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La primera guerra mundial resultó un conflicto desconcertante para sus protagonistas y lo sigue siendo en buena medida para los historiadores. Lo que debía ser un guerra con botines imperiales y enfrentamientos relámpago, se convirtió en una carnicería sin sentido, con millones de hombres exterminados mediante una atroz mecanización bélica. La mayoría de los estados implicados acabaron arruinados, e incluso los nominalmente ganadores se vieron irreparablemente afectados. El botín se demostró infame y el recuento final de víctimas terrible, aun en comparación con las cifras de veinte años después. Este magnífico libro propone una concisa, clara y audaz aproximación a un acontecimiento histórico esencial para entender el siglo XX. Norman Stone Breve historia de la primera guerra mundial ePub r1.0 Titivillus 02.02.18 Título original: World War One: A Short History Norman Stone, 2013 Traducción: Ferran Esteve Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 Introducción En 1900, Occidente, o más exactamente la región noroccidental de Europa, parecía tenerlo todo de su parte, como si hubiera descubierto la fórmula para acabar con la Historia. Las maravillas tecnológicas se sucedían y la generación de mediados del siglo XIX, a la que pertenecían la mayoría de generales que lucharon en la primera guerra mundial, vivió el mayor «salto cuántico» de la historia: dieron sus primeros pasos entre caballos y carromatos y acabaron, allá por 1900, rodeados por teléfonos, aviones y automóviles. Otras civilizaciones se encontraban en un callejón sin salida, y buena parte del planeta estaba sometido a imperios occidentales. China, el más antiguo de todos, empezaba a venirse abajo y en la India británica, alguien con tantas luces como el virrey lord Curzon proclamó en 1904 que los británicos debían gobernar como si fueran a permanecer ahí «para siempre». Existe un famoso libro alemán titulado Krieg der Illusionen [Guerra de ilusiones]; la ilusión imperial era una de tantas. En el plazo de diez años, una gran parte del Imperio británico se convirtió en millones de acres de tierras arruinadas. Algunos de aquellos territorios eran ingobernables; otros no se merecían siquiera emprender semejante esfuerzo. Treinta años más tarde, los británicos abandonaron también la India y Palestina. Todos los gobiernos que declararon la guerra estaban convencidos de que actuaban en defensa de los intereses nacionales. Sin embargo, lo que realmente ocupaba sus pensamientos era la idea imperial. En 1914, el último de los grandes imperios no europeos, la Turquía otomana, que, en teoría (muy en teoría, convendría decir), iba desde Marruecos, en la costa atlántica de África, hasta el Cáucaso, pasando por Egipto, se estaba desintegrando. Ya entonces el petróleo era un recurso importante: en 1912, la marina británica se lanzó a por él, en sustitución del carbón. La importancia de los Balcanes radicaba en que se encontraban literalmente en la ruta que conducía a Constantinopla (o Konstantiniye, según el nombre que los otomanos le daban a la sazón). Casualidades de la vida, he escrito una parte de este libro en una habitación con vistas al Bósforo, surcado día y noche por un denso tráfico, desde petroleros hasta barcos pesqueros. Como ya sucediera en 1914, de este estrecho depende Eurasia. Resulta irónico que la única creación duradera de los tratados de paz de posguerra, excepción hecha tal vez de Irlanda, haya sido la Turquía moderna. En 1919, las potencias intentaron dividir el país sirviéndose en parte de aliados locales, como los griegos o los armenios. En una demostración notable de épica, y para sorpresa de muchos, los turcos resistieron y recuperaron en 1923 su independencia. El proceso de modernización –u «occidentalización», como corresponde llamarlo– no ha sido sencillo, aunque no por ello menos extraordinario. El azar me trajo a esta zona en 1995, con motivo de una conferencia sobre los Balcanes, y aquí me he quedado. Quiero agradecer el apoyo que me ha brindado el profesor Ali Dogramaci, rector de la universidad Bilkent, la primera universidad privada en lo que podríamos denominar «el espacio europeo». El éxito de esta empresa queda de manifiesto en las muchas instituciones posteriores que han copiado ese modelo. He encontrado en Turquía una gran amabilidad, y no me cuesta ver a qué se refería el viejo pachá Von der Goltz, el oficial alemán de más edad que participó en la primera guerra mundial, cuando escribió, al hablar de sus más de dos décadas de vivencias, que «ante mí se abre un nuevo horizonte, y cada día aprendo algo nuevo». Sirva el profesor Dogramaci como transmisor de la gratitud que extiendo a todo el mundo. Algunos amigos y colegas merecen, sin embargo, ser citados por separado. Los profesores Ali Karaosmanoglu y Duygu Sezer fueron de gran ayuda desde el primer día, y no quiero pasar por alto la contribución, sobre todo, de Ayse Artun, Hasan Ali Karasar y Sean McMeekin, de Sergei Podbolotov –este último en lo tocante a las relaciones entre Rusia y Turquía–, y de Evgenia y Hasan Ünal, que me descubrieron la historia del Levante. Rupert Stone, el lector ideal, leyó el manuscrito e hizo unos comentarios de lo más pertinentes. Mis ayudantes, Cagri Kaya y Baran Turkmen, otro lector ideal, se han ocupado de las tareas administrativas, han aprendido ruso y me enseñaron a manejar las máquinas de escribir. UNA NOTA SOBRE LOS NOMBRES PROPIOS Autor y lectores tienen preocupaciones más importantes, en la primera guerra mundial, que la coherencia total a propósito de los nombres de unos lugares que han cambiado con frecuencia. Me he decantado por utilizar las denominaciones históricas en aquellos casos en los que no son fósiles: es mucho más lógico emplear «Caporetto» que la denominación moderna (eslovena), «Kobarid». «Constantinopla», sin embargo, es un nombre hoy ya obsoleto. He abreviado en muchos momentos «Austria-Hungría» por «Austria». Comoquiera que es imposible llegar siempre a la decisión correcta en estos aspectos, pongámonos en manos de la conveniencia. Capítulo 1 El estallido El primer tratado diplomático recogido por unas cámaras tuvo como escenario la ciudad de Brest-Litovsk, en la Rusia blanca, y se rubricó al amanecer del 9 de febrero de 1918. Las negociaciones previas habían sido surrealistas. Por un lado, en el vestíbulo de la casa solariega que, tiempo atrás, había sido la sede del club de oficiales rusos estaban los representantes de Alemania y de sus aliados: el príncipe Leopoldo de Baviera, cuñado del emperador austriaco y ataviado con el uniforme de mariscal de campo, diversos aristócratas centroeuropeos, recostados en actitud condescendiente y vestidos de etiqueta, un pachá turco y un coronel búlgaro; por el otro, los representantes de un nuevo Estado que, poco después, adoptaría el nombre de Federación Socialista Rusa de Repúblicas Soviéticas: un grupo de intelectuales judíos y demás personajes, como una tal madame Bitsenko, que recientemente había salido en libertad desde Siberia, donde había estado recluida por el asesinato de un gobernador general, un «delegado del campesinado» recogido de las calles de la capital rusa a última hora para convertirlo en un bello adorno (como es lógico, dicho sujeto bebía), y algunos rusos pertenecientes al viejo orden, como un almirante y varios miembros del Estado Mayor, cuya presencia en la delegación obedecía a que estaban familiarizados con los aspectos técnicos del fin de una guerra y de la evacuación del frente (uno de ellos destacaba por su humor negro, y escribió un diario). Ahí estaban, posando para las cámaras. Por fin había llegado la paz. Durante casi cuatro años habían librado la primera guerra mundial, que se había cobrado millones de víctimas y había destruido una civilización europea que, antes del estallido de la contienda en 1914, había sido la obra de la que el planeta estaba más orgulloso. La guerra se había llevado por delante la Rusia zarista. Los bolcheviques habían desencadenado la revolución que les permitió llegar al poder en noviembre de 1917 y habían prometido la paz. Ahora, en Brest-Litovsk, la habían conseguido, aunque al compás que marcaban los alemanes. El redactado del tratado de Brest-Litovsk era un ejemplo de inteligencia. Los alemanes no se apoderaron de muchos territorios. En su lugar, estipularon que los pueblos de la Rusia occidental y del Cáucaso podían declarar su independencia. Todo aquello propició unas fronteras sorprendentemente similares a las de la actualidad y el nacimiento, aunque de un modo algo impreciso, de los Estados bálticos, incluida Finlandia, y de los del Cáucaso. El mayor de todos, que iba desde Europa Central hasta prácticamente el Volga, era Ucrania, con una población de cuarenta millones y tres cuartas partes de las existencias de carbón y de hierro del Imperio ruso. Con sus delegados, licenciados universitarios vestidos con unos trajes mal cortados y algún que otro banquero oportunista que no hablaba ucraniano y que, como solía decir Flaubert de tipos como aquél, habría pagado para que alguien se lo quedara, rubricaron los alemanes el tratado que las cámaras inmortalizaron el 9 de febrero. Unos días más tarde, el 3 de marzo, hicieron lo propio con los bolcheviques. Con Ucrania, Rusia deviene una suerte de Estados Unidos; sin ella, es Canadá: un paisaje dominado por la nieve. Todos los estados que nacieron gracias al tratado de Brest-Litovsk reaparecerían tras el hundimiento de la Unión Soviética. En 1918, sin embargo, eran satélites alemanes. El duque de Urach se convirtió en el «Gran Príncipe Mindaugas II» de Lituania, y el príncipe de Hesse se preparaba para tomar las riendas de Finlandia. Hoy, Alemania sigue ostentando un papel de primer orden en esos países, pero con una gran diferencia: a la sazón, aspiraba a crear un imperio mundial; hoy, aliada al resto de países de Occidente, ha aparcado esas ambiciones y el problema estriba ahora en hacer que participe activamente en los asuntos mundiales. Hoy, la lengua franca es el inglés y no el alemán, que, en 1918, todos debían hablar. La Europa moderna es Brest-Litovsk con un rostro humano, aunque fuera necesaria una segunda guerra mundial y la ocupación angloamericana de Alemania para llegar a esta situación. Mucho se puede decir de una Europa germana. Emergió como la principal potencia en 1871 cuando, bajo el canciller Von Bismarck, derrotó a Francia y siguió adelante con su expansión. En 1914, Berlín era la Atenas del mundo, el lugar al que ir para aprender todo lo que se creía que era importante: física, filosofía, música, ingeniería (los términos «hercio», «mach» o «diésel» son un vestigio de aquella época, y aluden a los descubrimientos sobre los que se construyó el mundo moderno). Tres de los miembros del Gabinete británico que declaró la guerra en 1914 habían estudiado en universidades alemanas –el secretario de Estado para la Guerra había sido traductor de Schopenhauer–, como también lo habían hecho muchos de los bolcheviques ruso-judíos con los que los alemanes se reunieron en Brest-Litovsk y posteriormente. La ingenuidad de los químicos y de los ingenieros alemanes no conocía límites, y las potencias centroeuropeas estuvieron a punto de ganar la guerra en las sendas montañosas del frente italiano gracias a que Ferdinand Porsche inventó un vehículo de tracción integral que permitía sortear aquellos obstáculos (antes de que aparecieran los Volkswagen y muchos otros)[1]. En 1914, las grandes chimeneas del Ruhr y de las zonas industriales de Sajonia marcaban el ritmo, como había sucedido tiempo atrás con las de Gran Bretaña y Manchester. Incluso Churchill reconocía que Alemania libró un esfuerzo bélico espectacular y que por ello obtuvo victorias como la de la batalla de Caporetto contra los italianos en 1917 o la de la ofensiva de marzo de 1918 contra los británicos, en la que desplegaron una inteligencia que no estaba al alcance de los esforzados pero más limitados miembros del bando aliado. La idea de una Europa alemana también tenía sentido sobre el terreno, y, una vez más, la similitud con el presente es asombrosa. ¿Por qué no un espacio económico europeo, protegido de la competencia de británicos y norteamericanos y que incluyera el mineral de oro sueco y francés, el carbón y la industria siderúrgica alemana y cuyas ramificaciones alcanzaran el norte de África y Bagdad, donde el petróleo ya era un bien de primera importancia? En 1915, Friedrich Naumann, uno de los personajes más ilustrados de Alemania, escribió un best seller titulado Mitteleuropa en el que abogaba no tanto por un imperio alemán como por una comunidad de estados germana, en la que Berlín mostraría el camino a la miríada de pequeños estados del sudeste. Estos pueblos, el mayor de los cuales eran los polacos, habían sido absorbidos por imperios históricos como el austrohúngaro, el ruso y el otomano, y millones de polacos vivían en Alemania. En muchos de ellos surgieron movimientos nacionalistas que amenazaban la existencia misma de Austria y Turquía. A ojos de Berlín, estos pueblos no alemanes estaban, en su conjunto, saliéndose con la suya demasiado a menudo. Los austriacos invirtieron tanto dinero en un intento vano por comprar a los nacionalistas que acabaron resintiéndose económicamente los pilares del Estado, y sobre todo el ejército, cuyo presupuesto era inferior al de uno diez veces menor como el británico. Si Austria hubiera contado con un gobierno sensato y dotado de una cierta eficacia prusiana, problemas de esta índole no se habrían producido. En una Mitteleuropa germánica, sostenía el argumento, estos pueblos menores, y que, además, tan en deuda estaban culturalmente con Alemania, acabarían por hincar la rodilla. La alianza entre austriacos y alemanes se había iniciado en 1879. Naumann aspiraba a consolidar su capacidad económica. Otros alemanes, sin embargo, eran partidarios de adoptar un enfoque más agresivo. La confianza de estos alemanes se vio espoleada por el boom industrial del país, tanto que el éxito se les subió a la cabeza. Von Bismarck había sido cauto: era consciente de que, por su situación central, una Alemania fuerte podía aglutinar a sus vecinos en su contra. La figura simbólica al frente del país era un emperador nuevo y joven, el káiser Guillermo II, que ascendió al trono en 1889. Éste se miraba en el espejo de Inglaterra, un imperio extraordinariamente rico y con una gran cantidad de posesiones en ultramar. Las instituciones inglesas, con un poderoso arraigo histórico, eran conservadoras, pero también miraban al futuro, y de la industria del país dependía buena parte del comercio mundial. Una numerosa flota garantizaba la posición global británica. ¿Qué impedía a Alemania hacerse con un imperio de ultramar semejante? Con Guillermo II, el poder alemán y la equivocada expresión del mismo se convirtieron en un problema europeo. En el problema europeo. En el continente, la rivalidad con Francia no sólo era patente a raíz de la reciente gran victoria de Von Bismarck en 1871, tras la cual la nueva Alemania se anexionó las provincias orientales de Alsacia y Lorena, sino por una antiquísima historia que se remontaba al siglo XVII, cuando Francia había dominado Europa y había perpetuado la división de Alemania en estados y provincias enfrentadas entre sí. La rivalidad entre Francia y Alemania se vio acrecentada por las tensiones entre ambos países. Von Bismarck había procurado no distanciarse de Rusia, y Berlín y San Petersburgo mantenían una relación estrecha, en parte por la solidaridad entre monarquías, en parte porque cada uno tenía bajo su mando una zona de Polonia que no resultaba fácil de gestionar. Sin embargo, a finales del siglo XIX otro factor entró en juego: la pérdida de poder del Imperio otomano. Austria, aliada de Alemania, tenía importantes intereses en los Balcanes, como también le sucedía a Rusia. Austriacos y rusos chocaron, y Von Bismarck se vio obligado a intervenir para reconducir la situación. Decepcionados por el resultado de su búsqueda de apoyo alemán, los rusos se volvieron hacia Francia, cuya economía le permitía realizar inversiones en el extranjero, toda vez que el dinero de los alemanes no salía de sus fronteras[2]. En 1894, Francia y Rusia sellaron formalmente su alianza. La situación se complicó más si cabe cuando Alemania apostó por dominar el mundo y construyó una marina formidable. En 1900, el mundo no europeo parecía estar desintegrándose. India y África habían pasado a manos europeas, y China y Turquía iban camino del derrumbe bajo la mirada de los alemanes, que aguardaban su turno para llevarse una parte del pastel. Pero tomaron el camino equivocado, y la generación que alcanzó la mayoría de edad allá por 1890 tiene buena parte de culpa de ello. Lo último que necesitaba Alemania era enfrentarse a Gran Bretaña, y el mayor error que cometió en el siglo XX fue construir una flota pensada para atacar las islas. Esa causa logró, en cierto sentido, reunir lo mejor de Alemania. Max Weber es uno de los sociólogos más respetados, y muchos son los campos en los que sobresale: idiomas, derecho, filosofía e incluso en las estadísticas de los campesinos polacos que compraban tierras en Prusia. En 1895, pronunció una célebre conferencia inaugural después de ser nombrado catedrático en la universidad de Friburgo. Era extraordinariamente joven para aquel puesto, pues apenas superaba la treintena. Weber, que había dimitido de la Liga Pangermanista alegando que no era lo suficientemente nacionalista, dio un discurso que hoy nos parecería una sandez, y más absurdo aún que las manifestaciones de Hitler: que en Inglaterra no había problemas sociales porque era un país rico; que era rico a causa de su imperio; que exportaba a los indeseables –irlandeses, proletarios, etc.– porque tenía un sinfín de Australias donde poder dejarlos; que aquellos territorios le proporcionaban materias primas baratas y un mercado cautivo; que aquello le permitía disponer de alimentos a bajo precio y que no conocía el desempleo; que Inglaterra tenía un imperio porque poseía una gran marina. Alemania también tenía a sus indeseables –polacos, proletarios, etc.–, y, por lo tanto, debía facturarlos a las colonias; por ello, dotarse de una marina era una buena idea. Inglaterra consentiría que Alemania albergara ambiciones imperiales si, en una batalla, la marina alemana era lo suficientemente numerosa para provocar daños de consideración a la marina británica antes de hundirse; eso supondría que, cuando los británicos volvieran a enzarzarse en una batalla naval, no dispondrían de un número de barcos suficiente, y los rusos o los franceses acabarían con ellos. El público premió aquellas palabras con una cascada de elogios. Se trata de uno de los documentos más estúpidos de un hombre inteligente, y no es ni siquiera digno de ser parodiado. Cada uno de los pasos de su argumentación era erróneo, empezando por la afirmación de que los británicos apenas tenían problemas sociales: de hecho, éstos habrían sido mucho menores sin el coste que suponía mantener un imperio. Cuando el imperialismo europeo tocaba a su fin, en los años setenta del siglo XX, el país más pobre del continente era Portugal, que tenía a su cargo un vasto imperio africano, y los más ricos, Suecia, que había abandonado su única colonia, en el Caribe, mucho tiempo atrás, y Suiza, que jamás había tenido un imperio. Weber tenía unos valores morales[3], y cuando vio que sus jóvenes estudiantes morían acribillados en 1914 se negó a unirse a la marea de profesores que ensalzaban la causa nacional. Sin embargo, él y tipos como él habían mostrado a los jóvenes una senda peligrosa. Alemania construyó una flota que se llevó un tercio del presupuesto de defensa. Los fondos, desviados de la partida destinada al ejército, hicieron que resultara imposible librar la guerra de dos frentes que la alianza entre rusos y franceses presagiaba. El Estado sólo tenía dinero para reclutar a poco más de la mitad de jóvenes que podrían haber sido formados, y no podía ni vestirlos, ni alimentarlos. Se salvaron de ser llamados a filas y, en 1914, el ejército de tierra alemán apenas era superior al francés, toda vez que, ese mismo año, la población francesa no llegaba a los cuarenta millones de habitantes, mientras que la alemana se situaba alrededor de los sesenta y cinco. Los acorazados alemanes, por su parte, eran un magnífico ejemplo de construcción, pero su número era escaso y eran demasiado vulnerables. Se pasaron prácticamente toda la primera guerra mundial en el puerto, hasta que, al final, ante la amenaza de un sacrificio inútil, las tripulaciones se amotinaron, provocando así el fin mismo del Imperio alemán. Sin embargo, la marina, cuyo fin había de ser únicamente surcar el mar del Norte y que, por lo tanto, no precisaba de la cantidad de carbón que necesitaban los barcos de guerra británicos que navegaban por todo el mundo, podía reforzar su armamento. La amenaza era tan evidente que los británicos tuvieron que redoblar sus esfuerzos, y no sólo multiplicaron casi por dos el número de navíos construidos por los alemanes, sino que también sellaron alianzas defensivas con Rusia y con Francia que incluyeron algunos intercambios coloniales, como Egipto por Marruecos con Francia (la Entente Cordial) en 1904, y la entrega de Persia a los rusos en 1907. También alcanzaron algunos acuerdos informales en términos de cooperación naval en el supuesto de que estallara algún conflicto. Ante cada uno de estos pasos, los alemanes reaccionaban apresuradamente y escandalizados: en 1905, exigieron asumir el control de una región abandonada de Marruecos; en 1909, alentaron una frívola ofensiva austriaca en los Balcanes; en 1911, enviaron una patrullera a Marruecos. Este «ruido de sables» recogía el parecer de una buena parte de la opinión pública doméstica, pero propició un ambiente de crisis internacional. En 1914, un emisario del presidente de Estados Unidos aludió a la deriva que habían adoptado las posturas militaristas. Alrededor de esa misma época se planteó una cuestión con la que el mundo ha tenido que acostumbrarse a vivir desde entonces. En los años sesenta, el presidente Eisenhower dio con la frase idónea para describirla: «el complejo militar-industrial». La industria de guerra se convirtió en el principal motor de la economía, daba trabajo a millares e incluso a millones de personas, era la destinataria de una parte importante del presupuesto y alimentaba a todo tipo de sectores colaterales, entre ellos el de los columnistas periodísticos. Asimismo, la industria de guerra estaba sujeta a un cambio desconcertante: lo que en un momento parecía un despilfarro insensato podía acabar siendo esencial –el caso más evidente es el de la aviación–, mientras que lo que parecía responder simplemente al sentido común se revelaba como algo superfluo –como sucedió, por ejemplo, con las fortalezas–. La tecnología era cada vez más cara e impredecible, y en 1911 se inició la carrera armamentística. Por aquel entonces, el arsenal de un país se había convertido en la excusa a la que se aferraba otro para dotarse de más armas, y las crisis que estallaron en el Mediterráneo y en los Balcanes provocaron que todos los países se sintieran vulnerables. Al enviar una patrullera a Marruecos en 1911, Alemania desenfundó un arma. Curiosamente, sin embargo, el dedo que apretaba el gatillo era italiano. Si Turquía iba a ver sus posesiones divididas, ¿por qué Italia no podía optar a hacerse con algunas? Los británicos se habían apoderado de Egipto y los franceses, del norte de África. Los imperialistas italianos pusieron su punto de mira en el resto y optaron por declarar la guerra. Uno de los episodios más curiosos de la historia europea moderna estriba en que Italia, la potencia más débil de todas, ha sido asimismo quien ha tomado la delantera en todos los asuntos problemáticos: sin Cavour no se explica Von Bismarck; sin Mussolini, Hitler[4]. Italia inauguró así los acontecimientos que desembocaron en la guerra de 1914. Consciente de que, a causa de la crisis marroquí, ni los británicos, ni los franceses, ni los alemanes harían nada para detenerla, atacó la Turquía otomana e intentó apoderarse de Libia. Los turcos estaban muy debilitados, y carecían de una flota que les permitiera defender la costa de Anatolia, que sucumbió a la ofensiva italiana. La perspectiva del derrumbe del Imperio otomano llevó a los diferentes Estados balcánicos a declarar sus intenciones. Aliados, en 1912 atacaron, se impusieron en pocas semanas y expulsaron al ejército otomano de los Balcanes. En 1913, en una segunda guerra de los Balcanes, volvieron a la carga por separado. Los turcos se recuperaron, pero quienes se llevaron la victoria en esta ocasión fueron Serbia y Grecia, aliados de Rusia y Gran Bretaña respectivamente. Diez años atrás, el desmoronamiento de China también había enfrentado a las potencias aunque, en ese caso, las pugnas tuvieron como escenario el mar. Si el Imperio otomano se derrumbaba –y a aquellas alturas prácticamente nadie confiaba ya en que aguantara mucho más–, las refriegas se producirían mucho más cerca, y en ellas intervendrían ejércitos y pasos terrestres. Para Rusia, los estrechos entre el mar Negro y el mar de Mármara o los Dardanelos, entre el mar de Mármara y el Egeo, eran vitales, pues de ellos dependía su economía. Por ahí pasaban el noventa por ciento de sus exportaciones de grano, y también era el camino que seguían gran parte de las importaciones que permitían que las industrias del sur del país funcionaran a pleno rendimiento. Durante la guerra italiana, en 1911-1912, los turcos habían cerrado los Dardanelos, y aquella medida provocó el bloqueo inmediato de la economía de la zona. Rusia otorgaba una gran importancia a garantizar la seguridad en los estrechos y, a principios de 1914, las potencias de la Triple Entente obligaron a los turcos a conceder un estatuto casi autónomo a las provincias del este de Anatolia, pobladas en parte por armenios. Aquella medida, sumada al interés que, al mismo tiempo, franceses y británicos mostraron por las provincias árabes, podría haber traído fácilmente consigo el fin del Imperio otomano, pues los armenios cristianos podrían convertirse en instrumentos rusos. Antes de que el tratado pudiera ser ratificado, los turcos entablaron negociaciones con Berlín. Alemania era la potencia que menos amenazaba los intereses otomanos. Todo lo contrario: el káiser optó por presentarse como el protector del Islam y regaló al sultán, en gesto de aprobación y de apoyo, una enorme estación de ferrocarriles germánica en la costa asiática de Estambul. A finales de 1913, un general alemán, Liman von Sanders, hijo de un judío converso y a quien las rígidas mentes alemanas veían como un candidato idóneo para un destino en Oriente, fue nombrado comandante del destacamento del ejército otomano en los estrechos que separaban el mar Negro del Egeo. Los rusos reaccionaron, pero no pudieron impedir el envío de una misión militar alemana a Turquía, formada por varias docenas de oficiales especialistas. Además, la figura principal del nuevo régimen de Estambul era un hombre claramente afín a los alemanes: Enver Bajá hablaba alemán perfectamente y poseía ese vigor militar que tanto admiraban los germanos. Al igual que muchos otros «Jóvenes Turcos», Enver Bajá había estado en los Balcanes, donde había visto con sus propios ojos qué pasos se habían seguido en el proceso de «construcción nacional»: una nueva lengua, militarismo y expulsión de las minorías. Se sentían atraídos por Alemania, mientras que veían en Francia y en Inglaterra los modelos en los que se inspiraban sus enemigos políticos. Entretanto, y fruto de la desesperación que siguió a las guerras de los Balcanes, Enver y sus amigos empezaron a ganar popularidad, e invitaron a Liman von Sanders. Para los rusos, que los alemanes asumieran el control de los estrechos era toda una pesadilla, y la llegada de una misión militar alemana a la estación de Sirkeci en diciembre de 1913 marcó el principio de una cuenta atrás que acabaría ocho meses más tarde con el estallido de la guerra. Puede que Rusia temiera que Alemania se hiciera con el control de los estrechos, pero los germanos también tenían aspiraciones imperiales –o, más exactamente, soñaban con Centroeuropa, porque hacía tiempo que el Imperio austrohúngaro intentaba extender su influencia política y comercial al Próximo Oriente y el peso comercial de este imperio pisaba los talones al alemán. Uno de los principales altercados de aquellos años giró en torno una línea de ferrocarriles patrocinada por los alemanes y que había de unir Berlín y Bagdad –la estación que el káiser regaló formaba parte de esa ruta–; asimismo, en 1914 se construyó una nueva embajada alemana en Estambul (conocida como «la jaula», por las ostentosas águilas que coronaban el tejado del edificio), que desde su ubicación en el palacio de Dolmabahce, donde vivía el sultán, un títere acobardado a quien Enver y los Jóvenes Turcos trataban como a un objeto de adorno, dominaba el Bósforo. Hasta entonces, la rivalidad entre rusos y alemanes había sido más bien indirecta, y nacía del tibio apoyo brindado por los germanos al Imperio austrohúngaro. Pero aquello era una afrenta directa contra el principal interés de Rusia. La maniobra coincidió, asimismo, con un aumento general de la tensión. La carrera armamentística se había acelerado desde 1911: el panorama aéreo y marítimo había variado con la aparición de nuevos «superacorazados», el aumento del número de reclutas y la construcción de más kilómetros de ferrocarril con fines estratégicos. Turquía estaba situada en la frontera de Europa, y una crisis diplomática en la región afectaría a los ejércitos austriaco, alemán y ruso. Antes de 1914, el comercio vivió un período de esplendor, y los gobiernos pudieron gastar más. El leve aumento en el presupuesto militar alemán en 1911 (destinado a la instrucción de más hombres) provocó la respuesta de los franceses, que, en 1912, incrementaron la cifra de soldados en tiempos de paz, lo que llevó a alemanes –y a austriacos– a reclutar a más efectivos. En 1913 se produjo un episodio decisivo: un «gran programa» cuyo fin era hacer de Rusia una «superpotencia». Con aquel proyecto, el arsenal armamentístico ruso superaría al alemán y habría permitido, por fin, al ejército ruso alimentar, equipar y trasladar a un número de hombres mayor que el presente a causa de la reducida proporción que llegaba a la edad de reclutamiento. A pesar de abastecerse de una población tres veces superior a la de Alemania, por falta de dinero, el ejército ruso no superaba al germano, tenía muchas menos armas que éste y su red de ferrocarril estratégica era muy inferior. Pero todo aquello estaba a punto de cambiar, y de un modo drástico. En 1914, sir Arthur Nicolson, antiguo embajador británico en San Petersburgo, estaba exultante porque ambos países hubieran sellado una alianza. En Berlín se respiraba el pánico. Por aquel entonces, no era difícil estar al corriente de qué pasos daban los enemigos potenciales. El traslado de tropas se hacía por tren, y la longitud de los andenes echaba por tierra los planes bélicos del enemigo; no había restricciones ni en los desplazamientos, ni en la fotografía, y un oficial del servicio de inteligencia austrohúngaro llegó a recorrer el sudoeste de Rusia con un pasaporte en el que se podía leer, bajo el epígrafe «profesión», «oficial del Estado Mayor». Si un andén era sospechosamente largo y estaba situado en un lugar remoto, donde por lo general tomaban el tren las esposas de los granjeros cargadas con sus pollos, era evidente que, tarde o temprano, en aquel punto se apearían soldados de infantería o de caballería. Asimismo, todos los países tenían un parlamento y las actas de sus sesiones eran públicas, e incluso se podían leer en la prensa diaria. Por ello, en la primavera de 1914, Berlín y Viena pudieron saber fácilmente que los rusos estaban poniendo su nuevo vigor económico al servicio del ejército. El canciller alemán, Theobald von Bethmann Hollweg, había visto con sus propios ojos el creciente poder de Rusia, pues el patrón- oro respaldaba ahora su divisa y los ferrocarriles ponían en contacto oferta y demanda en todas las esferas. Las publicaciones técnicas se hacían eco del extraordinario progreso de Rusia: aquí, un camión ganaba un premio europeo después de una larga travesía hasta Riga; allá, un físico teórico (Cholkovsky) formulaba las ecuaciones que acabarían llevando al Sputnik, el primer satélite espacial construido por el hombre, más allá de la gravedad de la Tierra. San Petersburgo sigue siendo la capital de lo que podría haber sido y no fue. Von Bethmann Hollweg era suficientemente inteligente como para saber que Alemania debía adaptarse a la situación. En cierta ocasión, su hijo le preguntó si habían de plantar en su propiedad brandenburguesa de Hohenfinow un árbol tan lento en crecer como los olmos adultos. El canciller respondió: «No. Los rusos se aprovecharían de ellos». Y estaba en lo cierto: treinta años más tarde, llegaron hasta Brandenburgo, y ahí permanecieron durante medio siglo. Con todo, Von Bethmann Hollweg, que era un fatalista, cedió ante la presión de otros hombres que no compartían su escepticismo. Los militares insistían: Alemania podía ganar la guerra ahora, pero si esperaba dos o tres años, Rusia sería demasiado fuerte. El aumento en número y en peso del ejército ruso ya era de por sí una mala noticia, pero lo que provocó el terror fue el crecimiento que experimentó su red ferroviaria. Después de 1908, Rusia había optado por un proceso de industrialización alimentado desde dentro del país que ya había dado unos resultados espectaculares en Estados Unidos y en Alemania. Evidentemente, el país contaba con unos recursos extraordinarios, pero la explotación que se había hecho de los mismos era mala porque uno de los problemas que asolaban al país era el del transporte, y nadie confiaba además en el papel moneda. La situación dio un vuelco cuando la red ferroviaria creció y el precio del oro subió. En 1909, Piotr Stolipin, el primer ministro del zar, dijo a un periodista francés: «Dele al Estado veinte años de paz interna e internacional y no reconocerá a Rusia». En 1914, los ingresos presupuestados se habían duplicado, y una parte de esos fondos se destinó a la construcción de un ferrocarril capaz de llevar a las tropas al frente a más velocidad. La gente que iba y venía de Colonia necesitaba unos 700 trenes cada día; en 1910, el ejército ruso tenía, por su parte, unos 250 para la movilización. En 1914, la cifra era de 360. En 1917, ya era de 560, de modo que todos los soldados rusos podían plantarse en la frontera solamente tres días después de que se hubiera completado la movilización alemana. Es decir, en 1917 se podría haber previsto ya lo que sucedió en 1945: los británicos en Hamburgo, los rusos en Berlín y adiós a los olmos de Von Bethmann Hollweg. Los generales alemanes tenían un peso en los asuntos públicos sin parangón en ningún otro país. Y ahora estaban aterrados. Ante la perspectiva de una alianza entre rusos y franceses, el plan bélico alemán era lo suficientemente obvio. Rusia seguía siendo un país atrasado y con una red ferroviaria mucho menor a la de las potencias occidentales, y la movilización de sus tropas se habría producido al tiempo que el ejército francés se desmoronaba. En tales circunstancias, sostenía el conde Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán en 1897, el ejército alemán tendría tiempo de sobras para repetir la victoria de 1870 contra Francia, antes de volverse hacia Rusia. La movilización alemana sería una tarea monumental: a lo largo de más de 60.000 kilómetros de vías de doble sentido, un millón de competentes empleados ferroviarios, 30.000 locomotoras, 65.000 vagones de pasajeros y 700.000 de mercancías tenían que trasladar, en diecisiete días, a tres millones de soldados, 86.000 caballos y una montaña de material bélico, principalmente armas y municiones. Una división del ejército requería 6.000 vagones; una de caballería, 1.200. Los militares alemanes lo tenían todo tan medido que todo el contingente llegaría a las fronteras diecisiete días después del inicio de la movilización, y durante años tuvieron la certeza de que los rusos, con un sistema ferroviario peor y una menor capacidad técnica en términos de abastecimiento de agua, de telégrafos, de reservas de carbón o incluso de andenes adecuados, serían mucho menos eficientes: de hecho, un tercio de los 40.000 hombres de las cuadrillas ferroviarias eran analfabetos. Sin embargo, estos cálculos vitales empezaban a perder su razón de ser, y a todo ello se añadió un factor más: el Imperio austrohúngaro, el único aliado verdadero de Alemania, no tardaría en derrumbarse. Los signos de ese desmoronamiento eran evidentes por todas partes. En una época de nacionalismos, un vasto imperio multinacional como aquél era todo un anacronismo (había quince versiones del himno nacional, el Gott Erhalte, incluida una en yiddish). Viena no había sabido nadar y guardar la ropa, y cuando Serbia, la nación más importante de los pueblos eslavos del Sur, se alzó con la victoria en las guerras de los Balcanes, su ejemplo impulsó un buen número de iniciativas contra la política austriaca en las zonas eslavas del Sur bajo dominio austrohúngaro. ¿Qué respuesta había de dar Viena? Lo más sensato habría sido crear una especie de Yugoslavia que aglutinara a todos los eslavos del Sur bajo los auspicios de Viena, una solución que habría contado con el respaldo de los serbios, un pueblo inteligente y formados muchos de ellos en Austria-Hungría. Sin embargo, los húngaros, que eran quienes realmente dirigían el imperio, no querían crear otra unidad nacional, y en 1914 Viena no tenía nada que ofrecer. En palabras de A. J. P. Taylor, Viena aguardaba acontecimientos o, más bien, confiaba en que nada sucediera. El ministro de Exteriores austrohúngaro en Brest-Litovsk, el conde Czernin, lo expresó de otro modo: «Estábamos condenados a morir, pero teníamos en nuestra mano la posibilidad de escoger el cómo y nos decidimos por la manera más cruel». El 28 de junio de 1914, el heredero al trono, el archiduque Francisco Fernando, fue asesinado en Sarajevo, la capital de Bosnia, en el corazón del sur de la región eslava. Los filósofos suelen hablar de «los accidentes inevitables», pero este episodio fue todo menos un accidente. Un grupo de jóvenes terroristas serbios había planeado asesinarlo con motivo de una visita de Estado de éste. El atentado fracasó cuando lanzaron una bomba que erró su objetivo, y uno de ellos se retiró a un café en un callejón para tranquilizarse. El archiduque puso rumbo a las dependencias del gobernador general, Potiorek, donde lo recibieron unas jóvenes que interpretaron algunas piezas de folclore, y lo reprendió –la enemistad entre ambos venía de antaño, pues el archiduque había impedido que un neurasténico como Potiorek sucediera al frente del Estado Mayor a un antiguo admirador del mandatario. El archiduque se marchó súbitamente para ir a visitar a un hospital a un oficial herido por la bomba. Su automóvil volvió a ponerse en marcha, y el conde Harrach se subió al estribo. El conductor giró a la izquierda después de cruzar un puente que atravesaba el río de Sarajevo. Se habían equivocado de calle, y ordenaron al conductor que se detuviera y diera media vuelta. Aquellos autos en ocasiones se calaban al entrar la marcha atrás, y eso mismo fue lo que sucedió. El conde Harrach se encontraba en el lado erróneo, lejos del café donde uno de los terroristas estaba recomponiéndose. Ahora, lentamente el objetivo se le aproximaba, hasta que se detuvo. El asesino, Gavrilo Princip, disparó. Tenía diecisiete años, era un romántico que se había educado en el terrorismo y en el nacionalismo y formaba parte de un grupo que se inspiraba en los nihilistas rusos de mediados del siglo XIX, cuyos mejores ejemplos se encuentran en el profético relato de Dostoyevski Los demonios y en la novela de Joseph Conrad Bajo la mirada de Occidente. Austria no ejecutaba a los adolescentes, y la juventud de Princip lo salvó. Fue encarcelado y murió en mayo de 1918. Antes de fallecer, un psiquiatra penitenciario le preguntó si sentía remordimientos porque su acción hubiera desencadenado una guerra mundial y la muerte de millones de personas. Ésta fue su respuesta: «Si no lo hubiera hecho, los alemanes habrían encontrado otra excusa». En este sentido, estaba en lo cierto. Berlín se encontraba a la espera del «accidente inevitable». Hacía ya algún tiempo que el ejército afirmaba que podía ganar una guerra europea si estallaba en aquel momento, pero que no sería así en cuanto Rusia se consolidara, algo que, según sus cálculos, sucedería en 1917, cuando la red estratégica de ferrocarril permitiría a Rusia trasladar a sus tropas de un punto a otro a la misma velocidad a la que lo hacían los alemanes. Los pros y los contras potenciales en aquel preciso momento parecían enormes: la desintegración del único aliado de Alemania, la posibilidad de erigir un imperio germánico en el Oriente Próximo y Medio y la irrupción de Rusia como superpotencia. Berlín se veía obligada ahora a sopesar esas cuestiones. Von Bismarck, el artífice de Alemania, había demostrado un extraordinario talento a la hora de enfrentarse a problemas inesperados y sacar partido de aquellas situaciones para demostrar a sus enemigos que iban errados. Las estatuas dedicadas a Von Bismarck dominaban infinidad de poblaciones, mientras sus sucesores se preguntaban cómo lo había logrado. En 1914, un nuevo accidente tuvo como protagonista al archiduque. El ministro de Exteriores de Austria-Hungría había intentado hallar la manera de implicar a Alemania. El conde Hoyos se desplazó a Berlín y preguntó: ¿Qué debemos hacer? Se echó a los brazos de una gente que precisamente buscaba una excusa. Después de perder la guerra, prácticamente todos los hombres que habían intervenido en ella –el canciller alemán, el ministro de Exteriores de Austria- Hungría y casi todos los miembros de la cúpula militar germana– destruyeron sus papeles personales. Sabemos lo que realmente sucedió en Berlín en 1914 gracias únicamente al contenido de los baúles olvidados en los desvanes y a un documento valiosísimo: el diario de Kurt Riezler, el secretario (judío) de Von Bethmann Hollweg[5]. Ahí podemos leer una entrada devastadora el 7 de julio de 1914. Por la noche, el joven se sienta junto al canciller Von Bethmann Hollweg, un tipo de barba gris. La escena destila una cierta complicidad, y Riezler sabe, mientras escucha, qué les depara el destino. La frase clave es: «Rusia no deja de crecer. Se ha convertido en una pesadilla». Los generales, sostiene Von Bethmann Hollweg, coinciden en la necesidad de una guerra antes de que sea demasiado tarde. Ahora se les ha presentado una buena oportunidad para solucionar las cosas. En 1917, Alemania no tendrá ninguna posibilidad. Por lo tanto, ha de ser ahora: si los rusos declaran la guerra, mejor que sea en 1914 antes que más tarde. Pero tal vez las potencias occidentales dieran la espalda a Rusia, y eso traería consigo el fin de la Entente y, asimismo, la victoria de Alemania. El desarrollo del plan coincidió con una exhibición de inocencia indignante: el káiser se largó a bordo de su yate, el ministro de Exteriores estaba de luna de miel y el jefe del Estado Mayor se había ido a tomar las aguas. Desde su propiedad, Von Bethmann Hollweg se encargó de poner todo negro sobre blanco, y lo hizo de una manera de lo más extraña. Uno de los documentos no fue destruido: la relación de sus gastos. Y ha llegado hasta nosotros. Von Bethmann Hollweg se desplazó en varias ocasiones a Berlín, en lo que a todas luces eran unas vacaciones, y, tacaño como era, quiso que el Estado se lo remunerara. Y emprendió aquel viaje con el fin de organizar la economía del país (y tal vez también la suya, pues pertenecía a una familia de banqueros) ante la posibilidad de una guerra y para cobrarse deudas y comprar o vender discretamente obligaciones. Por correo especial, los Warburgo recibieron, en Hamburgo, instrucciones. Berlín se había decantado por la guerra. Un diplomático beligerante del ministerio de Exteriores de Austria- Hungría definió el asesinato del archiduque como «un regalo de Marte», una excusa idónea para poner fin a todos los problemas. Austria volvería a ser grande, Rusia hincaría la rodilla e incluso podrían apoderarse de Turquía. En seis semanas alcanzarían una victoria digna de Von Bismarck. En palabras del emperador alemán, era «ahora o nunca». Había que provocar la guerra, y el asesinato del archiduque era el pretexto perfecto. Trasladaron a los austriacos la necesidad de escudarse en el atentado para atacar a Serbia, el aliado de Rusia, y debían hacerlo por medio de un ultimátum en el que estuvieran recogidas una serie de exigencias que Serbia solamente podría satisfacer si renunciaba a su independencia. Los austriacos no estaban en absoluto entusiasmados ante la perspectiva de entrar en guerra con Rusia: con Serbia, sí, pero Rusia era demasiado grande. Sus dudas se tradujeron en retrasos: había que contener a los húngaros, organizar la recolección de las cosechas… Berlín dio un ligero puñetazo sobre la mesa, y el 23 de julio enviaron el ultimátum. El 25, aunque con reservas, fue aceptado, y los austriacos decretaron la movilización, aunque seguían sin haber declarado la guerra. Berlín volvió a dejarse oír, y la declaración de guerra se produjo el 28. El desafío contra Rusia estaba, por fin, claro: ¿iba a proteger su posición en los Balcanes y, por extensión, su futuro en el Imperio otomano y en los estrechos? En un primer momento, el zar no daba crédito a lo que sucedía (cuando el embajador alemán le entregó la declaración de guerra de su país, lo hizo con lágrimas en los ojos). ¿Bastaría con movilizar a una parte del ejército para enfrentarse únicamente a Austria? También las dudas asaltaron al emperador alemán, y ambos imperios intercambiaron telegramas. Cuando la crisis estaba tocando a su fin, el canciller Von Bethmann Hollweg parecía aún no tenerlas todas consigo. Sin embargo, los militares alemanes estaban ansiosos porque les amparaba un argumento irrefutable: todo dependía de la red de ferrocarriles. Los ferrocarriles ganaban guerras. Si una potencia lograba tomar la delantera en el reclutamiento y el traslado –movilización– de un ejército integrado por millones de hombres, podría llegar a las fronteras enemigas antes de que el otro ejército estuviera preparado. Eso mismo había sucedido en la guerra franco-prusiana de 1870, cuando los franceses no supieron organizar la movilización mientras que los alemanes lo hicieron de un modo eficaz. De hecho, al cabo de seis semanas, el ejército francés había sido rodeado y derrotado. La guerra ruso-japonesa de 1904-1905, en la que ambas potencias se enfrentaron por China, vivió otro desastre ferroviario: el transiberiano no pudo remediar los problemas de abastecimiento y Rusia no tuvo otra alternativa que firmar la paz. Ahora, en 1914, el Estado Mayor de cada país estaba preocupado por saber qué ejército rival daría el primer paso, mientras los alemanes insistían en decretar una movilización total de Austria- Hungría contra Rusia: había llegado el momento de «lanzar» los «dados de hierro». A todas luces, el estamento militar alemán quería la guerra, y ya había tomado la decisión de ordenar la movilización, pero recibieron un regalo inesperado cuando, el 31 de julio, San Petersburgo decretó la movilización general, justo antes de que los alemanes lo hicieran. Aquella decisión permitía presentar la movilización como una maniobra defensiva, un factor importante ante la posible oposición del Reichstag. A la vista de los acontecimientos, los socialdemócratas no pusieron problemas y votaron a favor de la guerra. El embajador alemán entregó un requerimiento en el que instaba a los rusos a poner fin a la movilización. Cuando éstos se negaron a hacerlo, declararon la guerra el 1 de agosto. Los planes bélicos alemanes incluían un ataque inmediato contra Francia, y los trenes se pusieron en marcha. París recibió un ultimátum: los franceses debían rendir de entrada tres fortalezas, a modo de garantía. La negativa francesa provocó, el 3 de agosto, una nueva declaración de guerra. Hubo una última vuelta de tuerca. El ejército alemán no podía atacar directamente a Francia, ya que las fortificaciones situadas en la reducida frontera franco-alemana eran demasiado fuertes. Solamente podía hacerlo a través de las llanuras de Bélgica, y Bélgica era un país neutral, un estatuto garantizado por las grandes potencias, entre las que estaban Gran Bretaña y Alemania. ¿Cómo reaccionarían los británicos si Alemania invadía Bélgica? Los términos del tratado eran claros acerca de sus obligaciones: la guerra. Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo, movilizó de inmediato a la marina. La situación de 1914, una guerra en Occidente provocada por una crisis en Oriente, entraba dentro de los cálculos, e incluso un estudio de las dimensiones de los andenes en Renania había demostrado que Alemania tenía la intención de invadir Bélgica. Sin embargo, la guerra entre Alemania e Inglaterra era algo impensable para muchos: Alemania era el país modélico, con el partido socialdemócrata más importante, el mejor gobierno local y el mejor sistema educativo europeo. ¿Por qué declararle la guerra y ponerse del lado de la Rusia zarista? Sin embargo, como sucedería con más fuerza si cabe en 1939, lo de menos en aquel contexto era la razón. Alemania había construido una flota totalmente innecesaria, la había orientado hacia los puertos británicos y había desatado su agresividad contra Rusia y contra Francia. Los miembros del ejecutivo británico tenían una idea más o menos clara de qué estaba en juego, y que no era sino la gran pregunta que la política exterior británica se hacía desde 1850: ¿Alemania o Rusia? ¿Qué habría sucedido si, en el tratado de Brest-Litovsk, el secretario de Exteriores británico a la sazón hubiera aparecido y hubiera manifestado que no se oponían a una Europa dominada por los alemanes, siempre y cuando se garantizaran los intereses británicos en todo el mundo? El problema era que, por aquel entonces, ya nadie confiaba en los alemanes, y la figura principal de la política británica, David Lloyd George, no ocultaba que, si Alemania controlaba los recursos de Rusia, sería invencible. Aunque no hubiera mediado la invasión alemana de Bélgica, la marina británica habría zarpado para defender la costa atlántica de Francia. La invasión de Bélgica les proporcionó una sólida coartada para intervenir, y silenció a buena parte de los indecisos (aunque no a todos). El 4 de agosto, los británicos emitieron un ultimátum en el que exigían la evacuación de Bélgica. No obtuvo respuesta, y la guerra europea se convirtió en una guerra mundial. Capítulo 2 1914 En cuatro años, el mundo pasó de 1870 a 1940. En 1914, la caballería trotaba al son de unas melodías conmovedoras, el príncipe austriaco Clary-Aldringen se enfundaba el uniforme que había lucido en una recepción en el palacio de Buckingham y las primeras ilustraciones de la guerra mostraban a los pelotones de infantería cargando con sus bayonetas, mientras las granadas de metralla estallaban sobre sus cabezas. Corría el año 1870. Las fortalezas estaban preparadas para soportar sitios prolongados, los cuidados médicos eran aún bastante precarios y los heridos de gravedad tenían muchas posibilidades de morir. En 1918, la situación era muy distinta, y los generales franceses ya habían diseñado un nuevo tipo de guerra en la que intervenían todas las armas, tanques, infantería y aviación, como se vio en la Blitzkrieg alemana de 1940. Los regimientos de caballería se convirtieron en piezas de museo y las fortalezas, en reliquias. La guerra se reveló como una máquina de matar –diez millones de víctimas–, pero fue, en palabras del escritor y doctor francés Louis-Ferdinand Céline, «la vacuna contra el apocalipsis». La medicina avanzó más durante esos cuatro años que en cualquier período anterior o posterior: en 1918, solamente el uno por ciento de los heridos moría. Sin embargo, al principio todo era ilusión. En 1914, ante una multitud enfervorizada, las tropas desfilaban, mientras los generales, a caballo, soñaban con que les levantarían una estatua en una plaza con su nombre. Ninguna guerra había partido de un malentendido tan fundamental acerca de su naturaleza, aunque tal vez el mayor equívoco se produjo entre los británicos. El 3 de agosto de 1914, el secretario de Exteriores, sir Edward Grey, pronunció un discurso en la Cámara de los Comunes que se ganó el elogio de un buen número de parlamentarios y que, al parecer, convenció a muchos diputados indecisos de lo acertado de la decisión de declarar la guerra a Alemania. Señaló que el país sufriría «terriblemente en esta guerra, tanto si nos involucramos en ella como si nos mantenemos al margen». Con el paso del tiempo, la observación resulta grotesca. Prácticamente la mitad de la economía británica, y más de una tercera parte de la francesa, dependía del comercio exterior, en gran medida con el continente europeo. La interrupción del mismo trajo consigo desempleo y una situación de bancarrota. Otro ministro (que dimitió) del gabinete afirmó que los conflictos sociales que se derivaran de la interrupción de la actividad comercial provocarían una revolución similar a la de 1848, cuando el orden establecido en la vieja Europa se vino abajo a raíz de los levantamientos en diferentes ciudades. A causa de la amenaza que se cernía sobre el comercio, los banqueros –y entre ellos sir Frederick Schuster, del Banco de Inglaterra– aseguró a todos que habría que poner fin a la guerra en seis meses. Los generales, por su parte, sabían que contaban con los medios para aguantar durante un período de tiempo prolongado, pues disponían de millones de hombres y de los instrumentos para alimentarlos, vestirlos y transportarlos. Los banqueros, por su parte, planteaban otro interrogante: ¿cómo se iba a financiar la guerra? El crédito francés y el británico eran sólidos, pero las finanzas alemanas eran de una debilidad sorprendente, pues se trataba de una nación federal con muchos canales de gasto. Durante una reunión del gabinete, el ministro húngaro de Economía, el barón Teleszky, ante la solemne pregunta de cuánto tiempo podrían soportar las arcas del país el esfuerzo de la guerra, respondió: «Tres semanas[6]». Pasado ese período, el oro se habría agotado (en 1914, era corriente que el sistema monetario estuviera respaldado por el patrón-oro), y no les quedaría otra alternativa que imprimir papel moneda, lo que desencadenaría inflación –los billetes, sucios y arrugados, cambiaban de manos a una gran velocidad y perdían rápidamente su valor. Todo ello dificultaría, a su vez, controlar los disturbios sociales motivados por el cese del comercio, y los pobres se empobrecerían aún más, tanto que algunos empezarían a morir de hambre. Eso fue precisamente lo que sucedió cuando estalló la revolución bolchevique en Rusia en 1917 y, poco después, en Italia, donde la inflación alcanzó el setecientos por ciento. Los banqueros solamente se equivocaron al vaticinar los plazos. También los ejércitos fueron a la guerra con la ilusión de que no tardaría en tocar a su fin: «de vuelta a casa por Navidad». Cuando el alto mando ruso, la Stavka, pidió una nueva remesa de máquinas de escribir, la respuesta que recibió fue que la guerra no iba a durar lo suficiente como para justificar dicho gasto; deberían conformarse con las viejas. Los generales prometieron escribir a sus esposas cada día, pero poco después ya no sabían qué contarles. El comandante austrohúngaro (que dirigía sus cartas a la esposa de otro hombre) dormía en un catre metálico; el alto mando ruso ordenaba la celebración de servicios religiosos cada día y renunciaba al vodka salvo cuando estaba en presencia de extranjeros. En noviembre, los foráneos iban muy buscados y el coro cantaba Príncipe Igor. Sin embargo, los planes de cada país reflejaban, ante todo, el deseo de que la guerra fuera corta –un ataque sorpresa y a gran escala y el empleo de unos recursos que, vista la situación con perspectiva, deberían haber sido administrados en previsión de lo que se avecinaba. Sin embargo, otros cálculos, relacionados con las fortalezas, la artillería y la caballería también se revelaron como erróneos. El norte de Francia y Bélgica estaba tachonado de fortalezas, situadas estratégicamente dominando los ríos que todo ejército invasor debía cruzar – especialmente el largo y sinuoso Meuse, a caballo entre Francia y Alemania–, y sus nombres asoman una y otra vez, ya desde la Edad Media, en los libros de historia militar: Lieja, Namur, Maubeuge, Dinant, Verdún, Toul, Amberes… Eran edificaciones costosas y albergaban en su interior miles de armas. Cuando fueron modernizadas, en los años ochenta del siglo XIX, se optó, las más de las veces, por construir una ciudadela robusta y rodearla con un anillo de fuertes que la alejaban del alcance de la artillería enemiga. Una década más tarde, el alcance de la artillería aumentó y los proyectiles ganaron peso. La eficacia de las fortalezas pasaba ahora por construir más fuertes y unas fortificaciones más elaboradas, a menudo empleando cemento. Sin embargo, en 1914 las armas ya habían ganado la batalla. Los cañones pesados podían lanzar unos explosivos de gran poder destructivo a una distancia de más de quince kilómetros, y las fortalezas se convirtieron en el objetivo evidente –y eran, además, una trampa para quienes las defendían, pues éstos habrían estado más seguros si hubieran optado por cavar discretas zanjas fuera de los fuertes. La tierra absorbía la onda expansiva del explosivo mejor que el cemento, por pretensado que fuera, y todas las fortalezas que fueron atacadas en la campaña de 1914 cayeron rápidamente. Lieja, en la frontera entre Alemania y Bélgica, sólo aguantó dos días. En el caso de la caballería, las ilusiones también se desvanecieron, aunque no de un modo tan dramático. En la guerra de Crimea, la Brigada Ligera había cargado contra los cañones rusos hasta llegar a ellos. Algo así era ya imposible en 1914. Un soldado de infantería podía abatir, con su fusil, a un caballo situado a más de un kilómetro y medio de distancia, y el efecto de la artillería era más devastador si cabe, pues su alcance superaba los cuatro kilómetros y medio. Con todo, la caballería seguía siendo útil a campo abierto y permitía ubicar al enemigo; además, tampoco había muchas más alternativas, porque el motor de combustión interna todavía no estaba demasiado desarrollado; el motor de prácticamente todos los cincuenta camiones alemanes que cruzaron la zona montañosa de las Ardenas se averió. Los caballos, sin embargo, que comían diez kilos de forraje cada día, suponían una gravosa carga para las líneas de abastos, y de ello se resentían las tropas de infantería. La guerra en el frente occidental comenzó con botas, sillas y cornetas, y con las demostraciones de las divisiones de Dragones franceses y de Ulanos alemanes. Los austrohúngaros usaban una silla de montar que permitía al jinete adoptar una postura perfecta aunque desollaba el lomo de las pobres bestias a causa del calor, especialmente en el de los caballos que habían sido requisados a los civiles, y los Dragones regresaron de su primera incursión en territorio ruso guiando a pie a sus animales. La caballería rusa se adentró en las regiones orientales de Prusia y cayó por falta de forraje, mientras que el anciano Kan de Najichevan, uno de los jinetes tátaros más venerados por el zar (la caballería tátara había recibido el agradecimiento oficial por haber aplacado los disturbios revolucionarios en Odessa en 1905), no pudo montar a su caballo a causa de las hemorroides. Los europeos apenas habían prestado atención a la larga y sangrienta guerra civil norteamericana, y las únicas que recordaban habían sido cortas; especialmente la franco-prusiana de 1870. Por lo tanto, todas las potencias se lanzaron al ataque. Los alemanes fueron los primeros en hacerlo. Siguiendo el plan de Schlieffen, que preveía una gran ofensiva occidental a través de Bélgica. El flanco derecho alemán tenía que dirigirse hacia el noroeste, camino de París, mientras los franceses defendían la frontera oriental, donde abundaban las fortificaciones, y desde donde tal vez podrían intentar invadir el sur de Alemania. Schlieffen confiaba en que los franceses quedarían atrapados, aunque también advirtió (ya en 1905) que el plan no resultaría a menos que el ejército fuera mucho más fuerte de lo que era. En 1914, los alemanes contaban con 1.700.000 hombres, por 2.000.000 de los franceses, y a estos últimos había que sumar 100.000 soldados británicos y belgas. En conjunto, sin embargo, los alemanes estaban mejor preparados. En un país donde el reclutamiento era universal, la mayor parte del presupuesto militar se destinaba a alimentar y a vestir a los jóvenes, de ahí que apenas quedaran fondos para la formación intensiva de los soldados más veteranos – suboficiales– o para modernizar el equipo. Los franceses, que llamaban a filas a todo el mundo, incluidos los monjes, también se servían del reclutamiento para infundir un cierto nacionalismo republicano, pues la mitad de su población eran campesinos que, a menudo, ni siquiera hablaban correctamente el francés. El ejército alemán se centró por su parte en la formación y en el armamento, pues sus generales no querían que la contienda se alargara en exceso, ya que de lo contrario tendrían que ascender a oficiales a hombres que «diluirían» las cualidades de Prusia. Destinaron una cantidad de dinero sensiblemente inferior a la alimentación de los reclutas y tenían el triple de suboficiales que los franceses y muchos más que los rusos (para estos últimos, apenas había diferencia entre suboficiales y soldados rasos). Los franceses carecían además de la artillería pesada de los germanos, pues habían situado sus cañones en las fortalezas, y de otras dos armas con las que los alemanes estaban familiarizados. La primera era un mortero ligero, capaz de lanzar un proyectil describiendo una trayectoria de 45 grados que le permitía sortear las fortificaciones o los árboles –los morteros de trayectoria plana (16 grados) ni siquiera llegaban hasta las posiciones defensivas–. La otra arma era la pala, también conocida como herramienta para cavar trincheras. Era muy difícil divisar a los soldados apostados en un agujero cavado en la tierra y eran, salvo para los proyectiles pesados, prácticamente invulnerables. Los alemanes tenían palas y los franceses, no. ¿Por qué? Buena pregunta. La respuesta probablemente haya que buscarla en que los alemanes, que sometieron a sus tropas a una instrucción más intensiva, confiaban en que sus hombres no sucumbirían a un ataque de pánico, mientras que los franceses, que formaron a más hombres con una cifra de suboficiales menor, querían que sus tropas avanzaran en grandes pelotones simples y desguarnecidos (casi a la manera de las columnas que habían combatido en las guerras revolucionarias del siglo anterior y que también habían sufrido un mayor número de bajas que las formaciones lineales del siglo XVIII). Que los hombres lucieran uniformes de colores rojo y azul los hacía asimismo más visibles. El resto de ejércitos habían optado por colores mucho menos llamativos; incluso los regimientos escoceses vestían un kilt de color caqui. Los ejércitos se pusieron en marcha. Los alemanes dieron el primer paso. Si querían atravesar Bélgica sin problemas, debían tomar la gran fortaleza de Lieja; necesitaban el ferrocarril, y Lieja era la clave. El 7 de agosto se hicieron con la ciudadela central después de una artimaña, y los fuertes exteriores cayeron ante los intensos bombardeos de los cañones austriacos, desplazados especialmente para la campaña. El 18 de agosto, la concentración alemana había tocado a su fin, y un numeroso contingente penetró en las llanuras belgas. Contaban con tres ejércitos –setecientos cincuenta mil hombres repartidos en cincuenta y dos divisiones–, y fijaron el flanco oriental en las fortificaciones lorenesas situadas alrededor de Metz y Thionville. Algo más al sur, en la frontera franco-alemana, había más efectivos, aunque menos contundentes. Los tres ejércitos alemanes se adentraban en un espacio indefenso, y avanzaban a gran velocidad –treinta y cinco kilómetros diarios, toda una proeza. Los belgas se retiraron a sus otras dos fortalezas: el complejo de Amberes, en la costa, y Namur. Al sur de aquella zona había un ejército francés (el 5.º regimiento de Lanrezac), y la Fuerza Expedicionaria Británica se estaba agrupando a la izquierda de los galos, pero durante un tiempo no hubo combates. El comandante francés Joseph Joffre no estaba tan preocupado como debiera, pues estaba sumido en los preparativos de lo que consideraba una gigantesca contraofensiva en la frontera alemana, el plan XVII, que debía obligar a los alemanes a retroceder hasta el Rin, abandonando Alsacia y Lorena. La operación fue un desastre. El 20 de agosto, en Morhange-Sarreburgo, las tropas francesas fueron aniquiladas mientras cargaban montaña arriba contra un puesto de ametralladoras; en el contraataque posterior perdieron 150 armas y 20.000 hombres cayeron prisioneros. El 21 de agosto, Joffre lo intentó de nuevo, en esta ocasión en las Ardenas, la zona montañosa y boscosa situada al noreste de Francia y al sudeste de Bélgica. Ahí se encontraba el epicentro de las fuerzas alemanas, y, a la vista de las demostraciones de fuerza que los germanos habían dado en los flancos oriental y occidental, había motivos para suponer que el centro estaría algo más desguarnecido. La ofensiva se saldó con otro desastre, pues los franceses toparon con unas fuerzas iguales en número a las suyas aunque equipadas con la artillería necesaria para combatir en los bosques, mientras que los franceses simplemente poseían cañones tradicionales de 75 milímetros, que de nada servían en aquel terreno. Más al noroeste, las tropas de Lanrezac tampoco tuvieron una actuación afortunada, y comenzaron la retirada hacia Namur. Perdieron contacto con los británicos, y el comandante de éstos, sir John French, se encolerizó. El 23 de agosto, los efectivos del ejército alemán situados en el flanco oriental, el 1.er ejército de Kluck, asaltaron a los británicos en el canal Mons-Conde. Estos últimos podían abrir fuego cada cuatro segundos y superaban con creces a los germanos, que perdieron tres veces más hombres que los británicos, cuyas bajas totalizaron 1.850 hombres. Por la tarde, los obuses alemanes consiguieron poner orden a una situación complicada, y los británicos se retiraron, como ya habían hecho los soldados de Lanrezac. Los franceses habían sufrido unas pérdidas cuantiosas: a finales de agosto, la cifra de muertos era de 75.000, a los que había que sumar 200.000 hombres más entre heridos y prisioneros. Los alemanes habían salido mucho mejor parados, y avanzaban rápidamente desde el norte, sin apenas encontrar oposición. Los ejércitos franceses y británicos iniciaron una retirada masiva con el fin de reagruparse alrededor de París. El plan salió bien: ni perdieron piezas de artillería, ni los alemanes amenazaron ninguna posición. Los franceses se recuperaron de las bajas sufridas y pasaron a gozar de una gran ventaja, pues los ferrocarriles situados tras sus líneas transportaban a las tropas desde el sudeste hasta el noroeste a más velocidad que la de las tropas alemanas, que se desplazaban a pie. Éstos sólo disponían de 4.000 camiones, y dos tercios se averiaron antes de que culminara la retirada; asimismo, los puentes sobre el Meuse habían sido destruidos, y los belgas habían saboteado la red de ferrocarriles y la mayoría de los túneles: a principios de septiembre, del total de 4.000 kilómetros de vías solamente volvían a estar operativos unos 600. El transporte animal se encargaba principalmente de la munición, y los caballos enfermaron ya que solamente se podían alimentar de grano verde. El ejército de Kluck contaba con 84.000 caballos, y los cadáveres de las bestias poblaban las cunetas, entorpeciendo así el avance de la artillería pesada. Algunas unidades se vieron reducidas a la mitad de su fuerza nominal a causa del agotamiento de las tropas provocado por el calor del mes de agosto. A todo esto hubo que sumar los problemas derivados de las comunicaciones: de regreso a Coblenza, Moltke estaba muy lejos, y la telegrafía sin hilos no sólo no funcionaba adecuadamente, sino que además no estaba protegida, dando a los franceses la posibilidad de intervenir las transmisiones. El ejército alemán estaba descentralizado hasta cierto punto, algo que hoy nos parece casi una proeza, pero los generales no solían estar enterados de las acciones de sus vecinos. Entre el 5 y el 9 de septiembre, en plena batalla del Marne, el Alto Mando alemán no dio ninguna orden, y tampoco recibió informe alguno durante los últimos dos días. Pero los problemas no acababan aquí: las tropas abandonaban la vital línea del frente para cumplir misiones que también parecían decisivas, lo que explica que dos destacamentos partieran hacia Amberes y Maubeuge y otros dos hacia Prusia Oriental, además de los efectivos que pusieron rumbo a Namur. En lugar de desplazarlas al flanco derecho, Moltke ordenó en vano a las tropas del flanco izquierdo que atacaran –lo hicieron sin éxito contra Nancy. El 27 de agosto, decretó un avance más o menos general. Los dos ejércitos del flanco izquierdo se dirigieron al bajo Sena y a París. El 2 de septiembre modificó los planes, y los destinó al este de París, mientras que el primer regimiento de Kluck, en el flanco derecho, debía dirigirse desde el sudeste para tomar posiciones en el norte de la ciudad. Aquel cambio obedecía, en parte, a que el vecino de Kluck por el este, el 2.º ejército de Bülow, se había visto frenado en Guise por el 5.º regimiento francés, pero también a que el propio Kluck se había topado con la poderosa resistencia de los británicos en Le Câteau (el 26 de agosto), de modo que los contingentes situados en el flanco oriental alemán estaban demasiado agrupados y el sector oeste de París, abandonado. Joffre guardaba mejor la compostura en aquel momento que Moltke. Tenía intención de reclutar a nuevas tropas y de trasladar a las que estaban situadas en el flanco oriental al occidental, donde un nuevo ejército podría atacar el flanco derecho de Kluck, que estaba desguarnecido. Los movimientos empezaron el 25 de agosto. En un primer momento, hubo problemas con los británicos: sir John French propuso una especie de retirada para preparar el regreso a Inglaterra si era necesario. French solamente dio su brazo a torcer cuando apareció lord Kitchener, con sus galas de mariscal de campo, para ordenarle que obedeciera los planes de los franceses. Entretanto, la nueva coalición de gobierno francesa insistía en la defensa de la capital, y París se reforzó con tropas pertenecientes al nuevo ejército del noroeste. Cuando, el 3 de septiembre, Kluck se volvió hacia el Este desde París con el fin de no perder el contacto con el ejército de Von Bülow, el camino quedó expedito para lanzar un ataque contra el flanco occidental alemán. Los alemanes siguieron avanzando entre la capital y Verdún, por el curso del Marne, aunque sin ningún resultado: en los pantanos de St. Gond, el 2.º ejército alemán se enfrentó al nuevo 9.º ejército de Foch. El 4 de septiembre, Joffre ordenó una ofensiva del 6.º ejército desde París y Verdún, aunque los combates se habían iniciado un día antes, cuando el nuevo ejército francés del flanco occidental (el 6.º) se topó en el río Ourcq con una parte de las fuerzas de Kluck: fue entonces cuando varios destacamentos partieron desde París en taxi, una gran leyenda patriótica, a pesar de que los taxímetros no dejaron de funcionar en ningún momento. No sin dificultades, consiguieron contener aquella ofensiva, pero Kluck trasladó a dos de sus regimientos desde su propio flanco izquierdo hacia el derecho, abriendo así un agujero entre su ejército y el de Von Bülow, aproximadamente entre los ríos Grand Morin y Petit Morin, dos afluentes que, desde el sur, desembocan en el Marne. Ahí mismo se encontraba, por casualidad, la Fuerza Expedicionaria Británica, que avanzó con cautela hasta ocupar una zona casi vacía, prácticamente abriendo una brecha entre los dos ejércitos situados en el flanco derecho alemán. Ahora, las tropas alemanas situadas ahí eran considerablemente menos numerosas que las de los aliados –veinte divisiones contra treinta–. Asimismo, a los germanos se les estaban acabando las municiones, mientras que los franceses habían aprendido a dar un mejor uso a sus cañones. El 8 de septiembre, los miembros del Estado Mayor se reunieron en el cuartel general de Moltke, y de ahí partió en automóvil un coronel del servicio de Inteligencia para entrevistarse con Kluck y Von Bülow. Descubrió que Von Bülow había decidido retirarse si los británicos cruzaban el Marne, algo que había sucedido el día 9 según los informes de la aviación. Moltke, cuyo valor empezaba a venirse abajo, visitó el 11 de septiembre a otros comandantes y ordenó la retirada de tres ejércitos, el 3.º, el 4.º y el 5.º, situados en el flanco oriental. Entre el 9 y el 14 de septiembre, los alemanes retrocedieron hasta una cadena calcárea que se alzaba 500 metros por encima del río Aisne. La infantería recibió la orden de fortificar aquella posición. Las tropas se pusieron a cavar y levantaron defensas de alambradas. Apenas eran visibles para la artillería, e invulnerables para los rifles, y solamente las granadas podían obligar a los soldados a abandonar aquella posición, pero para lanzarlas había que aproximarse. Joffre supuso que los alemanes habían emprendido la huida y ordenó a sus hombres que atacaran a pesar del agotamiento, del mal tiempo y de la falta de munición. Las cargas aliadas contra las posiciones en el Aisne no prosperaron y, a finales de septiembre, aquella parte del frente parecía inalterable. La partida estaba en tablas. Los franceses habían depositado muchas esperanzas en la victoria de los rusos, pues éstos habían invertido dinero en una red estratégica de ferrocarril, en doblar el número de vías y en prolongar los andenes. Como resultado, la movilización rusa se produjo tal y como los alemanes habían temido, y a mediados de agosto una gran cantidad de soldados se había concentrado en la frontera de Prusia Oriental, aunque carecían de servicios secundarios de apoyo. Como habían augurado, los rusos invadieron Prusia Oriental con unas treinta divisiones repartidas en dos ejércitos, el 1.º, que se dirigió hacia el oeste, y el 2.º, que puso rumbo al sudoeste pasando por el norte de Varsovia. En teoría, deberían haber sido capaces de rodear al único ejército alemán de la zona, el 8.º, que estaba concentrado en la frontera oriental y en la fortaleza de Königsberg, pero no resultaba sencillo llevar a la práctica esos planes. Los dos ejércitos rusos estaban separados por lagos y bosques, donde era difícil divisar a las tropas y donde, por falta de abastos, la caballería rusa apenas pudo hacer nada en cuanto cruzó la frontera. Asimismo, los alemanes tenían a su disposición una red de ferrocarriles que iba de Este a Oeste, mientras que los rusos solamente podían avanzar desde Grodno o Varsovia, en medio del polvo estival de las carreteras. Los rusos volvían a estar en un apuro, porque los sistemas de comunicación eran sumamente deficientes, tanto que el transporte de los telegramas se hacía en coche desde Varsovia y en fardos. Samsonov, al frente del 2.º ejército ruso, tenía a su cargo casi veinte divisiones entre las de infantería y las de caballería, y a éstas les resultaba difícil incluso estar en contacto entre sí, y más aún con otro ejército. Rusia transmitía las órdenes por radio, sin ni siquiera codificarlas, ya que era un proceso demasiado laborioso y carecían de suboficiales en los que descargar esa tarea. Por lo tanto, los servicios de Inteligencia alemanes estaban informados de todo lo que sucedía. Aun así, los alemanes no empezaron con buen pie. El 8.º ejército tenía trece divisiones y la táctica evidente que emplearon consistió en ir a por uno de los dos ejércitos rusos antes de que el otro pudiera unirse a él. El 20 de agosto, los alemanes lanzaron un ataque frontal contra las tropas invasoras de las regiones orientales –el 1.er ejército– y, en una tarde, perdieron a 8.000 hombres de los 30.000 que intervinieron en la ofensiva. El 22 de agosto, el comandante Von Prittwitz sucumbió al pánico y, en una conversación telefónica con Moltke, farfulló que tendría que abandonar Prusia Oriental y retroceder hasta el Vístula. Fue destituido, y un general retirado, Paul von Hindenburg, asumió el mando, con Erich Ludendorff, un tipo que antes de la guerra se había significado como un gestor decidido y que había demostrado su sangre fría en Lieja, como su jefe de Estado Mayor. Ambos formaban un buen tándem. Ludendorff era extraordinariamente competente pero los elogios se le subían a la cabeza, lo que podía llevarle a perder la perspectiva. Von Hindenburg era el pie que pisaba el freno, aunque en ocasiones se refería irónicamente a sí mismo como «el letrero». Lo más importante era que los nuevos mandos mantuvieran la calma, ya que el 2.º ejército ruso seguía luchando en el norte, en sus propias posiciones de retaguardia, después de que la batalla en el Este le hubiera infligido una severa derrota y lo hubiera obligado a abandonar esa posición. Una parte de esas tropas tuvo que batirse en retirada, en tren, en dirección al flanco occidental del 2.º ejército ruso; otros se dirigieron a pie hacia el oriental. El 1.er ejército recibió órdenes de encargarse de la ciudad fortificada de Königsberg, en la costa báltica, desentendiéndose así de todo lo relativo al 2.º ejército. El 24 de agosto, éste se topó con los alemanes, y, en un primer momento, la columna central pareció imponerse –aunque ese avance no era sino una ilusión, pues cuanto más al norte se desplazaban, más soldados quedaban atrapados entre los dos flancos de las tropas alemanas. El día 26, la columna occidental se puso en marcha, atacó al caótico y azorado contingente ruso del flanco oriental y logró interrumpir sus comunicaciones. Al día siguiente, la columna oriental se abalanzó sobre los soldados rusos del flanco derecho, y las primeras unidades de ésta consiguieron unirse a las tropas que llegaban desde el extremo opuesto para rodear a los rusos y capturar a cuatro divisiones de ese ejército. Entre las tropas empezaba a escasear todo y los mandos estaban desconcertados ante lo sucedido. El 28 de agosto, cien mil hombres, a los que había que añadir otros cincuenta mil que habían muerto o que estaban heridos, se rindieron por grupos, y su comandante se suicidó. Fue una derrota sin paliativos, la más espectacular de la guerra, y se convirtió en una leyenda. No lejos de ahí había una población, Tannenberg, donde, en la Edad Media, los pueblos eslavos habían derrotado a los caballeros teutones. El nombre de aquella población sirvió para bautizar la batalla, y «Tannenberg» se erigió así en un símbolo del orgullo germánico. Aquella gesta también permitió que Von Hindenburg y Ludendorff se granjearan una reputación que no sólo perduró hasta el final de la guerra, sino que se mantuvo incluso después. El monumento construido en Tannenberg está muy cerca de donde se encontraría el cuartel general de Hitler durante la guerra, en Rastenburg. Con el tiempo, ambos volarían por los aires por obra de los rusos o de los polacos. Los rusos retrocedieron hasta sus fronteras y lograron impedir a duras penas que los alemanes cruzaran la oriental, en los lagos de Masuria. Las hostilidades entre rusos y germanos cesaron temporalmente. Con todo, los rusos se resarcieron en cierta medida, ya que les fue mucho mejor en su enfrentamiento con Austria-Hungría. El imperio de los Habsburgo empezaba a agonizar. A finales de agosto, más de cincuenta divisiones de infantería y dieciocho de caballería se habían reunido
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