(PDF) A puerta cerrada - Laurence Rees | Joel Alberto Bacab Coronado - Academia.edu
Laurence Rees, reconstruye en este nuevo libro algunos de los episodios cruciales de la historia de la Segunda Guerra Mundial, desde el pacto nazi-soviético a las conferencias de Teherán, Yalta y Potsdam, en que se decidió el destino del mundo de la posguerra. Rees se vale para ello de las revelaciones que nos ha proporcionado en estos últimos años la apertura de los archivos, pero las completa con sus entrevistas a testigos y supervivientes que nos cuentan sus experiencias: policías que participaron en las tareas represivas del estalinismo, marinos aliados que arriesgaron sus vidas en los convoyes del Ártico, veteranos del ejército rojo que evocan los combates cuerpo a cuerpo en el frente ruso… El libro combina así las revelaciones sobre los más altos niveles de la política con las experiencias vividas de los de abajo: de quienes sufrieron las consecuencias de unas decisiones que Churchill, Roosevelt y Stalin tomaron a puerta cerrada. Laurence Rees A puerta cerrada Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial Título original: World War II Behind Closed Doors Laurence Rees, 2009 Traducción: David León, 2009 Revisión: 1.0 A Ian Kershaw Agradecimientos En primer lugar, he de dar las gracias a Roly Keating, Glenwyn Benson y Emma por haberme encargado la serie de televisión WW2: Behind closed doors, que escribí y produje al mismo tiempo que elaboraba el presente libro. Del personal de la BBC, también he de mencionar a Keith Scholey, quien me fue de gran ayuda. Fue jefe mío desde el principio de la serie hasta que ésta estuvo casi completa —pues dejó la compañía en junio de 2008—, además de un pilar en el que sostenerme y un gran consejero con el que he contraído una deuda enorme. Entre las otras muchas personas que me ayudaron a hacer la serie de televisión, he de destacar a Andrew Williams, que dirigió las secuencias dramatizadas; a Michaela Liechtenstein, Martina Carr, y Simon Baker, productores asociados; a Yelena Yakovleva, nuestra investigadora rusa; a Sally Chick, investigadora de la serie, y a Giselle Corbett, Patricia Fearnley, Kriszta Fenyö, Cara Goold, Alexei Haigh, John Kennedy, Ivan Kytka, Adam Levy, Anna Mishcon, Julia Pluwak, Basia Pietluch, Kate Rea, Anna Taborska, Rosie Taylor, Frank Stucke y Christine Whittaker. Alan Lygo montó los programas con excelencia, pues no en vano es un magnífico profesional, y Martin Patmore, el camarógrafo, y Brian Biffen, el ingeniero de sonido han vuelto a brindarme su acogedora compañía mientras buscábamos, a través de las tierras remotas de la Europa oriental y la Unión Soviética, material documental para la serie. Asimismo, quiero dar las gracias a Samuel West por el trabajo que ha llevado a cabo no sólo en esta serie, sino también en mis cuatro proyectos previos sobre la Segunda Guerra Mundial y los nazis. Sam lleva más de diez años leyendo cada uno de los comentarios que he escrito para la televisión, y lo ha hecho con gran brillantez. También he recibido una gran cantidad de consejos de nuestros asesores académicos: el profesor Robert Dallek, la doctora Natalia Lebedeva, el profesor David Reynolds, el profesor Robert Service y el doctor Sergej Slutsch. Los profesores sir Ian Kershaw y Robert Service, y otros amigos y colegas, leyeron el original del libro e hicieron valiosos comentarios al respecto. Gracias en particular a sir Ian, a quien dedico el presente volumen, por las reflexiones que ha compartido conmigo acerca del Epílogo. En BBC Books han sido de gran ayuda Martin Redfern y Jake Lingwood, así como Andrew Nurnberg, mi agente literario. Asimismo, he podido disfrutar de la conversación de Dan Frank, de Pantheon, mi editor en Estados Unidos. En KCET, en Los Angeles, tuve el verdadero placer de trabajar con Megan Calloway, Mare Mazur y Karen Hunt. En PBS, Sandy Heberer, en particular, me obsequió con cierto número de críticas valiosas y perspicaces acerca de las películas. He contraído también una gran deuda con todos aquellos que conocieron en persona la historia aquí contada y han accedido a ser entrevistados para este proyecto. Son tantos, que espero que sepan perdonarme por hablar de ellos de forma colectiva aquí: sus nombres y sus valiosísimos testimonios están presentes en las páginas de este libro. Asimismo, agradezco, como siempre, a mi familia, el cariño y el apoyo con que acogen siempre mi trabajo; pero quiero acabar refiriéndome a mis padres, pues, por alguna razón, ha estado conmigo su memoria durante los últimos tres años, mientras elaboraba el libro y la serie de televisión. No deja de ser extraño, ya que ambos murieron hace ya más de treinta años. Tal vez se deba a que fueron las historias que me contaban de la guerra lo que primero excitó mi interés en este tema siendo niño. En su recuerdo, tengo para mí que debo dejar aquí constancia de que los dos murieron sufriendo y cuando aún eran demasiado jóvenes. Introducción ¿Cuándo diría el lector que acabó la Segunda Guerra Mundial? ¿En agosto de 1945, tras la rendición de los japoneses? En realidad, depende de cómo se mire: si uno piensa que el final del conflicto debía llevar la «libertad» a los países que habían sufrido la ocupación nazi, lo cierto es que para millones de personas no terminó hasta la caída del comunismo, ocurrida hace menos de una veintena de años. Durante el verano de 1945, las gentes de Polonia, de los estados del Báltico y de otras naciones de la Europa oriental cambiaron, sin más, el imperio de un tirano por el de otro. Al objeto, precisamente, de demostrar tan desagradable realidad, los presidentes de Estonia y Lituania se negaron a participar en las «celebraciones» que tuvieron lugar en Moscú en 2005 a fin de conmemorar el sexagésimo aniversario del «final de la guerra» europea. ¿Cómo pudo producirse tamaña injusticia? Ésta es una de las preguntas fundamentales a las que tratará de dar respuesta el presente libro. Se trata de una historia que sólo ha podido contarse tras el derrumbamiento del comunismo, no ya porque el centenar aproximado de testigos con los que se ha entrevistado el autor en lo que era antes la Unión Soviética y en la Europa oriental jamás habría tenido la oportunidad de hablar con franqueza bajo el dominio de dicho régimen, sino también porque los documentos que tanto hicieron por ocultar los sucesivos gobiernos soviéticos se han puesto a disposición del público de manera muy reciente. La existencia de este material archivístico ha permitido tratar de elaborar una verdadera historia de las negociaciones que entablaron «entre bastidores» las potencias occidentales con Stalin. Todo ello quiere decir —o al menos, eso espera quien estas líneas escribe— que las páginas que siguen contienen numerosa información nueva. Por fortuna, la caída del bloque oriental ha hecho posible la redacción de esta obra. Se trata, sin lugar a dudas, de un acontecimiento que jamás podría haber predicho el autor cuando aprendió en la escuela, allá por la década de 1970, la historia de la Segunda Guerra Mundial. El profesor eludió la labor de dilucidar los complejos aspectos morales y políticos de la participación de la Unión Soviética en la guerra mediante el sencillo recurso de hacer caso omiso de dicho Estado[1]. En aquel momento, metidos como estábamos en lo más crudo de la guerra fría, aquél constituía un modo común de enfrentarse a la incómoda herencia de la relación mantenida entre Occidente y Stalin. Cumplía, pues, centrar la atención en el heroísmo que desplegaron los aliados occidentales en Dunkerque, la batalla de Inglaterra y el desembarco de Normandía. Huelga decir que ninguno de estos episodios debe olvidarse; pero es evidente que su suma no equivale a la historia completa. Antes de la caída del comunismo, se negaba, en gran medida, un lugar adecuado en nuestra cultura al papel desempeñado por la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, por la sencilla razón de que tal cosa resultaba más sencilla que arrostrar cierta variedad de verdades poco agradables. Así, por ejemplo, cabe preguntarse si contribuimos en alguna medida a la terrible suerte que hubo de correr en 1945 Polonia, país por cuya protección, precisamente, entramos en la guerra; sobre todo cuando de siempre se nos ha dicho que lo que se pretendía con las hostilidades era hacer frente a la tiranía. Y si comenzamos a plantearnos —como deberíamos hacer— cuestiones tan difíciles, no nos quedará más remedio que formular algunas de las más embarazosas: ¿cabe responsabilizar, de un modo u otro, a alguien de los de Occidente de lo ocurrido al final de la guerra?; ¿qué hay que decir al respecto de los grandes héroes de la historia británica y estadounidense, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt? Por paradójico que pueda resultar, la mejor manera de buscar una respuesta a todo esto consiste en poner la atención sobre alguien totalmente distinto: Yósiv Stalin. Por más que éste sea un libro centrado fundamentalmente en las relaciones entre potencias, es el dirigente soviético quien domina todo su contenido. Y para dar con la clave de la postura que adoptó respecto de la guerra, nada mejor que examinar el comportamiento de que dio muestras justo antes de sellar su alianza con Occidente. La conciencia popular ha obviado casi por entero este período, el del pacto que mantuvo con los nazis entre 1939 y 1941, y huelga decir que en la Unión Soviética de posguerra se hizo caso omiso de él por completo. Recuerdo haber preguntado a cierto ruso tras la caída del Muro de Berlín: «¿Cómo se enseñaba lo relativo al pacto nazi-soviético cuando iba usted a la escuela? ¿No resultaba un capítulo de la historia complicado de justificar?». «¡Qué va! —respondió él con una sonrisa—. De complicado, nada: yo no supe de la existencia de ningún acuerdo con los nazis hasta después de 1990 y el final de la Unión Soviética». La relación de Stalin con éstos constituye un elemento de gran importancia para comprender el género de persona que era, y es que, al menos en los albores de dicho vínculo, se llevaba a la perfección con ellos. Los comunistas soviéticos y los nazis alemanes tenían mucho en común; no en lo ideológico, claro está, sino en un plano más práctico. Unos y otros profesaban un gran respeto a la importancia de la fuerza bruta, y desdeñaban los principios que más caros resultaban a un hombre como Roosevelt: la libertad de expresión, por ejemplo, y el Estado de derecho. En consecuencia, en uno de los primeros encuentros que se narran a continuación, mantenido con Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores nazi, a fin de repartirse Europa, tendremos oportunidad de verlo relajado como nunca. También es importante llegar a entender el modo como gestionaron los soviéticos su ocupación del este de Polonia entre 1939 y 1941, toda vez que buena parte de las injusticias que habrían de tener lugar en las zonas ocupadas de la Europa oriental hacia el final de las hostilidades serían, en general, similares a las que habían cometido en la citada región polaca: torturas, arrestos arbitrarios, deportaciones, manipulaciones de comicios y asesinatos. La ocupación de dichas tierras por parte de los soviéticos durante el período que precedió a la guerra demuestra que la naturaleza fundamental del estalinismo quedó puesta de manifiesto desde el comienzo mismo. Dicho de otro modo: Churchill y Roosevelt sabían muy bien, desde un primer momento, con qué clase de régimen estaban tratando. Ninguno de ellos sentía, en un primer momento, ningún entusiasmo por la alianza forzada que habían tenido que firmar con Stalin después de que Alemania invadiese la Unión Soviética en junio de 1941. El primero la consideró semejante a un pacto con «el diablo», y el segundo, a pesar de que, oficialmente, Estados Unidos seguía siendo neutral llegado aquel verano, no dudó en condenar a los soviéticos por los abusos cometidos con anterioridad en la primera declaración que hizo tras la invasión nazi. El modo como pasaron británicos y estadounidenses del justificado escepticismo de aquel momento a asegurar con aparente sinceridad, en febrero de 1945, a raíz de la Conferencia de Yalta, que Stalin tenía «buenas intenciones respecto al planeta» y era un hombre «razonable y sensato», constituye la médula del presente libro. Y la respuesta a la pregunta de por qué Churchill y Roosevelt alteraron de forma pública su posición en torno al soviético y su Estado no depende sólo de llegar a entender las colosales realidades geopolíticas que se hallaban en juego en aquella guerra —y en particular el efecto que tuvo en Occidente el victorioso contraataque soviético contra los nazis—, sino que también nos conduce al ámbito de las emociones personales. Churchill y Roosevelt eran dos ególatras impenitentes, y los dos sentían inclinación por dominar la sala. Además, a los dos les encantaba el sonido de su propia voz. Stalin era muy diferente: él era un gran observador, un espectador enérgico. No es fruto de la casualidad que, del lado británico, fuesen sir Alexander Cadogan y lord Alanbrooke, dos altos cargos de notable inteligencia —subsecretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores británico (la Foreign Office) y jefe del estado mayor general del Imperio, respectivamente—, quienes más se acercaron a la hora de valorar las prendas del dirigente soviético, a quien supieron ver no como un político henchido de su propia oratoria que actúa ante las multitudes, sino como un burócrata, un hombre práctico y eficiente. «He de reconocer —confió el primero a su diario en Yalta— que, en mi opinión, el tío Joe [Stalin] es, con diferencia, el más impresionante de los tres. Se muestra muy tranquilo y reservado… El presidente no ha sido capaz de estar quieto, y el primer ministro no ha dejado de bramar, pero Joe se ha limitado a permanecer en su asiento, captándolo todo y, a toda luz, divirtiéndose con el espectáculo. Cuando intervenía, jamás pronunciaba una palabra superflua: no se andaba con rodeos[2]». El mariscal de campo lord Alanbrooke «se formó un concepto por demás elevado de su destreza, la fuerza de su temperamento y su perspicacia[3]». En particular, lo impresionó el «pasmoso dominio de detalles técnicos concernientes a los ferrocarriles» de que dio muestras el soviético[4]. A nadie se le ocurriría atribuir nunca a Churchill o a Roosevelt —señores indiscutibles a la hora de considerar el panorama general— semejantes conocimientos. Fue precisamente Alanbrooke quien había reparado, desde un primer momento, en lo que sería la médula del conflicto final entre el dirigente soviético y el británico. «Stalin es un hombre realista como ninguno —escribió en su diario—: sólo le importan los hechos… [y Churchill] trataba de invocar en él sentimientos que dudo mucho que puedan hallarse en su interior[5]». Tal como lo ha expuesto cierto historiador, los mandamases occidentales olvidaban, en ocasiones, que «no estaban tratando con un jefe de gobierno normal y corriente, un estadista al uso: el hombre al que se enfrentaban era un dictador trastornado en lo psicológico, aunque capaz y muy inteligente, que había proyectado su propia personalidad no sólo sobre quienes lo rodeaban, sino también sobre una nación entera, a la que, en consecuencia, había reestructurado a su imagen con resultados catastróficos[6]». Una de las dificultades con que toparon fue la marcada diferencia que existía entre la persona de Stalin y la imagen que se tenía de él como tirano. Anthony Eden, uno de los primeros políticos occidentales que lo visitaron en Moscú durante la guerra, señaló, a su regreso, que había hecho un gran esfuerzo por figurarse al dirigente soviético «empapado en la sangre de sus oponentes y rivales, aunque, por un motivo u otro, semejante representación no acaba[ba] de encajar[7]». Así y todo, erraríamos si diéramos por supuesto que políticos refinados como Roosevelt y Churchill pudieron dejarse embaucar, sin más, por Stalin. Ni mucho menos: lo que ocurre en esta historia es algo por entero diferente —y mucho más complicado—. Los dos querían ganar la guerra sin que sus respectivas naciones hubiesen de pagar sino el menor tiempo posible, tanto en el plano de lo humano como en el de lo financiero. Tener a Stalin «de su lado», y en particular en los años que precedieron al desembarco de Normandía, período en el que los soviéticos llegaron a creer que estaban luchando casi en solitario, fue una labor difícil, y requirió, tal como lo habría expresado el propio Roosevelt, «ser manejado con tiento». Por consiguiente, entre bastidores, los dirigentes occidentales creyeron necesario hacer concesiones nada baladíes en el terreno de lo político. Una de ellas consistió en promover, a través de la propaganda, una imagen halagüeña del caudillo soviético; otra, suprimir de forma deliberada material que revelaba la verdadera naturaleza de Stalin y el régimen soviético. En el entretanto, bien pudieron, por comodidad, haber dado por hecho que debían «distorsionar la operación normal y razonable» de sus «juicios intelectuales y morales», según la célebre expresión que empleó cierto diplomático británico durante la guerra[8]. Aun así, ésta no es una historia contada «desde arriba» y destinada a examinar la mentalidad y las creencias de la minoría selecta. Desde un primer momento, se ha tenido presente la importancia de mostrar la repercusión humana de las decisiones adoptadas a puerta cerrada por Stalin y los aliados occidentales, y tal cosa ha llevado al autor de estas líneas a viajar por todo el antiguo territorio de la Unión Soviética y la Europa oriental dominada por ella a fin de invitar a quienes vivieron durante tan difícil período a hacer pública su visión de tal circunstancia. La historia que fueron conformando sus testimonios ha constituido una experiencia extraña y, en ocasiones, muy emotiva. Además, cuando menos para un servidor, ha resultado sorprendente por cuanto tenía de nuevo y relevante. Este hecho quedó sobre todo de manifiesto en la frondosa plaza contigua al teatro de la ópera de Leópolis, ciudad elegante que, tras entrar en el siglo XX formando parte del Imperio austrohúngaro, quedó incluida en Polonia tras la Primera Guerra Mundial, en la Unión Soviética entre 1939 y 1941, en el Imperio nazi hasta 1944, y de nuevo en la Unión Soviética hasta que, a finales de 1991, acabó por integrarse en el Estado independiente de Ucrania. Durante el último centenar de años, ha recibido, según el período, las denominaciones de Lemberg, Lvov, Lwów y Lviv. Entre los colectivos de ciudadanos entrevistados, no hubo uno solo que no hubiese sufrido, en uno u otro momento, por su condición. Católicos y judíos, ucranianos, rusos y polacos: todos habían sido, al cabo, víctimas de la persecución. Y si bien fueron los nazis, claro está, quienes pusieron en marcha el programa político de hostigamiento más infame y homicida contra los judíos de la ciudad, lo cierto es que solemos olvidar que los cambios y los trastornos que conoció esta zona de la Europa central fueron tales que, a la postre, pocos de los no judíos escaparon de un género u otro de padecimiento. He tenido la suerte de poder conocer a testigos así, sobre todo si tenemos en cuenta que, en un futuro no muy lejano, no quedará en pie una sola persona de cuantas vivieron la guerra. El tiempo compartido con esos veteranos de la Unión Soviética y el Bloque Oriental me ha convencido por entero de la importancia de recuperar su historia como parte de la nuestra. Nuestras naciones participaron juntas en la guerra, y tenemos el deber, para con ellos y para con nosotros mismos, de encarar las consecuencias de esta verdad. Laurence Rees Londres, mayo de 2008 1 Aliados en la práctica UNA AMISTAD SORPRENDENTE Poco antes de las cuatro de la tarde del miércoles, 23 de agosto de 1939, atravesó la plaza Roja el vehículo personal de Stalin. En el interior viajaba alguien a quien difícilmente se podría haber tenido por posible invitado suyo. Ello es que la historia de la diplomacia había querido, en uno de sus golpes de veleta más extraordinarios, que Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi, enemiga acérrima de la Unión Soviética, estuviese a punto de ser recibido en el Kremlin. A medida que el automóvil dejaba atrás las cúpulas de la catedral de San Basilio y se aproximaba a la puerta de la torre Spásskaia del Kremlin, Ribbentrop no pudo menos de sentir cierta aprensión. Apenas hacía unas horas que había llegado al país, y al general germano Ernst Köstring no le había costado percibir de inmediato su estado nervioso. «Hice lo posible por apaciguarlo — recordaba—, [pero] no dejó de mostrarse agitado[1]». Llegado el coche a la entrada del Kremlin, los guardias de la NKVD (la policía secreta del régimen) le indicaron con un gesto que tenía vía libre. A continuación, se detuvo ante el edificio del Senado, y Ribbentrop, el conde Schulenburg —embajador alemán ante la Unión Soviética— y Hilger, consejero de la legación diplomática que habría de hacer las veces de intérprete, fueron escoltados a lo largo de un corredor que desembocaba en una antecámara de aspecto abandonado situada ante el despacho de Viacheslav Mólotov, ministro soviético de Asuntos Exteriores. Tras unos minutos de espera, los hicieron entrar a una sala rectangular dotada de una mesa de reuniones, dispuesta a lo largo de uno de los muros, y un escritorio, al fondo. Como todas las dependencias de la flor y nata del comunismo que podían hallarse en el Kremlin, parecía, conforme a la descripción que haría más tarde cierto visitante británico, «una sala de espera ferroviaria de segunda[2]». De pie, aguardando a saludarlos, se hallaba Mólotov, y a su lado, alguien a quien Ribbentrop no esperaba ver: un sexagenario de escasa altura, de piel picada de viruelas y dientes manchados que lo escrutó fríamente con unos ojos que daban la impresión de estar teñidos de amarillo[3]. No era otro que el dirigente supremo de la Unión Soviética: Yósiv Stalin. Como quiera que no acostumbraba recibir a los extranjeros, su presencia en aquella sala constituía un indicio de la significación de aquel momento. «Fue un ardid —aseguró Hilger— calculado para desconcertar al ministro [nazi] de Asuntos Exteriores[4]». El contraste existente entre los dos hombres de más entidad presentes en aquel despacho apenas podía haber sido mayor: Ribbentrop superaba en talla a Stalin por varios centímetros, e iba —como siempre— de punta en blanco. Nada tenía de comparación su traje, dispendioso y de corte impecable, con la guerrera y los pantalones anchos del soviético. Aquél era una persona pretenciosa en extremo, que jamás olvidaba la necesidad de conservar su propia dignidad. A diferencia del núcleo de fervientes adeptos que conformaba el movimiento nacionalsocialista, se había adherido tarde al Partido Nazi: en 1932, cuando ya no podía caber duda alguna de la importancia real que revestía la figura de Hitler. Durante la década de 1920, en tiempos de la República de Weimar, había mantenido un pingüe negocio de importación de champán. Entre los otros gerifaltes nazis eran muchos los que le tenían un respeto escaso. Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda, por ejemplo, aseguraba que «se ha[bía] comprado un nombre, se ha[bía] casado con su dinero y se ha[bía] abierto camino hasta su cargo a fuerza de estafas[5]». Hermann Goering, comandante de la Luftwaffe, hizo saber a Hitler que Ribbentrop se había comportado como «un asno» en el trato mantenido con los británicos siendo embajador en Londres. «Sin embargo —respondió el dirigente —, conoce a mucha gente importante en Inglaterra». A lo que Goering respondió: «Eso es cierto, mein Führer, pero lo malo es que toda esa gente también lo conoce a él[6]». También entre los aliados de los nazis había quien no tenía muy buen concepto de él, y así, el conde Ciano, ministro italiano de Asuntos Exteriores, señaló con desdén: «El duce asegura que basta con mirarle la cabeza para concluir que tiene el cerebro pequeño[7]». Y si Ribbentrop suscitaba poco respeto a sus colegas, lo cierto es que el soviético estaba habituado a crear en sus interlocutores una emoción totalmente distinta: miedo. «Todos los que estábamos en torno a Stalin éramos provisionales —diría más tarde Nikita Jrushchov, futuro dirigente de la Unión Soviética—. Mientras mantuviese cierto grado de confianza en nosotros, se nos permitía seguir viviendo y trabajando; pero bastaba que dejara de fiarse de alguien para que desatase todo su recelo[8]». Stepán Mikoián, quien por ser hijo de Anastás Mikoián, integrante del Politburó, creció en el complejo arquitectónico del Kremlin durante la década de 1930, corrobora la opinión de Jrushchov: Miraba a la gente a los ojos cuando le hablaba —recuerda—, y si uno apartaba la mirada, daba en sospechar que lo estaba engañando. En ese caso, era capaz de hacer cosas muy desagradables… Era un hombre muy suspicaz, y ése era su rasgo más sobresaliente… No tenía escrúpulos… No tenía el menor reparo en mentir si lo consideraba necesario, y por eso esperaba de los demás un comportamiento similar… [C]ualquiera podía resultar ser un traidor[9]. Huelga decir que el dirigente soviético era, ante todo, revolucionario; de hecho, antes de la llegada al poder de los bolcheviques había integrado las fuerzas del terrorismo marxista, junto con las que había participado en atracos a bancos, secuestros y otras actividades execrables, amén de pasar, por consiguiente, varios períodos relegado en Siberia. La disparidad existente entre el engreído Ribbentrop y el taimado Stalin quedó patente de inmediato en el despacho de Mólotov anunciando en tono profético: «El führer me ha autorizado para proponerle un pacto de no agresión entre nuestras dos naciones destinado a durar un centenar de años». «Si convenimos en una vigencia de cien años —respondió Stalin—, la gente va a reírse de nosotros por no tomarnos las cosas con seriedad. Propongo que dure diez[10]». Así, con un desplante tan poco sutil, comenzaron las negociaciones entre nazis y comunistas. En el transcurso de aquel aunamiento de dos ideologías contrarias, aquella conjunción de «fuego y agua» —por emplear la expresión de cierto nazi—,[11] aquel matrimonio sin sentido consumado a la carrera, tuvieron lugar acuerdos llamados a horrorizar al planeta. De entrada, cabe sorprenderse de que se dejara acceder a Ribbentrop al corazón mismo del Kremlin. A fin de cuentas, los nazis jamás habían hecho nada por ocultar el odio que profesaban a la Unión Soviética. Durante uno de los discursos pronunciado en el congreso de Núremberg de 1937, Hitler se había referido a los cabecillas de la nación como «una banda internacional de criminales judeobolcheviques inciviles», a lo que había añadido que el país que gobernaban constituía «el mayor peligro a que se hayan enfrentado la cultura y la civilización de la humanidad desde el derrumbamiento de los estados del mundo antiguo[12]». En su obra Mi lucha, además, había afirmado, de manera explícita, estar convencido de que Alemania debía codiciar las feraces tierras de Rusia y del resto de la Unión Soviética. «Vamos a acabar con el perpetuo avance de Alemania en dirección al sur y al oeste de Europa, y a poner la mira en el este… No obstante, cuando hablamos hoy de nuevos territorios europeos, debemos pensar, sobre todo, en Rusia y los estados fronterizos a ella sometidos [o lo que es igual, la Unión Soviética]. Se diría que es el destino mismo quien desea que sigamos esta dirección[13]». Aun así, llegado el verano de 1939, los nazis habían dejado que el utilitarismo se impusiera a los principios. Hitler quería que el ejército alemán invadiese Polonia antes de que transcurrieran unos cuantos días. A su manera de ver, había territorios germanos que debía recobrar —la ciudad de Danzig, Prusia Occidental y las antiguas propiedades alemanas situadas en torno a Posen (Poznań)—, además de no pocos terrenos agrícolas polacos de valor que conquistar. Sin embargo, sabía que cualquier ataque a dicho Estado lo pondría en riesgo de entrar en guerra con el Reino Unido y Francia. En marzo de 1939, los británicos habían prometido tratar de proteger a Polonia de agresiones extranjeras después de que el primer ministro Neville Chamberlain reparase en que las promesas que había hecho el führer en los Acuerdos de Múnich, firmados el año anterior, no valían un ardite. Por otra parte, desde el punto de vista de los nazis, sobre su plan de invasión seguía pendiendo una pregunta nada desdeñable, y en apariencia imposible de responder de antemano: ¿Cuál sería la reacción de la Unión Soviética, que lindaba al este con Polonia? Si formaba alianza con franceses y británicos, los alemanes iban a verse rodeados de potencias enemigas. Por consiguiente, durante el verano de 1939, aprovechando las conversaciones mercantiles que se estaban efectuando en Berlín, los alemanes comenzaron a tantear la posibilidad de suscribir un tratado de conveniencia con los soviéticos. No cabe sorprenderse de que éstos se mostrasen escépticos en un primer momento. En una de las discusiones habidas en un estadio anterior de dicha estación, el negociador soviético, por nombre Astájov, comunicó a Schnurre, el delegado germano, que sus colegas de Moscú no tenían certeza alguna «de que los cambios que se insinua[ba]n en la política alemana [fuesen] de naturaleza no coyunturales y est[uviera]n calculados para un período prolongado». «Dígame —le respondió el otro— qué prueba necesita. Estamos dispuestos a demostrar la posibilidad de alcanzar un acuerdo en lo tocante a cualquier asunto, y a ofrecer cualquier garantía[14]». Llegado el 2 de agosto, se había hecho evidente la urgencia de los alemanes. El propio Ribbentrop aseveró a Astájov que «no había, desde el Báltico al mar Negro, problema alguno» que no pudiera resolverse entre los dos[15].. El 19 de aquel mes firmaron el tratado económico en Berlín, y Ribbentrop, a continuación, presionó a los soviéticos para que le permitiesen viajar a Moscú a fin de negociar un pacto de no agresión. En determinado momento, al verlos vacilantes, fue el mismísimo Hitler quien intervino para escribir personalmente a Stalin al objeto de solicitar que accediese a recibir a su ministro. Este último llegó a Moscú el día 23, al punto de ceder los soviéticos. No resulta, por lo tanto, difícil advertir qué motivos impulsaron a los alemanes, toda vez que el programa político general de Hitler, su visión punto menos que mesiánica, seguía siendo evidente. La Unión Soviética no había dejado de ser su enemigo en el plano de lo ideológico, un enemigo que, además, poseía fértiles tierras de cultivo de las cuales no eran «dignas» sus gentes. Algún día, el Imperio germano se extendería por aquel territorio; pero aún no había llegado el momento de perseguir tal designio, sino de abordar la dificultad, urgente y realista, de neutralizar a un agresor en potencia. El régimen nazi sobresalía por su carácter dinámico, y la presteza con que se pusieron en marcha sus representantes a fin de instigar y cerrar este acuerdo dejó impresionados a los de Stalin. «El que el señor Ribbentrop se haya movido a una velocidad de 650 kilómetros por hora ha causado en el gobierno soviético una admiración sincera —afirmó Mólotov en septiembre de 1939—. Su energía y su fuerza de voluntad se han tomado como garantes de la firmeza de los lazos de amistad tendidos con Alemania[16]». Si bien resulta relativamente fácil entender lo que obtenían los alemanes del acuerdo, no lo es tanto, en principio, explicar la actitud de los soviéticos, dado que, a diferencia de aquéllos, estaban en situación de elegir aliado: podían haberlos rechazado y optar por coligarse con británicos y franceses. A primera vista, se diría que esto último era, de hecho, lo más lógico, sobre todo si tenemos en cuenta que, en julio de 1932, habían firmado un tratado de no agresión con Polonia. Además, ni el Reino Unido ni Francia se oponían a la Unión Soviética con tanta vehemencia como a los nazis, y los británicos ya habían hecho propuestas de paz a Moscú. Aun así, Stalin sabía que los británicos, en particular, preferían apaciguar a los alemanes a aliarse con los soviéticos, y había puesto de relieve esta postura al no consultarles sobre los Acuerdos de Múnich de septiembre de 1938, en virtud de los cuales Chamberlain cedió a los nazis la región de los Sudetes, germana en lo étnico, aunque perteneciente a Checoslovaquia. Al regresar de Múnich, el primer ministro había citado la primera parte de Enrique IV: «del ortigal de este peligro, hemos arrancado la flor de la seguridad», y los soviéticos respondieron, en un mordaz artículo publicado en el diario Izvestia, con la frase que sigue a la anterior en la obra de Shakespeare: «La empresa que has acometido es peligrosa; los amigos que has hecho, mudables; el momento, muy poco propicio, y todo el proyecto, demasiado insustancial para poder contrarrestar tamaña oposición[17]». Por otro lado, que hubiese hecho falta que los nazis invadieran lo que quedaba de los dominios checos el 15 de marzo de 1939 para que los británicos reparasen, de súbito, en los posibles beneficios de un acuerdo con la Unión Soviética no sorprendió, en absoluto, a Stalin, quien cinco días antes había pronunciado un acre discurso en el XVIII Congreso del Partido, celebrado en Moscú. En él, habló de la «guerra» que habían entablado estados agresores que contravienen, en todos los sentidos, los intereses de los no combativos, y en concreto el Reino Unido, Francia y Estados Unidos, en tanto que los segundos optan por replegarse, haciendo una concesión tras otra a aquéllos. Por tanto, estamos siendo testigos de una descarada redistribución del mundo y las esferas de influencia a expensas de los estados no combativos, sin que éstos hagan el menor intento de resistencia, y aun con cierta connivencia por su parte. Increíble, pero cierto[18]. Fue, en parte, el desdén que le inspiraba la pasividad de los estados «no combativos» lo que lo llevó a expresar, en aquella misma ocasión, la célebre advertencia de que la Unión Soviética no estaba dispuesta a «dejarse arrastrar hacia un conflicto por belicistas acostumbrados a que otros les saquen las castañas del fuego». Sin embargo, Stalin y sus subordinados inmediatos seguían sin descartar la posibilidad de firmar un tratado de asistencia mutua con el Reino Unido y Francia. Sea como fuere, lo cierto es que no faltaron dificultades desde el primer momento, y así, frente a los 650 kilómetros por hora de los nazis, los aliados occidentales daban la impresión de estar atollados en negociaciones. El 27 de mayo, británicos y galos propusieron una alianza militar y política; pero Mólotov rechazó la idea por considerarla vaga y carente, en especial, de todo detalle en lo que tocaba a la explicación de cómo habría de responder la Unión Soviética a un ataque alemán sobre Polonia. Por lo que respectaba a los soviéticos, la falta de compromiso británico frente a una alianza seria quedó cristalizada en la legación enviada a Moscú aquel verano, presidida por el honorable sir Reginald Aylmer Ranfurly Plunkett-Ernle-Erle-Drax, almirante de pomposo nombre. Maiski, el embajador soviético en Londres, había querido saber con anterioridad si lord Halifax, ministro británico de Asuntos Exteriores, tendría a bien acudir a Moscú aquel verano a fin de hablar directamente con Mólotov, y en lugar de hacer tal cosa, el Reino Unido envió, primero, al director del departamento central del Ministerio de Asuntos Exteriores, dignatario de menor categoría, y a continuación, a aquel oscuro oficial de cuatro cañones en el apellido. Para acabar de empeorarlo todo, Drax y su equipo no parecían tener prisa alguna, y de hecho, zarparon de Inglaterra el 5 de agosto a bordo de un buque mercante que tardó cuatro días en arribar a Leningrado. Llegados a Moscú, no tardaron en ofrecer a los soviéticos cumplida confirmación de cuanto había comunicado desde Londres el servicio de información de Maiski: «los delegados no tienen potestad para tomar decisiones en el acto… Tal circunstancia no permite pensar en que se puedan llevar a cabo las negociaciones con cierta presteza[19]». Tanto era así que, antes de salir de Londres, Drax había recibido del primer ministro y del ministro de Asuntos Exteriores instrucciones específicas de prolongar, caso de topar con dificultades, las conversaciones hasta el mes de octubre, momento en que las condiciones propias del invierno dificultarían la invasión nazi de Polonia[20]. Los británicos tenían la esperanza de que la simple amenaza de una alianza con la Unión Soviética sirviese de elemento disuasorio a los alemanes. No es difícil ver qué llevó a aquéllos a abordar las discusiones con los soviéticos de un modo tan despreocupado. En primer lugar, la política exterior del Reino Unido llevaba años predicando que valía más mantener una relación amistosa con Alemania que un acuerdo con la Unión Soviética, pues eran muchos los británicos que no sólo abominaban el régimen comunista de Stalin por motivos ideológicos, sino que, en general, profesaban un respeto escaso al poderío y la utilidad de sus fuerzas armadas. Además, aún quedaba otra razón, de carácter marcadamente práctico, por la que consideraban improbable alcanzar un acuerdo global con la Unión Soviética aquel verano: la cuestión de Polonia. Las dificultades de estrategia política surgidas en torno a este país, cuya sombra estaría presente a lo largo de toda esta historia, se hicieron evidentes aun antes del comienzo de la guerra. Los británicos sabían que, para que tuviese sentido cualquier tratado militar, habrían de permitir a los soviéticos que cruzasen la frontera con Polonia a fin de luchar contra los alemanes en el supuesto, por demás probable, de que decidieran emprender una invasión; pero los polacos se oponían por entero a semejante idea. Al verse sumida en tal punto muerto, la legación de Londres adoptó la táctica, comprensible, aunque contraproducente a la postre, de limitarse a hacer caso omiso del asunto siempre que se abordara la situación de dicho país y su integridad territorial. Cuando el mariscal soviético Voroshílov preguntó sin ambages, el 14 de agosto, si se autorizaría al Ejército Rojo para entrar en Polonia y empeñar así combate contra los nazis, la legación aliada no ofreció respuesta alguna. Con todo, no debemos inferir de esto que Stalin y el resto de la cúpula soviética se vieron, de un modo u otro, empujados a coligarse con los nazis por causa de un juicio erróneo de británicos y franceses. Al cabo, los aliados occidentales tenían muy poca cosa que ofrecer a los soviéticos en la mesa de negociaciones. Sin duda, Stalin debió de preguntarse por qué iba a «dejarse arrastrar hacia un conflicto» el Ejército Rojo a fin de ayudar a otros regímenes poco comprensivos a sortear los obstáculos que ellos mismos se habían creado. En lo ideológico, no era menos lo que lo separaba del Reino Unido y Francia que de la Alemania nazi. Cada una de estas naciones se hallaba, conforme a la teoría marxista, dominada por el gran capital y oprimía a la clase obrera. Sólo la Unión Soviética, que propugnaba la educación gratuita, la atención sanitaria pública, el sufragio universal y la propiedad comunal podía considerarse, a su modo de ver, un Estado «en toda regla». De hecho, la doctrina del mismísimo Lenin exigía que el régimen soviético se retirase ante circunstancias así para dejar que los capitalistas se pelearan entre ellos. En consecuencia, puestos a pactar con potencias intolerables por igual, seguía siendo mucho más sensato, desde su punto de vista, plantearse un acuerdo, por más que fuese uno temporal en potencia, con la Alemania nazi, por cuanto, amén de un modo en apariencia seguro de salir de cualquier guerra futura, podía brindarle algo que jamás obtendría con los aliados occidentales: la posibilidad de ampliar su territorio y obtener beneficios materiales. Por consiguiente, el encuentro que mantuvieron la tarde del 23 de agosto de 1939 Ribbentrop y Schulenburg, en representación de Alemania, con Stalin y Mólotov, por la parte soviética, supuso una confluencia, si no de ideas, sí de intereses comunes. PRIMERAS NEGOCIACIONES Dice mucho de la marcada naturaleza práctica de las conversaciones la rapidez con que se centraron en lo que se describió, de manera eufemística, como «esferas de influencia». Esta expresión, deliberadamente inocua, podía significar tanto o tan poco como quisiese cada uno de los participantes. Al cabo, claro está, tras la invasión nazi de Polonia, se empleó para determinar quién debía imponer su dominio a diversos estados de la Europa oriental. Ribbentrop anunció: «El führer acepta que la región del este de Polonia y Besarabia, así como Finlandia, Estonia y las tierras de Letonia que lindan al sur con el río Duina, caigan dentro de la esfera de influencia de la Unión Soviética[21]». Stalin se negó de inmediato a admitir las propuestas de los alemanes, pues deseaba que la relación incluyese todo el territorio latvio, y al no sentirse el alemán capacitado para ceder a tal petición sin consultar primero con Hitler, se aplazó el encuentro hasta el momento en que hubiese recibido instrucciones directas de éste. El dirigente nazi aguardaba las nuevas de la negociación en el Berghof, la residencia que había hecho construir en las montañas del sur de Baviera. Aquella mañana ya había celebrado una reunión con sus comandantes, en la que había notificado a los altos mandos del ejército que Ribbentrop había partido de Königsberg en dirección a Moscú para firmar un pacto de no agresión. «Los generales quedaron trastornados: se miraban unos a otros —asegura Herbert Döring, oficial de la SS que, dada su condición de administrador del Berghof, pudo dar testimonio de lo ocurrido aquel día—. Quedaron sin aliento ante la idea de que tal cosa pudiese ser posible. Stalin, el comunista, y Hitler, el nacionalsocialista…, ¿unidos los [dos] de pronto? Nadie sabía lo que podía haber tras aquel encuentro[22]». A medida que avanzaban las conversaciones en Moscú, en el Berghof iba creciendo la tensión. «Era una tarde estival de calor bochornoso —recuerda Döring—. Había grupos de edecanes, funcionarios civiles, ministros y secretarios congregados, de pie, alrededor de la centralita, a la espera de la primera llamada. Todos estaban inquietos, y aguardaban y aguardaban». De pronto llegaron noticias de las exigencias de Stalin. «Nadie pasó por alto que Hitler no articuló una sola palabra durante la conferencia telefónica —añade Döring—. Stalin le había puesto una pistola en la sien». Coaccionado de este modo, el führer accedió a conceder al dirigente soviético la totalidad de Letonia para que la integrase en su «esfera de influencia». Una vez tomadas las decisiones principales relativas al reparto e incluidas en el protocolo secreto del pacto, las negociaciones se volvieron más distendidas. Stalin reveló lo que opinaba con franqueza de la nación que, durante el verano de 1941, se trocaría en aliada suya: «No me gustan los británicos, y desconfío de ellos: son oponentes diestros y testarudos; pero su ejército es débil. Si siguen dominando el mundo es sólo por la estupidez de otros países que se dejan engañar. Resulta ridículo que basten unos cuantos centenares de británicos para gobernar la ingente población de la India[23]». A continuación, aseveró que el Reino Unido llevaba muchos años intentando evitar que se diese un entendimiento entre soviéticos y alemanes, y que le parecía una «buena idea» poner fin a semejantes «chanchullos». Con todo, los interlocutores no llegaron a hablar sin reservas de los planes nazis más inmediatos de invadir Polonia, ni tampoco, claro, de cuál sería la respuesta que habría de esperar de los soviéticos. Lo más cerca que estuvo Ribbentrop de perfilar las intenciones de su nación fue el siguiente comentario: «El gobierno del Reich alemán no puede seguir tolerando la persecución a la que se están viendo sometidas sus gentes en Polonia; de modo que el führer está resuelto a zanjar las disputas entre los dos sin más dilación». A esto, Stalin se limitó a responder con un: «Entiendo», que a nada lo comprometía. Él y Ribbentrop recibieron una primera redacción del comunicado por el que se anunciaba el pacto, y parece que el primero encontró cómico el lenguaje florido en que estaba escrito. «¿No cree usted que deberíamos prestar algo más de atención a la opinión pública de nuestros países? —quiso saber—. Llevamos muchos años lanzándonos cubos de mierda a la cara, y los muchachos encargados de nuestra propaganda nunca se cansan de superarse en este sentido. Y ahora, de la noche a la mañana, queremos hacer que todos crean que hemos olvidado y perdonado todo. Estas cosas no van nunca tan rápido.»[24] Dicho esto, comenzó a suavizar los términos en que estaba compuesta la declaración. A medianoche, entró una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo rojo para ofrecerles té, en primer lugar, y dulces, caviar, emparedados y cantidades generosas de vodka, vinos rusos y, por último, champán de Crimea. La atmósfera —recordaría Andor Hencke, diplomático alemán que hizo las veces de segundo intérprete—, que ya había sido agradable, se volvió por demás cordial. Costaba imaginar a anfitriones más afables que Stalin y Mólotov. El gobernante de Rusia llenó personalmente los vasos de sus invitados, les ofreció cigarrillos y aún se encargó de encenderlos. El modo como atendía a cada uno de nosotros, acogedor aunque majestuoso, nos causó una notable impresión… A mí me tocó traducir lo que debió de ser el primer brindis que había dedicado Stalin a Adolf Hitler: «¡Como sé lo mucho que ama el pueblo alemán a su führer, quiero brindar a su salud!»[25]. El pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania se suscribió, al fin, durante la madrugada del 24 de agosto de 1939. Se permitió la entrada de fotógrafos de ambas partes a fin de que inmortalizasen la insólita amistad que había cuajado entre ellas. Stalin pidió sólo que se cumpliera la siguiente condición: «Antes, deberían retirarse las botellas vacías; de lo contrario, pensarán que nos hemos emborrachado antes de firmar el tratado[26]». A despecho de tal afán — jocoso, cierto es— por ocultar toda prueba de que se hubiera consumido alcohol en aquella sala, la cámara del alemán Helmut Laux retrató a Stalin y a Ribbentrop sosteniendo sendas copas de champán. El soviético insistió en que la publicación de aquella fotografía de los dos bebiendo juntos podía ofrecer una «impresión equivocada». Entonces, Laux hizo ademán de retirar la película de su máquina y entregársela; pero él le indicó con un gesto que no hacía falta que se tomara tal molestia, añadiendo que confiaba en la palabra que le había dado el germano de no emplear la imagen en cuestión[27]. Heinrich Hoffmann, fotógrafo personal de Hitler, quien también se hallaba presente, recordaría más tarde, llevado de su sentido innato de la superioridad alemana, los aparatos «antediluvianos» empleados por los «rusos». No dudó en dirigirse personalmente a Stalin en estos términos: «Excelencia, tengo el grandísimo honor de transmitirle el cordial saludo y los mejores deseos de mi führer y gran amigo, Adolf Hitler. Permita que le exprese también el ferviente deseo que alberga de tener la oportunidad de conocer en persona, algún día, al egregio dirigente del pueblo ruso». A su decir, tales palabras le «produjeron una gran impresión», que lo llevó a responder que «debería entablarse una amistad duradera con Alemania y su grandioso führer[28]». La fiesta se prolongó hasta el amanecer, y cuando los alemanes se despidieron, al fin, Stalin se encontraba, conforme al testimonio de Hoffmann, «bien achispado, de todas todas[29]». Saltaba a la vista que el dirigente soviético se hacía cargo del natural incongruente —casi cómico— del pacto que acababa de firmar con su antiguo enemigo. «¡Vamos a brindar por el nuevo antikominternista — exclamó en determinado momento—: Stalin!»[30] Con todo, las últimas palabras que dirigió a Ribbentrop fueron pronunciadas, a ojos vista, con sinceridad: «Le garantizo que, para la Unión Soviética, este tratado es algo muy serio, y le doy mi palabra de honor de que no vamos a traicionar a nuestro nuevo aliado[31]».. En el Berghof, la atmósfera se hizo aún más tensa las horas que precedieron a la llegada de la noticia de la firma. Herbert Döring observó aquella noche a Hitler y a sus invitados, quienes clavaron la mirada en el cielo propio de escena dramática que coronaba los elevados picos de las montañas. «Todo él parecía estar alborotado —recordaría—, de color rojo como la sangre, verde plomizo como el sulfuro, negro como la noche y amarillo resquebrajado. Todo el mundo parecía horrorizado; resultaba amedrentador… Todos miraban de hito en hito, y cualquiera que sufriese debilidad de ánimo podría haberse aterrorizado con facilidad». Döring no pasó por alto el comentario de una de las convidadas, de origen húngaro. «Mi führer, esto no parece augurar nada bueno. Sólo vaticina sangre, sangre, sangre y más sangre». Al decir del oficial de la SS, «Hitler quedó conmovido por entero. Casi se echó a temblar mientras respondía: “Si tiene que ser así, que sea ya”. Estaba agitado, enloquecido. Tenía el cabello revuelto, y la mirada clavada en la distancia». Entonces, cuando llegó la feliz noticia de la firma, «se despidió, subió las escaleras y puso así fin a la velada». Si la reacción del público británico a aquel acercamiento entre Alemania y la Unión Soviética estuvo exenta del carácter dramático de la situación vivida en la terraza del Berghof, lo cierto es que la noticia provocó una sorpresa colosal. «Se trata de un capítulo nuevo e incomprensible de la diplomacia alemana —declaró un noticiario del Reino Unido—. ¿Qué ha sido de los principios de Mi lucha? Y ¿qué puede tener Rusia en común con Alemania?»[32]. Las agrupaciones nacionales del Partido Comunista de todo el mundo se afanaban por hallar una explicación para semejante nueva. En el Reino Unido, Brian Pearce, quien a la sazón seguía con devoción al dirigente soviético, se limitó a aferrarse a su fe. «No nos cabía la menor duda —asevera — de que Stalin era una persona muy inteligente, un tipo perspicaz, y cuando supimos del pacto, creo que la actitud de la mayoría de los comunistas (de los que no quedaron aturdidos por entero, hasta el extremo, en algunos casos, de abandonar, sin más, el partido) consistió en decirse: “En fin, resulta difícil de entender; pero a fin de cuentas, la situación no es sencilla…; quizá el camarada Stalin, que cuenta con servicios de información, piense que ése es el mejor modo de evitar a Rusia la posibilidad de ser defraudada por los aliados occidentales[33]”». En Alemania, Hans Bernhard, oficial de la SS, tuvo noticia de la firma del pacto mientras aguardaba con su unidad la orden de invadir Polonia. Para él, constituyó «una sorpresa, sin duda. Eramos incapaces de hallarle pies ni cabeza… La propaganda alemana llevaba años poniendo de manifiesto que los bolcheviques eran nuestro enemigo principal». En consecuencia, a él y a sus camaradas, aquel acuerdo les pareció «antinatural en lo político[34]». Sin embargo, a lord Halifax, el ministro británico de Asuntos Exteriores, no se le hizo tan digno de asombro. Cuatro meses antes, el día 3 de mayo, había advertido al gabinete británico de la posibilidad de un acercamiento entre Stalin y Hitler[35]. Tanto su gobierno como el francés advirtieron entonces que aquel concierto daba a Hitler carta blanca para invadir Polonia, tal como se demostraría en breve. El 1 de septiembre, las tropas germanas franquearon la frontera polaca, y dos días después, el Reino Unido, en conformidad con las condiciones del tratado que había suscrito con el Estado agredido, hizo manifestación de hostilidades a Alemania, dando principio así a la Segunda Guerra Mundial. Aun así, en tanto que los nazis penetraban en el país procedentes de poniente, los soviéticos no hicieron ademán alguno de atacar desde levante, y en consecuencia, Ribbentrop tuvo ocasión de preocuparse por el modo como reaccionaría Stalin ante cualquier incursión que pudiese efectuar Alemania en la región oriental de Polonia, contigua a la Unión Soviética y adscrita, en virtud del pacto que acababan de firmar, a su esfera de influencia. No obstante —comunicó a Schulenburg, embajador alemán en Moscú, en un cablegrama enviado el 3 de septiembre—, deberíamos seguir avanzando y emprender, por razones militares, acciones contra las fuerzas militares polacas ubicadas en el presente en la zona de Polonia que pertenece a la esfera de influencia rusa. Le ruego que aborde de inmediato este asunto con Mólotov e infórmese de si la Unión Soviética no considera deseable dirigir sus fuerzas en el momento adecuado contra las polacas apostadas en su esfera de influencia y ocupar dicho territorio. A nuestro entender, tal cosa no sólo constituiría un gran alivio, sino que, en consonancia con los acuerdos de Moscú, redundaría en beneficio de los intereses soviéticos[36]. Stalin y sus subordinados inmediatos no respondieron enseguida a la propuesta alemana. El dirigente no era de los que actúan de forma impulsiva, y había elementos de gran importancia que considerar. Así, por ejemplo, cabía preguntarse cómo iban a responder británicos y franceses a una incursión soviética. Los aliados occidentales acababan de mover guerra contra Alemania porque habían acordado proteger Polonia ante cualquier agresión. Si el Ejército Rojo se trasladaba a la región oriental de ésta, ¿no era probable que decidiesen combatir también a la Unión Soviética? De hecho, no era impensable que el pacto de «no agresión» suscrito con los nazis estuviese a punto de arrastrarlos a la guerra de la que, precisamente, debía excluirlos. Sea como fuere, seguía habiendo argumentos de peso en favor de la acción militar. Los soviéticos no ignoraban los evidentes beneficios materiales que podían obtener de anexionar una porción considerable de otro país, y además, se veían impulsados por poderosos motivos históricos. Por encima de todo, Stalin estaba convencido de tener cuentas pendientes con los polacos: aún recordaba con amargura la guerra que habían librado con ellos los bolcheviques entre 1919 y 1920 (a la que a menudo se denomina «polaco-soviética», a pesar de que la idea de una «Unión Soviética» sólo se acordó, en un principio, en 1922 y no se reconoció de modo formal hasta 1924). Polonia, que se había desvanecido como nación independiente en el siglo XVIII, tras ser dividida entre sus vecinos más poderosos, quedó reconstituida en virtud del Tratado de Paz de Versalles tras la Primera Guerra Mundial. Y en tanto que su dirigente, Józef Piłsudski, pretendía trasladar su frontera hacia el este tanto como le fuera posible, Lenin tenía su Estado por un estorbo dispuesto en medio del camino que necesitaban recorrer los comunistas a fin de propagar la revolución por Europa, y en particular por la Alemania de posguerra, la cual, en su opinión, se hallaba en sazón para la conquista marxista. En un primer momento, el ejército bolchevique obtuvo grandes resultados, y de hecho, llegado el verano de 1920 se encontraba casi a las puertas de Varsovia. Sin embargo, los polacos contraatacaron y los derrotaron en la batalla del río Nemunas, y más tarde, en fuerza del Tratado de Riga, firmado en marzo de 1921, se hicieron con la Ucrania occidental y la zona oeste de Bielorrusia, lo que conformó una nueva frontera que quedaría ratificada en cierta conferencia aliada celebrada en 1923. (Tan tortuosa historia constituía el marco en el que pronunció Mólotov su comentario, de infausta memoria, que definía Polonia como «monstruoso hijo bastardo de la Paz de Versalles[37]». Hay que tener presente que este asunto constituía no sólo una humillación general para los bolcheviques, sino también una de índole individual para el comisario del frente suroeste, un hombre llamado Yósiv Stalin. Éste había omitido enviar los refuerzos solicitados por el mariscal Tujachevski, al mando de las fuerzas rojas, y en 1925, había llegado a tratar de encubrir tamaño borrón de su pasado sustrayendo los documentos con él relacionados de los archivos de Kiev[38]. Así y todo, pese a la marcada antipatía que profesaba a los polacos, en septiembre de 1939 no albergaba la menor intención de dejar que fuesen sus emociones las que determinaran cuál habría de ser su próximo movimiento. No ignoraba que los soviéticos podían intentar legitimar una incursión por intermedio de la propaganda, tomando como pie la «línea Curzon», demarcación propuesta en 1919 por el ministro británico de Asuntos Exteriores, de cuyo apellido tomó el nombre, a fin de separar Polonia de sus vecinos orientales. La divisoria, que los bolcheviques no dudaron en rechazar a la sazón, era, sin embargo, muy similar a la que acababan de acordar Stalin y Mólotov con Ribbentrop a fin de delimitar sus respectivas «esferas de influencia». Por otro lado, los polacos no constituían mayoría en aquellos territorios orientales: representaban, aproximadamente, un 40 por 100 de la población, frente al 34 de quienes tenían orígenes ucranianos y el 9 correspondiente a los de procedencia bielorrusa. Los propagandistas soviéticos no pasaron por alto que este hecho permitía cohonestar una incursión presentándola como un acto de «liberación» destinado a eximir a la población «nativa» del yugo polaco. Como resultado de la combinación de los factores expuestos, el 9 de septiembre, seis días después de que Ribbentrop hubiese enviado el cablegrama, Mólotov respondió para comunicarle que el Ejército Rojo estaba a punto de trasladar sus fuerzas a la «esfera de influencia» que había correspondido en Polonia a los soviéticos. Durante un encuentro celebrado en Moscú al día siguiente con el embajador alemán, Schulenburg, añadió que la invasión tendría por pretexto la dispensación de ayuda a ucranianos y bielorrusos. «Tal argumento —aseveró— haría admisible la intervención de la Unión Soviética, a tiempo que evitaría que ésta se presentara como un Estado agresor[39]». LOS SOVIÉTICOS INVADEN POLONIA El 17 de septiembre cruzaron la frontera oriental de Polonia seiscientos mil soldados soviéticos, acaudillados por el mariscal Kovaliov, al norte, en el frente bielorruso, y el mariscal Timoshenko, al sur, en el ucraniano. Durante una emisión de radio difundida aquel mismo día, Mólotov recurrió, a fin de justificar la intervención militar, al argumento «verosímil» que había expuesto a grandes rasgos a Schulenburg, y anunció que era necesaria para salvar a los «hermanos de sangre» del pueblo soviético que vivían en aquella región de Polonia. Haber omitido dicha acción habría constituido, a su decir, un acto de «abandono». «Oficialmente, lo que hicimos fue tender una mano amistosa a nuestros hermanos rusos y ucranianos —afirma Gueorgui Dragúnov, quien se contaba entre los soldados que entraron en territorio polaco aquel mes de septiembre—. Los escritos de nuestra propaganda militar y nuestros oficiales políticos trataron de lavarnos el cerebro para que creyésemos que los obreros de allí necesitaban que los ayudásemos y que estaban siendo víctimas de explotación por causa de la burocracia polaca[40]». Al principio, el Ejército Rojo recibió una acogida calurosa en muchos lugares, y de hecho, no todos tenían claro que aquello fuese nada semejante a una invasión. Hubo quien pensó que tal vez las tropas soviéticas habían acudido en su «ayuda», y que quizá tenían la intención de atravesar con sus vehículos las llanuras de la región oriental de Polonia para presentar batalla a los alemanes, quienes ya habían ocupado la mayor parte de la occidental. Boguslava Gryniv vivía con los suyos cerca de Lwów (Leópolis[*]), una de las mayores ciudades del sureste polaco, y su ascendencia ucraniana hizo pensar a su familia que poco tenía que temer de los soviéticos. «La gente les daba la bienvenida [a los soldados] agitando los brazos —recuerda—, y había quien lo hacía con flores y con la bandera azul y amarilla [de Ucrania]… Ellos se limitaban a abrir las escotillas de sus tanques y sonreír a la población. Así fue como llegaron… Ni se nos pasó por la cabeza que pudiese ocurrir algo tan terrible… Mi padre mismo lo dijo cuando mi madre le pidió que nos marchásemos: “Éstos no son los mismos bolcheviques de 1919: después de veinte años, tienen ya una cultura, un Estado, un sistema de justicia”. Por decirlo de otro modo, teníamos la esperanza de que…, en fin, de que no fueran simples delincuentes[41]». «Cuando llegó el Ejército Rojo en 1939, nadie, y en ello me incluyo, abrigó sentimientos negativos para con sus soldados, aunque lo cierto es que tampoco hubo apego ninguno —recuerda Zenon Vrublevsky, quien en aquella época no pasaba de ser un colegial de doce años—. La gente estaba muy dividida. Vivíamos en la misma planta que otras familias, y en tanto que algunas de ellas se mostraban contentas ante su llegada, otras decían: “¡Esperad a que revelen sus intenciones! Siberia es enorme, ¡y allí vais a acabar todos!”. Yo, en realidad, no sentía ni una cosa, ni la otra; ni amor, ni odio: simplemente, acepté que teníamos nuevo ejército, nuevo gobierno y un nuevo poder[42]». Las autoridades polacas dieron órdenes a sus fuerzas armadas de retirarse y no hacer frente a los soviéticos —si bien tal cosa no evitó algunos choques, en particular en Grodno—, aunque no tardaría en hacerse evidente que los recién llegados no estaban allí para «ayudar». De cualquier modo, Polonia sabía bien que no tenía posibilidad alguna de sobrevivir a una agresión combinada de alemanes y soviéticos, y dio en la cuenta de que se hallaba al borde de correr una suerte idéntica a la que había conocido a finales del siglo XVIII, cuando se había visto engullida por sus poderosos vecinos. Así y todo, la marcha que efectuó aquel septiembre el Ejército Rojo a través de sus tierras orientales no resultó, precisamente, digna de las formidables fuerzas armadas de tan colosal potencia. De hecho, podría calificarse de hedionda, en un sentido bastante literal. «El olor que despedían —asegura Zenon Vrublevsky— nos pareció idéntico al del desinfectante de inodoros que usábamos nosotros en los servicios públicos». «Tenían un olor un tanto extraño —confirma Anna Levitska, también ciudadana de Lwów—, distintivo y penetrante[43]». Muchos de los del lugar advirtieron el contraste que se daba entre los soldados del ejército polaco, «elegantes» y «bien vestidos», con uniformes inmaculados y botas lustrosas, y aquellas unidades abigarradas de combatientes apestosos y harapientos que había irrumpido en sus municipios. «Muchos se reían de ellos —recuerda Zenon Vrublevsky—. “¡Mira cómo van! ¡Menuda panda de pordioseros acaba de llegar!”». «A medida que avanzábamos, nos dábamos cuenta de que aquel pueblo [el polaco] vivía mucho mejor que nosotros, tanto los militares como los paisanos —asevera Gueorgui Dragúnov, quien no pudo menos de asombrarse ante el abismo que, en cuanto a riqueza, se abría entre la Unión Soviética y la capitalista Polonia—. Las casas estaban hermosamente amuebladas, hasta las de los campesinos. [Aun] los más pobres estaban mejor que nuestros conciudadanos, y tenían el mobiliario reluciente. Nosotros aún tendríamos que esperar antes de empezar a dotar nuestros apartamentos de piezas similares. Un aldeano necesitado [de la región oriental de Polonia] tenía al menos dos caballos, y no había casa en la que no viésemos tres o cuatro vacas y numerosas aves de corral. No esperábamos topar con nada semejante, porque no era eso precisamente lo que nos había dicho la propaganda, una propaganda que, por cierto, poca mella podía hacer en nosotros una vez que habíamos visto casas de labor con electricidad, cosa de la que carecíamos en la Bielorrusia soviética». Wiesława Saternus, colegiala polaca que habitaba con su familia cerca de la frontera con Ucrania, quedó sorprendida al contemplar por vez primera a un integrante del Ejército Rojo. «Aquel soldado ruso corría por el campo abierto gritando que le diésemos de comer. Cuando llegó a casa, pudimos ver que no iba bien vestido, con la ropa adecuada, y llevaba el arma pendiente de una cuerda. Mi madre le dijo que le iba a dar comida… [Entonces], el soldado tomó un reloj que había sobre la mesa y se lo metió en el bolsillo sin preguntar siquiera si podía cogerlo. [No había dejado] de gritar: “¡Dadme comida!”, y mi madre le fue trayendo un montón de cosas, que él iba guardando en el abrigo». Al alcanzar una ciudad refinada como la de Lwów, que en otro tiempo había constituido una de las joyas —aunque provinciana— del Imperio austrohúngaro, muchos de los recién llegados de la Unión Soviética tuvieron la impresión de estar entrando en algo parecido a un país de ensueño. Buena parte de lo que allí encontraron les resultaba desconocido. Anna Levitska vio a la esposa de un oficial que llevaba puesto un camisón de dormir con el que había topado y del que decía que era un «vestido precioso». Más tarde, tras comprar un orinal en el mercado, dijo haber adquirido una bonita ensaladera. En todas partes hubo quien fue testigo de cómo los soldados del Ejército Rojo usaban sostenes a modo de orejeras. No cabe sorprenderse de que muchos de ellos, inseguros en aquel país burgués de las maravillas, se dieran a las fanfarronadas más jactanciosas a la hora de hablar de cuanto habían dejado atrás. «Decían: “Allí tenemos tanto como aquí” —recuerda Zenon Vrublevsky—. “¿Puestos de trabajo? Tenemos los mismos”. “¿Y tenéis esto y lo otro?”. “¡Por supuesto: tenemos de todo!”. Pero suponíamos que no era cierto». En determinada ocasión, en el centro de Lwów, Vrublevsky vio a uno de los ciudadanos tomando el pelo a dos soldados del Ejército Rojo. «Les dijo: »—Camaradas, y en vuestra tierra ¿tenéis tifus? »—¿Que si tenemos? —respondieron ellos—. ¡Un montón! Un día de éstos vamos a traer dos trenes llenos. »Y al ver que los que los rodeaban se echaban a reír, se dieron cuenta de que habían dicho una estupidez y se fueron». Anna Levitska presenció una conversación similar entre un oficial soviético y su madre. «“Todo lo que hay aquí es para los burgueses —dijo él—. Todo es para ellos, y la gente de a pie no puede disfrutar de nada. Sin embargo, en nuestro país, la Unión Soviética, estas cosas están al alcance de todo el que trabaje. Tenemos de todo en exceso, ¿sabéis? Las naranjas, por ejemplo, se producen en fábricas, y uno puede conseguir las que desee. El caviar, de la mejor calidad. Lo envían de una fábrica. Todo lo envían a cualquier parte; así que ya mismo tendremos también aquí… Así son las cosas en nuestra nación. Fabricamos naranjas, mandarinas, caviar…; todo se hace en las fábricas, de modo que cualquiera puede permitírselo”. Nosotros no podíamos evitar sonreírnos. ¿Cómo iba a ser posible todo eso?». Aun así, no tardó en hacerse patente un aspecto mucho más oscuro de la ocupación soviética, que incluía desde robos ocasionales —se dieron casos de soldados que se limitaban a apoderarse de cualquier joya de los viandantes que les llamase la atención— a crímenes de más envergadura. Anna Levitska sabía de dos compañeras de colegio violadas por oficiales del Ejército Rojo. «Se echaban a temblar cada vez que me contaban lo que les había pasado. Lloraban. Eran incapaces de comprender cómo podía haberles ocurrido. Estaban afectadísimas, y a mí, claro, también me producía una gran impresión su historia». Aunque el robo y la violación constituían crímenes formalmente en el Ejército Rojo, nadie escapó, desde el principio mismo de la ocupación, a la sensación de que los recién llegados pretendían despojar a aquella región oriental de Polonia de riquezas, de gentes y de ideas. En aras del ideal marxista de «igualdad», las autoridades soviéticas habían puesto patas arriba los principios convencionales. Ser rico ya no era algo deseable, sino peligroso, y si con anterioridad había sido agradable deambular, con un atuendo elegante, por el paseo que corría ante el recargado teatro de la ópera leopolitano, en aquel momento se convirtió en indicio de proceder burgués, lo que exponía a ser arrestado a quien tal cosa hiciera. A menudo se olvida que la ocupación del este de Polonia por parte de los soviéticos estuvo motivada por convicciones ideológicas en igual grado que la invasión del oeste del país que llevaron a cabo los nazis. Los comercios de Lwów y las otras ciudades del lado oriental de Polonia no tardaron en quedar despojadas de géneros debido a la nueva suerte de robo instituida en los primeros días de la ocupación por las autoridades soviéticas. Fijaron la tasa de cambio en un rublo por un złoty, cuando en realidad el valor de éste era mucho mayor. Tal hecho puso a los soldados del Ejército Rojo en posición de «comprar» cuanto quisiesen en los establecimientos, y como consecuencia, huelga decirlo, la unidad monetaria polaca se devaluó por entero. Boguslava Gryniv fue testigo del efecto catastrófico que tuvo esta circunstancia en el caso de su vecino, profesor de latín y griego en un prestigioso centro de enseñanza de Lwów. «Los funcionarios del estado recibían un sueldo nada desdeñable, y él tenía todo su dinero en una caja de ahorros. Entonces, al primer indicio de guerra, lo había retirado todo para guardarlo en una maleta… Cierto día, llegó [un sobrino suyo] diciendo: “Hoy tenemos fogata: mi tío va a quemar su maleta”. Y así fue como la cogió y, mientras arrojaba al fuego los billetes, anunció: “Ahí van mis treinta años de servicio. Ésos eran todos mis ahorros”. Ya no eran más que papel». No iba a hacer falta esperar mucho para que el refinado panorama de bancos, papel moneda y cheque que conocía la nación quedase sustituido por una economía de trueque primitiva. La gente «regalaba sus abrigos de pieles a cambio de tres, cuatro o cinco litros de gasolina», o acudía a la verdulería con un jersey en la mano a fin de adquirir «un cubo de patatas». Los soviéticos no se limitaron a destruir antiguas certezas como la seguridad que confería la moneda nacional, sino que echó por tierra el concepto de posesión de bienes personales. Los soldados del Ejército Rojo que buscaban un sitio donde vivir se limitaban a recorrer las calles hasta que daban con una vivienda de su agrado, y entonces aporreaban la puerta y anunciaban que iban a instalarse allí. La primera noticia que tuvieron Anna Levitska y su familia de la apropiación de la confortable casa de recreo que tenían en las afueras de Lwów se la dieron dos oficiales que se presentaron en el umbral diciendo: «Vamos a alojarnos con vosotros». A continuación, cada uno de ellos se hizo con diversas habitaciones del domicilio y se aposentó en ellas junto con su esposa. «Se apoderaron del mobiliario y del resto —recuerda Anna—; es decir, que desde entonces todo fue suyo… La casa no era muy grande: tenía sólo cinco cuartos, y ellos ocuparon cuatro… Nos despojaron de todo derecho sobre ella… Y eso incluía también la ropa. “Este vestido le tiene que sentar de maravilla a mi mujer”, dijo [uno de los oficiales mientras se quedaba con él]». Anna, que había disfrutado de una vida familiar feliz en aquella casa con sus padres, se vio confinada con ellos en un solo dormitorio. «Todo aquello nos desconcertó, ¿sabe? Sencillamente, no alcanzábamos a comprender que aquellos extraños, con los que no teníamos la menor relación, pudiesen llegar, adueñarse de la propiedad, los muebles y los objetos de otras personas y considerar que estaban haciendo lo normal, que así era como tenían que ser las cosas. Nos parecía escandaloso. No lográbamos entenderlo, y eso nos hacía sufrir mucho. Sufríamos porque no sabíamos si al día siguiente nos iban a decir: “¡Largo de aquí! ¡Aquí no tenéis nada que hacer!”. Resultaba aterrador». Gentes como la familia de Anna Levitska, la llamada intelectualidad «burguesa», corrían peligro en particular. En el momento de irrumpir en la región oriental de Polonia, las tropas soviéticas habían hecho, mediante la distribución de folletos, un llamamiento a los habitantes para que se volvieran contra sus «verdaderos enemigos»: los ricos, los terratenientes y la clase dirigente civil y militar. La invasión estaba concebida para reorganizar y reestructurar la sociedad polaca. «Nos hicieron formar una fila y nos fueron mirando las manos —recuerda cierto aldeano—. Entonces, hicieron que dieran un paso al frente los que no las tenían gastadas por el trabajo y… los apalearon con las culatas de sus fusiles. A un policía lo mataron de un pistoletazo[44]». El maltrato ocasional de los «enemigos de clase» del sistema comunista no tardaría en trocarse en arresto sistemático. El 27 de septiembre —diez días exactos después de la entrada en Polonia del Ejército Rojo—, fueron a detener los soviéticos al padre de Boguslava Gryniv, abogado prominente y cabeza de la sección regional del UNDO (el Partido Nacional Democrático Ucraniano). Como quiera que éste era una agrupación constituida legalmente, pensaba que nada tenía que temer de los recién llegados. Y se equivocaba. Dado que aquel día era fiesta de guardar, la familia Gryniv no pudo menos de sorprenderse cuando llamó a su puerta un integrante de la autoridad soviética local. Éste anunció que el gobierno provisional había tenido a bien «invitar» al padre de Boguslava a apersonarse en su sede. «Mi madre dijo: “Hoy es festivo, y estamos celebrando una comida especial. Vuelva después de comer”. La expresión de mi padre revelaba cierta nerviosidad. Entonces le dijo a mi madre: “Ya que me lo han pedido, no tengo más remedio que ir”. En cuanto se lo llevaron, ella nos hizo saber que nos arrodillaríamos frente al icono todas las noches para rezar por que nos lo devolvieran. Creo que era lo más que podíamos hacer: dirigirnos a Dios y pedirle que una persona tan buena y amable como mi padre no recibiera castigo alguno». Fue uno de los primeros que hubieron de sufrir a manos de los soviéticos en el este de Polonia, aunque los meses siguientes se sumarían otros muchos. EL REGRESO DE RIBBENTROP El mismo día que fue detenido el padre de Boguslava Gryniv, tuvo lugar en Moscú un acto de interacción humana bien diferente. En vista de la rapidez con que se había conquistado Polonia, el gobierno soviético había pedido a su nuevo amigo Joachim von Ribbentrop que regresase al Kremlin a fin de concretar el trazado exacto de las fronteras que iban a separarlos desde aquel momento. Ambas partes estaban exultantes: la Unión Soviética había ocupado su «esfera de influencia» sin topar con oposición militar alguna de relieve ni tener siquiera que declarar formalmente la guerra a Polonia, y los alemanes, quienes sí habían hecho frente a una feroz resistencia por parte de la nación invadida, habían consolidado casi por entero, a esas alturas, la dominación del lado occidental (de hecho, Varsovia caería al día siguiente, 28 de septiembre). El contraste existente entre la primera visita del alemán, efectuada, de forma punto menos que furtiva, cuatro semanas antes, y aquélla apenas podía ser mayor. De hecho, hicieron falta no uno, sino dos aviones Condor para transportar a toda la comitiva. La recepción que se les brindó en el aeropuerto de Moscú fue, al decir del general Köstring, quien se contaba entre sus acompañantes, «una ceremonia de dimensiones colosales[45]». En ella participaron una guardia de honor y una banda que interpretó la Internacional. En el cielo ondeaban banderas nazis, y los nazis visitantes restaron importancia, «con una sonrisa», al hecho de que los brazos de la cruz gamada estuviesen dispuestos al revés, cosa que consideraron «un error insignificante» dado que «la intención era buena». Ribbentrop aterrizó a las seis de la tarde, y llegadas las diez, ya se había instalado cómodamente con Stalin y Mólotov en el escenario de su encuentro anterior: el despacho que tenía este último en el Kremlin. El dirigente soviético expresó su «satisfacción» por el éxito obtenido por los alemanes en Polonia, así como su esperanza de que la colaboración entre ambos se mantuviera en buenos términos[46]. A continuación, como cabía esperar, el ministro de Asuntos Exteriores nazi se sumergió en un rosario de declaraciones tan extravagantes como vagas acerca del valor incalculable de la amistad que habían creado sus respectivos países, e hizo hincapié en que los alemanes deseaban «cooperar» con la Unión Soviética. Con todo, tales fueron su pomposidad y su engolamiento, que no quedó del todo claro qué forma suponía que habría de adoptar dicha colaboración. Stalin, que acostumbraba impresionar a los diplomáticos extranjeros por su capacidad para apartar el grano de la paja en cualquier conversación, respondió que «el ministro de Asuntos Exteriores germano ha[bía] dado a entender con cautela que, con “cooperación”, Alemania no quería decir que hubiese necesidad alguna de prestar asistencia militar ni intención de arrastrar a la Unión Soviética a un conflicto bélico. Eso está muy bien dicho, y con mucho tacto». El dirigente soviético pasó entonces a hacer una declaración que, en vista de ello, resultaba extraordinaria (y que, además, se mantendría en secreto hasta la década de 1990, época en que se descubrieron, entre los papeles del embajador Schulenburg, las notas detalladas que tomó Gustav Hilger durante aquella reunión): El hecho es que, por el momento, Alemania no requiere ayuda extranjera, y es posible que en el futuro tampoco la necesite. Sin embargo, si, contra todo pronóstico, se encontrase en una situación difícil, puede tener la certeza de que el pueblo soviético acudirá en su auxilio y no permitirá que nadie la someta. Una Alemania poderosa conviene a los intereses de la Unión Soviética; por lo que no vamos a permitir que la derriben[47]. Cabe preguntarse si de verdad tenía Stalin intenciones de ofrecer ayuda militar a los nazis en caso de que éstos se hallaran en «una situación difícil». Para los aliados occidentales, ésta habría sido una contingencia terrorífica. Huelga decir que, al final, no se cumplieron las palabras del dirigente soviético: los alemanes jamás se encontraron en una posición tan apurada que los llevase a perseguir alianza militar alguna. Aun así, las palabras citadas ponen de relieve a qué extremo habría estado dispuesto a llegar Stalin a fin de estrechar lazos con Hitler, y habida cuenta de lo que habría de ocurrir en el futuro, el suyo sigue siendo un comentario embarazoso en grado sumo. A continuación, centró su atención en una serie de detalles prácticos, y puso de manifiesto que tenía intención de tratar de nuevo de la cuestión de las fronteras trazadas durante la reunión del 23 de agosto. En concreto, estaba dispuesto a entregar parte de la Polonia ocupada —el territorio de Lublin y la región meridional de Varsovia— si le permitían obrar a voluntad en Lituania. De ese modo, la Unión Soviética conservaría los territorios orientales de la nación ocupada en los que habitaba un número significativo de rusos y ucranianos, y renunciaría a regiones pobladas, en su gran mayoría, por gentes de origen étnico polaco. Las discusiones prosiguieron en este tono marcadamente práctico. Ribbentrop anunció que Alemania deseaba hacerse con el bosque de Avgustova, que se extendía entre Prusia Oriental y Lituania (al parecer, por el simple motivo de las excelentes posibilidades cinegéticas que ofrecía), y Stalin puso de manifiesto su intención de presionar a cada uno de los estados bálticos a fin de asegurarse de que acataban la política soviética. Aquella noche se celebró un suntuoso banquete en la sala Andreievski del Kremlin. A diferencia del despacho de Mólotov, en el que reinaba un utilitarismo desaliñado, aquella estancia se hallaba «decorada con flores y bien dotada de valiosas piezas de porcelana y cubiertos de oro[48]». En medio de este esplendor propio de un zar, quienes conformaban la nutrida comitiva de Ribbentrop se mezclaron de grado con los mandamases comunistas. Stalin presentó a Lavrenti Beria, el jefe de la NKVD, al ministro alemán con la siguiente frase memorable: «Aquí tiene a nuestro Himmler: él tampoco lo hace mal[49]». La atmósfera era cordial, y los asistentes bebieron con abundancia. «En lo que a presentación, hospitalidad generosa y afectuosidad se refiere —recordaría más tarde Ardor Hencke—, aquella cena fue uno de los acontecimientos más notables que he conocido en mis veintitrés años de carrera diplomática[50]» El anfitrión insistió en recorrer la sala para brindar por separado con cada uno de los integrantes de la legación germana, y entre tanto, Mólotov dio en aprovechar toda oportunidad que se le presentaba para beber a la salud de Stalin, a quien alababa como «dirigente egregio de la Unión Soviética y paladín de la amistad entre Alemania y Rusia». Su superior respondió a tales muestras de adulación diciendo en tono jocoso: «Si Mólotov quiere echar un trago, yo no me opongo; pero no creo que deba usarme siempre de excusa[51]».. Durante el banquete, el diplomático alemán Gustav Hilger estuvo sentado al lado de Lavrenti Beria, y más tarde habría de recordar que el jefe de la policía secreta soviética, hombre bajito, calvo y cruel, no era, precisamente, el más agradable de los compañeros de mesa imaginables. El dirigente, que ocupaba el extremo diagonalmente opuesto, advirtió que entre los dos se había entablado una disputa amistosa y quiso saber qué ocurría. Cuando Hilger se lo expuso, contestó: —Bueno; si no quiere usted beber, nadie puede obligarlo. —¿Ni siquiera el mismísimo jefe de la NKVD? —preguntó zumbón el alemán. —En esta mesa —zanjó Stalin— ni siquiera la opinión del jefe de la NKVD cuenta más que la de cualquier otro[52]. Mólotov propuso entonces un brindis en honor de Ribbentrop: —¡Demos una calurosa bienvenida a nuestro invitado, que tan buena fortuna nos ha traído! ¡Bravo por Alemania, su führer y su ministro de Asuntos Exteriores! —El volver a ser vecinos inmediatos —dijo Ribbentrop a modo de respuesta—, tal como han sido Alemania y Rusia por tantos siglos, representa un motivo esperanzador de amistad entre ambas naciones. El führer considera posible por entero la completa realización de dicha amistad a despecho de las diferencias que existen entre nuestros sistemas. En virtud de este espíritu, propongo que brindemos por la salud de los camaradas Stalin y Mólotov, que tan sincera acogida me han dispensado[53]. Tras la cena, la comitiva alemana se dirigió a ver en el Bolshói una interpretación de El lago de los cisnes. Por su parte, el mandamás soviético y Mólotov pusieron por obra de inmediato su propósito de amedrentar a los dirigentes de los estados bálticos. En otro punto del Kremlin los aguardaba el ministro de Asuntos Exteriores de Estonia, a quien el de la Unión Soviética lo informó de que tenía previsto enviar a treinta y cinco mil soldados del Ejército Rojo a fin de guarnecer el país. «¡Vamos, Mólotov! ¿No te parece que estás siendo muy severo con nuestros amigos?», le preguntó Stalin, quien propuso reducir a veinte mil el número de militares[54]. Al amanecer, alemanes y soviéticos volvieron a reunirse, y una vez consultado Hitler por teléfono, pusieron punto final a los detalles del acuerdo. Entonces les llevaron un mapa, y Stalin lo suscribió con letras enormes mientras bromeaba diciendo: «¿Está lo bastante clara mi firma?»[55]. Para algunos de quienes estuvieron presentes en las conversaciones del Kremlin, aquél fue el principio de un nuevo orden mundial. «Yo tuve por cierto —afirmó Hilger— que la amistad germano-soviética que acababa de crearse, sellada por dos tratados solemnes, sería ventajosa para las dos partes y tendría una duración considerable[56]» Sin embargo, no parece probable que Stalin la tuviese por una liga destinada a perdurar. Todo apunta, más bien, a que la entendía como un medio de mantenerse apartado mientras los nazis y los aliados occidentales se enfrentaban. Se dice que, en la reunión celebrada el 19 de agosto por el Politburó, afirmó que «la Unión Soviética tenía que hacer todo lo posible por prolongar la guerra y lograr así el agotamiento de las potencias de Occidente»; y lo cierto es que el pacto de no agresión resultaba muy adecuado a un fin tan interesado como aquél[57].. Así y todo, en estratos inferiores de la cadena de mando soviética estaba más generalizado el convencimiento de que se trataba de un acuerdo sincero. Apenas habían pasado unos días del concierto relativo a las fronteras cuando Tuléniev, uno de los comandantes apostados en la Polonia ocupada, echó al general Władysław Anders, prisionero de guerra, «un extenso sermón» en el que declaró que el «tratado de amistad sellado con Alemania garantizaría el dominio del planeta por parte de rusos y alemanes. Juntos, los dos pueblos derrotarían a Francia y al Reino Unido. Este último, el mayor enemigo de la Unión Soviética, iba a quedar destruido para siempre». Al decir de Anders, Tuléniev añadió que «daban por sentado que Estados Unidos no se uniría a la contienda, ya que iban a emplear la influencia de su organización comunista para evitarlo[58]». Sin embargo, al otro lado del Atlántico, pese a que no había intención inmediata alguna de intervenir en el conflicto con fuerzas militares, tampoco cabía dudar de qué lado estaba el presidente Franklin D. Roosevelt. Mediado el mes de agosto, había hecho saber a Konstantin Umanski, embajador soviético en Washington, que, a fin de salvaguardar su futuro, la Unión Soviética haría bien en arrimarse al Reino Unido y a Francia en lugar de a la Alemania nazi. Asimismo, lo informó de que debería «decir a Stalin que, si su gobierno se asociaba con el de Hitler, estaba claro como el agua que, tan pronto hubiese conquistado Francia, se volvería contra Rusia, y entonces llegaría el turno a los soviéticos[59]». El nada desdeñable talento político de Roosevelt le decía que Stalin no era persona de fiar; sin embargo, a finales del mes de septiembre de 1939, los mandamases soviéticos debieron de pensar que el presidente estadounidense se había dejado llevar por un afán de provocación con tan alarmante predicción. Y más aún teniendo en cuenta que los soviéticos se estaban solazando con la certidumbre de que, a la postre, no se había hecho realidad uno de sus mayores temores: el de que británicos y franceses les declarasen la guerra tras la invasión del este de Polonia y los arrastraran, por ende, al conflicto bélico. LOS ALIADOS CONTRAATACAN… CON PALABRAS El 20 de septiembre, Neville Chamberlain, primer ministro británico, habló ante la Cámara de los Comunes de la ocupación soviética de la región oriental de Polonia. «Para la desdichada víctima de tan desvergonzado ataque —dijo—, semejante acción se ha traducido en una tragedia del género más desalentador imaginable. El mundo que ha presenciado con compasión la lucha estéril de la nación polaca, a la que todo se le ha vuelto en contra, admira su valor al ver que, aun en el presente, se niega a admitir la derrota… No hay sacrificio que no estemos dispuestos a hacer, ni operación que no vayamos a emprender siempre que nuestros responsables asesores, nuestros aliados y nosotros mismos estemos persuadidos de que contribuirá de forma apropiada a la victoria. Pero lo que no vamos a hacer es embarcarnos con precipitación en aventuras que no ofrezcan posibilidad alguna de éxito y parezcan concebidas para mermar nuestros recursos y diferir la victoria definitiva[60]». Palabras elocuentes que, sin embargo, no fueron acompañadas de ninguna acción. Los diplomáticos británicos mostraron un entusiasmo menor, si cabe, que los políticos ante la idea de entrar en conflicto con la Unión Soviética (o el acometimiento de «aventuras que no ofrezcan posibilidad alguna de éxito», tal como acababa de expresarlo Chamberlain). «Personalmente, no veo qué beneficio puede suponernos entrar en guerra con la Unión Soviética —escribió sir William Seeds, embajador británico en Moscú, el 18 de septiembre en un telegrama secreto remitido a su Ministerio de Asuntos Exteriores—, aunque me resultaría por demás grato poder declarársela en persona al señor Mólotov[61]» A continuación, en el mismo despacho, expresó una predicción que resultaría errónea hasta extremos lamentables: «la invasión de Polonia por parte de los soviéticos no carece de ventajas para nosotros a la larga, ya que va a obligarlos a mantener un vasto ejército en pie de guerra, con lo que tal cosa supone en cuanto a consumo de alimentos y combustible, y desgaste de material y medios de transporte, lo que menguará las esperanzas alemanas de recibir provisiones militares o alimentarias[62]».. No obstante, aquel mismo mes, tras la firma del tratado germano-soviético relativo a las fronteras, sir William hizo un pronóstico mucho más acertado, y que, de hecho, resulta notable, habida cuenta de que el Reino Unido llevaba menos de una treintena en guerra. «Debemos tener presente —escribió en otra comunicación telegráfica con fecha del último día de septiembre— que, si la guerra se prolonga durante un tiempo considerable, al término de ésta, la zona soviética de Polonia habrá quedado depurada de toda población o clase no soviética, y que, en consecuencia, prácticamente resultará imposible separarla del resto de Rusia». Acto seguido, preguntaba a sus superiores de Londres si no sería posible dar a entender al Kremlin que los objetivos bélicos británicos no eran «incompatibles con una colonización razonable [de Polonia] presidida por criterios etnográficos y culturales[63]». A primera vista, se trataba de una propuesta increíble: la Unión Soviética acababa de invadir y estaba subyugando las tierras orientales de una nación que los británicos se habían comprometido públicamente a proteger, y uno de los altos funcionarios de éstos estaba dando a entender, en privado, que semejante agresión merecía una recompensa inmediata. Sin embargo, en Londres había otro diplomático de entidad, por nombre sir Ivone Kirkpatrick, cuya opinión coincidía con la de Seeds. La intervención de Rusia —escribió en un informe fechado el primero de octubre— ha hecho, claro, mucho más difícil la reconstitución de Polonia, cuando no imposible de todo punto. En consecuencia, deberíamos tener la sensatez de no proclamar que pretendemos rehacer las antiguas fronteras de Polonia, pues tal actitud no haría sino volver inevitable un enfrentamiento con Rusia, cosa que no deseamos precipitar. El argumento de sir W. Seeds no carece, en absoluto, de justificación[64]. Kirkpatrick anexaba a su escrito un «croquis de Polonia», y hacía ver que los límites que habían impuesto los soviéticos coincidían en su mayor parte con los de la «línea Curzon», propuesta en 1919 por el ministro de Asuntos Exteriores británico del que tomó la denominación, y que a la sazón había sido rechazada tanto por polacos como por bolcheviques. Entre tanto, parte de la población del Reino Unido expresó su estupefacción ante el hecho de que su país no se hubiese sentido obligado a declarar la guerra a la Unión Soviética. Si el tratado por el que había garantizado que protegería a Polonia de toda agresión lo había llevado a hacer armas con los alemanes, ¿por qué no había entrado también en hostilidades con los soviéticos? Esta cuestión dejaba al gobierno británico en una posición delicada, siendo así que el pacto nazisoviético no era el único que incluía un protocolo secreto: el tratado anglo-polaco también recogía uno. Ello es que, si la porción que se había presentado al público hablaba de la obligación de defender Polonia frente a una «agresión» en términos generales, existía otra sección, de contenido reservado, que limitaba tal deber, de forma específica, a los ataques procedentes de Alemania. A fin de justificar la inacción británica frente a la ocupación soviética, el conde de Perth, figura de relieve del Ministerio de Información, escribió el 5 de octubre al subsecretario permanente del de Asuntos Exteriores, sir Alexander Cadogan, al objeto de hacerle ver que había «llegado el momento de revelar la existencia de un protocolo secreto entre Polonia y nuestro propio gobierno[65]». Resulta significativo que añadiese que tal acción tendría el fruto complementario siguiente: «la revelación de este protocolo podría tener un efecto de consideración sobre el gobierno ruso, al que, a mi entender, preocupa que parte de nuestros objetivos bélicos sea acaso la restauración del Estado polaco con los confines que poseía antes de estallar la guerra». Cadogan, hombre formado en las universidades de Eton y Oxford y cuyo aplomo a la hora de emitir juicios podía llevarlo, en ocasiones, a la inmovilidad, no respondió a la carta de Perth hasta el 3 de noviembre; pero cuando lo hizo, le comunicó que, si bien el gobierno polaco había convenido en la posibilidad de hacer público el contenido confidencial de los acuerdos, el británico había «decidido que resultaría inadmisible hacer declaración alguna que admitiera la existencia de un protocolo secreto, pues tal cosa sólo podría originar curiosidad acerca de la existencia de cláusulas similares respecto de otros tratados[66]». Llegado aquel momento, había quedado clara cuál era la postura que pensaban adoptar las autoridades del Reino Unido en lo tocante a este asunto potencialmente embarazoso, y así, aun cuando no se admitió de forma patente la firma de ningún acuerdo reservado, se hizo saber a la Cámara de los Comunes que los polacos habían «entendido» que «la convención sólo se aplicaba a la contingencia de agresión por parte de Alemania[67]». Es decir: la invasión soviética y la alemana se trataron, desde el principio, de forma diferente, y no resulta difícil entender el porqué. En el ámbito de lo puramente práctico, difícilmente podía convenir al Reino Unido mover guerra contra una segunda potencia totalitaria: si su gobierno ya había puesto de manifiesto su incapacidad para defender a Polonia frente a un agresor, ni pensar cabía que pudiese hacer algo contra dos. La nación atacada se hallaba demasiado lejos para poder salvaguardarla. Sin embargo, lo que demuestran los citados intercambios diplomáticos secretos es, sobre todo, que desde los albores mismos del conflicto bélico existía, en determinados sectores, una marcada renuencia aun a garantizar a los polacos que las autoridades británicas tenían la intención de restituirles todo su territorio, y esto no sólo constituía un ejemplo más de obvio utilitarismo, sino también una demostración de que algunos de los gerifaltes del Ministerio de Asuntos Exteriores tenían la frontera oriental de Polonia por un elemento «flexible» en cierta medida. En aquellas discusiones diplomáticas y gubernamentales también puede percibirse el comienzo de una amplia disociación entre las grandilocuentes declaraciones públicas del gobierno (que hablaban, por ejemplo, de «desvergonzado ataque» y de «tragedia del género más desalentador imaginable») y el tono, bien diferente, que se empleaba en privado («la invasión de Polonia por parte de los soviéticos no carece de ventajas para nosotros a la larga»). En determinado sentido, claro está, tal cosa no resulta sorprendente. No cabe maravillarse de que políticos y diplomáticos sean capaces de fingir. Así y todo, en este caso no deja de ser significativo, toda vez que la Segunda Guerra Mundial se nos ha presentado como una contienda «ética» por entero, casi como una cruzada moderna contra el mal, y tal como veremos, las declaraciones posteriores de los dirigentes de los aliados occidentales hicieron explícita semejante postura. Sin embargo, desde un primer momento, entre bastidores se dio una verdadera voluntad de equilibrio entre «moralidad» e interés propio nacional a la antigua. REPRESIÓN Tranquilas una vez persuadidas de que los aliados occidentales no iban a mover un dedo en la práctica por impedir que se beneficiaran de su agresión, las autoridades soviéticas no dudaron en consolidar su dominio de la población del este de Polonia. Y uno de los aspectos más relevantes de aquel proceso de represión fue la farsa democrática representada por las primeras «elecciones», celebradas en una fecha tan temprana como la del día 22 de octubre. Sólo los candidatos que contasen con la aprobación de los soviéticos podían optar a presentarse a los comicios, y en algunos casos, tal cosa comportaba la ausencia total de elección. «Sí —confirma Nikolái Diúkarev, quien formaba parte de las unidades de la NKVD destinadas a Polonia—, [si] había sólo un candidato, lo elegíamos todos. Ahora es diferente[68]». No era infrecuente que las autoridades ocupantes seleccionasen, de forma deliberada, a campesinos de escasa formación, a menudo iletrados. «Tratábamos de escoger a gentes pobres, porque nos inspiraban más confianza —reconoce Diúkarev—: se mostraban más dispuestas a apoyar a la Unión Soviética, mientras que los ricos tenían sus propios intereses. Al fin y al cabo, [un pobre] era alguien que había pasado toda su vida trabajando, y podía ser buena persona». En cierto mitin, un tal señor Kowalevski tuvo el denuedo suficiente para advertir a los soviéticos que nadie había pasado por alto su estratagema. «Estáis eligiendo deliberadamente verdaderos idiotas para convertirlos en candidatos —denunció— con la intención de que aparezcan, sin más, como nombres de una lista[69]». Nada sabemos de la suerte que debió de correr tras aquello; pero, dada la crueldad con la que introdujeron los soviéticos el cambio político, es muy probable que fuese arrestado por la NKVD. Otro elemento fundamental de dicha imposición fue la destrucción sistemática del antiguo sistema educativo. A los maestros que se las ingeniaron para no perder su trabajo se les exigió que inculcaran a sus alumnos una serie de ideas que con anterioridad les eran ajenas y que incluían la censura de la Iglesia católica y el elogio de Stalin y el comunismo. Y tras esta inversión del código de creencias acechaba siempre la eterna sensación de amenaza. «A la llegada del Ejército Rojo —recuerda Zenon Vrublevsky, que en aquel entonces asistía a la escuela—, colgaron en la clase un retrato de Stalin. Estábamos acostumbrados al antiguo régimen, y no sabíamos que éste era distinto; así que hicimos… pues lo que habíamos hecho siempre, lo que significa que a Stalin le apareció un segundo bigote como por arte de magia. El maestro, que era un hombre muy mayor, lo vio y corrió a dar parte al director, y éste irrumpió a la carrera en el aula. Asistimos con alboroto al momento en que descolgó el cuadro, y nos reímos; pero más tarde lo entendimos todo. Nuestro profesor nos dijo: “¿Es que no os dais cuenta, imbéciles? ¿No os dais cuenta de que a vosotros no os va a pasar nada, pero a los maestros y al director pueden meternos en la cárcel [por esto]?”. Nos dejó pasmados. ¿Cómo íbamos a imaginar que aquel bigotillo [de más] podía llevarlos al presidio?». Aun así, el miedo no fue el único instrumento que emplearon las autoridades soviéticas para transformar el sistema educativo polaco: también recurrieron a diversos incentivos. El general Anders tuvo oportunidad de saber de una de las técnicas de que se servían para hacer comprender a los escolares que su mundo había cambiado: «Una comisión bolchevique… fue a visitar un colegio de niños pequeños, entre los que había muchos hambrientos debido a la escasez alimentaria. “Vosotros rezáis siempre —les dijeron los rusos—. Pues venga: rogad a vuestro Dios que os dé pan”. Los pusieron a rezar, y tras una larga pausa, concluyeron: “¿Lo veis? Así no conseguís nada. Ahora, pedidle lo mismo al gran Stalin”. Y casi de inmediato, llevaron a la clase té, emparedados y dulces. “Habéis podido comprobar quién es mejor y más poderoso de los dos”, sentenciaron[70]». Aquel otoño, a este intento de «reeducar» a la población de Polonia oriental se unió de forma estrecha una intensa cooperación con los alemanes en forma de trabajos prácticos llevados a cabo por la comisión fronteriza germano-soviética, cuerpo instaurado durante la reunión que habían celebrado Ribbentrop y los soviéticos el 27 de septiembre, y que se había encargado de formalizar el trazado exacto de la divisoria establecida entre los dos estados. A finales de octubre se congregaron en la Varsovia ocupada por los nazis todas sus subcomisiones a fin de recibir las órdenes pertinentes. Aquél [encuentro] estuvo organizado por la embajada germana —escribió Andor Hencke—, representada por mí en calidad de director de la legación de Alemania. Fue la primera oportunidad que se nos presentó de corresponder a los rusos por la hospitalidad que nos habían dispensado. Por orden expresa del ministro de Asuntos Exteriores del Reich, se hizo especial hincapié en hacer la estancia de dos días de los funcionarios soviéticos (y de los oficiales pertenecientes a la comisión fronteriza central y las subcomisiones relativas a la esfera de dominio alemana) en la capital polaca tan agradable como fuera posible[71]. Hans Frank, a quien los nazis acababan de poner al mando de la Polonia ocupada por los alemanes, llegó a celebrar un almuerzo para la delegación soviética, y en el discurso que pronunció ante la comisión conjunta, expresó su «regocijo» ante la circunstancia de que una de sus primeras labores en calidad de gobernador general fuese la de dar la bienvenida a los soviéticos. A esto añadió que dicho cuerpo interestatal «compartía la meta de restaurar la vida cotidiana pacífica de los habitantes del [antiguo] territorio polaco, sumido en una miseria inconcebible por el ciego gobierno de Polonia[72]». El ministro Alexándrov, director de la delegación invitada, respondió diciendo que «el espíritu que había presidido estas negociaciones era un espíritu de cooperación por el bien de las naciones alemana y soviética, los dos pueblos más grandiosos de Europa». Esta atmósfera de extrema afabilidad fue a consolidarse en mayor grado aún cuando Frank ofreció a Alexándrov un pitillo con estas palabras: «Vamos a simbolizar, fumando cigarrillos soviéticos, que, gracias a nosotros, se ha hecho humo Polonia[73]». Lo cierto es que sabía muy bien de lo que estaba hablando; de hecho, sería ejecutado por los crímenes de guerra cometidos en aquella nación. Entre tanto, en la región oriental de Polonia ocupada por el Ejército Rojo, prosiguió el proceso de sovietización de alcance nacional cuando los delegados «electos» solicitaron de inmediato la «incorporación» de los territorios conquistados de Polonia oriental a la Unión Soviética. El Soviet Supremo, como cabía esperar, se mostró de acuerdo, y el 28 de noviembre de 1939, todos los habitantes de la región se convirtieron, de grado o a la fuerza, en ciudadanos soviéticos. Huelga decir que el sometimiento ejercido por el gobierno invasor —que llevó aparejado una transformación administrativa radical— se fundaba, en gran medida, en el terror. En total, durante este primer período de la dominación soviética, entre septiembre de 1939 y junio de 1941, se arrestó a unas 110 000 personas[74]. De hecho, tal como ya hemos visto en el caso del padre de Boguslava Gryniv, desde el momento mismo en que irrumpió el Ejército Rojo se dio principio a la detención individual de integrantes de la intelectualidad y de otras personas consideradas peligrosas para el nuevo régimen. Y el trato en esencia injusto que recibió aquél resulta representativo del modo como gobernaría la Unión Soviética la región oriental de Polonia. A raíz de su apresamiento, fue enviado a la cárcel del lugar. «Se trataba de una celda pequeña — recuerda su hija—, en donde confinaban, por lo general, a borrachos y delincuentes de poca monta… Ya sabíamos que los ciudadanos más importantes que se habían negado a huir se hallaban en prisión… Pensaban que se trataba sólo de un equívoco que no tardaría en resolverse; pero tres semanas después, fuimos a verlos y ya no estaban allí». A su padre lo habían trasladado a un establecimiento penitenciario mayor sito en Chertkov, en donde, al parecer, seguía creyéndose víctima de un «malentendido». Descubrió que «sólo» lo acusaban de pertenecer a la Partido Nacional Democrático Ucraniano, organización que había sido legal antes de la invasión y no era contraria al bolchevismo. No reparó en que, en opinión de los soviéticos, su crimen no era otro que el de ser un miembro peligroso en potencia de la anterior «clase dirigente». Personajes así se volvieron por demás vulnerables bajo el nuevo régimen. Cierto día, poco antes del final de 1939, el padre de Boguslava Gryniv desapareció, sin más, de la prisión en que había estado recluido, cincuenta años antes de que su familia supiese, al cabo, que había muerto asesinado por la NKVD durante la primavera de 1940. EL SINO DE FINLANDIA En tanto que la ocupación soviética de Polonia no provocó protesta pública multitudinaria alguna en el Reino Unido o Estados Unidos en otoño de 1939, lo cierto es que el pretexto que de tanta utilidad había sido para Stalin en aquélla —el de que, si habían irrumpido en aquel territorio, había sido para «ayudar» a la población nativa— no iba a funcionar en otro país vecino: Finlandia. Stalin y sus subordinados inmediatos codiciaban la porción oriental de Finlandia por dos motivos principales: los treinta kilómetros que separaban de Leningrado la frontera de ambos países, que podía dejar la ciudad expuesta a un ataque en el futuro, y el interés por obtener un puerto en el mar Báltico. Aunque los rusos habían reinado sobre aquella nación, convertida en ducado, en otro tiempo, el resto del mundo consideraba que sus acciones de amenaza resultaban más obvias que la captura de Polonia oriental, siendo así que no cabía fingir que su presencia tuviese por objeto brindar asistencia a los finlandeses. En octubre, cuando se hizo patente que la nación corría el riesgo de ser atacada por el Ejército Rojo, los políticos del Reino Unido no sabían qué hacer: a despecho del pacto firmado por nazis y soviéticos, los británicos habían estado tratando de suscribir un tratado comercial con estos últimos a fin de adquirir madera, de la que tenían gran necesidad, y además, seguían pensando que no convenía enfrentarse a Stalin si no era imprescindible. Winston Churchill, a la sazón primer lord del Almirantazgo, llegó al extremo de decir al gabinete el 16 de octubre: «Nos interesaba que la Unión Soviética aumentase su poder en el Báltico y limitara así el riesgo de que los alemanes se hicieran con el dominio de la región[75]». Con todo, la agresión soviética comportaba también un peligro evidente para la Europa septentrional —Escandinavia, sobre todo, podía correr el riesgo de ser atacada por el Ejército Rojo —. Existía la sensación, persistente y siempre delicada, de que aquí también había en juego una cuestión moral. El señor Snow, agente diplomático británico apostado en Helsinki, la capital finlandesa, lo expresó en estos términos en un despacho del 21 de octubre de 1939: He de suponer que la remisión de un crimen tan despiadado [la ocupación soviética de Finlandia] constituye una posibilidad que ni siquiera ha pasado por la cabeza de los protagonistas de la guerra idealista contra la agresión [es decir, el Reino Unido y Francia], y que, en vista de previos actos de traición de los soviéticos [la invasión de Polonia oriental], la ruptura total con su gobierno gozaría del apoyo del país al completo, en tanto que cualquier dispensa supondría el descrédito absoluto de nuestro cuerpo, no sólo en Escandinavia y en el resto del mundo, sino también en nuestra propia nación y nuestros corazones[76]. En consecuencia, concluía que, en caso de ocupar Finlandia los soviéticos (acto al que llama «el inicuo crimen en cuestión»), los británicos no tendrían más opción que «romper las relaciones diplomáticas con Rusia o declararle la guerra». El texto de Snow contrasta por entero, claro está, con las opiniones, de carácter mucho más práctico, expresadas por sus colegas del Ministerio de Asuntos Exteriores en lo tocante a la invasión soviética de la región oriental de Polonia. Se trata, por ende, de un documento importante, no porque tuviese consecuencia alguna, sino porque demuestra que el convencimiento sincero de que aquélla constituía una «guerra idealista contra la agresión» no se hallaba circunscrito, en la época, a almas románticas ajenas a los centros de poder. Se pidió a los jefes británicos de estado mayor que considerasen la cuestión práctica de entrar en guerra con la Unión Soviética teniendo en cuenta la posible invasión de Finlandia por parte de ésta, y aunque su informe carecía, sin lugar a dudas, del fervor ético del despacho de Snow, reconocía: En el presente, se está poniendo en tela de juicio la sinceridad de Francia y el Reino Unido, y en particular en Italia y en España, se está dando vigor a la propaganda alemana por el hecho de que no hayamos hecho declaración de hostilidades contra Rusia pese a que ya se ha inmiscuido en la libertad de estados pequeños del mismo modo que Alemania[77]. Para ellos, sin embargo, no se trataba de un asunto de principios, sino de una ponderación, áspera y utilitaria, de las ventajas y los inconvenientes. La cuestión, en consecuencia, parece reducirse a determinar si los beneficios que pudieran derivarse del apoyo de los países neutrales, en caso de enfrentarnos a la agresión rusa, serán mayores que las desventajas que podrían suponernos la indudable ampliación de nuestros compromisos militares y la probabilidad de ligar de un modo aún más firme a Alemania y la Unión Soviética. En conclusión: «en el presente, ni Francia ni nosotros estamos en situación de asumir más cargas»; pero «si» el gabinete de guerra decidía que el Reino Unido debía hacer cara, era importante elegir el «momento oportuno», aquél en que se vieran amenazados los valiosísimos yacimientos de mineral de hierro de Suecia. El 30 de noviembre de 1939, cuando, a diferencia del señor Snow, el gobierno británico seguía sin tener la menor certeza sobre cuál era la postura que había de adoptar, el Ejército Rojo atacó Finlandia. Los soviéticos habían supuesto que la contienda no duraría más de doce días, y entre los aliados occidentales se daba por sentado, en general, que las tropas invasoras (que superaban a las del país agredido según una proporción de casi tres soldados a uno) despacharían a las finlandesas enseguida. Sin embargo, no fue así. Mijaíl Timoshenko, combatiente adscrito a la XLIV división ucraniana del ejército estalinista, recuerda la eficacia que desplegaban los fineses a la hora de poner en práctica tácticas de guerrilla contra los invasores soviéticos: «Se acercaban con sigilo a nuestras hogueras en grupos reducidos de entre diez y quince hombres, nos rociaban con ráfagas cortas de ametralladora antes de volver a alejarse a la carrera… [C]uando mandábamos a nuestros hombres a seguir las huellas que habían dejado en la nieve, jamás regresaban: los finlandeses los esperaban emboscados para matarlos a todos. Nos dimos cuenta de que, sencillamente, era imposible hacerles la guerra… [Y]o estaba convencido de que debía de haberse producido algún tipo de malentendido: era incapaz de encontrar sentido a la decisión. ¿Por qué habían enviado a nuestra división a aquel lugar en que no había enemigo y en el que el frío, un frío terrible, estaba llevando a la gente a morir por congelación?»[78]. De los cuatro mil soldados que conformaban el regimiento de Timoshenko, los que volvieron ilesos no sumaban más de una octava parte. Entre tanto, en el Reino Unido se habían hecho universales las muestras de indignación frente a las acciones de la Unión Soviética. Si la campaña que había emprendido ésta a fin de confundir a los occidentales en lo tocante a la verdadera naturaleza de su invasión de Polonia oriental había tenido éxito, en el caso de Finlandia no hubo nada que pudiese acallar las consideraciones morales. Al cabo, ¿qué diferencia podía haber entre esta agresión y la que habían consumado los nazis en tierras polacas? En ambos casos había una nación poderosa intimidando a otra más pequeña. Presionado por la opinión pública, y preocupado aún por el peligro que podía correr el resto de países escandinavos, el gobierno británico ofreció cierta ayuda —muy limitada— a los fineses con el envío de una docena de bombarderos Blenheim y el préstamo potencial de medio millón de libras. Sin embargo, pronto se hizo evidente que la nación no iba a poder resistir mucho tiempo frente al Ejército Rojo. Lo que le había permitido causar problemas a los invasores en los primeros meses de la guerra había sido, sobre todo, el tiempo inclemente; pero este factor estaba a punto de cambiar. Según las valoraciones del Reino Unido, una vez que se derritiera la nieve con la llegada de la primavera, se haría notar la ingente superioridad numérica del Ejército Rojo. Por ende, se pidió a los jefes del estado mayor general que considerasen la posibilidad de emprender acciones militares directas con las que asistir a los fineses. Los rumores de este hecho que llegaron a los oídos del marxista británico Brian Pearce, quien acababa de alistarse en el regimiento real de fusileros de Northumberland, lo situaron, a su entender, en una posición en extremo difícil. Había sentado plaza en el ejército por considerar que «todos los comunistas deben tomar parte en ese género de guerra; deben estar donde se encuentran los obreros… [L]os comunistas siempre han despreciado el pacifismo… Se trata, por supuesto, de estar siempre con los trabajadores. Por tanto, uno se engancha; y claro, pueden darse circunstancias en que la posición que ocupa en el ejército sirva de manera excelente a la causa de la revolución. Aun podría ser que uno se encuentre en una situación en la que recaiga sobre los comunistas la salvación de la patria: una vez comenzada una guerra, puede ocurrir todo género de maravillas». Pearce confiesa que «no habría sido fácil» verse destinado a Finlandia a fin de combatir a las fuerzas soviéticas. «Supongo que me habría visto obligado a cambiar de bando… No hace falta que diga que el Ejército Rojo era nuestro ejército, y en una situación como aquélla, uno debía hacer cuanto estuviese en sus manos por la Unión Soviética… En esencia, éramos gente que había transferido nuestra lealtad a otro país, aunque, claro, nosotros no lo veíamos como otro país, sino como el cuartel general de la revolución mundial. Eramos la sección británica de la Internacional comunista, y la suya era la rusa; y como resultaba que ellos habían sido los primeros en hacer la revolución, eran ellos quienes nos guiaban». Llega incluso a reconocer que, de haber recibido los comunistas británicos un llamamiento para instigar actos de violencia en el Reino Unido a fin de promover su causa, «supongo que lo habríamos hecho. No resulta nada fácil decir que no lo habríamos hecho en aquel tiempo: estábamos tan entregados a la Unión Soviética… Era la luz del mundo, por expresarlo en términos religiosos, y uno puede cometer muchos crímenes menores a fin de lograr una [meta] mayor… [Y]a sabe: el fin justifica los medios». Por fortuna para él, al final, el gobierno británico decidió no emprender una operación a gran escala al objeto de ayudar a los fineses, y en consecuencia, él no hubo de encontrarse en posición alguna que lo empujara a desertar. No obstante, sí hubo varios cientos de voluntarios británicos, firmes detractores, a diferencia de Brian Pearce, de la agresión soviética, que viajaron a Finlandia para luchar, codo a codo con los fineses, contra el Ejército Rojo. De nada sirvió, sin embargo, ya que, tal como se había previsto, junto con la nieve se fundió la ventaja militar de estos últimos. La guerra concluyó en marzo de 1940, y los agredidos se vieron obligados a capitular ante la Unión Soviética y conformarse con unas condiciones algo peores que las que había exigido el Kremlin antes de la invasión. La que pudo parecer una guerra insignificante empeñada en un país remoto no careció, sin embargo, de relevancia. Demostró a los más sagaces del alto mando germano y británico que los soviéticos adolecían de no poca ineptitud militar. «La “masa” soviética —infirió el estado mayor general de Alemania— no puede competir con un ejército dotado de una dirección superior[79]» Y cierta evaluación militar del Reino Unido afirmaba con claridad meridiana que, si las fuerzas germanas decidían, en algún momento del futuro, romper el pacto sellado entre Mólotov y Ribbentrop e invadir la Unión Soviética, al Ejército Rojo le iba a ser imposible rechazarlas[80].. El soldado Mijaíl Timoshenko coincidía por entero con este parecer: «Los alemanes, como era de esperar, llegaron a la conclusión de que el Ejército Rojo era débil. Y en muchos aspectos estaban en lo cierto». La guerra contra Finlandia también puso de relieve, una vez más, la confusión que reinaba entre los dirigentes políticos del Reino Unido respecto a la Unión Soviética. Los británicos, tal como hemos visto, enviaron una porción escasa de ayuda militar a las fuerzas finesas que luchaban contra los invasores, y tal hecho llevaba a preguntarse si los soviéticos eran o no enemigos suyos. ¿Estaban participando, tal como lo expresó el señor Snow con una frase memorable, en una «guerra idealista contra la agresión», o en algo mucho más tradicional? ¿Se trocó el conflicto en algo más moral cuando vieron amenazados sus intereses propios, representados por los yacimientos suecos de hierro? Tamaño desconcierto aún no se había logrado resolver de forma adecuada. PRIMERAS DEPORTACIONES POLACAS En febrero de 1940, estando aún en guerra con Finlandia, los soviéticos emprendieron una serie de represalias y deportaciones multitudinarias en Polonia oriental. En total, efectuarían cuatro aluviones principales de expatriaciones en la región, motivado cada uno de ellos de manera independiente. El primero tuvo principio la noche del 10 de febrero de 1940 y afectó, en particular, a un colectivo al que Stalin profesaba especial inquina en el plano de lo personal: el de los veteranos de la guerra entablada en 1920 entre Polonia y el recién creado estado bolchevique, conocidos como osadnicy (plural de osadnik). El 2 de diciembre de 1939, Beria había escrito a Stalin acerca de éstos en un documento portador del sello de ultrasecreto. El informe comenzaba con una lección de historia: En diciembre de 1920, el gobierno polaco anterior aprobó un decreto relativo al asentamiento de los llamados osadnicy en regiones fronterizas de la Unión Soviética. Los eligieron exclusivamente entre el antiguo personal militar polaco, y les asignaron veinticinco hectáreas de tierra, junto con ganado y equipamiento, cerca de los territorios soviéticos que lindan con Bielorrusia y Ucrania[81]. Beria consideraba que la simple existencia de estas gentes en la zona oriental de Polonia representaba una amenaza para el Estado soviético, por cuanto constituía «un terreno favorable para toda suerte de acciones antisoviéticas»; lo que le permitió extraer una sencilla conclusión: «Consideramos inevitable deportarlos junto con sus familias». Apenas hubo de esperar dos días para recibir la autorización pertinente a fin de llevar a término tal operación: la relegación de todos los osadnicy a lo más remoto de la Unión Soviética al objeto de emplearlos como mano de obra forzada en «actividades de explotación forestal[82]». Además, debía seleccionarse a los «más maliciosos» para arrestarlos por separado. Nikolái Diúkarev, integrante de una de las unidades de la NKVD apostadas en la ciudad polaca (hoy ucraniana) de Równe, fue uno de cuantos hubieron de encargarse de poner por obra las deportaciones. «A finales de 1939 —relata—, recibí órdenes de reasentar a los osadnicy, y comenzamos a contar el número de familias… Yo era joven entonces: tenía sólo veinte años, y no entendí buena parte de lo que estaba ocurriendo. Había recibido instrucciones de Kiev». Sin embargo, tenía el conocimiento suficiente para creer que aquellos veteranos «eran enemigos nuestros. Se oponían a la Unión Soviética; por lo que eran enemigos nuestros. Apoyaban a Polonia. Sabíamos que los de la zona los odiaban por ser ricos, poseer tierras y tener de todo mientras que ellos vivían en la pobreza». La técnica empleada por la NKVD a la hora de efectuar las expatriaciones consistía en trasladar a los sujetos con la mayor rapidez y sorpresa posibles, aunque sólo después de efectuar numerosos preparativos en secreto. Nikolái pasó semanas enteras visitando los hogares de los osadnicy de su zona de actuación haciéndose pasar por «experto agrícola». Cuando lo invitaban a entrar en una casa, se informaba del número de personas de que disponía la familia, la extensión de sus tierras y la cantidad de ganado que poseía. Una vez obtenidos estos detalles, la NKVD estaba lista para emprender la deportación de todos los individuos seleccionados en una sola noche. Wiesława Saternus supo de la existencia de aquella operación la madrugada del 11 de febrero de 1940, cuando oyó aporrear la puerta principal del domicilio que compartía con sus padres y sus tres hermanos. Como quiera que, por haber combatido en la guerra contra los bolcheviques hacía veinte años, el cabeza de familia había recibido, a guisa de recompensa, cierta porción de terreno en el distrito de Włodzimierz Wołyński, todos fueron clasificados como osadnicy por el servicio secreto soviético. Aún medio dormido, el veterano abrió la puerta y dejó pasar a los soldados. «Dos de ellos se comportaban de un modo brutal, muy violento —recuerda Wiesława—. Empujaron a mi padre hacia el interior de la casa y le ordenaron que se sentara en el suelo y pusiese las manos en la nuca». El de más graduación de los tres, quien, al decir de Wiesława, era menos agresivo que los otros, les anunció que iban a «realojar» a toda la familia. La abuela se hallaba en la casa de visita, y protestó diciendo que «no deberían incluirla en aquello»; pero el oficial de la NKVD repuso: «No importa: coge tus cosas, que también vamos a realojarte». El hogar se sumió en la confusión mientras la madre trataba de embalar cuanto podía. Los niños lloraban mientras observaban aterrados a los soldados, que registraban a su padre por ver si ocultaba algo en la ropa interior. Uno de éstos dijo a Cristina, su hermana, que cogiese una muñeca que le habían regalado en Navidad para llevarla consigo; pero ella la apartó. «Así que [el de la NKVD] me la dio a mí —señala Wiesława— y me dijo en polaco… No sé cómo había aprendido a hablarlo, pero me dijo: “Llévatela, porque en el sitio adonde vais no hay muñecas así”. Debí de cogerla, porque más tarde nos fue de utilidad cuando mi madre la usó para conseguir comida [mediante un trueque]». Sólo les concedieron media hora para empaquetar sus pertenencias antes de sacarlos de la casa y subirlos a los camiones que los aguardaban. A continuación, los llevaron a la estación local de ferrocarriles, en donde los metieron en furgones atestados. «Cerraron los vagones a cal y canto. Dentro había un gran estrépito. Recuerdo aquel ruido, semejante a los golpes que se oyen en la puerta cuando llaman de noche. Jamás voy a olvidarlo. Eran como pedazos de hierro. Enseguida supimos que nos habían encerrado y que íbamos a vivir en la esclavitud». Durante aquella primera deportación se trasladó al menos a 130 000 personas —o a poco menos de 200 000, según algunas estimaciones— a remotas regiones septentrionales en viajes horrendos que podían durar semanas. Wiesława Saternus y su familia acabaron en un campo maderero de Siberia. «Teníamos una hambre atroz —recuerda—, y la del hambre es una experiencia extraña. Quien no la haya experimentado nunca podrá entenderla. El hambre de verdad deteriora a un ser humano, y lo convierte en animal». «Yo era el responsable de deportación de una o dos aldeas, creo —refiere Nikolái Diúkarev—. No sé muy bien qué fue de ellos. Recuerdo que era un trabajo muy duro [organizar las expatriaciones]. No era muy agradable. Cuando yo era joven, las cosas eran diferentes: había órdenes, y teníamos que acatarlas. Sin embargo, ahora que pienso en aquello, me resulta muy penosa la idea de llevarse a niños cuando aún son muy pequeños, y si uno se para a reflexionar, no parece muy bueno. Prefiero no hablar mucho de ello. Sabíamos, claro está, que eran enemigos nuestros, enemigos de la Unión Soviética, y que había que “reciclarlos”… Ahora, me arrepiento; pero en aquel momento era otra cosa». Por lo que respectaba a Diúkarev y a sus camaradas, detrás de todas las acciones de la NKVD se hallaba la poderosa figura del dirigente de su nación. «En fin: todos teníamos a Stalin por un dios, y su palabra era siempre la última en cualquier asunto. A nadie se le pasaba siquiera por la cabeza que no fuese lo correcto. En aquel momento, no nos cabía la menor duda. Toda decisión adoptada era la correcta. Y ésa no era sólo mi opinión: todos pensábamos así. Estábamos construyendo el comunismo. Obedecíamos órdenes. Creíamos». Paralelamente al destierro de estos «enemigos de clase», se llevó a término la incesante vigilancia de la población recién sovietizada de Polonia oriental con la intención de garantizar su sumisión al nuevo orden político. Se acabó con la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de movimiento…: apenas existía libertad alguna. Y por encima de todo, las autoridades soviéticas estaban resueltas a erradicar cualquier asomo de nacionalismo. Galina Stavárskaia descubrió en persona cómo pensaban tratar las fuerzas de ocupación a los disidentes políticos cuando, poco después de la invasión, oyó llamar a golpes a las endebles puertas de la casita de campo que tenía en las cercanías de Lwów. La NKVD quería interrogarla acerca de las actividades de cierta organización nacionalista ucraniana llamada AON, un grupo político que, sobra decirlo, había quedado fuera de la ley. La policía secreta creía que la joven, de diecinueve años a la sazón, ejercía de mensajera para aquélla, y en consecuencia, la llevó a una prisión de la ciudad a fin de interrogarla. «Había sentados tres hombres de complexión robusta —relata—. Tenían las manos grandes; los brazos, fuertes. Y me preguntaron: »—¿Perteneces a alguna organización secreta? »—No —les dije yo. »—¿Eres miembro de esa organización? »—No. »—¿Qué función cumples dentro de la organización? »Yo les respondí: »—No estoy en ninguna organización. ¿Cómo voy a poder cumplir una función si no pertenezco a ninguna organización? »Entonces me golpearon por la derecha; luego, por la izquierda, y después me dieron un golpe en la cabeza… También me patearon la espalda. Eran gente sana, bien alimentada. Sí, señor: tenían buenos bíceps[83]». Cuando se cansaron de usar los puños, comenzaron a agredirla con porras de goma. «Tenían medio metro de largo… y se pusieron a darme con ellas. Tenía una cicatriz negra en el cuello, como un cardenal que nunca acababa de sanar. Me marcaban así con sus golpes. Aquello era como estar en el infierno… Es muy doloroso recordarlo. No paraban de golpearme… Pero yo les dejé claro que estaba dispuesta a morir antes de decirles nada». Galina les suplicó clemencia con estas palabras: «Yo también soy hija: tengo madre, que me espera en casa, padre y amigos…». Pero no sirvió de nada. «Se deleitaban golpeándome: les daba placer… Eran sádicos… Si supiese las cosas que me llamaron… ¡A mí, que no era más que una niña que aún no sabía lo que era besar a un hombre!». Al final, como remate de aquella tortura, le tironearon el cabello. «Me lo arrancaron… ¡Yo era tan joven…! Tenía el pelo rizado, y rubio». Tras el «interrogatorio», la llevaron a una celda, y en ella se vio junto con otras detenidas «como sardinas enlatadas». «[L]as otras muchachas me ayudaron. Una de ellas me lavó. Había una que era monja… Era muy devota, y tenía unas manos muy suaves. Las posó sobre mí y me confortó». Entre una sesión y otra de tormento e interrogatorio, Galina dormía en el único espacio que quedaba libre en aquel lugar atestado de presas: al lado del cubo que hacía las veces de retrete. «Todas orinábamos —expone— alrededor de aquel balde, y a la que correspondía el turno de limpieza le tocaba quitarlo. Natalia Shuhévich [otra reclusa] no fue capaz de hacerlo: acababa de desayunar, y cuando tuvo que lavar los orines, vomitó. Aquello fue muy duro». Así y todo, si en Occidente, en general, se sabe poco de lo que hubieron de sufrir los habitantes de la región oriental de Polonia en manos de los soviéticos, hay entre los crímenes perpetrados en aquella época otro que sí ha llegado al conocimiento del público general. Se trata de un asesinato multitudinario al que se conoce, de forma colectiva, con un nombre que, en cierto modo, puede resultar engañoso: Katyń. LA ATROCIDAD DE KATYŃ El 5 de marzo de 1940, Stalin firmó de su puño[84], junto con Voroshílov, Mikoián y Mólotov, compañeros de Politburó, una propuesta procedente de Beria que se tradujo en el asesinato de más de veinte mil ciudadanos eminentes de Polonia oriental, oficiales muchos de ellos del ejército. El mundo supo por vez primera de aquel crimen en abril de 1943, cuando los alemanes, quienes, llegado aquel momento, habían ocupado el territorio que circundaba a la ciudad soviética de Smolensk, sita en el oeste ruso, descubrieron una fosa común en un bosque llamado Katyń —y que, en realidad, no era sino uno de los tres lugares distintos que empleó la NKVD para enterrar los cadáveres de las víctimas—. Semejante hallazgo rondaría la cabeza de los participantes de toda negociación futura entre los aliados occidentales y la Unión Soviética. El crimen de Katyń —pues el nombre de aquel enterramiento, en el que se encontraron poco más de cuatro mil cuerpos, se convirtió, para confusión de la posteridad, en la denominación por la que se conocería aquel desafuero— resulta significativo por diversas razones, de las cuales no es baladí la de que, en cierto modo, no parecía propio de Stalin y sus compinches. Porque, si bien se habían dado con anterioridad ejecuciones aisladas de grupos selectos en la Unión Soviética, no cabe dudar de que en ningún momento se había llegado a una escala semejante a la que supuso el exterminio de todo un cuerpo de oficiales. Hasta entonces, la manera «normal» que tenía el régimen estalinista de librarse de grupos numerosos a los que consideraba una amenaza era la deportación. Aunque las tasas de mortalidad que se verificaban en los diferentes campos de que disponía el sistema penal soviético (conocido con el nombre colectivo de Gulag) no eran uniformes, sí cabe afirmar que podían alcanzar el 20 por 100 anual. El grueso de los suboficiales polacos y soldados pertenecientes a las clases de tropa que capturó el Ejército Rojo durante el otoño de 1939, por ejemplo, estaba destinado a este género de castigo. Gueorgui Dragúnov, oficial de las fuerzas soviéticas destinado a Polonia oriental, se refiere así a las citadas expatriaciones: «no nos resultaban sorprendentes, porque ya habíamos visto antes cosas así. Yo vivía cerca de las vías del ferrocarril, y en la década de 1930 no dejé de ver pasar trenes plagados de gente… Di por hecho que se trataba de parte de la norma: si había trenes así que iban a Siberia desde Moscú, ¿por qué no los iba a haber también desde la Bielorrusia occidental [parte de la Polonia del este ocupada]? Nos habían enseñado a creer que eran enemigos del pueblo y debían ser deportados. Sólo ahora, gracias a la perspectiva que concede el tiempo, me doy cuenta de que eran los mejores. Pero uno tiene que vivir su vida para entenderlo». Por lo tanto, si las deportaciones constituían una parte de la vida en la Unión Soviética de Stalin, ¿por qué habían de ser tratados aquellos ciudadanos polacos de un modo diferente y asesinados en multitud? Los documentos de la NKVD hacen pensar en varios motivos posibles para aquel crimen. En primer lugar, el sistema penal soviético se vio desbordado hasta extremos preocupantes por la repentina llegada de prisioneros de guerra polacos en el otoño de 1939 —su número alcanzaba casi el cuarto de millón—. Tanto es así, que no tardaron en darse instrucciones por las que se permitía la liberación de un tercio aproximado de los militares capturados. Lo que resulta digno de tener en cuenta es que sólo se dejó que volviesen a sus hogares los de menor graduación, y no a los oficiales, quienes, en cambio, fueron confinados, en su mayoría, en tres campos de concentración: el de Kozielsk, al sureste de Smolensk; Ostashkov, en la región de Kalinin, y el de Sarobelsk, cerca de Járkov, en Ucrania occidental. Junto con ellos se vieron encerrados otros ciudadanos de renombre, incluidos médicos, abogados, académicos y escritores. La NKVD, en consecuencia, seguía con su estrategia —evidente en los albores de la invasión— de perseguir, en particular, a la intelectualidad polaca. La vida de los reclusos de aquellos recintos, que difícilmente podría calificarse de agradable, no resultaba, sin embargo, opresiva en particular si se tiene en cuenta que se trataba de la Unión Soviética. A los prisioneros, amén de vacunarlos contra diversas enfermedades, entre las que se contaban el tifus y la viruela, se les permitía enviar y recibir correspondencia. Aun así, cierto documento de la NKVD con fecha de 1 de diciembre de 1939 demuestra que las autoridades soviéticas no consideraban que aquéllos fuesen prisioneros de guerra «normales», sino que los tenían por «contrarrevolucionarios», y como tales, eran susceptibles de ser sometidos a una investigación y «castigados» por sus «crímenes[85]». En consecuencia, se enviaron a los campos de concentración agentes de la policía secreta que estuvieron varios meses interrogando a los presos. Su función consistía en indagar en qué grado estaban dispuestos a cooperar los polacos, así como si podía adiestrarse a alguno de ellos para transformarlo en comunista. Sin embargo, los más se obstinaban en no colaborar: se aferraban con firmeza al sistema tradicional de creencias que tan querido les había sido en su patria y que se hallaba arraigado en un catolicismo apasionado. En una fecha tan avanzada como la de las primeras semanas del año 1940, después de que la NKVD hubiese puesto fin a la valoración de cada uno de los prisioneros, aún parece que las fuerzas de seguridad soviéticas seguían convencidas de que enviarían a los polacos, como de ordinario, a los recintos del Gulag[86]. De súbito, sin embargo, el día 5 de marzo, se cambiaron estos planes por otros de homicidio. Sabemos que Stalin sentía una gran pasión —cosa que ha de entenderse en un sentido de todo punto negativo— por Polonia, y que su predisposición a odiar a sus habitantes y desconfiar de ellos debió de verse avivada por las noticias que recibió en febrero de Beria, quien lo informó de que los prisioneros eran, a su entender, gente incorregible. Asimismo, a juzgar por los comentarios que haría el dirigente en las negociaciones que iba a mantener en el futuro con los aliados occidentales, es evidente que jamás tuvo la menor intención de devolver a un posible estado polaco el territorio ocupado por la Unión Soviética durante el otoño de 1939. Dadas tales circunstancias, no cabe sorprenderse de que los integrantes de la flor y nata del país invadido fuesen reputados particularmente peligrosos. La mayoría no había dado muestra alguna de haberse propuesto actuar sino de un modo perjudicial —y aun revolucionario, quizá— caso de poder regresar a la zona de su nación ocupada por los soviéticos. Otro factor que bien pudo haber estado presente en el pensamiento de Stalin en aquel momento fue el conocimiento, cada vez mayor, de las acciones y la mentalidad de los nazis. Su régimen había mantenido muy diversos contactos con éstos, no sólo a través de la labor de la comisión fronteriza, sino también por mediación del intercambio de miles de prisioneros. Hasta había tenido lugar, en Lwów, en octubre de 1939, una reunión entre gentes de la Gestapo y de la NKVD a fin de tratar de asuntos de interés mutuo, y con posterioridad, en noviembre de 1940, se entrevistarían en Berlín Heinrich Himmler, jefe de la SS, y Merkúlov, subordinado inmediato de Beria, en Berlín. El dirigente soviético, por lo tanto, tenía noticia de los actos de represión que estaban poniendo por obra los nazis en el lado occidental de Polonia. Éstos habían emprendido una campaña de limpieza étnica, ambiciosa en grado sumo, que los había llevado a realojar porciones considerables de la población polaca, deportando a cientos de miles de personas a la zona oriental de la región de Polonia que caía bajo su dominio, a tiempo que incorporaban otras áreas —como Danzig-Prusia Occidental y el área situada en torno a Poznań, conocida por los nazis como Warthegau— al Reich para que formasen parte de Alemania. Además, estaban confinando a los judíos de Polonia en guetos e identificando a los integrantes de la intelectualidad para enviarlos a campos de concentración. De hecho, las investigaciones más recientes dan a entender que algunas de sus acciones —el arresto, por ejemplo, de académicos polacos efectuado en noviembre de 1939 por los nazis y las detenciones que llevó a término al mismo tiempo la NKVD en diversos centros universitarios leopolitanos— fueron fruto de las negociaciones previas de los servicios de seguridad nazis y soviéticos, y aun que estuvieron coordinadas[87]. Todo ello plantea la posibilidad de que Stalin y Beria, tras observar la radical reorganización del lado occidental de Polonia que habían puesto en marcha los nazis, decidiesen, por ende, adoptar ellos también medidas drásticas. Aun así, en tanto que desconocemos la influencia precisa que pudo ejercer el proceder de los nazis sobre la mentalidad de los soviéticos, sí tenemos certeza, a partir de las pruebas de que disponemos, de que estos últimos estaban persuadidos de que podían obtener beneficios manifiestos en caso de eliminar a la clase dirigente polaca. Éste debió de parecerles, asimismo, un medio exento de riesgos, por cuanto costaba imaginar que el crimen pudiese llegar a descubrirse jamás. De hecho, si Beria hubiese elegido un lugar situado más al este del bosque de Katyń en el que llevar a cabo los asesinatos, tamaña atrocidad nunca hubiera llegado a oídos del público durante la guerra (y tal vez sus detalles seguirían siendo un secreto en nuestros días). Así las cosas, confiados en el convencimiento de estar actuando con total impunidad, Stalin y los suyos firmaron, el 5 de marzo, la orden de investigar de forma somera, «mediante procedimiento especial», a los polacos y ejecutarlos de un disparo en caso de ser considerados indeseables. Las instrucciones se hacían extensivas no sólo a los poco menos de quince mil reclusos de los tres campos de concentración, sino también a los once mil ciudadanos aproximados de Polonia oriental —de ascendencia ucraniana o bielorrusa en muchos casos— que habían sido arrestados por «actividades contrarrevolucionarias». El «examen mediante procedimiento especial» a que se había sometido a los prisioneros de guerra polacos de los campos de concentración no fue más que una farsa. Casi todos fueron condenados a muerte después de leídos sus expedientes por un comité conformado exclusivamente por Merkúlov, Bashtakov y Kobulov. Los que se libraron de ser fusilados apenas sumaban cuatro centenares, y casi todos ellos habían asegurado con anterioridad, al ser interrogados por la NKVD, estar dispuestos a permanecer en la Unión Soviética. Por otro lado, de los once mil que se hallaban recluidos en prisiones, habrían de ser ejecutados algo más de siete mil; lo cual, conforme a las cifras de los propios soviéticos —reveladas sólo tras la caída del comunismo—, hace un total de 21 857 personas muertas a consecuencia de las disposiciones del 5 de marzo. Así y todo, seguía existiendo una gran diferencia entre dar la orden de matar a un millar tras otro de ciudadanos polacos y tener la capacidad necesaria para llevarla a término. Y si el paso que dieron Stalin y el resto de la cúpula soviética al mandar que se acabara con la vida de tamaño número de extranjeros con tanta rapidez fue colosal, aún lo fue más la presión que se impuso a los agentes de la NKVD para que llevasen a efecto semejantes instrucciones. En 1991 fue posible hacerse una idea del modo como acometió la policía secreta tan espantosa labor a través de la entrevista que hizo cierto fiscal militar ruso al general Dmitri Tókarev, antiguo superior de la NKVD en la región de Kalinin[88]. En ella hace saber que, en marzo de 1940 se le convocó a una reunión en Moscú junto con otros dos colegas de aquel organismo, y que Bogdán Kobulov, subdirector de la NKVD, los informó de que, en «lo más alto del escalafón», se había decidido que había que fusilar a los polacos. Tókarev pidió entonces hablar en privado con aquél tras el encuentro, y una vez a solas con él, asegura haberle dicho: «¡Jamás en la vida he tomado parte en una operación semejante!»; pero Kobulov le replicó montando en cólera: «¡Contamos contigo!». Tras aquello, Tókarev volvió a su puesto y ordenó que se hiciesen los preparativos pertinentes en la prisión de Kalinin para consumar la matanza. En consecuencia, se forraron con terciopelo dos salas a fin de amortiguar el ruido de los disparos. Cada prisionero habría de comparecer, en primer lugar, ante un funcionario de la NKVD a fin de que comprobase su nombre en una lista —y se asegurase así de que se estaba ejecutando a la persona indicada—. A continuación, se le esposaría y sería trasladado a la habitación contigua, en donde recibiría un disparo en la nuca. Retirado el cadáver, se repetía la operación con el siguiente. El primer transporte de polacos procedente del campo de concentración de la vecina Ostashkov llegó a la cárcel de Kalinin en abril. «Creo recordar que la primera noche trajeron a trescientas personas —desveló Tókarev—. Eran demasiadas: las noches eran muy cortas, y de día no podíamos trabajar. Entonces, comenzaron a traernos a doscientas cincuenta cada noche». Se ordenó a cierto número de agentes relativamente jóvenes de la NKVD, entre los que se incluían conductores y guardias, que participase en la carnicería. Uno de ellos, por nombre Blojín, iba ataviado de un modo especial, con un mandil de color pardo, guantes y una gorra, todo ello de cuero. «Aquello me produjo una impresión horrible —aseveró Tókarev—. Por paradójico que pueda resultar, los verdugos soviéticos empleaban pistolas Walther alemanas por considerarlas más seguras que sus propias armas cortas». Sin embargo, aun aquéllas acabaron por desgastarse a fuerza del uso, y Tókarev recordaba que los asesinos habían tenido que hacerse con una «maleta» de armas de fuego de repuesto. Según su testimonio, la matanza se prolongó durante un mes aproximadamente, siempre de noche. Una vez muertos todos los polacos de la prisión de Kalinin, se organizó, a fin de celebrar la «hazaña», un banquete al que él asegura no haber asistido. El asesinato de los reclusos de Sarobelsk, el segundo de los tres campos de prisioneros de guerra, se efectuó en la prisión que dirigía la NKVD en Járkov, y respondió, en líneas generales, a un método similar. Los ajusticiamientos volvieron a llevarse a término de noche, con individualidad y mediante un disparo en la nuca. Los cadáveres se retiraban en camiones para ser enterrados —como los de Kalinin— en una fosa común sita en los campos circundantes. Sin embargo, la matanza de los prisioneros del campo de concentración de Kozielsk fue diferente: el remoto bosque de Katyń, que habría de convertirse, a la postre, en su última morada, fue también el lugar en que se perpetraron los homicidios. Nina Voevódskaia, que contaba once años en 1940, recuerda haberlos visto en vagones de tren en un apartadero de la estación de Gniezdowo, a escasos kilómetros del bosque de Katyń. Había logrado acceder a aquella zona prohibida porque su tío, oficial de la NKVD, les había dicho, a ella y a su hermana menor: «Si queréis, os puedo enseñar a los polacos». Gracias a él, habían podido franquear el puesto de la guardia y llegar a la vía muerta en la que aguardaban varios furgones de ferrocarril con «ventanillas con rejas como barrotes». «Los polacos nos saludaban con la mano desde sus vagones —señala—. Eran jóvenes, e iban de uniforme. Aún me acuerdo de lo guapos que eran[89]». Aunque los informes publicados con anterioridad daban a entender que todos los prisioneros fueron llevados de inmediato de la estación al bosque en el transcurso de la noche, uno de los fiscales que nombraron las autoridades rusas en 1990 para examinar lo ocurrido en Katyń confirmó la validez del testimonio de Nina Voevódskaia, y hoy parece claro que, de cuando en cuando, los asesinos del bosque no daban abasto con el volumen de condenados, y tal circunstancia los llevó a hacer esperar a algunos en el citado apartadero durante un día o más, custodiados por la NKVD[90]. Por otra parte, por extraña que pueda parecer la jovialidad que, al decir de Nina, desplegaban los polacos, lo cierto es que no desdice de lo que conocemos de aquella historia. Los presos estaban persuadidos de que los llevaban a un campo de trabajo, y no faltaban indicios alentadores de que iban a recibir un trato mejor en adelante: todos habían recibido alimento para el trayecto, y habían sido vacunados contra determinadas enfermedades. ¿Quién iba a querer molestarse en gastar inyecciones con gente a la que estaban a punto de matar? De la estación de Gniezdowo los llevaban, por grupos, al bosque en vehículos de la NKVD, y quienes habitaban los alrededores no tardaron en inferir lo que estaba ocurriendo. Cierto granjero ruso llamado O. Kiseliev comunicó a los alemanes en 1943: «En la primavera de 1940 llegaron al bosque, a diario, tres o cuatro camiones cargados de gente durante cuatro o cinco semanas… Desde aquí se oían los disparos y los gritos de esos hombres… En la zona en donde vivo no es ningún secreto que la NKVD estaba fusilando a los polacos[91]». Nadie sabe con certeza por qué se optó por ajusticiar a las víctimas en el bosque de Katyń en lugar de matarlas en la prisión que poseía la policía secreta en la ciudad vecina de Smolensk antes de trasladarlas allí para enterrarlas. Aun así, cabe pensar que la presencia de una valla en torno al lugar —que había hecho de él un área segura por muchos años— y la existencia de una casa de reducidas dimensiones en el bosque susceptible de ser usada como base por la NKVD pudieron haber llevado a pensar a los ejecutores que, en este caso, a diferencia de las otras dos carnicerías, resultaba más fácil asesinar a los polacos al pie de sus tumbas. LAS DEPORTACIONES DE ABRIL Mientras los miembros de la oficialidad y la intelectualidad polacas encontraban la muerte en Katyń, Kalinin y Járkov, los familiares que habían permanecido en Polonia oriental estaban a punto de convertirse también en víctimas de la NKVD. Poco después de publicarse la orden del 5 de marzo, Beria obtuvo la autorización necesaria para difundir una nueva disposición, por la cual debía deportarse a las madres, las hermanas, los hijos y los demás parientes de los ciudadanos asesinados. Boguslava Gryniv, cuyo padre había muerto a causa de la orden que propició las «matanzas de Katyń», y los suyos oyeron rumores de que los iban a expatriar la noche antes de que fuese por ellos la policía secreta. No obstante, su madre se negó a tratar de escapar, toda vez que estaba convencida de que al fin la llevarían con su esposo, quien llevaba meses desaparecido de la prisión. «Enseguida dijo: “Vamos a reunimos con tu padre. Así demostraremos lo que lo queremos”». Pasada la medianoche del 13 de abril de 1940, llamaron a su puerta. Era un soldado de la NKVD, y dadas las circunstancias, resultó ser un hombre de cierta compasión. «Mi madre dijo: »—Estamos listos. Aquí nos tiene. »Él preguntó: »—¿Cómo que estáis listos? —Entonces entró en la despensa y quiso saber—: ¿Qué es todo esto? »Mamá respondió: »—Es nuestro. »Y él dijo: »—¿Y por qué lo vais a dejar atrás? —En el interior dio con un cesto grande, y añadió—: Tomad esto. —Había comida, avena… De todo. Se puso a abrir las alacenas, y preguntó—: ¿Todo esto es vuestro? —No tocó nada; simplemente quiso saber—: ¿Y por qué no lo lleváis con vosotros? »Lo cierto es que hizo que nos llevásemos [todo aquello]. Entonces, miró a su alrededor [y dijo]: »—¿Dónde tenéis la ropa de cama? ¿Dónde está? Cogedla también. »Él sabía que nos iban a deportar. Ya ve: mi madre pecaba de idealista: íbamos a sufrir al lado de mi padre. Le estoy muy agradecida a aquel hombre que nos aconsejó lo que debíamos llevarnos». Uno de los aspectos más llamativos de los testimonios de aquellos expatriados es la variedad de actitudes de que dan cuenta al hablar de los soldados de la NKVD. Si Boguslava Gryniv se muestra «agradecida» para con el que se encargó de deportarlos a ella y a sus familiares, Tadeusz Markow hubo de enfrentarse a una experiencia por demás diferente. «Sólo llevamos con nosotros el pan del desayuno, porque nos aseguraron que estaríamos de vuelta para la hora del almuerzo —escribió—. [También] nos dijeron que, si nos poníamos los peores atuendos que tuviésemos, liberarían a nuestro padre». Se trataba, claro está, de un engaño policial concebido para que la NKVD pudiera saquear los mejores alimentos y la ropa de más calidad[92]. En la ciudad de Równe, situada en la zona más oriental de la Polonia ocupada por los soviéticos, cerca de lo que había sido la frontera con Ucrania, la policía secreta despertó a otra familia aquel mes de abril. Nina Andréieva, aún colegiala, vivía con su madre viuda. Su hermano mayor, escultista, había sido arrestado el otoño anterior. Su testimonio, como el de Boguslava Gryniv, dice mucho de la repercusión que tuvieron las matanzas de Katyń, y recuerda que los oficiales e intelectuales polacos y sus familiares no fueron los únicos que hubieron de sufrir de resultas de las instrucciones de Beria. La NKVD había ido en busca de su hermano seis meses antes, por la noche. «Fue espantoso — afirma—. Cuando me despertó mi madre, había en la habitación varios extraños de uniforme. Yurik [su hermano] estaba allí de pie. Llevaba puesto el abrigo del colegio, y me dijo adiós. Aquélla fue la última vez que lo vimos. Así nos despedimos». Su madre, desesperada, trató de saber de él, pero lo único que pudo averiguar fue que la NKVD había llevado a cabo una detención colectiva —que tenía por objetivo particular jóvenes adeptos al escultismo— por causa del asesinato de que había sido víctima de forma reciente un comisario en un parque de las inmediaciones. «Estaban investigando si alguno de los muchachos había participado en aquel crimen. En resumidas cuentas, los habían detenido a todos para “reeducarlos”, por el simple hecho de haber sido educados a la manera de Polonia, lo que significaba que eran enemigos del poder soviético[93]». Igual que la familia de Boguslava Gryniv, Nina y su madre sólo tuvieron veinte minutos para hacer las maletas después de que llegara la NKVD con orden de deportarlas. Sin embargo, a diferencia de aquélla, toparon con soldados cuya honradez dejaba mucho que desear. «No cojáis demasiadas cosas —les advirtieron—, y no os llevéis nada de valor. Dejad aquí los objetos de oro, y si tenéis dinero, también». «¿Qué era lo más necesario? —recuerda Nina—. Yo cogí mi muñeca». Como el resto de cuantas se vieron expulsadas de su hogar aquel mes de abril, las familias de Boguslava Gryniv y Nina Andréieva fueron transportadas en camión a la estación de ferrocarril más cercana, en donde las hicieron subir a trenes atestados que habrían de partir hacia el este. Viajaron en condiciones espantosas: Boguslava y su madre hicieron el trayecto a bordo de un furgón al que habían dotado de dos plantas: la inferior, para el equipaje, y la superior, para los deportados y sus jergones. Tal cosa significaba que los pasajeros habían de estar hacinados, sin poder siquiera ponerse en pie. «Desde entonces —asevera—, sufro trombosis en las piernas por haber pasado días sentada». «No fue fácil. Había un balde [por todo retrete]; de modo que teníamos que usar una sábana o una manta: mi madre la sostenía en alto, y así yo podía meterme detrás. Era muy difícil acostumbrarse. Además, claro, no podíamos asearnos ni cambiarnos de ropa. Y así dos semanas enteras… Y como lo que nos estaba ocurriendo resultaba tan perturbador, todas comenzamos a menstruar. »Todo el tiempo que pasamos en el vagón, sentíamos que estábamos siendo víctimas de una gran injusticia. [Siempre habíamos pensado] que nadie iba a ser capaz de tocar el hogar de uno. Una vez, oí a un aldeano decir: “¿Quién va a hacerme a mí menos que campesino?”. Pensaban que si tenías tierras, si tenías casa, eran sólo tuyas, y nadie podía arrebatarte su propiedad. Cuando mi padre construyó nuestro hogar, dijo: “Esto va a ser para mis hijos y para mis nietos Y entonces, de repente, todo aquello quedó destruido”». Al mirar a su alrededor, Boguslava puso mientes en que estaba rodeada de representantes de toda la variedad étnica de aquella región oriental del país, por cuanto, si bien la mayoría estaba compuesta por católicos polacos, había también ucranianos y judíos. Le costaba entender qué podían tener en común, pues huelga decir que ignoraba que todos eran parientes de presos que estaban a punto de ser ajusticiados. Quienes más sufrieron en aquellos trenes fueron los más ancianos y los de menor edad. Nina Andréieva vio morir a la hija recién nacida de su vecina, y fue testigo de cómo la arrojó al exterior por la portezuela el guardia de la NKVD estando aún en marcha el vehículo. «Es muy duro —afirma — expresar lo aterrador de aquella situación». Los deportados de abril fueron enviados a una serie de lugares remotos de la Unión Soviética, entre los que se incluían Siberia y Kazajistán, aunque ninguno de ellos acabó en las mismas ubicaciones septentrionales que los de dos meses antes. Como quiera que en febrero se había expatriado a familias enteras —incluidos los integrantes de las que dependían en lo económico—, muchas habían sido trasladadas a campos de trabajo dedicados a la silvicultura; pero entre los de abril abundaban las mujeres y los niños, y tal circunstancia los llevó a encontrarse, a la postre, abandonados en granjas colectivas aisladas. El tren que transportaba a Nina Andréieva y su madre llegó a altas horas de la noche, tras más de una semana de viaje, a una remota estación del norte de Kazajistán. La nieve y el barro se amontonaba en torno a los recién llegados, y en los alrededores sólo se alcanzaba a ver bosques inhóspitos y tundra. Tras quedar aglomerados una vez más en el interior de diversos camiones, los deportados comenzaron el trayecto que los llevaría a su destino final. «Nos llevaron a otro lugar — declara Nina—, [aunque] el recorrido no duró mucho. Había nieve por todas partes, y como podrá imaginar, al ser primavera, empezaba a derretirse. Por eso el camión quedó atollado en medio de un campo. ¡Y menudos campos había en Kazajistán! Parecían no tener fin. A cierta distancia había un bosque, y desde donde estábamos pudimos ver lobos salir [de él]: una manada de lobos». Nina y el resto de los expatriados los observaron mientras arremetían contra el vehículo. «El camión estaba en alto, pero eso no lo hacía menos espeluznante. Mi madre nos envolvió en una manta que llevábamos y nos ocultó así de los lobos. La gente lloraba, gritaba. El conductor empapó un trapo en gasolina, lo encendió y se lo lanzó». La manada se dispersó ante la amenaza del fuego, pero no tardó en volver a reagruparse para atacar de nuevo. «Y así estuvimos hasta que se hizo de día — recuerda Nina—. Fue horrible». Al día siguiente, llegó un tractor a fin de remolcarlos, y una vez liberados de la nieve, prosiguieron viaje hasta llegar a una lejana granja colectiva… en donde aún los aguardaba otra sorpresa: hasta donde alcanzaba la vista, no parecía haber población alguna. «No había viviendas. De pronto, observamos humo. Aquí, aquí, más allá… Salía de la nieve, y poco después comenzaron a salir, como a rastras, personas de aquellos refugios subterráneos». Aquella imagen resultó aterradora a Nina y su madre, acostumbradas al relativo refinamiento de la vida de la ciudad. Con todo, la experiencia por demás amedrentadora de su llegada aún habría de empeorar tras presentarse ante ellos, montado a caballo, el encargado de la granja colectiva. «Dijo [a quienes habitaban el lugar]: “Ni se os ocurra dejarlos entrar: son enemigos del pueblo. Son polacos: enemigos del pueblo”». Todo apuntaba a que pensaban dejar que muriesen en el bosque. Sin embargo, hubo entre los kazajos quien se apiadó de los deportados y les ofreció refugio en un establo o en el suelo de sus viviendas subterráneas. La mujer que había alojado a la familia de Nina murió semanas después de tuberculosis, y el encargado la echó de allí y la dejó, una vez más, expuesta al frío. «Así que mi madre fue andando al centro de la región. Estaba a diecisiete kilómetros, o quizá más lejos: no estoy segura… Allí la contrataron de auxiliar en el hospital». Gracias a la miseria que ganaba, pudo alquilar una vivienda subterránea compartida con otros deportados. «La casa —recuerda su hija— era terrible: en ella vivían doce familias. A nosotras nos correspondió un rincón, y en él no teníamos más posesiones que el cesto que habíamos llevado de casa. Allí dormíamos, y allí estuvimos tres años en aquellas condiciones». Durante el primer invierno, murió la madre de uno de los expatriados que se alojaban con ellas. «Aquél fue un invierno muy inclemente. El suelo estaba tan helado que resultaba imposible quebrarlo. Así no podíamos cavar una tumba: lo que hacíamos era sacar a los muertos y sepultarlos en la nieve. Los perros salvajes y los lobos se comían [los cadáveres, y el hijo de la difunta] no quería que su madre acabara así. Por eso nos pidió a todos: “Por favor, no se ofendan; pero no quiero que la descuarticen los lobos. ¿Por qué no la dejamos aquí [hasta que el hielo se derrita y podamos enterrarla]? Al fin y al cabo, está casi en el esqueleto; es como si fuese de madera. Y como se ha congelado por completo, no va a descomponerse”. Por eso la dejamos tendida en el pasillo, sobre un banco, por lo que todos los días teníamos que pasar a su lado; yo, de camino a la escuela, y mi madre, a su trabajo». Aquellos deportados, mujeres y niños en su mayoría, hubieron de tratar de sobrevivir en las peores condiciones que puedan imaginarse, y hacerlo sometidos al tormento añadido de no saber lo que podía haber ocurrido a sus esposos, sus hermanos y sus padres. En los archivos rusos se guarda un pedazo de papel escrito a mano que encierra las ansias que sentían por volver a ser una familia. Se trata de la carta de una niñita llamada Krissi Mykunstkoi dirigida «A nuestro querido Stalin, padre bondadoso». «Estos días estoy guardando cama —reza—, y estoy muy triste porque echo de menos a mi papá, al que llevo meses sin ver. Y estoy convencida de que sólo tú, gran Stalin, puedes devolvérmelo. Era ingeniero; lo llamaron para combatir en la guerra y lo cogieron preso. Ahora está en [la prisión de]. Kozielsk, en la región de Smolensk. A nosotros nos han trasladado desde Pińsk [ciudad del este de Polonia] a la república de Kazajistán… Aquí no tenemos familia. Mi madre está muy débil. Te pido, con todo mi corazón, que nos devuelvas a papá[94]». No cabe sorprenderse de que el dirigente soviético jamás respondiera a sus ruegos. No disponemos de datos estadísticos definitivos en lo tocante al número de personas que se vieron deportadas de Polonia oriental aquel mes de abril. Las investigaciones archivísticas más recientes efectuadas en Rusia han arrojado un número de poco menos de sesenta mil; pero no falta quien considere extraordinariamente baja tal estimación. La anterior, que rondaba los trescientos mil, parece, a juzgar por otras pruebas, más cercana a la realidad[95]. Tampoco sabemos con exactitud cuántos murieron a causa de las deportaciones, aunque suele haber acuerdo en que, de los que fueron expulsados de Polonia oriental aquel mes de abril, debió de perder la vida un tercio aproximado. Lo que sí revelan, sin embargo, los documentos existentes es la conexión manifiesta que se dio entre las expatriaciones de abril y las matanzas de Katyń: después de eliminar a los prisioneros, sus familias habrían de ser arrojadas a las heladas tierras baldías de la Unión Soviética. Aquellos parientes no habían cometido —ni siquiera en opinión de los estalinistas — más delito que el de estar entroncados con reos ajusticiados. Semejante acción constituye, huelga decirlo, un crimen de proporciones monumentales; un crimen del que aún no se ha pedido cuentas a nadie. LA REACCIÓN DE LOS ALIADOS ANTE LOS CRÍMENES Las deportaciones referidas no eran ningún secreto, tal como demuestra el que los diarios de Occidente daban parte de cuanto sucedía. Las autoridades soviéticas están trasladando a una parte ingente de la población del este de Polonia al interior de Rusia — participaba The New York Times el 15 de abril de 1940—. Los exiliados apenas disponen de quince minutos para dejar sus hogares [y] aun a quienes sufren enfermedades de seriedad los obligan a viajar en los trenes sin calefacción de que se sirve este plan de emigración[96]. El artículo hablaba también de las detenciones que llevaba a efecto con nocturnidad la policía secreta, de las terribles condiciones que se daban en las prisiones soviéticas de Polonia oriental y del hecho de que la región estuviese siendo despojada, de manera sistemática, de maquinaria y equipamiento. El Reino Unido también estaba bien al tanto de los acontecimientos. Sir Howard Kennard, embajador británico ante el gobierno polaco exiliado en Londres, remitió un informe sobre el particular a lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores, el 18 de mayo de 1940. Se ha vuelto a poner en marcha un plan de deportaciones a gran escala… Entre los detenidos se cuenta un número nada desdeñable de integrantes de la intelectualidad, como también las esposas y demás familiares de oficiales polacos que se hallan en el extranjero. Asimismo, es probable que también hayan sufrido arresto muchos escolares… No otra suerte parece pender sobre el resto de polacos que pertenecen a la clase terrateniente y habitan en la región septentrional de la zona de ocupación soviética, y todo ello resulta aún más terrible si pensamos que la generalidad de los supervivientes son mujeres y niños, cuya parentela ha quedado, en su mayoría, despojada de varones al hallarse éstos en el extranjero o presos en cárceles y campos de concentración rusos[97]. Poco más de dos semanas antes de enviar este informe, Kennard había advertido a sus colegas del Ministerio de Asuntos Exteriores de que el gobierno polaco exiliado estaba considerando la idea de pedir al británico que condenase las «atrocidades» que se estaban cometiendo en la zona de su país ocupada por los soviéticos, a fin de hacer ver la «indignación» que sentía ante métodos tan «bárbaros». Kennard dijo haber puesto a sus miembros en conocimiento de que, a su modo de ver, «iba a ser en extremo difícil garantizar… un consenso acerca de semejante declaración. En primer lugar, los soviéticos no estaban en guerra con nosotros, y además, estaba persuadido de que nos iban a odiar si hacíamos algo así en aquel momento[98]». Sir William Strang, alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, le respondió el 14 de mayo en estos términos: Coincidimos en gran medida con su postura… Una cosa es que los tres aliados publiquen una declaración conjunta contra Alemania, con la que todos estamos en guerra, y otra muy diferente, que se enfrenten de un modo similar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, estado con el que sólo han roto relaciones los polacos[99]. Es decir, que el gobierno británico no sólo estaba al corriente de muchas de las tropelías que estaban perpetrando los soviéticos en Polonia oriental, sino que no veía la hora de evitar pronunciarse al respecto, en tanto que, por descontado, condenaba abiertamente a los nazis por cometer crímenes similares en la región occidental del país. No es difícil entender el motivo que llevó al Ministerio de Asuntos Exteriores a adoptar tal proceder, dado que constituía, en esencia, una prolongación de la actitud que había guardado en septiembre de 1939 tras la invasión del este de Polonia por parte de los soviéticos. El gobierno británico alegaba que ya tenía suficiente con sostener un enfrentamiento bélico con Alemania sin necesidad de ponerse también a malas con Stalin. Así y todo, este silencio oficial significa que el grueso de la población del Reino Unido jamás llegó a establecer un verdadero paralelo entre las acciones que estaban llevando a término unos y otros en Polonia, así como que, a su vez, los mandamases soviéticos echaron de ver que apenas era probable que fuese a llamarlos a capítulo la comunidad internacional —o aun a censurarlos en público— por las atrocidades en que estaban incurriendo en la Polonia ocupada. La actitud británica se fundaba en el convencimiento de que estos últimos no estaban coligados con los nazis, sino que se habían limitado a firmar con ellos un pacto de no agresión. La realidad, sin embargo, era muy distinta: la Unión Soviética y Alemania eran aliados en la práctica, y la primera proporcionaba a la segunda no sólo materias primas con las que mantener en marcha su maquinaria bélica, sino también —y éste era, para ellos, uno de los mayores secretos de aquella guerra— asistencia militar. LA AYUDA MILITAR BRINDADA EN SECRETO A LOS ALEMANES Desde el otoño de 1939, fue posible ver buques mercantes germanos en el puerto de Múrmansk, población septentrional de la Unión Soviética, en donde embarcaban trigo para transportarlo a su patria. Los marineros alemanes deambulaban con libertad por la ciudad y se solazaban en el Club Internacional, un establecimiento de madera situado a escasa distancia de los muelles. Por consiguiente, y pese a la desaprobación oficial, se entablaron ciertas relaciones entre algunos de ellos y las muchachas de la ciudad. «Creo —afirma María Vécheva, quien a la sazón tenía diecisiete años— que era algo habitual que los marineros tuviesen novias aquí[100]». Por otra parte, mientras la tripulación de los buques mercantes germanos confraternizaba con los soviéticos en Múrmansk, lejos de la vista del público se estaba dando otro género de cooperación marítima, cuyos orígenes hay que buscarlos en un comentario que había hecho Ribbentrop durante la reunión celebrada en septiembre de 1939 con Stalin y Mólotov[101]. En aquella ocasión, el ministro de Asuntos Exteriores alemán había solicitado a sus interlocutores la concesión de una base en la ciudad portuaria en la que reparar sus submarinos, y ellos habían accedido en un principio. Sin embargo, desde aquel momento, no había dejado de preocupar a las autoridades soviéticas que los británicos —o cualquier otra nación— llegasen a descubrir que estaban proporcionando ayuda militar a los nazis. El 5 de octubre, Schulenburg, el embajador alemán en Moscú, anunció que Mólotov había decidido que Múrmansk no se hallaba «lo bastante aislada» para hacer las veces de base naval de Alemania, y proponía emplear el puerto remoto de Teriberka, al norte de la ensenada de Kola[102]. Seis días después, la Unión Soviética volvió a cambiar de planes y ofreció, en lugar de aquél, la bahía de Zapadnaia Litsa, situada en las proximidades. El Comisariato Naval soviético no tardó en confirmar que podían servirse de ella en cuanto base de reparación y abastecimiento para sus submarinos y, posiblemente, otros buques de guerra. Por motivos de seguridad, sin embargo, no podrían utilizar en sus comunicaciones el nombre del lugar, al que habrían de referirse, por tanto, con la denominación de Basis Nord («Base Norte»). La embarcación de aprovisionamiento germana Sachsenwald aportó en él el 1 de diciembre de 1939, y se convirtió así en la primera de las que quedarían allí apostadas. Entonces, el día 9 los soviéticos dieron un paso que parecía indicar un aumento notable en el alcance de la cooperación militar entre ambas naciones al preguntar «si los vapores alemanes con rumbo al norte de Suecia podían transportar alimento y combustible destinado a los submarinos soviéticos y trasbordarlos con la mayor discreción» a fin de asistir a la Armada de Stalin en el bloqueo a Finlandia[103]. Aun así, todo apunta a que, cuatro días más tarde, debieron de cambiar de idea y retiraron tal solicitud. La intranquilidad manifestada por las autoridades soviéticas respecto de la presencia militar de Alemania en aquella parte remota de su nación aún habría de hacerse patente en otros muchos aspectos, como, por ejemplo, en la prohibición de establecer contacto directo por radio con la base: todas las comunicaciones debían transmitirse primero al guardacostas que tenían fondeado en la bahía. Aquel procedimiento resultó en extremo ineficaz, por no estar los soviéticos habituados a escribir en caracteres latinos y ser propensos, en consecuencia, a cometer errores. En el transcurso de las semanas que siguieron, se fue creando en la Base Norte cierta atmósfera sofocante. A sus aguas no arribaban submarinos ni ninguna otra embarcación militar alemana para ser reparada o abastecida. La base había sido concebida a fin de llevar a cabo las labores de mantenimiento de dos sumergibles alemanes; pero a uno de ellos lo habían hundido antes de que la base estuviera lista, y el segundo jamás tuvo razón alguna para visitarla (lo que debió de convenir en igual medida a los nazis, dado que, por causa del recelo y la intransigencia de los funcionarios soviéticos, los propios barcos de abastecimiento comenzaron a quedarse sin provisiones). A mediados de abril de 1940, se pidió a los alemanes que trasladaran su base a la bahía de Yokanga, situada aún más lejos. Mólotov aseguró al agregado naval en Moscú que tal acción se debía al temor de que los aviones aliados que sobrevolaban la zona a causa de la guerra finesa identificasen las naves germanas. Cuando Auerbach, oficial de enlace alemán, visitó por vez primera el nuevo emplazamiento el 20 de mayo, encontró desmoralizados a los compatriotas que servían a bordo de los buques de abastecimiento: además de no haberse efectuado el relevo de personal que les habían prometido, «los ánimos habían decaído aún más por no tener la Base Norte objetivo aparente alguno[104]». Tampoco puede decirse que los soviéticos fuesen excelentes anfitriones: durante el trayecto que hizo en la embarcación que había de llevarlo a Múrmansk, el oficial de enlace del ejército de Stalin se negó a dirigirle la palabra. Aquélla fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Auerbach, quien sufrió una crisis nerviosa poco después. Los funcionarios de la embajada alemana de Moscú achacaban las dificultades a fallas del sistema de gobierno soviético más que a la malquerencia del Kremlin. «El comisariato naval o algún otro departamento soviético —escribió, de hecho, el agregado naval— debe de tener miedo del jefe de Estado… [ya que] nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad[105]». La vida de los marineros alemanes apostados en la Base Norte resultaba deprimente. En abril de 1940, el doctor Kampf, médico del barco de suministro Phoenicia, se quejó en su diario de «las provisiones rusas que había disponibles, y sólo en cierta medida limitada: pescado en salazón salado en extremo; carne de reno y ternera enmohecida y maloliente, y mantequilla rancia del país[106]». El carácter intragable de los alimentos fue a sumarse al aislamiento y a la evidente falta de objetivo de la misión para minar la robustez de la marinería germana. De media, perdieron por cabeza más de doce kilos de peso y se vieron aquejados de un «cansancio constante que [l]os llevaba a pasar entre dieciséis y dieciocho horas diarias durmiendo… Para colmo, [le]s sangraban las encías por causa del escorbuto… y había otro síntoma extraño…: muchos sentían una necesidad perenne de orinar, cosa que, sin embargo, sólo podían hacer gota a gota[107]». Nos sentimos completamente abandonados y solos —escribió el doctor Kampf el 4 de mayo—. Los alrededores no son demasiado atractivos: montañas chatas y nieve. Ni un árbol, ni matorrales… Apenas nos queda nada que beber… La atmósfera a bordo es terrible: hay peleas por todo. Algunos han escrito cartas de protesta al comandante en jefe[108]. La opinión que tenía el médico del funcionario soviético al mando, y de la que dejó constancia el día 29 de mayo, resulta igual de inflexible: El oficial de enlace ruso es un individuo malvado hasta extremos inusuales: no desaprovecha ninguna ocasión de cuantas se le presentan para desconfiar de nosotros y hostigarnos, y siempre se vale de la misma excusa: «Primero, tengo que consultar con mi alto mando». Para ser teniente, da la impresión de no pasar de la condición de siervo desnutrido y falso. Estoy furioso[109]. La historia de la Base Norte es muy significativa, por escasa que fuera la contribución que hizo a la empresa bélica germana (nula, si exceptuamos la estancia de la embarcación que la abandonó en abril a fin de participar en la triunfante invasión de Noruega). Y lo es porque su existencia pone de relieve la esquizofrenia que presidió la colaboración de los soviéticos con Alemania. Por un lado, no cabe dudar de que le proporcionaron una base de abastecimiento militar; pero, por el otro, en lo ideológico, los nazis no habían dejado de ser un posible enemigo. De modo que, en efecto, eran aliados y, en potencia, adversarios. Si querían complacer a los alemanes, tenían que brindarles ayuda práctica en su campaña bélica y hacerlos, en consecuencia, más poderosos aún. Por ende, no cabe sorprenderse de que los funcionarios de la Unión Soviética que habían de tratar con ellos se mostraran confundidos. Sin embargo, mientras el doctor Kampf confiaba a su diario su opinión aquel mes de mayo, a poco menos de tres mil kilómetros al suroeste de la Base Norte estaban ocurriendo cosas que se traducirían en un cambio radical en la balanza de las relaciones entre las dos potencias, amén de causar no poca consternación entre los aliados occidentales. GANAN LOS NAZIS El vínculo existente entre Stalin y los nazis en el período que precedió y siguió de manera inmediata a la firma del pacto de no agresión se hallaba sustentado por un supuesto fundamental; a saber: que cualquier intento de conquista de Francia que pudiese emprender Alemania estaba llamado a prolongarse de forma considerable. En tal caso, Hitler estaría demasiado ocupado en Occidente para poder centrar su atención en la Unión Soviética; pero semejante presunción resultaría estar errada de medio a medio. El 10 de mayo de 1940, en virtud del Fall Gelb («Plan Amarillo»), las fuerzas alemanas atravesaron los bosques de las Ardenas (Bélgica) en dirección a Francia. Las operaciones militares que se pusieron en marcha a la sazón, y que se cuentan entre las más espectaculares de la historia, gracias, en gran medida, a las arrojadas hazañas de comandantes de unidades acorazadas como Guderian y Rommel, permitieron a las fuerzas alemanas cercar ejércitos aliados completos. Llegado el día 16, con la caída de Sedán, quedó expedito el camino a París. En Londres, la desastrosa campaña que habían conocido los británicos en Noruega se había traducido en la dimisión de Neville Chamberlain en calidad de primer ministro, y a su sustituto, Winston Churchill, correspondió guiar al Reino Unido a través de una de las épocas de mayor decaimiento —si no el único— de su historia. En las postrimerías del mes de mayo, con los alemanes en la costa septentrional de Francia y cientos de miles de combatientes aliados atrapados en Dunkerque, daba la impresión de que, en breve, no quedaría más recurso para defender la nación que el canal de la Mancha. «Acaso las generaciones futuras —escribiría Churchill en sus memorias— juzguen digno de atención el que en el orden del día del gabinete de guerra jamás figurase la terminante pregunta de si debíamos seguir luchando en solitario[110]» Aun así, la realidad nunca fue tan sencilla. De hecho, en mayo de 1940, el ministro de Asuntos Exteriores, lord Halifax, planteó ante el citado consejo la posibilidad de pedir a Mussolini que tratase de averiguar qué condiciones podía estar dispuesto a ofrecer el führer. Conforme a las actas de la sesión del 27 de mayo, el propio primer ministro llegó a afirmar que «[s]i herr Hitler estaba dispuesto a sellar la paz a cambio de la devolución de las colonias alemanas y el dominio absoluto sobre la Europa central, él estaba resuelto a aceptar tal cosa, aun cuando consideraba por demás improbable semejante ofrecimiento[111]».. Lo cierto es que Churchill estaba haciendo equilibrios a fin de evitar tener que arrostrar, por un lado, la dimisión de Halifax y, por el otro, una paz negociada. Conforme a su argumentación, sin había que procurar un armisticio con Hitler, «la posición diferiría por entero después de que Alemania hubiese tratado, sin éxito, de invadir [el Reino Unido]». El primer ministro dijo estar persuadido de que Hitler jamás iba a permitir que los británicos se rearmaran una vez firmado un tratado de paz y puesto el país «a su entera disposición», y de que éstos no obtendrían «peores condiciones si seguían luchando, aun cuando [resultaran] derrotados», respecto de las que se les presentaban a la sazón. Por otra parte, en respuesta al convencimiento, expresado por Halifax, de que nada de malo había en «tantear las probabilidades de mediación», aseveró que «las naciones que seguían guerreando siempre acababan por alzarse de nuevo, en tanto que las que se rendían con docilidad estaban condenadas a desaparecer». A continuación, la tarde del 28 de mayo, Churchill acudió a la Cámara de los Comunes a fin de dirigirse a su gabinete ministerial, conformado por veinticinco personas. Al decir de Hugh Dalton, ministro de Guerra Económica, no hizo nada por ocultar la gravedad de la situación en que se encontraba el país. Los soldados británicos habían quedado atrapados en la costa francesa, y se hacía necesario rescatarlos (tal vez fuera posible hacer salir de aquellas playas a cien mil de ellos). He estado considerando estos días —dijo a continuación el primer ministro— si forma parte de mi deber sopesar la conveniencia de entablar negociaciones con Ese Hombre [Hitler]. No obstante, creo que no hay razón alguna para pensar que, si tratamos de lograr la paz en este momento, vayamos a obtener mejores condiciones que en el caso de seguir al pie del cañón. Los alemanes van a exigir que les entreguemos nuestra flota (y dirán que es por mor del desarme), nuestras bases navales y mucho más. Nos van a convertir en su Estado esclavo, y van a instaurar un gobierno británico, una mera marioneta de Hitler, encabezado por Mosley [dirigente del movimiento fascista del Reino Unido] o cualquier otro de su calaña. ¿Qué va a ser de nosotros cuando ocurra todo esto? Por otro lado, disponemos de reservas y ventajas inmensas, y además, estoy convencido de que ninguno de ustedes dudaría un solo segundo en ponerse en pie y despojarme del cargo que ocupo si se me pasase siquiera por las mientes la idea de parlamentar u ofrecer la rendición. Si tenemos que poner punto final a la dilatada historia de esta isla nuestra, que sea sólo cuando cada uno de nosotros yazga en el suelo, anegándose en su propia sangre[112]. Más tarde escribiría: Muchos fueron los que se levantaron de un salto de la mesa [tras estas palabras] y corrieron a mi asiento gritando a fin de darme palmadas en la espalda. No cabe duda de que, de haber vacilado a la hora de gobernar la nación en aquellas circunstancias, me habrían expulsado sin remilgos de mi posición. Estaba seguro de que no había un solo ministro que no estuviese dispuesto a caer muerto y ver destruidas su familia y sus posesiones en el futuro inmediato antes que rendirse[113]. Aquél fue uno de los momentos más decisivos del conflicto, cuando no el más decisivo. Resulta difícil imaginar cómo podría haberse mantenido firme el Reino Unido frente a los nazis si Churchill hubiese flaqueado y coincidido con Halifax en que podían entablarse negociaciones de tanteo en torno a una posible paz. Y firmar ésta con los británicos —sin duda con las condiciones mutiladoras que había predicho el primer ministro— era, precisamente, lo que deseaba Hitler. De hecho, durante el resto de la guerra, el führer se preguntaría perplejo en diversas ocasiones por qué no había actuado el Reino Unido «racionalmente», a su entender, sellando un armisticio. Si bien cabe criticar, con razón, a Churchill por muchas de las acciones acometidas con posterioridad, lo cierto es que ninguna de ellas puede restar el menor valor a aquel 28 de mayo de 1940 en el que, en la Cámara de los Comunes, un hombre solo dio expresión, en tono desafiante, a la rectitud, salvaguardando de paso la independencia del Reino Unido. Y sin embargo, a menudo se pasa por alto otro elemento significativo de aquel período crítico: el convencimiento que albergaba Churchill a la sazón del carácter indispensable que revestía la ayuda de Estados Unidos para que los británicos pudiesen seguir luchando. «Si Estados Unidos abandona a esta nación a su suerte —había escrito al presidente Roosevelt el 18 de aquel mismo mes—, nadie podrá culpar a quienes se encuentren entonces en puestos de responsabilidad por haber buscado las mejores condiciones posibles para los habitantes que sobrevivan[114]». Mientras él trataba de obtener el apoyo que necesitaba la causa de su nación, tanto dentro de ella como al otro lado del Atlántico, Stalin recibía con gran asombro la noticia de la rápida capitulación de los franceses. Al llegar a Moscú, el 17 de junio, la nueva de que los alemanes habían entrado en París, comentó en tono lastimero: «¿Y no podían haber opuesto la menor resistencia?»[115]. Su táctica de mantenerse al margen mientras Alemania y Francia luchaban en el frente occidental se había desmoronado: Hitler se había erigido en dueño y señor del oeste europeo continental, y si los únicos que aguantaban a pie firme contra él eran los británicos, resultaba imposible prever cuánto tiempo iban a ser capaces de sostener tal actitud. Su respuesta a este preocupante acontecimiento consistió en redoblar sus empeños en ayudar a los nazis. El tráfico de materias primas de la Unión Soviética a Alemania creció en el transcurso de los meses siguientes mientras la primera se esforzaba por demostrar a Hitler que los nazis podían tener cuanto necesitaran de ella sin que fuera precisa guerra alguna. Lo que Stalin no sabía, por descontado, era que el odio que profesaba el führer al comunismo en general y a los soviéticos en particular no había dejado de crecer. Durante la reunión que mantuvo con sus mandos militares el 31 de julio de 1940 en el Berghof, fundió convicciones ideológicas y necesidades prácticas para anunciar, dando un giro pasmoso a su conducta, que las fuerzas armadas germanas debían planear un ataque a la Unión Soviética. El razonamiento de Hitler, retorcido en cierto modo, era el siguiente: las esperanzas de obtener la victoria que abrigaban los británicos se fundaban en la ayuda militar que pudiese brindarles, algún día, el Ejército Rojo, y la eliminación de éste equivaldría, por lo tanto, a despojarlos de toda razón para seguir luchando. Se trataba, huelga decirlo, de un argumento deficiente de entrada, pues el Reino Unido contaba con disponer del apoyo de los estadounidenses a fin de mantenerse en liza. Con todo, la suposición fundamental del plano de lo militar subyacente a las palabras del führer —que estaba en situación de aplastar a los soviéticos con relativa facilidad— no encontró oposición alguna por parte de ninguno de sus comandantes. No en vano acababan de derrotar a tres millones de soldados franceses, integrantes, a juzgar por las presunciones raciales de los nazis, de un ejército «civilizado». ¿Qué oposición podían ofrecer, en comparación, las «hordas bolcheviques»? Sólo quedaba, por ende, resolver la elección del momento propicio, pues nada garantizaba que la posición dominante de que gozaban los nazis fuese a durar de forma indefinida. «Sabíamos —razona Hubert Menzel, comandante del Departamento de Operaciones Especiales del cuartel general alemán en aquellas fechas— que era cuestión de dos años que estuviesen listos los ingleses, los americanos y los rusos, y que entonces íbamos a tener que enfrentarnos a los tres a la vez… No nos quedaba más remedio que eliminar a la mayor amenaza del Este… En aquel momento, parecía posible[116]». Dada la subsiguiente destrucción de buena parte del ejército germano en el frente oriental, resulta sencillo percibir en la decisión de invadir la Unión Soviética vislumbres de extravagancia fatua o aun de locura. Sin embargo, el comandante Menzel nos recuerda que, a la sazón, eran muchos los alemanes que no lo veían así. Cierto es que Hitler se dejaba influir por consideraciones ideológicas; pero también hemos de tener en cuenta que logró demostrar a los adalides de su ejército que aquélla era la ocasión adecuada para arremeter contra Stalin. Aquellos oficiales sabían también que no era la primera vez que Alemania invadía los territorios orientales: durante la Primera Guerra Mundial, sus fuerzas armadas habían conquistado una porción considerable de Bielorrusia y de Ucrania, obligando así a Lenin a firmar, en 1918, el Tratado de Brest-Litovsk y dejar sometidos a la influencia germana no sólo a aquellos dos estados, sino también a Polonia, Finlandia, Letonia, Lituania y Estonia. El que la derrota sufrida por Alemania avanzado el año desembocara en la desmembración de tan ventajoso acuerdo sólo sirvió para dotarlo del prometedor resplandor de la nostalgia a ojos de los nazis. En consecuencia, era natural que se preguntaran por qué no iba a lograr subyugar, como habían hecho en un pasado reciente, a las naciones orientales y, de paso, obligar al estado soviético a firmar un armisticio igual de humillante que el que había sellado estando aún en mantillas. La invasión de la Unión Soviética también ofrecía la solución a un problema que resultaba cada vez más fastidioso a los dirigentes alemanes: la eterna dependencia de materias primas procedentes de dicha nación. Hitler y muchos de sus colaboradores consideraban punto menos que intolerable que el futuro de Alemania se hallara subordinado a la buena voluntad de Stalin. Tal como lo expresó el ministro de Economía nazi, Walter Funk, los alemanes no podían «depender de fuerzas y potencias sobre las que no tenemos ningún ascendiente[117]». EL VIAJE DEL KOMET Tras la conquista nazi de Francia, Stalin siguió manteniendo su actitud de apaciguamiento respecto a su poderoso vecino, y una de las formas más espectaculares que adoptó su afán por complacerlo fue un acto extraordinario de cooperación militar que tenía por pieza central cierto buque alemán llamado Komet. Aquella embarcación, dedicada en apariencia al transporte de mercancías, era en realidad un crucero auxiliar artillado con cañones de 150 milímetros, antiaéreos y cierto número de torpedos, construido a la manera de los barcos señuelo con que tantas victorias se habían obtenido en la Primera Guerra Mundial. Aquellas naves se habían camuflado a fin de atraer a los submarinos y hacerlos salir a la superficie, pues los comandantes de éstos preferían emplear la artillería de cubierta para caer sobre los buques mercantes en lugar de desperdiciar sus valiosos torpedos. Entonces, tan pronto emergían, el crucero dejaba a la vista su armamento y los hundía. Durante el verano de 1940, mientras los generales de Hitler digerían la noticia de que su führer deseaba invadir el estado de Stalin, el Komet trató de efectuar uno de los trayectos marítimos más denodados de toda la guerra[118]. Su capitán, el contraalmirante Robert Eyssen, tenía intención de circunnavegar la Unión Soviética, partiendo de más allá de la ensenada de Kola, y alcanzar así el océano Pacífico, en donde podría llevar a cabo ataques sorpresa a los buques mercantes aliados. La ruta, conocida como el Paso del Norte, estaba sembrada de peligros, y recorrerla con éxito sólo era posible con la ayuda de potentes rompehielos. El Komet se hizo a la vela la mañana del 13 de agosto de 1940, después de pasar un mes en diversos ancladeros situados en aguas soviéticas, entre los que se incluía el de Teriberka, ubicación que se había propuesto en un principio para la Base Norte. Llegado el 19, se había internado en el mar de Siberia, cubierto de hielo. «Aquella misión fue todo un reto para nosotros —asegura Karl-Hermann Müller, quien formaba parte de la dotación del buque —. Sabíamos que podía salir mal, pero estábamos dispuestos a sacrificarnos en cualquier situación[119]». El día 26, el contraalmirante Eyssen se reunió con dos pilotos y dos oficiales soviéticos a bordo del rompehielos Stalin. Los documentos del alto mando alemán revelan que «[t]ras charlar acerca del hielo, de los refuerzos de que disponía el Komet para defenderse de él, de su velocidad, etc., se dirigieron a la sala de mapas… A las seis de la mañana, Eyssen y Kropesch [el oficial alemán que lo acompañaba] tuvieron que beber vasos de los de agua llenos de vodka[120]». La cooperación entre los marineros de ambas nacionalidades fue amigable. «Los rusos eran gente tranquila y práctica — recuerda Müller—. Teníamos buena relación con ellos… Nos caían bien, porque pudimos ver que eran buena gente. No tuvimos dificultades ni motivos de alboroto». Y pese a que el Komet navegaba camuflado de embarcación mercante, con el armamento oculto, los soviéticos no ignoraban que se trataba de un buque de guerra. «¡Claro! —manifiesta Müller—. Toda la tripulación estaba formada por militares de uniforme». Y tampoco parece que fuesen neutrales en lo referente al curso de la guerra, pues lejos de limitarse a prestar ayuda física a la campaña bélica alemana colaborando en el pasaje del Komet, compartían el regocijo de los germanos cada vez que éstos recibían noticias de un ataque victorioso a los británicos. «[L]os rusos parecían alegrarse tanto como nosotros —dice Müller—, y se unían a [las celebraciones]. Una cosa así no se simula: aquello era real. Eran sinceros, y quedaba claro que estaban de nuestro lado». Sin embargo, el primero de septiembre, el capitán de uno de los rompehielos que los acompañaban, el Kaganóvich, subió a bordo del Komet para comunicar que, tras haberse avistado embarcaciones estadounidenses y japonesas en el estrecho de Bering, había recibido órdenes de Moscú de abandonar la escolta del buque alemán y acompañarlo de regreso al punto de partida. «Recibí la noticia con una calma notable, sin mostrarme alterado ni decepcionado —escribió Eyssen —, aunque lo que sentía en mi interior era totalmente distinto. Después de hacer frente a tantas adversidades, y cuando estábamos a punto de salir a mar abierto… ¡Ciento treinta leguas más, y lo habríamos logrado! ¿Dar la vuelta en ese momento? Eso no se hace, aun cuando comporte actuar en solitario contra una orden del alto mando de la Armada[121]». Al día siguiente, Eyssen volvió a expresar su deseo de seguir adelante, y aun llegó a firmar un documento por el que exoneraba al capitán del Kaganóvich de toda responsabilidad por los problemas que pudiese acarrear su acción. Los soviéticos acompañaron entonces al Komet durante un día más aproximadamente antes de volver la proa. «La despedida fue muy amistosa —asegura Karl-Hermann Müller—. Nosotros hicimos señales y tocamos la sirena». Los soviéticos habían ayudado al Komet a atravesar lo peor de aquellas aguas heladas; de modo que a los alemanes apenas les hicieron falta un par de días más para alcanzar en solitario el mar de Bering, que se extendía en el extremo oriental de la Unión Soviética. En consecuencia, completaron el Paso del Norte en el insólito lapso de veintitrés días. «Estoy orgulloso de haber llevado a término mi misión y de que nuestro buque fuese el primero de Alemania en atravesar el pasaje hacia el este del mar de Siberia —afirma Karl-Hermann Müller—. Jamás habría sido posible sin la asistencia de los rompehielos [soviéticos]». La travesía dejó al Komet la libertad necesaria para vagar por las rutas marítimas del Pacífico, atacando y hundiendo a voluntad toda embarcación aliada con que pudiera topar. En total, destruyó nueve en los meses que estuvo navegando por aquellos mares remotos, incluido el descomunal Rangitane, que transportaba víveres y pasajeros, antes de regresar a Alemania por el trayecto más convencional, consistente en montar el cabo de Buena Esperanza, extremo meridional de África. La marina de guerra germana, responsable de los aspectos náuticos de la guerra, se mostró agradecida a los soviéticos por la ayuda que le habían prestado al cederles la Base Norte y escoltar al Komet. Tanto es así, que el gran almirante Raeder llegó a escribir una carta de reconocimiento al almirante Kuznetsov, comisario de Asuntos Navales, el 16 de septiembre de 1940. En ella, comunicaba también que, tras la victoriosa ocupación germana de Noruega, se hacía innecesario mantener la Base Norte, y explicitaba también que el «uso de la bahía rusa» había estado motivado por la «campaña naval de Alemania», para la cual había tenido un «valor incalculable». «Sobre mí recae —acababa diciendo— el honor de expresarle a usted, apreciado señor comisario, el más sincero agradecimiento de la Armada alemana por la inestimable ayuda brindada». El escrito fue entregado en mano al almirante por Baumbach, el agregado militar nazi en Moscú, quien hizo constar que Kuznetsov lo recibió con «satisfacción». Baumbach le hizo saber, asimismo, que le habían pedido que le expresase en persona su gratitud por la «asistencia prestada por la Armada soviética durante el pasaje septentrional de nuestra embarcación[122]». No cabe extrañarse, a la vista de tan efusivos reconocimientos por parte de los alemanes, de que tanto la existencia de la Base Norte como los detalles de la ayuda que recibió el Komet se convirtieran, con el tiempo, en incidentes embarazosos para los soviéticos. En junio de 1941, conquistado su país por los nazis, el apoyo militar directo y efectivo que —de manera indiscutible— les habían otorgado se convirtió en un dato llamado a causar sensación. De hecho, hoy en día sigue siendo un capítulo delicado e incómodo de la historia bélica de Rusia. MÓLOTOV EN BERLÍN Sin embargo, a despecho del fervor que desplegaba la carta del almirante Raeder, y de los intentos de apaciguamiento de Stalin, bajo la superficie de las relaciones existentes entre Alemania y la Unión Soviética siguió habitando la tensión y la incertidumbre. La inquietud que, como hemos visto, ocasionó al dirigente de esta última la rapidez con que se había culminado la inesperada conquista de Francia, se hizo patente en la presteza con que aceptó, en octubre de 1940, la invitación de enviar a Mólotov, su ministro de Asuntos Exteriores, a visitar Berlín al objeto de tratar de los siguientes pasos que habrían de dar. Stalin albergaba desde el verano la sospecha de que los alemanes podían estar pensando —quizá— en actuar contra la Unión Soviética. La coincidencia de intereses que se había hecho evidente en los dos encuentros celebrados el año anterior en torno al pacto de no agresión se había desvanecido casi por entero para dejar lugar a una atmósfera dominada por el recelo. Para los soviéticos, éste se cristalizó en las intenciones que abrigaban los germanos respecto de la suerte que habrían de correr los estados tapón que separaban a ambas naciones (Hungría, Rumania y, en particular, Bulgaria) y en la importancia descomunal de garantizar que las embarcaciones soviéticas tenían paso franco a través de los Dardanelos, el angosto estrecho que se abría entre el mar Negro y el Mediterráneo. Los soviéticos estaban punto menos que obsesionados con éste, dominado a la sazón por el estado neutro de Turquía. Esta tema hundía sus raíces en la historia, ya que, en los últimos doscientos años, Rusia había conocido la amenaza de invasión a través de sus aguas en diversas ocasiones, y sobre todo en la década de 1850, durante la guerra de Crimea. En consecuencia, cuando Mólotov salió de Moscú en noviembre de 1940, lo hizo con el encargo de hallar respuestas a una serie de preguntas prácticas formuladas por su superior acerca de las intenciones que tenía Alemania respecto de la Europa oriental y los Balcanes. Se le prohibió, de forma expresa, entablar negociación alguna detallada, y en particular en todo lo concerniente al futuro de la política exterior de la Unión Soviética. Ésta pretendía discutir estos asuntos de mayor calado en una conferencia posterior, para la que tal vez Ribbentrop pudiese regresar a Moscú para hablar cara a cara con Stalin. Hitler, por otra parte, tenía aspiraciones muy diferentes en relación con el encuentro con Mólotov. Pese a haber solicitado, en el mes de julio, que se propusieran planes para invadir la Unión Soviética, éste aún no había pasado de ser una acción posible, si bien, sin duda, la que él prefería. Los alemanes querían aprovechar la reunión con Mólotov para ver si podían persuadir a los soviéticos a cederles el dominio de los estados orientales y desviar su atención hacia el golfo Pérsico y el océano Indico, regiones de clima más cálido en las que, al ver de la cúpula nazi, podía prosperar la política exterior soviética a expensas del territorio y la influencia del Imperio británico. Además, quedaba pendiente la cuestión del compromiso del Estado estalinista respecto de la provisión de materias primas. Los germanos deseaban saber qué podía hacer aquél para garantizar al führer y sus colaboradores que iban a seguir siendo socios dignos de confianza en un futuro previsible. Éstos eran los asuntos que preocupaba a las dos partes cuando llegó a Berlín Mólotov la mañana del 12 de noviembre. Él y sus agregados fueron recibidos en la estación de Silesia por Ribbentrop y una guardia de honor de soldados alemanes, y avanzado el día, el ministro de Asuntos Exteriores soviético tuvo la oportunidad de conocer a Hitler. Aquella primera reunión —como las demás de aquel viaje— no fue ningún éxito. A diferencia del führer, Mólotov era hombre de pormenores, y no tuvo reparo en formular una serie de preguntas objetivas y precisas acerca de las intenciones de Alemania. Quiso saber qué hacían los soldados germanos en Finlandia, por qué estaban presentes también en Rumania, qué pretendían hacer en los Balcanes y cuál iba a ser su respuesta si los búlgaros solicitasen la presencia del Ejército Rojo en su nación. Hitler no hizo nada por disimular la exasperación que le produjo tan detallada letanía. Que un hombre como él, llamado a ocuparse de lo épico, hubiese de verse sometido a interrogatorio por aquel ruso bajito y desharrapado… ¿Qué hace —debió de pensar—, que no se ha echado a temblar al contemplar el poderío de Alemania? Los alrededores mismos de la nueva Cancillería del Reich, en donde se celebró el encuentro, manifestaban lo grandioso del sueño hitleriano. El führer había dicho a Albert Speer, su arquitecto favorito, que quería un edificio con el que impresionar a los emisarios que fuesen a visitarlo. «En particular, le encantaba la caminata que tenían que darse los agentes diplomáticos y el resto de visitantes de Estado para llegar a la sala en que los recibía», escribió Speer[123]. De hecho, a fin de ver al dirigente alemán, Mólotov se había visto obligado a atravesar una galería de bruñida solería de mármol cuya longitud era doble de la de la Sala de los Espejos de Versalles. «¡Perfecto! —había exclamado Hitler al saber del proyecto que había concebido el arquitecto para el suelo—: Los diplomáticos tienen que ser expertos en el arte de moverse sobre superficies resbaladizas». También sentía un gran aprecio por su despacho. «Sobre todo, estaba encantado con una incrustación de su escritorio que representaba una espada a medio desenvainar. “Me gusta [dijo al verla]. Cuando se siente ante mí, van a saber lo que es temblar y estremecerse”». Así y todo, el enviado soviético no parecía, ni por asomo, tembloroso ni estremecido ante el führer. Y por si fuera poco, éste no supo disimular su irritación frente a las preguntas del ministro de Asuntos Exteriores soviético al soslayarlas con cierto apresuramiento, diciendo, por ejemplo, que si las tropas alemanas habían estado apostadas en Finlandia había sido sólo para apoyar las acciones militares emprendidas contra Noruega, o que Bulgaria jamás iba a pedir que le enviasen soldados del Ejército Rojo. A él sólo le interesaba cuanto se hallaba en un plano más universal, y así, tras declarar que los británicos estaban acabados y que no tardarían en pedir la paz, preguntó si iba a estar interesada la Unión Soviética en unirse al Eje que habían conformado, en septiembre de 1940, Alemania, Japón e Italia. Una vez eliminado el Reino Unido, todo su imperio estaba llamado a quedar a la espera de que alguien se lo arrebatara, y él quería saber si Stalin estaba interesado en recibir su parte. La conversación se trocó entonces en un diálogo de sordos, toda vez que Mólotov, lejos de prestarse a responder ninguna de las variadas preguntas de Hitler, contraatacó pidiendo detalles aún más concretos acerca de las intenciones inmediatas de Alemania. Pávlov, el intérprete soviético, calificaría más tarde aquel coloquio de «aburrido y, obviamente, inútil», y lo cierto es que resulta difícil no coincidir con su veredicto[124]. En las discusiones que, durante aquella misma visita, mantendría con Ribbentrop, el soviético se estuvo en sus trece, insistiendo en saber con exactitud qué quería hacer Alemania con Polonia, y cuál era su postura ante la neutralidad sueca o respecto de Hungría y Yugoslavia. Aquél se quejó de haberse visto sometido a un «interrogatorio minucioso[125]». Como el führer, no veía la hora de abordar la pregunta «decisiva» de «si la Unión Soviética estaba dispuesta a cooperar con Alemania en la grandiosa liquidación del Imperio británico y estaba en situación de hacerlo… Comparados con este asunto fundamental, los demás carecían por entero de significación y quedarían resueltos de manera automática no bien se alcanzase un acuerdo global[126]». El encuentro culminó con la pantomima que representaron los dos ministros de Asuntos Exteriores tras resguardarse durante una incursión británica. Al ver que Ribbentrop seguía describiendo el desmoronamiento del Reino Unido y afirmaba, una vez más, que su imperio estaba aguardando a que lo saqueasen, Mólotov preguntó: «Y si, como dice, Inglaterra está acabada, ¿qué hacemos encerrados en un refugio antiaéreo?»[127]. Saltaba a la vista el deterioro de las relaciones entre los dos países. La obsesión de Hitler con empujar a la Unión Soviética a participar en el desmembramiento futuro del Imperio británico no era, evidentemente, sino un ardid destinado a persuadir a Stalin a rehusar participar en un posible conflicto con los nazis en Europa. Mólotov, sin embargo, declinó la oferta, y su bombardeo de preguntas incómodas sólo logró poner de relieve la fragilidad de aquella coalición. El führer, por ende, se convenció de que hacía lo, correcto al persistir en sus planes de invadir a los bolcheviques y tomar por la fuerza cuanto necesitaba, y así, el día 18 de diciembre dio las órdenes pertinentes para conquistar la Unión Soviética. Stalin, por su parte, no tenía más opción que mantener las relaciones con Hitler en los mejores términos posibles. Sin embargo, ya se daban entre sus camaradas de Politburó vislumbres de que quizá se habían adoptado juicios erróneos acerca de aquella amistad con los nazis. Algunos comenzaban a pensar que acaso había sido una acción precipitada eliminar a tantos integrantes del cuerpo de oficiales de Polonia, dado que, de declararse la guerra contra Alemania, aquélla podía transformarse de enemiga en aliada. No otra fue, al parecer, la postura que puso de relieve Beria durante una estrambótica cena celebrada en la prisión moscovita de Lubianka en octubre de 1940. El jefe de la NKVD se hallaba tratando de la creación de un ejército polaco, leal a la Unión Soviética, con un grupo reducido de militares de Polonia que habían demostrado su adhesión al comunismo y escapado, por lo tanto —sin saberlo ellos—, a la matanza de Katyń y el resto de ejecuciones. El coronel Berling, quien se encontraba a la cabeza de estos colaboradores, preguntó si no sería posible liberar a cierto número de oficiales de los campos de concentración a fin de obtener de ellos la ayuda necesaria para conformar dichas fuerzas armadas, y Beria, que no ignoraba, claro está, que apenas quedaba uno solo que no hubiese muerto en la carnicería, respondió: «Hemos cometido un error garrafal». A continuación, repitió la misma opinión diciendo: «Hemos metido la pata hasta el fondo; hemos metido la pata hasta el fondo[128]». LA AYUDA ESTADOUNIDENSE Un día antes de que Hitler diese la orden formal de invadir la Unión Soviética, tuvo lugar, al otro lado del Atlántico, un hecho trascendental que repercutiría de forma notabilísima en el transcurso de la guerra y en las relaciones existentes entre las grandes potencias. Estamos hablando de la rueda de prensa que ofreció el presidente Roosevelt el 17 de diciembre de 1940, y en la que planteó por vez primera la posibilidad de que la nación ofreciese su auxilio a la maltrecha campaña bélica británica por mediación de un sistema de ayuda económica que acabaría por formalizarse en el pacto de Préstamo y Arriendo. Tal como hemos visto, Churchill no había dudado, desde el momento en que asumió el cargo de primer ministro, que sin el socorro de los estadounidenses, al Reino Unido le iba a resultar imposible ganar la guerra. En una de las cartas más célebres de cuantas envió a Roosevelt, fechada el 31 de julio de 1940, le había rogado la provisión de asistencia militar y le había asegurado que, «en la dilatada historia del mundo, es algo que hay que hacer ahora[129]». Llegado el mes de septiembre, su petición se había concretado en un acuerdo por el que los británicos iban a recibir cincuenta destructores antiguos de Estados Unidos a cambio del derecho a usar cierto número de sus posesiones imperiales —situadas en su mayoría en las Antillas— a guisa de bases militares. Desde el punto de vista de los estadounidenses, se trataba de un trato por demás rentable, y tenía que serlo si Roosevelt quería convencer a sus escépticos compatriotas de que lo aceptasen, pues, en tanto que la generalidad deseaba ayudar a los británicos, los más querían, asimismo, seguir al margen de la guerra, y durante el verano de 1940, eran pocos los que creían que éstos tuviesen la menor posibilidad de salir victoriosos[130]. No era fácil que se cumpliera el deseo que albergaba Roosevelt de evitar que la ayuda de su gobierno fuese más allá del intercambio de destructores por bases, sobre todo habida cuenta de que las arcas británicas se estaban agotando a pasos de gigante. Lord Lothian, embajador británico en Washington, expuso la situación de manera sucinta, el 23 de noviembre de 1940, cuando anunció a los periodistas estadounidenses: «En fin, muchachos: el Reino Unido está sin blanca, y lo que queremos es vuestro dinero[131]». De ahí la espectacular declaración que hizo Roosevelt durante la rueda de prensa del 17 de diciembre: Lo que trato de hacer ahora es eliminar el signo del dólar. Doy por sentado que se trata de algo totalmente nuevo para casi todos los presentes: deshacerse de una cosa tan tonta y ridicula como el viejo signo del dólar… Déjenme ofrecerles una ilustración — añadió—. Supongan que sale ardiendo la casa de mi vecino y que yo tengo un jardín a cien o ciento cincuenta metros de él. Si es capaz de coger la manguera que tengo allí y conectarla a su boca de riego, puedo ayudarlo a extinguir el incendio. ¿Y qué hago entonces? No se me ocurrirá decirle antes de dicha operación: “Vecino, esa manguera me ha costado quince dólares; así que vas a tener que pagarme quince dólares”. ¿Qué clase de transacción es ésa? Yo no quiero quince dólares: lo que yo quiero es que me devuelva la manguera después de acabar con el fuego. Hasta ahí, de acuerdo. Si tras conseguirlo la ha dejado intacta, sin daños, me la devuelve y me da las gracias por haber permitido que la usase. Pero vamos a imaginar que acaba destrozada, llena de agujeros, a causa de las llamas. No hacen falta demasiadas formalidades al respecto, aunque lo normal será que yo le diga: »—Me alegro de haberte prestado la manguera. Ya veo que no voy a poder usarla más: está hecha pedazos. »Y él me responderá: »—¿Cuántos metros tenía? »—Ciento cincuenta —contesto yo, a lo que él concluye: »—Perfecto: voy a comprarte otra. »Si me encuentro con una nueva, desde luego, no puedo quejarme. O dicho de otro modo: si uno presta cierta cantidad de munición y se la devuelven después de la guerra intacta, estupendo; y si está dañada, deteriorada o se ha perdido por completo, no me parece que se sufra menoscabo alguno caso de ser restituida por el fulano al que se la ha dejado uno[132]. La idea resultó atractiva a no pocos ciudadanos estadounidenses y británicos. Con aquella analogía de tono campechano, el presidente tuvo la astucia de hacer hincapié en la «vecindad» de las dos naciones, así como en la disposición de Estados Unidos a ayudar a un amigo en apuros. Sólo unos cuantos escépticos pusieron de relieve lo que hoy parece obvio: que resultaba por demás improbable que los británicos fuesen a devolver jamás el equipamiento militar que pudieran prestarles. El pueblo estadounidense no iba a dejar una manguera, sino bienes que difícilmente no iban a consumirse. Sea como fuere, sin embargo, fue el pacto de Préstamo y Arriendo el que permitió a los británicos seguir luchando en aquella guerra. El acuerdo no debió de constituir sorpresa alguna para Stalin ni para Hitler, dado que Roosevelt había dejado claro, de manera sistemática, cuál era la postura de su gobierno respecto del régimen represivo de uno y otro. Nueve meses antes, en febrero de 1940, había enviado a Summer Welles, secretario de Estado en funciones, a Europa en misión de investigación. Aquella visita se hizo sobre todo memorable por el desastroso encuentro que mantuvo con el ministro de Asuntos Exteriores nazi, quien lo sometió a una perorata de dos horas «en tono glacial… sin asomo alguno de la más leve sonrisa… y sin abrir siquiera los ojos[133]». Su veredicto al respecto fue sencillo: «Ribbentrop tiene la mollera totalmente cerrada… y bajo ella, un cerebro de estúpido… Pocas veces he conocido a nadie que me resultara más odioso». Y si la experiencia de Welles había ido a confirmar el convencimiento de Roosevelt acerca de la imposibilidad de un trato satisfactorio con Hitler a fin de terminar la guerra, las acciones de la Unión Soviética habían demostrado al presidente estadounidense que Stalin tampoco podía tenerse por un hombre de Estado dispuesto a respetar el imperio de la ley. Roosevelt, quien se había sentido indignado ante la invasión soviética de Finlandia, había expuesto, el 10 de febrero de 1940, lo que pensaba al respecto durante el Congreso de la Juventud Pro Comunista de Estados Unidos. Yo —había dicho—, como muchos de vosotros, tenía la esperanza de que Rusia resolviera sus propios problemas, y de que el suyo acabara siendo un gobierno amante de la paz y popular, defensor del sufragio universal y enemigo de interponerse en la integridad de sus vecinos. Pero dicha esperanza se ha visto hoy hecha añicos o postergada hasta un tiempo más propicio. La Unión Soviética, tal como sabe todo aquel que tenga la valentía necesaria para enfrentarse a los hechos, está gobernada por una dictadura tan absoluta como cualquier otra de las que se dan en el planeta, y tras aliarse con otra dictadura, ha invadido un país limítrofe tan infinitesimalmente pequeño que no cabe pensar que le hubiese podido hacer daño alguno concebible; un vecino que sólo pretende vivir en paz bajo un régimen democrático que, además, puede preciarse de liberal y progresista[134]. Se trata de una opinión inequívoca expresada por un estadista dado, por lo común, a las evasivas, y cabe pensar que Stalin no pasó tal hecho por alto. LA DIFÍCIL DECISIÓN DE STALIN Todo ello se tradujo en una situación inquietante para el dictador soviético a finales de 1940. Los Estados Unidos le profesaban una evidente hostilidad, y aunque no parecían ir a entrar en el conflicto en un futuro cercano, seguían estando dispuestos a proporcionar a los británicos la ayuda necesaria para mantener su resistencia ante Alemania, aunque no la suficiente para posibilitarles un resultado victorioso; y los nazis no dejaban de ganar en poderío, trocando en estados marioneta o vasallos a las naciones europeas situadas entre ellos y los soviéticos. A consecuencia de todo lo expuesto, la mente de Stalin se hallaba dominada por una pregunta fundamental: ¿Cuál iba a ser el siguiente paso de Hitler? Saltaba a la vista que, entre las posibilidades, se contaba la más aterradora: la de invadir la Unión Soviética. A finales de 1940, había casi tres cuartas partes del ejército alemán acampadas a lo largo de la frontera occidental del país, y el dirigente soviético no ignoraba detalle alguno al respecto. Sus servicios secretos llevaban tiempo haciéndole llegar, de manera regular, información relativa a las intenciones de atacar que abrigaba el führer. El agente Meteor, por ejemplo, escribió que Karl Schnurre, director de la División Económica del Ministerio de Asuntos Exteriores, había afirmado que Hitler «pretendía resolver el problema del este con medios militares[135]». Por su parte, Anatoli Gurévich, jefe del servicio soviético de contraespionaje militar en Francia y Bélgica, comunicó de forma explícita, a principios del año siguiente, a las autoridades de Moscú que «la guerra había de empezar en mayo de 1941[136]». Sin embargo, Stalin no estaba predispuesto a confiar en informes como éstos: en su opinión, al führer no podía interesarle demasiado hacer una declaración de hostilidades a la Unión Soviética antes de poner fin al conflicto que había movido contra el Reino Unido. El dirigente soviético estaba persuadido de que las fuerzas apostadas contra él en el oeste estaban destinadas a amenazarlo más que a luchar. Y dado que ninguno de cuantos lo rodeaba desconocía su parecer, cabe pensar que éste debió de influir, de manera inevitable, en la interpretación de los informes que a él llegaban. Por consiguiente, en el interior del Kremlin se fue desarrollando una atmósfera cada vez más marcada de autoengaño que hizo que cuanto más obvios fuesen los datos tocantes a una posible invasión que se recibían, tanto más probable se hacía que fuesen desechados en cuanto descarados actos de desinformación. A juicio de Stalin, los británicos no veían la hora de provocar la guerra entre la Unión Soviética y Alemania por interés propio; de modo que cualquier noticia procedente de fuente alguna conectada con Occidente tenía que estar, a la fuerza, contaminada. Buena parte de su razonamiento consistía en lo que él quería que ocurriese en realidad. Las maniobras militares que puso en práctica el Ejército Rojo en enero de 1941 demostraron que las fuerzas de la Unión Soviética eran incapaces de contener ningún avance alemán a través de sus fronteras y efectuar, a continuación, un contraataque internándose en territorio enemigo (la táctica de «defensa activa» en la que se fundaba a la sazón su teoría militar). Su ejército, debilitado por las purgas de la década de 1930, que despojaron de sus puestos a miles de militares con experiencia, no se hallaba en situación de enfrentarse a los alemanes y salir victorioso. Consciente de las deficiencias de sus fuerzas armadas, Stalin temía que cualquier intento patente de prepararse para arrostrar un posible ataque alemán que hiciera el Ejército Rojo se convirtiera en una provocación a los ojos de Hitler e hiciese aún más vulnerable a la Unión Soviética. Lo único que cabía hacer, en opinión de aquél, era apaciguar a los germanos y negociar más ayuda diplomática. Tal actitud constituye el contexto en que se firmó el pacto de no agresión acordado con Japón el 13 de abril de 1941 y explica el embarazoso proceder del dirigente soviético cuando, aquel mismo día, mientras despedían a Matsuoka, el ministro nipón de Asuntos Exteriores, en una estación de ferrocarril moscovita, topó con el coronel Hans Krebs, integrante de la Embajada de Alemania, y abrazándose a él, le espetó: «¡Siempre seremos amigos vuestros, venga lo que venga!». Saltaba a la vista que se hallaba sometido a una presión terrible. Dos días después, el coronel alemán escribió a un colega destinado en Berlín acerca del incidente en estos términos: «Stalin me dio la impresión de haber envejecido desde las reuniones anteriores. Tenía el pelo totalmente gris, y el color de su cara no era el de un hombre saludable. De cuando en cuando, cerraba el ojo izquierdo. No descarto que se encontrara bajo los efectos del alcohol…»[137]. La situación empeoró aún más después de que el ejército alemán conquistara, a despecho de toda oposición, Grecia y Yugoslavia a finales de abril de 1941. El 5 de mayo, con cierto retraso, el dirigente soviético trató de reavivar el entusiasmo de sus fuerzas armadas durante un discurso pronunciado en el Kremlin ante cuantos acababan de licenciarse en la academia militar. Ahora que tenemos la fuerza necesaria —les dijo—, debemos dejar a un lado la defensa y atacar. Si queremos defender bien nuestro país, no tenemos más opción que tomar la ofensiva. Debemos adoptar estrategias militares de acción ofensiva, reorganizar nuestro sistema de propaganda y agitación, así como nuestra prensa, para imbuirles este espíritu ofensivo. El Ejército Rojo es un ejército moderno, y un ejército moderno es un ejército de ataque. No ha faltado quien haya querido ver en estas palabras una prueba del deseo que albergaba de arremeter contra Alemania. Sin embargo, no se trata más que de una reafirmación de la teoría militar vigente entre los soviéticos, según la cual, en caso de agresión, el Ejército Rojo había de hacer lo posible por avanzar y trasladar el conflicto al territorio del enemigo. Stalin no pudo menos de montar en cólera el día 15 de aquel mes, cuando sus generales Zhúkov y Timoshenko —quienes se contaban entre los que habían malinterpretado el discurso del 5— le ofrecieron un plan de ataque preventivo contra la aglomeración de fuerzas germanas que había apostada en sus confines. «¿Os habéis vuelto locos? —les encajó—. ¿Qué queréis: provocar a los alemanes? Timoshenko está bien de salud y tiene una buena cabeza, pero debe de tener el cerebro minúsculo… Si pincháis a los alemanes de la frontera, si se os ocurre mover una sola fuerza sin permiso nuestro, tened por seguro que van a rodar cabezas[138]». Los soviéticos hicieron cuanto estaba en sus manos por demostrar a los nazis que valía más tenerlos de aliados que de enemigos. Y así, siguieron proveyéndolos de cantidades ingentes de materias primas (incluidas 232 000 toneladas de petróleo y 632 000 de grano, si contamos sólo los cuatro primeros meses de 1941[139]), pese a lo oneroso que resultaba tal presión a una economía que ya comenzaba a resentirse. A cambio, los alemanes se comprometieron, por contrato, a pagar en forma de bienes de igual valor o de ayuda técnica —concretada, por ejemplo, en la elaboración de planos para un nuevo acorazado—. Sin embargo, aquélla difícilmente podía considerarse una compensación cabal por las pérdidas que, en la práctica, suponían tales transacciones a la Unión Soviética. El estado de nerviosismo de Stalin no había hecho sino agudizarse tras recibir noticia de que, el día 10, Rudolf Hess, subordinado inmediato de Hitler, había volado a Escocia. A su modo de ver, tal circunstancia constituía una prueba palpable de que Alemania y el Reino Unido planeaban sellar un tratado de paz. En realidad, no ocurría nada por el estilo, sino que, tal como se supo más tarde, Hess tenía alteradas las facultades mentales. Sin embargo, en aquel momento, el dirigente soviético se formó un concepto muy diferente de la situación. Sin darse cuenta, los británicos habían alimentado las fantasías paranoicas de este último tres semanas antes del viaje frustrado de Hess a las islas, cuando, el 18 de abril, su embajador en Moscú, sir Stafford Cripps, los había informado por escrito, a él y a Mólotov, de lo siguiente: no está fuera de los límites de lo posible que, caso de dilatarse en exceso la guerra, se sienta tentado el Reino Unido (y en particular determinados círculos de la nación) de llegar a algún género de acuerdo destinado a poner fin a las hostilidades conforme a supuestos semejantes a los que se han insinuado de forma reciente en ciertos sectores alemanes[140]. La misiva, que no había tenido más propósito que el de alertar a la cúpula soviética del riesgo que comportaba la negativa a formar alianza con el Reino Unido frente a Alemania, tuvo, no obstante, el efecto contrario al hacer creer a Stalin que los británicos debían de estar en tratos secretos con los alemanes a sus espaldas, y la llegada de Hess a Escocia no hizo más que intensificar sus temores. El dirigente soviético se aferró entonces, de un modo punto menos que irracional, a su convencimiento de que nada de cuanto le presentaban sus colaboradores constituía indicio de una inminente invasión de los alemanes. Cuando no faltaba siquiera una semana para que éstos lanzasen su ataque a la Unión Soviética, tuvo en sus manos una comunicación de Merkúlov, el comisario del pueblo para la Defensa del Estado, que no podía ser más explícita. «Un informante infiltrado en el cuartel general de la Aviación alemana —aseguraba— ha comunicado lo siguiente: 1. Alemania ha culminado todos los preparativos bélicos necesarios para acometer un asalto armado contra la URSS, por lo que debemos esperar ser objeto de ataque en cualquier momento». En el documento puede leerse la siguiente anotación de Stalin, manuscrita a vuela pluma: «Camarada Merkúlov, puedes decir a tu “informante” que abandone su puesto en el estado mayor de la fuerza aérea alemana y se vaya con su puta madre. Parece que lo suyo es más bien desinformar[141]». Recientemente, se ha verificado una clara tendencia a «relativizar» la actitud de Stalin en aquel tiempo, o dicho de otro modo, a no culparlo como antes, y mucho menos en el grado en que lo censuró Winston Churchill, quien caracterizó al dirigente y a sus asesores como «la panda de chapuceros más burlada de toda la Segunda Guerra Mundial[142]». Verdad es que la situación no se mostraba con tanta claridad en aquel momento, y al cabo, tal como lo expresaría más tarde el mariscal Zhúkov: «Nada hay más sencillo que ofrecer una interpretación nueva de los hechos cuando se conocen el pasado y sus consecuencias[143]». Y aun así, el juicio que se formó Stalin acerca de lo que estaba ocurriendo en aquel período parece excepcionalmente torpe. La concentración de fuerzas alemanas era imposible de negar, y sin embargo, él seguía demasiado asustado para poner al Ejército Rojo sobre las armas en grado suficiente —error fundamental que el mariscal Vasilevski tacharía con posterioridad de «peligroso»—.[144] Como consecuencia directa del mal manejo de la crisis que hizo el dirigente soviético, en los albores de la guerra quedarían destruidos los más de los aeroplanos que combatían en primera línea de batalla y buena parte del resto de su equipamiento militar. Si Stalin no era un «chapucero burlado», cuesta imaginar a un solo personaje histórico al que pueda tildarse de tal. Poco después de las cuatro de la mañana del 22 de junio de 1941, llegó el conde Schulenburg, legado alemán en Moscú, al despacho que ocupaba Mólotov en el Kremlin para dar la noticia que llevaba tiempo temiendo la cúpula soviética: los soldados alemanes habían cruzado la frontera en respuesta a la concentración de tropas que estaba efectuando allí el Ejército Rojo. El pretexto no podía ser más descarado. El anuncio del embajador —recordaría Gustav Hilger, quien también se hallaba presente en la sala— dejó a todos sumidos en el silencio más absoluto durante varios segundos. Saltaba a la vista que Mólotov estaba luchando por no revelar la profunda conmoción que le había provocado… Calificó la acción de Alemania de abuso de confianza sin precedentes en la historia, por cuanto había agredido a un país con el que había firmado un pacto de no agresión[145]. (Sin duda, olvidaba que, en realidad, sí había ocurrido algo comparable con anterioridad; de hecho, aún no habían transcurrido dos años desde septiembre de 1939, cuando la Unión Soviética había invadido Polonia tras sellar con ella, en julio de 1932, un acuerdo análogo). A la postre, el ministro de Asuntos Exteriores fue incapaz de pensar en nada más que decir a Schulenburg, salvo la siguiente sentencia lastimera: «Nos lo hemos buscado nosotros, ¿verdad?». 2 Momentos decisivos PRIMEROS DÍAS DE LA INVASIÓN Los alemanes emprendieron la mayor invasión terrestre que haya conocido la historia de la humanidad poco antes del alba del domingo, 22 de junio de 1941. En total, avanzaron más de tres millones de soldados en tres embestidas multitudinarias: el grupo de ejércitos Norte, a las órdenes del mariscal de campo Von Leeb, se dirigió a los estados bálticos y a Leningrado; el grupo de ejércitos Centro, situado poco más al este y comandado por el mariscal de campo Von Bock, al eje conformado por Minsk, Smolensk, Viazma y Moscú, y el grupo de ejércitos Sur, que tenía por caudillo al mariscal de campo Von Rundstedt, a las ubérrimas tierras de Ucrania. Poco podían hacer las fuerzas soviéticas contra las agresoras, y aunque no faltaron bolsas aisladas de resuelta resistencia, el panorama general estaba dominado por la desesperación. «Yo estuve tres días con sus noches luchando en la frontera —asevera Gueorgui Semeniak, combatiente de la 204.a división soviética—. Los bombardeos, los disparos, las explosiones de los fuegos de artillería parecían no acabarse nunca[1]». Llegado el cuarto día, su unidad se hallaba sumida en el desorden y había comenzado a replegarse. «El cuadro era deprimente. De día, los aeroplanos descargaban sus bombas sobre los soldados en retirada sin descanso». Ante el ímpetu del ataque alemán, la mayor parte de sus mandos se limitó a abandonar a sus hombres. «Tenientes, capitanes y subtenientes se subían al primer vehículo que pasaba, en su mayoría camiones que iban al este… No nos parecía bien que se sirvieran de su posición para salvar el pellejo; pero todos tenemos nuestras debilidades». El caos brutal que dominó aquellos primeros momentos de la conquista se apoderó también de Iván Kulish, uno de los soldados soviéticos que habían invadido Polonia oriental en 1939. «Jamás pensé que fuésemos a tener que retirarnos de Lvov —reconoce—; pero lo hicimos, y de un modo bochornoso. Nos alejamos de allí a la carrera y en total desconcierto… Sin transmisiones; los comandantes de las divisiones… los comandantes del ejército no tenían ni idea de dónde estaban sus hombres ni de dónde estaban ellos mismos… Pánico. Todos huíamos azuzados por el pánico[2]» Las pérdidas sufridas por el Ejército Rojo fueron catastróficas. La fuerza aérea soviética había sido derribada casi por entero durante las primeras horas de la ofensiva, y el grupo de ejércitos Centro apenas necesitó un mes para hacerse con más de trescientos mil prisioneros. Además, en tanto que los informes germanos hablaban de la «fuerza y ferocidad» de la resistencia que estaban oponiendo los soviéticos en lugares como Brest-Litovsk, por lo general, el Ejército Rojo era, sin lugar a dudas, inferior a la Wehrmacht[3].. En medio de aquel pavor, la NKVD dio órdenes de fusilar a los presos más «peligrosos» — calificativo con el que se refería, casi con toda certeza, a aquellos que habían sido detenidos por delitos políticos— de cuantos se hallaban recluidos cerca de la primera línea de combate. En Lwów, se calcula que la policía secreta ejecutó a cuatro mil personas[4]. Olga Popadin se encontraba en el hospital de la prisión Brigidki de Lwów, y recuerda que, la última semana de junio, podía percibirse «un fuerte olor a cadáveres», lo que quería decir, sin lugar a dudas que los de la NKVD «estaban matando reclusos. Como hacía tanto calor, a medida que transcurrían los días empeoraba el hedor de los cuerpos[5]». El régimen estalinista seguía siendo fiel a sí mismo: si había irrumpido en territorio polaco cometiendo atrocidades, en aquel momento lo estaba abandonando sumando a éstas más actos bárbaros. En aquel primer estadio de la guerra, el dirigente soviético seguía sin querer ver la realidad que lo rodeaba. Cuando lo despertaron la madrugada del 22 de junio en su dacha de Kuntsevo, extramuros de Moscú, convocó una reunión en el Kremlin para anunciar a los asistentes que aquel supuesto ataque debía de ser una «provocación», o que cabía la posibilidad de que los generales de Hitler estuviesen actuando a espaldas del führer. Cuando, al fin, quedó fuera de toda duda que lo que estaban haciendo los alemanes no era ninguna «provocación», comenzó a dar instrucciones que apenas guardaban relación con la realidad. Su «Orden número 3», por ejemplo, instaba al Ejército Rojo a avanzar hasta suelo enemigo en dirección a Lublin para poner en práctica el plan, ya sin sentido, de empeñar una batalla defensiva en tierras del oponente. Con todo, sus lugartenientes, que acudieron al frente desde Moscú a fin de informarse de cuanto allí estaba sucediendo, no tardaron en conocer la aterradora verdad. Nikita Jrushchov fue testigo directo, en calidad de comisario político de relieve, del derrumbamiento del cuerpo de oficiales durante una reunión con el general de división Nikolái Vashuguin, comisario del frente suroeste, quien, presa de la desesperación, le confesó: —He decidido pegarme un tiro. Soy culpable de haber dado órdenes desacertadas a los comandantes del cuerpo mecanizado, y ya no quiero seguir viviendo. —¿Perdona? ¿Qué dices? Cuando Vashuguin hizo por explicarse, Jrushchov, que no tenía intención alguna de discutir, lo atajó diciendo: —¿A qué viene esa estupidez? Si has decidido quitarte la vida, ¿por qué no lo haces? El otro sacó la pistola por toda respuesta y, llevándosela a la cabeza, apretó el gatillo y cayó muerto a los pies de Jrushchov[6]. Su suicidio simbolizó el carácter quebradizo del sistema estalinista en aquel momento fundamental de la guerra. Las purgas de la década de 1930, período en que el dirigente soviético había ordenado eliminar todo atisbo —a menudo imaginario— de oposición en el seno de las fuerzas armadas soviéticas, habían debilitado de un modo lamentable el Ejército Rojo, no sólo al hacer desaparecer a algunos de los mandos militares de más talento para sustituirlos por oficiales relativamente jóvenes e inexpertos (el comandante de la fuerza aérea, por ejemplo, sólo contaba veintinueve años a la sazón), sino también al crear una atmósfera generalizada de miedo que había destruido la capacidad de los que conservaban su puesto para actuar de forma eficaz bajo presión. El problema no radicaba sólo en que el sistema estalinista estuviese fundado en el terror, sino en que los castigos se infligían conforme a criterios arbitrarios en apariencia. Una de las acusaciones que más gustaban de dirigir Beria y Stalin a los supuestos oponentes del Estado era la de «enemigo del pueblo», cargo ante el que apenas cabía pensar defensa alguna. Muchos oficiales tenían la impresión de que el único modo de sobrevivir consistía no ya en evitar asumir riesgos, sino en tratar de no adoptar ninguna decisión en absoluto. De este aspecto contraproducente del sistema soviético ya había advertido, el año anterior, el oficial de enlace alemán destinado en la Base Norte. Del Ejército Rojo no se esperaba ya que hiciera frente a los alemanes con un equipamiento inferior, sino también que lo hiciese con una cadena de mando anquilosada. Por si fuera poco, las fuerzas a las que habían de plantar cara estaban estructuradas de un modo diametralmente opuesto. A esas alturas, los nazis habían perfeccionado sus tácticas de guerra relámpago hasta lo sumo, y esta circunstancia convertía en implacable el avance de sus vehículos blindados. Por otra parte, la estrategia de mando flexible conocida como Auftragstaktik hacía todo su sistema de dirección adaptable y muy eficaz. A diferencia de los comandantes de las líneas soviéticas, que temían responsabilizarse de sus acciones, el alto mando alemán llegaba a delegar la toma de decisiones concretas aun en suboficiales. Su objetivo era el de determinar los objetivos, y recaía sobre el resto de oficiales del campo de batalla el cometido de buscar el mejor modo de alcanzarlos. La libertad que permitía este sistema fue condición previa indispensable, por ejemplo, para el éxito colosal que obtuvo el ejército blindado de Heinz Guderian en los albores de la invasión. Sus carros de combate se las compusieron para capturar Smolensk, ciudad bien adentrada en la Unión Soviética, cuando aún no habían transcurrido cuatro semanas del inicio de la conquista (no cabe sorprenderse de que sus hombres se refirieran a él como Schneller Heinz, o Heinz el Rápido). «Parecía cosa de coser y cantar —asegura Albert Schneider, integrante del 201.er batallón de artillería de asalto—. [E]stábamos convencidos de que la guerra duraría seis meses, o un año a lo sumo: a esas alturas, habríamos llegado a los Urales, y todo habría acabado… En aquel momento pensábamos: “¡Por Dios bendito! ¿Qué puede pasarnos? Pues nada”. Al fin y al cabo, formábamos parte de la hueste victoriosa: ¡nos iba tan bien, que había quien avanzaba cantando! Resulta increíble, pero es cierto». El espectacular avance alemán había sumido a Stalin en la desesperación. A tal extremo lo encolerizó la reunión informativa del 29 de junio, durante la cual supo que el enemigo estaba a un paso de hacerse con Minsk, la capital de Bielorrusia, que abandonó la sala diciendo: «Lenin fundó nuestro Estado, y nosotros lo hemos mandado a tomar por culo[7]». A continuación, se retiró a su dacha. Nunca como en aquel momento gozó el resto del Politburó de la justificación necesaria para destronar a Stalin. A la postre, había sido, sobre todo, su incompetencia la que había desembocado en la penosa falta de preparación de que adolecía el Ejército Rojo a la hora de enfrentarse a Alemania; en primer lugar, al despojar a las fuerzas soviéticas de algunos de sus mejores comandantes durante las depuraciones de la década de 1930, y después, al negarse a actuar en conformidad con los innumerables indicios que le iban proporcionando los servicios secretos y que dejaban fuera de toda duda que los alemanes estaban a punto de invadir la nación. Además, durante la primera semana de la agresión había dado muestras de una insólita debilidad de carácter, y así, por ejemplo, había ordenado a su ministro de Asuntos Exteriores que se encargase de anunciar por radio el ataque al pueblo soviético, que en aquel momento necesitaba saberse dirigido por un caudillo con dotes de mando. El resto del Politburó no pudo menos de quedar desconcertado ante semejante proceder. Voznesenski, de hecho, llegó a sugerir, de forma velada, que Mólotov debía erigirse en dirigente. «¡Viacheslav —le dijo—, ve delante, que nosotros te seguimos!»[8]. Sin embargo, los demás tuvieron cuidado de hacer caso omiso de su propuesta. En este momento, Stalin sí se benefició de la atmósfera de terror que había creado a lo largo de los años anteriores, pues pese a todos los errores en que había incurrido, ninguno de cuantos conformaban la cúpula soviética se atrevió a dar un paso al frente para sustituirlo. Todos temían que la menor insinuación de estar conspirando contra él pudiese acarrearle tortura y pena de muerte, aun estando su superior aquejado de tamaña endeblez. El 30 de junio, se dirigieron a su dacha, pintada de verde y oculta en una arboleda a escasa distancia de la capital, las figuras más relevantes del Politburó, incluidos Beria, Mikoián y Mólotov. Al verlos llegar, el dirigente soviético, quien se hallaba sentado en un sillón, no pudo evitar sobresaltarse. «¿A qué habéis venido?», quiso saber. «Lo dijo —recuerda Mikoián— con aire cauteloso, y eso nos resultó extraño, aunque no tanto como el hecho mismo de que hubiese formulado aquella pregunta. Al cabo, teniendo en cuenta la situación, era él quien tenía que habernos llamado. No me cabe la menor duda de que estaba convencido de que habíamos ido a detenerlo[9]» Al decir del hijo de Beria, su padre centró su atención en el rostro de Stalin al llegar, y no pudo menos de persuadirse de que «creía que íbamos a comunicarle que lo habíamos destituido[10]».. Más tarde, cuando el Ejército Rojo comenzó a contraatacar frente a los nazis, algunos interpretarían el episodio como un ejemplo más de la perspicacia del hombre en cuyas manos se hallaban las riendas de la Unión Soviética, señalando que tan ávido lector de obras de historia no podía ignorar una táctica que había hecho célebre Ivan el Terrible: la de fingirse derrotado y retirarse a fin de identificar a quienes pretendían conspirar contra él. Sin embargo, semejante explicación sólo es posible desde un punto de vista retrospectivo: en la atmósfera funesta del mes de junio de 1941, estando en retirada el Ejército Rojo y Minsk a punto de ser conquistada por los alemanes, resulta difícil imaginar a Stalin urdiendo maniobras maquiavélicas como aquélla. No: llegado el momento más bajo de su gestión, es evidente que pensaba que, al final, sus colegas habían ido a verlo para declararlo «enemigo del pueblo». Aun así, mientras él permanecía encorvado, presa de la inquietud, en su sillón, Mólotov le dijo algo enteramente distinto: que creían llegado el momento de constituir un Comité Gubernamental de Defensa. «¿Y quién va a presidirlo?», preguntó el dirigente, que, a todas luces, seguía sin tener claro cuáles eran las intenciones de sus visitantes. El ministro de Asuntos Exteriores respondió que creían que el cargo debía recaer sobre él mismo, y Stalin, aliviado, aceptó antes de erigirse en moderador de un debate acerca de la función que tendría que desempeñar cada uno de sus subordinados en el seno de aquel nuevo órgano. El primero de julio regresó al Kremlin para ponerse, una vez más, manos a la obra. Seguro ya del apoyo de sus subordinados, decidió que había llegado la hora de que el gran dirigente soviético hablara a su pueblo. Por consiguiente, el día 3 ofreció un discurso radiado que adquiriría renombre no por su tortuosa defensa de las razones que habían llevado a la cúpula soviética a firmar con los nazis el pacto de 1939, ni tampoco por el llamamiento que hizo a los diversos grupos étnicos comprendidos en la Unión Soviética (uzbekos, tártaros, georgianos, armenios, etc.) para que luchasen a una con objeto de evitar convertirse en esclavos de los fascistas; sino por las palabras que pronunció al comienzo de la emisión: «Camaradas, hermanos y hermanas». Para muchos ciudadanos soviéticos, aquella frase era anuncio de un nuevo Stalin, un cabeza de Estado que se preocupaba por ellos no como simples «camaradas», sino como integrantes de una misma familia unida; demostraba que lo que pretendía no era presentar batalla al nazismo desde un punto de vista ideológico, sino defender la madre patria frente a un invasor rapaz. Y una lucha así sí entraba dentro de lo que podían entender. STALIN Y LOS ALIADOS OCCIDENTALES: LOS ALBORES DE LA RELACIÓN Poco hizo, huelga decirlo, esta transformación del discurso estalinista por frenar el avance germano. En consecuencia, llevados de la desesperación, los soviéticos se sirvieron de uno de los agentes de Beria, de nombre Pável Sudoplátov, para abordar a Iván Stamenov, embajador de Bulgaria en Moscú, a fin de saber si era posible descubrir qué territorios soviéticos estarían dispuestos a aceptar los nazis a cambio de un armisticio. Mólotov llegó aun a pensar que esta propuesta de trueque de territorio por paz constituía, «en potencia, un segundo Tratado de Brest-Litovsk», y añadió: «si Lenin tuvo el valor de dar un paso así [en 1918], no es otra nuestra intención ahora[11]». Aquel intento, sin embargo, quedó en agua de cerrajas. Stamenov estaba convencido de que la Unión Soviética iba a vencer a la postre, pese a los reveses sufridos durante aquel primer estadio, y de cualquier modo, por más que pudieran presentar semejante ofrecimiento a los nazis, no parecía en absoluto probable, dadas las victorias espectaculares que estaba obteniendo el ejército alemán, que Hitler albergase intenciones de negociar la suspensión de hostilidades en aquel momento. Sea como fuere, resulta muy significativo el hecho mismo de que los mandamases soviéticos estuviesen dispuestos a investigar la posibilidad de acordar la paz por separado con Alemania. La sospecha de que Stalin podía tratar de abandonar la guerra y dejar a los nazis en una posición de relativa estabilidad en el Este, lo que les permitiría concentrar todos sus recursos en rechazar a los aliados occidentales, se convertiría en una de las preocupaciones constantes de Churchill y Roosevelt. El 12 de julio de 1941, tras la invasión, los británicos habían firmado con la Unión Soviética un acuerdo de asistencia mutua en el que se hacía explícito que ninguna de las dos naciones podía «negociar ni concluir armisticio o tratado de paz alguno [con Alemania] de no mediar concierto mutuo», y los dirigentes de la segunda sólo necesitaron dos semanas para quebrantarlo de manera manifiesta con la reunión del agente de Beria y el embajador búlgaro. Desde el principio mismo de la alianza se dieron casos de ocultación por las dos partes firmantes, y si bien Churchill había anunciado, durante un discurso pronunciado el 22 de junio, que de resultas de la agresión nazi, que estaba dispuesto a olvidar «[e]l pasado, con todos sus crímenes, sus disparates y sus tragedias[12]», poco antes de la invasión había comunicado en privado a John Colville, su secretario: «Si Hitler invadiese el Infierno, no me importaría hacer, cuando menos, una referencia favorable al Diablo[13]». No es que hubiese, entre quienes ocupaban el poder en el Reino Unido, muchos que creyeran que la Unión Soviética tenía demasiadas posibilidades de vencer a los alemanes. Muchos de los políticos y los militares de relieve de la nación estaban convencidos de que el Ejército Rojo no iba a ser capaz de contener por mucho tiempo al invasor. El Ministerio de Guerra, por ejemplo, pidió a la BBC que tratase de no dar la impresión de que la «resistencia rusa» iba a durar más de seis semanas[14]. Además, había otros prejuicios contra los que combatir. El teniente general Henry Pownall, subordinado inmediato del general sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del Imperio británico, recogió en su diario, el 29 de junio, la opinión que le merecía aquel nuevo socio del Reino Unido: «Evito el término aliado porque los rusos no son más que un hatajo de sucios ladrones homicidas, embaucadores hasta la médula. Resulta agradable ver a los dos seres más despiadados de Europa, Hitler y Stalin, atacándose mutuamente[15]». En Estados Unidos, la invasión germana provocó una reacción inmediata no menos prudente. Summer Welles, secretario de Estado en funciones (sustituto de Cordell Hull, quien se recuperaba de una enfermedad), hizo pública, el 23 de junio, tras consultar por extenso con el presidente Roosevelt, una declaración en la que no se abstuvo de condenar por «intolerables» tanto los «principios y doctrinas de la dictadura nazi» como los «principios y doctrinas de la dictadura comunista», si bien reconoció que «los ejércitos de Hitler representa[ban entonces] un peligro mucho mayor para América». Tal intervención, que dejaba abierta la posibilidad de ayudar a la Unión Soviética, no comprometía, sin embargo, a nada a Estados Unidos. Algunos políticos estadounidenses expresaron sin reservas juicios similares a los que confió a su diario el teniente general Pownall. «Las fieras se devoran entre ellas —aseguró el senador Bennett Clark, diputado por Misuri—: Stalin tiene las manos tan manchadas de sangre como Hitler, y no creo que debamos ayudar a ninguno de los dos[16]». Aún hubo otro senador que planteó la siguiente proposición práctica: «Si vemos que Alemania va ganando, deberíamos echar una mano a Rusia, y si gana Rusia, a Alemania, de modo que se maten entre sí en el mayor grado posible. Aun así, no me gustaría ver a Hitler salir victorioso en ninguna circunstancia». Aquellas palabras, citadas por la prensa del país, no habían salido de otra boca que la de Harry Truman, quien, si a la sazón no pasaba de ser un político casi desconocido de Misuri, estaba llamado a verse perseguido por tal declaración en el futuro, cuando, durante la primavera de 1945, siendo ya presidente de Estados Unidos, tuviera que tratar en persona con Stalin. Sin embargo, el colmo del cinismo lo puso el senador Robert La Follette, integrante del diminuto Partido Progresista y acérrimo defensor del aislacionismo, que aseguró en las páginas de la revista The Progressive que la nación no iba a tardar en asistir al «lavado de cara más detestable de la historia», concebido para hacerla entrar en la guerra. Van a pedir al pueblo estadounidense —vaticinó— que olvide las purgas emprendidas en Rusia… la confiscación de propiedades, la persecución sufrida por la religión, la invasión de Finlandia y el afán carroñero con que se hizo Stalin con una Polonia abatida, toda Letonia, Estonia y Lituania. Todos éstos se presentarán como actos propios de una «democracia» que se prepara para combatir al nazismo. No obstante, en aquellos primeros días de la invasión, a Stalin no debió de preocuparlo tanto la imagen que pudiera tener en el futuro la Unión Soviética como el hecho de garantizar que llegaría, al menos, a conocer dicho futuro. Y el 19 de julio, en el primer mensaje que, por intermedio de Maiski, el embajador soviético en el Reino Unido, hizo llegar a Churchill, puso de relieve semejante circunstancia. En él, haciendo hincapié en las dificultades provocadas por la situación en que se hallaba su estamento militar, solicitaba la ayuda del primer ministro, de quien esperaba que organizara de inmediato un segundo frente en Francia. El rechazo de Churchill a esta propuesta habría de ser repetido en numerosas ocasiones en el curso de los años siguientes. En la respuesta que dio a la comunicación de julio, por ejemplo, subrayó el inconveniente que suponía la presencia de cuarenta divisiones alemanas en la Francia septentrional. Stalin habría de esperar al mes de junio de 1944, poco menos de tres años más tarde, para ver satisfecha, al fin, su petición. Aun así, lo cierto es que los británicos sí pusieron en marcha aquel verano una operación militar poco conocida con la intención de ayudar a la Unión Soviética. Fue en la isla remota de Spitsbergen, parte del archipiélago Svalbard, a un millar escaso de kilómetros del Polo Norte. Y si bien la escala de tal acción no fue, precisamente, comparable con el segundo frente que había solicitado Stalin, sí resulta indicativa, en grado considerable, de las tensiones existentes entre los dos nuevos aliados. LA AVENTURA DE SPITSBERGEN En julio de 1941, se recibió en Londres, procedente de sir Stafford Cripps, embajador británico en Moscú, un mensaje por el que se daba a entender que los soviéticos agradecerían que se atacara Spitsbergen y se hiciera así más segura la ruta marítima a los puertos de Múrmansk y Arjánguelsk. Tras varias revisiones, el Reino Unido acabó por decidirse por un plan, al que denominaron Operación Gauntlet. Consistía en hacer aterrizar en la isla una fuerza expedicionaria conformada por soldados canadienses para que inmovilizaran sus minas de carbón e impidiesen así a los alemanes el empleo del lugar como base de buques y submarinos, amén de evacuar a los dos mil mineros rusos y los setecientos noruegos que lo habitaban (pues, aun siendo territorio de Noruega, la Unión Soviética disfrutaba de una concesión minera nada desdeñable en Barentsburg, asentamiento de la costa occidental). El 19 de agosto, zarpó de la base de que disponía la Armada Real en Scapa Flow una flotilla compuesta por tres destructores, dos cruceros y el Empress of Canada, transatlántico civil adaptado, y el 25, tras una breve parada en Islandia, arribó a la costa de Spitsbergen. Fue en ese momento cuando comenzaron los problemas. Al desembarcar en Barentsburg, los soldados canadienses toparon con lo siguiente: «una docena de rusos ceñudos y callados, muy desconfiados y en extremo recelosos de nuestras intenciones; y eso que los habían avisado desde Moscú de nuestra llegada… Al llegar a la ciudad, nos asaltó un olor dulzón y nauseabundo a agua de Colonia. Como los mineros que trabajaban en la isla tenían prohibido poseer alcohol, importaban cajas enormes de perfume para bebérselas a granel. Toda la ciudad apestaba a aquello[17]». El cónsul soviético se mostró muy poco dispuesto a ayudar en un primer momento, aunque a la postre se avino a colaborar en la evacuación del día siguiente. En consecuencia, el 26 de agosto se embarcó a la mayor parte de los ciudadanos soviéticos en el Empress of Canada. Con todo, un número reducido de éstos —en el que se incluía el agente diplomático— se mostró reacio a abandonar el lugar. Corría el rumor de que habían estado vendiendo carbón a los alemanes, y tenían miedo, naturalmente, de lo que les podía ocurrir de regresar a la Unión Soviética. El cónsul exigió también que se transportara parte de la maquinaria pesada de la mina en las bodegas del antiguo transatlántico; cosa que resultó imposible a británicos y canadienses. El general de brigada Potts, al mando de las tropas recién llegadas, fue a ver al diplomático, que se alojaba en una quinta extramuros de la ciudad, para intentar salir de aquel punto muerto. Durante el encuentro, el anfitrión, que no dejó de beber champán y, entre otras bebidas alcohólicas, vino de Madeira («Él no tenía que arreglárselas con colonia», apuntó uno de los canadienses), se mostró intransigente[18]. Alcanzó tal grado de ebriedad que acabó por perder por completo el conocimiento. «El cónsul —reza el informe del incidente redactado por el comandante Bruce Blake, quien actuaba de oficial de enlace— fue trasladado a bordo [de la embarcación, fondeada a la espera] en una camilla cubierto con una sábana para que los suyos no supieran lo que le había ocurrido[19]». El Empress of Canada zarpó, al fin, la medianoche del 26 de agosto, al objeto de transportar al pasaje, el total de la población rusa, a Arjánguelsk. La mañana del día 29, Maiski, embajador soviético en Londres, telefoneó al Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido para protestar por el proceder de británicos y canadienses. Aun así, los aliados occidentales rechazaron con firmeza todos los cargos de falta de cooperación y corrección, sospechando, quizá, que las quejas procedían del propio cónsul, quien no veía la hora de defenderse ante quienes habían dado noticia de sus calaveradas alcohólicas. Lo cierto, sin embargo, es que cabe cuestionar el comportamiento de que dieron muestras británicos y canadienses en Spitsbergen. Pues, mientras aguardaban el regreso a Arjánguelsk del Empress of Canada, llevaron a efecto las órdenes que habían recibido de demoler el equipamiento minero del lugar a fin de que los alemanes no pudieran servirse de él, e incendiaron, de manera accidental, buena parte de la ciudad. El fuego se declaró —al decir del informe enviado por el Ministerio de Guerra británico a Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores, el 11 de septiembre— alrededor de las seis de la mañana del primero de septiembre en el muelle terminal del ferrocarril, y se propagó con gran rapidez debido a la naturaleza de los edificios, construidos con madera y bien impregnados de petróleo y polvo de carbón… Aunque se acometió una investigación al respecto, fue imposible dar con la causa del incendio[20]. Afirmación esta última que cumple poner en tela de juicio, por cuanto ciertas imágenes tomadas por un camarógrafo de noticiario que no llegaron a transmitirse, y que hoy se conservan en el Museo Imperial de la Guerra del Reino Unido, muestra con claridad la negligencia, punto menos que temeraria, que desplegaron los soldados aliados a la hora de prender fuego al equipo minero y hacer saltar por los aires las torres de comunicación. No fue, precisamente, una operación llevada a cabo con precisión militar, y apenas cabe dudar de que la destrucción de Barentsburg fuese resultado de tamaña dejadez. Por otra parte, si bien la postura oficial que adoptó el gobierno británico consistió en considerar un éxito la intervención, cierto memorando privado remitido en septiembre por el Ministerio de Asuntos Exteriores pone de relieve lo siguiente: «[E]l WO [War Office, o Ministerio de Guerra] debe de sentirse culpable por [dicho desastre], ya que he oído a más de uno decir que, conforme a los testigos oculares, la actuación de los soldados canadienses dejó muchísimo que desear[21]». El capítulo final de esta operación tan poco competente lo proporcionó la BBC durante una emisión del 9 de septiembre en la que denominó la «audaz» expedición a Spitsbergen «la primera gran campaña en la que se han empleado las tropas canadienses últimamente[22]». Sir Stafford Cripps montó en cólera al oír tan hiperbólica afirmación, y en un telegrama enviado al Ministerio de Asuntos Exteriores británico se quejó de que, «en vista de la presión a que nos ha sometido [la Unión Soviética] últimamente para que hagamos algo grande en Occidente, se va a tener por un intento, tan rebuscado como estúpido, de magnificar una operación sencilla y segura a fin de hacerla parecer algo grandioso y relevante, y no va a ocasionar sino indignación o risa[23]». Considerada por su importancia en la conducción militar del conflicto, la acción de Spitsbergen no pasa de ser una nota a pie de página. Su significación radica, más bien, en cuanto hace patente este primer conato de cooperación práctica en lo tocante a la actitud de sus protagonistas. La colaboración entre la Unión Soviética y los aliados occidentales estuvo caracterizada por el recelo, las recriminaciones y la falta de respeto mutuos, elementos que, durante aquel primer período de la guerra, también se verificaron de forma obvia en la clase dirigente de las naciones participantes. Iniciado el mes de septiembre, Stalin rogó, una vez más, que se creara, de forma inmediata, un segundo frente a fin de que los alemanes apartasen una porción de las fuerzas que combatían en la Unión Soviética. La asistencia práctica que habían aportado los británicos hasta aquel momento no era mucha, y su única ayuda concreta —aparte de la zarpa de un convoy de escasa envergadura destinado a Arjánguelsk— se había materializado en el acuerdo por el que concedió a los soviéticos un préstamo de diez millones de libras con un interés del 3 por 100. El día 4, entregó Maiski en Londres la última misiva de Stalin, en la que aseveraba que, sin el frente solicitado, su nación iba a ser derrotada o, en el mejor de los casos, debilitada hasta extremos lamentables. Cuando el portador trató de intimidar a Churchill en relación con tan vital asunto, éste repuso: «Recuerde que, hace sólo cuatro meses, los que habitamos esta isla no sabíamos con certeza si no iban ustedes a caer sobre nosotros del lado de los alemanes… Ocurra lo que ocurra, y hagan ustedes lo que hagan, son quienes menos derecho tienen a reprocharnos nada[24]». Aun así, el primer ministro prometió un aumento, si bien poco más que simbólico, de la ayuda que, con cuentagotas, estaba otorgando el Reino Unido, y así, se comprometió a enviar doscientos aviones y doscientos cincuenta carros de combate al mes. La actuación de Estados Unidos no fue, en un primer momento, mucho mejor en lo que respecta a Stalin. El presidente Roosevelt no sólo se aseguró, como hemos visto, de que la declaración que hizo el gobierno a raíz de la invasión nazi de la Unión Soviética condenase a ambos regímenes, tachándolos de «intolerables», sino que, ante los periodistas que querían saber si resultaba «esencial» para la nación estadounidense la defensa del país de los soviéticos, respondió de manera equívoca: «¿Por qué no me preguntan de otra cosa?»[25]. Además, si dos días después de la agresión permitió a los de Stalin el acceso a treinta y nueve millones de dólares inmovilizados hasta entonces, lo cierto es que no ofreció ninguna otra muestra de querer ayudarlos. Su renuencia se explica, en parte, por el convencimiento que imperaba entre sus colegas de que no tardarían en ser derrotados. Frank Knox, ministro de Marina, le había dicho: «En mi opinión, siendo generoso, Hitler va a tardar de seis semanas a dos meses en arrasar Rusia»; y Henry Stimson, su ministro de Guerra, le escribió el 23 de junio para comunicarle: «[L]os alemanes van a estar ocupadísimos sacudiendo la Unión Soviética entre un mes, como mínimo, y a lo sumo, tal vez, tres meses[26]». Sin embargo, también debió de moverlo, casi con toda seguridad, su deseo de no adelantarse demasiado a la opinión pública, pues, al decir de sus propias palabras: «Es terrible mirar atrás por encima del hombro de uno cuando se trata de dirigir y topar con que no hay nadie[27]». Por otra parte, Roosevelt no ignoraba que las encuestas revelaban que los más de los estadounidenses, aun queriendo ver a la Unión Soviética victoriosa en un enfrentamiento directo con los nazis, no estaban dispuestos aún a ofrecer un apoyo significativo a Stalin. Por consiguiente, como de costumbre, su presidente optó por proceder de un modo tan cauteloso como práctico. Se mostró conforme con que Harry Hopkins, asesor en que tenía depositada no poca confianza, visitara Moscú a finales del mes de julio. Allí, en lo que duraron dos extensas discusiones, el último llegó a la conclusión de que departir con Stalin era como «hablar con una máquina perfectamente coordinada[28]». Aun así, en el transcurso de aquellas conversaciones, aquella «máquina» dio a entender algo que le resultó desconcertador: que recibiría con brazos abiertos a las fuerzas que, comandadas por adalides estadounidenses, tuviesen a bien enviar a la Unión Soviética si era con la intención de combatir a los alemanes. Aquél no era sino un indicio más de la desesperación de Stalin. Con todo, si bien no cabía la menor posibilidad de que Estados Unidos ofreciese al instante toda la ayuda que pretendía conseguir el dirigente soviético, no faltaron, aquel verano, señales que anunciaran que Roosevelt se hallaba cada día más persuadido a luchar contra Hitler en el bando británico. EL ENCUENTRO DE CHURCHILL Y ROOSEVELT El dirigente estadounidense y el británico se reunieron por primera vez en tiempos de guerra en la bahía de Argentia, sobre la costa de Terranova, en agosto de 1941. Churchill había cruzado el Atlántico a bordo del buque de guerra Prince of Wales, jugando al backgammon con Harry Hopkins —quien acababa de regresar de su encuentro con Stalin— y saboreando el caviar que había traído de la Unión Soviética su consejero. El primer ministro del Reino Unido aseguró a sir Alexander Cadogan, que los acompañaba en la travesía, que «era un placer disponer de un manjar así, aunque para obtenerlo hubiese que luchar al lado de los rusos[29]». Los dos gobernantes se habían conocido a finales de la Primera Guerra Mundial, durante la visita a Europa de Roosevelt. Al estadounidense no le había caído en gracia Churchill, y esta impresión negativa debió de suscitar, en parte, el comentario que hizo a su gabinete en mayo de 1940, cuando, tras recibir noticia de que lo habían nombrado primer ministro, aseveró que «suponía que era el mejor hombre de que disponía Inglaterra, por más que estuviese borracho la mitad del tiempo[30]». Desde el principio mismo, la relación entre ambos fue muchísimo menos sencilla de lo que dieron a entender los servicios propagandísticos del momento. Pese a pertenecer los dos a la minoría más selecta de sus respectivas naciones —Roosevelt era uno de los integrantes adinerados de los llamados Knickerbocker, familias de ascendencia neerlandesa que constituían el sector más granado de la sociedad neoyorquina, y el aristocrático Churchill, hijo de lord Randolph Churchill y Jennie Jerome, famosilla de origen americano—, cada uno de ellos era adepto a convicciones políticas que diferían notablemente entre sí. De hecho, eran gentes de las que no cabe imaginar juntas en circunstancias normales. El británico, por ejemplo, había escrito antes de la guerra de la profunda aversión que profesaba al New Deal, el conjunto de reformas sociales que conformaba la médula del programa político del estadounidense[31]. Éste, por su parte, se había declarado opositor acérrimo al Imperio británico, entidad sustancial en la definición del ideal político de aquél. En lo personal, aun poseyendo ambos una confianza y un egocentrismo punto menos que despóticos, también eran muy distintos. Churchill había demostrado sin lugar a duda su denuedo en 1898, cuando, a los veintitrés años, había luchado en calidad de oficial de caballería en el campo de batalla de la ciudad sudanesa de Omdurmán, en tanto que el valor de Roosevelt era, como su mentalidad política, algo mucho más sutil. En 1921, a la edad de treinta y nueve, había sufrido lo que, a la sazón, se tuvo por poliomielitis y hoy se cree que debió de ser un síndrome de Guillain-Barré, enfermedad de efecto paralizador muy similar. De resultas de esta dolencia, perdió la movilidad del cuerpo de cintura para abajo. Aun así, se negó a permitir que tal discapacidad condicionase su vida política, ni de hecho, su temperamento optimista e intrépido. Si, como tendremos oportunidad de ver, Roosevelt era capaz de fraguar muchos engaños, quizá ninguno pueda compararse con su habilidad para ocultar al público estadounidense el alcance de sus limitaciones físicas. Aunque se sabía impedido, hacía ver al mundo entero que no lo estaba, lo que lo obligaba a llevar, cuando se hallaba en público, dolorosos aparatos ortopédicos en las piernas en lugar de ayudarse de la silla de ruedas que empleaba en la intimidad. Jamás se permitió expresar abiertamente —ni tampoco en secreto, al parecer— sentimiento alguno de autocompasión. Según aseguró a George Elsey, oficial del servicio de información naval de la Casa Blanca, era un hombre «de pensamiento feliz». Así eran, por lo tanto, los dos políticos que se reunieron por segunda vez, trocados ya en dirigentes en tiempos de guerra, el 9 de agosto de 1941 en aguas canadienses: dos personas muy distintas, pero unidas por el deseo de colaborar en la derrota de Alemania y resueltas a presentar un frente compacto ante el resto del mundo. La Conferencia del Atlántico —que fue la denominación que acabaría recibiendo el encuentro— resulta significativa en esta historia por dos razones. La primera es que Roosevelt dio a entender que estaba dispuesto a que las tropas estadounidenses participaran en la empresa bélica del Reino Unido: cuando Churchill le comunicó que su nación planeaba ocupar las Canarias y tal cosa los dejaría sin los recursos necesarios para defender las Azores, Roosevelt se ofreció a ayudar, siempre que Portugal (a quien pertenecían estas últimas islas) lo solicitara. Aunque, a la postre, Churchill decidió no invadir aquéllas, la conversación puso de relieve que, en un principio, el presidente estadounidense pensaba consentir que los militares estadounidenses auxiliaran a los británicos, aun cuando su nación seguía siendo neutral. Sin embargo, este grado de participación, tortuoso en cierto modo, quedaba lejos del rotundo compromiso que habían esperado obtener de Roosevelt los del Reino Unido. No obstante, aquella ocasión resultó memorable por un motivo aún más importante: la redacción de la Carta del Atlántico. Este documento —una declaración de principios comunes— estaba destinado a causar no pocos problemas avanzado el conflicto. De hecho, fue a simbolizar la esquizofrenia que rodeó a buena parte de los acuerdos que se establecieron entre Stalin y los aliados occidentales, toda vez que representaba una serie de ideales nobles, en tanto que, como hemos visto, una porción nada desdeñable de las relaciones entabladas con Stalin consistía, sin más, en política utilitarista. La Carta del Atlántico, que exponía en ocho puntos los principios en los que fundaban el dirigente estadounidense y el británico «sus esperanzas relativas a un futuro más próspero para el mundo», era, sin embargo, creación de un solo hombre en esencia: Franklin D. Roosevelt. El norteamericano, que ejercía un estilo de política por demás práctico y realista, seguía manteniendo, no obstante, cierta amplitud de miras traducida en un ideal poswilsoniano (el antiguo presidente Woodrow Wilson había ayudado a fundar la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial) que quedó reflejado en el punto octavo del documento: «que todas las naciones del mundo, por razones tanto prácticas como espirituales, deben rechazar el uso de la fuerza». Fue esta idea de colaboración en el seno de la comunidad internacional lo que lo llevaría, al cabo, a proponer la creación de una Organización de Naciones Unidas cuando la guerra tocaba a su fin. Con todo, fueron los puntos segundo y tercero de tan idealista documento los que habrían de causar más tarde un número mayor de dificultades. El segundo estaba redactado en estos términos: «No desean [las dos naciones firmantes] ver cambio territorial alguno que no responda a la voluntad, expresada libremente, de los pueblos interesados»; y el tercero rezaba: «Respetan el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que desean vivir, y aspiran a ver restaurados los derechos soberanos y la autonomía de aquéllos a quienes se les han arrebatado por fuerza». La dificultad, huelga decirlo, estribaba en que el nuevo aliado del Reino Unido, la Unión Soviética, ya había actuado contra el ideal manifestado en la segunda disposición del documento recién elaborado al ocupar la región oriental de Polonia en septiembre de 1939, así como en que, tanto en territorio soviético como en el Imperio británico —y en particular en la India—, había un número considerable de pueblos a los que se les negaba la oportunidad de ejercer los derechos referidos en el artículo tercero. Así y todo, en aquel momento, todo lo dicho parecía, en cierto modo, meramente teórico, por cuanto Estados Unidos aún no estaba participando formalmente en la guerra, y además —lo que resulta acaso más relevante—, todo apuntaba a que la Unión Soviética se hallaba a pique de desmoronarse. LOS ALEMANES AVANZAN HACIA MOSCÚ El 18 de septiembre de 1941, el cuerpo blindado de Guderian capturó Kiev, capital de Ucrania, e hizo seiscientos mil prisioneros de guerra soviéticos. Y a pocos se puede responsabilizar de tamaño desastre —el mayor cerco de que haya tenido noticia la historia militar— en mayor grado que a Yósiv Stalin, quien había insistido en que los soldados del Ejército Rojo no debían abandonar la ciudad. De hecho, cuando el mariscal Zhúkov le había propuesto efectuar un repliegue a una línea más fácil de defender, él le había respondido que tal idea era una «sandez». Ante semejante rechazo, Zhúkov solicitó ser relevado en el cargo de jefe del estado mayor general, y el dirigente soviético dio su asentimiento. A continuación, el ejército alemán, cuyo flanco meridional había quedado fuera de peligro merced a la toma de Kiev, siguió avanzando, a través del eje central de su embestida, en dirección a Moscú, y en los albores del mes de octubre, los ejércitos blindados 3.o y 4.o atacaron las ciudades de Viazma y Briansk, sitas al oeste de la capital, y una vez más arrollaron a las fuerzas soviéticas. En total, lograron envolver a cinco ejércitos completos. Los soldados de éstos lucharon con uñas y dientes por salir de aquella ratonera, sirviéndose a menudo de anticuados fusiles de la Primera Guerra Mundial y en algunos casos sin siquiera la ayuda de éstos, enfrentándose con las manos vacías a las líneas germanas. En las batallas, casi idénticas, de Viazma y Briansk fueron apresados otros 660 000 combatientes soviéticos, y la victoria alemana, unida al sitio que, a esas alturas, se había puesto a Leningrado, llevó a Otto Dietrich, secretario de prensa de Hitler, a hacer el siguiente anuncio: «En lo militar, la Rusia soviética está acabada[32]». Con todo, aún quedaba un pequeño detalle: Moscú, que no sólo era la capital de la nación, sino también el centro de su red de transporte y comunicaciones. En consecuencia, tras las victorias obtenidas en Viazma y Briansk, el ejército alemán siguió avanzando hacia la colosal presa con la que culminarían la Operación Tifón. Grigori Obozni, joven de diecinueve años a la sazón, era uno de los soldados soviéticos sobre los que recayó la defensa de la ciudad aquel mes de octubre. Recuerda haber oído la artillería germana cada vez más cerca, y después, haber visto «cundir el pánico[33]». Otros de los presentes vieron a algunos tenderos abrir sus comercios diciendo: «¡Coged lo que queráis! No pienso dejar que se lo queden los alemanes». «Por un lado, había miles de personas huyendo despavoridas —afirma la entonces adolescente Zoia Zarubina—, tomando cuanto encontraban de comida y de lo que fuera. [Pero] había otro grupo formado por los que se dedicaban a dinamitar [los edificios]… [L]legaron a casa gritando que tenían que volarla, y nadie ignoraba que querían impedir que pudiera aprovecharla el enemigo[34]». Aquel momento de la historia soviética, en el que los moscovitas fueron presa del terror ante la aparente inminencia de la toma de la capital, contradice por entero la posterior leyenda de un Ejército Rojo resuelto y victorioso. El comunismo hizo desaparecer toda alusión a la realidad de la situación que se vivió aquel mes de octubre. Ha habido que esperar a la caída del Muro de Berlín para ver aparecer, procedentes de los archivos rusos, pruebas que confirman el alcance del miedo que se apoderó de la ciudad aquel otoño. Así, por ejemplo, el documento secreto número 23 del Comité de Defensa Estatal, fechado el 15 de octubre de 1941, revela que se había adoptado la decisión de «evacuar el Presidium del Soviet Supremo y las entidades de gobierno más elevadas». [E]n caso —añade— de que las fuerzas enemigas lleguen a las puertas de Moscú, la NKVD (los camaradas Beria y Shcherbakov) tiene orden de hacer volar los establecimientos comerciales, almacenes y demás instalaciones que no puedan ser evacuados, así como todo el equipamiento eléctrico del metropolitano. También ha salido a la luz que, en aquel período decisivo, el mismísimo Stalin consideró la idea de huir de la capital. Nikolái Ponomariov, su telegrafista personal, ha confirmado que, la noche del 16 de octubre, se desmanteló todo el equipo de transmisiones de que disponía en el Kremlin a fin de cargarlo en el tren que aguardaba para transportar en dirección este al dirigente soviético y su entorno más inmediato[35]. Sin embargo, al cabo, optó por no poner pies en polvorosa y, quedándose en Moscú, declaró el estado de sitio —y lo hizo cumplir imponiendo las medidas más brutales que puedan imaginarse—, resuelto a contener a los alemanes extramuros de la capital con el auxilio de tropas de refuerzo venidas de puntos más alejados. Aquel mes de octubre, Vasili Borísov, se hallaba sirviendo en una división siberiana en la región más oriental de la Unión Soviética, a la espera, a su decir, «de que atacaran los japoneses[36]». El día 18, sin embargo, su unidad recibió órdenes de embarcar de inmediato en una serie de trenes destinados a poniente al objeto de hacer frente a un enemigo distinto. «En verano habíamos sabido que los alemanes avanzaban a gran velocidad, capturando territorio soviético, y teníamos claro que nos aventajaban en el terreno de lo tecnológico. Sabíamos que nuestra situación no era muy envidiable». Mientras viajaban en dirección oeste, él y sus camaradas eran conscientes de que muchos de ellos morirían. «No ignorábamos que la guerra sería dura, y así fue: fue durísima, y pasamos mucho miedo». Se les encomendó la misión de proteger una línea defensiva que se estaba viendo empujada hacia Moscú a pasos agigantados. «Estábamos en retirada…; no teníamos más remedio que replegarnos, porque éramos más débiles que ellos. Teníamos pocas armas que pudiesen compararse con las de los alemanes… El humo y el fuego nos envolvían de tal modo, que ni siquiera veíamos en qué dirección debíamos arrastrarnos. Sólo oíamos al comandante gritar: “¡Adelante! ¡Adelante!”. No puede explicarse con palabras… Veíamos montones de cadáveres, de nuestro bando y del alemán… Resultaba aterrador. Todo ardía, y hasta la nieve estaba tiznada por las explosiones. Para mí, aquél fue el momento más espeluznante de toda la guerra… A decir verdad, los soldados del Ejército Rojo estaban mal adiestrados. No teníamos buenos tiradores, porque su instrucción consistía en un par de días en el campo de tiro… Si mataban al servidor de una ametralladora, yo ni siquiera estaba capacitado para ocupar su lugar y cargarla, porque durante el servicio militar nadie me había enseñado a hacerlo». Nikolái Brandt, estudiante de dieciocho años llamado a filas para participar en la defensa de Moscú, asegura que apenas había nadie en su cadena de mando que conociese las habilidades militares fundamentales. «Yo ni siquiera era capaz de abrir la recámara de mi fusil; así que me hicieron presentarme ante mi comandante inmediato, quien me dijo: “¡Pero si está congelado! Vas a tener que calentarlo”. ¿Cómo me las iba a ingeniar, si estábamos a treinta grados bajo cero? Me dirigí al comandante de mi pelotón, y me dijo lo mismo: “Tienes que calentarlo: se te ha helado el bloque de cierre”. Entonces me mandó al comandante del batallón, un teniente. Era el único oficial de carrera que teníamos, y sólo tuvo que quitarle el seguro al arma. ¡Qué alegría me dio cuando vi abrirse la recámara!»[37]. Aquel muchacho no ignoraba que ni él ni su unidad podían ofrecer demasiada resistencia a las tropas germanas. Y si él tenía un fusil antiguo que apenas sabía emplear, muchos de los de su unidad ni siquiera poseían armas de ningún género. Tenían la intención de irrumpir en el campo de batalla tras los primeros escalones del ataque y pertrecharse con las de sus camaradas caídos. «Enviar a combatir a personas sin instrucción militar alguna —asevera— es un acto de todo punto ineficaz e inhumano». Él mismo sufrió lesiones graves segundos después de entrar a participar en la batalla de Moscú. «Me alcanzaron fragmentos de mortero, y del impacto acabé hundido en la nieve. Y fue precisamente la nieve lo que me salvó». Tendido sobre aquella superficie blanda, pasó un día entero en el campo de batalla, con los pantalones empapados en sangre, hasta que pudo regresar, a rastras, a las líneas soviéticas, en donde pudo comprobar que aquella primera jornada había caído aniquilada casi toda su unidad. «Un soldado bisoño que se encuentra en medio de un bombardeo no entiende nada de lo que le está ocurriendo —declara—: pierde el seso por completo. Pero uno aguerrido sabe orientarse, y si oye disparar un mortero, sabe adónde debe correr y de dónde va a venir el siguiente. Sabe cuándo y dónde esconderse. Así es como se adquiere la experiencia en el combate, y yo no tenía ninguna». A esas alturas, Stalin había tenido ocasión de desengañarse acerca de la calidad del Ejército Rojo. Muchos de sus soldados estaban, como Nikolái Brandt, mal equipados y peor adiestrados, y en tales circunstancias, el dirigente optó por recurrir, más que nunca, a la forma de motivación que mejor servicio le había brindado en otro tiempo: las amenazas. La llamada telefónica que hizo al comisario del ejército Stepánov en octubre de 1941 constituye un ejemplo llamativo de esta suerte primitiva de estímulo. El receptor había sido destinado al cuartel general del frente occidental soviético en Perishkovo a fin de informar de la situación militar, y aprovechó la ocasión para solicitar el permiso necesario para replegar a las fuerzas soviéticas en dirección al este de Moscú. A semejante propuesta siguió un largo silencio que, a la postre, rompió su superior diciendo: —Pregunta a los camaradas si tienen palas. —¿Qué, camarada Stalin? —quiso saber Stepánov. —¿Tienen palas los camaradas? —repitió el dirigente soviético. Tras consultar con los mandos que lo acompañaban, el comisario volvió a preguntar: —¿De qué clase, camarada Stalin: de las de zapador, o de otras? —Da igual. —Sí, camarada Stalin —respondió su interlocutor—: tenemos palas. ¿Qué tenemos que hacer con ellas? —Camarada Stepánov, ve y di a tus camaradas que las usen para cavar sus propias tumbas. No vamos a abandonar Moscú[38]. Con todo, sería este género de crueldad el que ayudase, al cabo, a salvar la capital: una dureza psicológica que resultó tener más peso aún que la llegada de tropas del este. En consonancia con este enfoque del hecho bélico, Stalin ordenó que se formasen a la retaguardia de las primeras líneas de batalla soviéticas destacamentos especiales destinados a obstruir toda retirada abatiendo a cualquier soldado del Ejército Rojo que tratara de replegarse. Así, los combatientes que luchaban ante Moscú sabían que debían dominar sus miedos o afrontar una muerte segura a manos de sus propios compatriotas. «Estos “destacamentos de retaguardia” cumplían, a mi entender, la función psicológica de elevar la moral de la tropa —señala Vladímir Ogrizko, oficial de la NKVD que servía en una de las unidades encargadas de evitar el repliegue de los soviéticos—. Si [el soldado que trataba de huir] se resistía o echaba a correr, lo eliminábamos. Un disparo, y se acabó. Ésos no eran combatientes[39]». Él, como otros muchos de los de su bando, se hallaba inspirado por el ejemplo de resistencia ofrecido por su dirigente: si él había decidido permanecer en Moscú y mantener el tipo, ellos no podían hacer menos. El otoño de 1941 fue para él —como había sido para Churchill la primavera de 1940— el momento de revelar el verdadero carácter a despecho de las adversidades. «Stalin actuó correctamente —asevera Ogrizko—. A pesar de sus innegables defectos, la historia lo tendrá en gran estima. Entonces hacía falta un hombre fuerte, y ellos se sirvieron del miedo para acabar con el miedo». Los alemanes, que en un primer momento habían visto frenado su avance hacia Moscú por la nieve a medio derretir, recobraron el 15 de noviembre, tras helarse las carreteras, el empuje perdido. El número de soldados de la Wehrmacht que marchó hacia la capital soviética ascendía casi al millón, y los del Ejército Rojo a quienes habían de hacer frente apenas superaban la mitad. Cuando el mes tocaba a su fin, la 7.a división blindada había salvado una de las últimas barreras estratégicas que la separaban de la ciudad: el canal Moscú-Volga. Esto la situó a poco más de treinta kilómetros del despacho de Stalin, sito en el centro de la capital. Aun así, las fuerzas soviéticas se las compusieron para retener a esa altura a los invasores, quienes estaban agotando su poder de resistencia: sus líneas de abastecimiento tenían ya una longitud de cientos de kilómetros, y buena parte de su equipo motorizado había dejado de funcionar. Desde entonces se ha concedido una gran importancia a lo inadecuado de los pertrechos de que disponían los alemanes para hacer frente al invierno. Hitler y sus generales se habían preparado para una guerra breve a la que pensaban poner fin antes de que llegara el otoño, y lo cierto es que no cabe dudar de que la falta de prendas de abrigo para los soldados y mecanismos destinados a proteger del frío sus piezas de artillería y sus vehículos representaron un papel de relieve en la detención de su avance. «Cuando la temperatura descendió de los treinta grados bajo cero, las ametralladoras dejaron de disparar —manifiesta Walter Schaefer-Kehnert, oficial de una de las unidades germanas de carros de combate que había acampadas frente a Moscú aquel mes de diciembre—. Eran instrumentos de precisión, pero cuando el aceite se solidificó por causa del frío, no hubo modo alguno de hacerlas funcionar como era debido, y cosas como ésa hacían que nos angustiásemos[40]». Estos fallos, combinados con la ausencia de indumentaria preparada para las temperaturas invernales, hicieron que la moral de las fuerzas invasoras cayese en picado. Así y todo, por importantes que fuesen los problemas prácticos motivados por las deficiencias logísticas de los alemanes, lo cierto es que en ocasiones se pasa por alto que la lucha que protagonizaron el Ejército Rojo y la Wehrmacht extramuros de Moscú en diciembre de 1941 hizo que, por primera vez, se revelase con claridad la diferencia psicológica que existía entre las dos fuerzas combatientes, y que se haría aún más patente un año más tarde, entre las ruinas de Stalingrado. Huelga decir que los germanos se consideraban superiores a los soldados eslavos que conformaban las unidades del enemigo, pues los servicios nazis de propaganda habían presentado aquélla como una guerra de aniquilación contra un enemigo infrahumano; y en un primer momento, semejante afirmación racista había parecido por demás cierta a las tropas alemanas que se abrían paso a través de la Unión Soviética. El abismo que se abría entre los dos bandos había quedado simbolizado en particular por la incapacidad del Ejército Rojo para oponer resistencia al avance motorizado de los invasores, quienes no albergaban la menor duda de que aquél era un conflicto entre una nación moderna e industrializada y otra primitiva y atrasada. Adolf Hitler compendió esta actitud al comunicar a sus colegas que los habitantes de la Unión Soviética debían recibir el mismo trato que «los pieles rojas de Norteamérica[41]». De nada sirvieron, no obstante, los avances tecnológicos de los alemanes en el gélido invierno de las tierras conquistadas. La lucha se trocó entonces en una más directa, en la que el Ejército Rojo podía competir en igualdad de condiciones. Vasili Borísov cree que si él y sus camaradas supieron mantenerse firmes durante la batalla de Moscú fue a causa de «la tozudez… Nuestros comandantes decían que las divisiones de Siberia habían salvado la capital». Y si, mientras se replegaban bajo los fuegos constantes del enemigo, él y los suyos no habían podido evita sentir miedo, el 5 de diciembre, fecha en que principió el contraataque de sus tropas, comenzaron a recuperar la confianza que les era innata. «Somos fuertes y podemos con todo… Éste es el espíritu de Siberia, y con él crecen sus habitantes desde la infancia. Todo el mundo sabe que los siberianos son gente dura… Yo soy siberiano de los de verdad, y todos saben que somos duros». En aquel instante, dicha fortaleza se manifestó en el carácter del combate. «En los contraataques, había que luchar de hombre a hombre; teníamos que hacer frente a los alemanes en las trincheras: el que era fuerte sobrevivía, y el débil moría… Teníamos bayonetas caladas en los fusiles, y yo era un tipo fornido: no me costaba atravesarlo [al enemigo] con la hoja y sacarlo del agujero de un tirón. Llevaban abrigos, igual que nosotros; de modo que la bayoneta entraba sin dificultad, como cuando pinchas una hogaza de pan: sin encontrar resistencia… No hay más elección: o lo matas, o te mata. Una verdadera porquería… Nunca me he sentido orgulloso ni me he alegrado de matar a una persona. Simplemente, sabía que había logrado una victoria diminuta y que podía seguir adelante; pero ni me satisfacía, ni me producía el menor deleite». Ante tamaña arremetida física, Vasili Borísov y sus camaradas percibieron un cambio de actitud en las filas germanas: «Cuando veían a los siberianos luchar cuerpo a cuerpo, les entraba el pavor. Eran gente fornida… Ellos [los alemanes] habían recibido una educación refinada, y no eran tan fuertes como los de Siberia; así que se dejaban arredrar por este género de combate. A los siberianos no los asusta nada, y los alemanes eran más débiles: no les hacía demasiada gracia el frío, y además, tampoco tenían una constitución física tan sólida». Fiodor Sverdlov, que tomó parte en la batalla de Moscú al frente de una compañía de la 19.a brigada de fusileros soviética, viene a confirmar esto último: «El ejército alemán que combatía en los aledaños de Moscú ofrecía una visión lamentable. Recuerdo muy bien cuál había sido, en julio de 1941, el aspecto de esos tipos confiados, fuertes y altos. Marchaban con las camisas arremangadas, ametralladora en mano. Sin embargo, luego se volvieron gentes abatidas, encorvadas e irritables, envueltas en pañuelos de lana robados a las mujeres de los pueblos». Y mientras los invasores temblaban en sus trincheras y demás refugios ante Moscú, en el otro extremo del mundo ocurrió algo que, a la vuelta de unos cuantos días, iba a proporcionar a Stalin un nuevo aliado, y a Hitler, otro enemigo. EL RELEVANTE MES DE DICIEMBRE El 7 de diciembre de 1941, dos días después de que los soviéticos emprendiesen la ofensiva a las puertas de Moscú, los japoneses bombardearon la base que poseía Estados Unidos en el puerto hawaiano de Pearl Harbor. Y aunque la agresión tomó por sorpresa a los norteamericanos, no cabe decir los mismo del hecho que los nipones hubiesen acabado por perder la paciencia con la vía diplomática. La relación entre ambas naciones se había ido depauperando a pasos de gigante tras la ocupación japonesa del sur de Indochina (el Vietnam de nuestros días), acaecida aquel verano. Los estadounidenses habían reaccionado congelando los activos de Japón en su país y amenazando con poner fin al abastecimiento de petróleo y otras materias primas de importancia vital. A este hecho siguieron varios meses de conatos, erráticos y no muy bien gestionados (por ninguna de las partes), de alcanzar un acuerdo. La defensa de los intereses de Japón en Washington hubo de hacer frente, además, al óbice que suponía la decrepitud de su embajador, el almirante Kichisaburo Nomura, quien, amén de tener mermados la vista y el oído, se desorientaba con frecuencia. Todo apunta a que los estadounidenses no creían que pudiesen ser víctimas de un ataque japonés: en parte por influencia de su relación con los nazis —quienes, hasta la fecha, se habían cuidado de no empujarlos a la guerra—, muchos de ellos pensaban que lo más probable era que los nipones arremetiesen contra las colonias que tenían en levante los Países Bajos o el Reino Unido, si no directamente contra las Indias Orientales Neerlandesas. Sin embargo, el enemigo se había imaginado una escena más épica: al atacar Pearl Harbor, sito en mitad del Pacífico, pretendían sacar por entero a Estados Unidos del tablero de juego. «El suyo era un país grande, y sabíamos que no nos iba a ser posible vencer si se prolongaban las hostilidades —declara Masatake Okumiya, que a la sazón servía en la Armada Imperial nipona—; pero en aquel momento, las fuerzas navales conformaban el sostén del poder militar, tanto en Estados Unidos y el Reino Unido como en Japón. Representaban el poderío bélico de una nación. La destrucción de las suyas acarrearía un daño terrible, arruinaría la reputación del presidente Roosevelt en cuanto comandante en jefe y lo pondría en una situación muy difícil[42]». No podían estar más equivocados, pues lejos de tratar de poner fin a su enfrentamiento con los nipones, los estadounidenses, indignados con razón por el ataque, buscaron venganza. El de «¡Acordaos de Pearl Harbor!» se convirtió en el grito de guerra de las fuerzas norteamericanas durante la guerra que se desencadenó tras él, y lo cierto es que su convencimiento de que jamás había que confiar en el enemigo al que muchos de los soldados de la infantería de marina se referían como «niñato tramposo» nació, en parte, del exceso de confianza en sí mismo en que había incurrido el gobierno estadounidense al dejarse sorprender de ese modo. La agresión afectó a la Unión Soviética en dos aspectos importantes. En primer lugar, fue a confirmar que las fuerzas niponas ya no constituía una amenaza para las regiones más orientales. De hecho, dos meses antes, el espía soviético Richard Sorge había enviado desde Japón informes que ponían de relieve las intenciones que tenía el país de atacar desde el sur, y que habían llevado a Stalin a trasladar las divisiones de la frontera siberiana a fin de que cooperasen en la defensa de Moscú. En segundo lugar, el bombardeo de Pearl Harbor hizo que Alemania hiciese manifestación de hostilidades a Estados Unidos casi de inmediato, lo que brindó al dirigente soviético un aliado de ingente poderío. La decisión de Hitler de mover guerra contra los estadounidenses, tomada el 11 de diciembre de 1941, ha suscitado no poco desconcierto entre quienes ignoran los detalles de aquella historia. ¿Qué motivos pudo tener el führer para añadir voluntariamente un enemigo más a su lista de adversarios en el preciso instante en que sus fuerzas armadas se enfrentaban a la inmensidad del reto que suponía la guerra en el frente oriental? La respuesta es muy sencilla: Hitler era, como Stalin, un dirigente político al que la retórica no había hecho perder el contacto con la realidad, y sabía muy bien que iba a ser inevitable enfrentarse a Estados Unidos. El momento decisivo de la sucesión de acontecimientos que desembocó en la guerra no se había dado en Pearl Harbor, sino algunos meses antes, cuando Roosevelt había enviado buques de guerra para que acompañaran a los convoyes británicos a la mitad del océano que separaba a las dos naciones. Tal como lo expresó Churchill, en agosto de 1941, cuando se celebró la Conferencia del Atlántico, Roosevelt estaba resuelto «a hacer la guerra, aunque no a declararla[43]». A esa misma conclusión había llegado también el almirante alemán Raeder, quien, meses antes del ataque a Pearl Harbor, había hecho saber a su dirigente que, a menos que permitiera a los sumergibles germanos hundir barcos de guerra estadounidenses, jamás se haría con la victoria en la batalla del Atlántico. Era inevitable que a la decisión de Roosevelt de mandar embarcaciones destinadas a patrullar las aguas occidentales del océano para escoltar a los convoyes siguiese una serie de incidentes, entre los que cabe destacar la agresión sufrida por el buque estadounidense Greer a manos de un submarino alemán, en septiembre, y el hundimiento, en noviembre, del Reuben James, que causó la muerte de más de un centenar de marineros de Estados Unidos. En consecuencia, llegado el mes de diciembre, Hitler debió de pensar que, declarando la guerra a esta última, no estaba haciendo mucho más que aceptar lo ineludible, con la ventaja que le proporcionaba el hecho de dar la impresión de que conservaba el dominio de la situación. Por otra parte, daba por sentado que su entrada inmediata en el conflicto no iba a suponer un cambio sustantivo, antes de que transcurriese, cuando menos, un año, en el curso de los combates empeñados en la Unión Soviética, y al cabo, estaba persuadido de que habría de ser aquella contienda contra Stalin la que decidiese el resultado de las hostilidades, fuera éste cual fuere. Además, confiaba en que los japoneses iban a mantenerlos ocupados en el Pacífico además de amenazar los intereses británicos en Extremo Oriente. Con todo, el de diciembre de 1941 fue también un mes relevante por razones menos conocidas. El día 3, cuatro antes de la incursión en Pearl Harbor, el general Sikorski, primer ministro del gobierno polaco en el exilio, y el general Anders, comandante del ejército de Polonia, fueron a reunirse con Stalin y Mólotov en el Kremlin. El hecho de que sus respectivas naciones se hubieran trocado en «aliadas» dejaba al dirigente soviético en una posición un tanto incómoda. A la postre, no habían transcurrido mucho más de año y medio desde el momento en que había ordenado la ejecución de buena parte de la oficialidad polaca. No cabe sorprenderse de que la actitud de las autoridades de la Unión Soviética respecto de los que aún quedaban en cautividad cambiase de súbito tras la invasión alemana, pues si un día habían sido instrumentos de un estado burgués que ellas habían ayudado a borrar del mapa, al siguiente se habían revelado como un posible auxilio frente a los nazis. Tadeusz Ruman conoció de primera mano esta transformación punto menos que milagrosa[44]. Este estudiante de veinte años había sido arrestado durante la primavera de 1940 por tratar de cruzar la frontera que separaba las zonas de Polonia sometidas a Alemania y a la Unión Soviética, y aunque jamás llegó a confesárselo a los guardias de Stalin que lo arrestaron, había oficiado de mensajero de la clandestinidad polaca y lo habían encarcelado bajo una identidad falsa. En un principio, fue recluido en la prisión de Brigidki, establecimiento leopolitano de infausta memoria en el que hubo de compartir celda con muchísimos otros prisioneros a los que, como él, hicieron pasar hambre de forma sistemática. De allí lo enviaron, en dirección noroeste, a un campo de trabajo de la Unión Soviética en el que él y otros compatriotas suyos supieron que los habían condenado a quince años de trabajos forzados. «Sin mediar proceso alguno —asegura—. No había más juicio que el que nos hacían del momento de interrogarnos: los sistemas totalitarios nunca han tenido la necesidad de probar [la culpabilidad de nadie]». Con todo, la pena, que equivalía a tres cuartas partes de la edad del muchacho, no llegó a angustiarlo por causa de un problema más inmediato que lo aquejaba en aquel recinto. «Uno sólo piensa: “¿Tendré para comer?”. Cuando se tiene hambre, no se tiene cabeza para nada más». Sin embargo, cierto día de verano de 1941 experimentó un cambio considerable en lo que a su fortuna se refiere. Le ordenaron presentarse ante el teniente coronel de la NKVD que dirigía aquel establecimiento penitenciario, quien le pidió que tomase asiento y le ofreció un cigarrillo. No pudo menos de recelar, dado que no ignoraba que aquélla era la técnica habitual que empleaba en los interrogatorios la policía secreta: «Asiento, pitillo y, de pronto, estacazo en la espalda». Pero aquella vez la reunión fue mucho más amable. El oficial de la NKVD lo informó de que los nazis habían invadido la Unión Soviética, y de que los polacos tenían la oportunidad de combatir codo a codo con el Ejército Rojo frente a «nuestro enemigo común». —¿Y en mi caso? —quiso saber Ruman—. A mí me han caído quince años por luchar por los polacos. —En fin —respondió el comandante del recinto—. Tenemos que aprender a olvidar —y diciendo esto, tomó el expediente del joven y le puso una cruz junto con la palabra: «Libre». Así fue como, demacrado y sin fuerzas, abandonó Tadeusz Ruinan el sistema penal soviético, después de ver remitida su condena con la misma despreocupación con que le había sido impuesta. En consecuencia, fue a unirse a las decenas de miles de compatriotas que habrían de ser organizados y adiestrados para constituir una fuerza de combate capaz de ayudar a la Unión Soviética, su nueva aliada, a recuperar Polonia. Aun así, reunir a cuantos se hallaban repartidos por los diversos campos de trabajo de la nación comportaba una labor logística monumental, tal como ocurría, por ejemplo, con el problema que suponía proporcionarles alimento y techo a todos. Y este género de dificultades prácticas era, precisamente, lo que estaba tratando de resolver la delegación polaca que, encabezada por el general Sikorski, había acudido a Moscú. Claro está que los dirigentes polacos estaban interesados en investigar por qué se había liberado a un número tan escaso de sus oficiales hasta la fecha. Durante la reunión celebrada en el Kremlin, Sikorski hizo saber a Stalin que las «instrucciones relativas a la amnistía» concedida a los prisioneros polacos que acababan de publicar las autoridades soviéticas «no se est[aba]n aplicando», y que «buena parte de los más valiosos de [sus] hombres s[eguía]n recluidos en campos de trabajo y prisiones[45]». —Eso es imposible —respondió Stalin—, porque la amnistía era para todos, y hemos liberado a todos los polacos. Mólotov hizo un gesto de asentimiento, y Sikorski dijo tener una lista de varios miles de polacos de los que nada se sabía. Si no habían sido liberados, daba por supuesto que deberían de estar aún recluidos en algún lugar de la Unión Soviética. —Eso es imposible —repitió Stalin—. Se habrán fugado. —¿Y adónde iban a fugarse? —preguntó el general Anders. —Pues a Manchuria —fue la conclusión del dirigente soviético. El diálogo caracteriza a la perfección la actitud global que mantuvo Stalin durante aquella guerra. Aun cuando, a fuer de mandamás de la Unión Soviética, conocía mejor que nadie la suerte que habían corrido los militares desaparecidos, se limitó a anunciar con impasibilidad que, en realidad, habían huido a una región remota del noreste asiático. Aquélla fue, sin lugar a dudas, una de las manifestaciones de poder más cínicas de que haya tenido noticia la historia más reciente. Y es que, de igual manera que el estado soviético podía convertir a cualquiera en «enemigo del pueblo» —es decir, volver «verdadero» un hecho con independencia de todo criterio objetivo—, a su dirigente le era dado, llevado quizá del capricho y la imaginación, resucitar a los oficiales asesinados y situarlos, por arte de birlibirloque, en los páramos de Manchuria. El general Anders, que había tenido oportunidad de conocer de primera mano el sistema judicial y penal soviético, y sabía que nada tenía de bueno, se aventuró a contradecir de forma explícita semejante afirmación. —Es imposible que todos ellos se hayan dado a la fuga —remachó. —Pues entonces —replicó Stalin—, los habrán soltado y todavía no han llegado. El dirigente soviético tenía aún la cabeza en la cuestión polaca durante otra conversación de relieve mantenida aquel mes de diciembre, en esta ocasión con el hábil ministro de Asuntos Exteriores británico Anthony Eden. Éste se reunió con él por vez primera el 16 de diciembre de 1941, después de viajar por mar a Múrmansk y, de allí, en tren a Moscú. El encuentro de ambos también habría de ser digno de atención, y por demás revelador en lo que al pensamiento de Stalin se refiere: pese a tener al ejército alemán combatiendo aún a las puertas de la capital y a su estado en peligro de desaparición, y aunque seguía furioso a todas luces por la falta de compromiso de los británicos respecto a la creación inmediata de un segundo frente, e indignado por la cantidad relativamente escasa de ayuda militar que había recibido hasta el momento, dejó a un lado tan acuciantes asuntos y eligió comenzar aquel coloquio centrándose en una cuestión que, sin ser urgente, no carecía de importancia: la de la configuración de las fronteras de la Unión Soviética una vez acabada la guerra. En tono enérgico, dejó bien claro a Eden que no pensaba aceptar nada que no llegase, cuando menos (aunque sí con ligeras alteraciones), a las demarcaciones acordadas con los nazis antes de 1941. Tal cosa quiere decir que pretendía legitimar su dominio sobre una porción considerable de lo que, antes de la guerra, había sido Polonia. Asimismo, exigió que se dieran por válidas las conquistas territoriales que había logrado a expensas de los finlandeses, así como el sometimiento de los estados bálticos y varias otras concesiones jurisdiccionales de menor entidad hechas en los límites occidentales de la Unión Soviética. El diplomático sir Frank Roberts, quien se hallaba acompañando a Eden, recordaría en estos términos el momento en que Stalin hizo su espectacular declaración: Cuando fui a Moscú con Anthony Eden en diciembre de 1941, estando aún los alemanes a sólo diecinueve kilómetros del lugar en que conversábamos, lo primero que dijo Stalin fue: —Señor Eden, quiero que me garantice que, cuando acabe la guerra, apoyará usted la justa reclamación que estoy haciendo respecto a estas regiones. Y Eden le dijo: —¿No deberíamos hablar, más bien, de cómo vamos a ganar la guerra? —No, no —respondió Stalin—. Quiero que dejemos esto claro desde el principio. Eden, como es de suponer, hubo de decirle que no gozábamos de autoridad ninguna para discutir cómo iba a acabar el conflicto, y yo recuerdo haber tomado para mí la siguiente determinación, dado que me ocupaba de la situación de Polonia: «Si queremos restituir la independencia de los polacos, vamos a tener que hacerlo antes de que Stalin gane la guerra[46]». Resulta significativo que el soviético se ofreciera, durante la reunión, a firmar con el Reino Unido un «protocolo secreto» por el que quedasen demarcadas las fronteras de posguerra. La expresión empleada, claro está, recordaba al acuerdo de infausta memoria que había alcanzado con los nazis y firmado poco más de dos años antes en aquel mismo edificio. Eden consideró «impensable» tal idea por motivos obvios[47]. El segundo encuentro que mantuvo Eden con Stalin, celebrado a medianoche del día siguiente, fue aún más desabrido. Aquél aseguró no estar en situación de otorgar cuanto pedía éste, por cuanto su nación había acordado con Estados Unidos que sólo cabía resolver los asuntos territoriales de esa índole después de haber hecho frente con éxito a los desafíos militares más inmediatos presentados por los alemanes. El soviético se mostró indignado, aunque no resulta fácil determinar si su irritación era real o fingida, por cuanto, a la postre, su actitud era indicio del método diplomático que siempre había preferido: la intimidación. Por lo común, la segunda ocasión en que se reunía con un enviado extranjero era la que elegía para criticarlo severamente, tras lo cual volvía a encontrarse con él una última vez para tratar de apaciguar la angustia causada por la anterior. Y no otra cosa ocurrió en el caso de Eden: durante su tercera y última conversación, Stalin adoptó una actitud más cordial, aunque sin apearse de su propósito: quería sellar, de inmediato, un acuerdo relativo a las fronteras de posguerra que consolidase las conquistas logradas por la Unión Soviética antes de 1941. No cabe duda de que a Eden, dechado del caballero inglés aristocrático, lo desconcertó en lo más íntimo el comportamiento del dirigente soviético. De hecho, aquel encuentro podría considerarse un choque no ya de ideologías políticas, sino de sistemas enteros de creencias. De Stalin —a quien huelga decir que los británicos no tenían, precisamente, por un «caballero»— se pensaba que había dejado asomar sus groseros orígenes campesinos. Su evidente falta de refinamiento diplomático llevó a que, en el Reino Unido, hubiera quien lo considerase bien inferior, bien exótico y enigmático. Unos y otros andaban errados. Sir Alexander Cadogan, por ejemplo, escribió lo siguiente en su diario tras reunirse con él el 17 de diciembre: No es fácil determinar si S[talin] es digno de impresión. Como dictador, ha llegado a ser más grande que ningún zar (y más victorioso que la mayoría); pero si uno no supiese tal cosa, dudo que fuera capaz de distinguirlo del resto de mortales. Esos ojillos brillantes y el cabello espeso peinado hacia atrás lo hacen más semejante a un puercoespín. Es un hombre comedido y tranquilo, que quizá tenga sentido del humor. Al principio pensé que estaba fanfarroneando sin más; pero me equivoqué[48]. El abismo que separaba la sensibilidad británica de la soviética quedó patentizado, por ejemplo, durante el banquete con que se puso fin a las conversaciones. Se celebró en el Kremlin, en los aposentos de la emperatriz Catalina, y Eden la describió «de una suntuosidad casi embarazosa[49]». Tras los platos de cochinillo, esturión y caviar, corrió el alcohol, y la noche degeneró en un alboroto que sorprendió a los visitantes, si entre los secretarios de menor categoría de la embajada no faltó quien se dejara llevar por el espíritu imperante en aquella ocasión y entablase pendencia con el mariscal Voroshílov, quien andaba hecho un cuero[50]. Viendo también beodo a otro de sus mariscales, Timoshenko, Stalin preguntó a Eden: —Y sus generales ¿nunca se emborrachan? Y el refinado diplomático le respondió: —No se les presenta la oportunidad muy a menudo[51]. Calaveradas etílicas aparte, la perseverancia y la vehemencia con que había exigido Stalin durante aquellas negociaciones que reconociese el Reino Unido las fronteras soviéticas de 1941 calaron hondo en Eden, quien, el 5 de enero de 1942, comunicó por escrito a Churchill el siguiente convencimiento: «esta cuestión es para [él la] piedra de toque de nuestra sinceridad, y hasta que seamos capaces de satisfacerlo al respecto, no va a dejar de recelar de nosotros y de[l] gobierno estadounidense[52]». A continuación, esbozó aquel «asunto para ser estudiado de inmediato», si bien añadió: «Me hago cargo, claro está, de que [la] mayor dificultad con que vamos a topar con [el] gobierno de Estados Unidos va a ser [la] evidente contradicción con [la]. Carta del Atlántico». El primer ministro no pudo menos de enfurecerse ante cuanto sugería Eden, y rechazó de plano las exigencias de Stalin. «Jamás hemos reconocido las fronteras rusas de 1941 —escribió en respuesta— si no ha sido de facto, por haberse adquirido mediante actos de agresión cometidos en vergonzosa confabulación con Hitler[53]». Churchill le recordó asimismo las circunstancias que habían hecho a los soviéticos aliarse con el Reino Unido, y agregó: «no han entrado en guerra hasta ser atacados por Alemania, instante hasta el que se habían mostrado por entero indiferentes a nuestra suerte, amén de acrecentar nuestros quebraderos de cabeza en el momento en que más peligro corríamos». Pero que no haya confusión alguna —concluía su nota— acerca de la opinión [del] gobierno británico que encabezo; a saber: que nos adherimos a los principios de libertad y democracia expuestos en la Carta del Atlántico, y que dichos principios deberán observarse en particular siempre que se trate de transferencias territoriales. No podía haber sido más claro: había de prevalecer lo explicitado en el documento que había firmado con Estados Unidos meses antes, y por ende, las fronteras no podían sufrir modificación alguna sin el libre consentimiento de las poblaciones afectadas. La nota constituía una defensa enérgica de los valores que, a todas luces, habían llevado al Reino Unido a combatir en aquella guerra. Y las palabras que contenía habrían de causar no poca aflicción a Churchill a medida que avanzase el conflicto. EL OPTIMISMO INFUNDADO DE STALIN Alentado por el éxito obtenido por el Ejército Rojo a la hora de contener a los alemanes en los aledaños de Moscú, el dirigente soviético anunció a su alto mando (la stavka) el 5 de enero que sus fuerzas armadas debían tratar de hacer otro tanto con Leningrado, sito más al norte, a tiempo que plantaban cara al grupo de ejércitos Centro, que se hallaba a escasa distancia de la capital, y emprendían una ofensiva de relieve en el sur, en dirección a la ciudad de Járkov. El plan resultaba tan optimista que casi puede calificarse de fantástico. El mariscal Zhúkov y Nikolái Voznesenski, vicepresidente del gobierno soviético, trataron, en vano, de hacer ver a su superior las imperfecciones de que adolecía su proyecto, y cuando el primero de ellos le comunicó su intención de hacer que el Ejército Rojo protegiese Moscú, Stalin anunció: «No vamos a anquilosarnos en la defensa», y dicho esto, ordenó poner en marcha su ambiciosa ofensiva de primavera. Había infinidad de indicios que daban a entender que, si los ejércitos soviéticos no habían logrado más que victorias limitadas en los campos de batalla nevados de las afueras de la capital, sus unidades aún no se hallaban en situación de organizar con éxito una ofensiva estratégica multitudinaria, por cuanto carecían de los pertrechos, la experiencia y, sobre todo, los conocimientos tácticos necesarios para derrotar a las alemanas merced a una maniobra militar de tal envergadura. Baste con tener en cuenta lo ocurrido, por ejemplo, a Vasili Borísov. Tras participar en la próspera defensa de Moscú, él y su unidad fueron enviados, en los albores de la primavera, a reforzar el 33.er ejército soviético en el frente suroeste. Sin embargo, apenas hubieron llegado cuando se encontraron cercados por los alemanes. En condiciones que, una vez más, les permitieron beneficiarse de la superioridad táctica de que gozaban en lo tocante al combate con vehículos blindados, los soldados de la Wehrmacht supieron envolver a todo un ejército soviético. Borísov y sus camaradas hicieron por seguir luchando varias semanas, en tanto que los germanos no dejaban de estrechar el cerco que les habían impuesto. «Lanzaban panfletos para pedir que nos rindiésemos —recuerda—, y al final nos dieron un plazo, y nos advirtieron que quien no se entregara moriría a manos de su artillería y sus ametralladoras». En el interior del envolvimiento se vivían escenas de pesadilla. «Había un buen número de heridos montados en carretas, algunos de ellos sin extremidades. Por todos lados había sangre, miembros amputados y caballos muertos. No era difícil topar con heridos que, con las tripas fuera, pedían que los matásemos o les diéramos una granada de mano para poder quitarse la vida». El comandante de Borísov ordenó a los supervivientes de la unidad que se reunieran en un prado que había dentro de cierto bosque, pues tenía la intención de tratar de atravesar, de un modo u otro, las líneas alemanas. Sin embargo, el enemigo rompió el fuego y le alcanzó las dos piernas. Borísov lo vio desenfundar la pistola y llevársela a la cabeza. «No pienso rendirme vivo», anunció su superior antes de apretar el gatillo y caer muerto. «Nos sentimos muy mal —asegura—, convencidos de que había llegado nuestro fin». Borísov corrió hacia la espesura, en donde, a su decir, los alemanes «los cazaron como conejos». Él fue uno de los tres que sobrevivieron de los varios centenares que trataron de ocultarse aquel día, y si logró salvar la vida fue sólo porque se internó deprisa en el bosque y, aunque a duras penas, supo subsistir trece meses entre los árboles y la maleza, hasta que, durante la primavera de 1943, recobró el Ejército Rojo aquella zona. En un principio, él y unos cuantos más se alimentaban de «animales muertos: lavábamos aquella carroña y la asábamos al fuego». Sin embargo, no tardaron en dar con los aldeanos de los alrededores, y cuando éstos no les proporcionaban comida, se la robaban. La experiencia de Vasili Borísov y de hombres como él, junto con la destrucción del 33.er ejército soviético, debieron dar a Stalin motivos suficientes para reconsiderar la aprobación que había brindado a la ofensiva multitudinaria que había propuesto acometer en el sur el mariscal Timoshenko, prevista para principios del mes de mayo. Y sin embargo, haciendo caso omiso de toda advertencia, optó por dar la orden de llevarla a cabo tal como se había planeado. Entre los numerosos soldados del Ejército Rojo que se congregaron para preparar la ofensiva de Járkov había muchos que compartían el feliz optimismo de su dirigente. Borís Vitman, oficial del 6.o ejército soviético —fracción de gran relevancia para la ofensiva—, recuerda que, en el cuartel general, «quienes planeaban la operación estaban seguros de la victoria, y en general reinaba una gran alegría… [S]e creía que la guerra habría acabado para 1943[54]». La ofensiva de Járkov se fundaba en el convencimiento de que los alemanes estaban planeando emprender otra en torno a Moscú durante la primavera, cosa que, sin embargo, no era cierta. En realidad, el enemigo estaba reuniendo sus efectivos en la misma región circundante a Járkov en la que pretendía atacar el Ejército Rojo. Las fuerzas soviéticas comenzaron a avanzar en dirección al frente germano el día 12 de mayo, persuadidas, en un primer momento, de que si no encontraban resistencia alguna era merced al bombardeo que había efectuado su artillería. Aun así, se trataba de otra de sus interpretaciones erróneas, y así, al atravesar la línea de combate enemiga, pudieron comprobar que las construcciones defensivas se hallaban vacías, y que sus fuegos no habían destruido nada. Las tropas siguieron progresando, pero tampoco encontraron fuerzas oponentes. «Proseguimos nuestra marcha sin detenernos —refiere Vitman— ni dar demasiada importancia al hecho de no ver alemanes a nuestro alrededor. Dimos por hecho que habían tomado el camino a Berlín». Fue así como, con total despreocupación, fueron a meterse varios ejércitos soviéticos (el 21.o, 28.o, 38.o y 6.o, en el norte, y el 57.o y 9.o, en el sur) en una trampa, dado que, cuanto más avanzaban, tanto más resultaba a los alemanes poner en práctica con éxito una acción de envolvimiento: una vez internada su presa lo suficiente en la trampa, sólo tenían que tirar del lazo. El 19 de mayo, el general Paulus, comandante del 6.o ejército alemán, efectuó un contraataque en el norte que tomó por sorpresa a los soviéticos. Al ver cerrarse el cerco, los soldados del Ejército Rojo lucharon con desesperación por romperlo. «No les cabía en la cabeza que hubiésemos ganado tanto terreno a su retaguardia —recuerda Joachim Stempel, oficial de la citada fracción germana—. [Se veían] miles de rusos tratando de escapar, arrastrándose en cantidad por liberarse, disparándonos y recibiendo nuestros disparos. Entonces, gritando como locos, intentaban dar con alguna brecha por la que poder huir, hasta que los repelía la lluvia de proyectiles de nuestra artillería… Las escenas y las impresiones más pavorosas eran las que tenían lugar justo después de estos conatos. Se veían heridas horribles, espantosas, y muchos, muchísimos muertos[55]». Saltaba a la vista que el plan soviético se había resuelto en catástrofe. El 28 de mayo, el mariscal Timoshenko ordenó detener la ofensiva; pero ya era demasiado tarde: la mayor parte de los soldados que habían participado en ella se hallaba atrapada en lo que recibió la denominación de «ratonera de Barvenkovo», y doscientos mil de ellos fueron apresados por los alemanes. Resulta difícil exagerar la significación de la victoria que obtuvo Alemania en Járkov. Stalin, en particular, había demostrado adolecer de una ineptitud notable en cuanto estratego. Al cabo, además de dar el visto bueno al plan de ataque original y defenderlo, había rechazado la petición de usar el 9.o ejército para tratar de romper el envolvimiento hecha por el alto mando el 18 de mayo. Así y todo, no puede atribuirse únicamente a su persona la responsabilidad de aquel desastre. En el seno del Ejército Rojo se habían dado numerosos fallos en lo tocante al caudillaje, los servicios de información, la estrategia y las tácticas empleadas en el campo de batalla. Y también hay que tener en cuenta algo que quizá sea más importante aún: aunque las fuerzas soviéticas habían acometido, sin saberlo, una embestida directa contra formaciones germanas por demás nutridas, contaban con al menos tres soldados por cada dos alemanes. En consecuencia, lo ocurrido en Járkov fue a demostrar que la Unión Soviética no podía ganar aquella guerra simplemente por su superioridad numérica. Stalin, como de costumbre, se negó a asumir la culpa de sus errores. En cambio, depuso al mariscal Timoshenko, uno de los pocos que conservaba aún la «amistad» de su dirigente, del puesto que ocupaba en primera línea de combate y lo dejó a un lado. Por su parte, Nikita Jrushchov, el comisario político que más peso había tenido en aquella acometida, hubo de apersonarse en Moscú ante él. «Yo estaba completamente abatido —recordaría más tarde—: habíamos perdido a muchos miles de soldados, y lo que es más: la esperanza que nos había permitido seguir adelante… Y para peor suerte, resultó que me iba a tocar a mí asumir en persona todos los errores cometidos[56]». Jrushchov, que había servido con sumisión a las órdenes de Stalin desde los albores de la década de 1930, sabía bien que el dirigente soviético «no iba a detenerse ante nada a fin de evitar presentarse como causante de ningún fracaso». En consecuencia, no pudo evitar zafarse de un mal presentimiento cuando se presentó en el Kremlin. Stalin se dedicó a jugar con él, y actuó como si no hubiese decidido aún cuál sería la suerte que le iba a tocar correr. Por una parte, insinuó de forma palpable que su actuación había motivado, en no poca medida, la catástrofe de Járkov, y por otra, no olvidaba que siempre le había sido leal y se había prestado con entusiasmo a ser el blanco de sus chistes más malintencionados. En consecuencia, si bien iba a librarse de las cámaras de tortura de la prisión de Lubianka, no podría escapar a la humillación. Meses después, ante la mirada de los altos mandos de su ejército, el dirigente soviético vació su pipa sobre la calva del inculpado mientras aseguraba estar siguiendo una antigua tradición. «Cuando un caudillo romano perdía un combate —explicó—, encendía una hoguera, se sentaba ante ella y derramaba cenizas sobre su propia cabeza[57]». LA RESPUESTA DE LOS ALIADOS Pese a ello, no eran sólo los soviéticos quienes estaban conociendo la derrota en los primeros meses de 1942: los aliados occidentales compartían su suerte. El 15 de febrero, el teniente general Arthur Percival entregó Singapur a Japón, y setenta mil soldados británicos y de otras nacionalidades cayeron prisioneros de los nipones. Churchill describió aquel acontecimiento como «el peor desastre y la mayor capitulación de la historia del Reino Unido[58]». En marzo, Estados Unidos sufrió también un revés considerable a manos de los japoneses en las islas Filipinas, lo que, además, exigió la humillante huida del comandante estadounidense, el general Douglas MacArthur. En este momento de dificultad extrema, en que se sucedían los fracasos aliados en casi todos los frentes, Churchill envió a Roosevelt un telegrama por demás significativo. El 7 de marzo de 1942, el primer ministro británico optó por dar la espalda a la enérgica declaración de principios que había hecho sólo dos meses antes en la nota enviada a Eden. «La gravedad creciente de la guerra — escribió al presidente de Estados Unidos— me ha llevado a pensar que no deberían interpretarse los principios expresados en la Carta del Atlántico de tal modo que nieguen a Rusia las fronteras que poseía en el momento en que sufrió el ataque de Alemania[59]». Este abandono repentino de la postura moral que había defendido de forma tan reciente y decidida se debió, a su ver, a la necesidad práctica: «Todo parece anunciar que la invasión alemana va a experimentar una reactivación colosal durante la primavera, y no es mucho lo que podemos hacer por ayudar al único país que se halla enfrentado con gran parte de sus fuerzas a los ejércitos alemanes». A continuación, argumentaba que, dado que los soviéticos habían ocupado ya los estados bálticos y Polonia antes de que ellos firmasen la Carta del Atlántico, cabía la posibilidad de considerar legítimo su deseo de conservar dicho territorio llegada la paz. Huelga decir que semejante tesis adolecía de no pocas imperfecciones, por cuanto la población de las regiones citadas no había consentido jamás, durante unos comicios libres y justos, en convertirse en ciudadanos de la Unión Soviética. De hecho, apenas habían transcurrido unas semanas desde el momento en que el mismísimo Churchill había confirmado, en la nota remitida a Eden, que la ocupación de dichas naciones era contraria a la Carta del Atlántico. Aunque de nada sirvieron los empeños del primer ministro por armonizar dos posiciones de todo punto incompatibles por lógica, el simple hecho de que tratase de efectuar tamaño circunloquio resulta significativo, dado que demuestra que ya al principio de la relación, cuando aún parecía que la Unión Soviética tenía muchas probabilidades de ser derrotada, estaba dispuesto a eludir los compromisos de defensa de la autodeterminación recogidos en la Carta del Atlántico. Su nueva postura no escapó a las censuras de los estadounidenses. Summer Welles, viceministro de Asuntos Exteriores, afirmó al respecto: «La actitud del gobierno británico no es sólo indefendible desde todo punto de vista moral, sino estúpida hasta extremos extraordinarios[60]». Welles entendía que el dirigente soviético exigía más cuando detectaba debilidad en las negociaciones, y que cualquier concesión que se hiciera a su gobierno en lo tocante al territorio incurría en el peligro de verse seguida de más reclamaciones semejantes. Dado que tal preocupación era también común a diversos integrantes del gabinete de guerra del Reino Unido, acabó por adoptarse la decisión de rechazar la idea de incluir, tal como quería Stalin, detalle alguno de las fronteras de posguerra en los tratados que pudieran firmarse en aquel momento. En particular, el gobierno de Roosevelt no tenía intención de dar la espalda a la Carta del Atlántico en aquel estadio del conflicto, a despecho de las dificultades. En abril de 1942, poco después de que el presidente estadounidense rechazase la propuesta de conceder a Stalin los límites de 1941 presentada por Churchill, llegó a Washington un joven oficial naval, por nombre George Elsey, a fin de prestar sus servicios en la sala de mapas de la residencia presidencial, en la médula misma del poder de la nación. Su experiencia personal arroja no poca luz sobre el funcionamiento de la Casa Blanca de Roosevelt, así como sobre el modo como pensaba éste que podía tratar con Stalin. Si bien tenía el convencimiento de que aquél era, sin lugar a dudas, «un lugar muy emocionante», Elsey no tardó en descubrir algunos hechos sorprendentes acerca de la forma de operar del sistema estadounidense de mando supremo. «Franklin D. Roosevelt tenía algún que otro hábito extraño —asevera—. Enviaba mensajes a través de un ministerio concreto y hacía que las respuestas le llegasen por otro porque no quería que nadie más pudiese tener un archivo completo de la correspondencia que mantenía con el primer ministro Winston Churchill, por ejemplo… No quería que nadie más que él supiese la historia completa de ningún asunto[61]». La estancia de Elsey en la Casa Blanca lo llevó a la conclusión de que el modo con que mantenía con frecuencia el presidente a su propio Departamento de Estado en ayunas de cuanto ocurría resultaba «vergonzoso», amén de generar una confusión administrativa nada desdeñable. Asimismo, hacía extensiva semejante técnica al trato personal que mantenía con su equipo de gobierno. «Como nunca llegaba a confiarse a nadie por completo, siempre dejaba a sus subordinados con la impresión de no saber bien cuál era su posición: debían serle leales, pero no tenían ni idea de si él lo era con ellos. Este rasgo formaba parte de su conducta, que resulta difícil de entender y de excusar si no es alegando que tal era la naturaleza de aquel hombre». Muchos de cuantos trabajaron para Roosevelt en posiciones más elevadas que la de Elsey corroboran su dictamen, y aun una persona como Henry Morgenthau, quien había sido vecino suyo en el estado de Nueva York y había servido con fidelidad a sus órdenes desde 1933, tenía la sensación de hallarse a menudo fuera del grupo de quienes tomaban las decisiones, aun cuando estaba al frente del Tesoro. En cierta ocasión memorable, el presidente le dijo que, como tal, prefería que «su mano izquierda» no supiese lo que «hacía la derecha[62]». Su testimonio constituye una clave importante en lo relativo a las técnicas de liderazgo de Roosevelt, y lo cierto es que esta circunstancia tendría consecuencias dignas de consideración llegado el momento de crear una estrategia política coherente para tratar con Stalin. En la citada estancia de la Casa Blanca, Elsey tuvo oportunidad de conocer muchas más cosas sobre el carácter del presidente y su método de gobierno. También supo de la confianza ilimitada que tenía en sí mismo su nuevo jefe. «Cuando me destinaron a la sala de mapas en abril de 1942, tuve que hacer numerosas guardias por la noche. Estaba solo, y lo cierto es que no ocurría gran cosa. [Entonces], me dedicaba a hurgar entre los archivos para enterarme de lo que había pasado antes de mi llegada. Di con cartas y cables de verdad fascinantes, copias de los cablegramas que se habían enviado el primer ministro y él». En una de aquellas indagaciones nocturnas, dio con uno que lo sorprendió en particular. Se trataba de una nota confidencial remitida a Churchill el 18 de marzo de 1942. «Sé —había escrito Roosevelt— que no le importará que le hable con una franqueza brutal al decirle que estoy convencido de poder manejar personalmente a Stalin mejor que su Ministerio de Asuntos Exteriores o el mío. Stalin no puede ver ni en pintura a sus jefazos. Me prefiere a mí, y espero que siga así[63]». «Ésa —recuerda Elsey— era una de las palabras favoritas de Roosevelt: “Puedo manejar a la gente”; “puedo manejar la situación”. Y que dijera una cosa así al primer ministro me parecía asombroso. Se me quedó grabado: aquello se me quedó grabado, y le estuve dando vueltas en la cabeza según avanzaba la guerra. Roosevelt pensaba en todo momento que podía “manejar” a todo el mundo, sin importar quién fuese o qué cargo ocupara. Estaba convencidísimo de que podía estar al mando sobre todos y en todo momento…, que saldría de aquello convertido en el jefazo de todo». De hecho, el presidente estaba a punto de demostrar en la práctica en qué grado estaba persuadido de que era capaz de «manejar» a la cúpula soviética, y su intervención acarrearía consecuencias desastrosas a la alianza. Para ello, se sirvió de la ocasión que le brindó la visita del ministro de Asuntos Exteriores soviético, Viacheslav Mólotov, en mayo de 1942. Aquél fue el primer contacto a semejante altura que se dio entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y tuvo lugar en un período de gran tensión en la relación entre los aliados. De camino a Norteamérica, Mólotov se detuvo en Londres para reunirse con Churchill y otros personajes de relieve del gobierno británico. Fue aquél un encuentro difícil, pues el primer ministro deseaba firmar con la Unión Soviética un tratado formal de alianza que fuese a sustituir el acuerdo vigente a la sazón, pero existían dificultades al parecer insuperables causadas por las dos brechas que se habían abierto en la relación de ambas naciones y que ya conocemos bien: el asunto del segundo frente y el del trazado de las fronteras de posguerra, aún más intratable. Los británicos, por ejemplo, sabían que los soviéticos insistían no sólo en consolidar las conquistas obtenidas en Polonia oriental en virtud del pacto sellado entre Mólotov y Ribbentrop, sino también en anexionar a su territorio los estados bálticos cuando acabasen las hostilidades. Churchill no podía ofrecer al visitante demasiadas esperanzas en lo respectivo a ninguna de aquellas dos cuestiones, y este hecho enfrió por entero las conversaciones que mantuvieron ambos a partir del 21 de mayo. Churchill trató de hacer hincapié en las ciclópeas dificultades que suponía a los británicos la organización de un segundo frente, y aseveró que no creía posible disponer el paso a gran escala del canal de la Mancha hasta 1943. Y aunque, en principio, se mostró conforme ante la idea de invadir Francia, dejó claro que aún quedaba pendiente determinar en qué momento era practicable una operación así. Resulta significativo que, al ver a los británicos mantenerse a brazo partido en su posición, negándose a ceder un ápice, fuera Mólotov quien acabase por transigir; y así, tras consultar con Moscú, el día 26 se avino a firmar un tratado en el que no se mencionaban ni las demarcaciones territoriales que habrían de resultar tras la paz ni la fecha de constitución del segundo frente. El ministro de Asuntos Exteriores soviético llegó a Washington el 29, teniendo aún fresca la resuelta posición de los británicos. Durante su estancia, se alojó en la Casa Blanca, lo que convierte aquél en un momento extraordinario de la historia: un antiguo terrorista bolchevique, opuesto por entero a los valores de Estados Unidos —y que, para más inri, había entablado conversaciones con Hitler y Ribbentrop—, aposentado en uno de los símbolos más poderosos de un sistema que abominaba. La naturaleza incongruente de la ocasión quedó representada por dos acontecimientos que tuvieron lugar el día mismo que comenzaba su visita y en el dormitorio que se le había asignado en el ala oriental del edificio. El primero acaeció cuando uno de los criados de la Casa Blanca topó, al deshacer su equipaje, con «un trozo grande de pan de centeno, una tripa de embutido y una pistola» en el interior. Es de suponer que aquéllos eran los artículos esenciales de viaje durante su época de terrorista. «A los agentes del servicio secreto —escribiría después Eleanor Roosevelt, la esposa del presidente— no les hacía ninguna gracia que los invitados llevasen armas de fuego; pero en esta ocasión nadie dijo nada. Es evidente que el señor Mólotov dio por sentado que quizá habría de defenderse o que iba a tener hambre[64]». La segunda anécdota significativa tuvo lugar pasadas las once de aquella noche, cuando llamaron a la puerta del soviético y éste topó, al abrirla, con Harry Hopkins, el asesor especial del presidente. «¿Me permite unas palabras, señor Mólotov, antes de la reunión de mañana? —le preguntó el recién llegado, y cuando él lo hizo pasar, le dijo—: Me consta que el presidente Roosevelt apoya con firmeza la creación de un segundo frente en 1942; pero lo cierto es que los generales estadounidenses no creen que sea de veras necesario. Por eso le recomiendo que presente en términos desgarradores la situación de la Unión Soviética si quiere que se hagan cargo de la seriedad que reviste[65]». Él le respondió que, como quiera que las cosas estaban en verdad negras en la primera línea de combate, no le iba a suponer esfuerzo alguno actuar tal como él le había aconsejado. Asimismo, Hopkins le recomendó que se las ingeniara para hablar con Roosevelt media hora antes de la reunión y ponerlo al corriente de que había aceptado su sugerencia, Mólotov se avino también a hacer tal cosa. Esta conversación no se menciona en ninguna de las actas estadounidenses de la conferencia, y es obvio que su contenido había de permanecer en secreto. Hopkins, que elaboró un extenso memorando acerca de la visita del ministro de Asuntos Exteriores soviético, menciona, sólo de paso, que «le asignaron la habitación situada enfrente» de la suya, y que por ello aprovechó para ir «un momento a hablar con él»; pero no hace alusión alguna a la misión que le había encomendado el presidente[66]. Huelga decir que esta extraña visita nocturna nos brinda la oportunidad de contemplar de cerca los métodos de que se servía Roosevelt a fin de tratar de «manejar» a otros —dada la estrecha relación que unía a Hopkins y al presidente, y puesto que aquél hizo explícita, durante la conversación, la conveniencia de que Mólotov se dirigiera a Roosevelt antes de comenzar la reunión, resulta manifiesto que este último estaba al corriente de todo—. El enviar a su asesor al dormitorio del soviético sin compañía alguna permitió al dirigente estadounidense cumplir varios objetivos políticos. En primer lugar, pudo dar la impresión de estar, en secreto, del lado de Mólotov en lo relativo al relevante asunto del segundo frente y de querer combatir la renuencia de sus tercos generales; pero además, dio a entender que quería ganarse la amistad y la confianza de la cúpula soviética. Y sobre todo, tal proceder lo ponía en situación de lograr su meta y negar toda participación. En realidad, todo apunta a que este sistema de «manejo» no era poco habitual en la Casa Blanca. Menos de un mes antes, el 21 de junio, estando en Washington los británicos, el general sir Alan Brooke (más tarde lord Alanbrooke), jefe del estado mayor general del Imperio, tuvo ocasión de sorprenderse cuando Hopkins le pidió que fuese a su dormitorio a fin de charlar con él. «Y a su habitación fuimos —escribió aquél en su diario—, y nos sentamos en el borde de su cama, desde donde podía ver su cepillo de dientes y su brocha de afeitar ¡mientras él me confiaba algunos de los pensamientos íntimos de su presidente!»[67]. Todo indica que Mólotov puso en práctica el consejo de aquel «extraño». Harry Hopkins durante el relevante encuentro del 30 de mayo. Y así, en presencia no sólo del presidente Roosevelt, sino también del general George Marshall, el poderoso jefe de estado mayor de las fuerzas armadas, compendió las dificultades a las que se enfrentaba la Unión Soviética, hasta el punto de llegar a afirmar que, si se dilataba hasta 1943 el establecimiento de un segundo frente, era muy posible que, a esas alturas, «Hitler se [hubiese] erigido en dueño indiscutible de toda Europa», tras derrotar, claro, a la Unión Soviética. Aseguró, asimismo, que consideraba «correcto… considerar el lado más sombrío de la situación», y exigió «una respuesta sin ambages» a la pregunta de si Estados Unidos estaba dispuesto a crear dicho frente. Y al decir de las minutas estadounidenses del encuentro, no otra cosa fue lo que recibió: «El presidente quiso entonces que el general Marshall le comunicase si la situación era lo bastante clara para permitirle informar al señor Stalin de que estamos disponiendo lo necesario a fin de organizar un segundo frente. “Sí”, respondió el general, y el presidente autorizó al señor Mólotov para hacer saber al señor Stalin que esperamos concluir la formación del segundo frente este mismo año[68]». Ninguno de los participantes ignoraba la desesperación con que deseaban los soviéticos que británicos y estadounidenses emprendieran una operación destinada a cruzar el canal de la Mancha y, de ese modo, obligar a los alemanes a retirar del frente oriental las cuarenta divisiones que se calculaba que iba a necesitar para hacerles cara. Y así fue como el presidente Roosevelt adquirió un compromiso que el primer ministro británico se había preocupado de evitar. También resulta interesante, dada la importancia de aquella negociación, el que las actas soviéticas del encuentro, desveladas no hace mucho, no dieran cuenta de la frase: «el presidente autorizó al señor Mólotov para hacer saber al señor Stalin que esperamos concluir la formación del segundo frente este mismo año», aunque sí de que el general Marshall aseguró que era «posible» abrir dicho frente en 1942 y que los estadounidenses estaban haciendo «todo lo posible» para lograrlo[69]. Sin embargo, en tanto que en las minutas soviéticas, Roosevelt y Marshall no parecen mostrarse tan comprometidos como en las que elaboraron los anfitriones, la disputa que siguió en torno a los términos en que habría de redactarse el comunicado que se haría público tras la visita de Mólotov hace pensar que las actas estadounidenses comprenden buena parte del espíritu real de la discusión. Cuando el general vio la declaración propuesta, en la que se hacía alusión explícita de la creación de un segundo frente antes de que acabara el año, no pudo menos de oponerse. No obstante, aunque «rogó que no se mencionara el año de 1942», Roosevelt insistió en que era conveniente al objeto de agradar a los soviéticos[70]. Puede ser que el presidente temiera que los de Stalin tratasen de escabullirse del conflicto, y el optimismo que desplegaba su comunicado fuese un modo de ofrecer al Ejército Rojo una razón más para seguir luchando con los alemanes hasta el final. Tal vez pensó de veras —si bien parece en extremo improbable, dado el asesoramiento militar de que disponía— que a su nación le era dado establecer aquel año el frente solicitado. Con todo, fueran cuales fueren los motivos exactos que lo llevaron a actuar de ese modo —como de costumbre, jamás llegó a revelar a nadie por qué puso tanto empeño en que apareciese el año en el comunicado—, lo cierto es que, en el fondo, aquélla no era la manera más apropiada de «manejar» a Stalin: al dirigente soviético le gustaba que las palabras estuviesen acompañadas por hechos; por lo que no cabe duda de que Roosevelt había hecho de él un juicio completamente erróneo. Mólotov regresó a Moscú con una declaración final que contenía la siguiente afirmación: «Durante las conversaciones se ha alcanzado un total entendimiento en lo concerniente a las labores que deben efectuarse con urgencia a reserva de constituir un segundo frente en 1942». Cuando Churchill supo de este supuesto compromiso, se afanó, una vez más, en hacer ver a Mólotov que semejante declaración no representaba más que una posibilidad que todos deseaban ver consumada; pero el ministro soviético optó, no obstante, por presentarla tal cual ante el Politburó. Y éste no dudó en interpretarla en un sentido literal, y dar por sentado que los aliados occidentales habían prometido invadir las regiones septentrionales de Francia aquel mismo año al objeto de aliviar la terrible presión a que estaba sometido el frente oriental. Resulta punto menos que imposible subestimar la importancia que revistió este momento en la historia de la Alianza. Si Stalin ya sospechaba que los aliados occidentales pensaban mantenerse en la periferia del conflicto mientras soviéticos y alemanes batallaban entre sí hasta derramar la última gota de sangre, aquel episodio estaba llamado a empeorar aún más la situación al hacer que se persuadiera de que Roosevelt, además, actuaba con duplicidad. Al no tener noticia, en 1942, del ansiadísimo segundo frente, no iba a poder menos de sentirse traicionado. Y si no iba a poder confiar en sus aliados en lo relativo a aquel asunto tan relevante, ¿cómo iba a hacerlo respecto de ningún otro? LOS CONVOYES DEL ÁRTICO Aunque, para los soviéticos, los dos aspectos prioritarios de su relación con los aliados occidentales seguían siendo la creación de un segundo frente y la legitimación de las fronteras que poseían antes de 1941, no debemos olvidar el elemento que los seguía de manera inmediata: la continuidad —y ampliación, a ser posible— del envío de pertrechos militares y otros bienes. Sin embargo, también en esto se sentía Stalin defraudado. A finales del mes de septiembre de 1941 había llegado a Moscú una delegación conjunta de británicos y estadounidenses encabezada por lord Beaverbrook, ministro de Abastecimiento del Reino Unido, y Averell Harriman, enviado especial de Roosevelt, a fin de firmar un acuerdo por el que los aliados occidentales se comprometían a proveer a la Unión Soviética de una cantidad ingente de equipamiento militar al mes, incluidos quinientos carros de combate y cuatrocientos aeroplanos, amén de estaño, cinc, cobre y otras materias primas que necesitaba con desesperación[71]. Pero aún no habían cumplido su promesa, salvo por la escasísima cantidad de material recibida en noviembre y diciembre. Beaverbrook renunció a su cargo gubernamental en febrero de 1942, en parte a modo de protesta por lo escaso de la ayuda remitida a la Unión Soviética, y en parte por hacer campaña en favor de la pronta creación por los aliados de un segundo frente (campaña que, sin duda, gozó de cierto éxito en el Reino Unido, en cuya capital se organizó, en mayo de 1942, un mitin al que asistieron cincuenta mil personas[72]). En los primeros meses de 1942 creció el volumen de la ayuda enviada a la Unión Soviética, si bien jamás llegó a alcanzar el grado de optimismo que reflejaba el compromiso sellado en Moscú en septiembre de 1941. Aunque buena parte del aprovisionamiento se enviaba por ferrocarril desde Irán o llegaba a Vladivostok a través del Pacífico, no era desdeñable la porción arribaba tras atravesar una de las rutas más peligrosas de cuantas existieron durante la guerra: la que iba del litoral noruego y el mar de Barents a los puertos septentrionales de la Unión Soviética, y en particular a los de Múrmansk y Arjánguelsk. La primera de las conservas enviadas zarpó de Liverpool en dirección a Arjánguelsk el 12 agosto de 1941 y aportó en la Unión Soviética el 31; pero el primero de los célebres «convoyes PQ» —que debían su denominación a las iniciales del nombre del comandante Philip Quellyn Roberts, oficial de planificación del Almirantazgo— partió del fiordo islandés de Hval el 29 de septiembre. En octubre, Churchill prometió a Stalin enviar uno cada diez días; pero, a la postre, resultó imposible poner en práctica tan ambicioso calendario, lo que no hizo sino irritar aún más al dirigente soviético. Lo cierto es que este último no supo reconocer las ciclópeas dificultades a las que se enfrentaban los convoyes. En un principio, se reducían, sobre todo, a las condiciones atmosféricas, pues durante el invierno era normal la formación de hielo en las zonas descubiertas de las embarcaciones, y los tripulantes no ignoraban que, de caer al agua, apenas vivirían unos minutos. Sin embargo, el peligro fue mayor cuando mejoró el tiempo. La prolongación de las noches que llegó con el verano, la concentración de aeroplanos alemanes en la región septentrional de Noruega, la amenaza incesante de agresión submarina y la marcha escasa de los buques mercantes que conformaban los convoyes, relativamente desprotegidos ante incursiones aéreas, convertían la travesía en algo arriesgado hasta lo sumo. Tanto es así que, el 16 mayo de 1942, faltando menos de una semana para que llegase Mólotov a Londres, los jefes del estado mayor británicos habían estado dudando si dar la orden de zarpar al PQ 16, que debía abandonar en breve Islandia para dirigirse a Múrmansk. Ninguno de ellos desconocía la suerte que había corrido el PQ 13 tras salir de Reikiavik el 20 de marzo; por lo que tenían motivos para estar inquietos. En aquella expedición se habían perdido cinco de los veinte buques mercantes que componían la conserva, amén de una de las embarcaciones que la escoltaban. De las 66 personas que tripulaban uno de aquéllos, el Induna, sólo habían sobrevivido 24, de los cuales seis lograron llegar a puerto con todas las extremidades intactas. Poco después, las incursiones aéreas de los alemanes provocaron el hundimiento de otros dos mercantes aliados en el puerto soviético de Múrmansk. Y aunque la última compañía, el PQ 15, no había sufrido tanto, los jefes de estado mayor consideraban que su caso «ofrecía una impresión falsa en lo concerniente a la posibilidad de hacer llegar convoyes al norte de Rusia». De la experiencia pasada habían aprendido, a su entender, que «a menos que las condiciones meteorológicas sean poco propicias para volar, las posibilidades de que los buques lleguen a puerto sin ser atacados, aun llevando una salida de 18 nudos, resultan muy remotas[73]». En consecuencia, el 16 de mayo, recomendaron al primer ministro que, hasta que el hielo hubiese retrocedido y los convoyes pudiesen servirse de una ruta situada más al norte y alejarse, así, en mayor medida de las bases aéreas de que disponían los alemanes en Noruega, «sería recomendable diferir la zarpa»; lo que suponía cancelar cuando menos dos de las expediciones programadas. Dado que el siguiente convoy, el PQ 16, había de partir dos días después, el 18 de mayo, huelga señalar que urgía tomar una determinación. Churchill respondió el 17 con una nota enviada al general Ismay en la que decía: Si desistimos ahora de enviar los convoyes, vamos a tener que hacer frente a las severas objeciones no sólo del primer ministro Stalin, sino también del presidente Roosevelt. Los rusos están luchando con uñas y dientes, y esperan que nos arriesguemos y paguemos el precio que nos hemos comprometido a asumir… A mi juicio, por más que me angustie, el convoy debería zarpar el día 18. La operación ya está justificada con que sólo complete la travesía la mitad. Si ni siquiera lo intentamos, se debilitará la influencia que tenemos sobre nuestros dos mayores aliados. Hemos de contar con que el tiempo siempre es caprichoso, y tal vez nos sonría la suerte. Comparto sus recelos, pero pienso que es nuestro deber[74]. Al día siguiente, Churchill planteó al gabinete de guerra la cuestión de la zarpa del PQ 16; pero como quiera que ya había determinado cuál iba a ser la respuesta que iba a dar a los jefes de estado mayor, el resultado era inevitable. En primer lugar, resumió con cierto detalle las preocupaciones del Almirantazgo, y a continuación atendió a quienes proponían preguntar a Stalin si de veras deseaba que las conservas tratasen de emprender la expedición, habida cuenta de que quizá arribase sólo la mitad. Semejante idea fue rechazada de inmediato: «somos nosotros quienes tenemos que adoptar una decisión: no podemos hacer responsable a nadie más». «[N]os hemos comprometido —insistió a continuación— a hacer llegar esos convoyes contra viento y marea… Si cancelamos el de mayo, me temo que la alianza bélica construida entre las Naciones Unidas va a resentirse gravemente[75]». El primer ministro no podía haber dejado más claro que la determinación de enviar el PQ 16 era política, y no militar. Al anunciar de manera explícita que estaba resuelto a hacerlo por estar la operación «justificada con que sólo complet[as]e la travesía la mitad» de las embarcaciones, estaba demostrando estar dispuesto a sacrificar cientos de vidas de británicos, norteamericanos y otros aliados, amén de 18 buques mercantes cargados hasta los topes, a fin de demostrar a Stalin que los británicos deseaban de veras cooperar con la empresa bélica soviética. Si desde un punto de vista meramente militar, la idea de emprender una acción en la que sólo iba a lograr su objetivo la mitad de los participantes resultaba en extremo discutible, a la fría luz de lo político, dadas las circunstancias, no carecía de sentido. El momento en que se adoptó aquella resolución tampoco carece de relevancia: Mólotov estaba a punto de llegar a Londres, y Churchill sabía que iba a insistir en la formación de un segundo frente, y dado que era muy consciente de que no le era dado ofrecer ayuda militar a tamaña escala, debió de pensar que, cuando menos, los británicos podían demostrar que estaban dispuestos a consumar de inmediato tamaño sacrificio a fin de auxiliar al Ejército Rojo; que tenían intención, tal como lo había expresado él mismo, de pagar el precio que habían asumido al aliarse con la Unión Soviética. Y si bien los marineros, soldados y aviadores que aguardaban a bordo de los buques mercantes y las diversas embarcaciones de escolta que conformaban el convoy PQ 16 nada sabían de dichas maquinaciones políticas, tampoco ignoraban, al decir de Eddie Grenfell, miembro de la Armada Real adscrito al Empire Lawrence, que «aquél no iba a ser un viaje agradable. A esas alturas —añade—, ya habíamos oído hablar de los ataques aéreos en masa, y claro, sabíamos bien cuáles eran las condiciones atmosféricas[76]». Neil Hulse, quien servía, en calidad de marinero civil, a bordo del mismo buque, recuerda que las del Ártico «no tenían fama, precisamente, de ser buenas aguas para hacer travesías[77]». Por tal motivo, en un primer momento no mostró tener intención alguna de formar parte del PQ 16: «Decidí, con otros compañeros, que íbamos a tratar de que nos destinaran a otro barco, porque, a fin de cuentas, todavía no nos habíamos enrolado para aquel viaje. [Así que] atravesé Liverpool para llegar a la estación de Lime Street, volver a casa y esperar a que me asignaran otra embarcación». Sin embargo, mientras aguardaba en la cafetería, se sintió de súbito «avergonzado». Pensó en el ejemplo que estaba dando Darkin, el capitán septuagenario del Empire Lawrence, quien se había reenganchado a fin de colaborar con la campaña bélica, y cambiando de opinión, regresó a los muelles de Liverpool y se enroló. El Empire Lawrence zarpó de Birkenhead cargado de carros de combate destinados al ejército soviético para ir a unirse al PQ 16, que levó anclas en Islandia el 21 de mayo. La travesía del mar del Norte fue «razonablemente tranquila —al decir de Neil Hulse—; pero no dejábamos de recibir, del convoy que nos precedía, mensajes radiofónicos que nos alertaban de las incursiones aéreas y los ataques submarinos que se estaban produciendo». Eddie Grenfell se mostraba punto menos que fatalista al considerar la expedición que tenían por delante: «Lo mismo estaba ocurriendo en el Mediterráneo, y en todas partes. Siempre sufríamos algún ataque. Estábamos en guerra, y lo único que pensábamos era: “Bueno, pues espero llegar a ver el final”… Nunca, si he de ser sincero, te decías: “Ojalá sobrevivamos todos”; sino: “Ojalá sobreviva; ojalá mañana siga vivo”. Eso era lo que pensaba cada uno». El PQ 16 sufrió la primera agresión seria el 26 de mayo, estando a seiscientos ochenta kilómetros del litoral septentrional de Noruega, y fue blanco de los fuegos del enemigo durante los cuatro días siguientes de forma sistemática. «Jamás vi, en toda la guerra, ataques aéreos tan concentrados como los que conocimos en el Ártico —asevera Grenfell—. Había días en que nos acometían con ciento cincuenta bombarderos en picado, y a eso, claro, hay que sumar los submarinos, que estaban por todos lados. Era terrible: no tenían más que venir a donde estábamos, pues no olvidemos que navegábamos a una distancia de Noruega que se podía cubrir en avión en pocos minutos, y llegaban en oleadas de veinte o treinta aparatos. Nos bombardeaban, se volvían y, tras repostar, los teníamos otra vez allí… El ruido era constante: un ruido horrible de armas que no dejaban de disparar y disparar. La verdad es que resultaba emocionante». Kurt Dahlmann se hallaba entre los pilotos que agredieron al PQ 16. Descendiendo en picado, lanzó sus bombas sobre las embarcaciones que lo componían desde su Junkers 88, en tanto que los Heinkel 111 que lo acompañaban arremetían con torpedos desde una altura menor. «Los aeroplanos tenían velocidades diferentes. El Heinkel 111 era más lento que el Junkers 88, y resultaba muy difícil coordinar el vuelo de unos y otros de tal modo que efectuasen los ataques a la vez[78]». Como los marineros que faenaban a sus pies, los aviadores alemanes tenían en el tiempo atmosférico un enemigo nada desdeñable. «No hace falta que diga que el riesgo de congelación era enorme — recuerda—, y más teniendo en cuenta que no teníamos demasiada experiencia en semejantes condiciones». El Empire Lawrence tenía su propia defensa antiaérea en la forma de un solo caza Hurricane pilotado por un sudafricano de nombre Alistair Hay. «Para él —asevera Eddie Grenfell—, nuestro barco debía de ser un instrumento suicida, porque después de que lo lanzasen [mediante una catapulta], no tenía manera de regresar: no había cubierta de vuelo en la que pudiese aterrizar; así que sabía que, o lo mataban, o si tenía suerte, acababa en el mar, y siempre que no estuviese allí más de cinco minutos, podíamos rescatarlo». «Si hubo un kamikaze en toda la guerra —sentencia Hulse —, tuvo que ser nuestro piloto. Como yo era segundo de a bordo, a veces charlábamos mientras tomábamos una copa, y me decía: “Neil, voy a saltar con el paracaídas, y sé que me vais a recoger enseguida”. Pero no daba señas de tener miedo… Era un magnífico dechado de alguien que tiene claro lo que quiere hacer, y si estaba preocupado, lo cierto es que parecía el tío más impasible del mundo». «Estábamos habituados a ver morir compañeros —declara Eddie Grenfell—. Sabíamos que él estaba a punto de salir a hacer su trabajo, y deseábamos que tuviese la mejor suerte. Teníamos claro que su misión era peligrosa, más que cualquiera de las que hubiésemos visto llevar a cabo hasta entonces; pero nunca pensamos: “¡Dios, qué tío más fabuloso! ¡Qué valiente!”, porque, en realidad, todos estábamos haciendo lo mismo, [y] dos días más tarde supimos que íbamos a sufrir más que él». El 26 de mayo, Alistair Hay, sentado en la cabina del Hurricane sobre la cubierta de proa del Empire Lawrence, hizo que el motor alcanzase la máxima aceleración y soltó el freno. Entonces, se puso en marcha la catapulta y lo lanzó al cielo. Mientras volaba en dirección a la aglomeración de aviones alemanes, Neil Hulse lo oyó decir por radio: «Voy a embestir; voy a embestir». Sin ayuda alguna, se enfrentó a una escuadrilla de Heinkel, y logró abatir a dos de ellos antes de quedar sin munición. En ese instante, recibió por radio la siguiente orden: «¡Salte! ¡Salte!». Hay voló entonces hacia el convoy, y tras colocar el aparato cabeza abajo para abandonarlo con mayor facilidad, se dejó caer de la cabina. Con el paracaídas abierto, logró llegar al agua a escasa distancia de uno de los buques de escolta, el Volunteer, que lo recogió tras pasar apenas unos minutos en el mar. Presa del desasosiego, la tripulación del Empire Lawrence quiso saber de su estado por mediación de la lámpara de señales. «¿Cómo está nuestro piloto?», preguntó, y la respuesta fue: «Entrando en calor». Aun así, el vuelo del Hurricane de Alistair Hay no fue el único acto notorio de denuedo que se dio entre los del buque aquel mismo día. Ello es que Eddie Grenfell y otro marinero se prestaron voluntarios a encaramarse al mástil a fin de reparar el radar. La empresa, que ya resultaba peligrosa en una embarcación que navegase con la máxima salida aun en buenas condiciones meteorológicas, en las aguas embravecidas del Ártico y con el mástil cubierto de una capa invisible de hielo se volvía arriesgada hasta el extremo. Trepando con gran cautela, consiguieron alcanzar el tope sin incidencias y comenzaron a arreglar los cables. Entonces, de súbito, volvieron a atacar los alemanes. «Todos los dichosos cañones de nuestro propio barco se pusieron a escupir fuego —recuerda Eddie —, y de pronto vimos venir en picado a los bombarderos disparando también. Le juro por Dios que en toda mi vida no he pasado tanto miedo como cuando estaba allí encogido». A continuación oyeron un ruido repentino, un golpe violento que les anunció que los habían alcanzado a escasos metros por debajo de donde se encontraban ellos. Entonces apareció un agujero colosal en el palo mayor, que había dañado la escala de acceso, aunque sin derribar el mástil. Acabada la incursión, los dos se las compusieron, de un modo u otro, para descender por él y alcanzar la relativa seguridad que les ofrecía la cubierta principal. «¡Traigan ron para estos muchachos! —gritó el capitán—. ¡Jamás había visto un acción más valiente!». Al día siguiente, el 27 de mayo, se intensificaron los ataques. «Nosotros actuábamos en cooperación con la fuerza aérea germana —señala Jürgen Oesten, capitán condecorado de submarino que coordinaba la operación desde la base del norte de Noruega—. La información que recibíamos de ella, relativa a los cambios de rumbo, por ejemplo, nos permitía situar nuestras embarcaciones en la posición más ventajosa[79]». Y por paradójico que resulte, dado el peligro al que se enfrentaban las diversas tripulaciones del convoy, para las dotaciones de aquellos sumergibles, el Ártico era uno de los lugares más seguros en los que podían combatir. «En proporción —asevera—, perdimos más embarcaciones en el Atlántico que en el hielo [del Ártico]». Por norma general, los submarinos no atacaban a las conservas británicas a la manera que dicta la leyenda popular, es decir, tratando de hundir los buques que las conformaban mediante el lanzamiento de torpedos estando bajo el agua. «En aquel tiempo —aclara Oesten—, no eran exactamente lo mismo que conocemos hoy por submarino, sino, más bien, embarcaciones de superficie que podían sumergirse. Sin embargo, tenían el problema de ser poco menos que inmóviles cuando estaban bajo el mar: sólo avanzaban a velocidades bajísimas». En consecuencia, lo habitual era que acometiesen de noche y a flor de agua. «De los veinte barcos que hundí yo con los tres submarinos que tuve durante la guerra —ilustra Oesten—, diecinueve los destruí de noche y estando sobre la superficie». Hostigados por los aviones alemanes durante el día y amenazados por los torpedos de sus submarinos de noche, los buques del PQ 16 siguieron navegando en dirección a la Unión Soviética y el mar de Barents. Los marineros que los tripulaban no podían menos de preguntarse cuántos de ellos completarían con vida la travesía, dado que cada milla recorrida en dirección norte parecía más peligrosa que la anterior. La mañana del 27 de mayo, Eddie Grenfell vio incendiarse toda una embarcación, inerte sobre el agua, y distinguió en cubierta, en medio de las llamas, a un anciano. «Estábamos cerca, y todos nos pusimos a gritarle que saltase al mar, porque el barco estaba ardiendo por todos lados; pero él no nos hizo caso. Después, lo único que vimos fue aquel barco desaparecer bajo nuestros pies, y a aquel tipo totalmente conforme con su suerte, mirando al cielo con gesto de resignación. Ya no volvimos a verlo. Se acabó». Entonces, en torno a las dos menos cuarto de la tarde, Grenfell y el resto de los del Empire Lawrence vieron un grupo de bombarderos Junkers 88 volando en círculo sobre sus cabezas, como si estuviesen comprobando si aquél era el buque del que había despegado la víspera el avión de caza. Entonces, al ver la catapulta de la cubierta de proa y confirmar así sus sospechas, emprendieron el ataque. Tras ser alcanzada por el primer bombardero, la embarcación comenzó a hundirse con lentitud, y dada por el capitán Darkin la orden de abandonar el barco, se arriaron los botes de salvamento. Entonces, en el instante mismo en que llegaba Eddie Grenfell a la cubierta principal, embistieron a una los bombarderos en picado, lanzando explosivos de gran potencia y descargando sus ametralladoras. «Y lo más gracioso —recuerda aquél— es que no se oyen las explosiones. El barco cabecea, y se siente un golpe muy violento; pero uno espera oír una explosión cuando lo alcanza una bomba, y no es así: sólo se nota el impacto, y el buque salta por encima del agua». Grenfell se tiró al suelo, y cuando hubo acabado el bombardeo, se dio cuenta de que estaba cubierto de cadáveres. Tuvo que abrirse paso a empellones para zafarse de aquella montaña de tripulantes muertos o heridos de consideración que había caído sobre él. «Entonces sufrimos otro ataque: en total nos alcanzaron cuatro bombarderos, y no cabe duda de que el último proyectil debió de dar en el pañol de las municiones, porque el barco saltó por los aires sin más. Nunca se me olvidará aquello: salí disparado, supongo que de espaldas, ya que mientras miraba hacia arriba, veía trozos de acero volando conmigo. Como a cámara lenta. Uno de ellos parecía la chimenea del buque. Lo siguiente que supe es que estaba en el fondo [del mar]: no recuerdo haber caído al agua; sólo verme de pronto sumergido». Cuando sobrevino la explosión, Neil Hulse estaba a punto de subir a bordo de la embarcación de salvamento. «Recuerdo haber volado por los aires acompañado de ventiladores, grúas, cuarteles de escotilla…, y otros marineros como yo. Caímos al agua. Uno de los botes había quedado panza arriba, y a ella se había aferrado un buen número de valientes pese al frío glacial». Entre tanto, a Eddie Grenfell lo había empujado hacia la superficie la explosión de la caldera del Empire Lawrence, aunque sus tribulaciones aún no habían acabado. «Salí a flote un instante y empecé a hundirme de nuevo. Se apoderó de mí el pánico, y pensé: “Acabo de sobrevivir a esto [y] ya me voy otra vez al fondo”. Así que me impulsé con los brazos y noté algo en uno de ellos… Del agua surgió una cabeza con un trozo de metralla clavado en el centro mismo. De la herida salía algo gris, y di por hecho que eran los sesos». Su compañero, que se había aferrado a su jersey antes de morir, estaba haciendo de lastre y lo arrastraba hacia abajo. «Tiré de él hacia arriba, le solté las manos y lo dejé flotar a la deriva». Una vez libre del cadáver, trepó a la quilla de un bote salvavidas que había quedado boca abajo, agarrándose con los dedos a las tablas del casco de tingladillo y halándose a continuación. Sin embargo, no pudo menos de convencerse de que apenas estaba posponiendo de forma temporal su muerte. «Después de izarme y salir del agua, al no ver a mi alrededor ningún buque, pensé que se habían ido y que nos iban a dejar allí, tal como había ocurrido otras veces en el Ártico… [Quedé] algo atenazado por el pánico, pensando: “¡Dios santo!”. Me acababa de casar un par de meses antes». Neil Hulse también se las había arreglado para salir del agua, encaramándose a una balsa de escasas dimensiones. El joven cabo segundo de aviación que compartía con él aquel amparo flotante le anunció: «Ha perdido una pierna, señor; creo que ha perdido una pierna». Hulse se palpó la espalda y fue descendiendo hasta llegar a la base de la columna, en donde «noté lo que pensé que era hueso… Quiero decir, que creía que de verdad me había quedado sin pierna». Haciendo acopio de valor, dobló el cuello para examinar la parte dañada, y resultó que la extremidad seguía intacta, si bien, pegada a la «nalga de estribor» tenía «un tablón no muy grande con clavos de quince centímetros». Entonces, como quiera que se sucedían los minutos sin indicio alguno que les hiciera suponer que los iban a rescatar, se dedicó a considerar que morir en el Ártico constituía un modo por demás «solitario» de dejar este mundo. «Reparé en lo mucho que había amado el mar, pero estaba convencido de que mi vida había llegado a su final». Eddie Grenfell y los otros que, como él, se habían agarrado a la quilla del bote salvavidas tuvieron suerte: los recogió una de las corbetas de la Armada Real que formaban parte de la escolta. «Cuando subimos a bordo —asegura—, ni siquiera éramos capaces de andar. Nos tuvieron que llevar, porque habíamos perdido la movilidad de las piernas». Aquella misma embarcación puso entonces la proa al lugar en que se encontraban Neil Hulse y su compañero; pero en ese momento fue blanco de una incursión de bombarderos Junkers 88, que obligó a sus marineros a advertirles mediante el megáfono que pretendían pasar a su lado, y que debían saltar y aferrarse a las redes de salvamento que pendían del costado de la nave. —¿Estáis lo bastante bien para saltar si nos arrimamos? —gritaron. —Si os acercáis, soy capaz de saltar hasta la puñetera luna. ¡No os preocupéis por eso! — respondió Hulse. Sin embargo, tenía las piernas congeladas, y cuando la embarcación se aproximó, algunos de sus tripulantes hubieron de inclinarse por encima de la regala y halar de él, y luego de su compañero, para sacarlos de la balsa. Una vez a bordo, lo desvistieron cortándole la ropa y, tras envolverlo con mantas, lo llevaron a la sala de máquinas para hacer que entrase en calor. Una vez allí, le ofrecieron varios vasos de «sangre de Nelson» (es decir, ron), y una hora más tarde estaba cantando la tonada tabernaria Nellie Dean. Cuando se serenó y recobró la sensibilidad de las piernas, recibió orden de presentarse ante el capitán en el puente de mando. «Me dijo: “Lamento mucho tener que informarlo de que es usted el único oficial superviviente de su embarcación. Hemos perdido al resto, incluido su capitán, que murió en la explosión”». De los 36 barcos que formaban parte del PQ 16, seis fueron al fondo del mar debido al ataque de los alemanes en el Ártico, y otro más fue destruido durante una incursión aérea sufrida poco después de arribar a Múrmansk. Sin embargo, por terribles que fuesen los tormentos sufridos por el convoy, la expedición debe considerarse, conforme a las previsiones de Churchill, todo un éxito, dado que se habían salvado más de la mitad de las embarcaciones. Asimismo, desde el punto de vista político, había logrado demostrar a Stalin que británicos y estadounidenses estaban dispuestos a soportar penalidades a fin de cooperar con la campaña bélica soviética. LA CRISIS EMPEORA Los soviéticos necesitaban auxilio sin duda, dado que las semanas y aun los meses siguientes iban a contarse entre los más penosos de la guerra para el ejército soviético. Tras la derrota que les habían infligido en Járkov el 28 de junio de 1942, los alemanes pusieron en marcha la Operación Azul, un embate multitudinario a través del frente meridional de Stalin. El avance germano prosperaba, y todo parecía indicar que habían vuelto los días gloriosos del verano del año anterior. El fracaso sufrido por los soviéticos en Járkov había dejado una brecha en su línea defensiva, y los ejércitos acorazados 1.o y 4.o de los alemanes no dudaron en embestir a su través. A finales de julio, llegadas sus unidades nada menos que al río Don, Hitler decidió dividir sus fuerzas: el grupo de ejércitos A marcharía hacia el sur, en dirección a los yacimientos petrolíferos del Cáucaso, y el B iría directo al este a fin de alcanzar el Volga y Stalingrado. Anatoli Mereshko, oficial del Ejército Rojo, se contaba entre quienes trataron de frenar, sin éxito, el avance de aquel verano. «Los alemanes estaban muy confiados —comenta—, lo cual era natural, ya que habían conseguido trasladarse de Járkov al Don[80]». Recuerda haberlos visto marchar «con las camisas arremangadas y pantalones cortos, entonando sus canciones. Nuestras unidades, en cambio, no podían estar más desmoralizadas. No sabían adónde iban ni dónde debían buscar a sus unidades». Así y todo, no fueron sólo las tropas estalinistas las que conocieron la derrota durante el verano de 1942: la fuerza aliada que luchaba en el África septentrional había empeñado una feroz batalla con la intención de contener al Afrika Korps, que, al mando del teniente general Erwin Rommel, acabó por tomar Tobruk el 21 de junio. Rolf Mummiger, quien sirvió a las órdenes de éste, recuerda haber visto montones y más montones de cadáveres de soldados aliados. «Debían de llevar varios días allí. Jamás he podido olvidar aquella imagen: me afectó muchísimo desde el punto de vista emocional[81]». En total, en Tobruk murieron o fueron capturados unos setenta mil combatientes del Reino Unido y sus asociados. Aquél fue el momento de mayor postración que conocieron durante la campaña del desierto occidental, que había comenzado dos años antes, aproximadamente, con el ataque que emprendieron los italianos contra los británicos apostados en Egipto. Churchill se hallaba en la Casa Blanca cuando supo de aquella derrota. Se trataba de la segunda visita que efectuaba a Estados Unidos desde el principio de las hostilidades: la primera había tenido lugar poco después de la agresión a Pearl Harbor, el 22 de diciembre de 1941, y en lo que duró, el primer ministro se había alojado en la segunda planta de la residencia presidencial. Los británicos se habían mostrado estupefactos ante la falta de transparencia existente en los puestos más elevados de la estructura de mando estadounidense. Sus jefes de estado mayor —escribió sir John Dill, jefe de la misión del estado mayor conjunto británico en Washington, al general sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del Imperio— no se reúnen de forma regular, y cuando lo hacen, lo hacen sin que medien secretarios que tomen nota de cuanto ocurre. Tampoco se celebran sesiones del gabinete de guerra… Siguen organizados como en tiempos de George Washington[82]. En verano de 1942, Churchill hizo, una vez más, por no perder el contacto con los acontecimientos militares en medio de la desorganización intencionada que imperaba en la Casa Blanca de Roosevelt. Y el primer contacto que mantuvo con él George Elsey, quien trabajaba en el edificio, coincidió con la recepción de los informes relativos a Tobruk. «Yo debía ir a la segunda planta [del ala privada de la residencia] para hacer llegar unos papeles a Harry Hopkins, y cuando entré con los documentos, topé con el primer ministro, que cruzó la sala en albornoz, caminando con cierto esfuerzo y gritando: “¡Harry! ¡Harry!”. Resultó que Hopkins no estaba. [Así que] me quedé completamente tieso. Como no llevaba la gorra, no pude saludar; pero le dije: “Buenos días, señor primer ministro”. Por toda respuesta, exclamó: “¡Bah!”, y se dio la vuelta para retirarse ante la ausencia de Hopkins… Churchill tenía un humor de perros aquel día, porque había recibido noticias malísimas de cierta derrota sufrida en el África septentrional frente a Rommel». Pese a lo poco propicio de las circunstancias en que se produjo, aquel primer encuentro con Churchill «no tuvo nada de negativo —asegura Elsey—. Aquel tipo me causó una impresión muy positiva: viéndome ante un hombre grande de verdad como él, me sentí honrado y privilegiado de poder encontrarme en su presencia… Me sorprendió su estatura, pues era más bajito de lo que me había esperado, andaba encorvado y un tanto cargado de espaldas…; pero lo único que pensé al verlo fue que aquella figura era como un dios salvador de Occidente». La fe ciega que tenía depositada en él, amén de resultar conmovedora, sirve para ilustrar un aspecto más general de la situación, siendo así que, durante el verano de 1942, se habría dicho que iban a hacer falta poderes sobrenaturales para lograr una victoria aliada. Y es que, poco después del revés sufrido en Tobruk, los británicos hubieron de hacer frente a uno de los peores desastres navales que haya conocido la historia con la destrucción del convoy PQ 17. Se trataba de la mayor conserva de cuantas habían zarpado hasta entonces en dirección a la Unión Soviética, y contaba con la poderosa escolta inmediata de cuatro destructores y diez corbetas, a los que se unía la protección que, desde cierta distancia, le brindaban los acorazados Duke of York y el estadounidense Washington, dos cruceros y ocho destructores. La noche del 4 de julio, el Almirantazgo londinense recibió de su servicio secreto información que daba a entender que del puerto noruego de Trondheim había zarpado el buque de guerra alemán Tirpitz, junto con el Admiral Scheer y el Admiral Hipper, a fin de atacar al convoy. En consecuencia, sir Dudley Pond, primer lord del mar (jefe supremo de la Armada Real), hizo llegar al almirante Tovey, quien se hallaba al mando del PQ 17, el siguiente mensaje: «Secreto y urgentísimo: fuerza de cruceros se dirige al oeste con gran arrancada». Doce minutos después, se recibió otro que decía: «Secreto y urgentísimo: debido a la amenaza de embarcaciones de superficie, cumple dispersar el convoy y hacer que sus integrantes sigan navegando en dirección a los puertos rusos[83]». Sin embargo, tras remitir esta última comunicación, Pound temió que el término «dispersar» no provocase sino una disolución gradual de la conserva, y en consecuencia, transcurrido apenas un cuarto de hora, envió otro más que rezaba: «Secreto y urgentísimo: el convoy debe diseminarse». Tal combinación de mensajes no ocasionó otra cosa que el convencimiento de que las embarcaciones estaban a punto de sufrir un ataque, lo cual distaba mucho de la realidad; de hecho, resultó que el informe original no estaba en lo cierto, y el Tirpitz y los otros acorazados germanos no tenían intención alguna de acometer al PQ 17. Éste ya había tenido que padecer incursiones de bombarderos y submarinos alemanes desde el 2 de julio, y el día 4 —el de los malhadados mensajes de sir Dudley Pound— había perdido dos buques. Por consiguiente, no cabía la menor duda de que el enemigo conocía con exactitud la posición de la conserva y el rumbo que llevaba. «El convoy comenzó a desintegrarse, sin más — declara Frank Hewitt, quien formaba parte de la dotación de uno de los barcos que lo componían—, y todo el mundo quedó desmoralizado por entero[84]». En semejantes circunstancias, la orden de «diseminar» la conserva equivalía a pedir su autodestrucción. «[N]o dábamos crédito —asevera—. Nos era imposible… creer que la Armada pudiese abandonar un convoy a su suerte. No tenía sentido. [La salida] del barco más lento era de unos cuatro nudos, lo que lo convertía en un blanco facilísimo de alcanzar». Frank Hewitt servía de marinero a bordo del buque de su majestad La Malouine, una de las embarcaciones de escolta, que recibió instrucciones de seguir navegando en dirección al mar de Barents, y de allí a Arjánguelsk en solitario. «Teníamos la sensación de estar dejándolos en la estacada [a los mercantes del convoy], y lo cierto es que no estábamos haciendo otra cosa». De camino a la Unión Soviética recogieron botes salvavidas llenos de supervivientes de los barcos que habían sido víctimas de los bombarderos y los submarinos alemanes, y Hewitt no olvida la historia que le transmitió la dotación de un buque mercante estadounidense que rescataron del mar: «Nos contaron que el capitán del submarino que salió a la superficie ante ellos les dijo: “Me pesa mucho, caballeros, tener que hundir su barco; pero la guerra es así. Les voy a dar diez minutos para que ocupen los botes. ¿Tienen suficientes provisiones para la travesía? Buena suerte”. El grupo de supervivientes que rescatamos a continuación relató una anécdota muy similar. “Me pesa mucho, caballeros —les había dicho el capitán del sumergible—: la guerra es así. Voy a tener que hundir su embarcación. Tienen diez minutos para ocupar los botes. ¿Qué motivo tienen para luchar del lado de los bolcheviques? Ustedes no son bolcheviques, ¿no es así?”». Hewitt tuvo la oportunidad de mantener un intercambio casi igual de caballeroso con la dotación de cierto sumergible alemán cuando patrullaba las aguas de Arjánguelsk, en el norte de la Unión Soviética, en busca de tales embarcaciones. «Estábamos arranchando un casquete de hielo cuando emergió un submarino ante nosotros, a una media milla de distancia, con la intención de cargar sus baterías. Claro está que le dimos caza… Le disparamos. Teníamos un cañón de cien milímetros, el mayor calibre de que disponíamos, pero se quedó corto. Entonces, los alemanes nos respondieron con el reflector de señales, diciendo: “¡Habéis fallado! Volved a intentarlo”. Supongo que nuestro capitán debió de responder: “Seguiremos probando”. Y así estuvimos cuatro o cinco horas, hasta que decidió que había cargado lo bastante las baterías, y se despidió diciendo: “Gracias por la persecución. Tenemos que irnos. Buena suerte”. Y volvió a desaparecer bajo el hielo». Aquel encuentro sobre la costa de Arjánguelsk puso de manifiesto la falta de eficacia de que adolecía la Armada británica durante aquel período decisivo de la guerra que se estaba librando en el Ártico. Porque lo cierto es que el Almirantazgo no se equivocaba al advertir de los peligros que entrañaba el envío de convoyes durante el largo verano de aquellas latitudes septentrionales, y este hecho, unido a los informes falsos relativos a la zarpa del Tirpitz, había dado lugar a una verdadera catástrofe. De las 39 embarcaciones del PQ 17, fueron destruidas 24, lo que supone más del 60 por 100 del convoy. En total, perdieron la vida 153 de los marineros de los buques mercantes, y poco menos de cien mil toneladas de material bélico acabó en el fondo del mar, incluidos 210 bombarderos, 430 carros de combate y más de tres mil vehículos de otro género. No cabe sorprenderse, pues, de que, tras tamaño desastre, se suspendieran, de modo temporal, los convoyes a la Unión Soviética. Durante el verano de 1942, Churchill se encontró, por lo tanto, con que los aliados se habían rendido en Tobruk; el PQ 17 había sido destruido en el Ártico, y los alemanes no dejaban de avanzar a paso de gigante por las estepas en virtud de la victoriosa Operación Azul. Desde el punto de vista de los aliados, la situación no era demasiado esperanzadora. De hecho, parecía por demás posible que fueran a perder la guerra. El primer ministro británico sabía que sin la Unión Soviética no habría probabilidad alguna de ganarla: su pueblo estaba soportando lo peor del ataque alemán. Era imprescindible que Stalin mantuviese alta la moral del Ejército Rojo, y —por encima de todo— no abrigara intención alguna de abandonar las hostilidades. Aun así, tampoco desconocía el efecto que tendrían en el dirigente soviético los últimos acontecimientos. Los aliados occidentales no iban a establecer el segundo frente en 1942 —pues la derrota sufrida en Tobruk y otros reveses militares de menor importancia, hacían de todo punto imposible tal operación—, y después de lo ocurrido al PQ 17, se había interrumpido, al menos de manera momentánea, el envío de convoyes al norte. Stalin no iba a recibir con agrado semejantes noticias, y Churchill se resolvió a hacer lo que solía hacer cuando había de enfrentarse a una dificultad de tamaña consideración: coger al toro por las astas. En consecuencia, anunció que pensaba viajar a Moscú en un bombardero británico adaptado y hacer ver en persona al dirigente soviético por qué no podían cumplir los aliados con lo que habían exigido él y los suyos. Tenía el propósito de sortear unos tres mil kilómetros, en condiciones por demás incómodas, por tratar de preservar la relación, vital en extremo, con Stalin. 3 Crisis de fe ENCUENTRO CON STALIN Mientras los alemanes avanzaban por las estepas del sur de Rusia durante el verano de 1942, Nikolái Baibakov, viceministro de Producción Petrolera de la Unión Soviética, corría por llegar cuanto antes al despacho que poseía su dirigente en el edificio senatorial del Kremlin. «Me había reunido unas cinco veces con Stalin antes de aquélla —recuerda Baibakov, uno de los ingenieros del ámbito del petróleo que gozaban de más prestigio en todo el Estado—, y me había causado una gran impresión… Eran encuentros muy serios y sistemáticos. Yósiv Stalin mostraba siempre un gran interés por la situación en que se hallaba la industria petrolera, y concedía una gran significación a cuanto ocurría en ella[1]». Aun así, aquella ocasión estaba destinada a revestir una mayor relevancia aún que las anteriores. Lo hicieron entrar al despacho, y en aquel ambiente «tranquilo» aguardó con expectación a que su superior rompiera el silencio. «Camarada Baibakov —dijo—, Hitler se está acercando al Kavkaz [Cáucaso] a toda prisa. Ha anunciado que, si no se apodera del petróleo de aquella región, perderá la guerra; así que debemos hacer cuanto podamos por evitar que caiga en sus manos una sola gota de crudo». Entonces le encomendó la misión de viajar al Cáucaso y asegurarse de que los alemanes no se apoderaran de tan preciado mineral, y a continuación añadió —y Baibakov asegura que, llegado a este punto, su voz se volvió «un punto más cruel»—: «No olvides que, si dejas que se lleven siquiera una tonelada, te fusilaremos; pero si destruyes las reservas antes de tiempo y luego resulta que los alemanes no habrían podido llegar a ellas de todos modos y nos quedamos sin combustible, también te vamos a fusilar[2]». Baibakov, por sorprendente que pueda parecer, considera «justificado» el método del que se sirvió el dirigente soviético para motivarlo. «Huelga decir que cualquier error que cometiese habría constituido un crimen —aduce—. De haber dejado los yacimientos en manos de los alemanes, habría cometido un crimen contra mi patria». Así y todo, reconoce que, de cualquier modo, habría «hecho lo mejor» por proteger el petróleo sin necesidad de tan descarada amenaza por parte de Stalin. No deja de resultar singular el que dé a entender que el hecho de que el dirigente soviético hubiese buscado un hueco en su apretada agenda para intimidarlo personalmente fue para él punto menos que un honor, signo de que se le estaba confiando una labor de gran importancia. «Acaso yo habría dicho lo mismo que él de haber estado en su lugar —concluye—: el fin justifica los medios». No hace falta decir que Baibakov sobrevivió a la postre, por cuanto los alemanes no llegaron a estar jamás lo bastante cerca de los yacimientos que debía proteger para obligarlo a determinar si debía o no destruirlos. Sin embargo, la táctica empleada por Stalin para alentarlo, y también la total aceptación que de ella hizo Baibakov, parecen por demás instructivas, pues ponen de relieve en qué grado participaba la brutalidad más patente en las técnicas de caudillaje de Stalin. Éste estaba persuadido de que, si quería encomendar una tarea de importancia monumental a alguno de sus subordinados y confiar en que la llevaría a cabo como era de esperar, tenía que estar seguro de hacerle ver que, de fracasar, sería lo último que hiciera. En torno a aquellas fechas, Churchill se había puesto ya en camino para mantener, en Moscú, una serie de encuentros personales con Stalin. Saltaba a la vista que la relación entre sus respectivas naciones se estaba deteriorando. El 18 de julio de 1942, el primer ministro británico había escrito a Stalin para hacerle llegar las malas noticias relativas al abastecimiento y el segundo frente, y éste, que como cabe esperar, no había recibido tal comunicación con júbilo precisamente, había respondido, el día 23, con un telegrama frío y acusador redactado en los siguientes términos: Al recibo del mensaje remitido por usted el 18 de julio, sólo puedo extraer dos conclusiones. Primera: que el gobierno británico se niega a proseguir el envío de material bélico a la Unión Soviética por medio de la ruta septentrional. Segunda: que, pese a la comunicación acordada en lo concerniente a necesidad de crear un segundo frente en 1942, el gobierno británico ha optado por posponer su establecimiento hasta 1943[3]. Tras tan devastadora introducción, en la que culpaba, en efecto, al Reino Unido de romper las promesas que había formulado a la Unión Soviética, aseveraba que sus propios expertos militares y navales estimaban «sumamente discutibles» los motivos alegados para interrumpir el envío de convoyes. No es que crea —añadía—, claro está, que es posible llevar a cabo este género de expediciones a los puertos soviéticos septentrionales sin riesgos ni pérdidas; pero en tiempos de guerra, no hay empresa alguna que no los entrañe, y, en cualquier caso, jamás hubiese imaginado que el gobierno británico pudiera dejar de proporcionarnos material bélico en el preciso instante en que la nación los requiere más que nunca, habida cuenta de la grave situación en que se encuentra el frente germano-soviético… He de manifestar, del modo más enérgico, que el gobierno soviético no puede consentir que se difiera hasta 1943 la creación de un segundo frente en Europa. Y dicho esto, concluía transmitiendo a Churchill su poco sincero deseo de que «no tome a mal la expresión franca y honesta de mi parecer». A sir Archibald Clark Kerr, hombre extrovertido y un tanto excéntrico que había sustituido, en febrero de 1942, a sir Stafford Cripps en calidad de embajador británico en Moscú, no le cabía la menor duda de qué era lo que subyacía a la dureza y falta de diplomacia desplegadas por Stalin en su comunicación. Y así, en un cablegrama remitido a Londres el 25 de julio, puso de relieve que, a su entender, los mandamases soviéticos no creían que los británicos se estuvieran «tomando en serio la guerra. Comparan —seguía diciendo— las ingentes pérdidas humanas y materiales que están sufriendo con las relativamente insustanciales que hemos tenido que afrontar nosotros desde finales de 1939[4]». Tres días más tarde, el 28 de julio, Clark Kerr recomendó a su primer ministro que visitara Moscú y tratase de aplacar en persona a Stalin. Churchill se dio cuenta de que no tenía más opción que emprender aquel arduo viaje, aun cuando no le entusiasmaba la idea de conferenciar con el dirigente soviético en aquel momento tan delicado. Antes de partir, hizo saber a su médico, Charles Wilson, el futuro lord Moran, los motivos. «[A Stalin] no le va a hacer ninguna gracia lo que tengo que decirle», alegó[5]. Más tarde, escribiría que tenía la impresión de que aquella visita a Moscú «era comparable al acto de transportar un gigantesco bloque de hielo al Polo Norte[6]». No obstante, sería el general sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del Imperio, quien expresaría de un modo más sucinto la difícil situación a la que se enfrentaban los británicos: «Íbamos a meternos en la guarida del león sin comida con la que alimentarlo[7]». Churchill hizo la travesía en un bombardero estadounidense sin presurizar que carecía, además, de calefacción, con una máscara de oxígeno a la que se había añadido un dispositivo especial que le permitía fumar puros, y tras hacer escala en El Cairo, en donde sentó las costuras a sus comandantes por la escasa eficacia con que estaban haciendo frente a Rommel, aterrizó, por fin, en Moscú el 12 de agosto de 1942. A las siete de la tarde celebró, en el Kremlin, su primera reunión con el dirigente soviético. Ésta tuvo lugar en el despacho de la segunda planta del edificio senatorial, cuya apariencia contrastaba sobremodo con la opulencia aristocrática del palacio de Blenheim, en donde había nacido el británico, y aun con Chequers, la residencia campestre oficial que tenía a su disposición en los aledaños de Londres. La austeridad con que vestía Stalin se hacía extensiva a su vida en general y a su trabajo. Aquel aposento era lúgubre, y estaba dotado de incómodas sillas de madera dispuestas en torno a una mesa de reuniones rectangular. En uno de los rincones de la sala se hallaba su escritorio, debajo de una fotografía de Lenin leyendo el Pravda. En las demás paredes podían verse retratos de Marx y Engels, y en otro de los ángulos, una estufa de cerámica rusa. Además, el lugar estaba forrado con un agobiador zócalo de madera hasta la altura de los hombros, y envuelto en un ligero olor a betún y tabaco. No bien tomó asiento el convidado ante la mesa de reuniones, Stalin anunció que las noticias llegadas de la primera línea de combate no eran buenas, y que los alemanes se estaban abriendo paso en dirección a Stalingrado y Bakú. Dijo estar seguro de que «habían dejado Europa sin soldados» germanos. Entonces, en tan deprimente marco, y ante un Stalin que aun las minutas oficiales británicas describen como «muy serio», Churchill se lanzó a referirle las malas nuevas que tenía para él[8]. Repitió que, con anterioridad, ya se había advertido a Mólotov de que el Reino Unido no podía hacer «promesa alguna» en lo que concernía al segundo frente, y de que «los gobiernos británico y estadounidense no creían ser capaces de emprender una operación de envergadura en septiembre… Aun así, tal como no ignoraba el señor Stalin, ambas naciones estaban disponiendo los preparativos necesarios para acometer una… de gran alcance en 1943». Las actas oficiales afirman que el anfitrión adoptó una postura «muy taciturna» cuando Churchill concluyó su detenida exposición de los motivos que llevaban a británicos y estadounidenses a posponer hasta el año siguiente la ayuda solicitada por la Unión Soviética. Exasperado, a todas luces, por las palabras del dignatario visitante, Stalin anunció que no había «una sola división alemana de valor apostada en Francia», y ante la respuesta de su interlocutor, quien aseveró que el número de dichas unidades que tenían los germanos en suelo galo ascendía a veinticinco, replicó: «Quien no está dispuesto a asumir riesgos jamás ganará una guerra». El primer ministro trató de distender el ambiente hablando de un aspecto práctico en el que británicos y estadounidenses ya estaban prestando ayuda a la empresa bélica con las incursiones aéreas; pero Stalin repuso de inmediato que «no era sólo la industria alemana la que debía bombardearse, sino también su población». Entonces, Churchill, quien más tarde se afanaría por distanciarse de la campaña «terrorista» de bombardeo que tuvo lugar cuando el conflicto tocaba a su fin, declaró de forma inequívoca: —Por lo que respecta a la población civil [de Alemania], hemos considerado su moral un objetivo militar más. Ni hemos pedido clemencia, ni la vamos a tener. —No hay otra manera —corroboró Stalin, apartándose por vez primera de la actitud de reproche que había mantenido durante toda la reunión. Alentado sin duda por la respuesta del soviético, Churchill se enfrascó en una descripción poco menos que sanguinaria de lo que podría lograrse con «aeroplanos cada vez más numerosos y bombas cada vez mayores»; a lo que añadió que, «de hacerse necesario, caso de prolongarse la guerra, esper[aban] hacer añicos el total de las viviendas de casi toda ciudad alemana». «Tales palabras — al decir de las minutas oficiales— resultaron estimulantes para la atmósfera de la reunión, que en adelante se fue volviendo cada vez más cordial». Dando muestras, una vez más de su condición de político de gran destreza, el británico trató de redefinir uno de los asuntos en que se fundaba la discordia. «¿Qué es un segundo frente? —fue la pregunta retórica con que introdujo su intervención—; ¿un simple desembarco en una determinada costa fortificada sita frente a Inglaterra, o podía adoptar la forma de alguna otra operación ambiciosa susceptible de ser usada en provecho de la causa común?». Establecido este contexto, pasó, de un modo apenas perceptible, a dar la buena nueva que había ido a ofrecer: que los aliados occidentales estaban planeando desembarcar en el litoral septentrional de África en octubre de 1942. A fin de ilustrar las ventajas de este ataque, representó un cocodrilo e hizo saber a su anfitrión que las fuerzas británicas y estadounidenses pretendían arremeter contra el vientre de la bestia, que era su parte más vulnerable. Tocando a su final la reunión, todo apuntaba a que Stalin se había animado notablemente, pues no había pasado por alto las ventajas que ofrecía el desembarco aliado en el norte de África; de modo que la conferencia acabó en buenos términos a las 22.40. Churchill salió satisfecho de aquel primer encuentro; pero al día siguiente pudo comprobar que no había logrado «manejar» a Stalin tan bien como podía haber supuesto. En aquella ocasión, habría de soportar una reunión con el implacable Mólotov, a quien no existía modo alguno de engatusar. De hecho, actuó como si no hubiera tenido lugar la conversación del día anterior acerca de la operación norteafricana, limitándose a reiterar las exigencias soviéticas respecto a la creación del segundo frente. Entonces llegó un memorando escrito por Stalin, quien volvía a acusar a los británicos de haber faltado a su palabra. «Como bien es sabido —decía—, durante la estancia de Mólotov en Londres se convino en la organización de un segundo frente en Europa antes del fin de 1942… Es fácil inferir que la negativa del gobierno británico a crear[lo] ha infligido un duro golpe moral al conjunto de la opinión pública soviética, que cuenta con él, además de complicar la situación del Ejército Rojo en el frente y resultar muy perjudicial para los planes del mando soviético[9]». Stalin desplegó la agresividad de siempre, si no más, y durante el segundo encuentro que mantuvo con Churchill, celebrado la noche del 13 de agosto, se mostró sarcástico hasta extremos brutales. Dio a entender que si el Reino Unido había omitido establecer el segundo frente había sido por miedo a los alemanes, y su interlocutor no pudo menos de amostazarse y dar signos visibles de estar ofendido. Exasperado hasta lo sumo ante la amarga invectiva de su anfitrión, se lanzó a defender la posición británica con tantas razones que a los intérpretes les fue imposible no perderse. «La letra es lo de menos —sentenció Stalin una vez que hubo acabado de hablar Churchill—: es el espíritu lo que importa». El primer ministro británico quedó consternado tras aquella reunión, y cuando volvió a la dacha de las afueras de Moscú, residencia oficial que había reservado el gobierno para su uso, el embajador estadounidense, Averell Harriman, quien lo había acompañado durante las negociaciones, hubo de pasar varias horas tratando de aplacar las heridas de su espíritu. En el informe que redactó al día siguiente, 14 de agosto, para el gabinete de guerra, se preguntaba qué había podido hacer que Stalin cambiase de actitud de un modo tan repentino desde la primera reunión, y aunque hubo de admitir que bien podía tratarse de la misma táctica soviética de la que había sido víctima Eden el anterior mes de diciembre, y de la que estaba enterado el bando británico, tampoco descartaba la posibilidad de que al «consejo de los comisarios», al que daba por sentado que tenía que haber rendido cuentas Stalin tras la conferencia, no le hubiese hecho ninguna gracia la noticia que él le había transmitido. (Semejante convencimiento, errado de medio a medio, de que existían fuerzas secretas detrás de los actos de Stalin, y de que éste no tenía asida por el mango la política exterior de la Unión Soviética, habría de reaparecer en otros estadios cruciales de la relación entre los dirigentes aliados en el curso de la guerra)[10]. El 14 de agosto, mientras paseaba con zancadas furiosas envuelto en su bata, Churchill hizo saber a quienes se habían congregado en la dacha que no estaba dispuesto a asistir a la cena que habían organizado en su honor los soviéticos para aquella noche. Clark Kerr, el embajador británico, allí presente, abominaba semejante actitud, y más tarde escribiría que, en aquel momento, no pudo menos de convencerse de que el primer ministro necesitaba «una buena patada en el trasero[11]». Al final, lograron persuadirlo de que sería un suicidio diplomático no acudir a la cena, y, a regañadientes, acabó por resignarse, aunque decidió llevar puesto, todo indica que en señal de protesta, «un horrible atuendo que decía haber diseñado él mismo con la intención de usarlo durante los ataques aéreos». Conforme al testimonio de Clark Kerr, era «semejante a un mono de mecánico, o mejor aún, al pelele de un niño». Pese a sus creencias revolucionarias, la cúpula soviética seguía sosteniendo que en las ocasiones formales cumplía ir de traje o de uniforme; de modo que ninguno de sus integrantes pudo menos de asombrarse ante el estrafalario atavío, de todo punto inapropiado, que había decidido vestir su convidado de honor. Tras aquel mal comienzo, la velada empeoró aún más a causa de la actitud distante de los británicos. El coronel Ian Jacob, subsecretario militar del gabinete de guerra, anotó en su diario: «Resultaba extraordinario ver a ese campesinucho [Stalin], que no habría desentonado en absoluto en un sendero rural con un pico al hombro, sentado con total tranquilidad en un banquete celebrado en tan magnificentes estancias[12]». «[S]irvieron diecinueve platos —se quejó en el suyo el general sir Alan Brooke—; de modo que no nos levantamos hasta las 00.15, después de tres horas y cuarto sentados a la mesa[13]». Aunque la opinión que tenía de Stalin era menos altiva que la de Jacob, también en ella se trasluce que no lo consideraba, precisamente, un caballero. Al final de la cena —anotó—, se había animado mucho, y se dedicó a recorrer la mesa a fin de brindar a la salud de varios de los comensales. Es un hombre sobresaliente, sin duda; pero no puede considerarse atractivo. Tiene el semblante desagradable por frío, taimado, inexpresivo… Cada vez que lo miraba, me lo imaginaba mandando gente al patíbulo sin pestañear siquiera. Aparte de esto, no hay duda de que es ágil de entendimiento, y es evidente que domina los rudimentos de la guerra[14]. El intérprete Arthur Bryant, integrante también de la delegación británica, observó que Brooke se condujo de un modo un tanto grosero durante el banquete. El general británico respondió con laconismo a las preguntas del mariscal Voroshílov, quien se hallaba sentado a su lado, y no formuló una sola de su parte en toda la cena[15]. Churchill abandonó el convite poco después de la una de la mañana —lo que, para la hospitalidad soviética no dejaba de ser demasiado temprano—, y regresó a la dacha echando humo. «Stalin ni siquiera ha querido hablar conmigo —se quejó a su médico, sir Charles Wilson, futuro lord Moran—. He dado por concluidas las negociaciones. ¡Ya he tenido bastante! La comida era asquerosa: no tenía que haber ido[16]» Sir Charles trató de hacerlo cambiar de opinión diciendo: «No se trata de que Stalin sea o no un sinvergüenza, sino de que, si no cooperamos con él, tendremos más guerra y más víctimas». De poco sirvió su argumento: al día siguiente, el primer ministro aún estaba furioso. «¿Es que no se daba cuenta [Stalin] de con quién estaba hablando? —gruñía—. ¿No ve que soy el representante del Imperio más poderoso que haya conocido el mundo?»[17]. A continuación, anunció sus deseos de salir de Moscú y no volver a ver al dirigente soviético en toda su vida. A la mañana siguiente, sir Archibald Clark Kerr hubo de servirse de todas sus notables dotes diplomáticas para persuadir a su superior a reunirse de nuevo con su anfitrión. Y así, mientras paseaban juntos por el jardín de la dacha, le hizo saber que, en su opinión, «estaba manejando aquel asunto de un modo equivocado». Lo que fallaba era que, a fuer de aristócrata y hombre de mundo, esperaba que aquellas gentes fueran como él, y no lo eran. Ellos acababan de dejar la reja o el torno; eran rudos e inexpertos, y no discutían las cosas como lo hacemos nosotros[18]. A continuación, tras una valoración algo engreída de los dirigentes soviéticos, le advirtió, igual que su doctor la víspera, de las consecuencias que acarrearía un fracaso en las negociaciones con Stalin. «Si Rusia caía por falta de apoyo, del apoyo que sólo él podía ofrecerle… ¿a cuántos jóvenes británicos y estadounidenses iba a haber que sacrificar para arreglarlo?». Clark Kerr reprendió una vez más a Churchill por dejarse «ofender por un campesino que apenas sabía lo que hacía». Al final, después de que el diplomático hubiese desplegado su extraordinario poder de persuasión, el primer ministro se avino a asistir, aquella tarde, a un último encuentro con el soviético. Aquel coloquio final parecía condenado, en un principio, a quedar atrapado, una vez más, en la persistente letanía de Stalin en demanda del cumplimiento, por parte de los británicos, de la «promesa» de instituir un segundo frente antes de que concluyese el año, y en la exposición de las dificultades que entrañaba el paso del canal de la Mancha presentada por Churchill, quien seguía diciendo que jamás se había llegado a formular ninguna «promesa». Cuando el primer ministro volvió a poner de relieve que las fuerzas británicas iban a sufrir pérdidas ingentes en la citada operación si la emprendían en 1942, su interlocutor respondió que «la Unión Soviética estaba perdiendo a diez mil hombres al día», y reiteró que «sin asumir riesgos no se puede hacer la guerra[19]». Al decir de Pávlov, el intérprete soviético, «la atmósfera de aquel encuentro se puso al rojo vivo». En cambio, cuando acabaron las discusiones formales, Stalin invitó a Churchill a cenar en el apartamento privado que poseía en el Kremlin, y éste lo consideró un signo evidente de que se estaba comenzando a romper el hielo de aquella relación, en particular después de que su anfitrión le presentase a su hija, Svetlana. Sin embargo, el dirigente soviético no tardó en reanudar su amarga diatriba. «¿Es que no tiene sentido del honor la Armada Real?», preguntó refiriéndose al cese de los envíos de provisiones a través del Ártico. El británico le respondió que «el Reino Unido era una potencia marítima», y que «él sabía mucho de artes militares navales». «Con lo que quiere decir que yo no sé nada», sentenció Stalin. Aun así, los ánimos se fueron calmando de forma paulatina a medida que llenaban sus copas ante el plato de lechón; tanto que Churchill se aventuró a preguntar si los problemas a los que se estaba enfrentando la Unión Soviética en aquel momento eran comparables a los que hubieron de resolver durante la colectivización forzosa del campesinado. —No —aseveró él—: aquello fue mucho peor. —¿Qué hicieron con todos los kulakí [agricultores adinerados]? —quiso saber el convidado. —Los matamos —fue la respuesta. Tras tan revelador diálogo, la conversación pasó a girar en torno a una serie de comentarios levemente despectivos relativos a sus propios subordinados, que remató Churchill cuando se lanzó a gastar una broma al adusto Mólotov, desagraciado agente de Stalin, que se había unido a ellos a altas horas de la noche y no había dejado de beber desde entonces. —¿Sabía —dijo el primer ministro al dirigente soviético— que su ministro de Asuntos Exteriores dijo, durante su reciente viaje a Washington, que estaba determinado a visitar Nueva York sin compañía, y que si tardó en regresar no fue por ningún fallo del aeroplano, sino porque andaba por ahí solo? —No fue a Nueva York —repuso Stalin—, sino a Chicago, con los otros gánsteres[20]. Churchill regresó a su dacha a las tres de la mañana, sumido en un estado de ánimo diametralmente opuesto al que había manifestado veinticuatro horas antes. Clark Kerr, que lo estaba esperando, dejó constancia de ello. «Era obvio —escribió— que se hallaba de un humor excelente[21]». Echado en el sofá, el primer ministro «rompió a reír» mientras agitaba los pies en el aire. «Todo había salido a pedir de boca: había hecho amistad con Stalin. ¡Por Dios bendito! Se alegraba de haber ido. Stalin se había mostrado espléndido. Era un placer tratar con “ese gran hombre”. Daba gusto ver tan jubiloso al primer ministro… ¡Por Dios, si no callaba! Que si Stalin esto; que si Stalin lo otro…». El soviético había dejado de ser un asiático irreverente y poco elegante para convertirse en alguien con quien resultaba grato negociar. Y Churchill se dispuso a regresar a Londres alentado hasta lo sumo por la estrecha relación personal que sentía, sin lugar a dudas, que había nacido durante aquella última noche de francachela. El proceder de que había dado señas en los cuatro días que duró la visita fue, en ocasiones, no ya excéntrico, sino, según hicieron ver a la sazón Clark Kerr y otros de cuantos integraban la Embajada británica de Moscú, verdaderamente pueril. Resulta interesante imaginar lo que podría haber ocurrido si, en lugar de prestar oídos al legado diplomático, se hubiera limitado a abandonar enfurruñado la Unión Soviética. ¿Cómo justificar el enfado que hizo patente durante la cena celebrada en su honor? Y lo que es quizá más preocupante: ¿no parece asombroso que mudase en tal grado la opinión que tenía de Stalin después de visitar su apartamento privado? Todo aquel episodio se asemejaba más a los primeros estadios de una relación amorosa que a una conferencia entre hombres de Estado. De hecho, sir Alexander Cadogan, secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores, que acompañó a Churchill a Moscú, hablaba de «cortejo» al referirse a estas conversaciones[22]. Al primer ministro se le había subido a la cabeza no ya el alcohol, sino la idea embriagadora de entablar amistad íntima con un hombre al que sabía que la historia reconocería como una de las figuras más importantes del siglo XX. Sin embargo, semejante deseo le impidió ver la realidad que tenía frente a sí: Stalin no estaba interesado en este género de relación, porque él no tenía amigos. Y de no haberse dejado arrebatar por aquella fraternal velada en los aposentos del dirigente soviético, cabe pensar que podía haberse hecho cargo de otros dos aspectos fundamentales de su visita a Moscú. En primer lugar, que no había logrado nada que pudiera considerarse sustancial: Stalin seguía airado por la interrupción de los envíos y la «traición» relativa al segundo frente, y nada de cuanto había dicho Churchill podía cambiar en lo fundamental el concepto predominantemente negativo que se había formado respecto de la contribución que estaba haciendo el Reino Unido a la campaña bélica en calidad de aliado de la Unión Soviética. Por otro lado —y esta segunda apreciación resulta aún más importante—, Stalin ni siquiera se había molestado en ocultarle su condición brutal, pues tanto en el encuentro formal, al revelarle su deseo de destruir al paisanaje alemán, como mientras departía con él de manera distendida en su apartamento, cuando dijo haber matado a los kulakí, se había conducido como de costumbre. Se había mostrado como un dictador despiadado a quien no le importaba reconocer los homicidios que había cometido entre los de su propio pueblo; el mandamás de un sistema privado de democracia, libertad de expresión y justicia. En sus memorias, Churchill hubo de admitir que, cuando el soviético le habló de la destrucción del colectivo kulak, tuvo la «viva impresión» de estar viendo a «millones de personas borradas y desplazadas para siempre». Sin embargo, estaba convencido de que, «rodeados como estábamos por la guerra mundial, parecía inútil ponerse a moralizar en voz alta[23]». De todas las figuras relevantes de aquel conflicto —con la posible excepción de Hitler—, la de Stalin era la que más necesitaba ser tratada de un modo frío y objetivo, tal como supo de inmediato el general sir Alan Brooke al verlo por vez primera durante la reunión que mantuvieron en Moscú en agosto de 1942. «Stalin es un hombre realista como ninguno —escribió en su diario—: sólo le importan los hechos… [y Churchill] trataba de invocar en él sentimientos que dudo mucho que puedan hallarse en su interior[24]». Como bien intuyó Brooke, el soviético no era persona con la que pudiera tratar de establecerse conexión emocional alguna. Churchill fue el primero de los que cometieron este error; pero Roosevelt no iba a tardar en convertirse en el segundo. Claro está que tampoco podemos pecar de ingenuos: a la postre, Churchill pudo haber pensado que lo importante era estar en buenos términos con Stalin. ¿Qué sentido tenía, por ende, insistir en los aspectos más desagradables de la Unión Soviética y su dirigente? Lo que más importaba en aquel momento era la guerra contra los alemanes, y nadie podía poner en duda que el Ejército Rojo estaba teniendo que soportar el grueso de la lucha. Así y todo, los indicios de que disponemos apuntan a que Churchill no fue tan objetivo en lo tocante a aquel encuentro: la euforia de que dio muestras a la vuelta de la cena que había compartido en privado con el soviético parecía sincera. Todo hace pensar que se había persuadido no sólo de que se trataba de un «gran hombre», sino también de que él, Winston Churchill, era capaz de trabar relación con él. CONFRATERNIZACIÓN Huelga decir que no fue sólo Churchill quien tendió lazos personales con los soviéticos aquel año de 1942. Mientras él se reunía con Stalin, los marineros que habían tripulado los convoyes enviados al norte antes de que se expidiera la orden de cancelación durante el verano trataban de adaptarse a la idea de vivir en la Unión Soviética. Su experiencia, unida al testimonio de los nativos con los que se cruzaban, ofrece una imagen poco conocida del extraordinario choque de culturas que supuso la alianza entre Occidente y la Unión Soviética durante la guerra. Eddie y el resto de supervivientes de los buques hundidos fueron trasladados de las embarcaciones que los habían rescatado a un almacén del muelle. «Habíamos salido con vida entre 350 y 400 tripulantes, y todos acabamos en aquel almacén enorme. Aquélla fue la primera experiencia real que tuvimos de Rusia. Había centinelas, guardias rusos con fusiles y bayonetas, a cada uno de los extremos del edificio. Aún no estábamos curados: yo tenía magulladuras, cortes y de todo, y tenía a mi alrededor a otros que habían recibido heridas graves y gemían y todo eso. Y estuvimos allí tumbados 36 horas». Durante este lapso, estuvieron oyendo caer sobre la ciudad las bombas que lanzaban los aviones alemanes, que habían emprendido una nueva incursión. «Usted no ha conocido nada comparable —asevera Eddie—: aquello fue aterrador de verdad». Los marineros del Reino Unido recibieron agua, pero no alimento de ninguna clase. Entonces llegaron camiones destinados a transportarlos. Neil Hulse, Eddie Grenfell y los demás militares británicos heridos hubieron de soportar carreteras sembradas de cráteres provocados por las bombas hasta llegar a una escuela trocada en hospital, aunque en nada semejante a ninguno de los que hubiesen visto con anterioridad. «El olor era horrible —recuerda Grenfell—, y todos gritaban y gemían». «Aquel hospital era espantoso —confirma Neil Hulse—. Nosotros estábamos encantados de tener, al fin, una cama seca; [pero] los pobres rusos… Muchos de ellos estaban tumbados en el suelo mismo, y los desgraciados a los que les amputaban alguna extremidad sin anestesia no dejaban de berrear… Me separaban de aquellos pobres soldados tres pasillos, y aun así, los oía desgañitarse y agitarse con la intención de escapar de aquel terrible intento de operación». Él no podía menos de estremecerse ante la idea de que tuviesen que intervenirlo en aquel hospital de Múrmansk por la congelación que sufría en los dedos de los pies, lo que comportaría cercenárselos sin insensibilización previa. Sin embargo, el médico de uno de los barcos de la Armada Real fondeados en Múrmansk le aconsejó que se aplicara friegas con asiduidad si quería escapar al bisturí. No le costó, en consecuencia, hacer un trato con uno de los compañeros de embarcación que sufrían el mismo mal: «Yo le daba masajes en los dedos de la mano, y él a mí, en los de los pies, a intervalos regulares y durante unos cuantos días. Gracias a Dios, hoy los dos conservamos nuestros dedos». Por la noche, en tanto otros trataban de conciliar el sueño, Eddie Grenfell fijó la mirada en un muro y reparó en que «estaba negro de cucarachas, de piojos y de lo más repugnante que pueda uno imaginar». Entonces, decidió tratar de escapar de aquel hospital. Estuvo insistiendo al ayudante del almirante Bevan, principal oficial naval del Reino Unido en la Unión Soviética, hasta que logró que lo transfiriesen a un campamento situado algo más allá de la ensenada de Kola, en una ciudad llamada Vaenga. En el remolcador que lo llevó, junto con otros marineros británicos, a Vaenga, pudo comprobar en persona que los rusos de a bordo «eran como los tripulantes de nuestros propios buques mercantes… Sacaron vodka, pusieron discos en un gramófono y nos trataron de maravilla; así que empezamos a darnos cuenta de que los rusos eran gente normal». Aun así, las condiciones con que topó en el campamento naval de Vaenga no eran mucho mejores que las que había dejado atrás en el hospital de Múrmansk. «Cuando uno se para a pensar en el peligro al que nos enfrentamos, no sólo en el Ártico, [sino] en todas partes, lo más seguro es que acabe echándose a reír; pero a mí había algo que me ponía los pelos de punta: las ratas. Por la noche, saltaban de cuerpo en cuerpo en busca de cualquier resto de comida que tuviésemos… Sentíamos aquellos puñeteros bichos saltar encima de nosotros, hacer ruiditos y estrujarse entre unos y otros. Era espantoso». Grenfell tuvo también oportunidad de horrorizarse al descubrir el modo como trataban las autoridades de Vaenga cualquier acto de indisciplina de sus propios hombres. Cierta noche, un oficial de mar de la Armada soviética que había trabado amistad con algunos marineros británicos comenzó a aporrear la puerta del barracón. Estaba borracho como una cuba, algo que desaprobaban las autoridades soviéticas, y más aún si ocurría delante de extranjeros. En el instante en que los aliados abrieron para hacerlo pasar, lo detuvo de inmediato uno de los centinelas apostados en un extremo de la cabaña y se lo llevó consigo. «Media hora después, oímos llover disparos —recuerda Eddie—, y poco más tarde, llamaron a la puerta y, al ir a abrir, nos encontramos con un comisario. Era el hombre de peor aspecto que hubiese visto yo en mi vida. Tenía el gesto severo, y no era militar; de hecho, no debía de haber oído un tiro en toda su dichosa vida. Pero era comisario, y eso lo ponía al cargo de no sé qué. Se limitó a decirnos en un inglés correcto: “Sentimos las molestias. El comportamiento de ese hombre ha sido terrible; pero los alegrará saber que lo hemos fusilado”. ¡Así, sin más! ¡Lo habían fusilado! Nos quedamos de piedra, claro. No estábamos acostumbrados a cosas como ésa». Incidentes como aquella ejecución sumarísima llevaron a Eddie Grenfell y sus camaradas a la conclusión de que «el ruso corriente era un buen tipo, ¡vaya si lo era!; pero estaba dominado por gente horrible… Sin embargo, por terrible que fuese aquel régimen, teníamos que aceptarlo porque luchaba de nuestro lado». Y los marineros británicos no fueron los únicos a los que se les abrieron los ojos de forma tan radical cuando conocieron la realidad de cuanto se vivía en la Unión Soviética: los estadounidenses también experimentaron una iniciación semejante. Uno de ellos fue Jim Risk, tripulante del City of Omaha, buque mercante de Estados Unidos anclado en Múrmansk. Había nacido en Florida, y aunque nunca había visto la nieve hasta que viajó a Nueva York para embarcarse, tuvo sobrada oportunidad de conocerla bien, igual que el hielo, durante la travesía transatlántica que lo llevó, tras barajar la costa de Noruega, al norte de la Unión Soviética. El alivio que sintió al tomar puerto fue palpable, debido, sobre todo, a que su embarcación había estado a punto de ser destruida mientras navegaba sobre la ensenada de Kola. «Era de noche —refiere—, alrededor de la una, y el vigía del alerón de estribor gritó: “¡Segundo de a bordo!”; lo que quería decir que teníamos problemas serios. Así que eché a correr hacia aquel lugar del puente y vi un buque que se había aproximado hasta quedar borda con borda. Los barcos son bastante resistentes en todos los sentidos; pero si pones el costado de uno al lado del de otro, te quedas sin los dos… Así que no dudé en dar al timonel la voz de: “¡Bota a babor!”, y él obedeció. Gracias a Dios, en el otro buque debieron de dar la orden de botar a estribor, porque los dos se apartaron, y ésa fue nuestra salvación. Pero ésa fue la vez que más cerca estuve de perder un barco en los siete años que serví en el mar[25]». La ciudad de Múrmansk que contempló Jim Risk cuando arribó el City of Omaha era «un caos en el que no ocurría nada en absoluto». Y si la devastación que imperaba en aquel puerto soviético por causa de los bombardeos lo sorprendió, no le resultó menos singular ver que la labor de descarga del buque recaía sobre un grupo de mujeres, supervisado por una dueña de aspecto terrible llamada Olga. «De pronto —recuerda—, el capitán fue a dar una voz y no encontró a nadie de la tripulación, y al comandante de la guardia armada tampoco le fue posible dar con ninguno. Y claro, como yo era el oficial más joven, tuve que encargarme de encontrarlos y hacerlos obedecer; así que me puse a registrar el barco». Al final, en las entrañas de la embarcación, en un enrejado situado por encima de los motores, topó con un espectáculo asombroso. «Di con la dotación —afirma—. Estaban todos con Olga, que había sacado un colchón de no sé dónde y estaba cobrando dos paquetes de cigarrillos a cada uno [por] mantener relaciones sexuales con ellos. ¡Sí, señor!… Jamás había visto nada parecido, ni tampoco el resto de los que estaban adscritos a ningún buque estadounidense o inglés… Así que tuve que echar a Olga del barco». Aun así, el mismo Jim Risk que reprueba a aquella mujer muestra cierta compasión respecto de sus hombres. «Aquellos muchachos habían pasado las de Caín, y necesitaban distenderse de un modo u otro». La historia de Olga tiene un epílogo extraño: el de la reacción de las autoridades soviéticas: «subieron a bordo del barco y nos armaron una gorda a los oficiales por haberla expulsado». Y por más que hicieron los estadounidenses por explicar lo ocurrido, poniéndolas al corriente del censurable proceder de la jefa de estibadoras, poco pudieron hacer por aplacar la ira de los soviéticos. La mujer no recibió castigo alguno, y Jim Risk la vio trabajar en las embarcaciones que aportaron tras la suya. En el otro lado de la ensenada de Kola, en el fondeadero de Arjánguelsk, había una adolescente rusa llamada Valentina Yevleva que recibió con los brazos abiertos la llegada de los marineros aliados, por considerarla algo semejante a unas «vacaciones». «Fue muy emocionante —recuerda—; para nosotros era algo nuevo: había oficiales navales que hablaban un idioma que desconocíamos, y [se mostraban] alegres. Aquello hacía que una se olvidara de que estábamos en guerra[26]». Los recién llegados frecuentaban el Club Internacional de la localidad, en donde, además de esparcirse, se mezclaban con convidados de la Unión Soviética —de sexo femenino, en su mayoría—. «Yo iba [allí] todos los días —afirma Valentina—. No podía vivir sin aquello: ponían películas como Lady Hamilton o Pinocho, y algunas de Bing Crosby. En aquella época, me encantaba la música de sus canciones». Para ella, aquel lugar no tardó en convertirse en un paraíso terrenal. «Jamás había visto comodidades como las que había en el Club Internacional. Estaba en la antigua casa de un comerciante, y la habían enmoquetado, de manera que al entrar ni siquiera se oían los pasos de lo blando que era el suelo. También tenían biblioteca, y a mí me gustaban muchísimo los libros y la música. Siempre había alguien cantando y leyendo. Había un sitio en el que jugar al ajedrez, una sala de baile y otra de proyecciones en las que ver películas. Una vez a la semana, había baile, y yo pasaba allí de las ocho de la tarde a las cuatro o las cinco de la mañana. Entonces volvía a casa. Lo bailaba todo: nunca me sentaba». La vida social que hacía en aquel lugar llevó a los marineros aliados a interesarse por ella de manera inevitable. «Eran hombres muy atentos. Uno de los oficiales navales, Christopher, me llevaba hasta la parada del tranvía, y después de besarme la mano, saludaba y me decía adiós. Todo el mundo miraba la escena con la boca abierta, y yo subía al vagón sintiéndome halagada». El galante proceder del oficial británico contrastaba de forma espectacular con la experiencia que tenía de los hombres soviéticos. «Si un ruso me llevaba a casa, daba por supuesto que tenía que invitarlo a pasar. Una vez, cuando me negué con uno, se puso hecho una furia. Ellos no querían perder el tiempo: si topaban con alguien que les gustaba, no se les pasaba por la cabeza pararse a cortejarla: querían poseerla sin más, y los occidentales eran muy distintos». Además, tal como recuerdan numerosos habitantes de Arjánguelsk y otros puertos soviéticos, había también una clara diferencia entre la actitud de los marineros del Reino Unido y los estadounidenses. «Los británicos eran algo más cerrados —señala María Vécheva, quien en 1942, siendo aún adolescente, servía de marinera soviética—. Los ingleses venían de un país en guerra, y tenían más decaído el estado de ánimo. Los americanos, no: ellos no tenían bombardeos en su país, y estaban muy contentos de haber acabado con vida su viaje». Este talante reservado de los británicos respecto de los de Estados Unidos queda corroborado por el testimonio de Alexandr Kulakov, quien acostumbraba observar los navegantes que recorrían las calles de Arjánguelsk. «Me daba la impresión —asevera— de que los americanos eran más libertinos, y los británicos, más retraídos[27]». María Vécheva pudo comprobarlo en persona mientras descargaba pertrechos de las embarcaciones aliadas aferradas en el puerto de Múrmansk. Se hallaba manejando un primitivo mecanismo de motón y cabo a fin de halar las provisiones de la bodega y trasladarlas en el aire para desembarcarlas, cuando se sentó a su lado un marinero estadounidense y comenzó a hacerle preguntas. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando la trató de «abrazar», si bien ella lo rechazó y fue a preguntar a un guardia aduanero soviético lo que hacer si volvía a hacerle insinuaciones. Éste le prestó un garrote de grandes dimensiones y le dijo que no se separara de él. «Entonces —refiere—, el americano se puso más descarado todavía. Me dijo: “¿Chiqui, chiqui?”, y se desabotonó los pantalones para dejar al aire sus atributos. Así que cogí el garrote y le di un porrazo. Al verlo gritar, vino hacia nosotros un guardia aduanero para ver qué pasaba». Los camaradas de él tuvieron ocasión de divertirse un rato cuando el guardia lo expulsó del barco. «Se llevó su merecido —concluye María—. Le di con todas mis fuerzas. Son cosas que pasan». Valentina Yevleva tuvo precisamente el problema inverso con un marinero británico llamado Bill, del que se enamoró en 1943, y quien no parecía muy dispuesto a dar el paso que ella deseaba. «Bill y yo nos conocimos y comenzamos a bailar antes de empezar a salir juntos; pero un día me dijo: “Mañana me voy”, y me dio la dirección de su tía. Entonces vino a despedirse, con una lata de cacao y otras cosas de comer… Y yo le dije: “Bill, quiero tener un hijo tuyo, porque nunca voy a amar a nadie más”. Él me respondió: “Val, eres una muchacha encantadora, y no quiero arruinarte la vida. Yo creo en Dios, y no quiero ser responsable de destrozar tu reputación”. Aquello me dolió mucho, porque yo quería ser una mujer. Su rechazo me hizo mucho daño. Un ruso no habría… no habría perdido el tiempo de ese modo». Así y todo, si entre las mujeres soviéticas no faltaban las que, como Valentina Yevleva, estaban dispuestas a mantener relaciones sexuales con los marineros foráneos, muchos cuantos habían llegado del Reino Unido pudieron comprobar que tampoco escaseaban las que no. Tal fue, sin lugar a duda, el caso de Eddie Grenfell y sus camaradas. Los martes, salían del campamento para dirigirse, en camiones, a la ciudad vecina a fin de participar en un baile. «La sala era enorme, y tenía a un lado una orquesta [y] al otro, un gramófono; de modo que podíamos bailar de todo: en un extremo, un vals, y luego [cuando] te acercabas al gramófono, estaba sonando un foxtrot que te obligaba a cambiar de paso… Había allí muchas jóvenes del Ejército Rojo, muy guapas todas, que bailaban con nosotros… y se acabó». En realidad, el problema de aquellos marineros británicos era que no había muchachas suficientes para todos, y habían de conformarse con una proporción de una por cada cinco o seis hombres. En consecuencia, bailaban entre ellos. «Nunca olvidaré aquello —asegura Eddie Grenfell —, porque jamás había vivido nada semejante. Ginger Bailey, uno de los amigos del Edinburgh [el buque en el que había navegado antes de embarcarse en el Empire Lawrence], tenía la barba roja, y como a los rusos les encantaban las barbas pelirrojas, nunca tenía un segundo de sosiego, porque siempre había un elegante oficial ruso pidiendo bailar con él». TRAVESÍA A NUEVA YORK Mientras los marinos aliados pasaban el tiempo en las regiones más septentrionales de la Unión Soviética a la espera de que se constituyeran los convoyes en los que habrían de regresar, había embarcaciones soviéticas navegando de Múrmansk a Nueva York. Y a finales de la primavera de 1942, María Vécheva se hallaba a bordo de uno de los mercantes que transportaba madera, a modo de lastre, a América. Una vez cruzado el Atlántico, tenían la intención de cargarlo de equipamiento militar para el viaje de vuelta. Ella era una de las cuatro mujeres enroladas, y trabajaba limpiando y sirviendo comidas. «No hace falta decir que para una mujer es duro estar embarcada, y no sólo por la cantidad de trabajo que hay allí. Hay que tener mucha fuerza de voluntad. Yo era muy joven, y el capitán nos decía cómo teníamos que actuar. Me advirtió de que la tripulación de la sala de máquinas y de cubierta no dudaría en galantear conmigo, y de que no debía derrumbarme… Había que protegerse; si una se defiende, la respetarán». «El hombre y la mujer tienen formas de pensar diferentes —asegura—, y una mujer tiene que tener su orgullo, ser una mujer. Y si es orgullosa, la desean aún más». Ya había sido testigo, antes de la zarpa, de lo que acarreaba no mantener intacto aquel «orgullo» femenino. A la dotación del barco se había unido una muchacha, por nombre Nina, que tenía el cometido de servir comidas y compartiría camarote con ella. Un día, María se despertó muy de mañana y se encontró con que Nina se había ido. Al salir a cubierta para buscarla, la encontró saliendo del compartimiento de uno de los tripulantes varones. Estaba borracha y desnuda, y llevaba los zapatos en la mano. «Y claro, el capitán la hizo abandonar el barco aquella misma tarde… Por algo dicen que la manzana podrida pierde a su compañía». María Vécheva arribó a Nueva York a finales de la primavera de 1942. Era la primera vez que viajaba al extranjero, y su primer contacto con el capitalismo. «Eramos como niños que llegan al paraíso», recuerda. Pasearon por Manhattan, y vieron la estatua de la Libertad y el edificio Empire State. En Broadway y en Times Square tuvieron ocasión de maravillarse de los rótulos de neón y los anuncios, cosas que, para ellos, eran totalmente nuevas. Sin embargo, sólo les era dado mirar, y no comprar: María recibió sólo 3,70 dólares para gastos personales durante los tres meses que estuvo en Nueva York. Cuando fue, junto con sus compañeras de a bordo, a la Séptima Avenida a visitar los grandes almacenes Macy’s, todas se fueron directamente a la sección de zapatería y miraron con anhelo los carísimos productos que allí se ofrecían y que estaban a años luz de lo que podía permitirse María. Con todo, el personal sintió lástima de las marineras soviéticas y dio a cada una unas sandalias a modo de recuerdo de Nueva York. Así y todo, la joven también pudo ver la otra cara de la vida de los emigrantes que habían llegado a Estados Unidos cuando visitó una asociación de personas que se las habían ingeniado para abandonar Rusia antes de que se constituyera la Unión Soviética en 1922. «Cuando salieron eran jóvenes, claro, y a esas alturas habían envejecido. Lloraron con nosotras, y nos pidieron que les llevásemos un puñado de tierra rusa. Se lamentaron de que sus hijos ya no fuesen rusos… Añoraban de veras su patria». A su decir, sus experiencias la hicieron convencerse de que, si bien Estados Unidos eran un buen lugar al que ir de visita, «allí era imposible vivir». «Echábamos de menos nuestra patria —asegura—. Como dice la canción: “Bulgaria está bien, pero Rusia está mejor”. Ése es el espíritu ruso: tenemos ese espíritu, y es bueno». Sin embargo, ésa no es toda su verdad: basta insistir un poco para que María haga ver que tanto ella como sus camaradas temían ser repatriadas en caso de optar por quedarse allí y buscar asilo político. «Nos habrían devuelto seguro. Si hubiésemos tenido un cerebro portentoso, nos habrían aceptado por nuestros conocimientos; pero había demasiada gente como nosotras: nos habrían hecho volver, habríamos ido directas a Siberia y ya no habríamos tenido vidas que vivir. Así que claro: teníamos sentimientos patrióticos y también miedo». Con esa mezcla de impresiones observó María los rascacielos neoyorquinos alejarse cuando zarpó su barco en agosto de 1942: sentía envidia por el estilo de vida de los capitalistas, pero estaba segura, en lo más íntimo, de que la combinación de nostalgia y «miedo» le garantizaba que había hecho lo correcto al elegir no desertar. Su mercante, el Friedrich Engels, emprendió la larga travesía a Múrmansk sin compañía alguna. Poco después del desastroso viaje del PQ 17, los pocos buques civiles, soviéticos o de otra nacionalidad, que hacían aquel recorrido navegaban en solitario. Todo parecía ir a pedir de boca hasta llegar a la costa septentrional de Noruega. De pronto, surgió de la niebla el crucero protegido alemán Admiral Scheer, cuyas baterías apuntaban directamente a la embarcación soviética. «Nos reunieron a la carrera para ordenarnos que quemáramos todos los documentos». Pasaron varios minutos, y el buque alemán seguía sin hacer fuego. «Entonces, de repente, nos internamos en una niebla muy espesa y detuvimos los motores. Ni un movimiento, ni un ruido…; como si estuviéramos muertos… Estuvimos allí, de pie, cuarenta minutos antes de que el capitán mandase volver la proa y navegar en sentido contrario unas dos horas». Una vez sorteados los bancos de niebla, resultó que la embarcación germana había desaparecido. Cierto oficial de a bordo creía saber por qué no habían atacado: la tripulación del Admiral Scheer debía de haber creído, erróneamente, que aquel mercante navegaba en cabeza de un convoy más nutrido, y no había querido alertar al resto agrediendo a uno solo. Aquél fue, en cierta medida, el momento más pavoroso de toda la existencia de María Vécheva. «[Los alemanes] nos estaban apuntando con toda clase de cañones… y nosotros mirábamos por encima de la borda y sabíamos que el agua estaba fría. Era como si contemplásemos nuestra propia muerte». Ya en la Unión Soviética, la tensión y las presiones experimentadas durante aquel trayecto —y en particular los recuerdos del encuentro con el buque de guerra alemán— demostraron superar cuanto podía soportar María. «Sufría una crisis nerviosa —comenta—, y estuve enferma durante mucho tiempo. Es espantoso enfrentarse a algo que una no puede dominar: si nos hubiesen alcanzado con un solo torpedo, nos habrían echado a pique, y pensar en esa posibilidad resultaba aterrador… Una mira a los ojos a la muerte, y ve que la muerte la mira. Todo marinero sabe de lo que estoy hablando». LA LUCHA CON LOS ALEMANES EN EL VOLGA En tanto María se enfrentaba a sus emociones en el Ártico, Yósiv Stalin observaba con rabia creciente el avance de la Operación Azul germana. El 6.o ejército sólo había necesitado dos meses para ganar unos seiscientos kilómetros y llegar a Stalingrado, a orillas del Volga, durante la última semana de agosto de 1942. Sus soldados no cabían en sí de satisfacción: todo hacía suponer que la estrategia de tratar de capturar las materias primas de la Unión Soviética, en lugar de atacar Moscú directamente, por la que había optado su alto mando, iba a ser todo un éxito. A su entender, el río se había convertido en el confín de su nuevo imperio; de modo que tenían la guerra punto menos que ganada. «¡El Volga! ¡Lo teníamos al alcance de la mano! —exclama Joachim Stempel, oficial del citado ejército—. Ofrecía una visión impresionante al sol otoñal. ¡Ríos de esa anchura no los teníamos en Alemania! Y aquel increíble atisbo de las profundidades de Asia, sin otra cosa que bosques y más bosques, llanos y un horizonte infinito… Resultaba inspirador… Estábamos convencidos de que no debía de faltar nada: ya estamos aquí». Stalin no estaba dispuesto a entregar la ciudad que llevaba su nombre, costara lo que costase resistir, y Hitler, con ademán no menos recalcitrante, anunció el 30 de septiembre que Stalingrado caería en manos de Alemania. Aquel otoño, la ciudad se tornó en un microcosmos de la colosal capacidad destructiva de la guerra moderna. Los alemanes acometieron bombardeos aéreos a una escala inusitada hasta entonces en el frente oriental, y su artillería redujo a escombros sus edificios. Llegado el mes de octubre, era poco lo que quedaba en pie, y aun así, las fuerzas soviéticas, comandadas por Vasili Chuikov, general de división del 62.o ejército, no rindieron las ruinas de aquella población de la margen occidental del Volga. Chuikov supo sacar un partido excelente a los recursos de que disponía. Y así, ordenó a sus soldados que se mantuvieran tan cerca de la primera línea germana como les fuera posible con la intención de dificultar al invasor el uso de la artillería o los bombarderos. «“No os alejéis demasiado del enemigo” —señala Anatoli Mereshko, que trabajó en el cuartel general de Chuikov—: ése era nuestro lema. La distancia que mediaba entre nosotros y él no podía exceder los cincuenta o los cien metros». Los alemanes se mostraron primero aturdidos y luego afligidos al descubrir que habían llegado al fin del mundo para encontrarlo protegido por gentes que luchaban con una ferocidad personal desconocida para ellos. Helmut Walz, soldado de la 305.a división de infantería de Alemania, recuerda haberse abierto paso a través de «un desierto de escombro» y ver a un combatiente del Ejército Rojo disparar de cerca a un oficial germano «en plena cabeza. Se la abrió de tal modo que pude verle los sesos, a derecha, izquierda y en el centro. Había agua; no sangre. Me miró y se precipitó sobre el borde del cráter» en el que se había refugiado él[28]. En el transcurso de un solo día de los que duró la lucha aquel mes de octubre, fue testigo de la destrucción de toda su compañía, compuesta por más de setenta hombres: «no quedó ninguno: todos estaban muertos o heridos. La unidad había desaparecido». «[N]o había que hacer muchos números —asevera Joachim Stempel al hablar de las cuantiosas bajas que estaban sufriendo las fuerzas alemanas— para llegar a la conclusión de que, en breve, no quedaría con vida ninguno de nosotros. Sabíamos que los rusos estaban trasladando [refuerzos] de una orilla a otra del Volga por la noche; pero ya no teníamos recursos ni nos quedaba más remedio que permanecer aferrados a nuestras posiciones». Aun en nuestros días, quien recorre las colinas que rodean la ciudad poco después de derretida la nieve del invierno puede dar con fragmentos de hueso esparcidos por el campo. Las pérdidas humanas fueron ingentes: aunque nadie sabe con exactitud cuántas personas murieron en Stalingrado, las estimaciones hacen pensar que el Ejército Rojo perdió casi a quinientos mil combatientes, y el alemán, en torno a doscientos mil. Baste decir, por trasladar estas cifras al contexto de los aliados occidentales, que, sólo en esta batalla, la Unión Soviética sufrió más bajas por muerte que los británicos o los estadounidenses en toda la guerra. Fue precisamente en este marco en el que Stalin evaluó el curso del conflicto durante el discurso pronunciado el 7 de noviembre de 1942. A principios de este año —dijo—, en invierno, el Ejército Rojo infligió daños de consideración a las tropas germanofascistas. Tras repeler el ataque que emprendieron contra Moscú, tomó la delantera y, adoptando una posición ofensiva, obligó a los soldados alemanes a dirigirse al oeste y liberó así de la esclavitud a cierto número de regiones de nuestra nación. En consecuencia, el Ejército Rojo demostró ser capaz, caso de darse ciertas circunstancias ventajosas, de destruir a las tropas germanofascistas[29]. Tras esta visión optimista de la historia de los seis primeros meses de 1942, el dirigente soviético ofrecía una interpretación más comedida de lo que había ocurrido en adelante. Sin embargo, durante el verano, la situación del frente ha ido a peor. Los alemanes se han beneficiado de la ausencia de un segundo frente en Europa, y ellos y sus aliados han reunido todas sus fuerzas de reserva para acometer con ellas nuestro frente ucraniano y atravesarlo. Con pérdidas considerables, los soldados germanofascistas han logrado avanzar en dirección sur y poner en peligro Stalingrado, la costa del mar Negro, Grozni y el acceso a Transcaucasia… Aun así, después de haber tenido que detenerse en Stalingrado y tras perder decenas de miles de soldados, el enemigo ha puesto en acción divisiones frescas con la intención de hacer un último esfuerzo. Por tanto, la lucha del frente germano-soviético está creciendo en intensidad. De su resultado depende el destino del estado soviético, la libertad y la independencia de nuestra nación. El Ejército Rojo está soportando la mayor parte de la carga que supone esta guerra contra la Alemania de Hitler y sus aliados. El rencor de Stalin ante la falta de un segundo frente se hacía evidente tanto en el tono general de su discurso como en la afirmación, hecha sin ningún género de ambages, de que era sobre su ejército sobre el que recaía «la mayor parte de la carga». Así y todo, la víspera, en una disertación presentada ante el Congreso de los Diputados soviético, había sido mucho más explícito al lanzar la siguiente advertencia a los aliados occidentales: «La ausencia de un segundo frente contra la Alemania fascista puede tener resultados nefastos para los pueblos que, como el nuestro o los de los propios aliados, aman la libertad». Dos días después, el 8 de noviembre, estos últimos dieron origen —a su manera— a un segundo frente con la Operación Antorcha, la invasión del norte de África. Aquello no era, huelga decirlo, lo que había entendido siempre Stalin de forma explícita por tal: lo que él pretendía era que sus aliados cruzasen el canal de la Mancha con un número ingente de tropas y obligaran a los alemanes a enviar allí buena parte de las unidades que luchaban en el Este. Y aunque, en virtud de la citada operación, habían atravesado el Atlántico seiscientas embarcaciones con poco menos de cien mil combatientes a bordo, el dirigente soviético consideraba aquella iniciativa insignificante comparada con los hercúleos combates a que se estaba enfrentando el Ejército Rojo. «¿Por qué pueden permitírselo? — preguntaba, para responder a renglón seguido—: Porque la ausencia de un segundo frente europeo le ha permitido emprender esta operación sin riesgo alguno[30]». Asimismo, hizo hincapié en que, si las fuerzas soviéticas estaban batallando con 240 divisiones enemigas en el frente oriental, sus aliados tenían ante sí «sólo 15 divisiones alemanas e italianas». Tamaña diferencia en escala entre la contribución soviética y la aliada quedó puesta de manifiesto de un modo aún más marcado, en lo que respectaba a Stalin, el 19 de noviembre de 1942 por el comienzo de la Operación Urano. El millón largo de soldados del Ejército Rojo que participó en este intento de aislar a las fuerzas alemanas que luchaban en Stalingrado atendió a las palabras de su dirigente que le fueron leídas a las seis de la madrugada la mañana misma del ataque. «Hoy vais a acometer una ofensiva —decían—, y vuestras acciones van a decidir el destino del país». Para muchos de los combatientes que las escucharon, Stalin era un ser casi sobrenatural. Habían crecido oyendo, en los noticiarios propagandísticos y en la escuela, de boca de sus maestros, la misma consigna, que lo presentaba, más que como un mero dirigente, como modelo de certeza y verdad. Su presencia había inspirado, en opinión de muchos, la defensa de Moscú un año antes, y en aquel momento, eran sus esperanzas las que iban a llevarlos a Stalingrado. En esta ocasión, eran los soviéticos quienes tenían de su lado la ventaja que suponía el hecho de tomar por sorpresa al enemigo. El Ejército Rojo se las había ingeniado para mantener en secreto los preparativos mediante técnicas de engaño jamás vistas en un campo de batalla. El oficial Iván Golokolenko, verbigracia, integrante del 5.o ejército blindado, recibió órdenes de crear posiciones ofensivas de mentira. «Construimos puentes falsos y zonas fingidas de concentración de tropas lejos del sitio en el que íbamos a efectuar la embestida», recuerda[31]. En cambio, los puentes reales que se necesitaban para llevar a cabo la Operación Urano quedaron fuera del alcance de la vista de la aviación enemiga. «Algunos de los puentes —afirma— se dispusieron a unos cincuenta o setenta centímetros por debajo del nivel del agua, de modo que fuese más difícil avistarlos desde los aviones de reconocimiento». El Ejército Rojo se las había compuesto para hacer pasar inadvertida la congregación de más de un millón de hombres a los alemanes, quienes en el momento de la acometida no podían sino observar incrédulos a las fuerzas soviéticas que arremetían a través de sus flancos, echando a un lado a las unidades húngaras, italianas y rumanas que los defendían. El resentimiento que, desde entonces, profesaron los del 6.o ejército germano a estos aliados, que, a su entender, no habían luchado con tanta fiereza como debían haber desplegado, seguía siendo verificable sesenta años después de la batalla. «¿Sabes el chiste del tanque nuevo de los italianos? —decía cierto veterano de la citada sección—. Tiene seis marchas, ¡y cinco de ellas son marcha atrás!». Así y todo, dejando a un lado la controvertida actuación de los aliados de Alemania, lo cierto es que las fuerzas soviéticas habían mejorado de forma considerable, y que la Operación Urano marcó un momento decisivo más: hacía poco que Stalin había comenzado a tener en cuenta, de forma más marcada, el consejo de sus expertos militares, y en particular de los mariscales Zhúkov y Vasilevski, en lugar de confiar en sus propios instintos, tal como había hecho, en los albores de aquel año, en la desastrosa batalla de Járkov. Tal no quiere decir que fuese a ceder su puesto en calidad de motor determinante de la estrategia marcial soviética; pero, cuando menos, desde entonces se mostró dispuesto a escuchar a otros. El 9 de octubre había llegado incluso a restaurar el «mando unitario» de sus generales, liberados así del «mando dual» que los había obligado a consultar de forma frecuente con los agentes políticos. El fruto de este hecho y de otras mejoras introducidas en los ámbitos del aprovisionamiento, la táctica y la administración no fue otro que una victoria pasmosa. Sólo cuatro días después del principio de la operación, en virtud de una maniobra militar de gran brillantez estratégica, se encontraron cerca de Kalach las dos fuerzas soviéticas que habían envuelto a las alemanas merced a un movimiento de pinza. El 6.o ejército quedó, así, cercado, atrapado en Stalingrado. Poco hizo para mejorar su suerte la incapacidad para darse cuenta de cuanto estaba ocurriendo de que dio muestras Adolf Hitler. Si Stalin interfería en grado cada vez menor en las decisiones concernientes a los detalles tácticos a medida que avanzaba el conflicto, él avanzaba en el sentido contrario; de tal manera que quienes habían de dar respuesta a la Operación Urano estaban obligados a consultar con el führer antes de considerar reacción alguna. Y el führer había elegido precisamente aquel momento para ausentarse del cuartel general militar de la Guarida del Lobo, situado en Prusia Oriental, y tomarse un descanso en su refugio bávaro del Berghof, a más de dos mil kilómetros del frente de combate. Ni siquiera tras saber de la ofensiva soviética se apresuró a actuar, acaso pensando que poco podía hacer el Ejército Rojo frente al poderío de las fuerzas armadas alemanas, cuya superioridad había quedado demostrada sin lugar a dudas. Tan satisfecho convencimiento había contado con la aprobación del general Zeitzler, el adulón militar que acababa de asumir la jefatura del estado mayor general del ejército, y que, apenas un mes antes, le había asegurado que las fuerzas estalinistas «no estaban en situación de organizar una ofensiva de envergadura contra ningún objetivo ambicioso[32]». De resultas de todo lo expuesto, los alemanes respondieron a la Operación Urano de forma inadecuada, y cuando sus dirigentes se hicieron cargo, al fin, de lo ciclópeo del problema al que se enfrentaba el 6.o ejército, la solución propuesta resultó optimista hasta extremos risibles. Hermann Goering prometió a Hitler que su Luftwaffe podía tender un puente aéreo a fin de aprovisionar al 6.o ejército hasta que lo liberasen las fuerzas terrestres. Cierto es que los alemanes habían logrado, por intermedio de una acción semejante, abastecer a las fuerzas que habían quedado atrapadas en Demiansk aquel mismo año; pero la magnitud de aquella operación no había sido sino una fracción de la que sería necesaria para proveer al 6.o ejército. En teoría, mientras el puente aéreo de Goering sostenía la capacidad combativa de las tropas que luchaban en el interior de Stalingrado, el mariscal de campo Von Manstein debía organizar una acción de auxilio por tierra que recibiría el nombre de Operación Tormenta Invernal. Tanto una como otra fracasaron de manera estrepitosa. El ejército cercado jamás recibió el avituallamiento adecuado por parte de la Luftwaffe —tanto es así que, llegada la Navidad de 1942, sus integrantes se vieron obligados a alimentarse de la carne de sus propios caballos—, y la misión de rescate de Von Manstein fue frustrada por el Ejército Rojo. El primero de febrero de 1943 fue testigo de la rendición del 6.o ejército. Hitler tuvo ocasión de enfurecerse al saber que el mariscal de campo Paulus había caído con vida en manos del Ejército Rojo. Hacía sólo dos días que lo había ascendido el führer a tal categoría en un gesto con el que había querido subrayar su obligación de suicidarse antes de ser capturado, por cuanto, hasta la fecha, no había sido capturado un solo mariscal de campo alemán. Paulus, sin embargo, se convirtió en uno de los más de noventa mil prisioneros que hicieron los soviéticos en Stalingrado entre los soldados del Eje. Aquella victoria fue decisiva tanto para el Ejército Rojo como para el caudillaje de Stalin; pero el coste había sido tan ingente, y las batallas tan sangrientas, que pocos pudieron mantener durante mucho tiempo la sensación de regocijo. Por el contrario, muchos de cuantos integraban el pueblo soviético tuvieron a Stalingrado por símbolo del abandono a que los habían condenado sus aliados occidentales. «A nosotros no nos cabía la menor duda de que quien llevaba el peso de la guerra era la Unión Soviética —declara Grigori Obozni, quien servía en la NKVD durante el conflicto—. Si hubiesen abierto el segundo frente en 1942, nos habría cantado otro gallo, porque aquél fue un año muy duro… Sabíamos que éramos los únicos capaces de ganar la guerra, y que sólo podíamos hacerlo si sacrificábamos nuestras propias vidas. Por eso teníamos la sensación de haberla ganado nosotros: nadie dudaba que éramos la fuerza principal[33]». A fin de lograr avergonzar a los occidentales para que instaurasen el frente, el mundo creativo soviético recibió órdenes, en otoño de 1942, de tratar de ejercer su influencia sobre la opinión pública foránea. «Se asignó a artistas, literatos y periodistas —recordaba el caricaturista Borís Yefímov— el cometido de apelar a nuestros colegas del extranjero. Los escritores debían enviar cartas a los escritores ingleses; los músicos, a músicos ingleses [etc.], y todas debían llevar la misma pregunta: “¿Dónde está el segundo frente?”[34]». Él, al ser uno de los humoristas gráficos de más renombre de la Unión Soviética, escribió a David Low, quien gozaba de una celebridad comparable en el Reino Unido, y recibió, un mes más tarde, la respuesta de que, «mientras que Inglaterra poseía un gran poderío militar, éste era sólo “potencial”; ése fue el adjetivo que empleó». Tras haber comprobado por sí mismo en qué grado se hallaba confundido Occidente respecto a este asunto de vital importancia para el bienestar de la Unión Soviética, Yefímov se resolvió a contraatacar en 1942 con el arma que mejor manejaba —la viñeta humorística—, y en consecuencia, creó una serie de ataques visuales contra los británicos. En el primero de ellos, representó a seis orondos generales del Reino Unido durante una conferencia militar, y asignó a cada uno una frase como: «General, no se apresure», o: «General, ¿y si nos ganan?». Frente a ellos, al otro lado de la mesa, había dos coroneles que llevan inscrito en el casco «Coraje» y «Determinación». «Pretendía expresar que en Inglaterra había tanto defensores como detractores del segundo frente —aclara el autor—. Entregué la ilustración, Stalin la aprobó y salió publicada en el Pravda. Un asunto tan delicado como el descontento con nuestros aliados requería el visto bueno de Stalin». Yefímov consideró entonces que aquel desengaño podía concretarse en la aversión y el recelo que inspiraba a los soviéticos una persona en particular: Winston Churchill. «Todos se sentían defraudados por la actitud de Churchill —alega—. Lo que yo sentía por él era común a todos nosotros: lo veíamos como un hombre en el que resultaba difícil confiar… Tenía fama de político taimado e hipócrita». Por consiguiente, dibujó una variante de la viñeta anterior en la que se incluía un ataque al primer ministro británico. Los generales obesos seguían en su sitio, y en lugar de los dos coroneles arrojados aparecía una caricatura de aquél junto con dos botellas de whisky, satisfecho ante la idea de no crear un segundo frente. «Busqué lo más característico de Churchill. Nadie ignoraba que empezaba la mañana trasegando una porción generosa de whisky… No era ningún secreto que sentía debilidad por la bebida. No me pareció humillante en absoluto, ya que él no hacía nada por ocultar su costumbre de tomar una copa por la mañana». Aquella invectiva, más violenta aún, contra los aliados occidentales, en la que se exponía en la picota al mismísimo primer ministro del Reino Unido, también tuvo que ser aprobada por Stalin, y el que estuviese dispuesto a dejar que tamaña burla se publicara en la prensa soviética constituye un ejemplo más de la importancia que atribuían, los mandamases del Kremlin en general y su dirigente en particular, al establecimiento del segundo frente. «Todos decían que los estadounidenses estaban dilatando su creación a fin de dejar que alemanes y rusos se desgastaran por igual», recuerda Vasili Borísov, quien a esas alturas había entrado a servir en la NKVD. Y no cabe dudar de que no otra cosa sospechaba Stalin. Vladímir Yeroféiev, diplomático soviético que estuvo un tiempo empleado de intérprete para su dirigente, recuerda el comentario que hizo, recién acabada la guerra, a cierto ciudadano francés que fue a hablar con él en el Kremlin. «Le dijo que, pese a las esperanzas que habíamos depositado en que se abriera un segundo frente, éste [sólo] se creó cuando nuestros aliados se sintieron amenazados por nuestra presencia en Europa, temerosos de que penetrásemos demasiado en el continente[35]». De hecho, la victoria obtenida por los soviéticos en Stalingrado sólo sirvió para hacer mayor el anhelo estalinista de un segundo frente inmediato, por cuanto, aun habiendo derrotado al 6.o ejército alemán, el Ejército Rojo seguía teniendo por delante una labor ciclópea. El grupo de ejércitos A se había replegado del Cáucaso con no poca destreza y seguía representando una fuerza formidable apostada en el sector meridional del frente. Los soviéticos aún habrían de ganar mil seiscientos kilómetros de su propio territorio para hacer retroceder al invasor hasta la frontera de junio de 1941. Y a la cúpula soviética aún le quedaba otro asunto del que preocuparse, de naturaleza menos práctica, aunque no por ello menos insidioso, siendo así que no era impensable que el Ejército Rojo quedase atrapado en un ciclo desastroso si, tras lograr contener —o aun derrotar— a la Wehrmacht en invierno, ésta volvía a ganar terreno en primavera y verano. Pese a las victorias obtenidas a las puertas de Moscú, durante el invierno de 1941, y en Stalingrado, en el de 1942, nadie había olvidado los fracasos sufridos por las fuerzas soviéticas en Kiev y Minsk en el verano de 1941, ni la catástrofe a la que se había reducido la ofensiva emprendida en Járkov durante la primavera del año siguiente, y todos se preguntaban qué posibilidades iba a tener el Ejército Rojo llegados la primavera y el invierno de 1943, cuando se endureciera el terreno de las estepas y los alemanes pudiesen volver a sacar partido a su poderío militar. LOS ALIADOS OCCIDENTALES, EL SEGUNDO FRENTE Y KATYŃ Tanto preocupaban a Stalin los desafíos y peligros a que habría de hacer frente el Ejército Rojo en 1943, que el 14 de diciembre de 1942, cuando Roosevelt y Churchill se disponían a reunirse en la Conferencia de Casablanca, les pidió casi de rodillas que cumpliesen con lo que él entendía como un compromiso incontestable. «Confío —escribió— en ver satisfecha sin pérdida de tiempo la promesa de abrir un segundo frente en Europa, en 1942 o, a más tardar, para la primavera de 1943, que dieron usted, señor presidente, y el señor Churchill, y en que, llegada la primavera, el Reino Unido lo haya creado junto con Estados Unidos[36]». Churchill respondió a mediados de febrero, en nombre de los estadounidenses y en el de su propia nación, que la ansiada invasión a través del canal de la Mancha tendría lugar en agosto o septiembre de 1943, si bien el momento exacto dependería de «las posibilidades defensivas de los alemanes[37]». Tal afirmación seguía siendo coherente con la garantía que le había ofrecido el primer ministro británico el mes de agosto anterior, cuando, reunido con él en Moscú, le había asegurado que «los gobiernos británico y estadounidense… estaban disponiendo los preparativos necesarios para acometer una operación de gran alcance en 1943». No obstante, significaba que Stalin no tendría el segundo frente por el que imploraba, «a más tardar, para la primavera de 1943», y tal cosa comportaba que sus recelos y su amargura seguirían enconándose. Además, durante aquel período agitado de las semanas que siguieron a la victoria de Stalingrado, la unión entre los soviéticos y los aliados occidentales iba a verse sometida a una nueva prueba —que a punto estuvo de no superar— cuando se descubrió el crimen cometido tres años antes, durante la primavera de 1940, por el Estado de aquéllos. El 9 de abril de 1943, Joseph Goebbels escribió en su diario: «Han aparecido fosas comunes polacas cerca de Smolensk. Los bolcheviques se limitaron a ejecutar de un disparo y sepultar en enterramientos colectivos a unos diez mil prisioneros polacos». Radio Berlín puso la noticia en conocimiento del mundo dos días después. En lo más recóndito del bosque de Katyń habían dado con ocho fosas, cuya profundidad oscilaba entre los dos metros escasos y los tres, repletas de restos humanos. Todas las víctimas habían recibido un balazo en la nuca, y sus uniformes y el resto de la vestimenta que llevaban dejaban fuera de toda duda su nacionalidad polaca, así como que la mayor parte pertenecía a la oficialidad de la nación. Los alemanes hicieron cuanto estaba en sus manos por dar a aquel crimen la mayor publicidad posible. Dmitri Judij, vecino adolescente del lugar, era uno de los paisanos rusos a los que llevaron aquéllos al bosque a fin de que fuesen testigos de tan espantoso hallazgo. «Estuvimos presentes en la exhumación —recuerda—. El olor era insoportable; algunos cadáveres llevaban abrigo, y los alemanes los palpaban y tentaban los bolsillos. Con las petacas y los relojes que encontraron, hicieron un museo [en las cercanías. Los cadáveres t]enían la cara negra[38]». Contempló aquella escena macabra con cierta despreocupación. «Éramos jóvenes —aduce—, y no teníamos ningún interés particular en aquello. Ya habíamos visto las muertes que infligían los alemanes. Habíamos visto a los prisioneros de guerra rusos morir en los campos de concentración». En realidad, Alemania había sacado a la luz un crimen de guerra de una magnitud terrible, pues ponía de manifiesto que los agentes de la Unión Soviética habían asesinado a cierto número de oficiales de un aliado. Para la prensa polaca del Reino Unido —y de hecho, para el gobierno polaco en el exilio—, era evidente que los estalinistas tenían que dar cuenta de aquello. Conocían bien los detalles de cuanto había precedido a aquella carnicería; sabían del encarcelamiento que habían sufrido los oficiales y otros integrantes de la minoría selecta de Polonia tras la invasión soviética de la región oriental del país, así como de la subsiguiente desaparición de la mayoría de ellos durante la primavera de 1940. Desde aquella fecha, nadie había recibido carta alguna de los detenidos, ni tampoco los había visto ni había tenido ningún otro género de contacto con ellos. Asimismo, el gobierno polaco en el exilio no había olvidado las evasivas y —según habían empezado a sospechar — el cinismo con que habían soslayado las autoridades soviéticas, y Stalin en particular, las preguntas relativas al paradero de los oficiales. En vista de la publicidad antisoviética de que se estaba haciendo portadora la prensa occidental, incitada en gran medida por el justo recelo de los polacos, los estalinistas decidieron contraatacar del modo más desvergonzado que pueda imaginarse: arremetiendo contra el gobierno polaco exiliado, cosa que hicieron explícita el 19 de abril de 1943, día en que pudo leerse en el Pravda el siguiente titular: «Colaboradores polacos de Hitler». El que tanto los medios alemanes como los polacos se hubieran negado a aceptar —como era de esperar— la versión que ofrecían los soviéticos de los acontecimientos constituía, al decir del diario, una prueba evidente de que aquéllos se hallaban en connivencia. El ministro de Defensa polaco debía de haber ofrecido su «ayuda a los provocadores hitlerianos de forma directa y obvia». Además, la idea de que el gobierno polaco en el exilio pudiese participar de uno u otro modo en la investigación que se proponían emprender los alemanes acerca de los pormenores de aquella matanza equivalía, a su decir, a asestar «un golpe alevoso a la Unión Soviética». En consecuencia, Stalin y los suyos pretendían ocultar su responsabilidad por medio de mentiras descaradas, y para ello, no dudaron en tergiversar la posición del gobierno polaco exiliado en Londres. Si bien era cierto que su primer ministro, el general Sikorski, había planteado la posibilidad de que la Cruz Roja llevase a cabo, en calidad de entidad independiente, una serie de pesquisas sobre el particular, jamás había hecho pensar en la existencia de ninguna confabulación con Alemania; pero el Pravda optó por fundir esta propuesta con la investigación que querían poner por obra los germanos, con la presumible intención de desautorizar aún más a los de Polonia. Por más que todas las pruebas indicasen lo contrario, las autoridades soviéticas no dudaron en aferrarse a la lectura ofrecida por su diario seis días después de que los alemanes dieran noticia del crimen, y lo cierto es que mantuvieron esta actitud durante poco menos de cincuenta años, hasta que Mijaíl Gorbachov autorizó la revelación de la verdad. El gobierno británico tomó medidas inmediatas destinadas a tratar de ahogar las protestas de los de Polonia. Churchill escribió a Stalin el 24 de abril diciendo: «Estoy valorando la posibilidad de silenciar aquellos de cuantos periódicos polacos se publican en este país que atacan al gobierno soviético y a Sikorski por intentar colaborar con éste[39]». Asimismo, hizo cuanto pudo por disculpar el hecho de que tanto las autoridades polacas exiliadas como los alemanes hubiesen coincidido en lo tocante a la necesidad de emprender una investigación. «Sikorski ha hecho saber [al ministro de Asuntos Exteriores Eden] que, lejos de sincronizar la solicitud presentada a la Cruz Roja con la de los alemanes, su gobierno actuó sin conocer cuál iba a ser la postura de éstos. De hecho, Alemania ha actuado tras oír el anuncio que emitieron por radio los polacos». El telegrama que remitió Churchill a Stalin pone de manifiesto la eficacia que había tenido la estrategia de atacar a los polacos que habían adoptado los soviéticos. Para gran sorpresa del gobierno de Polonia en el exilio, eran sus integrantes quienes estaban siendo amonestados por protestar ante el crimen que, a simple vista, parecía haber cometido uno de sus aliados. El despacho telegráfico de Churchill sólo contenía una breve referencia (al hecho de que Sikorski asegurase haber «planteado en varias ocasiones el asunto de los oficiales desaparecidos ante el gobierno soviético, y en una de ellas ante usted personalmente») que hiciera pensar que no estaba del todo del lado de la Unión Soviética en esta disputa. El tono defensivo de la comunicación de Churchill permitió a Stalin tomar la sartén por el mango en la respuesta que le hizo llegar al día siguiente. En ella, anunció con frialdad que agradecía al primer ministro su «interés en el particular», y tras asegurar que ya había «decidido interrumpir toda clase de relación con el gobierno polaco», señalaba: «También me he visto obligado a tomar en cuenta la opinión pública de la Unión Soviética, que no ha podido menos de indignarse ante la ingratitud y la perfidia del gobierno polaco[40]». Merece la pena hacer hincapié en los extremos a los que, a esas alturas, se veía capaz Stalin de llevar su artimaña de protestar por ser acusado de un crimen del que se sabía culpable, siendo así que la idea de haberse visto arrastrado por «la opinión pública» a adoptar la decisión que había tomado constituía, acaso, la mentira más descarada de cuantas había fraguado. La carta que, con fecha del 25 de abril, envió Mólotov al embajador polaco en Moscú a fin de romper de forma oficial toda relación diplomática con su nación también resulta pasmosa por la desvergüenza con que deforma unos hechos que no escapaban, precisamente, a su conocimiento, dado que él mismo se había contado entre quienes habían firmado la orden que había originado la muerte de los oficiales polacos. En ella, acusó al gobierno de éstos de haber «omitido rechazar las viles calumnias fascistas» que afirmaban que la matanza había sido obra de los soviéticos[41]. Además, Mólotov atribuía a los polacos un móvil por demás deshonroso que apunta con firmeza a un asunto que preocupaba en gran medida a la cúpula estalinista a la sazón: «El gobierno soviético no ignora que el polaco ha emprendido esta campaña hostil contra la Unión Soviética al objeto de ejercer presión… para obtener concesiones territoriales a expensas de los intereses de la Ucrania, la Bielorrusia y la Lituania soviéticas». En consecuencia, pretendía vincular asuntos que ninguna relación tenían entre sí, y servirse, de paso, de la controversia nacida en torno a las fosas comunes de Katyń con la intención de poner fin a las relaciones con los polacos y, al mismo tiempo, reafirmar sus exigencias relativas al territorio de Polonia. Dicho de otro modo: cuando apenas habían transcurrido doce días desde que los alemanes habían anunciado el hallazgo de los cadáveres en Katyń, los mandamases soviéticos se las habían compuesto para adquirir fortaleza de un hecho que podía haberlos debilitado hasta lo sumo. Y para colmo, Stalin había tenido la oportunidad de comprobar cuál podía ser la utilidad última del gobierno polaco en el exilio —algo sobre lo que siempre había abrigado serias dudas—. El año anterior, había dejado clara su ambivalencia respecto de los polacos mediante el trato que había dispensado al ejército polaco que se había formado en la Unión Soviética tras la invasión alemana. Cuando quedó claro que no iba a poder manejar a su antojo al general Anders y sus hombres, quienes, además, no estaban dispuestos a luchar en unidades dispares integradas en el Ejército Rojo, les había permitido abandonar la Unión Soviética y combatir del lado de los aliados occidentales. Sin embargo, unas fuerzas armadas polacas «libres» apostadas en Occidente jamás dejarían de ser, a la postre, un problema para su Estado, y otro tanto cabía decir de un gobierno polaco «legítimo» con sede en Londres. Y el hallazgo de las fosas comunes había brindado a Stalin la oportunidad de zafarse, de una tacada, de aquellos dos asuntos tan fastidiosos. La brecha que abrió en aquel momento propicio el descubrimiento alemán de aquel crimen de guerra sería origen de no pocas dificultades de relieve para los aliados occidentales. Así y todo, durante el trance de abril de 1943, Churchill no dudaba, en absoluto, cuáles eran sus principales intereses políticos. Al comunicarse con Stalin, se refirió a los polacos en términos despectivos, y afirmó lo siguiente: «Si se fuese [el general Sikorski, dirigente del gobierno en el exilio], acabaríamos teniendo a alguien peor». Y en las comunicaciones gubernamentales confidenciales redactadas tras descubrirse lo ocurrido en el bosque de Katyń, dio muestras de un utilitarismo aún más brutal. El 28 de aquel mes de abril, por ejemplo, escribió a Eden: «No tiene sentido escarbar con ademán malsano las tumbas de Smolensk, que tienen ya tres años[42]». Entre tanto, los alemanes se recreaban en su golpe propagandístico y avanzaban con rapidez en su propia investigación del crimen. La comisión internacional que instauraron estaba conformada por una docena de expertos forenses de renombre mundial, aunque de todos ellos, sólo el doctor suizo François Naville provenía de un país libre del dominio nazi. Aquellos doce especialistas trabajaron en Katyń del 28 al 30 de abril, y tuvieron acceso a las pruebas de que disponían los alemanes y al testimonio de diversos testigos de vista. No cabe dudar de que los germanos, que sabían a ciencia cierta que ellos no habían cometido aquella barbaridad, actuaban con conocimiento de que se hallaban ante uno de los pocos casos de un crimen de guerra del frente oriental en el que nada tenían que ocultar. El informe, que contó con la aprobación unánime de los integrantes de la comisión, resolvía, de manera inequívoca, que los polacos habían sido ejecutados tres años antes, lo que quería decir que habían sido los soviéticos, sin lugar a dudas, quienes habían perpetrado el crimen[43]. Los expertos presentaban una serie de pruebas que, sumadas, habían disipado toda incertidumbre que pudiesen haber albergado. En primer lugar, en los documentos hallados en los cadáveres —cartas, fotografías, tarjetas de identidad, etc.— no había podido darse con ninguna fecha posterior al mes de abril de 1940; en segundo lugar, las píceas que crecían en lo alto de las fosas comunes eran mucho más jóvenes que los árboles que las rodeaban, y un especialista forestal confirmó que debían de haberse plantado en torno a la primavera de 1940, y en tercer lugar, los testigos oculares confirmaron que la NKVD había estado actuando en el bosque en el mes citado, y afirmaron haber visto camiones cargados de polacos internarse en la espesura y oído, a continuación, descargas de armas de fuego. El 24 de mayo de 1943, sir Owen O’Malley envió, en calidad de embajador británico ante el gobierno polaco exiliado en Londres —cargo que ocupaba desde febrero de 1943—, un extenso informe al ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, relativo al asunto de Katyń. Lo había precedido el despacho del 29 de abril en que exponía buena parte de los antecedentes relacionados con la desaparición de los oficiales polacos. Aquel segundo informe constituye uno de los documentos más extraordinarios de la historia de las relaciones que mantuvieron británicos y soviéticos durante la guerra. O’Malley, diplomático de carrera de ascendencia irlandesa, tenía cincuenta y seis años cuando lo redactó. Pese a haber recibido la educación que era habitual entre los de su clase en aquel tiempo — Harrow y Oxford—, era, en cierto sentido, un hombre de pensamiento independiente. Más tarde describiría la sorpresa que le produjo el hecho de haber sido nombrado, al final de su trayectoria profesional, embajador en Portugal sin más. «Lisboa —aclaraba— es un lugar agradable, pero para el Ministerio de Asuntos Exteriores no pasaba de ser de tercera en cuanto a importancia». Al preguntar a una serie de colegas «cuál había sido la razón [de] mi relativa falta de éxito en aquel puesto, teniendo en cuenta que jamás se me había criticado ni desaprobado de manera explícita nada de lo que había hecho», uno de ellos respondió que «había estado con demasiada frecuencia demasiado acertado demasiado pronto[44]». Y no otra cosa ocurrió, sin duda, en el caso de su parecer sobre Katyń. En su informe analizaba las pruebas disponibles a fin de formarse una opinión —no definitiva— sobre quién podía haber cometido el crimen. Y su conclusión resultó desastrosa. «Sin embargo — rezaba el documento—, a pesar de que hasta que se abrieron las fosas comunes de Katyń no había indicios positivos de lo que había ocurrido con posterioridad a los diez mil oficiales, en el presente disponemos de numerosas pruebas negativas que permiten, por efecto acumulativo, dudar seriamente del mentís ruso acerca de la responsabilidad de la matanza[45]». O’Malley no aceptaba, a ojos vista, la justificación de los soviéticos, quienes aseguraban haber llevado a los polacos a la región de Katyń durante la primavera de 1940 para internarlos en campos de trabajo, tras lo cual habían sido los alemanes quienes los habían ejecutado en el verano del año siguiente. Semejante explicación carecía de credibilidad, en particular dado que los soviéticos ni siquiera la habían mencionado cuando el gobierno polaco en el exilio quiso saber por vez primera de la suerte que habían corrido sus oficiales. Si aquello daba cuenta de la desaparición de los polacos, ¿qué sentido tenía recurrir al disparate de que habían escapado a Manchuria? Más aún cuando, en palabras de O’Malley, nadie ignoraba «el ominoso detalle de que la NKVD toma nota del movimiento de los individuos a su cargo con el cuidado más meticuloso imaginable». El frío método analítico con que desarmó el embajador las absurdas afirmaciones soviéticas en lo referente a Katyń contrasta por demás con el tono empleado en los párrafos finales de su informe, cuyo contenido merece la pena citar por extenso. Tras reconocerse «inclinado» a creer que fueron los de Stalin quienes cometieron aquel crimen —llevado sin duda de la moderación que le imponía su condición de diplomático, por cuanto las pruebas aducidas en los parágrafos precedentes eran irrefutables—, escribió: A la hora de manejar el lado propagandístico del asunto de Katyń, nos hemos visto constreñidos, por la necesidad imperiosa de mantener las relaciones cordiales con el gobierno soviético, a evaluar los indicios con más vacilación e indulgencia de las que deberíamos haber mostrado de haber tenido que formar un dictamen racional acerca de acontecimientos ocurridos en tiempos normales o en el curso ordinario de nuestras vidas privadas; obligados a distorsionar, en apariencia, el funcionamiento cabal de nuestro juicio intelectual y moral; compelidos a conceder una importancia indebida a la falta de tacto o la impulsividad de los polacos, a impedir que expongan al público su situación sin ambages y a disuadir al público y la prensa de tratar de investigar a fondo tan repugnante historia. En general, nos hemos visto forzados a desviar la atención de posibilidades que, en un estado de cosas normal, habrían clamado al cielo por ser dilucidadas, así como a eludir la solicitud con que, en otras circunstancias, habríamos tratado a gentes con las que mantuviésemos una relación como la que, en el presente, nos une al pueblo polaco. De hecho, hemos tenido que usar, por fuerza, el buen nombre de Inglaterra del mismo modo que emplearon los asesinos coníferas jóvenes para ocultar la carnicería, y en vista de la inmensa importancia que reviste el hecho de guardar las apariencias y de la heroica resistencia que está protagonizando Rusia ante Alemania, pocos pensarán que habría sido sensato o correcto actuar de otro modo. Palabras elocuentes, sin duda, que compendiaban con gran pericia la difícil disyuntiva a que se enfrentaban los aliados occidentales en lo tocante a su relación con la Unión Soviética. Pues, si bien los dirigentes de aquéllos —y en particular Churchill— sabían del carácter brutal de Stalin y el régimen soviético antes de estallar la guerra, no es igual ser consciente de haberse coligado con un estado capaz de cometer actos execrables que tener que encubrirlos por él. El escrito de O’Malley ponía de manifiesto esto último con absoluta precisión: Puede que no ignoremos que esta total falta de conformidad entre nuestra actitud pública y lo que opinamos en privado resulta prudente e inevitable; pero a un mismo tiempo, acaso nos preguntemos si, al representar frente a los demás algo que dista de la verdad que conocemos tanto como de lo que nos parece probable, no estaremos incurriendo, por hablar sin rodeos, en el riesgo de nublar nuestra vista y embotar nuestra sensibilidad moral. Sin embargo, tras sintetizar con tanta claridad el problema, O’Malley se mostraba mucho menos acertado a la hora de proponer una solución. Y así, manifestaba que, pese a ser adepto al principio de que, «de ordinario, en el ámbito de las relaciones internacionales, lo que resulta indefendible desde el punto de vista ético acaba por resultar, a la larga, inadecuado desde el político», había de reconocer, en cambio, que apenas tenían más opción que seguir con la estrategia de disimulo sin revelar al público toda la verdad. Con todo, en el párrafo último de su informe expresa el siguiente ruego sincero: [D]ado que no puede hallarse una solución inmediata alterando de forma prematura la actitud que hemos mostrado en público en lo referente al asunto de Katyń, deberíamos, tal vez, preguntarnos cómo podemos mantener, sin entrar en conflicto con las necesidades que imponen nuestras relaciones con el gobierno soviético, alta la voz de nuestra conciencia. Acaso la respuesta haya que encontrarla, por el momento, en algo que podamos hacer en la intimidad de nuestros corazones y nuestras mentes, pues en ellos sí mandamos, y en ellos, cuando menos, podemos hacer una contribución compensatoria al reafirmar nuestra lealtad a la verdad, la justicia y la compasión. Actuando de este modo, por lo menos, nos estaremos predisponiendo a formar un juicio correcto de todas las cuestiones mitad morales y mitad políticas que, como ocurre ahora con la suerte de los polacos deportados a Rusia, se nos van a plantear respecto de cualquier otro ámbito y, en particular, del de las relaciones entre polacos y soviéticos a medida que avance la guerra hacia su final. Nadie podrá negar el carácter apasionado del documento. Y sin embargo, es importante reiterar que, a despecho del evidente sentido de la moral que se verificaba en sus líneas, O’Malley no podía menos de reconocer que no había más alternativa que actuar como lo estaba haciendo el gobierno. En semejantes circunstancias, resulta fácil imaginar que quienes debían tomar las decisiones políticas relativas a la respuesta que habían de dar los aliados a la matanza de Katyń, así como cierto número de los colegas de O’Malley pertenecientes al Ministerio de Asuntos Exteriores, debieron de considerar el escrito indulgente en cierto modo, verlo como un intento vano de buscar justificación moral a su postura a tiempo que se aceptaba que el camino elegido respondía a un utilitarismo no exento de cinismo. Y aunque estas impresiones jamás llegaron a expresarse de forma explícita, los comentarios confidenciales de algunos de los peces gordos del Ministerio de Asuntos Exteriores ponen de relieve, sin lugar a dudas, que la nota de O’Malley no gozó, precisamente, de una acogida cálida. Sir William Denis Allen, integrante de aquél, tras calificarla de «despacho brillante, poco convencional e inquietante», advirtió de lo siguiente: «En efecto, el señor O’Malley nos insta a seguir el ejemplo que, por desgracia, tan propensos parecen a ofrecernos los propios polacos y dejar que, en el ámbito de la diplomacia, permitamos que sea nuestro corazón quien gobierne sobre nuestra cabeza[46]». Sir Frank Roberts, por su parte, hizo ver que el informe señalaba ciertas dificultades que podían surgir en el momento en que los vencedores se dispusieran a impartir justicia a los vencidos: «Resulta, sin lugar a dudas, un asunto por demás escabroso estar luchando en pro de una causa moral y saber que, llegado el momento de ocuparse como es debido de los criminales de guerra, nuestros aliados serán susceptibles de semejantes acusaciones». Así y todo, la respuesta al escrito de O’Malley que más información nos ofrece acerca del pensamiento «refinado» de algunos de los integrantes de la flor y nata de los aliados es tal vez la del poderoso secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores, sir Alexander Cadogan, superior de dicho organismo, quien declaró: He de confesar que la cobardía me había hecho apartar la mirada de la escena que ofrecía el bosque de Katyń, por temor a lo que pudiese encontrar en ella… Creo que nadie ha puesto de relieve que, en el plano estrictamente ético, no estamos ante nada nuevo. ¿A cuántos miles de sus propios ciudadanos ha matado ya la Unión Soviética?… Huelga decir que, por el momento, no hay nada que podamos hacer al respecto. Claro está que lo más honrado sería hacerlo circular [el informe de O’Malley]; pero, dado que ninguno de nosotros ignora que nada puede hacer el conocimiento de las pruebas de que disponemos por alterar el curso de nuestra actuación, ¿en qué puede beneficiar enfrentar a más individuos de los necesarios al conflicto espiritual que suscita la lectura de dicho documento? Los comentarios de Cadogan al texto de O’Malley constituyen un verdadero dechado de diplomacia práctica; pero lo cierto es que no todos compartían su interés por ocultar el contenido del documento, que llegó a manos del primer ministro y, después, de otros muchos integrantes del gobierno británico. Churchill llegó incluso a solicitar el envío de sendas copias de esta «historia lamentable» al rey y a la señora Churchill[47]. Sin embargo, aún quedaba sin resolver la pregunta de si cumplía hacerle llegar una a Roosevelt. El ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, escribió al primer ministro el 16 de julio para comunicarle: Aunque la historia no ha sido remitida al presidente, la Embajada en Washington posee una copia del despacho que puede poner a su disposición en caso de desearlo su excelencia. En mi opinión, no obstante, resulta poco recomendable dar un paso así, pues el documento es bastante alarmante y parcial en cierto sentido… [D]e caer en manos no autorizadas, podría acarrear serias consecuencias para las relaciones con Rusia. A esto añadió la siguiente apostilla manuscrita: «Tal vez no sea mala idea mostrárselo al presidente la próxima vez que se reúna con él». No cabe duda de que Churchill consideraba de relevancia que Roosevelt conociese el contenido del informe de O’Malley, y así pues, acabó por enviárselo el día 13 de agosto[48]. En nota adjunta, el primer ministro lo calificó de «historia siniestra y bien escrita, aunque quizá en demasía»; a lo que añadió: «Desearía que me fuera devuelto una vez leído, toda vez que no lo hemos divulgado de forma oficial». Resulta interesante observar que tanto a Eden como a Churchill los incomodaba aquel documento. Tal como hemos visto, el primero lo tenía por un texto «parcial en cierto sentido», y al segundo le parecía «bien escrita, aunque quizá en demasía». Sin embargo, cabe preguntarse qué querían decir exactamente. Es probable, ciertamente, que lo reputasen un tanto ingenuo desde un punto de vista político, y aunque había que reconocer que no incurría en inexactitudes ni en errores sustanciales de hecho, el problema seguía siendo su carácter embarazoso. O’Malley había dejado claro que, consideradas todas las probabilidades, los soviéticos eran culpables de un colosal crimen de guerra, y aquélla era una noticia que pocos deseaban conocer a la sazón. El presidente Roosevelt debió de unirse enseguida al colectivo, cada vez más nutrido, de quienes se lamentaban de que O’Malley hubiese expresado por escrito sus opiniones, tal como cabe inferir del rosario de notas que siguió al recibo del informe. Meses después de que Churchill se lo hiciera llegar, su secretario escribió a la Casa Blanca al objeto de solicitar su devolución, y aunque a esta petición siguieron otras no menos atentas, lo cierto es que el documento jamás regresó al Reino Unido. Roosevelt lo acogió, como hizo con tantos otros escritos que juzgó «de escasa utilidad», con total desdén. Nunca se supo de ningún comentario suyo al respecto, y este hecho constituye, de suyo, una declaración harto elocuente. EMPEORAMIENTO DE LAS RELACIONES CON STALIN No es difícil, claro está, entender qué pudo llevar al presidente de los Estados Unidos a desear que jamás hubiese ocurrido lo de Katyń, pues, al mismo tiempo que lidiaban con aquel problema delicado, los aliados occidentales se dirigían a la ruptura política con Stalin por causa del asunto bélico que seguía contándose entre los que más preocupaban al dictador soviético: el segundo frente, o por mejor decir, su ausencia. En agosto de 1942, Churchill había anunciado a Stalin que los occidentales planeaban «acometer una operación de gran alcance en 1943». Esta promesa concreta estaba destinada a suavizar la bofetada que supuso para este último que no hubiese ninguna en 1942. Y a esas alturas, transcurridos ya cinco meses de 1943, Stalin exigía, una vez más, saber con exactitud cuándo se iba a crear el segundo frente. Roosevelt era muy consciente de que las relaciones con el dirigente soviético se estaban deteriorando, y había decidido que, en tanto no tuviese nada sustancioso que ofrecer —pues le era imposible garantizar la ejecución inminente de un proyecto así—, podía tratar de «manejar» la situación sirviéndose de su atributo personal más sobresaliente: el encanto. Sin embargo, habida cuenta de que —huelga decirlo— resultaba difícil encantar a Stalin a una distancia de varios miles de kilómetros, centró su atención en tratar de persuadirlo a concertar un encuentro en el que pudieran conocerse personalmente. Y a fin de comunicar semejante invitación, se esforzó en seleccionar a un enviado especial. Joseph Davies, abogado acaudalado de Wisconsin era, además, amigo personal del presidente. Había ejercido de embajador en la Unión Soviética a finales de la década de 1930, y presenciado algunos de los juicios farsa de infausta memoria que se sustanciaron durante las purgas estalinistas. Resulta significativo que estuviese convencido —de forma errónea— de que los más de los procesados fueran de veras culpables de haber conspirado contra el estado soviético, idea que sus compañeros de embajada consideraban descabellada a causa de la verdadera naturaleza del régimen[49]. Davies es autor de Misión en Moscú, libro que las productoras de Hollywood llevaron a la pantalla en 1943[50]. Tanto en aquél como en la película, Stalin aparece representado como la figura paterna de la Unión Soviética, un verdadero gigante responsable de colosales proyectos de industrialización, y las purgas quedan justificadas por ser necesarias, de forma implícita, para la seguridad del estado. La versión cinematográfica, criticada en cuanto vulgar testimonio propagandístico prosoviético en la década de 1950, fue, sin embargo, muy influyente durante la guerra. Davies acudió al Kremlin el 20 de mayo de 1943 con la intención de entregar en mano la invitación de Roosevelt, cuyo contenido era tan confidencial que ni siquiera William Standley, quien ocupaba entonces el puesto de embajador, obtuvo autorización para acompañarlo durante la reunión con Stalin. Standley montó en cólera cuando Davies lo puso al corriente de la exclusión. Me sentí —escribió— como si me hubieran dado una patada en el estómago. Lo que venía a decirme era que lo que decía la carta que iban a leer no sólo el señor Stalin y el señor Mólotov, sino también su intérprete, el señor Pávlov, no podía leerse ni discutirse en presencia del embajador de Estados Unidos, representante oficial autorizado de la nación en la Unión Soviética. ¡Menuda situación[51]! Al día siguiente, hizo partícipe a su esposa de lo que pensaba. «Nada sé —refiere— de lo que ponía en la carta ni de lo que ocurrió en el Kremlin: pasé media noche en vela, preguntándome cómo debía actuar. Por eso estoy indignado, más que de costumbre[52]». Tan pronto se encerró en el despacho del dirigente soviético, Davies le comunicó que, si bien no creía personalmente en el comunismo, tenía para sí que «era de vital importancia para la guerra y la paz de posguerra que [los dos] gobiernos trabajasen codo a codo, no obstante las diferencias ideológicas[53]». A continuación, pasó a revelarle su convencimiento de que, dado que, «tras la cesación de hostilidades, el Reino Unido iba a quedar “acabado” en lo financiero durante un período prolongado», había que asumir que, en el ámbito de la política mundial, la «paz de posguerra dependía de la unidad» de estadounidenses y soviéticos. Davies expresó su solidaridad respecto de la demora que estaba sufriendo el establecimiento de un segundo frente, y calificó de «lamentable en grado sumo» el que Stalin no hubiese tenido oportunidad de reunirse personalmente con el presidente Roosevelt. Manifestó que, si bien no sentía «más que admiración y respeto» por Churchill y Eden, «ambos eran partidarios de una política imperial y estaban arraigados en su historia», y que, como quiera que el presidente estimaba tan relevante concertar un encuentro entre los dos dirigentes, él, Davies, había recibido el encargo de entregarle un mensaje personal y especial de Roosevelt. Dicho esto, le tendió la carta que había llevado desde Washington y que el intérprete leyó en voz alta a continuación en lengua rusa. «En lo que duró la traducción de Pávlov —recordaría Davies—, Stalin ni siquiera movió una pestaña. Serio y severo, bajó la mirada para fijarla en la hoja de papel en la que estaba garrapateando». La misiva abordaba «una sola cuestión[54]»: la reunión que proponía mantener Roosevelt con Stalin aquel verano. El presidente resumía las ubicaciones en que podía celebrarse, y observaba: «No me gustaría que fuese en Islandia, ya que tanto para usted como para mí comportaría efectuar vuelos complicados, y además, si he de ser sincero, haría muy difícil no invitar al primer ministro Churchill a unirse a nosotros». En consecuencia, proponía como lugar más indicado el estrecho de Bering («bien en su lado, bien en el mío»). Stalin, como cabía, quizá, esperar, hizo hincapié de inmediato en la deslumbrante revelación que ofrecía la carta: la exclusión deliberada de Churchill, a quien, por consiguiente, se hacía víctima de un engaño. ¿Por qué no iba a invitarse al primer ministro británico a la reunión que le estaba planteando? Davies respondió que, aun cuando Roosevelt y Churchill «eran aliados firmes y leales, que se profesaban respeto y admiración mutuos… no siempre estaban plenamente de acuerdo en todo». El enviado insistió en que su presidente estaba plenamente convencido de la necesidad de un segundo frente, elemento que, a su entender, constituía «el modo más rápido y directo de derrotar a Hitler». A continuación, la conversación fue a centrarse en el mundo de posguerra que había previsto Stalin, quien empleó una fórmula que permanecería constante, hasta extremos notables, a lo largo de los años que quedaban de conflicto. Aseguró que la Unión Soviética deseaba que todos los pueblos de Europa tuviesen el género de gobierno que ellos mismos eligiesen, libres de coacción alguna por parte de ninguna potencia externa; que no tenía intenciones de servirse de la violencia, ni de perpetrar agresión alguna, así en el exterior como en el interior, si no era llevada de la necesidad militar de protegerse. Sin embargo, insistió en que los gobiernos de los países que compartían frontera con ella debían ser amigos de veras, y no amigos por conveniencia y hostiles en secreto, dispuestos a apuñalar por la espalda a los soviéticos como en el pasado. La fórmula empleada («amigos de veras, y no amigos por conveniencia [professionally]») habría de originar no pocos problemas en el futuro. Tocando a su final la conferencia con Davies, Stalin anunció que estaría «encantado» de reunirse con Roosevelt, y aunque aquél se las ingenió para hacerlo convenir en fijar el 15 de julio como fecha provisional, el soviético tuvo cuidado de añadir que aún habría de confirmar los pormenores, dado que sus movimientos se hallaban restringidos por «la evolución de los acontecimientos militares del verano». En la respuesta formal al ofrecimiento de Roosevelt lo explicó por extenso, vinculando de forma expresa su incapacidad para determinar con exactitud los días en que habría de celebrarse el encuentro a la amenaza de una inminente ofensiva estival multitudinaria por parte de Alemania, que gravitaba sobre la Unión Soviética. Las implicaciones eran evidentes: el grueso de las hostilidades seguía pesando sobre los soviéticos, y los aliados occidentales, al diferir constantemente la creación del segundo frente, no hacían sino incrementar, día tras día, el coste, material y humano, que estaba suponiendo la guerra para el pueblo soviético. En las mismas fechas en que Davies se encontraba en Moscú con Stalin, Churchill se había trasladado a Washington para celebrar una serie de conversaciones con Roosevelt a la que se asignó el nombre en clave de Tridente. Resulta significativo que, durante la conferencia, el presidente de Estados Unidos omitiese referirse a la misión que estaba llevando a cabo Davies y se centrara, en cambio, en la estrategia militar aliada en general, y claro está, en el segundo frente en particular. En este aspecto, existían diferencias evidentes entre los dos, pues en tanto que los norteamericanos creían que la invasión del norte de Francia constituía el modo más rápido de poner fin a las hostilidades, Churchill seguía dudando de la conveniencia de emprender una operación a través del canal de la Mancha, e insistió con todas sus fuerzas en que las fuerzas aliadas debían seguir atacando la parte más vulnerable del Eje. En la práctica, tal cosa significaba acometer la invasión de Italia en 1943. Para el primer ministro británico, los riesgos que entrañaba aquélla no consistían tanto en las dificultades propias del hecho de establecer una cabeza de puente en la región septentrional de Francia tras desembarcar en sus playas, como en la posibilidad de que los alemanes enviasen ingentes cantidades de recursos militares desde el frente oriental a través de sus «excelentes redes de carreteras y ferroviarias». Más tarde, en octubre de aquel año, Churchill reveló su temor a que, caso de desembarcar en Francia los aliados, lograran las fuerzas germanas «infligir[le] s una derrota militar más desastrosa aún que la de Dunkerque, lo que propiciaría la resurrección de Hitler y el régimen nazi[55]». Churchill había llegado a preguntarse, en un estadio anterior, si iba a ser necesaria la invasión de Alemania a fin de ganar el conflicto, pues recordaba bien el modo como se había derrumbado la nación desde dentro en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, maltrecha por el bloqueo mientras sus soldados seguían luchando en Francia, y suponía que tal vez podía lograrse un resultado similar destruyéndola desde el aire. «En los días en los que estuvimos combatiendo en solitario — había escrito el 21 de julio de 1942—, respondíamos a la pregunta de cómo íbamos a salir victoriosos diciendo: “Vamos a hacer pedazos Alemania bombardeándola[56]”». Pocos días después, el 29 de aquel mes, había dicho a su colega Clement Attlee: Tras mucho reflexionar, he llegado a la conclusión de que, en general, los grandes bombarderos constituyen nuestra principal esperanza de ganar la guerra, pues van a tener que pasar años antes de que las fuerzas terrestres británicas y estadounidenses sean capaces de derrotar a los alemanes en igualdad de condiciones en campo abierto[57]. Aunque nada de esto hace pensar que el primer ministro se opusiera de forma implacable a la apertura de un segundo frente, sí parece indicar que entendía que sólo cabía considerar la invasión aliada de Francia una vez que Alemania estuviese debilitada de forma considerable —para lo cual faltaban aún «varios años»—. Y si bien sería incurrir en un exceso de severidad afirmar que mintió de manera deliberada a Stalin al hacerle creer, durante el encuentro mantenido con él en agosto de 1942, que crearía el citado frente en 1943, lo cierto es que, al aseverar entonces que ocurriría al año siguiente, dio ocasión a tener que concluir «a regañadientes» en 1943 que las circunstancias no eran tan propicias como había esperado. Pues no otra cosa ocurrió durante la Conferencia Tridente, en la que él y Roosevelt estimaron imposible crear el segundo frente durante aquel año por diversos motivos «prácticos»: la resistencia de los alemanes combatientes en el norte de Africa había sido más obstinada de lo que habían supuesto, y los aliados occidentales no habían conseguido tomar Túnez antes de que las tormentas invernales hubiesen hecho impracticables las carreteras; en el Pacífico habían hecho falta más recursos de los que se habían calculado en un primer momento, y por último, en el Atlántico se habían sufrido pérdidas terribles en los primeros meses de 1943: durante el mes de marzo, por ejemplo, los aliados occidentales habían visto hundirse 27 buques mercantes. La combinación de estos factores, unida al temor que seguían provocando al primer ministro británico las posibles consecuencias de un ataque a través del canal de la Mancha, ponían a los aliados occidentales en el poco envidiable brete de tener que comunicar su decisión a Stalin. George Elsey fue uno de los primeros en saber de tan difícil misión cuando, a primera hora de la mañana del 25 de mayo de 1943, irrumpieron en la sala de mapas de la Casa Blanca Churchill, Roosevelt y «toda una panda» de acompañantes. «Acababan de disfrutar en la planta de arriba de una cena agradable (a juzgar por su aspecto), y no tenían más remedio que serenarse y responder a la petición [de un segundo frente que había formulado el dirigente soviético]. En realidad, de petición tenía poco: era más bien una exigencia: “¿Qué vais a hacer ahora?”. Y el debate no se acababa; no eran capaces de contestar a Stalin. Sir John Dill, jefe de la misión diplomática británica en Washington, redactó una respuesta evasiva y se la mostró al resto de los de la mesa. El general Marshall y el almirante Leahy cambiaron algunas palabras por otras, y Leahy me la entregó a mí para que la mecanografiase y la leyera en voz alta. Todos estuvieron de acuerdo en que resultaba demasiado esquiva para que pudiese satisfacer a Stalin». El cablegrama, al que acabaron de poner punto final con la ayuda del general Marshall, se transmitió el día 2 de junio. Se trataba de un documento un tanto pusilánime en el que ni siquiera se abordaba con claridad el asunto del segundo frente. De hecho, sólo en las líneas finales se mencionaba un elemento de tamaña relevancia: «… la concentración de fuerzas y equipos de desembarco en las islas Británicas tendrá lugar a un ritmo que permita acometer la invasión a gran escala del continente durante la culminación de la grandiosa ofensiva aérea de la primavera de 1944». La respuesta que ofreció Stalin al presidente de Estados Unidos el 11 de junio no podía haber sido más fría. En ella, hacía ver que aquellas «disposiciones se halla[ba]n en contradicción con las que habían adoptado [Roosevelt] y el señor Churchill», y recordaba que «el establecimiento de un segundo frente, que ya había sido pospuesto de 1942 a 1943, ha[bía] vuelto a sufrir un aplazamiento, esta vez hasta la primavera de 1944[58]». Asimismo, declaraba que la decisión daría origen a «dificultades excepcionales» y causaría una impresión «penosa y negativa» al pueblo de la Unión Soviética, y señalaba que había sido adoptada sin siquiera solicitar la opinión de la cúpula soviética. Apenas cabe sorprenderse de que la noticia de un nuevo retraso llevara a Stalin a desechar toda idea de reunirse con Roosevelt en solitario. Fue entonces, después de recibir el demoledor telegrama de aquél, cuando el presidente de Estados Unidos consideró llegado el momento de revelar a Churchill los detalles del viaje de Davies a Moscú. Para ello, se sirvió de Averell Harriman, aristócrata estadounidense zalamero y conciliador, quien durante una reunión mantenida con el primer ministro británico en su residencia de Downing Street a primera hora de la mañana del 24 de junio, hizo hincapié en lo valioso que resultaría dejar que su presidente y Stalin trabasen «conocimiento íntimo», y en la «imposibilidad» de celebrar un encuentro entre los tres. A continuación, ofreció una justificación estrictamente política; a saber: que el público de Estados Unidos iba a brindar una mejor acogida a una conferencia celebrada con exclusión de Churchill, por cuanto, de llevarse ésta a cabo en «suelo británico» y con la participación de los tres, iba a ser fácil dar por supuesto que había sido el primer ministro el «agente» que lo había organizado todo. Harriman comunicó a Roosevelt que estaba convencido de que, sin estar de acuerdo con aquella línea de actuación, Churchill estaría dispuesto a «aceptarla de grado[59]». Se equivocaba: lejos de recibir «de grado» la noticia, Churchill envió al día siguiente una nota devastadora a Roosevelt en la que decía: Sabrá perdonar su excelencia que me exprese con toda la franqueza que requieren nuestra amistad y la gravedad del asunto. No subestimo el uso que podría hacer, en este momento, la propaganda del enemigo de un encuentro entre los dirigentes de la Rusia soviética y Estados Unidos con exclusión del Imperio británico y la Commonwealth. Tal cosa resultaría seria y muy molesta, y desconcertaría y alarmaría a no pocos[60]. La respuesta de Roosevelt, fechada el día 28, constituía un intento poco entusiasta de justificar aquel encuentro. Sea como fuere, lo cierto era que la idea había comenzado a perder fuerza, debido sobre todo a la indignación con que acogió Stalin la noticia de la nueva dilación del segundo frente. Aun así, el documento resulta notable por la oración con que principia: «Yo no he propuesto nunca al t. J. [tío Joe, es decir, Stalin] que nos reunamos a solas; pero él hizo ver a Davies que daba por sentado a) que debíamos encontrarnos a solas y b) que no debíamos acudir con acompañamiento a lo que no iba a pasar de ser una conferencia preliminar[61]». No es frecuente coger en un renuncio tan descarado a un hombre de la ilustre reputación de Franklin D. Roosevelt; pero lo cierto es que aquella única frase encerraba no una, sino dos mentiras: la idea de excluir a Churchill había sido suya, y no de Stalin, y además, el presidente estadounidense jamás había dicho al soviético que el encuentro que le proponía fuese sólo «una conferencia preliminar». A continuación, dejó en manos del británico la tarea de defender ante Stalin la decisión de prescindir del segundo frente en 1943. La correspondencia se volvió tan irritable que Churchill se sintió obligado a modificar su posición acerca de cualquier negociación, y pidió a Roosevelt que se reuniera en persona con el dirigente soviético a fin de reparar la relación. Semejante sugerencia, sin embargo, quedó en agua de borrajas. El episodio referido pone de relieve sin reservas el modo como se desenvolvía Roosevelt en el plano político. Al servirse de emisarios como Davies, Hopkins o Harriman, interponía entre él y sus ideas una barrera que le permitía negarlo todo. Además, sus enviados, tal como puede observarse en el espinoso encuentro del embajador Standley con Davies, operaban a menudo fuera de los canales diplomáticos convencionales, en tanto que los agentes oficiales quedaban sumidos en la ignorancia. Aún más destacable resulta, claro está, la facilidad con que recurrió a la duplicidad en lo tocante a la reunión que pretendía celebrar con Stalin. Si el proceder del presidente se fundaba, en parte, en su propensión al encubrimiento, a no dejar nunca que su mano derecha supiese lo que estaba haciendo la izquierda, había, además, una segunda razón para mentir a Churchill acerca de sus tratos con Stalin: el temor, acusado en particular durante los seis primeros meses de 1943, a que los soviéticos pudiesen estar pensando en firmar con los nazis otro acuerdo con la intención de salir del conflicto. Semejante idea puede parecer absurda a simple vista, pues el Ejército Rojo acababa de ganar la batalla de Stalingrado, acontecimiento que, según sabemos hoy, marcó el principio de una imparable marcha hacia Berlín; pero en la época, no eran muchos los que tenían esa impresión. Al cabo, Stalin tenía razones de peso para sospechar que los aliados occidentales jamás crearían un segundo frente —no en vano habían incumplido ya dos veces, a su ver, la promesa que habían formulado al respecto—, y repeler a los alemanes iba a resultar onerosísimo a la Unión Soviética, tanto en el plano de lo material como en el de lo humano. En tal caso, ¿por qué no iban a poder pactar con Alemania en 1943? Tanto británicos como estadounidenses eran conscientes de este peligro. «Stalin podría firmar un armisticio por separado si no lo ayudamos», expresó en enero de 1943 sir Archibald Clark Kerr[62]. Y lo cierto es que no faltan pruebas, no sólo en las memorias de Peter Kleist, oscuro personaje asociado a Ribbentrop en otro tiempo, sino también en informes de los servicios secretos británicos y estadounidenses, de que aquel año llegaron a producirse contactos entre representantes de Alemania y la Unión Soviética en Estocolmo[63]. De aquellos sondeos de paz se dio noticia aun en la prensa, cuando, el 16 de junio, se anunció en el diario sueco Nya Dagligt Allehanda que los diplomáticos de ambas naciones se habían reunido en los aledaños de la capital. Aunque tanto alemanes como soviéticos negaron la existencia de dichas negociaciones, Mólotov reconoció ante Harriman en noviembre de 1943 que los nazis habían tratado, en vano, de establecer comunicación con su gobierno[64]. Los indicios relativos a la finalidad de esos supuestos contactos de Suecia siguen sin ser concluyentes, y de hecho, cabe preguntarse si de veras trataba Stalin de concertar un acuerdo de paz con Hitler o se trataba sólo de una provocación. Sea como fuere, lo verdaderamente importante para la historia que nos ocupa es que tanto los británicos como los estadounidenses eran conscientes del peligro potencial de que Stalin quisiera sacar a la Unión Soviética de la guerra. Bien es cierto que las probabilidades eran pocas, pues cuesta pensar que pudiese volver a confiar en Hitler después de que hubiese roto el pacto de no agresión, y además, este último siempre se mostró opuesto a esta suerte de arreglo; pero no lo es menos que para los aliados occidentales existía el riesgo, y el temor a que Stalin llegase a consentir en algo así estaba presente en la cabeza tanto de Roosevelt como de Churchill. LA REALIDAD DE LA EXISTENCIA SOVIÉTICA Las tensiones no se daban sólo en las esferas más elevadas de la relación entre los aliados occidentales y la Unión Soviética, sino que podían hallarse también en grados mucho más bajos de la jerarquía del poder. Y así, mientras Stalin, Roosevelt y Churchill trataban de cogerse las vueltas en 1943, Hugh Lunghi, oficial británico de veintitrés años, se vio destinado a Moscú para formar parte de la misión militar del Reino Unido. Antes de llegar al país, lo había observado a través de «gafas tintadas de rosa. Sentíamos —asegura— una gran admiración por el Ejército Rojo y lo que había logrado hasta el momento[65]». También había acusado el influjo de «el modo como daban cuenta los medios de comunicación no sólo de los triunfos militares de Rusia, sino de la prosperidad que estaba alcanzando, a su decir, el maravilloso experimento socialista de aquella nación, la primera que se había adscrito a dicha ideología en todo el mundo. Así que pensábamos que, cuando llegásemos, no encontraríamos otra cosa que personas felices y sonrientes». No era extraño que aterrizase en el país con estas ideas preconcebidas, ya que, en especial durante la primera mitad de 1943, los medios de comunicación occidentales se deshacían en alabanzas a Stalin y la Unión Soviética. En el Reino Unido, el Daily Express de lord Beaverbrook apoyaba en particular la campaña bélica de los estalinistas, y en Estados Unidos, el número de la revista Time correspondiente al mes de enero de 1943 presentaba en la cubierta a su dirigente como la persona más destacada del año que acababan de despedir. El de 1942 ha sido un año de sangre y fortaleza —podía leerse en sus páginas—, y el hombre cuyo nombre significa «Acero» en ruso y en cuyo escaso vocabulario de la lengua inglesa se incluye la expresión estadounidense tough guy [«tipo duro»], ha sido el hombre del año de 1942… Ha colectivizado las granjas y convertido Rusia en una de las cuatro potencias industriales del planeta. El alcance de su éxito se ha hecho evidente en el poderío que ha demostrado su nación en la Segunda Guerra Mundial. Sus métodos son severos, pero merecen la pena. Y en marzo, el semanario Life publicó un artículo en el que presentaba a la Unión Soviética como un lugar punto menos que idéntico a Estados Unidos, en tanto que de sus ciudadanos afirmaba que eran «el colmo», gentes que «se parecen a los estadounidenses, visten como los estadounidenses y piensan como los estadounidenses… hasta extremos extraordinarios». Aun llegaba a describir la NKVD de Beria como «un cuerpo nacional de policía similar al FBI[66]». Sin embargo, en lugar de personas que «se parecen a los estadounidenses, visten como los estadounidenses y piensan como los estadounidenses», Hugh Lunghi sólo encontró pobreza, hambre y miedo entre los ciudadanos corrientes de aquel supuesto paraíso obrero. En cuanto a las relaciones «oficiales» con las autoridades soviéticas, no puede menos de describirla como «fría como una helada». Los medios de comunicación, subyugados por entero al régimen, se mostraban «hostiles, y —conforme a su testimonio— restaban importancia a cualquier victoria que pudiésemos haber obtenido nosotros en los campos de batalla de la campaña africana, o durante los bombardeos». En lo que duró la guerra, los británicos sospecharon siempre que los soviéticos espiaban las conversaciones de su misión militar en Moscú. De hecho, cada vez que alguno de sus integrantes tenía que discutir un asunto de particular relevancia, se introducía en el cuarto de baño y abría los grifos a fin de hacer menos audible su voz. Más tarde tuvieron la oportunidad de comprobar que semejante precaución estaba plenamente justificada, por cuanto a raíz de la guerra, Lunghi, ascendido ya a ayudante del agregado militar, descubrió un equipo de vigilancia oculto bajo el entarimado. Después de aquello, se puso en contacto con sus «amigos» de la misión militar estadounidense, que se presentaron con una «caja de trucos» para limpiar de micrófonos todo el edificio. Lunghi quedó fascinado al saber que los habían encontrado en todas las salas. «Cuando digo “todas”, quiero decir “todas”: no había una que no tuviese micrófono; ni siquiera la de cifrar. Estaban bajo los ventiladores o en los zócalos». La presencia de periódicos de la década de 1930 alrededor de los equipos fue a confirmar la sospecha de que los soviéticos llevaban años espiando a los británicos. La desilusión que sufrió Hugh Lunghi al conocer el abismo que se abría entre la cruda realidad de la Unión Soviética y la imagen que de ella ofrecía la propaganda fue también común entre los marinos aliados. Jim Risk, por ejemplo, que entonces servía, con poco más de veinte años, de oficial en la marina mercante, quedó estupefacto ante las condiciones de vida existentes en el puerto de Molótovsk (hoy Severodvinsk), al este de Múrmansk. Durante el tiempo que permaneció en la ciudad tuvo ocasión de escandalizarse con las diversas manifestaciones de la naturaleza opresiva del estado soviético. Se las ingenió para hablar con algunos de los obreros del muelle, y descubrió que eran presos políticos. «Estamos en contra de Stalin —le revelaron—, y en vez de ejecutarnos, [las autoridades] nos ponen a trabajar hasta acabar con nosotros». Cada mañana, entraba en la ciudad una columna de varios miles de prisioneros políticos llegados del campo de concentración existente en las cercanías de las dársenas, y los marineros aliados la observaban. Cierto día, Risk vio a un compatriota suyo estadounidense lanzar una colilla al arroyo. De súbito, uno de los presos abandonó la columna y, en el preciso instante en que se agachaba para recoger el resto aún encendido de cigarrillo, fue abatido por un guardia. «Y lo dejaron allí sin vida: eso fue lo que más me irritó. ¡Muerto! —exclama Risk—. ¡Y tirado allí en la acera!». Pronto descubriría que los cadáveres no eran cosa infrecuente en las calles de Molótovsk. «A veces —recuerda—, nos levantábamos temprano e íbamos paseando a la ciudad, y de cuando en cuando veíamos en una orilla de la calzada un cuerpo sin vida tirado…, y todo indicaba que llevaba un tiempo allí. Eran abuelos y otras gentes que no podían trabajar ni ganar para comer». «Para mí, fue un golpe tremendo —sigue diciendo—. No me entraba en la cabeza que pudiera tratarse así a la gente y que nadie reaccionase de forma violenta… Supimos que Stalin era tan bestia como Hitler, que lo único que los diferenciaba era que hablaban idiomas diferentes. [Cuando] volví, me entrevistaron en una emisora de radio neoyorquina, y una de las preguntas que me hicieron era: »—¿Qué opina del futuro de Rusia? »Y yo respondí: »—Pues, no sé. A los millones de personas que viven allí los tratan como a animales. Viven como presos dentro de su propio país. Tienen comisarios, de uno u otro sexo, que los vigilan día y noche y les dicen lo que tienen que hacer. Acabarán levantándose indignados, con toda la razón, y derrocarán a Stalin. »Ya sé que no lo hicieron; pero eso es lo que yo pensaba que debían hacer. Dije que no podía concebir que tratasen de ese modo a la gente y la gente no se revolviera». Y aun así, por repulsivo que considerase «el sistema» vigente en la Unión Soviética, Risk descubrió que los ciudadanos «corrientes» podían ser generosos y amigables. Recuerda que había «un montón de gestos de confraternización». El signo más notable de ello, según pudo comprobar sobre todo en el segundo viaje que hizo a la ciudad, avanzada la guerra, fue la presencia de «bebés negros». «Teníamos tripulantes negros a bordo de las embarcaciones, por lo general entre el personal de almacenamiento, y alternaban cuando bajaban a tierra. No había muchos, ¿sabe?, pero sí que se veía algún que otro bebé negro. Posiblemente los hubiera también blancos, aunque ésos no podíamos distinguirlos». La primera vez que estuvo en la Unión Soviética, Risk y sus compañeros hubieron de esperar casi nueve meses para que zarpase el convoy de regreso. En consecuencia, los víveres de las embarcaciones estadounidenses comenzaron a escasear, y al final, lo único que quedó a bordo fueron las provisiones de emergencia de carne enlatada Spam. Lo monótono de tan exigua dieta, unido al carácter por demás deprimente de la atmósfera, llevó a algunos a autolesionarse. «Tuvimos dos suicidios en los cuatro barcos americanos que había fondeados en el puerto —asevera Risk—. No teníamos la menor idea de cuándo íbamos a volver a casa…; de hecho, ni siquiera sabíamos si íbamos a volver algún día. ¡Habíamos empezado a pensar que íbamos a acabar convertidos en ciudadanos rusos!». Risk fue testigo directo del intento de quitarse la vida que hizo un marinero de diecisiete años de su propio buque. «Teníamos a un vigía en el tope del puente superior, a unos catorce metros del nivel del agua. Su trabajo consistía en pasear de un lado a otro y supervisar las actividades del barco y su seguridad… Mi cámara caía debajo de la sección que tenía que recorrer, y al salir, oí de pronto que aceleraba los pasos. Entonces miré hacia arriba y lo vi en el borde del puente [en el momento de] lanzarse al agua… Grité al contramaestre que echase el bote y me lancé para rescatar a aquel chiquillo. ¡Hacía un frío…! De todos modos, los dos salimos a la superficie. Yo lo agarré, y él no opuso resistencia. A esas alturas, ya habían echado el bote, y sus ocupantes nos sacaron del agua». Tal era la depresión en que había caído el muchacho, que lo mandaron de inmediato a casa en un buque mercante estadounidense que había zarpado del Reino Unido y había de cruzar el Atlántico. Sin embargo, la historia tiene un final trágico. «Se las compuso —recuerda Risk— para saltar de la borda de aquella embarcación mientras regresaba y se quitó la vida. Era de Georgia, en donde trabajaba en una granja… Estaba abatido, abatido… ¡Una pérdida terrible!». La experiencia personal de aquellos marineros estadounidenses en la Unión Soviética fue tan penosa que hizo cambiar por entero las convicciones políticas de muchos de ellos. «A bordo de mi barco, por ejemplo —asevera Risk—, había seis rojos [comunistas] cuando arribamos a Rusia. Pinkies, los llamábamos. Y cuando volvimos al astillero de Filadelfia a finales de año, ya no quedaba ninguno: se habían dado cuenta de lo equivocados que estaban». En lo que a Stalin respecta, después de entrar en contacto con el régimen soviético, Risk había llegado a la conclusión de que era «la persona más sucia y asquerosa del mundo». Los marineros aliados volvieron, a su debido tiempo, a sus hogares, después de ver cómo se vivía en los puertos septentrionales de la Unión Soviética; pero para las mujeres que confraternizaron con ellos la existencia se volvió bien diferente. Valentina Yevleva, por ejemplo, que gustaba de frecuentar el Club Internacional y coquetear con navegantes extranjeros, se vio vilipendiada por la vida que llevaba. «Todos, desde los niños hasta los ancianos, decían que yo era un “felpudo inglés”; no “estadounidense”, sino “inglés”; supongo que porque era más fácil de pronunciar»; además, «mis amigas dejaron de ser amigas mías; [tenían] envidia porque podía bailar con cualquier hombre que desease, y porque les quitaba a los pretendientes. Llegaba al club con un vestido de algodón muy sencillo, y de inmediato, en todos los rincones de la sala se levantaban tres o cuatro personas para acudir a mi encuentro. Tenía muchísimo éxito». Sin embargo, la «envidia» de la que habla no estaba ocasionada por entero por su belleza y su atractivo, sino que existía un motivo más práctico: «En el Club Internacional sólo nos daban chocolate, chicle y cigarrillos; pero cuando venían a casa, nos traían sopa, carne enlatada, embutido y cualquier otra cosa de las que tenían. Me acuerdo de las galletas: nunca se me olvidarán. Llevaban mantequilla de cacahuete, y estaban riquísimas. Todavía me acuerdo». Aunque reconoce que algunos podían pensar que lo que hacía se hallaba a un paso de la prostitución, no duda en negar tal cargo. «Sin excluir el factor material —alega—, creo que lo que nos impulsaba sobre todo era el cariño, la simpatía… No creo que nos estuviésemos vendiendo, aunque repito que no niego que había un interés material. Hablando en plata: ayudaba a sobrevivir hasta el día siguiente». Entonces, de un modo punto menos que inevitable, dadas las circunstancias, Valentina quedó embarazada. En una de sus frecuentes visitas al Club Internacional había conocido a un marinero procedente de Brooklyn. «Nos acostamos juntos —afirma, sin más—. Él dijo: “Estamos casados: tú eres mi esposa, y yo, tu marido”». La relación duró cuatro meses, hasta que el joven regresó a Estados Unidos, y la criatura nació en febrero de 1945. Valentina soñaba con poder llevar una vida nueva y refinada en América. «Todos me decían: “Eres tan guapa… En Hollywood, te harías famosa”. Yo estaba deseando ser actriz. No tenía la menor idea de cómo era la vida en Estados Unidos. Era muy joven e irreflexiva, y todos me admiraban. Todos eran muy amigables, y yo los correspondía del mismo modo. El mundo parecía maravilloso». Aquella existencia «maravillosa» y sus sueños se hicieron añicos cuando la NKVD comenzó a interesarse por ella. Stalin había recelado siempre de los contactos entre extranjeros y ciudadanos soviéticos, y tenía por sospechoso a todo el que hubiese mantenido contacto con alguien de fuera. En un marco así, Valentina Yevleva, a quien un estadounidense había engendrado un hijo, resultaba más peligrosa que la mayoría. La NKVD registró su domicilio y dio con su diario, y si bien no era más que un recuento de sueños y recuerdos elaborado por una niña, los investigadores no dudaron en subrayar una serie de fragmentos por considerar que la incriminaban. «Me gustaría tanto ir a América… —rezaba uno de ellos—. Sueño con ello día y noche. Allí, para ser actriz sólo hace falta ser bonita. ¿Y aquí? Aquí no basta la belleza: uno necesita, además, diez años de estudios[67]». Y así, armada con tan devastador descubrimiento, la NKVD la acusó de «espiar para dos servicios secretos: el de Estados Unidos y el británico». «El encargado de investigarme me decía: “Háblame de tus actividades de espionaje”, y yo no podía hacer otra cosa que sonreírle. ¿Qué iba a haber visto? ¿Qué iba a haber hecho? ¿De qué podía ser culpable?; ¿de amar a alguien? Me había enamorado de un hombre: cierto es, pero ¿qué tenía eso de malo? ¿A quién había hecho yo daño? Si acaso, me había hecho daño a mí misma». Su interrogador, siguiendo la pauta que tenía establecida la NKVD para circunstancias semejantes, repitió hasta la saciedad la misma pregunta: «¿A qué actividades de espionaje te dedicabas? ¿A qué actividades de espionaje te dedicabas?». Durante la «investigación», desarrollada sobre todo por la noche, no le permitieron dormir, y cuando su inquisidor se cansaba de preguntarle siempre lo mismo, se ponía a leer el periódico o a llamar por teléfono a su esposa, asegurándose en todo momento de que Valentina no se dormía. El interrogatorio acababa en torno a las cinco de la mañana, hora en que, por fin, la llevaban de nuevo a su celda. Sin embargo, volvían a obligarla a levantarse a las siete y, como al resto de los prisioneros, no le estaba permitido dormir durante el día. Semejante procedimiento la dejó insomne de por vida. En cierta ocasión, mientras la interpelaban, el cansancio y la frustración la llevaron a increpar a su torturador diciendo: «Y tú ¿cómo ayudas a la patria soviética? ¿Arrestando e interrogando a la gente? ¿Así es como ayudas tú a tu patria?». Por tamaño crimen, se vio internada varios días en la celda de castigo, una jaula diminuta de menos de dos metros por tres con el suelo de hormigón. Sobrevivió cantando canciones en lengua inglesa que había aprendido en las películas del Club Internacional. Cuando la intimaron a callar, ella se negó, y recibió como castigo una camisa de fuerza. «Rompí a llorar, y por más que me ordenaron que me serenase, no pude. Pero el médico no tardó en venir, y entonces me soltaron. Así sufrí por resistirme». La condenaron a seis años en un campo de concentración del Gulag por los «crímenes» de fraternización y «espionaje»; pero la experiencia de arrastrar troncos en uno de los recintos penales de la helada región septentrional de la Unión Soviética no acabó con su optimismo y su humanidad. En lugar de dejarse abatir, centró su atención en los aspectos positivos de cuanto había vivido durante la guerra, entre los que se incluía la capacidad para bailar la danza del vientre, técnica que había visto por primera vez en una de las películas de Hollywood del Club Internacional. «Después de verla, practiqué delante del espejo hasta que aprendí a hacerlo… [y luego] en el Gulag me fue de gran ayuda, dado que ninguna otra de las mujeres era capaz de bailarla, y me pedían que lo hiciese una y otra vez. “¿Tienes alguna parte artificial?”, me preguntaban. Todas se sorprendían mucho». Pese a todo, al volver la vista atrás, Valentina Yevleva no se arrepiente de nada de lo que hizo. «Recuerdo —asevera— aquellos años [del Club Internacional] como los mejores de mi vida. Estaría dispuesta a pasar otros diez años en el Gulag si pudiese vivir tres más disfrutando del amor, la admiración, los halagos de aquella época. Son como una droga». LA OFENSIVA DE KURSK En 1943, mientras la primavera daba paso al verano, Stalin y el resto de mandamases soviéticos dieron por hecho que los alemanes emprenderían un ataque multitudinario en el centro del frente establecido en torno a la ciudad de Kursk, sita a seiscientos kilómetros de Moscú. Todo apuntaba a que aún eran capaces de destruir al Ejército Rojo una vez fundidas las nieves del invierno. Durante los meses de febrero y marzo, las tropas acaudilladas por el mariscal de campo Erich von Manstein se las habían ingeniado para reconquistar la ciudad ucraniana de Járkov, y a esas alturas habían congregado una colosal fuerza ofensiva en las cercanías de Kursk. El plan era muy sencillo: alrededor de la ciudad soviética había un saliente en la línea de combate que contenía poco menos del 20 por 100 del Ejército Rojo, y los alemanes tenían la intención de atacar de forma simultánea desde Járkov, por el norte, y desde Oriol, por el sur, para llevar a cabo un envolvimiento gigantesco como los efectuados en los días gloriosos de la captura de Kiev y Viazma (1941). Cuesta imaginar siquiera la magnitud de semejante batalla, en la que iban a participar tres veces más tanques que en la de El Alamein, el combate blindado más célebre de cuantos se dieron en Occidente, y el campo de batalla se extendía sobre un área equivalente a la de Bélgica. Sin embargo, el ataque de los alemanes perdió todo elemento sorpresa cuando se pospuso hasta julio, fecha para la que esperaban haber recibido nuevas armas —y en particular el poderoso carro de combate Panther—. Además, sin saberlo ellos, el alto mando soviético ya tenía noticias de los detalles de la ofensiva merced a sus servicios secretos. En este sentido, es de destacar la colaboración de John Cairncross, el espía soviético que trabajaba en la unidad británica de desciframiento de Bletchley Park, quien proporcionó información de gran complejidad que el Reino Unido no estaba dispuesta a brindar de forma oficial a su aliado soviético por temor a desvelar que procedía de Ultra, nombre con que se conocía la descodificación de mensajes enviados a través de la máquina germana Enigma. Los datos obtenidos permitieron a la Unión Soviética efectuar construcciones defensivas detrás mismo de sus líneas, como intrincadas zanjas anticarro, y enterrar más de un millón de minas. Aun así, los soldados del Ejército Rojo seguían sintiéndose inseguros, pues, al cabo, pesaba más en su cabeza el hecho de no haber sido capaces jamás de contener una ofensiva estival de los alemanes. «Yo sentía escalofríos a menudo —asevera Mijaíl Borísov, soldado de artillería que sirvió en aquella batalla— por el miedo. No sabía lo que podía pasar si teníamos que enfrentarnos cara a cara a los tanques alemanes[68]». En cambio, entre las dotaciones de las unidades blindadas alemanas, la moral era excelente. «El Tiger era [un vehículo] magnífico —recuerda Alfred Rubbel, jefe de carro que formaba parte de las fuerzas que se dirigieron a Kursk desde el sur—. Teníamos buenos jefes, y no había gran cosa que pudiera hacerse para dañar un Tiger, lo que, a veces, nos hacía un tanto temerarios[69]». Sin embargo, no bien comenzó la batalla, Rubbel echó de ver que aquella batalla no iba a ser como las victorias fáciles de 1941. «La artillería rusa efectuó una descarga inicial tan enérgica, tan densa… Jamás habíamos visto nada semejante… Nada más cruzar el río, nos encontramos metidos en un campo de minas. Los catorce vehículos que llevábamos quedaron atascados. La segunda compañía nunca tuvo muy buena reputación, así que nos quedamos sin doce Tiger». En aquella intensa lucha cayó el oficial al mando de la batería de Mijaíl Borísov, quien se vio obligado a ocupar su lugar. Él y dos camaradas lanzaron proyectil tras proyectil. «Disparé —declara — en cuanto tuve al tanque en el sistema de mira, y lo vi echar a arder. Entonces, volví a cargar el cañón y disparé otra vez, con igual fortuna… Luego incendié un segundo carro. Se abrió la escotilla, y su conductor, un tipo alto, joven y muy delgado, vestido con un mono negro, se puso de pie en la torreta y agitó el puño en nuestra dirección… No suponía ningún peligro, pero apunté hacia él y lo maté». «El bombardeo era constante —recuerda Wilhelm Roes, conductor de la Leibstandarte Adolf Hitler de la SS—. En aquel momento no éramos conscientes de la colosal magnitud de aquella batalla. Sólo pensábamos: “¡Dios bendito! ¿Cuántos carros de combate hay disparando?”. Cuando explotaba un T34 [soviético], la torreta salía disparada junto con un anillo de humo enorme; [y] nosotros veíamos anillos de ésos por todas partes. Pensábamos: “¿Cuántos hay ahí delante? ¡Se ven tantos anillos de humo en el cielo…!”[70]» Durante la batalla de Kursk, Roes tuvo ocasión de tomar parte en uno de los encuentros blindados más célebres de la guerra. Fue en Projorovka, municipio no muy populoso por el que pasaba la principal de cuantas vías de ferrocarril llegaban a la ciudad, se enfrentaron seiscientos carros de combate soviéticos y doscientos cincuenta alemanes[71]. «El paisaje ruso, que había sido tan hermoso, se encontraba sumido en el caos —refiere Roes—. Por todos lados había vehículos en llamas y humo, olor a munición y a cadáveres calcinados: un verdadero infierno; dantesco.» Con tanta fuerza quedó grabado aquel combate en su imaginación que siguió «soñando tras la guerra, no una vez, sino cientos, que volvía al campo de batalla de Projorovka. Sin embargo, estaba solo, y había de atravesar mil quinientos kilómetros de territorio enemigo para volver a casa, pensando siempre: “¿Cómo voy a hacerlo?”. En el sueño —prosigue— aparecían siempre tanques ardiendo… Estaba solo, preguntándome cómo volver a casa a través de aquellos bosques, cómo esconderme. Entonces, me despertaba mi mujer y me decía: “Estás soñando con Rusia otra vez[72]”».. El Ejército Rojo perdió a casi trescientos mil combatientes en Kursk, y la Wehrmacht, en torno a cien mil. La batalla fue tan ciclópea que dejó a ambos bandos aturdidos de forma momentánea. Sin embargo, serían los soviéticos quienes reclamasen la victoria, pues habían logrado, por vez primera, rechazar un ataque estival de Alemania. Este hecho llevó a Alfred Rubbel a extraer la siguiente conclusión: «Hasta aquel momento no nos hicimos cargo de veras de la fortaleza de los rusos… Y aunque antes no nos habíamos atrevido a creerlo, en aquel momento nos invadió el convencimiento pesimista de que habíamos perdido la guerra. Todo había acabado». Mijaíl Borísov, quien recibió la condecoración de Héroe de la Unión Soviética por las hazañas que llevó a término durante aquella batalla, asegura que fue sólo «el amor a la patria» lo que lo empujó a «luchar hasta el último aliento. —Y añade—: Eso era lo que nos habían enseñado, y lo cierto es que aquella convicción nos acompañó el resto de nuestros días. Yo aún me digo: “Si Rusia vuelve a encontrarse en dificultades, todavía puedo hacer algo para defenderla”… Yo procedo de una familia cosaca, y mis antepasados eran todos cosacos: el amor a la patria y el amor a las armas van tan ligadas a nuestro crecimiento como la leche que mamamos». En aquel momento en que los alemanes comenzaron a batirse en una lenta retirada, que duraría casi dos años, hasta el instante en que el Ejército Rojo se plantara en Berlín, a las puertas de la Cancillería del Reich, los dirigentes aliados debían debatir no sólo sobre la estrategia que habrían de seguir durante el resto del conflicto, sino también sobre la configuración del mundo de posguerra y las nuevas fronteras europeas. Así, mientras una guerra daba sus últimos pasos, comenzaba una nueva, de carácter político y fuente de no pocas fricciones y divisiones. Si lo que había unido a las tres potencias había sido el deseo de derrotar a Hitler, ¿qué iba a mantenerlos juntos una vez que comenzase a desaparecer la amenaza hitleriana? 4 Vientos de cambio PRIMEROS PASOS EN TEHERÁN Por lo común se tiene a la de Yalta, celebrada en enero de 1945, por la conferencia que simbolizó la polémica división de Europa que se llevó a cabo tras la guerra. «El acuerdo de Yalta siguió la injusta tradición de Múnich y del pacto firmado por Mólotov y Ribbentrop —aseveraba el presidente George W. Bush en mayo de 2005 en Letonia, con motivo del sexagésimo aniversario del fin del conflicto en Europa—. Una vez más, durante las negociaciones, los gobiernos poderosos consideraron prescindible la paz de las naciones pequeñas[1]». El que sus palabras representen o no un dictamen acertado de la Conferencia de Yalta es algo que debe decidir el lector una vez leído el contenido del capítulo 5; pero de lo que no debe caber duda alguna es que la importancia que concede el mundo a aquellas negociaciones en cuanto momento en el que se tomaron las decisiones principales en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial constituye un desatino. En este sentido, reviste una importancia mucho mayor el primer encuentro que mantuvieron Roosevelt, Stalin y Churchill, y éste tuvo lugar en Teherán, la capital de Irán, en noviembre de 1943. En aquella reunión inicial no sólo se estableció la pauta que regiría las relaciones personales existentes entre «los Tres Grandes», sino que se determinó la respuesta a muchas de las principales cuestiones que habrían de abordarse en el mundo de posguerra, y que en Yalta, poco más de un año más tarde, sólo se tratarían de forma somera o simplemente maquinal. Roosevelt llevaba años queriendo concertar con el dirigente soviético un encuentro personal. En realidad, la visita de Davies a Moscú no había sido sino el intento más reciente de alcanzar un acuerdo al respecto. En 1942, había dado a entender en varias ocasiones la necesidad de una reunión así, y había llegado incluso a pedir al soviético que asistiera a la Conferencia de Casablanca, celebrada a principios de 1943, en la que el presidente estadounidense había anunciado por vez primera que los aliados sólo estaban dispuestos a consentir la rendición «incondicional» de Alemania. Para Stalin, la posibilidad de rechazar o aceptar la invitación de asistir a una cumbre con Roosevelt constituía una de las palancas de poder más fáciles de manejar en el ámbito de su relación. Y lo cierto es que no dudó en vincular la pregunta de si estaba o no dispuesto a reunirse con Roosevelt y Churchill a la eterna cuestión del segundo frente. Si bien es cierto que en agosto de 1943 había escrito a ambos para comunicarles que estaba de acuerdo en que resultaba «deseable» concertar «cuanto antes» un encuentro entre los tres, no lo es menos que dejó bien claro que si la reunión que estaban a punto de celebrar no respondía a sus condiciones, no dudaría en insistir en que se aplazara hasta la creación del ansiado segundo frente[2]. Tal cosa no se ajustaba, en absoluto, al deseo de Roosevelt, quien quería fundar una relación personal con Stalin y sabía que sólo podría alcanzar esta meta si los dos se reunían en una misma habitación. Sólo con semejante intimidad podía hacer funcionar, a su entender, su varita mágica de «manejar» a las personas. Asimismo, había ciertos asuntos de gran relevancia que pretendía discutir, y que, a su ver, se resolverían en su favor sólo después de haber encantado al dictador soviético al conjuro de su presencia fascinadora. En su opinión, entre todos ellos había dos que descollaban por su importancia: en primer lugar, deseaba saber si la Unión Soviética estaba dispuesta a romper el pacto de no agresión firmado con Japón y entrar del lado de los aliados occidentales en la guerra que se estaba librando en Asia, y en segundo lugar, valorar en qué grado iba a querer participar Stalin en los planes que había trazado Estados Unidos para construir un mundo regido por la colaboración y la paz tras la guerra (lo que, a la postre, se materializaría en la fundación de las Naciones Unidas). Roosevelt propuso reunirse con él en El Cairo, pero los soviéticos rechazaron esta ubicación y otras muchas de cuantas apuntaron después los estadounidenses, y entre las que se incluían Beirut y Basora. Stalin se sirvió, como otras veces, de la excusa de que no podía apartarse tanto de su país mientras su pueblo seguía enfrentándose al poderío del ejército alemán. Al final, planteó la posibilidad de encontrarse en Teherán; pero los de Estados Unidos no lo consideraron factible. Cuando el Congreso celebraba sesión, el presidente estaba obligado, por la Constitución, a ratificar o vetar la legislación en el plazo de diez días desde la fecha en que le fuera presentada, y no podía hacer tal cosa desde la capital iraní. En consecuencia, el 21 de octubre, Roosevelt envió a Stalin esta sencilla respuesta: «No puedo ir a Teherán[3]». Stalin insistió: si no se celebraba allí, no habría reunión. El lugar le atraía no sólo por su proximidad respecto de la Unión Soviética, sino también por la seguridad que le brindaba el conjunto arquitectónico protegido de la Embajada soviética. El 8 de noviembre, el presidente estadounidense acabó por ceder y convino en encontrarse con él en Teherán avanzado el mes —de modo que hizo la primera concesión al dirigente soviético aun antes de comenzar la conferencia—. Tal paso lo obligó a desarrollar un plan de emergencia que le permitiese cumplir con sus responsabilidades constitucionales, y así, se determinó que, de necesitar refrendar alguna ley, se trasladaría en avión a Túnez —que se hallaba a más de tres mil kilómetros al oeste de la capital iraní— y regresaría después del mismo modo. Ni que decir hay que la reunión no iba a ser sólo entre Stalin y Roosevelt: Churchill también estaba invitado. Tras el catastrófico intento de abordar en secreto a Stalin del mes de mayo, los de Estados Unidos sabían que no estaban en situación de excluir al primer ministro británico, y por consiguiente, aquellos dos iban a conocerse personalmente ante la mirada de Churchill, por más que éste fuese, en realidad, de carabina. Roosevelt sabía que el que hubiera de estar presente no significaba que no pudiese ser postergado. No en vano había asegurado Joseph Davies a Stalin seis meses antes, actuando en calidad de agente del presidente de Estados Unidos, que, tras el conflicto, «el Reino Unido iba a quedar “acabado” en lo financiero durante un período prolongado», y que sus dos naciones estaban llamadas a convertirse en las dos más poderosas del mundo de posguerra. El hecho de que Roosevelt siguiese aún convencido de la verdad de esta afirmación llevó a cierto sujeto ingenioso a hablar no de «los Tres Grandes», sino de «los Dos Grandes y Medio». Y lo cierto es que no otra cosa fueron los reunidos desde el principio mismo. Aun antes de que comenzase la Conferencia de Teherán, Roosevelt tuvo cuidado de no dar la impresión de que el Reino Unido y su propio pueblo tenían propósito alguno de unirse a Stalin. Cuando los británicos y los estadounidenses se reunieron en El Cairo antes de viajar a Teherán, Churchill quedó desilusionado por la falta de contacto que se había dado entre él y el presidente: en lugar de reunirse con él, Roosevelt había preferido pasar el tiempo hablando con el dirigente nacionalista chino Chiang Kai-shek de la guerra que se estaba desarrollando en Asia en una serie de encuentros que Churchill calificó de «largos, complejos y de importancia secundaria[4]». Todo esto resultaba exasperante para el británico, quien no veía la hora de discutir con Roosevelt asuntos estratégicos de relevancia tocantes, en particular, a la campaña de Italia, que no se estaba desarrollando a la medida de su deseo. Aunque los italianos se habían rendido el 3 de septiembre de 1943, el mariscal de campo Kesselring, comandante alemán de la región, había corrido a desarmar al ejército de la nación y a enviar refuerzos al sur. En consecuencia, los alemanes habían logrado contener a los aliados cerca de Salerno, y estaban dispuestos, a todas luces, a emprender una lenta guerra de retirada. El modo más eficaz de enfrentarse a ellos, habida cuenta del extenso litoral que poseía la bota, consistía en acometer una serie de desembarcos anfibios en un punto más septentrional de la costa a fin de soslayar sus defensas. Sin embargo, para semejante operación era necesario disponer de las embarcaciones necesarias, y éstas escaseaban. El almirante estadounidense King había logrado, a fuerza de insistir, que se destinara un buen número de ellas al Pacífico —pues para la contienda que allí se estaba librando eran imprescindibles las acciones anfibias—, y las exigencias de la futura Operación Overlord —que así se había denominado ahora al esperadísimo segundo frente— habían hecho que quedasen en Europa pocas naves de desembarco que no estuviesen destinadas al que habría de efectuarse el Día D. Durante la primera Conferencia de Quebec, celebrada en agosto de 1943 (la segunda tendría lugar en el otoño de 1944), los aliados occidentales habían convenido en emprender la Operación Overlord llegada la primavera de 1944; pero la lentitud con que progresaba la campaña de Italia había llevado a Churchill a desear modificar todo el calendario. En consecuencia, el 20 de octubre escribió a Roosevelt para proponer un análisis detallado de las opciones durante la Conferencia de El Cairo. Sin embargo, aquél era un asunto que ni él ni el alto mando estadounidense querían reabrir. Como se recordará, el primer ministro británico había anunciado ya en varias ocasiones que, si bien estaba de acuerdo, en principio, con la creación de un segundo frente, siempre había otra operación que necesitaba llevarse a término antes, y los de Estados Unidos habían acabado de perder la paciencia con él. Churchill había contado con tener tres días para tratar con Roosevelt en El Cairo antes de la llegada de los chinos; pero los estadounidenses habían modificado a última hora el calendario a fin de eliminar tal posibilidad. De hecho, tanto se había afanado Roosevelt por evitar dar la impresión de que en la conferencia se iba a dar un contubernio angloestadounidense que había insistido en que la Unión Soviética gozase de representación en la capital egipcia (su delegación habría de llegar el mismo día que británicos y japoneses); pero Stalin había optado por no permitir que participase Mólotov, para lo cual alegó que, dada la existencia de un pacto de no agresión entre soviéticos y japoneses, no estimaba apropiado enviar a un ministro suyo a una reunión en la que se hallara presente Chiang, cuyos ejércitos estaban combatiendo a los nipones en territorio chino[5]. En una de las sesiones celebradas en El Cairo el 24 de noviembre, Churchill pudo, al fin, aprovechar la oportunidad de solicitar a Roosevelt y a las autoridades militares estadounidenses más recursos para la campaña del Mediterráneo. Sin embargo, como era de esperar, éstos no pensaban aceptar dilación alguna en lo tocante a la Operación Overlord. Cuando la reunión tocaba a su final, el presidente recordó al primer ministro la proporción de soldados de cada nación que se hallaba combatiendo en aquel momento en todo el planeta, y le hizo ver que no habría de pasar mucho tiempo antes de que el número de soldados estadounidenses superara al de cuantos se hallaban a las órdenes del mando británico. El día 26, Roosevelt y Churchill partieron hacia Teherán, y durante el trayecto, a bordo del avión que los transportaba, el segundo reconoció con pesimismo a su médico, Charles Wilson, que la campaña de Italia «se hallaba en peligro» por culpa del deseo estadounidense de invadir Francia conforme al calendario establecido en Quebec[6]. El facultativo, que con el tiempo se convertiría en lord Moran, ofrece también un indicio de cuál era la disposición de los norteamericanos poco antes de principiar la Conferencia de Teherán al citar la reveladora conversación que mantuvo con Harry Hopkins, asesor íntimo de Roosevelt. Harry me ha dicho que el presidente está convencido de que, aunque no lograse hacer de Stalin un buen demócrata, va a ser capaz de llegar con él a un acuerdo fructífero. Al fin y al cabo, se ha pasado la vida manejando a los hombres, y Stalin, en el fondo, no puede ser muy diferente de otros. Sea como fuere, ha venido a Teherán resuelto, si puedo confiar en Hopkins, a alcanzar un concierto con Stalin, y no va a permitir que nadie se lo impida[7]. Roosevelt se iba a encontrar, al poco de llegar, con una ocasión inesperada para pasar más tiempo con el dirigente soviético durante la conferencia. El 24 de noviembre, los soviéticos solicitaron a los estadounidenses información acerca de la seguridad de la ciudad, por cuanto se temía que hubiese «agentes del Eje» operando en Irán. Y dado que la Embajada de Estados Unidos y el conjunto de edificios de la soviética, en donde habrían de celebrarse las negociaciones, se encontraban en dos extremos diferentes de la ciudad, los de Stalin propusieron a Roosevelt que pusiera en sus manos su seguridad personal alojándose en un inmueble sito dentro de la zona que se encontraba bajo su protección. Los soviéticos no andaban del todo errados en lo referente a los peligros que comportaba Teherán: Irán había apoyado en privado a Alemania en un estadio anterior de la guerra, pese a que oficialmente seguía siendo neutral, y británicos y soviéticos habían respondido lanzando, en agosto de 1941, la Operación Countenance; es decir: la invasión del país a fin de proteger sus propios intereses. De resultas de ella, la nación había pasado a respaldar a los aliados, y había quedado salvaguardada la relevante ruta de abastecimiento a la Unión Soviética conocida como «el corredor persa». Con todo, había sectores en los que aún se hacía notar la lealtad para con Alemania vigente en años anteriores del conflicto. Roosevelt aceptó de inmediato la invitación, y sin duda debió de pensar que su respuesta sería entendida como una declaración física de su deseo de trabar amistad con Stalin. Churchill, entre tanto, se alojaba a escasa distancia de allí, en la Embajada británica. Era evidente que el edificio soviético en que iba a residir el presidente de Estados Unidos estaría dotado de equipos de vigilancia, tal como confirmaría en el futuro Sergo Beria, hijo del jefe de la NKVD. «Estoy segura de que los dirigentes de las dos naciones aliadas entendían que podía haber micrófonos —señala, por su parte, Zoia Zarubina, oficial soviética de espionaje que servía, a la sazón, de enlace con la prensa de Teherán—; pero no había nada que hacer: era algo inevitable… Ustedes los ponían en nuestras habitaciones de hotel cuando visitábamos el Reino Unido; así que no me diga que no está bien[8]». Roosevelt y Stalin se conocieron a las tres y cuarto del 28 de noviembre de 1943, cuando el anfitrión fue a visitar a su invitado mientras éste se instalaba en los aposentos que se le habían ofrecido en la Embajada soviética. En lo superficial, cuesta imaginar a dos dirigentes más disímiles. Zoia Zarubina, que los vio a ambos en Teherán, describe a Stalin como un hombre de «rostro cansado. Con sólo acercarse, podían verse las cicatrices de la viruela. Una de las cosas que más sorprendían de él —añade— eran sus ojos. Eran…, no sé: de un amarillento dorado, por decirlo de algún modo. Y cuando, de pronto, cruzabas la mirada con la de él, resultaba espeluznante, porque te ensartaba con ella». De Roosevelt, en cambio, se habría dicho que «siempre te sonreía con los ojos. No sé en lo que podía estar pensando, pero [su mirada parecía] invitarte a hablar». El presidente recibió a Stalin en estos términos: «Me alegro de verlo: llevo mucho tiempo tratando de propiciar esta ocasión[9]». El soviético respondió sin rodeos que la culpa del retraso había sido sólo suya, pues había estado «muy ocupado por causa de una serie de asuntos militares». Aquel primer encuentro duró una hora aproximadamente, y si resulta digno de mención, es sobre todo por la disposición de Roosevelt a criticar a Churchill en su ausencia. Así, por ejemplo, señaló que la actitud que mantenía el primer ministro respecto de la India, a cuya independencia se oponía, hacía poco recomendable «abordar dicho asunto con el señor Churchill, porque, lejos de tener una solución al respecto, se limitaba a proponer que se postergara la cuestión hasta después de la guerra». Stalin se mostró de acuerdo en que dicho territorio era «la espina» del británico. A continuación, Roosevelt dio a entender, con el evidente propósito de congraciarse con su anfitrión, que la India podría reorganizarse «a una manera semejante a la soviética», y el otro le hizo ver que tal cosa comportaría una «revolución». No cabe sorprenderse de que Roosevelt se sirviera de la cuestión india, y por lo tanto, de forma implícita, de la del Imperio británico, a fin de crear un vínculo inmediato que lo ligase a Stalin: el presidente de Estados Unidos se había manifestado siempre en contra de aquél, dejando claro que, por lo que a él respectaba, cuanto antes quedase desmantelado, tanto mejor. De hecho, conviene recordar que, tal como señala George Elsey, en tanto que los estadounidenses reconocían que el régimen de Stalin era «despreciable a más no poder», también se daba entre ellos «un número considerable de gente a la que tampoco hacía demasiada gracia el Imperio británico. Había una minoría, relevante por ruidosa, que se preguntaba qué sentido tenía que estuviésemos gastando tantos recursos con la intención de conservar el Imperio. No faltaba quien mirase con escepticismo al Reino Unido y a la Unión Soviética». En la Conferencia de Yalta, celebrada poco más de un año más tarde, Roosevelt haría patente en grado aún mayor su opinión anticolonial al indicar a Stalin que los británicos debían ceder Hong Kong a China. Poco hizo Churchill, defensor acérrimo del Imperio, para ocultar su opinión sobre aquel particular, aun a sabiendas de que al gobierno estadounidense le resultaba odiosa. Son célebres las palabras que dijo a Charles Taussig, uno de los consejeros de Roosevelt en el ámbito de la política exterior, a quien señaló: «No vamos a permitir que los hotentotes arrojen al agua al hombre blanco por votación popular[10]». Su actitud, como es de suponer, no hizo sino avivar las sospechas de Roosevelt de que el Reino Unido estaba combatiendo en aquella guerra —al menos en parte— para conservar su Imperio. Durante el otoño de 1944, Roosevelt anunció a Henry Morgenthau, secretario de Hacienda, que «sabía por qué querían unirse los británicos a la campaña del Pacífico: por recuperar Singapur[11]». En Teherán, a raíz de aquella reunión cara a cara, Roosevelt y Stalin se dirigieron a la primera sesión plenaria de la conferencia, que comenzó a las cuatro y media. Allí quedó clara de inmediato la marcada diferencia que existía entre el estilo político de los aliados occidentales y el de Stalin. El presidente de Estados Unidos declaró que «soviéticos, británicos y estadounidenses se habían sentado por vez primera en torno a una mesa como miembros de la misma familia», y Churchill añadió con pomposidad que «aquel encuentro representaba tal vez la mayor concentración de poder terrenal de que hubiese sido testigo jamás la historia del hombre. En sus manos estaba, casi con certeza, la victoria, y en sus manos, sin lugar a dudas, la felicidad y el destino de la humanidad». A esto añadió que «rezaba por que pudiesen ser dignos de la maravillosa ocasión que les había concedido Dios para prestar servicio a sus semejantes[12]». Stalin, a quien en la vida se le habría pasado por la cabeza pronunciar un discurso comparable al que acababa de oír a Churchill, se contentó con agradecer al presidente y al primer ministro por sus comentarios y expresar, sin más, su esperanza de que los tres sabrían «hacer buen uso de esta oportunidad». En aquella primera reunión general, Stalin hizo una concesión inmediata, y en lugar de reconvenir a los aliados occidentales por la ausencia del segundo frente o insistir en la exigencia de que le fuesen concedidas las demarcaciones con Polonia existentes en 1941 —los dos asuntos que, como hemos tenido oportunidad de ver, figuraban en el lugar más destacado de su programa personal—, anunció que «abordaría, en primer lugar, la cuestión del Pacífico». Tras aseverar que, «por desgracia, resultaba imposible a los soviéticos unirse a la lucha contra Japón en el presente, pues necesitaba todas sus fuerzas para rechazar a los alemanes», anunció que «el momento de aunar esfuerzos con sus amigos en este escenario bélico llegaría no bien se derrumbara Alemania. En ese instante, todos marcharían codo a codo». La suya era una táctica inteligente. De entrada, ponía a los estadounidenses en deuda con él; pero ¿qué era lo que proponía en la práctica? Sólo el compromiso, expresado de forma tenue, de atacar Japón una vez ganada la campaña europea. ¿Y qué elemento resultaba imprescindible, a su entender, para que la guerra que se estaba librando en Europa acabase con rapidez? Pues, por supuesto, el segundo frente. Lo que dijo a continuación el soviético dejó fuera de toda duda que no había disminuido en absoluto su obstinación por el establecimiento de un segundo frente. Durante el encuentro de ministros de Asuntos Exteriores celebrado en Moscú en octubre, británicos y estadounidenses habían recibido la impresión de que los soviéticos podrían quizá exigir en Teherán tanto el comienzo de la Operación Overlord como el aumento de los recursos destinados a la campaña del Mediterráneo. Sin embargo, Stalin acababa de dejar fuera de toda duda qué era lo que deseaba: lo primero era la Operación Overlord, y en este sentido, su parecer coincidía por entero con los planes de Estados Unidos. Churchill no tenía intención de renunciar a sus pretensiones, y en consecuencia, emprendió un ataque enérgico en el que volvía a compendiar cuán beneficioso resultaría destinar más soldados y más material al Mediterráneo. Todo fue en vano: Stalin no veía provecho alguno en el hecho de dispersar los empeños aliados. Lo que él quería era ver a los occidentales acometer las playas del norte de Francia, a lo que añadía la posibilidad de que se efectuara un desembarco en las del sur para reforzar la operación. Al final de la sesión, Churchill se hallaba consternado, tal como puede deducirse de las palabras que confió a lord Moran apenas salir: «Casi todo se ha ido a la mierda[13]». Sin embargo, aquel hombre tozudo siguió porfiando, y aquella misma tarde celebró con Stalin un nuevo encuentro de importancia, centrado, esta vez, en la cuestión de Polonia. Aunque el Ministerio de Asuntos Exteriores británico había asumido que sería difícil que la Unión Soviética devolviese la región oriental del país desde el principio mismo de la invasión, Churchill no había podido menos de indignarse cuando Stalin comunicó a Eden, en diciembre de 1941, que deseaba reclamar como propio aquel territorio. Aun así, a esas alturas, el primer ministro había llegado a la conclusión de que, desde el punto de vista político, no quedaba otra opción que conceder a los soviéticos lo que pedían. En Teherán, los dos jefes de estado debatieron, a altas horas de la noche, el futuro de Polonia en las que deben de contarse —sin lugar a dudas, pese a su carácter despreocupado en apariencia— entre las conversaciones más importantes de aquel conflicto. Fue el británico quien planteó el asunto, y Stalin se abstuvo de decir nada hasta oír lo que tenía que proponer el primer ministro, por más que trató éste de hacer que el dirigente soviético revelara en primer lugar «lo que pensaba al respecto». Stalin no soltó prenda, alegando que «no sentía la necesidad de preguntarse cómo había de actuar», y esperó a que Churchill descubriese su juego[14]. Éste aseveró que, acabada la guerra, «la Unión Soviética gozaría de un poder ingente, y que Rusia asumiría, con cualquier decisión que adoptara respecto de Polonia, una gran responsabilidad de siglos de vigencia. Personalmente, él opinaba que esta última nación podía avanzar hacia el oeste como un grupo de soldados que dan dos pasos a un lado. En dicho movimiento, era inevitable que pisase un pie a Alemania; pero se hacía necesario contar con una Polonia fuerte: la orquesta europea no podía prescindir de semejante instrumento». No debemos subestimar la significación de estas palabras, pues el primer ministro británico acababa de proponer, a través del símil, no exento de comicidad, de los «soldados que dan dos pasos a un lado», una de las transformaciones demográficas más descomunales y trascendentales del siglo XX. Como consecuencia, millones de personas se verían desarraigados, en caso de querer conservar su anterior nacionalidad, o quedarían incluidos en otro país. De un golpe, Alemania perdería más territorio que el que se le había arrebatado en virtud del Tratado de Versalles, y entre tanto, los polacos, aliados del Reino Unido, se arriesgaban a quedar, en el este, sin un 40 por 100 aproximado de la nación que había conocido el mundo antes del conflicto, constituido, además, por las tierras de las que procedía la mayoría de soldados procedentes de Polonia que se hallaban, en aquel momento, combatiendo en las unidades británicas apostadas en Italia. Anthony Eden, ministro británico de Asuntos Exteriores, afirmó durante la misma reunión sentirse «animado» por la idea de que «los polacos podrían llegar a un punto tan occidental como el Óder»; pero Stalin tuvo cuidado de no comprometerse, y se limitó a preguntar a Eden si pensaba «que tenía intención de tragarse Polonia». El interpelado respondió que «no sabía cuánto estaban dispuestos a engullir los rusos. ¿Cuánto tenían la intención de dejar sin digerir?». «Los rusos no querían — aseguró Stalin— nada que perteneciese a otros pueblos, aunque quizá diesen un bocado a Alemania». Las notas del encuentro concluyen: «El primer ministro ilustró, con la ayuda de tres cerillas [a guisa de demarcación de la nueva frontera], su idea de trasladar Polonia más al oeste, y ésta gustó al mariscal Stalin». Más que mirar a la posterior Conferencia de Yalta en busca del momento en que demostraron los aliados su poderío a la hora de determinar la configuración de la Europa de posguerra, conviene centrarse en aquel encuentro celebrado en Teherán, avanzada la noche del 28 de noviembre de 1943. Sirviéndose de comparaciones, metáforas y, por último, aun fósforos, Churchill y Eden reformaron la frontera que separaba Polonia y Alemania, en ausencia, cabe subrayar, de representante alguno de ninguna de las dos naciones afectadas por semejante trastorno demográfico y geográfico. De hecho, el primer ministro británico dejó claro a Stalin que tenía la intención de ver «si era dado a los tres jefes de gobierno crear, actuando en colaboración, algún género de programa político que pudiesen hacer tragar a los polacos». Churchill era perfectamente consciente de que la propuesta que estaba planteando a Stalin se oponía de forma diametral a las opiniones que había expresado dos años antes. Cierta carta enviada a Eden tras la conferencia, en enero de 1944, nos ofrece una clave de los motivos que lo llevaron a cambiar de parecer. En primer lugar, estaba convencido de que las exigencias de los soviéticos eran un hecho consumado. «Estamos a punto de tratar de determinar el trazado de la frontera oriental de Polonia —escribió—, y no podemos obviar el hecho de que la cuestión de los estados bálticos y la de Bucovina y Besarabia se han resuelto, en gran medida, a través de las victorias de los ejércitos rusos[15]». Aun así, la mudanza de opinión del primer ministro va más allá de la mera aceptación de lo inevitable. Él mismo reconoció que su «propio juicio al respecto ha[bía] cambiado» en el transcurso de los dos últimos años. «Las colosales victorias de los ejércitos rusos —agregaba—; las transformaciones de honda raigambre que han tenido lugar en el carácter del estado y el gobierno de Rusia, y la nueva confianza que ha inspirado Stalin a nuestros corazones han dejado su huella». Churchill se había dejado influir, sin lugar a dudas, por los cambios que había experimentado la Unión Soviética en cuanto a su suerte durante 1943. El año, que había encontrado al Ejército Rojo combatiendo contra los alemanes en Stalingrado, estaba siendo testigo, en aquellos momentos, de la retirada de estos últimos. Y esta mudanza de la fortuna en el campo de batalla se había visto acompañada, cuando menos al ver de algunos de los personajes más destacados del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, por cierto número de indicios que hacía pensar que el régimen soviético estaba cambiando para bien. Así, por ejemplo, el Komintern —el organismo dedicado a imponer el comunismo en otros países— había quedado abolido en mayo de 1943 —por ser sus objetivos demasiado incompatibles con la realidad de la asociación estratégica de la nación con los aliados occidentales—, y también se dieron vislumbres de cierto grado de tolerancia religiosa en la Unión Soviética en septiembre de 1943, cuando Stalin permitió a la Iglesia ortodoxa rusa nombrar un nuevo patriarca. Roosevelt también abrigaba grandes esperanzas. «Las corrientes revolucionarias de 1917 podrían haber cesado durante esta guerra», afirmó en abril de 1943 al referirse a las intenciones futuras de los soviéticos, tras lo cual añadió que quizá en años posteriores el gobierno seguiría «una línea evolutiva constitucional[16]». Por otra parte, desde un punto puramente práctico, Churchill debió de pensar que los polacos jamás iban a ser capaces de vivir en paz con su poderoso vecino si conservaban la porción oriental de su país —territorio que con tanto ahínco había exigido Stalin—. Las discusiones mantenidas con anterioridad con el dirigente soviético le habían dejado claro que éste tenía obsesión por garantizar la seguridad de sus fronteras tras la guerra, y el primer ministro británico debió de pensar que, si recibían la citada región polaca, tal vez las autoridades soviéticas se sentirían más confiadas y, por ende, estarían dispuestas a cooperar con la nueva Polonia independiente. En cuanto a sus habitantes, iban a obtener en el oeste —desde su punto de vista, que no dudaría en reiterar en el futuro— áreas industriales —como era el caso del puerto de Danzig— de mucha más utilidad que la que podía ofrecer la tierra predominantemente agrícola a la que habrían de renunciar en el este. Asimismo, flotaba en el ambiente un estado de ánimo distinto, avivado por el tono prosoviético de buena parte de los informes presentados para dar cuenta de las victorias y sacrificios del Ejército Rojo. Imperaba la sensación de que la Unión Soviética tenía algo que enseñar al mundo; que tras la guerra acaso fuera posible contar con una forma de «socialismo» que tomase «lo bueno» de la experiencia comunista (cierto sentido del «compañerismo», por ejemplo, o los objetivos de la educación libre, la sanidad pública y la ausencia de desempleo) y prescindiera de «lo malo» (la falta de libertad y la corrupción del estado de derecho). En efecto, el mismísimo Churchill había hecho saber a Stalin en Teherán que los británicos comenzaban a sentirse «algo más rojillos», y él le había respondido que tal color era «señal de buena salud[17]». Ante esto, cabe preguntarse si lo dicho puede ser tenido de verdad por «transformaciones de honda raigambre… en el carácter del estado y el gobierno de Rusia». Y tal vez haciendo caso omiso de las pruebas que demuestran lo contrario pueda ser afirmativa la respuesta. Churchill sabía, por ejemplo, que aquel mismo año de 1943, sir Owen O’Malley había informado de que todo apuntaba a que el régimen de Stalin había sido responsable de la carnicería de Katyń, un crimen que su régimen estaba tratando de encubrir por todos los medios. O lo que es más importante aún: ¿Dónde había que buscar indicios prácticos de que Stalin estaba dispuesto a dar la bienvenida a la «democracia», tal como se concebía ésta en Occidente, en alguno de los estados que, según parecía, iban a quedar sometidos a su dominio? La historia reciente había demostrado que los soviéticos poseían ya una experiencia mucho mayor en la celebración de «elecciones» fraudulentas que durante la ocupación de Polonia oriental, de lo cual hacía cuatro años. Aun así, Churchill estaba persuadido de tener ante sí pocas opciones aparte de la de acceder a que los estalinistas se anexionasen dicha región. Ni él ni Roosevelt estaban dispuestos a «expulsarlos» haciendo uso de la fuerza armada, y de hecho, tal cosa habría sido imposible mientras durasen las hostilidades, en tanto que tras éstas, costaba pensar que la opinión pública británica o estadounidense fuera a secundar la idea de emprender una tercera guerra mundial por causa de las fronteras polacas y la ocupación soviética de los estados bálticos. Si Churchill hubiese declarado: «Pese a que admitimos el carácter improcedente, por injusto, de la reivindicación que hacen los soviéticos de Polonia y otros territorios en litigio, como los estados bálticos, lo cierto es que no existe método práctico alguno de enmendar tal situación», habría expuesto nada más y nada menos que la verdad. Sin embargo, a su ver, no podía hacer tal cosa, pues aquélla era, no lo olvidemos, una guerra «ética», y se tenía por cosa de vital importancia que los aliados presentasen un frente unido ante el mundo a fin de evitar que sus enemigos cobrasen ánimos si percibían desavenencias públicas entre ellos. Así pues, Churchill optó por convencerse de que Stalin y los soviéticos habían cambiado de verdad, y ni él ni Roosevelt dejaron que pasara inadvertido el menor indicio de que aquél era hombre de palabra y deseaba tratar con Occidente en colaboración sincera al objeto de construir un mundo mejor una vez llegada la paz. «[N]os hemos visto constreñidos —había escrito O’Malley en el informe relativo a la matanza de Katyń—, por la necesidad imperiosa de mantener las relaciones cordiales con el gobierno soviético, a evaluar los indicios con más vacilación e indulgencia de las que deberíamos haber mostrado de haber tenido que formar un dictamen racional acerca de acontecimientos ocurridos en tiempos normales o en el curso ordinario de nuestras vidas privadas; obligados a distorsionar, en apariencia, el funcionamiento cabal de nuestro juicio intelectual y moral». Y a despecho de todos los estudios académicos recientes que plantean posibles motivos por los que los británicos pudieron haber creído a Stalin digno de confianza, o que el régimen soviético se estaba ablandando en cierta medida, siguen siendo las palabras de O’Malley las que dan cuenta de forma más cabal del razonamiento que debió de mover al primer ministro británico y a sus asesores del Ministerio de Asuntos Exteriores[18]. Resulta también significativo que Churchill tratase de Polonia con Stalin en ausencia de Roosevelt, quien a esas alturas ya se había ido a dormir. Tal circunstancia brindó al primer ministro británico la oportunidad de demostrar que seguía teniendo un gran poder y estaba en situación de negociar acuerdos épicos. Aquél fue un momento poco común en el contexto de la conferencia, pues, tal como iban a demostrar los acontecimientos del día siguiente, Churchill estaba condenado a ser preterido en grado cada vez mayor. ROOSEVELT SE ALINEA CON STALIN El segundo día de la conferencia principió con un encuentro de expertos militares que puede calificarse, cuando menos, de curioso. Tanto los británicos, entre quienes se incluían el general Brooke y el mariscal en jefe del Aire, Charles Portal, como los estadounidenses, cuya delegación estaba encabezada por el general Marshall, habían llevado a Teherán a sus estrategos más brillantes; mientras que Stalin, por el contrario, había acudido sin más asesor marcial que Voroshílov, mariscal antañón y, además, un tanto inepto. Durante la Revolución rusa había servido de oficial de caballería, y en los últimos años había tenido la oportunidad de demostrar su incompetencia en dos ocasiones: primero, al acaudillar al Ejército Rojo durante la desastrosa guerra invernal emprendida contra Finlandia, y segundo, al ser incapaz de evitar, por causa de una serie de errores tácticos, el avance alemán a través del frente de Leningrado. «Era digno de ver —recuerda Hugh Lunghi, quien se hallaba presente en calidad de intérprete— sentado ante aquella falange de aliados occidentales. Supongo que lo hizo lo mejor que pudo, aunque eso no es mucho, dado que era de verdad duro de mollera y no entendía gran cosa de estrategia». Las actas oficiales dan cuenta de una serie de momentos punto menos que surrealistas ocurridos durante la reunión. El adalid soviético era incapaz de aceptar o de comprender las dificultades que entrañaba el hecho de emprender una operación destinada a cruzar el canal de la Mancha. El mariscal Voroshílov convino en que poner en marcha [el segundo frente] era más complicado que atravesar un río caudaloso — refieren—, pero seguía sosteniendo que ambas eran acciones similares. En operaciones recientes, los rusos habían tenido que pasar varias de estas corrientes, defendidas, en cada uno de los casos, por el enemigo, que ocupaba la margen occidental, más elevada. Y sin embargo, habían logrado vencerlo con la ayuda de piezas de artillería pesada, ametralladoras y morteros, elementos que, unidos a los lanzaminas, podían ayudar, a su entender, a sortear las dificultades propias de la operación de atravesar el canal de la Mancha[19]. «Aquello no fue muy productivo», recuerda Lunghi, quedándose corto sin embargo. Ante el intento de Voroshílov de comparar el paso de aquella extensión de mar con el de una corriente fluvial de consideración, tanto británicos como estadounidenses hicieron cuanto estaba en sus manos por complacerlo en un primer momento. El general Brooke llegó incluso a reconocer que los desembarcos anfibios «deberían contar con la ayuda de los morteros mencionada por Voroshílov». Sin embargo, al final, el general Marshall acabó por estallar, y le informó de que «[l] a diferencia entre pasar un río y efectuar un desembarco desde el océano consistía en que, si fracasar en la primera operación equivalía a sufrir un revés, hacerlo en un asalto anfibio sería una verdadera catástrofe, por cuanto comportaría la completa destrucción de las embarcaciones y las tropas participantes». En respuesta a sus comentarios, Voroshílov aseguró, «con sobrada franqueza», que «no estaba de acuerdo». La actitud que mostraba el dirigente soviético para con aquel anciano rayaba en el desprecio más descarado, según pudo comprobar Lunghi. «Stalin —declara— lo trataba normalmente… como a un perro viejo». No deja de ser un misterio el motivo que debió de impulsarlo a llevarlo consigo a Teherán como único representante militar de su estado. Durante la conferencia, señaló que no había contado con que los militares celebrasen reuniones por separado, y debía de ser verdad, pues en no pocas ocasiones había aseverado que eran los dirigentes políticos quienes debían decidir, en tanto que la labor de los comandantes militares consistía en llevar a la práctica sus resoluciones. Y cabe pensar que tal vez había querido asegurarse de que los mejores estrategos de que disponía la Unión Soviética se mantenían bien lejos de los debates en los que se estaban tomando las decisiones. Si el encuentro que tuvo lugar la mañana del 29 de noviembre fue semejante a un coloquio de sordos, el diálogo que mantuvieron Roosevelt y Stalin tras el almuerzo de aquel mismo día resultó mucho más productivo[20]. Resulta significativo que, al igual que la víspera, se excluyera de forma deliberada a Churchill (de hecho, el presidente de Estados Unidos había declinado toda oportunidad que se le había presentado hasta entonces de entrevistarse a solas con el primer ministro británico durante la conferencia). Reunido en privado con el soviético, Roosevelt le planteó una idea en la que había puesto toda su ilusión: la Organización de las Naciones Unidas. Le habló del proyecto de lo que, con el tiempo, se convertiría en la Asamblea General y en el Consejo de Seguridad de la entidad. A este respecto, cabe destacar que, a pesar de los cambios que se introducirían más tarde en lo tocante a la composición de los dos cuerpos y a otros pormenores con ellos relacionados, el organismo tenía ya en la imaginación de Roosevelt la forma que conocemos hoy día en noviembre de 1943. Stalin se mostró relativamente receptivo, pues sin duda tenía en la cabeza cosas más importantes, cuando menos para él. Entre éstas destaca, claro, la cuestión práctica de cómo ganar la guerra, en primer lugar, y la de cómo garantizar la seguridad de la Unión Soviética en el marco mundial que resultaría de la paz. De hecho, este breve encuentro permite colegir el carácter político esencial de cada uno de aquellos símbolos vivientes del siglo XX. Stalin era un hombre utilitario y receloso, siempre dispuesto a aprovechar las ventajas que le presentaba cada instante, en tanto que en Roosevelt se daba una combinación extraordinaria de político astuto y prosaico, por un lado, y soñador idealista, por el otro. Así, mientras que su mitad visionaria había expuesto al soviético unos planes destinados a transformar el futuro del planeta, el político que llevaba dentro había juzgado conveniente dejar a Churchill al margen de la reunión, con lo cual pretendía no sólo evitar dar la impresión de que los aliados occidentales se estaban «conchabando» en contra de la Unión Soviética, sino también tener la oportunidad de ganarse la voluntad de Stalin merced a su encanto personal (algo que no parecía estar surtiendo demasiado efecto hasta entonces). Después de aquella conversación, los dos acudieron al vestíbulo de la embajada, en donde iba a tener lugar la entrega ceremonial de la espada de Stalingrado al dirigente soviético de manos de Churchill. Se trataba de un obsequio que había tenido a bien conceder el rey Jorge VI a sus habitantes en reconocimiento de la extraordinaria tenacidad y el denuedo de que habían dado muestras durante el sitio de la ciudad. En la hoja de noventa centímetros podía leerse, grabada al ácido, la siguiente leyenda: «A los ciudadanos de Stalingrado, gentes de corazón de acero; presente del rey Jorge VI en señal de homenaje del pueblo británico». «Había una guardia de honor del regimiento británico de los Buffs —recuerda Hugh Lunghi, quien fue testigo de la ceremonia—. La NKVD llevó la suya propia, pertrechada con metralletas, mientras que los nuestros se habían limitado a calar las bayonetas». Cuando Churchill entregó la espada a Stalin, éste, «conmovido a ojos vista, besó la empuñadura y la tomó para enseñársela a Roosevelt, quien, como era de esperar, había pasado a un plano muy secundario en un lateral de la sala, y se la tendió al único militar de cierta graduación que tenía allí: Voroshílov. Al cogerla éste, se salió de la vaina, y él la fue a apretar contra su pecho y empeoró aún más la situación al hacer que se le cayera en un pie. Turbado y rojo como un tomate, acabó por arreglárselas para volver a envainarla y miró a Stalin con ojos gachos, convencido, sin duda, de que le esperaba un buen rapapolvo». «Entonces, [en el momento en que abandonaba la sala tras la ceremonia,] oí a mis espaldas los pasos de alguien que caminaba arrastrando los pies, y sentí que me tiraba de la manga. Yo seguía a Churchill, que andaba unos pasos delante de mí, y el que se había asido de mi manga era, claro, Voroshílov. Cuando me di la vuelta, me preguntó: »—¿Puede ayudarme? »—Por supuesto, señor mío —le respondí—. ¿Qué puedo hacer por su excelencia? »Y él me dijo: »—Quisiera hablar con su primer ministro. »Así que apretamos el paso para abordar a Churchill, a quien dije: »—Disculpe, excelencia. »Él se volvió con aire desconcertado y, al ver a Voroshílov, sonrió. Entonces, éste musitó una disculpa. Churchill respondió agitando las manos… y entonces él [el soviético] lo felicitó por su cumpleaños». Había trocado las fechas: el primer ministro no cumplía hasta el día siguiente. «Churchill llegó a pie a la embajada en que se alojaba —prosigue Lunghi—, y yo lo seguí (para ello bastaba con recorrer los pocos metros que medía la carretera que separaba los dos edificios). Entonces me dijo: “Lo que quiere es conseguir una invitación [para la fiesta que daban los británicos la noche siguiente para celebrarlo]; pero se ha equivocado de fecha, y además, ni siquiera ha sido capaz de manejarse con la espada”. Así que ésa era la opinión que tenía Churchill de Voroshílov». Zoia Zarubina, quien también se hallaba presente durante la ceremonia, recuerda la emoción del dirigente soviético al recibir el obsequio real. «Créame —declara— si le digo que Stalin jamás exteriorizaba sus sentimientos, y sin embargo, lo conmovió de veras el modo como le entregó Churchill aquella espada… La voz le temblaba, y sólo fue capaz de decir: “Gracias”». Para aquella oficial del servicio soviético de información, encargada de colaborar con los preparativos de la prensa, la ocasión revistió una relevancia particular. Sabía de la llegada a Teherán de un grupo de militares y diplomáticos aliados procedente de Moscú, que, de camino, había hecho escala en Stalingrado, y no ignoraba el «sentimiento de culpa» que habían hecho patente estos delegados al contemplar la devastación de la ciudad. Asimismo, consideraba normal que tuviesen cargo de conciencia, dado que, al postergar el segundo frente, habían dejado a los soviéticos con buena parte del peso de la guerra. A su parecer, la entrega de la espada de Stalingrado constituía una clara manifestación de los remordimientos de los aliados occidentales. Con todo, asegura no sentir rencor. «El ruso —concluye— no es un pueblo como los demás: nunca espera demasiado de nadie». A las cuatro de la tarde de aquel día, los tres dirigentes se reunieron con sus asesores políticos y militares a fin de celebrar la segunda sesión plenaria de la conferencia. En esencia, no puede decirse que se dijera en ella nada digno de sorpresa: Stalin se limitó a reiterar que quería ver el segundo frente en marcha en mayo. Sin embargo, en el tono de aquel encuentro sí se dieron gestos no esperados. Así, al saber que aún no se había nombrado comandante alguno para dirigir la Operación Overlord, comentó con desdén que la acción «no iba a servir para nada[21]». Aunque ya habían resuelto poner a un estadounidense al mando, Roosevelt no tenía claro que hubiese de asignar tal puesto al candidato más evidente, el general Marshall, y por lo tanto, no quiso dar un nombre concreto en la conferencia; lo cual irritó al dirigente soviético. Éste tuvo ocasión de montar aún más en cólera cuando Churchill se lanzó a exponer su propuesta de atacar tanto Roma como la isla de Rodas. A la postre, Stalin preguntó sin ambages si «los británicos creían de veras en la Operación Overlord o sólo estaban simulando su confianza a fin de amansar a los rusos». El primer ministro del Reino Unido aseguró confiar en el buen éxito de la empresa, aunque sólo si se daban las condiciones necesarias; respuesta que, como era de esperar, no hizo gran cosa por aplacarlo. Aquel diálogo acalorado puso el marco en que se desarrolló uno de los momentos más extraordinarios de todas las conferencias celebradas entre Stalin, Roosevelt y Churchill. Ocurrió durante la cena a la que asistieron los tres aquella noche. Las minutas del encuentro hacen hincapié en la «actitud [negativa] del mariscal Stalin respecto del primer ministro[22]». Aquél daba por supuesto que los británicos estaban tratando de engañar a los soviéticos. «Sólo porque los rusos sean gentes sencillas —aseveró— era un error asumir que estaban ciegos y eran incapaces de ver lo que tenían ante las narices». Asimismo, dio a entender que Churchill profesaba cierto «afecto en secreto» para con Alemania. A la sazón, se pensó que semejantes comentarios estaban motivados por «el desagrado que le provocaba la actitud británica respecto de la Operación Overlord»; pero lo cierto es que el dirigente soviético se había permitido poner en práctica lo que podría calificarse de «chanza estratégica», con la intención de ver no ya cuál era la reacción de Churchill ante sus afirmaciones, sino también en qué grado estaba dispuesto Roosevelt a defenderlo o secundarlo. En este sentido, el comentario que más información le proporcionó acerca de los caracteres respectivos de los dos aliados occidentales fue el que formuló al asegurar que, si querían someter a Alemania tras la guerra, «habrían de ser eliminados físicamente al menos cincuenta mil oficiales del estado mayor germano, cuando no cien mil». Acabado el conflicto, Churchill aseveraría que no se había dejado ofender por ninguna de las observaciones del soviético hasta que había hecho aquélla. «El Parlamento y la opinión pública del Reino Unido —le respondió— jamás van a tolerar que se lleven a cabo ejecuciones multitudinarias[23]». Y cuando Stalin insistió en la necesidad de ejecutar a cincuenta mil, Churchill acabó por perder los nervios. «Prefiero dejar que me saquen ahora mismo al patio de este edificio para fusilarme —repuso— a mancillar con semejante infamia mi honor y el de mi país». Roosevelt intervino en aquel preciso momento, aunque lo hizo de un modo oblicuo, y en lugar de apoyar a Churchill o cambiar, sin más, de tema, propuso llegar a un término medio y matar sólo a «cuarenta y nueve mil». Era evidente que sólo pretendía hacer un chiste, aunque habida cuenta de que conocía a la perfección el historial de Stalin en lo tocante a carnicerías, el chascarrillo resulta, cuando menos, sorprendente. Entre los circunstantes hubo otros que tomaron al pie de la letra las palabras del soviético. Elliott Roosevelt, hijo de treinta y tres años del presidente, respondió: «Supongo que cuando nuestros ejércitos comiencen a avanzar en suelo alemán desde el oeste y los de su excelencia sigan progresando desde el este, el problema va a quedar resuelto, ¿no es así? Los soldados rusos, americanos y británicos van a dejar claro el asunto para la mayor parte de esos cincuenta mil en el campo de batalla, y espero que no nos ocupemos sólo de esos cincuenta mil criminales de guerra, sino de muchos otros cientos de miles de nazis[24]». Aquello colmó la medida de lo que podía tolerar Churchill, a quien ya le resultaba bastante insufrible verse acosado por los comentarios capciosos de Stalin para tener que escuchar las desagradables opiniones de un oficial ordinario de las fuerzas aéreas estadounidenses. En consecuencia, no dudó en ponerse en pie y, tras abandonar la mesa, plantarse en dos zancadas en la sala contigua. Momentos después, lo siguieron, sonrientes, Stalin y Mólotov, y el primero le hizo saber que sólo había estado «bromeando». Aquel episodio marcó un momento decisivo, no tanto en la relación entre el dirigente soviético y el primer ministro británico, pues aquél ya había atacado verbalmente a éste en ocasiones anteriores, sino en la de Churchill y Roosevelt. Stalin lo había provocado ante el resto de los comensales, y el presidente de Estados Unidos no había movido un dedo por ayudarlo. Churchill regresó atribulado a la Embajada británica, y en torno a la medianoche, dirigiéndose a su médico, lord Moran, vaticinó: «Va a ver otra guerra más sangrienta; pero yo no voy a estar en ella. Voy a estar dormido. Ojalá esté dormido un millón de años». Más tarde añadió: Creo que el hombre va a matar al hombre y exterminar todo rastro de civilización. Europa va a quedar desolada, y a mí se me contará entre los responsables… Ante nuestras propias narices se están desplegando asuntos extraordinarios, y nosotros no somos más que motas de polvo que, durante la noche, se posan en el mapa del mundo[25]. Lord Moran escribió que «permaneció despierto durante un buen rato, asustado por sus aciagos presentimientos». Y no cabe dudar cuál había sido la fuente de tan funesta visión de un mundo futuro en el que las democracias serían incapaces de mantenerse firmes en presencia de los dictadores. «Ahora está convencido de que no puede contar con el apoyo del presidente —escribió el doctor—, y lo que más lo angustia es que sabe que los rusos tampoco lo han pasado por alto». En la última anotación de su diario correspondiente al 29 de noviembre, lord Moran da cuenta del convencimiento más conmovedor de todos: «El primer ministro ha quedado horrorizado ante su propia impotencia». Aquel mismo día, el general sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del Imperio británico, confió a su diario la impresión que le había producido hasta entonces la conferencia. Después de escuchar los argumentos presentados a lo largo de estos dos días últimos —escribió—, me apetece más internarme en un sanatorio para lunáticos o un hogar de ancianos que seguir con mi labor presente. ¡Me repugna la forma de hacer la guerra que tienen los políticos! ¿Por qué se creerán expertos en un oficio del que no tienen la menor idea? Resulta lamentable oírlos[26]. El día siguiente, 30 de noviembre, comenzó con una reunión de jefes de estado mayor británicos y estadounidenses. El general Brooke y los demás integrantes de la delegación militar británica se las ingeniaron para persuadir a los jefes del ejército de Estados Unidos de que un ligero retraso en la ejecución de la Operación Overlord redundaría en beneficio de todos, y al final, se fijó la del primero de junio como nueva fecha de inicio. Acabadas estas negociaciones, unos y otros fueron a informar del cambio al presidente y al primer ministro. El primero introdujo una alteración, no por pequeña menos significativa, al afirmar que, en lugar de anunciar a Stalin que la operación tendría lugar «el primero de junio», convenía decirle que iba a comenzar «durante el mes de mayo», pues, al cabo, el 31 de mayo se hallaba muy cerca de la fecha acordada. Se trata de un momento de escasa sustancia en el marco de las épicas decisiones que estaban tomando en Teherán aquellos estadistas, y sin embargo, resulta revelador a la hora de valorar el modo como funcionaba la mente de Roosevelt. Al proponer aquella fórmula, debió de pensar que había logrado la cuadratura del círculo en relación con el lapso que mediaba entre el día en que quería Stalin que se emprendiera la operación, el primero de mayo a más tardar, y el primero de junio, que era la fecha más temprana que habían determinado al respecto los generales. Hugh Lunghi, que observó a Roosevelt durante la conferencia, creyó haber detectado los signos que ponían de manifiesto su natural intrigante bajo su aspecto de hombre afable. «A primera vista, daba la impresión de ser un tipo campechano. Se veía siempre sonriente y amable, y trataba a todos como con palmaditas en la espalda. Cuando trataba conmigo, me sonreía y asentía con la cabeza. Sin embargo, a medida que avanzaba el tiempo, me dio la impresión de ser una persona más bien fría y poco sincera. No sé por qué, pero me daba esa sensación. Sus risas y sus chistes parecían forzados, como si se obligara a ellos». La última sesión plenaria de la conferencia se celebró aquella misma tarde, y en ella se añadieron pocos detalles de relieve a las decisiones que ya se habían tomado. La Operación Overlord tendría lugar «durante el mes de mayo», y en los días sucesivos se daría el nombre del comandante encargado de coordinarla. Aquella noche se dio una cena en la Embajada británica a fin de celebrar el sexagésimo noveno cumpleaños de Churchill, y los numerosos platos iban aparejados a una compleja distribución de la cubertería que pareció confundir, de forma momentánea, al dirigente soviético. «Todo parecía ir sobre ruedas —recuerda Lunghi—, [cuando] vi al primer intérprete de Churchill, Arthur Birse, hablar con Stalin mientras señalaba su servicio de mesa. Después, me contó que Stalin, perplejo al ver tantos cubiertos a uno y otro lado de su plato, le había preguntado: “¿Qué hago con ellos?”, y Arthur Birse le había respondido para tranquilizarlo: “Lo que desee: no importa en absoluto cuál elija, siempre que le resulte cómodo”». En momentos así, el soviético se mostraba a los refinados occidentales como una figura que podría calificarse de confortadora, pues resultaba alentador tratar con amable condescendencia al admirado dirigente de una nación que estaba contraatacando con éxito a los nazis. Tal como lo expresó un corresponsal británico, era comparable al «italiano afable que viene una vez a la semana a arreglar el jardín[27]». Por consiguiente, cabía desechar sus ocasionales salidas de tono —como, por ejemplo, la violenta mofa que había hecho de Churchill la víspera— por considerarlas simples demostraciones de mala educación y falta de «clase». La velada transcurrió en un ambiente relajado y alegre que sólo estropeó cierto comentario que hizo Stalin al proponer un brindis en honor del general sir Alan Brooke. El modo como se había desarrollado la Conferencia de Teherán no había hecho sino confirmar las sospechas que abrigaba de que habían sido los británicos quienes se habían opuesto, a su ver, de forma sistemática a la creación del segundo frente, y en consecuencia, el soviético no pudo privarse de soltar una astuta pulla haciendo ver que esperaba que Brooke no volviese «a mirar a los rusos con recelo», y añadiendo a continuación que, el día que llegase a conocerlos bien, llegaría a la conclusión de que eran gentes con las que se podía tratar[28]. El militar, célebre por su franqueza, no pudo callar al oír semejante observación, y poniéndose en pie, le hizo saber que, ciertamente, se había dejado engañar por las apariencias. Stalin, del mismo modo que, horas antes, había hablado de la importancia de emplear «carros de combate, aeroplanos y campos de aviación falsos» a fin de engañar a los alemanes, había tomado por «recelo» el deseo sincero que albergaba Brooke de cooperar de forma más estrecha con los soviéticos. Todo indica que tal intervención apaciguó a Stalin, aunque no hizo nada por mitigar el reproche que había lanzado, ya que estaba en lo cierto: los británicos, y en particular Churchill, habían sido los que menos entusiasmo habían demostrado respecto del segundo frente. Cuando la celebración tocaba a su fin se dio, asimismo, un breve episodio no exento de comicidad cuando entró un camarero iraní, de riguroso uniforme rematado por unos guantes blancos, para servir el postre. Conforme al testimonio de Hugh Lunghi, «parecía algo nervioso» y «sostenía en alto una creación que, según pude distinguir al fin, no era otra cosa que un helado, aunque resultaba difícil reconocerlo por las lamparillas que ardían bajo él. Se dirigió hacia Stalin con la intención de servirlo primero a él». Sin embargo, al ver que estaba hablando, se detuvo a sus espaldas con la bandeja apoyada en el hombro derecho. Poco a poco, ésta se fue inclinando, ya que el helado había comenzado a derretirse. «Contemplé aquella maravillosa creación empezar a deslizarse en la bandeja —recuerda Lunghi—, a punto de derramarse sobre Stalin; pero en aquel instante, el camarero hizo un movimiento rápido hacia el asiento que ocupaba Pávlov, el intérprete de Stalin, y el helado cayó sobre el hombro de su uniforme nuevo, arruinando así el traje oficial que acababa de asignar el gobierno soviético a sus agentes diplomáticos. Sin embargo, Pávlov siguió traduciendo con ademán alegre. Oí susurrar con voz audible a sir Charles Portal [jefe de la RAF]: “Ha errado el blanco”; pero lo cierto es que la ocasión fue magnífica. Después de aquello, la velada concluyó dejando a todos de un humor excelente». Al día siguiente, primero de diciembre, las delegaciones militares de Estados Unidos y el Reino Unido se ausentaron para dejar que los políticos siguiesen discutiendo, entre otras cosas, el espinoso asunto de las fronteras de Alemania y Polonia. En un primer momento, se habían reservado varios días para tales negociaciones; pero la posibilidad de que el mal tiempo afectase a sus planes de vuelo llevó a los dirigentes a decidirse por tratar de resolver aquel día el mayor número posible de dificultades y dejar el resto pendiente. Más tarde, Roosevelt revelaría que durante aquel cuarto día de conferencia se encontraba «muy desalentado». Tenía la impresión de no haber establecido «la conexión personal con Stalin» que tanto deseaba. El soviético, a su entender, era un hombre «correcto, frío, solemne y poco sonriente, sin ningún rasgo humano al que agarrarse». En consecuencia, la mañana del primero de diciembre, el presidente de Estados Unidos trató de servirse de una táctica diferente: la de congraciarse con él insultando a Churchill. Mientras me dirigía —referiría más tarde— a la sala de reuniones, abordé a Winston y le robé unos instantes para decirle sin más: “¡Winston, no vayas a ofenderte por lo que voy a hacer!”. Él se limitó a cambiarse de lado el cigarro y dejar escapar un gruñido. Debo decir que después se condujo con mucha decencia. Me puse manos a la obra casi al punto que entramos en la sala. Hablé en privado con Stalin, y aunque no le dije nada que no le hubiese dicho antes, empleé un tono lo bastante amigable y confidencial para hacer que los demás rusos se unieran a nosotros para escuchar. Ni una sonrisa aún. Entonces les comuniqué, alzando la mano para amortiguar lo que iba a susurrarles (y que, claro está, hubo de ser traducido por el intérprete): “Winston parece estar de mal humor esta mañana: ha tenido que levantarse con el pie izquierdo”. Los ojos de Stalin esbozaron un gesto vago de hilaridad que me indicó que iba por el buen camino[29]. Roosevelt siguió mofándose del primer ministro, «de su condición de dechado del carácter inglés, de sus cigarros, de sus costumbres»…, pese al desconcierto del recipiente de sus burlas. Stalin rompió a reír al fin, y el estadounidense tomó este gesto por una señal evidente de que él y el dirigente soviético podían hablar, por vez primera, «de hombre a hombre como hermanos». Tanto es así, que más tarde haría saber a su hijo, Elliott Roosevelt, que sentía cierto afecto por Stalin, a quien consideraba un ser «de lo más extraordinario[30]». Una vez convencido de haber creado el vínculo personal con Stalin al que tanta importancia había concedido, Roosevelt no tenía ya interés alguno en alargar las conversaciones oficiales. El dirigente soviético se había comprometido a entrar en guerra con Japón tras la derrota de Alemania, así como a cooperar, aunque por el momento sólo de forma general, con él para hacer realidad su sueño de la Organización de las Naciones Unidas. Junto con tan colosales logros se hallaba, sin embargo, la labor, no sólo tediosa, sino también cismática en potencia, de tener que escudriñar mapas y debatir el trazado exacto de las fronteras. En la primera reunión oficial del primero de diciembre, se trataron, sin llegar a conclusiones demasiado claras, las cuestiones de cómo empujar a Turquía a participar en el conflicto y del alcance de las reparaciones que debían exigirse a Finlandia llegada la paz. Stalin, fiel a su idea fija, afirmó que, en relación con esto último, se conformaba con obtener «la frontera de 1940», que era, precisamente, el acuerdo que habían obligado los soviéticos a firmar a los fineses tras la Guerra de Invierno, quizá con algunos ajustes de escasa relevancia. A continuación, se dio en las negociaciones un breve descanso que Roosevelt aprovechó para hablar en privado con Stalin y Mólotov[31]. Consciente de que no iba a tardar en plantearse la polémica cuestión de Polonia, el presidente de Estados Unidos confesó al dirigente soviético que tenía un problema con la «posible» campaña de reelección del año siguiente: los varios millones de estadounidenses de ascendencia polaca. Dada su condición de «hombre práctico», debía tomar en consideración sus sentimientos, dado que podían optar por votar en su contra de no quedar satisfechos por los acuerdos a los que pudiese llegar en relación con el futuro de su tierra de origen. No obstante, le aseguró en secreto que, en lo personal, coincidía plenamente con la idea de trasladar hacia el oeste al total de la población de Polonia y dejar a los soviéticos que retuviesen el territorio obtenido de resultas de la invasión que habían llevado a cabo en septiembre de 1939. Aquel diálogo tuvo una gran trascendencia, pues hizo ver a Stalin que, al fin, había logrado la región que llevaba reclamando desde el primer momento de su alianza forzada con Occidente. Si en 1942 los estadounidenses habían reaccionado indignados ante la idea misma de que la Unión Soviética pudiese retener aquellas tierras, en aquel momento era el mismísimo Roosevelt quien se la estaba cediendo sin rechistar. El presidente debió de sentirse obligado a ceder en lo tocante a las fronteras futuras de Polonia como compensación por el resto de asuntos de importancia sobre los que ya había alcanzado un concierto con Stalin. Además, tal como había reconocido Churchill, poco había que pudiesen hacer, en la práctica, los aliados occidentales para que los polacos recuperasen dicho territorio. Aquella conversación secreta con Stalin constituye un ejemplo más del utilitarismo de Roosevelt. Si bien había sido Stalin quien había adoptado el sobrenombre de Acero, lo cierto es que éste también sentaba, en ocasiones, como anillo al dedo a Roosevelt, quien, en el fondo, y a despecho de la apariencia de encantador aficionado a las bromas, abordaba la realidad política con una frialdad punto menos que despiadada. Dos de sus colegas más importantes, Averell Harriman y Charles Bohlen, o Chip, lo oyeron hablar en secreto con el dirigente soviético de Polonia en estos términos, y ambos hicieron constar más tarde su convencimiento de que el presidente había cometido un error. Harriman pensaba que, con semejante garantía, había concedido a los estalinistas el derecho de imponer a los polacos el régimen que quisieran, y Bohlen reconoció haber quedado «consternado» por un motivo muy similar. El primero de los dos se habría de ver llamado a capítulo por la decisión de dejar a Stalin que conservase en su poder Polonia oriental pocos años después de que acabara la guerra, cuando tuvo que comparecer ante el comité constituido por el gobierno estadounidense a fin de investigar la matanza de Katyń. A la pregunta de cómo era posible conciliar aquella resolución con los principios formulados en la Carta del Atlántico, respondió: Los rusos llevaban mucho tiempo aseverando (y no digo que considere justificable su reclamación: me limito a exponer los hechos) que los límites orientales de Polonia se habían establecido de un modo inicuo; que, desde el punto de vista etnológico, había en aquella región un mayor porcentaje de bielorrusos y ucranianos, y que el acuerdo a que se había llegado a finales de la Primera Guerra Mundial resultaba abusivo para con los intereses soviéticos. Doy por hecho que fue eso lo que motivó las negociaciones, y que éstas, por tanto, no constituyen, acaso, una violación de la Carta del Atlántico[32]. Dado que, en 1942, el gobierno estadounidense había determinado que la reivindicación de Polonia oriental por parte de la Unión Soviética transgredía de forma patente lo establecido en la Carta del Atlántico, el argumento de Harriman peca de engañoso (tal como había indicado Churchill a Eden en enero de 1942: «Jamás hemos reconocido las fronteras rusas de 1941 si no ha sido de facto»). Summer Welles, que había ejercido de vicesecretario de Estado hasta poco antes de la Conferencia de Teherán, también opinaba que el presidente había cometido un error en lo relativo a Polonia. Mientras presentaba declaración durante la investigación emprendida con motivo de la matanza de Katyń, hubo de responder a la siguiente pregunta: «¿No cree que, de haber adoptado una postura más firme para con la Unión Soviética y, en particular, para con sus exigencias en lo referente a Polonia y a otros asuntos similares, podríamos haber evitado buena parte de los problemas a que se enfrenta el mundo en nuestros días?». Y lo hizo de modo rotundo en estos términos: «Vista la situación presente, en mi opinión, la respuesta debe ser, sin duda, afirmativa[33]». Sin embargo, cabe preguntarse en qué podía haber consistido aquella «postura más firme para con la Unión Soviética» en la práctica en 1943. Enfrentarse de forma categórica con Stalin en aquel asunto podría haber acarreado graves consecuencias para la campaña bélica. A esas alturas, era casi inconcebible el extremo de que se aviniera a acordar la paz por separado con Hitler; pero las probabilidades de que la Unión Soviética causara problemas acerca de toda una serie de asuntos — negándose, por ejemplo, a mover guerra contra Japón una vez derrotada Alemania— eran ingentes. Con todo, acaso existía un camino intermedio que Roosevelt optó por rechazar. En su mano estaba negarse a firmar acuerdo alguno relativo a las fronteras hasta el fin de la guerra, momento en el que podría convocarse una conferencia de paz a la que asistieran todas las partes, y en particular los propios polacos. Tal había sido la posición que habían adoptado tanto estadounidenses como británicos en un estadio anterior de las hostilidades, y sin embargo, a su decir, habían cambiado de parecer al hacerse distintas las circunstancias. Cierto es que en un encuentro de posguerra como el propuesto, era muy probable que los polacos se hubieran declarado contrarios a toda alteración en las demarcaciones; pero cuando menos, las naciones reunidas habrían tratado el asunto con rectitud y sin tener que ocultarse. ¿Qué habría hecho Stalin si los aliados occidentales se hubiesen mantenido fieles a sus intenciones originales y hubieran condicionado cualquier compromiso a la llegada de un armisticio? Aquello no era lo único que quería la Unión Soviética de estadounidenses y británicos en aquella fase de la guerra, y huelga decir que entre las demás pretensiones descollaba, claro está, la creación del segundo frente. ¿Iba a estar dispuesto a renunciar a toda cooperación con Churchill y Roosevelt por el simple hecho de que no estuviesen dispuestos a dejarlo mover, sin el consentimiento de los polacos, las fronteras del país? No parece muy probable. Aun así, podría sostenerse que no tenía sentido alguno provocar semejante angustia cuando, en realidad, Stalin no iba a tardar en apoderarse de todo aquel territorio y estaba en situación, fuera como fuere, de hacer lo que le viniese en gana al respecto. Al cabo, Occidente jamás tuvo posibilidades serias de combatir con éxito contra el Ejército Rojo para recuperar las tierras en cuestión. Pero habrá que reconocer que existe una clara diferencia entre reconocer que un país ha invadido a otro por causas de fuerza mayor y legitimar dicha ocupación. Tal vez sea ingenuo esperar de los políticos que sean fieles a los principios a los que se han adherido libremente, como es el caso de los contenidos en la Carta del Atlántico, aunque lo cierto es que el cinismo destructivo que aflora cuando no lo hacen resulta a menudo mucho peor. En Teherán, después del diálogo que mantuvo en privado Roosevelt con Stalin a fin de asegurarle que no pensaba causar problema alguno respecto de las intenciones que tenían los soviéticos de quedarse con Polonia oriental —conversación de la que nada supieron los británicos hasta mucho después de la clausura de la conferencia—, el presidente de Estados Unidos expresó «de forma oficial», una vez reunidos en la misma sesión los representantes de los tres gobiernos, la esperanza de que Stalin llegase a algún acuerdo con el gobierno polaco exiliado en Londres. El otro rechazó de inmediato semejante idea, y llegó a hacer ver, para mayor afrenta, que los polacos londinenses se hallaban «en contacto con los alemanes» y habían «matado a los guerrilleros[34]». A esto añadió que «el día anterior a la víspera [cuando Churchill se había servido de los fósforos para representar la reorganización de las fronteras] no se había mencionado en absoluto el restablecimiento de relaciones con el gobierno de Polonia: sólo se había hablado de lo que había que prescribir a los polacos». Resulta significativo que ni Churchill ni Roosevelt articulasen palabra alguna en defensa de las autoridades exiliadas, ni protestasen siquiera ante la acusación de que «el gobierno polaco y los amigos de que disponía en Polonia se encontraban en contacto con los alemanes», aun cuando no había prueba alguna que pudiese respaldarla. El primer ministro británico sí trató de hacer ver a Stalin, dando muestras de una paciencia loable, la importancia que revestía para el Reino Unido la suerte que pudiera correr Polonia. «Esa cuestión nos preocupa sobremodo —aseguró—, porque fue el ataque alemán a Polonia lo que nos llevó a entrar en guerra». Los tres dirigentes se congregaron entonces en torno a un mapa de dicha nación a fin de debatir acerca de la frontera que deseaban los soviéticos, situada a lo largo de lo que Eden llamó la «línea Ribbentrop-Molótov» y que, según se apresuró a corregir este último, «se denominaba por lo común “línea Curzon”». «Llámenla como quieran», zanjó Stalin. Tras estudiar «con detenimiento» el mapa, Churchill se mostró «satisfecho con el panorama» y anunció que pretendía «decir a los polacos que, de no aceptarlo, estarían cometiendo una gran estupidez, y recordarles que, de no haber sido por el Ejército Rojo, su nación habría quedado destruida hasta los cimientos». Por si esto fuera poco, dijo estar persuadido de que el nuevo estado polaco iba a ser «amigo» de la Unión Soviética, y Stalin respondió que no otra cosa deseaba su nación. El comentario, formulado como de pasada por el primer ministro británico, fue casi tan perjudicial para los intereses del gobierno polaco en el exilio como la decisión de trasladar su país hacia el oeste que adoptaron los Tres Grandes de manera unilateral. El problema radicaba en la imposibilidad de definir el término amigo, dado que, en caso de que los polacos hicieran algo que disgustase a los soviéticos, éstos siempre podían ser acusados de actuar de modo «poco amistoso». El único modo que tenía el estado polaco de ceñirse a esta condición de manera permanente consistía en trocarse en una marioneta de la Unión Soviética; hecho que acabaría por quedar demostrado a la postre. Los reunidos pasaron entonces a abordar el último asunto sobre el que habrían de debatir en Teherán: el futuro de Alemania. Todos los presentes estaban de acuerdo en la conveniencia de fragmentarla acabada la guerra, aunque habían de determinar en cuántas porciones. Churchill propuso separar a Prusia del resto por considerarla la región más peligrosa de todas, y Roosevelt defendió la idea de dividirla en cuatro partes diferentes, a las que se añadirían otras dos áreas —el canal de Kiel y el Ruhr— sometidas al dominio de la comunidad internacional. El primer ministro británico, que jamás había oído sugerir un proyecto tan abarcador con anterioridad, no pudo menos de estremecerse ante tan pasmosa propuesta. No es ninguna sorpresa que Stalin prefiriese el plan de Roosevelt al de Churchill, por cuanto deseaba ver una Alemania tan fraccionada que no pudiese suponer amenaza alguna en un futuro previsible. El británico, por su parte, era consciente de cuán peligrosa era la falta de estados poderosos en el centro de Europa, pues posiblemente debió de haberse preguntado quién iba a interponerse entre el Ejército Rojo y el canal de la Mancha una vez ganada la guerra y retiradas las fuerzas estadounidenses. La postura adoptada por los Tres Grandes respecto del futuro de Alemania no quedó resuelta en Teherán —a diferencia de lo que ocurrió en el caso de Polonia—, aunque no cupiese dudar de cuál era la posición relativa de cada uno de los protagonistas. Después de aquella última reunión, Roosevelt, Churchill y Stalin asistieron a una cena de despedida antes de partir hacia sus respectivos países a primera hora de la mañana siguiente. Pese a que las conversaciones de Teherán se prolongaron sólo del 28 de noviembre al primero de diciembre, durante aquellos cuatro días se adoptaron resoluciones destinadas a hacer historia. Las conferencias que siguieron, celebradas en Yalta y Potsdam, no alcanzaron, ni por asomo, la relevancia de la primera. Habría sido punto menos que imposible —aun habiéndolo deseado Roosevelt y Churchill— dar marcha atrás en los asuntos fundamentales que habían quedado fijados en Irán, y entre los que destacan, claro está, el traslado hacia occidente de Polonia. Aun así, la Conferencia de Teherán no sólo fue trascendental por las cuestiones políticas y militares de magnitud épica que se resolvieron en ella, sino también por el modo como trataron tanto Churchill como Roosevelt —o por mejor decir, más éste que aquél— de granjearse la confianza de Stalin. En parte, tal como hemos visto, consideraban que era esencial atraerse su benevolencia. Los soldados del Ejército Rojo seguían haciendo cara al grueso de las fuerzas alemanas, y de hecho, habrían de hacerlo hasta el final de la campaña europea. Y durante 1943, en Kursk y en el resto de los campos de batalla del frente oriental murieron más soviéticos que británicos en toda la guerra. En consecuencia, los aliados occidentales no podían permitirse que los estalinistas dejasen de luchar, y por consiguiente, de morir. Sin embargo, también en cierto sentido, Roosevelt y Churchill debieron de sentirse constreñidos por las verdades a medias que habían expresado sus respectivos gobiernos acerca de Stalin. En 1943, la propaganda aliada había seguido creando obras positivas en exceso acerca de la Unión Soviética y su dirigente, de entre las que Misión en Moscú constituye el ejemplo más célebre. Robert Buckner, productor del largometraje, lo describiría más tarde como «una mentira conveniente por motivos políticos[35]». El problema radica en que el público en general se formó su propia opinión optimista de Stalin y la Unión Soviética, fundada en «mentiras convenientes» como ésta. Por consiguiente, Roosevelt —que tenía intención de presentarse a los comicios que se celebrarían antes de que transcurriera otro año— debió de considerar poco útil para sus oportunidades políticas el llevar la contraria a semejante corriente de pensamiento halagüeño. Sea como fuere, el presidente de Estados Unidos se mostró por demás dispuesto a aferrarse a aquella línea propagandística a su regreso de Teherán. Y así, cuando cierto periodista le preguntó qué «clase de persona [era] el mariscal Stalin», no dudó en responder: «Yo diría que es, como yo, un hombre realista[36]». Asimismo, durante el discurso emitido para el pueblo estadounidense con motivo de la Nochebuena de 1943, anunció: He de decir que he trabado una relación excelente con el mariscal Stalin, un hombre en el que se unen una determinación tan colosal como implacable y un perenne buen humor. Creo que representa de veras el alma de Rusia, y estoy convencido de que vamos a mantener una amistad más que buena con él y con el pueblo ruso[37]. No obstante, sabía demasiado bien que aquel «realista» había dejado claro de sobra en el pasado que rechazaba los principios que más apreciaba él: la libertad de expresión, la libertad de culto y la liberación del terror, por mencionar sólo tres. Roosevelt había condenado por ello al régimen estalinista hacía sólo tres años, y aunque no faltaban indicios que hacían pensar que, en el futuro, el sistema soviético podía volverse menos draconiano, el presidente de Estados Unidos tenía que haber sabido de sobra que Stalin no era, en absoluto, como él. Y sin embargo, todo hace pensar que las efusivas observaciones expresadas por Roosevelt al hablar del soviético no estaban motivadas, sin más, por la experiencia política. Tal como había hecho saber a su hijo Elliott en Teherán, había hallado razones suficientes para sentir afecto por él y considerarlo un hombre «de lo más extraordinario». Quizá haya que atribuirlo a la gran capacidad que tenía Stalin para escuchar, cualidad que casaba a la perfección con la locuacidad del presidente, así como al hecho de que, como hemos visto, el modo como se conducía no parecía, de ningún modo, el de un tirano sediento de sangre: se hacía necesario hacer caso omiso del aspecto exterior y escuchar con atención sus palabras para descubrir la ominosa realidad que ocultaba. Durante la conferencia, ninguno de los dos aliados occidentales quiso —o tal vez pudo— ver tal cosa. EL FANTASMA DE KATYŃ Mientras Stalin cenaba con Roosevelt y Churchill en la capital iraní, sus fuerzas de seguridad se afanaban por encubrir el asesinato múltiple que habían cometido tres años antes en el bosque de Katyń. El Ejército Rojo liberó Smolensk y la región circundante a finales de agosto de 1943, poco después de la victoria obtenida en Kursk. Días después, los soviéticos volvieron a vallar el lugar en que se habían producido las ejecuciones, y la NKVD comenzó a exhumar los cadáveres que habían vuelto a enterrar los alemanes aquel mismo año, tras llevar a término su propia investigación de aquel crimen. Las autoridades soviéticas sabían que habían de resolver dos problemas prácticos al tratar de hacer ver que habían sido los alemanes quienes habían perpetrado los homicidios: en primer lugar, estos últimos habían dado con testigos de vista que culpaban a los soviéticos, y en segundo lugar, nadie había encontrado en los cadáveres polacos documento alguno con fecha posterior a la de abril de 1940, en tanto que los estalinistas afirmaban que habían muerto durante el verano de 1941. Aun así, ninguno de estos obstáculos era insalvable para la policía secreta soviética, que no dudó, en primer lugar, en añadir documentos falsos a los auténticos que ya habían hallado los alemanes, y entre los que se incluían un recibo por valor de 25 rublos expedido en el campo de concentración de Starobielsk a nombre de Vladímir Arashkévich y con fecha del 25 de marzo de 1941, y un icono en cuyo reverso podían verse una firma ilegible y los guarismos «4/9/41». Tampoco tuvo la menor dificultad en resolver el asunto de los testimonios que incriminaban a la Unión Soviética. Uno de los principales testigos con que habían contado los alemanes era P. G. Kiselev, guardabosque que habitaba en las inmediaciones y que aseguraba haber oído «gritos» y «disparos» procedentes de la espesura durante la primavera de 1940. Recuperada la región por los soviéticos, la NKVD lo arrestó junto con su hijo y acusó a ambos de colaborar con los nazis, imputación por demás grave que se castigaba con pena de muerte o con largos períodos de encarcelamiento[38]. Aunque no faltaron testigos que confirmasen ante la NKVD que Kiselev había testificado «libremente» ante los alemanes, y que éstos no habían ejercido violencia alguna para obligarlo a dar falso testimonio, las amenazas de los hombres de Beria llevaron al padre y al hijo a cambiar su deposición y afirmar públicamente que los alemanes los habían conminado a dar falso testimonio. A continuación, aseveraron que los polacos habían muerto a manos de los alemanes durante el verano de 1941, y no a las de la NKVD en la primavera del año anterior tal como habían declarado en un principio. En consecuencia, se retiraron los cargos presentados contra ellos. Mediante este mismo procedimiento, los soviéticos trocaron, como por arte de magia, el testimonio de otros habitantes de la zona. Gentes como Yefímov, Zubkov y Bazilevski dejaron claro que los responsables de aquel crimen habían sido los alemanes. La NKVD pasó cinco meses reescribiendo la historia de Katyń, y hubo que esperar a enero de 1944 para que el aparato propagandístico diera al mundo noticia de los resultados de la «investigación» dirigida por Nikolái Burdenko, presidente de la Academia Soviética de Ciencias Médicas. El nombre que recibió el grupo de trabajo resulta por demás elocuente, por cuanto demuestra que la conclusión estaba ya predeterminada antes de comenzar las pesquisas, y no era otro que el de Comisión Especial de Determinación e Investigación del Ajusticiamiento de Prisioneros de Guerra Polacos por los Invasores Germanofascistas en el Bosque de Katyń. Los documentos de que disponemos revelan que Burdenko no pudo acceder al lugar hasta que la NKVD hubo terminado de colocar en él las pruebas falsas que había fabricado, y que, una vez que, en enero, obtuvo el permiso necesario, apenas tardó unos días en completar el informe, fundado, en gran medida, en el trabajo «preliminar» de la NKVD[39]. El siguiente paso del engaño fraguado por los soviéticos consistía en hacer que el mundo conociese sus falsedades, y para ello, las autoridades necesitaban la colaboración involuntaria de los periodistas extranjeros. Entre el 21 y el 23 de enero de 1944 viajó a Katyń poco más de una docena de ellos, conformada sobre todo por estadounidenses y británicos. Los acompañaba John Melby, secretario tercero de la Embajada de Estados Unidos en Moscú, y Kathleen Harriman, hija de veinticinco años del nuevo embajador, Averell Harriman. El viaje desde la capital soviética se organizó por todo lo alto. «Jamás se había ofrecido a la prensa una excursión, a ningún destino de Rusia, con mayor lujo que la que la llevó a Katyń —aseguraba el informe enviado por la Embajada británica a su Ministerio de Asuntos Exteriores—. Los corresponsales viajaron en tren eléctrico dotado de cómodos coches cama y un amplio vagón restaurante. Les ofrecieron alimentos de muy buena calidad, así como todo el vodka, el vino y el tabaco que desearon». Entonces, en un inciso un tanto malintencionado, concluía: «No cabe dudar de que algunas de estas comodidades se otorgaron en honor de la señorita Harriman (a la que llaman aquí la señora Roosevelt del pobre[40])». Un telegrama de igual remitente y destinatario enviado con anterioridad, el 23 de enero, ya había advertido de lo siguiente: «No es fácil creer que la propaganda soviética vaya a abstenerse de sacar la conclusión obvia del hecho de vincular a estos dos estadounidenses “públicos” con la investigación[41]». Aquella «conclusión obvia» no era otra que la impresión de que el gobierno estadounidense se había adherido a la postura soviética respecto de Katyń. Al final de la nota, algún funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico escribió a mano: «Ya sé que no es asunto mío; pero no parece que sea muy inteligente». Los periodistas, John Melby y Kathleen Harriman llegaron a Katyń entre las siete y las ocho de la mañana del 22 de enero, y salieron de allí la madrugada siguiente; de modo que tuvieron menos de veinticuatro horas para evaluar las «pruebas» que habían descubierto los soviéticos. A raíz de la visita, Melby elaboró un informe detallado en el que daba cuenta de los empeños de los estalinistas en culpar a los alemanes de aquel crimen y ponía de relieve las patentes deficiencias de que adolecía tal intento. En particular, destacaba las dificultades que planteaban los «testigos» empleados, pues era evidente que «no hacían sino repetir lo que les había dicho la Comisión. El espectáculo se había representado a la tórrida luz de un foco de estudio y ante una cámara cinematográfica… Los anfitriones se opusieron a que los corresponsales interrogasen a los testigos… Las declaraciones salían de ellos con demasiada facilidad, como si las estuviesen repitiendo de memoria». Todo esto le hizo llegar a la siguiente conclusión: «Resulta manifiesto que las pruebas presentadas por los rusos pecan de incompletas en varios aspectos y que están mal preparadas, y que la puesta en escena estaba concebida para que la contemplasen los corresponsales, a los que no se ha ofrecido la oportunidad de emprender investigación ni verificación algunas de forma independiente[42]». Aun así, por increíble que parezca, después de exponer las razones que hacían poco fiable la investigación emprendida por los soviéticos en relación con la matanza de Katyń, acababa diciendo: «Sin embargo, una vez considerados todos los elementos y a pesar de las lagunas, la teoría que defienden los rusos parece convincente». Tras la guerra, Melby fue sometido a interrogatorio en relación con este informe durante la investigación que emprendió al respecto el Congreso. —¿Por qué llegó a adoptar una resolución —le preguntaron— cuando las pruebas de que disponía no le permitían inferir ninguna? —Porque no tenía más en que basarme aparte de la interpretación que habían ofrecido los rusos —fue su respuesta. Algunos de cuantos integraban la comisión del Congreso no pudieron menos de mostrarse incrédulos ante semejante posición, y le preguntaron en varias ocasiones si no se había limitado a expresar la conclusión que deseaban sus superiores; pero él negó la acusación. Kathleen Harriman elaboró, tras su visita a Katyń, un informe en el que también aprobaba la explicación ofrecida por los soviéticos. Como Melby, hubo de responder ante la comisión del Congreso a la pregunta de cómo era posible que la hubiese considerado sustentable cuando su propio «razonamiento echa[ba] por tierra» la «conclusión» a la que había llegado por el simple hecho de que su «informe ofrecía más motivos para pensar que lo hicieron los rusos de los que [tenía la señorita Harriman] para pensar que lo hicieron los alemanes[43]». Ella repuso que, pese a que lo que habían ofrecido aquéllos a los corresponsales no pasaba de ser un mero montaje, seguía convencida de que habían sido los germanos los responsables de la carnicería, por razones como «el carácter metódico de los homicidios». Por más que lo negaran John Melby y Kathleen Harriman, era inevitable sospechar que estaban participando al Departamento de Estado lo que quería oír el gobierno, dado que apenas cabía creer en que ninguno de ellos hubiese llegado a la conclusión que decían haber extraído de los hechos expuestos en sus propios informes. Por lo que respecta a los periodistas que visitaron con ellos el lugar de las fosas comunes, el señor Balfour, funcionario de la Embajada británica, declaraba: He estado hablando acerca de la excursión con algunos de los corresponsales que fueron a Katyń, y aunque no se muestran, en absoluto, remisos a aceptar [la] interpretación que ofrecen los soviéticos del asunto, tampoco están satisfechos con lo que han visto y oído. Algunos de los periodistas estadounidenses han asegurado al departamento de prensa del Comisariato del Pueblo de Asuntos Exteriores no haber recibido una impresión demasiado buena[44]. Cuando Churchill supo del informe soviético, escribió a su ministro de Asuntos Exteriores diciendo: «Creo que deberíamos pedir a sir Owen O’Malley, con la mayor discreción, su parecer acerca de la investigación sobre el bosque de Katyń», y acababa la breve nota con una oración sustanciosa: «Se trata sólo de determinar los hechos, ya que ninguno de nosotros debería decir jamás nada al respecto[45]». El diplomático respondió con un extenso despacho remitido el 11 de febrero de 1944. Se trataba de otro brillante análisis relativo a las afirmaciones que hacían unos y otros en torno a la matanza de Katyń, en el que mencionaba tanto las deposiciones de los testigos como las pruebas forenses para después dejarlas a un lado, por considerarlas susceptibles de manipulación tanto por soviéticos como por alemanes, y centrarse, en cambio, en hechos irrefutables. Y así, señalaba, en primer lugar, que la interpretación de los acontecimientos que ofrecían los soviéticos presentaba «una asunción general, al menos, que resulta increíble[46]». Se refería al hecho de que, en la confusión reinante en el verano de 1941, pudiesen haber pasado miles de prisioneros polacos del cautiverio soviético al alemán sin que «uno solo de ellos escapara y volviese a caer en manos de los rusos o se presentara al cónsul polaco en Rusia o, en Polonia, a la resistencia clandestina». En segundo lugar, O’Malley insistía en la existencia de «un hecho sin explicar» que había «dominado desde el principio esta polémica, y es que, desde abril de 1940, nadie ha recibido una sola carta ni ningún mensaje de otro género procedente de los polacos». La combinación de estos dos factores lo había persuadido de que había estado en lo cierto al proponer la «conclusión provisional» de que los polacos habían sido ejecutados por los soviéticos. Nadie que leyese su informe podía dudar de la sinceridad con que había sido redactado ni del irrefutable veredicto que de él cumplía extraer: los soviéticos habían cometido un crimen terrible y estaban tratando de encubrirlo con una «comisión especial» ficticia. O’Malley concluía el despacho enviado a Anthony Eden con estas conmovedoras palabras: Vamos a pensar en estas cosas sin hablar de ellas jamás. El de no hablar nunca de ellas es el consejo que he dado al gobierno polaco, aunque no ha sido necesario: también en él han recibido en silencio el informe ruso. Todo parece indicar que la aflicción y el haber vivido en este país les han enseñado cuánto mejor resulta, en el ámbito político, callar lo que uno siente con más ardor. Y con silencio respondieron, precisamente, las autoridades británicas y estadounidenses. Pese a no ignorar que las conclusiones de los soviéticos se basaban en una «asunción… increíble», los dirigentes occidentales seguían aferrados a la máxima de no «decir jamás nada al respecto» expresada por Churchill. —Hasta donde alcanza su conocimiento —le preguntaron, por otra parte, a Averell Harriman durante la investigación emprendida por el Congreso—, ¿se entabló alguna conversación en Teherán, Yalta o Potsdam, entre nuestros funcionarios o los extranjeros, relativa a los oficiales polacos desaparecidos, o a los problemas vinculados a su desaparición? —No —respondió él—. No recuerdo que se planteara ese asunto[47]. Uno de los indicios más directos de la actitud de Roosevelt —de hecho, una de las escasas ocasiones de que se tenga constancia en que se le intimó a hablar del particular— es el que procede de la reunión que mantuvo, en mayo de 1944, con George Howard Earle, personaje pintoresco dado a la buena vida, antiguo gobernador de Pensilvania y amigo del presidente durante la década de 1930. «No paraba nunca, ni de día ni de noche —recuerda Lawrence Earle, su hijo—. Era un aventurero. Pilotaba aviones, porque se apuntaba a todo, y le encantaba pescar y cazar. Tras la Primera Guerra Mundial se aficionó al polo, y jugó con algunos de los mejores equipos del mundo; de hecho, fue capitán del de Filadelfia… En la bibliografía sobre el polo lo mencionan como uno de los mejores del planeta[48]». Había servido en Bulgaria en calidad de agente diplomático estadounidense, y en fechas posteriores, en Turquía como enviado especial del presidente para tratar de asuntos balcánicos. En 1944, regresó a Washington a fin de ofrecer a Roosevelt su opinión en lo tocante a la matanza de Katyń. Earle estaba al tanto de lo ocurrido merced a los contactos con que contaba entre los espías que operaban en la Europa oriental, y había llegado convencerse, sin lugar a dudas, de que la responsabilidad del crimen recaía sobre los soviéticos. Antes de su encuentro con Roosevelt, Joe Levy, un «viejo amigo» suyo que trabajaba para The New York Times, le había advertido: «George, no sabes lo que te vas a encontrar ahí [en la Casa Blanca]. Harry Hopkins tiene al presidente totalmente dominado, y da la impresión de que todo esté lleno de rojillos[49]». Una vez que estuvo en presencia de Roosevelt, Earle le expuso las pruebas que lo habían persuadido de que la matanza se había debido a los soviéticos, y entre las que se incluía el testimonio de agentes búlgaros y de los «rusos blancos», así como cierto número de fotografías tomadas en el lugar en que habían sido enterradas las víctimas. En cuanto a esa carnicería de Katyń, señor presidente —le hizo saber—, me resulta imposible creer que el presidente de Estados Unidos y tantos otros sigan teniéndolo por un misterio o abriguen ninguna duda al respecto. Aquí tiene las fotos, las declaraciones juradas y la invitación que ha hecho el gobierno alemán para dejar que la Cruz Roja viaje allí a hacer una valoración independiente. ¿Qué más pruebas necesita? —George, puede ser que lo hayan amañado. Los alemanes pueden haber falseado las cosas —le respondió Roosevelt, quien mantenía inflexible que todo era fruto de «la propaganda alemana, de una confabulación alemana[50]». —Señor presidente —insistió Earle—, creo que las pruebas hablan por sí mismas. Earle también hizo patente durante el encuentro que estaba «muy preocupado por la postura de los rusos. Creo —prosiguió— que suponen una gran amenaza, y estoy convencido de que han hecho cuanto estaba en sus manos por engañar al pueblo estadounidense acerca de este asunto de Katyń. Y también me preocupa, por encima de cualquier otra cosa, ese espantoso libro de Joe Davies, Misión en Moscú, que presenta a Stalin como un segundo Papá Noel. Aún no nos hemos recuperado de la impresión que ha creado entre el público de la nación». «George —concluyó Roosevelt—, te has estado preocupando por lo que pudieran hacer los rusos desde 1942. Deja que te diga una cosa: soy más viejo que tú, y no me falta experiencia. Esos rusos son ciento ochenta millones de personas que hablan ciento veinte dialectos distintos. Cuando acabe la guerra, van a saltar en pedazos como una centrifugadora que se resquebrajara mientras gira a gran velocidad». Ésa respuesta era, al decir de Earle, la «especialidad» de Roosevelt: «No tenemos nada que temer de los rusos porque van a saltar en pedazos». Earle, «desesperado» según sus propias palabras, se limitó a decir al despedirse: «Señor presidente, por favor, vuelva a mirarse todo esto». Aún queda en esta historia un epílogo revelador. En marzo de 1945, Earle decidió que debía hacer saber al mundo lo que opinaba de los soviéticos, y sin embargo, a fuer de amigo leal del presidente, entendió que debía pedir permiso para hacer públicas sus observaciones. Roosevelt le respondió, casi a vuelta de correo, con una nota admonitoria redactada en estos términos el día 24: He recibido con preocupación noticia de tus intenciones de publicar la opinión poco favorable que te merece uno de nuestros aliados, en un momento en que una información así, procedente de un antiguo enviado mío, podría hacer un daño irreparable a nuestra campaña bélica… Poner al alcance del público información obtenida en posiciones así sin la autorización pertinente constituiría una traición formidable… Te prohíbo expresamente publicar ninguna información ni opinión relativas a nuestros aliados adquirida mientras te encontrabas al servicio del gobierno o de la Armada de Estados Unidos[51]. «Creo que, en el fondo, sentía que mi padre lo hubiese defraudado al no mantenerse adepto a su equipo —asevera Lawrence Earle—, y Roosevelt era de los que exige que se trabaje en equipo. Quiero decir que lo que le gustaba era que quienes lo rodeaban saltasen cuando él diese la voz de saltar». Pocos días después, Earle tuvo la oportunidad de conocer, en la práctica, cuál era la opinión que tenía de él el presidente cuando, estando dedicado a pescar en un lago remoto de Maryland, vio, al alzar la vista, que se aproximaba otra embarcación a la suya. A bordo había dos agentes del FBI que, al ponerse borda con borda con él, le anunciaron: «Señor Earle, traemos una carta para usted». En ella se le informaba de que lo habían nombrado ayudante del jefe del Grupo de Defensa Samoano, lo que quería decir que debía partir de inmediato en dirección al Pacífico porque el presidente había ordenado directamente al Departamento de la Marina que lo enviase «dondequiera» que pudiesen resultarle de utilidad su servicios. Su hijo Lawrence, que a la sazón se hallaba de oficial en las fuerzas estadounidenses apostadas en dicho océano, tuvo ocasión de visitar a su padre en aquel destino distante, y lo encontró «resentido. Se sentía muy decepcionado, muy ofendido por lo que le había hecho el presidente». El que Roosevelt hubiera querido deshacerse de George Earle sigue siendo duro para su hijo. «Creo —afirma— que fue un acto excepcional y muy poco democrático. En democracia no se pueden hacer cosas así, pero el presidente pensó que en tiempos de guerra sí, y así lo hizo. ¡Vaya si se lo quitó de en medio!». DEPORTACIONES DISCIPLINARIAS En mayo de 1944 —el mismo mes en que George Earle mantuvo con Roosevelt tan infructuosa conversación en la Casa Blanca—, Stalin se hallaba considerando la propuesta de deportar a todo un grupo étnico dentro de la Unión Soviética. El documento, fechado el 10 de mayo, estaba redactado por Beria, jefe de la NKVD, y versaba sobre el destino de los doscientos mil tártaros que vivían en Crimea, junto a los rusos, en el litoral septentrional del mar Negro[52]. Tenían su propia lengua, sus costumbres y su vestido propio, y practicaban el mahometismo. En la década de 1930 habían sufrido persecución por parte de los soviéticos, y durante la ocupación alemana, muchas de sus aldeas estaban sufriendo incursiones efectuadas por unidades de guerrilleros dominadas por integrantes rusos[53]. Cierto número de tártaros había colaborado, sin lugar a dudas, con los alemanes durante la ocupación, entre noviembre de 1941 y la primavera de 1944, y poco menos de veinte mil, seleccionados de entre los prisioneros de guerra, habían servido en unidades de defensa organizadas por Alemania. Sin embargo, si es cierto que los mandos militares de ésta los tenían por gentes más dispuestas a cooperar que la población de Crimea de origen ruso, también lo es que en el Ejército Rojo servían con lealtad decenas de miles de ellos. Reconquistada Crimea, Stalin había de decidir qué trato debía dispensarles. ¿Cabe ver en su respuesta indicio alguno de «las transformaciones de honda raigambre… en el carácter del estado y el gobierno de Rusia» que decía haber detectado Churchill? No, en absoluto: el dirigente soviético fue fiel a su estilo cuando autorizó a Beria a deportar a toda la nación de los tártaros de Crimea a los eriales de Uzbekistán del interior de la Unión Soviética. Todos y cada uno de ellos habrían de pagar por las acciones de una minoría. El método, sin duda injusto hasta lo sumo, que emplearon las autoridades soviéticas para abordar el «problema» de los tártaros tenía para ellas, sin embargo, la ventaja de ser rápido y expeditivo. El plan consistía en arrestar a toda la nación en poco menos de un día. «Fue una operación colosal —recuerda Nikonor Perevalov, antiguo teniente de la NKVD, quien tomó parte en ella—. La de Crimea es una región enorme, y para desalojar a sus habitantes hizo falta mucha gente[54]». En aquella acción participaron unos veintitrés mil soldados de la policía secreta, la cual llevó a cabo, tal como había hecho en Polonia oriental en 1940, un meticuloso reconocimiento de la zona en el transcurso de las semanas que precedieron al día que debían comenzar las detenciones. Cuando la población quiso saber por qué se habían apostado de súbito tantos soldados en Crimea, detrás del frente de combate, la NKVD respondió, siguiendo órdenes, que estaban «de permiso». Al apuntar el alba del día 18 de mayo de 1944, la policía secreta irrumpió en todas las aldeas de Crimea. «Cuando llamé a la puerta [de la primera casa] —recuerda Perevalov—, vi encenderse la luz y oí preguntar: “¿Quién es?”». Él les dijo que representaba al estado soviético y que debían abrir de inmediato. Una vez dentro, leyó a los ocupantes el decreto por el que dictaba su deportación. «Y claro, todos se pusieron a dar alaridos. Sin embargo, aunque estaban aterrados, no trataron de agredirnos ni se resistieron. Nadie intentó siquiera huir. Nos recibieron con total obediencia». A su decir, se sintió «desgraciado» al ver ante sí a aquella familia tártara sumida en la desolación. «Sentí lástima al ver, por ejemplo, que sacaban en camilla a una anciana para llevarla al camión… Estaba tan débil que no articuló palabra; ni siquiera se movía. Era muy mayor». Saltaba a la vista que una viejecita enferma como ella no podía haber colaborado con los alemanes. «Aquella abuela no tenía culpa de nada —confirma Perevalov—. La mayoría no tenía culpa de nada, si he de ser sincero». Kebire Ametova era aún una niña cuando llegó la NKVD para llevársela junto con el resto de su familia[55]. Por paradójico que resulte, su padre se hallaba en el campo de batalla, luchando por la Unión Soviética en una unidad del Ejército Rojo. Sin embargo, una cosa así no significaba nada para Stalin o su policía secreta; ni tampoco que su pequeña hubiese sido testigo de cómo ayudaba su madre a los guerrilleros del lugar. «Hacíamos comida para los partisanos que pasaban por allí — recuerda—; yo les daba pasteles. En aquel tiempo no esperábamos la llegada de nadie; así que mi madre los invitaba a sentarse con nosotros a la mesa». Un día, vieron desde dentro a un grupo de alemanes a punto de entrar en la casa desde la calle, y los convidados abrieron la ventana y se ocultaron en el pozo que tenían en el jardín. La madre de Kebire los escondió hasta que se fueron los alemanes, quienes no habrían dudado en matarla de haber dado con ellos. Aun así, lo único que importaba a la NKVD el 18 de mayo era que la familia —compuesta por la niña, su madre, tres hermanas y un hermano— figuraba en su lista de tártaros de Crimea. «Llegaron dos soldados de mediana edad —declara—, nos dijeron que nos iban a expulsar de nuestra casa y nos dieron quince minutos para prepararnos». Su madre «comenzó a correr de un lado a otro llorando» mientras trataba de reunir el mayor número posible de pertenencias. «La casa se vio invadida, claro, por los gritos y otros ruidos. Gritos, ruidos y dolor, y lágrimas amargas… Teníamos leche hervida en un trípode colocado en el suelo, y mi madre les pidió que esperasen a que pudiera dársela de beber a los pequeños; pero [uno de los soldados] la derribó con el pie y la derramó toda. Ni siquiera pensaba dejarnos beber leche». Los de la policía secreta registraron entonces la casa en busca de oro, sabedores de que, por tradición, los tártaros conservaban las riquezas que poseían en forma de joyas de este metal escondidas en el interior del domicilio o en el jardín. Los Ametova las tenían bajo el fogón de la cocina, y los recién llegados no lograron dar con ellas; de modo que, frustrados sin lugar a dudas, se llevaron la máquina de coser. La familia fue trasladada a un cementerio musulmán de las proximidades que las gentes de las aldeas cercanas empleaban a modo de punto de reunión. Allí se vivieron escenas acongojadoras. «El ruido y el griterío eran indescriptibles —afirma Kebire—. En la aldea no se oía otra cosa que gritos. La gente perdía a sus hijas, sus hijos, sus esposos… La confusión era ensordecedora y aterraba de veras». Las familias estuvieron confinadas en el cementerio la mayor parte del día. Los más pequeños, como era de esperar, querían hacer sus necesidades; pero su fe les prohibía profanar de ese modo aquel lugar sagrado. Así y todo, los de la NKVD se negaron a dejar salir a nadie para que pudiera aliviarse en el campo colindante. Así, para mayor humillación y vergüenza, hubieron de orinarse encima. «Los niños no podíamos aguantar más, y nos lo hicimos en las bragas y en todo lo que pudimos encontrar». Avanzada la tarde, la policía secreta se trasladó al cementerio y comenzó a montar a los detenidos en camiones a fin de llevarlos a la estación más cercana, en donde los metieron en manada en vagones de mercancías. Todo el proceso se llevó a cabo de un modo tan rápido como brutal, sin que nadie se preocupase siquiera por hacer que las familias fuesen deportadas unidas. «Arrojaban las cosas en un vehículo y a las personas en otro. Lo desparramaron todo. Ponían a los niños en un vehículo y a los adultos en otro… Así que, cuando nos llevaron a la estación, todos corrían de un lado a otro como locos por encontrar a sus hijos… Mi madre no consintió que nosotros nos moviésemos de su lado; nos decía que estuviésemos quietos y ella, mientras, lo hacía todo. Para embarcarnos, nos cogían por el cogote… nos lanzaban como a mininos, nos agarraban del cuello, nos daban patadas… Nos trataban con toda la crueldad que les venía en gana: no se compadecieron ni de un solo niño». Muchos de los vagones se habían empleado con anterioridad para transportar ganado, y aún estaban llenos de paja plagada de piojos. «Había un hedor indescriptible —señala Kebire—. Era aterrador: una pesadilla». Cuando el tren se puso en marcha, oyeron las voces de los perros y las vacas que habían quedado abandonados en las aldeas desiertas. Así fue como los tártaros, que apenas unas horas antes habían estado celebrando el fin de la guerra en Crimea y soñando con el regreso a la normalidad, se vieron transportados como animales a un destino desconocido. Mientras observaba la noche a través de los listones de madera del tren de mercancías, Kebire Ametova se sentía obsesionada por un pensamiento: «No sabía qué habíamos hecho. Eramos niños; ¿qué íbamos a saber? Aun hoy en día seguimos sin saber por qué nos estaban castigando… Nunca me he tenido por culpable. ¿De qué podía tener la culpa ninguno de aquellos ancianos y niños? ¿Qué habíamos hecho que justificara el que nos diesen quince minutos para abandonar nuestros hogares?». Sin embargo, pese a la confusión que invade aún a Kebire cuando trata de inferir el motivo por el que la expulsaron de su domicilio junto con los suyos para deportarlos a todos, en su interior sigue ardiendo una emoción que no es sino el deseo de venganza. «Si topase con aquel soldado [el que les hizo abandonar su casa], lo cortaría en pedacitos y lo colgaría… Le quitaría las medallas del pecho para metérselas por los ojos, porque hizo lo que no debía: tenía que estar luchando en el campo de batalla, y no desalojando a niños inocentes… Lo acuchillaría, y el que tenga la presión sanguínea a 220 no me lo va a impedir». A sus once años, Musfera Muslímova fue otra de las niñas a las que embarcaron junto con su familia en uno de los trenes que participaron en las deportaciones del 18 de mayo. «Muchos decían —recuerda—: “Stalin no debe de saber nada; si lo supiera, esto no estaría pasando”; y durante el viaje comenzaron a correr rumores de que se había enterado y de que no íbamos a tardar en volver a casa… Como nos había liberado de los alemanes, confiábamos en él[56]». De cualquier modo, si el objetivo de aquella proscripción multitudinaria consistía en castigar a los tártaros culpables de haber colaborado con los alemanes, debemos concluir que fue un fracaso, dado que muchos de cuantos combatían en las líneas del enemigo se habían retirado junto con las unidades a las que pertenecían, dejando atrás a un número cuantioso de inocentes. Además, entre los que fueron desterrados por obra de la NKVD había unos nueve mil tártaros que habían estado sirviendo en el Ejército Rojo, así como más de setecientos afiliados al Partido Comunista[57]. No cabe sorprenderse, pues, de que la naturaleza en apariencia ilógica de las deportaciones haya llevado a algunos estudiosos a sospechar la existencia de una razón oculta[58]. Al decir de quienes secundan esta tesis, la clave hay que buscarla en la actitud de la Unión Soviética respecto de Turquía. Stalin no hizo nada por disimular su deseo de ejercer una mayor influencia sobre los Dardanelos, el estrecho por el que se unían el mar Negro y el Mediterráneo. Este angosto paso había estado dominado de siempre por Turquía, nación que, mal que pesara a los aliados, permaneció neutral durante la guerra. Los soviéticos querían establecer bases militares en él, y también ocupar parte del territorio del estado vecino. La persecución de los tártaros, pueblo cuya historia había estado muy vinculada a la de los turcos, formaba parte, conjeturan algunos, del movimiento antiotomano que tanto auge estaba experimentando en la Unión Soviética. Cabría, por lo tanto, de ser cierta esta hipótesis, buscar motivos similares en el destierro de otros pueblos, como los chechenos o ingusetios. La teoría expuesta resulta, sin duda, interesante; aunque lo más seguro es que sea errónea. Las deportaciones de los tártaros, de hecho, encajan con una pauta más amplia de maltrato a las minorías étnicas que comprendía la Unión Soviética, lo que no guarda relación alguna con el indudable deseo de presionar a Turquía que albergaba Stalin. El 28 de diciembre de 1943, más de cuatro meses antes de aquella operación de destierro, la NKVD exilió a poco menos de cien mil calmucos, descendientes de los mongoles nómadas que se habían asentado siglos antes en las estepas. Vivían al sur de Stalingrado, en un paisaje inhóspito que se extendía hasta el mar Caspio. Se les acusó, como a los tártaros, de colaborar con los nazis, y como ellos, fueron sometidos a una deportación multitudinaria en virtud de una orden que abarcaba personas de las que no cabía pensar, ni por asomo, que hubiesen incurrido en tal delito. Alexéi Badmáiev, verbigracia, había luchado en el frente de Stalingrado a las órdenes del Ejército Rojo y había sido condecorado por su denuedo. En enero de 1944 se encontraba en un hospital militar, recobrándose de las heridas sufridas en el campo de batalla, cuando recibió orden de apersonarse de inmediato en la estación de ferrocarril[59]. No bien llegó allí, lo enviaron al norte, a un campo de trabajo de los montes Urales, en donde vio morir por causa del hambre y las enfermedades a otros combatientes calmucos. Todo aquello le pareció un disparate. «Yo sabía muy bien —declara— que en el frente andábamos escasos de soldados, y desterrar a toda aquella gente iba más allá de la estupidez. Además, deportar a una nación entera constituía un crimen. Ya lo es, de sobra, castigar a un inocente; pero sacar de su tierra a todo un pueblo y condenarlo a la extinción… En fin, no sé con qué compararlo». La relegación de los tártaros de Crimea formaba parte, por lo tanto, de una estrategia política general de castigo, consistente en arrancar de su región natal a grupos étnicos enteros y confinarlos en campos de trabajo y granjas colectivas de las áreas más remotas de la Unión Soviética. Aunque jamás se sabrá el número exacto de cuantos corrieron semejante suerte a causa de aquellas operaciones, no cabe dudar de que superaba el millón; de hecho, debió de estar cerca de los dos millones. No hay que buscar propósito maquiavélico alguno tras estas deportaciones: lo que las motivó fue, sin más, el deseo de reprimir actos de disidencia y tomar venganza, sin que a Stalin y a Beria se les diera un ardite que pagasen justos por pecadores. «Si Stalin se hubiera puesto a tamizar —asevera Vladímir Semichastni, quien ejerció de jefe del KGB tras las hostilidades— y a descubrir quién era culpable y quién no, quién había luchado en el frente, quién trabajaba en las organizaciones del Partido Comunista y todo eso, habría necesitado veinte años. Pero estábamos en guerra, y si se hubiera puesto a investigar, aún no habría acabado. Ésa era la forma que tenía él de resolver los problemas… Para él, desterrar a un millón de personas no era nada[60]». Huelga decir que las autoridades soviéticas no pudieron efectuar tamaña transformación demográfica sin que tuviesen noticia de ella en Occidente; aunque, igual que había ocurrido en el caso de la matanza de Katyń, ni los británicos ni los estadounidenses consideraron provechoso enfrentarse por ello a su aliado. No obstante, hubo entre las víctimas un colectivo del que no pudieron hacer caso omiso, sobre todo porque, al mismo tiempo que los tártaros de Crimea estaban siendo deportados a Uzbekistán, estaban ayudando a los aliados a ganar una de las batallas más encarnizadas y brutales. LOS POLACOS Y MONTECASINO Tal como ya hemos visto, en la época en que se celebró la Conferencia de Teherán, Churchill estaba preocupado por el progreso de la intervención aliada en Italia, ya que aquel ataque a la «parte más vulnerable» de la Europa del Eje no avanzaba conforme a lo planeado. El mayor problema al que se enfrentaban los aliados era meramente geográfico. En los meses posteriores al desembarco de Salerno, emprendido en septiembre de 1943, los soldados atacantes habían tenido oportunidad de comprobar que el terreno que se extendía ante ellos a medida que marchaban en dirección al norte, hacia Roma, no era el más apropiado para una fuerza de invasión. La combinación de montañas de laderas escarpadas y ríos de aguas rápidas retardaba la marcha de un modo penoso. «Tomar una masa montañosa tras otra no ofrece ninguna ventaja táctica —escribió Frederick Walker, general de división al mando de la 36.a estadounidense, en su diario el 22 de diciembre—: detrás de la última, siempre hay una más defendida por alemanes[61]» Los aliados estaban descubriendo que Napoleón no estaba equivocado: «Italia es una bota en la que hay que entrar por arriba[62]».. Cierta octavilla propagandística alemana de la época resume las dificultades a las que hubieron de enfrentarse los invasores. Sobre el pie: «Las montañas y valles de la “soleada Italia” os están esperando», se representaba una serie de montañas de fauces salivosas y dientes puntiagudos dispuestas a engullir a los combatientes aliados, y la mayor de ellas, la más terrible, lleva la leyenda: «Casino[63]». El monasterio de Montecasino, fundado en el siglo VI por san Benito, se hallaba en una alta cumbre que corona la localidad de Casino. La montaña constituía un elemento fundamental del frente defensivo dispuesto por Alemania al sur de Roma (la Línea Gustav), y antes de seguir avanzando hacia el norte, en dirección a la capital, los aliados querían eliminar a las fuerzas enemigas allí apostadas. Aquélla sería una de las tareas más difíciles y sangrientas de cuantas abordaron los aliados occidentales en todo el conflicto. El problema que planteaba la geografía de la Italia meridional, tan beneficiosa para los alemanes que habían de defenderla, se hizo aún peor de resultas de la impaciencia de Churchill. Éste había hecho depender de aquella invasión buena parte de su reputación política para ver cómo se derrochaba a su entender. Se había sentido por demás defraudado por el fracaso que había sufrido el desembarco aliado en Anzio, al norte de la Línea Gustav, el 22 de enero de 1944. Esta operación, para la cual había obtenido el británico embarcaciones adicionales tras mucho insistir en Teherán, se había concebido como un embate a Roma desde detrás de las defensas alemanas, sin embargo, había quedado estancada tras la rápida reagrupación de éstas. Es célebre la frase con que compendió el primer ministro la situación: «íbamos a lanzar un gato montés a la costa, y tuvimos que conformarnos con una ballena varada[64]». Sobre los ejércitos aliados, por ende, pesaba una presión ciclópea a fin de que avanzasen hacia Roma. Sin embargo, no eran menos colosales las dificultades que presentaba la toma de Montecasino, y una de las más sutiles era de carácter psicológico. Aunque los alemanes habían declarado sacrosanto el monasterio, y los nazis aseguraban que no había en él tropas del Eje, sus elevados muros seguían presentándose como una barrera impenetrable para las tropas que los contemplaban desde abajo. Existía, asimismo, el miedo a que los germanos hubiesen apostado en el interior observadores de artillería (aunque las investigaciones posteriores demostraron que se habían mantenido fieles a su promesa de no destinar al edificio gente armada). Movidos por estos temores, el 15 de febrero de 1944, los aliados emprendieron una de las acciones militares más polémicas de la campaña de Europa al bombardear el monasterio de Montecasino. «Dimos por hecho que no lo batirían —recuerda Joseph Klein, quien a los veintitrés años servía de paracaidista en las fuerzas germanas—, porque, al fin y al cabo, era el convento más antiguo de Europa… y nos causó una sorpresa tremenda ver aeroplanos volando en dirección al edificio… Al ver caer las bombas, no tuvimos la menor duda de que lo alcanzarían, y nos costó creerlo. Aquello nos dejó atónitos: nos parecía imposible. Los alemanes teníamos fama de impíos, y el que los cristianos estuviesen haciendo una cosa así… ¡Jamás lo hubiésemos creído!»[65]. Los bombardeos aéreos y los fuegos de cañón redujeron a escombros el cenobio. The New York Times describió la operación como «el peor ataque que hayan dirigido jamás la aviación y la artillería contra edificio alguno[66]». Sin embargo, su destrucción, que hubo de tener un poderoso efecto psicológico sobre las tropas aliadas, concedió a los defensores alemanes una oportunidad inesperada. «Una construcción que se yergue fija en medio del terreno no suele ofrecer ninguna posibilidad de defensa —explica Klein—: a nosotros no se nos hubiese ocurrido jamás meternos allí, porque el lugar constituye un blanco fácil; [pero] una vez destruido el edificio, el ser humano se confunde con las ruinas y se vuelve parte del terreno. Intacto, el monasterio no nos era de ninguna ayuda… [Sin embargo], no bien fue arrasado, lo ocupamos de inmediato… Yo estuve allí unas cuantas veces, y la verdad es que brindaba una protección excelente. Ofrecía muchísimas posibilidades de defensa». En total, los aliados habrían de organizar cuatro operaciones diferentes a fin de tomar Montecasino. La primera se puso en marcha un mes antes del bombardeo del monasterio. El 17 de enero, los británicos del X cuerpo habían pasado el río Garellano, que corría a la izquierda del frente de combate, y la 36.a división estadounidense, apostada en el centro, había hecho otro tanto con el río Rápido. Las dos acciones fracasaron, por cuanto el mal tiempo, la falta de apoyo de unidades acorazadas, las dificultades del terreno y los poderosos contraataques alemanes obligaron a retroceder a los atacantes. No menos infructuosa fue la lucha que entablaron a continuación en las colinas que rodeaban Montecasino, y de hecho, el ataque se canceló antes de que tuviese lugar la incursión aérea. Los agresores sufrieron muchas más pérdidas que los defensores alemanes. Una de las divisiones estadounidenses, por ejemplo, perdió un 80 por 100 aproximadamente de sus integrantes al ver caer a más de dos mil de ellos[67]. El segundo intento, acometido los días que siguieron al bombardeo, no dio mejores resultados, pues las unidades del real regimiento de Sussex, el de fusileros de Rajputana y el de gurjas trataron en vano de desalojar a los alemanes. Otro tanto puede decirse de la tercera batalla, emprendida el 15 de marzo, en la que participaron, entre otras, tropas neozelandesas. Las defensas alemanas, y en particular la 1.a división de paracaidistas, que el general Harold Alexander denominó «la mejor… del ejército alemán», supieron resistir[68]. Joseph Klein formaba parte de aquel grupo selecto «constituido por soldados que habían luchado en Creta y en Rusia», y está persuadido de que una de las ventajas mayores y más obvias que poseían los alemanes era el poder de sus posiciones defensivas. «Yo pensaba: “¡Qué idiotez!”. ¿Qué sentido tiene enviar a los soldados [atacantes] a subir aquella pendiente de cuarenta y cinco grados? Por eso nos preguntábamos a menudo por qué eligieron aquel camino… Siempre atacaban por el lado más ancho y sobre los terrenos más impracticables que puedan imaginarse». La última tentativa de capturar Montecasino se acometió en mayo de 1944. Los dos meses que mediaron casi entre el tercer asalto y el cuarto habían permitido a los aliados disfrutar de unas condiciones meteorológicas más adecuadas y preparar una operación militar más abarcadora contra la línea alemana. En aquella ocasión, la misión de incapacitar aquella ubicación recayó sobre el II cuerpo polaco, comandado por el teniente general Władysław Anders. Su unidad recibió órdenes de «aislar» el monasterio atacando las montañas, fuertemente defendidas, que lo rodeaban. Anders comprendió enseguida que, para los polacos, aquel intento de captura de «las elevaciones de Montecasino» iba a ser más que una operación militar. «Me di cuenta —afirmaba— de que habría que pagar un precio muy alto en vidas humanas; pero tampoco pasé por alto la importancia que revestía la captura de Montecasino para la causa aliada, y sobre todo para la de Polonia, dado que teníamos la oportunidad de demostrar, de una vez por todas, que los soviéticos mentían al afirmar que no queríamos combatir a los alemanes. La victoria infundiría más valor al movimiento de resistencia que operaba en Polonia y cubriría de gloria a nuestro ejército[69]». El 11 de mayo, las tropas polacas organizaron su primer ataque a Montecasino, que formaba parte de la ofensiva general que habían emprendido los aliados contra la Línea Gustav. Aquél fue, conforme a la expresión de Wiesław Wolwowicz, el «bautismo de fuego» de los hombres de Anders[70]. Wolwowicz, quien tenía entonces veintidós años, servía en calidad de oficial del 16.o batallón de fusileros de Lwów, y había llevado a cabo, como muchos, un viaje largo y tortuoso hasta llegar a Italia. Durante el otoño de 1939, había sido capturado por los soviéticos en las inmediaciones de su ciudad mientras trataba de escapar en dirección oeste a fin de unirse al ejército polaco. Tras ser interrogado por la NKVD en la prisión Brigidki, de infausta memoria, se vio trasladado en tren a la Unión Soviética en la primavera de 1940, y una vez allí, condenado a cinco años de prisión y confinado en un campo de concentración de los montes Urales. Después de pasar unos meses talando árboles en el bosque en calidad de forzado, quedó en libertad cuando tuvo lugar la invasión alemana de la Unión Soviética, y entonces sentó plaza en el ejército de Anders. Más tarde, partió de suelo soviético con el II cuerpo polaco y comenzó a adiestrarse, primero en Iraq y luego en Palestina. Recuerda bien el momento en que oyó los «miles de cañones que se pusieron a bombardear» el lugar y subió las montañas la primera oleada de soldados polacos a fin de atacar. «La de Montecasino —declara— se considera una batalla difícil, y es cierto. ¿Se imagina un paisaje de rocas? Cuando el ejército alemán rompió el fuego, no había hierba ni arbustos: sólo rocas y escombros… No fue fácil… Cuando caía un proyectil sobre la piedra, ésta se rompía». Los polacos avanzaron sumidos en la oscuridad; pero la falta de lugares tras los que parapetarse y el feroz cañoneo de los alemanes, apostados por encima de ellos, causaron estragos entre los atacantes. Éstos, sin embargo, siguieron adelante, y alcanzaron la cumbre de la montaña adyacente a Montecasino, en donde tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo con los germanos. Tomasz Piesakowski tuvo noticia de la carnicería de las montañas colindantes a Casino mientras comandaba un grupo de morteros situados tras las líneas de combate. Procedía, como Wolwowicz, de Polonia oriental, territorio que reclamaba Stalin para su estado, y también él había estado preso en la Unión Soviética. Describe la batalla como «un infierno en la tierra», desatado cuando los polacos trataban de ocupar las tierras altas que defendían los alemanes. «Cuando fui al cementerio provisional [después de la batalla] para saber dónde estaban las tumbas de mis amigos, no podía creer lo que veía. ¡Había tantas…!»[71]. Los suyos fueron incapaces de retener el territorio conquistado, y Anders se vio obligado a ordenar la retirada. Como en otras ocasiones, los defensores de Montecasino —que a esas alturas no llegaban al millar— habían demostrado ser demasiado fuertes para los atacantes. Anders tenía claro por qué había fracasado aquella acción de guerra: «Las tropas de reserva del enemigo surgían, de pronto, de las cuevas en las que habían estado ocultas y efectuaban una serie de contraataques poderosos apoyados por certeros fuegos de artillería… y no tardamos en darnos cuenta de que resultaba más sencillo capturar una posición que mantenerla en nuestro poder[72]». Sin embargo, pese a aquel fracaso inicial, los polacos supieron ganarse el respeto de sus oponentes. «Eran soldados muy intrépidos —asevera el paracaidista alemán Joseph Klein—. De hecho, eran los más valientes de todos; pero lo que los movía era más semejante a una fuerza interior que llegaba casi a extremos de fanatismo… Miraban a la muerte a la cara y seguían avanzando cuando nadie lo hacía… Su sentido del deber resultaba devastador. Se dejaban llevar por una idea fija: “Tenemos que aguantar, demostrar a las fuerzas aliadas que somos dignos de contarnos entre ellas. Tenemos que romper la línea del enemigo”… A veces nos parecía increíble». El 16 de mayo, los polacos volvieron a cerrar, y en esta ocasión, Wiesław Wolwowicz y su unidad hubieron de avanzar hasta el campo de batalla. «Murieron muchos, y también hubo muchos heridos. Como yo estaba al mando, traté de ayudarlos en la medida de lo posible… Cuando uno manda un grupo de gente no piensa demasiado en el peligro. En el fondo, en realidad, lo tiene presente, aunque cree que no va a caer herido ni muerto. Pero en la práctica, claro, no siempre es así». Las condiciones que se vivían en el campo de batalla eran espantosas. Wolwowicz llegaba a «oler la descomposición de los cadáveres de nuestros soldados y de los animales que se pudrían al sol. Los cuerpos de los muertos estaban hinchados como toneles, y el hedor que desprendían era horrible; horrible. Quedaba prendido a uno mucho tiempo después, como una pesadilla que no para de perseguirlo… el olor que salía de los cadáveres de los soldados que yacían al sol». Esta vez, los polacos se las compusieron para retener sus posiciones avanzadas frente a una fuerza alemana que, aunque seguía resistiendo con fuerza, había quedado muy mermada. En el resto del frente, las tropas aliadas habían logrado avanzar a través del valle del Liris, lo que significaba que se abría ante ellos la posibilidad de rodear Montecasino, cosa que hicieron casi por completo el 17 de mayo. En consecuencia, el mariscal de campo Kesselring, comandante de las tropas alemanas, ordenó la retirada de la 1.a división de paracaidistas. El resto de soldados alemanes apostados en Montecasino —los que estaban tan enfermos o malheridos que no podían ser evacuados— se rindió a los polacos la mañana del 18. Poco antes de las diez de la mañana, los hombres de Anders plantaron sobre las ruinas del monasterio una bandera polaca roja y blanca improvisada. Aquella victoria fue famosa, aunque el precio que hubo que pagar fue elevadísimo, siendo así que en la batalla de Montecasino murieron o fueron heridos varios miles de polacos, y la mayoría de ellos —como la mayoría de cuantos combatían a las órdenes de Anders — procedía de las mismas regiones de Polonia oriental que reclamaba Stalin para sí. Mientras luchaban y morían en los afloramientos rocosos y los desfiladeros que poblaban las elevaciones de Montecasino, aquellos polacos abrigaban la esperanza de que su sacrificio ayudase a Polonia a convertirse en una nación libre e independiente. Sin embargo, por trágico que resulte, se equivocaban de medio a medio. AL FIN, EL SEGUNDO FRENTE A las siete y media de la mañana del 6 de junio de 1944, avanzaron por la arenosa playa del municipio normando de Ouistreham los carros de combate del 13.o-18.o regimiento británico de húsares. Formaban parte del ejército de invasión de más de ciento sesenta mil soldados aliados que habían de desplegarse en cinco playas principales, denominadas con los nombres en clave de Utah, Omaha, Juno, Gold y Sword. Había llegado el Día D, el del primer desembarco anfibio con oposición en importancia de cuantos habían tenido lugar en el litoral francés en algo menos de un millar de años. Aquella acción marcó también el principio del segundo frente que con tanto ahínco había solicitado Stalin desde el verano de 1941, y que, a su ver, Roosevelt había prometido tener listo dos años antes. «Seguimos adelante sin detenernos, y de pronto, oímos aquel sonido metálico en el casco de acero de las naves de desembarco —declara Sid Salomon, quien se contaba entre los comandos estadounidenses que participaron en el asalto a la playa Omaha, en donde toparon los aliados con una mayor resistencia—. Y aquel fulano dijo: “Nos están disparando los alemanes”. Podíamos verlos a lo lejos, apostados encima de los acantilados. Algo cayó al agua, y la sacudida me hizo volcar. Entonces oí gritar: “¡No os paréis! ¡No os paréis!”… Alargué la mano y, agarrándolo de la chaqueta, lo rescaté de la resaca. En ese preciso momento, cayó a mis espaldas un proyectil de mortero y me hizo caer de bruces pensando: “¿Qué diablos…? Debo de estar muerto”… En la playa había gente que había caído sin vida. Caían bombas, las ráfagas de ametralladora recorrían la arena y a nuestra derecha estalló una de las naves de desembarco, a la que habían alcanzado de lleno mientras ponía en tierra su carga. Aquellos tipos estaban bajando, y van y hacen saltar por los aires a aquel incauto. Un espectáculo espantoso. Infernal[73]». En cambio, los desembarcos del resto de las playas se efectuaron sin demasiados contratiempos. «Recuerdo haber hablado de ello con otro jefe de compañía y haber calculado que teníamos muy pocas posibilidades de atravesar con vida la playa —afirma Peter Martin, comandante del regimiento de Cheshire—; pero resultó que, a esas alturas, ya se había calmado todo, y no nos vimos hostigados por los fuegos del enemigo… Todo fue a pedir de boca, y ocasiones así son rarísimas en la guerra[74]». Mientras los aliados occidentales combatían por establecer una cabeza de desembarco en Normandía, el Ejército Rojo se disponía a emprender un ataque multitudinario al grupo de ejércitos Centro, a fin de intentar recuperar Minsk y expulsar a la Wehrmacht de la Unión Soviética. La magnitud de esta operación, fruto de las conversaciones mantenidas en Teherán, hizo que la del Día D pareciera insignificante. Los alemanes disponían de treinta divisiones apostadas en Occidente con las que hacer frente a la arremetida a que dieron principio los aliados con el desembarco, en tanto que las que seguían en el frente oriental, luchando contra las fuerzas soviéticas, ascendían a 165. En la ofensiva de junio, a la que Stalin asignó el nombre en clave de Operación Bagratión, en honor del héroe militar georgiano que combatió contra Napoleón, participaron más de dos millones de soldados del Ejército Rojo. «Nos preparamos de forma muy concienzuda para la Operación Bagratión —recuerda Veniamín Fiódorov, quien servía, a la edad de veinte años, en el 77.o regimiento de guardias de la infantería soviética—. Se destinaron a ella todos los recursos de que disponía la Unión Soviética. Cantidades ingentes de piezas de artillería, carros de combate y municiones, y un número elevadísimo de soldados de infantería[75]». El 22 de junio de 1944 (fecha del tercer aniversario de la invasión alemana), durante el bombardeo preliminar efectuado por su propio bando, no pudo evitar sentirse invadido por cierto temor reverencial. «Al mirar al frente, se veían terrones saltar por los aires y explosiones. Como quien enciende un fósforo. Fogonazos y más fogonazos. Un fogonazo y otro más. Y terrones [por los cielos]. Tras el bombardeo llegaron los aviones volando bajo. Todos estábamos más animados al ver que teníamos material militar de sobra». Para los alemanes, por una parte, la Operación Bagratión marcó el punto más bajo que había conocido hasta el momento su suerte en el terreno castrense (las pérdidas militares fueron mayores aún que las de Stalingrado). Quedaron destruidas por completo 17 divisiones, y otras 50 perdieron a la mitad de sus integrantes. Y la culpa de esta derrota no debe achacarse a nadie más que al mismísimo Hitler. Lejos de confiar a sus generales las decisiones que debían adoptarse en el campo de batalla, tal como había hecho en 1941, en los albores de la invasión de la Unión Soviética, optó por dar instrucciones tácticas directas a los comandantes del 9.o ejército que habían de hacer frente a la Operación Bagratión; órdenes que, además, se hallaban cada vez más desvinculadas de la realidad propia de las técnicas militares modernas. Una de las más debilitantes fue, por ejemplo, la de instaurar feste Plätze (o plazas fortificadas) destinadas a hacer las veces de fortalezas tras las líneas cuando avanzase el Ejército Rojo. En vísperas de la Operación Bagratión, el general Jordan, comandante del 9.o ejército, escribió las siguientes palabras: «El ejército cree que, aun en las presentes condiciones, sería posible rechazar la ofensiva del enemigo, aunque no en virtud de una directriz que exige la puesta en práctica de una defensa rígida en grado sumo… El ejército estima por demás peligrosas las órdenes de establecer plazas fortificadas, y en consecuencia, contempla con amargura la batalla que se aproxima, consciente de no tener más opción que acatar las instrucciones y adoptar medidas tácticas que su sentido común le impide aceptar como correctas y que han sido, en anteriores campañas victoriosas, motivo de derrota para el enemigo[76]». Esta idea de que Alemania estaba cavando su propia fosa se extendió aun a las clases de tropa. «A veces… recibíamos órdenes que no tenían sentido —asevera Heinz Fiedler, soldado raso de veintidós años que combatía en las filas del 9.o ejército—, procedentes de los mandos de la división o del cuerpo. Recuerdo cierto día en que nos hicieron recuperar a toda costa una posición, y el segundo teniente se había negado a atacar una vez más después de haber perdido a la mitad de sus hombres. Cuando, por fin, hizo lo que le mandaban, los aniquilaron: avanzaron una y otra vez hasta que murió el último de los soldados, y cosas como ésa hacen que uno se haga muchas preguntas. Pero así eran los tipos del estado mayor general: colocaban sus banderitas sobre el mapa y decían: “Hay que recobrar esta zona: da igual cuánto tengamos que sacrificar[77]”». Fiedler se contaba entre los alemanes que recibieron la orden de defender el fester Platz de Bobruisk tras el ataque del Ejército Rojo. «Por todos lados yacían cadáveres… Cuerpos sin vida, heridos, gente que gritaba, enfermeros y gente enterrada por completo, totalmente sepultada por los búnkeres y las trincheras que se habían derrumbado. Eramos insensibles al calor y al frío, a si era de día o de noche, a la sed y al hambre. Ni siquiera necesitábamos ir al baño. No puedo explicarlo: era tal la tensión a la que estábamos sometidos… Todo era una mierda, una verdadera mierda». Sólo después de quedar el fester Platz cercado por completo y sometido a un intenso bombardeo recibió la unidad de Fiedler, al fin, el permiso necesario para tratar de escapar. «Entonces llegó la última orden —señala—: teníamos que destruir todos los vehículos, matar a los caballos y tomar toda la munición y las provisiones de boca que pudiésemos llevar con nosotros. Sálvese quien pueda: vas y te rescatas a ti mismo». Fiedler se unió a otro grupo de soldados alemanes que trataba de abrir brecha en la línea soviética y llegar a donde se hallaba el frente germano en retroceso. Se encaminó «al oeste, en dirección al sol poniente», y vio cosas que aún lo atormentan. «Había —declara— un soldado raso, un crío, sentado al pie de un abedul. En Rusia hay montones de abedules. Él estaba sentado al pie de uno con los intestinos saliéndole del estómago. No dejaba de gritar: “¡Que alguien me pegue un tiro!”; pero todos pasaban a su lado sin detenerse. Yo me paré ante él, aunque no pude dispararle. Entonces, el segundo teniente de una unidad de zapadores le asestó el golpe de gracia con una pistola de siete milímetros en la sien. Y en ese momento lloré amargamente. Pensé en que si la madre de aquel desgraciado supiera cómo había muerto su niño… En lugar de eso, recibiría una carta del escuadrón que diría: “Su hijo cayó en el campo del honor, luchando por la Gran Alemania”». Si en julio de 1944, el ejército alemán perdió en el frente oriental a poco menos de doscientos mil combatientes, entre muertos y heridos, en agosto eran ya trescientos mil. En total, se calcula que las víctimas germanas de la Operación Bagratión rondaron el millón y medio. Hitler y sus generales jamás habían conocido una derrota igual. El Ejército Rojo avanzó con rapidez frente a la Wehrmacht, y el 3 de julio logró reconquistar Minsk, la capital de Bielorrusia. «Poco a poco, se fueron minando la moral de los alemanes y la confianza que tenían puesta en la victoria —recuerda Fiodor Bubenchikov, oficial soviético de veintiocho años—. Ya no gritaban: Heil Hitler!; se rendían gritando: Hitler Kaputt!»[78]. Aquel verano, tenía la sensación de «estar volando». «La victoria siempre hace que uno se sienta así, sea soldado raso o comandante, y todas nuestras unidades estaban empapadas de esa sensación». La Operación Bagratión, que aún no tiene en Occidente la celebridad que merece, marcó el culmen de la mudanza de fortuna que había experimentado el Ejército Rojo, no sólo en lo estratégico, sino también en lo que respecta al armamento. Los soviéticos se las habían ingeniado para incrementar la fabricación de equipamiento militar —lo que a menudo constituye la circunstancia más difícil—; de modo que, llegados a ese punto, habían comenzado a superar a los alemanes. Hacía tiempo que se daban indicios de que ocurriría algo así. En 1942, por ejemplo, los soviéticos manufacturaron veinticinco mil aeroplanos, diez mil más que los alemanes aquel mismo año. Y después, tanto en 1943 como en 1944, produjeron más carros de combate y piezas de artillería autopropulsada que su enemigo. Fue el impulso que dio Stalin a la industrialización a través del plan quinquenal de la década de 1930 lo que allanó el terreno para tan colosal aumento de producción. Y a esta explosión fabril fue a sumarse, claro está, la ayuda procedente de los aliados occidentales —de Estados Unidos, en su inmensa mayoría—. Pese a que el material bélico recibido de ellos no representó nunca más que un porcentaje menor del total de equipamiento militar soviético, revistió una gran importancia por la superioridad tecnológica que ofrecía a menudo. Éste fue el caso, por ejemplo, del camión Studebaker US6, empleado por el Ejército Rojo a modo de lanzadera de cohetes Katiusha. Sin embargo, en otra parte de la Unión Soviética, mientras el Ejército Rojo celebraba la victoria obtenida durante la Operación Bagratión, algunas de las numerosas gentes cuya vida había empeorado de forma considerable por la reorganización demográfica del territorio soviético acababan de empezar una nueva existencia mucho más amarga. LOS TÁRTAROS EXILIADOS Los más de los tártaros que deportó la NKVD desde Crimea fueron enviados a Uzbekistán, y la relación de lo que les ocurrió allí resulta de importancia no sólo por representar el punto culminante de uno de los actos de limpieza étnica más despiadados de la historia, sino por poner de relieve la actitud que adoptaron las autoridades soviéticas en la época en la que los aliados occidentales estaban a punto de tratar con Stalin de la suerte que habrían de correr los pueblos de la Europa oriental que no tardarían en verse sometidos al yugo de la ocupación soviética. Los desterrados hicieron el viaje a Uzbekistán en trenes de mercancías requisados por la NKVD, que tardaron varias semanas en llegar a su destino. Las condiciones que se daban en el interior de los furgones eran tan malas que muchos de los ocupantes —y en particular de los más ancianos y de los más jóvenes— perdieron la vida en el trayecto. Se calcula que el total de cuantos fallecieron antes de llegar a tierras uzbekas asciende nada menos que a siete mil[79]. «En nuestro vagón… murió un niño pequeño —recuerda Musfera Muslímova, que entonces tenía once años—, y para evitar que nos angustiásemos, los que hacían viaje con nosotros [dijeron]: “Niños, no miréis para allá”». Depositaron el cadáver al lado de la vía durante la parada siguiente. Y al llegar a Uzbekistán, a sus nuevos «alojamientos especiales», sufrieron persecución por parte de una proporción nada desdeñable de la población indígena. «A los uzbekos les dijeron: “Los que van a venir son caníbales —recuerda Musfera—: se comen a la gente, y en especial a los niños. ¡No dejéis que vean a vuestros pequeños, porque les chuparán la sangre!”. Y ellos se lo creyeron. Ni ellos ni nosotros, los tártaros, habíamos estudiado mucho». «A los uzbekos no les hacíamos mucha gracia —confirma Nazlajan Asánova, quien tenía catorce años cuando se vio deportada—. Decían siempre: “¡Por ahí van los traidores!”. Y en realidad, nosotros no éramos más que gente honrada… Resultaba de veras terrible, indescriptible. No existe en el mundo papel suficiente para expresarlo[80]». De cualquier modo, la vida de los tártaros no habría sido mucho menos funesta sin la antipatía de la población uzbeka, pues habían cambiado una de las regiones más fértiles de Europa —célebre por su clima templado y sus vinos aromáticos— por una tierra seca y árida en la que poca cosa podían cultivar. En verano, la temperatura podía superar los cuarenta grados centígrados, en tanto que en invierno descendía por debajo de los veinte bajo cero. La NKVD había dispuesto «alojamientos especiales» para ellos, muy similares a campos de trabajo, aunque sin alambre de espino, por ser éste innecesario: la naturaleza de aquel yermo y la presencia constante de guardias de la policía secreta hacían que estuviesen confinados de igual modo. Los obligaban a trabajar horas interminables en los algodonales de las granjas colectivas o en fábricas; pero por más que luchasen por mantenerse con vida, las condiciones eran tan penosas que muchos comenzaron a morir. La falta de medicinas y de alimentos adecuados resultó devastadora. «Nos obligaban a trabajar diez horas, dedicadas a labores agrícolas nada livianas —recuerda Refat Muslímov, quien en 1944 no tenía más que doce años—. Y no tardaron en aparecer las enfermedades. Una de las más temibles era la disentería, que iba asociada a las aguas sucias. También hubo quien murió de malaria. No teníamos medicamentos, ni médicos ni hospitales. La gente empezó a morir sin más. Mi abuelo pereció después de una semana, y la hermana de mi madre, mi tía preferida, sobrevivió una veintena de días antes de morir, un buen día, a causa del clima; por el calor, quiero decir… Cuando mi hermano [que contaba quince años] fue incapaz de seguir trabajando, comenzaron a golpearlo. Fuimos a quejarnos al comandante. »—¿Ha visto qué paliza le han dado? —le dijimos, y él respondió: »—No debían haberle pegado sin más: tenían que haberlo matado. ¡Os tendrían que matar a todos!». No era difícil explotar a un pueblo tan famélico. «Mi prima —declara Refat— se acercó a un uzbeko y le pidió pan. Él, que estaba casado, la obligó a entrar en su casa y, tras violarla, le dio un pastelillo. Ella no le dio importancia a semejante proceder, porque el hambre hacía que lo viera normal: habría estado dispuesta a hacer cualquier cosa». La mayor parte de los tártaros deportados estaba constituida por mujeres y niños, y apenas cabe sorprenderse de que este colectivo sufriera en particular: los más pequeños, por no serles fácil trabajar de braceros, y las madres, por tener que cuidar de sus hijos. En consecuencia, no hubo de pasar mucho tiempo para que Kebire Ametova, su madre, sus tres hermanas y su hermano comenzasen a pasar hambre. «Cuando una pasa una semana sin comer, puede tener la cabeza en su sitio, funcionando perfectamente; pero la lengua deja de movérsele». Su madre vendió cuanto tenía a fin de comprar alimento para la familia. Las primeras posesiones que perdió así fueron los pendientes y otras alhajas; pero meses después se había quedado sin nada que canjear. En consecuencia, Ziver, la hermana pequeña de Kebire, que sólo tenía dos años y medio cuando la deportaron, comenzó a morir de inanición. «Estaba tan hinchada que, de no haber sido por el pelo, no habríamos sido capaces de decir dónde tenía la cara. Lo tenía todo inflado, y el cabello era lo único que permitía determinar cuál era la parte posterior de la cabeza y cuál la anterior». La pequeña murió con tres años. Su madre lavó el cadáver y lo envolvió en un paño, y toda la familia la ayudó a cavar una tumba en aquella tierra dura. La madre de Kebire trató de ganar dinero para alimentar a los hijos que le quedaban con vida plantando nabos en la granja colectiva; pero las gélidas temperaturas invernales le produjeron congelación en una de las piernas, que se ulceró y se inflamó. Desesperada, hizo saber a Kebire y a su hermano que sólo iban a poder mantenerse con vida si la abandonaban, se dirigían a pie a la aldea más cercana y trataban de dar con alguien que se compadeciera de ellos. La menor tenía sólo diez años cuando dejó a su madre para vagabundear. Al ser niños, los dos hermanos lograron sortear el puesto de la NKVD que había en el confín de la granja colectiva e internarse en el bosque de las inmediaciones. Allí toparon con un uzbeko que se apiadó de ellos, los llevó a su casa y, tras darles comida, les dijo que, si querían subsistir, iban a tener que dedicarse a pordiosear. «Nos hizo saber lo que teníamos que decir —recuerda Kebire—: “Por el amor de Cristo, denos algo que comer: no tenemos padre, y nuestra madre está enferma”, y nos dijo adónde teníamos que ir. Nos dijo que lucháramos por salvarnos, sin sentir timidez: pedir no era robar, y no había pecado alguno en preguntar si alguien podía darnos comida… Así que empezamos a deambular mendigando en busca de algo que echarnos a la boca por el amor de Cristo. A veces, hasta mentíamos, diciendo que no teníamos padres, y nos daban comida… [Luego] le llevábamos a nuestra madre las patatas que hubiésemos conseguido o cualquier otra cosa que nos hubieran dado». Kebire y su hermano dormían al raso, muchas veces en el interior de algún tonel, cuando pedían limosna. Sin embargo, de cuando en cuando, algún aldeano uzbeko los cobijaba durante la noche. «Cuando nos quitaban la ropa para ponerla sobre la estufa y hacer que se secara, estaba tan llena de piojos que [parecía] pesar más que nosotros mismos». Si bien logró sobrevivir de este modo, Kebire no recibió educación alguna y creció analfabeta, lo que aún en nuestros días hace que se avergüence. Le robaron la infancia, según sus propias palabras. «No sabíamos lo que era vivir: nunca vimos nada parecido… Íbamos de un lado a otro, sin un techo bajo el que ampararnos… ¡Claro que es muy doloroso!». Los cálculos de la propia NKVD revelan que, dieciocho meses después de su llegada a Uzbekistán había muerto más de un 17 por 100 de los tártaros[81]. No es fácil determinar con precisión el número total de víctimas mortales que se dio durante aquel exilio, que se prolongó, oficialmente, hasta 1989. Algunos creen que las deportaciones acabaron con la vida de casi la mitad del pueblo exiliado. Lo cierto, sea como fuere, es que tamaño crimen figura —junto con el destierro de otros grupos étnicos como el de los chechenos o el de los calmucos—, entre las mayores atrocidades de cuantas se perpetraron durante la guerra. Aun después de pasar años en el exilio, algunos de los tártaros seguían creyendo los rumores que aseguraban que Stalin los había expulsado «por error» de Crimea. «Pensábamos —afirma Refat Muslímov— que al día siguiente nos volverían a meter en aquellos trenes para llevarnos de nuevo a nuestra patria… que alguien lo había llevado [al dirigente soviético] a hacer una cosa así o que no se había enterado. No le miento si le digo que había quien tenía preparado el equipaje y decía: “Nos vamos: por lo visto, ya han dado la orden. Stalin ha dado las instrucciones necesarias, y lo único que debemos hacer es esperar al tren”». Sin embargo, hoy que saben sin lugar a dudas quién fue el responsable de aquella atrocidad, los tártaros no pueden menos de concentrar su ira en el hombre que autorizó las deportaciones… y que jamás envió el tren que debía rescatarlos: Yósiv Stalin. «Era un carnicero —sentencia Muslímov— que llevó a la muerte a millones y millones de personas. Un carnicero de verdad. Deberían juzgarlo. El mundo se ha olvidado de él, pero por lo que hizo, merece que lo juzguen. ¡Exijo que lo pongan ante un tribunal! Por más que esté muerto, habría que enjuiciarlo, ¡y castigarlo!». EL REGRESO DEL EJÉRCITO ROJO Después del ataque efectuado al grupo de ejércitos Centro en virtud de la Operación Bagratión, el Ejército Rojo siguió avanzando en dirección a Polonia oriental y lanzó la ofensiva LwówSandomierz, poderosa acometida en la que participó más de un millón de soldados soviéticos del 1.er frente ucraniano, acaudillado por el mariscal Kónev. En julio de 1944, los soviéticos se aproximaron a Lwów, ciudad que habían conquistado por vez primera en septiembre de 1939 tras ponerse de acuerdo con los nazis. «En 1944, cuando el Ejército Rojo llegó allí por segunda vez, fue, claro, mucho peor —denuncia Anna Levitska, adolescente a la sazón—. Ya nos habíamos formado una idea de cuáles podían ser las consecuencias, por los arrestos que había habido entre 1939 y 1940… Así que, como puede suponerse, fue aterrador». Recuerda el día en que se acercó a ella y a su familia un anciano que les dijo: —Ésta es la segunda vez [que vienen los soviéticos]. La primera fue mejor. —¿Por qué? —quisieron saber ellos. —Porque vinieron y se fueron; pero esta vez, cuando vengan, no va a haber modo de hacer que se vayan. Viacheslav Yablonski participó en el colosal asalto estival a la ciudad que emprendieron los soviéticos, aunque no en calidad de soldado ordinario, pues, en cuanto miembro de escuadrón selecto de la NKVD, tenía un cometido específico. Junto con dos docenas de compañeros de la policía secreta y una unidad del Ejército Rojo, entró en Lwów antes de que hubiesen tenido tiempo de retirarse los alemanes. Montados en Studebaker estadounidenses, se dirigieron, a través de las calles menos transitadas, al cuartel general de la Gestapo. Los soviéticos no desconocían el lugar, siendo así que la policía secreta alemana se había limitado a ocupar las antiguas oficinas de la NKVD, que antes, dicho sea de paso, habían albergado a la policía secreta polaca, y antes de aquello, al servicio de información austrohúngaro (hoy las ocupa la policía ucraniana). La labor que tenían que llevar a término era sencilla, aunque revestía una importancia vital: habían de ocupar el cuartel general de la Gestapo antes de que lo abandonasen los alemanes para hacerse con la información del servicio de espionaje y determinar así —o al menos eso esperaban— quién había estado colaborando con los nazis. Llegaron en el preciso instante en que los germanos cargaban los archivos en camiones, y tras escalar los muros que rodeaban el edificio y abatir a los guardias, lograron impedir que arrancaran. Entonces, echaron a correr hacia el interior del edificio y se dirigieron al sótano, en donde sabían que se guardaban los documentos secretos, y mientras los alemanes que quedaban dentro trataban de escapar, presos del pánico, los de la NKVD protegieron el lugar y, tras examinar las fichas que habían encontrado, se pusieron a buscar a todo aquel que figurase en ellas en calidad de informante. Yablonski también recurrió a confidentes adeptos al estalinismo a fin de saber quién había estado colaborando con los alemanes o era, sin más, antisoviético. «Teníamos que recabar de ellos información acerca de los individuos peligrosos. Ellos nos decían quién odiaba el poderío soviético y constituía una amenaza para nosotros, y entonces nosotros lo buscábamos para arrestarlo… [P]uede ser que estuvieran diciendo cosas negativas de nosotros o simplemente nos tuvieran por malvados». Una vez detenidos por el crimen de «hablar mal» de la ocupación soviética, se les condenaba, por lo común «a unos quince años de trabajos forzados». «Ahora me parece cruel —reconoce—; pero en aquel momento, con veintidós o veintitrés años, no me lo parecía… Ahora lo entiendo porque soy mayor. Aquélla no fue una época muy democrática. Hoy, uno puede decir cualquier cosa; pero entonces, no: la mayoría de las cosas estaba censurada, y nadie podía hablar mal de la Unión Soviética. Así que a todos nos parecía normal». Pese a estar convencido ahora del carácter cruel de la postura soviética, Yablonski recuerda con cariño los años que sirvió en la NKVD durante la ocupación de Lwów. «Estoy orgulloso de ello — admite—, y tengo por seguro que estaba haciendo lo correcto. Tenía la sensación de estar vivo. Estaba empezando, aprendiendo. Amaba a mi país y creía que era lo correcto. Ganamos una guerra increíble, y estoy orgulloso de la Unión Soviética y de haber formado parte de ella, y de haber sido lo bastante valiente para sobrevivir a la guerra sin defraudar a mi nación[82]». Era evidente que los soldados soviéticos como Viacheslav Yablonski entendían que estaban reclamando Lwów como parte del territorio soviético, y no tenían intención de volver a renunciar a la ciudad. Y los primeros que supieron de tan desalentadora realidad fueron los integrantes del ejército popular clandestino, combatientes voluntarios que habían permanecido ocultos durante la ocupación nazi, aguardando el momento de contraatacar, y desempeñaron una función muy importante en la batalla que permitió a los soviéticos recuperar Lwów. Durante aquella feroz contienda, que se extendió del 23 al 27 de julio, habían ayudado al Ejército Rojo unos tres mil soldados acaudillados por el coronel Władysław Filipkowski[83]. Sin embargo, una vez obtenida la victoria, las autoridades soviéticas arrestaron a los oficiales y obligaron a las clases de tropa a sentar plaza en unidades de las fuerzas estalinistas. A tiempo que eliminaban el ejército popular clandestino, las autoridades soviéticas trataron de reimplantar de inmediato las instituciones de vigilancia que habían creado durante la primera ocupación de la ciudad. «En 1944, volvieron a imponer su ley —recuerda Anna Levitska—. Organizaron las escuelas en conformidad con su propio sistema. Todos los alumnos tenían que pertenecer, por fuerza, a las Juventudes Comunistas, y se acabaron, claro está, las clases de religión, que fueron sustituidas por aquellas conferencias sobre el ateísmo. También era obligatorio estudiar la historia del Partido Comunista. Los rudimentos del marasmo y el leninismo pasaron a ser las materias principales». Al ver que se estrechaba el cerco puesto por la Unión Soviética a Polonia, Anna no se limitó a culpar a Stalin y al resto de su gobierno del sufrimiento del pueblo leopolitano. «Nos sentíamos traicionados —concluye—, porque habíamos abrigado la esperanza de ver a Occidente reaccionar de otro modo… Aún confiábamos en que Inglaterra y Francia [vendrían en nuestro auxilio]; pero no ocurrió nada semejante». El 26 de julio de 1944, cuando aún no habían callado los fuegos de la batalla de Lwów, el general Anders tuvo oportunidad de conocer en persona al rey Jorge VI en Perusa. El monarca británico había volado a Italia con el seudónimo de general Collingwood a fin de felicitar a las fuerzas aliadas por sus progresos. Durante la cena, asistió al concierto que ofreció la banda del II cuerpo del ejército polaco, y hallando una de las piezas de su agrado en particular, quiso saber el título, le informaron de que se trataba de una de sus favoritas, llamada Y si alguna vez vuelvo a nacer, que sea en Lwów[84]. 5 A dividir Europa EL ALZAMIENTO DE VARSOVIA No fue sólo Polonia oriental lo que quedó al alcance de Stalin de resultas de la ofensiva de aquel verano de 1944, sino que también puede decirse lo mismo de la región de poniente del país, territorio que ni siquiera había reclamado para la Unión Soviética. Y aunque el dirigente soviético no tenía intenciones de incorporar a su imperio aquella última, lo cierto es que no pensaba renunciar a ejercer su «influencia» sobre ella. Por consiguiente, aquél se transformó en un momento propicio al desencadenamiento de conflictos. Los soviéticos seguían porfiando en su empeño en disponer de una Polonia «amiga», y aun así — por causa de la controversia entablada en torno a la matanza de Katyń— se negaban a reconocer al gobierno polaco exiliado en Londres. En aquel momento, se disponían a instaurar su propia Administración títere en Polonia occidental, y en consecuencia, el 28 de julio de 1944 transfirió de la Unión Soviética a la ciudad de Chełm a un grupo de políticos polacos escasamente conocidos que estaban dispuestos a colaborar con el régimen estalinista. El partido, que tenía la denominación oficial de Comité Polaco de Liberación Nacional, aunque más tarde se conocería con el nombre colectivo de «polacos de Lublin» —por haber trasladado su sede, a principios del mes de agosto de 1945, a la ciudad del mismo nombre—, se había declarado, en un «manifiesto» publicado en Moscú el 2 de julio, a favor de cierta variedad de ideas de izquierda, como la nacionalización, y del establecimiento de una frontera «justa» con la Unión Soviética (coincidente, de hecho, con la Línea Curzon). Y se había erigido, con el beneplácito de sus señores soviéticos, en el gobierno de hecho de la Polonia «liberada». Nikolái Bulganin, integrante de relieve del Comité de Defensa Estatal de la Unión Soviética, viajó desde Moscú para ejercer de representante de Stalin en el gobierno títere de Lublin, quien, en efecto, debía responder ante él. Lo acompañaba Iván Serov, miembro de la NKVD que había dirigido las deportaciones de Polonia oriental entre 1939 y 1941, durante la ocupación soviética, y que tenía por cometido «ayudar» a los polacos a administrar aquel territorio recién liberado. Huelga decir que la imposición de un régimen subyugado a Stalin no era algo que pudiesen aceptar ni los aliados occidentales ni el gobierno oficial del país. La situación se complicaba aún más por la presencia, en suelo soviético, de cien mil combatientes del movimiento clandestino polaco (el Armia Krajowa, o Ejército Nacional), que debían lealtad al ejecutivo exiliado en Londres. Stalin había dejado clara, durante la Conferencia de Teherán, la opinión que le merecía este grupo de resistencia al hacer caso omiso de él por considerarlo un puñado de delincuentes, y la actitud del Ejército Rojo al respecto había quedado puesta de relieve sobre el terreno en Lwów, en donde había desarmado a los soldados del Armia Krajowa que lo habían ayudado a arrebatar la ciudad a los alemanes. Este género de persecución formaba parte, si lugar a dudas, de un plan más amplio, por cuanto, aquel mismo mes de julio, por ejemplo, los soviéticos disolvieron las fuerzas nacionales que habían colaborado con ellos en la captura de Vilna, arrestaron a sus oficiales e integraron a las clases de tropa en las unidades polacas que servían en el seno del Ejército Rojo[1]. Así estaban las cosas cuando las diversas partes en liza centraron su atención en Varsovia. Los sucesos que iban a tener lugar en la capital cuando su población se alzó en armas contra los ocupantes alemanes, entre el verano y los albores del otoño de 1944, estaban llamados a revelar al mundo las tensiones y conflictos internos que plagaban las relaciones entre Occidente y la Unión Soviética estalinista, y que con tanto ahínco habían tratado de ocultar Churchill, Roosevelt y sus respectivos servicios de propaganda. Durante aquel proceso, iba a crearse en torno a la rebelión de los varsovianos una serie de mitos, entre los que destaca la afirmación de que habían sido los soviéticos quienes habían incitado a los polacos a sublevarse por medio de halagos y promesas de ayuda. Si bien es cierto que éstos habían emitido programas de radio en los que se alentaba al pueblo de Varsovia a creer en la inminencia de la liberación, no puede decirse que se tratara de un intento directo de organizar con el Ejército Nacional un ataque conjunto a la capital de Polonia. Los llamamientos eran demasiado poco explícitos para suponer tal cosa, tal como puede inferirse, por ejemplo, del anuncio que hizo el 29 de julio Radio Moscú. «Ha llegado [para Varsovia] la hora de entrar en acción», decía, y añadía: «quienes jamás han humillado la cabeza ante el poder hitleriano volverán a unirse, como en 1939, a la lucha contra los alemanes, esta vez para emprender una acción decisiva». Asimismo, al día siguiente, la PKWN, emisora radiofónica autorizada por la Unión Soviética, informó del avance de las fuerzas soviéticas con la siguiente afirmación: «[Vienen] a traeros la libertad[2]». Aun así, estos testimonios distan mucho de constituir instrucciones directas al Armia Krajowa varsoviana para rebelarse de forma coordinada contra los alemanes y unir esfuerzos con el Ejército Rojo que progresaba en dirección a la capital. De hecho, no pasaban de ser despliegues retóricos de aliento. El Ejército Nacional varsoviano, junto con los polacos de Londres, se enfrentaba a una difícil disyuntiva política: sabían que, de no hacer nada y quedar liberada la capital por el Ejército Rojo antes de que pudiesen sublevarse, los soviéticos quedarían en una posición aún más favorable cuando llegara el momento de entablar negociaciones tras la guerra —pues al cabo, el Armia Krajowa no haría sino demostrar que adolecía de la incompetencia que siempre le había atribuido Stalin—; pero, por otra parte, si las fuerzas clandestinas se alzaban mucho antes de la llegada del Ejército Rojo, estaban condenadas a ser aniquiladas por los alemanes. Por consiguiente, era de vital importancia determinar el momento exacto en que había que emprender el levantamiento. Cumplía, por lo tanto, hacer lo posible por coordinar cualquier sublevación con la inminente llegada del Ejército Rojo; pero tal era la desconfianza que existía entre las dos partes, que el gobierno polaco de Londres se veía incapaz de acometer dicha empresa. El 26 de julio, su dirigente, el primer ministro Stanisław Mikołajczyk, autorizó al Armia Krajowa varsoviana a «pronunciarse en el momento que estime más conveniente», aunque lo hizo contraviniendo por entero el consejo del comandante en jefe de las fuerzas polacas de Londres, quien había dicho: «Toda insurrección que se haga efectiva sin mediar un entendimiento cabal con la Unión Soviética y la cooperación real del Ejército Rojo está condenada a carecer de justificación desde el punto de vista político y no ser, desde el militar, más que un acto de desesperación[3]». Aun así, el comandante del Ejército Nacional varsoviano dio orden de acometer el alzamiento, sin notificación previa a las autoridades soviéticas, a las cinco de la tarde del primero de agosto — momento conocido como «la Hora W»—. Lo hizo teniendo en cuenta no sólo la proximidad del Ejército Rojo, sino también el llamamiento que habían hecho los alemanes, el 27 de julio, a cien mil paisanos polacos para que se rindieran y ayudasen a erigir las defensas de la capital. El Armia Krajowa, como es de esperar, se mostró recelosa ante esta orden, e instó a sus conciudadanos a desobedecer. Por lo tanto, los cabecillas de la resistencia juzgaron acertado emprender entonces la rebelión. Decidieron jugar el todo por el todo… y perdieron. Zbigniew Wolak se contaba entre los primeros que entraron en combate. A sus diecinueve años, acaudillaba una unidad del Ejército Nacional. Su padre, comandante del ejército regular polaco, había muerto en 1939, y a su madre la habían matado en un campo de concentración nazi. Había pasado los dos últimos años trabajando de mozo de cuerda en la estación central de ferrocarril de Varsovia, y había ocupado su tiempo libre en adiestrarse con las fuerzas clandestinas. Él y sus camaradas habían oído que los soviéticos estaban oprimiendo a los soldados del Armia Krajowa en otras ciudades de Polonia, y a su modo de ver, fue esta noticia la que dictó, por encima de cualquier otra consideración, el momento en que debía efectuarse el alzamiento. A las siete de la tarde del primero de agosto, Zbigniew y su unidad salieron a las calles de cierto barrio periférico con la frente cubierta por una cinta con los colores blanco y rojo de la bandera polaca. «Imagínese —refiere—: después de cuatro años de ocupación, aquel hermoso día de agosto lleno de gente, de mujeres con niños y trabajadores que volvían a casa, aparecen de pronto en la calle sesenta y cuatro insurgentes armados. Poco después, comenzarían a caer muertos[4]». Su sección formaba parte de otra más numerosa que debía asaltar un barracón militar alemán. No disponían de más armas que pistolas, fusiles y granadas de mano. A su lado caminaba un joven llamado Zazek, amigo íntimo suyo y estudiante de ingeniería eléctrica. Zbigniew recuerda haberlo alentado a participar en aquella batalla. «El Ejército Nacional basaba su reclutamiento en la confianza: uno sólo podía presentar a alguien en caso de conocerlo muy bien. Él era uno de mis mejores amigos, pero no estaba interesado en la lucha clandestina. Estaba matriculado en la universidad, se había enamorado de una muchacha y quería ser científico. En 1943, un día que paseábamos juntos, le dije algo de lo que aún me estoy arrepintiendo. En aquel tiempo, yo estaba aprendiendo inglés leyendo libros, y tomé prestado uno sobre la Primera Guerra Mundial en el que había [una ilustración de] una sala de estar típica de Inglaterra, y en ella, sentado frente al hogar, un sargento de la época con un niño en el regazo que le preguntaba: “Dime, papá: ¿qué hiciste tú durante la guerra?”. Se me ocurrió decirle a Zazek: “Cuando acabe la guerra y te pregunten tus hijos lo que hiciste tú, les vas a tener que responder: ‘Nada: me dediqué a estudiar’, y vas a lamentarlo el resto de tus días”. Recurrí al chantaje moral [y por consiguiente] aceptó unirse al Ejército Nacional». Sin embargo, aquel primer día de agosto, no lo eligieron para formar parte del ataque debido a la imposibilidad de dotar de armas a todos los voluntarios. Cuando la unidad se disponía a salir para llevar a término su misión, Zbigniew vio a su amigo mirando por la ventana. «¡Vaya! —le gritó—: Otra vez quisieras estar fuera de todo esto». Herido por el comentario, Zazek se dirigió al comandante local del Armia Krajowa y le rogó que le diese dos granadas de mano a fin de poder participar en la operación. Cinco minutos más tarde, se hallaba al lado de Zbigniew cuando comenzó el ataque. «Caminaba un paso por delante de mí —recuerda su amigo—, y lo alcanzó en el pecho una ráfaga de granada. Cayó de espaldas, con aquellas dos granadas en las manos… ¡Es terrible ver a alguien vivo, hablar con un muchacho hermoso y apuesto y [momentos más tarde] verlo tumbado de aquella manera! Y lo peor de todo era que había sido yo quien lo había metido en aquello». Aquélla fue la devastadora introducción de Zbigniew en la realidad de la batalla. La familia de Zazek, por su parte, jamás logró recobrarse de la pérdida de aquel hijo. Cuando aquél fue a visitar su apartamento tras la guerra, vio una «fotografía enorme» de su amigo enmarcada en negro y engalanada con flores. Su madre miró al recién llegado y le preguntó: «¿Por qué tuvo que morir él, y no tú?». «Cosas como ésta —afirma Zbigniew— son las más difíciles de sobrellevar». En los pocos días que duró el levantamiento, y pese a la falta de armamento pesado, el Ejército Nacional se las compuso para hacerse con cierto número de distritos relevantes de la capital, y en particular con los callejones del sector antiguo del centro varsoviano. Aun así, en la margen izquierda del Vístula, la rebelión gozó de un éxito mucho más reducido, dado que era allí donde se concentraban en mayor cantidad las tropas alemanas. Los milicianos sabían que antes de que transcurriesen unos cuantos días sufrirían un contraataque enérgico de las fuerzas de ocupación. Además, los combatientes polacos sólo dominaban partes aisladas de Varsovia, entre las que ya estaba resultando difícil mantener la comunicación. Lo que necesitaban en aquel momento era lo mismo que habían necesitado desde el principio: ayuda del exterior. El dirigente del gobierno polaco exiliado sabía mejor que la mayoría que el alzamiento estaba condenado al fracaso sin el auxilio práctico de los aliados, y, sin embargo, había decidido que era mejor dar primero el visto bueno a la insurrección y después —siendo aquélla ya un hecho consumado— presionar a los otros estados para obtener su colaboración. Quizá debía haber sabido de antemano que semejante estrategia no iba a funcionar con Yósiv Stalin. Mikołajczyk, que había integrado de forma activa el Partido Campesino de Polonia desde la década de 1920 y aún no había superado los cuarenta y tres años de edad, había viajado a Moscú para reunirse con el dirigente soviético después de autorizar el levantamiento, aunque llegó a su destino el día 30, dos días antes de que los varsovianos se alzaran en armas. El tiempo le apremiaba: necesitaba con urgencia que Stalin le garantizase que el Ejército Rojo iba a ayudar a los insurgentes. Por desgracia, para Mikołajczyk en particular, y para el Armia Krajowa en general, el soviético no pensaba lo mismo. Para empezar, tal como hemos visto, su gobierno, amén de no reconocer al de los polacos de Londres, estaba haciendo cuanto estaba en sus manos por destruir el poder de las milicias de la resistencia de las secciones de Polonia que había liberado hasta entonces el Ejército Rojo. Y aunque Stalin se hacía cargo de que británicos y estadounidenses considerarían una ofensa el que se negara a conceder audiencia a la delegación visitante, también era muy consciente de que no estaba obligado a mostrarse complaciente con ellos. En consecuencia, los polacos recibieron un trato por demás desatento desde el momento mismo de su llegada, y así, después de haberse visto desairados en el aeropuerto, supieron que el dirigente soviético estaba «demasiado ocupado» para recibirlos. Cuando Mólotov se reunió con ellos el día 31, se limitó a preguntar: «¿A qué han venido?», y les propuso que se reunieran, mejor, con los polacos de Lublin —el gobierno polaco sumiso a la voluntad de Stalin—. No lograron ver al dirigente soviético hasta la noche del 3 de agosto, momento en el que, claro está, se hallaba ya en marcha la sublevación y los varsovianos, mal armados y desesperados por obtener ayuda, morían en las calles de la capital polaca. La víspera de aquel encuentro con Stalin, Churchill había presentado un análisis por demás optimista de la situación ante la Cámara de los Comunes. En él, había asegurado que los británicos habían hecho cuanto estaba en su poder por que Stalin se aviniera a recibir al primer ministro polaco. «Los ejércitos rusos… tienen en sus manos la liberación de Polonia», aseguró, y añadió, por otra parte: «tenemos en nuestras fuerzas armadas varias divisiones polacas de sobrada gallardía combatiendo a los alemanes». Para él, la solución era evidente: «Vamos a hacer que se unan[5]». Sin embargo, se hacía necesaria una condición previa que ya conocemos: que Polonia fuese «amiga de Rusia». Dada la vastedad del abismo que existía entre los polacos de Londres, que tenían a los de Lublin por simples secuaces de Stalin, y éste, que había acusado a los primeros de haber colaborado con los nazis, las declaraciones que hizo Churchill ante la Cámara de los Comunes resultaban fantasiosas en extremo. La lectura de las minutas detalladas de la reunión que mantuvieron Mikołajczyk y otros representantes del gobierno polaco exiliado con Stalin y Mólotov resulta tan reveladora como dolorosa[6]. Apenas cabe dudar, habida cuenta de lo inamovible de las posiciones de cada una de las partes presentes y la colosal disparidad de poder real que existía entre ellas, de que el encuentro estaba abocado al fracaso. Aun así, lo más notable de todo es el modo como, al parecer, malinterpretó el primer ministro visitante la realidad de la situación. Aun sabiendo que del resultado de aquellas conversaciones mantenidas en el Kremlin dependía el destino de millones de habitantes de Varsovia, en su intervención inicial, larga y un tanto pesada, mencionó un «programa» de cuatro puntos del que deseaba tratar con el dirigente soviético, y entre ellos, el levantamiento de Varsovia ocupaba el último lugar, después de asuntos como «la ampliación del alcance del acuerdo firmado por Polonia y la Unión Soviética en 1941», relacionado con la administración de los territorios polacos liberados. Y aun cuando se refirió a la sublevación de la capital, lo hizo en el contexto de su deseo de celebrar elecciones fundadas en el «sufragio universal». Lo cierto es que, llegado al final de su disertación, dijo sin más ambages a Stalin: «Y ahora, he de pedirle que ordene enviar ayuda a las unidades que tenemos luchando en Varsovia»; pero la fuerza de su solicitud quedó mitigada por la hojarasca que la había precedido. Su anfitrión se limitó a responder: «Daré las instrucciones necesarias» (adjetivo que no resultará extraño a quienes conozcan el carácter del soviético, por cuanto lo que pueda ser una orden «necesaria» depende de la interpretación individual de cada uno). Acto seguido, hizo ver a Mikołajczyk que no había hecho referencia alguna al Comité de Liberación Nacional —el de los polacos de Lublin—, con los cuales su estado ya había llegado a un entendimiento. «¿Es posible — concluyó— que no se haya dado cuenta de la importancia de este hecho?». La respuesta del polaco, tan prolongada como emotiva, incluía la siguiente petición: «Los cuatro principales partidos políticos de Polonia representados en este gobierno [el de los exiliados de Londres] y que llevan cinco años sosteniendo la lucha contra Alemania deberían tener voz en el asunto». Sin embargo, teniendo de interlocutor a Stalin, aquello fue como hablar a la pared. Cuando Mikołajczyk guardó silencio, el soviético se limitó a preguntar: «¿Ha acabado ya?», y a continuación, dejó bien claro que si había accedido a reunirse con él había sido a instancia de Churchill, y con la intención de acordar una «unión» con los polacos de Lublin. El visitante presentó entonces la extraordinaria solicitud de que le permitiese «viajar a Varsovia», y Stalin hubo de recordarle: «Quienes están allí son los alemanes». Los dos reafirmaron entonces sus respectivas posiciones. El soviético quería que los polacos de Londres tratasen con los de Lublin, y Mikołajczyk reiteró que, si bien él estaba dispuesto a colaborar, los últimos no representaban «sino a una sección insignificante de la opinión pública de los polacos». Las dos partes habían estado conversando sin que sus posturas llegaran a encontrarse, y Stalin se permitió hablar cada vez con más franqueza, revelando abiertamente el desdén que profesaba al Ejército Nacional polaco. ¿Qué ejército es ése —preguntó—, si no tiene artillería, carros de combate ni fuerza aérea? Ni siquiera dispone del número de fusiles que necesita. Poca utilidad puede tener en la guerra moderna. No es más que un puñado de unidades de guerrilleros, y no un ejército regular. Tengo entendido que el gobierno polaco ha ordenado a sus unidades que expulsen a los alemanes de Varsovia, y me pregunto cómo van a hacerlo: sus fuerzas no están a la altura. De hecho, esa gente no lucha contra Alemania: se limita a esconderse en los bosques, porque es incapaz de hacer nada. Cuando llevaban poco menos de una hora reunidos, Stalin hizo patente su desprecio al contestar a la llamada telefónica de uno de sus subordinados inmediatos. Después de colgar, repitió que los soviéticos se enfrentaban al riesgo de que «los polacos se pele[as]en entre sí», a lo que añadió una conclusión inquietante: «Jamás vamos a permitir tal cosa». Estaba, qué duda cabe, tergiversando la realidad, tal como sabían bien los polacos que se hallaban en la sala con él. Mikołajczyk había dicho la verdad: en cuanto a experiencia política y a popularidad, no había punto de comparación entre los representantes del gobierno polaco en el exilio y el grupo constituido por los soviéticos en Lublin. Stalin estaba tratando de medir con el mismo rasero dos colectivos entre los que no existía parangón, aunque él nunca había tenido dificultad alguna en fundar un argumento en una falsedad para después aferrarse a él con todas sus fuerzas. Basaba su política brutal en el poderío militar —tan colosal como eficaz— que tenía a su disposición. Tal intransigencia mostró respecto de la necesidad de que los polacos de Londres negociaran con los de Lublin, que llegó un momento en que el encargado de levantar acta se vio obligado a escribir: «Todos tienen la impresión de que es inútil seguir discutiendo». A continuación, Mikołajczyk trató de razonar con Stalin acerca de la posición que habría de ocupar la frontera oriental de Polonia tras la guerra; pero el soviético, que no había dado su brazo a torcer ante Roosevelt y Churchill, no iba a modificar ante él su postura en lo relativo a la Línea Curzon. Con aires de superioridad moral, sentenció en tono solemne: «Soy muy viejo para actuar en contra de mi conciencia». Entonces, una vez más, interrumpió el diálogo para atender a una llamada de teléfono, y poco después, preguntó, con la intención evidente de dar por terminada la reunión, si los polacos tenían «algún otro asunto que discutir» con él. Mikołajczyk respondió que «nada más que esas dos cuestiones fundamentales concernientes a las relaciones entre Polonia y la Unión Soviética y a las fronteras». Y con esto, se despidieron poco antes de la medianoche. Aquél fue un encuentro singular. Si el primer ministro polaco, hombre relativamente inexperto, había sido víctima de humillación por parte de Stalin había sido, hasta cierto punto, por su propia culpa. En lugar de hacer que la discusión se centrase en la medida práctica que se requería en aquel instante —la ayuda que necesitaban los sublevados de Varsovia—, trató, por un lado, de hacer ver que estaba tratando con un hombre de categoría política comparable a la suya, y por el otro, de servirse de aquella ocasión para abordar asuntos que ya sabía, merced a la información que le había proporcionado el embajador del Reino Unido en Moscú, que resultaban odiosos a los soviéticos. Si Stalin se mostró renuente a ayudar a los polacos, Churchill, en cambio, reaccionó de inmediato ante la grave situación en que se hallaban los habitantes de Varsovia, pues la lucha que estaban empeñando en las calles y los parques de la ciudad constituían, precisamente, el género de empresa romántica capaz de llamar su atención. El 4 de agosto, un día después de que el soviético se reuniera en Moscú con la delegación polaca, envió un cablegrama al primero con el siguiente contenido: A petición urgente del ejército de la resistencia clandestina de Polonia, nos disponemos a lanzar, si el tiempo no lo impide, unas sesenta toneladas de equipamiento y municiones al sector suroeste de la ciudad, en donde, al parecer, están luchando con fiereza los polacos que se han alzado contra los alemanes. También se dice que han solicitado ayuda de Rusia, cuyas tropas parecen encontrarse a muy escasa distancia. Dado que están sufriendo los ataques de una división germana y media, tal vez pueda ser útil a las operaciones soviéticas[7]. Tadeusz Roman se contaba entre los pilotos polacos de la RAF que trataron de auxiliar a los insurgentes varsovianos. A sus veinticinco años de edad, ya había pasado cierto tiempo en una prisión soviética tras ser detenido mientras trataba de huir de Polonia oriental. Después del armisticio de 1941, había puesto rumbo a poniente, y su condición de entusiasta de la aviación lo había llevado a sentar plaza en las fuerzas de bombarderos de la RAF. En el momento que nos ocupa, se hallaba apostado en Brindis, ciudad de la Italia meridional, con el resto de la escuadrilla polaca. Para él, la de ayudar a los suyos era una cuestión de honor y de amor fraternal. «Allí [en Varsovia] estaban mis amigos —recuerda—. Mi hermano se encontraba [en Polonia], y bien podía estar en la capital [aunque no lo estaba]. Nadie se negó [a prestar su colaboración]; ni uno solo[8]». Del sur de la bota hasta Varsovia había un trayecto largo y peligroso de entre diez y once horas, uno de los más largos y peligrosos de la guerra. Los aeroplanos comenzaron a despegar de Bari y de Brindis el 4 de agosto, y la operación estuvo dominada, en un principio, por la 1568.a escuadrilla polaca. Entre aquella fecha y los primeros días de septiembre se efectuaron más de doscientos vuelos, que lanzaron un total de más de cien toneladas de provisiones[9]. En la operación perdieron la vida unos ochenta aviadores polacos, junto con más de un centenar procedentes de otras naciones aliadas, muchos de ellos sudafricanos. Los bombarderos no habían de enfrentarse sólo a las defensas antiaéreas dispuestas en torno a Varsovia, sino también a la ruta prolongada y tortuosa que habían de recorrer sobre territorios ocupados por Alemania tanto en el trayecto de ida como en el de vuelta. «Era un viaje largo — asegura Tadeusz Roman—, y los germanos nos estaban esperando». Su propia suerte comenzó a agotarse a primera hora de la mañana del 28 de agosto, cuando, hallándose a unos dos mil pies escasos de altitud, poco después de haber dejado caer sobre la capital los suministros que transportaban él y quienes con él se hallaban adscritos al mismo avión, los fuegos antiaéreos alcanzaron uno de sus motores. Siguieron volando pese a todo, pero cerca de Cracovia volvieron a ser bombardeados. Aun así, Tadeusz y su dotación lograron gobernar el aparato hasta la base italiana y hacer un aterrizaje forzoso en el perímetro del aeropuerto cuando sólo quedaba en los depósitos combustible para cinco minutos. «No dudé en hincarme de rodillas —asevera— y besar la madre tierra. Como sabrá, nuestro Papa [Juan Pablo II], lo hacía siempre que iba [a otro país], ¡y yo siempre he dicho que tomó la idea de mí!». Tadeusz Roman recibió una medalla por su destreza y su denuedo. De los otros tres aeroplanos que lo acompañaron a Varsovia, aquella noche no regresó ninguno. Entre tanto, el primer ministro Mikołajczyk había vuelto a Londres procedente de Moscú. El último encuentro que mantuvo con Stalin, celebrado en el Kremlin la noche del 9 de agosto, había sido extravagante[10]. Después de comunicar al dirigente soviético que las conversaciones habidas en el transcurso de los dos días anteriores con los polacos de Lublin lo habían persuadido de que «al final, llegar[ían] a un acuerdo», volvió a pedirle «ayuda urgente» para la capital. «Todas esas luchas de Varsovia se me hacen muy poco reales —repuso él—. Sería distinto si nuestras fuerzas se encontrasen cerca de la ciudad; pero no es así, por desgracia». A continuación, alegó que «un vigoroso contraataque» alemán había impedido al Ejército Rojo acercarse, y añadió: «Lo siento por sus hombres, que han emprendido la batalla de Varsovia de forma prematura y no tienen más que fusiles para vérselas con carros de combate, piezas de artillería y aeroplanos… ¿Qué íbamos a conseguir con un puente aéreo? Podemos proporcionar cierta cantidad de fusiles y ametralladoras; pero nos es imposible lanzar cañones con paracaídas… ¿Está seguro, por otra parte, de que las armas que dejemos caer desde el aire van a llegar a los polacos?». Así y todo, añadió: «Tenemos que intentarlo. ¿Cuánta ayuda necesitan y dónde quieren que lancemos los pertrechos?». La conversación se centró entonces en los diversos aspectos prácticos de aquellas entregas aéreas, y Stalin llegó incluso a proponer el envío de un oficial paracaidista soviético con un libro de códigos que garantizase la seguridad de las comunicaciones entre el Armia Krajowa y las tropas del Ejército Rojo. Todo ello suscita la pregunta de cómo es posible reconciliar la promesa de socorrer al Ejército Nacional varsoviano que formuló de súbito Stalin el 9 de agosto con lo que ocurrió en realidad. Al cabo, sólo habrían de transcurrir cuatro días para que la agencia de noticias soviética TASS anunciase que, como quiera que los polacos de Londres no habían avisado a los soviéticos del levantamiento por adelantado, pesaba sobre su responsabilidad cuanto estaba ocurriendo en Varsovia. Más tarde, la noche del 15 de agosto, el embajador estadounidense, Averell Harriman, envió, tras reunirse en el Kremlin con los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, un telegrama a su nación en el que aseguraba: «La negativa del gobierno soviético [a colaborar con la sublevación] no se funda en dificultades operativas, ni en que no quiera ver la existencia del conflicto, sino que es fruto de implacables cálculos políticos[11]». Por último, el día 22, Stalin dejó patente de forma personal cuál era su posición del modo más estridente e insultante que pueda imaginarse. Así, tras calificar al Ejército Nacional de «panda de criminales», declaró que los soviéticos no tenían intención de cooperar con los aliados occidentales en los lanzamientos. Cabe preguntarse, por lo tanto, si este cambio de postura no constituye sino un ejemplo más de la mendacidad de Stalin. Resulta significativo que, cuando tocaba a su final la última reunión mantenida con Mikołajczyk, a la pregunta del primer ministro de Polonia: «¿No va a decirnos nada que pueda confortar los corazones de los polacos en este momento tan difícil?» (el género de petición emotiva que Churchill no habría dudado en satisfacer con una solicitud capaz de hacer brotar lágrimas), respondiese el soviético: «¿No le da usted demasiada importancia a las palabras? Uno siempre debe desconfiar de ellas: los hechos son más relevantes». Y es evidente que, en lo que a los «hechos» concierne, Stalin defraudó a los polacos de Varsovia. Aun así, cabe la posibilidad de que cuando se reunió con Mikołajczyk el 9 de agosto aún no hubiese tomado una determinación definitiva. Hasta entonces, no había dado respuesta alguna a los aliados occidentales acerca de cuál era su actitud respecto al alzamiento, y cabe pensar que, entre el encuentro del día 9 y el anuncio que hizo la agencia TASS el 13 tuviese lugar un cambio de opinión por su parte, y si el primero se había sentido inclinado a ayudar, hubiese decidido el segundo que no lo haría. A simple vista, semejante lectura puede parecer poco convincente, pues no en vano había puesto de manifiesto ya Stalin que quería destruir al Armia Krajowa; pero debemos evitar interpretar la historia a partir de lo que sabemos que ocurrió después. En agosto de 1944, el dirigente soviético sabía que iba a tener que contender con los aliados occidentales acerca de la composición de la futura Administración polaca, y no tenía motivo alguno para suponer que británicos y estadounidenses iban a acabar por acceder a sus deseos y reconocer una variante de su gobierno títere. Acaso tuvo aquel verano la impresión de que, si los polacos de Londres se avenían a unirse a los de Lublin, le correspondía ofrecer algún género de asistencia a la rebelión de Varsovia, a modo de primitiva compensación. Con todo, no lo podemos saber con certeza. Quizá se sintió proclive en todo momento a actuar como lo hizo y negarse a auxiliar a los varsovianos. Dicha negativa se conforma con el patrón de conducta coherente al que se había ceñido al demostrar en reiteradas ocasiones la desconfianza que le merecían los polacos y su deseo de ver disuelta y «neutralizada» el Armia Krajowa. Pero si albergó en todo momento la intención de hacer caso omiso de su petición de ayuda, ¿qué necesidad tenía de llegar al extremo de ofrecer la impresión de que estaba accediendo a su solicitud durante la reunión del 9 de agosto? La primera vez que habló con Mikołajczyk, el día 3, había tenido mucho cuidado de limitarse a decir que daría «las instrucciones necesarias» en lo referente al alzamiento, y seis días después podía haberse mostrado igual de evasivo. Sea como fuere, llegado el 13 de agosto, tenía claro lo que iba a hacer, y así, durante aquel mes, que constituyó el período decisivo de la sublevación, los soviéticos se negaron a brindar socorro alguno desde el aire. Y si bien cabe discutir si podía haber llegado o no el Ejército Rojo a Varsovia en agosto —pues el día 2 hubieron de encajar un duro revés militar cuando los alemanes contraatacaron en la línea de combate dispuesta al este de la ciudad—, lo que es cierto es que sus fuerzas podían haber facilitado el éxito del puente aéreo de haberlo deseado. Sin embargo, no lo hicieron. De hecho, la declaración que hizo cierto funcionario del Comisariato de Asuntos Exteriores soviético al embajador estadounidense el 18 de agosto no dejaba duda alguna acerca de su postura: El gobierno soviético no puede, claro está, oponer reparo alguno al hecho de que los aparatos ingleses o americanos dejen caer armas en la región de Varsovia, dado que entiende que tal cosa es asunto del Reino Unido y de Estados Unidos; pero se niega en redondo a permitir que aterricen en territorio soviético tras efectuar la entrega, dado que desea no asociarse, directa o indirectamente, con la aventura de Varsovia[12]. Vista la actitud de Stalin, Churchill trató de obtener la ayuda de Roosevelt en forma de una respuesta vigorosa remitida al dirigente soviético; pero sólo consiguió que el estadounidense le hiciera saber el 26 de agosto: «Dudo que, a la larga, resulte beneficioso para la empresa bélica el que yo suscriba el mensaje que propone enviar al t. J. [tío Joe[13]]». Hugh Lunghi acompañó, en calidad de integrante de la misión militar británica en Moscú, al jefe de estado mayor de dicho órgano al Ministerio de Defensa soviético a fin de tratar de persuadir a los estalinistas para colaborar en los envíos aéreos. «Durante las dos primeras semanas —asegura— debimos de presentarnos allí casi a diario, y después perdimos casi por completo las esperanzas. Nos dimos cuenta de que no tenían intención de permitir que ni nosotros ni los estadounidenses aterrizásemos en suelo soviético. Y semejante actitud nos pareció una traición de lo más terrible, no sólo a los polacos, sino a los aliados [occidentales]. Además, lo único que estaba haciendo Stalin era tirar piedras sobre su propio tejado, porque de ese modo, a los alemanes les iba a resultar más fácil sofocar la sublevación, y el Ejército Rojo tendría que enfrentarse a los que quedaran en pie. Así que su postura nos parecía tan insensata como terrible. En la misión militar estábamos que echábamos chispas». Huelga decir que, en cierto sentido, la actitud de Stalin no era tan contraproducente como podía parecer, pues si se echaba a un lado y no hacía nada, el Ejército Nacional polaco, al cual despreciaba abiertamente, sería aniquilado casi por entero. Y de hecho, no otra cosa estaba ocurriendo en el interior de Varsovia. Durante el mes de agosto, los soldados alemanes de la SS, con la ayuda de diversos colaboradores —incluidos, por ejemplo, cosacos del 15.o cuerpo de caballería —, empeñaron una guerra brutal de la que escaparon pocas casas de la capital polaca. La unidad de la SS de más infausta memoria de cuantas actuaron en Varsovia se hallaba a las órdenes de Oskar Dirlewanger, caudillo despiadado —quien no por bruto podía considerarse ignorante, por cuanto se había doctorado en ciencias políticas durante la década de 1920— al que habían puesto al frente de una banda de soldados indisciplinados y sanguinarios, conformada en su mayoría por criminales convictos liberados y célebre ya por el trato cruel que dispensaba al paisanaje de las regiones de la Unión Soviética ocupadas por la Wehrmacht. Matthias Schenk, ciudadano belga a quien habían reclutado en el ejército alemán, tenía dieciocho años cuando sirvió en Varsovia, en calidad de ingeniero de demoliciones, en la Sturmbrigade Dirlewanger; y las imágenes que tuvo oportunidad de contemplar aún lo atormentan. «En cierta ocasión, fuimos a un edificio [que hacía las veces de escuela] en el que había trescientos cincuenta niños. Subimos a la planta alta e hicimos bajar a los pequeños, que tenían entre nueve y trece años. Todos levantaron las manos [diciendo]: Nicht Partisan [“No soy miliciano”], mientras permanecían de pie en los escalones. Entonces, los de la SS comenzaron a disparar, y su comandante les ordenó: “Nada de gastar munición: ¡usad las culatas!”. Y llenaron de sangre las escaleras[14]». Aquél no fue un crimen aislado, por cuanto las unidades del Eje que servían en la ciudad perpetraron toda suerte de atrocidades, y muchas de cuantas presenció Matthias Schenk parecían responder a simples impulsos sádicos. «Delante de la posición que yo ocupaba —refiere, por ejemplo— había una niña pequeña de entre diez y doce años. Debía de haberse perdido, y estaba aterrada. Me miró, y alzando las manos, me dijo: “Nicht Partisan!”. Yo le pedí que anduviese hacia mí, y en ese momento, le estalló la cabecita. Entonces [el oficial de la SS apostado a su lado] exclamó: “¡Un disparo de categoría!”». En otros momentos de la rebelión, pudo conocer el pervertido sentido de la «diversión» que tenían los de la SS. Durante los primeros días, la unidad había «adoptado» a un menor polaco de unos doce o trece años discapacitado. Sólo tenía una pierna, e iba de un lado a otro, ayudándose de unas muletas, para hacer recados de poca monta para los soldados. «Un día —relata—, le pidieron que se acercara a donde estaban ellos, y los vi meterle algo en el pantalón del bolsillo. Entonces, le pidieron que se alejase a la carrera, tan rápido como le fuera posible. El pequeño estaba avanzando a brincos cuando saltó por los aires. Le habían puesto granadas en el bolsillo. Y así pasaban los días en Varsovia… Con las mujeres y los niños hicieron una verdadera matanza». Después de que la Sturmbrigade Dirlewanger asaltara cierto hospital del Armia Krajowa, topó con la imagen que ofrecían las enfermeras polacas que habían sufrido abusos sexuales de manos de los de la SS. «Les arrancaban la ropa —recuerda— y saltaban encima de ellas; las sujetaban por la fuerza… y entonces las violaban». Aquella noche, sometieron a media docena de ellas a una última ignominia impúdica al obligadas a desfilar, con las manos sobre la cabeza, por la «plaza de Adolf Hitler», sita en el centro de la capital. «Los de Dirlewanger las llevaron por entre la multitud [de alemanes] que las requebraba y aplaudía de camino a la horca». Las atroces escenas que contempló Matthias Schenk no constituían episodios aislados de brutalidad, sino que formaban parte de un plan sistemático ideado por los germanos a fin de aplastar el levantamiento. Bajo el mando general de Erich von dem Bach-Zelewski, general de la SS que había supervisado con anterioridad el fusilamiento de judíos y partisanos en las zonas ocupadas de la Unión Soviética, persiguieron por igual a la población civil y a los combatientes del Ejército Nacional. Llegado el 8 de agosto, en sólo uno de los distritos de la ciudad habían matado a al menos cuarenta mil paisanos. La atmósfera global de las acciones emprendidas por los alemanes contra los polacos quedaría expresada por el comandante en jefe de la SS, Heinrich Himmler, quien más tarde declararía haber dicho a Hitler en el momento de la insurrección: «Desde el punto de vista histórico, lo que han hecho los polacos constituye una bendición… Varsovia será liquidada; la capital intelectual de una nación de unos dieciséis o diecisiete millones de habitantes que lleva setecientos años obstaculizándonos el camino hacia el este… va a dejar de existir. Por lo mismo… los polacos van a dejar de ser un problema para nuestros hijos y para todo aquel que nos siga[15]». Los términos en que se expresa no carecen de importancia: la última frase recuerda a la «justificación» que ofreció ante los mandamases nazis para exterminar a los niños judíos. A su decir, tenían que matarlos, igual que a sus padres, si querían evitar que causasen problemas a las generaciones futuras de nacionalsocialistas (en la ciudad polaca de Poznań, en octubre de 1943, había dicho en un discurso pronunciado ante oficiales de la SS: «En cuanto a la cuestión de las mujeres y los niños [judíos], también he ideado una solución de una claridad meridiana, y es que no considero justificado eliminar a los hombres, matarlos o hacerlos matar, y dejar vivos, en cambio, a los vengadores en que se convertirán sus hijos cuando crezcan y deseen desquitarse con nuestros hijos y nietos[16]»). Danuta Gałkowa tenía veinte años cuando se produjo el alzamiento, luchó el centro de Varsovia y vivió en persona la brutalidad que desplegaban los soldados alemanes y su tropa auxiliar cuando fue a llevar a un camarada herido al «hospital de la linterna», un establecimiento médico improvisado extramuros del núcleo histórico[17]. En el interior del edificio, en las salas del lóbrego sótano en que se curaba a los lesionados, oyó en la calle a los soldados auxiliares germanos. Un amigo le dijo: «Túmbate en esta camilla, que yo te cubro con una manta», y a la carrera, obedeció mientras irrumpía en el hospital el enemigo. El primer grupo registró a los pacientes en busca de objetos de valor como crucifijos de oro o relojes; pero el que lo siguió, compuesto en gran medida por combatientes borrachos, llegó forzando a las mujeres. «Para ellos —asevera—, aquello no era más que un entretenimiento, aunque me pese usar esa palabra. Los excitaba el hecho de oír gritar a sus víctimas… Yo estaba desesperada. Lo único que temía era que me violasen, porque estaba convencida de que sería incapaz de vivir con algo así». Danuta logró mantenerse oculta, pero no dejó de «oír aquellas voces. “¡Ayúdame, hermana!”. Aquellas voces trágicas. “¡Compañeros, no me abandonéis!”. Me sentía impotente». Una vez en el sótano, los recién llegados se entregaron a un frenesí de excitación sexual sádica. Los heridos del Ejército Nacional no pudieron hacer nada por proteger a las víctimas. «Lo normal es que los muchachos defiendan a las chicas; pero ¿qué van a hacer cuando tienen abierto el estómago o rotas las piernas, o sólo pueden mover una mano? ¡Nada!». Aquel horror se prolongó «de las ocho de la mañana hasta la caída de la tarde… Se fueron cuando empezó a oscurecer». Al salir, los soldados auxiliares alemanes prendieron fuego al hospital. Danuta trató de escapar, arrastrando con ella al oficial herido que la había escondido en la camilla. «Lo llevé hasta la entrada, y allí, delante de nosotros, vimos a un chiquillo de catorce años gateando por los escalones que daban a la calle. Un soldado del enemigo le disparó en la cabeza, y él cayó a nuestros pies diciendo: “¡Mamá!”». El alemán apuntó entonces a Danuta, pero el arma se encasquilló, y la confusión y el humo la ayudaron a escabullirse y dar con otra puerta que desembocaba en el patio del hospital. «Al abrirla, topé con un espectáculo terrible de ejecución: muchachas despojadas de sus camisones, violadas y asesinadas». Gracias a la oscuridad, pudo escapar junto con su camarada herido. Al final, tras muchas aventuras, el hombre que la había salvado acabaría convirtiéndose en su esposo. CHURCHILL Y ANDERS Estando las calles de Varsovia sumidas en la batalla, Winston Churchill se reunió con el general Anders en el cuartel general de los polacos apostados en el norte de Italia. En el contexto de la polémica relativa al futuro de Polonia, aquel encuentro, celebrado el 26 de agosto, resultó ser uno de los más reveladores de la guerra. El primer ministro británico, que sabía que, cuando menos, iba a ser una ocasión delicada, comenzó felicitando a su interlocutor por la labor que había efectuado el II cuerpo polaco durante la campaña italiana, y preguntó por la moral de los soldados, «habida cuenta de lo que están teniendo que soportar en estos momentos». El general respondió diciendo que los ánimos de sus hombres se hallaban en excelentes condiciones, si bien estaban preocupados por «el futuro de Polonia y la situación en que se encuentra Varsovia». «Me hago cargo de ello —respondió el británico—. El presidente Roosevelt y yo hemos pedido a Stalin que ayude a los combatientes varsovianos; pero si la primera vez que lo hicimos no recibimos respuesta alguna, la de la segunda ha sido negativa… No estamos en condiciones de emprender acción alguna en la capital, pero en el presente estamos haciendo cuanto está en nuestras manos por establecer un puente aéreo». A continuación, se refirió a su «discurso del último invierno», el que pronunció ante la Cámara de los Comunes a raíz de la Conferencia de Teherán, en el que había dicho que los polacos debían estar dispuestos a ceder parte de su territorio a cambio de un acuerdo con la Unión Soviética. —Lo cierto, señor primer ministro —repuso Anders—, es que estamos muy disgustados con usted por esto. —Al pactar con Polonia —señaló Churchill—, Gran Bretaña jamás se comprometió a salvaguardar las fronteras polacas; garantizamos la existencia de Polonia en calidad de estado libre e independiente, soberano por entero, poderoso y extenso, así como que sus ciudadanos podrían vivir tranquilos y con la posibilidad de desarrollarse libremente sin la amenaza de influencias procedentes del extranjero[18]. Semejante declaración pecaba de poco sincera, toda vez que el mismísimo Churchill había escrito a Eden en 1942 diciéndole que la ocupación soviética de Polonia oriental contradecía los «principios de libertad y democracia expuestos en la Carta del Atlántico[19]». El primer ministro repitió entonces la misma opinión que había expuesto en Teherán: que los polacos recibirían «tierras mucho mejores más a poniente» a cambio de los territorios orientales de «las marismas del Pripet». Anders respondió que «el asunto de la demarcación fronteriza sólo [podía] solucionarse de forma definitiva acabada la guerra, durante una conferencia de paz». Churchill se mostró de acuerdo, y garantizó al polaco que estaría presente en ella, a lo que añadió: «Puede creernos, ya que Gran Bretaña entró en esta guerra para salvaguardar la independencia de su pueblo y jamás va a abandonarlo». Tales palabras eran similares a las que le había dicho en El Cairo, la última vez que se habían encontrado, después de la Conferencia de Teherán. Y una vez más, Anders reiteró sus advertencias acerca de la Unión Soviética, con la autoridad propia de un hombre que había tenido ocasión de probar en su propia carne la injusticia estalinista en las celdas de la Lubianka. «No podemos confiar en Rusia —aseveró el polaco—, porque la conocemos bien, y sabemos que Stalin miente cuando declara que quiere una Polonia libre y poderosa… A media que entran en Polonia, los soviéticos arrestan y deportan a nuestras mujeres y nuestros hijos como hicieron en 1939; desarman a los soldados de nuestro Ejército Nacional, fusilan a nuestros oficiales y detienen a los integrantes de nuestra Administración civil, destruyendo a quienes han combatido sin descanso a los alemanes desde 1939. En Varsovia tenemos a nuestras mujeres y a nuestros hijos, pero preferimos dejar que perezcan a permitir que vivan bajo el yugo bolchevique. Todos preferimos morir luchando que vivir arrodillados». Las actas dejan constancia de que Churchill quedó «muy conmovido» con aquellas palabras, y volvió a subrayar que el Reino Unido jamás iba a abandonar a Polonia. «Sé —agregó a continuación — que los alemanes y los rusos están destruyendo a lo mejor de su pueblo, y en particular a los componentes de su intelectualidad. Y me pesa muchísimo; pero debe confiar en nosotros: no los vamos a abandonar, y Polonia va a ser un país próspero». No cabe sorprenderse de que Anders recelase un tanto de las palabras de Churchill. Recordó al primer ministro que la Unión Soviética sería inmensamente poderosa tras la guerra; pero el británico, a modo de curiosa respuesta, habló de la «capacidad del Reino Unido y Estados Unidos», que calificó de «ilimitada», y le aseguró que, acabadas las hostilidades, ambas naciones iban a poseer «ingentes provisiones de aeroplanos, cañones y carros de combate». No estaba diciendo directamente que los aliados occidentales fuesen a mover guerra contra la Unión Soviética, una vez vencida Alemania, si Stalin se negaba a admitir el carácter libre e independiente de Polonia; pero es obvio que en su respuesta iba implícita la posibilidad de emprender acciones militares, algo que Churchill había descartado de forma explícita en un estadio anterior del conflicto. EL FINAL DEL LEVANTAMIENTO Stalin pudo haber decidido, a mediados de agosto a más tardar, que no iba a apoyar al Armia Krajowa varsoviano. Sin embargo, su postura ante el alzamiento aún no era del todo coherente. El 18 de septiembre, las autoridades estalinistas sorprendieron a todos al permitir que los bombarderos estadounidenses que se dirigían a Varsovia repostasen en territorio soviético, y además, durante el par de semanas que transcurrió del 14 al 28 de septiembre, sus propios aeroplanos lanzaron provisiones sobre la capital polaca. Sin embargo, dado que la operación se llevó a cabo sin paracaídas, buena parte del medio centenar de toneladas aproximado que proporcionaron quedó destruido al tomar tierra. Parece ser que, igual que había ocurrido durante la reunión mantenida el 9 de agosto con el primer ministro polaco en el exilio, a Stalin lo preocupaba el efecto que podía provocar en la opinión mundial el que los soviéticos quedasen de brazos cruzados ante la destrucción de Varsovia. Todo apunta a que la solución que dio a este problema propagandístico fue la de demostrar, de cara a la galería, que apoyaba al Ejército Nacional pero sin ofrecerle ayuda efectiva alguna. Fue entonces cuando tuvo lugar la acción bélica más curiosa de todas. La noche del 14 de septiembre, desembarcaron en la margen occidental del Vístula, en la periferia de la capital, varias patrullas del 1.er ejército polaco, sección del Ejército Rojo comandada por el general Zygmunt Berling, colaborador nativo de Polonia, y se pusieron en contacto con los soldados del Armia Krajowa. En noches sucesivas, se efectuaron varios desembarcos más, hasta introducir en la ciudad a unos tres mil hombres del 1.er ejército polaco en ayuda de los combatientes varsovianos. Ni siquiera uno de cada tres de los soldados de Berling volvería a cruzar el Vístula. Zbigniew Wolak fue uno de los integrantes del Ejército Nacional que observaron los empeños de los hombres de Berling en establecer una cabeza de puente en la orilla del río. En aquel momento, lo invadían emociones encontradas, pues, si bien él y los suyos agradecían cualquier ayuda, fuera cual fuere su procedencia, no pudo menos de asombrarse al ver que cierto número de los oficiales de aquel ejército «polaco» era, en realidad, de origen soviético. Aquello le provocó un «hondo sentimiento de humillación». «¡Menuda parodia! Disfrazar de polaco a un ruso que ni siquiera habla el idioma… Eran gentes revoltosas, sin disciplina ni elegancia. Se diría que eran chusma… ¡El que meses antes se había dedicado a trabajos forestales tenía que aparentar ser capitán, comandante, coronel…! Entre ellos, se trataban de camarada, con lo que remachaban el carácter político del ejército. Trate de imaginar a una persona así, ¡y piense que mandaba sobre los oficiales polacos!». A los de Berling les resultó imposible defender la cabeza de puente, y llegada la última semana de septiembre, los que aún estaban en condiciones de hacerlo pasaron el río en retirada. Aquél fue el único intento de ayudar a cuantos combatían a los alemanes en Varsovia que se hizo sobre el terreno durante el alzamiento, y constituyó un fracaso oneroso. Era evidente que lo único que podía sacudir a los alemanes era un asalto multitudinario y coordinado del Ejército Rojo, y no lo era menos que tal cosa no iba a suceder jamás. Aquel otoño, el mariscal Rokossovski, oficial al mando de las tropas soviéticas que combatían fuera de Varsovia, no se molestó siquiera en atender a las peticiones de ayuda, cada vez más desesperadas, que formulaban los insurgentes desde dentro de la capital. Las tropas del 1.er ejército polaco, que luchaban junto con las del Ejército Rojo que avanzaban hacia Varsovia, quedaron desoladas por la suerte de Varsovia. «Nos limitábamos a esperar, tratando de soportar la tensión», recuerda Jan Karniewicz, joven soldado del ejército de Berling[20]. Como otros muchos polacos corrientes, había sentado plaza en el ejército soviético más por accidente que de forma intencionada. Se había visto deportado de Polonia oriental con el resto de su familia en febrero de 1940, y tras la invasión de junio de 1941 y el posterior armisticio, había querido unirse a las tropas de Anders; pero se lo había impedido su excesiva juventud, lo que lo llevó, al año siguiente, a alistarse en las de Berling. Si había entrado a formar parte de la unidad polaca adscrita al Ejército Rojo no había sido por adhesión política alguna a la causa comunista o soviética —al hablar del muchacho que era entonces, se describe como «un soldado común, un tirador»—, sino porque aquél era el único modo que tenía de luchar por liberar a su patria. Y en aquel momento, no podía hacer otra cosa que observar mientras «los alemanes incendiaban los edificios; durante todo el otoño… podía verse sobre Varsovia, por la noche, una aura roja y rosada… Daba la impresión de que toda la capital estuviese en llamas. Si no la liberamos, arderá entera en cualquier instante… Varsovia se muere. La cultura nacional, la polaca, se muere. Teníamos la sensación de que todo se perdería, de que todo iba a quedar destruido sin posibilidad de reconstrucción». El 2 de octubre, el general Tadeusz Bór, comandante del Armia Krajowa, firmó las actas de capitulación con el general Von dem Bach-Zelewski, y con ello acabó el levantamiento. Para poner fin a aquella sangrienta lucha, verificada edificio por edificio, los alemanes se habían visto obligados a avenirse a considerar combatientes capturados, y no delincuentes, a los prisioneros del Ejército Nacional, así como a tratar con humanidad al paisanaje —si bien esta promesa no debió de cumplirse de forma universal—. A continuación, los vencedores se pusieron a destruir la ciudad, ladrillo a ladrillo, de tal modo que cuando, a principios de 1945, entró en ella por fin Jan Karniewicz, topó con que «Varsovia no era ya más que un montón de escombros. Había algún que otro muro en pie, y el esqueleto calcinado de los edificios que los alemanes no habían dinamitado por falta de ganas o de tiempo. Fue terrible… No hay guerra sin sacrificios ni víctimas, y Varsovia había hecho un gran sacrificio. Tuve la sensación de estar viendo un barco naufragar en alta mar sin poder hacer nada, sin poder ayudar: Varsovia estaba siendo destruida sin que estuviese en nuestras manos hacer nada por evitarlo, porque no recibíamos la orden pertinente». Sin el respaldo del Ejército Rojo, la rebelión estaba condenada al fracaso desde el principio. Y pese a la promesa de cooperación que había formulado el 9 de agosto y a las acciones equívocas y limitadas que habían emprendido sus tropas en septiembre, es evidente que Stalin había decidido mantenerse retirado y dejar que los alemanes destruyesen el Ejército Nacional. Churchill calificó tal comportamiento de «extraño y siniestro», aunque lo cierto es que no era más que utilitario, hasta extremos, eso sí, brutales[21]. Los soviéticos ya habían hecho patente, al arrestar a los oficiales del Armia Krajowa, cuál era su postura respecto de aquella milicia independiente y poderosa, y lo único que hizo su dirigente en aquel momento fue aprovechar la oportunidad que se le presentaba de dejar que un enemigo, los alemanes, destruyera a otro. Tan cínica decisión política había adoptado forma de acción militar a finales de agosto, cuando las tropas al mando del mariscal Tolbujin atacaron Rumania en lugar de Varsovia. En lo marcial, era evidente que los soviéticos habían decidido dejar la capital de Polonia para otro día: esperar a que se apagara la oposición del interior, tanto la polaca como la alemana. Por su parte, la decisión de emprender el alzamiento sin obtener primero el compromiso de un ataque coordinado por parte de la Unión Soviética resultó ser, tal como había temido el comandante en jefe de los polacos de Londres, un craso error, aunque no por ello menos comprensible: aun cuando no se hubiera producido la sublevación, lo más seguro es que el Armia Krajowa hubiese sido eliminado más adelante por la NKVD. Sin embargo, la decisión de tratar de tomar Varsovia tuvo un coste descomunal: de resultas del levantamiento, murieron unos 220 000 polacos (de los cuales 200 000 pertenecían al paisanaje), y todo lo que se logró —desde un punto de vista práctico y no sentimental— fue la destrucción de la capital y de la milicia que trató de liberarla. Resulta difícil no coincidir con el juicio que expresó el general Anders en una carta escrita durante el otoño de 1944: No tenía [la rebelión] la menor posibilidad de éxito, y ha expuesto a todas partes del país que siguen sometidas a la ocupación alemana a nuevos actos de represión de naturaleza espantosa. Nadie que no sea ciego o insincero puede haber albergado la menor ilusión de que no fuese a ocurrir lo que ha ocurrido; es decir: que los soviéticos no sólo iban a negarse a ayudar a nuestra queridísima y heroica Varsovia, sino que van a contemplar con gran deleite el completo desangramiento de nuestra nación[22]. Sirva como testimonio de la actitud práctica que adoptaron las autoridades soviéticas tras el alzamiento el trato que dispensaron a Halina Szopińska, que a la sazón contaba veinticuatro años. Había luchado con el Ejército Nacional en las calles de Varsovia, y ya cuando se acercaba el momento de la capitulación había tenido oportunidad de sentirse traicionada por el Ejército Rojo, pues no sólo había acudido en auxilio de las tropas combatientes, sino que habían organizado, en los días finales de la rebelión, lanzamientos desde el aire que, en opinión suya y de sus camaradas, no pasaban de ser una farsa. «Aquellos aviones diminutos —denuncia— dejaban caer cargas de pan duro sin paracaídas, de modo que al caer se hacía polvo… Lo mismo hacían con las armas y la munición, y no teníamos medios para reparar todo aquello. Así fue como hicieron ver que nos estaban ayudando, cuando en realidad no nos socorrían en nada[23]». Acabado el alzamiento, Halina, que había servido en el Ejército Nacional en calidad de combatiente y de enfermera, se hizo pasar por paisana y abandonó la capital con el resto de la población civil. Se las ingenió, pues, para escapar, y se encaminó a su hogar, al domicilio de su suegra. Sin embargo, días después, uno de sus superiores de la milicia le ordenó que regresara a Varsovia, y fue allí, a orillas del gélido río Vístula, donde la detuvo el Ejército Rojo. La llevaron a una casa situada en las cercanías, en donde la interrogó un oficial de la NKVD que apenas había cumplido los veinte años. A finales del mes de agosto, la NKVD había recibido órdenes de detener e interrogar a todos los polacos que, tras participar en la batalla por Varsovia, habían logrado «escapar» al lado soviético de la Polonia ocupada. «¿Qué estabas haciendo en el levantamiento? —le preguntó el oficial de la NKVD—. Si mientes, me daré cuenta porque lo sé todo». Ella no le dijo nada «en concreto». «Él me pegó —declara—, me golpeó… Me llamó puta. “Maldita guarra —me dijo en ruso—. Vas a morir”. Entonces, de una patada, me hizo caer al suelo [de la silla en que se sentaba] y volvió a patearme y golpearme. Me dio un golpe en la nuca, [pero] sobre todo me pateó… Lo invadía el odio, el odio; el odio a los polacos. Lo habían criado así». El segundo día de confinamiento la llevaron a una sala en la que la esperaban tres oficiales soviéticos —incluida una mujer—. Aun hoy tiene lo que ocurrió a continuación por el momento más degradante que conoció en lo que iba a resultar un largo período de cautividad. Le ordenaron que se quitara la ropa, y una vez desnuda, y a la vista de todos los militares varones, una oficial le efectuó un «reconocimiento ginecológico». Cuando hubo acabado, se limpió los dedos con un periódico, encendió un cigarrillo y dijo a Halina que podía ir al aseo, aunque debía dejar la puerta abierta a fin de que pudieran asegurarse de que no aprovechaba para suicidarse. Todo aquel proceso fue, «quizá, la peor experiencia, la más humillante que pueda conocer una mujer». Algunos días después, el joven de la policía secreta que la había golpeado le puso comida delante: salchichas, vino, té, bollos y azúcar. «Está poniendo precio a [su] confesión». Ella, sin embargo, dejó bien claro tras beberse la infusión: «No pienso hablar». Él le asestó un golpe violento, y ella rompió a llorar y a sollozar una vez más. De súbito, reparó en un ratón que se estaba dando un banquete con un terrón de azúcar, y aquella visión la hizo soltar una carcajada. «Debió de pensar que estaba loca —reconoce—; pero en medio de tanta desgracia, aquel episodio me resultó divertido». De su interrogatorio, la joven pudo inferir lo que pensaban las autoridades soviéticas tanto del Ejército Nacional como de los aliados occidentales. «Para [la NKVD] éramos espías. Decían que [los de la guerrilla clandestina] colaborábamos con los ingleses y los alemanes, y que con ellos combatíamos contra Rusia». La condenaron a diez años de prisión. «[Según ellos], yo trabajaba de espía para Alemania e Inglaterra. De eso me acusaban… Bastaba con ser integrante del Armia Krajowa. Estábamos condenados al abandono». En la prisión del castillo de Lublin, supo de otros polacos, antiguos miembros algunos de su mismo ejército, muertos a manos de un pelotón de fusilamiento. Al parecer, quien lo comandaba daba la señal al grito de: «¡Disparad al traidor de la patria!». «Cuando salíamos a pasear [al patio] después de una ejecución, aún había restos de sesos en el paredón». Cierto día, cuando no llevaba mucho tiempo cumpliendo condena, Halina tuvo ocasión de aprender algo más de la mentalidad de sus carceleros cuando llegó al establecimiento penitenciario una comisión soviética y quiso saber si alguno de ellos tenía quejas acerca del trato que estaba recibiendo. «Yo dije: “Sí” —recuerda—. Estábamos en diciembre. En el sótano había tres grifos de agua y tres inodoros, y en diez minutos tenían que lavarse y orinar veintitantas personas. ¿Es eso posible? Pues no». Después de expresado su descontento, fue a verla uno de los guardias de la prisión y le dijo: «De acuerdo: ahora, vas a tener tiempo suficiente para asearte». Acto seguido, la llevó junto con las otras mujeres de su mismo parecer a aquel gélido sótano y las hicieron desnudarse para permanecer allí toda la noche. Al día siguiente, entró un jefe militar y les preguntó: «¿Os habéis lavado ya?». Ninguna de ellas respondió. A continuación, las hicieron desfilar ante las otras celdas para que «todos los reclusos pudiesen ver lo que ocurría a quien se quejaba a las autoridades». En la atmósfera húmeda e insalubre de aquel recinto, Halina contrajo tuberculosis y hubo de considerarse afortunada por salir de ella con vida. Con todo, siguió adelante gracias a las visitas que recibía de forma regular de su suegra, quien jamás la abandonó en los diez años que hubo de soportar en diversas cárceles polacas. Su esposo, sin embargo, jamás fue a verla. Tras cumplir por entera su condena, la mañana en que había de ser liberada, Halina supo, al fin, de boca de aquélla, el motivo: «Me dijo: “Hija mía, no puedes volver [al hogar]: allí hay otra mujer con un hijo y otro más que trae de camino”». Halina hizo cuanto estaba a su alcance por comenzar una nueva vida, perdidos su marido y su salud. Aun así, no fue más que uno de los muchos, muchísimos seres humanos, que hubieron de sufrir por la ocupación soviética de Polonia. ENCUENTRO EN QUEBEC Churchill y Roosevelt se reunieron en Quebec en septiembre de 1944, y aunque a esta conferencia canadiense no se le atribuye, en nuestros días, la misma importancia simbólica que a la de Teherán, la de Yalta o la de Terranova, de la que surgió la Carta del Atlántico, constituye un momento por demás significativo en la relación que mantuvieron los dos dirigentes. Entre otras cosas, desmiente la leyenda de que entre ambos existía una cordial amistad; leyenda que, avivada por la halagüeña propaganda, sigue dominando la imagen que se tiene de ellos en el presente. La trascendencia de aquel encuentro radica, en un principio, en algo que no llegó a discutirse con pormenor. Pese a que los insurgentes varsovianos seguían combatiendo y pidiendo a gritos ayuda con más intensidad, el destino de Polonia y las intenciones que abrigaba Stalin respecto del futuro de la nación no se encontraban entre los puntos más relevantes de las conversaciones. Roosevelt, como de costumbre, había optado por abordar tan desagradable realidad política haciendo caso omiso de ella. La lucha que mantenía el Armia Krajowa en el interior de Varsovia, como la muerte de los polacos en el bosque de Katyń, no pasaba de ser un borrón, inoportuno y, sin duda, lamentable, echado en el vasto lienzo del conflicto; y él era un hombre de altas miras, poco dispuesto a detenerse en insignificancias. Y de lo que se habló, precisamente, en Quebec fue de asuntos mucho más abarcadores, entre los que cabe destacar el futuro de la Alemania de posguerra. Esta cuestión de vital importancia había generado no pocos enfrentamientos en Teherán, tal como puso de relieve la cena de infausta memoria en la que Stalin había pedido que se ejecutase al menos a cincuenta mil germanos no bien acabara la guerra. Y en Canadá, la suerte que habría de correr dicha nación también levantó ampollas. Durante la cena del 13 de septiembre, momento que, por lo emocionante, nada tuvo que envidiar a la disputa de Teherán, Roosevelt pidió a su secretario de Hacienda, Henry Morgenthau, que expusiera a Churchill, en resumidas cuentas, las intenciones de los estadounidenses. Aquélla fue, de entrada, una solicitud extraña, por cuanto de dicho asunto debía ocuparse, más que dicho ministerio, el Departamento de Estado. Morgenthau planteó entonces una de las propuestas más radicales y destructivas que jamás haya formulado un estado democrático en el siglo XX. En virtud de ella, Alemania iba a quedar dividida en dos países, y por si aquello no bastase, su capacidad industrial quedaría destruida por completo. Avanzado el siglo, cierto general estadounidense amenazó con bombear a los vietnamitas «hasta hacerlos regresar a la Edad de Piedra», y lo cierto es que, cuando menos en lo económico, los planes que había hecho Morgenthau para Alemania pueden considerarse análogos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial[24]. Churchill, quien no solía ocultar sus emociones, se mostró indignado. Apenas había comenzado —escribiría más tarde Morgenthau—, cuando los refunfuños y las miradas siniestras del primer ministro me dieron a entender que no era el más entusiasta de cuantos me estaban escuchando… Nunca lo he visto tan irascible ni mordaz como aquella noche… Cuando acabé, desató contra mí toda la fuerza de su retórica, su sarcasmo y su violencia. El plan de la Secretaría del Tesoro le atraía tanto, a su decir, como la idea de encadenarse a un alemán muerto[25]. Asimismo, le hizo saber que consideraba su propuesta «antinatural, anticristiana e innecesaria[26]». Y conforme a su médico, el doctor lord Moran, que fue testigo de su protesta, los términos en que se expresó Churchill fueron inequívocos. «Estoy —aseveró— totalmente a favor de desarmar a Alemania; pero no deberíamos impedir que viviese con decencia. Existen lazos que unen a las clases obreras de todos los países, y el pueblo inglés no va a admitir jamás el plan que está usted defendiendo[27]». Apenas cabe pensar en un punto de conflicto mayor entre británicos y estadounidenses en lo tocante a posturas políticas para el futuro que el que se verificó aquella noche. Aun así, tras aquello ocurrió algo extraordinario: dos días más tarde, Churchill retiró sus ruidosas objeciones y se adhirió a lo más sustancial del tajante plan de Morgenthau. El 15 de septiembre, Churchill firmó con Estados Unidos una extensión del plan de Préstamo y Arriendo que garantizaba al Reino Unido la concesión de 6500 millones de dólares. Aquél asunto, el segundo en importancia de cuantos se abordaron en las negociaciones, revestía una relevancia vital para la economía británica, que, según nadie ignoraba, había quedado devastada por la guerra. Al decir de las notas del propio Morgenthau, «Churchill se dejó llevar por las emociones durante el encuentro, y en determinada ocasión llegaron a asomarle lágrimas a los ojos[28]». Después de sellar el acuerdo, el primer ministro se dirigió a Roosevelt y le expresó «con gran efusión» su agradecimiento, tras lo cual preguntó a Morgenthau y al profesor Lindemann (más tarde lord Cherwell), asesor científico del británico: «¿Dónde están las minutas de ese asunto del Ruhr?». Al final, Churchill acabó por dictar su propia versión del plan de Morgenthau, basándose en las notas de éste y conservando en ella el carácter destructivo que poseía en esencia el original. Es digna de recuerdo la transformación que produjo, con la adición de una palabra, a la siguiente oración: «Este programa destinado a eliminar las industrias bélicas del Ruhr y el Saar tiene la viva intención de convertir Alemania en un país principalmente agrícola»; frase que en su redacción quedó como sigue: «Este programa destinado a eliminar las industrias bélicas del Ruhr y el Saar tiene la viva intención de convertir Alemania en un país principalmente agrícola y pastoral». Con el uso de este último término, destinado a alcanzar infausta memoria, se pretendía, tal vez, sugerir «una visión idealizada de la vida agrícola» y, en consecuencia, «dorar la píldora de las drásticas implicaciones del proyecto[29]». Anthony Eden, secretario británico de Asuntos Exteriores, quedó pasmado ante tan repentino cambio de opinión por parte de su primer ministro. Por su parte, siguió negándose en redondo a la idea de Morgenthau. «Era —escribió— como si hubiese que tomar la región industrial del noroeste de Birmingham y convertirla en Devonshire. No me gustaba el plan, ni estaba convencido de que fuese a beneficiar en nada a nuestra nación. Y así lo hice saber…»[30] Los estadounidenses, incluido el mismísimo presidente Roosevelt, se limitaron a observar mientras Churchill y Eden contendían sin reserva ante ellos. En un primer momento, aquél trató de persuadir a éste de las ventajas que podía suponer para las exportaciones británicas la aplicación de aquel proyecto, en virtud del cual Alemania dejaría de ser competidora del Reino Unido en lo industrial; hasta que al final declaró: «A la postre, se halla en juego el futuro de mi pueblo, y si he de elegir entre éste y el alemán, siempre preferiré el mío[31]».. Por consiguiente, ya no parecía creer que la idea estadounidense de destruir el poderío industrial de Alemania fuese «antinatural, anticristiana e innecesaria», sino que la secundaba con firmeza. Apenas es posible creer que semejante mudanza de parecer se debiera, sin más, a que se hubiese dado cuenta, de forma repentina, de que la propuesta de Morgenthau resultaba beneficiosa a la industria británica, pues, al cabo, las «ventajas» que presentaba al respecto habían sido evidentes cuando se le expuso el plan por vez primera. Mucho más creíble parece, en cambio, la explicación de que Churchill se avino a aprobar lo que planteaban los estadounidenses después de que hubiesen firmado el pacto adicional de Préstamo y Arriendo. Tal era, sin duda, la opinión de uno de los creadores del plan norteamericano: Harry Dexter White, ayudante de Morgenthau, quien asoció de forma explícita las dificultades con que había topado Churchill durante las negociaciones mantenidas con Roosevelt en torno a las citadas concesiones crediticias (dificultades que lo habían llevado a preguntar al presidente en cierta ocasión: «¿Qué quiere de mí; que me ponga a dos patas y suplique como Fala [el perro del estadounidense]?»)[32] con la inmensa gratitud que exteriorizó una vez sellado el trato y su deseo inmediato de secundar, a cambio, el Plan Morgenthau. En lo que a Roosevelt se refiere, apenas cabe dudar de su convencimiento personal de que había que mostrarse inflexible con Alemania. Llevaba años recelando de las tendencias militares que, a su entender, poseían los germanos. Las acciones de los nazis, que hundían sus raíces en la agresión de la Primera Guerra Mundial y en el siglo XIX, formaban, según él, parte de un mismo patrón de conducta. Y los nacionalsocialistas se sentían tan atraídos por él como él por ellos. Poco antes de la guerra, durante un discurso pronunciado en 1939, Hitler había ridiculizado abiertamente la solicitud hecha por Roosevelt a fin de que se comprometieran a no atacar cierto número de países específicos. Por otra parte, el presidente de Estados Unidos también debía de ser consciente del desprecio que profesaba el Führer tanto a su nación, por considerarla «impura» desde el punto de vista racial, como a su persona, pues su discapacidad debía de ser, a los ojos de todo aquel que profesara la ideología nazi, claro indicio de su inferioridad. En 1943, durante la Conferencia de Casablanca, Roosevelt había insistido en que los aliados no debían aceptar otra cosa de los alemanes que no fuese la rendición «incondicional», y el 19 de agosto, poco antes de la Conferencia de Quebec, había dicho a Morgenthau: «Tenemos que ser severos con Alemania, y con ello me refiero al pueblo alemán, y no sólo a los nazis. Hay que castrarlo o tratarlo de tal modo que no pueda seguir engendrando gentes deseosas de proceder como lo han hecho en el pasado[33]». Y aunque su secretario del Tesoro se apresuró a responder que «nadie est[aba] considerando el asunto de esa manera», la fuerza de su deseo de ser inflexible con los alemanes quedó fuera de toda duda. Aun así, debemos tener presente otra dimensión del apoyo brindado por Roosevelt al proyecto de Morgenthau: el presidente estadounidense sabía bien que, entre los dirigentes mundiales, había otro muy poderoso que deseaba ver una Alemania drásticamente debilitada tras la guerra: Stalin. El soviético había puesto de manifiesto sus intenciones no sólo en Teherán, sino también, de forma más reciente, durante el último encuentro mantenido con el primer ministro polaco en Moscú el 9 de agosto, cuando había puesto fin a la conversación diciendo: «Apoyo todas las medidas de represión posibles e imposibles contra Alemania[34]». De forma consciente o inconsciente, Roosevelt tenía presente esta opinión en Quebec, cuando habló por vez primera con Churchill del Plan Morgenthau. El presidente subrayó la necesidad de anular la capacidad industrial de la nación germana aduciendo: «una fábrica dedicada a la producción de mobiliario de acero puede transformarse de la noche a la mañana a fin de manufacturar material bélico[35]». Ésta era, precisamente, la opinión que había oído expresar a Stalin en Teherán. «¿Vamos a dejar que Alemania produzca modernos muebles metálicos? —preguntó el dirigente soviético—. No es difícil modificar tal manufactura a fin de obtener armamento[36]». El Plan Morgenthau representaba, por consiguiente, el mismo género de medida represiva contra Alemania que pedía Stalin que se adoptara. Semejante circunstancia hace aún más significativo el hecho de que uno de los autores del proyecto, Harry Dexter White, fuese espía de los soviéticos; lo que plantea la intrigante posibilidad de que Stalin, lejos de estar ausente en Quebec, hubiese participado desde el principio en la creación de aquél. La agente soviética Elizabeth Bentley desenmascaró a White en una fecha tan temprana como la de noviembre de 1945, cuando optó por desertar, aunque lo cierto es que habría que esperar a que, años más tarde, se revelara el material secreto de los soviéticos descifrado en virtud del proyecto Venona, para que quedara fuera de toda duda razonable su culpabilidad; cosa que confirmó en 1997 la Comisión Estadounidense de Secretos Gubernamentales, presidida por el senador Daniel Patrick Moynihan. Queda, en consecuencia, clara cuál es la posible cadena de causalidad: White era uno de los principales creadores y defensores del Plan Morgenthau, y debía de estar al tanto, por mediación de sus señores soviéticos, de la postura del gobierno de éstos —y de Stalin— acerca del futuro de Alemania. Y aunque ninguno de los documentos descifrados por los agentes del proyecto Venona vincule de forma explícita ningún mensaje de los enviados por aquél —que figura con el nombre en clave de Jurista, Richard o Abogado— a los soviéticos sobre este asunto en particular, apenas cabe creer que uno y otros no tratasen de él. Lo que sí es seguro es que Stalin estaba informado, a través de sus espías, de la naturaleza y los detalles de la propuesta de Morgenthau. El 18 de octubre, los descifradores del proyecto Venona detectaron un mensaje enviado por Nathan Gregory Silvermaster, economista del Consejo de Producción Bélica, a sus contactos del servicio de espionaje soviético a fin de compendiar el plan. «Cumple —decía— arrebatar el Ruhr a Alemania y confiar su administración a algún consejo internacional. Asimismo, habrá que desmontar las industrias químicas, metalúrgicas y eléctricas de Alemania y sacarlas del país[37]». Silvermaster era uno de los agentes soviéticos más eficientes de cuantos actuaban en Estados Unidos, y ayudaba a coordinar al nutrido grupo de espías que operaba en el seno de su gobierno. Ya en 1942 se había comenzado a sospechar de su condición de agente soviético; pero ante cualquier acusación, no dudaba en recurrir a sus superiores, entre quienes se incluía Harry Dexter White, para que respondiesen por él. En consecuencia, en lugar de verse excluido de todo cargo influyente, gozó de diversos ascensos. Días después de la Conferencia de Quebec, tuvo lugar un aluvión de protestas acerca del Plan Morgenthau. El secretario de Estado Cordell Hull quedó asombrado no sólo porque se hubiera permitido al del Tesoro inmiscuirse de un modo tan descarado en un ámbito político que no le pertenecía, sino por la presentación de un proyecto que, a su juicio, no iba a hacer otra cosa que incitar a los alemanes a resistir con más fuerza. Su delicada salud lo hizo dimitir en noviembre de 1944. La prensa no se mostró más condescendiente. The New York Times y The Washington Post censuraron el plan por considerar que hacía el juego a los alemanes. Para el jefe de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, la noticia fue como agua caída del cielo. «En los últimos días —aseveró aquel otoño durante una emisión radiofónica—, hemos sabido de las intenciones concebidas por el enemigo; del proyecto que ha propuesto ese judío de Morgenthau al objeto de arrebatar su industria a ochenta millones de alemanes y convertir nuestra nación en un simple campo de patatas[38]». Roosevelt quedó desconcertado ante la magnitud del ataque a que se estaba viendo sometida la propuesta de Morgenthau. Por extraño que resulte había malinterpretado el estado de ánimo de su propia nación, amén de permitir un triunfo de los propagandistas nazis. A finales de septiembre, se había visto obligado a retractarse. El día 29, hizo saber a Cordell Hull lo siguiente: «[N]adie quiere volver a hacer de Alemania una nación completamente agrícola… Nadie desea la “completa erradicación de la capacidad industrial con que cuenta Alemania en el Ruhr y el Saar[39]”». Aquel mismo día, Roosevelt envió a la prensa un comunicado en el que aseguraba que, hasta el momento, no se había llegado a ninguna decisión en lo tocante al futuro de Alemania, y a principios de octubre, dijo a Henry Stimson, ministro de Guerra, no tener «la menor idea de cómo había comenzado [Morgenthau] todo aquello[40]». Con total discreción, se desechó el planteamiento más radical del proyecto expuesto en Quebec, si bien sus intenciones punitivas acabaron por hallar expresión en la orden número 1067 de los jefes del estado mayor conjunto, que prohibía a las fuerzas de ocupación «la adopción de medida alguna encaminada a la rehabilitación económica de Alemania [o] a mantener o fortalecer la economía alemana[41]». CHURCHILL Y STALIN: OCTUBRE EN MOSCÚ Tal como hemos visto, el verano y los primeros días de otoño de 1944 fueron un período conflictivo para los aliados, y no sólo por la cuestión, eterna en apariencia, de Polonia, sino también por la de la configuración que habría de adoptar Europa tras la guerra, y más en particular, por la de las intenciones que albergaba la Unión Soviética respecto de los países de la Europa oriental que estaba a punto de ocupar. Y ante tamañas dificultades, Churchill recurrió a la táctica que había empleado por vez primera en agosto de 1942, durante la disputa relativa al segundo frente: tomar un avión y volar a Moscú. Tal vez resulte sorprendente que, en aquella ocasión, se mostrase por demás apaciguador respecto de Stalin. Tenía motivos más que suficientes para estar furioso, pues los soviéticos seguían evitando al gobierno polaco de Londres. Según la opinión que había expresado a Anders pocas semanas antes, los «rusos» estaban «destruyendo» a todos los «mejores elementos» de Polonia, y «en especial en el ámbito intelectual». Sin embargo, durante las conversaciones dio la impresión de que jamás se hubiese peleado con el dirigente soviético en torno al alzamiento de Varsovia. En el Kremlin, a las diez de la noche del 9 de octubre, Churchill volvió a reunirse con Stalin en el ya conocido entorno destartalado del despacho del dirigente soviético. El primer ministro propuso comenzar con «la cuestión más tediosa: la de Polonia[42]». «[E]n este momento —hizo ver a su interlocutor—, cada uno [de nosotros] tiene en su mano un gallo de pelea», con lo que se refería a los lazos que unían a británicos y soviéticos con los polacos de Londres y los de Lublin, respectivamente. Riendo, Stalin repuso que «era difícil prescindir del gallo, porque anunciaba que había llegado el día». Churchill aseguró entonces que daba por «resuelto» el asunto de la frontera polaca de posguerra. Aquél no dejaba de ser un comentario extraño, dado que el gobierno polaco en el exilio, al que reconocía el Reino Unido como autoridad «legítima» de Polonia, seguía oponiéndose con vehemencia a la reclamación que hacían los soviéticos de la región oriental del país. Stalin se limitó a responder que «el hecho de hacer coincidir la demarcación con la Línea Curzon ayudaría en las discusiones». El británico añadió que las objeciones que pudiese presentar «algún general Sosnkowski» en la futura conferencia de paz no tenían «la menor importancia», ya que tanto el Reino Unido como Estados Unidos coincidían en la «conveniencia y justicia» de la nueva frontera. (Sosnkowski, en calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas polacas, no había omitido censurar la postura de la Unión Soviética respecto de su nación. De hecho, durante una reunión celebrada en Downing Street en mayo de 1944, Churchill había llegado a aconsejar al primer ministro polaco que excluyera a «ese tal Soloquesea» de su gabinete)[43]. Churchill preguntó a Stalin si no estimaba «meritorio» hacer que los polacos de Londres acudieran a Moscú, dado que los tenía ya «subidos a un aeroplano y amarrados». Una vez en el Kremlin, «estando de acuerdo británicos y rusos», se verían «obligados a avenirse». El soviético respondió que no tenía inconveniente en que así fuera, aunque se aferró a la postura que había adoptado unas semanas antes, añadiendo que Mikołajczyk «habría de ponerse en contacto con el comité», es decir, con los polacos de Lublin, quienes, al cabo, tenían en aquel momento «un ejército a su disposición y representaban una fuerza real». Lo que no explicitó Stalin fue la naturaleza de aquel nuevo ejército polaco, dado que, al mismo tiempo que él se hallaba reunido con Churchill, había soldados del Ejército Rojo, como Gueorgui Dragúnov, que estaban recibiendo órdenes un tanto estrafalarias… procedentes del mismísimo dirigente soviético[44]. Dragúnov servía de piloto en una unidad avanzada de la 6.a fuerza aérea soviética destinada en Polonia oriental. Aunque cuantos conformaban su sección eran de origen ruso, cierto día de octubre de 1944, «nos dijeron —recuerda— que a partir del día siguiente íbamos a tener que combatir bajo bandera polaca. Algunos respondieron: “¡Ni pensarlo! Prefiero que me maten a luchar formando parte del ejército polaco”». Pero no había elección: su unidad tuvo que transformarse de la noche a la mañana. Se pintaron los aviones de blanco y rojo, y la escuadrilla pasó a integrarse dentro de una fuerza aérea polaca recién creada. Sin embargo, quedaba aún algo por resolver: ninguno de los miembros de aquella nueva sección hablaba una palabra de polaco. Así que hubieron de recibir a la carrera un cursillo intensivo de dicho idioma. Como quiera que los soviéticos no ignoraban el peligro que corrían al cambiar el uniforme de sus aviadores —pues, en caso de ser derribados por los alemanes, el enemigo «lo adivinaría todo» enseguida—, se impuso la siguiente norma: los aparatos se volverían polacos en el acto; pero los pilotos sólo adoptarían el uniforme correspondiente una vez que adquiriesen la destreza lingüística suficiente para hacerse pasar por polacos. Meses después, afirma Dragúnov, «la mayoría de nuestros pilotos vestía uniforme polaco, y toda nuestra documentación estaba en polaco». Quien tal cosa asevera no tuvo por aborrecibles estas acciones, pues estaba persuadido de que estaba colaborando, sin más, a crear una nueva fuerza aérea para Polonia. Ésta era, sumada a las unidades del Ejército Rojo comandadas por Berling —que ya estaban conformadas, en gran medida, por oficiales soviéticos con uniforme polaco —, la sumisa «fuerza» recién creada que pensaba poner Stalin al servicio del gobierno de la Polonia «liberada». Fuera como fuere, cuando, en Moscú, hizo mención el dirigente soviético del ejército «polaco» sometido a su Estado que, a su ver, confería legitimidad y poder a las autoridades de Lublin, Churchill se apresuró a recordarle que «la otra parte» también tenía fuerzas armadas, y que si bien una porción de éstas se encontraba «resistiendo en Varsovia», «también tenían un denodado cuerpo de ejército apostado en Italia, en donde habían perdido siete mil u ocho mil hombres. Además, cuentan con la división armada, que tiene una brigada destinada en Francia… Eran soldados buenos y valientes. El problema de que adolecían los polacos era que poseían dirigentes políticos poco prudentes. Donde hubiese dos de Polonia, había siempre una disputa». Stalin repuso zumbón que, «en caso de haber uno solo, acabaría discutiendo consigo mismo por no aburrirse». Los dos cabezas de Estado pasaron entonces a tratar de la configuración futura de buena parte del resto de Europa, y fue hablando de ello cuando Churchill presentó lo que llamó un documento «atrevido». Aquel momento ha pasado a considerarse uno de los de más infausta memoria de la historia de la guerra. Mientras sacaba el informe, el primer ministro británico hizo saber a su interlocutor que «los estadounidenses habrían quedado mudos de asombro de haber sabido la crudeza con la que había expresado su contenido; [aunque él sabía bien] que el mariscal Stalin era una persona realista[45]». En tono de mofa, añadió que él no era ningún sentimental, «en tanto que el señor Eden [también presente] era un mal hombre». El manuscrito en cuestión contenía una serie de porcentajes en la que se resumía el grado de influencia de que gozarían «Rusia» y otros estados sobre territorios específicos de Europa. La lista era la siguiente: Rumania: 90% Rusia, 10% el resto. Grecia: 90% Gran Bretaña (de acuerdo con EE.UU.), 10% Rusia. Yugoslavia: 50% cada uno. Hungría: 50% cada uno. Bulgaria: 75% Rusia, 25% el resto. Stalin introdujo un solo cambio: tachó los porcentajes relativos a Bulgaria para adjudicar a su propio Estado el 90 por 100, y a «el resto», el 10 por 100. A simple vista, cabe considerar aquél un momento extraordinario: uno de los principales estadistas del mundo democrático intercambiando en secreto cuotas de «influencia» respecto de las naciones de la Europa oriental con un tirano reconocido. Resultaba casi comparable a la primera reunión que habían celebrado, en agosto de 1939, los soviéticos con Ribbentrop a fin de negociar con los nazis la suerte que habrían de correr países más débiles que ellos a los que era imposible oponer resistencia. Y este medio en apariencia despiadado de comerciar con el destino de otros pueblos volvió a ponerse en práctica al día siguiente, durante las conversaciones que mantuvieron Mólotov y Eden[46]. A lo largo de una serie de encuentros mucho menos conocidos que la conversación inicial de los «porcentajes», aunque, a su modo, tan reveladores como ésta, si no más, los dos ministros de Asuntos Exteriores canjearon cifras como avezados vendedores de automóviles que debatiesen sobre precios. El soviético preguntó al británico si no estaría dispuesto a aceptar «una proporción del 75 y el 25 por 100 en los casos de Bulgaria, Hungría y Yugoslavia». Éste repuso que tal disposición «suponía empeorar lo propuesto el día anterior»; de modo que Mólotov respondió con «90 y 10 en lo tocante a Bulgaria; 50 y 50 por lo que respectaba a Yugoslavia, y en cuanto a Hungría, quedaba sujeta a posibles enmiendas». Más tarde, añadió que «si Hungría quedaba en 75 y 25, Bulgaria debía estar en 75 y 25, y Yugoslavia, en 60 y 40». Éste era el «límite» al que estaba dispuesto a llegar. No se nos tachará de irrazonables si nos preguntamos qué estaba ocurriendo. Dado que buena parte de la Europa oriental iba a tener que soportar el yugo soviético durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, no parece descabellado censurar al británico por hablar de forma tan inhumana. Sin embargo, hemos de tener siempre presente que Churchill y Eden no podían saber cómo se iban a desarrollar los acontecimientos. No olvidemos, además, que era mucho lo que estaba en juego si no se avenían con Stalin, y que la presión a que estaban sometidos no era baladí. Mientras Churchill trataba con Stalin en el Kremlin, las fuerzas soviéticas estaban a punto de liberar Rumania, Hungría y Bulgaria para ocuparlas a continuación. En consecuencia, dada esta cruda realidad, el primer ministro británico debió de pensar que debía tratar de rescatar algo de la impetuosa irrupción del Ejército Rojo en Europa. Obtener cualquier influencia inmediata sobre dichos países suponía para los occidentales un avance respecto a la situación en que se hallaban. Queda, por otra parte, la cuestión de los estadounidenses. Tras la guerra, sus fuerzas tendrían una presencia comparable en la Europa occidental merced a su pertenencia a la OTAN; pero es fácil olvidar que ni Roosevelt ni Churchill podían prever tal cosa. De hecho, ocurrió más bien lo contrario: en Teherán, el primero había asegurado al dirigente británico y al soviético que su nación iba a limitarse a enviar «aeroplanos y embarcaciones» a Europa en caso de que se diera algún género de «amenaza futura para la paz[47]». Ante tan tibio compromiso por parte de Estados Unidos en lo concerniente a Europa, recaía sobre los británicos buena parte de la responsabilidad de que los acuerdos relativos a la configuración del continente llegasen a buen puerto. Y lo cierto es que no había negociación referente a la posguerra que no estuviese condenada al fracaso sin la colaboración de la Unión Soviética. Desde el punto de vista británico, a la necesidad política se sumaba la percepción que seguía teniendo Churchill de Stalin como individuo. Este último se mostraba, en lo esencial, tranquilo y meditabundo durante las reuniones, y si, de cuando en cuando, asomaba una repentina virulencia, siempre cabía hacer caso omiso de ella por considerarla parte del convencimiento —errado de medio a medio— de que había otras gentes tras él que intervenían de forma ocasional y lo obligaban a adoptar una actitud menos complaciente. Ello es que, en un telegrama remitido a su gabinete de guerra en relación con aquel mismo viaje a Moscú, el primer ministro escribió: No hay duda de que, en nuestro reducido círculo, hemos hablado con una… libertad y una buena disposición nunca vistos en las relaciones entre nuestras dos naciones. Stalin ha tenido varias muestras de respeto personal que entiendo que son sinceras. Aun así, he de reiterar mi convencimiento de que no actúa en solitario. «Tras el jinete cabalga siempre la aburrida precaución[48]». Este método tan práctico de hacer frente a cualquier noticia desagradable procedente del Kremlin ya había sido expresado, tal como se recordará, por Churchill durante el primer encuentro que mantuvo con Stalin durante el verano de 1942. Semejante teoría neutralizaba toda incoherencia y permitía —lo que es quizá más importante— al primer ministro y al resto del Reino Unido conceder al dirigente soviético el beneficio de la duda. En consecuencia, éste era el «verdadero». Stalin cuando se mostraba obsequioso, y cuando se volvía difícil de tratar, lo hacía por seguir las instrucciones de las fuerzas oscuras que se ocultaban tras él. Sin embargo, lo cierto era que no había «aburrida precaución» alguna sentada tras aquel «jinete». El que Churchill se aviniera a aceptar una teoría tan descaminada permite que nos hagamos una idea no sólo de cuán poco se sabía acerca del funcionamiento del Estado soviético, sino también —todo sea dicho— de la existencia del deseo que, dadas las circunstancias, predisponía a los aliados a ver algo que simplemente no se daba. Así estaban las cosas cuando Churchill se sentó a discutir con Stalin acerca de los «porcentajes» de influencia. Y tal como pone de relieve la detallada negociación habida entre Mólotov y Eden tras la presentación del «atrevido» documento de Churchill, aquél constituía un intento serio —aunque tosco y esquemático— de resolver las cuestiones de política exterior relativas a la Europa oriental que surgirían en el mundo de posguerra. Así y todo, después de que la reunión con Mólotov hubiese demostrado la presteza con que deseaban negociar los soviéticos, y expuesto la colosal ambigüedad de la expresión «esferas de influencia» —que ninguno de los participantes había llegado a definir con exactitud—, no se tomó empeño alguno en llevar la propuesta a un terreno más formal. No obstante, Churchill creía que aquel «atrevido» documento determinó las acciones subsiguientes de Stalin. Aquel mismo año, por ejemplo, los soviéticos omitieron interferir en cuanto llevaron a cabo los británicos en Grecia —país que el primer ministro de éstos había situado dentro de la esfera de influencia del Reino Unido en un «90%»—. Aun así, no faltan indicios de que Stalin pudo haber decidido no intervenir en el destino de Grecia antes de que Churchill llegase siquiera a plantear dicha cuestión[49]. Durante el primer encuentro de aquel viaje, en el que el primer ministro reveló el citado documento, se trató también del futuro de Alemania. Churchill se declaró partidario de la «mano dura», y Stalin agregó que quería ver destruida la «industria pesada» germana. Mólotov, de un modo acaso poco fortuito, pidió su «opinión» acerca del Plan Morgenthau, y el británico respondió que Roosevelt y Morgenthau «no estaban muy satisfechos con la recepción que había tenido». Entonces, cuando Stalin expresó su convencimiento de que «iba a ser necesaria una dilatada ocupación de Alemania», Churchill repuso diciendo que «dudaba que los estadounidenses fuesen a permanecer mucho tiempo» en suelo germano. Fue, en parte, la certidumbre de que los estadounidenses no estaban dispuestos a participar a largo plazo en los asuntos europeos lo que llevó al británico a tratar de resolver la cuestión polaca durante aquella visita a Moscú. Cumplía entablar negociaciones al respecto, y había que hacerlo sin más dilación. Por este motivo, había instado a Stalin a dejar que viajase a la capital de la Unión Soviética a Stanisław Mikołajczyk, primer ministro polaco en el exilio, quien, a las cinco de la tarde del 13 de octubre, accedió al palacio Spiridónovka del Kremlin a fin de entablar conversaciones con Stalin y el primer ministro británico. No cuesta imaginar cuáles debieron de ser los sentimientos de Mikołajczyk al encontrarse de nuevo cara a cara con el dirigente soviético, y en particular si tenemos en cuenta que las garantías que había recibido de él poco más de dos meses antes en relación con el levantamiento de Varsovia habían acabado en agua de cerrajas. Aun así, por mal que pudiera haberse sentido al comienzo de la reunión, lo cierto es que lo peor aún estaba por venir. Para empezar, Stalin reiteró las exigencias que había expresado en agosto[50]. «No podemos cerrar los ojos ante los hechos», declaró. Y éstos, por lo que a él respectaba, eran muy sencillos. «El Comité polaco», es decir, los polacos de Lublin, estaba llevando a cabo una amplia labor de supervisión en Polonia, y contaba, como ya sabemos, con «un gran ejército». En consecuencia, debía estar presente en toda discusión relativa al futuro del país. Además, los polacos de Londres debían reconocer la Línea Curzon y renunciar a la región oriental de la nación, y tener presente que, de no aceptar las exigencias de los soviéticos en este particular, «era imposible que hubiese buenas relaciones» entre ellos. Mikołajczyk presentó un argumento por demás comprensible; a saber: que «los soldados polacos que estaban luchando contra los alemanes en el extranjero lo hacían con la esperanza de poder regresar a dicho territorio» (es decir, la región del este de Polonia que se perdería caso de aceptarse la Línea Curzon). Stalin respondió que «los ucranianos y los bielorrusos» también combatían por su tierra, aunque «quizá el señor Mikołajczyk no lo sabía; y habían padecido mucho más que todos los polacos juntos». Churchill hizo cuanto estuvo en sus manos por hacer de mediador entre ambos, afirmando que «todos eran conscientes del sufrimiento de Polonia». A continuación, hizo un alegato prolongado y emotivo en el que argumentó que todos —incluido el mariscal Stalin— deseaban que Polonia fuese un «estado libre, soberano e independiente capaz de dirigir su propia existencia», siempre que demostrase ser —y aquí introdujo el calificativo que ya nos es de sobra conocido— «amiga» de la Unión Soviética. Sin embargo, respecto de la relevante cuestión de la frontera oriental de Polonia, el Reino Unido se declaró a favor de la delimitación propugnada por los estalinistas, «por considerarlo su deber, no ya por ser Rusia poderosa, sino por estar en lo cierto». Mikołajczyk repuso que «no sabía que hubiese que dividir Polonia antes de seguir avanzando en las negociaciones». El siguiente fue un momento devastador para el primer ministro polaco. Después de que Churchill hubiese vuelto a «instar» a Mikołajczyk a tener un gesto noble cediendo Polonia oriental, intervino Mólotov, harto ya, a todas luces, de discursos lacrimógenos y deseoso de volver a la cruda realidad, y recordó a todos los presentes «lo que se dijo en Teherán acerca de la cuestión polaca». El presidente Roosevelt había «aceptado la Línea Curzon», y aunque «no deseaba que se hiciera público por el momento», podían concluir todos «que la Unión Soviética, el Reino Unido y Estados Unidos eran de una misma opinión». Aquello fue el equivalente diplomático de un atraco a mano armada, pues, si bien Mikołajczyk sabía que Churchill deseaba que los polacos diesen su consentimiento a la Línea Curzon, había ignorado, hasta ese momento, que ya se hubiera tratado del asunto durante la Conferencia de Teherán en ausencia de los polacos, y con el resultado que acababa de conocer. Tampoco había reparado en que Roosevelt había formado parte de semejante acuerdo. —Espero —dijo Churchill— que no vaya a pensar mal de mí por las palabras, no por francas menos desagradables, que acabo de pronunciar con mis mejores intenciones. A lo que respondió el polaco: —He oído ya tantas cosas desagradables en el curso de esta guerra, que una más no va a desequilibrarme. Al día siguiente, en la dacha de los aledaños de Moscú en que se alojaban los británicos, Churchill volvió a instar a los polacos a cambiar de opinión y transigir con el desplazamiento de la frontera. Fue aquí cuando comenzó a hacerse patente la tensión a la que estaba sometido el primer ministro del Reino Unido. Incapaz de creer que sus interlocutores no estuviesen dispuestos a atender a razones, les dijo: —Deben ustedes hacerlo así; si dejan pasar esta oportunidad, todo se irá al garete. —¿Quiere que firme una condena de muerte contra mí mismo? —preguntó Mikołajczyk. —Yo me lavo las manos —fue la respuesta de Churchill—. En lo que a mí concierne, deberíamos olvidar el asunto. No vamos a arruinar la paz de Europa por las disensiones entre polacos. Su obstinación le impide ver lo que hay en juego. No vamos a salir de aquí estrechándonos la mano: vamos a hacer ver al mundo lo irrazonable que es usted. Por su culpa, va a estallar otra guerra en la que van a morir veinticinco millones de personas; pero eso a usted le da igual. —Ya sé que en Teherán sellaron nuestro destino. —En Teherán lo salvamos. —No soy persona desprovista por entero de sentimientos patrióticos —aseveró Mikołajczyk— para entregar la mitad de Polonia. —¿Qué quiere decir con lo de que no está desprovisto de sentimientos patrióticos? —replicó Churchill—. Hace veinticinco años reconstituimos Polonia sin importarnos que, durante la última guerra, hubiese más polacos luchando contra nosotros que a nuestro lado, y ahora estamos evitando una vez más su desaparición; pero usted no tiene intenciones de cooperar. Está usted loco de remate. —Sin embargo, la solución [de la Línea Curzon] no cambia nada. —Si no acepta esa demarcación, dese por perdido para siempre: los rusos arrasarán su país y liquidarán a sus gentes. Están ustedes al borde de la aniquilación[51]. Mikołajczyk seguía sin aceptar la pérdida de Polonia oriental, y Churchill le advirtió: «vamos a cansarnos de usted si sigue discutiendo». El encuentro acabó cuando los polacos se retiraron a fin de considerar lo que habían de hacer. Aun así, el resultado de sus deliberaciones era inevitable. No podía ser de otro modo: ¿cómo iban a «cooperar» como quería Churchill? Se pretendía que el primer ministro polaco firmase un acuerdo por el que cediera la región oriental de su país a los soviéticos, cuando los soldados de Polonia que servían en los ejércitos aliados —y de los cuales eran muchos quienes procedían del área a la que le estaban pidiendo que renunciase— estaban dejándose el pellejo por la causa aliada. El arrebato de Churchill resulta en parte digno de mención por el comentario de que, a menos que los polacos firmasen el acuerdo, «los rusos arrasar[ía]n su país y liquidar[ía]n a sus gentes», pues no casa bien —por no decir otra cosa— con la opinión expresada en Teherán de que Stalin debía recibir algún género de compensación territorial porque, al cabo, había «cambiado» el «carácter» del gobierno soviético. Los polacos regresaron a la dacha británica y pronunciaron su conclusión a las tres en punto de la tarde. Mikołajczyk se reafirmó, como era de esperar, en que no podía dar su aprobación a la Línea Curzon, y Churchill, deshaciéndose en improperios, acusó al gobierno polaco en el exilio de estar conformado por «gentes insensibles dispuestas a hundir Europa[52]». Asimismo, aseguró: «[Si los polacos] quieren conquistar Rusia, dejaremos que lo hagan. Tengo la impresión de estar en un manicomio. No sé si el gobierno británico querrá seguir reconociendo su estado». Al cabo, puso fin al encuentro con un comentario tan amargo como incierto —cosa que no debía de ignorar—: «¿Cuál ha sido su contribución a la campaña bélica de los Aliados en esta guerra? ¿De qué modo han arrimado el hombro? Pueden retirar sus divisiones si les place. Son ustedes totalmente incapaces de hacer frente a los hechos. ¡No he visto una gente así en todos los días de mi vida!». A Mikołajczyk lo afectó de forma evidente aquella visita a Moscú, no sólo por la vehemencia del ataque de Churchill, sino por la revelación de que los aliados occidentales habían llegado a un acuerdo respecto a las futuras fronteras de su país a sus espaldas en Teherán. En particular, lo afligía el saberse engañado por Roosevelt. En junio de 1944, durante su visita a Washington, los estadounidenses le habían asegurado que «el mariscal Stalin y el primer ministro Churchill eran los únicos que habían dado su aprobación a la Línea Curzon». El presidente se había mostrado por demás dicharachero con Mikołajczyk durante la reunión. «He estudiado dieciséis mapas de Polonia esta mañana —le hizo saber—. En apenas trescientos años, han sido polacas partes de Bielorrusia, y también partes de Alemania y Checoslovaquia… Por otra parte, ha habido porciones de Polonia anexionadas a esos países». Todo ello, al decir de Roosevelt, hacía «difícil desenmarañar el mapa» de la nación[53]. Aun así, pese a tales «dificultades», Roosevelt no había hecho ver, de ningún modo, que hubiese alcanzado acuerdo alguno al respecto —de forma oficial o extraoficial— con Stalin en Teherán. En el momento que nos ocupa, Mikołajczyk observó en una carta enviada al embajador estadounidense en Londres: «Me ha sorprendido en extremo saber, por la declaración hecha por el señor Mólotov durante el encuentro celebrado el 13 de octubre, que durante la Conferencia de Teherán, los representantes de las tres grandes potencias han convenido, de forma definitiva, en instaurar la llamada Línea Curzon a modo de frontera entre Polonia y la Unión Soviética[54]». Habían vuelto a coger en un renuncio a Roosevelt, quien tenía un motivo obvio para ocultar la verdad a Mikołajczyk en junio: tal como hemos visto, había expresado en la capital iraní la preocupación que le producía el que los varios millones de votantes estadounidenses de ascendencia polaca pudieran molestarse en caso de que los soviéticos se apoderasen de Polonia oriental, y expresaran su disgusto en las urnas durante los comicios presidenciales que habían de celebrarse en noviembre de 1944. Pero el 7 de este mes, instalado ya cómodamente en la presidencia tras la reelección, Mikołajczyk no podía hacerle daño alguno. El día 22, Roosevelt respondió con total tranquilidad a quien lo acusaba de haber obrado de mala fe diciendo que, de alcanzarse «un acuerdo mutuo» en lo tocante a los confines de Polonia, «este gobierno no tendría objeción alguna que plantear». (En privado, aquel mismo mes, expresaría con más franqueza su opinión acerca del asunto de la futura división territorial del Viejo Continente ante Averell Harriman, quien la resumía en estos términos: «él consideraba tan intratables las cuestiones europeas que quería desentenderse de ellas tanto como le fuera posible, siempre que no se tratara de los problemas relacionados con Alemania») [55]. Mikołajczyk, por su parte, convencido de haber tenido ya bastante con lo que había visto y oído, optó por dimitir el 24 de noviembre. Aun así, pese a haber sido incapaz de hacer que se llegara al consenso en lo referente a Polonia, Churchill terminó su visita a Moscú con gran optimismo. Y así, durante la cena de despedida celebrada el 18 de octubre en el Kremlin, el dirigente soviético y él conversaron casi como viejos amigos, aunque resulta revelador que, no bien se centró el coloquio en la persona de Rudolf Hess, el nazi que había volado al Reino Unido poco antes de la invasión alemana de la Unión Soviética, Stalin dejase aflorar, una vez más, el recelo que había profesado de siempre a los británicos. Felicitó al «servicio de inteligencia británico» por habérselas ingeniado para persuadir a Hess a viajar a su nación, y cuando el primer ministro, que acababa de poner de relieve que el alemán estaba loco, negó toda participación de su nación en el asunto, añadió que los integrantes del servicio de información soviético también optaban a menudo por no revelar lo que habían estado haciendo hasta que todo era agua pasada[56]. Pese a que, según había admitido el propio Churchill, Stalin se hallaba al frente de un país capaz de «liquidar». Polonia en un futuro inmediato, el primer ministro británico siguió convencido de que el soviético era alguien con quien podía tratar. En noviembre, pocos días después de la dimisión de Mikołajczyk, Churchill hizo saber a su gabinete que «no corríamos peligro inmediato alguno de vernos sumidos en otro conflicto bélico una vez finalizado el presente, y que [cumplía] andar con cautela a la hora de asumir un compromiso tras la formación de un bloque occidental, dado lo oneroso de las obligaciones militares que tal cosa podía acarrear[57]». Si bien aún era posible que mudara su opinión acerca de la estabilidad del mundo de posguerra, Churchill seguía teniendo la sensación, sopesados todos los factores, de que la Unión Soviética iba a revelarse como un miembro servicial de la comunidad internacional, y tal convencimiento lo llevó a regresar de Moscú henchido de euforia. «He charlado muy amigablemente con ese viejo Oso [Stalin] —escribió a Clementine, su esposa—. Cada vez que lo veo, le tomo más aprecio. Han empezado a respetarnos, y estoy convencido de que desean colaborar con nosotros[58]». Sus esperanzas quedarían hechas añicos en el transcurso de los meses siguientes. LA BATALLA DE BUDAPEST Mientras los Tres Grandes se preparaban para la que estaba destinada a convertirse en la conferencia más célebre de la guerra, celebrada en Yalta, ciudad de la península de Crimea, en 1945, se empeñó en Hungría uno de los combates más trascendentales de cuantos se libraron en la Segunda Guerra Mundial. La batalla de Budapest es mucho menos conocida entre el público no especializado que otras más emblemáticas, como la de Stalingrado o la de Berlín; y sin embargo, tuvo una gran significación tanto por su magnitud como en el momento en que se produjo, dado que constituyó una ilustración excelente del modo como eran capaces de conducirse las fuerzas soviéticas a medida que avanzaban en dirección a la Europa central. Hungría no había sido, precisamente, el aliado más fiel de cuantos habían tenido los nazis. En un principio, su gobierno, presidido por el almirante Horthy, se había mostrado reticente a aunar esfuerzos con Alemania, debido no sólo al temor que se había profesado siempre en la nación al poderío germano, sino también a que su situación geográfica la hacía vulnerable a una posible invasión procedente del este. No obstante, tras la conquista de Francia por parte de los alemanes, efectuada en los albores del verano de 1940, los húngaros estimaron conveniente revisar sus prioridades militares y políticas, y así como dicho acontecimiento hizo que Stalin cambiase de actitud respecto de los nacionalsocialistas, también alteró la posición de dichas gentes en relación con la guerra al brindarles la oportunidad de aliarse con el bando vencedor y obtener, en consecuencia, valiosas tierras a expensas de Rumania. De hecho, cuando se unieron al Eje, en octubre de 1940, recibieron la región septentrional de Transilvania. En 1944, sin embargo, había quedado de manifiesto que se habían sumado al bando equivocado, y después de que quedasen aplastadas las fuerzas húngaras que luchaban codo a codo con las alemanas en el frente oriental, Horthy había comenzado a urdir una estratagema que le permitiese salir de la guerra. Aun así, cuando, llegado el mes de marzo, Hitler tuvo noticia de los planes que fraguaba, mandó a las tropas alemanas que ocupasen el país, y los nazis deportaron a Auschwitz a cientos de miles de sus habitantes judíos —ayudados, todo sea dicho, por miembros sumisos de la gendarmería húngara—. En octubre de 1944, Horthy —a quien mantuvieron al frente del Estado tras la ocupación— trató, una vez más, de negociar la paz con Occidente, aunque los invasores volvieron a impedírselo. En aquella ocasión, lo reemplazaron por el dirigente del partido fascista húngaro la Cruz Flechada, e hicieron más patente su dominio. Aquel mismo mes, Stalin ordenó a sus ejércitos que atacasen de inmediato Budapest. Durante una acalorada conversación telefónica mantenida con el caudillo del segundo frente ucraniano, Rodión Malinovski, le instó a tomar la capital húngara «en el curso de los días siguientes». Cuando el estratego le respondió que necesitaba cinco días para llevar a cabo dicha tarea, el dirigente soviético replicó: «No sé a qué viene semejante obstinación. Es evidente que no te das cuenta de la necesidad política de arremeter de inmediato contra Budapest[59]». Debía de estar refiriéndose al encuentro que habían programado los Tres Grandes para tratar del futuro que esperaba a buena parte de Europa tras la guerra. Sin embargo, los soviéticos no tomaron la ciudad en el plazo requerido —dada la ferocidad de la resistencia que opusieron alemanes y húngaros, resulta absurdo que Stalin llegase siquiera a pretender tal cosa—, y de hecho, hubo que aguardar a Navidad para que lograsen emprender lo que esperaban que fuese el asalto definitivo a aquella plaza. «En algunas de las líneas de combate apostadas en las cercanías de Budapest, topamos con una defensa tenaz en extremo —recuerda Borís Lijachov, quien participó en la ofensiva al frente de una unidad blindada—, y los contraataques eran poderosísimos[60]». En cuanto jefe de la sección de reconocimiento de su cuerpo acorazado, se encontraba en el centro mismo de la acción, y aún recuerda vivamente la intensidad de aquella batalla. «¡El fragor del fuego de la artillería…! Cuando explosiona un proyectil, uno siente el olor a quemado, nota los ojos irritados y hasta tiene dificultades para tomar aire. Pero peor es cuando explosiona una bomba. Eso sí que afecta al sistema respiratorio; es asfixiante: le falta a uno el oxígeno, y siente los pulmones llenos de humo… Yo lo experimenté varias veces. Y el hecho de estar dentro del tanque con las escotillas cerradas no hace sino empeorar las cosas, por más que los vehículos tuviesen sistemas de ventilación. Eran muy poco eficaces; de modo que era imposible permanecer en el interior de un carro de combate durante mucho tiempo cuando fuera había explosiones… Dentro de los tanques, y sobre todo de los mejor blindados, uno se siente seguro y a la vez se asfixia». La ciudad de Budapest se halla dividida por el Danubio. A un lado de éste se extiende Pest, sector relativamente llano y dotado de calles amplias por el que pudo avanzar con facilidad el Ejército Rojo, y al otro, Buda. Y aunque las colinas de este último dificultaron en grado considerable la labor de los atacantes, lo cierto es que no les impidieron capturar el terreno elevado desde el que se dominaba la zona, ni acabar de poner cerco a la capital el 26 de diciembre. Como en Stalingrado, Hitler mandó a sus hombres luchar hasta el final. Budapest fue declarada una Festung, una plaza fuerte que no podía rendirse. El total de los soldados que se disponían a defenderla ascendía a setenta mil, cantidad que se dividía en partes casi iguales entre alemanes y húngaros. La cercanía del Ejército Rojo había sumido al paisanaje en el terror. Barna Andrasofszky, estudiante de medicina al que acababan de reclutar en una unidad militar húngara, recuerda: «todo eran signos de mal agüero, porque no dejábamos de recibir noticias acerca de los rusos que habían irrumpido en el país[61]». Los refugiados que habían huido del área septentrional de Hungría que ya había caído en manos de los soviéticos «contaban cosas terribles. Les estaban robando los relojes a todos, y se estaban llevando a las mujeres, sin importar si eran jóvenes o viejas, para violarlas. Ésas eran las nuevas que se estaban divulgando». El 17 de enero de 1945, las tropas alemanas y húngaras se retiraron de Pest a Buda, y las primeras volaron los cinco puentes que unían las dos partes de la capital, separadas por el Danubio. En el interior de Buda, y en particular en torno a la fortaleza central, salvaguardada por tropas de la SS, se luchaba con gran violencia. Al final, desgastados por la fuerza colosal del ataque soviético, los alemanes trataron de escapar de allí; pero todos, a excepción de unos cuantos miles, murieron o fueron capturados. La ciudad acabó por rendirse el 13 de febrero. Los soldados del Ejército Rojo, que habían recibido orden de conquistar la capital húngara «en el curso de los días siguientes», tardaron más de cien en obligar a los defensores a entregarla. Y en el período inmediatamente posterior a la victoria, no faltarían soviéticos dispuestos a tomar satisfacción. Iván Polcz fue uno de los primeros en presenciarlo. El 11 de febrero, a sólo dos días de la rendición, este muchacho, hijo único de un respetable matrimonio húngaro de clase media, cumplió los trece años. Durante el sitio se había escondido junto con sus padres en la bodega de la casa que tenía en las afueras un familiar. Habían oído rumores de que los soviéticos «no respetaban a las mujeres», aunque «muchos no creían» que los combatientes del Ejército Rojo fuesen a forzarlas. Dos noches antes del cumpleaños de Iván, él y los suyos habían oído enérgicos bombardeos. «Y de pronto —declara—, irrumpieron en la bodega dos soldados rusos vestidos de blanco y armados con metralletas». A gritos, anunciaron que estaban buscando alemanes, y al no dar con ninguno entre ellos, volvieron a salir a la calle. Presa del horror, Iván vio entrar, media hora más tarde, a varios soldados alemanes que, no encontrando al enemigo, se alejaron también a la carrera. Entonces, la noche de su cumpleaños, «entró en la bodega un número increíble de soldados rusos armados. Si la escena no hubiese sido tan aterradora, nos habríamos desternillado de la risa, porque llevaban puesta ropa de otra gente. Había incluso hombres con botas de mujer… Nos preguntaron si teníamos joyas, pero aparte de llevarse nuestros relojes y las prendas que se les antojaron, no nos hicieron nada». A continuación, entraron otros grupos de combatientes estalinistas, primero para instalar cables con los que crear una línea telefónica y luego para llevarles alimentos. «Así que estuvimos bastante bien con ellos —concluye Iván—, y dimos por hecho que la idea de que agredían a las mujeres debían de habérsela inventado los nazis para amenazarnos». Sin embargo, días después, la atmósfera cambió por entero. En torno a las diez de la noche, entraron dos soldados del Ejército Rojo en la bodega, que a esas alturas brindaba refugio a unas veinticinco personas —entre parejas jóvenes, parejas ancianas y niños—. Aunque Iván no recuerda las facciones de los soviéticos, sí puede decir que «no eran demasiado agradables». Uno de los maridos húngaros de menor edad hizo las veces de intérprete y les preguntó qué querían, y cuando respondieron, «se echó a temblar». Habían dicho que «necesitaban una mujer». «Se asustó, claro, porque su joven esposa se encontraba entre nosotros, tumbada en una de aquellas camas…; así que les dijo que allí [sólo] había madres con hijos y ancianas, y les pidió que nos dejasen en paz. Pero no tenían intención de irse. Las mujeres se cubrieron enseguida con mantas, y ellos empezaron a quitárselas. Yo estaba aterrado, porque tenía allí a mi madre, y para su edad (cuarenta y ocho años tenía), era muy hermosa. A su lado estaba su hermana menor, y al lado de ellas, un funcionario de la Embajada con su esposa y su hija de dieciséis años». Al llegar al extremo de la bodega, los soldados toparon con una adolescente rubia de diecisiete años que servía de criada a las órdenes del matrimonio al que pertenecía la villa. Y fue a ella a quien escogieron. La agarraron entre los dos, y ella se puso a gritar y a suplicar, pidiendo a los demás refugiados a voz en cuello: «¡Ayúdenme! ¡Por favor, ayúdenme!». «Todo el mundo estaba helado, petrificado —recuerda Iván—. Aquel momento fue terrible; jamás lo olvidaré. Desde entonces, nadie tenía la menor duda de que las mujeres corrían peligro de veras… Y entonces ocurrió algo que, a simple vista, resultó bastante extraño». El dueño de la casa, oficial retirado del ejército, se dirigió a la criada diciendo: «Por favor, haz este sacrificio por el bien de la patria. Con ello salvarás a las demás mujeres, que nunca van a olvidar lo que has hecho por ellas». «En aquel momento —asevera Iván—, me pareció un gesto muy ruin el de pedir a aquella muchacha que se sacrificara de aquel modo en el altar de la nación húngara; pero, en cierto modo, es de reconocer que salvó a mi madre y a las demás mujeres jóvenes de aquella bodega. Tras mucho gritar, los rusos la llevaron arriba… y después de quince minutos, aquella chiquilla volvió a bajar tambaleante los escalones, al borde del desmayo. Dijo haber sido víctima de una atrocidad, de una violación brutal, y contó que aquel bestia la había llegado a golpear por haber llorado. Por supuesto, los demás también estaban llorando…; cuando vieron a esa pobre muchacha, ni siquiera se atrevieron a mirarla… Aquello fue terrible —sentencia—. Aun hoy lo tengo fresco en la memoria, y me sigue poniendo la carne de gallina a mis setenta y cinco años de edad». Los días que siguieron a la victoria del Ejército Rojo, los abusos sexuales fueron algo común en Budapest. «El peor sufrimiento que está infligiendo a la población húngara es el de la violación de sus mujeres —señala un informe de la época procedente de la embajada suiza en la capital—. Los forzamientos, que afectan a todos los grupos de edad de entre diez y setenta años, son tan frecuentes que pocas mujeres se han salvado de ser víctimas de ellos… El dolor se agrava aún más por el luctuoso hecho de que son muchos los soldados rusos portadores de enfermedades, así como por la ausencia casi total de medicamentos en Hungría[62]». Agnes Karlik, que a la sazón contaba quince años, fue una de las jóvenes húngaras que sufrieron en su propia carne los abusos de las fuerzas soviéticas. Como Iván y su familia, ella y los suyos se habían ocultado en un sótano durante el asedio, y como a aquél, los primeros integrantes del Ejército Rojo que conoció no le resultaron desagradables. «Vinieron sólo para asegurarse de que no había soldados enemigos en el edificio. No estuvieron mucho tiempo, y de hecho, trataron de ser amables[63]». Sin embargo, no habría de esperar mucho para ver volverse las tornas. «De repente, entraron en aquel lugar combatientes de la peor calaña, repulsivos de verdad. Nos quitaron los relojes y otras pertenencias, empujando a diestro y siniestro… Tratamos de apaciguarlos, pero todos estábamos horrorizados. Los niños no dejaban de llorar, y [los recién llegados] comenzaron a sacar a las mujeres afuera con la excusa de que debían ayudar a pelar patatas. A mi hermana y a mí nos sacaron de allí». Su abuela insistió en acompañarlas. «Quería averiguar cuáles eran sus intenciones y qué estaban haciendo; pero ellos la apartaron de un empellón, y nosotras nos aferramos a ella. Entonces, nos llevaron afuera a las tres. Todo estaba nevado, y hacía mucho frío». Los soldados las arrastraron a una tienda que había instalada en las cercanías. «No dejaban de dar gritos, y yo estaba tan asustada que me había quedado rígida. Nos metieron en aquel lugar entoldado y nos violaron [a las dos]. Eramos jóvenes, muy jóvenes, y ni siquiera sabíamos lo que nos estaban haciendo, porque en aquella época recibíamos una educación diferente. No estábamos tan informadas… Yo tenía dieciséis años, o casi: los iba a cumplir en noviembre, y mi hermana, catorce. Mi abuela intentó ayudarnos y ellos le pegaron… Pero no estaba dispuesta a abandonarnos, y cuando todo acabó, nos llevó otra vez con ella. Todavía tengo pesadillas con aquello». Aquella noche, Agnes se acurrucó y trató de conciliar el sueño en una sección apartada del sótano, destinada a guardar la ropa. «Me despertó otra pareja de gorilas que entró allí. No sé cómo me encontraron. Supongo que llevaban intención de robar, y toparon conmigo por casualidad. Volvieron a violarme, y como antes, me dejé hacer, sin ni siquiera poder moverme». Se aprovecharon de ella los dos, y para la muchacha, aquella experiencia fue aún peor que la del día anterior. Sin la presencia de su abuela, hubo de soportar «una sensación de soledad e indefensión tan grande…». Consumado el estupro, salió «a rastras» de allí e informó a su madre de lo que había ocurrido. «En realidad, cuando llegué a donde estaba ella, sufrí un ataque de histeria, y recuerdo que me encontraba en tal estado, que tuvieron que zarandearme para sacarme de él». Huelga decir que aquellas violaciones tuvieron un efecto muy hondo en Agnes. «Durante mucho tiempo, estuve resentida con los hombres por ser capaces de hacer una cosa así sin motivo… Una experiencia así hace que una se enoje con la humanidad, por decirlo de algún modo». En el hospital, a raíz del segundo ataque, fue sometida a un examen interno a fin de comprobar que no había recibido daños de gravedad, cosa que no era infrecuente, debido a la severidad de los ataques de los que se hacía víctima a muchas mujeres. El estudiante de medicina Barna Andrasofszky fue testigo de algo así en una aldea de los aledaños de Budapest durante la primavera de 1945[64]. Una anciana lo llamó desde una de las casas y le comunicó que había una muchacha enferma en el interior. Al entrar, topó con que la sala de estar se hallaba sumida en el desorden, y encontró a una joven de unos veinticinco años tumbada en una cama y tapada con una manta. «Me acerqué a ella y le quité el cobertor, que estaba empapado en sangre. No dejaba de llorar ni de decir que iba a morir, que no quería seguir viviendo». Según le dijeron, la habían violado «entre diez y quince» hombres, y sangraba profusamente por causa de las heridas internas que le habían provocado durante la agresión. Ante la imposibilidad de detener el flujo sanguíneo, hubo que llevarla a un hospital. «Se hacía difícil hacerse a la idea de que estuviese ocurriendo algo así en el siglo XX —asevera—. No era fácil ver hecho realidad lo que difundía la propaganda nazi; pero nosotros lo teníamos delante, y además, recibimos noticia de otras muchas situaciones terribles como aquélla». Claro está que en todos los ejércitos se dan episodios de maltrato a los paisanos que habitan el territorio del enemigo. Asimismo, no faltan veteranos del Ejército Rojo dispuestos a calificar crímenes así de sucesos históricos, bien que lamentables. Tal es, por ejemplo, la opinión de Borís Lijachov, comandante de unidades blindadas que combatió en la batalla de Budapest: «Puede que se dieran vejaciones, pero yo no conozco ningún caso. Aunque, lógicamente, bien pudo haberlos. Es de lo más lógico, ya que, a lo largo de la historia, los vencedores han buscado siempre algún provecho a modo de compensación por los apuros por los que han pasado. Hace no mucho leí algo acerca de Alejandro Magno, y supe que cuando se apoderó de los estados meridionales, las mujeres fueron las primeras en sufrir por causa de sus huestes: cocinaban para los vencedores y satisfacían el resto de sus necesidades. Es historia, y los libros hacen de ello descripciones muy vividas. Piense en Napoleón y en sus victorias. Pues lo mismo ocurrió entonces». Aun así, en el marco de la campaña europea de la Segunda Guerra Mundial, semejante excusa resulta insostenible, pues en lo tocante a los abusos sexuales, el caso de los soviéticos no era comparable con ningún otro. Los aliados occidentales no cometieron crimen que pueda parangonarse en descomedimiento, pues entre ellos no se toleraban las violaciones colectivas. Y pese a que no disponemos de cifras exactas respecto del número total de mujeres forzadas por los soviéticos en Hungría, no cabe dudar de que fueron muchísimas las que fueron víctimas de tan execrable delito — hay quien calcula que, sólo en Budapest, su número se halla en torno a los cincuenta mil—. Prueba de ello es el informe que presentaron los comunistas húngaros de Köbánya a las autoridades soviéticas en 1945. A su decir, cuando llegó en enero, el Ejército Rojo cometió una serie de crímenes sexuales en un estallido de «odio absurdo, salvaje y desmandado». Los soldados —prosigue el escrito—, ebrios, violaron a las madres delante de sus hijos y sus esposos. Los padres hubieron de ver cómo les arrebataban a sus hijas, algunas de sólo doce años, y cometían estupro con ellas de forma sucesiva entre diez y quince combatientes, infectos a menudo de enfermedades venéreas… Sabemos que los agentes del servicio de información del Ejército Rojo son comunistas, y sin embargo, si acudimos a ellos en busca de ayuda, nos responden airados, mostrándonos los puños y amenazándonos con fusilarnos, mientras dicen por toda respuesta: «¿Y qué hicisteis vosotros en la Unión Soviética? Vosotros no sólo violasteis a nuestras mujeres ante nuestros ojos, sino que, además, las matasteis junto con sus hijos, prendisteis fuego a nuestras aldeas y asolasteis nuestras ciudades[65]». Por lo común, las fuentes oficiales no dijeron nada de los crímenes. Resulta significativo, de hecho, que el periódico soviético Pravda no los mencionase en ningún momento. Y aunque, en ocasiones, se trató de hacer valer el precepto según el cual se consideraba criminal al soldado del Ejército Rojo que cometiese violación, lo cierto es que se persiguió a tan pocos de cuantos incurrieron en tal delito que resulta imposible no concluir que las autoridades toleraban a menudo semejante desafuero. «Nadie se preocupaba por algo así —asegura Fiodor Jropati, que se cuenta entre los pocos soldados del Ejército Rojo que están dispuestos a reconocer que se dieron abusos deshonestos en todo el territorio ocupado de la Europa oriental—. Al contrario: los soldados chismorreaban entre ellos y se jactaban de haberse acostado con tal mujer o tal otra, con una, dos o tres. Se sentían héroes. Eso era lo que se contaban. Ni siquiera se daba parte cuando moría alguien, por no decir ya de cuando un combatiente se iba a la cama con una muchacha… A mí me dolía que nuestro Ejército se hubiese granjeado una reputación así, y me indignaba la gente que se comportaba de ese modo. Soy muy negativo al respecto; muy negativo… Hasta cierto punto, puedo entender a los soldados: cuando uno lleva cuatro años de guerra, combatiendo en las condiciones más horribles que puedan imaginarse, puede justificarse [el deseo de] un comportamiento tan agresivo. Estoy dispuesto a disculpar las ganas que pueda tener un militar de violar a una mujer; pero no la ejecución en sí del delito. Claro que puede entenderse el deseo de tener una mujer, porque tanto los oficiales como las clases de tropa llevaban cuatro años sin mantener relaciones sexuales[66]». Cuando se le pregunta en qué grado se perpetró en el Ejército Rojo dicho crimen, Fiodor afirma: «Me resulta difícil hablar de porcentajes. Quizá hubiese un 30 por 100 de personas que lo hicieron». En cuanto a la postura de Stalin acerca de este particular, resulta significativo su proceder cuando, en invierno de 1944, recibió en el Kremlin la visita de Milovan Djilas, comunista yugoslavo de relieve, quien había censurado con anterioridad el comportamiento de que había dado muestras el Ejército Rojo en su país. Desasosegado, al igual que sus correligionarios de Köbánya, por los informes que hablaban de forzamientos, se había quejado a las autoridades militares soviéticas, y es evidente que durante el banquete celebrado más tarde en el Kremlin en honor de la delegación de Yugoslavia, Stalin tenía presente las protestas de Djilas cuando comenzó a hablar de los horrores que había tenido que soportar el Ejército Rojo mientras expulsaba a los alemanes de la Unión Soviética y del resto de la Europa oriental, para añadir a continuación: «Y estas mismas fuerzas armadas han sido blanco de las invectivas de Djilas, nada menos. De Djilas, de quien jamás habría esperado nada semejante, después de haberle brindado tal recepción. ¡Un ejército que no ha escatimado su sangre por vosotros…!». Por último, se preguntó: «¿Es que no es capaz de entender el que un soldado que ha atravesado miles de kilómetros sembrados de sangre, fuego y muerte quiera divertirse con una mujer o quedarse con alguna bagatela?»[67]. El momento culminante de la velada aún estaba por llegar. «Stalin —recordaba Djilas— besó a mi esposa y exclamó que tenía aquel gesto afectuoso aun a riesgo de ser acusado de violador». En otra ocasión, cuando lo informaron de que los del Ejército Rojo estaban abusando sexualmente de las refugiadas alemanas, parece ser que repuso: «Aleccionamos demasiado a nuestros soldados: vamos a dejar que tengan iniciativa[68]». El dirigente soviético, cuando menos, se limitó a cohonestar tal delito; en tanto que Beria, el jefe de la NKVD, lo cometió personalmente. En 1953, tras la muerte de Stalin, uno de los guardaespaldas del director de la policía secreta reveló, durante el proceso por «traición» sustanciado contra él, que su superior lo mandaba, junto con otro agente, a recorrer la calles de Moscú a fin de seleccionarle posibles víctimas y llevarlas a su domicilio. Y pese a las afirmaciones de que semejantes cargos habían sido creados sin más objeto que el de hacer caer en desgracia a Beria después de su salida del poder, no faltan indicios de lo contrario; como, por ejemplo, la declaración de cierto diplomático estadounidense al que le constaba, a la sazón, que «a altas horas de la noche llevaban a muchachas a la casa de Beria en una limusina[69]». De hecho, el testimonio directo de Tatiana Okunevskaia, actriz rusa a la que eligieron para ir a su domicilio, confirma el método que empleaba el jefe de la NKVD para llevar a cabo sus violaciones. «Aquéllos son recuerdos terribles. Se desvestía y se dedicaba a rodar por su lujosa cama mientras me comía con la mirada. Era semejante a… no tanto a una medusa como a un sapo horrible e informe. Me dijo: “Vamos a cenar. Estás muy lejos de todo; así que no importa si gritas o no. Ahora estás en mi poder: piénsalo y actúa en consecuencia. ¿No vas a comer ni a hablar conmigo?”. Permanecí muda, sin saber qué hacer. Después de todos estos años, sigo convencida de una cosa. No me importa estar aterrada, que me roben, que quemen mi casa; pero ya en el campamento tenía clara una cosa: si algún día volviesen a violarme, me suicidaría[70]». Con el tiempo, Jrushchov revelaría que Malenkov, quien había sido subordinado inmediato de Beria, lo llevó aparte en el momento del arresto de este último y le dijo: «Escucha lo que tiene que decirte el jefe de mis guardaespaldas». Aquel hombre se acercó a mí con estas palabras: «Acabo de oír que han detenido a Beria, y quiero informar de que violó a mi hijastra cuando ella aún estaba estudiando séptimo. Su abuela murió hace un año aproximadamente, y mi esposa tuvo que ir al hospital y dejar a la niña sola. Una noche, salió a comprar pan cerca del edificio en el que vive Beria. Allí topó con un hombre mayor que tenía la mirada clavada en ella. Estaba muy asustada, y alguien la cogió y la llevó al domicilio de Beria. Beria la hizo sentarse a cenar con él. Ella bebió algo que la hizo caer dormida, y él la violó». Yo le dije que quería que, durante la investigación, comunicase al fiscal cuanto me había contado a mí, y más tarde nos dieron una lista de más de un centenar de niñas y mujeres que habían sido violadas por él con el mismo método: las invitaba a comer y les ofrecía vino con un somnífero disuelto[71]. Todo ello quiere decir, claro está, que los informes de abusos sexuales perpetrados por los soldados del Ejército Rojo en la Europa oriental que pudiesen haber llegado a la central moscovita de la NKVD acabaron en la mesa de un violador. LA CONFERENCIA DE YALTA A fin de prepararse para las negociaciones que iban a mantener en Yalta los Tres Grandes, Stalin trató de obtener tanto apoyo como le fue posible para su gobierno títere de Polonia. Aquel asunto, por ejemplo, dominó la visita que hizo el general De Gaulle a Moscú en diciembre de 1944. El presidente del gobierno provisional de la Francia recién liberada fue contundente a la hora de juzgar a Stalin, a quien consideraba «un dictador recluido en su propia astucia, siempre dispuesto a ganarse la benevolencia de otros con ademanes de bondad que le servían para acallar recelos. Sin embargo, su pasión era tal, que había ocasiones en las que no podía impedir que asomase, aunque no sin cierto género de encanto pernicioso[72]». Y en las conversaciones que mantuvo con De Gaulle, la pasión del dirigente soviético se centró en garantizar una Polonia servil a Moscú. Stalin ejerció una presión notable sobre el francés al objeto de hacer que reconociese al de los polacos de Lublin como el gobierno legítimo de Polonia, puesto que, si bien su interlocutor no tenía poder práctico alguno para determinar el curso de los acontecimientos sobre el terreno, lo cierto es que le habría resultado inmensamente útil que Francia aceptase sus estados títere antes de la Conferencia de Yalta. Sin embargo, la relativa fragilidad de su posición en cuanto dirigente del nuevo régimen francés —sin que hubiesen mediado aún elecciones— no impidió que De Gaulle se negara a bailarle el agua. Si bien estaba resuelto a no hacer a Francia cómplice del sometimiento que se pretendía imponer a la nación polaca —escribió con el estilo pomposo que lo caracterizaba—, no fue por albergar ilusión alguna de cuanto podría comportar mi negativa desde un punto de vista práctico. Patente era que no disponíamos de medio alguno para evitar que los soviéticos llevasen a término sus planes. Asimismo, preveía que Estados Unidos y Gran Bretaña iban a dejarlos hacer cuanto les viniese en gana; pero por ligero que fuese entonces el peso que pudiera tener la actitud de Francia, podía no carecer de relevancia más tarde el haberla adoptado en aquel momento en particular. El futuro es dilatado, y todo es posible; aun el hecho de que una acción emprendida en conformidad con el honor y la honradez acabe por revelarse como una sabia inversión política[73]. No deja de ser revelador, dada la opinión positiva que habrían de formarse Churchill y Roosevelt en Yalta en el lapso de unas semanas, el hecho de que el dirigente soviético no hiciese nada por ocultar a De Gaulle su natural sanguinario. Así, durante un banquete memorable celebrado en el Kremlin aquel mes de diciembre, Stalin brindó, en presencia del francés y de Harriman, el embajador de Estados Unidos ante Moscú, por la salud del mariscal jefe Novikov, comandante de la aviación del Ejército Rojo, de un modo por demás siniestro. «Ha creado una fuerza aérea maravillosa —apuntó el dirigente—, aunque, si no hace bien su trabajo, no dudaremos en matarlo». Dicho esto, buscó con la mirada al general Jruliov. «¡Aquí está! —exclamó al verlo—. Éste es el director de intendencia, y de él depende la provisión de hombres y material al frente. Más le vale empeñarse a fondo, o, de lo contrario, vamos a tener que colgarlo, tal como manda la costumbre de nuestro país[74]». De Gaulle tuvo oportunidad de saber algo más del carácter de su anfitrión tras el banquete, cuando firmó, a la postre, un tratado de amistad con la Unión Soviética en el que, sin embargo, no brindaba su reconocimiento a los polacos de Lublin. «¡Ha jugado bien sus cartas! —le dijo Stalin—. ¡Bien hecho! Me gusta tratar con gente que sabe lo que quiere, aunque su opinión no coincida con la mía». A continuación, comentó: «Al final, la única que gana es la muerte». Por último, llamó a Borís Podzerov, quien ejercía de intérprete suyo aquella noche, y le dijo: «Sabes demasiado: debería enviarte a Siberia[75]». Stalin tenía presente aquel encuentro con De Gaulle, teñido de humor negro, y se hallaba alentado por el conocimiento de que la guerra estaba tocando a su fin cuando subió al tren que lo llevaría de Moscú a Yalta, ciudad de la península de Crimea, en febrero de 1945. Acababa de saber que, a finales del mes de enero, el frente bielorruso del mariscal Zhúkov había cruzado la frontera alemana y se hallaba acampado en la margen oriental del Óder, a poco menos de ochenta kilómetros de Berlín. Del frente occidental sabía que los aliados habían logrado repeler el ataque de Hitler en las Ardenas, en la batalla del mismo nombre. Además, en Extremo Oriente, el general Douglas MacArthur estaba listo para recobrar la ciudad filipina de Manila; los británicos habían obligado a los nipones a retroceder a través del río birmano Irawadi, y los bombarderos estadounidenses estaban azotando las islas japonesas. La victoria parecía asegurada, aunque, en particular en el caso de Japón, aún no podía determinarse el momento en el que tendría lugar ni el precio que habría que pagar por ella. Para muchos, la Conferencia de Yalta se ha erigido en símbolo de los negocios poco edificantes que se entablaron en las postrimerías del conflicto, y que fueron a deshonrar la empresa, otrora noble, de combatir el nazismo. Sin embargo, tal cosa no es del todo cierta: en primer lugar, claro está, hay que tener en cuenta que fue en la Conferencia de Teherán, celebrada en noviembre de 1943, donde se abordaron por vez primera, y se resolvieron en principio, las cuestiones fundamentales de lo que quedaba de guerra y las dificultades que presentaba el mundo de posguerra. En realidad, en Yalta no se añadió gran cosa de relieve, aunque la ocasión no carece de importancia, por haber marcado, entre otras cosas, el momento culminante del optimismo desplegado por Churchill y Roosevelt respecto de Stalin. El 3 de febrero, el primer ministro británico y el presidente de Estados Unidos volaron de Malta a Saki, ciudad sita en las llanuras de Crimea, al norte de la cordillera que sirve de resguardo a la ciudad costera de Yalta. A continuación, recorrieron en vehículos, junto con su nutrido acompañamiento de asesores y ayudantes —que sumaban un total aproximado de setecientas personas—, la tortuosa carretera que atravesaba los elevados pasos montañosos por los que se llegaba al litoral. A Churchill, que había acariciado la esperanza de que se eligiera el Reino Unido en cuanto lugar en que celebrar la conferencia —para lo cual se había llegado a proponer el municipio escocés de Invergordon—, no lo entusiasmó demasiado la península de Crimea. Más tarde, describió el lugar como «la Riviera del Averno», a lo que añadió: «así hubiésemos pasado diez años buscando, no habríamos dado con un sitio peor en todo el planeta[76]». Sin embargo, una vez más, había prevalecido la voluntad de Stalin. No hay nada que indique que los aliados occidentales repararon en la cruel paradoja que implicaba semejante elección, pues estaban a punto de tratar del futuro de millones de personas en la región misma en la que, ocho meses antes, había demostrado Stalin el particular modo que tenía de hacer frente a la disensión, real o imaginaria, al deportar a cuantos integraban la nación de los tártaros. Mucho se ha escrito acerca del estado físico de Roosevelt en el momento de la conferencia. Quienes, como George Elsey, trabajaron cerca de él, habían percibido un marcado deterioro en su salud los meses anteriores, y Churchill había hecho un comentario acerca de su aspecto enfermizo cuando se reunió con él en Quebec durante el mes de septiembre. En Yalta, lord Moran, su médico personal, anotó lo siguiente: «Todos parecen coincidir en que el presidente se encuentra muy malparado en lo físico… Dudo, por lo que he visto, que esté en condiciones de llevar a término la labor que ha venido a hacer[77]». Hugh Lunghi, que viajó a Yalta con el equipo enviado por la misión militar británica en Moscú, recuerda el momento en que aterrizó el avión de los dos dirigentes, y dice haberse sorprendido también por el aspecto del presidente. «Churchill bajó de su aeroplano y se dirigió al de Roosevelt en el momento en que transvasaban al presidente (es la única palabra que se me ocurre, porque lo cierto es que estaba impedido). El primer ministro lo miró con atención. Se habían reunido en Malta, claro está; así que supongo que para él no debió de ser ninguna sorpresa. Pero yo, y el resto de los que no lo habíamos visto antes, quedamos pasmados al ver aquella figura demacrada, escuálida. Llevaba los hombros cubiertos con una capa anudada al cuello, y el sombrero levantado por la parte delantera. Tenía la cara cerosa, amarilla y macilenta, delgadísima, y estuvo buena parte del tiempo sentado, con la boca abierta y la mirada fija. Nos impresionó muchísimo». Roosevelt, de hecho, estaba ya moribundo en Yalta: sobre el particular no se admite discusión alguna. Sin embargo, el que su manifiesta debilidad afectara o no a su juicio constituye una cuestión menos sencilla. De hecho, no faltan testimonios contemporáneos en apoyo de alguna de las dos respuestas posibles. Lo que es seguro, de cualquier modo, es que los logros principales que obtuvo en aquellas negociaciones se conforman con las opiniones expresadas durante la Conferencia de Teherán y en otras ocasiones. Sus objetivos principales seguían siendo conseguir que la Unión Soviética moviese guerra contra Japón no bien se firmara la paz en Europa y hacer que Stalin secundase la creación de las Naciones Unidas. Las complejidades relativas a la demarcación territorial de la Europa oriental revestían para él una importancia mucho menor, con independencia de que estuviese o no enfermo. En tanto que ninguno de los presentes dudaba de su decadencia física, todos eran conscientes, en igual grado, de la fuerza y el poder que poseía el dirigente soviético. «Stalin estaba —al decir de Hugh Lunghi— lleno de vida… Sonreía y se mostraba amable con todos, y cuando digo “con todos”, incluyo también a los que, como yo, formaban parte de lo más bajo del escalafón. En los banquetes, bromeaba más que antes». Desde las victorias militares de 1943, se había aficionado a vestir uniforme militar, y lo cierto es que en Yalta presentaba una figura imponente. «Debo decir que creo que el tío Joe es el más impresionante de los tres —escribió en su diario sir Alexander Cadogan, director del Ministerio de Asuntos Exteriores británico—. Se muestra muy tranquilo y comedido… Es evidente que tiene un gran sentido del humor, ¡y un genio muy vivo!»[78] Por encima de todo, los dirigentes aliados fueron a Yalta con la impresión de que era alguien con quien podían identificarse en lo personal. Churchill había comentado el año anterior: «si pudiese cenar con Stalin una vez a la semana, no habría ningún problema que resolver. Nos llevamos de maravilla[79]».. Churchill y Roosevelt seguían ansiosos por creer en la persona del dirigente soviético, y se habían aferrado a la esperanza de que sus declaraciones de amistad, como la que hizo en el discurso pronunciado el 6 de noviembre de 1944, en el que aseguró que su relación con los aliados occidentales estaba fundada en «intereses antiguos y de importancia vital», fuesen indicio de que albergaba intenciones de mantener en el futuro la cooperación con Occidente[80]. Y en la época de la Conferencia de Yalta, el primer ministro británico, por ejemplo, podía alegar en favor de esta tesis la libertad que habían concedido los soviéticos al Reino Unido respecto de Grecia, tal como había hecho pensar la conversación relativa a las «cuotas de dominio» mantenida en octubre de 1944. En cualquier caso, la paz futura del mundo seguía dependiendo de la capacidad para mantener una relación productiva con Stalin, y este convencimiento hizo que los dos dirigentes occidentales se mantuvieran dispuestos a creer en cuantos indicios se les mostrasen a fin de reforzar la conveniente certidumbre de que el soviético era alguien a quien podían «manejar». Durante la primera reunión que celebraron los tres, rodeados del esplendor zariano del Palacio de Livadia, antiguo lugar de recreo de la familia imperial, Roosevelt hizo ver que sus respectivas naciones se entendían «mucho mejor que en el pasado, y que dicho entendimiento se hacía mayor a medida que transcurrían los meses[81]». El presidente de Estados Unidos expresó, por ende, su deseo de que en la conferencia se hablara con total «franqueza y libertad». Polonia iba a ser, claro está, la piedra de toque de la relación con Stalin, y de hecho, no hubo materia alguna que se discutiera con más pormenor durante la conferencia. Pese a las protestas de los polacos de Londres, tanto Roosevelt como Churchill convinieron con él en que podía quedarse con Polonia oriental. Lo que importaba a los dos occidentales era que, dentro de sus nuevos confines, la nación pudiese ser «libre e independiente». «Gran Bretaña —aseveró su primer ministro—, no tenía interés material alguno en Polonia; sólo estaba ligada a ella por una cuestión de honor, ya que había empuñado la espada en su nombre contra el ataque brutal de Hitler. Jamás podría haberme contentado con ninguna solución que hubiera atentado contra su condición de Estado libre e independiente». Una vez más, cabe maravillarse de la habilidad con que se asían los dirigentes occidentales a los fragmentos de la historia reciente que les resultaban convenientes, toda vez que sabían muy bien que, días después de aquel «ataque brutal de Hitler», acometido desde poniente, había emprendido la Unión Soviética el suyo propio desde el este. Y lo que en aquel momento habían aceptado Churchill y Roosevelt no era otra cosa que las conquistas logradas por aquélla merced a dicha ofensiva. «El primer ministro —señaló Stalin— ha declarado que, para Gran Bretaña, la de Polonia es una cuestión de honor, y yo he de añadir que, en el caso de Rusia, lo que está en juego no es sólo el honor, sino también la seguridad», por cuanto Alemania había «atravesado». Polonia en dos ocasiones durante los últimos treinta años para invadir la Unión Soviética. Aun así, no olvidó subrayar la necesidad de una Polonia «libre, independiente y poderosa». A continuación, afirmó que, en lo que a él respectaba, los polacos de Lublin, a los que se conocía en su capital como «gobierno de Polonia», gozaban en su país «del mismo apoyo democrático con que cuenta De Gaulle en Francia». Asimismo, volvió a hablar, como había hecho con Churchill el mes de octubre anterior, de la necesidad de «mantener el orden tras las líneas de combate», y denunció la existencia de «agentes del gobierno de Londres vinculados al llamado movimiento clandestino, denominados fuerzas de resistencia. De ellos no hemos recibido nada bueno —sentenciaba—, sino todo lo contrario». Stalin se reafirmó entonces en su teoría de que algunos de cuantos conformaban el Ejército Nacional, si no todos sus integrantes, no pasaban de ser «delincuentes», y reiteró que los polacos de Lublin constituían el gobierno legítimo —aunque tal vez temporal— de Polonia. Churchill, que en Teherán se había mostrado impasible ante las acusaciones de Stalin, presentó entonces una mesurada propuesta: Debo hacer constar que los gobiernos británico y soviético tienen fuentes de información distintas en Polonia y reciben, por tanto, datos diferentes. Tal vez estemos errados, pero tengo la impresión de que el gobierno de Lublin no representa siquiera a un tercio de la población polaca. Se trata de mi modesta opinión, y acaso esté equivocado. Aun así, creo que el movimiento clandestino podría haber entrado en disputa con el gobierno de Lublin. He temido que hubiese derramamientos de sangre, detenciones y deportaciones, y temo las consecuencias que puedan derivarse de la cuestión polaca. Todo aquel que ataque al Ejército Rojo merece ser castigado; pero no entiendo que el gobierno de Lublin tenga derecho alguno a representar a la nación de Polonia. El reto que se planteaban Churchill y Roosevelt era el de hacer cuanto estuviese en sus manos por garantizar que el gobierno del país recién constituido fuese lo más representativo posible. En consecuencia, tras las negociaciones de aquel día, el estadounidense remitió a Stalin una carta en la que expresaba su preocupación por que su pueblo «pu[dier]a mirar con ojos de censura lo que tal vez consideras]e un desacuerdo entre [los dos] en una fase tan relevante de la guerra[82]». Asimismo, declaraba de forma categórica: «no podemos dar el visto bueno a la composición actual del gobierno de Lublin». Proponía, por ende, convocar de inmediato a representantes de los polacos de Lublin y de los de Londres, de modo que los Tres Grandes pudiesen ayudarlos a llegar a un acuerdo en cuanto a la formación de un gobierno provisional. No hace falta decir —recordaba el final del escrito— que todo gobierno de transición que pueda resultar de las conversaciones que mantengamos con los polacos habrá de tener presente que, con la menor brevedad posible, habrán de celebrarse elecciones libres en Polonia, y me consta que tal cosa coincide por entero con su deseo de ver nacer una Polonia nueva, libre y democrática, de la confusión de esta guerra. Esto ponía a Stalin en una situación un tanto incómoda, ya que huelga decir que no le interesaba determinar con los otros dirigentes aliados la composición de ningún gobierno provisional de Polonia. Tal cosa convertiría la suya en sólo una de las tres voces que habrían de participar en las discusiones, en tanto que si el asunto quedaba sin resolver concluida la conferencia, sería él el encargado de dirigir los acontecimientos. Y el modo como supo salirse de aquel brete nos dice mucho acerca de su carácter y del perspicaz sentido que tenía del funcionamiento real del poder. En primer lugar, puso en juego la clásica estratagema política de postergar toda decisión. El 7 de febrero, día que siguió al del recibo de la carta de Roosevelt, aseguró que ésta había llegado a sus manos sólo «hora y media antes», y a continuación, dijo no haber podido ponerse en contacto con los polacos de Lublin por hallarse éstos en Cracovia o en cualquier otra ciudad de Polonia. Aun así, Mólotov había tenido algunas ideas basadas en sus propuestas, si bien «aún no las había pasado a limpio». A continuación, puso en práctica su jugada más inteligente al sugerir que, en lugar de seguir tratando de la cuestión polaca —dado que, tal como acababa de participarle, no había tenido tiempo de responder con pormenor a la propuesta del estadounidense—, los Tres Grandes podían centrar su atención en el sistema de votación de las nuevas Naciones Unidas. Este asunto, que se contaba entre los favoritos de Roosevelt, había resultado, sin embargo, por demás problemático en encuentros anteriores. Los soviéticos habían insistido en que cada una de sus repúblicas tuviese un voto en la Asamblea General, lo que les habría otorgado dieciséis frente al sufragio único de Estados Unidos. Habían argumentado para ello que, puesto que el Reino Unido, su Commonwealth y su imperio tenían poder sobre un buen número de votos en potencia, la Unión Soviética no merecía menos. En aquel momento, no obstante, Mólotov hizo una concesión evidente al declarar que «quedarían satisfechos con la admisión de al menos tres o aun dos de las repúblicas soviéticas en calidad de miembros fundadores». Esto cambió la atmósfera de la reunión de forma instantánea. Roosevelt respondió que se alegraba «muchísimo» de oír tales propuestas, y que «sentía que aquél era un gran paso que sería muy bien acogido por todos los pueblos del mundo». Churchill suscribió por entero la respuesta del presidente de Estados Unidos, y añadió que «también él quería expresar su sincero agradecimiento al mariscal Stalin y al señor Mólotov por tamaño avance». Fue sólo entonces, tras la feliz discusión relativa al sistema de votación de la nueva asamblea de naciones, cuando Mólotov presentó la respuesta soviética a la carta de Roosevelt. «[S]ería recomendable —había escrito en ella— añadir al gobierno provisional de Polonia algún dirigente demócrata de los círculos de emigrados polacos», si bien añadía que aún no habían podido establecer comunicación telefónica con los polacos de Lublin, y en consecuencia, no iba «a dar tiempo a hacer realidad la propuesta del presidente de convocar a los polacos a Crimea». Aquél fue el momento más significativo de lo que llevaban de conferencia. Dado el contexto, parece conveniente señalar que Churchill y Roosevelt eran políticos refinados y expertos; de hecho, lo eran en mayor grado que la inmensa mayoría de cuantos dio el siglo XX. Y aun así, ambos dejaron que Mólotov y Stalin se salieran con la suya sirviéndose de lo que, a todas luces, no era más que una estratagema descarada. ¿Quién, de cuantos se hallaban presentes en aquella sala, podía creer de veras que los soviéticos, habiendo tenido un día entero para hacerlo, habían sido incapaces de dar con el gobierno polaco que ellos habían domesticado por teléfono, y más aún teniendo en cuenta que iba contra los intereses de la Unión Soviética negociar con los polacos de Londres en Yalta, delante de los dirigentes occidentales? Aun así, ni Churchill ni Roosevelt dijeron nada de la supuesta incapacidad de los soviéticos para localizar a su propio gobierno títere. Churchill se limitó a hacer un comentario acerca del trazado exacto de los confines de la nueva Polonia, cuyos detalles había revelado por fin Mólotov. La frontera occidental que habían ideado los soviéticos corría a lo largo de los ríos Óder y Neisse, al sur de la ciudad de Stettin, lo que suponía incluir una porción nada desdeñable de Alemania en aquélla, y Churchill hizo ver que «sería una lástima cebar a la oca polaca con demasiada comida alemana y provocarle así una indigestión». Los británicos temían arrebatar a los germanos una cantidad excesiva de territorio, pues tal cosa podría hacerlos hostiles para con los polacos de forma perenne y llevar a éstos a arrimarse a los soviéticos. Durante las negociaciones, el primer ministro disfrazó dicho temor de preocupación por el rechazo que podía manifestar «una porción considerable de la opinión pública del Reino Unido» respecto del plan de «trasladar a cantidades ingentes de alemanes». Stalin respondió diciendo que la mayor parte de cuantos habitaban aquellas regiones había «huido ya al ver llegar al Ejército Rojo». Y en cualquier caso, tal como reconoció el propio Churchill, no iba a faltarles espacio, por cuanto Alemania había sufrido ya «entre seis y siete millones de bajas en la guerra, y posiblemente aún hubiese de sufrir otro millón más», y esta circunstancia iba a «simplificar» el problema. En consecuencia, Stalin pudo eludir con éxito la petición presentada por Roosevelt la víspera — la de convocar a los polacos de Lublin y a los de Londres a Yalta para poder discutir a fondo la constitución del gobierno provisional bajo el auspicio de los Tres Grandes— sin una queja por parte de los occidentales. Al día siguiente, los tres dirigentes comenzaron la sesión accediendo de inmediato a la solicitud de Stalin, quien pedía que la Unión Soviética recibiese de Japón territorios orientales a modo de compensación final por su participación en la guerra del Pacífico. Para ello, apeló a los derechos históricos que poseían los soviéticos respecto de aquellas tierras, extremo que los nipones siguen poniendo en duda, no sin justificación, en nuestros días. Después, los reunidos volvieron a abordar la cuestión de Polonia. Churchill calificó aquél de «momento crucial de [aquella] gran conferencia». Mediante un prolongado discurso, expuso la inmensidad del problema al que se enfrentaban los aliados occidentales. «Tenemos —dijo— un ejército de 150 000 polacos que lucha con denuedo a nuestro lado, y cuyos integrantes no van a avenirse a aceptar al gobierno de Lublin. De hecho, van a considerar traición por nuestra parte el que brindemos a éste nuestro reconocimiento». Admitía que, de celebrarse comicios «mediante voto secreto de verdad y con candidaturas abiertas», quedarían despejadas todas las dudas de los británicos; pero hasta que ocurriese tal cosa, y dada la composición que poseía en aquel momento el gobierno de Lublin, era impensable que el Reino Unido dejara de rendir lealtad al de los polacos exiliados en Londres. Stalin, en lo que, habida cuenta de su estilo habitual, puede considerarse un discurso salpicado de ironía, repuso: Los polacos llevan años odiando a Rusia por haber participado ésta en las tres de las particiones de Polonia; pero el avance el ejército soviético y la liberación de su nación de las garras de Hitler ha cambiado por completo esta realidad: el viejo resentimiento ha desaparecido por entero… [Y]o tengo para mí que el pueblo polaco entiende que la presente constituye una gran festividad histórica. La idea de que los antiguos integrantes del Ejército Nacional, por ejemplo, pudiesen permitirse considerar aquel momento «una gran festividad histórica» sólo puede entenderse como un chiste macabro. Churchill, quien como hemos visto, había reconocido ante Anders, pocos meses antes, que las acciones llevadas a cabo por los soviéticos en Polonia distaban mucho de poder ser valoradas de ese modo, no hizo nada por enmendar semejante calumnia. Stalin sí admitió, empero, que «el gobierno polaco deb[ía] ser elegido de forma democrática. — Y añadió—: Es mucho mejor tener un gobierno que sea resultado de elecciones libres». Pero el «arreglo» final al que llegaron los tres dirigentes en lo tocante a Polonia inclinó de tal modo la balanza en su favor, que la celebración de comicios así se trocó en algo improbable en extremo. Todo lo que se concluyó fue que «los embajadores de las tres potencias destinados en Varsovia» quedasen al cargo de «la responsabilidad de observar que se llevara a la práctica el compromiso alcanzado respecto de la celebración de elecciones libres y sin trabas, así como de informar de ello a sus respectivos gobiernos». En lo tocante a la composición inmediata del ejecutivo de Lublin, también se llevaron el gato al agua los soviéticos. Lo único que solicitaron los aliados occidentales fue la «reorganización» de dicho grupo a fin de que incluyera dirigentes polacos «demócratas» de dentro y fuera del país. Sin embargo, recayó sobre los estalinistas la responsabilidad de convocar en Moscú a los ministros de Asuntos Exteriores de las tres potencias al objeto de coordinar tal cosa. Sólo el optimista más tenaz podía haber imaginado que tan enclenques disposiciones iban a poder producir el resultado deseado: una Polonia libre y democrática. «A los que trabajábamos y vivíamos en Moscú —asevera Hugh Lunghi— nos asombró que no se hubiera formulado una declaración más firme, porque sabíamos que no existía la menor posibilidad de que Stalin fuese a permitir la celebración de elecciones libres en aquellos países cuando no las tenía en la Unión Soviética». Tan desmoralizadora opinión coincidía con la de lord Moran, quien estaba convencido, en el momento de celebrarse las negociaciones, que los estadounidenses adolecían de una «profunda ignorancia» en relación con «el problema polaco» y no lograba entender qué podía haber hecho pensar a Roosevelt que era posible «vivir en paz con [los soviéticos[83]]». «[E]n Moscú —afirmaría poco después—, el pasado mes de octubre, quedó clara su intención de convertir Polonia en un puesto avanzado cosaco de Rusia, y dudo mucho que haya mudado su propósito desde entonces[84]». Aun así, se equivocaba: el presidente de Estados Unidos no sufría «profunda ignorancia» alguna respecto de Polonia: sencillamente, el asunto no le importaba tanto como otros. Claro está que defendía de cara a la galería la idea de que los comicios de la nación debían ser libres y abiertos. «Quiero que las próximas elecciones polacas sean las primeras incuestionables —aseguró a Stalin en Yalta—. Deberían ser como la esposa de César. Yo no la llegué a conocer, pero dicen que era una mujer pura[85]». El soviético, haciendo honor a su proverbial agudeza cáustica, repuso: «Eso es lo que decían de ella, aunque en realidad tenía sus pecadillos». Sin embargo, en privado, Roosevelt no pudo menos de reconocer que el acuerdo al que habían llegado en relación con Polonia distaba mucho de ser perfecto. Cuando el almirante Leahy le comunicó: «es tan elástico, que los rusos podrían estirarlo desde Yalta hasta Washington sin llegar a romperlo técnicamente», él respondió: «Lo sé, Bill; pero es lo más que puedo hacer por Polonia en este momento[86]». El comentario, muy propio de él, era cierto sólo en parte, por cuanto si el pacto no era sino «lo más» que podía hacer entonces, se debía a la escasa relevancia que había concedido a aquel asunto. Lo que a él más le importaba era el hecho de haber alcanzado con Stalin un concierto práctico que constituía un buen augurio para el futuro general del planeta una vez acabada la guerra. Y aunque el oficial de la marina mercante Jim Risk, compatriota suyo que había pasado poco menos de nueve meses en el norte de la Unión Soviética, pudiese haberse formado la opinión de que el dirigente soviético era tan censurable como Hitler, él no era del mismo parecer. De hecho, pocos días antes de la Conferencia de Yalta, llegó aun a comentar al diplomático británico Richard Law: «Hay muchas clases de comunismo, y no todas son necesariamente dañinas[87]». Tal como lo expresó lord Moran: «Dudo mucho que haya llegado a comprender que Rusia es un estado policial[88]». Para un hombre realista como el almirante Leahy, sin embargo, el 11 de febrero de 1945, día en que acabó la conferencia, no quedó duda alguna de cuáles serían sus consecuencias. Las decisiones allí adoptadas iban a «convertir a Rusia en la potencia que domin[as]e Europa, lo que encierra en sí la certeza de futuras desavenencias internacionales y la posibilidad de otra guerra[89]». Sin embargo, en el momento de la clausura, los dirigentes occidentales y buena parte de sus principales consejeros tenían más fe que nunca en el carácter individual de Stalin. «Jamás he visto a los rusos tan relajados ni tan complacientes —escribió, por poner un ejemplo, Cadogan el 11 de febrero—. En particular, Joe se ha mostrado bueno en extremo. Es [y el subrayado es de Cadogan] un gran hombre, y presenta una imagen impresionante en comparación con el envejecimiento de los otros dos estadistas[90]». En general, los aliados occidentales quedaron satisfechos con cuanto habían conseguido en la Conferencia de Yalta. Además de obtener un acuerdo en lo tocante a las nuevas fronteras de Polonia (sin el beneplácito, eso sí, del pueblo polaco ni de su gobierno en el exilio) y la promesa, formulada por Stalin, de que en breve se celebrarían elecciones «democráticas» en el país, se habían determinado las zonas de demarcación de la Alemania ocupada, dividida entre británicos, estadounidenses, soviéticos y también franceses. Además, Stalin había vuelto a expresar su entrega al proyecto de las Naciones Unidas, y se había comprometido a entrar en guerra con Japón una vez derrotados los alemanes. Durante el período que siguió a la clausura de la conferencia, muchos de cuantos ocupaban el poder en Occidente creían, en mayor grado que antes, que se podía confiar en que Stalin cumpliese sus promesas. En gran medida, tal como hemos visto, tal circunstancia tuvo mucho que ver con el modo como se condujo mientras duraron las negociaciones de Yalta. Churchill dijo haber quedado impresionado por la atención con que escuchaba los argumentos que se oponían a los suyos, y por su disposición a cambiar de parecer tras ello. Y a éstos hay que sumar otro indicio, de naturaleza más práctica, que demostraba, a su ver, su deseo de contemporizar con Occidente: las intenciones que abrigaba, a ojos vista, de no interferir en nada de cuanto hiciese el Reino Unido respecto de Grecia. Sin embargo, por encima de todo lo expuesto se hallaba el influjo de su personalidad, elemento de vital importancia en el optimismo que imperaba tras la conferencia. Se tenía, o cuando menos así se hacía ver en público, la sensación de que se estaba cerrando el abismo ideológico que se abría entre Occidente y la Unión Soviética, y todo apuntaba que cada una de las partes profesaba a la otra un mayor respeto. El primer día de las negociaciones, Churchill había dicho estar persuadido de que «las tres naciones a[ll]í representadas se dirigían a la misma meta [el gobierno democrático] por caminos diferentes», e igual que él había brindado eufórico, durante el banquete celebrado la primera noche de las negociaciones, por «las masas proletarias del mundo», Stalin aseguró en la última velada que el primer ministro británico era «la figura gubernamental más arrojada del planeta. Debido en gran medida al coraje y la firmeza del señor Churchill, Inglaterra había fragmentado, estando sola en la guerra, el poderío de la Alemania hitleriana en un momento en que el resto de Europa se mostraba incapaz de hacerle frente». A continuación, dijo conocer «pocos casos en la historia en que el valor de un solo hombre hubiese sido tan importante para el futuro del mundo. Entonces bebió a la salud del señor Churchill, amigo de trincheras y hombre denodado». En cuanto a la pregunta de si podían haber dirigido las conversaciones por otros derroteros — más eficaces, quizá— las potencias occidentales, no podemos sino concluir, desde el presente, que sí casi con total certeza[91]. Resulta notable, por ejemplo, que los estadounidenses no se sirvieran en ningún momento de su inmenso poderío económico para obligar a los soviéticos a mostrarse más acomodadizos. Éstos deseaban obtener un préstamo de seis mil millones de dólares a fin de comprar equipamiento estadounidense tras la guerra, así como un acuerdo relativo a la cantidad que habría de recibir de Alemania en concepto de compensación por el conflicto. Y sin embargo, ninguno de estos asuntos llegó a discutirse en Yalta, lo que se debió sobre todo a que los más de los participantes dieron por sentado que, acabada la guerra, habría que celebrar una conferencia formal de paz en la que resolver de forma definitiva las cuestiones de más relevancia. Sin embargo, dicho encuentro jamás tuvo lugar. Además, poco más de dos meses después de la Conferencia de Yalta, Roosevelt ya había muerto. 6 El Telón de Acero EL FRACASO DE YALTA El acuerdo obtenido en la Conferencia de Yalta, plagado de imperfecciones, se anunció, sin embargo, a bombo y platillo. En febrero, a raíz del final del acontecimiento, tanto británicos como estadounidenses exageraron los logros obtenidos en Crimea. Churchill informó a su gabinete de guerra de que estaba muy seguro de que Stalin «tenía buenas intenciones respecto del mundo en general y de Polonia en particular», y de que «el primer ministro Stalin había sido sincero[1]». Y el 23 de febrero, hizo saber a sus ministros: «El pobre Neville Chamberlain creía que podía confiar en Hitler y se equivocó. Pero yo dudo haberme equivocado con Stalin[2]». El primer ministro —escribió en su diario Hugh Dalton, quien se hallaba presente en aquella reunión— ha hablado de Stalin en términos muy efusivos. Está persuadido (y sir Charles Portal me dijo lo mismo el miércoles pasado, durante la cena de De La Rue) de que, mientras siga Stalin en el poder, se mantendrá la amistad anglo-rusa. En cuanto a la postura que adoptará quien lo suceda, no podemos decir nada. (Portal me dijo: «Tal vez sea Mólotov. Es inexpresivo y tartamudea, y los tartamudeos en ruso no resultan agradables»). El día 27, ante la Cámara de los Comunes, Churchill siguió mostrando una imagen de la conferencia tan halagüeña como le fue posible, y expresó su convencimiento de que «el mariscal Stalin y los dirigentes soviéticos desea[ba]n convivir con las democracias occidentales en honrada amistad e igualdad. Y yo también creo —añadió— que son gente de palabra[3]». El gabinete de Roosevelt fue más allá, mucho más allá. James Byrnes, jefe del consejo de movilización bélica, llegó a Washington antes que el presidente y anunció no sólo que se había logrado un acuerdo en lo tocante a las Naciones Unidas, sino que, de resultas de la conferencia, se habían eliminado en Europa las «esferas de influencia», y además, aseveró: «las tres grandes potencias van a mantener el orden [en Polonia] hasta que se instaure un gobierno provisional y se celebren elecciones[4]». Roosevelt, quien felicitó expresamente a Byrnes en la engañosa rueda de prensa que ofreció a su llegada, deseaba, a todas luces, que el público estadounidense se centrara en lo que, a su entender, había sido el mayor logro de la Conferencia de Yalta: el acuerdo relativo a la fundación y organización de las Naciones Unidas. El presidente, que conocía de sobra la gravedad de su estado, quería que dicho organismo formase parte fundamental de su legado. Quería demostrar al mundo que había tomado el ideal internacionalista de Woodrow Wilson, plasmado en la frustrada Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial, y —esta vez sí— lo había llevado a la práctica con éxito. El mensaje de que los Tres Grandes habían llegado, en efecto, a un acuerdo en lo tocante al nuevo orden mundial en Yalta, difundido en primer lugar por Byrnes, quien mantenía un vínculo estrecho con Roosevelt, fue afianzado por el propio presidente durante la sesión conjunta del Congreso que se celebró en Washington el 1 de marzo. A su decir, las decisiones adoptadas durante la conferencia acerca de las Naciones Unidas «debían representar el fin del sistema de acción unilateral, de las alianzas exclusivas, de las esferas de influencia, de los equilibrios de poder y del resto de recursos comparables que se han probado durante siglos sin éxito[5]». La prensa estadounidense se adhirió con entusiasmo a esta lectura selectiva de lo ocurrido en Yalta. Su respuesta apenas puede sorprendernos, dado que Roosevelt había omitido mencionar las partes del acuerdo que no se compadecían con el ideal romántico que él estaba ofreciendo —y así, por ejemplo, calló que había aceptado que la Unión Soviética tuviese más de un voto en la Asamblea General de las Naciones Unidas, o que los estalinistas iban a poder celebrar las «elecciones» que habían prometido convocar sin supervisión efectiva alguna por parte de Occidente—. Aquél fue su último intento de cuadrar el círculo de su problemática relación con Stalin respecto de los principios de la Carta del Atlántico: si bien era cierto que los estadounidenses habían tenido que ceder en relación con la frontera oriental de Polonia, también lo era —según daba a entender— que el resto de Europa iba camino de alcanzar la libertad. Claro está que, además, el presidente de Estados Unidos podía remitirse al texto de lo convenido para respaldar esta conclusión, pues no en vano había firmado Stalin, por ejemplo, que habría comicios «libres» en Polonia. Aun así, debía haber sabido, por el comportamiento de que habían dado muestras en Yalta aquél y Mólotov —piénsese en la supuesta incapacidad de ambos para ponerse en contacto telefónico con los polacos de Lublin, o en su negativa a permitir que se supervisara como era menester ningún proceso electoral que se llevara a cabo en el futuro—, que era muy poco probable que Polonia llegase a ser «libre». De hecho, al convenir de forma explícita en que el gobierno polaco de posguerra debía ser «amigo» de los soviéticos, había restringido de forma notable la autonomía del ejecutivo. Aun así, no dudó en alabar con exageración un acuerdo que, según había reconocido él mismo en privado, no pasaba de ser «lo mejor» que había podido conseguir. Los encomios prodigados por Roosevelt al resultado de la Conferencia de Yalta estaban llamados a contrariar a Stalin. El dirigente soviético era el hombre menos adepto al ideal de Wilson que pueda imaginarse, y además, no creía en palabras vanas, sino en la realidad dura y práctica. Lo que a él le interesaba era determinar dónde se hallaban los confines de la Unión Soviética y el grado de sumisión que le tenían sus estados vecinos, y los análisis que ofrecieron los soviéticos de la conferencia confirman esta conclusión. Así, recién acabadas las negociaciones, apareció en la primera plana de Voina i Rabochi Klass («Guerra y Clase Obrera») un artículo en el que se afirmaba: «el lenguaje enérgico y categórico de la decisión adoptada en Crimea dista tanto del estilo pomposo y difuso de los catorce puntos de Wilson… como el cielo de la tierra[6]». Y la respuesta que dio el Pravda a la interpretación de Byrnes, un artículo del 17 de febrero, hacía hincapié en que la palabra democracia significaba cosas diferentes para personas distintas, y en que cada país podía «elegir» la acepción que prefiriese[7]. Esta forma de entender las conclusiones de Yalta distaba mucho de la del presidente de Estados Unidos; de hecho, los soviéticos seguían hablando de «esferas de influencia», el concepto mismo que Byrnes y Roosevelt consideraban que había quedado extinto. Stalin se había mostrado siempre favorable a que las potencias más importantes de Europa las tuviesen, y fue precisamente su aferramiento a dicha idea lo que lo había llevado a plantear la cuestión de las fronteras de posguerra y la creación de un «protocolo secreto» durante la reunión inicial que había mantenido con Eden en diciembre de 1941. Aquél era también el motivo por el que los soviéticos habían reaccionado con tamaña prontitud al planteamiento de los «porcentajes» que les había hecho Churchill en octubre de 1944. Stalin entendió la relevancia de aquellos encuentros, y consideró que tenían mucho más valor que el «estilo pomposo y difuso» no ya de los catorce puntos de Wilson, sino también, por evidente implicación, de las Naciones Unidas de Roosevelt. Stalin estaba recibiendo a la sazón mensajes opuestos acerca de si Occidente iba a secundar o no sus planteamientos. Estaba convencido de estar cumpliendo su parte del trato y haber demostrado que la idea de «esferas de influencia» exigía cierta reciprocidad. Al cabo, él había dado luz verde a Churchill en Grecia, en donde las tropas británicas habían ayudado a impedir que los partisanos comunistas se hiciesen con el poder en diciembre de 1944, y tenía derecho a una contraprestación. ¿A qué venía, pues, el ponerse a hablar de pronto del final de las «esferas de influencia» y el «equilibrio de poder», cuando la intervención del Reino Unido en Grecia había puesto de relieve la adhesión de Churchill a esta realidad práctica? Cierto era que él había firmado un acuerdo por el que se comprometía a dejar que se celebrasen comicios «libres» en Polonia; pero a su ver, igual que sucedía con la idea de democracia, existían muchos modos de interpretar el término libre. Por lo que respectaba a los soviéticos, las «elecciones» llevadas a cabo en el territorio ocupado de Polonia oriental en el otoño de 1939 lo habían sido. Por otra parte, con independencia de lo que pudiese decir en público, Roosevelt había dado a entender en privado durante la Conferencia de Teherán que no le importaba demasiado la suerte que pudiera correr Polonia, excepción hecha de la cuestión práctica de la reacción que pudiesen tener los polacos de Estados Unidos. A la vista de todo ello, era perfectamente posible —y tal vez probable— que Stalin no hubiese previsto hasta qué punto iban a subrayar Roosevelt y Churchill a su regreso la aceptación, por parte de los soviéticos, de una Polonia «libre». Aun así, sería incurrir en un error pensar que Stalin albergaba, en aquel momento, la intención de convertir de manera inmediata a todos los estados de la Europa oriental ocupados por el Ejército Rojo en trasuntos reducidos de la Unión Soviética. En realidad, lo que quería era lo que había querido en todo momento: naciones «amigas» a lo largo de su frontera y dentro de una «esfera de influencia» soviética que contase con el beneplácito del resto de las potencias. Lo cierto, eso sí, es que su definición de Estado amigo era incompatible con lo que entendían por democracia los aliados occidentales. Lo que esperaba de dichos estados eran garantías de su condición de socios incondicionales de la Unión Soviética, y por ende, tenía la intención de dirigir su progreso y restringir, en consecuencia, sus libertades, tanto políticas como de otra índole. Sin lugar a dudas, tales naciones no iban a ser «libres» en el sentido que pretendían Churchill y Roosevelt; pero tampoco creía Stalin que tuviesen necesidad alguna de hacerse, en los primeros años de la posguerra, comunistas. En mayo de 1946, Stalin dejó bien claro todo esto a sus correligionarios de Polonia. Vuestra democracia es especial —les dijo—: entre vosotros no hay clases de grandes capitalistas; habéis nacionalizado la industria en cien días, cuando los ingleses llevan cien años luchando por lograrlo. No copiéis la democracia de los occidentales: dejad que sean ellos quienes se copien de la vuestra. La que habéis implantado en Polonia, en Yugoslavia y, en parte, en Checoslovaquia os está acercando al socialismo sin necesidad de instaurar la dictadura del proletariado ni el sistema soviético. Lenin jamás dijo que no hubiese más camino al socialismo que la dictadura del proletariado, y admitió que era posible llegar a él por medio de elementos fundamentales del sistema democrático burgués, como es el caso del Parlamento[8]. Sin embargo, Churchill, en mayor grado que los otros dos componentes de los Tres Grandes, se enfrentaba a un problema particular a la hora de justificar ante los suyos el acuerdo obtenido en Yalta respecto de Polonia. Dicha dificultad tomó forma física el 20 de febrero, cuando el primer ministro británico hubo de encontrarse cara a cara con el general Anders. El comandante polaco se hallaba indignado por las conclusiones de la Conferencia de Yalta, que entendía como «un insulto a la Carta del Atlántico», y deseaba ver al hombre que, seis meses antes, le había formulado tan emotivas promesas tras la batalla de Montecasino. —No está usted satisfecho con el acuerdo de Yalta —le dijo Churchill, tratando, sin duda, de suavizar la situación. —Decir que estoy insatisfecho sería quedarse corto —repuso él—: considero que lo que ha ocurrido constituye una gran calamidad. Anders dejó bien claro que lo que lo afligía no era una cuestión de mero idealismo, sino que tenía también una dimensión práctica nada desdeñable. Nuestros soldados han luchado por Polonia —declaró—; han luchado por la libertad de su nación. ¿Qué vamos a decirles ahora sus comandantes? La Rusia soviética, que hasta 1941 mantuvo una estrecha alianza con Alemania, se queda ahora con la mitad de su territorio y quiere someter a su yugo a la otra mitad. Churchill, molesto con su interlocutor, señaló: «¡Ustedes tienen la culpa!». A su decir, si los polacos hubiesen pactado con anterioridad el trazado de la frontera oriental, «todo habría sido muy distinto». A continuación, añadió un comentario por demás hiriente, habida cuenta del sacrificio que habían hecho los polacos que servían en las fuerzas armadas británicas. «Hoy en día tenemos suficientes soldados: no necesitamos su ayuda; así que pueden llevarse sus divisiones. Nos las arreglaremos sin ellas[9]». En esta breve conversación, cabe ver no sólo la continuada frustración de Churchill respecto de los polacos, sino también en qué grado se sentía vulnerable en lo político a causa de la Conferencia de Yalta. En aquel momento, su reputación dependía, en parte, del modo como eligiese Stalin proceder en Polonia y los demás países de la Europa oriental. A fin de presentar intacto el prestigio adquirido durante la guerra, no podía sino confiar en que Stalin se mantuviera fiel a sus «promesas». Por desgracia para él, sus esperanzas no tardarían en hacerse añicos a consecuencia de las acciones emprendidas por los soviéticos en el territorio que ocupaban en aquel momento. El mariscal de campo sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del imperio, se reunió también con Anders y tuvo oportunidad de «lamentar su situación en grado sumo, [por considerarlo] un tipo excepcional [que había] encajado terriblemente mal todo este asunto[10]». Anders lo había puesto al tanto de lo siguiente: Puesto que había estado preso, y sabía bien cómo podían llegar a tratar los rusos a los polacos, consideraba estar en mejor situación de juzgar el carácter de aquéllos que el presidente o el primer ministro… Cuando estuvo recluido, pese a tan funesta posición, no llegó jamás a perder la esperanza; y sin embargo, ahora se declara incapaz de verla por ningún lado. En lo personal, ya le resulta bastante doloroso el hecho de no volver a ver a su esposa y sus hijos, que se hallaban en Polonia; pero para él, es infinitamente peor el que los hombres a su cargo confíen en él para dar con una solución a este problema insoluble. Y el no hallar salida alguna le ha quitado el sueño. No tardó en hacerse patente que el juicio que se había formado acerca de las intenciones que abrigaban los soviéticos era el acertado, pues pronto quedó claro para todos cuál era la definición que asignaba Stalin a los términos libre y elección. En marzo de 1945 se celebraron comicios en la Rumania ocupada por los soviéticos; pero cuando la mayoría del pueblo votó a políticos ajenos al comunismo, las autoridades hicieron preterición del resultado, y el rey Miguel hizo por nombrar un ejecutivo dominado por comunistas. La nación ya había quedado mermada por los arrestos y deportaciones de casi doscientos mil «fascistas» —denominación en que los soviéticos incluían a todo aquel que hubiese servido a las órdenes del régimen anterior o del que creyeran que aún se oponía a su gobierno—, en virtud de un método de ocupación idéntico, en esencia, al que habían empleado en Polonia oriental durante el otoño de 1939. Para los estalinistas, lo que importaba por encima de todo era la eliminación de cualquier oponente. Churchill jamás haría el menor hincapié acerca de la intervención de la Unión Soviética en Rumania, pues se sentía constreñido por las discusiones que había entablado en torno a su documento «atrevido», que situaba dicha nación dentro de la zona de influencia de Stalin. Un mes antes, en enero, cuando había sabido que los soviéticos estaban deportando a la fuerza a los ciudadanos de origen étnico alemán de Rumania, que constituían una minoría en la nación, dijo en una nota enviada al Ministerio de Asuntos Exteriores británico: «¿A qué viene tanto alboroto por las expatriaciones que están llevando a cabo en Rumania los rusos de sajones y otros pueblos? Se da por supuesto que pueden actuar a su antojo en esta zona, y de cualquier modo, no podemos hacer nada por impedírselo[11]». Al día siguiente, cuando el citado ministerio le hizo saber que se estaba desterrando a otros rumanos para que hiciesen trabajos forzados, respondió: «No veo que los rusos estén procediendo de un modo equivocado al hacer que cien mil o ciento cincuenta mil de esas personas paguen el pasaje con su trabajo. Además, hemos de tener en cuenta que prometimos dejar la suerte de Rumania en manos de Rusia en gran medida[12]». Sin duda, estaba hablando en clave de «esferas de influencia». Sin embargo, la cuestión de Polonia, que se plantearía durante el mes siguiente, y también en el de marzo, iba a ser harina de otro costal. En febrero de 1945, los soviéticos siguieron deteniendo a ciudadanos polacos y enviando en dirección al este trenes atestados de aquéllos a los que consideraba rebeldes, amén de más de doscientos cuarenta camiones cargados de habitantes de Białystok[13]. Y en marzo, tras convocarlos a una fingida reunión, arrestaron y encarcelaron a los antiguos dirigentes del movimiento clandestino polaco. Ni al gobierno estadounidense ni al británico les resultó fácil ver en las acciones opresivas de los soviéticos al dirigente formal con que se habían reunido en Yalta, y esta circunstancia los hizo reincidir en lo que, a esas alturas, se había convertido en su excusa usual: Stalin seguía siendo digno de confianza, pero los oscuros personajes que movían los hilos del Kremlin estaban impidiendo que obrase en conformidad con lo acordado. Charles Bohlen, Chip, eminente diplomático estadounidense experto en asuntos soviéticos, escribió que, llegado el mes de mayo de 1945, los integrantes del Departamento de Estado que habían asistido a la Conferencia de Yalta tenían el convencimiento de que la «oposición» con que había topado Stalin «dentro del gobierno soviético» a su regreso de las negociaciones era la responsable de todos estos problemas[14]. Tal como lo expuso Harry Hopkins: «Estábamos convencidos de que podíamos confiar en que [Stalin] se conduciría de un modo razonable, sensato y comprensivo; pero no podíamos saber quién o qué podía estar detrás de él en el Kremlin[15]». Entre tanto, Averell Harriman infirió desde Moscú que quienes estaban tratando de mover los hilos eran los «mariscales del Ejército Rojo[16]». No obstante, y a pesar de que en Londres también se suscribía, en líneas generales, dicha tesis, no faltaban, entre los diplomáticos británicos destinados otrora en la capital soviética, quienes pusiesen en duda la existencia de fuerzas siniestras que estuvieran manejando a Stalin. Tal fue el caso de Thomas Brimelow, quien sin duda, estaba en lo cierto[17]. En cambio, sus superiores del Ministerio de Asuntos Exteriores, que parecían haber alcanzado un consenso al respecto, y los dirigentes políticos de Estados Unidos y el Reino Unido, que habían prestado su adhesión a la teoría, andaban errados de medio a medio, pues nadie tiraba de los hilos de Stalin. Además, desde el principio mismo se había tratado de dar una segunda explicación a las acciones de los soviéticos, tan verosímil, cuando menos, como la otra. Las incoherencias en que incurría de cuando en cuando el soviético —y que lo hacían, por ejemplo, enviar, a un mismo tiempo, un telegrama conciliador y otro acusador— podían entenderse como una táctica concebida para mantener siempre en vilo a los occidentales. Y habida cuenta de las dificultades con que estaba topando la relación, en aquellos momentos surgió otra interpretación, más probable aún, del proceder de los soviéticos: la de que Stalin estaba demostrando del modo más enérgico imaginable que la lectura estadounidense de los acuerdos de Yalta era un disparate. Él siempre había querido que los estados vecinos de la Unión Soviética fuesen «amigos» conforme a su definición, lo que comportaba la eliminación de todo aquel que su estado tuviese por peligroso. Aun así, era imposible que Churchill o Roosevelt se percataran de que Stalin no estaba haciendo otra cosa que aferrarse a lo que había pensado siempre. De entrada, los dos tenían demasiado capital político puesto en la idea de que podían tratar con el dirigente soviético. Tal como hemos visto, mucho antes de reunirse con él, Roosevelt había expresado el convencimiento de que podría «manejarlo», y Churchill se había persuadido de que entre ambos existía cierta conexión emocional desde que habían bebido juntos durante aquella cena celebrada a altas horas de la noche en el apartamento de Stalin durante el verano de 1942. Cada uno de los dirigentes occidentales acabó por creer que podría crear lazos «especiales» con Stalin, y los dos se equivocaban: el soviético no se sentía unido a ellos en absoluto. Y ellos, sumidos en sus empeños en hechizarlo, no se habían dado cuenta de que había sido él quien los había encantado a ellos a su manera. De los dos, fue Churchill a quien más afectó lo que entendió como contravenciones soviéticas de lo acordado en Yalta, y este hecho debió de confundir a Stalin. Al cabo, el primer ministro británico había dejado a aquéllos actuar con total libertad en Rumania, del mismo modo que ellos habían permitido al Reino Unido usar la fuerza a fin de sofocar los movimiento revolucionarios en Grecia, y entendía que tal circunstancia demostraba de sobra que Churchill era partidario de las «esferas de influencia». Por lo tanto, con independencia de la redacción precisa del acuerdo de Yalta, sus protestas en lo relativo a Polonia constituían, a su ver, un caso de hipocresía. Churchill, sin embargo, se habría opuesto con vehemencia a tal argumento. Para él, el caso de Polonia era especial. En marzo, en un telegrama tan dilatado como emotivo enviado a Roosevelt, había dicho tener a Polonia por «la piedra de toque del significado que atribu[ía cada una de las dos partes] a conceptos como los de democracia, soberanía, independencia, gobierno representativo y elecciones libres y sin trabas[18]». A esto añadía: No cabe duda de que [Mólotov] quiere entablar negociaciones fingidas con los polacos ajenos al gobierno de Lublin, lo que significa que el nuevo ejecutivo de Polonia va a ser el que hay ahora maquillado para que parezca más respetable a los profanos, y también desea impedir que veamos las liquidaciones y deportaciones que se están llevando a cabo, así como los demás pasos que se están dando para instaurar un régimen totalitario antes de que se celebren elecciones, y aun antes de que se constituya un nuevo gobierno. En cuanto al resultado de todo esto, si no enmendamos ahora las cosas, el mundo no va a tardar en considerar que usted y yo, al haber hecho aparecer nuestras firmas en lo acordado en Crimea, hemos suscrito un documento fraudulento. Roosevelt (o más bien sus consejeros, Byrnes o Leahy, que eran quienes se encargaban de redactar su correspondencia dada la precaria salud del presidente) respondió al telegrama el 11 de marzo, declarando sin ambages que «la única diferencia» que existía entre británicos y estadounidenses en este asunto tan relevante era de índole «táctica», y que la «táctica» del presidente consistía en no hacer llegar a Stalin comentario alguno al respecto hasta que los embajadores destinados en Moscú hubiesen agotado todas las vías posibles. Aun así, este intento de tranquilizar a Churchill no dio los frutos deseados, y éste volvió a escribir, en términos aún más emotivos, el 13 de marzo: Polonia ha perdido su frontera; ¿también debe perder su libertad? Ésa es la pregunta a que deberemos afanarnos en resolver en el Parlamento y ante la opinión pública de aquí. No deseo desvelar divergencia alguna entre los gobiernos británico y estadounidense; pero voy a necesitar, sin lugar a dudas, dejar claro que nos enfrentamos a un gran fracaso de lo que acordamos en Yalta, y que el Reino Unido no goza de la fuerza necesaria para hacer avanzar la cuestión una vez llegado al límite de su capacidad para actuar[19]. Roosevelt pensaba, sin duda, que la reacción de Churchill era exagerada, y no es difícil entender el porqué. Tal como señalaría más tarde, las diversas lecturas que admitía el concierto de Yalta podían hacer que Stalin obviase buena parte de las protestas; de modo que ¿qué motivo tenía el británico para mostrarse tan contrariado? Siempre podía asegurar que había sido Stalin quien había roto los compromisos adquiridos durante la conferencia. Sin embargo, es probable que el asunto fuese más complejo. El primer ministro sabía que estaban cerca los comicios, y que el electorado británico no iba a brindar una buena acogida a las acusaciones de haber traicionado a Polonia, el país por el que había entrado en guerra el Reino Unido. Además, los dilatados empeños retóricos de Churchill en lo tocante a Polonia y al dirigente soviético —entre los que destaca la afirmación de que Chamberlain había errado respecto de Hitler y él, sin embargo, estaba en lo cierto en relación con Stalin, afirmación que habría de atormentarlo en el futuro— ponían de relieve que aquél no era un asunto común de política exterior, sino un principio que había llegado a definir casi el período final de su mandato durante la guerra. Roosevelt, que acababa de ser reelegido y no había de soportar la carga de semejantes sentimientos, no albergaba tales preocupaciones. No obstante, aun en un momento tan decisivo como aquél, la oratoria de Churchill no dejaba vislumbrar lo que pensaba en realidad el primer ministro, y si en público hablaba del imperativo moral que había provocado la guerra, en privado reveló que sus motivos tenían un carácter mucho menos puros. El 13 de febrero, de regreso de Yalta, había discutido con el mariscal de campo Alexander, quien le estaba «suplicando» que permitiera al Reino Unido participar de un modo más activo en la reconstrucción de Italia. Este último aseguró que aquélla era, «más o menos, la razón por la que había[n] luchado en aquella guerra: la de garantizar la libertad y una existencia digna a los pueblos de Europa». «¡Ni mucho menos! —repuso Churchill—. Estamos luchando para garantizar que se tenga el debido respeto al pueblo británico[20]». El 15 de marzo, Roosevelt respondió con frialdad a la comunicación que había enviado Churchill el día 13. No he podido —escribió— menos de sentir preocupación por las ideas que ha expresado… [L]o único que hemos hecho ha sido debatir acerca de cuál podía ser la táctica más eficaz, y no puedo estar de acuerdo con usted en que han fracasado las conversaciones de Yalta hasta que hayamos hecho el esfuerzo de superar los obstáculos que se plantearon en las negociaciones de Moscú[21]. Churchill se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, y tal como acostumbraba hacer en momentos de tensión que se planteaban en su relación con Roosevelt, trató de zafarse de aquella situación valiéndose de su encanto. Espero —escribió, en consecuencia, el 17 de marzo— que los numerosos telegramas que le he enviado a fin de tratar de los muchos asuntos difíciles e interrelacionados no se estén convirtiendo en un fastidio para usted. Considero nuestra amistad la piedra sobre la que se erigirá el futuro del mundo mientras sea yo uno de sus constructores[22]. Roosevelt no respondió, lo que llevó a Churchill a plantear, el 30 de marzo, la siguiente pregunta de tono quejumbroso: «Por cierto: ¿Llegó a recibir un telegrama de carácter puramente privado remitido por mí?»[23]. El presidente de Estados Unidos se limitó a reconocer que había recibido aquel mensaje, que le había resultado «sumamente grato[24]». Sin embargo, por más que durante este período se encontrase menos allegado en lo emocional que Churchill acerca de la cuestión polaca, sí que montó en cólera cuando Stalin acusó a los estadounidenses de falsedad por haber celebrado, en la ciudad suiza de Berna, una reunión con oficiales alemanes a fin de acordar la posible rendición de las tropas apostadas en Italia. Stalin consideró que aquel encuentro provocaría tanto el fortalecimiento de la resistencia que estaba oponiendo la Wehrmacht ante el Ejército Rojo como un avance más rápido de los aliados occidentales a través de Alemania, y Roosevelt, iracundo ante la idea de ser tildado de mentiroso, escribió el 4 de abril: «No he podido evitar cierta amarga animadversión contra sus informantes, sean quienes fueren, por tan abominables tergiversaciones[25]». En su respuesta, Stalin se apresuró a moderar el ataque que había hecho; pero por dispuesto que pudiese estar a dar marcha atrás a este respecto, no tenía intención alguna de cambiar un ápice la posición que había adoptado en lo tocante a Polonia. Así, el 7 de abril escribió al estadounidense — quien el 31 de marzo había acabado por remitir un telegrama de protesta al dirigente soviético— para comunicarle que coincidía con él en que «lo relativo a la cuestión de Polonia ha[bía] llegado a un callejón sin salida[26]». Con todo, Stalin tenía claro que el motivo era que los aliados occidentales se habían «apartado de los principios de la Conferencia de Crimea». Las consecuencias del lenguaje ambiguo que se empleó no sólo en el acuerdo sobre Polonia alcanzado en Yalta, sino también en todo el debate que sobre el particular habían mantenido Stalin y sus aliados occidentales a lo largo de los tres últimos años, cuando menos, se habían hecho evidentes para todos. Stalin no sólo aseveró que los polacos de Lublin debían seguir conformando el grueso del nuevo gobierno (dado que en lo pactado en la conferencia sólo se disponía que debía ampliarse el gobierno provisional que existía en aquel momento), sino que el resto de polacos a los que se invitara a formar parte en él debía «esforzarse de veras en fundar relaciones de amistad entre Polonia y la Unión Soviética». Y serían las autoridades de esta última, claro está, quienes debían determinar quién se estaba «esforzando de veras» en ser amigo suyo. Aquél era el género de demostración imposible de definir que tanto gustaba al régimen estalinista: una variante positiva de la acusación, poco menos que imposible de refutar, de ser «enemigo del pueblo». La insistencia del gobierno soviético —escribió Stalin— está justificada por la abundante sangre que han derramado los soldados soviéticos durante la liberación de Polonia y por el hecho de que, en el curso de los treinta últimos años, se haya servido el enemigo en dos ocasiones del territorio polaco para atacar Rusia; factores que nos obligan a luchar por que las relaciones entre la Unión Soviética y Polonia sean de amistad. Roosevelt reconocía, en mayor medida que Churchill, que dado el carácter lato de la redacción del acuerdo de Yalta, no había gran cosa que pudiesen hacer los aliados occidentales aparte de protestar, y aun aquí había que contar con ciertos límites, toda vez que necesitaban la colaboración de los soviéticos en otros ámbitos. Uno de los últimos telegramas que envió el presidente de Estados Unidos al primer ministro británico antes de morir decía: «Yo trataría de reducir al mínimo posible el problema que supone, en general, la Unión Soviética, por cuanto todos los días se nos plantea uno, de una u otra forma, y la mayor parte acaba por resolverse[27]». Roosevelt salió de la Casa Blanca el 30 de marzo de 1945 para emprender el que resultaría ser su último viaje, el que lo llevaría al balneario del municipio georgiano de Warm Springs. El despacho de su nueva residencia estaba lleno de documentos relativos a la conferencia que iba a celebrarse en San Francisco a fin de fundar las Naciones Unidas. Ni siquiera cuando su vida tocaba a su fin perdió de vista la idea que albergaba de este organismo. Al lado de ésta, las particularidades relativas a las infracciones que estaba cometiendo la Unión Soviética en Polonia debieron de parecerle insignificantes. Tal vez pueda parecer apropiado, en el caso de un hombre que había confesado que jamás dejaba «que su mano izquierda [supiese] lo que hacía la derecha», que hubiese un elemento de engaño en su muerte, ocurrida aquel mes de abril, no ya en el sentido más obvio —pues había ocultado con deliberación al pueblo estadounidense el alcance tanto de su discapacidad, en primer lugar, y de forma más reciente, de su enfermedad—, sino en lo que a sus sentimientos más íntimos se refiere. Muchos años antes, poco después de contraer matrimonio con su esposa Eleanor, se había enamorado de Lucy Mercer, a la sazón secretaria personal de aquélla, y había deseado romper por ella su compromiso; aunque a la postre, había optado por salvaguardar su carrera política permaneciendo al lado de su mujer. Sin embargo, aquel mes de abril de 1945, quería tener cerca a Lucy. El día 9, salió a acompañarla, junto con la pintora Elizabeth Shoumatoff, quien habría de hacerle un retrato, a Warm Springs, y el 12 fue víctima, al cabo, de una hemorragia cerebral. Sin saberlo Eleanor, era Lucy quien estaba con él el día de su muerte. Churchill, como cabía esperar, le rindió homenaje en la Cámara de los Comunes; pero curiosamente, prefirió no asistir al funeral del presidente, cosa de la que, a su decir, se arrepentiría más tarde. La razón alegada —el exceso de trabajo— no fue más que un subterfugio. El más viajero de todos los dirigentes de aquella guerra podría haber hecho el trayecto de haberlo deseado. Acaso aquél fue el modo que eligió de expresar su desengaño, a modo de mezquina venganza por el hecho de que el presidente no lo hubiese apoyado, las últimas semanas, en lo relativo a las protestas que juzgaba pertinente plantear a Stalin. LA BATALLA DE BERLÍN Entre tanto, se hallaba en proceso la batalla de Berlín, y tanto la planificación como la realización del combate que puso fin a la guerra en Europa ofrecen indicios adicionales del desmoronamiento que estaba sufriendo la alianza con Stalin. El proyecto de la operación se había elaborado entre finales de marzo y principios de abril, sospechando Stalin en todo momento que los aliados occidentales planeaban algún género de paz separada con Alemania desde las negociaciones de Berna, idea que, como hemos visto, indignó al presidente Roosevelt poco antes de su muerte. El dirigente soviético se reunió con el mariscal Zhúkov, el más destacado de los comandantes soviéticos, en el Kremlin, avanzada la noche del 29 de marzo, y le entregó un documento de los servicios de información que daba a entender que los occidentales habían entablado conversaciones con agentes nazis. «Roosevelt —aseguró Stalin— no iba a querer vulnerar el acuerdo de Yalta [que situaba Berlín, sin lugar a dudas, dentro de la zona de ocupación de Alemania correspondiente a la Unión Soviética]; pero Churchill era capaz de cualquier cosa[28]». Stalin acababa de recibir un telegrama del general Eisenhower en el que, mal que fuera a pesar después a Churchill, confirmaba que los aliados occidentales no iban a avanzar de forma inmediata hacia Berlín. En el mundo de pensamientos retorcidos que habitaba a la sazón el soviético, aquello constituía una prueba evidente de que sus coligados trataban de engañarlo: si decían que no iban a tomar Berlín, debía de ser, evidentemente, porque estaban a punto de hacerlo. Semejante razonamiento recordaba a los que discurría durante la primavera de 1941, antes de la invasión nazi, época en que se hallaba en un estado cercano a la paranoia. Y así, llevado de aquel espíritu de decir lo contrario de lo que se pensaba, el primero de abril envió un telegrama a Eisenhower en el que coincidía con él en que Berlín no debería constituir un objetivo prioritario por haber «perdido su antigua importancia estratégica[29]». Entonces, siguiendo una estrategia concebida para acelerar el avance y, al mismo tiempo, negar a Zhúkov los laureles del mando global, Stalin anunció a sus caudillos que quería dividir entre dos ejércitos soviéticos la labor de capturar Berlín. Por lo tanto, el 1.er frente bielorruso de aquél y el 1.er frente ucraniano de Kónev habrían de competir entre sí por tomar la capital. «Stalin fomentó las intrigas, las maquinaciones —denuncia Mahmud Garéiev, quien servía de comandante en el cuartel general del XLV cuerpo de infantería y habría de llegar a jefe segundo de todas las fuerzas soviéticas —. Cuando estaban trazando la línea de demarcación que separaría a los dos frentes en Berlín, la tachó y les dijo: “El primero que llegue a Berlín será el encargado de tomar la capital”. Eso dio pie a no pocos roces… Sólo cabe imaginar que lo hizo para evitar que ninguno de ellos sobresaliese y tuviera la impresión de ser el general encargado de hacerse con Berlín… Al mismo tiempo, ya había empezado a pensar lo que sucedería tras la guerra si la autoridad de Zhúkov aumentaba demasiado[30]». El 16 de abril, las tropas de este último acometieron un ataque multitudinario contra las colinas de Seelow, sitas en las cercanías de la capital alemana, y cuatro días después, habían batido la principal posición defensiva de que disponían frente a la ciudad. El 20 de abril, día de años de Hitler, el Ejército Rojo se hallaba ya bombardeando el Führerbunker, el refugio subterráneo del dirigente nazi. Para Vladen Anchishkin, capitán de cierta de morteros del frente bielorruso de Zhúkov, aquella acción representó la culminación de años de lucha. «Al fin —declara— había llegado el final de la guerra, y había sido todo un éxito. Fue como una carrera, una carrera de fondo, y al fin habíamos llegado a la meta. Yo estaba hecho cachos; es verdad que entonces no usábamos esa expresión, pero me sentía bajo una presión psicológica y emocional muy grande. Como era natural, no quería que me matasen, ni salir herido: deseaba vivir para ver la victoria, pero ésta aparecía sólo al fondo, y en un primer plano estaban las cosas que tenía que hacer, además del estado de tensión en que me encontraba[31]». Tenía razón al afirmar que tantos años de combates brutales habían obrado no pocos cambios en él y en sus camaradas. «Al final, la guerra misma hace que uno se vuelva loco, que se convierta en algo similar a una bestia. Nadie debería buscar un intelectual en un soldado, aun cuando los intelectuales se hacen soldados, y ven la sangre, los intestinos y los sesos, se impone en ellos el instinto de supervivencia… y pierden todos los rasgos humanitarios que pudiesen llevar en su interior. El combatiente se transforma en bestia». La batalla de Berlín fue una de las más sangrientas y desesperadas de aquel conflicto. Pese a haber sido criticado por el deseo de dejar la lucha a los soviéticos, Eisenhower estaba en lo cierto al dar por supuesto que aquel enfrentamiento se saldaría con pérdidas considerables. En la operación perdieron la vida unos 80 000 soldados del Ejército Rojo, 25 000 de los cuales cayeron en la capital misma. «Murieron tantos de los nuestros… Muchísimos: una multitud —asevera Vladen Anchishkin —. Fue un asalto ininterrumpido que nos obligó a combatir día y noche. Los alemanes también decidieron resistir hasta el final. Los edificios eran altos, tenían cimientos recios y sótanos, y estaban bien guarnecidos… Nuestro regimiento se encontró sumido en una confusión terrible, en un caos en el que es muy fácil asestar un bayonetazo a otro. El suelo se pone del revés, y las bombas y los proyectiles hacen explosión». Y en medio de aquel desconcierto, la intensa rivalidad existente entre Zhúkov y Kónev. Anatoli Mereshko, oficial del 1.er frente bielorruso de aquél, recibió órdenes de averiguar cuál de las dos fuerzas había capturado antes determinado barrio berlinés. «Yo subí al coche acompañado de tiradores de ametralladora —recuerda—, me dirigí a aquel lugar y hablé con los de los tanques [allí apostados]. Uno de ellos dijo: »—Yo soy del frente bielorruso. »Y el otro: »—Yo, del ucraniano. »—¿Y quién ha llegado primero? —quise saber yo. »—No lo sé —contestaron a una. »Entonces pregunté a los paisanos que allí había: »—¿Qué tanques han llegado primero? »—Los rusos —fue la única respuesta que obtuve de ellos. »Lo cierto es que ya era difícil para un militar distinguir unos vehículos de otros. Cuando volví, aseguré que los de Zhúkov habían llegado antes que los de Kónev, de modo que a él irían dirigidos los fuegos artificiales de Moscú[32]». En el acaloramiento de la batalla, también quedó claro que la carrera en que habían participado Zhúkov y Kónev no había ayudado a los combatientes a distinguir entre las fuerzas amigas y las del enemigo. «Los dos eran rivales —afirma Vladen Anchishkin—. Existía cierto antagonismo entre los dos frentes, y aunque tal cosa no tiene nada de censurable… en Berlín no siempre tuvo un efecto positivo, ya que, en ocasiones, los soldados no sabían quién se encontraba en qué lugar… Eso ocurría en la frontera que dividía los dos frentes, y por culpa de ello murieron muchas personas». Pese a las dificultades, el Ejército Rojo luchó en Berlín con una convicción inmensa, avivada por la sensación de estar llevando a cabo una misión de castigo. «Estamos orgullosos de haber llegado a la guarida de la bestia —escribió cierto soldado en una carta remitida a los suyos—. Vamos a vengarnos, a vengarnos por todo lo que hemos sufrido[33]» Y una de las formas que tomaría este desquite fue la expresada por Ilyá Ehrenburg, el propagandista soviético, quien escribió: «Soldados del Ejército Rojo, ¡las alemanas son vuestras!»[34].. La magnitud de las violaciones perpetradas en Alemania fue mayor aún que la de las que se cometieron en Hungría. En total, sufrieron forzamiento unos dos millones de mujeres. En uno de los ejemplos más execrables de tamaña atrocidad, cierto abogado berlinés que había logrado proteger a su esposa judía a lo largo de todos los años de persecución nazi, fue muerto a tiros mientras trataba de impedir que abusasen de ella los soldados del Ejército Rojo. Desde el suelo, agonizante, hubo de ser testigo de la violación colectiva a que la sometieron[35]. Potsdam, ciudad sita a las puertas de Berlín que acogería más tarde la última conferencia aliada, quedó devastada, convertida buena parte de ella en ruinas. Ingrid Schüler, habitante de un bloque de pisos situado a poco más de un kilómetro del lugar en que tendrían lugar las citadas negociaciones, tenía diecisiete años en el mes de abril, cuando llegó el Ejército Rojo. «Mis padres me escondieron —recuerda—, y tuvimos una suerte extraordinaria, porque no forzaron a mi madre… [L]as mujeres tenían para ellos [los soviéticos] muchísima importancia. Eso fue lo peor: las violaciones… Puedo contarle el caso de una familia de panaderos que vivía en nuestra calle. Los rusos habían entrado en su domicilio con la intención de abusar de la mujer del panadero, y su marido, que resultó estar en casa, se puso delante de ella con la intención de protegerla, y ellos no dudaron un instante en matarlo de un disparo. Una vez despejado el paso, violaron a su señora[36]». La magnitud de las atrocidades en que incurrió el Ejército Rojo en Alemania durante la primera mitad de 1945 fue, sin lugar a dudas, inmensa. Y de los factores que las motivaron tampoco cabe dudar. Vladen Anchishkin lo expone así: «Cuando uno ve a una belleza alemana sentada y llorando porque los salvajes rusos le estaban haciendo daño, se pregunta por qué no lloraba cuando recibía paquetes [de los soldados alemanes que luchaban en el] frente oriental». Muy de cuando en cuando, los combatientes admitían en las cartas que enviaban a sus casas lo que estaba ocurriendo. «No hablan [las mujeres] una sola palabra de ruso —escribió uno de ellos en febrero de 1945—; pero eso lo hace aún más fácil, porque así no hay que convencerlas: basta con apuntarlas con un [revólver]. Nagan y pedirles que se tumben. Y cuando has hecho tu parte, te vas[37]». Huelga decir que, como ocurre con las salvajadas cometidas por el Ejército Rojo en Hungría, estos abusos deshonestos deben considerarse en el contexto general del castigo violento infligido a los vencidos. La fuerzas soviéticas llevaban años combatiendo a un enemigo que había anunciado estar llevando a cabo una «guerra de exterminio», y este extremo puede confirmarlo el propio Anchishkin, por cuanto perpetró, en Checoslovaquia, uno de los mayores actos de venganza que puedan imaginarse. El odio contenido que encerraba en su interior estalló cuando él y sus camaradas se vieron sometidos a los fuegos de un grupo de soldados de la SS en retirada, y una vez que los capturaron, hizo que llevaran a algunos de ellos ante él… de uno en uno. «Yo estaba como poseído —reconoce—. Dije: “Vamos”. Estábamos frente a la entrada de un bloque de apartamentos, y dije: “Traédmelos aquí para que los interrogue”. Tenía un cuchillo, y lo rajé… Maté de inmediato a aquel hombre con el cuchillo. No puede usted imaginar [cómo] es un hombre: tan tierno como la mantequilla, y la hoja se introduce con una facilidad tremenda. Un instante basta para abrirle el gaznate. En las películas no se representa como yo lo hice: [en la vida real] es algo muy rápido, y la víctima no grita más; uno ve burbujas salir de su boca, y se acabó. Yo estaba hecho una furia… ¿En qué podía pensar? Sólo en una cosa: en la venganza. En apuñalarlo y cortarle la garganta. Luego, lo aparta uno de un empujón, y punto final. “¿Querías matarme? Pues ahí llevas eso. Estaba deseándolo: llevas cuatro años tratando de darme caza; has matado a muchos de mis amigos en la retaguardia y en el frente, y te han dejado hacerlo; pero ahora mando yo, y tengo derecho”. Resulta difícil expresarlo de un modo decente. Si quiere [saber lo que decía]: “¡Perras, lo estabais pidiendo a gritos!”». Los defensores de Berlín no pudieron hacer frente a las tropas soviéticas, y la tarde del 30 de abril de 1945, Hitler se quitó la vida. Una de las últimas declaraciones suyas de las que se tiene constancia decía: «Si el pueblo alemán pierde la guerra, habrá demostrado que no era digno de mí[38]». No cabía esperar que el führer reconociese haber creado las circunstancias que desembocaron en aquella catástrofe. Una semana después, a primera hora de la mañana del 7 de mayo, el general Alfred Jodl, jefe de estado mayor del alto mando alemán, firmó la rendición incondicional. Había acabado la guerra en Europa. EL NUEVO PRESIDENTE Mientras el Ejército Rojo se disponía a celebrar la victoria obtenida en la Europa oriental, el difunto Franklin D. Roosevelt fue sustituido por su vicepresidente, Harry Truman, antiguo senador de Misuri de sesenta años de edad. Truman dio un impulso renovado a la presidencia, tal como pudo comprobar George Elsey, quien trabajaba en la sala de mapas de la Casa Blanca. «[E]ra —recuerda — el extremo opuesto al presidente Roosevelt en lo que se refiere a las relaciones personales. La primera impresión que tenía uno de él era: “Éste sí que sabe andar”. Tenía una gran fortaleza física. A pesar de ser sólo unos años más joven que Franklin Roosevelt, daba la impresión, por su comportamiento, su actitud, su forma de hablar…, de ser entre veinte y veinticinco años menor. La primera vez que entró en la sala, la recorrió con brío presentándose a cada uno de los que estábamos allí: “Soy Harry Truman”. Además, se mostró muy interesado en lo que hacíamos allí, y expresó sus deseos de leer nuestros archivos… Era un hombre abierto, siempre dispuesto a aprender y a admitir lo que ignoraba. ¡A Roosevelt jamás se le habría ocurrido reconocer que no lo sabía todo!». Los soviéticos, por su parte, apenas tenían información relativa a aquel político provinciano, y la poca que poseían no les hacía demasiada gracia. Al cabo, había sido él quien, según la prensa, había dicho en 1941, a raíz de la invasión alemana de la Unión Soviética, que Estados Unidos debía auxiliar al bando perdedor «de modo que [las fuerzas en liza] se mat[as]en entre sí en el mayor grado posible[39]». Truman no estaba al corriente de los entresijos de la política exterior de Estados Unidos, y por lo tanto, en el transcurso de aquellas primeras semanas de su presidencia, no tuvo más remedio que recurrir a los expertos Harriman y Hopkins a la hora de tratar con la Unión Soviética. El 25 de mayo, un mes y medio después de la muerte de Roosevelt, llegó el segundo a Moscú a petición suya. Harry Hopkins había pasado en cama buena parte de la Conferencia de Yalta, postrado por el cáncer que habría de acabar con su vida al año siguiente, y pese a que aún no se encontraba repuesto del todo, ansiaba poder ayudar al nuevo presidente. Hopkins se reunió con Stalin la noche del 26 de mayo. Aquel encuentro revistió una gran importancia, no por lo que en ella se decidió, sino porque la actitud del dirigente soviético dejó fuera de toda duda que era él —y no, como se decía, quienes estaban «detrás de él»— el que tenía en sus manos la política soviética. Al principio de la conversación, Hopkins, hizo hincapié en que la «opinión pública» estadounidense no había digerido bien la «incapacidad para llevar a efecto lo acordado en Yalta acerca de Polonia[40]». Stalin respondió atribuyendo la culpa del fracaso a los británicos, quienes, a su decir, querían crear un «cordón sanitario» en la frontera de la Unión Soviética, supuestamente a fin de poner en jaque a los soviéticos. Hopkins negó que Estados Unidos tuviera semejantes intenciones, y añadió que su nación veía con buenos ojos la existencia de «países amigos» a lo largo de la frontera soviética. El uso de aquel término ambiguo hizo que Stalin se animara y asegurase que, de ser así, no iba a ser difícil que ambos se pusieran de acuerdo en torno a Polonia. Aquellos dos comentarios del enviado de Truman —el relativo al poder de la opinión pública estadounidense y la reiteración de que Estados Unidos deseaba la existencia de un gobierno «amigo» de la Unión Soviética— serían empleados en su contra por Stalin durante el segundo encuentro, celebrado el 27 de mayo. En él, el anfitrión hizo saber que no iba «a intentar usar como pantalla la opinión pública soviética», sino que hablarían, más bien, del parecer de su gobierno. Acto seguido, dejó claro cuál era su posición, que era, ni más ni menos, la que había predicho Roosevelt; es decir: que lo acordado en Yalta significaba que podían limitarse a «reconstruir» el gobierno de Lublin existente. «Pese a ser gentes sencillas —añadió—, los rusos no deben ser tomados por tontos, error que ha cometido a menudo Occidente, ni tampoco por ciegos, pues no pasan por alto cuanto ocurre ante sus ojos. Es cierto que son pacientes en interés de la causa común; pero también su paciencia tiene un límite[41]». Stalin también señaló que si los estadounidenses comenzaban a servirse del pacto de Préstamo y Arriendo a fin de «presionar» a la Unión Soviética, estarían cometiendo un «error fundamental» (cosa que hizo con la clara intención de garantizar que ninguna de las ayudas recibidas del otro lado del Atlántico tras la guerra dependiese de consideraciones políticas). Su intervención fue lacerante, y, tal como esperaba, Hopkins salió escaldado. Picado, negó estar ocultándose tras la opinión de sus compatriotas y estar tratando de servirse del pacto de Préstamo y Arriendo a modo de «arma de presión», y Stalin repuso que había observado que el comentario acerca de la opinión pública había «herido en lo vivo al señor Hopkins». Estaba desplegando su recurso más clásico: el empleo de dicterios calmos y desapegados destinados a desestabilizar a su oponente. Stalin tenía la facultad de dominar sus emociones, y la de emplear observaciones ofensivas no para desahogarse o expresar sus sentimientos, sino como medio de sondear la fortaleza de su oponente. De forma reciente, había insultado a Roosevelt en relación con las supuestas negociaciones de Berna, para retirar a continuación los cargos en el momento en que el presidente había mostrado su indignación. Curiosamente, cuando Churchill se había quejado del comportamiento del soviético en torno al mismo asunto, éste había respondido: Mis mensajes son personales y estrictamente confidenciales, lo que hace posible hablar con claridad y franqueza de lo que uno siente. Ésa es la ventaja que poseen las comunicaciones reservadas. No obstante, si tiene la intención de considerar ofensiva cualquier declaración sincera de mi parte, esta suerte de comunicación se volverá por demás difícil. Puedo garantizarle que no he tenido ni tengo intención de agraviar a nadie[42]. Todo apunta a que Churchill, Roosevelt y Hopkins se sintieron de veras ofendidos por los insultos de Stalin, lo que significa que creían tener con él algún vínculo personal; pero el dirigente soviético sabía que nada tenían que ver aquellas negociaciones con la «amistad» o las «relaciones personales». A él no podía importarle el que alguien le tuviese o no afecto: lo único que le interesaba era el poder y la credibilidad, el poder de ocupar naciones contiguas a la Unión Soviética e imponerles gobiernos «amigos», protegido por la credibilidad de una interpretación —acomodaticia, eso sí— del acuerdo de Yalta destinada a defender sus acciones. Y en ambos sentidos, se estaba llevando el gato al agua. Apenas cabe maravillarse de que Eden, político avezado a las relaciones internacionales, escribiera lo siguiente: «Si tuviese que elegir un equipo para sentarme a una mesa de negociaciones, Stalin sería mi primera opción[43]». Durante la reunión celebrada en mayo de 1945, Stalin estaba jugueteando con el emisario presidencial, a quien hizo saber que tal vez pudiese otorgar «cuatro o cinco» de los puestos ministeriales del gobierno provisional de Polonia a los polacos que se recogían en la lista que habían «presentado Gran Bretaña y América», para después dejarse corregir por Mólotov y reconocer que sólo podían ser «cuatro», pues, al parecer, «los polacos de Varsovia [es decir, los de Lublin] no aceptaban más de cuatro ministros procedentes de otros grupos democráticos». El de dar a entender que tenía que acomodarse a los deseos del gobierno títere que él mismo había instaurado en Polonia era un truco del que ya se había servido con anterioridad, y sin embargo, nadie se había atrevido aún a decirle a la cara que constituía un disparate manifiesto. Cuando el encuentro tocaba a su fin, Hopkins hizo una súplica apasionada para que los soviéticos permitiesen que en los territorios recién ocupados reinaran las «libertades» que tan caras eran a los firmantes de la Carta del Atlántico: la de expresión, la de reunión y la de culto. En respuesta, Stalin volvió a jugar con él al afirmar que, «en cuanto a las libertades específicas mencionadas por el señor Hopkins, sólo podrán aplicarse… con ciertas limitaciones». Al final, se llegó a algo parecido a una «solución intermedia», lo que supuso la integración en el nuevo gobierno provisional de cinco polacos de fuera (algo que distaba mucho de las esperanzas que habían concebido Roosevelt y Churchill tras la Conferencia de Yalta). La cruda realidad era que Stalin y los soviéticos se hallaban en posesión de Polonia y la mayor parte de las naciones que compartían frontera con la Unión Soviética, y que no había gran cosa que pudiesen hacer las potencias occidentales por enmendarlo, tal como iban a tener oportunidad de comprender con gran aflicción los perjudicados durante la conferencia final que celebraron las tres potencias en la zona de Alemania ocupada por los soviéticos. LA CONFERENCIA DE POTSDAM Tras destruir la Alemania nazi, los tres dirigentes aliados convinieron en reunirse en la majestuosa ciudad de Potsdam, lugar de las proximidades de Berlín en que se erige el gran palacio de Federico el Grande, y que simbolizaba no sólo la subyugación de Alemania, sino también el papel dominante de los soviéticos en la Europa oriental. Como había ocurrido en Yalta, fueron las autoridades soviéticas quienes se encargaron de la organización. Resulta significativo que en ningún momento de las hostilidades ni de la posguerra inmediata llegase Stalin a viajar a un lugar que no gozara de la supervisión de sus propias fuerzas de seguridad. Tal como no ignoraba, cuanto más poderosa es una persona, tanto más han de trasladarse los demás para estar en su presencia. En Yalta, se había acordado dividir Berlín en cuatro sectores y asignarlos a cada una de las potencias participantes en las negociaciones y a Francia. Y a Ingrid Schüler, la adolescente que, a comienzos de la invasión soviética, se había ocultado en el ático del piso en que vivía con su familia para evitar correr el riesgo de ser violada por los del Ejército Rojo, no le cabía la menor duda de que «existían dos mundos totalmente distintos: [el de] los rusos y [el de] los aliados occidentales… porque Wannsee [barrio de Berlín situado a escasa distancia] había sido ocupado por los estadounidenses, y nos constaba que era maravilloso. Se llevaban bien [con los habitantes], charlaban con ellos. Era maravilloso: las calles eran seguras y la gente no tenía miedo». En lo que a ella respectaba, era «incomprensible» que aquellos «dos mundos» hubiesen firmado una «alianza». «En el Este no [había] democracia… [T]odos sabían que el pueblo no tenía voz: todo se le imponía; se le decía lo que tenía que hacer; no había libertad. Nadie ignoraba que aun entonces había deportaciones… Y al otro lado, tenían libertad». Antes de la Conferencia de Potsdam había quedado sentada, al cabo, una cuestión de gran importancia: el reconocimiento, por parte de Occidente, del ejecutivo de Polonia. En junio, se constituyó el «nuevo» gobierno provisional, que para los profanos se asemejaba muchísimo al «antiguo», dado que un 75 por 100 aproximado de sus integrantes gozaban del apoyo de la Unión Soviética. Se sospechaba que el hecho de que los aliados occidentales no hubiesen admitido antes a los polacos de Lublin había sido el motivo por el que Stalin se había negado a dejar que Mólotov asistiese al encuentro convocado en San Francisco a fin de tratar de las Naciones Unidas. Este problema había preocupado en gran medida a Roosevelt durante los últimos días de su vida, y aunque Stalin había acabado por ceder y, a modo de gesto de congraciamiento hacia Truman, había accedido a que Mólotov viajase a la ciudad Californiana, su actitud da fe del modo inexorable de hacer política que tenía el dirigente soviético. Su nación tenía al alcance otras muchas maneras de desestabilizar su relación con Occidente en caso de desearlo, y ya que, por fin, se había encontrado la fórmula que permitiría guardar las apariencias en lo tocante al gobierno provisional de Polonia, los británicos y estadounidenses no dudaron en suscribirla al punto. Con ello, volvieron a confirmar su aceptación del nuevo trazado de la frontera de Polonia, que otorgaba a la Unión Soviética casi todo el territorio oriental de la nación que había ocupado en 1939 en virtud del pacto firmado con los nazis. Estados Unidos reconoció el 5 de julio la condición de gobierno legítimo de Polonia del ejecutivo elegido por Stalin, y el Reino Unido lo siguió un día después. Como no podía ser menos, este hecho hizo montar en cólera a los polacos de Londres y a los compatriotas que habían luchado codo a codo con los aliados occidentales. Así fue —escribió el general Anders— como se desembarazaron del señor Raczkiewicz, el presidente polaco al que, en 1940, había recibido en la estación de Paddington el rey Jorge VI; del gobierno polaco de Londres, y de las fuerzas polacas que habían combatido al lado del Reino Unido y Estados Unidos… En 1940, el señor Churchill había garantizado al general Sikorski que estábamos juntos en esta guerra a vida o muerte; pero Rusia pesaba mucho más que tal promesa[44]. Aun así, sin saberlo Anders, llegado el momento de la Conferencia de Potsdam, los británicos ya habían meditado y rechazado la posibilidad de imponer «a Rusia la voluntad de Estados Unidos y del Imperio británico». Poco después de que Churchill considerase que los soviéticos habían infringido lo acordado en Yalta, dio órdenes a los estrategos británicos de ponerse en el peor de los casos e idear posibles acciones militares contra la Unión Soviética. El informe final, que llevaba el acertado título de Operación Impensable, se completó el 22 de mayo de 1945. Se trata, en muchos sentidos, de un documento extravagante, entre otras cosas porque suponía la contemplación de un cambio repentino y de gran envergadura en el rumbo de la política del Reino Unido. La conclusión que presentaba era áspera y acaso evidente: «Para alcanzar con seguridad y con resultados perdurables nuestro objetivo político, será necesario derrotar a Rusia en una guerra total, y si bien es imposible prever el resultado de una guerra total con Rusia, sí es seguro que para salir victoriosos hará falta mucho tiempo[45]». Sir Alan Brooke, jefe del estado mayor general del Imperio británico, se mostró menos circunspecto en su diario el 24 de mayo. «Esta noche —escribió— se ha estudiado con detenimiento el informe elaborado por los planificadores acerca de la posibilidad de enfrentarse a Rusia en caso de que surjan complicaciones en las negociaciones que entablemos con ella en el futuro. Hemos recibido órdenes de investigar tal cosa. La idea es, por supuesto, peregrina, y las posibilidades de éxito, casi nulas[46]». Había pasado mucho tiempo desde la evaluación que hicieron los militares de la capacidad bélica de la Unión Soviética durante el verano de 1941, cuando se daba por hecho que el Ejército Rojo no iba a ser capaz de resistir sino unas cuantas semanas frente a los alemanes. A esas alturas, la idea de «conquistar» la Unión Soviética era algo que pocos podían abrigar en serio. Al mismo tiempo que Churchill asimilaba aquella noticia, su relación con Truman estaba teniendo un comienzo difícil. Este último había reparado de inmediato en que el Reino Unido era, con diferencia, el socio minoritario del vínculo triangular que habían establecido con la Unión Soviética. El nuevo presidente de Estados Unidos ni siquiera se había molestado en discutir con Churchill de antemano el envío de Hopkins a Moscú, y había declinado la invitación de aquél a reunirse con él para tratar de la estrategia que habrían de seguir durante el encuentro tripartito con Stalin. Truman crispó aún más la situación al enviar a Joseph Davies —el hombre que había formulado ante Stalin, en mayo de 1943, el memorable comentario de que «el Reino Unido iba a quedar “acabado” en lo financiero» tras la guerra— a las islas Británicas a fin de que expusiese cuál era la postura de Estados Unidos. Las conversaciones entre Davies y Churchill no fueron muy productivas, por expresarlo de un modo suave. Truman también había recibido del primer ministro cierto número de propuestas apasionadas acerca de la necesidad de endurecer su actitud respecto a Stalin por causa del incumplimiento del acuerdo de Yalta. En particular, hacía ver que los aliados occidentales no debían abandonar la región de Alemania que ocupaban a la sazón, y que caía dentro de la esfera que, según lo convenido en Crimea, debía quedar sometida a la influencia soviética. Llegó incluso a remitir al presidente de Estados Unidos un telegrama por el que lo advertía de que los estalinistas estaban «tendiendo un telón de acero a lo largo de su frente[47]». Sin embargo, Truman no quería provocar ningún enfrentamiento aparatoso con el dirigente soviético, y menos si lo organizaba Churchill. Este último no pudo menos de confirmar su impresión de que Truman pretendía dejarlo fuera de las negociaciones cuando el estadounidense le pidió que no se apersonara en Potsdam sino después de que los estadounidenses hubieran tenido tiempo de reunirse a solas con Stalin. El británico respondió que, en semejantes condiciones, no estaba «dispuesto a asistir» siquiera a la conferencia, y Truman tuvo que avenirse a que estuviera presente desde el principio mismo[48]. La Conferencia de Potsdam comenzó el día 17 de julio de 1945 en el Cecilienhof, antigua residencia del príncipe heredero Guillermo. El presidente de Estados Unidos se alojó en las cercanías, en un edificio imponente que había pertenecido, hasta hacía poco, al adinerado editor Hans-Dietrich Müller Grote. Sin embargo, no conoció la siniestra historia de aquel lugar hasta la década de 1950, cuando el hijo del antiguo propietario le escribió para referírsela. A principios de mayo —declaró—, llegaron los rusos. Diez semanas antes de que se instalara su excelencia en aquella casa, quienes en ella habitaban vivían atormentados por el miedo. Día y noche entraban y salían soldados rusos en busca de botín. Violaron a mis hermanas delante de sus propios padres y sus hijos, y golpearon a mis ancianos progenitores. Destrozaron a golpe de culata y bayoneta todo el mobiliario, y esparcieron el contenido de armarios y baúles para despedazarlo de un modo indescriptible[49]… Aun así, por más que ignorase semejantes detalles, lo cierto es que la actitud general que mantenían los soldados del Ejército Rojo apostados en Berlín hablaba por sí sola. «Los soviéticos, por supuesto, se habían dedicado a “liberar” todo cuanto veían —recuerda George Elsey, quien formaba parte de la delegación estadounidense—. Sus camiones, fabricados en su mayoría en Estados Unidos, recogían todo lo que les era posible para enviarlo por barco a la Unión Soviética y reconstruir con ello su economía. Aun en el palacio en el que se estaba celebrando la conferencia, sin importar que ésta estuviese en desarrollo, estuvieron desmontando las instalaciones sanitarias y todo cuanto podían fuera del reducido espacio en que nos reuníamos». Elsey y los demás estadounidenses también fueron testigos del proceder de los soviéticos respecto de los alemanes. «Habíamos oído hablar a los soldados de las violaciones —asevera—. Los soldados británicos y estadounidenses de la zona contaban historias increíbles del modo como trataban los soviéticos al pueblo alemán; pero al final, a fuerza de oírlas una y otra vez, tuve que aceptar que debían de ser reales… Lo cierto es que no hizo que cambiase la opinión general que tenía de la Unión Soviética: lo que nos referían era el comportamiento de hombres que llevaban años sometidos a una presión inmensa, y ahora reaccionaban de un modo tan humano como brutal». A su entender, si los combatientes occidentales habían reaccionado de otro modo era porque «sus países no habían tenido que hacer frente a los mismos problemas a los que llevaba tantos años sufriendo la Unión Soviética. Además —agrega—, nosotros teníamos una disciplina mejor, un adiestramiento mejor, un comportamiento mejor y una mejor educación. [Los soldados del Reino Unido y Estados Unidos], al fin y al cabo, no eran campesinos de Dios sabe dónde, sino buenos ciudadanos británicos llenos de juventud, y buenos ciudadanos estadounidenses llenos de juventud. Nos enorgullecía que nuestras tropas se estuvieran conduciendo de un modo apropiado en contraste con las soviéticas». La medianoche del 17 de julio, Harry Truman se reunió por vez primera con Stalin, y como había ocurrido a Roosevelt y a Churchill con anterioridad, no pudo menos de quedar impresionado al tenerlo delante. «Voy a poder desenvolverme con Stalin —escribió en su diario—. Es un hombre sincero, aunque más vivo que el demonio[50]». El nuevo presidente de Estados Unidos no tardó en revelar al soviético cómo le gustaba hacer las cosas. «Le he dicho —señaló— que no soy diplomático, y que estoy acostumbrado a responder sí o no a las preguntas después de escuchar toda la discusión. Y a él le ha gustado». A continuación, hablaron del Caudillo español («Quiere ver a Franco fuera del poder —escribió Truman—, y yo no tengo nada que objetar al respecto»), de Italia (pues el dirigente soviético quería «dividir los territorios italianos bajo mandato») y de la situación de China. Stalin también le confirmó que pensaba entrar «en la guerra contra los japos el 15 de agosto». Sin embargo, el presidente no ignoraba, en absoluto, que aún había una cuestión de gran importancia de la que aún no habían tratado Estados Unidos y la Unión Soviética; algo que él denominó «un cartucho de dinamita… que no voy a hacer explotar ahora». El propio Truman, de hecho, no había sabido de su existencia sino tres meses escasos antes, cuando, el 25 de abril, lo informaron por vez primera del Proyecto Manhattan, dedicado al desarrollo de una bomba nuclear. Pese a la escala y el coste de tamaña empresa, no se le había dicho nada al respecto en vida de Roosevelt. Aun así, una vez que se le puso al corriente del secreto, comprendió de inmediato tanto el potencial de la nueva arma como los efectos que podía tener en la relación con la Unión Soviética. De hecho, poco antes del comienzo de la Conferencia de Potsdam se había efectuado con éxito una prueba en el desierto de Nuevo México (la bomba se hizo explosionar por primera vez en Alamogordo, el 16 de julio, un día antes de que Truman se reuniera con Stalin). La existencia de aquella arma hizo que se planteara un buen número de preguntas políticas nuevas, entre las que destacaba la de si había que informar de ella o no al dirigente soviético. Churchill y Roosevelt habían acordado que no debían ponerlo al tanto del desarrollo de las investigaciones que se estaban efectuando al respecto, lo que pone de relieve que ambos seguían albergando sospechas acerca de la fiabilidad de Stalin. Sea como fuere, no faltaba entre los subordinados de aquéllos quien pensase, como George Elsey, que dado que la Unión Soviética aún no había entrado en guerra con Japón, y puesto que aquél era el conflicto en el que iba a emplearse, el que hubiese o no bomba no era cosa de su incumbencia. El comité que instituyó Truman para que lo asesorase respecto del uso de aquel invento recomendó, en un principio, seguir con la estrategia anterior y dejar que los soviéticos supiesen de la nueva arma en el preciso instante en que se usara contra los nipones. Sin embargo, antes de la conferencia cambiaron de opinión y le recomendaron que se lo hiciera saber al dirigente soviético. Truman consultó el asunto con Churchill durante un almuerzo privado que celebraron el 18 de julio, y escribió en su diario que ambos habían decidido «decírselo a Stalin». Asimismo, añadió: «los japos van a doblegarse antes de la entrada de los rusos. Estoy seguro de que lo harán cuando vean aparecer nuestro Manhattan en su territorio». Resulta digno de mención el que, en la entrada correspondiente a aquel mismo día, se deshiciera en halagos al distendido diálogo que había mantenido con Stalin. Aseguraba haberlo invitado a visitar su nación, y haberle dicho que estaba dispuesto a enviarle el acorazado Missouri para que hiciera a bordo de él la travesía. El soviético le había dicho: quería cooperar con Estados Unidos en la paz del mismo modo que habíamos colaborado en tiempos de guerra, aunque tal cosa iba a ser más difícil. Me dijo que en Estados Unidos lo malinterpretan de igual manera que me malinterpretan a mí en Rusia, y yo repuse que nosotros podíamos ayudar a remediar tal situación en nuestros respectivos países, y que yo tenía la intención de hacer cuanto estuviese en mis manos por cumplir con mi parte en mi país. Me respondió con una sonrisa muy cordial, diciendo que él haría otro tanto en Rusia. Churchill, pese a los airados telegramas que había redactado respecto de lo que entendía por transgresiones soviéticas de lo acordado en Yalta, también se calmó al encontrarse personalmente ante Stalin. Tal como lo expresó Cadogan en su diario: «Ha vuelto a quedar bajo el hechizo de Stalin. No deja de repetir: “¡Me gusta ese hombre!”[51]». Este burócrata, cuyo cinismo era comparable a su inteligencia, añadía: «No puedo menos de admirar el modo como lo maneja Stalin». Truman, al final, hizo saber al dirigente soviético, tras la sesión plenaria celebrada en Potsdam el 24 de julio, que Estados Unidos acababa de «probar una nueva arma dotada de una fuerza destructiva fuera de lo común[52]». Su interlocutor, lejos de formular pregunta alguna al respecto, respondió que esperaba que Estados Unidos hiciese buen uso de ella contra los japoneses. La explicación de tamaña falta de curiosidad es muy sencilla: él ya estaba al tanto del Proyecto Manhattan, por cuanto sus servicios de información tenían, entre los científicos que trabajaban en Los Álamos, a varios espías, entre los que destacan Klaus Fuchs y David Greenglass. Durante el proceso que se sustanció contra él en 1951, este último confesó que había estado proporcionando secretos nucleares a la Unión Soviética desde noviembre de 1944. El móvil que impulsaba a muchos de estos espías no era sólo cierta afinidad con el comunismo, sino también el deseo de que los estadounidenses —y los británicos, que también participaban en el proyecto— no tuviesen el monopolio de los fundamentos físicos sobre los que se sustentaba la bomba atómica. Zoia Zarubina se hallaba entre los oficiales soviéticos a los que se confió la labor de verter esta información. «Recibíamos aquellos documentos de alguien (llamémoslos “amigos de la Unión Soviética”) y de nuestros propios servicios secretos, y entonces los traducíamos a más correr para que los entendieran los rusos». El contenido de la mayor parte del material con el que trabajó ella tenía un carácter extremadamente técnico. «[P]oco a poco, [por lo tanto,] nos fueron asignando ingenieros. Nosotros traducíamos dos páginas, y ellos llegaban y decían: “¡No, no! Esto no tiene sentido. ¿No será más bien así?”. Lo entendíamos como si fuera un mosaico, un rompecabezas… Stalin sabía más que yo: él lo sabía todo de la a a la z». El dirigente soviético había tenido tanto interés en obtener cualquier ventaja posible de la investigación atómica de los nazis que había autorizado a Beria para que enviara a un equipo especializado a registrar las zonas de Alemania ocupadas por los soviéticos en busca de información relativa a los avances obtenidos por los alemanes en un ámbito científico de tamaña relevancia. La comisión, dirigida por el coronel general Zavenyaguin, llegó a Berlín cuando aún no había acabado la guerra en Europa, y tras seguir la pista a varios científicos alemanes de renombre, los arrestó y los envió a la Unión Soviética[53]. La primera mención que hizo Truman a Stalin de la existencia de aquella «nueva arma» tuvo lugar al final del encendido debate que mantuvieron los tres dirigentes respecto de la actitud soviética ante el acuerdo de Yalta. Durante aquel encuentro, donde cristalizaron las diferencias que existían entre ellos, los aliados occidentales se quejaron de las restricciones que se habían impuesto a sus representantes en los países ocupados por la Unión Soviética, y Stalin se limitó a negar la verdad de tal acusación. El presidente de Estados Unidos reiteró entonces su exigencia de que «todos los gobiernos satélites se reorgani[zas]en en virtud de los principios propios de la democracia tal como se [había] conv[enid]o de forma unánime en la Conferencia de Yalta». Churchill, por su parte, añadió: —En lo que respecta a Rumania y, en particular, a Bulgaria, no sabemos nada, y a nuestros enviados de Bucarest los han acorralado de tal modo que más parece que estén recluidos. —Sin embargo —repuso Stalin—, está usted citando como hechos cosas que no pueden verificarse. —Pero sabemos que es cierto —dijo el británico—, porque así nos lo han comunicado los representantes que tenemos en tales naciones. Al mariscal Stalin lo sorprendería sobremodo leer el extenso catálogo de las dificultades con que han topado. A su alrededor han tendido una verdadera cerca de acero. —Todo eso son paparruchas —aseveró Stalin. —Por supuesto —replicó Churchill—, podemos dedicarnos a calificar de paparruchas toda declaración que haga cualquiera de nosotros; pero yo tengo toda mi confianza depositada en los agentes que nos representan en esos países[54]. La conversación da cumplida muestra de la impotencia de las potencias occidentales, que se debía a dos causas que, en apariencia, resultaban insolubles: la situación militar —dado que las naciones en cuestión estaban, en aquel momento, ocupadas por las fuerzas soviéticas, y expulsar a éstas comportaba provocar un nuevo conflicto bélico— y un segundo motivo de naturaleza menos práctica, aunque, en cierto sentido, de mucho mayor alcance, y que tenía que ver con consideraciones lingüísticas. Ya hemos tratado de los problemas que se habían creado estadounidenses y británicos cuando convinieron en que cualquier gobierno polaco instaurado en el futuro debía ser «amigo» de los soviéticos. Pues bien: en la época de la Conferencia de Potsdam estaban condenados a experimentar dificultades análogas en lo referente al término democrático. Hacía ya casi seis años, por ejemplo, que las autoridades soviéticas habían decidido implantar la «democracia» en la Polonia oriental ocupada, y tal cosa había supuesto, cierto es, la celebración de elecciones, aunque sólo pudieron participar en ellas los candidatos que habían sido seleccionados por su condición «amiga». Y sin embargo, por más que se tratara de una falsa democracia, la propaganda soviética podía anunciarla a los cuatro vientos en cuanto prueba evidente de su devoción por la «libertad». Del mismo modo, en 1936 se presentó la Constitución soviética como uno de los documentos políticos más liberales del mundo, un texto que, entre otras cosas, prometía la celebración de comicios «libres», amén de reconocer el derecho al trabajo y al ocio. Stalin, a quien se atribuyó de forma poco exacta su redacción (cuando su principal autor había sido Nikolái Bujarin), recibió a la sazón no pocos elogios del diario Pravda, en cuyas páginas aparecía calificado de «el hombre más sabio de la época[55]». Todo esto permitió al dirigente soviético sostener, con sus servicios propagandísticos — como hizo, por ejemplo, durante la reunión celebrada con Truman y Churchill el 24 de julio—, que era tan «demócrata» como sus aliados occidentales, aun cuando practicaba un género diferente de democracia. El día 25, Churchill partió de Potsdam para regresar al Reino Unido y conocer los resultados de las elecciones generales habidas aquel mismo mes de julio, que no habían estado disponibles con anterioridad por causa de la gran cantidad de votos que se había emitido desde el extranjero. Lo esperaban noticias por demás deprimentes: los laboristas habían obtenido una victoria aplastante y se habían hecho con una mayoría de 145 escaños en la Cámara de los Comunes; y si bien era cierto que los conservadores habían llevado a cabo una campaña mediocre —rematada por la garrafal metedura de pata en que había incurrido Churchill al afirmar que un gobierno socialista iba a llevar aparejada, de manera inevitable, la imposición de algún género de policía secreta—, no era menos verdad que el triunfo de la izquierda había sido el resultado no tanto de la anodina actuación de la derecha como del deseo generalizado de cambio. En consecuencia, recaía sobre el nuevo primer ministro, Clement Attlee, y su secretario de Asuntos Exteriores, Ernest Bevin, la responsabilidad de dirigir la delegación británica en Potsdam. El segundo, en particular, difería en grado superlativo de su predecesor del ala conservadora, Anthony Eden. Y así, si éste se había formado en Eton y en el Christ Church College oxoniense, Bevin había trabajado de obrero desde los once años de edad. A Pat Everett, quien había estado sirviendo entre las secretarias de Eden algo menos de un lustro, aquel cambio de jefe le resultó muy estimulante, entre otras cosas porque, durante todo aquel tiempo, su anterior superior ni siquiera se había molestado en aprenderse su nombre. «En fin —recuerda—, era un hombre algo distante, ¿sabe? Algo distante. Siempre se dirigía a mí diciendo: “Señorita… mmm… mmm…”. Y eso me dolía. En cierta ocasión, estaba leyendo un memorando en el que se recogía una relación de las personas que iban a viajar en el siguiente avión. Mi apellido [de soltera] era señorita Gorn, y cuando llegó con el dedo al lugar en que se encontraba preguntó: »—Señorita Gorn… ¿Quién es ésa? »Yo le respondí: »—Ésa soy yo. »Y él dijo: »—¡Ah! ¿Sí?»[56]. Con Bevin, la atmósfera era distinta por completo. «Era muy amable, ¿sabe? La primera vez que fui a su despacho, me dijo: »—¡Pase, señorita mía, y siéntese! —Y cuando entré, me preguntó—: ¿Cómo se llama usted? »Yo le dije que me llamaba Gorn, y él quiso saber: »—¿De dónde es? »—De Bristol —le dije yo, y él me dijo: »—¡Vaya! Yo también. »Y yo le dije: »—Ya lo sé. »—¿Y de qué parte de Bristol? »—Mi padre —le respondí— tenía una casa en la carretera principal de las afueras —porque, al ser él médico, vivíamos en una casa enorme de las que hacen esquina. »—¡Caramba! —exclamó él—. ¡Si yo pasaba con el carro de reparto por delante de la casa de su padre cuando iba a llevar cerveza al Blue Lion!». Fue Bevin, junto con James Byrnes —a quien Truman había nombrado secretario de estado el 3 de julio—, quien ideó con Stalin un acuerdo en lo relativo a las reparaciones, cosa que allanó el terreno para la división definitiva de Alemania. El soviético, tras escuchar sus propuestas, señaló que, «en lo relativo a la participación y a la inversión extranjera, tal vez debía tomarse la línea de demarcación entre las zonas de ocupación de soviéticos y occidentales como divisoria [entre unos y otros]; de manera que todo lo situado al oeste de ella correspondiera a los aliados [occidentales], y lo situado al este, a los rusos[57]». El convenio, por el cual los soviéticos podían tomar cualquier compensación financiera que se les antojase de la Alemania situada dentro de su zona de ocupación, constituyó uno de los primeros momentos en que la división del país entre Oriente y Occidente se convirtió en una posibilidad real, y simbolizó el fracaso de la confianza y la capacidad de comunicación entre las dos partes, pues supuso reconocer que los signatarios del acuerdo de Yalta jamás iban a poder gobernar conjuntamente la nación ocupada. La Conferencia de Potsdam acabó el día 2 de agosto, y Truman —de quien Stalin había dicho en privado que no era «ni instruido ni inteligente[58]»— partió resuelto a no regresar jamás a Europa. Y jamás volvió, y aunque el soviético le había parecido un hombre con quien se podía tratar, no se hizo ilusión alguna acerca de la naturaleza de su régimen, que según participó por escrito a su madre, constituía «un estado policial puro y duro: los pocos que están en lo alto usan porras, pistolas y campos de concentración para gobernar al pueblo que está debajo[59]».. Un día antes de que el barco en que había de pasar el Atlántico arribase a la ciudad virginiana de Norfolk, recibió del secretario de Guerra un mensaje de gran relevancia. «Yo fui el encargado de descifrarlo —recuerda George Elsey— y llevárselo a Truman. El contenido era muy simple: “Hiroshima [ha sido] bombardeada: [el] efecto [ha sido] mayor que [el de las] pruebas previas”. No hacía falta decir más. El presidente estaba eufórico cuando anunció a la tripulación que tenía una nueva arma poderosísima y que la guerra estaba, probablemente, a punto de acabar sin que fuera necesario invadir [Japón]… La dotación rompió a gritar alborozada y a dar golpes en las mesas llevada del entusiasmo. Así estaban los ánimos cuando regresamos a Washington». Y por más que, hace una década, se sostuviera que la decisión de Truman de usar la bomba nuclear contra los japoneses se debió, en gran medida, al deseo de demostrar a Stalin el poder de aquella nueva arma que tenían a su disposición los estadounidenses[60], no faltan estudiosos que hayan puesto de relieve que tal no fue el caso[61]. El motivo que llevó a Estados Unidos a lanzarla fue, tal como ha hecho pensar siempre el sentido común, el deseo de acabar con la guerra lo antes posible y, sobre todo, sin necesidad de invadir las islas de Japón. Aun así, la existencia de semejante arma ofreció la posibilidad de negociar con Stalin de un modo diferente, o al menos, eso pensó Churchill en Potsdam. Según sir Alan Brooke, estaba «completamente transportado». «[A]hora —aseveró el primer ministro— tenemos algo en nuestras manos que puede restablecer el equilibrio con los rusos… [E]stamos en posición de decir: “Si insistes en hacer tal cosa o tal otra, podemos borrar del mapa, sin más, Moscú, luego Stalingrado, después Kiev, después Kúibishev, Járkov, Sebastopol, etc., etc.”[62]». Sin lugar a dudas, después de la impotencia que había sentido los meses anteriores, la idea de poder chantajear a Churchill con la bomba debió de parecerle atractiva en grado sumo. Aun así, aquél no puede considerarse, precisamente, un medio demasiado práctico: una cosa era amenazar a los dirigentes de un país beligerante en potencia con emplearla en su contra si comenzaba una guerra, y otra muy distinta, hacer saber al mandamás de un antiguo aliado que, si no administraba de un modo aceptable los países ocupados por sus fuerzas armadas, habría de hacer frente a la aniquilación de su patria. Por otra parte, también era evidente que no habría de pasar mucho antes de que la Unión Soviética dispusiese de sus propias armas atómicas. De hecho, los soviéticos llevarían a término su primera prueba nuclear en 1949. Asimismo, todo apunta a que, en los años de posguerra que transcurrieron antes de adquirir su propia bomba, Stalin no sintió una gran preocupación por la aparente ventaja de que gozaban los estadounidenses, pues era muy consciente de que Estados Unidos aún no poseía los proyectiles suficientes para destruir la Unión Soviética, y daba por sentado que no iba a emplear las que tenía si no era por una provocación extrema[63]. Resulta significativo que la existencia de tamaña amenaza no le impidiese desafiar a Occidente cuando, en 1948, un año antes de probar su propia bomba nuclear, trató —sin éxito— de expulsar de la ciudad a los aliados occidentales imponiendo el bloqueo de Berlín. A mi entender —expuso Andréi Gromiko, viceministro soviético de Asuntos Exteriores—, [porque] claro está, nadie se lo preguntó directamente, se embarcó en este asunto [del bloqueo] con el convencimiento de que el conflicto no desembocaría en una guerra nuclear. Tenía por cierto que la Administración estadounidense no estaba dirigida por gente frívola capaz de dar comienzo a una guerra así por semejante situación[64]. LA INVASIÓN SOVIÉTICA DE MANCHURIA La bomba atómica de Hiroshima no supuso el final de la guerra, y tres días después, el mismo en que se lanzó la de Nagasaki, y poco menos de tres meses después del final oficial de las hostilidades en Europa, los soviéticos cumplieron la promesa que habían hecho a Roosevelt y declararon la guerra a Japón. El Ejército Rojo se trasladó a Manchukuo (tal como llamaban los nipones a la región de Manchuria) el 9 de agosto, sin que tal acción estuviese coordinada con las agresiones nucleares, toda vez que los soviéticos ignoraban cuándo o dónde se iban a lanzar las bombas. La Operación Tormenta de Agosto, acaudillada por el mariscal Vasilevski, constituyó una empresa colosal en la que participaron más de millón y medio de soldados estalinistas. El avance, efectuado en dos frentes, progresó con rapidez a causa de las carencias de que adolecían las defensas japonesas en lo tocante a armamento e instrucción. «Yo me repetía que iba a luchar por una causa noble —recuerda Iván Kazantsev, quien se hallaba al frente de uno de los batallones en liza—. Los japoneses habían hecho mucho daño a los chinos, y también a nosotros… Claro que la bomba nuclear [de Hiroshima] apaciguó a los samuráis y su arrogancia; pero no creo que pusiese fin [a la guerra[65]]». Dentro de la unidad que comandaba había un pelotón conformado por soldados de «Ucrania occidental» a los que habían reclutado, y que, al decir de Kazantsev, sostenían «que eran antiguos polacos». Procedían de la región oriental de Polonia, territorio al que el primer ministro polaco en el exilio se había negado a renunciar durante las reñidas discusiones que había mantenido con Churchill y Stalin el año anterior, y que, sin embargo, habían ocupado los soviéticos y reconocido los aliados como parte de Ucrania, una de las repúblicas que formaban parte de la Unión Soviética. A aquellos polacos, o «ucranianos», tal como los denominaba Kazantsev en virtud de la terminología a que obligaba la corrección política en la Unión Soviética, no les hacía gracia luchar por el Ejército Rojo a miles de kilómetros de su hogar. «Un día salí de la tienda y vi que la mitad de mis soldados, los que procedían de la Ucrania occidental, estaban llorando. Era debido a su psicología kulak, propia de gentes no patriotas. Yo tenía veintitrés años, pero ellos eran hombres hechos y derechos que frisaban los cincuenta si no más… Estaban preocupados por las familias que habían dejado atrás, por sus parcelas de tierra… No pasamos por alto que, desde el punto de vista ideológico, eran muy distintos de nosotros… Sabíamos que necesitaban una inyección de moral, y que los instruyésemos en política; así que les dimos clases de educación política». Se trata de una estampa elocuente de sufrimiento personal. Aquellos antiguos ciudadanos polacos se habían visto convertidos en ciudadanos de la Unión Soviética y arrastrados al Ejército Rojo a fin de combatir a los japoneses, en lugar de disfrutar de una Polonia emancipada («libre y democrática»), tal como habían soñado, sin lugar a dudas, desde el principio de las hostilidades. Es evidente que «necesitaban una inyección de moral». El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito anunció que los japoneses estaban dispuestos a aceptar las condiciones de la Declaración de Potsdam, que exigía a su pueblo la rendición si no quería hacer frente a «una destrucción inmediata y total». En el discurso que dirigió a su nación, quien tuvo así la oportunidad de oír por vez primera la voz de su soberano, afirmó: De seguir luchando, no sólo seremos testigos del derrumbamiento y la desaparición definitivos de la nación nipona, sino también de la total extinción de la civilización humana. Hemos resuelto, por consiguiente, dejar expedito el camino que desembocará en una paz grandiosa para todas las generaciones venideras soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible. La Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin, y la orden dada por Hirohito a sus súbditos para que «soporta[sen] lo insoportable y sufri[eran] lo que resulta insufrible» también compendiaba los trabajos a los que habían de hacer frente cuantos habían quedado sometidos a la ocupación soviética de la Europa oriental. LA VIDA TRAS EL NUEVO TELÓN DE ACERO Tras la dictadura de Adolf Hitler, los aliados se habían comprometido a instaurar la «democracia» en Alemania. Sin embargo, en el período que sucedió a la llegada de la paz, en la capital germana era evidente que tal cosa no significaba lo mismo para todos. Berlín se dividió, tal como habían acordado los Tres Grandes, en cuatro sectores de ocupación —británico, estadounidense, francés y soviético—, de tal modo que la capital quedó bien dentro de la zona del país correspondiente a la Unión Soviética. En aquellos primeros días, resultaba relativamente sencillo viajar de uno a otro de los diversos sectores de la ciudad —el Muro no se erigió hasta 1961—, y el testimonio de Heinz Jörgen Schmidtchen permite que nos hagamos una idea de lo que supuso la ocupación para quienes habitaban Berlín Oriental, dentro de la zona recién asignada a los soviéticos. A la sazón, no era más que un adolescente que apenas había participado en el curso de la guerra. No había servido en las fuerzas armadas alemanas, aunque, como la mayoría de los de su edad, se había unido a las Juventudes Hitlerianas. Y en aquel momento, era muy consciente de las diferencias, de fondo y de forma, que existían entre las dos potencias ocupantes. «Había franceses, cuya disposición hacia nosotros no era muy favorable; había ingleses, amigables aunque distantes y muy reservados; había estadounidenses, que eran los más accesibles de todos los aliados. Ellos eran los que mejor nos caían: nos gustaba su estilo[66]». En cuanto a las fuerzas soviéticas, le infundían verdadero temor. «Sabía —declara— que en los primeros días [de la ocupación] habían violado a mi tía. A mi otra tía le habían arrancado las joyas; no se las habían quitado: se las habían arrancado del cuerpo. Jamás veíamos soldados en solitario: siempre iban en grupos. El vodka desempeñaba una función importante. Eran muy escandalosos. Veíamos camiones llenos de lo que habían saqueado: muebles, hasta piezas de madera…; de todo. Aquello no nos parecía muy normal; cosas así no se veían en los sectores occidentales. Cogían [los soviéticos] cuanto podían de las casas». En los meses que siguieron a la Conferencia de Potsdam, Schmidtchen y sus amigos hubieron de bregar con un nuevo concepto: democracia. «Tratamos de interpretar la palabra [pero] no conseguíamos imaginar lo que podía significar en la práctica…». Cuando asistió a un mitin del Partido Comunista, descubrió que era «similar a lo que ya conocíamos [de tiempos de los nazis]. Se daban consignas, y los demás teníamos que escuchar». Hicieron falta muchos meses para que, durante un encuentro del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) celebrado en Berlín Occidental, fuera del sector soviético, parase mientes en que democracia podía significar la facultad de expresar libremente las propias opiniones. Él y sus amigos comenzaron entonces a fijar carteles del SPD en Berlín Occidental; pero llegada la primavera de 1946, sus actividades habían llamado la atención de las autoridades soviéticas. «El sábado, 9 de mayo —recuerda—, estaba a punto de salir de casa cuando me abordó un oficial de policía alemán y me preguntó cómo me llamaba. Al lunes siguiente, me dijo que tenía que ir al cuartel general ruso. Al descuido, le pregunté: »—¿Y para qué voy a ir allí? »Y me respondió: »—Quieren hacerte unas preguntas. »Le pregunté si tenía que llevar algo conmigo, y me contestó: »—No: a mediodía estarás de vuelta». Semejante garantía hizo que, el día señalado, estuviera «bastante animado» mientras se dirigía a la sede del mando soviético. Sin embargo, al llegar allí, uno de los guardias lo condujo al piso de arriba, y aquello le produjo, «de pronto, la sensación de que había hecho algo malo. Me sentí acalorado —prosigue—, aunque no sabía lo que me esperaba». Lo interrogó un comandante soviético con la ayuda de una intérprete. «Primero me pidió mis documentos [de identificación], y luego quiso saber cómo me iba todo: si tenía alimentos suficientes y cosas así. Entonces, de pronto, me preguntó qué teníamos contra los comunistas y los rusos. Yo quise saber a quién se refería al hablar en plural; pero él no hizo caso y siguió haciendo preguntas. Estaba muy tranquilo. La intérprete traducía en voz muy alta. Sólo escuché la mitad de lo que decía, [y] todo aquello duró unas dos horas». Después de aquella primera sesión, lo llevaron por las escaleras a una sala del sótano del edificio. «Había —asegura— una bombilla de quizá quince vatios, y un hedor terrible; terrible… los ojos se me acostumbraron a la penumbra… había más personas allí, y me apreté contra ellas… me sentí paralizado por entero, sin saber siquiera qué pensar». En aquella bodega se hacinaban diecisiete detenidos, y Schmidtchen supo que «algunos llevaban ya allí tres o cuatro meses, y ni habían podido lavarse». Su vida se había transformado en apenas un instante, pues estaba convencido de que sólo habría de responder a una preguntas antes de volver a casa a tiempo de almorzar. «Me encontré tan frustrado… —asevera—. Tenía sólo diecisiete años, y no tenía la menor idea de lo que iba a ser de mí. No sabía si saldría de allí algún día». Después de pasar catorce días en aquel lugar, lo llamaron, a las tres de la mañana, para interrogarlo por segunda vez. En esta ocasión, tanto el inquisidor como su intérprete eran distintos; aunque, en esencia, querían saber lo mismo: «qué teníamos en contra del Ejército Rojo y los comunistas». Cuando trató de exponerles el interés que sentía por la política, la traductora montó en cólera y le golpeó con el puño. A continuación, recuerda, «se quitó los zapatos y me clavó los tacones en el cuello. Todavía tengo una cicatriz enorme de aquello… Después de un rato, me llevaron de nuevo a la bodega… a la mañana siguiente, me cortaron el pelo. En aquel momento, supe que estaba en la misma situación que los demás; que allí no era nadie especial… No quería creer en el mal, en que uno pueda ser encerrado siendo inocente. No quería creer en eso, y me aferré a esa leve esperanza. Sin embargo, noche tras noche, cuando traían a alguien de los interrogatorios, caía en la cuenta de que estaban tratando de quebrantarnos. Intentaban destruirnos, y al final, tal vez confesáramos cosas que no eran ciertas. Sabía que muchos lo hacían. Estaban tan desesperados… Tenían miedo a ser golpeados [y a] las celdas acuáticas [calabozos parcialmente inundados en los que encerraban a los presos], y a los supuestos tribunales que los condenaban a muerte [mentían a los prisioneros diciéndoles que estaban a punto de ser fusilados]». Schmidtchen sufrió confinamiento en toda una serie de las cárceles que gestionaban los soviéticos en Alemania Oriental. Las condiciones que se daban en ellas eran espantosas. A finales de 1946, por ejemplo, se redujeron a la mitad las raciones correspondientes a los prisioneros. «Ya habían sido escasas con anterioridad; pero de la noche a la mañana, nos encontramos con medio litro de sopa aguada y un pedazo de pan: una verdadera condena a muerte. Fue el 5 de noviembre de 1946. Desde entonces, y hasta el mes de marzo, la tasa de mortalidad se elevó tanto que hasta los rusos se escandalizaron. En esos meses, no recuerdo un solo día en que no muriese alguien… Lo único que pensaba uno por la mañana era si iba a recibir el alimento suficiente para mantenerse con vida hasta el final del día. Estábamos convencidos de que no nos iban a liberar jamás. Nos limitábamos a vegetar, y hubo muchos momentos en los que no me hubiese importado morir». Schmidtchen fue liberado, al fin, después de más de ocho años de cautiverio, brutal castigo con que había pagado el ominoso crimen de querer la «democracia». Hoy siente «menos ira por los que [l]os llevaron allí para encerrar[l]os que por la gente de la Alemania actual que ve aquellos días de otro modo y otorga a los de entonces pensiones elevadas mientras se mofan casi de las víctimas. —Y añade—: Hace no mucho, escribí acerca de ciertos políticos [diciendo] que, sabiendo lo que sé ahora, no habría intentado entonces hacer nada por la democracia ni fijar carteles. No habría hecho nada de eso». A fin de reprimir cualquier intento de disensión y dominar su zona de ocupación, los soviéticos se sirvieron de lo que quedaba de la infraestructura nazi, incluidos los campos de concentración. John Noble, ciudadano estadounidense que tenía en 1945 veintidós años de edad, fue uno de cuantos descubrieron esta realidad tras la guerra, mientras sufría reclusión en Buchenwald, el campo de concentración situado en los aledaños de Weimar, dentro de la zona de Alemania ocupada por los soviéticos. Durante el conflicto, había vivido con su familia en Dresde, en donde su padre poseía una fábrica de cámaras fotográficas. Todos ellos eran ciudadanos estadounidenses, y aunque no fueron encarcelados por los nazis, se hallaban recluidos en efecto, pues desde 1939 no se les permitió salir de la ciudad, y desde 1941, hubieron de presentarse ante la policía de manera regular. En la primavera de 1945, cuando llegó a Dresde el Ejército Rojo, los Noble fueron testigos de las atrocidades perpetradas por sus soldados. «En la casa de al lado —refiere John—, entraron los soviéticos y sacaron a la calle a las mujeres para violarlas sobre unos colchones. Obligaron a los hombres a contemplar la escena y, después, los mataron a tiros. Al final de nuestra calle, ataron a una mujer a la rueda de un carro y abusaron de ella de un modo atroz… Claro que teníamos el deseo de poder detener todo aquello; pero no nos era posible[67]». El forzamiento descarado de la población femenina y el saqueo general de la ciudad se prolongaron durante al menos tres semanas, tras las cuales se impuso de nuevo el orden, o algo semejante. Aun después de aquel período, la familia de los Noble siguió oyendo, de manera regular, a las trabajadoras de la fábrica informar de agresiones de las que habían sido víctimas en su camino de ida o de vuelta. En un principio, pensaron que ni ellos mismos ni su negocio corrían demasiado peligro. Sobre el edificio ondeaban las barras y estrellas de su bandera, y confiaban en que su ciudadanía estadounidense los protegería. Sin embargo, durante el otoño de 1945, tanto John como su padre sufrieron arresto mientras regresaban de Alemania Occidental, en donde había estado gestionando el transporte de una remesa de objetivos fotográficos. Si bien aún no está claro cuál fue el motivo exacto de su detención, aquél sigue pensando que la explicación más probable hay que buscarla, sin más, en la avaricia de las autoridades soviéticas, que ansiaban administrar por su cuenta la fábrica. Padre e hijo fueron enviados a la prisión de Dresde, en donde los encarcelaron sin que mediara cargo alguno. Al tener que hacer las veces de empleado del establecimiento, John tuvo ocasión de conocer de primera mano el trato que se les imponía a sus compañeros de cautiverio. En primer lugar, lo escandalizó descubrir que se había confinado por igual a menores y a adultos. «Había, por ejemplo, un niño de diez años al que acusaban de haber volado un puente —afirma—, y como él decía que no lo había hecho, lo torturaron. El médico y yo tuvimos que llevarlo de la sala de interrogatorios a su celda, y tratamos de componerlo lo mejor que pudimos. Volvieron a llamarlo, y otra vez negó haber dinamitado el puente; pero a la tercera, no pudo soportar más la tortura, y dijo: “Está bien: yo lo he volado”. Entonces, lo dejaron en paz por un tiempo, aunque siguió encerrado. Un día, lo llamaron de nuevo y le dijeron: “Hemos averiguado que el puente sigue intacto. Has mentido a un oficial soviético, y por eso vamos a condenarte a diez años de prisión”. Murió en la cárcel». John Noble sufrió, como Heinz Jörgen Schmidtchen, las escasísimas raciones a que condenaron los soviéticos a los presos. «En la cárcel de Dresde, pasé por un período de inanición: toda la prisión tuvo que padecerlo. Por la noche, oímos hablar a alguien en otra celda. A nosotros llegaba el eco de lo que decía: “Si existiera un Dios en el Cielo, no permitiría que estuviera pasando esto”… Tendido en mi camastro, durante el quinto o el sexto día [de aquella etapa de exiguas raciones], no lo recuerdo bien, me puse a rezar así: “Señor, ciérrame los ojos y no vuelvas a abrírmelos. No puedo más; si me queda algo de vida, ya no es mía: la mía se ha agotado. Si algo queda, es toda tuya”. Y fue entonces cuando cambió todo». En su opinión, fue aquella fuerza espiritual desconocida la que le permitió sobrevivir a aquellas semanas de hambre extrema. Y cuando, en otoño de 1948, lo enviaron a Buchenwald, pudo comprobar que las condiciones no eran mucho mejores que las de la prisión de Dresde. Los internos sucumbían a su alrededor, y recurrían a cualquier método imaginable a fin de obtener un bocado más. «Los guardias recorrían aquellos barracones de moribundos tocando los dedos de los pies [de cada uno de los presos que yacían en sus jergones], y si los notaban calientes, lo contaban [para proporcionarle la escasa ración que le correspondía]… Así que los presos trataban de impedir que se enfriaran los dedos [de quien moría], para que el guarda pensase: “Sigue vivo”, y trajera al día siguiente su parte». John Noble tuvo suerte de sobrevivir, porque estando Buchenwald en poder de los soviéticos fallecieron más de siete mil personas, y aunque muchos de cuantos allí sufrían reclusión habían sido funcionarios nazis, tampoco faltaban entre ellos víctimas del nacionalsocialismo. «Dos de los del barracón en que estábamos mi padre y yo llevaban allí desde tiempos de los nazis, y no de guardias, sino de prisioneros. Si alguien les preguntaba qué diferencia había, respondían: »—¿Entre antes y ahora? Ninguna. »Yo quise saber: »—Y si antes ya estabais encerrados, ¿cómo es que ahora os tienen también aquí? »—Es lo que ocurre cuando estás en contra del régimen: corres el riesgo de que te arresten». Cuando los soviéticos clausuraron, al fin, aquel recinto en 1950, trasladaron a los reclusos a toda una variedad de instituciones penales, y a John Noble lo enviaron al campo de trabajo de Vorkutá, sito en la región septentrional de los Urales. No obtuvo la libertad hasta 1955, cuando llevaba más de nueve años preso. «No sé expresarlo de otro modo —asevera al hablar del conjunto de aquella experiencia—: llega un momento en que uno se hace insensible a las injusticias. Porque todo lo que nos rodeaba era injusto, y no sólo en el campo de concentración, sino en cualquier lugar en el que hubiese rusos. Se trataba sólo de intentar sobrevivir para acabar de una vez por todas». En la época en que él se hallaba recluido en Buchenwald, allá por la década de 1940, se había completado la división de Europa. Se habían implantado regímenes dominados por la Unión Soviética en Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria, en tanto que en Yugoslavia y Albania se habían establecido sistemas comunistas «independientes», aunque de notable influencia estalinista. En 1947, Estados Unidos había anunciado el Plan Marshall, un programa gigantesco de ayuda económica para Europa. Marcó la muerte del ansia de venganza antigermana que inspiró el Plan Morgenthau, y supuso también el fracaso de cualquier intención de hacer ver que Europa no se hallaba dividida. Una vez que quedó claro que, a fin de acogerse al plan, los países aspirantes habían de suscribir principios ajenos al estalinismo —como el comercio libre o los derechos humanos—, el dirigente soviético exigió que los estados de la Europa oriental rechazasen el auxilio monetario de Estados Unidos[68]. Como contrapartida, anunció el Consejo de Asistencia Económica Mutua (CAEM o Comecon), que ligaba en lo financiero a todos los países de la Europa oriental, aunque las cantidades aportadas por la Unión Soviética no eran comparables con las del Plan Marshall. En pocos meses, se había producido también la sovietización de buena parte de la Europa oriental, con lo que, a la postre, se habían recorrido con rapidez los últimos pasos del camino que llevaba al comunismo. Con la creación de las respectivas alianzas militares de Occidente (OTAN, 1949) y Oriente (Pacto de Varsovia, 1955), quedaron trazadas, de manera definitiva, las líneas de combate de la guerra fría. De forma paralela a esta fractura verificada en Europa, se produjo una colosal transformación demográfica sin parangón en la historia del Viejo Continente, y que fue, en gran medida, consecuencia de las decisiones tomadas por los dirigentes aliados en tiempos de guerra. En el período que siguió inmediatamente a la paz, abandonaron Polonia oriental dos millones de polacos después de que su terruño se volviese parte de la Unión Soviética, y aunque algunos lo hicieron de manera voluntaria, no puede decirse lo mismo de la mayoría. Entre tanto, de Prusia Oriental, Checoslovaquia, Hungría y otras naciones de la Europa del Este fueron expulsados más de once millones de alemanes, de los cuales suman al menos medio millón los que murieron en el camino. Además, lo aliados occidentales acordaron repatriar a cualquier ciudadano soviético con que topasen, con independencia de que quisiesen o no volver. En total, hicieron el viaje de regreso dos millones de ellos, de los cuales hubo cierto número —compuesto en particular por combatientes que habían luchado en el bando alemán— que lo hizo a regañadientes y fue perseguido por el estado soviético a su vuelta. FARSA Y TRAGEDIA DE KATYŃ Y NÚREMBERG Una vez que Stalin formulaba una mentira de envergadura, la seguía hasta el final, adondequiera que lo llevase. Y así, tras la derrota de Alemania, resolvió imputar públicamente a los germanos la matanza de Katyń. Durante los procesos por crímenes de guerra sustanciados en Núremberg, en consecuencia, presentó cargos contra oficiales alemanes que, huelga decirlo, no guardaban relación alguna con aquellos asesinatos. Los jurisconsultos de Occidente trataron con recelo, desde el principio mismo, la petición que hicieron los soviéticos de incluir los sucesos del bosque de Katyń en la relación de los crímenes que debían juzgarse. De hecho, el fiscal jefe estadounidense recomendó al de la Unión Soviética que renunciase a semejante empeño; pero su nación se negó. Los estalinistas fundamentaron su acusación en el informe de la Comisión Burdenko, y comenzaron a hacer practicar a cierto número de testigos las mentiras que debían proferir ante el tribunal. Sin embargo, no todos los de su bando transigieron con el engaño: el ayudante del fiscal jefe soviético, un abogado por nombre N. D. Zoria, comenzó a abrigar dudas acerca de la veracidad del material que se le había pedido que presentase con relación a los sucesos de Katyń[69]. Ya había demostrado, en otra ocasión anterior, que no le resultaba fácil cometer perjurio cuando, en 1939, lo habían degradado tras haber anunciado las falsedades detectadas en cierta causa que debía enjuiciar. Por lo tanto, desde el punto de vista de las autoridades soviéticas, no era, precisamente, el más indicado para tomar parte en aquel asunto de Katyń. De hecho, tan preocupado se mostró acerca de las «pruebas» existentes, que solicitó volver a Moscú a fin de exponer sus dudas a Gorshenski, el fiscal general de la Unión Soviética. Sin embargo, se le negó el permiso, y al día siguiente, 23 de mayo de 1946, lo encontraron muerto en su habitación. Nadie ha llegado jamás a determinar la causa exacta de su muerte; pero una de las traductoras soviéticas que estuvieron presentes en los procesos de Núremberg, T. S. Stupnikova, dijo estar segura de que se trataba de una «advertencia a [sus] abogados» para que tomasen conciencia de que era «inaceptable dar un traspié». En ese sentido, el modo exacto en que murió resultaba menos relevante que el supuesto motivo: haber protestado por la labor que se le había impuesto. Aun así, Stupnikova baraja una serie de posibilidades respecto de lo primero: «¿Se quitó la vida por voluntad propia al ver que no tenía salida posible? ¿O tal vez lo impulsaron a hacer tal cosa y no volver a ver a su esposa ni a su hijo? Quizá lo matase de un disparo, sin más, un especialista soviético en estas cosas, uno de los muchachos de Beria que estaban presentes en Núremberg[70]». En julio de 1946, el tribunal de Núremberg abordó de manera oficial los asesinatos de Katyń. A cada una de las partes, soviética y alemana, se le permitió presentar a sólo tres testigos. Los que depusieron en favor de los soviéticos habían estado adiestrándose de manera meticulosa las semanas precedentes. El profesor Víktor Prozorovski, científico forense de prestigio, declaró —tal como había hecho ante la Comisión Burdenko— que apenas cabía dudar que los polacos habían muerto durante el otoño de 1941, y el doctor Márkov, experto en medicina de origen búlgaro que en 1943 había integrado la comisión de investigación alemana que culpaba del crimen a los soviéticos, invirtió su testimonio para hacer responsables a los nazis. El único declarante de cuantos llamaron los estalinistas que había vivido y trabajado en la región del bosque de Katyń en tiempos de la ocupación germana fue Borís Bazilevski, académico que había ejercido de teniente de alcalde de Smolensk. Como muchos de los «testigos» a los que había recurrido la Comisión Burdenko el año anterior, había colaborado con los alemanes, y por ende, tenía no poco interés en complacer a sus nuevos señores soviéticos. Y sin duda dio lo mejor de sí, fraguando toda una fantasía de mentiras en favor de la teoría que sostenían éstos. Aseguró que «durante la primavera de 1941, y a principios del verano, [los polacos] se hallaban trabajando en el mantenimiento de las carreteras[71]». También aseguró que, en otoño de aquel año, había pedido a su superior, Menshaguin, alcalde de Smolensk, que «suplicase» la liberación de uno de los prisioneros soviéticos a los que retenían los alemanes, y que éste le había dicho haber sabido, de boca de un oficial germano, que «tenían intención de dejar morir a los rusos en los campos de concentración y [que] se habían presentado propuestas de exterminar a los polacos». Bazilevski aseguró que Menshaguin había añadido: «Debemos entenderlo en un sentido literal». Dos semanas más tarde, preguntó a su superior por la suerte que habían corrido los prisioneros de guerra polacos, y él había dado una respuesta por demás oportuna: «Ya han muerto. Para ellos, se acabó lo que se daba». El deponente dijo entonces haber oído a un oficial alemán comentar a Menshaguin: «Los polacos no sirven para nada, y exterminándolos, al menos, pueden ser útiles, como abono, para ampliar el espacio vital de la nación germana». El fiscal soviético hizo saber al tribunal que Menshaguin —quien huelga decir que se había convertido en el testigo más relevante de todos— no podía presentar su testimonio en Núremberg por haber huido a Occidente con los alemanes y hallarse desaparecido. Tal cosa, como el resto de su exposición, era falsa: a los estalinistas les constaba dónde se hallaba exactamente: en una prisión soviética. «En el momento de los procesos —afirma Anatoli Yablokov, antiguo fiscal militar ruso que investigó la matanza de Katyń a principios de la década de 1990—, Menshaguin estuvo recluido en una prisión de seguridad de la NKVD de 1946 a 1951, y después pasó otros diecinueve años en una celda individual de la prisión Vladímir… por haberse empleado su nombre a modo de prueba, de prueba falsa[72]». Se negó durante un cuarto de siglo a confirmar las mentiras que de él habían dicho las autoridades soviéticas, y sufrió en consecuencia. «Ya es suficiente tortura el hecho de ser encarcelado veinticinco años, diecinueve de ellos en total soledad, sin recibir correspondencia ni visitas de sus familiares… Su tozuda insistencia [en no secundar las calumnias expuestas en Núremberg en lo