Vittorio Gassman, el Gran Maestro que no quería serlo

Vittorio Gassman, el Gran Maestro que no quería serlo

Gassman en el camerino el año 1983, la década en la que cobró fuerza su carrera en el teatro con montajes como Moby Dick, basado en la obra Melville, o El informe a la Academia, de Kafka.

Fernando Bernal

“No tengo ningún secreto profesional”. Esta fue la frase que pronunció Vittorio Gassman durante el encuentro que mantuvo con los medios en Madrid, con motivo de la presentación del espectáculo que protagonizó en julio de 1984 en el Centro Conde Duque. Se trataba de un programa compuesto por Informe para una Academia, de Franz Kafka; partes de Kean, de Alejandro Dumas, y El hombre de la flor en la boca, de Luigi Pirandello, una de las obras que había interpretado siendo un veinteañero en la Academia de Arte Dramático Silvio D’Amico en Roma; para cerrar en la segunda parte con Las picardías del teatro, de Luciano Codignola. El actor era en esos momentos un verdadero icono mundial. El entonces alcalde Enrique Tierno Galván lo recibió en la Casa de la Villa de Madrid donde se celebró una rueda de prensa en la que afirmó que la voluntad de su teatro, a pesar de los autores elegidos y de interpretar en italiano, era llegar “a los grandes públicos”. Gassman tenía 62 años, se encontraba en pleno tercer acto de su vida (y también en el teatro) y además se mantenía en activo en el cine.

En esa misma época estrenó películas con directores de la talla del estadounidense Paul Mazursky, que le dirigió en La tempestad (1982), donde compartía protagonismo con Gena Rowlands y John Cassavetes; o maestros europeos como Alain Resnais (La vida es una novela, 1983), André Delvaux (Benvenuta, 1983) y Krzysztof Zanussi (Paradigma, 1985). Además, en un ejercicio (un tanto fallido) de nostalgia trató de recuperar uno de sus personajes icónicos en Rufufú… 20 años después (1985), en la que Amanzio Todini sustituía a Mario Monicelli, director de la original, y que ofreció la oportunidad a Gassman de volver a reunirse en una comedia con Marcello Mastroianni, un actor al que no llegó a considerar como un amigo íntimo, pero con el que siempre disfrutaba trabajando.

La gira estival del espectáculo Una noche con Gassman no fue la última vez que el actor tuvo relación con España. Recién establecido el Premio Donostia en el Festival de San Sebastián, el galardón que cada año reconoce a los grandes de la actuación, el italiano lo recibió en 1988. Fue el tercero en recogerlo tras Gregory Peck y Glenn Ford. La siguiente donostia fue Bette Davis. Esto permite hacerse una idea de la dimensión internacional de la figura del actor, que cuatro años después regresaría a España para rodar Un largo invierno (1992), de Jaime Camino, una historia ambientada en la postguerra española –con guion del propio director y de Juan Marsé, Manuel Gutiérrez Aragón y Román Gubern- en la que era la gran figura. Ese mismo año volvió a subirse a los escenarios españoles con un espectáculo con el que celebraba los cincuenta años sobre las tablas. Su montaje Ulises y la ballena blanca, que él mismo dirigió, escribió y protagonizó junto a su compañía del Teatro de Génova, se presentó en el Auditorio de La Cartuja como uno de los espectáculos estrella dentro de la programación de la Expo 92. Espectáculo a todo Gasmman, titulaba Juan Luis Pavón en ABC el 15 de agosto de ese año. Y en su crónica hablaba de un “absoluto éxito” en la noche de su estreno: “Alguien como él, que ha triunfado dando vida a Hamlet, Macbeth, Ricardo III, Peter Gynt y los clásicos griegos, no podía por menos que añadir a su currículum la furia del capitán Achab”. Gassman contó con la colaboración de Adolfo Marsillach y Núria Espert en los prólogos en dos funciones distintas. Un triángulo de auténticos genios de la escena.

Antes del montaje de esta obra, a sus setenta años, Gassman había hablado de la posibilidad de retirarse, sin embargo, en sus declaraciones en Sevilla lo intentó desmentir asegurando que era “un mentiroso nato” y que el privilegio de los viejos es que no se sonrojan al mentir.

‘Il Mattatore’ deprimido, el actor cansado

Su Moby Dick abandonó La Cartuja y Gassman ya no regresaría a los escenarios españoles, hasta recoger el premio Príncipe de Asturias de 1997. Su vida se encontraba abocada a una futura depresión contra la que lucharía en los últimos años de su existencia. Algo que acentuaría su introversión frente a ese carácter volcánico, seductor, irredento y expansivo que dominó su carrera como actor y que le llevó a ser conocido como Il Mattatore o el matador, que también es como se conocen en Italia al actor que sube a los escenarios y atrae sobre él las miradas de todos los espectadores y así también se titulaba el programa de la RAI que presentó en 1959.  

Su vida sentimental fue tremendamente agitada (por utilizar un eufemismo). Se casó cuatro veces y tuvo cuatro hijos. Pero además de estas relaciones oficiales, Gassman mantuvo otras fuera del matrimonio. Todo un casanova del siglo XX, con todo lo que ello acarrea. Pero el motivo de esa melancolía infinita en la que se sumió al final de su vida no fue ni el desamor ni la sensación de perder su encanto. En realidad, fue la edad y la relación que a través de ella estableció con el oficio de actuar y con su propia condición de actor. “Es justo cuando comienzan a decirte ‘maestro’. Después de haber sido por tantos años el más joven de la compañía, en un determinado momento me convertí en el más viejo y me di cuenta de que a partir de ese momento sería siempre así (…).”, aseguró el genovés al final de su carrera, tal y como recordaba Paola Florio en su artículo Vittorio Gassman: triste, solitario y final publicado en el diario argentino La Nación, en 2018.

Aun así, desde 1992 hasta su fallecimiento ocho años después, y en medio de la bruma de esa depresión, Gassman sacó fuerzas para interpretar un personaje en Sleepers (1996), de Barry Levinson, donde coincidió con Dustin Hoffman, Robert DeNiro y Brad Pitt. Fue su (gloriosa) despedida de Hollywood, al menos en lo que se refiere al casting, de una industria con la que un seductor como él no mantuvo precisamente un romance ni si quiera un flirteo. En la década de los cincuenta, casado con Shelley Winters, firmó un contrato con la Metro por siete años (protagonizó películas junto a Elizabeth Taylor o Cyd Charisse) que para él se convirtió en una cárcel de la que le liberaron Dino De Laurentiis y Carlo Ponti, cuando le contrataron para interpretar a Anatol Kuragin en Guerra y Paz (1956). Pero también tuvo tiempo de despedirse, con bastantes honores, del cine italiano de la mano de Ettore Scola, que fue uno de los directores más importantes de su carrera y uno de los que mejor supo sacar partido a su desbordante talento y a su polivalencia. Además, el cineasta acertó a capturar su madurez, primero en la magistral La familia (1987), un excepcional melodrama sustentado sobre la crónica de una familia romana a lo largo de ocho décadas, en el que Scola muestra un dominio maestro del género y una gran sabiduría a la hora de filmar a los personajes y los melancólicos espacios del hogar donde estos se relacionan. Y posteriormente en La cena (1998), su verdadero testamento cinematográfico y su despedida del cine (solo un año antes de morir apareció de forma breve en un film prescindible como La bomba (1999), de Giulio Base protagonizado por uno de sus hijos, Alessandro), un film coral en el que aparecen, en sus distintas historias ambientadas en un restaurante, Fanny Ardant, Stefania Sandrelli o Giancarlo Giannini.

Pasión por el teatro (y por la vida)

Vittorio Gassman nació en Génova en 1922, hijo de un alemán y de una italiana. El italiano vino al mundo en la misma década que una generación de actores –Paco Rabal, Erland Josephson, Fernando Fernán Gómez, Max von Sydow o el propio Mastroianni- que sirvió de puente entre la interpretación clásica y la moderna. En principio comenzó los estudios de Derecho, pero fue su madre la que le animó a entrar en la Academia de Arte Dramático Silvio D’Amico. El padre, de profesión ingeniero, había muerto y la familia ya vivía entonces en Roma, y el joven Vittorio no tardó en llamar la atención en las aulas. Por aquel entonces compaginaba su formación teatral en ese prestigioso centro con su exitosa carrera en el mundo del baloncesto –llegó a jugar a nivel internacional con la selección italiana y a ser una verdadera estrella en los campeonatos internacionales celebrados antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial- algo que contribuyó a forjar su constitución atlética y también una especial habilidad para moverse por el escenario con una potencia singular. Todavía en la Academia, donde ya se enfrentaba con textos clásicos con cierta soltura, fue reclamado en 1942 para una sustitución en Milán en el elenco de La Nemica, de Niccodemi. En aquella época, su habilidad para enfrentarse con el repertorio del teatro italiano del XIX y del XX se sumó a sus exhibiciones físicas sobre el escenario, desatando el fervor del público que asistía encantado a este espectáculo. Gassman no estaba especialmente satisfecho de este primer momento de su carrera a comienzos de los cuarenta, tal y como confiesa en sus memorias, el imprescindible libro escrito en primera persona y a corazón abierto Un gran futuro a mis espaldas (Acantilado, 2004). Pero el hecho es que ese éxito prematuro le abrió las puertas de varias compañías, entre ellas la del maestro Luchino Visconti, que compaginaba la dirección teatral con la del cine, responsable de algunos de sus grandes papeles de esta etapa, entre ellos un icónico Stanley Kowalski, en un recordado montaje de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, producido en la década de los cincuenta. Del director, Vittorio Gassman destacaba su genialidad creativa, pero también el hecho de ser enfermizamente perfeccionista.

En cine debutó con Preludio de amor (1947), de Giovanni Paolucci, y después de protagonizar algunas peliculitas, como las denominaba el propio Gassman, destinadas al entretenimiento le llegó una oportunidad en un film con una mayor pretensión dramática y profundidad cinematográfica. La película que le lanzó a la popularidad en la pantalla fue Arroz amargo (1949), de Giuseppe De Santis, junto a la inolvidable Silvana Mangano y Raf Vallone, que supone una de las obras claves del neorrealismo. Il Mattatore se convirtió en el villano de la historia para conseguir uno de sus primeros personajes inolvidables. Después llegarían otros intensos films como Ana (1951) o La tempestad (1958) -que le volvieron a unir a la Mangano, ambas a las órdenes de Alberto Lattuada- que alternaba con esas otras peliculitas como una versión de El Zorro.

Joker, un asesino del montón

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Pero el reconocimiento a nivel internacional (en Italia ya era una verdadera estrella) y su consolidación como gran actor también en el cine le llegó gracias al éxito de las películas catalogadas posteriormente como commedia all’italiana. Mario Monicelli explotó de manera genial su talento para el humor en las inolvidables comedias sobre robos Rufufú (1958) y Rufufú da el golpe (1959), dos auténticos éxitos populares en lo que aparecía junto a otros grandes como Mastroianni o Totó. El director también exploró su vena más paródica y absurda en la comedia medieval La armada Brancaleone (1966), en la que dio rienda suelta, de una manera muy divertida, a su histrionismo.

Mientras que Dino Risi, al que le concede el honor de haberle forjado como actor, supo sacar partido a su lado más canalla, seductor y esplendoroso en la genial La escapada (1962), obra maestra contagiada por las ansias de libertad de los sesenta ambientada en el ferragosto romano. Sin olvidar, su inolvidable papel de entrañable gruñón de Perfume de mujer (1977), que le valió el premio al mejor actor en Cannes y, años después, el Oscar a Al Pacino en el remake americano del film.  

Pero el gran amor de su vida fue el teatro: interpretó, dirigió y adaptó a los clásicos como Shakespeare, Ibsen, Kafka, Williams, Pirandello, Dostoievski, a los autores griegos y a los mejores dramaturgos italianos de su época, demostrando una infinita versatilidad que le llevaba de la perfección dramática de un Hamlet, personaje que marcó su carrera, a convertirse en un galán en la pantalla. Con un tono de voz grave, enfrentaba los textos, en solitario o con su compañía (fundó el Teatro del Pueblo un proyecto ambulante que recorría Italia portando un gigantesco esqueleto de ballena), para reivindicar su herencia, encontrar su proyección en la escena contemporánea y acercarlos a un público popular. Siempre sin descuidar lo elevado de su prosa y lírica. La carrera de Gassman es el reflejo mismo de la condición del comediante. “No sé dejó enterrar ni el escenario ni en la vida”, insinuó en alguna ocasión a los periodistas que podía ser su epitafio. Pero nunca pidió que en su tumba figurara la palabra maestro. Finalmente, cuando falleció en Roma en verano de 2000, en ella se inscribió la frase: “Nunca se escondió de la cámara”.

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