Cartas de Descartes a la princesa Isabel.

De 1643 a finales de 1649, o sea durante el período de su vida comprendido entre Meditaciones metafísicas (v.) y su muerte en Estocolmo, René Descartes (1596-1650) sostuvo una asidua correspondencia con la princesa Isabel, hija de Federico V, elector palatino y rey de Bohemia. La princesa, mujer muy culta y versada sobre todo en ciencias matemáticas, había leído con gran interés y viva admiración las Meditaciones metafísicas. A través de Palotti, un emigra­do francés amigo de Descartes, logró identificarse aún más con el pensamiento del que pronto consideró como su maestro. En su primera carta (mayo de 1643), la prin­cesa recababa del filósofo algunas expli­caciones sobre cierto punto de sus Medita­ciones que no había logrado entender con claridad: ¿Cómo era posible que «el alma pudiese determinar las reacciones del cuer­po relacionadas con las acciones volunta­rias, no siendo más que una sustancia pen­sante e inespacial»? Descartes le explica la razón de que este punto haya permanecido oscuro en su exposición: «Dos cosas hay en el alma de las que depende todo el cono­cimiento que podamos tener sobre su na­turaleza; la una, que piensa, y la otra, que, estando unida al cuerpo, puede actuar y padecer con él; de esta última apenas me he ocupado y sólo me he dedicado a estu­diar y a hacer claramente comprensible la primera, ya que mi designio primordial se centraba en demostrar la distinción existen­te entre el alma y el cuerpo».

Después, Des­cartes se enfrenta con el problema que se le plantea tratando de resolverlo, ya que, según declara, la dificultad sólo es apa­rente. En efecto, existe toda una serie de «nociones primitivas que son como los pa­trones de que nos valemos para formar nuestros conocimientos, siendo muy redu­cido el número de sus clases»; unas se re­lacionan con todo lo que podemos concebir, y las otras, en correspondencia con el cuer­po (la extensión), con el alma (el pensa­miento) o con la relación de alma y cuerpo, constituyen la «fuerza que posee el alma de mover el cuerpo y éste de actuar sobre el alma provocando sus sentimientos y pa­siones». La dificultad proviene, pues, de una atribución inexacta en la participación de esta correspondencia; en que se trata de una noción que no se relaciona ni con el cuerpo ni con el alma individualmente, sino con la unión de ambos. El error arranca­ba, por lo tanto, de que el propio Descartes había insistido en la diferenciación de alma y cuerpo y no en su unión. De este modo, la pregunta de la princesa le brindaba la ocasión de desarrollar y completar su sis­tema. Su interlocutora no se doblegaba con facilidad a las razones que se le daban y llegaba, incluso, a decirle: «…Y por eso creo yo que existen propiedades anímicas que nos son desconocidas y que quizá se muestren en contradicción con los acerta­dos argumentos de sus Meditaciones meta­físicas sobre la inextensión del alma». Des­cartes vuelve pacientemente a la discusión y se esfuerza por aclararle sus dudas. Posi­blemente, el lector moderno se inclinaría del lado de la princesa, encontrando alguna dificultad en admitir la teoría cartesiana. Esta discusión, la más importante de toda la Correspondencia, se prolonga a través de todas las cartas del año 1643.

En el cur­so de los años siguientes, los problemas planteados con motivo de la aparición de las obras del filósofo, que éste remite pun­tualmente a su amiga, a quien dedica Pa­siones del alma (v.), son de todo orden, relacionados unos con los Principios de la filosofía (v.), otros a propósito de los libros que le aconseja leer o sobre los que ella solicita su opinión, cuando no, motivados por novedades científicas. La princesa le pide aclaraciones y discute con él sobre ciertos puntos de física, matemáticas, moral o me­tafísica que no comprende o que le pare­cen discutibles. Repetidamente, la princesa se declara discípula fiel de «Monsieur Des­cartes», a quien considera capaz de re­solver todos los problemas y de explicarle claramente cuantos puntos oscuros se inte­gran en la ciencia o en la filosofía. Una admiración llena de confianza: «Mi admi­ración crece siempre que releo las obje­ciones que le hacen a usted; no comprendo cómo es posible que personas que han em­pleado tantos años en la meditación y en el estudio no lleguen a entender cosas tan simples y tan claras, dando la impresión, en la mayoría de los casos, al tratar de distinguir lo verdadero de lo falso, de no enfocar los problemas debidamente, y que las objeciones del señor Gassendus (Gassendi), que goza de tan alta reputación por su saber, como las del inglés (Hobbes) sean las menos razonables de todas.» (Párrafo que, notémoslo de paso, define bastante bien el papel de Descartes en la filosofía de su tiempo.)

Junto con este sentimiento admi­rativo se trasluce una sólida y leal amistad cuando Isabel escribe: «Señor Descartes, sus cartas me instruyen y siempre son antídoto contra mi melancolía, aventando de mi es­píritu las preocupaciones desagradables que nunca faltan, para recrearme en la fortu­na de poder contar con la amistad de una persona de su mérito a cuyo consejo puedo someter la conducta de mi vida.» Por su parte, Descartes le responde con la humil­dad y la cortesía, a veces demasiado alam­bicada, del hombre que se sabe famoso en su tiempo; poco diestro en estos refinamien­tos galantes, cae a menudo en el elogio ex­cesivo y en afectaciones que Isabel, gentil­mente, le censura. Cuando le dedica sus Pasiones del alma no lo hace sólo por sim­ple homenaje de amistad, sino porque la cuestión ha sido debatida a menudo entre ambos en su Correspondencia. Esta amis­tad duraría hasta la muerte de Descartes. Todavía en octubre de 1649 le escribe desde Suecia haciéndole el elogio de la reina Cris­tina. Isabel le contesta que él es «más ca­paz de conocer (las cualidades de la reina) que cuantos hasta ahora han venido proclamándolas». Y añade: «No crea de todos modos que esa descripción suya tan elo­giosa dé motivo a mis celos» (diciembre de 1649). Ésta es la última carta, ya que Descartes moriría en febrero de 1650. Esta Correspondencia presenta un interés muy grande teniendo en cuenta que, a propósito de las preguntas que le hace su interlo­cutora, Descartes se considera obligado a volver sobre ciertos problemas para exponerlos de un modo más claro y completo que en sus obras. Por otra parte, la Corres­pondencia es el iónico documento directo que nos hace conocer al filósofo en su in­timidad y con él al hombre. Gracias a estas cartas sabemos que había proyectado es­cribir un Tratado de la erudición y cono­cemos interesantes detalles de la vida ais­lada, consagrada al estudio y sobre todo a la meditación, que llevó en Holanda, así como sobre los meses que pasó en la corte de Cristina de Suecia.