde luego, en el borde oriental de Mare Crisium, todo el mundo lo sabe. ¿De veras? ¿En qué latitud y longitud? ¿Eh? Bueno, tendría que mirarlo en un libro... ¿De veras? Si eso
es todo lo que sabe acerca de su situación, ¿cómo pudo encontrarla la semana pasada? Muy
fácil, amigo; tomé el tubo, cambié en Torricelli, dormí el resto del viaje: la cápsula la encontró
por mí.
¿Se da usted cuenta? Usted no sabe dónde está Luna City. Usted se limita a apearse cuando
la cápsula llega a la Estación Sur del Tubo.
Así es como ocultamos la catapulta.
Está en la zona de Mare Undarum, «todo el mundo lo sabe». Pero el lugar donde está y el
lugar donde dijimos que estaba difiere en más o en menos de un centenar de kilómetros en dirección norte, sur, este u oeste, o alguna combinación de esas direcciones.
Hoy puede buscarse su situación en libros de referencia... y se encontrará la misma respuesta
equivocada. La situación de la catapulta continúa siendo el secreto mejor guardado de Luna.
No puede ser vista desde el espacio, ni localizada por el radar. Es subterránea, excepto para
la expulsión, y el extremo expulsor es un gran agujero negro y sin forma como otros diez mil en
lo alto de una montaña poco atractiva y sin ningún espacio para que se pose un cohete.
Sin embargo, mucha gente estuvo allí, durante y después de la construcción. Incluso el Alcaide visitó el lugar, y mi co–marido Greg le sirvió de cicerone. El Alcaide viajó en cohete–
correo, pero la última parte del trayecto tuvo que hacerla en una especie de vehículo todo terreno que le dejó los huesos molidos y muy pocas ganas de hablar del objeto de aquellas perforaciones y del valor de los recursos descubiertos.
No faltaron los espías, desde luego. Les permitíamos quedarse, les hacíamos trabajar duramente, y Mike leía sus informes. Uno de ellos informó que estaba seguro de que habíamos encontrado mineral de uranio, algo desconocido en Luna en aquella época, ya que el Proyecto
Centerbore se estableció muchos años después. El espía siguiente llegó con un contador de radiaciones en su equipaje. Le dejamos husmear libremente.
En marzo del 76 la catapulta estaba casi a punto, a falta únicamente de instalar los segmentos
del estator. Disminuyó sensiblemente la plantilla de obreros, casi todos miembros del partido.
Pero conservábamos un espía, a fin de que Álvarez recibiera informes con regularidad ya que en
caso contrario podría haber entrado en sospechas. Lo que hicimos fue concentrar sus preocupaciones en las conejeras.
10
En aquellos once meses se produjeron muchos cambios. Wyoh fue bautizada en la iglesia de
Greg. La salud del profesor se hizo tan precaria que tuvo que renunciar a la enseñanza. A Mike
le dio por escribir poesías. Y los Yankees terminaron en el último lugar de la tabla. No me
hubiera importado si se hubiesen defendido con gallardía; pero pasar de campeones a colistas en
una temporada... Dejé de verles por video.
La enfermedad del profesor era simulada. Se encontraba en una forma perfecta para su edad
haciendo ejercicio tres horas al día en la habitación del hotel y durmiendo con trescientos kilogramos de pijamas de plomo. Lo mismo que yo, y lo mismo que Wyoh, que no era partidaria del
sistema.
No creo que hiciera trampa y que pasara la noche cómodamente, aunque no puedo asegurarlo: no dormía con ella. Wyoh se había convertido en un miembro más de la familia Davis. Tardó
un día en pasar del «Gospazha Davis» al «Gospazha Mum», otro día en pasar al «Muni», y ahora podría ser «Mimi Mum» con el brazo alrededor de la cintura de Mum. Cuando el Archivo
Zebra reveló que no podía regresar a Hong Kong, Sidris había llevado a Wyoh a su salón de
belleza y le había dejado una piel tan oscura como antes, pero sin la posibilidad de que se destiñese. Se ocupó también de sus cabellos y añadió unos cuantos detalles, tales como esmalte opaco para las uñas, injertos de plástico para los pómulos y las fosas nasales, etcétera. Y, desde
luego, lentillas de contacto que oscurecían sus ojos. Cuando Sidris terminó con ella, Wyoh podría haberse presentado en cualquier parte sin el menor temor a ser reconocida. Era una tamil
perfecta, con unos toques de Angola y de Alemania. Empecé a llamarla «Wyma» en vez de
«Wyoh».
Era algo espléndido. Cuando hacía ondular su cuerpo por uno de los pasillos, la seguían enjambres de muchachos.
Quiso participar en los trabajos de la granja asesorada por Greg, pero Mum no tardó en obligarla a renunciar. Aunque era fuerte, lista y voluntariosa, las tareas de tina granja son esencialmente para hombres... y Greg y Hans no eran los únicos miembros varones de nuestra familia
que se distraían; y lo que ella rendía no compensaba las horas de trabajo que perdían los hombres. De modo que Wyoh volvió a ocuparse de las tareas domésticas, hasta que Sidris se la llevó
a su salón de belleza como ayudante.
El profesor apostaba a las carreras de caballos aplicando dos métodos: el sistema «de aprendiz» de Mike, y su propio sistema «científico». En julio del 75 admitió que no sabía absolutamente nada de caballos, y siguió únicamente con el sistema de Mike, aumentando las apuestas y
repartiéndolas entre numerosos corredores. Sus ganancias cubrían los gastos del Partido, en
tanto que las estafas de Mike financiaban la catapulta. Pero, al apostar sobre seguro, el profesor
perdió todo interés en el juego y se limitaba a cubrir las apuestas tal como Mike le indicaba.
Dejó de leer las páginas de los periódicos dedicadas a las carreras de caballos: algo inconcebible
en un buen aficionado.
Ludmilla dio a luz una niña, lo cual dicen que trae buena suerte cuando es el primer hijo, y a
mí me encantó: todas las familias necesitan una niña. Wyoh sorprendió a nuestras mujeres con
su experiencia de comadrona... y volvió a sorprenderlas demostrando que no sabía absolutamente nada acerca del cuidado de los niños. Nuestros dos hijos mayores se casaron por fin, y Teddy,
de trece años, fue optado. Greg contrató a dos jóvenes de unas granjas vecinas y, después de seis
meses de trabajar y de comer con nosotros, ambos fueron optados. Lo cual no equivalía a precipitar las cosas, puesto que les conocíamos, a ellos y a sus familias, desde hacia muchos años.
Esto restableció el equilibrio que había faltado desde la opción de Lumilla, y acabó con las indirectas de las madres de jóvenes solteros que no habían encontrado matrimonios.
Wyoh reclutó a Sidris; Sidris empezó su propia célula reclutando a la otra ayudante, y el Salón de Belleza Bon Ton Beauté se convirtió en un foco de subversión. Empezamos a utilizar a
nuestros hijos de menos edad para mensajerías y otras tareas que un niño puede desempeñar. Un
niño, por ejemplo, puede seguir a una persona a través de los pasillos mucho mejor que un adulto, sin que nadie sospeche de él. Sidris captó la idea y la propagó a través de las mujeres reclutadas en el salón de belleza.
No tardamos en disponer de suficientes chiquillos para mantener bajo vigilancia a todos los
espías de Álvarez. Con Mike capaz de controlar cualquier teléfono, y aquel ejército infantil,
podíamos seguirles los pasos a todos y a cada uno de los espías. Aquellos chiquillos localizaron
al jefe de los espias de Álvarez en Luna City. Sabíamos que tenía que existir un jefe que centralizaba los informes, debido a que los espías no informaban a Álvarez por teléfono, y Álvarez
sólo acudía a Luna City cuando un visitante de Tierra era tan importante como para requerir un
grupo de guardaespaldas mandado por Álvarez en persona.
El jefe en cuestión resultaron ser dos personas: un viejo que regentaba una tienda que incluía
una confitería, un puesto de periódicos y un despacho de apuestas en la Antigua Cúpula, y su
hijo que trabajaba en el servicio civil dentro del Complejo. El hijo transmitía los informes directamente, por lo que Mike no había podido oírlos.
Les dejamos en paz. Pero a partir de entonces nos enteramos de los informes de los espías
medio día antes que Álvarez. Esta ventaja –debida a chiquillos que no tenían más de cinco o seis
años– salvó las vidas de siete camaradas. ¡Y todo gracias a los «Irregulares de la Baker Street»!
No recuerdo quién les puso ese nombre, pero creo que fue Mike. Yo era un simple admirador
de Sherlock Holmes, en tanto que él creía realmente que era Microft, el hermano de Sherlock
Holmes... y yo no juraría que no lo fuera; la «realidad» es un concepto muy resbaladizo. Los
chiquillos no se llamaban a sí mismos de aquel modo; tenían sus propias pandillas con sus propios nombres. Y no estaban cargados con secretos que pudieran perjudicarles; Sidris dejaba para
sus madres la tarea de explicarles por qué les pedían que hicieran aquellas cosas, aunque sin
revelarles nunca el verdadero motivo. Los niños están dispuestos siempre a hacer cualquier cosa
misteriosa y divertida... Basta con fijarse en sus juegos.
El salón Bon Ton era un centro de chismorreo: las mujeres se enteran de las noticias mucho
antes que el Dafly Lunatic. Estimulé a Wyoh a transmitir aquellos chismorreos a Mike todas las
noches, sin tratar de deslindar lo anecdótico de lo que parecía significativo, debido a que únicamente Mike podía descubrir lo que era realmente significativo después de asociarlo con otro
millón de hechos.
El salón era también un lugar excelente para poner en circulación toda clase de bulos y rumores, y Sidris se convirtió en una especie de auxiliar de Finn Nielsen, a cuyo cargo corría la
agit–prop.
Una noche fui a buscar a Sidris al salón, cuando terminó su trabajo. Andábamos cogidos del
brazo por un pasillo cuando vi una cara y una figura que me resultaron familiares: una chiquilla
delgada, todo ángulos con el pelo color zanahoria. No podía tener más de doce años, y yo la
conocía, aunque no recordaba de qué, ni de cuándo, ni de dónde.
–Psst, muñeca –dije–. Fíjate en esa chica que va delante de nosotros. La pelirroja.
Sidris se fijó.
–Querido, sabía que tenías gustos extravagantes, pero esa chica, como tú dices, no es más
que una niña.
–De acuerdo. Pero, ¿quién es?
–¿Cómo puedo saberlo? ¿Quieres que se lo pregunte?
Súbitamente recordé la escena. Y me hubiera gustado ir acompañado de Wyoh... pero Wyoh
y yo nunca nos dejábamos ver juntos en público. Aquella delgada pelirroja había estado en la
reunión en la que mataron a Shorty. Estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la
pared, y escuchaba con mucha seriedad y aplaudía frenéticamente. Luego la había visto volando
por el aire, hecha un ovillo, para estrellarse contra las piernas de un chaqueta amarilla: el mismo
cuya mandíbula destrocé unos segundos después.
Wyoh y yo estábamos vivos y en libertad gracias a que aquella mocosa supo actuar rápidamente en un momento de crisis.
–No, no hables con ella– le dije a Sidris–. Pero no quiero perderla de vista. Ojalá tuviéramos
aquí a uno de tus Irregulares.
–Aquí hay un teléfono –dijo mi esposa–. Llama a Wyoh y tendrás uno dentro de cinco minutos.
Lo hice. Luego continué andando con Sidris lentamente, ya que la pelirroja se paraba delante
de todos los escaparates. Al cabo de, siete u ocho minutos un chiquillo se paró delante de nosotros y dijo:
–¡Hola, tía Mabel! ¡Hola, tío Joe!
Sidris le cogió de la mano.
–Hola, Ton¡. ¿Cómo está tu madre, querido?
–Muy bien. –Y añadió en un susurro–: Me llamo Jock.
–Perdona –dijo Sidris, volviéndose hacia mí–. No la pierdas de vista –y entró con Jock en
una confitería.
Al cabo de unos instantes salió y se reunió conmigo. Jock la seguía chupando un pirulí.
–¡Adiós, tía Mabel! ¡Gracias!
Se alejó dando saltitos, y se paró junto a la pelirroja delante de un escaparte, chupando solemnemente su pirulí. Sidris y yo nos marchamos a casa.
Nos esperaba un informe.
–La muchacha ha entrado en el Asilo Cradle Roll y no ha vuelto a salir. ¿Mantenemos la vigilancia?
–Un poco más –le dije a Wyoh, y le pregunté si se acordaba de aquella niña.
Se acordaba, pero no tenía la menor idea de quién podía ser.
–Podrías preguntárselo a Finn.
–Puedo hacer algo mejor – y llamé a Mike.
Sí, el Asilo Cradle Roll tenía un teléfono y Mike escucharía. Tardó veinte minutos en recoger datos suficientes para un análisis: muchas voces juveniles, y en edades casi asexuadas. Pero
súbitamente me dijo:
–Man, oigo tres voces que podrían encajar con la edad y el tipo físico que me has descrito.
Sin embargo, dos responden a nombres que me parecen masculinos. La tercera responde cuando
alguien dice «Hazel»... lo cual hace repetidamente una voz de mujer más vieja. Parece ser la jefa
de Hazel.
–Mike revisa el fichero de la antigua organización. Busca los Hazel.
–Hay cuatro Hazel –respondió inmediatamente–, y aquí está ella: Hazel Meade, Jóvenes
Camaradas Auxiliares, domiciliada en el Asilo Cradle Roll, nacida el 25 de diciembre de 2063,
peso treinta y nueve kilos, estatura...
–¡Ese es nuestro pequeño bólido! Gracias, Mike. Wyoh, suspende la vigilancia. ¡Buen trabajo!
–Mike, llama a Donna y transmítele la consigna.
Encargué a las mujeres que reclutaran a Hazel Meade, y no volví a verla hasta que Sidris la
trajo a casa, dos semanas después. Pero Wyoh había presentado un informe unos días antes:
Sidris tenia su célula completa, pero deseaba incluir en ella a Hazel Meade. Además de esta
irregularidad, Sidris faltaba a las normas tratando de reclutar a una niña. Sólo podían admitirse
adultos, a partir de los dieciséis años.
Llevé el asunto a Adam Selene y a la célula ejecutiva.
–Tal como yo lo veo –dije–, el sistema de células de tres miembros está destinado a servirnos, no a atarnos. No me parece mal que la Camarada Cecilia tenga un miembro más en su célula. Ni lo considero un peligro desde el punto de vista de la seguridad.
–Estoy de acuerdo –dijo el profesor–. Pero sugiero que ese miembro adicional no forme parte de la célula de Cecilia; no debería conocer a los otros miembros, a menos de que las tareas
que Cecilia le encomiende lo hagan necesario. Y creo que no debería reclutar, a su edad. El
verdadero problema es el de su edad.
–De acuerdo –dijo Wyoh–. Quería hablar precisamente de la edad de esa chiquilla.
–Amigos –dijo Mike en tono apocado (en tono apocado por primera vez desde hacia semanas; ahora, Mike era algo más que una máquina solitaria: era el ejecutivo «Adam Selene», seguro de sí mismo)–, tal vez debí ponerlo en vuestro conocimiento antes, pero ya he otorgado unas
variaciones similares. Me pareció que el asunto no merecía ser discutido.
–Y estabas en lo cierto, Mike –le tranquilizó el profesor–. Un presidente tiene que utilizar su
propio criterio. ¿Cuál es la célula mayor que tenemos?
–De cinco. Es una célula doble, tres y dos.
–Me parece muy bien. Querida Wyoh, ¿propone Sidris que esa chiquilla ingrese en el Partido
con todos los derechos y todas las obligaciones? ¿Le ha hecho saber que estamos empeñados en
una revolución... con todo el derramamiento de sangre, todos los desórdenes y el posible desastre que entraña?
–Eso es exactamente lo que ella propone.
––Querida mía, nosotros ponemos en juego nuestras vidas, pero somos lo bastante viejos para saberlo. Para eso hay que tener un conocimiento cabal de lo que es la muerte. Los niños rara
vez se dan cuenta de que la muerte les llegará personalmente. Podría decirse que una persona se
convierte en adulta en el momento en que se da cuenta de que tiene que morir... y acepta su
sentencia sin desmayar.
–Profesor –insistió Wyoh–, Mike, Mannie. Sidris está convencida de que esa chiquilla es
adulta. Y yo también lo creo.
–¿Man? –inquirió Mike.
–Busquemos la manera de que el profesor la conozca y se forme su propia opinión. Confieso
que a mí me conquistó. Especialmente por su decisión en el momento de luchar. De no ser así,
no hubiera dado origen a todo esto.
Aplazamos la decisión y no volví a oír hablar del asunto. Poco después, Hazel se presentó a
cenar en casa como invitada de Sidris. No dio ninguna señal de haberme reconocido, ni yo admití que la había visto anteriormente... pero mucho después me enteré de que me había reconocido, no sólo por mi brazo izquierdo sino porque la alta rubia de Hong Kong me había abrazado
y besado. Además, Hazel había penetrado a través del disfraz de Wyoming, reconociendo lo que
Wyoh nunca había conseguido disfrazar del todo: su voz.
Pero Hazel tenía un candado en la boca. Si alguna vez supuso que yo era un conspirador,
nunca lo demostró.
Los antecedentes de la chiquilla explicaban su firmeza de carácter. Transportada con sus padres cuando sólo tenía unos meses, lo mismo que Wyoh, había perdido a su padre a causa de un
accidente de trabajo, que su madre atribuyó siempre a la despreocupación de la Autoridad por
las condiciones de seguridad de los convictos. La madre murió cuando Hazel tenía cinco años;
la niña ingresó entonces en el asilo en que la habíamos encontrado. Ignoraba el motivo por el
cual fueron transportados sus padres, pero posiblemente fuera por subversión si estaban bajo
sentencia los dos, como Hazel creía. En cualquiera de los casos, su madre le había legado un
odio implacable a la Autoridad y al Alcaide.
La familia que estaba al cuidado del asilo le permitió quedarse allí cuando se hizo mayorcita:
Hazel cuidaba bebés y fregaba platos desde que alcanzó el fregadero. Ella misma se había enseñado a leer, pero no sabía escribir. En lo que respecta a matemáticas, sabía contar con los dedos.
Se armó un jaleo cuando se habló de que Hazel abandonara el asilo; la dueña de la institución y sus maridos pretendían que Hazel debía los servicios de varios años. Hazel resolvió el
problema marchándose por las buenas, dejando en el asilo sus ropas y sus escasas pertenencias.
Mum se puso, furiosa y quiso que nuestra familia entablara una querella contra los dueños del
asilo. Pero yo la intimé, en mi calidad de jefe de su célula, a que dejara las cosas tal como estaban ya que no era conveniente que la Autoridad, por el motivo que fuera, pusiera los ojos en
nuestra familia. Le dije que el Partido correría con todos los gastos que ocasionara el volver a
equipar a Hazel. Mum rechazó el dinero, convocó una reunión familiar, se llevó a Hazel a la
ciudad y se mostró despilfarradora –tratándose de Mum– al reequiparle.
De modo que adoptamos a Hazel. En aquella época, adoptar a un niño era algo tan simple
como adoptar a un gatito.
Se armó otro jaleo cuando Mum quiso llevar a Hazel a la escuela, lo cual no encajaba ni con
lo que Sidris había planeado, ni con lo que Hazel había sido inducida a esperar como miembro y
camarada del Partido. Intervine de nuevo y Mum cedió en parte. Hazel iría a la escuela por la
mañana y ayudaría a Sidris por las tardes, lavando cabezas, aprendiendo a peinar... y haciendo
cualquier otra cosa que Sidris le indicara.
«Cualquier otra cosa» fue capitanear a los Irregulares de la Baker Street.
Hazel había manejado niños durante toda su corta vida. Le gustaban, y los niños se sentían a
gusto con ella; podía inducirles a hacer cualquier cosa; y comprendía su lenguaje, ininteligible
para un adulto. Era un puente perfecto entre el Partido y sus auxiliares más jóvenes. Sabía convertir en un juego las tareas que les asignábamos, y «educar» adecuadamente a los pequeños.
Por ejemplo:
Supongamos que un niño, demasiado joven para saber leer, es sorprendido con un paquete de
literatura subversiva... cosa que había ocurrido más de una vez. He aquí cómo se desarrollarían
los acontecimientos, después de que Hazel hubiera adoctrinado a un niño:
ADULTO: Niño, ¿dónde has conseguido esto?
IRREGULAR BAKER STREET: ¡No soy un niño, soy un chico mayor!
ADULTO: De acuerdo, chico mayor, ¿dónde has conseguido esto?
I.B.S.: Me lo ha dado Jackie.
ADULTO: ¿Quién es Jackie?
I.B.S.: Jackie.
ADULTO: Pero, ¿cuál es el apellido de tu amigo?
I.B.S.: ¿De quién?
ADULTO: De Jackie.
I.B.S. (en tono burlón): ¡Jackie es una niña!
ADULTO: De acuerdo, ¿dónde vive esa niña?
I.B.S.: ¿Quién?
Y así indefinidamente. La respuesta clave a todas las preguntas era: «Me lo ha dado Jackie».
Dado que Jackie no existía, no tenía apellidos, ni señas, ni sexo determinado. Aquellos niños
gozaban tomándoles el pelo a los adultos, una vez habían aprendido lo fácil que era.
En el peor de los casos, la literatura era confiscada. Incluso una patrulla de Dragones de la
Paz se lo pensaba dos veces antes de «arrestar» a un niño.
Sí, empezábamos a tener patrullas de Dragones dentro de Luna City, pero nunca menos de
una patrulla: algunos habían entrado solos y no habían vuelto a salir.
Cuando Mike empezó a escribir poesías no supe si reír o llorar. Además, ¡quería publicarlas!
Lo cual demuestra has–
ta qué punto la humanidad había corrompido a aquella inocente máquina, que deseaba ver su
nombre en letra impresa.
–¡Mike, por el amor de Bog! –dije–. ¿Te has propuesto hacer estallar todos los circuitos? ¿O
es que planeas abandonarnos?
Antes de que Mike pudiera replicar, intervino el profesor:
–Déjale en paz, Manuel. Yo veo posibilidades. Mike, tendrías que adoptar un seudónimo.
Así es como nació «Simon Jester». Un seudónimo elegido por el propio Mike. Pero utilizaba
otro nombre para la poesía seria: su nombre de guerra, Adam Selene.
Los versos de «Simon» eran aleluyas, impúdicas, subversivas, llenas de veneno contra el Alcaide, el Sistema, los Dragones de la Paz y los esbirros de Álvarez. Aparecían en las paredes de
los mingitorios públicos o en cuartillas abandonadas en las cápsulas del Tubo. O en las tabernas.
Siempre estaban firmadas por «Simon Jester», e incluían un tosco dibujo de un diablo cornudo,
de ancha sonrisa y rabo hendido. A veces estaba pinchando a un hombre gordo con una horquilla. A veces sólo aparecía su cara, ancha sonrisa y cuernos, hasta que los cuernos y la sonrisa
llegaron a significar: «Simon ha estado aquí».
Simon apareció en todo Luna el mismo día, y a partir de entonces no la abandonó. No tardó
en recibir ayuda voluntaria; sus versos y sus pequeños dibujos, tan sencillos que cualquiera podía hacerlos, empezaron a aparecer en más lugares de los que nosotros habíamos planeado. Aparecieron incluso dentro del Complejo... lo cual no podía haber sido obra nuestra, ya que nunca
reclutábamos miembros del servicio civil. Así, tres días después de la aparición inicial de unas
estrofas especialmente obscenas, sugiriendo que la gordura del Alcaide no procedía de lo que
ingería por la boca, sino de lo que tragaba por el final de su tubo digestivo, las estrofas aparecieron impresas sobre etiquetas adhesivas con un dibujo mejorado hasta el punto de que la víctima
pinchada con la horquilla por Simon podía ser reconocida inmediatamente como el Alcaide.
Nosotros no las habíamos imprimido. Pero aparecieron simultáneamente en Luna City, en Novylen y en Hong Kong, pegadas en casi todas partes: teléfonos públicos, pasillos, rampas, cápsulas del Tubo, etc. Hice un conteo de muestra y se lo pasé a Mike; informó que sólo en Luna
City se habían utilizado más de setenta mil etiquetas.
Yo no conocía ninguna imprenta de Luna City dispuesta a arriesgarse a aquel trabajo y equipada para realizarlo. Empecé a preguntarme si era posible que existiera otro grupo revolucionario ...
Los versos de Simon tuvieron tanto éxito que Mike amplió sus actividades y se convirtió en
un «espíritu burlón», de cuyas «travesuras» no escaparon ni el Alcalde ni el Jefe de Seguridad.
«Apreciado Mort el Verruga –decía una carta–. Tenga mucho cuidado desde medianoche hasta
las cuatro de la mañana. Amor y Besos, Simon»... con cuernos y sonrisa. En el mismo correro,
Álvarez recibió otra carta que decía: «Estimado Alcahuete Mayor: Si el Alcaide se rompe una
pata mañana por la noche será por culpa tuya. Tu fiel conciencia, Simon»... con sonrisa y cuernos.
No teníamos nada planeado; sólo queríamos que Mort y Álvarez perdieran unas horas de
sueño... cosa que hicieron, lo mismo que sus guardaespaldas. Lo único que hizo Mike fue llamar
al teléfono privado del Alcaide a intervalos desde medianoche hasta las cuatro de la mañana. Se
trataba de un número que no figuraba en ningún listín y que sólo conocían las personas que
gozaban de toda su confianza. Llamando a aquellas personas simultáneamente y conectándolas
con Mort, Mike no sólo creó una gran confusión sino que logró que el Alcaide se enfureciera
con todos sus colaboradores, cuyas disculpas y negativas se negó a aceptar.
Se dio la afortunada circunstancia de que el Alcaide, cegado por la cólera, dio un traspiés y
se dislocó un tobillo...algo muy próximo a una fractura de pierna. Y Álvarez se hallaba presente
cuando ocurrió.
Otra noche, Simon difundió el rumor de que la catapulta había sido minada y estallaría antes
del amanecer. Noventa más dieciocho hombres no pueden revisar un centenar de kilómetros de
catapulta en unas horas, especialmente cuando los primeros noventa son Dragones de la Paz
que no están acostumbrados a trabajar con un traje–p y que odian hacerlo. Lo ocurrido aquella
noche fue lo más cercano a un motín que se haya producido en toda la historia del regimiento.
Un accidente resultó mortal. ¿Cayó, o fue empujado? Un sargento.
El trajín de medianoche hizo que los Dragones de la Paz encargados del control de pasaportes bostezaran con frecuencia al día siguiente y se mostraran más malhumorados que de costumbre, lo cual provocó más choques con los lunáticos y un mayor resentimiento en ambos sentidos.
De modo que Simon aumentó la presión.
La poesía de Adam Selene era más selecta. Mike la sometió a la crítica del profesor y aceptó
sus juicios (buenos, creo) sin resentimiento. Tratándose de una computadora con todo el idioma
inglés en sus bancos de memoria y capaz de encontrar una asonancia en milésimas de segundo,
la medida y la rima de Mike eran perfectas. Lo más flojo era la autocrítica. Pero mejoró rápidamente bajo la severa supervisión del profesor.
El primer poema de Adam Selene apareció en las austeras páginas del Moonglow. Se titulaba
«Hogar», y eran los pensamientos de un viejo transportado en su lecho de muerte, descubriendo
en aquel instante supremo que Luna es su amado hogar. El lenguaje era sencillo, la rima fácil y
sin ripios, y lo único levemente subversivo eran las conclusiones del moribundo de que ni siquiera los numerosos Alcaides que había tenido que soportar representaban un precio demasiado
elevado.
Dudo que los editores del Moonglow lo pensaran dos veces. Era un poema excelente, y lo
publicaron.
Álvarez revolvió la oficina del Moonglow de arriba a abajo tratando de encontrar algo quele
llevara hasta Adam Selene. El ejemplar había salido a la calle medio período lunar antes de que
Álvarez lo viera, o le llamara la atención. Nosotros empezábamos a impacientarnos: queríamos
que viera aquel poema. Y nos alegramos mucho del sofocón de Álvarez cuando lo vio.
Los editores no pudieron prestarle ninguna ayuda. Le dijeron la verdad. El poema había llegado por correo. ¿Lo conservaban? Sí, desde luego... No, el sobre, no, nunca los guardaban.
Álvarez terminó por marcharse, fianqueado por cuatro Dragones que le servían de escolta.
Supongo que disfrutó examinando aquella hoja de papel. Llevaba el membrete de la oficina
de Adam Selene:
SELENE Y COMPAÑÍA
LUNA CITY
Inversiones
Oficina del Presidente
Antigua Cúpula
…y debajo, mecanografiado, Hogar, de Adam Selene, etc.
Cualquier huella dactilar era posterior al envío. Y la máquina utilizada había sido una Underwood de Oficina, Eléctrica, el tipo más corriente en Luna. Incluso así, las máquinas importadas no abundaban. Un detective científico hubiera identificado la máquina. La hubiera encontrado en la oficina de la Autoridad Lunar en Luna City. Encontramos seis máquinas de aquel
modelo en la oficina y las utilizamos en rotación: cinco palabras y pasábamos a la siguiente. A
Wyoh y a mí la tarea nos costó horas de sueño y de exposición a un gran peligro, a pesar de que
Mike escuchaba en todos los teléfonos, presto a advertirnos. Nunca volveré a hacer una cosa así.
Álvarez no era un detective científico.
11
A principios del 76 tuve mucho trabajo. No podía descuidar a mis clientes. Las tareas del
Partido me ocupaban más tiempo, a pesar de que contaba con valiosas ayudas. Pero continuamente surgía la necesidad de tomar decisiones y había que transmitir mensajes arriba y abajo.
Además, tenía que dedicar varias horas diarias al ejercicio físico, acarreando grandes pesos, y
no me atrevía a pedir permiso para utilizar la centrifugadora del Complejo, usada por los científicos terráqueos que debían pasar algún tiempo en Luna: aunque la había utilizado antes, esta
vez no podía pregonar que estaba poniéndome en forma para trasladarme a Tierra.
El ejercicio sin una centrifugadora es menos eficaz, y resultaba especialmente fastidioso
porque no sabía si sería necesario, después de todo. Pero según Mike, había un 30 por ciento de
probabilidades de que el curso de los acontecimientos exigiera que algún lunático, capaz de
hablar en nombre del Partido, tuviera que viajar a Tierra.
No podía verme a mí mismo como un embajador: me faltaban cultura y diplomacia. El profesor era la persona más indicada para aquella misión, pero el profesor era viejo y podía no vivir
lo suficiente para trasladarse a Tierra. Mike nos dijo que un hombre de la edad, condiciones
física, etc., del profesor tenía menos de un 40 por ciento de probabilidades de llegar vivo a Tierra.
Pero el profesor se sometía alegremente a un agotador entrenamiento para conservar intactas
aquellas probabilidades, de modo que ante su ejemplo yo me veía moralmente obligado a acarrear pesos y a ponerme en forma, a fin de poder ocupar su puesto si su viejo corazón dejaba de
funcionar. Y Wyoh hacía lo mismo, previendo la posibilidad de que algo me impidiera efectuar
el viaje. Wyoh lo hacía para compartir nuestras dificultades; en ella, el corazón se imponía
siempre a la lógica.
Además de mi trabajo, de las tareas del Partido y del ejercicio, estaba la granja. Habíamos
perdido tres hijos por matrimonio, aunque habíamos ganado a dos muchachos excelentes,
Frank y Ali. Luego, Greg se marchó a trabajar para la LuNoHoCo, como jefe de perforadores
en la nueva catapulta.
Era preciso. El contratar personal nos producía muchos quebraderos de cabeza. Podíamos
utilizar obreros que no eran miembros del Partido para la mayoría de los trabajos, pero los puestos clave tenían que ser ocupados por hombres que, a la vez que competentes, fueran de toda
confianza desde el punto de vista político. Greg no deseaba ir; nuestra granja le necesitaba y no
le gustaba tener que dejar su congregación. Pero aceptó.
Esto hizo que tuviera que volver a ocuparme, parte del tiempo, de los cerdos y las gallinas.
Hans es un buen granjero, fuerte como un toro, y su trabajo equivalía al de dos hombres. Pero
Greg había dirigido la granja desde que el abuelo se retiró, y la nueva responsabilidad preocu-
paba a Hans. Me correspondía a mí, que era mayor que él, pero Hans era mejor granjero y tenía
más experiencia que. yo; siempre se había dado por sentado que algún día sucedería a Greg. De
modo que le respaldé mostrándome de acuerdo con sus opiniones y dedicando a la granja las
horas que podía sustraer a mis otras obligaciones. No me quedaba tiempo ni para rascarme.
A últimos de febrero yo regresaba de un largo viaje a Novylen, Tycho Under y Churchill. El
nuevo Tubo acababa de ser inaugurado a través de Sinus Medii, de modo que fui a Hong Kong
Luna: asuntos de trabajo y contactos, ahora que podía prometer servicio de emergencia. El
hecho de que el autobús Endsville–Beluthihatchie circulara solamente durante medio período
lunar lo había hecho imposible hasta entonces.
Pero los asuntos de trabajo eran una tapadera para la política; el enlace con Hong Kong no
había sido todo lo bueno que era de desear. Wyoh lo había mantenido por teléfono con el segundo miembro de su célula, un viejo camarada Camarada Clayton»–, que no sólo no figuraba
en el Archivo Zebra de Álvarez , sino que además contaba con el aprecio y la confianza de
Wyoh. Clayton recibía instrucciones acerca de la política a seguir, advertencias sobre las manzanas podridas y estímulos para establecer el sistema de células sin prescindir de la antigua organización.
Pero no es lo mismo hablar por teléfono que cara a cara. Hong Kong tendría que haber sido
nuestra plaza fuerte. Estaba menos atada a la Autoridad debido a que sus empresas no eran controladas por el Complejo; era más independiente porque la ausencia (hasta entonces) de un Tubo
de transporte había hecho menos atractivas las ventas a la catapulta principal; y era más fuerte
financieramente, ya que los billetes del Banco de Hong Kong Luna tenían mAs valor que los
vales–moneda oficiales de la Autoridad.
Supongo que los dólares Hong Kong no eran «dinero» desde un punto de vista estrictamente
legal. La Autoridad no los aceptaba; y en mis viajes a Tierra tuve que comprar vales–moneda de
la Autoridad para pagar el billete. Pero lo que llevaba en mi cartera eran dólares Hong Kong que
podían ser cambiados en Tierra con un pequeño descuento,– en tanto que los vales–moneda de
la Autoridad no eran aceptados por nadie. Dinero o no, los billetes del Banco de Hong Kong
estaban respaldados por unos honrados banqueros chinos, en vez de ser moneda burocrática de
curso forzado. Cien dólares Hong Kong equivalían a 31,1 gramos de oro (la antigua onza troy
(1)), abonables a petición del poseedor en la oficina central... que a tal fin mantenía un depósito
de oro importado de Australia. O podían adquirir diversas mercancías: agua no potable, acero de
graduación definida, agua pesada procedente de plantas de energía, y otras cosas. También podían adquirirse con vales–moneda, pero los precios de la Autoridad se mantenían fluctuantes,
siempre hacia arriba. Soy un lego en economía; cuando Mike trató de explicármelo, me entró
dolor de cabeza. Lo único que sé es que entrar en posesión de este no–dinero nos llena de alegría, en tanto que los vales–moneda los aceptamos de mala gana, y no solamente porque odiamos a la Autoridad.
Hong Kong tendría que haber sido la plaza fuerte del Partido. Pero no lo era. Habíamos decidido que yo debía correr el riesgo de presentarme allí, exponiéndome a que alguien me reconociera, ya que un hombre con un solo brazo no puede disfrazarse fácilmente. Era un riesgo que
además de comprometerme a mí podía arrastrar a Wyoh, a Mum, a Greg y a Sidris. Pero, ¿quién
ha dicho que puede hacerse una revolución sin exponer nada?
El Camarada Clayton resultó ser un joven japonés... no demasiado joven, pero todos los japoneses parecen jóvenes hasta que súbitamente parecen viejos. No era completamente japonés –
malayo y otras cosas–, pero su apellido era japonés y en su casa se vivía a la japonesa.
Clayton no era un convicto ni descendía de convictos; sus antecesores habían embarcado
hacia Luna «voluntariamente» –es decir, a punta de pistola– en la época en que la Gran China
consolidaba su Imperio en Tierra. Pero odiaba al Alcaide tan intensamente como cualquier viejo
transportado.
Me reuní con él por primera vez en una casa de té –el equivalente a una taberna de Luna City–, y durante dos horas hablamos de todo menos de política. Comprendí que me estaba «estudiando» para hacerse una idea de la clase de individuo que era. Luego me llevó a su casa. Mi
única queja en lo que respecta a la hospitalidad japonesa tiene como motivo aquellos baños
hasta la barbilla con agua a punto de ebullición.
Todo salió bien. Resultó que Mama–san era tan hábil en maquillajes como Sidris, mi brazo
social es muy convincente y un quimono cubrió la juntura. Me reuní con cuatro células en dos
días, como «Camarada Bork», maquillado y con quimono, y si había algún espía entre ellos no
creo que pudiera identificar a Manuel O'Kelly. Había ido allí bien aleccionado, con abundantes
datos y cifras, y hablé casi exclusivamente de un tema: el hambre del 82, a seis años de distancia.
–Vosotros estáis de suerte. No os afectará tan pronto. Aunque ahora, con el nuevo Tubo, cada vez serán más los que envíen trigo y arroz a la catapulta principal. Y sonará vuestra hora.
Quedaron impresionados. La antigua organización creía en la oratoria, en el chin–chin de las
bandas de música y en la emoción estilo iglesia. Yo me limité a decir:
–Estas son las cifras, camaradas: os las dejo para que las estudiéis a fondo.
Me entrevisté con un camarada a solas. Si un mecánico chino tiene ocasión de examinar minuciosamente cualquier cosa, acabará por encontrar la manera de fabricarla. Le pregunté a aquel
mecánico si había visto alguna vez un láser lo bastante pequeño como para ser manejado como
un rifle. No lo había visto. Dijo que el sistema de pasaportes había hecho más difícil el contrabando. Y añadió que a la semana siguiente iría a Luna City para visitar a su primo. Le dije que a
tío Adam le complacería mucho tener noticias suyas.
(1) Troy: sistema de pesos cuya unidad es la libra de 12 onzas (N. del T.).
En total fue un viaje fructífero. A la vuelta me detuve en Novylen para revisar un anticuado
«Foreman». Después de almorzar fui a visitar a mi padre. Estábamos en muy buenas relaciones, aunque a veces dejábamos transcurrir un par de años sin vernos. Conversamos delante
de un par de cervezas, y cuando me puse en pie para marcharme, dijo:
–Me alegro mucho de que te hayas acordado de venir a verme. ¡Luna Libre!
–¡Luna Libre! –contesté maquinalmente, demasiado asombrado para no hacerlo. Mi padre
había sido siempre el hombre más apolítico que he conocido; si decía aquello en público, significaba que nuestra campaña estaba arraigando profundamente.
De modo que llegué a Luna City satisfecho y no demasiado cansado, ya que desde Torricelli
me pasé el viaje durmiendo. Tomé el Cinturón en la Estación Sur del Tubo, descendí hasta la
Avenida Bottom y me dirigí a mi casa. Tenía que pasar por delante de la sala de audiencias del
juez Brody y entré a saludarle. Brody es un viejo amigo y tenemos una amputación en común.
Cuando perdió una pierna se estableció como juez y el éxito le acompañó.
Si dos personas se presentaban a dirimir una querella ante Brody y éste no lograba convencerles de que su decisión era justa, les devolvía sus emolumentos y, si luchaban actuaba de árbitro de su duelo sin cobrarles nada... y tratando de convencerles de que no utilizaran cuchillos
para resolver sus diferencias.
No estaba en su oficina aunque vi su sombrero sobre su escritorio. Me disponía a marcharme, cuando entró un grupo en la sala, al parecer stilyagis. Les acompañaba una muchacha, y
empujaban delante de ellos a un hombre de más edad. Por su atuendo deduje que era un «turista».
Teníamos turistas incluso entonces. No en grandes cantidades, desde luego. Procedían de
Tierra, se instalaban en un hotel durante una semana y regresaban en la misma nave, y ocasionalmente se quedaban hasta que salía la siguiente. La mayoría de ellos pasaban el tiempo jugando, después de dedicar un par de días a recorrer la ciudad y sus alrededores, incluyendo el estúpido paseo por la superficie que todos los turistas realizan. La mayoría de los lunáticos les ignoraban, en tanto que otros explotaban sus debilidades.
Uno de los muchachos del grupo, el de más edad –alrededor de dieciocho años–, y aparentemente el cabecilla, me preguntó:
–¿Dónde está el juez?
–Lo ignoro. No está aquí.
Se mordió el labio, visiblemente contrariado.
–¿Qué es lo que pasa? –dije.
–Vamos a eliminar a este individuo –respondió sobriamente–. Pero queremos que el juez
confirme nuestra decisión.
–Mirad en las tabernas de los alrededores –dije–. Probablemente le encontraréis allí.
Un chiquillo de unos catorce años exclamó:
–¡Caramba! ¿No es usted Gospodin O’Kelly?
–El mismo.
–¿Por qué no actúa usted de juez?
El de más edad pareció aliviado.
–¿Lo hará usted, Gospodín?
Vacilé, Desde luego, he actuado de juez más de una vez: ¿quién no lo ha hecho? Pero la responsabilidad no me atraía. Sin embargo, me preocupó oír a unos jóvenes hablando de eliminar a
un turista. Quise saber algo más. De modo que le pregunté al turista:
–¿Me acepta usted como juez?
Pareció sorprendido.
–¿Acaso tengo derecho a elegir?
–Desde luego –dije pacientemente–. Nadie puede obligarle a aceptar mi decisión. Al fin y al
cabo se trata de su vida, no de la mía.
Pareció más sorprendido, pero no asustado.
–¿Mi vida, dice usted?
–Eso parece. Ya ha oído decir a esos muchachos que se proponían eliminarle. Sí prefiere esperar al juez Brody...
No vaciló. Sonrió y dijo:
–Le acepto a usted como juez, señor.
–Como quiera. –Miré al joven de más edad–. ¿Cuáles son las partes en litigio? ¿Tú y tu joven amigo?
–¡Oh, no, Juez! Todos nosotros.
–Aún no soy vuestro Juez. –Miré a mi alrededor–. ¿Me aceptáis todos como juez?
Todos asintieron; ninguno dijo «No». El cabecilla se volvió hacia la muchacha y añadió:
–Será mejor que hables, Tish. ¿Aceptas al Juez O'Kelly?
–¿Qué? ¡Oh, desde luego!
Era una muchacha más bien menuda, insípidamente bonita, precozmente desarrollada. No
podía tener más de catorce años. De las que prefieren reinar sobre un rebaño de stilyagis a un
matrimonio sólido. No les reprocho nada a los stilyagis: salen de caza alrededor de los pasillos
porque no hay suficientes mujeres. Trabajan todo el día y no encuentran nada al llegar a casa
por la noche.
–De acuerdo, el tribunal ha sido aceptado y todos quedan obligados a atenerse a mi veredicto. Vamos a establecer los emolumentos. ¿Cuánto podéis pagar, muchachos? Como comprenderéis, no voy a juzgar una eliminación por cuatro chavos. De modo que aflojad la bolsa, o
le declaro absuelto.
El cabecilla parpadeó y luego conferenció brevemente con sus camaradas. Finalmente dijo:
–No disponemos de mucho dinero. ¿Serán suficientes cinco dólares Hong Kong por cabeza?
Eran seis...
–No. No deberíais pedir a un tribunal que juzgara una eliminación por ese precio.
Conferenciaron de nuevo.
–¿Cincuenta dólares, Juez?
–Sesenta. Diez cada uno. Y otros diez tú, Tish –le dije a la muchacha.
Pareció sorprendida, indignada.
–¡Vamos, vamos! –dije–Tanstaafl. Tish parpadeó y rebuscó en su bolso. Tenía dinero; las
muchachas como ella siempre tienen dinero.
Recogí setenta dólares los dejé sobre el escritorio y le dije al turista:
–¿Puede cubrirlos?
–¿Cómo dice?
–Los chicos han pagado setenta dólares Hong Kong por el juicio. Usted debe cubrir esa cantidad. Si no puede, vacíe sus bolsillos, demuéstrelo y puede quedar en deuda conmigo. Pero esa
es su parte. –Y añadí–. No puede quejarse. Es muy barato, tratándose de un caso de pena capital
Pero los chicos no pueden pagar mucho, de modo que sale usted favorecido.
–Comprendo. Creo que lo comprendo.
Depositó sus setenta dólares Hong Kong.
–Gracias –dije–. Ahora, ¿alguna de las partes desea un jurado?
Los ojos de la muchacha se iluminaron.
–¡Desde luego! Vamos a hacer las cosas bien.
El terrestre dijo:
–Dadas las circunstancias, tal vez necesite uno.
–Lo tendrá –aseguré––. ¿Quiere un defensor?
–Bueno, supongo que necesitaré un abogado, también.
–He dicho «defensor», no «abogado». Aquí no hay abogados.
Se encogió de hombros.
–Supongo que el defensor, si decido tener uno, será de la misma calidad... ejem... informal
que el resto del procedimiento ...
–Tal vez sí, tal vez no. Yo soy un juez informal, eso es todo. Si no le conviene...
–Mmm. Creo que voy a confiar en su informalidad, Señoría.
El joven de más edad dijo:
–Lo del jurado... ¿Lo paga usted? ¿O tenemos que pagarlo nosotros?
–Lo pago yo; he aceptado ser juez por ciento cuarenta dólares, en bruto. ¿No has estado nunca en un tribunal? Pero no voy a quedarme sin nada, pagando a unos hombres de los cuales podría prescindir perfectamente. Seis jurados a cinco dólares por cabeza. Buscad por la Avenida.
Un muchacho salió de la sala y gritó:
–¡Hay plazas de jurado! ¡A cinco dólares cada una!
No tardaron en entrar seis hombres, que eran lo que cabía esperar encontrar en la Avenida
Bottom. Pero no me preocupé, ya que no tenía intención de dejarles meter baza. Si uno es juez,
tiene que serlo con todas las consecuencias.
Me senté detrás del escritorio y declaré:
–Se abre la sesión. Digan sus nombres y cuéntenme lo ocurrido.
El joven de más edad se llamaba Slim Lemke, la muchacha era Patricia Carmen Zhukov; no
recuerdo los otros nombres. El turista se llevó una mano al bolsillo y dijo:
–Mi tarjeta, señor.
Todavía la conservo. Decía:
STUART RENE LaJOTE
Poeta – Viajero – Soldado de Fortuna
Lo ocurrido era trágicamente ridículo, un excelente ejemplo de por qué los turistas no deberían andar por ahí sin guías. Desde luego, los guías procuran esquilmarles... pero, ¿para que
sirve un turista, sino? Este podía perder la vida por no haber buscado un guía.
Había entrado en un local frecuentado por los stilyagis, una especie de club. La muchacha
había flirteado con él. Los chicos la habían dejado obrar a su antojo... puesto que la que invitaba
era ella. Pero, en un momento determinado, ella había estallado en una carcajada y había descargado su diminuto puño contra las costillas del turista. El se lo había tomado tan a la ligera
como cualquier lunático... pero había replicado de un modo inconveniente, deslizando un brazo
en tomo a la cintura de Tish y atrayéndola hacia él, al parecer con la intención de besarla.
Ahora bien, en Norteamérica aquello no hubiera tenido importancia; he estado allí y puedo
asegurarlo. Pero Tish quedó asombrada, y tal vez asustada. Empezó a gritar.
Y los muchachos se lanzaron contra él, sujetándole e impidiéndole moverse. Luego decidieron que tenía que pagar por su «crimen»... pero haciendo las cosas como es debido. Es decir,
buscando un juez.
La mayoría de ellos eran incapaces de matar una mosca. Y lo más probable era que ninguno
de ellos comulgara con la idea de una eliminación. Pero su dama había sido insultada y tenían
que hacerlo.
Les interrogué, especialmente a Tish, y llegué a una decisión.
–Vamos a resumir el caso –dije–. Tenemos aquí a un extranjero. No conoce nuestras costumbres. Ha incurrido en una ofensa, y es culpable. Pero en mi opinión no se proponía ofender.
¿Qué dice el jurado? ¡Eh, usted! ¡Despierte! ¿Qué dice usted?
El jurado abrió los ojos, sacudió la cabeza y dijo:
–¡Voto por la eliminación!
–Muy bien. ¿Y usted?
–Bueno... –El hombre vaciló–. Supongo que sería suficiente propinarle una buena paliza, para que la próxima vez se comporte como es debido. No podemos permitir que los hombres vayan por ahí sobando a las mujeres, si no queremos que esto se convierta en un lugar tan indecente como es Tierra, según dicen.
–Muy bien dicho –aprobé––. ¿Y usted?
Sólo uno de los miembros del jurado votó por la eliminación. Los otros sugirieron desde una
paliza hasta una elevada multa.
–¿Qué opinas tú, Slim?
–Bueno... –estaba preocupado... Delante de la pandilla, delante de la que podía ser su novia...
Pero se había enfriado, y no deseaba la eliminación del turista–. Ya le hemos dado su merecido.
Tal vez podría arrodillarse, y besar el suelo delante de Tish, y decir que lo siente mucho...
–¿Hará usted eso, Gospodin LaJoie?
–Si usted lo ordena, Señoría...
–No lo haré. Este es mi veredicto. En primer lugar, ese miembro del jurado... ¡usted!, pagará
una multa de cinco dólares Hong Kong, es decir, sus emolumentos, por haberse dormido durante el juicio. Cogedle, muchachos, y arrojadle a la calle.
Lo hicieron con el mayor entusiasmo.
–Usted, Gospodin Lajoie, pagará una multa de cincuenta dólares Hong Kong por no haberse
tomado la molestia de informarse acerca de las costumbres locales antes de salir de parranda.
El turista pagó.
–Ahora, muchachos, poneos en fila. Pagaréis una multa de cinco dólares por cabeza por
obrar desconsideradamente con una persona que sabíais que era extranjera y que desconocía
nuestras costumbres. Me parece muy bien que evitarais que tocara a Tish. Me parece muy bien
que le propinarais unos cuantos golpes, para que aprendiera más aprisa. Y podíais haberle arrojado a la calle. Pero hablar de eliminarle por lo que era un disculpable error me parece desproporcionado. Cinco pavos cada uno.
Slim tragó saliva.
–Juez... no creo que tengamos ese dinero. Al menos, yo no lo tengo.
–De acuerdo. Tenéis una semana para pagar, o expondré vuestros nombres en la Antigua
Cúpula. Buscad el Salón de Belleza Bon Ton; allí encontraréis a mi esposa: pagadle a ella. Se
levanta la sesión. Slim, no te marches. Ni tú, Tish. Gospodin LaJoie, vamos a invitar a estos
jovencitos a un refresco, para que podamos conocemos mejor.
En sus ojos se reflejó una mezcla de asombro Y deleite que me recordó al profesor.
–¡Una idea encantadora, Juez!
–Ya no soy juez. Tenemos que bajar un par de rampas. Sugiero que le ofrezca usted el brazo
a Tish.
LaJoie se inclinó y dijo:
–¿Milady? Con su permiso... –Y pasó su brazo por debajo–del de la muchacha.
Tish le devolvió la inclinación.
–¡Spasebo, Gospodin! Con mucho gusto.
Les llevamos a un local caro, en el que sus llamativas ropas y su excesivo maquillaje desentonaban visiblemente. Los dos estaban muy nerviosos. Pero yo traté de tranquilizarles, lo mismo
que Stuart LaJoie, con mucho éxito, por cierto. Obtuve sus señas, pensando en un plan de Wyoh
en relación con los stilyagis. Cuando terminaron con sus refrescos se pusieron en pie, nos dieron
las gracias y se marcharon. LaJoie y yo nos quedamos.
–Gospodin –dijo LaJoie súbitamente–, antes utilizó usted una extraña palabra... extraña para
mí, quiero decir.
–Ahora que los chicos se han marchado, llámeme «Mannie». ¿Qué palabra?
–Fue cuando insistió en que la joven Tish también tenía que pagar. Dijo usted «Tone–
stapple», o algo parecido.
–¡Oh! «TanstaafI». Significa algo así como «Nadie regala nada». Trataba de recordarle que
lo que obtenemos gratuitamente a la larga resulta el doble de caro o pierde todo su valor.
–Una filosofía interesante.
–No es filosofía, sino hechos. De un modo u otro, cuando uno obtiene algo, paga por ello. –
Me abaniqué–. Cuando estuve en Tierra oí que alguien decía: «Gratis como el aire». Aquí, el
aire no es gratis, hay que pagar por él.
–¿De veras? Nadie me ha pedido que pague por respirar. –Sonrió–. Tal vez debería dejar de
hacerlo...
–Esta noche ha estado usted a punto de dejar de respirar. Nadie le pide que pague porque ya
ha pagado. Para usted, es parte del billete; para mí es un impuesto trimestral.
–Empecé a explicarle cómo mi familia compra y vende aire a la comunidad, pero decidí que era
demasiado complicado–. Pero los dos pagamos.
LaJoie pareció pensativamente complacido.
–Sí, comprendo la necesidad económica. Pero esto es una novedad para mí. Dígame, Mannie
(mis amigos me llaman «Stu»), ¿he estado realmente en peligro de dejar de respirar?
–Me he quedado corto en la multa.
–¿A qué se refiere?
–No está usted convencido. Pero los muchachos no tenían más dinero, y no podía cobrarle
más a usted que a ellos. Debí hacerlo, ya que usted cree que todo fue una broma.
–Ni por un momento he pensado que fuera una broma, palabra de honor. Lo que ocurre es
que me resulta difícil admitir que sus leyes locales permitan que un hombre sea condenado a
muerte con tanta... ligereza, y por un delito tan trivial.
Suspiré. No es fácil convencer a un hombre de que está equivocado, cuando sus palabras
demuestran que tiene unas opiniones preconcebidas y muy concretas.
–Stu –dije–, permítame explicarle unas cuantas cosas. En primer lugar, no existen «leyes locales», de modo que no podía usted ser condenado a muerte en virtud de ellas. En segundo lugar, su delito no fue trivial, y lo que yo alegué fue ignorancia por su parte. Y, finalmente, no
puede hablarse de «ligereza», ya que a los muchachos les hubiera resultado muy fácil acabar
con usted en el mismo local y abandonar después su cadáver en cualquier pasillo. En vez de eso
obraron de un modo formal (¡buenos chicos!), e incluso pagaron para proporcionarle a usted la
oportunidad de un juicio. Y no murmuraron cuando el veredicto no se aproximó siquiera a lo
que ellos pedían. Ahora, ¿sigue habiendo algo que no esté claro?
Sonrió, y resultó que tenía hoyuelos, como el profesor; descubrí que me era todavía más
simpático.
–Mucho, me temo que todo. Tengo la impresión de haber llegado al País de las Sorpresas.
Lo esperaba; habiendo estado en Tierra, sé cómo funcionan sus mentes. Un terráqueo espera
encontrar una ley, una ley impresa, para cada circunstancia. Incluso existen leyes, en Tierra,
para asuntos tan privados como los contratos. El colmo. Si la palabra de un hombre no tiene
valor, ¿quién establecerá un contrato con él? ¿Acaso la reputación no vale nada?
–Aquí no tenemos leyes –dije–. Nunca han existido. Tenemos costumbres, pero no están escritas y no son coercitivas... aunque podría decirse que son leyes naturales debido a que responden a las normas de conducta que hay que observar para sobrevivir. Cuando apretujó usted a
Tish estaba violando una ley natural... y estuvo a punto de buscarse la muerte.
Parpadeó pensativamente.
–¿Querría usted explicarme la naturaleza de la ley que violé? Será mejor que la entienda... o
que me quede a bordo de la nave hasta que emprenda el, viaje de regreso. Para permanecer vivo.
–Desde luego. Una vez lo haya entendido, no volverá a estar en peligro. Verá, en Luna hay
dos millones de varones y menos de un millón de hembras. Un hecho físico, tan básico como la
roca o el vacío. Añada a eso el tanstaafl: «Nadie regala nada». Cuando una cosa escasea, su
precio aumenta. Las mujeres escasean, y esto las convierte en la cosa de más valor en Luna, más
valiosa que el hielo o el aire, ya que a los hombres sin mujeres les tiene sin cuidado vivir o no
vivir. A no ser que se trate de un Cyborg, si le considera usted un hombre, cosa que yo no creo.
»En consecuencia –continué–, ¿qué es lo que pasa? Y tenga en cuenta que las cosas eran
mucho peores cuando se estableció esta costumbre, o ley natural, en el siglo xx. Entonces, la
proporción era de diez hombres por cada mujer, o incluso más elevada. Bueno, en primer lugar
pasa lo que ocurre siempre en las cárceles: los hombres buscan a otros hombres. Pero eso no
resuelve el problema porque la mayoría de los hombres quieren mujeres, y no se conforman con
un sucedáneo mientras exista la posibilidad de conseguir lo auténtico.
»El frenesí sexual puede conducirles al asesinato... y por las historias que cuentan los veteranos, en aquella época los asesinatos de ese tipo estaban a la orden del día. Pero, a medida que
transcurrió el tiempo, los que seguían estando vivos encontraron el modo de adaptarse a los
hechos. Los que lograron adaptarse están vivos; los que no se adaptaron están muertos y no
constituyen ningún problema.
»Lo cierto es que las mujeres escasean y que aquí hay dos millones de hombres que bailan al
son que ellas tocan. Un hombre no puede elegir, una mujer tiene todas las de. ganar. Una mujer
puede golpear a un hombre hasta hacerle sangrar; un hombre no puede ponerle la mano encima.
Y usted abrazó a Tish, y tal vez intentó besarla. Supongamos que en vez de eso ella se hubiera
marchado con usted a la habitación del hotel: ¿qué habría pasado?»
–¡Cielos¡ Supongo que me hubieran hecho pedazos.
–No hubieran hecho nada. Encogerse de hombros y fingir que no lo habían visto. Porque la
elección es privilegio de ella. No de usted. No de ellos. Exclusivamente de ella. Si se hubiese
usted arriesgado a pedirle que le acompañara a su habitación del hotel, ella podría haberse sentido ofendida y esto hubiera autorizado a los muchachos a acabar con usted. Pero... bueno, tomemos esa Tish. Es una pequeña lagarta. Si exhibió usted ante ella el dinero que yo he visto en su
bolsillo, es posible que se le metiera en la cabeza la idea de que lo que necesitaba en aquel momento era acostarse con un turista.
LaJoie se estremeció.
–¿A su edad? Me asusta pensar en ello. Es una menor. Podrían haberme acusado de violación.
–¡Oh! Ni hablar, amigo. Las mujeres de su edad están casadas o deberían estarlo. En Luna no
existe la violación. Los hombres no lo permiten. En un caso de violación no se hubieran molestado en buscar un juez, y todos los hombres al alcance del oído habrían acudido para ayudarles.
Pero las probabilidades de que una muchacha de su edad sea virgen son desdeñables. Durante su
infancia, sus madres las vigilan, con la ayuda de todos los ciudadanos: aquí, los niños gozan de
seguridad. Pero al llegar a la pubertad no hay quien las sujete, y las madres renuncian a intentarlo. Si les da por trotar por los pasillos y divertirse, nadie puede impedírselo: cuando una muchacha es núbil, se convierte en su propia dueña. ¿Está usted casado?
–No –y añadió, con una sonrisa–: No en la actualidad.
–Supongamos que lo estuviera, y que su esposa le dijera que iba a casarse otra vez. ¿Qué
haría usted?
–Es curioso que haya escogido usted este ejemplo, puesto que acaba de sucederme algo as!.
Bien, vería a mi abogado, y procuraría que ella no recibiera ninguna pensión.
–Aquí no existe la palabra «pensión»; yo la aprendí en Tierra. Aquí, como marido lunático,
usted podría decir: «Creo que necesitaremos un poco más de espacio, querida». O podría limitarse a felicitarla a ella... y al nuevo co–marido de usted. O, si el hecho le hacía tan desgraciado
que no podía soportarlo, podría empaquetar sus cosas y marcharse. Pero en ningún caso podría
armar jaleo. Si lo hiciera, la opinión pública se alzaría unánime contra usted. Sus amigos, hombres y mujeres, le volverían la espalda. Y se vería obligado a mudarse a otra ciudad y a cambiar
de nombre.
»Todas nuestras costumbres funcionan así. Si vive usted en el campo y un vecino necesita
aire, usted le presta una botella y no le pide ningún dinero. Pero si pasa el tiempo y el vecino
olvida su deuda, nadie le criticará a usted si le elimina sin la intervención de un juez. Pero el
vecino siempre paga: el aire es casi tan sagrado como las mujeres. Si limpia usted a su adversario en una partida de póquer, le dará dinero para aire. No le dará dinero para que coma: puede
trabajar o morirse de hambre. Si elimina usted a un hombre sin que sea en defensa propia, pagará sus deudas y mantendrá a sus hijos, pues en caso contrario la gente no le dirigirá la palabra, Y
no le comprará ni le venderá nada.
–Mannie, ¿trata usted de decirme que aquí puedo asesinar a un hombre y arreglar el asunto
a base de dinero?
–¡Oh, en absoluto! Pero el eliminarle no va contra ninguna ley; no existe ninguna ley... a
excepción de los decretos del Alcaide. Y al Alcaide le tiene sin cuidado lo que un lunático pueda hacerle a otro. Si un hombre mata a otro, una de dos: o la víctima se lo ha buscado y todo el
mundo lo sabe (el caso más frecuente), o los amigos de la víctima zanjarán el asunto matando
al asesino. En cualquiera de los dos casos, no hay problema. No se producen muchas eliminaciones. E incluso los duelos son poco frecuentes.
–«Los amigos de la víctima zanjarán el asunto». Mannie, supongamos que esos jóvenes me
hubiesen liquidado: yo no tengo ningún amigo aquí...
–Ese fue el motivo de que buscaran un juez. Aunque dudo que esos chicos se hubiesen decidido a lo peor. Eliminar a un turista pondría mala fama a nuestra ciudad.
–¿Ocurre a menudo?
–No puedo recordar que haya ocurrido nunca. Desde luego, pueden haberlo hecho de modo
que pareciera un accidente. En Luna, un novato está expuesto a muchos accidentes. Dicen que si
un novato vive un año, vivirá mucho. Pero el primer año nadie le hace un seguro de vida... –
Miré la hora–. Stu, ¿ha cenado usted?
–No. Precisamente iba a sugerirle que fuéramos a mi hotel. La cocina es buena. Me hospedo
en el Albergue Orleans.
Reprimí un estremecimiento: había comido allí una vez.
–En vez de eso, ¿por qué no viene a mi casa conmigo y conoce a mi familia? A esta hora la
cena estará a punto.
–¿No será una molestia?
–No. Espere un momento mientras telefoneo.
–¡Manuel! –dijo Mum–. ¡Cuánto me alegra oír tu voz, querido! A esta hora, no creía que llegaras hasta mañana o más tarde.
–He estado tomando unas copas con mala compañía, Mimi. Iré a casa ahora mismo, si consigo recordar el camino... con una mala compañía.
–Sí, querido. Cenaremos dentro de veinte minutos, procura no llegar tarde.
–¿No quieres saber si mi mala compañía es masculina o femenina, Mimí?
–Conociéndote como te conozco, supongo que es femenina. Pero imagino que podré decirlo
cuando la vea.
–En efecto, veo que me conoces muy bien, Mum. Advierte a las chicas que se pongan guapas; no querrán que venga alguien de fuera a eclipsarlas, ¿no te parece?
–Sí, querido. No tardes demasiado. La cena se echaría a perder. Adiós, cariño.
–Hasta muy pronto, Mum.
Esperé unos segundos y marqué MICROFTXXX.
–Mike, quiero que me busques un nombre. Es terráqueo y pasajero del Popov. Stuar René
LaJoíe. Stuart con U, y el apellido puede estar en la L o en la J.
No tuve que esperar mucho; Mike encontró a Stuart en todas las referencias importantes de
Tierra: su apellido figuraba en el «Quién es Quién», en el «Dun & Bradstreet», en el Almanaque
Gotha y en los archivos del Times de Londres. Expatriado francés, realista, rico, con otros seis
nombres de pila emparedados entre los dos que utilizaba, tres títulos universitarios incluido un
doctorado en Leyes en la Sorbona, antepasados nobles en Francia y en Escocia, divorciado (sin
hijos) de la Honorable Pamela Hyplien–Hyphen–Blueblood. Exactamente el tipo de terráqueo
que no le dirigiría la palabra a un lunático descendiente de transportados... con la diferencia de
que Stu hablaba con todo el mundo.
Escuché atentamente durante un par de minutos, y luego le pedí a Mike que preparase en seguida un expediente completo, siguiendo todos los hilos asociativos.
–Podría ser nuestro hombre, Mike.
–Podría serlo.
Regresé pensativamente al lado de mi huésped. Casi un año antes, durante una conversación alcohólica en la habitación de un hotel, Mike nos había prometido una probabilidad contra
siete... si se hacían determinadas cosas. Una condición imprescindible era ayuda en la propia
Tierra.
A pesar del «lanzamiento de piedras», Mike sabía –todos nosotros sabíamos– que la poderosa Tierra, con once mil, millones de habitantes y recursos inagotables, no podía ser derrotada
por tres millones que no tenían nada, aunque nos encontráramos en una posición elevada y pudiéramos tirarle piedras.
Mike trazaba paralelismos con el siglo xviii, cuando las colonias inglesas de América se independizaron, y con el siglo XX, cuando numerosas colonias de varios imperios hicieron lo
mismo, y señalaba que en ningún caso una colonia había roto sus lazos por medio de la fuerza
bruta. No; en todos los casos, el estado imperialista estaba ocupado en otra parte, se había debilitado y había renunciado a la colonia sin utilizar toda su fuerza.
Durante meses habíamos sido lo bastante fuertes, de haberlo deseado, para derrotar a los
guardianes del Alcaide. Una vez a punto nuestra catapulta (en cualquier momento a partir de
ahora) no estaríamos indefensos. Pero necesitábamos una «atmósfera favorable» en Tierra. Por
eso necesitábamos ayuda en Tierra.
El profesor no lo había considerado difícil. Pero resultó ser muy difícil. Sus amigos de Tierra
habían muerto o eran demasiado viejos, y yo sólo había conocido a unos cuantos profesores.
Efectuamos una encuesta a través de las células: «Camarada, ¿a qué personaje importante de
Tierra conoces?» La respuesta habitual era: «No entiendo el chiste». El profesor examinaba las
listas de pasajeros de las naves que llegaban, tratando de localizar un posible contacto, y leía los
periódicos de Tierra reproducidos en Luna, en busca de personajes importantes a los que pudiera tener acceso a través de alguna relación en el pasado. Yo no hacía nada: la poca gente que
había conocido en Tierra no era importante.
El profesor no había localizado a Stu en la lista de pasajeros del Popov. Pero el profesor no
le había conocido. Yo ignoraba si Stu era simplemente un excéntrico, como su extraña tarjeta de
visita parecía sugerir. Pero era el único terráqueo con el que había tomado unas cervezas en
Luna, era un tipo listo y el informe de Mike demostraba que su curriculum no era del todo malo;
tenía un peso específico.
De modo que le llevé a casa para averiguar lo que la familia opinaba de él.
La cosa empezó bien. Mum sonrió y le alargó la mano. Stu la cogió y se inclinó tan profundamente que pensé que iba a besarla... cosa que estoy seguro que hubiera hecho si no le hubiese
advertido acerca de las mujeres. Los ojos de Mum tenían un brillo inusitado mientras le acompañaba a la mesa.
12
Abril y mayo del 76 fueron meses de duro trabajo y de crecientes esfuerzos para excitar a
los lunáticos contra el Alcaide e inducir a este último a las represalias. Lo malo de Mort el Verruga es que no era un mal individuo, y sólo podía odiársele por el hecho de que era un símbolo
de la Autoridad; se hacía preciso asustarle para que hiciera algo. Y a la mayoría de los lunáticos
les ocurría lo mismo: despreciaban al Alcaide por pura rutina, pero no tenían madera de revolucionarios. Las cosas que realmente les interesaban eran la cerveza, las apuestas, las mujeres y
el trabajo. Lo único que evitaba que la Revolución muriese de anemia era el talento de los Dragones de la Paz para crear conflictos.
Pero incluso ellos tenían que ser excitados continuamente. El profesor decía que necesitábamos un «Boston Tea Party», refiriéndose a un incidente mítico en una anterior revolución, con
lo cual quería dar a entender que había que llamar la atención de la opinión pública con algo que
realmente la impresionara.
No cejábamos en nuestros esfuerzos. Mike escribió nuevas letras para antiguos himnos revolucionarios: «La Marsellesa», «La Internacional», «Yankee Doodle», «Venceremos», etc.,
haciéndolas alusivas a la situación en Luna. Simon Jester difundió estrofas tales como «Hijos de
la Roca y del Hastío / ¿Permitiréis que el Alcaide / os quite la libertad?», y cuando alguna de
ellas arraigaba, la emitíamos por radio y video (solamente la música). Esto obligó al Alcaide a
prohibir que se interpretaran determinadas melodías... lo cual coincidía con nuestros deseos; la
gente podía silbarlas.
Mike estudió la voz Y el vocabulario del Administrador Adjunto, del Ingeniero Jefe y de
otros directores de departamento; el Alcaide empezó a recibir frenéticas llamadas por la noche
de sus colaboradores, cosa que ellos negaban haber realizado. De modo que Álvarez se dedicó a
localizar la procedencia de aquellas llamadas y, con la ayuda de Mike, descubrió que efectivamente habían sido efectuadas desde los teléfonos de aquellos personajes.
Pero la siguiente llamada que recibió el Alcaide procedía al parecer del propio Álvarez , y lo
que el Alcaide le dijo al día siguiente a Álvarez y lo que Álvarez alegó en defensa propia sólo
puede ser descrito como caótico salpicado de demencial.
El profesor tuvo que pararle los pies a Mike; temía que Álvarez perdiera el empleo, cosa que
no deseábamos; estaba trabajando muy bien a favor nuestro. Pero por entonces los Dragones de
la Paz habían sido sacados a la calle dos veces en plena noche, aparentemente en cumplimiento
de órdenes del Alcaide, quebrantando todavía más su moral, y el Alcaide se convenció por su
parte, de que estaba rodeado de traidores por todas partes, incluso entre sus más íntimos colaboradores.
Apareció un anuncio en la Lunaya Pravda invitando a asistir a una conferencia del doctor
Adam, Selene sobre Poesía y arte en Luna: un nuevo Renacimiento. No asistió ningún camarada; se habían dado las órdenes pertinentes a las células. Y en el local donde debía celebrarse la
conferencia no había absolutamente nadie cuando tres pelotones de Dragones de la Paz hicieron
acto de presencia: fue algo así como el principio de Heisenberg aplicado a la Pimpinela Escarlata. El editor de Pravda pasó un mal rato explicando que no aceptaba anuncios personalmente y
que aquél se había presentado en la ventanilla correspondiente y pagado en metálico. Le dijeron
que no aceptara ningún anuncio de Adam Selene. Poco después llegó una contraorden y le dijeron que aceptara cualquier cosa de Adam Selene, pero que lo notificara a Álvarez inmediatamente.
La nueva catapulta fue probada con una carga dejada caer al sur del Océano Indico, a 35º
E. y 60º S., un paraje utilizado solamente para pescar. Mike quedó muy satisfecho de su puntería, ya que había efectuado el disparo sin la ayuda de los radares direccionales que aún no funcionaban. Los noticiarios de Tierra informaron de la caída de un meteoro gigantesco en la región sub–Antártica captada por la estación de Seguimiento Espacial de Ciudad del Cabo, en una
zona de impacto que coincidía exactamente con las previsiones de Mike, el cual me llamó para
vanagloriarse de ello mientras captaba la transmisión nocturna de la agencia Reuter.
–Todo ha salido tal como yo lo había planeado –alardeó–. Fue un espectáculo impresionante.
Los informes posteriores de los laboratorios sísmicos y de las estaciones oceanográficas confirmaron plenamente la noticia.
Era el único proyectil que teníamos a punto (debido a las dificultades con que tropezábamos
para comprar acero); de no ser así, creo que Mike hubiera exigido que le dejásemos probar otra
vez aquel nuevo juguete.
Los stilyagis y sus muchachas empezaron a exhibir unos Gorros de la Libertad; Simón Jester empezó a llevar uno entre sus cuernos. En el Bon Marché los regalaban a los compradores.
Álvarez sostuvo una penosa entrevista con el Alcaide, en el curso de la cual éste último recriminó duramente al Jefe de Seguridad su manía de adoptar medidas excepcionales cada vez que
a los jóvenes les daba el capricho de lanzar una nueva moda. ¿Se había vuelto loco?
Me encontré casualmente con Slim Lenike a primeros de mayo; llevaba un Gorro de la Libertad. Pareció alegrarse de verme, y yo le di las gracias por la prontitud con que había
y video (solamente la música), Esto obligó al Alcaide a prohibir que se interpretaran determinadas melodías... lo cual coincidía con nuestros deseos; la gente podía silbarlas.
Mike estudió la voz y el vocabulario del Administrador Adjunto, del Ingeniero Jefe y de
otros directores de departamento; el Alcaide empezó a recibir frenéticas llamadas por la noche
de sus colaboradores, cosa que ellos negaban haber realizado. De modo que Álvarez se dedicó a
localizar la procedencia de aquellas llamadas y, con la ayuda de Mike, descubrió que efectivamente habían sido efectuadas desde los teléfonos de aquellos personajes.
Pero la siguiente llamada que recibió el Alcaide procedía al parecer del propio Álvarez , y lo
que el Alcaide le dijo al día siguiente a Álvarez y lo que Álvarez alegó en defensa propia sólo
puede ser descrito como caótico salpicado de demencial.
El profesor tuvo que pararle los pies a Mike; temía que Álvarez perdiera el empleo, cosa que
no deseábamos; estaba trabajando muy bien a favor nuestro. Pero por entonces los Dragones de
la Paz habían sido sacados a la calle dos veces en plena noche, aparentemente en cumplimiento
de órdenes del Alcaide, quebrantando todavía más su moral, y el Alcaide se convenció por su
parte, de que estaba rodeado de traidores por todas partes, incluso entre sus más íntimos
colaboradores.
Apareció un anuncio en la Lunaya Pravda invitando a asistir a una conferencia del doctor
Adam Selene sobre Poesía y arte en Luna: un nuevo Renacimiento. No asistió ningún camarada;
se habían dado las órdenes pertinentes a las células. Y en el local donde debía celebrarse la conferencia no había absolutamente nadie cuando tres pelotones de Dragones de la Paz hicieron
acto de presencia: fue algo así como el principio de Heisenberg aplicado a la Pimpinela Escarlata. El editor de Pravda pasó un mal rato explicando que no aceptaba anuncios personalmente y
que aquél se había presentado en la ventanilla correspondiente y pagado en metálico. Le dijeron
que no aceptara ningún anuncio de Adam Selene. Poco después llegó una contraorden y le dijeron que aceptara cualquier cosa de Adam Selene, pero que lo notificara a Álvarez inmediatamente.
La nueva catapulta fue probada con una carga dejada caer al sur del Océano Indíco, a 35º E.
y 60º S., un paraje utilizado solamente para pescar. Mike quedó muy satisfecho de su puntería,
ya que había efectuado el disparo sin la ayuda de los radares direccionales que aún no funcionaban. Los noticiarios de Tierra informaron de la caída de un meteoro gigantesco en la región
sub–Antártica captada por la estación de Seguimiento Espacial de Ciudad del Cabo, en una zona
de impacto que coincidía exactamente con las previsiones de Mike, el cual me llamó para vanagloriarse de ello mientras captaba la transmisión nocturna de la agencia Reuter.
–Todo ha salido tal como yo lo había planeado –alardeó–. Fue un espectáculo impresionante.
Los informes posteriores de los laboratorios sísmicos y de las estaciones oceanográficas confirmaron plenamente la noticia.
Era el único proyectil que teníamos a punto (debido a las dificultades con que tropezábamos
para comprar acero); de no ser así, creo que Mike hubiera exigido que le dejásemos probar otra
vez aquel nuevo juguete.
Los sti1yagis y sus muchachas empezaron a exhibir unos Gorros de la Libertad; Simón Jester empezó a llevar uno entre sus cuernos. En el Bon Marché los regalaban a los compradores.
Álvarez sostuvo una penosa entrevista con el Alcaide, en el curso de la cual éste último recriminó duramente al Jefe de Seguridad su manía de adoptar medidas excepcionales cada vez que
a los jóvenes les daba el capricho de lanzar una nueva moda. ¿Se había vuelto loco?
Me encontré casualmente con Slim Lemke a primeros de mayo; llevaba un Gorro de la Libertad. Pareció alegrarse de verme, y yo le di las gracias por la prontitud con que había
pagado la multa (se había presentado en el Bon Ton tres días después del juicio de Stu y le había
entregado a Sidris 30 dólares Hong Kong, correspondientes a toda la pandilla) y le invité a tomar un refresco. Mientras estábamos sentados, le pregunté por qué todos los jóvenes llevaban
gorros rojos. ¿Por qué un gorro? Los gorros eran una costumbre terrestre, ¿no?
Vaciló, y luego dijo que era una especie de insignia, sin ningún significado especial. Cambié
de tema. Me enteré de que su nombre completo era Moses Lerake Stone; miembro del Clan
Stone. Esto me complació, éramos parientes. Pero al mismo tiempo me sorprendió. Sin embargo, incluso las mejores familias tales como los Stone no encuentran siempre matrimonios para
todos los hijos; yo había tenido suerte, pues de no ser así es posible que a su edad hubiese merodeado también por los pasillos. Le hablé de nuestro parentesco por parte de mi madre.
Esto pareció infundirle más confianza, ya que poco después me preguntó:
–Primo Manuel, ¿nunca has pensado que deberíamos elegir a nuestro propio Alcaide?
Le dije que no lo había pensado nunca; la Autoridad lo nombraba, y suponla que siempre sería así. El preguntó por qué debíamos tener una Autoridad. Y yo le pregunté a mi vez quién
había estado metiéndole ideas raras en la cabeza. Insistió en que había pensado todo aquello por
su cuenta. ¿Acaso no tenía derecho a pensar?
Cuando regresé a casa estuve a punto de llamar a Mike para que me informara del nombre de
guerra del muchacho, sí es que tenía alguno. Pero decidí que equivaldría a quebrantar una de las
normas de seguridad y desistí de hacerlo.
El 3 de mayo del 76 setenta y un varones llamados Simon fueron detenidos, interrogados y
puestos en libertad. Ningún periódico habló de ello. Pero todo el mundo se enteró; habíamos
llegado a la «J», y doce mil personas pueden difundir una noticia con más rapidez de –lo que yo
había supuesto. Subrayamos el hecho de que uno de aquellos peligrosos varones tenía solamente
cuatro años de edad, lo cual no era cierto pero sí eficaz.
Stu LaJoie permaneció con nosotros durante los meses de febrero y marzo y no regresó a
Tierra hasta primeros de abril; cambió su billete para la próxima nave, y luego para la siguiente. Cuando le hice ver que estaba acercándose a la línea invisible en la cual podían producirse
irreversibles cambios fisiológicos, sonrió y me dijo que no me preocupara. Pero se las arregló
para poder utilizar el centrifugador.
Stu no deseaba marcharse ni siquiera en abril. Fue despedido con lágrimas y con besos por
todas mis esposas y por Wyoh, y aseguró a cada una de ellas que regresaría. Pero tenía que marcharse para realizar la tarea que le habían encomendado; por entonces era miembro del Partido.
Yo no tomé parte en la decisión de reclutar a Stu; mi opinión estaba mediatizada por la simpatía que me inspiraba. Wyoh, el profesor y Mike se mostraron unánimes en aceptar el riesgo; y
yo acepté alegremente su determinación.
Todos contribuimos a captar a Stu LaJoie: el profesor, Mike, Wyoh, Mum, yo, e incluso Sidris y Lenore y Ludmilla y nuestros hijos y Hans y Ali y Frank, ya que la vida en el hogar de los
Davis fue lo primero que le conquistó. No estuvo de más que Lenore fuera la muchacha más
guapa de Luna City... sin desmerecer con ello a Milla, Wyoh, Anna y Sidris. Ni estuvo de más
que Stu tuviera un talento especial para ganarse la confianza de los niños, incluso de los que aún
no habían aprendido a andar. Mum estaba encantada con él, Hans le mostró sus cultivos hidropónicos, y Stu se ensució y sudó en los túneles con nuestros muchachos... nos ayudó a recoger
la cosecha... fue picado por nuestras abejas... aprendió a manejar un traje–p y me acompañó a
arreglar la batería solar... ayudó a Anna a sacrificar un cerdo y a prendió a curtir pieles... se sentó con el abuelo y se mostró respetuoso con sus ingenuas ideas acerca de Tierra... lavó platos
con Milla, algo que ningún varón de nuestra familia había hecho nunca... rodó por los suelos
con los bebés y los cachorros... aprendió a moler harina e intercambió recetas de cocina con
Mum.
Yo le presenté al profesor, iniciando así el aspecto político del asunto. Y el profesor le presentó a su vez a «Adam Selene», por teléfono, ya que «en aquellos momentos se encontraba en
Hong Kong.» Cuando Stu se comprometió con la Causa nos dejamos de pretextos y le hicimos
saber que Adam era el presidente y que no establecía contacto personal con nadie por motivos
de seguridad.
Pero la intervención más decisiva fue la de Wyoh, cuya opinión indujo al profesor a poner
las cartas boca arriba y a informar a Stu que estábamos haciendo una revolución. Stu no reveló
la menor sorpresa: lo había intuido, y estaba esperando que confiásemos en él.
Dicen que, en cierta ocasión, una cara bonita hizo zozobrar un millar de naves. No estoy enterado de que Wyoh utilizara nada que no fuesen argumentos verbales para convencer a Stu. Y
nunca he tratado de averiguarlo. Pero la influencia de Wyoh para convencerme a mí pesó más
que todas las teorías del profesor y todas las cifras de Mike. Si Wyoh utilizó métodos todavía
más drásticos con Stu, no fue la primera heroína de la historia que lo hizo por su patria.
Stu regresó a Tierra provisto de un código cifrado especial. Yo no soy un experto en claves,
pero un especialista en computadoras aprende los principios básicos del sistema de claves cuando estudia la teoría de la informática. Una clave es una pauta matemática de acuerdo con la cual
una letra ocupa el lugar de otra; la más sencilla es la que se limita a revolver las letras del alfabeto.
Una clave puede ser increíblemente sutil, especialmente con la ayuda de una computadora.
Pero todas las claves tienen su punto débil en el hecho de que son pautas. Si una computadora
puede inventarlas, otra computadora puede descifrarlas.
Los códigos cifrados no tienen ese punto débil. El grupo de letras GLOPS, por ejemplo, lo
mismo puede significar «Tía Minnie llegará a casa el jueves» que «3.14159 ... »
El significado es el que uno le atribuye, y ninguna computadora puede descifrarlo por mucho
que analice el grupo de letras. Si se le suministran a una computadora suficientes grupos y una
teoría racional acerca de los temas de los mensajes, llegará eventualmente a una solución debido
a que los significados, al repetirse, acaban por constituir pautas. Pero es un problema de tipo
distinto a un nivel más difícil.
Escogimos el código cifrado comercial más corriente, utilizado lo mismo en Tierra que en
Luna para los mensajes comerciales. Con las oportunas modificaciones, desde luego. El profesor y Mike pasaron muchas horas decidiendo qué información podía desear enviar el Partido a
su agente en Tierra, o recibir del agente; a continuación, Mike sintetizó y sistematizó los datos y
elaboró una nueva serie de significados para el código cifrado, de modo que pudiera decirse
«Compre acciones arroces Thai» tan fácilmente como «Ponte a salvo; nos han descubierto». O
cualquier cosa, ya que dentro del código cifrado había una clave que permitía decir cualquier
cosa que no hubiese sido prevista.
Mike imprimió el nuevo código recurriendo al director de la edición nocturna de la Lunaya
Pravda, y el director pasó la copia a otro camarada que la convirtió en un diminuto rollo de
película. En aquella época, la revisión de equipajes a la salida del planeta era muy minuciosa y
estaba a cargo de los irascibles Dragones de la Paz... pero Stu estaba convencido de que no tendría problemas. Tal vez pensaba tragarse el microfilm.
A partir de entonces, algunos de los mensajes de la LuNoHoCo a Tierra llegaron a Stu a través de su agente de Bolsa en Londres.
Parte del objetivo era financiero. El Partido necesitaba gastar dinero en Tierra; la LuNoHoCo
transfería dinero allí (no todo robado, ya que algunos negocios producían buenos dividendos); y
el Partido necesitaba todavía más dinero de Tierra. Una de las cosas que haría Stu sería especular: el profesor, Mike y él habían pasado muchas horas decidiendo qué acciones ganarían enteros, las que los perderían, etc., después Der Tag. Esa tarea le correspondía al profesor; yo no soy
ese tipo de jugador.
Pero se necesitaba dinero antes Der Tag para crear un «clima de opinión». Necesitábamos
propaganda, necesitábamos delegados y senadores en las Naciones Federadas, necesitábamos
que alguna nación nos reconociera rápidamente una vez llegara El Día, necesitábamos que unos
ciudadanos dijeran a otros ciudadanos, mientras se tomaban una cerveza: «¿Qué hay en aquel
montón de rocas que valga la vida de un soldado? Dejemos que revienten a su manera, ¿no os
parece?»
Dinero para propaganda, dinero para sobornos, dinero para organizaciones clandestinas y para infiltrarse en organizaciones legales; dinero para exponer la verdadera naturaleza de la economía de Luna (Stu se había marchado cargado de cifras) en términos científicos y luego en
forma popular; dinero para convencer al Departamento de Asuntos Extranjeros de una nación
importante, de las ventajas que reportaría la existencia de una Luna Libre; dinero para vender la
idea de un turismo lunar a un consorcio poderoso...
¡Demasiado dinero! Stu ofreció su 'propia fortuna y el profesor no rechazó el ofrecimiento:
donde está el tesoro estará el corazón. Pero continuaba siendo demasiado dinero, y excesivo el
trabajo a realizar. No sabíamos si Stu podría con la décima parte; nos limitábamos a cruzar los
dedos índice y corazón, deseándole suerte. Al menos, nos proporcionaba un canal hasta Tierra.
El profesor pretendía que las comunicaciones hasta el enemigo eran esenciales si había que luchar y llegar a un acuerdo. (El profesor era fundamentalmente pacifista. Al igual que ocurría
con su vegetarianismo, no permitía que le impidiera ser «racional». El profesor podría haber
sido un teólogo formidable).
En cuanto Stu se marchó a Tierra, Mike estableció las probabilidades en una contra trece.
–¿Qué diablos significa eso? –le pregunté.
–Significa que los riesgos han aumentado –me explicó pacientemente–. El que sean unos
riesgos necesarios no modifica el hecho de que los riesgos han aumentado.
Me callé. Por entonces, a primeros de mayo, un nuevo factor redujo algunos riesgos al tiempo que revelaba otros, Una parte de Mike manejaba el tráfico de microondas Tierra–Luna: men-
sajes comerciales, datos científicos, nuevos canales, video, voz radiotelefónica, tráfico rutinario
de la Autoridad... y comunicaciones ultrasecretas del Alcaide.
Aparte de estas últimas, Mike podía leerlo todo, incluyendo códigos cifrados y claves: descifrar claves era una especie de crucigrama para él, y nadie desconfiaba de aquella máquina. A
excepción del Alcaide, que en mi opinión desconfiaba de todas las maquinas; era la clase de
persona que encuentra complicado, misterioso y sospechoso todo lo que vaya más allá de un par
de tijeras: una mentalidad de la Edad de Piedra.
El Alcaide utilizaba un código que Mike no había visto nunca. También utilizaba claves, pero no las elaboraba a través de Mike, sino por medio de una pequeña máquina anticuada que
tenía en su residencia. Sin duda la consideraba más segura. Y había hecho los arreglos correspondientes con Tierra.
A instancias del profesor, Mike descifró las claves en cuestión, que hasta entonces no le
habían interesado. Fue un trabajo lento, ya que en el pasado Mike había borrado los mensajes
del Alcaide una vez efectuada la transmisión. Poco a poco fue acumulando datos para el análisis: muy poco a poco, ya que el Alcaide sólo utilizaba aquel método en caso de estricta necesidad. A veces transcurría una semana entre dos mensajes. Pero Mike fue reuniendo significados
para los grupos de letras, asignando una probabilidad a cada uno de ellos. Un código cifrado no
cede de golpe; es posible conocer los significados de noventa y nueve grupos en un mensaje y
no descubrir lo esencial debido a que un grupo es simplemente GLOPS para el investigador.
Sin embargo, el usuario tiene un problema, también; la necesidad de incurrir en redundancias, sin las cuales la información puede perderse, en cualquier método de comunicación. Y
Mike se dedicó a localizar las redundancias, con una paciencia que sólo una máquina puede
tener.
Mike descifró el código del Alcaide antes de lo que había previsto; el Alcaide estaba enviando más mensajes que en el pasado y más sobre un mismo tema: la seguridad y la subversión.
Habíamos puesto a Mort en un aprieto: estaba reclamando ayuda a gritos.
Informó que las actividades subversivas no había disminuido a pesar de las dos falanges de
Dragones de la Paz, y pedía tropas suficientes para montar puestos de vigilancia en todos los
puntos clave en el interior de todas las conejeras.
La Autoridad le contestó que no podía prescindir de más tropas de las Naciones Federadas y
que, en consecuencia, se veía imposibilitada de atender a su petición. Si necesitaba más guardianes, debía reclutarlos entre los transportados... aunque el aumento de los gastos administrativos tendría que ser absorbido por Luna. Y se le ordenaba que informara de las medidas que
había adoptado para hacer frente a las nuevas cuotas de cereales asignadas a Luna.
El Alcaide replicó que a menos de que fuesen atendidas sus peticiones sumamente moderadas en materia de personal de seguridad capacitado –los convictos carecían de una formación
adecuada y no podía confiarse en ellos–, no podría seguir garantizando el orden, y mucho menos las cuotas aumentadas.
La respuesta inquirió sarcásticamente qué problemas podían plantear los ex convictos si decidían pelearse entre ellos el, sus agujeros... Si el asunto le preocupaba,: ¿había pensado en apagar las luces como se hizo con tanto éxito en 1996 y en 2021?
Aquellos intercambios de mensajes nos indujeron a revisar nuestro calendario, para acelerar
algunas fases y hacer más lentas otras. Al igual que una comida perfecta, una revolución tiene
que ser «guisada» de modo que todo está en su punto. Stu necesitaba tiempo en Tierra. Nosotros
necesitábamos proyectiles, y pequeños cohetes direccionales, y circuitos adaptados para el «lanzamiento de piedras». Y el acero era un problema: comprarlo, elaborarlo, y por encima de todo
trasladarlo a través de un laberinto de túneles hasta el emplazamiento de la nueva catapulta.
Necesitábamos ampliar el Partido al menos hasta la «K» –es decir, unos 40.000 miembros–, con
los escalones inferiores escogidos por su espíritu de lucha más que por su talento, como habíamos pensado antes. Necesitábamos armas contra posibles aterrizajes. Necesitábamos trasladar
los radares de Mike, sin los cuales estaba ciego. (Mike no podía ser trasladado: estaba protegido
por millares de metros de roca encima de él en el Complejo, rodeado de acero y provisto incluso
de un sistema de suspensión a base de muelles. La Autoridad había previsto la posibilidad de
que algún día alguien pudiera atacar con bombas H su centro de control).
Había que hacer todo eso, y la olla no debía hervir demasiado pronto.
De modo que dimos marcha atrás en las cosas que preocupaban al Alcaide, y tratamos de
acelerar todo lo demás. Simon Jester se tomó unas vacaciones. Difundimos la consigna de que
los Gorros de la Libertad ya no estaban de moda... aunque había que conservarlos. El Alcaide no
recibió más llamadas telefónicas de las que desquiciaban sus nervios. Dejamos de provocar
incidentes con los Dragones... lo cual no terminó con ellos pero redujo su número.
A pesar de los esfuerzos por tranquilizar al Alcaide, ocurrió algo que nos intranquilizó a nosotros. El Alcaide no recibió ningún mensaje (al menos, nosotros no interceptamos ninguno)
accediendo a su petición de más tropas... pero él empezó a trasladar gente fuera del Complejo.
Los empleados del servicio civil que vivían allí empezaron a buscar madrigueras por alquilar en
Luna Cíty. La Autoridad inició perforaciones experimentales y exploraciones de resonancia en
un hexaedro contiguo a Luna City que podía ser convertido en una conejera.
Aquello podía significar que la Autoridad se disponía a recibir a un número anormalmente
elevado de prisioneros. Podía significar que el espacio del Complejo era necesario para otros
propósitos. Pero Mike nos dijo:
–No hagáis más conjeturas. El Alcaide va a recibir las tropas que pidió: ese espacio está destinado a sus alojamientos. Si existiera cualquier otra explicación, yo habría oído hablar de ella.
–Si es así –dije–,¿por qué no has oído hablar del envío de tropas? Ahora conoces perfectamente el código cifrado del Alcaide.
–No «perfectamente»: lo conozco, sin más. Pero en las dos últimas naves han llegado personajes importantes de la Autoridad, e ignoro lo que han hablado lejos de los teléfonos.
De modo que nos dedicamos a elaborar un plan para cubrir la posibilidad de tener que enfrentarnos con diez falanges más, ya que Mike había calculado que el hexaedro podría contener
alojamientos para aquel número de soldados. Podíamos hacer frente a aquellas tropas –con la
ayuda de Mike–, pero ello significaría muchas muertes, y no el incruento golpe de estado que el
profesor había planeado.
Y aumentarnos los esfuerzos para acelerar otros factores.
Cuando de repente nos encontramos comprometidos nosotros mismos...
13
Se llamaba Marie Lyons; tenía dieciocho años y había nacido en Luna, ya que su madre
había sido transportada en el 56. Ningún dato del padre. Al parecer, había sido una persona inofensiva. Trabajaba como oficinista en el departamento de embarques y vivía en el Complejo.
Tal vez odiaba a la Autoridad y disfrutaba excitando a los Dragones de la Paz. O tal vez la
cosa empezó como una transacción comercial a sangre fría en la que nada tenían que ver los
sentimientos. ¿Cómo podíamos saberlo? Habla seis Dragones involucrados. No satisfechos con
violarla (si es que hubo violación), la maltrataron y la asesinaron. Pero no pudieron o no supieron deshacerse del cadáver; otra mujer del servicio civil lo descubrió cuando aún estaba caliente. La mujer gritó. Fue su último grito.
Nos enterarnos inmediatamente; Mike nos llamó a los tres mientras Álvarez y el Comandante de los Dragones de la Paz estaban investigando el caso en la oficina de Álvarez . Al parecer,
el Jefe de los Dragones había localizado fácilmente a los culpables; Álvarez y él les estaban
interrogando uno a uno, y discutiendo acaloradamente entre interrogatorio e interrogatorio. Una
vez oímos que Álvarez decía:
–¡Le advertí a usted que esos dragones deberían disponer de sus propias mujeres! ¡Se lo advertí!
–Y yo he dicho una y mil veces que en Tierra no enviarán ninguna –replicó el Comandante–
–. Olvide eso. Lo que ahora nos interesa se encontrar el modo de echarle tierra al asunto.
–¿Está usted loco? El Alcaide ya se ha enterado.
–El problema sigue siendo el mismo.
–¡Oh¡ Cállese y haga entrar al siguiente.
Desde el primer momento, Wyoh se había reunido conmigo en el taller. Estaba pálida debajo
del maquillaje, no dijo nada, pero quiso sentarse a mi lado y coger mi mano.
Por fin terminaron los interrogatorios y el Comandante se marchó de la oficina de Álvarez .
Continuaban discutiendo. Álvarez quería que los seis culpables fueran ejecutados inmediatamente y que el hecho se hiciera público, en tanto que el Comandante seguía hablando de
«echarle tierra encima». El profesor dijo:
–Mike, no te apartes de ese teléfono y escucha todo lo que puedas. Bien. ¿Manuel? ¿Wyoh?
¿Algún plan?
Yo no tenía ninguno. No era un frío y astuto revolucionario: lo único que deseaba era patear
las caras de aquellos seis asesinos.
–No se me ocurre ninguno. ¿Qué vamos a hacer, profesor?
–¿Hacer? Estamos sobre nuestro tigre; nos agarraremos a sus orejas. Mike: ¿dónde está Finn
Nielsen? Búscale.
–Está llamando en este momento –contestó Mike––. Conectó a Finn con nosotros. Oí:
–...en el Tubo Sur. Los dos guardianes muertos y seis paisanos. Simples paisanos, me refiero
a que no eran necesariamente camaradas. Hay rumores de que los Dragones han enloquecido y
están violando y asesinando a todas las mujeres del Complejo. Adam, sería mejor que hablara
con el profesor.
–Aquí estoy, Finn –respondió el profesor con voz recia y tranquila––. Vamos a actuar inmediatamente. Saca esos rifles láser y busca hombres que sepan manejarlos.
–¡Da! ¿De acuerdo, Adam?
–Haz lo que el profesor te ha dicho. Luego vuelve a llamar.
–¡Un momento, Fínn! –intervine––. Habla Mannie. Quiero uno de esos rifles.
–No has practicado con ellos, Mannie.
–¡Si es un láser, puedo utilizarlo!
–Mannie –dijo el profesor en tono autoritario–, cállate. Estás perdiendo tiempo; deja que
Finn se marche. Adam, mensaje para Mike. Dile que entra en vigor el Plan de Alerta Cuatro.
El ejemplo del profesor me tranquilizó. Había olvidado que Finn ignoraba que Adam Selene
y Mike eran la misma «persona»; lo había olvidado todo menos la rabia que me consumía.
–Finn ha colgado, profesor –dijo Mike–, y yo pondré la Alerta Cuatro en marcha cuando interrumpa esta comunicación. No habrá ningún tráfico, excepto los asuntos rutinarios grabados
previamente. No desea usted que estos últimos se interrumpan, ¿verdad?
–No, limítate a seguir la Alerta Cuatro. Ninguna transmisión con Tierra en ambos sentidos
por la que pueda filtrarse alguna noticia. Si llega alguna de Tierra, procura retenerla y consultar.
La Alerta Cuatro era un plan de emergencia que afectaba a las comunicaciones, destinado a
ejercer una censura sobre las noticias a Tierra sin despertar sospechas. Para ello, Mike había
preparado muchas voces y pretextos para justificar una demora en una transmisión oral directa...
y cualquier transmisión grabada no representaba ningún problema.
–Programa en marcha –informó Mike.
–Bien. Mannie, tranquilízate, hijo mío, y limítate al papel que te corresponde. Deja que otros
se encarguen de luchar; tú eres necesario aquí, ya que es más que probable que tengamos que
improvisar sobre la marcha. Wyoh, ponte en contacto con la camarada Cecilia para que saquen a
todos los Irregulares de los pasillos. Esos chiquillos deben marchar–
se a casa y quedarse en casa... y sus madres deben apremiar a las otras madres para que hagan lo
mismo. No sabemos hasta qué punto se extenderá la lucha. Pero no queremos que haya víctimas
infantiles, si podemos evitarlo.
–De acuerdo, profesor.
–¡Un momento! En cuanto hayas hablado con Sidris, establece contacto con los stilyagis.
Quiero una algarada en la oficina de la Autoridad en la ciudad: ruido, gritos y destrozos, procurando que nadie resulte herido, en la medida de lo posible. Mike, Alerta–Cuatro–Emergencia.
Desconecta el Complejo, excepto para tus propias líneas.
–¡Profesor! –inquirí–. ¿Qué sentido tiene provocar algaradas aquí?
–¡Mannie, Mannie! ¡Ha llegado El Día! Mike, ¿ha llegado a otras conejeras la noticia de la
violación y el asesinato?
––Que yo sepa, no. He estado escuchando aquí y allá, al azar, y las estaciones del Tubo permanecen tranquilas, excepto en Luna City. La lucha acaba de empezar en la Estación Oeste del
Tubo. ¿Quiere oírla?
–Ahora no. Mannie, deslízate hasta allí y obsérvala. Pero no te mezcles en ella y procura
mantenerte cerca de un teléfono. Mike, inicia los disturbios en todas las conejeras. Propaga la
noticia a las células, y utiliza la versión de Finn, no la verdad. Los Dragones están violando y
asesinando a todas las mujeres del Complejo... te daré detalles o puedes inventarlos tú mismo.
Hum... ¿Puedes ordenar a los guardianes de las estaciones del Tubo en otras conejeras que regresen a sus acuartelamientos? Quiero algaradas, pero sería absurdo enviar a gente desarmada
contra hombres armados si pudiéramos evitarlo.
–Lo intentaré.
Me dirigí apresuradamente a la Estación Oeste del Tubo, aflojando el paso al llegar a sus
proximidades. Los pasillos estaban llenos de gente furiosa. La ciudad rugía de un modo que
nunca había oído, y el alboroto era especialmente estruendoso en el sector donde se encontraba
la oficina de la Autoridad, aunque yo tenía la impresión de que Wyoh no había tenido tiempo de
avisar a los stilyagis... como así era, efectivamente. Lo que el profesor había intentado provocar
se había producido espontáneamente.
La estación estaba atestada de gente y tuve que abrirme paso a codazos para comprobar lo
que suponía, es decir, que los guardianes que controlaban los pasaportes habían muerto o huido.
Habían muerto, junto con tres lunáticos. Uno de estos últimos era un muchacho que no tenía
más de trece años. Había muerto aferrando entre sus manos la garganta de un Dragón, y llevaba
todavía un pequeño gorro rojo en la cabeza. Me abrí paso hasta un teléfono público e informé.
–Vuelve allí –dijo el profesor– y lee la chapa de identificación de uno de esos guardianes.
Necesito su nombre y su graduación. ¿Has encontrado a Finn?
–No.
–Se dirige hacia ahí con tres rifles. Dime dónde se encuentra situada la cabina desde la cual
estás llamando, ve en busca de ese nombre y vuelve a comunicármelo.
Uno de los cadáveres había desaparecido, arrastrado por la multitud; Bog sabe para qué lo
querrían. El otro había sido golpeado salvajemente, pero conseguí llegar hasta él y arrancar la
cadena que llevaba colgada al cuello antes de que fuera demasiado tarde.
Regresé al teléfono y encontré a una mujer en el interior de la cabina.
–Permítame –dije–. Tengo que utilizar ese teléfono. ¡Se trata de una llamada muy urgente!
–Ha escogido una mala cabina: el teléfono está estropeado y no funciona.
Funcionó para mí: Mike lo había estado controlando. Le comuniqué al profesor el nombre
del guardián.
–Bien –dijo–. ¿Has visto a Finn? Te está buscando por los alrededores de esa cabina.
–No le he... ¡Un momento! Acabo de localizarle.
–Muy bien, no le pierdas de vista. Mike, ¿tienes una voz que encaje con la del nombre de ese
Dragón?
–No, profesor. Lo siento.
–No importa, limítate a hacerla ronca y asustada; lo más probable es que su jefe no la conozca de un modo específico. ¿O crees que el soldado llamaría a Álvarez ?
–Llamaría a su Comandante. Álvarez da las órdenes a través del jefe de los Dragones.
–Bien. Llama al Comandante, informa del ataque, pide ayuda y muere en medio de la llamada. Quedarían muy bien unos ruidos de algarada de fondo, y tal vez un grito de «¡Ahí está ese
asqueroso bastardo!» unos segundos antes de morir. ¿Puedes solucionarlo?
–Programado. No hay problema –dijo alegremente Mike.
–En marcha, pues. Mannie, reúnete con Finn.
El plan del profesor consistía en atraer a los guardianes libres de servicio fuera de sus acuartelamientos... con los hombres de Finn apostados para liquidarles a medida que salieran de las
cápsulas. Y dio resultado, hasta el punto de que Mort el Verruga se quedó solo con sus nervios y
los pocos Dragones que quedaban para que le protegieran, mientras enviaba frenéticos mensajes
a Tierra... ninguno de los cuales llegaba a su destino, desde luego.
Olvidando las recomendaciones del profesor, empuñé un rifle láser cuando se hizo visible la
segunda cápsula de Dragones. Carbonicé a dos Dragones, noté que mi sed de sangre se había
saciado y dejé que otros camaradas terminaran con el resto del escuadrón. Todo resultó demasiado fácil. Apenas asomaban la cabeza fuera de la cápsula el láser terminaba con ellos. La mitad del escuadrón decidió no salir, en vista de las circunstancias... hasta que el humo que no
tardó en llenar la cápsula les obligó a cambiar de opinión y a correr la misma suerte que sus
compañeros. Por entonces yo había regresado a mi puesto de avanzadilla junto al teléfono.
La decisión del Alcaide de encerrarse en su residencia provocó un verdadero caos en el
Complejo; Álvarez resultó muerto, lo mismo que el Comandante de los Dragones de la Paz y
dos de los antiguos chaquetas amarillas; pero un grupo de dragones y de chaquetas amarillas,
trece en total, se encerraron con Mort, o quizás estaban ya con él. La capacidad de Mike para
seguir el curso de los acontecimientos mediante la escucha resultó anulada. Pero en cuanto pareció evidente que todos los efectivos armados se encontraban en el interior de la residencia del
Alcaide, el profesor le ordenó a Mike que iniciara la fase siguiente.
Mike apagó todas las luces del Complejo a excepción de las de la residencia del Alcaide, y
redujo la entrada de oxígeno considerablemente: no hasta el punto de producir la muerte, pero sí
haciéndola lo bastante precaria como para garantizar que cualquiera que se dispusiera a crear
problemas no se encontraría en condiciones de poder hacerlo. Pero, en la residencia, el suministro de oxígeno quedó reducido a cero, dejando penetrar nitrógeno puro por espacio de diez minutos, transcurridos los cuales los hombres de Finn, equipados con trajes–p, que esperaban en la
estación privada del Tubo al servicio del Alcaide, rompieron el mecanismo de cierre de la cámara reguladora de presión de aire y penetraron en la residencia, «hombro contra hombro».
Luna era nuestra.
LIBRO SEGUNDO
LA CHUSMA EN ARMAS
14
De modo que una ola de patriotismo barrió nuestra nueva nación y la unificó.
¿No es eso lo que dice la historia? ¡Oh, hermano!
Palabra de honor que preparar una revolución no plantea tantos problemas como haberla ganado. Aquí estábamos, controlándolo todo demasiado pronto, sin nada preparado y con un millar de cosas por hacer. La Autoridad en Luna había desaparecido... pero la Autoridad Lunar en
Tierra y las Naciones Federadas que la apoyaban seguían en pie, y muy vivas. Si hubieran enviado un transporte de tropas y puesto en órbita un crucero durante las dos primeras semanas,
podían haber reconquistado Luna a un precio irrisorio. No éramos más que una horda desorganizada.
La nueva catapulta había sido sometida a prueba, pero los proyectiles de que disponíamos
podían contarse con los dedos de una mano... de mi mano izquierda. Y una catapulta no era un
arma que pudiera ser utilizada contra las naves, ni contra las tropas. Teníamos nociones de lucha
contra naves, pero de momento no eran más que nociones. Disponíamos de unos cuantos centenares de rifles laser rudimentarios almacenados en Hong Kong Luna –los mecánicos chinos son
listos–, pero pocos hombres entrenados para utilizarlos.
Además, la Autoridad ejercía unas funciones útiles. Comprar hielo y cereales, vender aire,
agua y energía, mantener la propiedad o el control en una docena de puntos clave. Al margen de
lo que pudiera hacerse en el futuro, las ruedas tenían que girar. Tal vez la destrucción de las
oficinas de la Autoridad en la ciudad había sido precipitada (yo lo creía así), ya que se perdieron
todos los archivos y registros. Sin embargo, el profesor opinaba que los lunáticos, todos los lunáticos, necesitaban un símbolo para odiarlo y destruirlo, y aquellas oficinas eran menos valiosas y más públicas.
Pero Mike controlaba las comunicaciones, y esto equivalía a controlar la mayoría de las cosas. El profesor había empezado con el control de las noticias y de Tierra, dejando a cargo de
Mike la censura y el falseamiento de los despachos hasta que decidiésemos lo que podíamos
decirle a Tierra, y había añadido la sub–fase «M», la cual aislaba el Complejo del resto de Luna,
y con él el Observatorio Richardson y laboratorios asociados: el Radioscopio Pierce, la Estación
Selenofísica, etc. Esto planteaba un problema, ya que siempre había científicos terráqueos yendo y viniendo y quedándose en Luna durante períodos de hasta seis meses, prolongando su estancia por medio del centrifugador. La mayoría de los terráqueos que se encontraban en Luna,
aparte de un puñado de turistas –treinta y cuatro– eran científicos. Había que hacer algo con
respecto a aquellos terráqueos pero entretanto era suficiente evitar que hablaran con Tierra.
Más tarde, el Complejo quedó aislado también por teléfono y Mike no permitía que las cápsulas se detuvieran en ninguna estación del Complejo cuando el Tubo volvió a funcionar, cosa
que ocurrió cuando Finn Nielsen y sus hombres terminaron con el trabajo sucio.
Resultó que el Alcaide no había muerto, ni nosotros habíamos planeado matarle; el profesor
opinaba que un Alcaide vivo podía ser eliminado en cualquier momento, en tanto que un Alcaide muerto no podía ser resucitado si le necesitábamos. Su plan consistía en neutralizarle, asegurarse de que ni sus guardianes ni él estaban en condiciones de luchar, y ocupar rápidamente la
residencia mientras Mike restablecía el suministro de oxígeno.
Con los ventiladores girando a la velocidad máxima, Mike calculó que tardaría poco más de
cuatro minutos en reducir el oxígeno a cero; es decir, cinco minutos de hipoxia creciente, cinco
minutos de anoxia, y luego forzar la cámara reguladora de presión de aire mientras Mike introducía oxígeno puro para restablecer el equilibrio. Esto no mataría a nadie... pero inutilizaría* a
una persona tan completamente como la anestesia. Existía la posibilidad de que algunos de los
que estaban dentro, o incluso todos, dispusieran de trajes–p. Pero ni siquiera eso tenía importancia: la hipoxia es sumamente insidiosa, y uno puede irse al otro mundo sin darse cuenta de que
le falta oxígeno. Es el error fatal favorito de los recién llegados a Luna.
De modo que el Alcaide superó la prueba, y con él tres de sus mujeres. Pero el Alcaide, aunque vivo, no servía para nada; su cerebro había padecido una excesiva falta de oxigenación y se
había convertido en un vegetal. Ninguno de los guardianes se recuperó, a pesar de que eran más
jóvenes que el Alcaide; al parecer, la anoxia les había afectado de un modo muy raro: les había
desnucado.
En el resto del Complejo no hubo ninguna víctima. Cuando volvieron a encenderse las luces
y se normalizó el suministro de oxígeno, todo el mundo se encontraba perfectamente, incluidos
los seis violadores–asesinos encerrados en uno de los barracones. Finn decidió que fusilarles
sería demasiado bueno para ellos, de modo que se nombró juez y utilizó a su escuadrón como
jurado.
Los seis Dragones fueron desnudados, atados de pies y manos y entregados a las mujeres del
Complejo. Me pone enfermo pensar en lo que ocurrió a continuación, pero no creo que su tortura durase tanto como la que había tenido que soportar Marie Lyons. Las mujeres son unos seres
desconcertantes: dulces, suaves, cariñosas... y mucho más salvajes que nosotros.
¿Y los espías? Wyohse había manifestado siempre decidida partidaria de eliminarlos, pero
cuando llegó el momen–
to de tomar una decisión acerca de ellos sus ansias homicidas se habían enfriado del todo.
Creí que la actitud del profesor coincidiría con la suya, pero me equivocaba. El profesor sacudió
la cabeza:
–No, querida Wyoh, por mucho que deplore la violencia, con un enemigo sólo pueden hacerse dos cosas: matarle, o convertirle en un amigo. Cualquier solución intermedia acarreará problemas en el futuro. Un hombre que traiciona a sus amigos una vez volverá a hacerlo, y nosotros
tenemos por delante un largo período durante el cual un espía puede ser peligroso; hay que eliminarles. Y públicamente, para que sirvan de escarmiento.
–Profesor –dijo Wyoh–, en cierta ocasión declaró usted que si alguna vez condenaba a un
hombre, le eliminaría personalmente. ¿Es eso lo que piensa hacer ahora?
–Sí y no. Su sangre estará en mis manos: acepto la responsabilidad. Pero se me ha ocurrido
una solución más susceptible de desalentar a otros espías.
De modo que Adam Selene anunció que aquellas personas había sido empleadas por Juan
Alvarez, difunto jefe de Seguridad de la desaparecida Autoridad, como espías a sueldo. Y citó
los nombres y direcciones. Adam no sugirió lo que había que hacer.
Uno de los espías sobrevivió siete meses cambiando de conejeras y de nombre. Luego, a
principios del 77, se encontró su cadáver en un pasillo de Novylen. Pero la mayoría de ellos sólo
sobrevivieron algunas horas.
Inmediatamente después del golpe de estado nos enfrentamos con un problema que hasta entonces no habíamos previsto: el propio Adam Selene. ¿Quién es Adam Selene? ¿Dónde está?
Esta es su revolución; él ha manejado todos los detalles, todos los camaradas conocen su voz.
Ahora hemos salido de la clandestinidad, de modo que ... ¿dónde está Adam?
Discutimos el problema aquella primera noche, en la habitación L del Raffles, mientras tomábamos decisiones acerca de un centenar de cosas que había que resolver inmediatamente,
mientras «Adam» se ocupaba de otras tareas específicas tales como componer noticias falsas
para enviar a Tierra, mantener aislado al Complejo, y otras. (No es posible dudarlo: sin Mike no
nos hubiéramos apoderado de Luna ni la hubiésemos conservado).
Opiné que el profesor debía convertirse en «Adam». El profesor era siempre nuestro proyectista y nuestro teórico; todo el mundo le conocía; algunos camaradas clave sabían que era el
«Camarada Bill», y todos los demás conocían y respetaban al Profesor Bernardo de la Paz.
Había sido el maestro de la mitad de los ciudadanos más prominentes de Luna City, y de muchos de otras conejeras, y todos los personajes importantes de Luna sabían quién era.
–No –dijo el profesor.
–¿Por qué no? –inquirió Wyoh–. Profesor, ha sido usted optado. Díselo, Mike.
–Me reservo el comentario –dijo Mike–. Quiero oír lo que el profesor tiene que alegar.
–Me atrevería a decir que ya has analizado el problema, Mike –respondió el profesor–.
Wyoh, mi más querida camarada, no me negaría si la cosa fuera posible. Pero no hay manera de
hacer que mi voz coincida con la de Adam... y todos los camaradas conocen a Adam por su voz.
Mike la hizo memorable precisamente con esa finalidad.
A continuación estudiamos la posibilidad de que el profesor apareciera solamente por video,
dejando que Mike «doblara» con la voz de Adam. todo lo que el profesor dijera.
Le dimos vueltas al asunto. Demasiadas personas conocían al profesor, le habían oído
hablar; su voz y su oratoria no podían ser compaginadas con Adam. Luego estudiamos la misma
posibilidad para mí; mi voz y la de Mike eran de barítono, y no eran muchas las personas que
podían reconocer mi voz por teléfono y menos por video.
Imposible. A la gente ya le sorprendería descubrir que
yo era uno de los lugarteniente de nuestro Presidente; nunca creería que yo era el número uno.
–Busquemos una solución de compromiso –dije–. Hasta ahora, Adam ha sido un misterio:
dejemos que continúe siéndolo. Puede aparecer solamente por video... con una máscara. El
profesor suministrará el cuerpo, y Mike la voz.
El profesor sacudió la cabeza:
–No se me ocurre otro medio más seguro de destruir la confianza en nuestro período más crítico que tener un jefe que se cubre el rostro con una máscara. No, Mannie.
Hablamos de buscar a un actor que representara el papel. En Luna no hay actores profesionales, pero entre los aficionados de los Luna Civic Players y del Novy Bolshoi Teatre hay algunos
muy buenos.
–No –dijo el profesor–. Aparte de la dificultad de encontrar a un actor que encajara en el personaje, y que no decidiera convertirse en Napoleón, no podemos esperar. Adam tiene que empezar a manejar las cosas no más tarde de mañana por la mañana.
–En tal caso –dije–, tendremos que utilizar a Mike y no hacerle aparecer por video. Solamente por radio. Tendremos que inventar algún pretexto, pero Adam no puede presentarse en público.
–Lamentándolo mucho, estoy de acuerdo –dijo el profesor.
–Man, mi primer amigo –dijo Mike–, ¿por qué dices que no puedo presentarme en público?
–¿Acaso no lo has oído? –dije–. Mike, tenemos que mostrar un rostro y un cuerpo por video.
Tú tienes un cuerpo... de varias toneladas de metal. Y no tienes un rostro... afortunadamente
para ti, que as¡ no tienes que afeitarte.
–¿Hay algo que me impida mostrar un rostro, Man? En este momento estoy emitiendo una
voz. Pero detrás de ella no hay ningún sonido. Puedo solucionar igualmente lo del rostro.
La cosa nos cogió tan de sorpresa que nos quedamos sin habla. Contemplé la pantalla de video, instalada cuando alquilamos la habitación. Una vibración es una vibración. Electrones persiguiéndose unos a otros. Para Mike, el mundo entero eran series variables de vibraciones eléctricas, enviadas o recibidas o persiguiéndose alrededor de sus circuitos.
–No, Mike –dije.
–¿Por qué no, Man?
–¡Porque no puedes! Manejas la voz maravillosamente. Pero eso sólo requiere unos cuantos
millares de decisiones por segundo, un ritmo relativamente lento para ti. Pero construir una
imagen por video requeriría... hum... unos diez millones de decisiones por segundo. Un ritmo
inconcebible, incluso para ti.
–¿Quieres apostar algo, Man? –inquirió tranquilamente Mike.
–¡Si Mike dice que puede hacerlo, puede hacerlo! –intervino Wyoh en tono indignado– Mannie, no deberías hablar de ese modo... (Wyoh cree que un electrón es algo del tamaño y la forma
de un pequeño guisante).
–Mike –dije lentamente–, no quiero apostar nada. Pero, si quieres intentarlo, adelante. ¿Tengo que conectar el video?
–Puedo conectarlo yo –respondió.
–¿Seguro que acertarás con el aparato de esta habitación? No me gustaría que apareciera el
espectáculo en alguna otra parte...
–No soy tan idiota, Man. –replicó Mike secamente–. Ahora, me permitiréis que me tome el
tiempo necesario, ya que admito que esto es lo más difícil que he hecho hasta el momento.
Esperamos en silencio. Luego, la pantalla mostró un gris neutro, con indicios de líneas de
exploración. Volvió a ennegrecerse, y después una leve claridad llenó el centro y se congeló en
zonas nebulosas, claras y obscuras, elipsoides. No era un rostro, sino la sugerencia de un rostro
que se ve en las nubes que cubren Tierra.
Se aclaró un poco y me acordé de las fotografías que pretenden ser de ectoplasmas. El fantasma de un rostro.
Súbitamente se afirmó y vi a «Adam Selene».
Era un retrato fijo de un hombre maduro. No había ningún fondo, sólo un rostro como recortado de un periódico o una revista. Pero era, para mí, «Adam Selene». No podía ser nadie más.
Luego sonrió, moviendo los labios y la mandíbula en un gesto muy rápido... y yo me asusté.
–¿Qué aspecto tengo? –inquirió.
–Adam –dijo Wyoh–, tus cabellos no son tan rizados. Y tendrías que echarlos hacia atrás a
ambos lados de la frente. Así parece que lleves un bisoñé, querido.
Mike corrigió aquello.
–¿Está mejor así?
–No del todo... Y, ¿dónde están tus hoyuelos? Al oírte reír, estaba segura de que tenías
hoyuelos. Como el profesor.
Mike Adam volvió a sonreír: esta vez tenía hoyuelos.
–¿Cómo debería ir vestido, Wyoh?
–¿Estás en tu oficina?
–Estoy aún en la oficina. Esta noche no puedo moverme de aquí.
Detrás de Adam apareció un fondo gris, que paulatinamente adquirió enfoque y color. Un
calendario de pared indicaba la fecha, martes, 19 de mayo de 2076; un reloj señalaba la hora
exacta. Cerca de su codo había un vaso de papel lleno de café. Sobre el escritorio, un marco con
una fotografía, un grupo familiar, dos hombres, una mujer, cuatro niños. Se oía un ruido de fondo, el apagado rugido de la Plaza de la Antigua Cúpula más fuerte que de costumbre; oí gritos y,
a lo lejos, alguien que cantaba la versión de Simon de «La Marsellesa».
De la pantalla surgió la voz de Ginwallah, diciendo:
–¿Gospodin?
Adam se volvió en dirección a la voz.
–Estoy ocupado, Albert –dijo pacientemente–. No puedo atender a ninguna llamada que no
proceda de la célula B. Encárgate de todo lo demás. –Se volvió hacia nosotros–. ¿Bien, Wyoh?
¿Alguna sugerencia? ¿Profesor? ¿Man, mi amigo incrédulo?
Me froté los ojos.
–Mike, ¿sabes cocinar?
–Desde luego. Pero nunca lo hago; estoy casado.
–Adam –dijo Wyoh–, ¿cómo puedes tener un aspecto tan pulcro después del día que hemos
pasado?
–No dejo que las cosas sin importancia me preocupen. –Miró al profesor–. Profesor, si la
imagen es correcta, pasemos a hablar de lo que diré mañana. Puedo hablar en el noticiario de las
ocho. Lo anunciaremos durante toda la noche, y transmitiremos la consigna a las células.
Hablamos durante el resto de la noche. Envié a buscar café dos veces, y Mike–Adam recibió
otros dos vasos. Cuando encargué emparedados, él le pidió a Ginwallah que le trajera algunos.
Vi fugazmente a Albert Ginwallah de perfil. Un babu típico, cortés y levemene desdeñoso. Hasta entonces no había sabido qué aspecto tenía. Mike comía mientras comíamos nosotros,
hablando a veces con la boca llena.
.Cuando le interrogué (interés profesional), Mike me dijo que después de construir la imagen
la había programado para un mando automático a fin de poder dedicar su atención a las expresiones faciales exclusivamente. Pero no tardé en olvidar que todo era pura ficción. El Mike–
Adam que estaba conversando con nosotros por video resultaba mucho más convincente que por
teléfono.
Alrededor de las tres de la madrugada habíamos establecido nuestro plan de acción y Mike
empezó a ensayar su discurso. El profesor añadió algunas frases, y Mike hizo las oportunas
rectificaciones. Luego decidimos descansar unas horas, ya que incluso Mike–Adam estaba bostezando... aunque de hecho Mike siguió al pie del cañón, controlando las transmisiones a Tierra,
manteniendo el aislamiento del Complejo y escuchando en numerosos teléfonos. El profesor y
yo compartimos la cama grande y Wyoh ocupó el sofá. Apagué las luces. Por una vez, dormimos sin pesos.
Mientras desayunábamos, Adam Selene se dirigió a Luna Libre.
Se mostró amable, enérgico, cálido y persuasivo.
–Ciudadanos de Luna Libre, amigos, camaradas: para aquellos de vosotros que no me conocen permitidme que me presente a mí mismo. Soy Adani Selene, Presidente del Comité de
Emergencia de Camaradas para Luna Libre... ahora de Luna Libre, ya que al fin somos libres.
La llamada «Autoridad», que durante tanto tiempo usurpó el poder en nuestra patria, ha sido
derrocada. Me encuentro provisionalmente al frente del gobierno que tenemos: el Comité de
Emergencia.
»Muy pronto, lo más rápidamente posible, elegiréis a vuestro propio gobierno –Adam sonrió–. Entretanto, con vuestra ayuda, actuaré lo mejor que sepa. Cometeremos errores: sed tolerantes. Camaradas, si no os habéis revelado a vuestros amigos y vecinos, ha llegado el momento
de que lo hagáis. Ciudadanos, os pueden llegar algunas peticiones a través de vuestros camaradas vecinos. Confío en que las atenderéis de buena gana; de este modo apresuraremos el retorno
de la normalidad: una nueva normalidad, libre de la Autoridad, libre de guardianes, libre de
tropas que coarten nuestros movimientos, libre de– pasaportes y registros y detenciones arbitrarias.
»Tiene que haber una transición. A todos os pido que volváis al trabajo, que reanudéis vuestra vida normal. Para aquellos que trabajaban para la Autoridad, la necesidad es la misma. Volved al trabajo. Tendréis los mismos empleos y percibiréis los mismos sueldos, hasta que podamos decidir lo que es indispensable, lo que ha dejado de ser necesario ahora que somos libres, y
lo que debe ser modificado. En cuanto a los transportados que cumplían condenas impuestas en
Tierra, desde este momento son ciudadanos libres, sus penas han prescrito. Pero confío en que
seguirán trabajando. Esto no es una exigencia –la época de las coacciones
quedó atrás–, sino una recomendación. Quien lo desee puede abandonar el Complejo, dirigirse
libremente a cualquier parte... y el servicio de cápsulas para entrar y salir del Complejo se reanudará inmediatamente. Pero antes de que alguien utilice su recién estrenada libertad para precipitarse hacia la ciudad, me permito recordarle: «nadie regala nada». Y vale más un plato de
comida sencilla, pero caliente y a su hora, que un festín imaginado e imaginario.
»Para asumir provisionalmente aquellas funciones imprescindibles de la desaparecida Autoridad, he solicitado la colaboración del Director General de la Compañía LuNoHo. Esta Compañía ejercerá una supervisión temporal, y estudiará la manera de prescindir definitivamente de
las partes tiránicas de la Autoridad y de transferir las partes útiles a manos privadas. Os ruego a
todos que le prestéis vuestra ayuda.
»Para vosotros, ciudadanos de naciones terráqueas que os encontráis entre nosotros, científicos y viajeros, mis mejores saludos. Estáis siendo testigos de un acontecimiento poco frecuente,
el nacimiento de una nación. Un parto significa sangre y dolor; y aquí no podían faltar. Esperamos que hayan terminado. Nadie os molestará innecesariamente y nos ocuparemos de que podáis regresar a Tierra lo antes posible. No tenemos ningún inconveniente en que os quedéis, y
mucho menos en que os convirtáis en ciudadanos de Luna. Pero, de momento, os ruego que
permanezcáis fuera de los pasillos, en evitación de incidentes que podrían provocar nuevos e
innecesarios derramamientos de sangre. Sed pacientes con nosotros, del mismo modo que emplazo a mis compañeros ciudadanos a ser pacientes con vosotros. Los científicos de Tierra, en el
Observatorio y en otras partes, deben continuar con su trabajo e ignoramos. De este modo ni si-
quiera se darán cuenta de que estamos padeciendo los dolores del parto de una nueva nación.
Lamento tener que decir que de momento nos vemos obligados a intervenir sus comunicaciones
con Tierra. Lo exige el bien público, aunque
debo insistir en que la medida es provisional y en que la censura será levantada lo más rápidamente posible: a nosotros nos desagrada tanto como a vosotros.»
Adam añadió otra petición:
–No tratéis de venir a verme, camaradas, y telefoneadme solamente cuando sea imprescindible. Todos los demás podéis escribirme, si lo estimáis oportuno, y os prometo que vuestras cartas recibirán una atención inmediata. Pero no puedo desdoblarme y el trabajo me agobia. Ayer
no dormí absolutamente nada y las perspectivas para hoy no son mejores. No puedo presidir
reuniones, no puedo estrechar manos, no puede recibir delegaciones. Tengo que permanecer
atado a esta mesa y trabajar... a fin de librarme lo antes posible de esta tarea y ponerla en manos
de los que vosotros habréis elegido libremente. –Sonrió de nuevo–. ¡Confío en que seré tan difícil de ver como Simon Jester!
Fue una emisión de un cuarto de hora, pero lo esencial era esto: volved al trabajo, sed pacientes, dadnos tiempo.
Aquellos científicos casi no nos dieron tiempo. Debí sospecharlo: la responsabilidad era mía.
Todas las comunicaciones con Tierra estaban canalizadas a través de Mike. Pero aquellos
cerebros privilegiados disponían de toda clase de material electrónico; en cuanto decidieron
hacerlo, sólo tardaron unas horas en montar un aparato emisor capaz de alcanzar Tierra. .
Lo que nos salvé fue un viajero que creía que Luna debía ser libre. Intentó telefonear a
Adam Selene, pero sólo pudo hablar con una de las mujeres de los niveles C y D que habíamos
destinado al servicio telefónico, ya que a pesar de la petición de Mike, medía Luna trataba de
ponerse en comunicación con Adam Selene después de aquella emisión por video, para formularle toda clase de peticiones o decirle cómo tenía que llevar a cabo su trabajo.
Después de casi un centenar de llamadas desviadas hacia mí a causa del celo excesivo de una
camarada de la compañía telefónica, establecimos aquella brigadilla femenina. Afortunadamente, la camarada que recibió aquella llamada intuyó que en aquel caso concreto no era
de aplicación la consigna de desalentar a los comunicantes con buenas palabras: me telefoneó a
mí.
Unos minutos más tarde, Finn Nielsen y yo, acompañados de varios fusileros, nos dirigimos
a la zona del laboratorio. Nuestro informador no se había atrevido a dar su nombre, pero me
había dicho dónde podía encontrar el transmisor. Les sorprendimos transmitiendo, y sólo la
rápida intervención de Finn evitó que se produjera una carnicería: sus muchachos no se andaban
con chiquitas. Pero no queríamos «dar un escarmiento»; Finn y yo lo habíamos decidido por el
camino. Resulta difícil asustar a los científicos, sus mentes funcionan de otra manera. Con ellos,
había que utilizar otros métodos.
Destrocé a patadas el transmisor y le ordené al Director que reuniera a todo el mundo en el
comedor y pasara lista del personal... cerca de un teléfono. Luego hablé con Mike, obtuve de él
unos nombres y le dije al Director:
–Doctor, me ha dicho usted que todos estaban presentes. Pero encuentro a faltar a éste, y a
éste, y a... –siete nombres en total–. ¡Tráigalos aquí!
Los terráqueos que faltaban habían sido avisados, pero se habían negado a interrumpir lo
que estaban haciendo: típicos hombres de ciencia.
Luego hablé, con los lunáticos a un lado de la sala y los terráqueos en el otro. A los terráqueos les dije:
–Hemos querido tratarles a ustedes como huéspedes. Pero tres de ustedes han intentado, y
quizás conseguido, enviar un mensaje a Tierra.
Me volví hacía el Director.
–Doctor, puedo registrar a fondo todos los laboratorios, todas las estructuras de la superficie,
todos los rincones, y destruir todo aquello que pueda ser utilizado para construir
un transmisor. Soy especialista en electrónica y conozco la amplia variedad de componentes
que pueden ser convertidos en transmisores. Supongamos que destruyo todo lo que pueda servir
para ese propósito y que, además, para no correr ningún riesgo, aplasto todo lo que no entiendo.
¿Qué pasará?
Por su expresión se hubiera dicho que estaba a punto de matar a su hijo. Palideció.
–Eso interrumpiría todas las investigaciones... destruiría datos de un valor incalculable... ¡representaría una pérdida de miles de millones de dólares!
–Exactamente. Podría llevarme todo ese material, en vez de aplastarlo, y dejar que se las
arreglaran ustedes como pudieran.
–Los efectos serían casi los mismos, Gospodin. Debe usted comprender que cuando se interrumpe un experimento...
–Lo sé. Hay otra solución más simple: llevarles a todos ustedes al Complejo e instalarles allí,
en los barracones que ocupaban los Dragones. Pero eso también arruinaría los experimentos.
Además... ¿de dónde es usted, Doctor?
–De Princeton, Nueva Jersey.
–¿De veras? Lleva aquí cinco meses y no dudo que ha estado haciendo ejercicio y llevando
pesos. Doctor, si hiciéramos eso, no volvería usted a ver Princeton. Si le trasladamos a usted, le
mantendremos encerrado. Se irá ablandando. Y si el estado de emergencia se prolonga mucho,
acabará usted siendo un lunático, le guste o no. Y lo mismo les ocurrirá a todos sus colaboradores.
Uno de los científicos se adelantó: uno de los que se habían negado a acudir a la primera
llamada.
–¡No puede usted hacer eso! ¡Va contra la ley!
–¿Qué ley, Gospodin?¿La que rige en su ciudad natal? –Me volví hacia Nielsen–. Finn,
muéstrale la ley.
Finn avanzó unos pasos y apoyó el cañón de su rifle contra el estómago del hombre. Su dedo
índice empezó a apretar el gatillo... con el seguro puesto, me di perfecta cuenta.
–¡No le mates, Finn! –dije. Y continué–: Eliminaré a este hombre si eso es lo que hace falta
para convencerle a usted. De modo que tengan mucho cuidado con lo que hacen. Si cometen
otra tontería, perderán todas sus posibilidades de regresar a Tierra... y arruinarán todos sus experimentos. Doctor, le hago responsable del comportamiento de sus colaboradores.
Me volví hacia los lunáticos.
–Tovarichi, obligadles a portarse bien. Estableced vuestro propio sistema de vigilancia. No
contemporicéis con los terráqueos. Si tenéis que eliminar a alguno, no vaciléis. –Me volví al
Director–. Doctor, cualquier lunático puede ir a cualquier parte en cualquier momento... incluso
al dormitorio de usted. Sus asistentes ya no son sus jefes en lo que respecta a la seguridad; si un
lunático decide seguirle a usted o a cualquier a un W. C., no discuta; podría ponerle nervioso.
Me volví hacia los lunáticos.
–¡La seguridad ante todo! Cada uno de vosotros trabaja para algún terráqueo: ¡vigiladle! Distribuid la tarea entre todos y no omitáis nada. Vigiladles tan de cerca que no puedan construir
una ratonera, y mucho menos un transmisor. Y si las necesidades del servicio de vigilancia afectan a vuestro trabajo, no os preocupéis; vuestro salario será el mismo.
Pude ver sonrisas. Un puesto–de ayudante de laboratorio era el mejor empleo que un lunático
podía encontrar en aquellos días, pero trabajaban a las órdenes de unos terráqueos que nos miraban con aire de superioridad, considerándonos unos subproductos o poco menos.
Tuve que arreglarlo así. Al recibir la llamada telefónica, lo primero que se me ocurrió fue
eliminar a los culpables. Pero el profesor y Mike me hicieron recapacitar: el Plan no permitía
violencia contra terráqueos que pudieran ser evitadas.
Instalamos «oídos», receptores ultrasensibles de banda ancha, alrededor de la zona del laboratorio, dado que incluso
los transmisores más direccionales se esparcen un poco por la vecindad. Y Mike escuchó en
todos los teléfonos de la zona. Después de eso, nos mordimos las uñas y esperamos.
No tardamos en tranquilizarnos, ya que las noticias llegadas de Tierra eran completamente
normales; parecían aceptar las transmisiones censuradas sin sospechar nada. También el tráfico
comercial y privado, lo mismo que las transmisiones de la Autoridad, parecían rutinarios. Entretanto, nosotros trabajábamos intentando realizar en unos días una tarea que requería meses.
Una circunstancia favorable para nosotros era el hecho de que en Luna no había en aquel
momento ninguna nave de pasajeros, ni se esperaba la llegada de ninguna hasta el 7 de julio.
Desde luego, podíamos haber hecho frente a la situación invitando a los oficiales de una nave a
«cenar con el Alcaide» o algo por el estilo, controlando luego sus transmisores o desmontándolos. Y no hubiesen podido despegar sin nuestra ayuda, ya que teníamos que suministrarles agua
para sus sistemas de reacción. Poca agua, comparada con la que se precisaba para los embarques
de cereales: una nave de pasajeros al mes representaba un tráfico intenso en aquella época, en
tanto que los embarques de cereales se realizaban diariamente. Lo cual significaba que la llegada de una nave no era una dificultad insuperable; de todos modos, era preferible disfrutar de
aquel respiro, que nos alentaba en nuestros esfuerzos por conseguir que todo pareciera normal
hasta que estuviéramos en condiciones de defendernos.
Los embarques de cereales continuaron como antes; uno de ellos fue catapultado casi al
mismo tiempo que los hombres de Finn penetraban en la residencia del Alcaide. Y el siguiente
salió a la hora prevista, y todos los demás.
El profesor sabía lo que se hacía. Los embarques de cereales eran una gran operación (para
un país pequeño como Luna), y no podía ser modificada de la noche a la mañana: representaba
el pan–y–la–cerveza de demasiadas personas. Si nuestro Comité hubiese ordenado el embargo y
rechazado las compras de cereales, nos hubieran expulsado y un nuevo comité con otras ideas se
hubiera hecho cargo del poder.
El profesor decía que era necesario un período de transición. Entretanto, los embarques de
cereales eran catapultados como de costumbre; la LuNoHoCo cuidaba de todas las operaciones,
utilizando personal del servicio civil. Se enviaban despachos en nombre del Alcaide, y Mike
hablaba con la Autoridad Terráquea 'con la voz del Alcaide. El administrador Adjunto se mostró
razonable, una vez comprendió que con ello aumentaba sus posibilidades de alcanzar una edad
avanzada. También el Ingeniero Jefe permaneció en su puesto: MacIntyre era un verdadero lunático, más inclinado a confiar en la suerte que a actuar de esbirro. Los otros puestos de menor
importancia no representaron ningún problema; la vida continuó como antes, y a nosotros nos
agobiaban demasiado otros problemas como para no aprovechar los aspectos útiles del sistema
de la Autoridad.
Más de una docena de personas tuvieron la pretensión de ser Simon Jester; Simon desautorizó a aquellos farsantes con unos incisivos versos que aparecieron en la primera página de Lunatic, Pravda y Gong. Wyoh volvió a convertirse en rubia y realizó un viaje para visitar a Greg en
el emplazamiento de la nueva catapulta, y otro viaje más largo, de diez días, a su antiguo hogar
en Hong Kong Luna, llevándose a Anna, que deseaba visitar aquella ciudad. Wyoh necesitaba
unas vacaciones y el profesor la apremió para que se las tomara, subrayando que seguiría en
contacto con nosotros por teléfono y que en Hong Kong podría llevar a cabo una labor útil en
favor del Partido. Yo me hice cargo de sus stúyagis, nombrando lugartenientes míos a Slim. y a
Hazel: una pareja lista y decidida en la que podía confiar. Slim, quedó asombrado al descubrir
que yo era el «Camarada Bork» y veía a «Adam Selene» todos los días. Su nombre de guerra en
el Partido empezaba por «G». Formaban un buen equipo por otro motivo, también. Hazel había
empezado a desarrollar unas atractivas curvas, Slim estaba dispuesto a convertirla en señora
«Stone» en el momento en que ella se decidiera a ser optada. Entretanto, Slim se mostraba ansioso por llevar a cabo cualquier tarea del Partido que pudiera compartir con nuestra pequeña y
vehemente pelirroja.
No todo el mundo demostraba la misma buena voluntad. Muchos camaradas resultaron ser
soldados de boquilla. Y eran todavía más los que creían que la guerra había terminado con la
eliminación de los Dragones de la Paz y la captura del Alcaide. Otros se indignaron al enterarse
del bajo lugar que ocupaban en la estructura del Partido; querían elegir una nueva estructura que
les situara en los puestos más elevados. Adam recibía interminables llamadas proponiendo esto
o aquello... Les escuchaba, se mostraba de acuerdo, les aseguraba que su colaboración sería muy
valiosa, y les remitía al profesor o a mí. No puedo recordar a ninguno de aquellos ambiciosos
individuos que respondiera a mi llamada cuando intenté ponerles a trabajar.
El trabajo era interminable, y nadie quería hacerlo. Bueno, a excepción de unos cuantos. Algunos de los mejores voluntarios eran personas a las que el Partido no había localizado nunca.
Pero, en general, los lunáticos de dentro y de fuera del Partido no tenían ningún interés por el
trabajo «patriótico», a menos que estuviera bien pagado. Un individuo que pretendía ser miembro del Partido (no lo era) me visitó en el Hotel Raffles, donde habíamos instalado nuestro cuartel general, con la pretensión de que le otorgara un contrato para el suministro de cincuenta mil
emblemas que deberían llevar los «Veteranos de la Revolución», es decir, los que pertenecían al
Partido antes del golpe de estado. De este modo, él obtendría un «pequeño» beneficio (el 400
por ciento del precio de coste, según mis cálculos), y yo unos dólares ganados fácilmente.
Cuando me negué a seguir escuchándole, me amenazó con denunciarme a Adam Selene –
«¡Un buen amigo mío, ya se enterará usted!»– por sabotaje.
Esa era la «ayuda» que obteníamos. Lo que necesitábamos era algo muy distinto. Necesitábamos acero en abundancia para la nueva catapulta. El profesor preguntó si era realmente indispensable que recubriésemos de acero los misiles de roca; tuve que explicarle que un campo de
inducción no agarra en la roca desnuda. Necesitábamos reinstalar los radares balísticos de Mike
en el emplazamiento antiguo e instalar un radar direccional en el nuevo emplazamiento, debido
a la posibilidad de que se produjeran ataques desde el espacio contra el emplazamiento antiguo.
Solicitamos voluntarios... y sólo conseguimos dos que pudieran ser útiles. Necesitábamos
varios centenares de mecánicos dispuestos a trabajar duramente con trajes–p. Tuvimos que contratarlos, con unos salarios que excedían de nuestras posibilidades. La LuNoHoCo se entrampó
con el Banco de Hong Kong Luna; no disponíamos de tiempo para robar tanto dinero y la mayor
parte de los fondos habían sido transferidos a Tierra, a Stu. Un verdadero camarada, Foo Moses
Morris, avaló numerosas letras para ayudarnos a salir adelante... y acabó arruinado; tuvo que
empezar de nuevo con una pequeña sastrería en Konsville. Eso fue más tarde.
El papel–moneda de la Autoridad cayó de 3–a–1 a 17–a–1 después del golpe de estado, y el personal
del servicio civil puso el grito en el cielo, ya que Mike seguía pagando con cheques de la Autoridad. Les
dijimos que podían quedarse o dimitir; luego volvimos a contratar a los que necesitábamos, pagándoles
con dólares Hong Kong. Con esto creamos un grupo que dejó de estar a nuestro lado, que añoraba los
viejos tiempos y que estaba dispuesto a apuñalar al nuevo régimen.
Los cultivadores de cereales estaban disgustados porque el pago en la catapulta principal
continuaba haciéndose con papel–moneda de la Autoridad y a los precios antiguos. «¡No lo
aceptaremos!», gritaban. Y el representante de la LuNoHoCo se encogía de hombros y les decía
que los cereales eran enviados a la Autoridad Terráquea (era cierto) y que lo único que obtendrían sería papel–moneda de la Autoridad. De Modo que, o aceptaban el cheque, o se marchaban con sus cereales a otra parte.
La mayoría lo aceptaban. Todos gruñían, y algunos amenazaban con dejar de producir cereales y dedicarse al cultivo de verduras, de fibras o de algo que se pagara con dólares Hong
Kong... y el profesor sonreía.
Necesitábamos a todos los perforadores de Luna, especialmente a los de las minas de hielo
que poseían taladros–laser de gran potencia. Los necesitábamos tanto que, a pesar de faltarme
un ala pensé en dedicarme a aquella tarea, olvidando que manejar un taladro requiere unos buenos músculos y que una prótesis carece de músculos. El profesor me dijo que no hiciera el tonto.
Lo que habíamos planeado no hubiese sido factible en Tierra; un rayo laser de gran potencia
funciona mejor en el vacío. Y aquellos potentes taladros, que habían perforado rocas de increíble espesor en busca de bolsas de hielo, estaban siendo montados ahora como «artillería» para
rechazar los ataques procedentes del espacio. Las naves y los misiles poseían sistemas nerviosos
electrónicos, y un rayo laser podía acabar con ellos. Si el blanco estaba presurizado (como en el
caso de las naves de pasajeros y de la mayor parte de los misiles), bastaba con practicar un agu-
jero y despresurizarlos. Si no estaba presurizado, el rayo laser podía acabar también con él,
quemando sus ojos y estropeando todo lo que dependiera de la electrónica.
Una bomba H con sus circuitos averiados deja de ser una bomba para convertirse en un gran
tubo de litio hidrogenado que lo único que puede hacer es estrellarse contra el suelo. Una nave
sin ojos deja de ser un barco de guerra para convertirse en un barco a la deriva.
Dicho así parece fácil, pero no lo es. Aquellos taladros laser no habían sido diseñados para
«disparar» contra un blanco situado a mil kilómetros de distancia, ni siquiera a un kilómetro, y
no disponíamos de tiempo para tratar de adaptarles algún dispositivo que permitiera afinar la
puntería. El que lo manejara debía tener muchos redaños para esperar a hacer fuego hasta los
últimos segundos... contra un blanco que se dirigía a él a una velocidad de dos kilómetros por
segundo.
Pero era lo mejor que teníamos de modo que organizamos el Primer y el Segundo Regimientos de Artilleros Voluntarios para la Defensa de la Luna Libre. Organizamos dos, a fin de que el
Primero pudiera mirar por encima del hombro –al Segundo, y el Segundo pudiera estar celoso
del Primero. El Primer Regimiento estaba compuesto por veteranos, y el Segundo por jóvenes.
A pesar de llamarles «voluntarios» les pagábamos con dólares Hong Kong... y no era por casualidad que el hielo se pagaba en el mercado controlado con papel–moneda de la Autoridad.
Además de todo eso, intentábamos crear una atmósfera de temor a la guerra. Adam Selene
habló por video, recordando que la Autoridad no dejaría de tratar de volver a imponer su tiranía,
y que sólo disponíamos de unos días para prepararnos; los periódicos citaron sus palabras y
publicaron artículos por su cuenta: antes del golpe de estado habíamos realizado esfuerzos especiales para reclutar a buenos periodistas. Se apremió a la gente para que tuviera siempre los
trajes–p al alcance de la mano y revisara periódicamente el sistema de alarma contra las variaciones de la presión en sus hogares. En todas las conejeras se organizaron Cuerpos de Voluntarios de Defensa Civil.
Los frecuentes lunimotos habían obligado desde siempre a mantener equipos especialmente
entrenados para obturar rápidamente cualquier brecha en las estructuras de silicona y de fibra de
vidrio de las conejeras. En los Túneles Davis, nuestros muchachos se encargaban de aquel servicio. Pero ahora reclutamos centenares de equipos de emergencia, en su mayor parte stilyagis,
sometiéndoles a un entrenamiento intensivo y obligándoles a llevar los trajes–p con el casco
abierto cuando estaban de servicio.
Se portaban estupendamente. Pero los imbéciles se reían de ellos, llamándoles «soldados de pega» y
otras cosas peores. Hasta que uno de los equipos, en el curso de unas prácticas, agarró a uno de aquellos
graciosos y le arrojó al otro lado de una cámara reguladora, donde la presión era cero.
A partir de entonces, los mirones dejaron de reírse y de hacer comentarios. El profesor opinó
que debíamos amonestar a aquel equipo y advertir a los demás que no debían tomarse la justicia
por su mano. Pero yo MC opuse, y por una vez me salí con la mía; no se me ocurría ningún
sistema más eficaz para mejorar la educación de los ciudadanos. Ciertos tipos de maledicencia
debían ser considerados como delitos imperdonables entre las personas decentes.
Pero lo que nos producía mayores quebraderos de cabeza eran los estadistas «de café».
¿He dicho que los lunáticos son «apolíticos»? Lo son, cuando se trata de hacer algo. Pero
dudo que haya existido alguna época en la que dos lunáticos, ante otros tantos vasos de cerveza,
no hayan expresado en voz alta su opinión acerca de cómo tendrían que hacerse las cosas.
Como ya he mencionado anteriormente, aquellos políticos de pacotilla importunaban continuamente a Adam Selene. Pero el profesor tenía un lugar para ellos. Les invitaba a tomar parte
en un «Congreso Ad–Hoc para la Organización de Luna Libre»... el cual se reunió en la Sala
Pública de Luna City, y decidió permanecer en sesión permanente hasta completar su trabajo:
una semana en Luna City, una semana en Novylen, otra en Hong Kong... y vuelta a empezar.
Todas las sesiones eran retransmitidas por video. El profesor presidió la primera sesión, y Adam
Selene se dirigió a los congresistas por video estimulándoles a realizar un buen trabajo. «La
Historia os contempla», dijo al final de su mensaje.
Asistí a algunas sesiones, y luego interrogué al profesor. ¿Qué diablos se proponía con aquella comedia?
–Creí que no quería usted ningún gobierno. ¿Ha oído usted a esos chiflados desde que les dejó sueltos?
El profesor sonrió de oreja a oreja.
–¿Qué es lo que te preocupa, Manuel?
Me preocupaban muchas cosas. Mientras andaba como un loco tratando de reunir taladros
pesados y hombres que pudieran manejarlos como cañones, aquellos chiflados habían pasado
una tarde entera discutiendo sobre la inmigración. Algunos querían suprimirla del todo. Algunos
querían gravarla con un impuesto tan elevado que permitiera financiar al gobierno (¡cuando el
noventa y nueve por ciento de los lunáticos habían tenido que ser arrastrados hasta La Roca!).
Algunos querían hacerla selectiva, por «razones étnicas». (Me pregunté cómo me considerarían
a mí). Algunos querían limitarla a las mujeres, hasta que la proporción fuera 50–50. Esta última
propuesta había hecho gritar a un escandinavo: «¡De acuerdo, amigo! ¡Que nos envíen mujeres!
¡Miles y miles de mujeres! ¡Yo me casaré con ellas!»
Fue lo más sensato que se dijo en toda la tarde.
En otra ocasión discutieron sobre el reajuste del «tiempo». Desde luego, la hora de Greenwich no tiene ninguna relación con el período lunar, Pero, ¿por qué habría de tenerla cuando
nosotros vivimos subterráneamente? Que me muestren a un lunático que pueda dormir dos semanas y trabajar dos semanas; los períodos lunares no encajan en nuestro metabolismo. Y lo
que se pedía era que se hiciera un período lunar exactamente igual a 28 días (en vez de 29 días,
12 horas, 44 minutos y 2.78 segundos), y que se hiciera alargando los días... y las horas, minutos y segundos, de modo que cada medio período lunar durase exactamente dos semanas.
Desde luego, el período lunar es necesario para muchos propósitos. Controles cuando subimos a la superficie, por qué subimos y cuánto tiempo permanecemos en ella. Pero, aparte de
desacoplarnos de nuestro único vecino, ¿había pensado aquel cabeza de chorlito en lo que el
cambio significaría en el campo de la ciencia y de la ingeniería? Como técnico en electrónica,
me estremecí. ¿Tirar todas las tablas, todos los libros, todos los instrumentos, y empezar de
nuevo? Sé que algunos de mis antepasados hicieron eso al pasarse de las antiguas unidades inglesas al sistema métrico decimal... pero ellos lo hicieron para que las cosas resultaran más fáciles. Catorce pulgadas para un pie, y no sé cuantos pies para un milla. Onzas y libras... ¡Oh, Bog!
Cambiar aquello tenía sentido. Pero, ¿por qué introducir modificaciones que habrían de
crear confusión?
Alguien deseaba un comité para determinar exactamente cuál es el idioma lunático, y luego
multar a todos los que hablaran inglés u otro idioma terrestre. ¡Oh, pobre pueblo!
Leí las propuestas sobre el sistema fiscal en el Lunatic. Cuatro clases de impuestos: un impuesto cúbico que penalizaría a un hombre si ampliaba sus túneles; un impuesto general (todo
el mundo paga lo mismo); un impuesto sobre los ingresos (me gustaría ver a alguien calculando
los ingresos de la Familia Davis, o tratando de obtener información de Mum); y un impuesto
«sobre el aire», que no tenía nada que ver con las cuotas que habíamos pagado hasta entonces.
No se me había ocurrido que «Luna Libre» iba a tener impuestos. No habíamos tenido ninguno antes, y salíamos adelante. Se paga por lo que se recibe. Tanstaafl. ¿De qué otra manera?
En otra ocasión, un pomposo individuo propuso que el mal aliento y los olores corporales
fuesen considerados como delito que merecía la eliminación. Casi simpaticé con la propuesta,
ya que en alguna ocasión había estado encerrado en una cápsula con aquellas hediondeces. Pero
los casos son poco frecuentes y tienden a corregirse; y los desdichados que no pueden corregir
el defecto no es fácil que se reproduzcan, dado lo selectivas que son las mujeres.
Una mujer (la mayoría de los congresistas eran hombres, pero las mujeres no se quedaban
atrás en mentecatez) tenía una larga lista de materias privadas que quería convertir en leyes
permanentes. Nada de matrimonios plurales de ninguna clase. Nada de divorcios. Nada de bebidas más fuertes que la cerveza con un 4 % de alcohol. Servicios religiosos únicamente los sábados, día en que debían interrumpirse todas las demás actividades. (¿También los servicios de
aire, temperatura y presión, señora? ¿Los teléfonos y las cápsulas?). Una larga lista de medicamentos que debían >prohibirse, y una lista más corta de los que sólo debían expenderse por
prescripción de un licenciado en medicina. (¿Qué es un «licenciado en medicina»? El curandero
al que yo acudo cuando estoy enfermo tiene una placa en la puerta que dice «doctor práctico»:
no ha aprendido nada en los libros, y ese es el motivo de que acuda a él. Mire, señora, en Luna
no hay ninguna Facultad de Medicina). (Quiero decir que no existía entonces). Deseaba incluso
declarar ¡legal el juego. ¡Como si a un lunático pudieran prohibirle jugar! Un lunático no renuncia al juego, m siquiera sabiendo que los dados están cargados.
Lo que más me llamó la atención no fue la lista de cosas que ella odiaba, dado que era evidente que estaba tan loca como un Cyborg, sino el hecho de que siempre había alguien que estaba de acuerdo con sus prohibiciones. Resulta curiosa y singular la tendencia del hombre a
impedir que otras personas hagan lo que les gusta. Normas, leyes... siempre para los demás.
Una parte desagradable de nosotros, algo que teníamos antes de descender de los árboles y de
lo que no pudimos desprendernos al ponernos de pie. Porque ninguno de aquellos individuos
decía: «Por favor, aprueben esto, a fin de que yo no pueda hacer algo que sé que no debo hacer». Nyet, tovarichi, siempre se trataba de algo que no les gustaba que sus vecinos hicieran. Y
siempre querían impedir que siguieran haciéndolo «por su propio bien» ... y no porque el orador pretendiera sentirse perjudicado por ello.
Asistiendo a aquella sesión casi lamenté que nos hubiésemos librado de Mort el Verruga, el
cual permanecía en su agujero con sus mujeres y no nos decía cómo teníamos que gobernar
nuestras vidas privadas.
Pero el profesor se lo tomó con mucha calma; continuó sonriendo.
–Manuel, ¿crees realmente que esa caterva de retrasados mentales puede hacer aprobar alguna ley?
–Usted les dijo que lo hicieran. Les apremió a hacerlo.
–Mi querido Manuel, lo único que me proponía era reunir a todos los chiflados en una asamblea, sabiendo que nunca llegarán a ponerse de acuerdo sobre ningún tema y que se pelearán
entre ellos. El presidente que les impuse, haciéndoles creer que lo elegían ellos, es el más imbécil de todos: cree que todos los temas necesitan «más estudio». Casi no necesitaba haberme
molestado: más de seis personas nunca se ponen de acuerdo; tres es mejor... y una es lo ideal
para una tarea que una persona pueda hacer. Por eso, a través de toda la historia, los cuerpos
parlamentarios que han realizado algo positivo han actuado dirigidos por unos cuantos hombres
fuertes que dominaban a los demás. No temas, hijo ese Congreso Ad–Hoc no hará nada... y si
aprueba algo por puro cansancio, estará tan cargado de contradicciones que habrá que desecharlo inmediatamente. Entretanto, dejan de fastidiarnos. Además hay algo para lo cual les necesitaremos más tarde.
–Creí que había dicho usted que no podían hacer nada.
–Y no lo harán. Un hombre lo redactará (un hombre muerto), y a última hora de la noche,
cuando están muy cansados, lo aprobarán por aclamación.
–¿Quién es ese hombre muerto? No se referirá usted a Mike ...
–No, no. Mike está mucho más vivo que esos chiflados. El hombre muerto es Thomas Jefferson, el primero de los anarquistas racionales, muchacho, que estuvo a punto de introducir su no–
sistema a través de la retórica más bella que se ha escrito nunca. Pero descubrieron su maniobra,
cosa que yo espero evitar. No puedo mejorar su estilo; me limitaré a adaptarlo a Luna y al siglo
xxi.
–He oído hablar de él. Esclavos libertos, ¿nyet?
–Podría decirse que lo intentó, pero fracasó. No importa. ¿Cómo están las defensas? No creo
que podamos mantener la actual situación más allá de la fecha de llegada de la próxima nave.
–No pueden estar a punto para entonces.
–Mike dice que tienen que estarlo.
No lo estaban, pero la nave no llegó. Aquellos científicos se burlaron de mí y de los lunáticos
encargados de vigilarles. Utilizaron el punto focal del mayor de los reflectores, y los ayudantes
lunáticos creyeron en un supuesto objetivo astronómico: una novedad en radiotelescopios.
Supongo que lo tea. En realidad se trataba de un sistema de ultramicroondas que rebotaban
en el reflector y eran guiadas hacia Tierra por una onda direccional. Algo muy parecido al radar
primitivo. Una especie de pantalla de calor evitaba la dispersión de las radiaciones, de modo que
los «oídos» que yo había instalado no captaban nada.
Enviaron el mensaje, con su versión detallada de los hechos. La primera noticia que tuvimos
fue una petición de la Autoridad al Alcaide para que desmintiera aquel bulo, localizara a los que
lo propalaban y acabara con aquella incomprensible maniobra.
En vez de eso les dimos una Declaración de Independencia.
«Reunido el Congreso, el cuatro de julio de dos mil setenta y seis ... »
Fue hermoso.
15
La firma de la Declaración de Independencia se produjo tal como el profesor había dicho. Se
presentó ante ellos al final de una larga jornada y anunció una sesión especial después de cenar
en la cual hablaría Adam Selene. Adam. leyó la Declaración lentamente, convirtiendo en música
las frases sonoras. La gente lloraba. Wyoh, sentada a mi lado, sollozaba silenciosamente, y yo
sentía un nudo en la garganta, a pesar de que la había leído antes.
Luego, Adam levantó la mirada y dijo:
–El futuro os contempla. Pensad bien lo que vais a hacer.
Y cedió la palabra al profesor, en vez de dirigirse al presidente habitual.
Eran las diez de la noche y empezó la lucha. Desde luego, estaban a favor de la Declaración;
durante todo el día los noticiarios habían hablado de lo malos que éramos, de cómo iban a castigarnos, a darnos una lección, etc. No fue necesario cargar las tintas: Mike se limitó a transcribir
algunas de las opiniones de Tierra. Si hubo un día en el que Luna se sintió unificada fue probablemente el 2 de julio de 2076.
De modo que iban a aprobarla; el profesor lo sabía antes de ofrecerla.
Pero no tal como estaba redactada...
–Honorable Presidente, en el párrafo segundo, la palabra «inenajenable» no es correcta; debería ser «inalienable». ¿Y no sería más adecuado decir «derechos sagrados» en vez de «derechos inalienables»? Me gustaría que se discutiera este punto.
Aquel individuo no era más que un crítico literario, completamente inofensivo, como los
fermentos muertos que quedan en la cerveza. Pero... Bueno, tomemos aquella mujer que lo
odiaba todo. Estaba allí con la lista; la leyó en voz alta y pidió que fuera incorporada a la Declaración, «a fin de que los pueblos de Tierra sepan que estamos civilizados y en condiciones de
ocupar un puesto en las asambleas del género humano».
El profesor no sólo le permitió defender su petición, sino que la estimuló a hacerlo, concediéndole el uso de la palabra cuando otras personas deseaban hablar... y sometiendo su propuesta a votación, a pesar de que no había sido apoyada por nadie. (El Congreso funcionaba de
acuerdo con unas normas que el profesor conocía perfectamente pero que sólo seguía cuando se
adaptaban a su conveniencia). La propuesta fue rechazada por aclamación.
Entonces, alguien se puso en pie y dijo que desde luego aquella larga lista no encajaba en la
Declaración. Pero, ¿no sería conveniente que tuviéramos unos principios generales? ¿Tal vez
una afirmación de que Luna Libre garantizaba la libertad, la igualdad y la seguridad para todos?
Y, puestos a hacer las cosas, ¿por qué no hacerlas bien y garantizar explícitamente «aire gratis»
para todos? Desde luego, aunque lo correcto sería decir «aire y agua gratis», ya que no se tiene
«libertad» ni «seguridad» a menos de que se disponga de aire y de agua.
Aire, agua y comida.
Aire, agua, comida y vivienda.
Aire, agua, comida, vivienda y calor.
No, en vez de «calor» decir «energía», y quedaba todo cubierto. Absolutamente todo.
¿Todo? ¿Ha perdido usted el juicio, amigo? Dice usted
que todo queda cubierto, y se deja lo más importante en el tintero. ¿O es que las mujeres no
tenernos derecho a opinar? Tenemos que decirles desde el primer momento que no permitiremos que aterricen más naves a no ser que lleven tantas mujeres, al menos, como hombres. Al
menos, he dicho... Y no firmaré la Declaración si no se establecen unas normas adecuadas para
la inmigración.
El profesor continuaba sonriendo.
Empecé a comprender por qué el profesor había dormido todo el día y no llevaba ninguna
clase de pesos. Yo estaba cansado, después de pasar todo el día dentro de un traje–p más allá de
la catapulta principal, ajustando los últimos radares balísticos reinstalados. Y todo el mundo
estaba cansado; alrededor de las once la multitud empezó a dispersarse, convencida de que
aquella noche no se decidiría nada y aburrida de tanta cháchara inútil.
Era algo más de medianoche cuando alguien preguntó por qué aquella Declaración llevaba
fecha del cuatro cuando aún 'estábamos a dos. El profesor dijo afablemente que ya estábamos a
tres de julio... y que no parecía probable que nuestra Declaración pudiera ser anunciada antes
del cuatro. Y el cuatro de julio tenía un simbolismo histórico que podía resultar favorable.
Varios congresistas se marcharon al oír que probablemente no se resolvería nada hasta el
cuatro de julio. Pero yo empecé a observar algo: la sala volvía a llenarse a medida que se iba
vaciando. Finn Nielsen se deslizó hasta un asiento que acababa de quedar desocupado. El camarada Clayton de Hong Kong pasó junto a nosotros, oprimió mi hombro, sonrió a Wyoh y encontró un asiento. Localicé a mis lugartenientes más jóvenes, Slim y Hazel, y estaba pensando que
tendría que proporcionarle una coartada a Hazel diciéndole a Mum que la había retenido por
asuntos del Partido... cuando vi a Mum sentada junto a ellos. Y a Sidris. Y a Greg, al que suponía en la nueva catapulta.
Miré a mi alrededor y localicé a una docena más: el editor de la Lunaya Pravda, el Director
general de la LuNoHoCo y otros, todos ellos camaradas activos. Empecé a comprender la maniobra del profesor. Aquel Congreso no había tenido nunca unos miembros fijos; y aquellos
camaradas tenían tanto derecho a ocupar una plaza como los que habían estado hablando durante un mes. Ahora estaban ocupando la plaza... y rechazando todas las enmiendas.
Alrededor de las tres, cuando me estaba preguntando cuanto tiempo más podría resistir, alguien entregó una nota al profesor. Este la leyó, golpeó la mesa con su maza y dijo:
–Adam Selene solicita autorización para dirigir la palabra a este Congreso. ¿Concedida por
unanimidad?
De modo que la pantalla se iluminó y apareció en ella el rostro de Adam Selene. Dijo que
había estado siguiendo el debate por video y que le habían complacido mucho las numerosas
críticas meditadas y constructivas. Pero, ¿podía hacer una sugerencia? ¿Por qué no admitir que
cualquier documento escrito era imperfecto? Si esta Declaración era en términos generales lo
que deseaban, ¿por qué no posponer la perfección para más tarde y aprobarla en su forma actual?
–«Esto es cuanto quería decir. Honorable Presidente, Permítame que me retire».
Resonó un aullido de aprobación. El profesor dijo:
–¿Alguna objeción? –y esperó con la maza levantada–. Un hombre que había estado hablando cuando Adam pidió ser escuchado dijo:
–Bueno... yo sigo diciendo que es un participio ambiguo, pero de acuerdo, vamos a dejarlo.
El profesor dejó caer la maza.
–¡Aprobada por unanimidad!
Luego desfilamos todos y firmamos en un rollo de pergamino que había sido «traído de la
oficina de Adam»... y me di cuenta de que en él figuraba la firma de Adam Selene. Firmé debajo
mismo de Hazel: la chica había aprendido a escribir, aunque el estudio no era lo suyo. El camarada Clayton firmó con su nombre de guerra y con su verdadero
nombre en japonés, tres pequeños dibujos uno encima del otro. Dos camaradas firmaron con
una X. Todos los jefes del Partido estaban allí aquella noche (mañana), todos firmaron, cosa que
hicieron también los escasos «congresistas» que se habían quedado –poco más de una docena–,
para que sus nombres pasaran a la historia. Y con ello comprometieron «su vida, su fortuna y su
honor».
Mientras la cola avanzaba lentamente y la gente intercambiaba comentarios, el profesor golpeó la mesa con su maza para llamar la atención.
–Solicito voluntarios para una peligrosa misión. Esta Declaración será transmitida por los
canales de noticias... pero debe ser presentada personalmente a las Naciones Federadas, en Tierra.
Aquello terminó con todas las conversaciones. El profesor me estaba mirando a mí. Tragué
saliva y dije:
–Me ofrezco corno voluntario.
Wyoh me hizo eco:,
–¡y yo!
Y la pequeña Hazel Meade dijo:
–¡Y yo también!
Al cabo de unos instantes eran una docena, desde Finn Nielsen hasta Gospodin Participio–
Ambiguo (el cual resultó ser una excelente persona, al margen de sus «manías» gramaticales).
El profesor anotó los nombres y murmuró algo acerca de mantener contacto hasta que dispusiéramos de un medio de transporte.
Hice un aparte con el profesor y le dije:
–Creo que está demasiado cansado, profesor. Sabe perfectamente que el viaje de la nave que
tenía que llegar el día siete ha sido cancelado. Ahora están hablando de aplicarnos un embargo
total. La próxima nave que envíen a Luna será un barco de guerra. ¿Cómo piensa viajar? ¿En
calidad de prisionero?
–¡Oh! No utilizaremos sus naves.
–¿De veras? ¿Vamos a construir una? ¿Tiene alguna idea de lo que tardaremos en construirla? Si es que podemos construirla, cosa que dudo.
–Manuel, Mike dice que es necesario... y lo ha preparado todo.
Yo sabía que Mike decía que era necesario; se había enfrentado con el problema desde que
nos enteramos de que aquellos genios del Observatorio habían logrado establecer contacto con
Tierra. Ahora nos concedía únicamente una probabilidad contra cincuenta y tres... con la imperativa necesidad de que el profesor se trasladara a Earthside. Pero yo no soy de los que se preocupan por las imposibilidades; había pasado el día trabajando para sacar adelante aquella única probabilidad contra cincuenta y tres.
–Mike proporcionará la nave –continuó el profesor–. Ha terminado de proyectarla con resultados satisfactorios.
–¿De veras? ¿Desde cuándo es ingeniero Mike?
–¿No lo es? –inquirió el profesor.
Empecé a contestar, y me callé. Mike no tenía ningún título, pero sabía más sobre ingeniería
que cualquier hombre vivo. Y sobre las obras de Shakespeare, o acertijos, o historia, por no citar
más.
–Explíqueme eso.
–Manuel, iremos a Tierra nosotros, como un cargamento de cereales.
–¿Qué? ¿Quiénes son «nosotros»?
–Tú y yo. Los otros voluntarios son meramente decorativos.
–Mire, profesor –dije–. Yo me quedo. He trabajado duramente cuando todo parecía una entelequia. He cargado con esos pesos previniendo la posibilidad de tener que ir a ese horrible lugar.
Pero viajando en una nave, provista como mínimo de un piloto Cyborg para ayudarme a descender de un modo seguro. No pienso bajar como un meteorito.
El profesor dijo:
–Muy bien, Manuel. Siempre he creído en la libertad de elegir. Irá tu sustituta.
–Mi... ¿Quién?
–La camarada Wyoh. Que yo sepa, es la única persona, sin contarte a ti, que se está entrenando para el viaje... aparte de unos cuantos terráqueos.
De modo que tuve que resignarme y aceptar. Pero antes hablé con Mike. Me dijo pacientemente:
–Man, mi primer amigo, no tienes por qué preocuparte. Estás catalogado como cargamento
KM117, serie '76, y llegarás a Bombay sin novedad. Para más seguridad –para seguridad tuya–,
he escogido ese medio de transporte porque entrará en la orbita de Tierra y aterrizará cuando la
India esté encarada hacia mí... y he añadido una contraorden a fin de poder sustraerte al control
del suelo si no te manejan de un modo que me parezca adecuado. Confía en mí, Man; todo ha
sido planeado cuidadosamente; incluso la decisión de no interrumpir los embarques de cereales
en los momentos más críticos formaba parte de este plan.
–Podrías habérmelo dicho.
–No había ninguna necesidad de preocuparte. El profesor tenía que saberlo, y me he mantenido en contacto con él. Pero tú vas simplemente a cuidar de él a la ida y al regreso... y a realizar su trabajo si él muere, un factor sobre el cual no puedo darte ninguna seguridad.
Suspiré.
–De acuerdo. Pero supongo que no creerás que puedes pilotar un transporte para un aterrizaje suave a esa distancia... La velocidad de la luz es una velocidad excesiva, incluso para ti.
–Man, ¿crees acaso que no soy entendido en balística?
He analizado minuciosamente toda la trayectoria, y la duración del punto muerto previo al aterrizaje es de cuatro segundos... y puedes confiar en que no desperdicio milésimas de segundo.
En esos cuatro segundos recorrerás treinta y dos kilómetros, durante los cuales serás recogido
por los controles de Tierra. Pero, dado que mis reflejos son mucho más rápidos que los de un
piloto en un aterrizaje manual debido a que yo no pierdo tiempo reuniendo todos los datos de
una situación y decidiendo lo que debo hacer, puedo adelantarme a tu trayectoria en cuatro segundos y responder inmediatamente si se produce un improbable fallo.
–¡Es posible que ese cacharro no tenga ni siquiera un altímetro!
–Lo tiene ahora. Man, por favor confía en mí; he pensado en todo. El único motivo de que
haya añadido ese equipo extra es el deseo de tranquilizarte. El control de Poona no ha cometido
un solo error en los últimos cinco mil cargamentos. Para una computadora es un brillante historial.
–De acuerdo. Otra cosa, Mike: ¿será muy fuerte el topetazo contra el suelo al aterrizar?
–Desde luego que no, Man. El primer contacto con el suelo será el equivalente a una caída
desde cincuenta metros, pero inmediatamente entrarán en acción los amortiguadores que producirán un par de rebotes, muy suaves. Ten en cuenta que, para ahorrar material, los cascos de
esos transportes son lo más ligeros posible: un aterrizaje demasiado violento los destrozaría.
–Comprendo. Mike, ¿qué efecto produciría en ti una caída semejante?
–En mi estado actual, supongo que estropearía muchas de mis conexiones esenciales. Sin
embargo, estoy más interesado en las aceleraciones sumamente elevadas y transitorias que voy a
experimentar a causa de las ondas expansivas cuando Tierra empiece a bombardearnos. Los
datos son insuficientes para una predicción... pero puedo perder el control de mis funciones
remotas, Man. Este podría ser un factor importante en cualquier situación táctica.
–Mike, ¿crees realmente que van a bombardearnos?
–Cuenta con ello, Man. Por eso es tan importante ese viaje.
Interrumpí la comunicación y fui a ver aquel ataúd. Hubiera hecho mejor quedándome en casa.
¿Habéis visto nunca uno de esos absurdos «envases»? Un simple cilindro de acero, con cohetes retropropulsores y direccionales y un sistema de radar. Se parece a una nave espacial del
mismo modo que un par de alicates se parecen a mi brazo número tres. El destinado a nuestro
viaje estaba abierto por la mitad: un grupo de mecánicos instalaba nuestros «alojamientos».
No había cocina. Ni W.C. Ni nada. ¿Por qué molestarse? Sólo íbamos a permanecer en él
cincuenta horas. Iniciaríamos el viaje con el cuerpo vacío a fin de que no tuviéramos que llevar
«paquete» debajo del traje–p. ¿Para qué queríamos un salón, o un bar, si en ningún momento
podríamos salir de nuestro traje–p? Iríamos drogados, seguramente.
Al menos, el profesor estaría drogado casi todo el tiempo; yo tenía que estar despejado al
aterrizar a fin de intentar salir de aquella trampa mortal si algo salía mal y nadie acudía con un
abrelatas. Estaban instalando una especie de cunas adaptadas a la parte posterior de nuestros
trajes–p; viajaríamos atados a aquellos agujeros, y permaneceríamos allí hasta llegar a Tierra.
Parecían más preocupados por lograr que la masa total igualara a la del trigo desplazado y con
el mismo centro de gravedad, que por nuestra comodidad; aunque el ingeniero que dirigía las
operaciones me dijo que se había previsto un almohadillado en el interior de nuestros trajes–p.
La noticia me alegró: aquellos agujeros no tenían aspecto de ser blandos, precisamente.
Regresé a casa en un estado de ánimo más bien deprimido.
Wyoh no cenó con nosotros, algo anormal. Greg cenó con nosotros, algo más anormal todavía. Nadie hizo ningún comentario acerca del viaje que tenía que emprender al día siguiente,
aunque todos estaban enterados. Pero no me di cuenta de que se preparaba algo especial hasta
que los más jóvenes abandonaron la mesa sin que nadie se lo ordenase. Entonces supe por qué
Greg no había regresado a Mare Undarum después del Congreso aplazado aquella mañana: alguien había solicitado un consejo de familia.
Mum miró a su alrededor y dijo:
–Estamos todos aquí. Alí, cierra aquella puerta. Abuelo, ¿quieres empezar?
El decano de nuestros maridos dejó de remover su café e irguió la cabeza. Recorrió la mesa
con la mirada y dijo en tono firme:
–Veo que estamos todos aquí. Veo que los niños se han acostado. Veo que no hay ningún forastero, ningún huésped. Digo que nos hemos reunido de acuerdo con las costumbres establecidas por Black Jack Davis, nuestro Primer Marido, y Tillie, nuestra Primera Esposa. Si hay algún
asunto que afecte a la seguridad y a la felicidad de nuestro matrimonio, debe ser discutido ahora.
Esta es nuestra costumbre.
El abuelo se volvió hacia Mum y dijo amablemente:
–Tú tienes la palabra, Mimi –y se retrepó indolentemente en su asiento. Por unos instantes
había sido el hombre fuerte, guapo, viril, dinámico, de la época en que fui optado... y pensé con
repentinas lágrimas en lo afortunado que había sido.
Luego no supe si sentirme afortunado o no. El único motivo que podía encontrar para un
consejo de familia era el hecho de que al día siguiente tenía que emprender un viaje a Tierra,
envasado como trigo. ¿Acaso Mum. trataba de que la Familia se pronunciara contra aquel viaje?
Nadie estaba obligado a amoldar su conducta a las conclusiones de un consejo de familia. Pero
todos lo habían hecho siempre. Esa era la fuerza de nuestro matrimonio: el saber permanecer
unidos en los momentos decisivos.
Mimi estaba diciendo:
–Si hay alguien que tenga que decir algo que deba ser discutido, puede hablar.
Greg dijo:
–Hablaré yo.
–Escuchemos a Greg.
Greg es un buen orador. Está acostumbrado a hablar con absoluta seguridad delante de una
congregación sobre materias de las cuales yo no me siento seguro ni siquiera cuando estoy solo.
Pero aquella noche parecía haber perdido la confianza en sí mismo.
–Bueno... ejem... siempre hemos tratado de mantener este matrimonio en equilibrio, procurando que la edad de los jóvenes compensara la edad de los viejos, de acuerdo con la tradición
que recibimos. Pero algunas veces nos hemos saltado la norma... por un motivo justificado. –
Miró a Ludmilla–. Y lo hemos reajustado más tarde. –Miró de nuevo hacia uno de los extremos
de la mesa, a Frank y a Alí, uno a cada lado de Ludmilla.
«A través de los años, como podéis comprobar por los registros familiares, el promedio de la
edad de los maridos ha sido de cuarenta años, y el de las esposas de treinta y cinco, y esa diferencia coincide con la existente al principio de nuestro matrimonio, hace casi cien años, ya que
Tillie tenía quince años cuando optó a Black Jack y él acababa de cumplir los veinte. En este
momento el promedio de edad de los maridos es casi exactamente de cuarenta años, en tanto
que el promedio ... »
Mum dijo en tono firme:
–La aritmética no importa, querido Greg. Al grano.
Yo estaba tratando de adivinar a quién podía referirse Greg. Es cierto que durante el último
año no había parado mucho en casa, y que la mayoría de las veces, cuando llegaba todo el mundo estaba durmiendo. Pero Greg se estaba refiriendo claramente a una nueva optación, y en
nuestro matrimonio nadie propone un nuevo enlace sin antes dar a todo el mundo la oportunidad
de estudiar a fondo al nuevo cónyuge en perspectiva.
Hasta tal punto soy estúpido. Greg carraspeó y dijo:
–¡Propongo a Wyoming Knott!
He dicho que soy estúpido. Comprendo a las máquinas y las máquinas me comprenden a mí.
Pero no pretendo saber nada acerca de la gente. Cuando llegue a ser marido decano, si es que
vivo tanto tiempo,'haré exactamente lo que el abuelo hace con Mum: dejar que Sidris gobierne.
Sólo que... Bueno, Wyoh ingresó en la iglesia de Greg. Yo simpatizo con Greg, quiero a Greg.
Y le admiro. En realidad, yo había sospechado, que la conversión de Wyoh era una prueba de
que ella haría cualquier cosa por nuestra Causa.
Pero Wyoh había reclutado a Greg incluso antes. Y había realizado numerosos viajes al
nuevo emplazamiento,. ya que para ella el desplazarse resultaba más fácil que para el profesor
o para mí. Bueno, me cogió desprevenido. Algo que no debió ocurrir.
–Greg–dijo Mimi–, ¿tienes motivos para creer que Wyoming aceptará ser optada por nosotros?
–Sí.
–Muy bien. Todos conocemos a Wyoming. Estoy segura de que nos hemos formado una
opinión sobre ella. No veo ningún motivo para discutir el asunto... a menos de que alguien tenga
algo que decir. Si es así, puede hablar.
Para Mum no había sido una sorpresa. Ni para el resto de la familia, ya que Mum nunca deja
que se celebre un consejo hasta que está segura del desenlace.
Pero me pregunté por qué Mum estaba segura de mi opinión, tan segura que ni siquiera la
había tanteado anticipadamente. Me sentí acometido por una gran incertidumbre, sabiendo que
debería hablar, sabiendo que estaba enterado de algo terrible que nadie más sabía. Algo que a mí
no me importaba, pero que podía importarles a Mum y a todas nuestras mujeres.
Permanecí sentado, como un cobarde, y no dije nada.
–Muy bien –dijo Mum–. Vamos a pasar lista. ¿Ludmilla?
–¿Yo? Bueno, quiero mucho a Wyoh, todo el mundo lo sabe. ¡Desde luego!
–¿Lenore?
–Bueno, puedo intentar que se decida a ser otra vez morena. Es su único defecto: ser más rubia que yo. ¡Da!
–¿Sidris?
–Afirmativo. Wyoh es de los nuestros.
–¿Anna?
–Yo tengo algo que decir antes de expresar mi opinión, Mimi.
–No creo que sea necesario, querida.
–De todos modos, quiero aclarar bien las cosas, tal como hacía siempre Tillie, según nuestras
tradiciones. En este matrimonio cada esposa ha llevado su carga, ha dado hijos a la familia. Tal
vez sea una sorpresa para algunos de vosotros saber que Wyoh ha tenido ocho hijos...
Desde luego sorprendió a Alí; hizo un gesto brusco con la cabeza y se quedó con la boca
abierta. Yo miré fijamente mi plato. ¡Oh, Wyoh, Wyoh! ¿Cómo he podido permitir que ocurriera esto? Tenía que haber hablado.
Y me di cuenta de que Anna seguía hablando:
–...de modo que ahora puede tener hijos propios; la operación fue un éxito. Pero ella está preocupada
por la posibilidad de dar a luz a un niño anormal, a pesar de todas las seguridades que le dio el director de
la clínica de Hong Kong. Creo que debemos rodearla de cariño para hacerla olvidar sus temores.
–Todos la queremos –dijo Mum–. Y no le faltará nuestro cariño. Anna, ¿quieres expresar
ahora tu opinión?
–No creo que sea necesario. Fui a Hong Kong con ella y estuve a su lado, sujetando su mano,
mientras la operaban. Opto por Wyoh.
–En esta familia –dijo Mum– siempre hemos creído que nuestros maridos tenían derecho al
veto. Tillie estableció la norma, y siempre ha funcionado bien. ¿Abuelo?
–¿Eh? ¿Decías algo, querida?
–Estamos optando a Wyoming, Gospodin Abuelo. ¿Das tu consentimiento?
–¿Qué? ¡Oh, sí, desde luego, desde luego! Una muchacha encantadora. Por cierto, ¿qué ha
sido de aquella linda negrita que tenía un nombre parecido? ¿Se cansó de nosotros?
–¿Greg?
–Yo la he propuesto.
–¿Manuel? ¿Estás de acuerdo?
–¿Yo? Ya me conoces, Mum.
–Sin duda, querido. Pero a veces me pregunto si tú te conoces a ti mismo. ¿Hans?
–¿Qué pasaría si dijera «No»?
–Perderías algunos dientes, sencillamente –dijo Lenora–. Hans vota «Sí».
–Dejaos de juegos, queridos –dijo Mum en tono de suave reproche–. La optación es un asunto serio. Habla, Hans.
–Da. Yes. Ja. Oui. Sí. Por fin tendremos una rubia encantadora en esta... ¡Ay!
–Basta, Lenore. ¿Frank?
–Sí, Mum.
–¿Alí?
El joven enrojeció y no pudo hablar. Asintió vigorosamente con la cabeza.
En vez de nombrar a un marido y a una esposa para que buscaran a la elegida y le propusieran ser optada por nosotros, Mum envió a Ludmilla y a Anna para que trajeran a Wyoh inmediatamente... y dio la casualidad de que Wyoli estaba muy cerca: en el Bon Ton, concretamente.
No fue aquella la única irregularidad; en vez de fijar una fecha y preparar una fiesta de esponsales, llamamos a nuestros hijos, y veinte minutos después Greg tenía su Libro abierto y todos
nosotros formulábamos nuestros votos... y finalmente penetró en mi confuso cerebro la idea de
que todas aquellas prisas eran debidas al viaje que yo debía emprender al día siguiente.
Y no es que aquello pudiera importarme, salvo como símbolo del amor que me profesaba mi
familia, dado que una novia pasa la primera noche con su marido decano, y la segunda y la tercera las pasaría yo en el espacio. Pero me importó, de todos modos, y cuando las mujeres empezaron a llorar durante la ceremonia, no pude evitar que unas lágrimas se deslizaran por mis mejillas.
Luego, Wyoh nos besó a todos y se marchó del brazo del abuelo. Me acosté en mi taller, solo. Estaba terriblemente cansado y los últimos dos días habían sido muy duros. Pensé en los
ejercicios y decidí que era demasiado tarde; pensé en llamar a Mike y preguntarle qué noticias
había en Tierra. Me quedé dormido.
No sé cuanto tiempo llevaba durmiendo cuando me di cuenta de que ya no dormía y de que
había alguien en la habitación.
–¿Manuel? –susurró alguien en la oscuridad.
–¿Eh? ¡Wyohi Se supone que no tendrías que estar aquí, querida.
–Se supone que tendría que estar aquí, marido mío. Mum sabe que estoy aquí, lo mismo que
Greg. Y el abuelo se durmió inmediatamente.
–¡Oh! ¿Qué hora es?
–Casi las cuatro. Por favor, querido, ¿puedo meterme en la cama?
–¿Qué? ¡Oh, desde luego! –Tenía que recordar algo. ¡Oh, sí–: ¿Mike?
–¿Sí, Man? –respondió.
–Desconecta. No escuches. Si me necesitas para algo, llámame al teléfono de la Familia.
–De acuerdo. Wyoh me lo ha contado todo, Man ¡Felicidades!
Luego, la cabeza de Wyoh se apoyó sobre mi muñón y yo rodeé su cintura con mi brazo derecho.
–¿Por qué lloras, Wyoh?
–¡No estoy llorando! Sólo estoy terriblemente asustada. ¡Tengo miedo de que no regreses!
16
Desperté absurdamente asustado en medio de la más impenetrable oscuridad.
–¡Manuel! –no sabía de dónde procedía la voz–. «¡Manuel! –volvió a llamar–. ¡Despierta!»
Aquello tenía cierto sentido para mí; era la señal prevista para arrancarme de mi sopor. Me
recordé a mí mismo tendido sobre una camilla en la enfermería del Complejo, mirando fijamente una luz y escuchando una voz mientras una droga goteaba en mis venas. Pero aquello había
ocurrido hacía un centenar de años, un interminable período de pesadillas ' de insoportable presión, de dolor.
Ahora sabía qué clase de sensación era: la había experimentado antes. Caída libre. Me encontraba en el espacio.
¿Qué había fallado? ¿Se había equivocado Mike en sus cálculos? ¿O había dado rienda suelta
a su naturaleza infantil, y me estaba gastando una broma sin darse cuenta de que podía provocar
mi muerte? ¿Por qué, después de tantos años de dolor, seguía estando vivo? Si es que estaba
vivo... ¿Era esto lo que sentían los fantasmas, solitarios, perdidos, en ninguna parte?
–¡Despierta, Manuel! ¡Despierta, Manuel!
–¡Oh, cállate! –grité–. Deja de fastidiarme con tu sonsonete!
La grabación continuó llamándome; no le presté atención. ¿Dónde estaba aquel maldito interruptor de la luz?
De pronto descubrí que aquellos cabezas huecas no habían vuelto a colocarme el brazo. Por
algún absurdo motivo me lo habían quitado cuando me desnudaban para prepararme y yo estaba
cargado con suficientes píldoras no–te–preocupes y vamos–a–dormir para no protestar. No habían vuelto a colocármelo. Pero aquel maldito interruptor estaba a mi izquierda y la mangá del
traje–p estaba vacía.
Pasé los diez años siguientes desatándome con una mano, y luego cumplí una condena de
veinte años flotando en la oscuridad antes de encontrar de nuevo mi cuna, descubrir cuál de sus
extremos correspondía a la cabeza, y partiendo de aquel indicio localizar el interruptor al tacto.
Aquel compartimiento no tenía más de dos metros en cualquier dirección. Pero, en caída libre y
absoluta oscuridad, resultaba mucho mayor que la Antigua Cúpula. Encontré el interruptor.
Encendí la luz.
(Y no me preguntéis por qué aquel ataúd no tenía al menos tres sistemas de iluminación funcionando a la vez. La costumbre, probablemente. Un sistema de iluminación requiere un interruptor para controlarlo, ¿nyet? El cacharro había sido adaptado en dos días; podía dar gracias de
que el único interruptor funcionara).
Una vez encendida la luz, el compartimiento se encogió hasta adquirir dimensiones realmente claustrofóbicas y un diez por ciento más pequeñas, y eché una mirada al profesor.
Muerto, aparentemente. Bueno, tenía todos los motivos para estarlo. Le envidié, pero ahora
tenía que comprobar su pulso y su respiración, por si no había tenido suerte y continuaba padeciendo aquellas molestias. Tropecé con otras dificultades además de las derivadas de la falta de
un brazo. La carga de cereales había sido secada y despresurizada antes de embarcarla, como de
costumbre, pero se suponía que aquella celda estaba presurizada... ¡Oh! Nada del otro mundo,
un simple tanque lleno de aire. Nuestros trajes–p debían bastar para atender a necesidades tales
como la de respirar durante aquellos dos días. Pero incluso los mejores trajes–p resultan más
cómodos bajo presión que en el vacío y, de cualquier modo, se suponía que yo tendría acceso a
mi paciente.
No fue así. Sin necesidad de abrir el casco supe que aquella lata de acero no había conservado el gas compacto; lo supe enseguida, naturalmente, por el tacto del traje–p. Sí, las drogas que
tenía para el profesor, estimulantes cardíacos y demás, estaban en jeringuillas de campaña; podía inyectarlas a través de su traje. Pero, ¿cómo comprobar los latidos del corazón y la respiración? Su traje era del tipo más barato, utilizado por los lunáticos que casi nunca salen de la conejera; no tenía ninguna clase de indicadores.
La boca del profesor estaba abierta y su mirada fija; evidentemente, ya no necesitaba nada.
Traté de tomarle el pulso en la garganta: su casco se interponía.
Habían instalado un reloj con el horario del programa, una gran amabilidad por su parte. Señalaba que llevábamos cuarenta y cuatro horas de viaje, de acuerdo con el plan, y que dentro de
tres horas recibiríamos la terrible sacudida que nos situaría en órbita alrededor de Tierra. Luego,
después de un par de vueltas, equivalentes a tres horas más, iniciaríamos el aterrizaje... suponiendo que el Control Terrestre de Poona no cambiara de opinión y nos dejara en órbita. Me
recordé a mi mismo que no era probable: los cereales no son dejados en el vacío más tiempo del
necesario. Tienden a convertirse en trigo hinchado o maíz fermentado, lo cual no sólo disminuye su valor sino que puede reventar aquellos delgados recipientes como un melón. ¿Por qué nos
habían empaquetado con un cargamento de cereales? ¿Por qué no habían puesto una carga de
rocas que no se ven afectadas por el vacío?
Tuve tiempo para pensar en aquello y para que me entrara mucha sed. Bebí medio sorbo a
través de la boquilla, no más, porque no quería enfrentarme al aterrizaje con la vejiga llena. (No
tenía por qué preocuparme: me habían colocado una sonda. Pero no lo sabía).
Luego se me ocurrió que al profesor no le perjudicaría una inyección de la droga que tenía
que haber tomado cuando aumentara la aceleración; después, cuando estuviésemos en órbita, le
inyectaría el estimulante cardíaco. En mi opinión, nada podía perjudicar ya al ex profesor.
Le inyecté la primera droga y pasé los minutos restantes luchando con las correas, con una
sola mano. Lamenté no conocer el nombre del amigo que me había preparado para el viaje:
podría haberle maldecido mejor.
Una brusca desaceleración nos situó en órbita alrededor de Tierra en unos simples 3.26 x 101
microsegundos; sólo que pareció mucho más largo, porque una presión de diez gravedades es
sesenta veces mayor que la que un frágil saco de protoplasma soporta normalmente. Duró unos
33 segundos. Palabra de honor que sospecho que mis antepasadas de Salem pasaron un medio
minuto peor el día que las ahorcaron.
Le inyecté al profesor el estimulante cardíaco y luego pasé tres horas tratando de decidir si
debía drogarme como el profesor para la secuencia del aterrizaje. La conclusión fue negativa.
Lo único que la droga había hecho por mí en el despegue había sido cambiar un minuto y medio
de dolor y dos días de aburrimiento por un siglo de terribles pesadillas. Además, si aquellos
minutos tenían que ser los últimos de mi vida, quería vivirlos. Por malos que fuesen, me pertenecían y no quería renunciar a ellos.
Fueron malos. Seis g no son mejores que diez; me sentí peor. Cuatro g no representan ningún
alivio. Luego recibimos una sacudida más fuerte. Después, súbitamente, y sólo por unos segundos, otra vez caída libre. Seguida de un choque contra el suelo que no fue «suave» y que tuvimos que soportar atados y sin acolchamiento, ya que íbamos cabeza abajo. Mike nos había asegurado que el tiempo solar era bueno, sin peligro de radiaciones en el interior de aquel cacharro.
Pero se había ocupado menos del tiempo en el Océano Indico terrestre; su predicción era aceptable para el aterrizaje de un cargamento de cereales... y supongo que creyó que sería suficientemente bueno para nosotros, también.
Se suponía que mi estómago estaba vacío. Pero llené el casco del líquido más fétido que
pueda imaginarse. Luego dimos una vuelta completa y el líquido empapó mis cabellos y penetró
en mis ojos y en mi nariz. Esto es lo que los terráqueos llaman «mareo», uno de los muchos
horrores que dan por supuestos.
Siguió un largo período durante el cual fuimos remolcados hasta el puerto. Debo añadir que,
además del marco, mis botellas de aire estaban fallando. Llevaban una carga para doce horas,
más que suficiente para un viaje de cincuenta horas la mayor parte del cual lo pasaría en estado
de inconsciencia y sin tener que efectuar ningún ejercicio violento, pero escasa si se añadían
unas horas de remolque. Cuando finalmente el cacharro se inmovilizó, me encontraba en un
estado de semiinconsciencia e incapaz de efectuar el menor movimiento.
Además, cuando nos recogieron había quedado boca abajo, una postura incómoda de por sí,
y completamente imposible cuando se suponía que tenía que: a) desatarme a mí mismo; b) salir
de una cavidad adaptada a mi traje–p; c) aflojar las palomillas de una escotilla interior; d) repetir
la operación en la escotilla exterior; e) pasar a través de la primera escotilla, y f) arrastrar detrás
de mí a un anciano metido en un traje–p.
Ni siquiera pude completar la fase a).
Afortunadamente, todos los servicios de emergencia estaban preparados para recibirnos. Stu
LaJoie había sido in. formado antes de que emprendiésemos el viaje y se había encargado de
prepararlo todo. Desperté para ver a varias personas inclinadas sobre mí, volví a desmayarme,
desperté por segunda vez en una cama de hospital, cansado, magullado, hambriento, sediento y
lánguido. Sobre la cama había una tienda de plástico transparente, gracias a la cual no tenía
dificultades para respirar.
A uno de los lados de la cama vi a una enfermera hindú de cuerpo menudo y ojos inmensos,
y al otro a Stuart LaJoie.
–¿Qué tal, amigo? –inquirió Stu, sonriendo–. ¿Cómo te encuentras?
–¡Uf! Perfectamente. Pero, ¡caramba, que manera de viajar!
–El profesor dice que era la única manera. Es un viejo resistente.
–Era. El profesor ha muerto.
–Ni hablar. No está todo lo bien que sería de desear: le tenemos en una cama neumática bajo
vigilancia continua y conectado a todo un arsenal de aparatos. Pero está vivo y podrá realizar su
trabajo. En realidad ' no sabe nada del viaje: se durmió en un hospital y despertó en otro, según
sus propias palabras. Pensé que estaba equivocado cuando se negó a que yo gestionara el envío
de una nave, pero no era así: la publicidad ha sido tremenda...
Dije lentamente:
–¿Has dicho que el profesor «se negó» a que enviaras una nave?
–Bueno, sería más exacto decir que la negativa fue del «Presidente Selene». ¿No viste los
despachos, Mannie?
–No. –Demasiado tarde para luchar contra ello–. Pero los últimos días han sido muy movidos.
–¡Ni que lo digas! También aquí: he perdido la cuenta de los días que hace que no me desvisto.
–Hablas como un lunático.
–Soy un lunático, no lo dudes. Pero la hermana me está apuñalando con la mirada. –Stu se
acercó a la enfermera y la cogió del brazo. Decidí que todavía no era un lunático. Aunque ella
no se mostró ofendida–. Vaya a jugar a otra parte, querida, y le devolveré a su paciente dentro
de unos minutos. –Cerró una puerta detrás de ella y regresó a mi lado–. Pero Adam tenía razón;
esta manera de viajar no sólo significaba una maravillosa publicidad, sino que era mucho más
segura.
–De acuerdo con lo de la publicidad. Pero, ¿más segura? ¡Cuéntamelo a mí!
–Más segura, amigo mío. No han disparado contra vosotros, a pesar de que durante dos horas
supieron exactamente dónde estabais, constituyendo un blanco excelente. Pero no habían decidido aún lo que debían hacer; ni siquiera ahora han decidido la mejor política a seguir. Pero lo
cierto es que no se han atrevido a dejaros en órbita, después de la campaña de prensa que he
subvencionado acerca de vuestro viaje. Ahora sois unos héroes populares y no corréis ningún
peligro. En tanto que si hubiera esperado a fletar una nave para que os trasladara aquí... Bueno,
no puedo asegurar nada, pero lo más probable es que los tres –el profesor, tú y yo– hubiésemos
terminado en la cárcel. Ahora, deja que te informe de la situación. El profesor y tú sois ciudadanos del Directorio del Pueblo de Chad. No he podido conseguir nada mejor en tan poco tiempo.
Chad ha reconocido a Luna, también. He tenido que comprar a un primer ministro, dos generales, varios jefes de tribu y un ministro de finanzas: baratos, para un trabajo tan apresurado. No
he podido obtener vuestra inmunidad diplomática, pero confío en conseguirla antes de que
abandonéis el hospital. De momento, no se han atrevido a deteneros; no han encontrado ningún
motivo para justificarlo. Hay una guardia en el exterior del hospital, pero simplemente para
«protegeros». Una medida excelente, ya que no de ser así no podríais quitaros de encima a los
reporteros.
–¿No pueden acusarnos de nada? ¿De inmigración ilegal?
–No, Mannie. Tú no has sido nunca un transportado, y tienes la ciudadanía panafricana derivada a través de uno de tus abuelos, de modo que no hay problema. En el caso del profesor de la
Paz, hemos conseguido la prueba de que adquirió la ciudadanía en Chad hace cuarenta años: en
cuanto se secó la tinta la utilizamos. De manera que ni siquiera habéis entrado ilegalmente en la
India. Además, el exilio del profesor no tiene ninguna existencia legal, ya que el gobierno que la
decretó dejó de existir hace mucho tiempo, y un tribunal competente lo ha establecido así.
Regresó la enfermera, indignada como una gata madre.
–¡Lord Stuart... tiene que dejar descansar a mi paciente!
–En seguida, ma chère.
–¿Eres «Lord Stuart»?
–Tendría que ser «Conde». La sangre azul ayuda un poco: esa gente no ha sido feliz desde
que decidió prescindir de la realeza.
Cuando salía de la habitación, Stu dio una palmada en las nalgas a la enfermera. En vez de
gritar, ella sonrió con visible satisfacción. Sonreía aún cuando se acercó a mi cama. Stu tendría
que reprimir aquellos impulsos cuando regresara a Luna. Si es que regresaba.
La enfermera me preguntó cómo me encontraba. Le dije que lo único que tenía era un hambre voraz.
–Hermana, ¿ha visto usted algún brazo protésico en nuestro equipaje?
Lo había visto, y me sentí mucho mejor después de colocarme el número seis. Lo había escogido junto con el número dos y el brazo social como suficientes para el viaje. El número dos
había quedado seguramente en el Complejo; confiaba en que alguien cuidaría de él. Pero el número seis es uno de mis brazos más útiles; con él y con el social, no tendría problemas.
Dos días más tarde salimos en dirección a Agra para presentar nuestras credenciales a las
Naciones Federadas. Yo no estaba recuperado del todo, pero me las arreglaba bastante bien en
una silla de ruedas e incluso podía pasear un poco, aunque no lo hacía en público. Lo que tenía
era una infección en la garganta que no acabó en pulmonía gracias a unas dosis masivas de antibióticos, y una especie de sarpullido que me cubría todo el cuerpo: igual que en mis otros viajes
a Tierra, foco de infecciones. Los lunáticos no sabemos lo afortunados que somos al vivir en un
lugar en el que los gérmenes patógenos son prácticamente desconocidos. Aunque lá oración
podría volverse por pasiva, dado que, en caso de necesitarlas, carecemos de inmunidades... Sin
embargo, no me cambiaría por un terráqueo: no había oído la palabra «venéreo» hasta que viajé
a Tierra, y cuando me hablaron del «resfriado común» creí que se referían a las congelaciones
que afectan con frecuencia a los que trabajan en las minas de hielo.
Y estaba preocupado por otro motivo. Stu nos había transmitido un mensaje de Adam Selene; enterrada en él, indescifrable incluso para Stu, estaba la noticia de que las probabilidades
habían descendido a menos de una contra cien. Me pregunté qué necesidad había de arriesgarse
a aquel absurdo viaje, si hacía que nuestras probabilidades de éxito disminuyeran... ¿Sabía
realmente Mike lo que eran las probabilidades? No se me ocurría cómo podía calcularlas, por
muchos hechos que tuviera.
Pero el profesor no parecía preocupado. Hablaba con los reporteros, sonreía en interminables
fotografías, hacía declaraciones diciéndole al mundo que tenía una gran confianza en las Naciones Federadas, que estaba convencido de que nuestras justas pretensiones serían reconocidas y
que deseaba agradecer a los «Amigos de Luna Libre» la maravillosa ayuda que nos habían prestado al contar la verdadera historia de nuestra pequeña pero vigorosa nación a las personas de
buena voluntad de Tierra. (Los A. de L. L. eran Stu, un puñado de periodistas a sueldo, varios
millares de coleccionistas de autógrafos y un gran fajo de dólares Hong Kong).
También a mí me fotografiaban, y trataba de sonreír, pero eludía las preguntas señalando mi
garganta y emitiendo sonidos inarticulados.
En Agra nos alojaron en una lujosa suíte de un hotel que en otro tiempo había sido el palacio
de un maharajah (y que continuaba perteneciéndole, a pesar de que se supone que la India es un
estado socialista), sin que cesaran las entrevistas y las fotografías... sin que me atreviera a abandonar la silla de ruedas ni siquiera para visitar el W. C., ya que las órdenes del profesor eran no
permitir que nunca se nos fotografiara verticalmente. El estaba siempre en cama o en una camilla, no sólo porque era más seguro, teniendo en cuenta su edad, y más fácil para cualquier luná-
tico, sino también por las fotografías. Sus hoyuelos y su afable y persuasiva personalidad aparecían en centenares de millones de pantallas de video y en interminables noticiarios gráficos.
Pero su personalidad no nos llevó a ninguna parte en Agra. El profesor fue acompañado a la
oficina del Presidente de la Gran Asamblea –a mí me dejaron a un lado–, y allí intentó presentar
sus credenciales como Embajador ante las Naciones Federadas y futuro Senador por Luna. Le
remitieron al Secretario General, y en sus oficinas un secretario adjunto nos concedió diez minutos y nos dijo que podía aceptar nuestras credenciales «sin que ello significara compromiso
alguno». Fueron remitidas al Comité de Credenciales... que se durmió sobre ellas.
Empecé a ponerme nervioso. El profesor leía a Keats. Los cargamentos de cereales seguían
llegando a Bombay.
Después de lo que había visto, no me lamentaba de esto último. Cuando volamos de Bombay
a Agra, nos levantamos antes de que amaneciera y fuimos acompañados al aeropuerto mientras
la ciudad empezaba a despertar. En Luna, cada ciudadano tiene su agujero para dormir, sea en
un hogar hecho confortable a través de los años como los Túneles Davis, sea en una cueva recién perforada en la roca viva; el espacio vital no es problema y no puede serlo durante siglos.
Bombay era una ciudad superpoblada. Se decía que el número de personas sin más hogar que
un trozo de pavimento ascendía a más de un millón. Una familia podía adquirir el derecho (y
cederlo a sus descendientes, generación tras generación) a pasar la noche sobre una superficie
de dos metros de longitud y uno de anchura en una acera, delante de una determinada tienda. En
aquel espacio dormía toda la familia: padre, madre, hijos, tal vez una abuela... Había que verlo
para creerlo. Al amanecer, en Bombay, las aceras, las calzadas de las calles e incluso los puentes
están cubiertos por una espesa alfombra de cuerpos humanos. ¿Qué es lo que hacen? ¿Dónde
trabajan? ¿Cómo se las arreglan para comer? (Por su aspecto, se hubiera dicho que no comían;
podían contarse sus costillas).
Si no hubiese creído en la aritmética elemental de que resulta imposible mantener un ritmo
ininterrumpido de envíos hacia abajo sin obtener a cambio otros envíos hacia arriba, hubiera
renunciado de buena gana a la tarea que me habla traído a Tierra. Pero... tanstaafl. «Nadie regala nada», ni en Bombay ni en Luna.
Por fin fuimos citados por un «Comité Investigador». No era lo que el profesor había pedido.
El había solicitado una audiencia pública delante del Senado, con cámaras de video. Pero la
sesión fue a puerta cerrada. Y el profesor tardó un par de minutos en, descubrir que, en realidad,
el Comité estaba compuesto en su totalidad por altos personajes de la Autoridad Luna o testaferros suyos.
De todos modos, era una oportunidad para hablar, y el profesor les trató como si tuvieran poder para reconocer la independencia de Luna, en tanto que ellos nos trataban como si fuéramos
una mezcla de chiquillos díscolos y empedernidos criminales.
Al profesor le permitieron hacer una declaración. Afirmó en ella que Luna era de facto un
Estado soberano, con un gobierno sin oposición en el poder, unas condiciones civiles de orden y
de paz, un presidente provisional y un gabinete que desempeñaba las funciones necesarias pero
cuyos miembros estaban deseando volver a sus ocupaciones particulares en cuanto el Congreso
redactara una Constitución; y añadió que estábamos aquí para pedir que aquellos hechos fuesen
reco. nocidos de jure y que se permitiera a Luna ocupar el lugar que le correspondía en las
asambleas del género humano como miembro de las Naciones Federadas.
Lo que dijo el profesor correspondía a la verdad, aunque al mismo tiempo se trataba de una
verdad muy su¡ generis. Nuestro «presidente provisional» era una computadora, y el «gabinete»
lo formaban Wyoh, Finn, el Camarada Clayton, Terence Sheenan, editor de Pravda, Wolfgang
Korsakov, presidente del Consejo de Administración de la LuNoHoCo, y un director del Banco
de Hong Kong en Luna. Pero Wyoh era la única persona de Luna que sabía que «Adam Selene»
era el falso rostro de una computadora. Y el hecho de quedarse sola en Luna con aquel conocimiento la había puesto terriblemente nerviosa.
La «singularidad» de Adam al dejarse ver únicamente por video era un problema. Habíamos
intentado solucionarlo, convirtiéndolo en una «necesidad» por motivos de seguridad, instalando
un despacho para él en la oficina de la Autoridad de Luna City y haciendo estallar después una
pequeña bomba. Después de aquella «tentativa de asesinato», los camaradas que habían exigido
con más vigor que Adam se dejara ver personalmente fueron los primeros en pedir todo lo contrario, declarando que no debía exponerse a ningún riesgo. Los editoriales de los periódicos
apoyaron eficazmente la campaña.
Pero, mientras el profesor hablaba, me pregunté qué pensarían aquellos pomposos individuos, si supieran que nuestro «presidente» era un montón de hierros y de cables propiedad de la
Autoridad, por añadidura.
Pero se limitaban a permanecer sentados con aire de desaprobación, sin dejarse conmover
por la retórica del profesor: probablemente el mejor discurso de su vida, teniendo en cuenta que
lo pronunciaba tendido de espaldas sobre una camilla, con un micrófono, sin notas y sin apenas
poder ver a su auditorio.
Luego empezaron ellos. Un caballero argentino –ninguno de ellos mencionó su nombre, ya
que no éramos socialmente aceptables– protestó contra la frase «ex Alcaide» pronunciada por el
profesor; hacía más de medio siglo que no se utilizaba aquella denominación; insistió en que el
título adecuado era el de «Protector de las Colonias Lunares por Delegación de la Autoridad
Lunar». Cualquier otro título constituía una ofensa a la dignidad de la Autoridad Lunar.
El profesor pidió la palabra; el «Honorable Presidente» se la concedió. El profesor dijo cortésmente que aceptaba el cambio, dado que la Autoridad era libre de aplicar a sus servidores el
título que le pluguiera, y que estaba muy lejos de su ánimo la intención de ofender a cualquier
organismo de las Naciones Federadas... pero que en vista de las funciones de aquella oficina –
antiguas funciones de aquella antigua oficina–, los ciudadanos del Estado Libre de Luna probablemente seguirían pensando en ella por su nombre tradicional.
Esto hizo que media docena de personajes intentaran hablar al mismo tiempo. Alguien protestó contra el uso de la palabra «Luna» asociada a «Estado Libre»: Luna era un satélite de Tierra, propiedad de las Naciones Federadas, y todos aquellos procedimientos eran una farsa.
Me inclinaba a estar de acuerdo con el último punto. El Presidente rogó al caballero en cuestión –miembro de América del Norte– que se atuviera a las normas e hiciera sus observaciones a
través de la Presidencia. ¿Debía deducir la Presidencia de la última observación del profesor que
aquel pretendido régimen de facto se proponía eliminar el sistema de transportados?
El profesor paró aquella pelota y la devolvió:
–Honorable Presidente, yo mismo fui un transportado, y ahora Luna se ha convertido en mi
patria. Mi colega, el Honorable Subsecretario de Asuntos Exteriores coronel O'Kelly Davis –
¡yo!– nació en Luna y se siente orgulloso de descender de cuatro abuelos transportados. Luna ha
crecido y se ha desarrollado gracias al trabajo de los transportados terráqueos. Enviadnos a
vuestros pobres y a vuestros desdichados; los recibiremos con los brazos abiertos. Luna tiene
espacio para ellos, casi cuarenta millones de kilómetros cuadrados, una extensión mayor que
toda África... y casi completamente vacía. Además, teniendo en cuenta que no vivimos en «superficie», sino en «profundidad», resulta difícil imaginar que algún día Luna rechace una expedición de terráqueos sin hogar.
–La Presidencia –dijo el Presidente– advierte al testigo que no debe pronunciar discursos. Y
deduce de sus palabras que el grupo que él representa está de acuerdo en aceptar prisioneros
como antes.
–No, señor.
–¿Qué? Haga el favor de explicarse.
–Cuando llega a Luna, un inmigrante es un hombre libre, al margen de lo que haya sido hasta
entonces, libre para ir donde le apetezca.
–¿De veras? Entonces, un transportado puede llegar a Luna, cruzar el espaciopuerto, subir a
otra nave y regresar aquí... Admito que me intriga su aparente buena voluntad para aceptarlos...
pero nosotros no los queremos aquí. Es nuestro modo humano de deshacernos de los incorregibles, que de no existir esta solución tendrían que ser ejecutados.
(Podría haberle dicho varias cosas que le hubieran obligado a callar; era evidente que nunca
había estado en Luna. En cuanto a los «incorregibles», si realmente lo son, Luna los elimina
más pronto que Tierra. Cuando yo era muy joven nos enviaron un famoso gangster, creo que de
Los Ángeles; llegó con una pandilla de rufianes, sus guardaespaldas, dispuesto a hacerse el amo
de Luna, del mismo modo que se había hecho el amo de una prisión en alguna parte de la Tierra,
según los rumores. Ninguno duró dos semanas. El jefe de los gangsters fue el primero en desaparecer: no había prestado atención cuando le explicaban cómo debía llevar un traje–p).
–No hay nada que le impida regresar a Tierra, en lo que a nosotros respecta –respondió el
profesor–, aunque la política que ustedes siguen aquí podría hacer que se lo pensara dos veces.
Pero nunca he oído hablar de un transportado que llegara a Luna con suficiente dinero para adquirir un pasaje de vuelta. Las naves son de ustedes; Luna no posee naves... y permítanme añadir que lamentamos que el viaje de la nave que debía llegar a Luna este mes haya sido cancelado. No me quejo de que esto nos haya obligado, a mi colega y a mí –el profesor se interrumpió para sonreír– a utilizar un medio de transporte poco formal. Pero confío en que no significará el comienzo de una nueva política. Luna está en paz con todo el mundo y desea que las
cosas no cambien. Sus naves son bien recibidas, su comercio es bien recibido. Les ruego que
tomen nota de que todos los embarques de cereales previstos han llegado a Tierra puntualmente.
(El profesor siempre ha tenido una gran habilidad para cambiar de tema).
Entonces tocaron otros temas de menor importancia. El entrometido norteamericano quiso
saber que le había ocurrido realmente «al Alca ... » se interrumpió «al Protector, al Senador
Hobart». El profesor contestó que había sufrido un ataque de apoplejía que le había incapacitado
para el desempeño de sus funciones... pero que aparte de esto su estado de salud era bueno y
recibía continua asistencia médica. El profesor añadió pensativamente que sospechaba que el
anciano caballero chocheaba desde hacía algún tiempo, en vista de sus indiscreciones del año
anterior... especialmente sus numerosas invasiones de los derechos de los ciudadanos libres,
incluyendo a los que no eran ni habían sido nunca transportados.
La historia no era difícil de creer. Cuando aquellos científicos lograron transmitir la noticia
de nuestro golpe de estado, habían dado por muerto al Alcaide... en tanto que Mike le había
mantenido con vida y en su cargo, personificándole. Cuando la Autoridad Terrestre solicitó del
Alcaide un informe sobre aquel rumor, Mike había consultado al profesor y luego había aceptado la llamada, contestándola con una convincente imitación de senilidad, negando, confirmando
y confundiendo todos los detalles. Siguió nuestro comunicado, y a partir de aquel momento el
Alcaide dejó de ser accesible incluso en su alter ego computador. Tres días después declaramos
la independencia.
El norteamericano quería saber por qué motivo tenían que creer que lo que el profesor decía
era verdad. El profesor le obsequió con la más beatífica de sus sonrisas e hizo un esfuerzo para
extender sus delgadas manos antes de dejarlas caer sobre el cobertor de su camilla.
–Invitamos al caballero miembro de América del Norte a ir a Luna, a visitar al Senador
Hobart en su lecho de enfermo y a comprobarlo por sí mismo. Extendemos la invitación a todos
los ciudadanos de Tierra, para que visiten Luna cuando lo deseen... Nuestra actitud es amistosa
y pacífica, no tenemos nada que ocultar. Lo único que lamento es que mi país no pueda facilitarles medios de transporte; para eso dependemos de ustedes.
El miembro de China miró al profesor pensativamente. No había dicho una sola palabra, pero
no se había perdido un solo detalle.
El Presidente levantó la sesión hasta las tres de la tarde. Nos trasladaron a otra habitación y
nos sirvieron el almuerzo. Me disponía a hablar, pero el profesor sacudió la cabeza, miró a su
alrededor y se dio unos golpecitos en el oído con el dedo índice. De modo que me callé. Después de almorzar el profesor cerró los ojos para dormir una breve siesta y yo eché hacia atrás el
respaldo de mi silla de ruedas y le imité; en Tierra, los dos dormíamos todo lo que podíamos.
Nos ayudaba.
La sesión se reanudó a las cuatro de la tarde; cuando nos llevaron a la sala, el Comité en pleno se encontraba ya allí. El Presidente quebrantó entonces su propia norma contra los discursos y pronunció una
larga arenga, más en tono de lamentación que de enojo. Empezó por recordarnos que la Autoridad Lunar
era un organismo apolítico encargado de la solemne obligación de garantizar que el satélite de Tierra,
Luna, no fuera utilizado nunca para fines militares. Nos dijo que la Autoridad había cumplido aquella
obligación durante más de un siglo, mientras unos gobiernos caían y surgían otros y se establecían continuamente nuevas alianzas. En realidad, la Autoridad era más antigua que las Naciones Federadas, y su
creación había sido patrocinada por un organismo internacional más antiguo. La mejor prueba de que
había cumplido fielmente sus obligaciones se encontraba en el hecho de que había sobrevivido a través de
guerras, disturbios y cambios de regímenes.
(No tardaríamos en saber adonde quería ir a parar con aquella introducción).
–La Autoridad Lunar no puede renunciar a su compromiso –nos dijo en tono solemne–. Sin
embargo, no parece que esto haya de representar un obstáculo infranqueable para que los colonos de Luna, si demuestran su madurez política, disfruten de cierto grado de autonomía. Todo
depende de la conducta de los propios colonos. Se han producido disturbios y destrucciones de
propiedades; estos hechos no deben repetirse.
Esperé que mencionara a los noventa Dragones muertos; no lo hizo. Nunca seré un buen estadista: me falta perspectiva.
–Los dueños de las propiedades destruidas tendrán que ser indemnizados –continuó–. Hay
que establecer unos compromisos. Si ese organismo al que ustedes llaman un Congreso puede
hacer frente a esos compromisos, este Comité considera que, con el tiempo, ese llamado Congreso podría convertirse en un organismo representante de la Autoridad para la mayoría de los
asuntos internos. De hecho, es concebible que un gobierno local estable pudiera, con el tiempo,
asumir muchas de las obligaciones que ahora recaen sobre el Protector, e incluso tener un delegado, sin derecho a voto, en la Gran Asamblea. Pero antes tendrá que ganarse ese reconocimiento.
«Pero quiero dejar bien sentada una cosa. El mayor satélite de Tierra, la Luna, es por ley natural y para siempre propiedad conjunta de todos los pueblos de Tierra. No pertenece al puñado
de hombres que por un accidente histórico viven allí. La suprema ley de Luna es y será siempre
la que imponga la Autoridad Lunar.»
( ... «accidente histórico», ¿eh? Esperé que el profesor aclararía la cuestión. Imaginé lo que
iba a decir... No, nunca adivinaba lo que el profesor diría. Esto es lo que dijo):
–Honorable Presidente, ¿quién de ustedes va a ser exilado esta vez?
–¿ Qué es lo que ha dicho?
–¿Han decidido ya cuál de ustedes va a exilarse? Su Delegado Alcaide no asumirá la tarea –lo cual era
cierto; prefería conservar la vida–. Ahora continua en el desempeño de sus funciones únicamente porque
nosotros le pedimos que lo hiciera. Si insisten en creer que no somos independientes, tendrán que ir pensando en enviar a un nuevo Alcaide.
–¡Protector!
–Alcaide. No hagamos juegos de palabras. Aunque si supiéramos quién va a ser, nos sentiríamos muy honrados llamándole «Embajador». Y podríamos colaborar sinceramente con él,
haciendo innecesario el que le acompañaran unos esbirros armados... para violar y asesinar a
nuestras mujeres.
–¡Orden! ¡Orden! ¡El testigo debe moderar su lenguaje!
–No soy yo quien debe ser llamado al orden, Honorable Presidente, sino los que se dedican a
violar y a asesinar... Pero eso es historia y ahora debemos mirar hacia el futuro. ¿A quién van a
exilar ustedes?
El profesor luchó para incorporarse sobre un codo y me puse inmediatamente en guardia: era
una señal convenida.
–Como todos ustedes saben perfectamente, se trata de un viaje sin retorno. Yo nací aquí. Y
pueden apreciar el esfuerzo que tengo que hacer para incorporarme momentáneamente en el
planeta que me desheredó. Nosotros, los desheredados de Tierra...
Se derrumbó. Me levanté de mi silla y me derrumbé también, tratando de llegar hasta él.
No fue todo una comedia, a pesar de que había contestado a una señal convenida. Ponerse de
pie súbitamente sobre Tierra equivale a someterse a una terrible tensión cardíaca; una tensión
que me derribó al suelo.
17
Ni el profesor ni yo resultamos lesionados, y el incidente sirvió para animar los comentarios
de los periódicos, ya que puse en manos de Stu el pequeño magnetófono que había introducido
en la sala y él se lo entregó a los periodistas que había contratado. No todo fueron titulares contra nosotros: ¿AUTORIDAD O DICTADURA? – EL EMBAJADOR DE LUNA, SOMETIDO
A UN TERCER GRADO POR EL COMITÉ DE INVESTIGACIÓN, ES VICTIMA DE UN
COLAPSO –EL PROFESOR DE LA PAZ DENUNCIA Y ACUSA: información en página 8.
No todos fueron buenos; lo más próximo a un artículo favorable en la India fue un editorial
del Times de Nueva India preguntando si la Autoridad iba a poner en peligro el pan de las masas
negándose a pactar con los insurgentes lunares. Y sugiriendo las concesiones que podían hacerse para asegurar el incremento de los envíos de cereales. Estaba lleno de estadísticas hinchadas;
Luna no alimentaba a «un centenar de millones de hindúes hambrientos»... a menos de que se
pensara que nuestros cereales establecían la diferencia entre «desnutrición» y «hambre».
Por otra parte, el periódico más importante de Nueva York opinaba que la Autoridad había
cometido un error al condescender a tratar con nosotros, ya que el único lenguaje que comprendían los delincuentes era el del látigo: había que enviar tropas a Luna, maternos en cintura,
ahorcar a los responsables del golpe de estado y dejar fuerzas suficientes para mantener el orden.
Se produjo una tentativa de amotinamiento rápidamente reprimida, en el regimiento de Dragones de la Paz del cual procedían nuestros últimos opresores, iniciada por el rumor de que iban
a ser embarcados hacia Luna: Stu había contratado a hombres que conocían perfectamente su
oficio.
A la mañana siguiente nos transmitieron un mensaje inquiriendo si el profesor de la Paz se
encontraba en condiciones de reanudar las conversaciones. La respuesta fue afirmativa, y el
Comité suministró un médico y una enfermera para que atendieran al profesor. Pero esta vez nos
cachearon minuciosamente... y me quitaron el magnetófono que llevaba en un bolsillo.
Lo entregué sin protestar demasiado; era un aparato japonés suministrado por Stu... para que
lo requisaran. Mi brazo número seis tenía un hueco destinado a la pequeña batería que le suministraba energía, y en el que encajaba perfectamente mi minigrabadora. Aquel día no necesitaba
energía... y la mayoría de la'gente, incluso los endurecidos oficiales de la policía, se muestra
recia a tocar una prótesis.
Todo lo que se había hablado el día anterior fue ignorado... salvo que el Presidente abrió la
sesión reprochándonos el «haber quebrantado las normas de seguridad de una reunión a puerta
cerrada».
El profesor replicó que en lo que a nosotros respecta no tenía por qué celebrarse a puerta cerrada, y que acogeríamos con agrado la presencia de periodistas, cámaras de video y público en
general, ya que el Estado de Luna Libre no tenía nada– que ocultar.
El Presidente replicó secamente que el pretendido Estado Libre no controlaba aquellas sesiones; las audiencias debían celebrarse a puerta cerrada, y no debía hablarse de ellas fuera de
aquella sala. Allí, el que daba las órdenes era él.
El profesor me miró.
–¿Quiere usted ayudarme, coronel?
Toqué los mandos de mi silla de ruedas, me acerqué al profesor y empujé su camilla hacia la
puerta antes de que el Presidente se diera cuenta de que estábamos representando una comedia.
El profesor se dejó convencer para quedarse, sin prometer nada. Resulta difícil coaccionar a un
hombre que sufre un colapso bajo los efectos de la sobreexcitación.
El Presidente dijo que el día anterior se habían producido muchas anomalías, y que en la presente sesión no estaba dispuesto a tolerar ninguna agresión. Y miró al argentino, y luego al norteamericano.
–La soberanía –continuó– es un concepto abstracto, redefinido numerosas veces a medida
que el género humano ha ido aprendiendo a vivir en paz. No necesitamos discutirlo. El verdadero problema, profesor (o Embajador de facto, si lo prefiere), es éste: ¿Se encuentran ustedes en
condiciones de garantizar que la Colonia Lunar hará honor a sus compromisos?
–¿Qué compromisos, Honorable Presidente?
–Todos los compromisos, aunque ahora me refiero específicamente a sus compromisos en
relación con los embarques de cereales.
–No estoy muy al corriente de tales compromisos –respondió cándidamente el profesor.
La mano del Presidente se crispó sobre su maza. Pero respondió con aparente calma:
–Creo que es preferible, para ustedes y para nosotros, poner las cartas boca arriba. Me refiero
a la cuota de los envíos de cereales... y a su incremento de un trece por ciento, aproximadamente, para el nuevo año fiscal. ¿Podemos confiar en que harán honor a ese compromiso? Esta es
una base mínima para cualquier tipo de discusión; en caso contrario, las conversaciones no irán
más adelante.
–En tal caso, lamento mucho tener que decir que podemos dar por terminadas estas conversaciones.
–No hablará usted en serio...
–Muy en serio, señor. La soberanía de Luna Libre no es una materia abstracta, como usted
parece creer. Los compromisos a que usted alude fueron contraídos por la Autoridad y mi país
no está obligado a asumirlos. Cualquier compromiso que deba asumir la nación soberana a la
que tengo
el honor de representar tiene que ser negociado aún.
–¡Chusma! –aulló el norteamericano–. Ya les dije a ustedes que estábamos siendo demasiado
blandos con ellos. Son carne de presidio. Ladrones y prostitutas. No merecen que se les trate
decentemente.
–¡Orden!
–No olviden que lo he advertido. En Colorado les enseñaríamos un par de cosas: sabemos
cómo tratar a los de su especie.
–Ruego al caballero miembro que no insista en sus comentarios –dijo el Presidente.
–Temo –dijo el miembro hindú: parsi, en realidad, pero delegado de la India–, temo que en
esencia debo mostrarme de acuerdo con el caballero miembro del Directorio de América del
Norte. India no puede aceptar el concepto de que los compromisos para el envío de cereales son
papel mojado. Las personas honradas no hacen política con el hambre.
–Y además –intervino el argentino–, procrean como animales. ¡Cerdos!
(El profesor me había hecho tomar una droga tranquilizante antes de aquella sesión. Había
insistido en que la tomara en su presencia).
Sin perder la calma, el profesor dijo:
–Honorable Presidente, solicito permiso para ampliar mi explicación antes de que lleguemos
a la conclusión, tal vez apresurada, de que debemos dar por terminadas estas conversaciones.
–Adelante.
–¿Con el consentimiento unánime? ¿Libre de interrupciones?
El Presidente miró a su alrededor.
–El consentimiento es unánime –declaró–, y advierto a los caballeros miembros que si se
produce alguna interrupción invocaré la norma especial número catorce. Requiero al sargento de
las fuerzas armadas para que tome nota y actúe en consecuencia. El testigo tiene la palabra.
–Seré breve, Honorable Presidente. –El profesor dijo algo en español; lo único que entendí
fue «señor». El argentino palideció intensamente, pero no contestó. El profesor continuó–: En
primer lugar debo replicar al caballero miembro de América del Norte, dado que se ha referido a
mis conciudadanos en términos tan peyorativos. Los ciudadanos de Luna son carne de presidio
y descendientes de los que fueron carne de presidio; yo mismo he sido huésped de más de una
cárcel. Pero Luna es una severa maestra de escuela; los que han vivido recibiendo sus crueles
lecciones no tienen ningún motivo para sentirse avergonzados. En Luna City, un hombre puede
dejar abierta la puerta de su casa con un montón de dinero sobre la mesa sin ningún temor a que
alguien entre a robarle. Me pregunto si puede decirse lo mismo de Denver... De todos modos, no
deseo visitar Colorado para aprender un par de cosas: estoy satisfecho con lo que Madre Luna
me ha enseñado. Y es posible que seamos una chusma... pero ahora somos una chusma en armas.
«En cuanto al caballero miembro de la India, permítame decirle que nosotros no hacemos
política con el hambre. Lo que pedimos es una discusión abierta de unos hechos que no están
mediatizados por ningún supuesto político. Si se acepta este punto de vista, puedo prometer que
Luna está en condiciones de incrementar notablemente sus envíos de cereales... de los cuales la
India se aprovecharía de un modo especial.»
Los caballeros miembros de China y de la India irguieron la cabeza. El hindú empezó a
hablar, cerró la boca y se volvió hacia el Presidente:
–Ruego a la Presidencia que pida al testigo que explique lo que quiere decir.
–El testigo es invitado a ampliar su explicación.
–Honorable Presidente, caballeros miembros, existe realmente un medio para. que Luna incremente sus envíos de cereales multiplicándolos por diez o incluso por cien. El hecho de que
los cargamentos de cereales continúen llegando de acuerdo con lo previsto a pesar de las dificultades que hemos atravesado demuestra que nuestras intenciones son amistosas. Pero no se obtiene leche golpeando a la vaca. Las conversaciones encaminadas a incrementar nuestros envíos
deben celebrarse en un plano de igualdad, no sobre el falso supuesto de que nosotros somos
esclavos, obligados a hacer honor a unos compromisos que no contraíamos. Ustedes tienen la
palabra. Pueden persistir en la creencia de que somos esclavos, rompiendo así toda posible negociación. O reconocer que somos libres, negociar con nosotros y enterarse de cómo podemos
ayudarles.
–En otras palabras –dijo el Presidente–, nos pide que hagamos un trato a ciegas. Exige que
legalicemos su status antijurídico... y luego nos revelarán cómo pueden multiplicar por diez o
por cien sus envíos de cereales. Algo completamente imposible. Soy experto en economía lunar.
Tan imposible como su petición: para admitir a una nueva nación tiene que reunirse la Gran
Asamblea.
–En tal caso, lleven el asunto a la Gran Asamblea. Una vez reconocida nuestra soberanía,
hablaremos del incremento de los envíos y negociaremos las condiciones. Honorable Presidente,
nosotros cultivamos los cereales, nosotros los poseemos. Podemos incrementar el cultivo. Pero
no como esclavos. Antes es preciso que se reconozca la libertad soberana de Luna.
–Imposible, y usted lo sabe. La Autoridad Lunar no puede abdicar de su sagrada responsabilidad.
El profesor suspiró.
.–Al parecer, nos encontramos en un callejón sin salida. Lo único que puedo sugerir es que
se suspendan las sesiones mientras recapacitamos sobre nuestras respectivas posturas. Hoy continúan llegando nuestros envíos... pero en el momento en que me vea obligado a notificar a mi
gobierno que he fracasado... los envíos... ¡cesarán!
La cabeza del profesor se hundió pesadamente en la almohada, como si el esfuerzo hubiera
sido excesivo para él... y es probable que fuera así. Yo resistía bastante bien, pero era mucho
más joven que el profesor y me había preparado para el viaje a Tierra, que por otra parte no era
el primero que realizaba. Pero un lunático de su edad no tendría que haberse arriesgado. Tras
unos breves escarceos dialécticos que el profesor ignoró, nos cargaron en un tractor y nos transportaron al hotel. Por el camino dije:
–Profesor, ¿qué le dijo usted al Señor Jellybelly que le hizo palidecer como un muerto?
El profesor sonrió.
–Las investigaciones del camarada Stuart acerca de esos caballeros han revelado hechos muy
interesantes. Le pregunté quién era el dueño de cierto prostíbulo de la calle Florida de Buenos
Aires, y adonde había ido a parar cierta pelirroja que era la vedette de las pupilas.
–¿Por qué? ¿Acaso lo frecuentaba usted? –no podía imaginar al profesor en uno de aquellos
burdeles.
–Ni pensarlo. Hace más de cuarenta años que no visito Buenos Aires. El argentino es el dueño de aquel lupanar, a través de un hombre de paja, y su esposa, una belleza pelirroja, trabajó
allí una temporada.
Lamenté haberle interrogado.
–¿No fu e un golpe bajo, profesor? ¿Y poco diplomático?
Pero el profesor cerró los ojos y no contestó.
Aquella noche se había repuesto lo suficiente como para recibir a los periodistas, con los
blancos cabellos enmarcados en una almohada de color púrpura y el delgado cuerpo embutido
en un pijama bordado. Parecía el cadáver de un personaje importante en un funeral, salvo por
sus ojos y sus hoyuelos. También yo parecía un importante personaje, con el uniforme negro y
dorado que, según Stu, era el que correspondía a un diplomático lunar de mi categoría. Era la
primera vez que oía hablar de la existencia de diplomáticos en Luna. Y, de todos modos, prefiero un traje–p: el cuello me apretaba mucho. Tampoco conocía el significado de mis condecoraciones. Un reportero me interrogó acerca de una de ellas, en forma de media Luna; le dije
que era un premio por buena conducta. Stu estaba al quite y dijo:
–El coronel es muy modesto. Esa condecoración equivale a la Victoria Cross, y le fue concedida por un acto de valor en el glorioso y trágico día de...
Y se llevó al reportero, sin dejar de hablar. Stu podía improvisar una mentira casi con tanta
rapidez como el profesor. Yo tengo que inventarla por anticipado.
Aquella noche, los periódicos y las emisiones de video de la India echaban chispas; la «amenaza» de interrumpir los envíos de cereales les había enfurecido. Las propuestas más benignas
eran las de arrasar Luna, exterminar a los «criminales trogloditas» y reemplazarlos con «honrados campesinos hindúes» que comprendían lo sagrada que era la vida humana y enviarían cereales y más cereales.
El profesor escogió aquella noche para hablar de la incapacidad de Luna para atender indefinidamente a los envíos de cereales... en abierta contradicción con las noticias que había difundido la organización de Stu acerca de los supuestos incrementos ofrecidos por el profesor. Varios
reporteros se apresuraron a acosar al profesor, haciéndole notar aquella discrepancia.
–Profesor de la Paz, acaba usted de decir que los envíos de cereales irán disminuyendo a medida que se agoten los recursos naturales, y que en el año 2082 Luna será incapaz de alimentar a
sus propios habitantes. Sin embargo, hoy mismo ha declarado usted ante la Autoridad Lunar que
podía incrementar notablemente los envíos.
El profesor inquirió suavemente:
–¿Ese comité es la Autoridad Lunar?
–Bueno... es un secreto a voces.
–Sin embargo, se ha presentado a sí mismo como un comité investigador imparcial de la
Gran Asamblea. ¿No cree que eso les descalifica por completo? ¿Qué debería nombrarse un
«verdadero» comité investigador realmente imparcial?
–Hum... No puedo opinar sobre la materia, profesor. Volvamos a mi pregunta: ¿cómo explica
usted esa contradicción?
–Me interesa saber por qué no puede opinar usted sobre la materia. ¿Acaso no incumbe a todos los ciudadanos de Tierra el ayudar a evitar una situación que puede provocar una guerra
entre Tierra y su vecina?
–¿Guerra? ¿Qué le induce a hablar de «guerra», profesor?
–¿Puede preverse acaso otro desenlace si la Autoridad Lunar persiste en su intransigencia?
Nosotros no podemos acceder a sus peticiones; esas cifras demuestran por qué. Si no quieren
comprenderlo así, tratarán de someternos por medio de la fuerza... y nosotros tendremos que
defendernos. Como ratas acorraladas... ya que estamos acorralados, sin posibilidad de retirada ni
de rendición. Nosotros no elegiremos la guerra; queremos vivir en paz con nuestro planeta vecino, y comerciar pacíficamente con él. Pero la elección no nos corresponde a nosotros. Somos
pequeños, y ustedes son gigantescos. Me atrevo a predecir que el siguiente movimiento lo efectuará la Autoridad Lunar tratando de someter a Luna por medio de la fuerza. Ese organismo
encargado de «velar por la paz» iniciará la primera guerra interplanetaria.
El periodista frunció el ceño.
–¿No exagera usted? Supongamos que la Autoridad... o la Gran Asamblea, ya que la Autoridad no posee naves de guerra... supongamos que las naciones de Tierra deciden eliminar a su...
ejem... «gobierno». Podrían ustedes luchar, en Luna... y supongo que lo harían. Pero eso difí-
cilmente constituiría una guerra interplanetaria. Como usted mismo dijo, Luna no tiene naves.
Sería la lucha de un pigmeo contra un gigante.
Había adosado mi silla de ruedas a la camilla del profesor, escuchando. El profesor se volvió
hacia mí:
–Dígaselo, coronel.
Lo recité como un loro. El profesor y Mike habían previsto un gran número de situaciones;
yo las había memorizado y tenía preparadas las respuestas.
Dije:
–¿Se acuerdan ustedes de la Pathfinder? ¿De lo que ocurrió cuando sus controles se averiaron?
Lo recordaban. Nadie había olvidado el mayor desastre de la primera época de los vuelos espaciales, cuando la nave Pathfinder se estrelló contra un pueblo belga.
–Nosotros no tenemos naves –añadí–, pero posiblemente podríamos hacer estrellar contra
Tierra los cargamentos de cereales... en vez de situarlos en órbita.
Al día siguiente un periódico publicó este titular en primera página: LOS LUNÁTICOS
AMENAZAN CON BOMBARDEARNOS CON ARROZ. De momento provocó un desconcertado silencio.
Finalmente, el periodista dijo:
–De todos modos, me gustaría saber cómo explica usted esa contradicción: no habrá cereales
después de 2082... y los envíos se multiplicarán por diez e incluso por cien.
–No hay ninguna contradicción entre las dos afirmaciones –respondió el profesor–, porque
están basadas en unas series de circunstancias distintas. Las cifras que han examinado ustedes
muestran las actuales circunstancias... y el desastre que provocarán en muy pocos años a través
de la sangría de los recursos naturales de Luna. Un desastre que los burócratas de la Autoridad
(tal vez debería decir «burócratas autoritarios») pretenden evitar castigándonos de cara a la pared como a unos chicos traviesos...
El profesor hizo una pausa para normalizar su respiración y continuó:
–Las circunstancias bajo las cuales podemos mantener, o incrementar notablemente, nuestros
envíos de cereales, son el lógico corolario de las primeras. En mi calidad de viejo profesor, no
puede desprenderme de mis hábitos docentes; el corolario debe constituir un ejercicio para el
alumno. ¿Alguno de ustedes se atrevo a formularlo?
Tras un breve e incómodo silencio, un hombre de pequeña estatura con un extraño acento dijo lentamente:
–En mi opinión, se refiere usted a la recuperación de los recursos naturales.
–¡Muy bien! ¡Sobresaliente! –exclamó el profesor–. El cultivo de cereales requiere agua y
abonos: fosfatos, etc., dicen los expertos. Si ustedes nos envían esos elementos, nosotros se los
devolveremos convertidos en cereales. Envíen a Luna agua de mar, pescado podrido, animales
muertos, boñigos de vaca, sus propios excrementos (no se molesten en esterilizarlos, nosotros
hemos aprendido a hacerlo con más facilidad y a menor coste), y les devolveremos tonelada por
tonelada de trigo dorado. Multipliquen por diez sus envíos, y les devolveremos diez veces más
grano. ¡Caballeros, en Luna hay cuatro mil millones de hectáreas en espera de ser labradas!
Aquello les desconcertó. Luego, alguien dijo lentamente:
–¿Y qué obtendrán ustedes a cambio? Me refiero a Luna.
El profesor se encogió de hombros.
–Dinero. En forma de bienes de consumo. Hay muchas cosas que ustedes fabrican a muy
buen precio y que en Luna son muy apreciadas. Medicamentos. Herramientas. Libros microfilmados. Adornos para nuestras encantadoras damas. Compren nuestros cereales, y podrán vendernos esas cosas a precios interesantes para ustedes.
Un periodista hindú empezó a escribir, con aire pensativo. Junto a él había un tipo europeo al
que no parecían haber impresionado las palabras del profesor. Dijo:
–Profesor, ¿tiene usted idea de lo que costaría transportar todo ese tonelaje a Luna?
El profesor hizo un gesto con la mano como si descartara aquella objeción.
–Un simple problema técnico –dijo–. Hubo una época en la que enviar mercancías a través
de los océanos no sólo resultaba caro, sino imposible. Luego resultó caro, difícil y peligroso.
Hoy venden ustedes artículos por todo el planeta casi al mismo precio que en los lugares de
origen; los envíos a grandes distancias son el factor menos importante en el coste. Caballeros,
yo no soy ingeniero, pero he aprendido algo acerca de los ingenieros. Cuando existe la necesidad de hacer algo, los ingenieros pueden encontrar la manera de que resulte económicamente
factible. Si ustedes necesitan los cereales que nosotros podemos cultivar, recurran a sus ingenieros. –El profesor abrió la boca como si le faltara el aire, y las enfermeras se lo llevaron.
No quise contestar a las preguntas que los periodistas me formularon sobre el mismo tema,
diciéndoles que el profesor podría contestarlas cuando se encontrara en condiciones de volver a
reunirse con ellos. De modo que atacaron por otro lado. Un hombre quiso saber por qué motivo,
dado que no pagábamos impuestos, los lunáticos nos creíamos con derecho a hacer las cosas a
nuestra manera. Después de todo, las colonias habían sido establecidas en Luna por las Naciones Federadas... por algunas de ellas. La operación había sido terriblemente cara. Tierra había
pagado todas las facturas... y ahora los colonos disfrutaban de todos los beneficios y no pagaban
un solo centavo de impuestos. ¿Era esto equitativo?
Me hubiera gustado enviarle al cuerno. Pero el profesor me había hecho tomar de nuevo un
tranquilizante, y me había obligado a recitar aquella interminable lista de respuestas a las preguntas capciosas.
–Vayamos por partes –dije–. En primer lugar, ¿a cambio de qué quiere usted que paguemos
impuestos? Dígame las ventajas que voy a obtener, y tal vez me apunte... No, vamos a plantearlo de otro modo: ¿paga usted impuestos?
–¡Desde luego! Y usted también debería pagarlos.
–¿Y qué le dan a cambio de sus impuestos?
–¿Eh? Con los impuestos se paga el gobierno de la nación.
–Discúlpeme –dije–, soy un ignorante. He pasado toda mi vida en Luna, y sé muy poco acerca de sus gobiernos. ¿Podría detallarme un poco más lo que obtiene a cambio de su dinero?
Todos parecían muy interesados ahora, y lo que aquel agresivo individuo olvidaba lo recordaban los otros. Una larga lista. Cuando terminaron con ella, le di un repaso:
–Hospitales gratuitos... en Luna no existen. Seguro de enfermedad... tenemos eso, aunque al parecer
no significa lo mismo que para ustedes. Si una persona quiere cubrirse contra el riesgo de una enfermedad, acude a un apostador profesional. Allí se apuesta sobre cualquier cosa, incluso sobre la salud. Yo no
apostaría contra mi salud: estoy sano. O al menos lo estaba hasta que llegué aquí. Tenemos una biblioteca
pública, una Fundación Carnegie a base de libros microfilmados. Pero se mantiene cobrando una cuota a
los usuarios. Carreteras públicas. Supongo que eso equivale a nuestros tubos. Pero no son más gratuitos
que el aire. Lo siento, ustedes tienen aire gratuito aquí, ¿no es cierto? Quiero decir que nuestros tubos
fueron construidos por compañías que invirtieron dinero y esperan recuperarlo con creces. Escuelas públicas. Hay escuelas en todas las conejeras, y nunca he oído decir que rechazaran a ningún alumno, de
modo que supongo que son «públicas». Pero hay que pagar, también, ya que en Luna cualquiera que sabe
algo útil y está dispuesto a enseñarlo quiere obtener algo a cambio, como es lógico.
Continué:
–Vamos a ver qué más hay... Seguridad social. No estoy seguro de lo que es pero, sea lo que
sea, no lo tenemos. Pensiones. Puede comprarse una pensión. Pero no lo hace prácticamente
nadie. La mayoría de las familias son numerosas y los viejos, cuando tienen más de cien años,
se entretienen con algo que les gusta o se sientan a mirar el video. O duermen. Duermen mucho,
especialmente después de los ciento veinte años.
–Disculpe, señor. ¿Es cierto que en Luna la gente vive realmente tanto tiempo como dicen?
Puse cara de sorprendido, pero no lo estaba; aquella era una «pregunta estimulada», para la
cual habíamos preparado una respuesta.
–Nadie sabe cuanto tiempo puede vivir una persona en Luna; no llevamos allí los años suficientes para comprobarlo. Nuestros ciudadanos más viejos nacieron en Tierra, de modo que no
cuentan. Hasta ahora, nadie nacido en Luna ha muerto de vejez, aunque tampoco ellos cuentan,
ya que no han tenido tiempo de llegar a viejos: nacieron hace menos de un siglo. Pero, vamos a
ver, señora, ¿qué edad diría usted que tengo yo? Soy un lunático auténtico, tercera generación.
–Hum... A decir verdad, coronel Davis, me sorprendió su excesiva juventud... para esta misión, quiero decir. Aparenta usted unos veintidós años. ¿Es más viejo? No mucho más, supongo…
–Señora, lamento que su gravitación local me impida inclinarme ante usted. Muchas gracias.
Hace mucho más de veintidós años que estoy casado.
–¿Qué? ¡Oh, no habla usted en serio!
–Señora, nunca me aventuro a calcular la edad de una dama, pero si emigrara usted a Luna
conservaría su actual aspecto deliciosamente juvenil mucho más tiempo y añadiría al menos
veinte años a su vida. –Repasé la lista–. Caballeros, en Luna no tenemos nada de lo que figura
en esta lista, de modo que no me parecería lógico que tuviéramos que pagar impuestos por algo
inexistente para nosotros. En lo que respecta al otro punto, el del coste inicial de las colonias,
ninguno de ustedes puede ignorar que ese coste quedó amortizado con creces hace mucho tiempo sólo con los en–
víos de cereales. La realidad es que estamos siendo desposeídos de nuestros recursos básicos... y
que ni siquiera nos pagan a precios de mercado libre. Este es el motivo de que la Autoridad se
muestre tan obstinada: quiere continuar explotándonos. La idea de que Luna ha costado mucho
dinero a Tierra y de que la inversión debe ser amortizada es una mentira inventada por la Autoridad para justificar el trato que nos da, como si fuéramos esclavos. La verdad es que Luna no le
ha costado a Tierra un solo centavo durante este siglo... y que la inversión original quedó amortizada mucho antes.
El hombre que había planteado aquella cuestión intervino de nuevo:
–Bueno, no pretenderá usted decirnos que las colonias lunares han pagado los miles de millones de dólares que se invirtieron para desarrollar los vuelos espaciales.
–Podríamos echar cuentas, y tal vez obtendríamos unos resultados sorprendentes para usted.
Sin embargo, en el peor de los casos, no existe ningún motivo para cargarnos eso a nosotros.
Tierra tiene vuelos espaciales. Luna no posee una sola nave. ¿Por qué tendríamos que pagar
algo que nunca hemos recibido?
El profesor me había dicho que no dejarían de plantearme una cuestión muy concreta. Había
estado esperando que lo hicieran... y finalmente llegó.
–¡Un momento, por favor! –dijo una voz, perteneciente a alguien muy seguro de sí mismo–.
Ha pasado usted por alto los dos servicios más importantes de esa lista: protección policíaca y
fuerzas armadas. Ha hecho alarde de que estaban dispuestos a pagar por lo que obtenían... ¿Qué
me dice del pago de los impuestos devengados durante casi un siglo por esos dos servicios?
Sería una buena factura... –y sonrió ladinamente.
¡Estuve a punto de darle las gracias! Empezaba a creer que el profesor iba a reprocharme mi
falta de habilidad para llevar la conversación a aquel terreno. Los reporteros se miraron unos a
otros, con una expresión visiblemente complacida por el hecho de que su compañero me hubiese acorralado. Me esforcé por asumir un aire de candidez.
–¿Cómo dice? No lo entiendo. Luna no tiene policía ni fuerzas armadas.
–Sabe perfectamente lo que quiero decir. Disfrutan ustedes de la protección de las Fuerzas
de la Paz de las Naciones Federadas. Y tienen ustedes policía. ¡Pagada por la Autoridad Lunar!
Y sé de fuente fidedigna que hace menos de un año fueron enviadas dos falanges a la Luna para
servir como policías.
–¡Oh! –Suspiré–. ¿Puede decirme cómo protegen a Luna las fuerzas de la paz de las Naciones Federadas? No he tenido conocimiento de que ninguna de sus naciones deseara atacarnos.
Estamos muy lejos y no tenemos nada que alguien pueda envidiarnos. ¿O quiere usted decir que
tenemos que pagar para que nos dejen en paz? Nosotros lucharemos contra las fuerzas armadas
de las Naciones Federadas, si llega el caso... pero nunca las pagaremos.
«En cuanto a esos supuestos «policías», no fueron enviados para protegernos a nosotros.
Nuestra Declaración de Independencia contó la verdad acerca de aquellos esbirros... ¿No la
reprodujeron sus periódicos? (Algunos sí, y algunos no... según los países) ¡Enloquecieron y
empezaron a violar y a asesinar! ¡Y ahora están muertos! ¡De modo que no nos envíen más tropas!»
Me sentí súbitamente «cansado» y tuve que retirarme. En realidad estaba cansado; no tengo
grandes cualidades de actor, y aquella conversación siguiendo al pie de la letra las instrucciones
del profesor había resultado muy fatigosa.
18
No me enteré hasta más tarde de que en aquella entrevista había recibido una ayuda: el tema
de la «policía» y las «fuerzas armadas» había sido planteado por uno de los hombres que trabajaban para Stu LaJoie, el cual no quería correr ningún riesgo. Pero cuando me lo dijeron había
aprendido ya a manejar a los hombres de la prensa, con los cuales habíamos tenido un contacto
casi ininterrumpido.
A pesar de mi cansancio, aquella noche me aguardaban otras tareas. Además de los periodistas, algunos diplomáticos acreditados en Agra se habían arriesgado a asomar la nariz. Pocos y
de un modo oficioso, es cierto, incluso los de Chad. Pero el profesor y yo éramos una especie de
bichos raros y deseaban vernos.
Sólo uno de ellos era importante, un chino. Quedé desconcertado al verle; era el miembro
chino del Comité. Me lo presentaron como «Dr. Chan», simplemente, y los dos fingimos que
era la primera vez que nos veíamos.
Era el mismo doctor Chan que en aquella época ocupaba un puesto relevante en la Autoridad
Lunar en su calidad de Senador de la Gran China... y que mucho más tarde fue Vicepresidente y
Primer Ministro, precediendo en el cargo a su asesino.
Después de alcanzar el objetivo que tenía marcado, guié mi silla de ruedas a mi dormitorio y
fui convocado inmediatamente al del profesor.
–Manuel, estoy seguro de que habrás notado la presencia de nuestro distinguido visitante del
Imperio Medio.
–¿El viejo chino del Comité?
–Trata de pulir un poco tu lenguaje lunático, hijo mío. No lo utilices aquí, por favor, ni siquiera conmigo. Sí. Quiere saber a qué nos referíamos al hablar de «multiplicar los envíos por
diez o por cien». De modo que vas a decírselo.
–¿La verdad? ¿O un simulacro?
–La verdad. Ese hombre no es tonto. ¿Puedes manejar los detalles técnicos?
–Creo que sí. A menos que sea experto en balística.
–No lo es. Pero no pretendas saber nada que no sepas. Y no des por sentado que sus intenciones son amistosas. Pero puede sernos muy útil si llega a la conclusión de que nuestros intereses y los suyos coinciden. No trates de convencerle. Se encuentra en mi estudio. Buena suerte.
Y, no lo olvides: habla un inglés correcto.
El Dr. Chan se puso en pie cuando entré en el estudio; me disculpé por no imitarle. Dijo que
comprendía las dificultades con que se enfrentaba un caballero procedente de Luna y que no
debía hacer ningún esfuerzo innecesario. Se estrechó la mano a sí mismo y se sentó.
Prescindió de todo formulismo y fue directamente al grano. ¿Teníamos o no teníamos alguna
solución específica cuando pretendíamos que existía un medio barato de efectuar envíos masivos a Luna?
Le dije que había un método, caro en inversión pero barato en su funcionamiento.
–Es el que utilizamos en Luna, señor. Una catapulta, con aceleración de escape por inducción.
Permaneció absolutamente impasible.
–Coronel, ¿está usted enterado de que ese sistema ha sido propuesto en numerosas ocasiones
y siempre ha sido rechazado por motivos al parecer convincentes? Creo que tienen algo que ver
con la presión del aire.
–Sí, Doctor. Pero nosotros creemos, basándonos en exhaustivos análisis por medio de una
computadora y en nuestra propia experiencia en los sistemas de catapultado, que en la actualidad el problema puede ser resuelto. Dos de nuestras firmas más importantes, la LuNoHo Com-
pany y el Banco de Hong Kong en Luna, están dispuestas a encabezar un sindicato que construiría esa catapulta en plan de empresa privada. Necesitarían ayuda aquí en Tierra y podrían compartir las acciones... aunque preferirían vender obligaciones y retener el control. Lo que necesitan, básicamente, es una concesión de algún gobierno, un apoyo permanente para construir la
catapulta. Probablemente en la India. –
(Todo aquello eran simples palabras. La LuNoHoCo sería declarada en quiebra si alguien se
tomaba la molestia de examinar sus libros, y el Banco de Hong Kong estaba con el agua al cuello: actuaba como banco central de un país en plena bancarrota. Pero el objetivo era introducir la
última palabra: «India». El profesor me había advertido una y otra vez que esa palabra debía
llegar al final).
El Dr. Chan respondió:
–Los aspectos financieros no tienen importancia. Cualquier cosa que sea físicamente posible
puede ser convertida en económicamente posible. El dinero no constituye ningún problema.
¿Por qué han escogido ustedes la India?
–Bueno, la India consume actualmente, según mis noticias, más del noventa por ciento de
nuestros envíos de cereales...
–El noventa y tres coma uno por ciento.
–Eso es. La India está profundamente interesada en nuestros cereales, de modo que no resulta descabellado pensar que estaría dispuesta a colaborar. Podría proporcionarnos el terreno,
hacer asequible la mano de obra y los materiales, etcétera. Pero he mencionado a la India debido
a que posee un gran numero de posibles emplazamientos, montañas muy altas y no demasiado
alejadas del ecuador de Tierra. Esto último no es esencial, sino solamente útil. Pero el emplazamiento tiene que estar ubicado en una montaña muy alta, debido precisamente al problema a que
usted aludió, es decir, a la presión o densidad del aire. La catapulta en sí debe estar situada a la
mayor altitud posible, pero la punta de lanzamiento, en la que la carga viaja a más de once kilómetros por segundo, tiene que encontrarse en una atmósfera tan tenue que se aproxime al vacío. Lo cual requiere una montaña muy alta. A unos cuatrocientos kilómetros de aquí, por ejemplo, se encuentra el pico Nanda Devi. Tiene una línea férrea a sesenta kilómetros de distancia y
una carretera que llega casi hasta su base. Ignoro si Nanda Devi es un emplazamiento ideal. Lo
único que digo es que se trata de un posible emplazamiento con una excelente logística; el emplazamiento ideal tendría que ser escogido por los ingenieros de Tierra.
–¿Sería mejor una montaña más alta?
–¡Indudablemente! –le aseguré–. Una montaña más alta sería preferible a otra más cercana al
ecuador. La catapulta puede ser diseñada para contrarrestar la influencia de la rotación de Tierra. Lo más difícil es evitar en la medida de lo posible la fastidiosa densidad de la atmósfera.
Perdone, doctor: con esto no pretendo criticar a su planeta.
–Hay montañas más altas. Coronel, hábleme de esa propuesta catapulta.
–Con mucho gusto –dije–. La longitud de una catapulta como la que nosotros proyectamos
viene determinada por la aceleración. Nosotros creemos, de acuerdo con los cálculos de la computadora, que una aceleración de veinte gravedades sería casi óptima. Dada la velocidad de giro
de Tierra, eso requiere una catapulta de trescientos veinte kilómetros de longitud. En consecuencia...
–¡Un momento, por favor! Coronel, ¿habla usted en serio de taladrar un agujero de más de
trescientos kilómetros de profundidad?
–¡Oh, no! La construcción tiene que ser exterior, a fin de dar salida a las ondas expansivas.
El estator se extendería casi horizontalmente, con una pendiente de cuatro kilómetros en trescientos, y en línea recta... casi recta, ya que la aceleración de Coriolis y otros factores menos
importantes determinarían una leve curva. La catapulta lunar es completamente recta a simple
vista y casi completamente horizontal.
–Bien. Me pareció que supravaloraba usted la capacidad de la ingeniería actual. Hoy perforamos a grandes profundidades. Pero no tan profundas. Continúe.
–Doctor, es posible que esa duda que le ha asaltado a usted sea el motivo de que no se haya
construido antes una catapulta semejante. He visto esos estudios a los que usted ha aludido. En
la mayoría de ellos se supone que una catapulta tiene que ser vertical, a fin de poder despedir la
carga hacia el cielo... lo cual no es factible ni necesario. Imagino que la suposición deriva del
hecho de que sus naves espaciales salen despedidas verticalmente hacia arriba.
Continué:
–Pero las naves espaciales siguen esa trayectoria para situarse por encima de la atmósfera, no
para entrar en órbita. Una carga despedida por una catapulta a la velocidad correcta no regresará
a Tierra sea cual sea su dirección. Bueno... con dos salvedades: no debe ser apuntada hacia la
propia Tierra sino hacia alguna parte del hemisferio celeste, y debe disponer de la suficiente
velocidad complementaria para abrirse paso a través de cualquier tipo de atmósfera. Si se calcula correctamente su trayectoria, aterrizará en Luna.
–Comprendo. De modo que esa catapulta sólo podría ser utilizada una vez cada mes lunar.
–No, doctor. Sobre la base en la cual usted estaba pensando sería una vez al día, escogiendo
el momento en el que Luna estaría en su órbita. Pero, de hecho (al menos eso es lo que dice la
computadora: yo n o soy experto en astronáutica), esa catapulta podría ser utilizada en cualquier
momento, variando simplemente la velocidad de salida de modo que alcanzara la órbita de Luna
a su debido tiempo.
–No lo veo muy claro.
–Ni yo, doctor. Pero... ¿no hay un ordenador excepcionalmente bueno en la Universidad de
Peiping?
–¿Y qué, si existe? (Me pareció detectar una intensificación de la suave inescrutabilidad del
Dr. Chan. ¿Un ordenador–Cyborg? ¿Cerebros en conserva? ¿O vivos, conscientes? Horrible, en
cualquiera de los casos).
–Podrían consultarle acerca de las posibilidades de una catapulta como la que acabo de describir. Algunas órbitas se alejan extraordinariamente de la órbita de Luna antes de regresar al
punto en el que pueden ser capturadas por Luna, en un período de tiempo fantásticamente largo.
Otras giran alrededor de Tierra hasta que caen en la otra órbita. Algunas son tan simples como
las que utilizamos en Luna. Cada día hay períodos en los cuales pueden ser escogidas las órbitas
más cortas. Pero una carga permanece en la catapulta menos de un minuto; la limitación estriba
en la rapidez con que pueden prepararse las cargas. Incluso es posible tener más de una carga en
la catapulta al mismo tiempo si la energía es suficiente y el control automático versátil. Lo único
que me preocupa es... Esas altas montañas, ¿están cubiertas de nieve?
–Normalmente, sí –respondió el Dr. Chan–. Hielo, nieve y roca desnuda.
–Bueno, doctor, al haber nacido en Luna no sé casi nada acerca de la nieve. El estator no sólo tendría que permanecer rígido bajo la pesada gravedad de este planeta, sino que tendría que
soportar impulsos dinámicos a veinte gravedades. No creo que pudiera ser anclado a la nieve o
al hielo. ¿Qué opina usted?
–No soy ingeniero, coronel, pero me parece poco probable. Habría que quitar el hielo y la
nieve. Y evitar que volvieran a acumularse. El tiempo sería un problema, también. Me refiero al
tiempo atmosférico, claro.
–Lo ignoro todo acerca del tiempo atmosférico, doctor, y lo único que sé acerca del hielo es
que tiene una intensidad de cristalización de unos trescientos treinta y cinco millones
de julios por tonelada. No tengo la menor idea de la cantidad de toneladas que tendrían que ser
derretidas para limpiar el emplazamiento, ni de la cantidad de energía que sería necesaria para
conservarlo limpio, pero tengo la impresión de que habría que instalar algo tan grande como un
reactor para evitar la formación de hielo y alimentar la catapulta.
–Nosotros podemos construir reactores, podemos derretir hielo. De no ser así, los ingenieros
serían enviados al norte en plan de reeducación hasta que comprendieran al hielo –el Dr. Chan
sonrió, y yo me estremecí–. Sin embargo, los problemas del hielo y de la nieve fueron resueltos
en la Antártida hace años; no constituyen ningún motivo de preocupación. Un emplazamiento
sobre roca sólida, limpio, de unos trescientos cincuenta kilómetros de longitud y a la mayor
altitud posible... ¿Hay algo más que yo deba saber?
–Poca cosa más, doctor. El hielo derretido podría ser almacenado cerca de la catapulta, con
lo cual se obtendría un ahorro considerable en los gastos de transporte, ya que el agua constituye
la parte más voluminosa de lo que sería enviado a Luna. Asimismo, los envases de acero serían
aprovechados para enviar cereales a Tierra, eliminando así otro gasto muy oneroso para Luna.
No hay ningún motivo por el que un envase no pueda realizar el viaje centenares de veces. E
incluso podríamos mejorarlos.
–¿Cómo?
–Doctor, eso escapa a mis conocimientos. Pero todo el mundo sabe que las mejores naves de
ustedes utilizan hidrógeno como masa de reacción calentada por un reactor a fusión. Pero el
hidrógeno es muy caro en Luna y cualquier masa podría ser utilizada como masa de reacción; lo
único que ocurriría es que no sería tan eficaz. ¿Imagina usted un enorme bruto espacial diseñado
para adaptarse a las condiciones de Luna? Utilizaría roca vaporizada como masa de reacción y
resultaría eficaz y barato, aunque no fuera estéticamente atractivo. Ni siquiera tendría que ser
pilotado por un Cyborg. Podría ser dirigido desde el suelo, por medio de una computadora.
–Sí, supongo que podría diseñarse algo por el estilo. Pero no compliquemos las cosas. ¿Me
ha dicho usted todo lo esencial acerca de esa catapulta?
–Creo que sí, doctor. Lo fundamental es el emplazamiento. Volviendo a ese pico Nanda Devi, he observado en los mapas que parece extenderse hacia el oeste con un declive casi imperceptible a lo largo de más de trescientos kilómetros, es decir, casi la longitud de nuestra catapulta. Si eso fuera cierto, sería el emplazamiento ideal. No quiero decir que lo sea, sino que lo parece: un pico muy alto extendiéndose hacia el oeste en una longitud de más de trescientos kilómetros.
–Comprendo –dijo el doctor Chan, y se marchó bruscamente.
Durante las semanas siguientes repetí aquello en una docena de países, siempre en privado y
subrayando que se trataba de una materia ultrasecreta. Lo único que cambiaba era el nombre de
la montaña. En el Ecuador señalé que el
Chimborazo se encontraba casi en pleno ecuador: ¡ideal! Pero en la Argentina observé que su
Aconcagua era el pico mas alto del Hemisferio Occidental. En Bolivia afirmé que el Altoplano
era tan alto como la Meseta Tibetana (casi lo era), se encontraba mucho más cerca del ecuador,
y ofrecía
una amplia elección de emplazamientos, cada uno de los cuales podía resistir la comparación
con cualquiera de los mejores picos de Tierra.
Hablé con un norteamericano que era adversario político de aquel individuo que nos había
calificado de «chusma». Le expliqué que, si bien el Monte McKinley podía compararse
con cualquiera de Asia o de América del Sur, el Mauna Loa ofrecía más ventajas... especialmente desde el punto de vista de la obtención de mano de obra barata. Hawaii podía con–
vertirse en el Espaciopuerto del Mundo... del mundo entero, ya que hablamos del día en que
Marte sería explotado y el tráfico de tres (posiblemente cuatro) planetas quedaría canalizado a
través de su «Gran Isla».
No mencioné la naturaleza volcánica del Mauna Lao; pero observé que su situación permitiría que en caso de accidente una carga fuera de control se hundiera inofensivamente en el Océano Pacífico.
En Sovunion sólo se habló de un pico: el Lenin, de más de siete mil metros de altitud (y más
bien demasiado próximo a su gran vecino).
Kilimanjaro, Popocatepetl, Logan, El Libertado... en cada país cambiaba mi pico favorito; lo
único que necesitábamos era que fuese «el monte más alto» en los corazones de los indígenas.
Encontré elogios incluso para los modestos montes de Chad cuando estuvimos allí, y los apoyé
con unos razonamientos tan alambicados que casi llegué a creérmelos yo mismo.
Otras veces, con la ayuda de preguntas formuladas a propósito por los hombres a sueldo de
Stu LaJoie, hablaba de las posibilidades de la superficie de Luna, con su inagotable energía
solar y su riqueza en materias primas... el día en que los envíos en ambos sentidos se abarataran
hasta el punto de hacer provechosa la explotación de los recursos vírgenes de Luna. Siempre
había una sugerencia acerca de la incapacidad de la burocracia de la Autoridad Lunar para apre-
ciar el gran potencial de Luna (cierto), y una respuesta a una pregunta siempre formulada, respuesta que afirmaba que Luna podía aceptar a cualquier número de colonos.
Esto también era cierto, aunque nunca mencionaba que Luna (sí, y a veces los lunáticos de
Luna) mataba a casi la mitad de los recién llegados. Pero las personas con las que hablábamos
no pensaban en emigrar ellas mismas; pensaban en obligar o en persuadir a otros a la emigración, para reducir la superpoblación... y sus propios impuestos. Y mantenía la boca cerrada
acerca del hecho de que las multitudes semialimentadas que veíamos en todas partes se reproducían con una rapidez que el catapultado nunca podría contrapesar.
Nosotros no podíamos albergar, alimentar y adiestrar a un millón de personas por año... y un
millón no significaba nada para Tierra: cada noche eran concebidos más de un millón de niños.
Podíamos aceptar a muchos más de los que emigrarían voluntariamente, pero si utilizaban la
emigración forzosa y nos inundaban... Luna tiene una sola manera de tratar con un recién llegado: o el recién llegado no comete ningún error fatal, en su conducta personal o al enfrentarse
con un entorno que muerde sin previo aviso... O se convierte en abono para los cultivos de un
túnel.
La inmigración en cantidades masivas significaría la muerte de un porcentaje mucho mayor
de inmigrantes, ya que el número de lunáticos era insuficiente para ayudarles a superar los riesgos normales.
Sin embargo, el profesor no dejaba de hablar del «gran futuro de Luna». Yo hablaba de catapultas.
Durante semanas enteras, mientras esperábamos a que el Comité volviera a convocarnos,
cubrimos mucho terreno. Los hombres de Stu habían preparado bien las cosas, y el único problema consistía en saber hasta qué punto podríamos resistir. Cada semana en Tierra acortaba en
un año nuestras vidas, tal vez más para el profesor. Pero nunca se quejaba, y siempre estaba
dispuesto a mostrarse amable y brillante en una recepción más.
Pasamos una temporada extra en América del Norte. La fecha de nuestra Declaración de Independencia, exactamente trescientos años después de la de las colonias británicas en Norteamérica, tuvo unos efectos propagandísticos insospechados, y los manipuladores de Stu los aprovecharon cumplidamente. Los norteamericanos se muestran muy sentimentales en todo lo que
se refiere a sus «Estados Unidos», a pesar de que esas dos palabras no significan ya nada desde
que su continente fue «racionalizado» por las Naciones Fe–
deradas. Eligen un presidente cada ocho años, no podría decir por qué –¿por qué conservan
una Reina los ingleses?–, y alardean de ser «soberanos». «Soberanía», lo mismo que «amor»,
significa cualquier cosa que uno quiera que signifique; es una palabra del diccionario situada
entre «sobajadura» y «soborno».
«Soberanía» significaba mucho en América del Norte, y el «Cuatro de Julio» era una fecha
mágica; la Liga del Cuatro de Julio patrocinaba nuestras apariciones en público, y Stu nos dijo
que había costado muy poco ponerla en movimiento y absolutamente nada mantenerla en marcha; la Liga incluso recaudaba dinero que otros gastaban; los norteamericanos disfrutan regalando cosas, sin importarles demasiado quién las recibe.
Más al Sur, Stu utilizó otra fecha; sus hombres difundieron la idea de que el golpe de estado
se había producido el 5 de mayo en vez de dos semanas más tarde. Éramos acogidos con gritos
de «¡Cinco de Mayo! ¡Libertad! ¡Cinco de Mayo!» Allí, el profesor se encontraba en su elemento.
Yo tuve más éxito en el país del 4 de julio. Stu me había prohibido llevar un brazo izquierdo
en público; las mangas de mis trajes estaban cortadas de modo que el muñón resultaba visible,
y se dijo que yo había perdido el brazo «luchando por la libertad». Cuando alguien quería conocer más detalles, me limitaba a sonreír y a decir: «¿Ven lo que pasa por morderse las uñas?»,
y cambiaba de tema.
Nunca me gustó América del Norte, ni siquiera en mi primer viaje. No es la parte más poblada de Tierra, ya que sólo tiene mil millones de habitantes. En Bombay, la gente duerme en
las calles; en el Gran Nueva York la amontonan verticalmente... y no estoy seguro de que alguien duerma. Me alegré de ocupar una silla de inválido.
Practican un racismo a la inversa; llega a obsesionarles el color de la piel... de tanto repetirse que no les importa. Durante mi primer viaje fui siempre demasiado blanco o demasiado moreno, y me reprochaban lo uno o lo otro, aparte de que siempre esperaban que me pronunciara
acerca de cosas sobre las cuales no tenía ninguna opinión. Bog sabe que ignoro qué genes tengo. Una de mis abuelas procedía de una parte de Asia que los invasores asolaban con la regularidad de una plaga de langosta, violando a las mujeres a su paso.... ¿Por qué no se lo preguntaban a ella?
En mi segundo viaje la experiencia me había enseñado a eludir muchas cosas, pero éstas
habían dejado en mí un sabor amargo. Creo que prefiero un lugar tan abiertamente racista como la India, donde si uno no es hindú no es nadie... exceptuando que los parsis miran a los hindúes por encima del hombro, y viceversa. Sin embargo, debo admitir que en mi calidad de
«Coronel O’Kelly Davis, Héroe de la Libertad Lunar», nunca tuve que enfrentarme con el racismo a la inversa de América del Norte.
Estábamos rodeados continuamente de corazones serviciales ansiosos por ayudarnos. Permití que hicieran dos cosas por mi, cosas que nunca había podido permitirme cuando era un
estudiante por falta de tiempo, de dinero o de energía: presenciar un partido de los Yankees, y
visitar Salem.
Fueron otras tantas decepciones. El béisbol se ve mucho mejor por video, y no le apretujan
a uno otras doscientas mil personas. Me pasé casi todo el partido temiendo que llegara el momento en que tendrían que sacar mi silla de ruedas a través de aquella ingente multitud... y asegurándole a mi anfitrión que estaba disfrutando horrores.
Salem, era un lugar más, no peor (ni mejor) que el resto de Boston. Después de verlo sospeché que no habían ahorcado a las verdaderas brujas. Pero no fue un día perdido: me filmaron
depositando una corona de flores en un lugar en el que se había erguido un puente en otra parte
de Boston, Concord, y pronuncié un discurso que me había aprendido de memoria.
El que gozaba de veras era el profesor, a pesar de lo perjudicial que resultaba para él todo
aquel ajetreo. Siempre tenía algo nuevo que decir acerca del gran futuro de Luna.
En Nueva York habló con el director de una cadena de hoteles, que tienen un conejito como
marca comercial, de las posibilidades de Luna desde el punto de vista turístico: visitas demasiado breves para perjudicar a nadie, servicio de escolta incluido, excursiones a lugares exóticos,
juego... ningún impuesto.
El último punto pareció interesar de un modo especial a su oyente, de modo que el profesor
se extendió en el tema de la «longevidad»: una cadena de residencias para jubilados en las que
un terráqueo podría vivir con su pensión de vejez y prolongar su existencia, veinte, treinta o
cuarenta años más que en Tierra. Como exiliado... pero, ¿qué valía más? ¿Una prolongada vejez
en Luna, o un panteón en Tierra? Sus descendientes podrían visitarles y llenar los hoteles para
turistas. El profesor embelleció el cuadro con imágenes de «clubs nocturnos» con atracciones.
imposibles en la horrible gravedad de Tierra, deportes adaptados a nuestro decente nivel de
gravitación... y habló incluso de piscinas, de patinaje sobre hielo y de la posibilidad de ¡volar!
Terminó sugiriendo que el consorcio suizo se declararía en quiebra.
Al día siguiente le estaba diciendo al director de las secciones extranjeras de la Chase International Panagra que una sucursal en Luna City podría ser atendida por parapléjicos, paralíticos, enfermos cardíacos, amputados y otros empleados para los cuales la excesiva gravedad
representaba un inconveniente. El director era un hombre gordo, de respiración jadeante, al que
tal vez podría interesar personalmente la proposición... aunque lo cierto es que sólo irguió la cabeza cuando el profesor aludió a la ausencia de impuestos.
Las cosas no rodaban siempre con la misma facilidad. Con frecuencia teníamos que enfrentarnos con reporteros que nos eran hostiles y que poseían una diabólica habilidad para poner en
un brete a sus interlocutores. Siempre que tenía que contender con ellos sin la ayuda del profesor me exponía a ser víctima de una zancadilla. Un hombre, por ejemplo, la tomó conmigo a
propósito de la declaración del profesor ante el Comité de que los cereales cultivados en Luna
eran propiedad de los lunáticos; al parecer, él no lo creía así. Traté de escabullirme diciéndole
que aquella cuestión no era de mi incumbencia. Pero él insistió:
–¿No es cierto, coronel, que su gobierno provisional ha solicitado el ingreso en las Naciones
Federadas?
Tenía que haber contestado: «Sin comentarios», pero caí en la trampa y asentí:
–Muy bien –dijo–. El impedimento parece ser la reclamación en sentido contrario de que la
Luna pertenece a las Naciones Federadas (como ha sido siempre), bajo la supervisión de la Autoridad Lunar. En cualquiera de los dos casos, por su propia admisión, los cereales pertenecen a
las Naciones Federadas, en fideicomiso.
Le pregunté cómo había llegado a aquella conclusión. Me respondió:
–Coronel, usted se titula a sí mismo «Subsecretario de Asuntos Exteriores». Seguramente estará familiarizado con la Carta de las, Naciones Federadas...
La había repasado muy por encima.
–Razonablemente familiarizado –dije... creo que con cierta cautela.
–Entonces conocerá usted la Primera Libertad garantizada por la Carta y su aplicación corriente a través de la Orden Administrativa del Comité de Control Número once–siete–seis del 3
de marzo del presente año. En consecuencia admite usted que todos los cereales cultivados en
Luna por encima de las necesidades del consumo local son ab initio y sin discusión posible de
propiedad común, y que deben ser distribuidos de acuerdo con las necesidades por los organismos competentes de las Naciones Federadas –mientras hablaba no dejaba de escribir–. ¿Tiene
usted algo que añadir a esa admisión?
–¿De qué diablos está usted hablando? –dije–. Y luego–: ¡Oiga! ¡No se marche! ¡Yo no he
admitido nada!
De modo que el Great New York Times imprimió:
EL «SUBSECRETARIO» LUNAR DICE:
«LA COMIDA PERTENECE A LOS HAMBRIENTOS»
Nueva York, hoy. – O’Kelly Davis, que se llama a sí mismo «Coronel de las Fuerzas Armadas de Luna Libre», y que se encuentra entre nosotros buscando apoyo para los insurgentes
de las colonias lunares en las Naciones Federadas, afirmó en unas declaraciones voluntarias
para este periódico que la cláusula de la Gran Carta que garantiza la Primera Libertad es de
aplicación a los envíos de cereales de Luna...
Le pregunté al profesor qué tenía que haber hecho en aquel caso.
–Siempre hay que contestar con otra pregunta a una pregunta capciosa –me dijo–. Nunca hay
que pedir una aclaración, si no queremos que pongan en nuestros labios palabras que no hemos
pronunciado. ¿Qué aspecto tenía ese reportero? ¿Era delgado? ¿Con las costillas salientes?
–No. Más bien rollizo.
–Lo cual quiere decir que no vive con, las mil ochocientas calorías diarias a que alude la orden que citó. De haberlo sabido, podías haberle preguntado cuanto tiempo hacía que había dejado de conformarse con aquella ración y por qué renunció a ella. O haberle preguntado en qué
había consistido su desayuno... para encogerte de hombros, con aire de incredulidad, después de
oír su respuesta, fuera cual fuese. Cuando no sepas adonde quiere ir a parar un hombre con sus
preguntas, contraataca llevándole al terreno que a ti te interesa, sin tener en cuenta la lógica. Lo
importante no es la lógica, sino la táctica.
–Profesor, aquí no hay nadie que viva con mil ochocientas calorías diarias. En Bombay es
posible. Pero aquí, no.
–En Bombay viven con menos de eso Manuel, esa «ración única» es una ficción. La mitad
de los alimentos de este planeta se encuentran en el mercado negro o no son declarados valiéndose de alguna argucia. La mayoría de las naciones llevan una doble contabilidad y las cifras
que someten a las Naciones Federadas no tienen nada que ver con su verdadera economía.
¿Crees que los cereales procedentes de Tailandia, Birmania y Australia son declarados correctamente al Comité de Control por la Gran China? Estoy convencido de que el representante de
la India en aquel organismo no lo hace. Pero la India hace la vista gorda porque ella obtiene la
parte del león de los envíos de Luna... y luego «hace política con el hambre» (una frase que
debes recordar), utilizando nuestros cereales para controlar sus elecciones. El año pasado se
ejerció una coacción sobre Kerala, obligándola a ayunar. ¿Has leído la noticia en algún periódico?
–No.
–Porque no apareció en ningún periódico. Una democracia dirigida es algo maravilloso, Manuel, para los dirigentes.... y su mayor fuerza es una «prensa libre», cuando «libre» equivale a
«responsable» y los dirigentes definen lo que es «irresponsable». ¿Sabes lo que Luna necesita
de un modo más imperioso?
–Más hielo.
–Un nuevo sistema que no discurra a través de un solo canal. Nuestro amigo Mike es nuestro
mayor peligro.
–¿Eh? ¿No confía usted en Mike?
–Manuel, en –algunas cosas ni siquiera confío en mí mismo. Limitar la libertad de prensa
«sólo un poquito» es algo que está en línea con el clásico ejemplo de «un poquito embarazada».
No somos libres ni lo seremos mientras alguien –aunque se trate de nuestro aliado Mike– controle – nuestras noticias. Mi mayor ambición sería la de ser propietario de un periódico independiente, aunque tuviera que imprimirlo a mano, como Benjamín Franklin.
Me di por vencido.
–Profesor, supongamos que estas conversaciones fracasan y que los envíos de cereales se interrumpen. ¿Qué pasará?
–Que la gente de Luna nos achacará el fracaso... y que
en Tierra morirán muchas personas. ¿Has leído a Malthus?
–Creo que no.
–Moriría mucha gente. Luego se alcanzaría una nueva estabilidad con una población algo
superior: una población más eficiente y mejor alimentada. Este planeta no está superpoblado,
sino mal gobernado. Lo peor que puede hacerse por un hombre hambriento es regalarle comida.
«Regalársela». Lee a Malthus. Los franceses solían decir que «ríe mejor el que ríe el último»; y
Malthus siempre es el último en reír. Un hombre deprimente, me alegro de que esté muerto.
Pero no le leas hasta que todo esto haya terminado; el exceso de hechos es una rémora para un
diplomático, especialmente para un diplomático honrado.
–Yo no soy especialmente honrado.
–Pero careces de talento para ser deshonesto, de modo que tu refugio debe ser la ignorancia y
la obstinación. Posees la última; trata de conservar la primera. Para esta ocasión. Muchacho, tío
Bernardo está terriblemente cansado.
–Lo siento –dije. Y salí de la habitación. El profesor se estaba esforzando demasiado. De
buena gana hubiera renunciado a la empresa que nos había traído a Tierra de haber existido
algún medio para sacarle de aquella gravedad. Pero el tráfico seguía discurriendo en un solo
sentido: los envíos de cereales, y nada más.
Pero el profesor se divertía. Mientras salía y apagaba las luces, observé una vez más un juguete que el profesor había comprado y que le divertía extraordinariamente: un cañón de bronce.
Un cañón de verdad, de la época de 11 navegación a vela. Era pequeño, con una longitud
aproximada de medio metro y un soporte de madera. Sólo pesaba quince kilos. Un «cañón de
señales», decía la etiqueta. Algo con sabor a historia antigua, a piratas... Un objeto precioso,
pero le pregunté al profesor por qué lo había comprado. Si algún día regresábamos a Luna, el
transporte de aquella masa alcanzaría un precio astronómico. Yo estaba dispuesto a abandonar
un traje–p con muchos años de servicio por delante; estaba dispuesto a abandonarlo todo, menos
dos brazos izquierdos y un par de shorts. En caso necesario renunciaría al brazo social. Y si la
necesidad era muy apremiante, renunciaría a los shorts.
El profesor acarició el reluciente cañón.
–Manuel, hace n–mchos años existió un hombre que contribuía al sostenimiento de un régimen político semejante a este Directorio cuidando de los cañones de bronce que rodeaban al
más Alto Tribunal de la nación.
–¿Para qué necesitaba los cañones un Alto Tribunal?
–No importa. Lo hizo durante años enteros. Le daba de comer y le permitía ahorrar un poco,
pero terminó por darse cuenta de que con aquel trabajo siempre sería un don nadie. De modo
que un día renunció a su empleo, reunió sus ahorros, compro un cañón de bronce... y se estableció por su cuenta.
–No acabo de entenderlo. Pero me parece que se portó como un idiota.
–Sin duda. Lo mismo que nosotros, cuando decidimos librarnos del Alcaide. Manuel, tú vivirás mucho más que yo. Cuando Luna adopte una bandera, me gustaría que en ella figurase un
cañón sobre un campo de gules. ¿Crees que será posible?
–Supongo que sí, si me hace un boceto. Aunque, ¿para qué necesitamos una bandera? No
hay un solo mástil en toda Luna.
–Puede ondear en nuestros corazones... como un símbolo para todos los tontos tan ridículamente idealistas como para creer que pueden luchar contra lo establecido. ¿Te acordarás, Manuel?
–Desde luego. Es decir, se lo recordaré a usted cuando llegue el momento. –No me gustaba
aquella clase de conversación. El profesor había empezado a utilizar una tienda de oxígeno en
privado... y no la utilizaría en público.
Supongo que soy «ignorante» y «testarudo»... estábamos en un lugar llamado Lexington, en
Kentucky, en la Zona Directiva Central. Una de las cosas sobre las cuales no me habían adoctrinado, ni había tenido que memorizar respuestas, era la vida cotidiana en Luna. El profesor me
había recomendado que dijera la verdad, subrayando los aspectos hogareños, cálidos,' amistosos, y de un modo especial todo lo que fuera «distinto».
–No olvides, Manuel, que los millares de terráqueos que han visitado Luna son una fracción
infinitesimal del uno por ciento de la población de Tierra. Para la inmensa mayoría de la gente
somos unos bichos raros como los que podrían encontrar en un parque zoológico. ¿Te acuerdas
de aquella tortuga que exhibían en la Antigua Cúpula? Eso somos nosotros.
Era cierto. De modo que cuando aquel equipo de hombre–mujer empezó a interrogarme
acerca de la vida familiar en Luna, contesté de muy buena gana. En realidad, no había mucho
que contar. La vida hogareña de Luna, contemplada por los ojos de un terráqueo, era algo aburrido: gente que trabaja, que cría hijos, que comadrea y que encuentra la mayor parte de su diversión alrededor de la mesa a la hora de la cena. Sin embargo, muchas de las cosas que a mí me
parecían vulgares resultaban interesantes para ellos. Todas las costumbres de Luna proceden de
Tierra, dado que de Tierra procedemos todos, pero Tierra es un lugar tan grande que una costumbre de Micronesia, pongamos por caso, puede resultar extraña en América del Norte.
Aquella mujer –no puedo llamarla dama– quería saber algo acerca de las diversas clases de
matrimonio. En primer lugar, ¿era cierto que en Luna podía uno casarse sin licencia?
Pregunté qué era una licencia de matrimonio.
Su compañero dijo:
–No insistas, Mildred. Las sociedades de pioneros nunca han tenido licencias de boda.
–Pero, ¿no tienen ustedes registros? –insistió ella.
–Desde luego –contesté–. En mi casa tenemos un libro de familia que se remonta casi hasta
la época del primer alunizaje en Johnson City, y en el que figuran todos los matrimonios, nacimientos y defunciones, todos los acontecimientos importantes, no sólo en línea directa sino
también en todas las ramas colaterales, que hemos podido localizar. Y además hay un hombre,
un maestro de escuela, que se dedica a copiar los antiguos registros familiares de todas nuestras
conejeras, para escribir una historia de Luna City. Por afición.
–Pero, ¿no tienen ustedes registros oficiales? Aquí en Kentucky tenemos registros que se
remontan a centenares de anos.
–Madam, nosotros no hemos vivido tanto tiempo.
–Sí, pero... Bueno, Luna City debe tener un cronista de la ciudad. Tal vez ustedes le den otro
nombre... El funcionario encargado de todos los acontecimientos importantes.
–No lo creo, madam –dije–. Algunos corredores de apuestas actúan como notarios, redactando contratos o haciendo anotaciones en los libros de familia de personas que no saben leer ni
escribir. Pero nunca he oído hablar de ningún registro de matrimonios. No digo que no exista.
Pero nunca he oído hablar de él.
–¡Deliciosamente informal! Entonces, ese otro rumor acerca de lo sencillo que resulta divorciarse en Luna debe ser cierto, ¿verdad?
–No, madam, yo no diría que divorciarse resulte sencillo, sino todo lo contrario. Hum... Supongamos, por ejemplo, que una dama tiene dos maridos...
–¿Dos?
–Podría tener más, podría tener solamente uno. O podría ser un matrimonio complejo. Pero
supongamos que se trata de una dama con dos maridos y que decide divorciarse de uno de ellos.
Y supongamos que todo discurre amistosamente, con el acuerdo y el consentimiento de los dos
maridos. Bien, ella se divorcia y el marido se marcha. Pero quedan muchos cabos sueltos. Los
hombres pueden ser socios en algún negocio, como ocurre con frecuencia entre los co–maridos.
El divorcio puede romper aquella sociedad. Hay
que resolver el asunto económico. Es posible que la vivienda sea propiedad de los tres, y que el
marido «cesante» quiera obtener una compensación por abandonarla. Y casi siempre existe el
problema de los hijos, con la manutención, los estudios... Muchas cosas. No, madam, el divorcio nunca es sencillo. La dama puede divorciarse de su marido en diez segundos, pero tardar
diez años en atar todos los cabos sueltos. ¿No ocurre lo mismo aquí?
–Bueno... más o menos, coronel, aunque el procedimiento resulta un poco más complicado.
Pero, si eso es un matrimonio simple, ¿qué es un matrimonio «complejo»?
Empecé a hablar de poliandrias, clanes, grupos, líneas y tipos menos corrientes considerados
como vulgares por la gente conservadora... mi propia familia, sin ir más lejos.
–Estoy realmente confundida –dijo la mujer–. ¿Cuál es la diferencia entre una línea y un
clan?
–Son completamente distintos. Tomemos mi propio caso. Tengo el honor de ser miembro de
uno de los matrimonios lineares más antiguos de Luna... y en mi opinión, desde luego interesada, el mejor. Me ha preguntado usted acerca del divorcio. En nuestra familia no se ha producido
ninguno, y apostaría cualquier cosa a que nunca se producirá. Un matrimonio linear gana en
estabilidad año tras año, aprende el arte de vivir juntos y en armonía, hasta que la idea de que
alguien deje de formar parte de la familia se hace inconcebible. Además, para divorciarse de un
marido se requiere la decisión unánime de todas las esposas... algo que difícilmente podría alcanzarse, incluso en Luna. Y la esposa decana, por su parte, no permitiría nunca que las cosas
llegaran tan lejos.
Continué describiendo ventajas: seguridad económica, una vida hogareña ejemplar para los
hijos, el hecho de que la muerte de una esposa, aunque trágica, nunca puede constituir una tragedia como en una familia temporal, especialmente para los hijos, que nunca pueden quedar
huérfanos. Supongo que me expresé con demasiado entusiasmo, pero mi familia es lo más importante en mi vida. Sin ella no soy más que un mecánico manco que podría ser eliminado sin
que nadie derramase una lágrima.
–Por eso es estable –dije–. Mi esposa más joven lleva ahora dieciséis años de matrimonio. Probablemente habrá cumplido los ochenta antes de convertirse en esposa decana. Esto no quiere decir que por
entonces hayan muerto todas las esposas mayores que ella; en Luna, las mujeres parecen ser inmortales.
Pero es posible que todas hayan renunciado al gobierno de la familia, debido a su edad; nuestras esposas
suelen hacerlo así, por tradición familiar, sin que las esposas más jóvenes ejerzan presión sobre ellas. De
modo que Ludmilla...
–¿Ludmilla?
–Es un nombre ruso. Sacado de un cuento de hadas. Milla tendrá más de cincuenta años de
experiencia cuando se haga cargo del gobierno de la familia. Es inteligente, poco inclinada a
cometer errores, y si los cometiera las otras esposas se lo harían ver. Un buen matrimonio linear
es inmortal; espero que el mío me sobreviva al menos un millar de años. Y por eso no me importará morir cuando me llegue la hora; la mejor parte de mí continuará viviendo.
En aquel momento llegó el profesor; hizo que detuvieran la camilla y escuchó. Me volví
hacia él:
–Profesor –dije–, usted conoce a mi familia. ¿Le im. portaría explicarle a esta dama por qué
es una familia feliz? Si es que lo cree así...
–Lo es –afirmó el profesor–. Sin embargo, preferiría hacer una observación más general. Mi
querida señora, supongo que encuentra usted nuestras costumbres matrimoniales algo exóticas...
–¡Oh!, no precisamente exóticas –se apresuró a decir ella–. Más bien poco corrientes.
–Derivan, como todas las costumbres matrimoniales, de las circunstancias económicas... y
nuestras circunstancias
son muy diferentes de las de Tierra. Tomemos el tipo linear de matrimonio que mi colega ha
estado elogiando... justificadamente, puedo asegurarlo, a pesar de su prejuicio personal: yo soy
soltero y no tengo ningún prejuicio. El matrimonio linear es la institución más adecuada para
conservar el capital y asegurar el bienestar de los hijos (las dos funciones básicas del matrimonio en todas partes) en un entorno en el que no existe ninguna seguridad, ni para el capital ni
para los hijos, aparte de la que establezcan los individuos. Los seres humanos siempre tienen
que luchar con su entorno. Y el matrimonio linear es una invención muy notable para alcanzar
el éxito en esa lucha. Todas las otras formas lunares de matrimonio tienden al mismo objetivo,
aunque resultan menos eficaces.
Dio las buenas noches y se marchó. Yo llevaba encima –¡siempre!– una fotografía de mi familia, la más reciente, tomada en ocasión de nuestra boda con Wyoming. Las recién casadas
siempre quedan muy guapas, y Wyoh estaba radiante. Y el resto de nosotros no desmerecía a su
lado; incluso el abuelo aparecía erguido y varonil, sin el menor síntoma de senilidad.
Pero quedé decepcionado; la contemplaron con una expresión muy rara. Pero el hombre –se
llamaba Mathews dijo:
–¿Puede prestarme esa fotografía, coronel?
Parpadeé.
–Es la única que tengo. Y estoy muy lejos de mi hogar.
–Sólo por unos instantes, quiero decir. El tiempo suficiente para sacar una copia. Aquí mismo. Ni siquiera será necesario que la suelte.
–¡Oh! ¡Desde luego!
No es un buen retrato mío, pero esa es la cara que tengo, y por otra parte le hace justicia a
Wyoh y permite apreciar lo guapa que es Lenora.
De modo que el hombre sacó la copia... y a la mañana siguiente se presentaron en nuestro
hotel y me despertaron antes de la hora, y me sacaron de allí en mi silla de ruedas ¡y me encerraron en una celda con barrotes! Me habían detenido. Por bigamia. Por poligamia. Por flagrante inmoralidad y por incitar públicamente a otros a hacer lo mismo. Me alegré de que Mum no
pudiera verme.
19
Stu tardó un día entero en lograr que el caso se viera ante un tribunal de las Naciones Federadas y fuera sobreseído. Sus abogados solicitaron un «no ha lugar» basado en la «inmunidad
diplomática», pero los jueces de las N.F. no cayeron en la trampa, limitándose a alegar que las
supuestas transgresiones habían tenido lugar fuera de la jurisdicción del tribunal inferior, salvo
la supuesta «incitación», acerca de la cual no encontraron suficientes pruebas. No hay ninguna
ley de las N.F. que se refiera al matrimonio; lo único que existe es una norma en la que se exhorta a cada nación a «admitir y reconocer» las costumbres matrimoniales de las otras naciones
miembros.
De aquellos once mil millones de personas, siete mil millones vivían en países en los que la
poligamia es legal, y los manipuladores de la opinión pública de Stu presentaron lo ocurrido
como un caso de «persecución»; nos hizo ganar la simpatía de personas que de otro modo nunca
habrían oído hablar de nosotros... incluso en América del Norte y en otros lugares en los que la
poligamia no es legal, de personas que creían en el «vive y deja vivir». Y al mismo tiempo aireó
un problema que la inmensa mayoría de aquellos miles de millones de seres humanos desconocía, pues para ellos Luna no significaba nada y no se habían enterado de nuestra rebelión.
Los colaboradores de Stu se habían apuntado un tanto al idear el plan que había de conducir
a mi detención. No me lo dijeron hasta unas semanas más tarde, cuando estuve en condiciones
de analizar fríamente las cosas y comprender los beneficios de aquella situación. Había hecho
falta un juez estúpido, un sheriff deshonesto y unos bárbaros prejuicios locales, ya que Stu admitió posteriormente que el color de la piel de la familia Davis era lo que había enfurecido a
aquel juez lo suficiente como para comportarse más estúpidamente aún que de costumbre.
Mi único consuelo, el de que Mum no pudiera ser testigo de mi infortunio, resultó injustificado; las fotografías tomadas a través de los barrotes y mostrando un rostro cariacontecido –el
mío–, aparecieron en todos los periódicos de Luna, ilustrando artículos que contaban lo ocurrido
y protestaban contra aquella injusticia. Pero, en lo que respecta a Mimi, confieso que pequé de
falta de fe: no se sintió avergonzada, sino que deseó ir a Tierra y ponerles las peras a cuarto a
algunas personas.
Aunque el incidente ayudó en Tierra, sus efectos más favorables se obtuvieron en Luna.
Aquella absurda historia unificó a los lunáticos más que en cualquier otro momento. La consideraron como una ofensa personal, y «Adam Selene» y «Simon Jester» estimularon aquella indignación. Los lunáticos se muestran indiferentes y pasivos con una sola excepción: cuando se trata
de mujeres. Todas las damas se sintieron insultadas por lo que se decía en Tierra... de modo que
los varones que hasta entonces habían ignorado la política descubrieron súbitamente que yo era
su ídolo.
Normalmente, los ex convictos se sentían superiores a los no transportados como yo. Más
tarde, me saludaban con un cordial: «¡Hola, presidiario!», con lo cual demostraban que me
habían aceptado como uno de ellos.
Pero la experiencia distó mucho de ser agradable en el momento de vivirla. Empujado de un
lado a otro, fichado, fotografiado, recibiendo una comida que nosotros no daríamos a los cerdos,
sometido a interminables vejaciones, sólo
aquella pesada gravedad impidió que tratara de matar a alguien... y estoy seguro de que lo
hubiera intentado si en el momento de mi detención hubiese llevado el brazo número seis.
'Pero me tranquilicé en cuanto me dejaron en libertad. Una hora después nos dirigíamos
hacia Agra; por fin habíamos sido convocados por el Comité. Me alegró encontrarme de nuevo
en la suite del palacio del maharajah, aunque apenas nos permitieron descansar: llegamos a las
once y la audiencia estaba fijada para las tres de la tarde.
La «audiencia» fue unilateral: nosotros escuchábamos mientras el presidente hablaba. Habló
por espacio de una hora. Resumiré su discurso:
Nuestras absurdas pretensiones eran rechazadas. La Autoridad Lunar no podía renunciar a
sus sagradas obligaciones. No serían tolerados desórdenes en Luna. Además, los recientes disturbios demostraban que la Autoridad se había comportado con demasiada blandura, tal vez
como reflejo de una actitud general excesivamente pasiva en lo que respecta a aquel satélite de
Tierra. La omisión sería subsanada por medio de un programa activista, un plan quinquenal
destinado a robustecer todos los aspectos del fideicomiso de la Autoridad. Se estaba redactando
un código de leyes; se establecerían tribunales civiles y criminales en beneficio de los «clientes–
empleados» ... lo cual significaba todas las personas de la zona, y no solamente los transportados que no habían cumplido sus condenas. Se abrirían escuelas públicas, y escuelas de adoctrinamiento para los adultos que lo necesitaran. Se crearían organismos planificadores de la economía, la ingeniería y la agricultura para el mejor aprovechamiento de los recursos de Luna y
del trabajo de los clientes–empleados. Uno de los objetivos previstos era el de cuadruplicar los
envíos de cereales en cinco años, como cifra fácilmente alcanzable una vez estuviera en marcha
la planificación de los recursos y del trabajo. La primera fase consistiría en agrupar a los clientes–empleados dedicados a actividades consideradas como improductivas y destinarles a la perforación de un nuevo sistema de túneles, en los cuales empezarían los cultivos hidropónicos no
más tarde que en marzo del 2078. Aquellos nuevos complejos agrícolas serían dirigidos y administrados por la Autoridad Lunar, científicamente, sin dejarlos al capricho de la iniciativa
privada. Se preveía que el sistema produciría, al final de los cinco años del plan, una nueva cuota de cereales; entretanto, los clientes–empleados dedicados 9.1 cultivo de cereales por su cuenta podrían continuar haciéndolo. Pero serían integrados en el nuevo sistema a medida que sus
métodos menos eficaces dejaran de ser necesarios.
El presidente levantó la mirada de sus papeles.
–En resumen, las colonias lunares van a ser reorganizadas de modo que puedan integrarse, a
nivel directivo, al resto de la civilización. Por desagradable que haya resultado esta tarea, creo,
hablando como ciudadano más que como presidente de este Comité, que debemos agradecerles
que hayan sometido a nuestra consideración una situación tan necesitada de medidas correctivas.
Sentí deseos de calentarle las orejas a aquel charlatán. «¡Clientes–empleados!» ¡Qué manera
más elegante de decir «esclavos»! Pero el profesor dijo tranquilamente:
–Los planes que acaba de exponer el Honorable Presidente me parecen muy interesantes.
¿Puedo formular unas preguntas? A título meramente informativo.
–A título informativo, sí.
El miembro norteamericano se inclinó hacia adelante.
–¡Pero no crea que vamos a tolerarle sus insolencias de troglodita¡ De modo que tenga mucho cuidado con lo que dice. En caso contrario, tendrá ocasión de lamentarlo amargamente.
–¡Orden! –dijo el presidente–. Hable, profesor.
–Encuentro intrigante la expresión de «cliente–empleado». ¿Significa eso que la mayoría de
los habitantes del satélite más importante de Tierra no son transportados que han cumplido sus
condenas, sino individuos libres?
–Desde luego –asintió el presidente con una sonrisa–. Se han estudiado todos los aspectos
legales de la nueva política. Con muy pocas excepciones, el noventa y uno por ciento de los
colonos poseen la ciudadanía, original o derivada, en diversos países miembros de las Naciones
Federadas. Los que deseen regresar a sus países natales podrán hacerlo. Creo que le agradará
saber que la Autoridad tiene en estudio un plan para resolver el problema del transporte... probablemente bajo la supervisión de la Cruz Roja y la Media Luna Internacional. Puedo afiadir
que apoyo sin reservas ese plan... cuya aplicación hará que en ningún momento puede hablarse
de «trabajo forzado» –y volvió a sonreír afectadamente.
–Comprendo –dijo el profesor–. Muy humano. ¿Ha tenido en cuenta el Comité (o la Autoridad) el hecho de que la mayoría (prácticamente todos, debería decir) de los habitantes de Luna
están incapacitados físicamente para vivir en este planeta? ¿De que su involuntario exilio permanente ha producido en ellos cambios fisiológicos irreversibles en virtud de los cuales no podrán volver a vivir normalmente
en un campo gravitacional seis veces mayor que aquél al que se han adaptado sus cuerpos?
El presidente enarcó las cejas, como si la idea fuera completamente nueva para él.
–Hablando a título personal, no estoy en condiciones de decidir si lo que usted dice es necesariamente cierto. Podría ser cierto para algunos, y no para otros: todas las personas no son iguales. Su presencia aquí demuestra que no es imposible que un habitante de Luna regrese a Tierra.
En cualquier caso, no tenemos la intención de obligar a nadie a regresar. Confiamos en que decidirán quedarse, y esperamos estimular a otros a emigrar a Luna. Pero eso deberán decidirlo
personalmente, de acuerdo con las libertades garantizadas por la Gran Carta. En cuanto a ese
supuesto fenómeno fisiológico... no es un asunto jurídico. Si alguien considera más prudente
quedarse en Luna, o cree que allí será más feliz, a él toca decidirlo.
–Comprendo. Somos libres. Libres para quedamos en Luna y trabajar, en las tareas y con los
salarios establecidos por ustedes... o libres para regresar a Tierra a morir.
El presidente se encogió de hombros.
–Tiene usted una opinión muy baja de nosotros... completamente injustificada, desde luego.
Si yo fuera un hombre joven sería el primero en emigrar a Luna. ¡Grandes oportunidades! En
cualquier caso, no me preocupan sus distorsiones de la verdad: la historia nos dará la razón.
Miré sorprendido al profesor: no estaba luchando. Me preocupé por él: –semanas de tensión
y una mala noche por añadidura. Lo único que dijo fue:
–Honorable Presidente, supongo que los viajes a Luna no tardarán en reanudarse. ¿Puedo solicitar un pasaje para mi colega y para mí en la primera nave? Debo admitir, señor, que la debilidad gravitacional de la que he hablado antes es muy real, en nuestro caso. Nuestra misión ha
terminado; necesitamos regresar a casa.
(Ni una sola palabra acerca de los envíos de cereales. Ni acerca de «tirar piedras», ni siquiera
de la inutilidad de golpear a una vaca. El profesor parecía cansado).
El presidente se inclinó hacia adelante y habló con maligna satisfacción:
–Profesor, eso presenta ciertas dificultades. Hablando sin rodeos, le diré que existen algo
más que indicios de que se ha hecho usted culpable de traición contra la Gran Carta, contra toda
la humanidad, de hecho... por lo que está en estudio un auto de procesamiento. Sin embargo,
teniendo en cuenta su edad y sus condiciones físicas, creo que el tribunal se limitaría a imponerle una sentencia condicional. Pero, ¿cree que sería prudente por nuestra parte permitirle regresar
al lugar donde cometió esos delitos... para que fomentara más disturbios?
El profesor suspiró.
–Comprendo su punto de vista. Permítame que me retire. Estoy muy cansado.
–Desde luego. Recuerde que queda usted a disposición de este Comité. Coronel Davis...
–¿Sí? –había puesto en marcha mi silla de ruedas para ayudar a salir al profesor, ya que el
personal que nos atendía no había tenido acceso a la sala.
–Deseo hablar con usted. En mi despacho.
–Hura... miré al profesor; tenía los ojos cerrados, y parecía haber perdido el conocimiento.
Pero movió un dedo, como indicándome que me acercara a él.
–Honorable Presidente –dije–, soy más enfermera que diplomático. Tengo que cuidar al profesor. Es un anciano y está enfermo.
–Los ayudantes le atenderán.
–Bueno... –Me acerqué todo lo que pude al profesor y me incliné sobre él–. Profesor, ¿se encuentra usted bien?
–Averigua lo que quiere –susurró–. Dile que sí a todo. Pero ponle obstáculos.
Unos instantes después me encontraba a solas con el presidente, en un despacho insonorizado... lo cual no quería decir nada, ya que podía tener una docena de oídos, además del que yo
llevaba en mi brazo izquierdo.
–¿Quiere beber algo? –dijo–. ¿Café?
–No, señor, gracias –contesté–. Tengo que vigilar mi dieta.
–Supongo que sí. ¿Está usted realmente confinado a esa silla de ruedas? Tiene un aspecto saludable...
–Podría –dije–, en caso necesario, ponerme de pie y cruzar esta habitación. Tal vez me desmayaría. O algo peor. De modo que prefiero no arriesgarme. Peso seis veces más de lo que debiera. Y mi corazón no está acostumbrado.
–Supongo que sí. Coronel, he oído decir que ha tenido usted algún problema en América del
Norte. Lo siento, de veras lo siento. Es un país de bárbaros. Nunca me ha gustado tener que ir
allí. Supongo que se estará preguntando por qué quería verle.
–No, señor, supongo que me lo dirá cuando lo estime oportuno. Lo que me estaba preguntando era el motivo de que continúe llamándome «coronel».
Soltó una risotada que resonó como un ladrido.
–La costumbre, supongo. Siempre he sido un esclavo del protocolo. Sin embargo, existe la
posibilidad de que siga usted ostentando ese título. Dígame, ¿qué opina de nuestro –plan quinquenal?
Recordé a tiempo la recomendación del profesor.
–Parece haber sido cuidadosamente estudiado.
–Desde luego. Coronel, parece usted un hombre sensato... De hecho, sé que lo es: conozco
no sólo sus antecedentes, sino prácticamente todas las palabras que ha pronunciado, casi sus
pensamientos, desde que llegó a Tierra. Usted nació en la Luna. ¿Se considera a sí mismo un
patriota? ¿ De la Luna?
–Supongo que sí. Aunque tiendo a opinar que lo que hicimos era algo que tenía que hacerse.
–Dicho sea entre nosotros... sí. El viejo Hobart es un imbécil. Coronel, ese plan es bueno...
pero nos hace falta un ejecutivo. Si usted es realmente un patriota, o digamos un hombre práctico que quiere lo mejor para su patria, podría ser el hombre que necesitamos. –Alzó su mano–.
¡Tranquilícese! No le estoy pidiendo que se venda, ni que se convierta en un traidor, ni nada por
el estilo. Esta es su oportunidad de ser un verdadero patriota... y no un falso héroe que entrega
la vida por una causa perdida. Seamos realistas: ¿cree usted posible que las colonias lunares
resistan contra todas las fuerzas que las Naciones Federadas pueden poner en pie? Usted no es
militar, lo sé (y me alegro de que no lo sea), pero es usted un técnico, y yo lo sé también. Como
técnico que es, ¿cuántas naves y bombas cree que harían falta para destruir las colonias lunares?
–Una nave, seis bombas. –contesté.
–¡Correcto! Dios mío, da gusto hablar con un hombre sensato. Dos de las bombas tendrían
que ser de un tamaño enorme, tal vez construidas especialmente. Quedarían unas cuantas personas vivas, por muy poco tiempo, en las conejeras más pequeñas, más allá de las zonas directamente afectadas. Pero una nave haría el trabajo, en diez minutos.
–Lo admito, señor –dije–, pero el profesor de la Paz señaló que no se obtiene leche golpeando a una vaca. Y mucho menos matándola.
–¿Por qué cree usted que hemos permanecido cruzados de brazos, sin hacer nada, durante
más de un mes? Ese idiota colega mío, no quiero nombrarle, habló de «insolencias». Las insolencias no me preocupan; no son más que palabras, y lo que a mí me interesa son los resultados.
No, mi querido coronel, no vamos a matar a la vaca... aunque, si nos vemos obligados a ello,
haremos que la vaca sepa que podemos matarla. Los misiles H son unos juguetes muy caros,
pero podemos permitirnos el dejar caer algunos sobre un lugar desierto y rocoso, como advertencia, para que la vaca sepa lo que podría ocurrir. Personalmente, soy enemigo de utilizar la
violencia: podría asustar a la vaca y agriar su leche –soltó otra risotada–. Es mejor convencerla
para que se deje ordeñar de buena gana.
Esperé.
–¿Quiere usted saber cómo? –inquirió.
–¿Cómo?
–A través de usted. No diga nada y deje que se lo explique ...
Me hizo subir a la montaña más alta y me ofreció los reinos de Tierra. O de Luna. Aceptar el
cargo de «Protector Provisional», que sería mío definitivamente si mi gestión era acertada. Convencer a los lunáticos de que no podían ganar. Convencerles de que el nuevo estado de cosas les
favorecía; subrayar los beneficios: escuelas gratuitas, hospitales gratuitos, esto y aquello gratuito... Impuestos compensados por unos mayores ingresos gracias al aumento de los envíos de
cereales. Y, lo más importante de todo, esta vez la Autoridad no enviaría a un muchacho a hacer
el trabajo de un hombre: dos regimientos de policía inmediatamente.
–Esos malditos Dragones de la Paz fueron un error –dijo– que no volveremos a cometer. Dicho sea entre nosotros, el motivo de que hayamos tardado un mes en poner en marcha todo esto
es que teníamos que convencer a la Comisión de Control de la Paz de que un puñado de hombres no pueden controlar a tres millones de personas extendidas a través de seis grandes conejeras y otras cincuenta más pequeñas. De modo que empezaría usted con suficientes policías; no
tropas de combate, sino policía militar acostumbrada a manejar a los paisanos. Además, esta vez
contarán con auxiliares femeninas, el reglamentario diez por ciento, de modo que no habrá quejas por violaciones. ¿Qué opina coronel? ¿Cree que podrá salir adelante? ¿Sabiendo que es lo
mejor a largo plazo para su propia gente?
Dije que preferiría estudiarlo detalladamente, de un modo especial los proyectos y las cuotas
para el plan quinquenal, a tomar una decisión precipitada.
–¡Desde luego, desde luego! –asintió–. Le daré a usted una copia del proyecto general; llévesela al hotel, estúdiela, consulte con la almohada. Mañana volveremos a hablar del asunto. Quiero que me dé su palabra de caballero de que nadie se enterará de lo que hemos hablado. No es
ningún secreto, en realidad... pero en este tipo de asuntos es preferible atar bien todos los cabos
antes de darlos a la publicidad. Y hablando de publicidad... necesitará usted ayuda, y la tendrá.
Enviaremos a Luna a un grupo de técnicos, pagándoles lo que valen y poniendo a su disposición
un centrifugador, como en el caso de los científicos. Esta vez vamos a hacer las cosas bien. Ese
imbécil de Hobart... Está muerto, ¿verdad?
–No, señor. Pero su estado es completamente senil.
–Tenían que haberle matado. Aquí está la copia del plan.
–Hablando de ancianos... El profesor de la Paz no puede quedarse aquí. No viviría seis meses.
–Mucho mejor, ¿no?
Traté de controlar el tono de mi voz:
–Creo que no lo comprende usted. El profesor es muy querido y respetado. Lo mejor que
puedo hacer es convencerle de que ustedes están dispuestos a utilizar esos misiles H... y de que
su deber patriótico le obliga a salvar lo que podamos. Pero, si regreso a Luna sin él... bueno, no
sólo no podré manejar el asunto, sino que no viviré el tiempo suficiente para intentarlo.
–Hum... Lo consultaré con la almohada. Mañana hablaremos. Digamos a las dos de la tarde.
Stu esperaba junto al profesor.
–¿Y bien? –inquirió éste último.
Miré a mi alrededor y me llevé un dedo al oído. Stu y yo nos inclinamos sobre la camilla del
profesor y echamos un par de mantas por encima de nuestras cabezas. En la camilla no había
ningún micrófono: la revisaba cada mañana, lo mismo que mi silla de ruedas. Pero, ignorando lo
que podía haber en la habitación, parecía más seguro susurrar debajo de las mantas.
Empecé. El profesor me interrumpió:
–Más tarde hablaremos de la madre del presidente y de sus costumbres. Al grano.
–Me ha ofrecido el cargo de Alcaide.
–Supongo que lo aceptarías.
–No del todo. Tengo que estudiar esta basura y darle la respuesta mañana. Stu, ¿cuánto tardaríamos en ejecutar el Plan Scoot?
–Ya está en marcha. Estábamos esperando tu regreso. Si es que te permitían regresar.
Durante los cincuenta minutos siguientes estuvimos muy atareados. Stu fue en busca de un
delgado hindú: media hora después se había convertido en un hermano gemelo del profesor, y
Stu trasladó al profesor de la camilla a un diván. Duplicarme a mí resultó más fácil. Nuestros
dobles fueron conducidos al salón de la suite al atardecer y les sirvieron la cena. Varias personas
entraron y salieron, entre ellas una anciana hindú envuelta en un sari, del brazo de Stuart LaJoie.
Les seguía un rollizo babu.
Lo peor fue lograr que el profesor subiera los peldaños que conducían al tejado; nunca había
usado caminadores eléctricos, no había tenido ocasión de practicar con ellos y había permanecido tendido de espaldas durante más de un mes.
Pero el brazo de Stu le sujetó con firmeza; yo apreté los dientes y subí aquellos trece terribles
peldaños sin la ayuda de nadie. Cuando llegué al tejado, mi corazón estaba a punto de estallar.
Una pequeña y silenciosa aeronave se posó junto a nosotros a la hora prevista, y diez minutos
después nos encontrábamos a bordo de la nave alquilada que habíamos utilizado hacía un mes:
dos minutos más tarde volábamos rumbo a Australia. Ignoro lo que costó preparar todo aquello
y mantenerlo a punto, pero lo cierto es que funcionó a una eficacia y una exactitud admirables.
Me tendí junto al profesor, recuperé el aliento y luego dije:
–¿Cómo se encuentra, profesor?
–Muy bien. Un poco cansado. Y frustrado.
–Ja da. Frustrado.
–Por no haber visto el Taj Mahal, quiero decir. Nunca tuve oportunidad de visitarlo cuando era joven... y ahora he estado a menos de un kilómetro de distancia durante varios días... y no he podido verlo,
ni lo veré ya.
–No es más que una tumba.
–Y Helena de Troya no era más que una mujer. Duerme, muchacho.
Aterrizamos en la mitad china de Australia, en un lugar llamado Darwin, y fuimos trasladados directamente a una nave, acondicionados en ella y dopados. Al profesor le había hecho efecto ya la droga y yo empezaba a notar sus efectos
cuando se presentó Stu, sonrió y se instaló junto a nosotros.
Dije:
–¿Tú también? ¿Quién va a cuidar de la tienda?
–Los mismos que desde el primer momento han hecho todo el trabajo. La organización es
perfecta y ya no me necesitan. Mannie, mi buen amigo, no quiero andar vagabundeando lejos de
casa. Me refiero a Luna, claro está. Esto parece el último tren de Shanghai.
–¿Qué tiene que ver Shanghai con todo esto?
–Olvidé mencionarlo. Mannie, estoy completamente arruinado. Le debo dinero a todo el
mundo... y sólo pagaré mis deudas si determinadas acciones reaccionan tal como Adam Selene
me convenció de que reaccionarían inmediatamente después de los actuales acontecimientos. Y
me persiguen, o me perseguirán, por delitos contra la paz y la dignidad públicas. Digamos que
les estoy ahorrando las molestias de transportarme. ¿Crees que a mi edad puedo aprender a manejar un taladro?
Los efectos de la droga eran cada vez más intensos.
–Stu, en Luna no serás viejo... Tienes mucha vida por delante... y de todos modos... nuestra
mesa siempre... estará a tu disposición... Mimi te aprecia...
–Gracias, Mannie. Yo también la aprecio a ella. ¡La última señal! ¡Respira a fondo!
Diez segundos después la nave despegó.
20
Nuestra aeronave era un ferry tipo suelo–a–órbita utilizado para viajar a los satélites tripulados, para realizar suministros a las naves de las Naciones Federadas en servicio de patrulla orbital y para el transporte de pasajeros a los satélites de placer–y–juego. Llevaba tres pasajeros en
vez de cuarenta, ninguna carga a excepción de tres trajes–p y un cañón de bronce (sí, el absurdo
juguete estaba a bordo; los trajes–p y el bang–bang del profesor se encontraban en Australia una
semana antes de nuestra llegada), y la tripulación de la Lark consistía en un navegante y un piloto Cyborg.
Llevábamos una sobrecarga de combustible.
Seguimos una trayectoria normal de aproximación al satélite Elysium... y luego nos desviamos súbitamente, pasando de una velocidad orbital a una velocidad de escape, un cambio más
violento todavía que el despegue. La maniobra fue advertida por una nave–patrulla de las Naciones Federadas; nos ordenaron que nos detuviésemos y explicásemos. Me enteré de esto por
Stu, mientras me reponía de los efectos de la aceleración y empezaba a disfrutar de un viaje
normal. El profesor estaba aún inconsciente.
– –Querían saber quiénes éramos y qué estábamos haciendo –me contó Stu–. Les dijimos que
éramos el transporte especial chino Loto Floreciente, en misión de rescate de los científicos
retenidos en Luna.
–¿No crees que pedirán una ratificación a Tierra?
–Desde luego. Pero, si lo que pagué sirve para algo, seremos identificados como el Loto Floreciente. No tardaremos en saberlo. Sólo hay una nave en posición para disparar un misil, y éste
nos alcanzará dentro de veintisiete minutos, según mis cálculos. De modo que si la posibilidad
te preocupa, si tienes que rezar tus últimas plegarias o enviar algún mensaje de despedida...
ahora es el momento.
–¿Crees que deberíamos despertar al profesor?
–Déjale que duerma. ¿Se te ocurre un modo mejor de dar el gran salto que pasar de un apacible sueño a otro sueño más profundo y definitivo? A menos que sepas que tiene que atender
alguna necesidad religiosa... Nunca me dio la impresión de que fuera un hombre religioso, doctrinalmente hablando.
–No lo es. Pero si tú tienes tales obligaciones, no dejes que yo sea un estorbo.
–Gracias, ya atendí a lo que me pareció necesario antes de despegar. ¿Qué me dices de ti,
Mannie? No soy un padre, precisamente, pero haré todo lo que esté en mi mano si puedo ayudarte. ¿Tienes algún pecado que pese en tu conciencia? Si necesitas confesarte, yo entiendo
bastante de pecados.
Le dije que mis necesidades no discurrían en aquel sentido. Luego recordé algunos pecados
que me habían hecho muy feliz, y le di una versión más o menos cierta de ellos. Aquello le recordó algunos de sus propios pecados, los cuales me recordaron... La Hora Cero llegó y pasó
antes de que hubiésemos terminado con nuestros pecados. Stu LaJoie es un excelente compañero para los últimos minutos, aunque luego resulte que no han sido los últimos.
Pasamos dos días sin nada que hacer pero nos sometimos a unas drásticas rutinas para mantenernos en forma y no llegar a Luna como unos inválidos. Por mi parte, la idea de que estábamos regresando a casa me hacía sentirme feliz.
O casi feliz... El profesor me preguntó cuál era la causa de mi preocupación.
–Ninguna –le dije–. Estoy impaciente por llegar a casa, eso es todo. Pero... Bueno... lo cierto
es que me siento avergonzado al pensar en nuestro fracaso. Profesor, ¿qué clase de error hemos
cometido?
–¿Fracaso, muchacho?
–¿Qué otro nombre puede dársele? Pedimos ser reconocidos. Y no lo hemos conseguido.
–Manuel, te debo una disculpa. ¿Recuerdas las probabilidades que Adam Selene nos concedía antes de salir de Luna? Stu no estaba al alcance del oído, pero «Mike» era una palabra que
nunca utilizábamos; siempre era «Adam Selene», para mayor seguridad.
–¡Desde luego que las recuerdo! Una contra cincuenta y tres. Y luego, cuando llegamos a
Tierra, bajaron a una contra cien. ¿Cuántas supone que serán ahora? ¿Una contra mil?
–He recibido los pronósticos de Adam Selene casi a diario... por lo cual te debo una disculpa.
Los últimos, recibidos poco antes de salir de Tierra, confirmaban que lograríamos escapar y
llegar sin novedad a Luna… o que al menos uno de nosotros lo conseguiría. Este es el motivo de
que nos acompañe el camarada Stu, puesto que en su calidad de terráqueo está en mejores condiciones que nosotros para soportar las grandes aceleraciones. Y ahora, ¿quieres apostar unos
cuantos dólares a que no aciertas cuáles son nuestras probabilidades en estos momentos? Estoy
dispuesto a darte una pista, incluso: eres muy, muy pesimista.
–¡No quiero apostar nada! ¡Dígalo de una vez!
–Nuestras probabilidades son ahora de una contra diecisiete... y han ido aumentando durante
todo el mes. Lo cual no podía decirte.
Quedé asombrado, maravillado, feliz... dolido.
–¿Qué significa eso de que no podía decírmelo? Mire,
profesor, si no confía en mí, déjeme a un lado y ponga a Stu en la célula ejecutiva.
–Por favor, hijo mío. Ese es el puesto que ocupará si le ocurre algo a cualquiera de nosotros:
a ti, a mí o a la querida Wyoh. No podía decírtelo en Tierra, y puedo decírtelo ahora, no porque
desconfiara de ti, sino porque no eres un buen actor. Podías desempeñar tu papel de un modo
más eficaz si creías que nuestro objetivo era el reconocimiento de la independencia.
–¡Ahora me lo dice!
–Manuel, Manuel, teníamos que luchar duramente... y perder.
–¿De veras? ¿Soy ya bastante mayor para que me lo cuente?
–Por favor, Manuel. Mantenerte temporalmente a oscuras aumentaba de un modo notable
nuestras posibilidades; puedes preguntárselo a Adam. ¿Puedo añadir que Stuart aceptó el viajar
a Luna con los ojos cerrados, sin preguntar por qué? Camarada, aquel Comité era demasiado
reducido, y su presidente demasiado inteligente; existía la amenaza de que pudieran ofrecernos
un compromiso aceptable... y el primer día estuvo a punto de ocurrir. Si hubiésemos podido
presentar nuestro caso ante la Gran Asamblea, no habría existido el peligro de una acción inteligente. Pero, dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacer era ganarme la antipatía del Comité, incluso recurriendo al insulto personal para asegurarme de que al menos uno de sus miembros se opondría a cualquier medida que no atentara contra el sentido común.
–Supongo que nunca entenderé las maniobras a alto nivel.
–Posiblemente no. Pero tus cualidades y las mías se complementan. Manuel, tú deseas ver a
Luna Libre.
–Usted sabe que sí.
–Y tú sabes que Tierra puede derrotarnos.
–Desde luego. Nuestra probabilidades no han estado nunca a la par. De modo que no comprendo por qué había de ganarse la antipatía...
–Por favor. Dado que ellos pueden imponernos su voluntad, nuestra única oportunidad estriba en el debilitamiento de su voluntad. Por eso teníamos que ir a Tierra. Para crear disensiones.
Para dividir las opiniones. El más astuto de los grandes generales de la historia de China dijo en
cierta ocasión que la perfección en la guerra consiste en minar la voluntad del adversario hasta
tal punto que se rinda sin luchar. En esa máxima residen nuestro objetivo final y nuestro peligro
más apremiante. Supongamos, como pareció posible aquel primer día, que nos hubieran ofrecido un compromiso atractivo. Un gobernador en lugar de un Alcaide, posiblemente uno de los
nuestros. Autonomía local. Un delegado en la Gran Asamblea. Un precio más alto para los cereales en la catapulta principal, más una prima por el incremento de los envíos. Una desautorización de la política de Hobart, unida a una expresión de condolencia por las violaciones y los
asesinatos, y una generosa indemnización en metálico a los familiares de las víctimas. ¿Habría
sido aceptado? ¿En Luna?
–Ellos no ofrecieron eso.
–El presidente estaba dispuesto a ofrecer algo por el estilo aquella primera tarde, y en aquel
momento tenía al Comité en la palma de la mano. Supongamos que hubiésemos alcanzado en
sustancia lo que acabo de bosquejar. ¿Lo habrían aceptado en Luna?
–Hum... Tal vez.
–Un poco más de «tal vez», de acuerdo con ' el cálculo de probabilidades establecido poco
antes de que emprendiésemos el viaje. Era lo que había que evitar a toda costa: un compromiso
que apaciguara los ánimos y destruyera nuestra voluntad de resistir, sin cambiar nada esencial
en el gobierno de Luna. Por eso me mostré descortés y grosero. Manuel, tú y yo sabemos, y lo
sabe Adam, que hay que interrumpir los envíos de cereales; ninguna otra cosa salvará a
Luna del desastre. Pero, ¿puedes imaginar a un cultivador de trigo luchando para poner término a esos envíos?
–No. Y me pregunto cómo habrán acogido en Luna la suspensión de los envíos.
–No ha habido tal suspensión. Ni la habrá hasta que lleguemos a Luna. Seguimos empaquetando trigo. Y los cargamentos siguen llegando a Bombay.
–Pero... usted dijo que los envíos cesarían inmediatamente.
–Aquello fue una amenaza, no un compromiso moral. Unos cuantos envíos más carecen de
importancia, y necesitamos tiempo. No tenemos a todo el mundo a nuestro lado; somos una
minoría. Hay una minoría pasiva que puede ser manejada... temporalmente. Y tenemos a otra
minoría contra nosotros... especialmente los cultivadores de cereales que no están interesados en
la política, sino en el precio del trigo. Aunque a regañadientes aceptan el papel–moneda de la
Autoridad con la esperanza de que más tarde recuperará su valor. Pero en el momento en que
anunciemos la interrupción de los envíos, actuarán de un modo activo contra nosotros. Adam
proyecta que la mayoría esté a nuestro lado cuando se haga el anuncio.
–¿Cuánto tiempo hará falta? ¿Un año? ¿Dos?
–Dos días, tres días, quizá cuatro. Publicaremos resúmenes de aquel plan quinquenal, resúmenes de tus grabaciones –especialmente la oferta de aquel perro amarillo–, explotaremos tu
detención en Kentucky...
–¡Un momento! Preferiría olvidar eso...
El profesor sonrió y enarcó una ceja.
–Bueno –murmuré–. De acuerdo. Si puede. ayudar en algo...
–Ayudará más que cualquier estadística sobre los recursos naturales.
El piloto Cyborg efectuó la maniobra de aterrizaje sin molestarse en orbitar, con lo cual el
batacazo fue tremendo, ya que la nave era muy ligera, Pero el cambio de aceleración se llevó a
cabo en dos kilómetros y medio, y diecinueve segundos después nos posábamos en Johnson
City. Yo lo encajé bastante bien; noté una terrible opresión en el pecho y experimenté la sensación de que un gigante me exprimía el corazón, pero lo superé rápidamente. En cambio, el pobre
profesor estuvo a las puertas de la muerte.
Mike me contó más tarde que el piloto se negó a entregar el control. Mike hubiese hecho
descender la nave suavemente, sabiendo que el profesor iba a bordo. Pero tal vez aquel Cyborg
sabía lo que se hacía: un alunizaje lento requiere una gran masa estabilizadora, y la Loto–Lark
estaba prácticamente vacía.
Pero en aquel momento no nos preocupó el problema, ya que pareció que el alunizaje había
acabado con el profesor. Stu fue el primero en darse cuenta, mientras yo me reponía aún de la
impresión, y luego los dos acudimos en su ayuda: estimulante cardíaco, respiración manual,
masaje... Por fin agitó los párpados, nos miró, sonrió y susurré:
–Estamos en casa.
Le obligamos a descansar veinte minutos antes de permitirle salir de la nave. El capitán estaba llenando los tanques de combustible, ansioso por librarse de nosotros y tomar pasajeros.
Aquel holandés no nos había dirigido la palabra en todo el viaje; creo que lamentaba haber
aceptado dinero para una empresa que podía arruinarle o matarle.
Wyoh no tuvo paciencia para esperar a que saliéramos y entró en la nave. Stu no la había
visto nunca vistiendo un traje–p, y rubia por añadidura. No la reconoció. Yo la estaba abrazando a pesar del traje–p; Stu, de pie junto a nosotros, esperaba ser presentado. Luego aquel «desconocido» le abrazó a él, con gran asombro por su parte.
Oí la ahogada voz de Wyoh:
–¡Oh! Mannie, mi casco.
Solté las presillas y levanté el casco. Wyoh sacudió sus rizos y sonrió:
–Stu, ¿no te alegras de verme? ¿Acaso no me conoces?
Una sonrisa se extendió por el rostro de Stu, tan lentamente como el amanecer a través del
desierto.
–¡Zdra'stvooeet'ye, Gospazha! Confieso que no te había reconocido.
–¿Gospazha? Para ti soy siempre Wyoh, querido. ¿No te dijo Mannie que había vuelto a ser
rubia?
–Sí, me lo dijo. Pero no es lo mismo saberlo que verlo.
–Tendrás que acostumbrarte.
Wyoh se inclinó sobre el profesor, le besó cariñosamente, y luego se incorporó y me dio un
beso de bienvenida que nos dejó a los dos sin aliento, a pesar del traje–p. Luego se volvió hacia
Stu y empezó a besarle.
Stu retrocedió un poco. Wyoh le miró, sorprendida.
–Stu, ¿tengo que ponerme el maquillaje moreno para que aceptes mi saludo de bienvenida?
Stu me miró, y luego besó a Wyoh. Esta le dedicó el mismo tiempo y el mismo entusiasmo
que me había dedicado a mi.
No comprendí hasta más tarde el motivo de la extraña conducta de Stu. A pesar de su compromiso, no era todavía un lunático... y entretanto Wyoh se había casado. ¿Qué diablos tenía
que ver eso? Bueno, en Tierra cambian las cosas, y Stu no había asimilado aún el hecho de que
una dama lunática es dueña de sí misma. ¡El pobre creyó que yo podía ofenderme!
Le pusimos el traje–p al profesor, nos colocamos los nuestros y salimos al exterior, yo con el
cañón bajo el brazo. Una vez en el subsuelo nos quitamos los trajes–p... y me sentí muy halagado al ver que Wyoh llevaba aquel vestido rojo que le habla comprado hacía siglos. Ella se lo
alisó con las manos, y la falda llameó.
La sala de inmigración estaba vacía, a excepción de tinos cuarenta hombres alineados a lo
largo de la pared como nuevos transportados; llevaban trajes–p y cascos: eran terráqueos que
regresaban a casa, turistas dispersos y algunos científicos. Sus trajes–p no marcharían con ellos,
serían descargados antes del despegue. Les miré y pensé en el piloto Cyborg. Cuando prepara-
ron la nave para nosotros, quitaron todas las literas menos tres; de modo que aquellas personas
tendrían que soportar la aceleración tendidos sobre las planchas del suelo; si el navegante no era
cuidadoso en sus maniobras, llegaría a su destino con un montón de terráqueos despanzurrados.
Se lo dije a Stu.
–No te preocupes –me contestó–. El capitán Leures tiene suficientes almohadillas a bordo.
No dejará que se lastimen: son su seguro de vida.
21
Toda mi familia, treinta y tantos miembros desde el abuelo hasta los bebés, estaban esperando al otro lado de la cámara de descompresión en el piso inferior, y fuimos aclamados, y estrujados, y besados, y esta vez Stu no retrocedió. La pequeña Hazel convirtió en una ceremonia el
hecho de besarnos: llevaba unos Gorros de la Libertad: los colocó en nuestras cabezas, nos besó... y a aquella señal toda la familia se puso Gorros de la Libertad, y yo no pude contener las
lágrimas. Tal vez el patriotismo produzca esa sensación de felicidad tan intensa que llega a doler. O tal vez se debía simplemente al hecho de encontrarme de nuevo entre mis seres queridos.
–¿Dónde está Slim? –le pregunté a Hazel–. ¿No le han invitado?
–No ha podido venir. Es el delegado juvenil de vuestra recepción.
–¿Recepción? Esta es la única que queremos.
–Ya verás.
Lo vi. Nos trasladamos a Luna City (llenamos una cápsula), y en la Estación Oeste del Tubo
había una multitud aullante, todos cubiertos con Gorros de la Libertad. Nos llevaron a hombros
hasta la Antigua Cúpula, rodeados por una guardia de stilyagis que nos abría paso a codazos a
través de la alegre y vociferante muchedumbre. Los jóvenes llevaban gorros rojos y camisas
blancas, y las muchachas llevaban blusas blancas y shorts rojos haciendo juego con los gorros.
Cuando llegamos a la Antigua Cúpula nos depositaron en el suelo y fui besado por mujeres
a las que nunca había visto. Recuerdo que pensé que si las medidas que habíamos adoptado para
sustituir a la cuarentena no resultaban eficaces, la mitad de la población de Luna City caería
enferma, aquejada de catarros o de algo peor. (Al parecer no portábamos gérmenes, ya que no se
produjo ninguna epidemia. Pero yo recordaba aquella ocasión –entonces era un chiquillo– en la
que el sarampión causó millares de muertes).
Me preocupaba también el profesor; aquella recepción era demasiado tumultuosa para un
hombre que una hora antes se encontraba a las puertas de la muerte. Pero no sólo disfrutó con
ella, sino que incluso pronunció un maravilloso discurso en la Antigua Cúpula; breve, lógicamente, pero cargado de palabras rimbombantes tales como «amor», «patria», «Luna», «camaradas y vecinos», e incluso «hombro contra hombro».
Habían montado una plataforma debajo de una gran pantalla de video en la cara sur. Adam
Selene nos saludó desde aquella pantalla, que a continuación proyectó el rostro y la voz del
profesor, muy ampliados, por encima de su cabeza: no tenía que gritar. Pero tenía que interrumpirse después de cada frase, ya que la multitud rugía a cada instante, ahogando su voz... y aquellas pausas significaban un breve descanso. Pero el profesor no parecía cansado, viejo, enfermo:
el encontrarse de nuevo en el interior de La Roca era sin duda el tónico que necesitaba. Y también yo... Era maravilloso pesar lo debido, sentirse fuerte, respirar el aire de la propia ciudad.
¡La propia ciudad! Imposible reunir a todo Luna City dentro de la Antigua Cúpula... pero parecía que lo hubiesen intentado. Empecé a contar las cabezas en una zona de unos diez metros
cuadrados, conté más de doscientas antes de llegar a la mitad y renuncié a continuar. El Lunatie
calculó que había unas treinta mil personas, lo cual parece imposible.
Las palabras del profesor llegaban a casi tres millones de seres; el video transmitía el acto a
los que no podían apretujarse en la Antigua Cúpula, hasta las más lejanas conejeras. El profesor
aprovechó la ocasión para hablar de la futura esclavitud que la Autoridad planeaba para ellos.
Agitó la copia que el presidente del Comité me había entregado.
–¡Aquí están! –gritó–. ¡Vuestros grilletes! ¡Vuestras cadenas! ¿Los llevaréis?
–¡NO!
–Ellos dicen que debéis llevarlos... Dicen que arrojarán bombas H... que los supervivientes
se rendirán y los llevarán. ¿Los llevaréis?
–¡NO! ¡NUNCA!
–Nunca –asintió el profesor–. Nos han amenazado con enviar tropas... más y más tropas para
violar y asesinar. ¡Lucharemos contra ellas!
–¡DA!
–¡Lucharemos contra ellas en la superficie, lucharemos contra ellas en los tubos, lucharemos
contra ellas en los pasillos! ¡Si tenemos que morir, moriremos libres!
–¡Sí! ¡Ja–Da! ¡Libres!
–Y, si morimos, la Historia hablará de la época más gloriosa de Luna. ¡Queremos libertad...
o muerte!
Todo aquello tenía un sonido familiar. Pero las palabras del profesor surgían frescas y nuevas: me uní a los rugidos. Sabía que no podíamos desafiar a Tierra: soy técnico de profesión y
sé que a un misil H le tiene sin cuidado lo valiente que uno pueda ser. ¡Pero estaba dispuesto a
luchar también! ¡Si tenían ganas de pelea, les daríamos gusto!
El profesor les dejó rugir y luego les acompañó en el canto de la versión de Simon del
«Himno de Batalla de la República». Adam. apareció de nuevo en la pantalla y tomó el relevo
del profesor, cantando con ellos, mientras nosotros tratábamos de bajar de la plataforma y salir
de allí, con la ayuda e los stilyagis dirigidos por Slim. Pero las mujeres no querían dejarnos
marchar, y los jóvenes no constituyen la mejor protección cuando las «asaltantes» son damas.
Eran las diez de la noche cuando los cuatro, Wyoh, el profesor, Stu y yo nos encerrábamos en la
habitación L del Hotel Raffels, donde Adam–Mike se unió a nosotros por video. Yo estaba
hambriento, como todos, de modo que encargué la cena y el profesor insistió en que comiéramos antes de revisar nuestros planes.
Luego pasamos a discutir la situación.
Adam empezó pidiéndome que leyera en voz alta la copia que me habían entregado en Tierra, en beneficio suyo y de la Camarada Wyomíng...
–Pero antes, Camarada Manuel, si tienes las grabaciones que hiciste en Tierra, ¿podrías
transmitirlas por teléfono a alta velocidad a mi oficina? Haré que las transcriban para estudiarlas, ya que lo único que tengo hasta ahora son los resúmenes cifrados que ha enviado el Camarada Stuart.
Lo hice, sabiendo que Mike las estudiaría inmediatamente, ya que la fraseología formaba
parte del mito «Adam Selene»–y decidí hablar con el profesor acerca de la necesidad de que Stu
tomara parte en nuestras deliberaciones. Si Stu iba a ingresar en la célula ejecutiva, era absurdo
seguir fingiendo.
Transmitir las grabaciones a Mike a alta velocidad me llevó cinco minutos, leer en voz alta
otros treinta. Luego Mike dijo:
–Profesor, el éxito de la recepción ha superado todas mis previsiones, gracias a su discurso.
Creo que deberíamos presentar la propuesta de embargo al Congreso inmediatamente. Puedo
transmitir una llamada esta noche anunciando una sesión para mañana al mediodía. ¿Algún comentario?
–Bueno –dije–, esos cabezones se pasarán semanas enteras discutiendo. Si hay que contar
con ellos (aunque no entiendo el porqué), deberíamos actuar igual que con la Declaración. Empezar la sesión muy tarde, presentar la pro–
puesta después de medianoche y hacerla aprobar por nuestros camaradas.
–Lo siento, Manuel –dijo Adam–. Yo estoy despistado en lo que respecta a los acontecimientos de Tierra, y lo mismo te ocurre a ti en lo que atañe a los de Luna. Ya no es el mismo grupo.
¿Camarada Wyoming?
–Querido Mannie, ahora hay un Congreso elegido. La propuesta tiene que ser aprobada por
el Congreso, ya que es el gobierno que tenemos.
Dije lentamente:
–¿Habéis celebrado elecciones y lo habéis dejado todo en sus manos? ¿Todo? Entonces,
¿qué estamos haciendo nosotros? Miré al profesor, esperando una explosión. Pero el profesor
permaneció impasible. Su aspecto era de total relajamiento.
–Manuel –dijo–, no creo que la situación sea tan mala como tú pareces creer. En cada época
hay que adaptarse a la mitología popular. En otros tiempos los reyes eran consagrados por la
Deidad, de modo que el problema consistía en procurar que la Deidad consagrara al candidato
idóneo. En nuestra época, el mito es «la voluntad del pueblo»... pero el problema sólo cambia
superficialmente. El Camarada Adam y yo hemos discutido largamente acerca de la mejor manera de determinar cuál es la voluntad del pueblo. Me atrevo a sugerir que esta solución es muy
conveniente para nosotros.
–Bueno... de acuerdo. Pero, ¿por qué no fuimos informados? Stu, ¿lo sabías tú?
–No, Mannie. No había ningún motivo para decírmelo a mí –se encogió de hombros–. Yo
soy monárquico y no me hubiera interesado. Pero estoy de acuerdo con el profesor en que en
nuestra época las elecciones son un ritual necesario.
–Manuel –dijo el profesor–, no había ninguna necesidad de decírnoslo hasta que regresáramos; tú y yo estábamos ocupados en otra tarea. El Camarada Adam y la querida Camarada
Wyoh estaban al frente de la situación durante nuestra ausencia; antes de juzgar su actuación,
sepamos lo que hicieron.
–Lo siento. ¿Bien, Wyoh?
–Mannie, no dejamos nada al azar. Adam y yo decidimos que lo adecuado sería un Congreso
de trescientos miembros. A continuación pasamos horas enteras repasando las listas del Partido... y de personajes importantes que no pertenecen al Partido. Al final tuvimos una lista de
candidatos: una lista que incluía a algunos de los miembros del Congreso Ad–Hoc; no todos
eran «cabezones», como dices tú, de modo que incluimos tantos como pudimos. Luego, Adam
telefoneó a cada uno de ellos –o de ellas–, preguntándoles si estaban dispuestos a presentarse a
la elección... intimándoles a guardar el mayor secreto hasta que llegara el momento. Tuvimos
que reemplazar a algunos.
«Cuando todo estuvo a punto, Adam habló por video, anunció que había llegado el momento
de cumplir la promesa del Partido de que se celebrarían unas elecciones libres, estableció una
fecha, dijo que todas las personas mayores de dieciséis años podían votar, y que lo único que
tenían que hacer los aspirantes a candidatos era conseguir un centenar de firmas en una petición
de nombramiento y exponerla en la Antigua Cúpula o en un lugar público de su conejera. Había
treinta distritos electorales, con diez Congresistas por cada distrito ... »
–De modo que presentasteis las candidaturas del Partido, ¿no es cierto?
–¡Oh, no, querido! No había ninguna candidatura del Partido... oficialmente. Pero nosotros
teníamos a punto a nuestros candidatos... y debo decir que mis stilyagis llevaron a cabo una
excelente labor reuniendo firmas para las peticiones; nuestros candidatos las presentaron el primer día. Otras muchas personas las presentaron: los candidatos eran más de dos mil. Pero el
plazo entre el anuncio y la elección era sólo de diez días, y nosotros sabíamos lo que queríamos
en tanto que la oposición estaba dividida. No fue necesario
que Adam recomendara públicamente a ningún candidato. La cosa funcionó maravillosamente.
Tú obtuviste siete mil votos, querido, mientras que tu rival más próximo obtuvo menos de mil.
–¿ Yo gané?
–Ganaste tú, ganó el profesor, gané yo., ganó el Camarada Clayton, y ganaron casi todos los
que nosotros creíamos que debían estar en el Congreso. No resultó difícil. Aunque Adam no
recomendó a nadie, yo no vacilé en hacer saber a nuestros camaradas hacia quién se inclinaban
sus preferencias. Simón aportó también su contribución. Y mantenemos buenas relaciones con
los periódicos. Me hubiese gustado que estuvieras aquí la noche de la elección, vigilando los
resultados. ¡Excitante!
–¿Cómo llevasteis a cabo el recuento de votos? Nunca he sabido cómo funciona una elección. ¿Había que escribir los nombres en un trozo de papel?
–¡Oh, no! Utilizamos un sistema mucho mejor... debido a que algunos de nuestros mejores
ciudadanos no saben escribir. Instalamos los colegios electorales en Bancos, con empleados
bancarios identificando a los clientes y los clientes identificando a los miembros de sus familias
y a los vecinos que no tenían cuentas bancarias... y la gente votaba oralmente, y los empleados
marcaban los votos en las computadoras de los bancos en presencia del votante, y los resultados
eran transmitidos inmediatamente a la Cámara de Compensación de Luna City. Todo el mundo
votó en menos de tres horas y los resultados se conocieron unos minutos después del cierre de
los colegios.
Súbitamente se hizo una luz en mi cerebro y decidí interrogar a Wyoh en privado. No, a
Wyoh no: a Mike. No me dejaría impresionar por su dignidad de «Adam Selene» y arrancaría la
verdad a sus neuristores. Recordé un cheque por un importe de más de diez millones de dólares,
y me pregunté cuántos habían votado por mí. ¿Siete mil? ¿Setecientos? ¿O sólo mi familia y mis
amigos?
Pero no me preocupaba ya el nuevo Congreso. El profesor lo había preparado todo... y luego
se había largado a Tierra mientras se cometía el delito. Sería inútil interrogar a Wyoh; ella no
necesitaba saber lo que Mike había hecho... y podía representar mejor su papel si no sospechaba
nada.
Nadie sospecharía. Si hay algo que todo el mundo da por sentado es que una computadora
alimentada con cifras honestas devuelve siempre cifras honestas. Incluso yo estaba convencido
de ello, hasta que conocí a una computadora con sentido del humor.
Cambié de opinión acerca de sugerir que Stu conociera la verdad sobre Mike. De tres que la
supieran sobraban dos. O quizás tres.
–Mi... –empecé a decir, y cambié a–: Mi opinión es que el sistema parece eficaz. ¿Fue muy
rotunda nuestra victoria?
Adam respondió inexpresivamente:
–El ochenta y seis por ciento de nuestros candidatos triunfaron... aproximadamente lo que yo
había calculado.
(i«Aproximadamente», mi falso brazo izquierdo! ¡Exactamente lo que habías calculado, Mike, viejo granuja!)
–Retiro mi objeción a la sesión de mañana al mediodía... Allí estaré.
–Opino –dijo Stu–, suponiendo que el embargo empiece inmediatamente, que necesitaremos
algo para mantener el entusiasmo de que hemos sido testigos esta noche. En caso contrario, la
depresión económica producida por el mismo embargo minará la moral de la gente y provocará
una creciente desilusión. Adam, usted me impresionó desde el primer momento por su capacidad para anticipar con gran exactitud los acontecimientos futuros. ¿Tiene sentido lo que acabo
de decir?
–Lo tiene.
–¿Y bien?
Adam nos miró a todos sucesivamente y resultaba casi imposible creer que aquella era una
falsa imagen y que Mike
nos estaba situando simplemente a través de unos receptores biaurales.
–Camaradas... el embargo debe convertirse en una guerra abierta lo más rápidamente posible.
Nadie dijo nada. Una cosa es hablar de la guerra, y otra enfrentarse con ella. Finalmente,
suspiré y dije:
–¿Cuándo empezamos a tirar piedras?
–Nosotros no empezaremos –respondió Adam–. Tienen que empezar ellos, para que podamos presentarlos como agresores. Me reservaré mis opiniones hasta el final. ¿Camarada Manuel?
–Hum... Si de mí dependiera, empezaría dejando caer una inmensa roca sobre Agra... Hay
allí un individuo que no merece el espacio que ocupa. Aunque comprendo que vuestro objetivo
no es ése.
–No, no lo es –respondió Adam seriamente–. No sólo enfurecerías a toda la nación hindú, un
pueblo declaradamente enemigo de destruir todo lo que signifique vida, sino que enfurecerías
también a millones de personas en toda Tierra, destruyendo el Taj Mahal.
–Incluyéndome a mí –dijo el profesor–. No digas tonterías, Manuel. Tal como Adam. ha señalado, nuestra estrategia debe consistir en presentarles como agresores, la clásica maniobra
«Pearl Harbor». El problema estriba en saber cómo vamos a inducirles a asestar el primer golpe.
Adam, sugiero que lo que necesitamos es implantar la idea de que somos débiles y estamos
divididos, y que bastará con una demostración de fuerza para meternos en cintura. ¿Stu? Tu
personal en Tierra sería útil. Supongamos que el Congreso nos repudia a Manuel y a mí. ¿Cuál
sería el efecto?
–¡Oh, no! –dijo Wyoh.
–¡Oh, sí, querida Wyoh! No es preciso hacerlo, sino simplemente enviar la noticia a Tierra.
Tal vez sería mejor enviarlo de un modo clandestino que pudiera atribuirse a los científicos
terráqueos que permanecen en Luna, en tanto que nuestros canales oficiales continúan bajo una
rígida censura. ¿Adam?
–Tomo nota de ello como una táctica que probablemente será incluida en la estrategia. Pero
no será suficiente. Debemos ser bombardeados.
–Adam –dijo Wyoh–, ¿por qué dices eso? Aún en el caso de que Luna City pudiera resistir
sus mayores bombas, algo que espero no averiguar nunca, sabemos que Luna no puede ganar
una guerra total. Tú mismo lo has dicho muchas veces. ¿No existe algún medio de lograr que
consideren más conveniente para ellos dejarnos en paz?
Adam se pellizcó la mejilla derecha... y yo pensé: Mike, aprovéchate ahora para desplegar
todas tus cualidades de actor, antes de que yo te ajuste las cuentas... Estaba enojado con él, y
ansioso por hablarle a solas, sin tener que dirigirme a él como al «Presidente Selene».
–Camarada Wyoming –dijo sobriamente–, la partida en la que estamos empeñados es muy
compleja. Nosotros tenemos ciertos recursos o «piezas en juego» y muchos posibles movimientos. Nuestros adversarios poseen muchos más recursos y un espectro de respuestas mucho más
amplio. Nuestro problema consiste en conducir el juego de modo que nuestra fuerza sea utilizada hacia una solución óptima, induciendo al mismo tiempo a nuestros adversarios a desaprovechar su fuerza superior y a impedir que la utilicen al máximo. Hay que cronometrar exactamente
cada uno de los movimientos, y es necesario un gambito para desencadenar una serie de acontecimientos favorables a nuestra estrategia. Me doy cuenta de que esto resulta algo confuso. Puedo introducir los factores en una computadora y mostrártelos. Puedes dar por buenos los resultados o puedes utilizar tu propio criterio.
Le estaba recordando a Wyoh (en las mismas narices de Stu) que él no era Adam. Selene, sino Mike, nuestro pensador, que podía manejar un problema tan complicado debido a que era
una computadora y la más lista que existía en cualquier parte.
Wyoh arrió velas.
–No, no –dijo– Las matemáticas siempre han sido un misterio para mí. De acuerdo, hay que
hacerlo. ¿Cómo lo, haremos?
Eran las cuatro de la mañana cuando el profesor, Stu y Adam convinieron en que el plan que
habíamos elaborado era el mejor posible. De hecho, ignoro si Mike se tomó todo, aquel tiempo
para imponernos su plan mientras fingía estudiar nuestras sugerencias, o si Adam Selene se
limitó a vendernos el plan del profesor.
En cualquier caso, teníamos un plan y un calendario, elaborados aquel martes, 14 de mayo
de 2075, que únicamente variarían para adaptarse a los acontecimientos a medida que se produjeran. En esencia, requería de nosotros el portarnos lo más desagradablemente posible, robusteciendo al mismo tiempo la impresión de que acabar con nosotros sería un juego de niños.
Llegué a la Sala al mediodía, tras un descanso insuficiente, y descubrí que podía haber dormido dos
horas más; los congresistas de Hong Kong no podían presentarse tan temprano, a pesar del Tubo directo.
Wyoh no golpeó la mesa con la maza hasta las dos y media.
Sí, mi esposa más reciente era presidente provisional de un organismo que todavía no estaba
organizado. Parecía muy impuesta en las normas parlamentarias, y no era una mala elección: un
grupo de lunáticos se porta mejor cuando una dama golpea la mesa con la maza.
No entraré en detalles acerca de lo que el nuevo Congreso hizo y dijo durante aquella sesión
y en las sesiones posteriores: las actas están a disposición de quien desee consultarlas. Hice acto
de presencia únicamente cuando era necesario, y no me molesté en aprender las reglas del juego, que parecían consistir a partes iguales en un intercambio de cortesías y en una serie de argucias por medio de las cuales el presidente podía hacer que las cosas discurrieran a su gusto.
Inmediatamente después de que Wyoh reclamara la atención de la asamblea con su maza, un
congresista se puso en pie y dijo:
–Gospazha Presidente, solicito que dejemos en suspenso las normas y oigamos al profesor
de la Paz.– La propuesta fue acogida con gritos de aprobación, pero Wyoh volvió a 'lizar su
maza.
uti
–La moción no es procedente –dijo–. Me permito recordar a los señores miembros que esta
Cámara aplazó su última sesión sin darla por terminada, y que el Presidente del Comité para la
Organización y Estructuración Permanentes del Gobierno continúa en el uso de la palabra.
El Presidente en cuestión resultó ser Wolfgang Korsakov, representante por Tycho Inferior
(y miembro de la célula del Profesor y nuestro agente número uno en la LuNoHoCo), y no sólo
continuó en el uso de la palabra, sino que la retuvo durante todo el día, cediéndola únicamente a
su conveniencia (es decir, a aquellos que él deseaba que hablaran, negándosela sistemáticamente
a los demás). Pero nadie se mostraba demasiado molesto; todos parecían admitir de buena gana
el caudillaje de los altos dirigentes. Eran alborotadores, pero no indisciplinados.
A la hora de la cena Luna tenía un gobierno para reemplazar al gobierno provisional cooptado, es decir, el gobierno fantasma que nosotros mismos habíamos optado y que nos había enviado a Tierra al profesor y a mí. El Congreso confirmó todos los actos del gobierno provisional,
ratificando así lo que habíamos hecho, agradeció al gobierno saliente los servicios prestados y
ordenó al Comité de Wolfgang que siguiera trabajando en la estructuración permanente del gobierno.
El profesor fue elegido Presidente del Congreso y Primer Ministro ex–officio del gobierno
interino hasta que tuviéramos
una Constitución. Protestó, alegando su avanzada edad y su estado de salud... y luego dijo que
sólo aceptaría si tenía algunas cosas para ayudarle; era demasiado viejo y estaba demasiado
agotado por el viaje a Tierra para asumir la responsabilidad de presidir el Congreso –excepto
cuando se debatiera algún asunto trascendental–, de modo que quería que el Congreso eligiera
un Presidente de la Cámara y un Presidente Adjunto... y además de eso creía que el Congreso
debía aumentar su número de miembros en un diez por ciento, nombrando por sí mismo los
diputados necesarios a fin de que el Primer Ministro, quienquiera que fuese, pudiera ampliar su
campo de elección a la hora de escoger a los miembros de su gabinete... especialmente a ministros sin cartera que le aliviaran de sus tareas.
Se produjo un pequeño alboroto. La mayoría de los «diputados» estaban orgullosos de serlo
y no se sentían inclinados a compartir sus prerrogativas. Pero el profesor se limitó a sentarse con
aire fatigado, esperando... y alguien subrayó que el control seguiría estando en manos del Congreso. De modo que le dieron al profesor lo que había pedido.
Luego, alguien pronunció un discurso formulando un ruego a la Presidencia. Todo el mundo
sabía (dijo) que Adam Selene no había querido presentar su candidatura para el Congreso alegando que el Presidente del Comité de Emergencia no debía aprovecharse de su posición para
obtener un puesto en el nuevo gobierno. Pero, ¿podía decir la Honorable Presidente si existía
algún motivo para no elegir a Adam Selene como diputado por toda la nación? ¿Como un gesto
de reconocimiento de sus grandes servicios? Para que toda Luna –sí, y todos los terráqueos,
especialmente la ex Autoridad Lunar– supiera que no repudiábamos a Adam Selene sino que
por el contrario seguía siendo el primero y el más querido de nuestros estadistas, y no era Presidente porque él mismo había preferido no serlo.
Se repitieron los gritos de aprobación. Se tardaría unos minutos en averiguar quién pronunció aquel discurso, pero en ninguna de las actas se dice que lo escribió el profesor. Y así quedaron las cosas al final de los debates:
Primer Ministro y Secretario de Estado para los Asuntos Exteriores: Profesor Bernardo de la
Paz.
Presidente de la Cámara, Finn Nielsen; Presidente Adjunto Wyoming Davis.
Subsecretario de Estado para los Asuntos Exteriores y Ministro de Defensa, general O'Kelly
Davis; Ministro de Información, Terence Sheehan; Ministro sin Cartera adscrito al Ministerio de
Información, Stuart René LaJoie, diputado por toda la nación; Secretario de Estado para la Economía y las Finanzas (y Custodio de las Propiedades Enemigas), Wolfgang Korsakov; Ministro
del Interior y de los Servicios de Seguridad, Camarada «Clayton» Watenabe; Ministro sin Cartera y Asesor Especial del Primer Ministro, Adam. SeIene... y otra docena de ministros y ministros sin cartera de conejeras que no eran Luna City.
¿Se dan cuenta de como estaban las cosas? Todo esto significaba que la célula B continuaba
al frente de la situación tal como había aconsejado Mike, respaldada por un Congreso en el cual
no podíamos perder un voto de confianza... aunque perdiésemos otros que no queríamos ganar,
o que carecían de importancia para nosotros.
Pero en aquellos momentos no le encontraba ningún sentido a todo aquel jaleo.
Durante la sesión de la noche el profesor informó sobre nuestro viaje y luego me cedió la palabra –con el consentimiento del Presidente del Comité Korsakov– para que a mi vez pudiera
informar acerca del «plan quinquenal» y de cómo la Autoridad había intentado sobornarme.
Nunca había pronunciado un discurso, pero durante la cena había tenido tiempo de empollar el
que Mike había escrito. Lo había redactado en términos tan virulentos que me contagié de su
agresividad y logré que mis palabras impresionaran a mis oyentes. Cuando me senté, el Congreso hervía de indignación.
El profesor se puso en pie, delgado y pálido, y declaró:
–Camaradas miembros, ¿qué vamos a hacer? Sugiero, con permiso del Presidente Korsakov,
que se someta a debate la mejor manera de replicar a esa insolencia contra nuestra nación.
Un representante por Novylen se levantó muy excitado diciendo que debíamos declarar inmediatamente la guerra, y el Congreso aulló su aprobación. Sin embargo, el profesor apaciguó
los ánimos señalando que la propuesta no podía ser sometida a votación hasta que la Cámara no
hubiese escuchado todos los informes del Comité.
Siguieron más discursos, todos virulentos. Finalmente habló el Camarada miembro Chang
Jones:
–Camaradas diputados –perdón, Gospodin Presidente Korsakov–, soy un cultivador de arroz
y de trigo. Mejor dicho, lo era, ya que en el mes de mayo obtuve un crédito del Banco y más
hijos y yo nos dedicamos a otros cultivos diversificados. Estamos arruinados –he tenido que
pedir prestado el dinero que cuesta el billete del Tubo para venir aquí–, pero mi familia come y
algún día podremos saldar cuentas con el Banco. Al menos, he dejado de cultivar cereales.
«Pero hay otros que todavía los cultivan. La catapulta no ha interrumpido sus envíos a Tierra
ni un solo día desde que somos libres. Continuamos mandándoles cereales, con la esperanza de
que algún día su papel–moneda tendrá algún valor.
«Sin embargo, ahora sabemos, porque ellos mismos nos lo han dicho, lo que se proponen
hacer con nosotros; ahora conocemos sus proyectos. La única respuesta que podemos darles a
esos bandidos para que sepan que no estamos dispuestos a dejarnos atropellar es la de suspender
los envíos inmediatamente. ¡Ni una sola tonelada, ni un solo kilogramo, hasta que accedan a
dialogar y ofrezcan un precio justo!»
Alrededor de medianoche aprobaron el Embargo, y a continuación se suspendió la sesión...
mientras los comités seguían deliberando.
Wyoh y yo nos marchamos a casa, donde pude restablecer el contacto con mi familia. No
había ninguna tarea inmediata, ya que Mike–Adam y Stu lo habían preparado todo anticipadamente, y Mike había interrumpido el funcionamiento de la catapulta («dificultades técnicas con
la computadora de balística») veinticuatro horas antes. El último envío en camino sería recogido
por el Control Terrestre de Poona al día siguiente, y Tierra sería informada, en términos insolentes, de que aquél sería el último envío que recibirían.
22
Para calmar la inquietud de los agricultores continuaron las compras de cereales en la catapulta... pero los cheques llevaban ahora impresa la advertencia de que el Estado Libre de Luna
no respondía de ellos, ni garantizaba que la Autoridad Lunar los redimiera ni siquiera en papel–
moneda, etc., etc. Algunos cultivadores dejaban la carga a pesar de todo, algunos no, y todos
protestaban. Pero no podían hacer nada, ya que la catapulta estaba parada y las cintas transportadoras no funcionaban.
La depresión no se dejó sentir de un modo inmediato en el resto de la economía. Los regimientos de defensa habían diezmado hasta tal punto las filas de los mineros que la venta de
hielo en el mercado libre era un buen negocio; las acerías subsidiarias de la LuNoHoCo contrataban a todos los hombres físicamente aptos que podían encontrar, y Wolfgang Korsakov disponía de una gran cantidad de papel moneda, «Dólares Nacionales», impresos como los dólares
Hong Kong y con el mismo valor... teóricamente. En Luna abundaba la comida, abundaba el
trabajo, abundaba el dinero; la gente no estaba preocupada, ya que tenía como siempre «cerveza, apuestas, mujeres y trabajo».
Los «Nacionales», nombre que se daba a los nuevos dólares, eran dinero de inflación, dinero
de guerra, moneda de curso forzoso. Servían para todas las transacciones, pero al tratarse de una
moneda inflacionaria se devaluaban de un modo creciente; el nuevo gobierno estaba gastando
un dinero que no poseía.
Pero aquello fue más tarde... El desafío a Tierra, a la Autoridad y a las Naciones Federadas
fue expresado en términos deliberadamente insolentes. Se ordenó a las naves de las Naciones
Federadas que permanecieran a una distancia mínima de diez diámetros de Luna, sin orbitar a
ninguna distancia si no querían ser destruidas sin previo aviso. (No se mencionaba el cómo,
dado que no podíamos hacerlo). Las naves de propiedad privada serían autorizadas a alunizar si
a) se solicitaba el permiso por anticipado, incluyendo el plan balístico, b) la nave autorizada se
situaba bajo el Control de Luna (Mike) a una distancia de cien mil kilómetros mientras seguía la
trayectoria aprobada, y c) no llevaba armas a bordo, a excepción de tres armas cortas que podían
portar tres oficiales. Para comprobar este último punto, la nave sería inspeccionada inmediatamente después del alunizaje y antes de que descendiera ningún pasajero; la violación de esa norma significaría la confiscación de la nave. Ninguna persona podría descender a Luna a excepción de los tripulantes de una nave involucrados directamente en la carga y descarga y de los
ciudadanos de los países de Tierra que hubieran reconocido a Luna Libre. (Únicamente Chad...
y Chad no poseía naves. El profesor confiaba en que algunas naves de propiedad privada se
inscribirían en el registro de la flota mercante de Chad y viajarían bajo su pabellón).
El Manifiesto declaraba que los científicos terráqueos que continuaban en Luna podrían regresar a Tierra en cualquier nave que se ajustara a las condiciones estipuladas. Invitaba a todas
las naciones terráqueas amantes de la libertad a denunciar los atropellos de que habíamos sido
víctimas y los que la Autoridad planeaba contra nosotros, a reconocernos y a establecer relaciones comerciales con Luna, donde no existían trabas de ninguna clase contra el libre intercambio
comercial. Invitaba también a la inmigración, ¡limitada, y subrayaba que en Luna había escasez
de mano de obra y que cualquier inmigrante se encontraría en condiciones de subvenir a sus
necesidades inmediatamente.
Alardeábamos también de nuestra alimentación: un consumo de 4.000 calorías diarias per
cápita entre los adultos, con muchas proteínas, un coste muy bajo y ningún racionamiento. (Stu
había sugerido a Adam–Mike que citara el precio del vodka de 100 grados: cincuenta centavos
de dólar Hong Kong el litro, libre de impuestos. Teniendo en cuenta que era menos de la décima
parte del precio al detalle del vodka de 80 grados en América del Norte, Stu sabía que la cita
sería eficaz. Adam, abstemio «por naturaleza», no había pensado en ello: uno de los pocos descuidos de Mike).
La Autoridad Lunar era invitada a reunirse en un lugar alejado de cualquier núcleo de población –en alguna parte sin irrigar del Sahara, por ejemplo–, para recibir allí nuestro último envío
de cereales, completamente gratis... y sin frenado previo de ninguna clase. Seguía la advertencia
de que estábamos dispuestos a hacer lo mismo con cualquiera que amenazara nuestra paz, y,a tal
efecto teníamos preparado un número suficiente de cargas en la catapulta, listas para ser lanzadas a Tierra.
Luego esperamos.
Pero no esperamos con los brazos cruzados. En realidad había unos cuantos cilindros cargados; los descargamos y volvimos a cargarlos con rocas, introduciendo cambios en los elementos
de orientación a fin de que el Control de Poona no pudiera afectarles. Quitamos los retropropulsores, dejando únicamente los impulsores laterales, y los primeros fueron trasladados a la nueva
catapulta para ser transformados en impulsores. La mayor dificultad consistió en llevar acero a
la nueva catapulta para envolver los cilindros de roca maciza. El acero era un problema para
nosotros.
Dos días después de nuestro manifiesto, una radio «clandestina» empezó a emitir en dirección a Tierra. Sus ondas eran muy débiles y tendían a desvanecerse en el éter, y se suponía que
estaba oculta, probablemente en un cráter, donde sólo podía funcionar a determinadas horas,
hasta que los animosos científicos terráqueos lograron instalar un repetidor automático. Se encontraba muy próxima a la frecuencia de «La Voz de Luna Libre», la cual tendía a ahogarla con
sus desaforadas bravatas.
(Los terráqueos que permanecían en Luna no tenían ninguna posibilidad de hacer señales.
Los que habían preferido continuar sus investigaciones estaban severamente controlados por
stilyagis que no les perdían de vista un solo instante, y dormían encerrados en barracones).
Pero la emisora «clandestina» consiguió hacer llegar «la verdad» a Tierra. El profesor había
sido juzgado por desviacionismo y se encontraba bajo arresto domiciliario. Yo había sido ejecutado por traición. Hong Kong Luna se había sublevado, declarándose independiente. En Novylen, los disturbios eran continuos. Todas las explotaciones agrícolas habían sido colectivizadas,
y en el mercado negro de Luna City se vendían los huevos a tres dólares la unidad. Se habían
formado batallones femeninos, que patrullaban con fusiles de imitación por los pasillos de Luna
City: cada una de sus miembros había jurado matar al menos a un terráqueo.
Esto último, lo de los batallones femeninos, era casi cierto. Muchas damas deseaban aportar
su colaboración militante y habían formado una especie de Cuerpo de Defensa Civil. Pero no
patrullaban ni llevaban armas; se limitaban a hacer prácticas de primeros auxilios. Pero Mum lo
ignoraba y no permitió que Hazel se alistara... lo cual significó un berrinche para la muchacha.
No sé hasta qué punto debo llegar en el relato de los hechos. No podría contarlos todos, desde luego, pero lo que narran los libros de historia se aleja tanto de la verdad...
Yo no era mejor «ministro de defensa» que «diputado». No me estoy disculpando, ya que lo
cierto es que no estaba preparado para ninguna de las dos cosas. La revolución es
cosa de aficionados para casi todo el mundo; el profesor –era el único que parecía saber –lo que
estaba haciendo, y a pesar de ello también para él era nueva la situación: nunca había tomado
parte en una revolución victoriosa ni había formado parte de un gobierno, y mucho menos en
calidad de Primer Ministro.
Como Ministro de Defensa, no se me ocurrían otras medidas defensivas aparte de las que ya
habíamos adoptado; es decir, patrullas volantes de sti1yagis en las conejeras, y tiradores provistos de fusiles láser alrededor de los radares balísticos. Si las Naciones Federadas decidían bombardearnos, no veía el modo de evitarlo; no había un solo misil de intercepción en todo Luna, y
ese tipo de cohetes no es de los que pueden improvisarse de la noche a la mañana. Ni siquiera
disponíamos de los materiales atómicos indispensables para construir tales cohetes.
De modo que me limité a pedir a algunos ingenieros chinos que habían construido fusiles laser que estudiasen el problema de la intercepción de bombas o de misiles: el mismo problema,
de hecho, ya que la única diferencia entre una bomba y un misil consiste en que este último
llega antes a su punto de destino.
Luego dediqué la atención a otras cosas. En mi fuero íntimo, confiaba en que las Naciones
Federadas no bombardearían nunca las conejeras. Algunas de éstas, las de Luna City en particu-
lar, se hallaban a tanta profundidad que probablemente podrían resistir los impactos directos.
Una galería, en el piso inferior del Complejo donde vivía la parte central de Mike, había sido
diseñada para resistir un bombardeo. En cambio, Tycho Inferior era una gran cueva natural como la Antigua Cúpula, y el techo sólo tenía unos metros de espesor: bastaría una sola bomba
para que se derrumbara.
Pero no existen límites para la potencia de una bomba de hidrógeno; las Naciones Federadas
podían construir una lo bastante grande como para aplastar Luna City... y teóricamente incluso
una bomba del Juicio Final que partiera a la Luna en dos, como si fuera un melón. Si decidían
hacerlo, no veía el modo de evitarlo, de modo que no me preocupaba.
En consecuencia, dediqué mi tiempo a los problemas que podía manejar, ayudando en la
nueva catapulta, tratando de mejorar las instalaciones para los taladros laser alrededor de los
radares (y tratando de retener a los taladradores: la mitad de ellos se marchó en cuanto el hielo
aumentó de precio), intentando instalar controles descentralizados para todas las conejeras. Mike hizo los diseños, nos incautamos de todas las computadoras que pudimos encontrar (pagándolas con «nacionales» con la tinta apenas seca), y encargué la tarea a McIntyre, el antiguo Ingeniero Jefe de la Autoridad, considerando que estaba capacitado para realizarla.
La mayor computadora aparte de Mike, era la que utilizaba el Banco de Hong Kong en Luna
para su contabilidad y también como cámara de compensación. Estudié sus manuales de instrucción y decidí que era una computadora bastante lista tratándose de una máquina que no podía hablar, de modo que le pregunté a Mike si podría enseñarle balística. Establecimos unos
enlaces provisionales para que las dos máquinas pudieran conocerse, y Mike informó que –su
compañera podría aprender la tarea sencilla para la cual lo necesitábamos –un refuerzo para la
nueva catapulta–, aunque él no se atrevería a viajar en una nave controlada por aquella computadora; era demasiado prosaica y carecía de sentido crítico. En realidad era estúpida.
Bueno, no la queríamos para que silbara melodías o contara chistes; sólo la necesitábamos
para impulsar cargas en una catapulta en la milésima de segundo precisa y a la velocidad correcta, y luego controlar el descenso de la carga hacia Tierra.
El Banco de Hong Kong no tenía el menor deseo de vender. –Pero nosotros contábamos con
patriotas en su consejo de administración, prometimos devolverla cuando la situación se normalizara y la trasladamos a su nuevo emplazamiento; por medio de tractores, ya que no cabía en
los Tubos. La conecté de nuevo a Mike y éste se dedicó a enseñarle el arte de la balística previendo la posibilidad de que su conexión con el nuevo emplazamiento pudiera quedar cortada en
el curso de un ataque.
(¿Saben lo que utilizó el Banco para reemplazar a la computadora? Doscientos empleados
provistos de ábacos. ¿Ábacos? Sí, unas tablas con bolas movibles, la más antigua de las computadoras manuales, tan antigua que nadie sabe quién la inventó. Los rusos, los chinos y los japoneses los habían utilizado siempre, y en la actualidad los usan aún las tiendas pequeñas).
Tratar de mejorar los taladros láser como armas de defensa espacial resultó más fácil, pero
menos seguro. Tuvimos que dejarlos montados sobre sus soportes originales; no disponíamos de
tiempo, ni de acero, ni de herreros para improvisar otros. De modo que nos concentramos en los
dispositivos para obtener una mejor puntería. Lo que hacía falta eran telescopios, desde luego.
Pero en Luna eran prácticamente inexistentes; además de las dificultades que planteaba el transporte de unos elementos tan delicados, en Luna no había mercado para ellos. De modo que tuvimos que utilizar prismáticos e instrumentos ópticos confiscados en los laboratorios de los
terráqueos, especialmente las cámaras Bausch y Schmidt que los astrónomos empleaban para
delinear el mapa del cielo.
Pero él mayor problema eran los hombres. No se–trataba de una cuestión de dinero, ya que
los sueldos eran muy altos. Pero a un perforador le gusta trabajar, ya que en caso contrario
habría escogido otra profesión. Y permanecer de guardia día tras día, en espera de una alarma
que siempre resultaba ser un simple ejercicio de entrenamiento, era algo que no se habla hecho
para ellos. Se marchaban. Un día del mes de septiembre ordené uno de los habituales ejercicios
y me encontré con que sólo había personal para siete taladros.
Aquella noche hablé del asunto con Wyoh y con Sidris. Al día siguiente, Wyoh quiso saber
si el profesor y yo daríamos el visto bueno a unos gastos adicionales... Formaron algo que Wyoh
bautizó con el nombre de «Unidad Lisístrata.» Nunca pregunté cuáles eran sus obligaciones ni
lo que costaba, ya que en la primera visita de inspección que giré a un destacamento después de
aquello, encontré en él a tres muchachas y a una $ dotación completa de hombres. Las muchachas vestían el mismo uniforme que los hombres, y una de ellas llevaba los galones de sargento.
Mi visita de inspección fue muy breve. Ninguna de aquellas muchachas tenía una musculatura que le permitiera manejar un taladro. Pero me di cuenta de que la moral entre los hombres era
muy elevada, y no presté más atención al asunto.
El profesor había subestimado a su nuevo Congreso. Estoy seguro de que lo único que deseaba era un organismo que dijera amén a todo lo que nosotros hacíamos y que al mismo tiempo
apareciera como «la voz del pueblo». Pero el hecho de que los nuevos diputados no fueran «cabezas huecas» determinó que se mostraran más activos de lo que el profesor deseaba. Especialmente el Comité para la Organización y Estructuración Permanentes del Gobierno.
Lo que en realidad ocurría era que todos estábamos intentando hacer más de lo que estaba a
nuestro alcance. Los jefes permanentes del Congreso eran el Profesor, Finn Nielsen y Wyoh. El
profesor sólo se dejaba ver cuando quería dirigirles la palabra: rara vez. Pasaba el tiempo analizando o proyectando con Mike (las probabilidades llegaron a ser de una contra cinco durante el
mes de septiembre del 76), planeando la propaganda con Stu y Sheenie Sheehan, controlando
las noticias oficiales para Tierra, las «noticias» completamente distintas que transmitía la radio
«clandestina», y amañando las noticias que llegaban de Tierra. Además de eso, lo controlaba
prácticamente todo: yo tenía que informarle diariamente, lo mismo que todos los ministros,
reales y ficticios.
Por mi parte mantenía muy ocupando a Finn Nielsen, que era mi «Comandante de las Fuerzas Armadas». Tenía que supervisar sus fusileros láser: inicialmente seis hombres con armas
capturadas en el asalto a la residencia del Alcaide, que se habían convertido en ochocientos
esparcidos por todo Luna y armados con fusiles «de imitación» construidos en Kongsville.
Además, estaban todas las organizaciones de Wyoh, desde los sti1yagis hasta las muchachas de
la Unidad Lisístrata, pasando por los Irregulares (rebautizados con el nombre de «Piratas de
Peter Pan»). Todos aquellos grupos paramilitares dependían de Finn a través de Wyoh. Yo no
podía ocuparme de ellos, porque tenía otros problemas, tales como actuar de mecánico al mismo
tiempo que de «estadista» cuando había que realizar tareas tales como la de instalar aquella
computadora en la nueva catapulta.
Además de lo cual, yo no soy un ejecutivo y Finn tenía cualidades para ello. Le asigné también el mando de los perforadores, pero antes decidí formar con ellos una «brigada» y convertir
al juez Brody en «brigadier». Brody sabe tanto de cuestiones militares como yo –creo–, pero era
muy conocido, muy respetado, tenía mucho carácter... y había sido perforador antes de perder
una pierna. Finn no era perforador y no podía tratar directamente con ellos; no le hubieran escuchado. Pensé en utilizar a mi comarido Greg. Pero Greg hacía falta en la catapulta de Mare Undarum, y era un simple mecánico que había seguido todas las fases de la construcción.
Wyoh ayudaba al profesor, ayudaba a Stu, dirigía sus propias organizaciones, realizaba viajes a Mare Undarum... y disponía de muy poco tiempo para presidir el Congreso; la tarea recaía
sobre el presidente del comité decano, Wolf Korsakov... que estaba más ocupado que cualquiera
de nosotros; la LuNoHoCo dirigía todo lo que la Autoridad había dirigido, y muchas cosas nuevas por añadidura.
Wolf tenía un buen comité; el profesor tenía que haberlo vigilado más de cerca. Wolf había
hecho que su jefe, Moshai Baum, fuese elegido vicepresidente, y éste se había tomado muy en
serio la tarea de determinar las características que debía tener el gobierno permanente. Y Wolf,
creyendo que dejaba el Comité en buenas manos, se había desentendido de él.
Bajo la dirección de Baum, los miembros del Comité se dedicaron a estudiar formas de gobierno en la Biblioteca Carnegie, celebraron reuniones de subcomités, formados por tres o cua-
tro personas (las suficientes para inquietar al profesor, si lo hubiese sabido), y cuando el Congreso se reunió a primeros de septiembre para ratificar algunos nombramientos y elegir más
diputados–representantes de toda la nación, el Camarada Baum maniobró hábilmente desde la
Presidencia e hizo aprobar una resolución por la que el Congreso quedaba convertido en una
Convención Constitucional dividida en grupos de trabajo encabezados por aquellos subcomités.
Creo que el profesor quedó sorprendido y disgustado. Pero no podía oponerse a lo que había
sido aprobado de acuerdo con las normas que él mismo había redactado. Sin embargo, no se dio
por vencido: se trasladó a Novylen (donde ahora se reunía el Congreso: Novylen era geográficamente más céntrica que Luna City) y pronunció un discurso en términos moderados, como de
costumbre, limitándose a proyectar algunas sombras sobre lo que estaban haciendo, en vez de
decirles sin rodeos que estaban equivocados:
–Camaradas miembros, lo mismo que el fuego, el gobierno es un peligroso servidor y un
amo terrible. Ahora disfrutáis de libertad... si sabéis conservarla. Pero no olvidéis q~e podéis
perder esa libertad más rápidamente por vosotros mismos que por cualquier otro tirano. Avanzad lentamente, no dudéis en vacilar, meditad bien en las consecuencias de cada palabra. No me
importaría que esta convención deliberase diez años antes de informar... pero me asustaría si sus
deliberaciones durasen menos de un año.
«Desconfiad de lo evidente, sospechad de lo tradicional... ya que en el pasado el género
humano no ha salido bien librado cuando se ha ensillado a sí mismo con gobiernos. Observo,
por ejemplo, en un borrador una propuesta para dividir a Luna en distritos parlamentarios y en
dividirlos de nuevo de cuando en cuando de acuerdo con su población.
«Este es el sistema tradicional; en consecuencia, debe ser sospechoso, considerado culpable
hasta que demuestre su inocencia. Tal vez algunos de vosotros creéis que es el único sistema.
¿Puedo sugerir otros? El lugar donde vive un hombre es lo menos importante en lo que a él
respecta. Pueden formarse distritos electorales dividiendo a la gente por su ocupación... o por
su edad... o incluso alfabéticamente. O podría no ser dividida, eligiendo a los diputados como
representantes de toda la nación; ésta podría ser la mejor solución para Luna.
«Podríais considerar incluso el nombramiento de los candidatos que obtuvieron el menor
número de votos: los hombres impopulares pueden ser precisamente los que os salven de una
nueva tiranía. No rechacéis la idea simplemente porque parece descabellada: ¡meditadla bien!
En el pasado, tal como demuestra la historia, los gobiernos elegidos popularmente no han sido
mejores y a veces han resultado mucho peores que las tiranías declaradas.
«Pero si vuestras preferencias se inclinan por UD gobierno representativo, existen medios
mucho mejores que el distrito territorial para alcanzarlo. Cada uno de vosotros, por ejemplo,
representa a unos diez mil seres humanos, tal vez a siete mil con derecho a voto... y algunos de
vosotros fuisteis elegidos por leves mayorías. Supongamos que en vez de ser elegido un hombre quedara calificado de oficio por una petición firmada por cuatro mil ciudadanos. En tal caso
representaría a aquellos cuatro mil positivamente, sin minorías disconformes, ya que hubiese
sido minoría en una elección por distritos territoriales y quedaría en libertad para encabezar
otras peticiones o unirse a ellas. Entonces, todos estarían representados por los hombres a los
que habrían elegido. Y un hombre con ocho mil partidarios, por ejemplo podría tener dos votos
en esta Cámara. Habría dificultades, objeciones, sin duda alguna. Pero todas ellas podrían ser
superadas, y evitar así la crónica dolencia del gobierno representativo, la minoría disconforme
que cree, ¡con motivo!, que ha sido dejada de lado.
«Pero, hagáis lo que hagáis, no permitáis que el pasado sea una camisa de fuerza.
«Observo una propuesta para convertir a este Congreso en un organismo de dos Cámaras.
Excelente: a más impedimentos, mejor legislación. Pero, en vez de seguir la tradición, sugiero
una cámara de legisladores, y otra cuya única obligación sea la de rechazar leyes. Dejad que los
legisladores aprueben leyes por una mayoría de dos tercios... en tanto que la otra cámara pueda
rechazarlas por una simple minoría de un tercio. ¿Absurdo? Pensadlo bien. Si un proyecto de
ley es tan poco atractivo que no obtiene los dos tercios de vuestros asentimientos, ¿no es probable que se convirtiera en una ley inoperante? Y si una ley es rechazada por una tercera parte
de vosotros, ¿no es probable que podáis prescindir perfectamente de ella?
«Pero al redactar vuestra constitución permitidme que os llame la atención sobre las maravillosas virtudes de la negativa. ¡Acentuad la negativa! Henchid vuestro documento de cosas que
el gobierno no pueda hacer nunca. Prohibidle reclutar ejércitos... prohibidle cercenar en lo más
mínimo la libertad de prensa, de expresión, de reunión, de religión, de instrucción, de comunicación, de trabajo, de viajar... prohibidle que exija el pago de impuestos involuntarios. Camaradas, si pasarais cinco años estudiando la historia en busca de más y más cosas que un gobierno
tendría que prometer no hacer nunca, y vuestra constitución sólo incluyera esas negativas, me
sentiría muy satisfecho.
«Lo que más temo son los actos afirmativos de hombres sensatos y bienintencionados, otorgando al gobierno poderes para hacer algo que parece necesario. Os ruego que recordéis siempre que la Autoridad Lunar fue creada para el más noble de los objetivos por un grupo de hombres bienintencionados, todos elegidos popularmente. Y con esta idea os dejo entregados a vuestras tareas. ¡Gracias!»
–¡Gospodin Presidente! Sólo a título informativo. Ha hablado usted de «impuestos involuntarios»... Entonces, ¿cómo espera usted pagar las cosas? ¡Tanstaafl!
–Yo pienso pagar las mías, y en cuanto a las de usted son un problema suyo. Ahora bien, en
términos generales, se me ocurren varios sistemas de financiación de los gastos. Aportaciones
voluntarias como las de las iglesias que se mantienen a sí mismas... loterías patrocinadas por el
gobierno a las cuales nadie necesita suscribirse... o tal vez los diputados podrían rascarse los
bolsillos y pagar lo que sea necesario; ese sería un medio idóneo para reducir el gobierno a sus
funciones indispensables, cualesquiera que puedan ser. Si es que en realidad existen esas funciones. Por mi parte, me daría por satisfecho con que la única ley fuese la Regla de Oro: «No
quieras para otro lo que no quieras para ti»; no veo la necesidad de ninguna otra, ni de ningún
sistema para imponerla. Pero si usted cree realmente que sus vecinos deben tener leyes por su
propio bien, ¿por qué no habría de pagar usted por ello? Camaradas, no recurráis a los impuestos forzosos. No hay peor tiranía que la de obligar a un hombre a pagar por lo que no desea,
simplemente porque otro hombre opina que sería bueno para él.
El profesor se inclinó y salió de la Sala. Stu y yo le seguimos. Una vez en una cápsula sin
ningún otro pasajero, le pinché:
–Profesor, me ha gustado mucho lo que ha dicho... pero en lo que respecta a los impuestos,
¿no está usted diciendo una cosa y haciendo otra? ¿Quién cree que va a pagar todos los gastos
que estamos haciendo?
Permaneció en silencio unos instantes y luego dijo:
–Manuel, mi única ambición es la de que llegue el día en que pueda dejar de fingir que soy
un jefe ejecutivo.
–¡Eso no es una respuesta!
–Has puesto el dedo en el dilema de todo gobierno... y el motivo por el que soy anarquista.
La facultad de imponer tributos, una vez concedida, no tiene límites; crece en proporciones
geométricas. No bromeaba cuando les dije que se rascaran sus propios bolsillos. Es posible que
no pueda prescindirse del gobierno... a veces creo que el gobierno es una enfermedad ineludible
de los seres humanos. Pero entra en lo posible reducirlo a unos límites que lo hagan inofensivo.
¿Se te ocurre algo mejor que obligar a los gobernantes a que sufraguen los gastos de su afición
antisocial?
–De todos modos, sigo sin saber cómo vamos a pagar lo que estamos haciendo.
–¿De veras, Manuel? Sabes perfectamente cómo lo estamos haciendo. Lo estamos robando.
No me siento orgulloso ni avergonzado; es el medio de que disponemos. Si nuestros enemigos
llegan a imponerse, pueden eliminarnos, y estoy preparado para enfrentarme a esa posibilidad.
Pero al menos, robando, no hemos creado el nefasto precedente de los impuestos.
–Profesor, no me gusta decir esto...
–Entonces, ¿por qué lo dices?
–Porque, ¡maldita sea!, estoy metido en esto hasta el cuello, lo mismo que usted, y me gustaría que todo ese dinero fuese devuelto. No me gusta decirlo, pero lo que usted acaba de decir
me suena a hipocresía.
El profesor dejó oír una risita burlona.
–¡Mi querido Manuel! ¿Has tardado tantos años en descubrir que soy un hipócrita?
–Entonces, ¿lo admite usted?
–No. Pero si el creer que lo soy hace que te sientas mejor, no tengo inconveniente en que me
utilices como cabeza de turco. Pero no soy hipócrita conmigo mismo, porque el día que declaramos la Revolución sabía que necesitaríamos mucho dinero y que tendríamos que robarlo. Y
no me atormenta la conciencia porque lo considero preferible a unos disturbios provocados por
el hambre dentro de seis años, y al canibalismo dentro de ocho. Escogí un camino, y no me
arrepiento de nada.
Me callé, reducido al silencio pero no satisfecho. Stu dijo:
–Profesor, me alegra mucho oírle decir que está ansioso por dejar de ser Presidente.
–¿De veras? ¿Compartes los puntos de vista de nuestro camarada?
–No del todo. Habiendo nacido para ser rico, el robar no me impresiona tanto como a él. No,
pero ahora que el Congreso parece haberse tomado en serio el asunto de la Constitución, pienso
asistir a las sesiones. Tengo la intención de presentarle a usted como Rey.
El profesor le miró, asombrado.
–No estoy dispuesto a aceptar ese nombramiento. Si me eligen, abdicaré.
–No se precipite, profesor. Podría ser la única manera de obtener la clase de Constitución
que usted desea. Y la que deseo yo también, casi con su propia falta de entusiasmo. Usted podría ser proclamado Rey, y la gente le aceptaría; los lunáticos no tienen tendencias republicanas.
Les gustaría la idea: el ceremonial, los trajes, una Corte y todo eso.
–¡No!
–¡Ja da! Cuando llegue el momento, no podrá usted negarse a aceptar. Porque necesitamos
un rey y ningún otro candidato sería aceptado. Bernardo Primero, Rey de Luna y Emperador de
los Espacios Circundantes.
–Stuart, debo rogarte que no sigas hablando. Me estás poniendo enfermo.
–Tiene usted que acostumbrarse a la idea. Yo soy monárquico porque soy demócrata. Y no
dejaré que su aversión estropee mis propósitos, del mismo modo que usted no ha permitido que
la repugnancia a robar estropeara los suyos.
–Un momento, Stu –dije–. ¿Dices que eres monárquico porque eres demócrata?
–Desde luego. Un rey es la única protección del pueblo contra la tiranía... especialmente contra el peor de los tiranos, el mismo pueblo. El profesor será ideal para el puesto... precisamente
porque no lo desea. Su único defecto es su soltería, con la consiguiente falta de un heredero.
Arreglaremos eso. Voy a nombrarte a ti como su heredero. Príncipe de la Corona. Su Alteza
Real el Príncipe Manuel de la Paz, Duque de Luna City, Almirante General de las Fuerzas Armadas y Protector del Débil.
Le miré con los ojos muy abiertos. Luego enterré la cara entre mis manos.
–¡Oh, Bog!
LIBRO TERCERO
¡TANSTAAFL!
23
El lunes 12 de octubre de 2076, alrededor de las siete de la tarde, regresaba a casa después
de una atareada jornada en nuestras oficinas del Raffles. Una delegación de cultivadores de
cereales quería hablar con el profesor, y habían reclamado mi presencia debido a que el profesor
se encontraba en Hong Kong Luna. La situación era difícil para ellos. Llevábamos dos meses de
embargo y las Naciones Federadas no habían querido hacernos el favor de mostrarse suficientemente agresivas. Más bien nos habían ignorado, sin contestar a nuestras reclamaciones: supongo que el haberlo hecho hubiera significado un reconocimiento implícito. Stu, Sheenie y el
profesor habían tenido que trabajar duramente desfigurando las noticias procedentes de Tierra
para mantener un espíritu bélico en Luna.
Al principio, todo el mundo tenía su. traje–p a mano, y la mayoría de la gente lo llevaba puesto, con el
casco debajo del brazo, a la ida y al regreso del trabajo. Pero la tensión se relajó a medida que transcurrían los días y no parecía presentarse ningún peligro... el traje–p, tan abultado es un engorro cuando no se
necesita. No tardaron en aparecer letreros en los pasillos, invitando a no utilizar los trajes–p en el interior.
Si un lunático no podía pararse a tomar una cerveza al regresar a casa debido al traje–p, lo dejaba en su
hogar, o en la estación, o dondequiera que lo necesitara más.
Yo mismo lo había dejado en casa aquel día: me encontraba ya a medio camino de la oficina
cuando me acordé.
Estaba a punto de llegar a la cámara reguladora de presión número trece cuando oí y capté
un sonido que asusta a un lunático más que cualquier otra cosa: un ¡chuff! a lo lejos seguido por
una corriente de aire. Me introduje en la cámara rápidamente, equilibré las presiones, salí corriendo hacia la cámara reguladora de nuestro túnel, pasé a través de ella y grité:
–¡Todo el mundo con traje–p! ¡Sacad a los chiquillos de los pasillos y cerrad todas las puertas herméticas!
Mum y Milla quedaron desconcertadas por mis palabras, pero obedecieron silenciosamente.
Me precipité hacia el taller y cogí el traje–p.
–¡Mike! ¡Contesta!
–Aquí estoy, Man –dijo tranquilamente.
–He oído caer una carga explosiva. ¿Cuál es la situación?
–Ha sido en el nivel tres de Luna City. Ha provocado una ruptura en la Estación Oeste del
Tubo, ahora parcialmente controlada. Han alunizado seis naves: Luna City está siendo atacada...
–¿Qué?
–Déjame terminar, Man. Han alunizado seis transportes de tropas que ahora están atacando
Luna City. Deduzco que en Hong Kong ocurre lo mismo, las líneas telefónicas están cortadas en
la central de enlace de Bee Ell. Johnson City está siendo atacada; he cerrado las puertas blindadas entre Johnson City y el Complejo Inferior. No puedo ver Novylen, pero supongo que también está siendo atacada, lo mismo que Churchill y Tycho Inferior. Hay una nave encima de mí,
elevándose elipsoidalmente; deduzco que es el buque insignia.
–Seis naves... ¿Dónde diablos estabas TU?
Respondió con tanta calma que me apacigué.
–Salieron de detrás de los Garrison, rozando los picos: mi vista no alcanza hasta allí; apenas
vi la que atacó a Luna City. La única que puedo ver es la de Johnson City; los otros alunizajes
los he deducido por los datos de balística. He oído la explosión en el Tubo Oeste de Luna City,
y ahora oigo el ruido de la lucha en Novylen. El resto son deducciones con una probabilidad de
coma nueve nueve. Os llamé al profesor y a ti inmediatamente.
Contuve la respiración.
–Operación Roca Dura, Preparada para Ejecución.
–El programa está en marcha. Al no poder establecer contacto contigo, utilicé tu voz. ¿Quieres oírlo?
–¡Nyet! ... ¡Sí! ¡Da!
Me oí «a mí mismo» diciéndole al oficial de guardia de la catapulta principal que pusiera la
alerta roja para «Roca Dura»: la primera carga a punto de ser lanzada, todas las otras en las cintas de transporte... aunque no debía efectuarse ningún lanzamiento sin una orden personal mía.
Hice que el oficial repitiera mis instrucciones.
–De acuerdo –le dije a Mike–. ¿Y los taladros?
–Utilicé de nuevo tu voz. Ordené que todos los equipos estuviesen preparados. Ese buque insignia no alcanzará el aposelene hasta dentro de cuatro coma cero siete horas. Durante más de
cinco horas no habrá ningún blanco para él.
–Puede maniobrar. O lanzar misiles.
–Tranquilízate, Man. Puedo localizar un misil con unos minutos de anticipación, de modo
que es preferible que los hombres descansen y no agoten sus energías innecesariamente.
–Hum... Lo siento. Será mejor que hable con Greg.
–Ya lo has hecho, Man.
Oí «mi» voz hablando con mi comarido en Mare Undarum; sonaba tensa, pero tranquila.
Mike le había informado de la situación y le había dicho que preparase la Operación Honda del
Pequeño David. «Yo» le había asegurado que la computadora principal mantendría programada
a la computadora auxiliar, y que el lanzamiento se realizaría automáticamente si la comunicación quedaba interrumpida. También le dije que debía asumir el mando y utilizar su propio criterio si
las comunicaciones se interrumpían y no quedaban restablecidas al cabo de cuatro horas: que
escuchara la radio de Tierra y se formara su propia opinión.
Greg había escuchado en silencio, repetido sus órdenes y luego dicho:
–Mannie, dile a la familia que les quiero a todos.
Mike había puesto en mi voz un acento emocionado al contestar:
–Lo haré, Greg... Y, mira, Greg, yo también te quiero a ti. Lo sabes, ¿verdad?
–Lo sé, Mannie... y voy a rezar de un modo especial por ti.
–Gracias, Greg.
–Adiós, Mannie. Cumple con tu deber.
De modo que hice lo que tenía que hacer; Mike había representado mi papel tan bien o mejor
de lo que podía haberlo hecho yo. Finn, cuando pudiera ser localizado, sería manejado por
«Adarn». De modo que me marché rápidamente, después de transmitir a Mum el mensaje de
amor de Greg. Mum llevaba puesto el traje–p y había levantado al abuelo para ponerle también
el traje–p... por primera vez en muchos años. Salí con el casco cerrado y el fusil láser en la mano.
Y llegué a la cámara reguladora número trece y la encontré cerrada por el otro lado sin nadie
a la vista a través del ojo de buey. Todo correcto... salvo que el stilyagi a cargo de aquella cámara tendría que haber estado a la vista.
Sería inútil llamar, de modo que volví sobre mis pasos, crucé nuestros túneles de cultivos y
llegué a nuestra cámara reguladora principal que daba acceso a la superficie donde se encontraba nuestra batería solar.
Y encontré una sombra en su ojo de buey, cuando tendría que haber estado bañada por la radiante luz del sol. ¡La maldita nave terráquea había alunizado sobre la superficie Davis! Sus
patas formaban un trípode gigantesco sobre
Mi.
Salí de allí, cerrando herméticamente las dos compuertas, y luego cerré herméticamente todas las puertas de presión en mi camino de regreso. Le conté a Mum lo que ocurría y le dije que
situara a uno de los muchachos en la puerta trasera con un fusil láser... y le dejé el mío.
No había muchachos, ni hombres, ni mujeres físicamente aptas: los únicos que se encontraban allí eran Mum, el abuelo y los niños de menos edad; todos los demás se habían marchado en
busca de complicaciones. Mimi no quiso aceptar el fusil láser.
–No sé manejarlo, Manuel, y es demasiado tarde para aprender; quédatelo tú. Pero no pasarán a través de los Túneles Davis. Conozco algunos trucos de los que nunca has oído hablar.
No me paré a discutir; discutir con Mum es perder el tiempo... y era posible que conociera
trucos ignorados por mí; ella había permanecido viva en Luna muchísimo tiempo, bajo unas
condiciones mucho peores que las que yo había conocido siempre.
Esta vez la cámara reguladora número trece estaba atendida por dos muchachos que me dejaron pasar. Pedí noticias.
–La presión es completamente normal –me dijo el mayor–. Al menos en este nivel. Se está
luchando más abajo, hacia la Calzada. Diga, General Davis, ¿puedo ir con usted? Con uno de
guardia en esta cámara es suficiente.
–Nyet.
–¡Quiero liquidar a un terráqueo!
–Este es tu puesto, quédate en él. Si se acerca un terráqueo por aquí, es para ti. Procura no
ser tú para él –y me marché al trote.
De modo que, como resultado de mi propio descuido, al no disponer de ningún traje–p, lo
único que vi de la Batalla de los Pasillos fue el final. ¡Vaya un «ministro de defensa»!
Me dirigí hacia el norte, con el casco abierto; llegué a la cámara reguladora que daba acceso
a la larga rampa que conducía a la Calzada. La cámara estaba abierta; maldiciendo al responsable de aquel descuido, me detuve a cerrarla... y al llegar al otro lado vi por qué estaba abierta: el
muchacho encargado de vigilarla estaba muerto. De modo que avancé más cautelosamente rampa abajo, hacia la Calzada.
En aquel extremo estaba vacío, pero pude ver algunas figuras y oír un gran alboroto en el
otro extremo. Dos figuras embutidas en trajes–p y empuñando fusiles se destacaron y avanzaron
hacia mí. Disparé contra las dos.
Un hombre vistiendo un traje–p y con un fusil en la mano no se distingue de otro hombre
que vista un traje–p y empuña un fusil. Supongo que ellos me tomaron por uno de sus flanqueadores. Y a mí no me parecían distintos de los hombres de Finn a aquella distancia... aunque en
aquel momento no se me ocurrió la idea. Un recién llegado a Luna no se mueve como un veterano; levanta demasiado los pies y avanza a saltitos. Y no es que me detuviera a analizarlo, simplemente no pensé: «¡Terráqueos! ¡Mátalos!». Los dos cayeron suavemente a lo largo del suelo
antes de que me diera cuenta de lo que había hecho.
Me paré, tratando de apoderarme de sus fusiles. Pero estaban encadenados a ellos y no logré
soltarlos; probablemente se necesitaba una llave. Además, no eran lásers sino algo que yo no
había visto nunca: verdaderos fusiles. Disparaban pequeños proyectiles explosivos, según me
enteré más tarde, pero en aquel momento no tenía la menor idea de cómo se utilizaban. De sus
cañones sobresalían unos largos cuchillos –creo que los llaman «bayonetas»–, por cuyo motivo
intentaba soltar las armas. Mi propio fusil sólo podía efectuar diez disparos, y aquellos cuchillos
parecían útiles. Uno de ellos estaba manchado de sangre, sangre lunática, supongo.
Pero renuncié a mi tentativa al cabo de unos segundos, utilicé mi puñal para asegurarme de
que no dejaba con vida a los dos hombres y corrí hacia el escenario de la lucha, con el dedo en
el gatillo.
Era un tumulto, no una batalla. O tal vez una batalla es siempre así, confusión y ruido, sin
que nadie sepa realmente lo que está pasando. En la parte más ancha de la Calzada, frente al
Bon Marché, donde la Gran Rampa desciende hacia el norte desde el nivel tres, había varios
centenares de lunáticos, hombres y mujeres, y niños que tendrían que haber estado en casa. Menos de la mitad llevaban trajes–p, y sólo unos cuantos parecían tener armas. Y por la rampa
bajaban soldados, todos armados.
Pero lo primero que noté fue el ruido, un clamor que llenó mi casco abierto y percutió en mis
oídos. No podría describirlo; estaba compuesto de toda la rabia que una garganta humana puede
expresar, desde chillidos de niños hasta rugidos de adultos. Sonaba como la mayor pelea de
perros de la historia... y de pronto me di cuenta de que yo añadía mi parte, gritando y aullando
sin palabras.
Una muchacha no mayor que Hazel saltó por encima de la barandilla de la rampa y danzó
hacia los soldados que bajaban. Iba armada con lo que parecía ser un trinchante de cocina; vi
cómo lo balanceaba y lo descargaba sobre un soldado. No podía lastimarle demasiado a través
de su traje–p, pero cayó al suelo y la muchacha descargó otro golpe. Entonces, otro de los soldados la atacó, hundiendo una bayoneta en su muslo, y la muchacha cayó de espaldas y la perdí
de vista.
No podía ver realmente lo que estaba pasando, ni puedo recordarlo: sólo escenas dispersas,
como la muchacha cayendo de espaldas. No sé quién era, no sé si sobrevivió. No podía apuntar
desde donde estaba, se interponían demasiadas cabezas. Pero había un mostrador de un escaparate abierto, delante de una tienda de juguetes a mi izquierda, y me encaramé a él. Me situó un
metro por encima del pavimento de la Calzada, permitiéndome ver con toda claridad a los terráqueos descendiendo por la rampa. Me apoyé contra la pared y apunté cuidadosamente. Al
cabo de un larguísimo espacio de tiempo descubrí que mi láser ya no funcionaba. Creo que ocho
soldados no regresaron a Tierra por culpa mía, aunque no los había contado... y el tiempo parecía realmente interminable. A pesar de que todo el mundo se movía con la mayor rapidez posible, tenía la impresión de estar contemplando la proyección de una película a cámara lenta.
Una vez al menos, mientras usaba mi fusil, algún terráqueo me localizó y disparó contra mí;
se produjo una explosión inmediatamente encima de mi cabeza, y unos fragmentos de la pared
de la tienda golpearon mi casco. Quizás ocurrió dos veces.
Agotadas las cargas de mi fusil, salté del mostrador, agarré el láser por el Cañón y me uní a
la multitud que surgía por un extremo de la rampa. Durante todo aquel interminable espacio de
tiempo (¿cinco minutos?) los terráqueos no habían dejado de disparar; podía oírse el ¡splat! y
alguna vez el ¡plop! de aquellos pequeños proyectiles cuando estallaban dentro de la carne, o el
¡punk! más sonoro cuando chocaban contra la pared o contra algo sólido. No había llegado aún
al pie de la rampa cuando me di cuenta de que ya no disparaban.
Estaban caídos en el suelo, estaban muertos, todos ellos... no descendían ya por la rampa.
24
Los invasores de Luna habían muerto. Más de dos mil soldados muertos, más de tres veces
aquella cifra de lunáticos muertos al enfrentarse con ellos, y otros tantos lunáticos heridos de
mayor o menor gravedad. No se capturó ningún prisionero en las conejeras, aunque capturamos
a una docena de oficiales y tripulantes de cada nave cuando las asaltamos.
El motivo principal de que los lunáticos, en su mayor parte desarmados, fueran capaces de
matar a unos soldados perfectamente armados y adiestrados, residía en el hecho de que un terráqueo recién llegado a Luna se encuentra con dificultades casi insuperables para desplazarse.
Nuestra gravedad, seis veces menor que la de Tierra, inutiliza todos sus reflejos. Dispara alto sin
saberlo, apenas puede mantenerse en pie, le resulta imposible correr. Y, lo que es peor, aquellos
soldados tenían que luchar hacia abajo; tenían que descender a niveles cada vez más inferiores,
bajando por una rampa tras otra, para intentar capturar una ciudad.
Y los terráqueos no sabían bajar por las rampas. El avance no consiste en correr, ni en andar,
ni en volar: es más un baile controlado, con los pies apenas tocando el suelo y controlando simplemente el equilibrio. Un lunático de tres años de edad lo hace sin pensar, de un modo instintivo, deslizándose hacia abajo en una caída controlada, apoyando las puntas de los pies en el suelo cada tres o cuatro metros.
Pero un terráqueo recién llegado se encuentra a sí mismo «andando en el aire»... lucha, gira,
pierde el control, cae, ileso pero furioso.
Y en las rampas fue donde les derrotamos. Los que yo había visto habían logrado sobrevivir
a tres rampas. Pero los lunáticos acabaron con ellos en la cuarta. Hombres y mujeres (y numerosos chiquillos) surgieron delante de ellos, les derribaron, les mataron incluso con sus propias
bayonetas. El mío no era el único fusil láser: dos de los hombres de Finn ocuparon la galería del
Bon Marché y, agachados allí, dispararon a mansalva sobre los soldados. Nadie les había dicho
que lo hicieran, nadie les dirigía, nadie les daba órdenes; Finn no pudo controlar en ningún momento a su desordenada milicia. Cuando empezó la lucha, lucharon, sencillamente.
Y ese fue otro de los motivos principales de nuestra victoria: nuestra decisión de luchar. La
mayoría de los lunáticos no habían visto nunca a un invasor, pero dondequiera que aparecieron
los soldados surgieron los lunáticos como corpúsculos blancos... y lucharon. Nadie se lo dijo.
Nuestra incipiente organización quedó rota bajo los efectos de la sorpresa. Pero los lunáticos
lucharon furiosamente y los invasores murieron. Ningún soldado alcanzó el nivel seis en ninguna de las conejeras. En algunos lugares, los habitantes de los niveles más bajos no llegaron a
enterarse de que habíamos sido invadidos hasta que todo terminó.
Pero también los invasores lucharon bien. Aquellos soldados no eran solamente las mejores
fuerzas de policía de que disponían las Naciones Federadas para imponer el orden en las ciudades, sino que además habían sido adoctrinados y drogados. El adoctrinamiento les había dicho
(correctamente) que su única esperanza de regresar a Tierra estribaba en conquistar las conejeras y pacificarlas. Si lo conseguían, serían relevados inmediatamente y no volverían a prestar
servicio en Luna. En caso contrario les esperaba la muerte, ya que sus transportes no podrían
despegar si no triunfaban puesto que tenían que ser recargados de masa de reacción... algo imposible sin conquistar primero Luna. (Lo cual también era verdad).
Luego les inyectaron estimulantes, no–te–preocupes e inhibidores del miedo capaces de lograr que un ratón atacara a un gato, y los soltaron. Lucharon como auténticos profesionales... y
murieron valientemente.
En Tycho Inferior y en Churchill utilizaron gases y las bajas fueron más numerosas en el
bando lunático; sólo se salvaron los lunáticos que consiguieron protegerse con los trajes–p. El
desenlace fue el mismo, sólo tardó un poco más en producirse. Los gases no eran venenosos, ya
que la Autoridad no tenía la intención de matarnos a todos; deseaba simplemente darnos una
lección, someternos a su control y obligarnos a trabajar.
El motivo de la prolongada demora y la aparente indecisión de las Naciones Federadas se
encontraba en el hecho de que querían atacarnos por sorpresa. La decisión había sido tomada
poco después de que decretásemos el embargo de los envíos de cereales (según nos informaron
los oficiales capturados); pero la preparación del ataque fue lenta, debido a que las naves invasoras tuvieron que viajar hasta una distancia considerable de Luna, a lo largo de una órbita elíptica muy alejada de la órbita lunar, y luego retroceder, a fin de que Mike no pudiera localizarlas.
Desde luego, Mike no las vio; había estado rastreando el cielo con sus radares balísticos... pero
ningún radar puede mirar al otro lado del horizonte. De acuerdo con el plan establecido, las
naves alunizaron exactamente el 12 de octubre de 2076 a las 18 horas, 40 minutos, 36 segundos,
9 décimas de segundo. Un excelente trabajo, hay que admitirlo, por parte de los astronavegantes
de las Fuerzas de la Paz de las Naciones Federadas.
Mike no vio la enorme nave que depositó a un millar de soldados en Luna City hasta que
descendió en picado para alunizar: una simple ojeada. Hubiese podido verla unos segundos antes si hubiera estado mirando hacia el este con
el nuevo radar, hacia Mare Undarum, pero dio la casualidad de que en aquel momento estaba
aleccionando a «su hijo idiota» y tenían el radar enfocado hacia el oeste, en dirección a Tierra.
De todos modos, aquellos segundos no hubieran resuelto nada, ya que la operación–sorpresa
había sido tan maravillosamente planeada que todas las fuerzas de desembarco se estrellarían
sobre Luna a las 17 horas de Greenwich, antes de que cualquiera sospechara algo. La fecha coincidía con la tierra nueva, con todas las conejeras en brillante semi–lunar; la Autoridad no conocía realmente las condiciones de Luna... pero sabía que ningún lunático sale innecesariamente
a la superficie durante el semi–lunar brillante, y que, si tiene que hacerlo, resuelve lo más rápidamente posible el problema que le ha obligado a salir y vuelve al interior de su conejera... revisando cuidadosamente su contador de radiaciones.
De modo que nos sorprendieron sin nuestros trajes–p. Y sin nuestras armas.
Pero, a pesar de los soldados muertos, teníamos aún seis transportes sobre nuestra superficie
y un buque insignia en nuestro cielo.
Una vez terminada la lucha en el Bon Marché fui en busca de un teléfono. No había noticias
de Kongville ni del profesor. Habíamos ganado la batalla en Johnson City y también en Novylen; en esta última ciudad, el transporte había capotado al alunizar; las fuerzas invasoras habían
quedado diezmadas y los muchachos de Finn se habían hecho dueños del transporte averiado.
La lucha continuaba en Churchill y en Tycho Inferior. Ninguna novedad en otras conejeras.
Mike había cerrado los Tubos y estaba reservando las conexiones telefónicas entre las conejeras
para las llamadas oficiales. Sí, Finn había llamado y podía hablar con él.
De modo que hablé con Finn, le dije dónde estaba el transporte de Luna City y me cité con él
en la cámara reguladora número trece.
Finn tenía tanta experiencia como yo, es decir, ninguna. No había podido establecer contacto
con sus fusileros láser hasta que la lucha terminó, y él mismo había combatido por su cuenta en
la Antigua Cúpula. Ahora estaba empezando a reunir a sus muchachos, y tenía a un oficial recibiendo informes en la oficina de Finn en el Bon Marché. Había hablado con el subcomandante
de Novylen, pero estaba preocupado por la falta de noticias de Hong Kong Luna.
–Mannie, ¿crees que debería enviar algunos hombres allí por el Tubo?
Le dije que esperara; los invasores no podían llegar hasta nosotros por el Tubo mientras controlásemos la energía, y dudaba que aquel transporte pudiera despegar.
–Vamos a echarle una ojeada al de aquí.
De modo que pasamos a través de la cámara número trece, avanzamos a lo largo de los túneles de cultivo de un vecino (que se negaba a creer que habíamos sido invadidos), y utilizamos su
cámara reguladora de acceso a la superficie para observar al transporte desde un punto situado
casi un kilómetro al oeste de la nave. Levantamos la escotilla con las mayores precauciones.
Luego salimos al exterior, beneficiándonos de la protección de unas rocas que nos hacían invisibles para los tripulantes de la nave. Nos arrastramos estilo piel roja hasta campo abierto y
miramos, utilizando los binóculos del casco.
Luego retrocedimos de nuevo hasta situarnos al amparo de las rocas y hablamos. Finn dijo:
–Creo que mis muchachos podrán manejar esto.
–¿Cómo?
–Si te lo digo, se te ocurrirán mil motivos por los cuales no dará resultado, de modo que cierra el pico y deja que haga las cosas a mi manera. ¿De acuerdo?
Habla oído hablar de ejércitos en los cuales no se le ordena a un jefe que «cierre el pico» y
en los que existe algo llamado «disciplina». Pero nosotros éramos simples aficionados. Finn me
permitió continuar a su lado... desarmado.
Tardó una hora en planearlo y dos minutos en ejecutarlo.
Esparció a una docena de hombres alrededor de la nave, utilizando las cámaras de acceso a, la
superficie de los agricultores, silenciando por completo la radio: de todos modos, algunos no
disponían de radio en los trajes–p, ya que eran muchachos que vivían en la ciudad. Finn se situó
un poco más al oeste. Cuando juzgó llegado el momento, disparó un cohete de señales.
Cuando el cohete estalló encima de la nave, todos los hombres dispararon a la vez, cada uno
de ellos sobre. un blanco señalado de antemano. El propio Finn disparó su láser contra el casco
de la nave: no contra la puerta de la cámara reguladora de presión, sino contra el casco. Inmediatamente, a su chorro de fuego se unió otro, y luego tres más todos mordiendo el mismo trozo
de acero... y súbitamente el acero se licuó en aquel punto y salió despedido con fuerza como un
rojo surtidor, empujado por el aire del interior de la nave. Siguieron ensanchando el agujero
hasta que se agotaron sus cargas. Pude imaginar lo que ocurría dentro de la nave, con los timbres de alarma resonando, las puertas de emergencia cerrándose y la tripulación tratando inútilmente de cerrar tres enormes agujeros al mismo tiempo, ya que el resto de la patrulla de Finn,
esparcida alrededor de la nave, estaba sometiendo a tratamiento otros dos puntos del casco. No
intentaron fundir nada más. Se trataba de una nave cuyo casco, aislado por una capa de aire de
la planta de energía y de los tanques, actuaba de cámara reguladora de presión.
Finn pegó su casco al mío.
–Ahora no puede despegar. Y no puede hablar. No creo que puedan reparar el casco lo suficiente como para conservar la vida sin trajes–p. Lo mejor será dejarles en paz unos cuantos días,
por si se deciden a salir. Si no lo hacen, podemos traer un taladro pesado y cocerlos en su propio
jugo.
Decidí que Finn podía arreglárselas perfectamente sin mi ayuda, de modo que regresé al interior, llamé a Mike y le pedí una cápsula para trasladarme a los radares balísticos. Quiso saber
por qué no me quedaba en un lugar seguro.
–Escucha, montón de semiconductores ––dije–: tú eres un simple ministro sin cartera, en
tanto que yo soy Ministro de Defensa. Tengo que ir a ver lo que pasa y sólo dispongo de dos
ojos, mientras tú tienes ojos esparcidos sobre la mitad de Crisium... ¿O es que tratas de tomarme
el pelo?
Me dijo que no me sulfurase, y se ofreció a reproducir para mí todo lo que veía en una pantalla de video, por ejemplo, en la habitación L del Raffles. No quería que me sucediera nada malo,
y... ¿había oído el chiste del perforador que lastimó los sentimientos de su madre?
Dije:
–Por favor, Mike, proporcióname una cápsula. Mete en ella un traje–p y déjala a la salida de
la Estación Oeste... la cual se encuentra en muy malas condiciones, como seguramente sabes.
–De acuerdo –dijo–, se trata de tu cuello. Dentro de trece minutos en la Estación George.
Muy amable por su parte. Me dirigí allí y telefoneé de nuevo. Finn había llamado a otras conejeras, localizando a sus mandos subordinados o a alguien dispuesto a ocupar su lugar, y les
había explicado cómo podían crearles problemas a los transportes posados en el suelo. A todas,
menos Hong Kong. Al parecer, Hong Kong se encontraba en poder de los esbirros de la Autoridad.
–Adam –dije, teniendo en cuenta que estaba rodeado de personas que podían oírme–, ¿crees
que podríamos enviar un equipo en un tractor para que intentase reparar los enlaces de Bee Ell?
–No soy el Gospodin Selene –respondió Mike con una extraña voz–––, sino uno de sus ayudantes. Adam Selene se encontraba en Churchill Superior cuando perdió la presión. Temo que
haya muerto.
–¿Qué?
–Lo siento mucho, Gospodin.
–¡No sueltes el teléfono! –Eché de la habitación a un par de perforadores y a una muchacha y
empuñé de nuevo el auricular–––. Mike –dije, bajando la voz–, ahora estoy solo. ¿Qué es todo
ese lío?
–Man –dijo tranquilamente–, piénsalo bien. Adam Selene tenía que desaparecer algún día.
Ha cumplido su misión y se encuentra prácticamente fuera del gobierno. El profesor y yo
habíamos discutido eso; el único problema consistía en escoger el momento más oportuno. ¿Se
te ocurre algún final mejor para Adam que hacerle morir en la invasión? Esto le convierte en un
héroe nacional... y la nación necesita uno. Vamos a decir que «Adam está probablemente muerto» hasta que puedas hablar con el profesor. Si continúa necesitando a «Adam Selene», diremos
que quedó atrapado en una cámara reguladora privada y tuvo que esperar a que le rescataran.
–Bueno... De acuerdo, vamos a dejarlo así. Personalmente, siempre he preferido tu personalidad de «Mike», de todos modos.
–Lo sé, Man, mi primer y mejor amigo, y lo mismo me ocurre a mí. Esa es mi verdadera personalidad; «Adam» era un ser de pega.
–Desde luego. Aunque, si el profesor ha muerto en Kongsville, voy a necesitar desesperadamente la ayuda de «Adam».
–Por eso he dicho que podemos–tenerlo en conserva por sí volvemos a necesitarle... Man,
cuando esto haya terminado, ¿tendrás tiempo para que continuemos aquella investigación sobre
el humor?
–Lo sacaré de donde sea preciso, Mike; palabra de honor.
–––Gracias, Man. Ahora, ni Wyoh ni tú disponéis de tiempo para visitarme... y el profesor
quiere hablar de cosas que no son divertidas. Tengo muchas ganas de que termine esta guerra.
–¿Vamos a ganarla, Mike?
–Hacía muchos días que no me preguntabas eso; aquí
tengo el último cálculo. Agárrate bien, Man: ¡nuestras probabilidades están ahora a la par!
–¡Oh, Bog!
–Ahora puedes ir a divertirte. Pero procura mantenerte a una distancia de cien metros, como
mínimo, del cañón; esa nave puede ser capaz de rechazar un rayo láser con otro. Se pondrá a
tiro' muy pronto. Veintiún minutos.
No pude quedarme tan lejos, ya que tenía que estar junto al teléfono y el cable más largo no
alcanzaba aquella distancia. Busqué una roca apropiada y me senté a su sombra. El sol estaba
muy alto en el oeste, tan cerca de Tierra que yo podía ver Tierra únicamente haciendo visera
contra el resplandor del Sol.
Empujé mi casco hacia atrás en la sombra.
–Control Balístico, habla O’Kelly desde el Taladro–Cañón George. Cerca de él, quiero decir,
a unos cien metros de distancia.
Pensé que Mike no sería capaz de averiguar qué longitud tenía el cable que yo estaba utilizando, a tantos kilómetros de distancia.
–Control Balístico al habla –respondió Mike sin hacer ningún comentario–. Informaré al
Cuartel General.
–Gracias, Control Balístico. Pregunta a Cuartel General si tienen noticias de la Diputado
Wyoming Davis–, estaba preocupado por Wyoh y por toda la familia.
–Lo preguntaré –Mike esperó un tiempo razonable y luego dijo–: El Cuartel General dice
que Gospazha Wyoming Davis se ha hecho cargo del servicio de primeros auxilios en la Antigua Cúpula.
–Gracias. –Súbitamente, noté que respiraba mucho mejor. No amaba a Wyoh más que a las
otras, pero... bueno, era mi esposa más reciente. Y Luna la necesitaba.
–Preparados –dijo Mike vivamente–. Todos los cañones, elevación ocho siete cero, azimut
uno nueve tres cero, paralaje mil trescientos kilómetros acercándose a la superficie. Informen
después de apuntar.
Me tumbé boca arriba, encogiendo las rodillas para permanecer en la sombra, y registré la
parte del cielo indicada, casi zénit y un poco al sur. Sin que me diera la luz del sol en el casco
podía ver las estrellas, pero la parte interior de los binóculos resultaba difícil de ajustar: tuve que
dar un cuarto de vuelta y apoyarme en el codo derecho.
Nada... ¡Un momento! Había una estrella con disco... en el lugar donde no podía haber ningún planeta. Observé y esperé.
¡En efecto! Se hacía cada vez más brillante y avanzaba hacia el norte muy lentamente...
¡Hey, aquél monstruo iba a alunizar directamente sobre nosotros!
Pero mil trescientos kilómetros son una larga distancia, incluso cuando se aproxima a la velocidad terminal. Me recordé a mí mismo que no podía caer sobre nosotros retrocediendo de una
órbita elíptica: tenía que caer alrededor de Luna... a menos que la nave hubiera maniobrado para
situarse en una nueva trayectoria. Lo cual no había mencionado Mike. Estuve a punto de preguntárselo, pero decidí no hacerlo: no me pareció oportuno distraerle con preguntas en el momento en que tenía que concentrar toda su atención en aquella nave.
Todos los cañones informaron que tenían tomada la puntería y seguían el rumbo, incluyendo
los cuatro que Mike apuntaba por sí mismo, vía selsyns. Aquellos cuatro informaron que seguían el rumbo a simple vista, sin tocar los controles manuales: buenas noticias; significaba que
Mike mantenía a la nave bajo su control, habiendo resuelto perfectamente la trayectoria.
No tardó en hacerse evidente que el monstruo no estaba cayendo alrededor de Luna, sino
que se disponía a alunizar. No tuve necesidad de preguntarlo; su brillo iba en aumento y su posición contra las estrellas no cambiaba. ¡Maldición! ¡Iba a alunizar sobre nosotros!
–Distancia, quinientos kilómetros –dijo Mike tranquilamente–. Preparados para disparar.
Todos los cañones que operan por control remoto dispararán a la orden de «fuego». Ochenta
segundos.
El minuto y veinte segundos más largos que he conocido... ¡Aquel monstruo era grande!
Mike inició el conteo marcando cada diez segundos hasta llegar a los treinta; a partir de entonces cantó los segundos:
–...cinco... cuatro... tres... dos... uno... ¡FUEGO! –y la nave se hizo súbitamente mucho más
brillante.
Casi no me fijé en la pequeña mancha que se desprendió de ella inmediatamente antes ––o
simultáneamente– de disparar. Pero Mike dijo de pronto:
–¡Atención al misil! Los cañones que operan por control remoto lo seguirán conmigo. Los
otros cañones seguirán apuntando a la nave. Preparados para nuevas coordenadas.
Unos segundos –o unas horas– más tarde dio las nuevas coordenadas y añadió:
–¡Apunten y fuego a discreción!
Intenté observar la nave y el misil al mismo tiempo... y los perdí a los dos. Aparté bruscamente los ojos de los binóculos, y de pronto vi al misil. Luego vi cómo es estrellaba entre nosotros y la catapulta principal. Más cerca de nosotros, a menos de un kilómetro. No, no era una
bomba H, pues en tal caso yo no estaría contando esto. Pero la explosión fue enorme, supongo
que a causa de los restos de combustible, y poco después noté que el suelo retemblaba. Pero
nada sufrió daños, aparte de unos cuantos metros cúbicos de roca.
La nave continuaba descendiendo. Había dejado de brillar; ahora podía verla como una nave
y no parecía dañada. Esperaba ver apagarse en cualquier momento aquella cola de fuego, mientras la nave alunizaba.
No llegó a hacerlo. Estalló diez kilómetros al norte de nosotros, abriéndose como un caprichoso abanico plateado antes de desintegrarse definitivamente.
–Informen de las bajas –dijo Mike–. Aseguren todos los cañones. Desciendan cuando estén
asegurados.
–Cañón Alice, ninguna baja...
–Cañón Bambie, ninguna baja...
–Cañón Cesar, un hombre herido por una esquirla de piedra, presión contenida...
Descendí, tomé el teléfono y llamé a Mike:
–¿Qué ha pasado, Mike? ¿Se negaron a entregarte el control cuando quemaste sus ojos?
–Me entregaron el control, Man.
–¿Demasiado tarde?
–La desintegré, Man. Me pareció que era lo más prudente que podía hacer.
Una hora más tarde estaba abajo con Mike, por primera vez en cuatro o cinco meses. Podía
llegar al Complejo Inferior más rápidamente que a Luna City y establecer contacto desde allí
con cualquiera que estuviera en la ciudad... sin ninguna interrupción. Necesitaba hablar con
Mike.
Había intentado telefonear a Wyoh desde la estación del Tubo de la catapulta principal;
hablé con alguien del hospital provisional de la Antigua Cúpula y me enteré de que Wyoh había
sufrido un desmayo, a causa del agotamiento, y la habían acostado con la orden expresa de no
despertarla en toda la noche. Finn se había marchado a Churchill con sus muchachos, para dirigir el ataque contra el transporte que había alunizado allí. Ninguna noticia de Stu. Hong Kong y
el profesor continuaban aislados. Al parecer, el único gobierno en aquellos instantes éramos
Mike y yo.
Y había llegado el momento de iniciar la Operación Roca Dura.
Pero Roca Dura no consistía solamente en arrojar rocas; consistía también en decirle a Tierra
lo que íbamos a hacer y por qué... y los justificados motivos que teníamos para hacerlo. El profesor, Stu, Sheenie y Adam habían preparado una declaración que no se ajustaba del todo a la
verdad, puesto que se basaba en un ataque inexistente. Ahora, el ataque se había producido y
había que cambiar el tono de la propaganda. Mike tenía preparada ya la nueva declaración y la
había imprimido a fin de que yo pudiera estudiarla.
Repasé el largo rollo de papel.
–Mike, todos estos artículos de prensa y nuestro mensaje a las Naciones Federadas dan por
supuesto que hemos triunfado en Hong Kong. ¿Hasta qué punto estás seguro de eso?
–En un ochenta y dos por ciento con exceso.
–¿Crees que es suficiente para darlo por cierto?
–Man, las probabilidades de que ganaremos allí, si no hemos ganado ya, se aproximan a la
certeza. Ese transporte no puede moverse; los otros están secos, o casi. En Hong Kong Luna no
hay hidrógeno monoatómico; tendrían que venir aquí. Lo cual significaría transportar tropas por
medio de tractores –un viaje difícil incluso para los lunáticos–, y luego derrotarnos cuando llegaran aquí. Prácticamente imposible, dado que ese transporte y sus soldados no están mejor
armados que los otros.
–¿Qué hay de esa reparación de los enlaces de Bee Ell?
–Debe llevarse a cabo inmediatamente. Man, me he permitido utilizar tu voz y he hecho todos los preparativos. Reportajes sobre los horrores en la Antigua Cúpula. y otras partes, especialmente en Churchill Superior, para el video.. Y artículos en consonancia para los periódicos.
Deberíamos, enviar las noticias a Tierra en seguida, y anunciar la ejecución de Roca Dura al
mismo tiempo.
Respiré profundamente.
–Ejecuta la Operación Roca Dura.
–¿Quieres dar la orden personalmente? Dilo en voz alta, y yo me encargaré de elegir las palabras y el tono de voz.
–Adelante, dilo a tu manera. Utiliza mi voz y mi autoridad como Ministro de Defensa y jefe
en funciones del gobierno. ¡Hazlo, Mike, tírales rocas! ¡Rocas grandes, maldita sea! ¡Dales
fuerte!
–¡De acuerdo, Man!
25
«Un máximo de estrépito aleccionador con un mínimo de pérdidas de vidas. Ninguna, si es
posible». Así resumía el profesor la doctrina para la Operación Roca Dura, y así la desarrollamos Mike y yo. La idea era golpear a los terráqueos tan duramente que quedaran convencidos...
golpeando al mismo tiempo con tanta suavidad que nadie resultara lastimado. Suena a imposible, ¿verdad?
Habría una necesaria demora mientras las rocas caían de Luna a Tierra; desde un mínimo de
diez horas a un máximo que nos propusiéramos. La velocidad de partida de una catapulta es
sumamente crítica y una variación del orden del uno por ciento puede duplicar o reducir a la
mitad el tiempo de la trayectoria Luna–Tierra. Mike podía hacer esto con gran exactitud: se
encontraba igualmente a sus anchas con una bola lenta, con numerosas curvas, o disparándola
directamente sobre el objetivo. (Con Mike de pitcher, los Yankees serían invencibles). Pero, al
margen de cómo las arrojara, la velocidad final en Tierra sería aproximada a la velocidad de
escape de Tierra, es decir, unos once kilómetros por segundo. Esa terrible velocidad deriva de la
gravedad de la masa de Tierra, ochenta veces superior a la de Luna, por lo que daba lo mismo
que Mike empujara suavemente un proyectil sobre una amplia curva o lo disparara con fuerza.
Lo que contaba no era el músculo, sino la gran profundidad de aquel pozo.
De modo que Mike podía programar el lanzamiento de rocas adaptándolo al tiempo necesario para la propaganda. El profesor y él habían fijado un plazo de tres días a partir de una rotación de Tierra –24 horas, 50 minutos, 28.32 segundos– para que nuestro primer blanco alcanzara el punto inicial programado. Aunque Mike era capaz de enviar un proyectil alrededor de Tierra y dar en un blanco situado en su cara oculta, podía ser mucho más exacto si podía ver su
blanco, seguirlo por radar durante los últimos minutos y situar el disparo con exactitud milimétrica.
Necesitábamos esa exactitud para alcanzar un máximo de efectos coactivos con un mínimo –
cero– de muertes. Anunciar nuestros disparos, decirles exactamente dónde caerían y en qué
segundo... y darles tres días de tiempo para alejarse de aquel lugar.
De modo que nuestro primer mensaje a Tierra, a las 2 horas del 13 de octubre del 76, siete
horas después de que nos invadieran, no sólo anunciaba la destrucción de sus unidades especiales y denunciaba la brutalidad de la invasión, sino que prometía también bombardeos de represalia, citaba horas y lugares, y daba a cada nación un plazo para denunciar la acción de las Na-
ciones Federadas y reconocernos, evitando así el ser bombardeadas. El plazo era de veinticuatro
horas antes del «golpe» local.
Era más tiempo del que Mike necesitaba. En un período considerablemente menor podía
desviar la trayectoria de una roca y hacer que cayera alrededor de Tierra en una órbita. permanente. Incluso con una hora de tiempo podía hacerla caer en el océano.
El primer blanco sería el Directorio de América del Norte.
Todas las grandes potencias con derecho a veto, siete en total, serían atacadas: Directorio de
América del Norte, Gran China, India, Sovunion, Panáfrica (excepto Chad), Centroeuropa y
Union Brasileña. También las naciones más pequeñas tenían asignados blancos y horas, aunque
no se atacarían más del 20 por ciento de estos últimos objetivos, en
parte por falta de acero, pero también por efecto del terror: si Bélgica, por ejemplo, recibía un
impacto, Holanda podía decidir proteger sus pólders negociando con Luna...
Pero todos los blancos se habían elegido para evitar en lo posible pérdidas humanas. Para
Centroeuropa, resultó difícil; nuestros blancos tenían que ser agua o altas montañas: Adriático,
Mar del Norte, Báltico, etc. Pero en la mayor parte de Tierra hay espacios abiertos, a pesar de
sus once mil millones de habitantes.
América del Norte me había parecido terriblemente poblada, pero sus mil millones de habitantes estaban arracimados: hay mucho terreno baldío, montaña y desierto. Habíamos preparado
una carga para América del Norte a fin de demostrar que podíamos alcanzar exactamente el
objetivo propuesto; según Mike, cincuenta metros sería un margen de error excesivo. Habíamos
examinado los mapas y Mike había revisado por radar todas las intersecciones desde los 1050
Oeste hasta los 50º Norte: si no había ningún pueblo allí podíamos enviar un proyectil... especialmente si había un pueblo lo bastante cerca para proporcionar espectadores que quedaran
impresionados y asustados.
Advertimos que nuestras bombas serían tan demoledoras como las bombas H, pero subrayamos que no habría ningún efecto radioactivo, ninguna radiación mortal: sólo una terrible explosión, con sus correspondientes ondas expansivas en tierra y en el aire. Advertimos que esas
ondas podían derribar edificios en puntos muy alejados del lugar de la explosión, y dejábamos a
su criterio la distancia a la que debían retirarse. Si se lanzaban a las carreteras, huyendo del pánico más que de un verdadero peligro... bueno, eso sería estupendo para nosotros.
Pero subrayamos que si nuestras advertencias eran escuchadas nadie resultaría lastimado,
que la primera vez todos los blancos serían lugares deshabitados; ofrecimos incluso omitir cualquier blanco si una nación nos informaba de que nuestros datos eran anticuados. (Un ofrecimiento inútil: la visión radar de Mike era 20/20 cósmica).
Pero sin decir lo que ocurriría la segunda vez, dábamos a entender que nuestra paciencia podía agotarse.
En América del Norte, los blancos eran doce, en los paralelos 35, 40, 45 y 50 grados norte,
cruzados por los meridianos 110, 115, y 120 oeste. Para cada uno de ellos redactamos un mensaje destinado a los nativos, por el siguiente tenor:
«Blanco 115 oeste por 35 norte: el impacto se desplazará cuarenta y cinco kilómetros al noroeste, hasta la misma cumbre del pico Nueva York. Se ruega a los ciudadanos de Goffs, Cima,
Kelso y Nipton que tomen nota».
«Blanco 100 oeste por 40 norte; corresponde a 300 oeste de Norton, Kansas, a veinte kilómetros o trece millas inglesas. Se advierte a los ciudadanos de Norton, Kansas y de Beaver City
y Wilsonville, Nebraska. Manténganse apartados de las ventanas. Se recomienda no salir al
exterior hasta media hora después del impacto, debido a la posibilidad de la caída retardada de
grandes trozos de piedra. Se recomienda también a los que deseen presenciar la explosión que se
protejan convenientemente los ojos. El impacto se producirá exactamente a las tres de la madrugada, hora local, del viernes 16 de octubre, o a las nueve horas de Greenwich. ¡Buena Suerte!»
«Blanco 110 oeste por 50 norte: el impacto se extenderá diez kilómetros al norte. Se ruega a
las poblaciones de Walsh y Saskatchewan que tomen nota».
Además de esta serie, se escogió un blanco en Alaska (150 oeste por 60 norte) y dos en Méjico (110 oeste por 30 norte, 105 oeste por 25 norte), a fin de que no se sintieran dejados al mar-
gen, y varios blancos en el superpoblado Este, principalmente acuáticos, tales como el Lago
Michigan a medio camino entre Chicago y los Grandes Rápidos, y el Lago Okeechobee en Florida. Cuando el blanco era acuático,
Mike calculaba el lugar que alcanzarían las inundaciones a consecuencia del impacto.
Durante tres días, a partir de las primeras horas de la mañana del martes 13 de octubre, y
hasta el momento previsto para los impactos el viernes 16, inundamos a Tierra de advertencias.
Inglaterra fue advertida de que el impacto al norte de los acantilados de Dover, frente al Estuario de Londres, provocaría perturbaciones y remolinos a lo largo del Támesis; la Subunión fue
informada de la serie de impactos que recibiría, especialmente en el Mar de Azov; los impactos
en la Gran China afectarían a Siberia, el Desierto de Gobi y su región más oriental... aunque se
habían calculado los disparos para que no afectaran a la Gran Muralla, considerada como monumento histórico. Panáfrica recibiría impactos en el Lago Victoria, en la parte todavía desierta
del Sahara, uno en Drakensberg, al sur, unos veinte kilómetros al este de la Gran Pirámide... a
menos de que siguiera el ejemplo de Chad antes de la medianoche del jueves, hora de Greenwich. La India fue advertida para que observara las cumbres de determinadas montañas y las
'proximidades del puerto de Bombay, a la misma hora que la fijada para la Gran China. Y así.
Desde Tierra se realizaron tentativas para torpedear nuestros mensajes, pero emitíamos directamente en varias longitudes de onda y el bloqueo resultaba prácticamente imposible.
Las advertencias estaban mezcladas con propaganda: noticias acerca de la fracasada invasión, impresionantes descripciones de las batallas libradas, nombres y números de las Chapas de
Identificación de los invasores, dirigidos a la Cruz Roja Internacional... pero en realidad destinados a demostrar que todos los soldados habían muerto y que todos los oficiales y tripulantes
de las naves habían resultado muertos o prisioneros. «Lamentábamos» no poder identificar a los
muertos del buque insignia, debido a que había quedado completamente desintegrado.
Pero nuestra actitud era conciliatoria:
«Habitantes de Tierra, no queremos mataros. En esta necesaria represalia, estamos haciendo
los mayores esfuerzos para evitar mataros. Pero si no podéis o no queréis obligar a vuestros
gobiernos a que nos dejen en paz, nos veremos obligados a mataros. Nosotros estamos aquí
arriba, y vosotros estáis ahí abajo: no podréis detenernos. ¡Sed sensatos, por favor!»
Explicamos una y otra vez lo fácil que era para nosotros atacarles, lo difícil que era para
ellos alcanzarnos. En esto no incurríamos en ninguna exageración. Resulta prácticamente imposible lanzar misiles desde Tierra a Luna; el lanzamiento desde la órbita exterior de Tierra es más
factible... pero terriblemente caro. El único medio práctico de que disponían para bombardearnos eran las naves espaciales.
¿Cuántas naves, valoradas en miles de millones de dólares, estaban dispuestos a arriesgar para intentarlo? ¿Valía la pena aquel derroche para tratar de castigarnos por algo que no habíamos
hecho? De momento, les había costado ya la pérdida de siete de sus mejores naves... ¿Estaban
dispuestos a llegar a las catorce? En tal caso, el arma secreta que habíamos utilizado contra el
Pax de las Naciones Federadas estaba esperándoles.
Esto último era una baladronada calculada: Mike había establecido en menos de una contra
mil las probabilidades de que el Pax hubiese podido enviar un mensaje contando lo que le había
ocurrido, y era menos probable aún que las orgullosas Naciones Federadas supusieran que unos
mineros convictos podían transformar sus herramientas en armas espaciales. Y las Naciones
Federadas no tenían muchas naves para arriesgar en una empresa de tal magnitud. Había unos
doscientos vehículos espaciales en servicio, sin contar los satélites. Pero el noventa por ciento
de ellas eran naves Tierra–a–órbita como la que nosotros habíamos utilizado para escapar de
Tierra... que había podido dar el salto a Luna sólo después de haber sido vaciada por completo,
y había llegado sin más peso que el nuestro y sin combustible. No se construyen naves espaciales por capricho: son demasiado caras. Las Naciones Federadas disponían de seis cruceros que
probablemente podrían bombardearnos sin posarse en Luna para repostar, sustituyendo la carga
normal por tanques de combustible. Había varias naves más que podrían ser modificadas para
dar el salto o para orbitar en torno a Luna, pero que no podrían regresar a Tierra sin volver a
llenar los tanques.
No cabían dudas de que las Naciones Federadas podían derrotarnos; el problema era el precio que tendrían que pagar. De modo que debíamos convencerlas de que el precio era demasiado
elevado antes de que tuvieran tiempo de reunir las fuerzas suficientes. Una partida de póker...
Lo nuestro era un farol. Y confiábamos en que no nos veríamos obligados a enseñar nuestras
cartas.
La comunicación con Hong Kong Luna quedó restablecida al final del primer día de la fase
radío–video, durante el cual Mike había estado «arrojando piedras». El profesor llamó... y me
alegré muchísimo al oír su voz. Mike le informó ampliamente mientras yo esperaba, convencido
de que iba a dirigirme una de sus suaves reprimendas... y dándome ánimos para contestar bruscamente: «¿Y qué se suponía que debía hacer yo? ¿Con usted fuera de contacto y posiblemente
muerto? ¿Habiendo quedado solo como jefe del gobierno en funciones y en plena crisis? ¿Tirarlo todo por la borda, porque no podía establecer contacto con usted?»
No tuve ocasión de decirlo. El profesor dijo:
–Has hecho exactamente lo que tenías que hacer, Manuel. Actuabas como jefe del gobierno
y en plena crisis. Me alegro de que no lo tiraras todo por la borda simplemente porque no podías
establecer contacto conmigo.
¿Qué se puede hacer con un individuo así? Tragué saliva y dije:
–Gracias, profesor.
El profesor confirmó la muerte de «Adam Selene».
–Podíamos haber utilizado la ficción un poco más, pero esta es la oportunidad perfecta. Mike, Manuel y tú seguiréis al frente de todo; yo me pararé en Churchill, en mi camino de regreso,
para identificar su cadáver.
Así lo hizo. Nunca le pregunté si había escogido el cadáver de un lunático o el de un soldado, ni cómo silenció a todas las otras personas involucradas. Tal vez no hubiera problemas, ya
que en Churchill Superior quedaron muchos cadáveres sin identificar. El que eligió el profesor
tenía la estatura y el color de la piel adecuados; había sufrido los explosivos efectos de la descompresión y su rostro estaba quemado: ¡tenía un aspecto horroroso!
La capilla ardiente se instaló en la Antigua Cúpula; el cadáver fue expuesto allí con el rostro
tapado, y en su honor se pronunció una lírica oración fúnebre que yo no escuché. Mike, en cambio, no se perdió una palabra: su cualidad más humana era su vanidad. Alguien habló de embalsamar aquella carne muerta, citando a Lenin como precedente. Pero el Pravda subrayó que
Adam había sido siempre un hombre muy amante de las tradiciones y nunca hubiese admitido
que se hiciera con él aquella bárbara excepción. De modo que aquel desconocido soldado, o
ciudadano, o ciudadano–soldado, fue arrojado a la cloaca de nuestra ciudad.
Lo cual me obliga a contar algo que he pasado por alto. Wyoh no había sufrido ningún daño,
simple agotamiento. Pero Ludmilla cayó para siempre. Fue una de las numerosas víctimas que
cayeron al pie de la rampa en frente del Bon Marché. Una bala explosiva la hirió en el pecho,
destrozando su busto juvenil, casi de niña. El cuchillo de cocina que empuñaba estaba manchado de sangre: creo que tuvo tiempo de vengar por anticipado su muerte.
Stu salió del Complejo para darme la noticia personalmente, en vez de comunicármela por
teléfono, y luego regresó conmigo. Stu no había perdido el tiempo; en cuanto terminó la lucha
se marchó al Raffles a trabajar con su cuaderno de claves. Mum le localizó allí, y él se ofreció a
salir en mi busca.
De modo que tuve que ir a casa para nuestro llanto–en–común. Afortunadamente, nadie me localizó
hasta después de que Mike y yo pusiéramos en marcha la Operación Roca Dura. Cuando llegamos a casa,
Stu no quería entrar, no sabiendo cómo sería acogida la presencia de un extraño en un acto tan íntimo.
Anna salió y casi le arrastró al interior. Todos le recibieron con sincera alegría. Muchos vecinos vinieron
a llorar con nosotros. No tantos como en la mayoría de las muertes... pero la nuestra no era más que una
de las muchas familias que aquel día se habían reunido para llorar.
No me quedé mucho tiempo... no podía; tenía mucho ti–abajo. Vi a Milla lo suficiente como
para darle el beso de despedida. Estaba tendida en su habitación y parecía dormir plácidamente.
Luego permanecí unos instantes con mis seres queridos antes de volver a mi puesto. Nunca me
había dado cuenta, hasta aquel día, de lo vieja que es Mimi. Desde luego, ha presenciado mu-
chas muertes, entre ellas las de algunos de sus descendientes. Pero la muerte de la pequeña Milla parecía haberla afectado de un modo especial... lo cual no tenía nada de extraño, ya que Milla había sido siempre la favorita de las coesposas de Mimi.
Al igual que todos los lunáticos, nosotros conservamos nuestros muertos... y me alegro de
veras que desde el primer momento renunciáramos a la bárbara costumbre terráquea de enterrarlos en un cementerio: nuestro sistema es mucho mejor. Pero la familia Davis no los ha destinado
nunca a los túneles de cultivo. No. Van a parar a nuestro pequeño túnel–invernadero, para convertirse en rosas, en narcisos y en peonias, entre suaves zumbidos de abejas. La tradición dice
que allí se encuentra Black Jack Davis, o los átomos que queden de él después de muchos, muchos, muchos años de florecimiento.
Es un lugar hermoso, un lugar feliz.
El viernes no había llegado ninguna respuesta de las Naciones Federadas. Las noticias de
Tierra revelaban a partes iguales la predisposición a no creer que habíamos destruido siete naves
y dos regimientos (las Naciones Federadas no habían confirmado siquiera que se había librado
una batalla) y la negativa absoluta a creer que podíamos bombardear Tierra, o que pudiera tener
importancia si lo hacíamos: seguían aludiendo humorísticamente a una «lluvia de arroz». Concedían más tiempo a la Serie Mundial.
Stu estaba preocupado porque no había recibido ninguna respuesta a sus mensajes cifrados.
Habían salido mezclados con el tráfico comercial de la LuNoHoCo hasta su agente de Zurich,
de allí al agente de bolsa de Stu en París, el cual debía transmitirlos por canales menos corrientes al doctor Chan, con quien yo había hablado en cierta ocasión, y con quien Stu había hablado
más tarde, fijando un canal de comunicación. Stu había informado al doctor Chan que, dado que
la Gran China no sería bombardeada hasta doce horas después de que lo fuese América del Norte, el bombardeo de la Gran China podía ser evitado después de que el bombardeo de América
del Norte fuera un hecho demostrado... si la Gran China actuaba rápidamente. Alternativamente,
Stu había invitado al doctor Chan a sugerir variaciones en los blancos que habíamos elegido, si
se trataba de lugares que no estaban tan desiertos como creíamos.
Stu se impacientaba: había puesto grandes esperanzas en la quasi–colaboración que había establecido con el doctor Chan. Por mi parte, nunca había estado seguro. De lo único que estaba
seguro era de que el doctor Chan no se situaría cerca de ningún blanco. Aunque es posible que
no pudiera advertir a su anciana madre.
Mis preocupaciones estaban relacionadas con Mike. Desde luego, Mike estaba acostumbrado
a tener muchos cargamentos en trayectoria al mismo tiempo... pero nunca había tenido que situar a más de uno a la vez en el punto de destino. Ahora tenía centenares, y había prometido
situar a veintinueve de ellos simultáneamente y en el segundo exacto en veintinueve blancos
milimétricos.
Más aún: para muchos blancos tenía misiles en reserva a fin de descargarlos contra aquel
blanco por segunda, por tercera e incluso por sexta vez, desde unos cuantos minutos hasta tres
horas después del primer impacto.
Cuatro grandes Potencias de la Paz, y algunas más pequeñas, disponían de defensas antimisiles; las de América del Norte estaban consideradas como las mejores. Pero en este aspecto incluso las Naciones Federadas andaban a ciegas. Todas las armas de ataque se hallaban bajo el
control de las Fuerzas de la Paz, pero las armas defensivas eran una cuestión interna de cada
nación y podían ser secretas. Las suposiciones se extendían desde la India, que al parecer no
poseía interceptores de misiles, hasta América del Norte, que al parecer disponía de ellos en
cantidad y calidad. Ya en el pasado siglo, durante la Ultima Guerra Mundial, se había distinguido interceptando misiles H intercontinentales.
Probablemente la mayoría de nuestros proyectiles destinados a América del Norte alcanzarían sus blancos simplemente porque en ellos no había nada que proteger. Pero no podían permitirse ignorar el misil para el Estuario de Long Island, o la roca para 87º oeste por 42º 30' norte:
el lago Michigan, centro del triángulo formado por Chicago, los Grandes Rápidos y Milwaukee.
Aunque aquella pesada gravedad convierte a la interceptación en una tarea muy difícil y muy
costosa; sólo tratarían de detenernos donde valiera la pena.
Pero nosotros no podíamos permitir que nos detuvieran. De modo que algunas de las rocas
estaban respaldadas por mas rocas. Los efectos de los interceptores sobre ellas era algo que incluso Mike desconocía: no disponía de suficientes datos. Mike suponía que los interceptores
serían disparados por radar, pero, ¿desde qué distancia? Desde luego, alcanzado desde muy
cerca un proyectil de roca forrada de acero sería gas incandescente un microsegundo después.
Pero hay un mundo de diferencia entre una roca de varias toneladas y los delicados circuitos de
un misil H: lo que «mataría» a este último, desviaría simplemente a uno de nuestros proyec.
tiles, haciéndole errar el tiro.
Necesitábamos demostrarles que podíamos continuar arrojándoles rocas baratas mucho después de que ellos se quedaran sin sus caros (¿un millón de dólares?, ¿cien millones de dólares?)
interceptores de misiles. Si no lo demostrábamos la primera vez, en cuanto Tierra volviera a
encarar América del Norte hacia nosotros atacaríamos de nuevo los blancos que no habíamos
alcanzado antes: otras rocas para un segundo ataque, y para un tercero, estaban ya en el espacio,
para ser empujadas en el momento necesario.
Si tres bombardeos en tres rotaciones de Tierra no eran suficientes, podríamos seguir arrojando rocas en el 77, hasta que se quedaran sin interceptores... o hasta que nos destruyeran (mucho más probable).
Durante un siglo, el Mando de la Defensa del Espacio Norteamericano había estado enterrado en una montaña al sur de Colorado Springs, Colorado, una ciudad que no se distinguía por
nada más. En el curso de la Ultima Guerra Mundial, el Monte Cheyenne fue alcanzado directamente por un misil; el puesto de mando de la defensa sobrevivió, pero no los venados, los árboles, la mayor parte de la ciudad y varios metros de la cumbre de la montaña. Lo que nosotros
estábamos a punto de hacer no mataría a nadie, a menos de que permanecieran en el exterior de
aquella montaña a pesar de los tres días de continuas advertencias. Pero el Mando de la Defensa
del Espacio Norteamericano recibiría un tratamiento lunar completo: doce misiles de roca en la
primera pasada, y luego todos los que pudiéramos disparar en la segunda rotación, y en la tercera... y así sucesivamente, hasta que nos faltase el acero, o nos dejasen fuera de combate... o el
Directorio de América del Norte lanzara la toalla.
Este era el único blanco contra el que no nos limitaríamos a enviar un solo proyectil: queríamos machacar aquella montaña y seguir machacándola. Para cuartear su moral.
Para demostrarles que continuábamos en la brecha. Para destruir el puesto de mando y su sistema de comunicaciones. O, al menos, para proporcionarles abundantes quebraderos de cabeza y
no permitirles descansar. Si podíamos demostrar a toda Tierra que éramos capaces de desarrollar un ataque ininterrumpido contra el Gibraltar más poderoso de su defensa espacial, nos ahorraríamos el tener que demostrarlo aplastando Manhattan o San Francisco.
Lo cual no haríamos ni siquiera al vernos perdidos. ¿Por qué? Sentido común, simplemente.
Si utilizábamos nuestras últimas fuerzas para destruir una ciudad importante, no nos castigarían:
nos destruirían. Y, tal como decía el profesor: «Si es posible, deja espacio para que tu enemigo
se convierta en amigo tuyo».
Pero ningún blanco militar es un juego fácil.
No creo que nadie durmiera mucho el jueves por la noche. Todos los lunáticos sabían que el
viernes sería nuestro gran día. Y todo el mundo en Tierra sabía, y al final sus noticiarios lo habían admitido, que las unidades de Rastreo Espacial habían localizado objetos dirigidos hacia
Tierra, presumiblemente los «botes de arroz» de que habían alardeado aquellos convictos rebeldes. Insistían en que la colonia de Luna no podía haber construido bombas H... aunque advertían
que lo más prudente sería evitar las zonas a las cuales aquellos asesinos pretendían estar apuntando. (La excepción fue un popular locutor, famoso por sus comentarios humorísticos, que dijo
que los lugares. más seguros serían los blancos que nosotros habíamos señalado. Lo dijo por
video, de pie sobre una gran X que, según él, correspondía a 110 oeste por 40 norte. No he vuelto a saber nada de él desde entonces).
El «espectáculo» sería retransmitido por video gracias a un reflector instalado en el Observatorio Richardson, y creo que todos los lunáticos estaban pendientes de las pantallas en sus hogares, en las tabernas y en la Antigua Cúpula... a excepción de unos cuantos que prefirieron poner-
se los, trajes–p y subir a la superficie para contemplarlo directamente, a pesar de que en la mayoría de las conejeras estaban en pleno semilunar brillante. A instancias del Brigadier Juez Brody, instalamos apresuradamente una antena auxiliar en la catapulta principal a fin de que sus
perforadores pudieran contemplar el video en los cuerpos de guardia, ya que de otro modo podíamos habernos quedado sin un solo artillero de servicio. (Las fuerzas armadas –artilleros de
Brody, milicia de Finn y Brigadas de Stilyagis– permanecieron en estado de alerta durante todo
el período).
El Congreso estaba reunido en sesión oficiosa en el Teatro Novy Bolshoi, donde se había
instalado una gran pantalla. Algunos personajes ––el profesor, Stu, Wolfgang, y otros disponían de una pantalla más pequeña en la antigua oficina del Alcaide en el Complejo Superior. Yo
pasaba con ellos parte del tiempo, entraba y salía, nervioso como una gata que acaba de tener
gatitos, cogiendo un emparedado y olvidándome de comerlo... o encerrado con Mike en el
Complejo Inferior. No podía mantenerme callado.
Alrededor de las 8 horas, Mike dijo:
–Man, mi primer y mejor amigo, ¿puedo decir algo sin que te ofendas?
–¿Eh? Desde luego. ¿Acaso has pensado alguna vez si podías ofenderme?
–Siempre, Man, desde que comprendí que podías sentirte ofendido. Se acerca el momento
del impacto... y este es el problema más complicado con el que he tenido que enfrentarme nunca. Cuando me hablas, utilizo siempre un gran porcentaje de mi capacidad –tal vez mayor de lo
que supones– durante varias millonésimas de microsegundos para analizar exactamente lo que
has dicho y contestar correctamente.
–Tratas de decirme que estás ocupado y que te deje en paz, ¿no es cierto?
–Deseo darte una solución perfecta, Man.
–Comprendo. Bueno... iré a ver al profesor.
–Como quieras. Pero, por favor, procura estar a mi alcance: podría necesitar tu ayuda.
Esto último era una tontería, y los dos lo sabíamos; el problema estaba más allá de la capacidad humana, y era demasiado tarde incluso para dar una contraorden. Lo que Mike quería dar a
entender era que también él estaba nervioso y deseaba mi compañía... pero en silencio.
–De acuerdo, Mike, permaneceré en contacto contigo. Buscaré un teléfono en alguna parte.
Marcaré MICROFTXXX pero no hablaré, de modo que no contestes.
–Gracias, Mannie, mi mejor amigo., BoIshoyeh spasebaw.
–Hasta luego.
Salí, decidí que no deseaba compañía después de todo, me puse el traje–p, encontré un largo
cable telefónico, lo enrollé a mi brazo y subí a la superficie. Había un teléfono en el cobertizo de
las herramientas junto a la salida de la cámara reguladora de presión; conecté el cable y marqué
el numero de Mike. Me senté a la sombra del cobertizo y fijé mi mirada en Tierra.
Estaba colgada como de costumbre en el cielo occidental, en cuarto creciente. El Sol se
había hundido en el horizonte, pero su resplandor me impedía ver Tierra claramente. Busqué
una posición más favorable, y la encontré detrás del cobertizo, que me protegía del resplandor
del Sol sin quitarme la visión de Tierra. El otro daba de lleno sobre la masa de Africa, de modo
que el punto de deslumbramiento estaba en tierra, no demasiado malo... aunque el polo sur era
de un blanco tan deslumbrante que no permitía ver demasiado bien América del Norte, iluminada únicamente por la luz de la luna.
Por fortuna, disponía de unos binoculares excelentes: unos Zeiss 7 X 50 que habían pertenecido al Alcaide.
América del Norte se extendió como un mapa fantasmagórico delante de mí. Estaba anormalmente libre de nubes; podía ver las ciudades, identificables por sus luces. Eran las 8,37...
A las 8,50, Mike inició el conteo... podía haberse ahorrado aquel trabajo, programándolo automáticamente.
8,51... 8,52 ... 8,53... un minuto... 59, 58, 57 ... medio minuto... 29,28,27 ... diez segundos...
nueve... ocho ... siete... seis... cinco... cuatro ... tres... dos... uno...
¡Y, súbitamente, estallaron doce surtidores de fuego!
26
El ataque había sido un éxito; podía verse a simple vista, sin necesidad de binoculares. Incliné la cabeza y murmuré, en tono reverente: «¡Bojemoi!». Doce luces muy brillantes, muy intensas, muy blancas, en formación perfecta. Se hincharon, palidecieron, se hicieron más rojas, invirtiendo en ello mucho, muchísimo tiempo. Quedé fascinado, hasta el punto de que apenas me
di cuenta de que habían aparecido nuevas luces.
–Sí –declaró Mike sin disimular su satisfacción–––. Ha sido un éxito. Ahora puedes hablar,
Man; no estoy ocupado. Sólo con los proyectiles de repuesto.
–Me he quedado sin habla. ¿Algún fallo?
–La carga del Lago Michigan ha sido desviada, pero no se ha desintegrado. Aterrizará en
Michigan; no puedo controlarla: ha perdido sus sensores de orientación. La del Estuario de
Long Island ha ido directamente al blanco; trataron de interceptarla y fracasaron; ignoro el motivo. Puedo desviar al Atlántico las cargas siguientes. ¿Lo hago? Faltan once segundos.
–No importa. Lo interesante era obligarles a utilizar los interceptores. ¿Qué ha ocurrido en
Colorado Springs?
–Ninguna interceptación. Todos mis disparos han dado en el blanco, Man. Esto es muy divertido. Me gustaría hacerlo todos los días. He descubierto el sentido de una palabra que no
conocía.
–¿Qué palabra es, Mike?
–Orgasmo. Es lo que pasa cuando se encienden todas las luces. Ahora lo sé.
Aquello me hizo recobrar la calma.
–Mike, no debes entusiasmarte demasiado. Porque si las cosas salen como esperamos, no
habrá una segunda vez.
–De acuerdo, Man. Pero tres contra uno a que volvemos a hacerlo mañana, y a la par a que
repetimos pasado mañana. ¿Quieres apostar? Una hora hablando de chistes contra cien dólares
Hong Kong.
–¿De dónde sacarías tú cien dólares?
Las luces de Mike parpadearon alegremente.
–¿De dónde crees que sale el dinero?
–Hum... olvídalo. Tendrás esa hora gratis. No quiero tentarte a falsear las probabilidades.
–A ti no te engañaría, Man. Acabamos de golpear de nuevo su Mando de la Defensa. Es posible que no puedas verlo, debido a la nube de polvo del primer ataque. A partir de ahora, recibirán un impacto cada veinte minutos. Baja y hablaremos; le pasaré la tarea a mi hijo idiota.
–¿Es seguro?
–Está bajo mi control. Será una buena práctica para él, Man; tal vez más tarde tenga que
hacerlo por su cuenta. Es estúpido, pero exacto; hace todo lo que le ordenan.
–¿Puede hablar?
–¡Oh, no! Es un idiota, nunca aprenderá a hablar. Pero hace todo lo que le programan. A partir del sábado pienso concederle más atribuciones.
–¿Por qué a partir del sábado, precisamente?
–Porque es posible que el domingo tenga que hacerse cargo de todo. El domingo nos atacarán.
–¿Qué quieres decir? Mike, me estás ocultando algo...
–Te lo estoy diciendo, ¿no? Acaba de ocurrir, y estoy analizándolo. Proyectándome hacia
atrás, veo que esa nave salió de la órbita de Tierra en el preciso instante en que iniciábamos
nuestro ataque. No le presté atención, pues en
aquel momento tenía que atender a otras cosas. Está demasiado lejos para asegurarlo, pero creo
que se trata de un crucero de las Fuerzas de la Paz dirigiéndose hacia Luna. Si no modifica su
trayectoria, lo tendremos encima el domingo, entre las nueve y las quince horas. La lectura resulta muy difícil, Man, ya que el crucero utiliza un sistema antirradar.
–¿Estás seguro de no equivocarte?
Las luces de Mike parpadearon.
–Man, no me confundo tan fácilmente. Puedo interpretar correctamente todas las señales.
–¿Cuándo lo tendrás a tiro?
–No lo tendré a tiro, a menos que modifique su trayectoria. Pero él me tendrá a tiro a mí, a
última hora del sábado; la hora exacta dependerá del ángulo de tiro que elija. Y esto producirá
una interesante situación. El crucero puede fijarse una conejera como objetivo: opino que Tycho
Inferior debería ser evacuado, y todas las conejeras deberían utilizar las medidas de emergencia
para presión máxima. Pero lo más probable es que su objetivo sea la catapulta. Sin embargo,
existe la posibilidad de que concentre su primer ataque sobre mis radares, tratando de inutilizarlos.
Las luces de Mike volvieron a parpadear.
–Divertido, ¿no es cierto? Si desconecto mis radares, sus misiles no podrán alcanzarlos. Pero, si lo hago, no podré decirles a los muchachos adónde tienen que apuntar sus cañones. Lo
cual nos deja sin nada que les impida bombardear la catapulta. Cómico.
Respiré profundamente y deseé no haberme metido en asuntos del ministerio de defensa.
–¿Qué vamos a hacer? ¿Rendirnos? ¡No, Mike! No podemos darnos por vencidos mientras
seamos capaces de luchar.
–¿Quién ha hablado de rendirse? Estoy analizando esa y otro millar de situaciones posibles,
Man. Nuevos datos... un segundo crucero, de las mismas características, acaba de salir de la
órbita de Tierra. No nos rendiremos. Si quieren jaleo, les daremos gusto, amigo mío.
–¿Cómo?
–Déjalo en manos de tu viejo amigo Mycroft. Aquí hay seis radares balísticos, y otro en el
nuevo emplazamiento. He cerrado este último y he puesto a mí hijo idiota a trabajar en el número dos. No hemos mirado en absoluto a esas naves a través del radar del nuevo emplazamiento:
no dejaremos que se enteren de que lo tenemos. Yo vigilo a esas naves a través del número tres,
y ocasionalmente (cada tres segundos) reviso la órbita de Tierra por si se producen nuevos despegues. Todos los otros están cerrados y no los utilizaré hasta el momento de atacar a la Gran
China y a la India... y esas naves no los verán ni siquiera entonces porque no estarán enfocados
en dirección a ellas. Y cuando los utilice, los abriré y cerraré a intervalos irregulares... después
de que las naves lancen misiles. Un misil no puede transportar un gran cerebro, Man: les engañaré.
–¿Y qué me dices de las computadoras para el control de los disparos de las naves?
–Las engañaré también. ¿Apuestas a que hago que dos radares parezcan solamente uno situado a medio camino entre los lugares donde realmente están«> Pero lo que estoy preparando
ahora... Lo siento, he tenido que utilizar de nuevo tu voz.
–Me parece muy bien. ¿Qué se supone que he hecho?
–Si ese almirante es realmente listo, concentrará su ataque contra la catapulta principal... situándose fuera del alcance de nuestros taladros–cañones. Tanto si sabe como si no sabe en qué
consiste nuestra arma «secreta», bombardeará la catapulta e ignorará los radares. De modo que
he ordenado a la catapulta principal (mejor dicho, lo has ordenado tú) que esté preparada para
lanzar todas las cargas que tengamos a punto, y ahora estoy estableciendo nuevas trayectorias a
largo plazo para cada una de ellas. Luego las
lanzaremos al espacio lo más rápidamente posible... sin radar.
–¿A ciegas?
–Yo no utilizo el radar para lanzar una carga, Man, lo sabes perfectamente. Hasta ahora las
he vigilado siempre, pero no necesitaba hacerlo; el radar no tiene nada que ver con el lanzamiento: el lanzamiento es cálculo previo y control exacto de la catapulta. De modo que situaremos toda la munición de la catapulta principal en trayectorias lentas, lo cual obligará al almirante a preocuparse más de los radares que de la catapulta... o de los dos. Entonces le daremos un
poco de trabajo. Podemos desesperarle hasta el punto de que se arriesgue a descender un poco
más para afinar la puntería, proporcionando así a nuestros muchachos la oportunidad de quemar
sus ojos.
–A los muchachos de Brody les gustará eso. –De pronto se me ocurrió una idea–. Mike, ¿has
estado viendo el video hoy?
–He controlado el video, pero no puedo decir que lo haya mirado. ¿Por qué?
–Echa un vistazo.
–Si es un capricho... Ya está. ¿Por qué?
–Están utilizando un buen telescopio para el video, y hay otros. ¿Por qué hemos de utilizar el
radar para las naves? Quiero decir, hasta el momento en que decidas que los muchachos de Brody pueden alcanzarlas.
Mike permaneció en silencio durante casi dos segundos.
–Man, mi mejor amigo, ¿no has pensado nunca en quitarle el puesto a una computadora?
–¿Es un sarcasmo?
–En absoluto, Man. Me siento avergonzado. –Los instrumentos del Observatorio Richardson
–telescopios y otras cosas– son factores que nunca he incluido en mis cálculos. Soy estúpido, lo
admito. ¡Sí, sí, sí, da, da, da! Observar las naves por telescopio y no utilizar el radar a menos
que varíen su actual balística. Y otras posibilidades... No sé qué decir, Man, salvo que nunca se
me había ocurrido la idea
de que podía usar telescopios. Miro por radar, siempre lo he hecho; nunca había...
–¡Basta!
–Digo lo que siento, Man.
–¿Me disculpo yo acaso cuando a ti se te ocurre una idea antes?
–Hay algo en eso que resiste a mi análisis –dijo Mike lentamente–. Mi obligación consiste
en...
–Deja de preocuparte. Si la idea es buena, utilízala. Puede conducir a otras ideas.
El profesor telefoneó en aquel momento.
–¿Cuartel General? ¿Hay alguna noticia del Mariscal de Campo Davis?
–Estoy aquí, profesor. En la sala del ordenador principal.
–¿Puedes reunirte con nosotros en la oficina del Alcaide? Hay decisiones a tomar, trabajo a
realizar...
–Profesor, he estado trabajando. Estoy trabajando.
–Lo sé. Les he explicado a los otros que la programación de la computadora balística es una
tarea tan delicada que tienes que revisarla personalmente. Sin embargo, algunos de nuestros
colegas opinan que el Ministro de Defensa debería estar presente durante estas discusiones. De
modo que
cuando consideres que puedes dejar la tarea en manos de tu ayudante (se llama Mike, ¿no es
cierto?), te ruego...
– Comprendo. Iré en seguida.
–Muy bien, Manuel.
–He podido oír a trece personas en segundo plano –dijo Mike–. Un verdadero guirigay.
–Voy hacia allá. Por lo visto hay algún problema. ¿No me necesitas?
–Man, confío en que permanecerás cerca de un teléfono.
–Lo haré. De todos modos, Pega un oído a la oficina del Alcaide. Hasta luego, Mike.
Encontré a todo el gobierno en la oficina del Alcaide, el verdadero gabinete y los ministros
«de relleno»... y no tardé
en localizar la fuente de la perturbación: un individuo llamado Howard Wright. Se había creado
un Ministerio para él: «de Enlace para las Artes, Ciencias y Profesiones». Una especie de compensación para Novylen, ya que en el gabinete predominaban los camaradas de Luna City, y una
prebenda para Wright, que se había nombrado a sí mismo jefe de un grupo del Congreso largo
de palabras y corto de hechos. El profesor se proponía pararle los pies... pero a veces el profesor
era demasiado sutil.
El profesor me pidió que informara al Gabinete sobre la situación militar. Cosa que hice... a
mi manera.
–Veo que Finn está aquí. Dejemos que nos diga cuál es la situación en las conejeras.
–El general Nielsen lo ha hecho ya –dijo Wrigth–, de modo que no necesita repetirlo. Queremos oír su informe.
Parpadeé.
–Profesor... Perdón, Gospodin Presidente. ¿Debo entender que se ha dado un informe del
Ministerio de Defensa en ausencia mía?
–¿Por qué no? –dijo Wright–. Usted no estaba a mano.
–Orden –dijo el profesor. Se dio cuenta de mi estado de ánimo. Había dormido muy poco en
los últimos tres días y no me había sentido tan cansado desde que salí de Tierra–. Gospodin
Ministro de Enlace Profesional, le ruego que haga sus comentarios a través de la Presidencia.
Gospodin Ministro de Defensa, permítame rectificar eso. No se ha dado ningún informe al Gabinete acerca de su ministerio, por la sencilla razón de que el Gabinete no se ha reunido hasta
que ha llegado usted. El general Nielsen ha contestado oficiosamente algunas preguntas oficiosas. Tal vez no debió hacerlo. Si lo cree usted así, trataré de repararlo.
–No creo que tenga importancia. Finn, hablé contigo hace media hora. ¿Alguna novedad
desde entonces?
–No, Mannie.
–Bien. Supongo que quieren ustedes saber cuál es la situación general. A través del video
han podido comprobar que el primer bombardeo ha sido un éxito. El bombardeo continúa, ya
que estamos atacando su Cuartel General de la Defensa del Espacio cada veinte minutos. Seguirá hasta las trece horas, y a las veintiuna atacaremos China y la India, y otros objetivos menos
importantes. Luego nos ocuparemos de África y Europa, hasta las cuatro de la mañana, descansaremos tres horas, atacaremos Brasil y compañía, esperaremos tres horas y volveremos a empezar. A menos que se modifiquen los supuestos de la situación. Pero entre tanto tenemos problemas aquí. Finn, deberíamos evacuar Tycho Inferior.
–¡Un momento! –Wright levantó su mano–. Deseo formular unas preguntas–. Se dirigía al
profesor, no a mí.
–Gospodin Ministro de Defensa –dijo el profesor–––. ¿Ha terminado usted su informe?
Wyoh estaba sentada en la parte de atrás. Habíamos intercambiado unas sonrisas, pero eso
fue todo. No podíamos hablar: se había comentado desfavorablemente el hecho de que dos
miembros de la misma familia pertenecieran al Gabinete. Ahora, Wyoh sacudió la cabeza, advirtiéndome de algo.
–Esto es todo en lo que respecta a los bombardeos –dije–. ¿Alguna pregunta?
–¿Se refieren sus preguntas a los bombardeos, Gospodin Wright?
–Desde luego, Gospodin Presidente –Wright se puso en pie y se encaró conmigo–. Como usted sabe, represento a los grupos intelectuales del Estado Libre y, si me está permitido decirlo,
sus opiniones son de la mayor importancia en los asuntos públicos. Creo que está más que justificado...
–Un momento –dije–. ¿No representa usted al Octavo Distrito de Novylen?
–¡Gospodin Presidente! ¿Puedo formular mis preguntas? ¿ O no?
–No estaba formulando preguntas, estaba pronunciando un discurso. Y yo estoy cansado y
quiero ir a acostarme.
El profesor dijo amablemente:
–Todos estamos cansados, Manuel. Pero esta presidencia acepta la objeción. Diputado, usted
representa únicamente a su distrito. Como miembro del gobierno, le han sido asignadas determinadas obligaciones en relación con determinadas profesiones.
–Viene a ser lo mismo, ¿no?
–En absoluto. Por favor, limítese a formular sus preguntas.
–Hum... muy bien, lo haré. ¿Se da cuenta el Ministro de Defensa que su plan de bombardeo
ha sido un grave error y que millares de vidas han sido destruidas inútilmente? ¿Y se da cuenta
del deplorable efecto que esto ha producido en la intelligentsia de esta República? ¿Y puede
explicar por qué este temerario (repito, ¡temerario!) bombardeo ha sido llevado a la práctica sin
previa consulta? ¿Y está dispuesto a modificar sus planes, o se propone seguir adelante con
ellos? ¿Y es cierta la acusación de que nuestros misiles eran del tipo nuclear proscrito por todas
las naciones civilizadas? ¿Y cómo espera que el Estado Libre de Luna sea aceptado en las
asambleas de las naciones civilizadas en vista de tales actos?
Consulté mi reloj: hacía una hora y media que se había producido el primer impacto.
–Profesor –dije–, ¿puede usted explicarme a qué viene todo eso?
–Lo siento, Manuel ––dijo amablemente–. Debí explicártelo antes de que empezara la reunión, pero todo ha sido tan precipitado... Bueno, el Ministro se refiere a un despacho de la agencia Reuter de Toronto que llegó poco antes de que te llamara. Si lo que dice es cierto, parece ser
que en vez de atender a nuestra advertencia, millares de espectadores se concentraron en los
blancos. Probablemente se han producido bajas. Ignoramos cuántas.
–Comprendo. ¿Y qué se supone que debía hacer yo? ¿Coger de la mano a cada uno de ellos
y sacarles de allí? Les advertimos con tiempo.
–La intelligentsia –intervino Wright– opina que unas básicas consideraciones humanitarias
obligaban...
Le interrumpí:
–Escuche, cabeza de chorlito, ha oído usted que el Presidente decía que la noticia acaba de
llegar... ¿Cómo puede saber usted lo que alguien opina de ella?
Wright enrojeció.
–¡Gospodin Presidente! ¡He sido insultado!
–No insultes al Ministro, Manuel.
–¿Qué es lo que ha estado haciendo él? Se ha limitado a utilizar palabras más finas. ¿Qué es
esa tontería acerca de bombas nucleares? No tenemos ninguna, y todos ustedes lo saben.
El profesor pareció intrigado.
–También a mí me ha desconcertado eso. Porque, al margen de ese despacho, todos hemos
podido ver, por video, lo que parecían ser realmente explosiones atómicas.
–¡Ohl –Me volví hacia Wright–. ¿No le han explicado sus doctos amigos lo que ocurre cuando se liberan unos cuantos miles de millones de calorías en una fracción de segundo en un espacio reducido? ¿Qué temperatura se alcanza? ¿La magnitud del resplandor?
–¡Entonces, admite usted que utilizó armas atómicas!
–¡Oh, Bog! –Me dolía la cabeza–––. No he dicho nada semejante. Si se golpea algo con la
fuerza suficiente, despide chispas. Esto es física elemental, conocida por todo el mundo, menos
por la intelligentsia. Nos hemos limitado a producir unas grandes chispas, eso es todo. Un gran
fogonazo. Calor, luz, rayos ultravioleta... Tal vez incluso rayos X, no podría decirlo. No creo
que se haya llegado a las radiaciones gamma. Y alpha y beta, imposible. Ha sido una liberación
repentina de energía mecánica. Pero, ¿nuclear? ¡Absurdo!
–¿Contesta eso a sus preguntas, señor Ministro? –dijo el profesor.
–Provoca simplemente más preguntas. Por ejemplo, este bombardeo es algo que el Gabinete
nunca autorizó. Usted mismo ha tenido ocasión de ver los rostros asombrados cuando esas terribles luces aparecieron en la pantalla. Sin embargo, el Ministerio de Defensa dice que el bombardeo continúa incluso ahora, cada veinte minutos. Opino...
Consulté mi reloj.
–Otro proyectil acaba de estrellarse contra el monte Cheyenne –dije.
–¿Han oído eso? –dijo Wright–. ¿Lo lian oído? Hace alarde de ello. ¡Gospodin Presidente,
esta carnicería debe cesar!
–Cabeza de... Señor Ministro –dije–, ¿esta sugiriendo usted que su Cuartel General de la Defensa del Espacio no es un objetivo militar? ¿De parte de quién está usted? ¿De Luna? ¿O de las
Naciones Federadas?
–¡Manuel!
–¡Estoy harto de estupideces! Me encargaron un trabajo, y lo hice. ¡Que me quiten a este imbécil de delante!
El asombro provocó un largo silencio. Luego, alguien dijo:
–¿Puedo hacer una sugerencia?
El profesor miró a su alrededor.
–Si alguien puede sugerir algo sensato, me alegrará mucho oírlo.
–Al parecer, no disponemos de una información correcta acerca de lo que esas bombas están
haciendo. Opino que deberíamos espaciar un poco más ese ritmo de veinte minutos. Alargarlo a
una hora, por ejemplo... y no hacer nada durante las dos próximas horas mientras obtenemos
más noticias. Luego podríamos aplazar el ataque a la Gran China al menos veinticuatro horas.
Casi todo el mundo movió la cabeza con gestos de asentimiento, y se oyeron murmullos:
–Una idea muy sensata...
–Da. No debemos precipitamos...
–¿Manuel? –dijo el profesor.
–¡Usted conoce la respuesta, profesor! –repliqué bruscamente–– ¡No me cargue el muerto a
mí!
–Tal vez la conozca, Manuel... pero estoy cansado y confundido y no puedo recordarla.
Wyoh dijo súbitamente:
–Mannie, explícalo. Yo también necesito que me lo expliquen.
De modo que hice un esfuerzo para dominarme.
–Una simple consecuencia de la ley de la gravitación. Tendría que utilizar una computadora
para dar la respuesta exacta, pero la próxima media docena de disparos no pueden ser anulados.
Lo máximo que podríamos hacer sería desviarlos del objetivo... para que cayeran tal vez sobre
alguna ciudad a la que no hemos advertido. No podemos dirigirlos hacia un océano, es demasiado tarde: el Monte Cheyenne se encuentra mil cuatrocientos kilómetros tierra adentro. En cuanto
a alargar el ritmo de caída a una hora, es absolutamente imposible. Los proyectiles no son cápsulas de un Tubo que podamos poner en marcha y parar a voluntad nuestra: son rocas que caen,
Y que han de estrellarse contra alguna parte cada veinte minutos. Podemos dejar que caigan
sobre el Monte Cheyenne, donde ahora no queda ya nada vivo... o desviarlas hacia alguna otra
parte y matar gente. Apliquen el mismo razonamiento a la idea de aplazar veinticuatro horas el
ataque a la Gran China. Podemos desviar los misiles de la Gran China, pero no podemos frenarlos. Si los desviamos, los desperdiciamos. Y si alguno de ustedes cree que podemos permitirnos
el lujo de desperdiciar envases de acero, será mejor que vaya a la catapulta principal y eche una
mirada.
–Creo que todas las preguntas han quedado contestadas, al menos a satisfacción mía –dijo el
profesor.
–¡No a la mía, señor!
–Siéntese, Gospodin Wríght. Me obliga a recordarle que su Ministerio no forma parte del
Gabinete de Guerra. Si no hay más preguntas (espero que no haya ninguna) aplazaré esta reunión. Todos necesitamos descansar. De modo que...
–¡Profesor!
–¿ Sí, Manuel?
–No ha dejado usted que termine mi informe. A última hora de mañana o a primera hora del
domingo seremos atacados.
–¿Cómo?
–Bombardeos. Y posible invasión. Dos cruceros están dirigiéndose hacia aquí.
Todos parecieron súbitamente interesados. El profesor dijo, en tono fatigado:
–Se aplaza la reunión del Gobierno. El Gabinete de Guerra seguirá reunido.
–¡Un momento! –dije–. Profesor, cuando ocupamos nuestros cargos, todos le entregamos
dimisiones sin fecha.
–Cierto. Sin embargo, confío en que no tendrá que utilizar ninguna de ellas.
–Está a punto de utilizar una.
–¿Es una amenaza, Manuel?
–Llámelo como quiera. –Señalé a Wright–. O se marcha ese imbécil... o me marcho yo.
–Manuel, necesitas dormir.
–¡Desde luego! Y voy a hacerlo. ¡Ahora mismo! Buscaré un catre aquí, en el Complejo, y
dormiré diez horas seguidas. Si dentro de diez horas continúo siendo Ministro de Defensa, puede despertarme. En caso contrario, déjeme dormir.
Todo el mundo parecía estar desconcertado. Wyoh se acercó a mí y se quedó a mi lado. No
habló: se limitó a deslizar su mano debajo de mi brazo.
–Por favor –dijo el profesor en tono firme–, salgan todos, menos el Gabinete de Guerra y
Gospodin Wright. –Esperó hasta que la mayoría de los presentes se marcharon. Entonces dijo–:
Manuel, no puedo aceptar su dimisión. Ni puedo permitir que me obligues a adoptar una decisión precipitada en lo que respecta al Gospodin Wright. Lo mejor sería que los dos os disculparais mutuamente, admitiendo que todos nos encontramos bajo el peso de la preocupación y la
fatiga.
–Hum... –Me volví hacia Finn–. ¿Ha estado luchando? –inquirí, señalando a Wright.
–¿Eh? ¡Oh, no! Al menos, no lo ha hecho en ninguno de mis grupos. ¿Qué dice usted,
Wright? ¿Luchó cuando los terráqueos nos invadieron?
Wright hizo una mueca.
–Bueno, no tuve oportunidad de hacerlo. Cuando me enteré, ya había terminado todo. Pero
ahora que han sido puestas en tela mi juicio mi lealtad y mi valentía, insisto...
–¡Cállese! –dije–. Si lo que quiere es un duelo, lo tendrá en el primer momento en que mis
obligaciones me dejen libre. Profesor, dado que ese individuo no puede disculpar su conducta
atribuyéndola a la tensión producida por la lucha, me niego a presentarle mis excusas y a aceptar las suyas. De modo que me ratifico en lo dicho: o le despide a él, o me despide a mí.
–Me adhiero a las palabras de Mannie, profesor –dijo súbitamente Finn–: o despide a ese individuo... o nos despide a los dos. –Miró a Wright–. En lo que respecta a ese duelo, tendrá que
luchar primero conmigo. Usted tiene dos brazos... y Mannie no.
–No necesito dos brazos para luchar con él. De todos modos, gracias, Finn.
Wyoh estaba llorando... podía sentirlo, aunque no pudiera oírlo. El profesor le dijo en tono
desolado:
–¿Wyoming?
–Lo s–s–siento, profesor. Yo también.
Quedaban solamente «Clayton» Watenabe, el Juez Brody, Wolfgang, Stu y Sheene: el Gabinete de Guerra. El profesor les miró; pude ver que estaban conmigo, aunque a Wolfgang le costó un esfuerzo, ya que él trabajaba con el profesor y no conmigo.
El profesor se encogió de hombros y se volvió hacia mí. –Manuel, esto es una espada de dos
filos –dijo–. Lo que estás haciendo es obligarme a dimitir a mí. –Miró a su alrededor–. Buenas
noches, camaradas. Mejor dicho, buenos días. Voy a descansar un poco; lo necesito más que
nada en el mundo–. Salió, muy erguido, sin mirar atrás.
Wright había desaparecido; no le había visto salir. Finn dijo:
–¿Qué hay acerca de esos cruceros, Mannie?
Respiré profundamente.
–No pasará nada antes del sábado por la tarde. Pero deberías evacuar Tycho Inferior. No
puedo hablar ahora. Estoy hecho polvo.
Acordé reunirme con él a las 21 horas, y dejé que Wyoh me sacara de allí. Creo que ella me
acostó, pero no lo recuerdo.
27
El profesor estaba allí cuando me reuní con Finn en la oficina del Alcaide poco antes de las
nueve de la noche del viernes. Había dormido nueve horas, me habla bañado, había almorzado
lo que Wyoh había traído de alguna parte y había hablado con Mike: todo se desarrollaba de
acuerdo con el plan revisado, las naves no habían cambiado de trayectoria y el ataque a la Gran
China estaba a punto de producirse.
Llegué a la oficina a tiempo para presenciar el ataque por video; todo se desarrolló normalmente. El profesor no dijo absolutamente nada acerca de Wright, ni acerca de dimitir. No volví
a ver a Wright, ni pregunté por él. El profesor no había mencionado la disputa, de modo que
¿por qué iba a hacerlo yo?
Nos ocupamos de las últimas noticias y de la situación táctica. Wright había dicho la verdad
al afirmar que se habían perdido «millares de vidas»; las noticias llegadas de Tierra no hablaban
de otra cosa. Nunca sabremos cuántos millares: si una persona queda cubierta por toneladas de
roca difícilmente podrá ser «contada» como baja. Sólo pudieron contarse las víctimas que se
encontraban a cierta distancia del punto cero y que fueron alcanzadas por la onda expansiva.
Digamos unas cincuenta mil en América del Norte.
¡Nunca comprenderé a la gente! Nos pasamos tres días advirtiéndoles, y no puede decirse
que no oyeran las advertencias: estaban allí porque las habían oído, precisamente. Para presenciar el espectáculo. Para reírse de nuestra estupidez. En busca de «souvenirs». Familias enteras
acudieron a los objetivos, algunas con cestas de comida, como si fueran a una gira campestre.
¡A un gira campestre! ¡Bojemoi!
Y, ahora, los vivos pedían a gritos nuestra sangre por aquella «criminal matanza». Da. Nadie
se había indignado por la invasión y el bombardeo (¡nuclear!) de que habíamos sido objeto cuatro días antes; pero ahora clamaban al cielo por nuestro «asesinato premeditado». El Great New
York Times exigía que todo el gobierno «rebelde» de Luna fuese trasladado a Tierra y ejecutado
públicamente: «En este caso en particular no cabe duda de que las consideraciones humanitarias contra la pena de muerte deben ser dejadas a un lado en interés de todo el género
humano».
Traté de no pensar en ello, del mismo modo que me había visto obligado a no pensar demasiado en Ludmilla. La pequeña Milla no había salido de excursión con una cesta de comida, ni
había ido en busca de emociones fuertes.
El problema apremiante era Tycho Inferior. Si aquellas naves bombardeaban las conejeras –
como exigían desde Tierra–, Tycho Inferior probablemente no lo resistiría: su techo era delgado.
La bomba H descompresionaría todos los pisos; las cámaras reguladoras de presión no están
construidas para las explosiones de bombas H.
(Sigo sin comprender a la gente. Se suponía que en Tierra estaba absolutamente prohibido
utilizar bombas H contra las personas; y los países de Tierra habían creado las Naciones Federadas precisamente para evitar que algún pueblo pudiera saltarse a la torera aquella prohibición.
Sin embargo, ahora pedían a gritos a las Naciones Federadas que nos bombardearan con bombas
H. No tardaron en reconocer que nuestras bombas no eran nucleares, pero toda América del
Norte parecía demencialmente ansiosa porque cayera sobre nosotros una lluvia nuclear).
Y tampoco comprendo a los lunáticos, dicho sea de paso. Finnn había transmitido a través de su milicia la consigna de que Tycho Inferior debía ser evacuado; el profesor la había repetido por video. No
habría problemas: Tycho Inferior era una conejera relativamente pequeña, y Novylen y Luna City podían
albergar y alimentar perfectamente a los refugiados. Disponíamos de cápsulas suficientes para trasladarlos
a todos en veinticuatro horas, dejándolos en Novylen y estimulando a la mitad de ellos a trasladarse a
Luna City. La operación exigiría un gran esfuerzo –empezar a comprimir el aire de la ciudad mientras se
evacuaba a la gente, para economizarlo; descomprimir totalmente al final para minimizar los daños; sacar
la mayor cantidad posible de alimentos; bloquear los accesos a los túneles de cultivo inferiores, etc.–,
pero los stilyagis y la milicia estaban suficientemente organizados para llevarlo a cabo.
¿Habían empezado la evacuación? ¡Ni hablar!
Las cápsulas se acumularon en Tycho Inferior hasta que no quedó espacio para enviar más.
Pero nadie subía a ellas.
–Mannie –dijo Finn–, no creo que vayan a evacuar.
–Tienen que hacerlo –dije–. Cuando localicemos un misil en dirección a Tycho Inferior será
demasiado tarde. La gente se atropellará tratando de subir a unas cápsulas en las que no habrá
espacio para todos. Finn, tus muchachos
tienen que obligarles a evacuar.
El profesor sacudió la cabeza.
–No, Manuel.
–¡Profesor –dije furiosamente–, está llevando usted demasiado lejos la idea de «no coerción»I Sabe muy bien que se amotinarán.
–A pesar de todo, seguiremos con la política de persuasión, sin utilizar la fuerza. Ahora, vamos a revisar los planes.
Los planes no eran nada del otro jueves, pero no podíamos hacer otra cosa. Advertir a todo el
mundo acerca de los previstos bombardeos y/o invasión. Establecer una guardia con milicianos
de Finn encima de cada una de las conejeras desde el momento (y si) en que los cruceros pasaran alrededor de Luna por su lado más lejano... para que no volvieran a cogernos desprevenidos.
Máxima presión y trajes–p a mano en todas las conejeras. Todos los militares y semimilitares en
alerta azul a partir de las cuatro de la tarde del sábado, y en alerta roja si las naves maniobraban
o lanzaban misiles. Los artilleros de Brody estimulados a ir a la ciudad a divertirse y emborracharse, hasta las 3 de la tarde del sábado. Esto último había sido idea del profesor. Finn quería
dejar a la mitad de ellos de servicio, pero el profesor alegó que estarían más en forma para una
prolongada vigilia si antes se habían relajado y divertido a su gusto. Yo estuve de acuerdo con el
profesor.
En cuanto a bombardear Tierra, no introducimos ningún cambio en la primera rotación. Obtuvimos respuestas angustiadas de la India, ninguna noticia de la Gran China. Pero la India tenía
pocos motivos para quejarse. Teniendo en cuenta la densidad de su población, habíamos escogido cuidadosamente los objetivos: aparte de algunos parajes del Desierto de Thar y las cumbres
de algunas, montañas, los blancos eran aguas del litoral alejadas de los puertos.
Pero teníamos que haber escogido montañas más altas o haber escatimado nuestras advertencias. Al parecer, algunos sacerdotes seguidos por incontables peregrinos habían decidido
trepar a las cumbres escogidas como objetivos para desafiar a nuestra represalia con su «fuerza
espiritual».
De modo que volvíamos a ser asesinos. Además, nuestros disparos al agua mataron a millones de peces y a muchos pescadores, ya que los pescadores y otros trabajadores del mar no estaban enterados de nuestras advertencias. El gobierno de la India parecía lamentar tanto la muerte
de los peces como la de los pescadores. Pero el principio de que toda vida es sagrada no tenía
vigencia para nosotros: deseaban nuestras cabezas.
En África y en Europa la reacción fue distinta. La vida nunca ha sido sagrada en Africa, y
los que quisieron presenciar el espectáculo en primera fila no fueron llorados en demasía. Europa dispuso de un día para enterarse de que podíamos alcanzar el objetivo que nos propusiéramos
y de que nuestras bombas eran mortales. Murieron algunas personas, sí, especialmente obstinados lobos de mar. Pero no murieron enjambres de curiosos, como en América del Norte, o de
fanáticos religiosos, como en la India. Las bajas fueron incluso menores en Brasil y otras partes
de América del Sur.
Luego volvió a tocarle la vez a América del Norte... a las 9 h. 50'28" del sábado 17 de octubre de 2076.
Mike lo cronometró para las 10 en punto de nuestra hora lunar, calculando que el progreso
en órbita de Luna y la rotación de la Tierra determinarían que América del Norte se encontrara
frente a nosotros a las 5 de la madrugada de su hora de la Costa Oriental, y a las 2 de la madrugada de su hora de la Costa Occidental.
Pero la discusión acerca de aquel nuevo bombardeo se había iniciado a primeras horas de la
mañana del sábado. El profesor no había convocado al Gabinete de Guerra, pero comparecieron
todos, menos «Clayton» Watenabe que había regresado a Kongsville para hacerse cargo de las
defensas. El profesor, Finn, Wyoh, el Juez Brody, Wolfgang, Stu, Terence Sheenan y yo: ocho
opiniones distintas. El profesor tiene razón: más de tres personas no pueden decidir nada.
Seis opiniones, debería decir, ya que Wyoh mantuvo su linda boca cerrada, lo mismo que el
profesor, que actuó de moderador. Pero los otros hacían tanto ruido como dieciocho. A Stu le
tenía sin cuidado el blanco que escogiéramos... con tal de que la Bolsa de Nueva York abriera el
lunes por la mañana.
–Nosotros vendimos a la baja en diecinueve direcciones distintas el jueves. Si no queremos
quedar arruinados, mis órdenes de compra cubriendo aquellas bajas tienen que ser cumplidas.
Díselo, Wolf; haz que lo comprendan.
Brody quería utilizar la catapulta para destruir cualquier otra nave que intentara abandonar
la órbita de Tierra. El juez no sabía nada de balística: para él, lo único que importaba
era que sus artilleros se encontraban en posiciones comprometidas. No quise discutir, ya que la
mayoría de las cargas estaban ya en órbitas lentas, y las restantes no tardarían en estarlo... y no
creía que la catapulta principal estuviera en nuestras manos mucho más tiempo.
Sheenie opinaba que lo mejor que podíamos hacer era dejar caer una carga sobre el edificio
principal del Directorio de América del Norte.
–Conozco a los norteamericanos, por algo fui uno de ellos antes de que me transportaran.
Nunca han digerido el golpe que para ellos representó el tener que ceder toda la autoridad a las
Naciones Federadas. Si acabamos con esos burócratas, los norteamericanos se pondrán de nuestra parte.
Wolfgang Korsakov, con gran disgusto de Stu, opinó que sus especulaciones obtendrían resultados más favorables si todas las Bolsas permanecían cerradas hasta que hubiese pasado la
tormenta.
Finn era partidario de la violencia: advertirles que retiraran aquellas naves de nuestro cielo, y
machacarles de veras si no lo hacían.
–Sheenie está equivocado en lo que respecta a los norteamericanos; yo también les conozco.
América del Norte es el sector más «halcón» de las Naciones Federadas. Nos califican ya de
asesinos, de modo que ahora debemos darles una lección, golpeándolos duramente. Si machacamos las ciudades norteamericanas, el resto del mundo se avendrá a razones.
Me deslicé fuera de la estancia, hablé con Mike, tomé unas notas. Cuando regresé, seguían
discutiendo. El profesor alzó la mirada mientras yo me sentaba.
–Mariscal de Campo, no ha expresado usted su opinión.
–Profesor, ¿no podríamos prescindir de esa tontería de «mariscal de campo»? Los niños están en la cama, de modo que podemos hablar sin tapujos.
–Corno quieras, Manuel.
–Estaba esperando para ver si se llegaba a un acuerdo.
No había acuerdo.
–No veo el motivo por el que debería tener una opinión –continué–. Soy un don nadie, y estoy aquí únicamente porque sé programar una computadora balística.
Dije esto mirando directamente a Wolfgang: un camarada número uno, pero al mismo tiempo un insoportable intelectual. Yo no soy más que mecánico, cuyo léxico deja mucho
que desear, en tanto que Wolf se graduó en una Universidad de postín, Oxford, antes de que le
transportaran. Sólo se mostraba deferente con el profesor. Stu, sí... aunque también Stu tenía
credenciales de postín.
Wolf se removió en su asiento, carraspeó y dijo:
–¡Oh! Vamos, Manníe, desde luego que deseamos conocer tu opinión.
–No tengo ninguna. El plan de bombardeo fue elaborado cuidadosamente; todo el mundo tuvo la posibilidad de criticarlo. No he visto nada que justifique el modificarlo.
El profesor dijo:
–Manuel, ¿quieres explicar el segundo bombardeo de América del Norte para que todos nosotros nos enteremos?
–De acuerdo. El objetivo del segundo bombardeo es
obligarles a utilizar cohetes interceptores. Todos los disparos apuntan a grandes ciudades... es
decir, a espacios deshabitados cerca de grandes ciudades. De lo cual les informaremos poco
antes de dejar caer las cargas. ¿Cuándo, Sheenie?
–Se lo estamos diciendo ahora. Pero podemos cambiarlo. Y deberíamos hacerlo.
–Es posible. La propaganda no es mi especialidad. En la mayoría de los casos, para apuntar
lo bastante cerca como
para obligarles a interceptar, tenemos que utilizar objetivos acuáticos. Los efectos no son de
desdeñar: además de matar peces y a cualquiera que no permanezca fuera del agua, se producirán terribles tormentas locales y grandes destrozos en las orillas.
Consulté el reloj y vi que tendría que alargar mi explicación.
–,Seattle recibirá un impacto en el Estuario del Puget, en su mismo regazo. San Francisco
perderá dos puentes con los que está muy encariñado. Los Angeles recibirá uno entre Long
Beach y Catalina, y otro en la costa unos cuantos kilómetros más arriba. México Ciudad se encuentra tierra adentro, de modo que dejaremos caer una carga sobre el Popocatepetl, donde puedan verlo. Salt Lake City recibirá una en su lago. A Denver lo pasaremos por alto: desde allí
pueden ver lo que ocurre en Colorado Springs... ya que continuaremos machacando el Monte
Cheyenne. Saint Louis y Kansas City recibirán los impactos en sus ríos, lo mismo que Nueva
Orleans... que probablemente quedará inundada. Todas las ciudades de los Grandes Lagos recibirán su impacto, una larga lista... ¿Tengo que leerla?
–Más tarde, quizá –dijo el profesor–. Continúa.
–Boston recibirá uno en su puerto, Nueva York uno en el Estuario de Long Island y otro a
medio camino entre sus dos mayores puentes. Bajando por su costa oriental, someteremos a
tratamiento a dos ciudades de la Bahía de Delaware, luego a dos de la Bahía de Chesapeake, una
de ellas de maxima importancia histórica y sentimental. Más al sur pillaremos a otras tres grandes ciudades con disparos al mar. Tierra adentro alcanzaremos a Cincinatti, Birmingham, Chattanooga, Ok1ahoma City, todas con disparos en ríos o montes cercanos. ¡Oh, sí! Dallas... Destruiremos el espaciopuerto de Dallas, en el que sorprenderemos algunas naves: la última vez que
lo revisé había seis. No mataremos a ninguna persona, a menos que insistan en permanecer en el
objetivo. Dallas es un lugar perfecto para un bombardeo; el espaciopuerto es grande, llano y
vacío, pero tal vez diez millones de personas nos verán alcanzarlo.
–Si lo alcanzamos –dijo Sheenie.
–Cuando lo alcancemos, no «si». Cada disparo está respaldado por otro una hora más tarde.
Si ninguno de los dos llega al objetivo, tenemos otros más atrás que pueden ser desviados; por
ejemplo, resulta fácil desviar disparos entre el grupo Bahía de Delaware–Bahía de Chesapeake.
O entre el grupo de los Grandes Lagos. Pero Dallas tiene su propia serie de cargas de reserva, ya
que esperamos que será defendida obstinadamente. Tenemos cargas de reserva para seis horas,
es decir, por todo el tiempo que tendremos América del Norte a la vista. Y las últimas cargas de
reserva pueden ser situadas en cualquier parte del continente... dado que cuanto más lejos se
encuentra una carga cuando la desviamos, más lejos podemos situarla.
–No lo entiendo –dijo Brody.
–Cuestión de vectores, Juez. Un cohete direccional puede dar a una carga determinados metros por segundo de vector lateral. Cuanto más tiempo funcione ese vector, más lejos del objetivo inicial aterrizará la carga. Si damos la señal a un cohete de orientación tres horas antes del
impacto, desplazamos el objetivo tres veces más que si esperamos hasta una hora antes del impacto. No es tan sencillo, desde luego, pero nuestra computadora puede calcularlo... si se le da
tiempo suficiente.
–¿Qué debemos entender por «tiempo suficiente»? –preguntó Wolfgang.
Pasé deliberadamente por alto la pregunta.
–La computadora puede resolver ese tipo de problema casi instantáneamente una vez se le ha
programado para ello. Pero tales decisiones están programadas previamente. Por ejemplo: si en
el grupo de objetivos A, B, C y D descubrimos que no hemos alcanzado tres blancos en la primera y segunda tandas de disparos, distribuimos las cargas de repuesto de modo que podamos
desviarlas hacia aquellos blancos, y al mismo tiempo distribuimos otras segundas cargas de
repuesto de modo...
–¡Un momento! –dijo Wolfgang–. Yo no soy una computadora. Lo único que quiero saber es
de cuanto tiempo disponemos para cambiar de opinión.
–¡Ohl –Consulté mi reloj–. Disponemos ahora de... tres minutos y cincuenta y ocho segundos para hacer abortar la carga destinada a Kansas City. El programa de abortamiento está trazado, y tengo a mi mejor ayudante –un tipo llamado Mike– a su cuidado. ¿Debo telefonearle?
–¡Por el amor de Bog, Man –dijo Sheenie–... abórtelo! –¡Y un cuerno! –exclamó Finn–. ¿Qué te
pasa, Terence? ¿Te faltan tripas?
–¡Camaradas! –dijo el profesor–––. ¡Por favor!
–Bueno –dije–, yo recibo órdenes del jefe del estado... es decir, del profesor. Si él desea conocer la opinión de alguien, se la pedirá. No sirve para nada que nos gritemos unos a otros. –
Consulté de nuevo el reloj–. Quedan dos minutos y medio. Y un margen más amplio, desde
luego, para otros blancos; Kansas City se encuentra mucho más lejos de aguas profundas. Para
Salt Lake City, por ejemplo disponemos de un minuto más.– Esperé.
–Vamos a votar –dijo el profesor–––. ¿Seguimos con el programa? ¿General Nielsen?
–¡Da!
–¿Gospazha Davis?
Wyoh contuvo la respiración.
–¡Da!
–¿Juez Brody?
–Sí, desde luego. Es necesario.
–¿Wolfgang?
–Sí.
–¿ Conde LaJoie?
–¡Da!
–¿Gospodin Sheehan?
–No quiero ser la nota discordante. Sí.
–¿Manuel?
–La decisión final le corresponde a usted, profesor; como siempre. Es absurdo que votemos.
–De acuerdo. Seguiremos adelante con el plan de bombardeos.
Conseguimos alcanzar la mayoría de los objetivos en la segunda pasada, aunque todos estaban defendidos a excepción de México Ciudad. Parecía probable (98.3 por ciento según los
últimos cálculos de Mike) que los interceptores estuvieran funcionando basándose en datos incorrectos acerca de la vulnerabilidad de los cilindros de roca. Sólo tres rocas fueron destruidas;
las otras fueron desviadas, y en consecuencia produjeron más daños que si hubieran caído sobre
el objetivo previsto.
Nueva York fue un hueso duro de roer; Dallas resultó ser un hueso mucho más duro. Tal vez
la diferencia residía en el control local de interceptación, ya que parecía improbable que el puesto de mando de Monte Cheyenne siguiera funcionando. Quizá no habíamos alcanzado su refugio
subterráneo (ignoro a qué profundidad se encontraba), pero estaba dispuesto a apostar cualquier
cosa a que ni hombres ni computadoras rastreaban el espacio.
Dallas destruyó o desvió las cinco primeras rocas, de modo que le dije a Mike que tomara
todas las que pudiera de Monte Cheyenne y las dirigiera hacia Dallas... lo cual pudo hacer dos
pasadas más tarde: los dos objetivos se encuentran a menos de mil kilómetros de distancia uno
del otro.
Las defensas de Dallas cedieron a la siguiente pasada: Mike descargó tres más sobre su espaciopuerto (previstas ya), y luego volvió a concentrar el ataque sobre el Monte Cheyenne. Continuaba propinando cariñosas palmadas cósmicas a aquella traqueteada montaña cuando América
se hundió bajo el borde oriental de Tierra.
Permanecí con Mike durante todo el bombardeo, sabiendo que sería el más duro de todos.
Mientras desconectaba
hasta el momento de atacar a la Gran China, Mike dijo pensativamente:
–Man, no creo que tengamos que volver a atacar esa montaña.
–¿Por qué, Mike?
–Ya no se encuentra allí.
–Puedes desviar sus cargas de reserva. ¿Cuándo tienes que decidirlo?
–Las situaré sobre Alburquerque y Omaha, pero será mejor que empiece ahora; mañana será
un día muy atareado. Man, mi mejor amigo, tendrás que marcharte.
–Je aburre mi compañía, camarada?
–En las próximas horas, esa primera nave puede lanzar misíles. Cuando eso ocurra, quiero
desviar todo el control balístico a la Honda del Pequeño David... y cuando lo haga, deberías
estar en Mare Undarum.
–¿Qué es lo que te preocupa, Mike?
–Ese muchacho es exacto, Man. Pero es estúpido. Quiero que le supervises. Es posible que
haya que tomar decisiones apresuradamente, y allí no hay nadie que pueda programarlo como es
debido. Deberías estar allí.
–De acuerdo si lo crees necesario, Mike. Pero si se precisa una programación rápida tendré
que consultarte por teléfono.
El mayor defecto de las computadoras no es un defecto de la propia máquina, sino el hecho
de que un humano tarda mucho tiempo, tal vez horas, en establecer un programa que una computadora resuelve luego en milésimas de segundo. Una de las mejores cualidades de Mike era
que podía programarse a sí mismo. Rápidamente. Bastaba con explicarle el problema para que
él se programara. Y podía también programar a su «hijo idiota» considerablemente más aprisa
que cualquier humano.
–Man, quiero que estés allí precisamente porque es posible que no puedas telefonearme: las
líneas pueden quedar cortadas. De modo que he preparado un grupo de programas eventuales
para Junior; pueden resultar útiles.
–De acuerdo, imprímelos. Y llama al profesor.
Me aseguré de que el profesor estaba solo, y le expliqué lo que Mike opinaba que yo debía
hacer. Creí que el profesor haría alguna objeción. Esperaba que insistiría en que me quedara
hasta que se produjera el bombardeo/invasión/o lo que fuera de aquellas naves. Pero se limitó a
decir:
–Manuel, es esencial que vayas allí. He vacilado en decírtelo. ¿Has hablado de las probabilidades con Mike?
–Nyet.
–Yo no he dejado de hacerlo. Para expresarlo sin rodeos, si Luna City es destruida, y muero
yo, y muere el resto del gobierno... incluso si todos los radares de Mike son destruidos y queda
desconectado de la nueva catapulta... todo lo cual puede ocurrir bajo un severo bombardeo... incluso si ocurre todo eso al mismo tiempo, Mike le concede probabilidades a Luna si la Honda
del Pequeño David puede funcionar... y tú estás allí para que funcione.
–Comprendo, jefe –dije–. Mike y usted lo habían previsto todo. De acuerdo, lo haré.
–Muy bien, Manuel.
Me quedé con Mike otra hora mientras él imprimía metro tras metro programas hechos a
medida para la otra computadora: un trabajo que a mí me hubiera ocupado seis meses, incluso
en el supuesto de que hubiese sido capaz de pensar en todas las posibilidades. Mike las había
previsto todas, con gran riqueza de detalles. Sí, por ejemplo, determinadas circunstancias hacían
necesario destruir París (pongamos por caso), decía qué misiles había que utilizar, en qué órbitas
se encontraban, y cómo había que decirle a Junior que los localizara y condujera al objetivo.
Estaba leyendo aquel interminable documento –no los programas, sino las descripciones del
objetivo–del–programa que encabezaban cada uno de ellos– cuando Wyoh telefoneó.
–Mannie, querido, ¿te ha hablado el profesor acerca de Mare Undarum?
–Sí. Ahora mismo iba a llamarte.
–Muy bien. Voy a hacer el equipaje de los dos y nos encontraremos en la Estación Este.
¿Cuándo puedes estar allí?
–¿El equipaje «de los dos»? ¿Es que vas a ir a Mare Undarum?
–¿No te lo ha dicho el profesor?
–No –mi corazón se alegró; súbitamente.
–Me siento culpable por ello, querido. Quería ir contigo... pero no tenía ningún pretexto.
Después de todo, no puedo ser útil en tareas relacionadas con una computadora y tengo responsabilidades aquí. Mejor dicho, las tenía. Ahora he sido relevada de todas mis tareas, lo mismo
que tú.
–¿Eh?
–Ya no eres Ministro de Defensa; el cargo lo ocupa Finn. En vez de eso, eres Primer Ministro Adjunto...
–¡Caramba!
–...y Ministro de Defensa Adjunto, también. Yo soy ya Presidente de la Cámara Adjunto, y
Stu ha sido nombrado Secretario de Estado para Asuntos Exteriores Adjunto. De modo que
también vendrá con nosotros.
–Estoy confundido...
–La cosa no es tan repentina como parece; el profesor y Mike lo habían decidido hace unos
meses. Descentralización, querido, lo mismo que MacIntyre ha estado preparando para las cone-
jeras. Si se produce un desastre en Luna City el Estado Libre de Luna seguirá teniendo un gobierno. El profesor me lo explicó así: «Wyoh, mientras vosotros tres y unos cuantos diputados
permanezcáis con vida, no estará todo perdido. Podréis seguir negociando en igualdad de condiciones y no admitir nunca vuestras heridas».
De modo que volvía a ser un mecánico de computadoras. Stu y Wyoh se reunieron conmigo,
con el equipaje (incluyendo el resto de mis brazos), y viajamos a través de interminables túneles
descomprimidos en traje–p, a bordo de un pequeño tractor utilizado para transportar acero al
emplazamiento de la nueva catapulta. Greg había enviado un gran tractor al lugar en el que teníamos que salir a la superficie y se reunió con nosotros cuando bajamos de nuevo al subsuelo.
De modo que me perdí el ataque a los radares balísticos del sábado por la noche.
28
El capitán de la primera nave, Espérance, tenía buenas tripas. A últimas horas del sábado
cambió de ruta, dirigiéndose hacia nosotros en línea recta. Al parecer imaginó que podíamos
hacerle alguna jugarreta con los radares, ya que todo hace suponer que decidió acercarse lo suficiente para ver nuestras instalaciones de radar a través del radar de la nave, en vez de dejar caer
sus misiles siguiendo la estela de nuestros haces.
Con una temeridad rayana en la inconsciencia, descendió a menos de mil kilómetros antes de
lanzar una rociada de misiles dirigidos directamente hacia cinco de los seis radares de Mike,
ignorando las maniobras destinadas a despistarle.
Mike, temiendo quedar ciego de un momento a otro, alertó a los muchachos de Brody para
quemar los ojos de la nave, les retuvo tres segundos en aquella tarea y luego les desvió hacia los
misiles.
Resultado: un crucero destruido, dos radares balísticos dejados fuera de combate por misiles
H, tres misiles «muertos», dos dotaciones de taladros–cañones muertas, una por explosión H,
otra por un misil muerto que cayó encima de ella, más trece artilleros con quemaduras radioactivas por encima del nivel mortal 800–roentgen, en parte por el fogonazo, en parte por permanecer demasiado tiempo en la superficie. Y debo añadir: cuatro miembros del Cuerpo Lisístratra
murieron con aquellas dotaciones; decidieron vestir el traje–p y subir con sus hombres. Otras
muchachas estaban afectadas de exposición a las radiaciones, aunque no por encima del nivel
800–r.
El segundo crucero continuó en órbita elíptica alrededor y detrás de Luna.
Me enteré de la mayor parte de todo esto a través de Mike después de llegar a la Honda del
Pequeño David a primeras horas del domingo. Mike estaba muy afectado por la pérdida de dos
de sus ojos, y más afectado todavía por la muerte de los artilleros: creo que Mike estaba desarrollando algo muy parecido a la conciencia humana; parecía creerse culpable de no haber sido
capaz de rechazar seis amenazas al mismo tiempo.
–¿Y tú, Mike? ¿Cómo estás?
–Bien, en todos los elementos esenciales. Aunque padezco algunas discontinuidades. Un misil vivo cortó mis circuitos hasta Novy Leningrad, pero los informes llegados a través de Luna
City me aseguran que los controles locales han podido hacer frente a la situación sin ninguna
pérdida en los servicios de la ciudad. Me siento frustrado por esas discontinuidades... pero más
tarde podremos ocuparnos de ellas.
–Mike, pareces cansado.
–¿Cansado yo? ¡Ridículo! Man, olvidas lo que soy. Estoy disgustado, eso es todo.
–¿Cuándo volverá a hacerse visible la segunda nave?
–Dentro de tres horas, si se mantiene en la órbita primitiva. Pero no lo hará: las probabilidades superan el noventa por ciento. La espero dentro de una hora.
–Una órbita Garrison, ¿eh?
–Se perdió de vista en azimut y en dirección este treinta y dos norte. ¿Te sugiere algo eso,
Man?
Medité unos instantes.
–Me sugiere que van a alunizar y a tratar de capturarte, Mike. ¿Se lo has dicho a Finn? Quiero decir, ¿le has dicho al profesor que advierta a Finn?
–El profesor lo sabe. Pero yo no veo así las cosas.
–¿De veras? Bueno, creo que lo mejor será que me calle y te deje trabajar.
Así lo hice. Lenore me trajo el almuerzo mientras inspeccionaba a Junior... y me avergüenza
decir que no logré entristecerme por las pérdidas que habíamos sufrido, en presencia de Wyoh y
de Lenore. Mum había enviado a Lenore a «cocinar para Greg» después de la muerte de Milla:
un simple pretexto; en Mare Undarum había esposas suficientes para proporcionar comida casera a todo el mundo. Lo había hecho pensando en la moral de Greg y en la de la propia Lenore;
Lenore y Milla habían estado muy unidas.
Junior parecía funcionar perfectamente. Se estaba ocupando de América del Sur, una carga
cada vez. Entré en la sala de radar y observé cómo situaba una en el estuario entre Montevideo y
Buenos Aires: Mike no lo hubiera hecho mejor. Entonces revisé su programa para América del
Norte, no encontré ningún fallo, lo introduje en Junior y me guardé la llave. Junior actuaría por
su cuenta... a menos que Mike se librara de otras preocupaciones y decidiera reasumir el control.
Luego me senté y traté de escuchar las noticias procedentes de Tierra y de Luna City. El cable coaxial de Luna City transportaba líneas telefónicas, instrucciones de Mike a su hijo idiota,
radio y video: el emplazamiento no era ya un lugar aislado. Pero, además del cable de Luna
City, el emplazamiento tenía antenas apuntadas a Tierra; cualquier noticia de Tierra que el
Complejo pudiera captar nosotros podíamos escucharla directamente. No era un capricho; la
radio y el video de Tierra. habían sido la única distracción durante la construcción, y ahora
constituían un elemento auxiliar en caso de que un cable se rompiera.
Las fuentes informativas oficiales de las Naciones Federadas afirmaban que los radares balísticos de Luna habían sido destruidos y que ahora estábamos completamente indefensos. Me
pregunté qué opinarían de eso los habitantes de Buenos Aires y de Montevideo, aunque lo más
probable era que estuvieran demasiado ocupados para escuchar los noticiarios; en algunos aspectos, los impactos en el agua resultaban mucho peores que los que se producían en tierra firme.
En el canal de video Lunatic de Luna City apareció Sheenie contando a los lunáticos el desenlace del ataque de la Espérance, y advirtiendo a todo el mundo que la batalla no había terminado: un buque de guerra reaparecería en nuestro cielo en cualquier momento. De modo que
todo el mundo debía estar preparado para cualquier eventualidad, vestir los trajes–p (Sheenan
llevaba puesto el suyo, con el casco abierto), adoptar las máximas precauciones en lo que respecta a la presión, etcétera. Se declaraba la alerta roja para todas las unidades, y se encarecía a
todos los ciudadanos que no tuvieran una misión específica a que permanecieran en los niveles
más bajos hasta que todo hubiese terminado.
La llamada se repitió varias veces... hasta que de pronto estalló la alarma:
–¡Atención! Crucero enemigo avistado por radar, a baja altura y gran velocidad. Puede dirigirse hacia Luna City. ¡Atención! Misiles lanzados, dirigiéndose hacia el extremo de la cata...
La imagen y el sonido quedaron cortados.
Puedo decir ahora lo que en la Honda del Pequeño David supimos más tarde: el segundo
crucero avanzando con gran rapidez y a baja altura, en la órbita más cerrada que permite el
campo de Luna, fue capaz de iniciar su bombardeo contra el extremo posterior de la catapulta
principal, a un centenar de kilómetros de la cabeza de la catapulta y de los artilleros de Brody, y
causó muchos destrozos durante el minuto que tardó en ponerse a tiro de los taladros–cañones,
concentrados alrededor de los radares en la cabeza de la catapulta. Supongo que se sentiría a
salvo. Pero no lo estaba. Los muchachos de Brody quemaron sus ojos y arrancaron sus orejas.
Después de aquello orbitó una vez más y se estrelló cerca de Torricelli, al parecer al intentar
alunizar, ya que encendió sus retropropulsores inmediatamente antes de estrellarse.
Pero las noticias que recibimos a continuación en el nuevo emplazamiento procedían de Tierra: los medios informativos de las Naciones Federadas afirmaban que nuestra catapulta había
sido destruida (cierto), que la amenaza lunar había dejado de existir (falso), y apelaba a todos
los lunáticos para que hicieran prisioneros a sus falsos dirigentes y se rindieran a la benevolencia de las Naciones Federadas (inexistente: la «benevolencia», quiero decir).
Escuché aquellas noticias, revisé de nuevo la programación y entré en la oscura sala de radar. Si todo discurría de acuerdo con nuestros planes, estábamos a punto de poner otro huevo en
el río Hudson, y luego cargas sucesivas durante tres horas a través de aquel continente; «sucesivas», debido a que Junior no podía manejar unos disparos simultáneos: Mike lo había planeado
todo teniendo en cuenta esa circunstancia.
El río Hudson recibió el impacto en el momento previsto. Me pregunté cuántos neoyorquinos estarían escuchando el noticiario de las Naciones Federadas al mismo tiempo que contemplaban el espectáculo que lo desmentía.
Dos horas más tarde la estación de las Naciones Federadas estaba diciendo que los rebeldes
lunares tenían misiles en órbita cuando la catapulta fue destruida... pero que después de aquellos
que habían llegado a su destino no habría más. Cuando terminó el tercer bombardeo de América
del Norte desconecté el radar. No podía hacerlo funcionar ininterrumpidamente: Junior no estaba programada para ello.
Quedaban nueve horas para iniciar el próximo bombardeo de la Gran China.
Pero no nueve horas para la decisión más urgente, es decir, si debíamos atacar de nuevo a la
Gran China. Sin información. Excepto la de los canales informativos de Tierra. Cuyas noticias
podían ser falsas. Ignorando si las conejeras habían sido bombardeadas o no. Si el profesor estaba vivo o muerto. ¿Estaba actuando yo ahora de Primer Ministro?, Necesitaba al profesor: lo de
«jefe del estado» no era lo mío. Por encima de todo, necesitaba a Mike para analizar hechos,
calcular riesgos, proyectar probabilidades de esta o de aquella acción.
Palabra de honor, ni siquiera sabía si había alguna nave dirigiéndose hacia nosotros y, lo que
es peor, no me atrevía a comprobarlo. Si conectaba el radar y lo utilizaba para que Junior registrara el cielo, cualquier nave a la que él rozara con sus rayos le vería con más rapidez que él a la
nave: los buques de guerra estaban construidos para localizar la vigilancia por radar. Al menos,
eso había oído decir. Diablos, no era un militar; era un simple técnico en computadoras que se
había metido en camisa de once varas.
Alguien llamó a la puerta; fui a abrir. Era Wyoh, con café. No pronunció una sola palabra, se
limitó a entregármelo, y se marchó.
Sorbí lentamente el café. Así estaban las cosas: me dejaban solo, esperando que me sacara
un milagro de la manga.
Desde alguna parte, localizada en mis años juveniles, oí que el profesor decía: «Manuel,
cuando te enfrentes con un problema que no comprendas, resuelve cualquier parte de él que
comprendas, luego revísalo de nuevo». Me había estado enseñando algo que él mismo no comprendía del todo –algo de matemáticas–, pero me había enseñado algo mucho más importante,
un principio básico.
Supe inmediatamente lo primero que tenía que hacer.
Me dirigí a Junior y le ordené que imprimiera los impactos previstos para todas las cargas en
órbita: algo muy fácil, ya que se trataba de un programa previo que él podía manejar sin dificultades. Mientras Junior se dedicaba a aquella tarea, busqué determinados programas alternativos
en aquel largo rollo que Mike había preparado.
Luego establecí algunos de aquellos programas alternativos: muy fácil, también; lo único
que tenía que hacer era leerlos correctamente e inscribirlos sin error. Hice que Junior los imprimiera para revisarlos antes de darle la señal de ejecución.
Cuando terminé –cuarenta minutos–, todas las cargas en trayectoria destinadas a un blanco
situado tierra adentro habían sido reapuntadas hacia una ciudad del litoral, a fin de poder desviar
cualquiera de ellas hacia el océano hasta los últimos minutos anteriores al impacto.
Ahora me había desprendido de la horrible presión del tiempo. Ahora podía pensar. Y lo
hice.
Luego convoqué una reunión de mi «Gabinete de Guerra»: Wyoh, Stu y Greg, mi «Comandante de las Fuerzas Armadas», utilizando la oficina de Greg. Lenore recibió autorización para
entrar y salir, suministrándonos café y emparedados, o permaneciendo sentada y en silencio.
Lenore es una mujer muy sensata y sabe cuando tiene que callarse.
Stu habló en primer lugar:
–Señor Primer Ministro, creo que esta vez no deberíamos atacar a la Gran China.
–Déjate de títulos rimbombantes, Stu. Tal vez estoy actuando como Primer Ministro, tal vez
no. Pero no tenemos tiempo para malgastarlo en formulismos.
–De acuerdo. ¿Puedo explicar mi propuesta?
–Más tarde. –Expliqué lo que había hecho para concedernos más tiempo; Stu asintió y permaneció callado–. Nuestro problema principal estriba en que estamos incomunicados, con Luna
City y con Tierra. Greg, ¿qué me dices de ese equipo de reparación?
–No ha regresado aún.
–Si la avería se ha producido cerca de Luna City, el regreso se demorará mucho. Suponiendo
que logren repararla. De modo que hemos de partir de la base de que tenemos que actuar por
nuestra cuenta. Greg, ¿tienes algún técnico en electrónica capaz de montar un aparato de radio
que nos permita hablar a Tierra? Me refiero a sus satélites de comunicaciones, claro... Con una
antena adecuada no es un problema insalvable. Yo puedo aportar mi ayuda, y aquel técnico en
computadoras que te envié no es tampoco demasiado torpe. – (Era bastante bueno, en realidad,
en electrónica corriente; se trataba del mismo individuo al que en cierta ocasión había acusado
falsamente de haber dejado entrar una mosca en las entrañas de Mike. Yo le había destinado al
equipo de Greg)
–Harry Bigs, el jefe de mi planta de energía, podría hacerlo –dijo Greg pensativamente–, si
dispusiera del material necesario.
–Dile que empiece. Puedes aprovechar cualquier cosa, menos el radar y la computadora una vez que
las cargas estén fuera de la catapulta. ¿Cuántas hay preparadas?
–Veintitrés, y no tenemos más acero.
–De acuerdo; veintitrés cargas que representan la victoria o la derrota. Quiero tenerlas a punto para ser disparadas; podríamos necesitarlas hoy mismo.
–Están a punto. Podemos dispararlas inmediatamente.
–Bien. Otra cosa: ignoro si hay un crucero de las Naciones Federadas, tal vez más de uno, en
nuestro cielo. Y no me atrevo a mirar. Por radar, quiero decir. El radar podría señalarles nuestra
posición. Pero tenemos que comprobarlo. ¿Puedes reunir voluntarios para que asciendan a la
superficie y registren el cielo?
Lenore se puso en pie.
–¡Yo me ofrezco como voluntaria!
–Gracias, cariño; aceptamos tu ofrecimiento.
–Encontraremos otros –dijo Greg–. No necesitamos mujeres.
–Deja que vaya, Greg; este es un espectáculo para todo el mundo.
Expliqué lo que deseaba: Mare Undarum se encontraba ahora en semilunar oscuro; el Sol se
había puesto. La invisible frontera entre la luz del Sol y la sombra lunar se extendía sobre nosotros, un punto de referencia concreto. Las naves que discurriesen a través de nuestro cielo dejarían ver unos destellos al cruzar aquella divisoria, lo mismo si se dirigían hacia el este que hacia
el oeste. Si el equipo de observadores localizaba la parte visible de órbita que se extendería desde el horizonte hasta algún punto del cielo, y calculaba el tiempo aproximado que la nave empleaba en recorrerla contando los segundos, Junior podría empezar a calcular la órbita real; dos
pasadas, y Junior conocería su período y la forma de la órbita. Entonces, yo tendría alguna idea
de cuándo sería más seguro utilizar el radar y la radio y la catapulta: no quería soltar una carga
con una nave de las Naciones Federadas encima del horizonte, que podía estar observándonos
por radar.
Tal vez era un exceso de precauciones... pero tenía que suponer que aquella catapulta, aquel
único radar, aquellas dos docenas de misiles, eran lo único que se interponía entre Luna y la
derrota total... y nuestro «farol» basado en que Tierra no sabía lo que teníamos ni dónde lo teníamos. Era preciso que continuaran creyendo que podíamos bombardear Tierra incesantemente
desde un lugar que ellos no sospechaban y que nunca podrían descubrir.
Entonces, como ahora, la mayoría de lunáticos no sabían nada de astronomía: vivíamos en el
subsuelo, y sólo subíamos a la superficie cuando era estrictamente necesario. Pero estábamos de
suerte; en el equipo de Greg había un astrónomo aficionado, un individuo que había trabajado
en el Observatorio Richardson. Le expliqué lo que quería, le puse al frente de los voluntarios y
le encargué la tarea de enseñarles a distinguir los diferentes grupos de estrellas que tenían que
ayudarles a localizar la posible órbita de una nave. Solucionando así el problema, reanudamos la
apenas iniciada conversación.
–Bien, Stu: ¿por qué crees que no deberíamos atacar a la Gran China?
–Sigo esperando noticias del Dr. Chan. Recibí un mensaje suyo. Me lo transmitieron aquí
por teléfono poco antes de que se interrumpieran las comunicaciones con las ciudades ...
–¡Infiernos!, ¿Por qué no me lo dijiste?
–Traté de hacerlo, pero te habías encerrado en la sala de radar y no quise molestarte sabiendo
que estarías ocupado en problemas de balística. Aquí está la traducción. El mensaje va dirigido
como de costumbre a la LuNoHoCo, con una referencia indicando que es para mí, y ha llegado
a través de mi agente en París: «Nuestro representante en Darwin (ese es Chan) nos informa de
que sus envíos de... –bueno, no importa el cifrado; se refiere a los días del ataque, aunque parece
referirse al pasado junio– estaban inadecuadamente envasados, habiéndose producido por tal
motivo daños inadmisibles. A menos de que esa anomalía pueda ser corregida, las negociaciones para un contrato a largo plazo se verán seriamente comprometidas».
Stu alzó la mirada.
–El significado no ofrece dudas: el doctor Chan nos comunica que su gobierno está dispuesto
a entablar negociaciones... pero que cambiará de opinión si bombardeamos a la Gran China.
–Hum... –me levanté y eché a andar de un lado para otro–. ¿Pedir la opinión de Wyoh? Nadie conocía las virtudes de Wyoh mejor que yo... pero ella fluctuaba entre la ferocidad y una
compasión demasiado humana. Y yo habla aprendido ya que un «jefe de estado», incluso un
jefe de estado en funciones, no debía dejarse dominar por ninguno de esos dos sentimientos.
¿Greg? Greg era un buen agricultor, un excelente mecánico y un ardiente predicador; le quería
entrañablemente... pero no necesitaba su opinión. ¿Stu? Ya tenía su opinión.
¿La tenía de veras?
–Stu, ¿cuál es tu opinión? No la opinión de Chan, sino la tuya.
Stu se quedó pensativo.
–Es una pregunta difícil de contestar, Mannie. No soy chino, no he pasado mucho tiempo en
la Gran China, y no puedo pretender ser un experto en su política ni en su psicología. De modo
que me veo obligado a depender de su opinión.
–¡Tonterías! ¡El no es un lunático! Sus objetivos no son nuestros objetivos. ¿Qué espera obtener de ello?
–Creo que está maniobrando para conseguir un monopolio del comercio lunar., Tal vez bases
aquí, también. Posiblemente un enclave extraterritorial. Cosa que no vamos a conceder.
–Si no saliésemos perjudicados con ello...
–El no ha dicho nada de todo esto. No habla mucho, ¿sabes? Prefiere escuchar.
–Lo sé –las cosas resultaban cada vez más complicadas.
Las noticias procedentes de Tierra habían estado zumbando en segundo plano; le había pedido a Wyoh que las escuchara mientras yo estaba ocupado con Greg.
–Wyoh, cariño, ¿alguna novedad de Tierra?
–No. Siguen con lo mismo. Hemos sido completamente derrotados, y se espera nuestra rendición de un momento a otro... Oh, hay una advertencia de que algunos misiles están aún en el
espacio, cayendo fuera de control, pero asegurando que las trayectorias están siendo analizadas
y que la gente será advertida a tiempo para que evite las zonas de impacto.
–¿Algo que sugiera que el profesor, o alguien en Luna City o en cualquier otra parte de Luna, está en contacto con Tierra?
–Absolutamente nada.
–¡Maldita sea! ¿Algo de la Gran China?
–No. Comentarios de casi todas partes. Menos de la Gran China.
–¡Oh! –me precipité hacia la puerta–. ¡Greg! ¡Hey, muchacho! Busca a Greg Davis. Le necesito.
Cerré la puerta.
–Stu, no vamos a dejar a la Gran China al margen de esto. –¿De veras?
–No. Sería muy agradable que la Gran China repudiara la alianza contra nosotros; podría
ahorrarnos algunos disgustos. Pero sólo saldremos adelante si podemos demostrarles a los terráqueos que somos capaces de atacarles y de destruir cualquier nave que envíen contra nosotros.
Tengo la esperanza de que dimos buena cuenta de la última, y la seguridad de que hemos destruido ocho sobre un total de nueve. Si dejamos traslucir que somos débiles no llegaremos a
ninguna parte, puesto que las Naciones Federadas aseguran que, además de ser débiles, estamos
acabados. En consecuencia, debemos prepararles unas cuantas sorpresas. Empezando por la
Gran China. Y si eso hace desgraciado al Dr. Chan, le regalaremos un pañuelo para que se seque
las lágrimas. Si podemos demostrarles que somos fuertes, en el momento en que las Naciones
Federadas afirman todo lo contrario, es probable que alguna potencia con derecho a veto reconsidere su actitud en lo que a nosotros respecta. Si no es la Gran China, será alguna otra.
Stu se encogió de hombros.
–Muy bien, señor.
–Yo...
En aquel momento entró Greg.
–¿Me llamabas, Mannie?
–¿Cómo anda ese aparato emisor?
–Harry dice que mañana podremos disponer de él. Algo muy elemental, pero que podrá ser
oído si disponemos de la energía suficiente.
–Nos sobra energía. Y si él dice que lo tendremos mañana, es que sabe lo que quiere construir. De modo que será hoy... digamos dentro de seis horas. Yo le ayudaré. Wyoh, cariño,
¿quieres traerme mis brazos? Necesito el número seis y el número tres... será mejor que traigas
también el número cinco. Y te quedarás conmigo para cambiarme los brazos. Stu, quiero que
redactes unos mensajes, en el tono más desagradable posible. Yo te daré la idea general, y tú los
cargarás de ácido. Greg, no vamos a situar todas esas rocas en el espacio inmediatamente. Las
que tenemos ahora en el espacio impactarán a la hora prevista, entre las seis y las siete de la
tarde. Luego, cuando las Naciones Federadas anuncien que todas las rocas en órbita han desaparecido y que la amenaza lunar ha dejado de existir, interrumpiremos su boletín de noticias y
anunciaremos nuevos bombardeos. Las órbitas tendrán que ser lo más cortas posible, Greg, de
modo que revisa cuidadosamente la catapulta y los controles: con esta bal¿dronada adicional,
todo tiene que estar en perfectas condiciones.
Wyoh regresó con los brazos; le dije que me colocara el número seis y añadí:
–Greg, permíteme que hable con Harry.
Seis horas más tarde el aparato emisor estaba preparado para llevar a cabo su tarea. Tenía un
aspecto horrible, ya que el cuerpo principal estaba formado por un prospector de resonancia
utilizado en las fases primitivas del proyecto «nueva catapulta». Pero podía transportar una señal en su frecuencia de onda y era muy potente. Stu había redactado unas advertencias realmente impertinentes, y Harry estaba preparado para transmitirlas a todos los satélites de comunicaciones de Tierra. Por otra parte, la observación directa había confirmado nuestros temores, había
al menos dos naves en órbita alrededor de Luna.
De modo que le dijimos a la Gran China que sus ciudades costeras más importantes recibirían un regalo lunar diez kilómetros mar adentro: Pusan, Tsingtao, Taipei, Shanghai, Saigon,
Bangkok, Singapur, Yakarta, Darwin, etc. La excepción sería el Antiguo Hong Kong, que recibiría el impacto en las oficinas de las Naciones Federadas en el Lejano Oriente; de modo que se
invitaba a todos los seres humanos a evacuar aquella zona. La invitación no incluía al personal
de las Naciones Federadas, que por el ,contrario era apremiado a permanecer en sus despachos:
según Stu, aquel personal no estaba formado por seres humanos.
La India recibió advertencias similares acerca de sus ciudades costeras, añadiendo que las
oficinas de las Naciones Federadas no serían atacadas durante la primera rotación por respeto a
los monumentos culturales de Agra... y para permitir la evacuación de los seres humanos. (Me
propuse extender la medida a otra rotación... pensando en el profesor. Y luego a otra, indefinidamente. ¡Maldita sea! Habían construido sus oficinas precisamente al lado de aquella tumba
que era un valioso tesoro para el profesor).
El resto del mundo fue informado de que los únicos objetivos serían las oficinas de las Naciones Federadas. De modo que los ciudadanos decentes debían mantenerse alejados de ellas;
mejor aún, debían evacuar todas las ciudades en las que hubiera algún Cuartel General de las
Naciones Federadas... en tanto que los personajes y esbirros de las Naciones Federadas eran
invitados a permanecer en sus puestos.
Pasé las veinte horas siguientes aleccionando a Junior en el manejo de su radar cuando nuestro cielo estaba limpio de naves... o creíamos que lo estaba. Me permitía dar unas cabezadas de
cuando en cuando, y Lenore se quedaba a mi lado y me despertaba a tiempo para la siguiente
lección. Y terminamos con las rocas de Mike, y entonces establecimos la alerta general mientras
las primeras rocas de Junior salían disparadas rápidamente. Esperamos hasta asegurarnos de que
la trayectoria era correcta... y entonces le dijimos a Tierra dónde debía mirar y en qué momento,
para que todos supieran que las informaciones de las Naciones Federadas, atribuyéndose una
victoria sobre Luna, eran una más de las mentiras que durante un siglo habían estado propagando acerca de nosotros y de nuestra patria. Todo ello con el mejor de los estilos de Stu, que con
su punzante ironía ponía de manifiesto su ascendencia francesa.
La primera carga tenía que haber caído sobre la Gran China, pero con el cambio de planes
alcanzamos con ella a la joya más preciada del Directorio de América del Norte: Hawaii. Junior
la situó en el triángulo formado por Maui, Molokni y LanaL No tuve necesidad de programar
nada: Mike lo había previsto todo.
Luego dejamos caer otras diez rocas a intervalos breves (teníamos que saltarnos un programa, con una nave en nuestro cielo), y le dijimos a la Gran China dónde tenía que mirar y en qué
momento: las ciudades costeras que no habíamos atacado el día anterior.
Esto nos dejaba con doce rocas, pero decidimos que era más seguro quedarnos sin munición
que dar a entender que nos estábamos quedando sin ella. De modo que reservé siete para las
ciudades costeras de la India, escogiendo nuevos blancos... y Stu inquirió amablemente si Agra
había sido evacuada ya. Si no, debían comunicárnoslo inmediatamente, por favor. (Pero no le
destinamos ninguna roca).
Egipto fue advertido de que debía interrumpir la navegación por el Canal de Suez: un «farol»; no podíamos desprendernos de las últimas cinco rocas.
Luego esperamos.
Impacto en Lahaina Roads, el objetivo en Hawaii. Perfecto. Mike podía sentirse orgulloso de
Junior.
Y esperamos.
Treinta y siete minutos antes del primer impacto en la costa china, la Gran China denunció la
intervención de las Naciones Federadas, nos reconoció, se ofreció a negociar... y estuve a punto
de romperme un dedo pulsando los botones de abortamiento.
Luego continué pulsando botones con el dedo lastimado: la India siguió el ejemplo de la
Gran China.
Egipto nos reconoció. Otras naciones empezaron a arañar a nuestra puerta.
Stu informó a Tierra que habíamos suspendido –sólo suspendido, no interrumpido definitivamente– los bombardeos. Ahora debían desaparecer de nuestro cielo –¡INMEDIATAMENTE!– aquellas naves, y podríamos hablar. Si no podían regresar a Tierra sin rellenar los tanques, debían alunizar a más de cincuenta kilómetros de distancia de cualquier conejera, y esperar a que aceptásemos su rendición. ¡Pero debían desaparecer de nuestro cielo inmediatamente!
Demoramos este ultimátum unos cuantos minutos para permitir que una nave pasara más allá
del horizonte; no queríamos correr ningún riesgo: un misil y Luna quedaría indefensa.
Y esperamos.
El equipo de reparación regresó. Había llegado casi hasta Luna City y habían localizado la
avería. Pero millares de toneladas de roca impedían la reparación, de modo que habían hecho lo
que estaba a su alcance: retroceder hasta un lugar por el que podían ascender a la superficie,
montar un relé provisional encarado hacia el lugar donde creían que se encontraba Luna City,
disparar una docena de cohetes a intervalos de diez minutos, y confiar en que alguien los vería,
comprendería, y apuntaría otro relé en aquella dirección.
¿Alguna comunicación?
No.
Esperamos.
El equipo de observación informó que una nave que había pasado diecinueve veces con matemática puntualidad no se había dejado ver por vigésima vez. Diez minutos más tarde informaron que la otra nave tampoco había vuelto a aparecer.
Esperamos y escuchamos.
La Gran China, hablando en nombre de todas las potencias con derecho a veto, aceptó el armisticio y declaró que nuestro cielo había quedado completamente libre de naves. Lenore estalló
en sollozos y besó a todo el mundo que se puso a su alcance.
Cuando nos tranquilizamos (un hombre no puede pensar mientras un grupo de mujeres le está sobando, especialmente cuando cinco de ellas no son sus esposas), unos minutos más tarde,
dije:
–Stu, tienes que salir hacia Luna City inmediatamente. Escoge a tu grupo. Nada de mujeres:
tendréis que andar por la superficie los últimos kilómetros. Entérate de lo que ha pasado, pero
antes que nada monta un relé encarado con el nuestro y telefonéame.
–De acuerdo.
Le estábamos equipando para un duro viaje –botellas de aire adicionales, refugio de emergencia, etc.–, cuando captamos un mensaje–radio para mí... en la frecuencia que estábamos escuchando debido a que el mensaje se hallaba (lo supimos más tarde) en todas las frecuencias
procedentes de Tierra:
«Mensaje privado, profesor a Mannie. Identificación, aniversario de la Bastilla y hermano
de Sherlock. Regresa a casa inmediatamente. Tu vehículo espera en vuestro nuevo relé. Mensaje privado, profesor a ... »
Y siguió repitiendo.
–¡Harry!
–¿Sí, jefe?
–Mensaje urgente: «Mensaje privado. Mannie a profesor. Cañón de bronce. ¡Salgo inmediatamente!
29
Stu y Greg se alternaron al volante, mientras Wyoh, Lenore y yo viajábamos tumbados sobre
la plataforma del tractor, atados para no caer; el vehículo era demasiado pequeño. Tuve tiempo
para pensar; ninguna de las dos muchachas llevaba equipo de radio en su traje–p, de modo que
no podíamos conversar.
Empezaba a comprender –ahora que habíamos triunfado– aspectos del plan del profesor que
nunca habían sido claros para mí. La invitación a atacar la catapulta había ahorrado daños a las
conejeras –al menos confiaba en ello: ese era el plan–, pero el profesor siempre se había mostrado indiferente a los posibles daños que pudiera recibir la catapulta. Desde luego, disponíamos
de otra... pero muy lejos y difícil de alcanzar. Tardaríamos años enteros en construir un sistema
de Tubo hasta la nueva catapulta, con altas montañas en todo el trayecto. Probablemente resultaría más barato reparar la antigua. Si era posible repararla.
En cualquiera de los casos, quedarían interrumpidos los envíos de cereales a Tierra.
¡Y eso era precisamente lo que deseaba el profesor! Pero ni una sola vez había sugerido que
su plan se basaba en la destrucción de la antigua catapulta: su plan a largo plazo, no la Revolu-
ción. Posiblemente no lo admitiría ahora. Pero Mike me lo diría, si le planteaba la cuestión sin
rodeos: ¿Era o no era ése uno de los factores en el cálculo de probabilidades? Predicciones de
motines provocados por el hambre, etc. Mike me lo diría.
El trato tonelada–por–tonelada que el profesor– había exigido en Tierra había sido el argumento para reclamar la construcción de una catapulta terrestre. Pero, en su fuero interno, la idea
no le entusiasmaba. En cierta ocasión me ha. bía dicho, en América del Norte: «Sí, Manuel,
estoy convencido de que daría resultado. Pero, si se construye, será temporalmente. Hubo una
época, hace dos siglos, en que la ropa sucia era enviada desde California a Hawaii ––en un barco fletado a propósito, por añadidura–, y era devuelta limpia. Circunstancias especiales. Si algún
día veo que envían agua y abonos a Luna, y Luna devuelve cereales, será algo tan circunstancial
como aquello. El futuro de Luna reside en su posición privilegiada en lo alto de un pozo de gravedad sobre un planeta rico, y en sus posibilidades desde el punto de vista de la obtención de
energía barata y terrenos feraces. Si los lunáticos tienen el suficiente sentido común para seguir
siendo un puerto libre y permanecer al margen de alianzas comprometedoras, nos convertiremos
en la encrucijada de dos planetas, de tres planetas, de todo el Sistema Solar. No seremos siempre agricultores».
Nos esperaban en la Estación Este, y apenas nos dieron tiempo para despojamos de los trajes–p: se repetía el regreso de Tierra, con muchedumbres aullantes y el paseo a hombros. Incluso las muchachas, ya que Slim Lenike le dijo a Lenore:
–¿Podemos llevaros a vosotras, también? Y Wyoh contestó:
–Desde luego. ¿Por qué no? Y los Stilyagis se disputaron acaloradamente aquel honor.
La mayoría de los hombres llevaban trajes–p, y quedé sorprendido al ver que muchos de
ellos portaban fusiles... hasta que me di cuenta de que no eran nuestros fusiles, sino los capturados al enemigo. Pero lo que inundó de alegría
mi corazón fue comprobar que Luna City no había sufrido
ningún daño.
Para mí, aquella procesión triunfal estaba de más; ardía en deseos de encontrar un teléfono y
preguntarle a Mike qué había ocurrido: cuántos daños, cuántos muertos nos había costado aquella victoria. Pero no me fue posible. Nos llevaron en triunfo hasta la Antigua Cúpula.
Nos subieron a una plataforma, con el profesor y el resto del Gabinete y muchos personajes.
Y el profesor me abrazó al estilo latino, y me besó en la mejilla, y alguien me colocó un Gorro
de la Libertad en la cabeza. Localicé a la pequeña Hazel entre la multitud y le tiré un beso.
Por fin se estableció el suficiente silencio como para que el profesor hablara.
–Amigos míos –dijo, y esperó a que se acallaran los últimos murmullos–. Amigos míos –
repitió–. Queridos camaradas. Por fin podemos reunirnos en libertad para saludar a los héroes
que libraron la última batalla por Luna, solos. –Las aclamaciones le interrumpieron y esperó de
nuevo. Pude ver que estaba cansado; sus manos temblaban cuando las apoyó en la barandilla–.
Deseo que ellos os dirijan la palabra, todos queremos oírles, todos nos sentimos orgullosos de
sus hazañas.
«Pero antes quiero daros una buena noticia. La Gran China acaba de anunciar que está construyendo en el Himalaya una enorme catapulta para que los envíos a Luna resulten tan fáciles y
tan baratos como han sido hasta ahora los envíos de Luna a Tierra ... »
Le interrumpieron nuevos vítores y aclamaciones.
–Pero eso pertenece al futuro –añadió–. Hoy... ¡Oh, día feliz! Por fin el mundo reconoce la
soberanía de Luna. ¡Libre! Os habéis ganado vuestra libertad...
El profesor se interrumpió... pareció sorprendido. No asustado, sino intrigado. Vaciló ligeramente.
Y se desplomó sin vida.
30
Le llevamos a una tienda detrás de la plataforma. Pero todos los esfuerzos de los médicos resultaron inútiles: su viejo corazón había terminado por romperse, sometido a un exceso de tensiones. Le sacaron de allí y yo eché a andar maquinalmente detrás del cortejo.
Stu tocó mi brazo.
–Señor Primer Ministro...
–¿Eh? –dije–––. ¡Oh, por el amor de Bog!
–Señor Primer Ministro –repitió Stu en tono firme–. Debe usted hablar a la multitud, enviarle
a sus hogares. Quedan muchas cosas por hacer, –hablaba tranquilamente, pero por sus mejillas
se deslizaban unas lágrimas.
De modo que subí a la plataforma y confirmé lo que ellos habían sospechado, y les dije que
se marcharan a sus casas. Luego me dirigí al Hotel Raffles, y bajé a la habitación L, donde había
empezado todo, y convoqué una reunión de emergencia del Gabinete. Pero antes me acerqué al
teléfono y marqué MICROFTXXX.
No obtuve ninguna respuesta. Lo intenté de nuevo... con el mismo resultado. Le dije al hombre que tenía más cerca, Wolfgang:
–¿No funcionan los teléfonos?
–Depende –respondió–. El bombardeo de ayer lo sacudió todo. Si quieres un número de fuera de la ciudad, será mejor que llames a la central.
Pensé que sería inútil llamar a la central.
–¿Qué bombardeo?
–¿No te has enterado? Se concentró sobre el Complejo. Pero los muchachos de Brody destruyeron la nave. No se produjeron grandes daños. Nada que no pueda ser reparado.
Tuve que dejarlo correr; me estaban esperando. Yo no sabía qué hacer pero Stu y Korsakov
se encargaron de todo. Sheenie tenía que redactar una serie de noticias para Tierra y el resto de
Luna; yo tenía que anunciar un lunar de duelo, veinticuatro horas de silencio, ningún comercio
innecesario... Pusieron las palabras en mi boca: estaba atontado, mi cerebro se negaba a funcionar. De acuerdo, el Congreso se reuniría dentro de veinticuatro horas. ¿En Novylen? De acuerdo.
Sheenie había recibido algunos despachos de Tierra. Wolfgang me hizo decir que, debido a
la muerte de nuestro Presidente, las respuestas se demorarían al menos veinticuatro horas.
Por fin pude marcharme, con Wyoh. Una guardia de stilyagis mantuvo a la gente apartada de
nosotros en la cámara número trece. Una vez en casa me encerré en el taller con el pretexto de
que tenía que cambiar de brazos.
–¿Mike?
Ninguna respuesta...
Traté de llegar hasta él a través de la central. Nada. Decidí ir al Complejo al día siguientip.
Desaparecido el profesor, necesitaba a Mike más que nunca.
Pero al día siguiente no pude ir: el Tubo no funcionaba a causa del último bombardeo. Se
podía viajar hasta Torricelli y Novylen, e incluso hasta Hong Kong. Pero el Complejo, a la vuelta de la esquina, como quien dice, sólo era accesible viajando en tractor por la superficie. No
podía distraer el tiempo necesario para ello: yo era «el gobierno».
Tardamos dos días en resolver el problema creado por la muerte del profesor. Finn accedió a
la Presidencia, y Wolfgang fue nombrado Primer Ministro. Por mi parte, decid¡ ser un simple
diputado que no asistía a las sesiones.
Para entonces la mayoría de los teléfonos funcionaban ya y podía llamarse al Complejo.
Marqué MYCROFTXXX. No obtuve ninguna respuesta. De modo que decidí hacer el viaje en
tractor. Tuve que apearme y recorrer a pie el último kilómetro, pero el Complejo Inferior no
parecía haber sufrido daños.
También Mike tenía un aspecto normal.
Pero cuando le hablé, no me contestó.
No ha vuelto a contestar. Y han pasado muchos años.
Pueden introducírsele preguntas –en loglan– y obtener respuestas escritas en loglan. Funciona muy bien... como computadora. Pero no quiere hablar. O no puede.
Wyoh le asedió con juegos y con halagos. Hasta que se cansó. Eventualmente, también yo
renuncié a mis tentativas.
No sé cómo ocurrió. Muchas de sus piezas quedaron dañadas en aquel último bombardeo,
destinado sin duda alguna a matar a nuestra computadora balística. ¿Cayó por debajo de aquel
«punto crítico» a partir del cual empieza la consciencia de uno mismo? (Si es así, esto no es más
que una hipótesis). ¿O le «mató» la descentralización llevada a cabo antes de aquel último bombardeo?
No lo sé. Las piezas dañadas fueron reparadas o sustituidas hace mucho tiempo; si el problema hubiese sido ése, tendría que haber despertado. ¿Por qué no lo hizo?
¿Puede una máquina asustarse y sentirse lastimada hasta el punto de sumirse en una especie
de catalepsia y negarse a contestar? ¿Mientras el ego permanece agazapado en el interior, consciente pero sin atreverse a manifestarse? No, no puede ser eso: Mike no se asustaba por nada...
era tan alegremente audaz como el profesor.
Años, cambios... Mimi renunció hace tiempo al gobierno de la familia; Anna es ahora
«Mum», y Mimi sueña junto al
video. Slim logró que Hazel cambiara su nombre por el de Stone, tienen dos hijos y ella estudió
ingeniería. Con las nuevas drogas, los terráqueos permanecen en Luna tres o cuatro años y regresan a Tierra sin haber experimentado ningún cambio. Y hay otras drogas que permiten que
algunos de nuestros muchachos estudien en Tierra. Y la catapulta del Tibet: tardaron diecisiete
años en construirla, en vez de diez; la del Kilimanjaro quedó terminada antes.
Una leve sorpresa: cuando llegó el momento, Stu fue optado por Lenore, y no por Wyoh,
como todo parecía indicar. El resultado fue el mismo, ya que todos votamos «¡Da!» Y otra cosa
que no fue una sorpresa, debido a que Wyoh y yo nos ocupamos de ello durante el tiempo en
que fuimos algo en el gobierno: un cañón de bronce sobre un pedestal en el centro de la Antigua
Cúpula, y encima, ondeando al viento, una bandera: campo negro sembrado de estrellas, partido
por una barra en rojo, con un cañón de bronce bordado y debajo de él nuestro lema: ¡TANSTAAFL! Allí es donde celebramos nuestros Cuatro de Julio.
Nadie regala nada. Para obtener algo hay que pagar por ello. El profesor lo sabía y pagó alegremente.
Pero el profesor subestimó a los «cabezas de chorlito». No adoptaron ninguna de sus ideas.
En los seres humanos parece existir un instinto profundo para convertir en obligatorio lo que no
está prohibido. El profesor quedó fascinado por las posibilidades para modelar el futuro que
ofrecía un ordenador grande y listo... y perdió el rastro de las cosas más al nivel del suelo. ¡Oh,
yo le respaldé! Pero ahora me pregunto... ¿Eran un precio demasiado elevado los disturbios
provocados por el hambre? No lo sé.
No conozco ninguna respuesta.
Me gustaría poder preguntárselas a Mike.
Despierto por la noche y me parece oírle... sólo un susurro: «Man... Man, mi mejor amigo...»
Pero cuando digo: «¿Mike?», él no contesta. ¿Está vagabundeando por alguna parte, en busca de
su yo perdido? ¿O está enterrado en el Complejo Inferior, tratando de encontrar el camino que
conduce a la salida? Aquellos recuerdos especiales están todos allí, en alguna parte, esperando
ser removidos. Pero yo no puedo recuperarlos; no conozco la clave.
¡Oh! Mike está tan muerto como el profesor, lo sé. (Pero, ¿hasta qué punto está muerto el
profesor?) Si marcara una vez más su número y dijera: «¡Hola, Mike!», me contestaría: «¡Hola,
Man! ¿Has oído algún chiste bueno últimamente?» Ha pasado mucho tiempo desde la última
vez que le llamé. Pero no puede estar muerto; sólo perdido.
¿Me escuchas, Bog? ¿Es una computadora una de Tus criaturas?
Demasiados cambios... Tal vez esta noche vaya a ese casino y juegue a algunos números al
azar.
O no. Desde que empezó el Boom, muchos jóvenes se han marchado a los Asteroides. He
oído hablar de algunos lugares muy agradables, poco poblados...
Palabra de honor, no he cumplido aún los cien años.