Resumen
La novela Tres camaradas, del escritor alemán Erich Maria Remarque, publicada en 1936, transcurre, en una Alemania signada por el desastre económico, en parte debido al pago de deudas de guerra y a la situación previa a la crisis económica del año. El escritor alemán, de claras posiciones antibélicas y antifascistas, cuenta la historia de tres ex soldados insertos en la dura vida civil de Berlín durante el ascenso del nazismo.
Esta novela del escritor Erich Maria Remarque, publicada en 1936 (y que yo leo en una edición de 1937), transcurre en 1928, diez años después de la Primera Guerra Mundial, en una Alemania signada por el desastre económico, en parte debido al pago de deudas con los vencedores y en la antesala de una crisis económica como la del año 1929 que repercutiría en todo el mundo. El escritor alemán Erich Maria Remarque, de claras posiciones antibélicas y antifascistas, quiso contar la historia de tres ex soldados insertos en la dura vida civil de Berlín después de su participación en la Primera Guerra Mundial durante el ascenso del nazismo. La novela continúa la narración, de alguna manera, desde el punto en que quedó en “Sin novedad en el frente”, que termina con la derrota de Alemania y la frustrada revolución (y la muerte de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknetch), y junto a “De regreso”, forma la trilogía de la Primera Guerra Mundial. Tiene algunas características del neo romanticismo, donde el amor es el tema central, tendiendo a una idealización del mismo, aunque en este caso es un vehículo para expresar la situación de la Alemania de entre guerra.
El protagonista, en este caso, es Robert Lohkamp. Los diálogos, cortos, breves, son mordaces, hirientes. La narración, al igual que en “Sin novedad en el frente”, es en primera persona y se centrará en el enamoramiento de nuestro personaje con una mujer enferma al que sus camaradas intentarán ayudar. La amistad, como un sentimiento que soporta todas las tragedias y todas las pruebas, es lo que más se valora en la novela. Esa amistad sólo la puede cortar la muerte que, a pasos agigantados, se cierne sobre Alemania y la llevará, puntualmente, al nazismo, a los campos de concentración y a una nueva guerra, aún más destructiva y terrible que la anterior.
En estos tiempos donde el negativismo del Holocausto (y de toda la barbarie hitleriana), por un lado, y donde se ha dado un nuevo repunte de movimientos de ultraderecha emparentados con el nazismo, por el otro, creo que hace bien recordar cómo, de qué manera, se dio comienzo a uno de los peores periodos de la Historia, es decir cómo se incubó el huevo de la serpiente.
El resumen de la vida
Nuestro personaje comienza por decirnos el resumen de su vida a partir de 1916, que es el año en que “yo era un recluta de dieciocho años, flaco y larguirucho”, y partirá hacia la guerra. Luego, en “1917… en Flandes, Mittendorf y yo… nos proponíamos festejar el cumpleaños. Pero no pudimos hacerlo, porque en la mañana temprano comenzó el bombardeo inglés… 1918. En el hospital… Vendas de papel. Casos de heridos graves. Gemidos. Camillas de operaciones de un lado al otro durante todo el día… 1919. En casa… hambre. Y afuera, repiqueteo de ametralladoras. Soldado contra soldado… Valientes discursos, nuevas esperanzas, nuevos planes. Banderas rojas… 1920. “Putsch”… 1921. Pensé un rato. No, no podía recordar… 1922. Fui vidriero en Turingia; 1923, gerente de publicidad de una casa de artículos de goma. Aquello fue durante la inflación”, pero después “no podía recordar ya: todo había sido demasiado confuso”.
Como vemos, hasta 1919 refiere a lo que se cuenta en la primera novela, “Sin novedad en el frente”, y luego, hasta el momento que celebra un cumpleaños “como pianista en el Café Internacional”, en que encuentra a Koster y a Lenz “una vez más”, es parte de “De regreso”. A partir del momento en que encuentra a sus amigos y se integra en el Aurewo, “Taller de Reparaciones de Automóviles, Koster & Cía”, comienza entonces el periodo (histórico) de esta novela.
Dirá, entonces, que “no estaba en realidad tan mal. Tenía trabajo, era fuerte, era sano para lo que se ve por ahí, y sin embargo, no sé por qué, veía que cuanto menos pensara acerca de todo tanto mejor”, ya que si uno comienza por “rascar” recuerdos todo puede suceder. “Porque de cuando en cuando las cosas hallaban el modo de erguirse repentinamente del pasado y mirarme con ojos muertos”. Dirá, también, que “cuanto menos piense en sí mismo un hombre, tanto más valdrá”, reforzando la idea anterior, aunque también está esta otra máxima, opuesta a la anterior: “El hombre que vale algo tiene que vivir a la altura de lo que vale”.
Koster tiene un auto, al que llama “Karl”, que por fuera parece incapaz de andar a más de 40 km/hora pero en realidad “servía para dar 180 con facilidad”, lo que era muy rápido en ese entonces. “Lenz sostenía que Karl era tan bueno como una educación liberal, por cuanto enseñaba a la gente a reverenciar el talento creador, tan a menudo escondido dentro de una fachada sin pretensiones”. Hay que recordar, entonces, que la escuela Bauhaus propugnaba otro estilo de arte y otras concepciones que rompieron con todo lo anterior.
Es entonces cuando aparece en escena el Sr. Binding, en un auto nuevo, y preso de espíritu aventurero corre una carrera contra Karl. Es obvio que pierde, alcanzándolo en una pequeña posada. “Un hombre ancho, con enmarañadas cejas sobre una cara enrojecida, de grandes quijadas: un tipo más bien vano, pero no muy seguro de sí mismo. Me lo imaginaba mirándose en el espejo, antes de irse a la cama a dormir, gravemente, atentamente, meditativamente”. Y le acompaña una muchacha, de nombre Patricia Hollmann (que será la heroína trágica de esta novela), de quien se sentirá atraído: “su cabello era castaño y sedoso y, a la luz de la lámpara, brillaba como ámbar. Tenía bien plantados los hombros, aunque un poco agobiados; las manos eran delgadas, un tanto largas quizá, y más huesudas que carnosas. El rostro era flaco y pálido, pero los ojos le daban una fuerza casi apasionada” (pág. 27-28). Un poco antes nos da una pintura (un dibujo) de Gottfried Lenz: “alto, flaco, con una mata de pelo de color pajizo (pero luego dice que Lenz tiene cabellos rojos) y una nariz que podía haber pertenecido a algún otro”, y sirva este otro ejemplo para ver la manera descriptiva en E. M. Remarque, en el que combina algunas características físicas con aspectos psicológicos.
“Afuera, el viento se quejaba junto a las ventanas, trayendo consigo de vez en cuando trozos de canciones de soldados. Yo tuve la sensación de que aquella habitacioncilla se levantaba de sus cimientos y nos llevaba volando a través de la noche, a través de los años pasando recuerdo tras recuerdo”, esos soldados siempre están allí, para que sepamos que los que volvieron de la guerra pueden estar dispuestos a todo. Vuelven a la ciudad, “en medio de la ligera niebla de marzo. El viento era fuerte y rápida nuestra respiración. Fiera y palpitante en la oscuridad, se nos acercó la ciudad, y en medio de los campos surgió El Bar como un buque alegremente iluminado. Karl ancló a lo largo. Fluyó dorado el coñac, la ginebra era como aguamarina, y el ron la vida misma. Nos sentamos muy erguidos en nuestros escaños. Palpitaba la música; la vida era clara y fuerte y latía con riqueza en nuestras venas. El vacío de las piezas amuebladas que nos esperaban, la desesperanza de nuestra existencia, estaban olvidados. El bar era el puente del buque de la vid y con todas las velas izadas nos dirigíamos una vez más al mar abierto” (pág. 31).
La llamará por teléfono desde la pensión donde vive (le había pedido su número) y arregla una cita con ella. “Y luego, cuando la voz oscura, algo áspera, habló de pronto, como un fantasma entre el olor a grasa y el ruido de platos del comedor de Frau Zalewski —una voz suave, que hablaba lentamente, como si ponderara antes cada palabra—, todo mi descontento se desvaneció de pronto. Y cuando por fin colgué el tubo, la vida no parecía ya carecer de significado”, que son los primeros síntomas del enamoramiento.
Pero la confitería a la que le cita ella, está lleno de mujeres burguesas y él se siente incómodo. Van a un bar, porque “el bar era terreno familiar para mí”. Y también “el bar estaba fresco y oscuro, con un olor a ginebra derramada y a coñac; un olor enquistado, como de enebro (el enebro es también el componente básico de la ginebra. De hecho, el nombre de la bebida proviene del apelativo de esta planta en francés, “genévrier”, y despide un olor agradable) y pan. Colgado del techo había un modelo en madera de un barco a vela. La pared detrás del mostrador estaba chapeada de cobre. La luz difusa de una lámpara lanzaba reflejos rojos sobre el metal, como si algún fuego subterráneo encontrara allí un espejo”, otra vez la descripción física, en este caso del lugar, pero también sobre lo que produce en quienes van. “Quedé un poco cohibido al principio y sin saber cómo empezar la conversación; tanto tiempo hacía desde que había estado así sentado con otra persona que ya había perdido el arte”. En el bar encuentra a un viejo camarada de guerra, Valentine Hauser. Dice: “Un camarada de guerra… el único de los hombres que conozco que ha hecho de un gran infortunio un pequeño placer. Ya no sabe qué puede hacer con su vida, y por eso se limita a regocijarse por estar vivo todavía” (pág. 36), donde notamos esa gran desilusión del soldado que ha debido sobrevivir a una guerra estúpida y criminal, pero también nos daremos cuenta que la novela va de esta desilusión hacia el tiempo que le sigue, y a la ilusión de que ahora, en paz, se podrán arreglar las cosas de uno. Aunque sabremos que no, nos lo dice la historia, lo que vino después fue peor.
“¡Cuán segura de sí misma era aquella muchacha, cuánto dominio propio! Me sentí, por comparación, tan raro como un caballo-hamaca. Me hubiera gustado poder hablar juguetonamente, alegremente, hablar bien, decir todas esas cosas que uno piensa solamente después, cuando ya es tarde. Lenz podía hacerlo, pero en mí siempre resultaba trabajoso y ridículo”, en el que todo esto es por la falta de práctica. “El ron no es una simple bebida… el ron es un amigo. Un amigo que da vida a todo, que hace todo más alegre… que hace tolerables las largas noches, las horas de soledad, los recuerdos. El ron cambia el mundo. Es como música. Hace la vida más colorida, más joven. Siempre está a mano; nunca abandona a nadie” (pág. 37), si bien llama la atención tanta admiración (que en parte comparto, aun sin ser gran bebedor), hay que entenderlo en el aspecto de su época y de su clase de soldado, acostumbrado a beber, ya sea para darse valor o bien para olvidar el dolor. “Poco a poco, todo tomó un nuevo aspecto. Se desvaneció mi sensación de inseguridad, las palabras vinieron por sí solas, y ya no tuve que pensar en lo que debía decir. Bebí, y a medida que bebía sentí que las suaves olas se acercaban, me levantaban, me llevaban. La hora vacía se llenó de cuadros; la silenciosa procesión de sueños se levantó y pobló el gris, el descolorido panorama de mi vida. La muchacha estaba retrepada en su silla como si también ella hubiera entrado en la corriente con todas las otras cosas de la media luz del tiempo…”. Hay, claramente, un eco romántico, adecuado a la historia que se cuenta.
Los románticos años 20
Otros personajes, Matilde Stoss, la sirvienta; Frau Zalewski, dueña de casa (pensión); Frau Benden —niñera del orfelinato— y demás representan la voz popular, callejera (el coro griego podríamos decir). La descripción de Matilde Stoss: “Tenía en la cabeza un sucio trapo blanco, una pollera arremangada para dar juego a las rodillas, un delantal azul, un par de gruesas chinelas, y empuñaba una escoba. Pesaba ochenta kilos y era en realidad nuestra sirvienta” (pág. 11), y ese “nuestra” denota la situación inferior, incluso al más inferior de los inquilinos, al que debe servir, aunque siempre por indicación de la dueña de la pensión.
Y es importante ese personaje, por lo que se cuenta a continuación, que marca a las claras la sensibilidad (acaso femenina): “Cuando llegué al taller, el viernes por la mañana, encontré a Matilde Stoss, sujeta su escoba bajo un brazo, parada en medio del patio, como si fuera un hipopótamo hipnotizado. —Mire, Herr Lokhamp, ¿no es una maravilla? ¿Un nuevo milagro todos los años! Me detuve atónito. Matilde tenía razón. Allí, en el fresco aire de la mañana, había un milagro: el ciruelo junto al surtidor de nafta estaba en flor” (pág. 39). La imagen del árbol, la anterior (“torcido y desnudo”) se transforma, si bien es cierto que nuestro personaje, Robert Lokhamp, se encuentra más sensible a causa de haber conocido a Patricia Hollmann: “Solíamos colgar en él (el ciruelo) neumáticos viejos y latas de aceite vacías con el fondo para arriba para que gotearan en sus ramas; para nosotros no había sido más que una percha conveniente en la que colgábamos todo, desde trapos para lustrar hasta “capots” de motores, y ahora, de la noche a la mañana, había sido embrujado, transfigurado en una nube resplandeciente de pimpollos rosados y blancos, como si un enjambre de mariposas hubiera entrado de pronto en nuestro tétrico taller”, y es tétrico sobre todo en comparación con la imagen luminosa del ciruelo. Dice Matilde: “…me he quedado sin habla… Me he quedado sin habla”, aunque enseguida apunta a que ese no hablar es temporal, de modo figurado, “quería decir que los procesos normales de su conversación de todos los días y su interminable parloteo habían perdido momentáneamente sus engranajes”, párrafo que muestra un humor suave, risueño, aunque contrasta con la vergüenza que siente esa misma sirvienta por la paliza que le dio en la mañana a Eduardito, “por comerse la salsa de manzanas de la alacena”.
Pero una pequeña cosa —y enorme también como belleza—como este retoñar, parece decidir otro rumbo a las cosas: “Los pimpollos del ciruelo nos atolondraron un poco a todos. Lenz comenzó a hacer proyectos de viaje. Por la tarde, Koster se marchó con el coche sin decir donde iba”. Es la primavera entrando en la naturaleza de las cosas.
Dos días después va a buscar a la muchacha a su casa para salir. “Me gustó la forma en que estrechaba la mano, con una presión mayor que la que esperaba. Odio a la gente que presenta una mano lacia, como un pescado”, aunque la comparación puede ser no del todo ajustada, demuestra la rigidez marcial de nuestro personaje. “Me gusta ver comer bien a una persona, hay en eso algo que da seguridad” —dice Patricia Hollmann—, y pensamos en la seguridad de tener con qué comer (dinero y apetito). Mientras que él piensa en que la mujer puede ser más bien fina de gustos, ella se muestra sin muchas pretensiones, de modo popular, con buen humor y alegría. “Los faroles del frente de la cervecería se agitaban en el viento y lanzaban luces y sombras vacilantes hacia arriba, en el laberinto de ramas de un viejo árbol. Las ramitas tenían ya un atisbo de verde pálido, y la luz bamboleante, incierta, de abajo, hacía aparecer el árbol mucho más grande y alto de lo que era. La copa parecía perderse en la oscuridad absoluta: una gran mano negra extendida, levantada con infinito deseo hacia el cielo”, donde, otra vez, hay un gusto romántico y sensiblero. La descripción, exterior, de alguna manera refiere a lo que, en el interior, está sintiendo nuestro personaje. Es, sin duda, la primavera, y la descripción nos da el sentimiento bajo el cual se reflejará lo escrito.
Frau Zalewski: “Se servía de su marido (ya muerto, alcóholico, “que había bebido tanto que se había ido a la tumba”) como otros se sirven de la Biblia: solamente para recordar citas. Y cuando más tiempo pasaba desde su muerte, tanto más le utilizaba para esto…”. Esta señora, que es la dueña de la pensión donde vive, demostrará, pese a la rudeza que la caracteriza, tener nobles sentimientos.
Hay una carrera de autos, y esta carrera es un aspecto de la modernidad en la obra (lo cual podría tratarse del neo romanticismo, en el sentido que éste trató de actualizar los postulados románticos adaptándolos a la sociedad burguesa y combinando el romanticismo exagerado y el realismo de su tiempo): “El chasquido y la crepitación de los motores flotaba alrededor de la pista como fuego de ametralladoras. Olor de aceite quemado, nafta y Castrol. ¡Olor maravilloso, perturbador; maravilloso, estremecedor redoble de tambor de los motores!” (tener un auto, y más un auto de carrera, sólo era para unos pocos). “El sol salió de entre las nubes. Anchas bandas de brillo y de gris cayeron a través de la pista, listada de pronto como un tigre con luces y sombras. Las sombras de las nubes sobre la masa humana amontonada en las tribunas”, donde se da cierta emoción, como aquí: “Como una música titánica, el trueno de los motores se había metido en nuestra sangre. Había cambiado hasta la expresión de nuestras caras. Nos la había avivado, agudizado” (pág. 70).
Por supuesto que ganará Karl (por cierto, el auto pasa a tener características de personaje al otorgarle un nombre y una cierta personalidad), guiado por Koster y Jupp de segundo. Al retornar de esa experiencia y de la emoción que ambos sintieron, Pat (diminutivo para Patricia Hollmann) “volvió el rostro hacia mí. Sonrió, con los labios levemente abiertos. Brillaban sus blancos dientes. Estaban sobre mí sus grandes ojos y, sin embargo, parecía como que no me vieran; como si estuvieran sonriendo a algo más allá, en el resplandor gris, plateado; como si estuviera espiritualmente capturada por el tambaleo de las copas de los árboles, por la humedad que goteaba en los troncos; como si estuviera escuchando algún llamado oscuro, inaudible, desde detrás de los árboles, detrás del mundo; como si seguramente tuviera que levantarse y marcharse, a través de la niebla, sin rumbo pero segura, y seguir, seguir el oscuro, misterioso llamado de la tierra y de la vida” (pág. 75), y ese “como si”, que busca definir una sensación que él no logra atrapar, nos va dando una clave de que hay algo más, o que está más allá de lo que se ve a simple vista. Y entonces, presa del más amoroso y dulce recuerdo, dice, “jamás olvidaré aquel rostro; jamás olvidaré cómo se inclinó hacia mí, cómo cobró de pronto expresión, se llenó silenciosamente hasta desbordar afecto y ternura, con radiante quietud, como una flor al abrirse; jamás olvidaré sus labios, sus ojos que se acercaban a los míos, suplicantes, graves y solemnes y radiantes…”. Lo extraño de todo, con la niebla existente, es que se sentaron “en la parte exterior del cementerio abandonado frente a (su) casa (de él)”; es decir que la muerte, ¿estará entreverada en esta historia?, ¿o es que de allí vienen los personajes? Si anotábamos una característica romántica o neo romántica, es muy posible. Porque dice: “La niebla llegaba aún, ola tras ola. Las cruces de las tumbas aparecieron pálidas entre las ondas”.
La aparición extraña, que interrumpe el momento: “el ejército de Salvación (que aparece entre las tumbas) sabía muy bien que los asientos del cementerio eran el último recurso de los enamorados que no conocían otro lugar en que pudieran escapar del clamor de la ciudad y quedarse a solas. Por eso había enviado sus huestes a asestar un golpe en nombre de la virtud. Era una expedición dominical para salvar almas. Pías, crédulas y ruidosas, las voces inexpertas balaron su evangelio al compás sostenido y monótono de las guitarras. (Pero) El cementerio volvió a la vida. De la niebla salieron risas y gritos. Cada banco parecía estar ocupado. El rebelde solitario del amor estaba ganando cada vez más reclutas. Se formó un coro de protesta. Debía haber en él algunos antiguos soldados, cuyos recuerdos fueron avivados por la música militar…” (pág. 77), y E. M. Remarque nos enfrenta a dos ejércitos enfrentados, el del amor y la vida, y el ejército admonitorio de la muerte y la castidad.
Luego irán a su cuarto y ella encontrará un baúl donde están las etiquetas de viaje de varias ciudades, y que eran de Lenz, y él le mentirá, pero dándose aspavientos, como si en realidad hubiera estado en esos lugares. Dirá: “…estaba Pat ante mis ojos, bella y joven, expectante. La vi como una mariposa llevada de un soplo por un feliz accidente hasta mi pobre cuarto olvidado de Dios, hasta mi vida sin objetivos, insignificante. Sólo bastaba un suspiro para hacer que se elevara y se marchara volando otra vez. No pude, sencillamente no pude decir que no, que no había estado en aquellos sitios…”. Esa mentira, esa tonta mentira, más adelante lo torturará, como si hubiera sido indigno de él.
Confesiones de invierno
Ha comenzado el romance, y de entrada vemos la diferencia social entre ellos, porque ella ha tenido (y aún tiene) ciertos lujos frente a la vida pobre de nuestro personaje, que vive en la mísera pensión de Frau Zalewski. La misma dueña de la pensión, que había visto a Pat, le había dicho que ella no era mujer para él, sino para un rico, y eso le replica con insistencia en la cabeza. De a poco irá (e iremos) sabiendo algunas confesiones, como la de que Pat estuvo enferma, durante un año: “Fue algo en los pulmones. Decían que había crecido demasiado rápido y que no tuve alimentación suficiente. No había mucho que comer durante la guerra ni después…”. Saldrá a la luz la historia, en boca de Pat: “Mi padre murió en mil nueve dieciséis. En la guerra. Yo era una niña todavía. Nunca vi a mi madre sin que estuviera triste. Después se enfermó, y todos los días yo iba de la escuela al hospital para verla. Por la noche solía quedarme sola aquí, en el departamento, y me asustaba. Tenía dieciocho años cuando murió mi madre. Poco después, yo también caí enferma”. Y “todo lo que deseaba era estar alegre y libre por un tiempo, no verme acosada y oprimida siempre”.
Pero entonces ese romance hace que él tenga que cambiar las cosas: “Ahora, con Pat, era diferente. Tenía que hacer dinero de algún modo. Debía salir con ella en el verano, hacia lo desconocido, a la aventura de otras tierras. Ella era el estío y la aventura y otras tierras. Y lo seguiría siendo. No debería ser envuelta en los hechos comunes de la existencia de todos los días”. Porque la realidad, la individual y la del país, se entromete en la narración, como telón de fondo, y adquiere, por momentos, mayor presencia. “Mucho tiempo hacía que no iba al teatro, y no hubiera ido ahora si no lo hubiera querido Pat. Teatro, conciertos, libros: todas esas costumbres respetables habían sido abandonadas. Los tiempos eran desfavorables. La política era ya suficiente teatro; los tiroteos de todas las noches eran conciertos de otra especie; el libro de la miseria humana era más llamativo que cualquier biblioteca”. Y en el teatro, la música, que era la de los Cuentos de Hoffmann (es una ópera, basada en tres cuentos de E.T.A. Hoffmann, dentro del romanticismo, que narra tres amores frustrados, con música compuesta por Jacques Offenbach) “hacía aparecer todo distante y lleno de color; parecía que la sombría corriente de la vida siguiera de largo. No había ya más cargas, ni limitaciones; sólo encanto y melodía y amor. Cuando sonaba esta música era sencillamente imposible comprender que afuera tenían su dominio el hambre, la miseria, la desesperanza”.
Y a la salida del teatro, “por primera vez, veía a la gente que ella había conocido antes. Y yo no podía entrar en contacto. Eran todos vivarachos y procedían como si estuvieran en su elemento. Venían de otra vida, donde todo marcha suavemente, donde no se ve nada que no se quiera ver; eran de otro mundo”.
Como toda obra romántica, o neo romántica, la mujer enferma preanuncia la muerte de sí misma. Pero pasará, primero, por la felicidad de una relación auténtica, basada en sentimientos puros. Ni todo el pasado, ni las desgracias anteriores —que seguramente las hay— podían cambiar esa verdad.
El dolor no se toma vacaciones
Se irán de vacaciones en un Citroën que, después de arreglarlo en el taller, pasa a ser suyo: “tenía un aspecto más bien notable. Lo habíamos cargado con equipajes como a una mula de carga. En todas partes había paquetes, hasta en los estribos. El capot parecía tener apenas lugar en toda aquella confusión y los guardabarros parecían querer abrirse paso temerosamente; solamente el poderoso foco se erguía triunfante en la luz, como un enorme, brillante telescopio”. El diálogo, entre los enamorados, pasa revista, fugazmente, sobre el idealismo y el materialismo: “Todo idealista verdadero quiere plata. El dinero es libertad amonedada. Y la libertad es vida”, dice él, y del otro lado: “el dinero ha llevado el amor a más de una mujer. El amor, por su parte, ha dado a más de un hombre la codicia del dinero. De modo que, ya ves, el dinero propicia el idealismo… y el amor, el materialismo”, lo que parece un juego silogístico.
Y a mitad de la novela, precisamente cuando está de vacaciones, echado sobre la arena, el tiempo anterior se hace presente: “Cerré los ojos y me estiré cuan largo era. Crujía la arena caliente. El sonido de las olas al romper rugía en mis oídos. Me hacía recordar algo, de otro tiempo, diez años atrás, en que había yacido así… Era el verano de 1917. Nuestro batallón estaba en Flandes en aquel entonces y nos habían dado unos cuantos días de inesperada licencia para ir a Ostende… La mayoría de nosotros no habíamos visto jamás el mar, y esos pocos días, ese respiro casi increíble entre muerte y muerte, fueron un salvaje abandono al sol y a la arena y al mar”. Esos recuerdos, como es lógico, le traen los ecos de la guerra, la muerte y la desolación. Pero claro, aunque no nos lo diga directamente, sabemos que la mujer está enferma, que ese es el secreto que oculta: “A menudo había notado… ese rápido decaimiento de una radiante vitalidad en un repentino cansancio”. “Empleaba siempre hasta la última onza de vitalidad que tenía en su cuerpo, y entonces aparecía infatigable en su flexible juventud; pero de pronto llegaba un momento en que palidecía su rostro y los ojos se le ensombrecían profundamente” (pág. 122).
Deja a la mujer en la casa de descanso, que se acuesta, y luego “bajé a la costa, al mar y al viento, al hueco rugido de las rompientes que rodaba como el trueno de los cañones”, y esa imagen, reforzada por el tronar de la rompiente, hace reaparecer el recuerdo anterior, como una premonición de muerte. Y efectivamente, Pat sufre un accidente. En la habitación “estaba Pat, tendida, con sangre sobre el pecho, los puños apretados, y un hilito de sangre que salía de la boca”, con una aparente hemorragia interna (y pensaremos en sus pulmones, en la tisis). “Se atoró, se arqueó luego y se le volcó la sangre de la boca. Su respiración tenía un sonido alto y quejoso; los ojos estaban llenos de terror”. Es claro que ella no le había dicho todo sobre su enfermedad, de su probable tuberculosis, por miedo a que Bobby (diminutivo de Robert) la abandone, y cuando él se da cuenta de esto, ella dice que es “tan feliz”, y tan feliz porque a pesar de esto, de su enfermedad, él no la abandonará, el amor no entiende de razones. Dirá, en ese tipo sincero de auto confesiones personales: “Yo había conocido mujeres, pero siempre habían sido encuentros pasajeros, aventuras, una hora alegre para escapar de uno mismo, de la desesperanza, del vacío. Y no había querido que fuera de otro modo, porque había aprendido que uno podía confiar en sí mismo o, a lo sumo, en un amigo. Y ahora, repentinamente, vi que podía ser algo para una persona, sólo por estar allí” (pág. 141).
La enfermedad, entonces, y la cercanía de ambos, hace que Bobby se decida a vivir juntos… aunque en realidad son dos cuartos contiguos en la misma pensión (porque además ella debe dejar su casa, por temas económicos). Cuando el doctor Jaffe, la eminencia que decidirá el futuro de la enferma (y la de él, también), le comunica que Pat deberá ir a un sanatorio, en el otoño, Bobby se siente desdichado: “Comprendí que nada podía hacer ahora más que esperar; de modo que seguí sentado quietamente, mirando la oscuridad, como se queda un soldado junto a la escalera de asaltos de la trinchera, esperando el silbido del comandante” (para un ex soldado sus comparaciones derivarán de su experiencia de guerra, y es todo un acierto de E.M. Remarque el hacerlo de esta manera), esto es, esperando la orden para salir de la trinchera a la lucha.
¿Por qué eres viejo?, le pregunta ella, que de alguna manera ya sabe que no vivirá mucho debido a su enfermedad. Y nos lo preguntaremos nosotros, cómo es que hay personas que parecen más viejas de lo que son, y si lo que han pasado en el transcurso de su vida tiene que ver con ello. El responde: “Porque estuve en la guerra. Los que estuvieron en la guerra saben todo lo que hay que saber. Y es viejo el hombre que sabe todo lo que hay que saber”.
“Como alguna bestia impía, la niebla, de la noche a la mañana, había chupado la verde savia de las hojas de los árboles; débiles y fláccidas colgaban de sus pedúnculos, cada nueva ráfaga de viento que pasaba arrancaba otras más llevándolas consigo… y como con un dolor agudo, tajante, de pronto me di cuenta por primera vez que la separación estaba ya cercana, que pronto sería realidad, tal como el otoño que ahora se arrastraba entre las copas de los árboles y dejaba detrás sus huellas amarillas”, en esta entrada ya nos previene, si fuera una música sería el tono, o la clave, en que se desarrollaría la obertura de aquí en más… Pero también, a modo contrario a cuando Matilde Stoss le muestra, impávida, como de la nada vuelve el ciruelo a la vida, aquí es al revés, como de la vida se desprenden las hojas amarillentas que parecen traer la muerte.
La montaña mágica y el declive
Las resonancias de la guerra irrumpen siempre en situaciones en donde la muerte está enredada: “El viento lanzó un golpe de lluvia contra la ventana. Resonó como distante fuego de ametralladoras”. Al llegar el otoño deberá ir al sanatorio, en las montañas, por la creencia de que el aire allí es más saludable. Nos muestra la situación a que se ve expuesto ahora, “a mí (Bobby) me parecía igual que si hubiera terminado una licencia y fuéramos ahora a la estación, en el amanecer gris, para volver al frente”. “Todo parecía de pronto muy sencillo. Esas gentes que estaban allí sentadas iban al sanatorio —y aun por segunda vez— y para ellos no resultaba más que un viaje de vacaciones. Era ridículo tener tanto miedo. Pat volvería, como habían vuelto todos aquellos”. Además, “el sanatorio estaba en una altura sobre la aldea. Era un edificio largo, bajo, blanco, con hileras de ventanas. Frente a cada ventana había un balcón”, y “era más parecido a un hotel”. Aquí hay, evidentemente, ecos de “La montaña mágica”, de Thomas Mann, publicada en 1924, que es una novela filosófica, pero en el que se desarrolla la idea del tiempo (el propio autor la calificó de “novela del tiempo”, o Zeitroman), pero también se habla sobre la enfermedad, la muerte, la estética y la política. Es obvio que el autor debía conocer esa obra.
Mientras esto sucede, la situación económica parece resentirse, a tal extremo que es probable que Koster tenga que cerrar el taller. En esta situación, sumada a la propia peripecia de Bobby y Pat, sobre todo ella, se entra en la última parte de la novela, la más dolorosa.
El desánimo se apodera de él: “Pat me escribía regularmente. Yo leía y releía sus cartas, pero no podía imaginarme cómo vivía y, a menudo, en las sucias y oscuras semanas de diciembre, en que aun a mediodía no había luz, me hacía la idea de que Pat me había olvidado mucho tiempo antes y que todo estaba concluido. Me parecía interminable el tiempo desde que se había ido, y no podía pensar que alguna vez iba a volver. Luego vinieron las noches llenas de una pesada ansia salvaje, aunque no pasaba con nada, ni aun con esperar hasta la mañana, sentado con la gente baja, bebiendo” (pág. 187). “Yo estaba sentado en el Café Internacional, jugando a las veintiuna (juego de cartas que consiste en que éstas sumen o, sin que sobrepasen, se acerquen a 21) con el dueño. El lugar estaba vacío, porque había habido disturbios en la ciudad. Cada pocos minutos pasaban marchando, por la calle, columnas de hombres, algunas al son de ruidosa música militar, otras al compás de La Internacional, de cuando en cuando, desfiles largos, silenciosos, que llevaban al frente carteles en que se pedía trabajo y pan. Los muchos pasos regulares en la calle pavimentada resonaban como el tictac de un inmenso reloj inexorable”, y para alguien que ha estado en la guerra sabe de qué son esos ruidos de pasos marciales como sables desenvainados, y nada como esta precisión con la que E.M. Remarque describe el periodo histórico que llevará al gobierno y luego al poder al nazismo. Un mozo (otra voz del pueblo, una voz sensata), dice: “no están locos (los hombres); voraces nada más”. Y agrega: “Donde hay demasiado de todo, la mayoría no tiene nada en absoluto”.
Van a buscar a Gottfried Lenz, que ha desaparecido, a uno de los tres mítines que hay en la ciudad. Allí había gente “de todas las capas sociales: empleados, pequeños comerciantes, funcionarios civiles, cierto número de obreros y muchas mujeres. Allí estaban sentados, en el tórrido salón, inclinados hacia atrás o hacia adelante, fila tras fila, cara junto a cara, derramada sobre ellas la inundación de palabras, y era extraño ver que, por diferentes que fueran todas las caras, cada una tenía la misma expresión ausente, como si atisbara en la distancia alguna fugaz “fata morgana”, sonámbula, anhelante; cada una estaba vacante y al mismo tiempo llena de una abrumadora expectación que extinguía todo lo demás, toda la crítica, la duda, la contradicción, la pregunta, los hechos de la existencia de todos los días, la realidad presente. El orador lo sabía todo; tenía una respuesta para cada pregunta, un remedio para cada mal. Era bueno confiarse en él. Era bueno tener alguien que pensara por uno. Era bueno creer” (pág. 192-193), porque ya no se creía en nada.
Pero allí no estaba Lenz. Van al segundo mitin: “otros estandartes, otros uniformes, otro salón; por lo demás todo era similar. En los rostros, la misma expresión vacante de credulidad y vaga de esperanza”. Mas tampoco está allí. En el tercer mitin entra “un grupo de hombres jóvenes con camisas pardas”, un grupo de asalto. Koster ve a Lenz y lo rescata, pero de pronto “algunos hombres se nos acercaron por el lado de enfrente. Eran cuatro muchachos. Uno tenía brillantes polainas nuevas, de cuero amarillo, los demás una especie de bota militar alta. Se detuvieron y nos miraron”, divisaron a Gottfried Lenz, corrieron oblicuamente hacia ellos y “en un instante sonaron dos tiros”. Gottfried Lenz cae herido, pero al llegar a “la sala de primeros auxilios más próxima”, ya está muerto. La policía les toma declaraciones, pero no dicen nada, como si no quisieran hacer ninguna descripción de los que dispararon, pero luego salen en su busca. Como no los encuentran dejan al muerto en su cuarto.
Bobby le pregunta a Koster por qué no quiso dar su descripción, y éste dice: “Porque vamos a arreglarlo entre nosotros, sin la ayuda de la policía. ¿Te imaginas —su voz era baja, reprimida, terrible— te imaginas que le entregaría a la policía si le encontrara? ¿Para que le dieran un par de años de prisión? Estos chiquilines saben que van a encontrar jueces bondadosos. No es bastante. Y te digo otra cosa: si la policía le detiene yo juraré que no era él, para poder encontrarlo afuera. ¡Gottfried muerto y él viviendo! ¡No está bien!”, es que, evidentemente, no era el tiempo de la justicia, sino que lo que había era la total injusticia, el hambre, la desesperanza, la venganza. “Era un día claro, de sol, cuando lo enterramos. Lo vestimos con su viejo uniforme militar, con la manga desgarrada por los trozos de granadas y con manchas de sangre descoloridas ya” (pág. 205).
Finalmente, uno de sus ex camaradas encuentra al que disparó y le dan muerte. Venganza, nada más.
Sopla el viento “fohn”. Desenlace
Un telegrama escueto anuncia una probable reincidencia de la enfermedad. La comunicación con el sanatorio confirma: “Una leve hemorragia ayer. Y un poquito de fiebre hoy”. Así que van con Koster en el auto arreglado, Karl, porque el tren demoraría demasiado. Por efecto del viento “fohn” la carretera es peligrosa (el viento “fohn”, o “foehn” es un viento tibio del oeste, que funde la nieve. Además, este tipo de vientos se asocian a menudo con diversas enfermedades, desde las migrañas hasta las psicosis. En “Peter Camezind”, de Herman Hesse, se refiere al “fohn” alpino. También se lo señala, y con más propiedad puede aludir a ella en esta novela, en “La montaña mágica”, de Thomas Mann, donde se dice que es el viento de mediados de primavera que perturbaba a los internados en el Berghof, sanatorio de montaña para la cura de la tuberculosis). Llegan lo más rápido posible y Bobby llega corriendo hasta donde está ella: “de pronto quedó cambiada. No sé si era que yo no lo había visto por tanto tiempo, pero me pareció diferente de lo que solía ser. Sus movimientos eran más flexibles, su piel más tibia, la forma en que se acercó a mí era diferente, ya no era una niña bella que necesitaba que la abrigaran; algo nuevo había entrado en ella; mientras que antes no había sabido, a menudo, si me amaba, ahora lo sentía, no me ocultaba nada más, era más vital, estaba más próxima, más bella, más deleitable, pero en cierto modo extraño más perturbadora también” (pág. 215-216).
Decide quedarse, y a pesar de tener un mínimo de dinero para unos pocos días, su amigo Koster responderá por él y venderá a Karl, aunque había jurado nunca venderlo (y acá nos muestra el verdadero sentido de la amistad, que es más fuerte que todo lo demás, al igual que en su novela anterior, “Sin novedad en el frente”, donde cada uno de ellos es capaz de dar la vida por el otro).
Cada tanto hay algunas postales costumbristas que reflejan cambiantes estados de ánimo: “Se hundió lentamente el sol. El valle nació a la vida; sombras que hasta entonces se habían acurrucado inmóviles en los pliegues del terreno comenzaron, silenciosamente, a arrastrarse y a trepar más arriba, como inmensas arañas azules. Se puso fresco el tiempo”.
En todo ese tiempo, Bobby la acompaña, le charla, trata de levantarle el ánimo: “me sentaba junto a su cama y le decía todo lo que me entraba en la cabeza. Pat no podía hablar mucho y le gustaba escuchar mientras yo charlaba de todas las cosas que me habían pasado en la vida”. Entre el “fohn” que va y viene, como la fiebre, y la sonata de Waldstein de Beethoven, que marca los últimos compases de la vida, llegará la última nota: “de pronto todo sucedió muy rápidamente. La carne se diluyó del rostro querido. Sobresalieron los pómulos, en las sienes se veía ya casi el cráneo. Tenía los brazos flacos como si fueran de niño, arqueadas las costillas bajo la piel, y la fiebre asolaba en ataques cada vez mayores el cuerpo devastado” (pág. 235).
Todo lo demás, ya no importa para él. Pero ya sabemos qué fue lo que aconteció. Su dolor personal acompañó el desconsuelo, el sufrimiento y la muerte de una parte de la humanidad para beneficio de los eternos mercaderes de la guerra.
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