Todo en John Fitzgerald Kennedy era comunicación, su traje impoluto – se lo llegaba a cambiar cuatro veces al día –, su aspecto fresco, su mirada relajada y su sonrisa permanente. Su figura transmitía optimismo, juventud y dinamismo, era la viva imagen de aquella nueva forma de hacer política cargada de idealismo que quería transmitir. Pero además del don de la imagen, Kennedy tenía el don de la palabra. En su juventud, llegó a pensar seriamente en dedicarse al periodismo, tenía facilidad de palabra, amplio vocabulario, sentido histórico para contextualizar y una gran rapidez mental.
JFK era un titán de la comunicación, pero no todo respondía a una cualidad innata que le salía con espontaneidad. En Kennedy, toda naturalidad era trabajada, tan trabajada que parecía natural. Joseph De Guglielmo, uno de los primeros asistentes de Kennedy en su primera campaña política como representante al Congreso por el undécimo distrito de Boston, allá por 1946, dice que carecía de oratoria, que titubeaba buscando la palabra correcta y se mostraba en general vacilante. Además, hablaba demasiado rápido y su voz era aguda. Desde luego, nada que ver con aquel aplomo que mostraría después.
Kennedy no era inmune a los nervios, a la inseguridad que provoca el hecho de ser escrutado por una gran audiencia. Sin embargo tenía madera y él lo sabía, simplemente, necesitaba un poco más de autocontrol. Kennedy trabajó concienzudamente la velocidad de sus discursos, insertó algo más de humor y aprendió a hacer pausas para sondear la reacción del público, al tiempo que permitía que absorbieran el mensaje. A medida que aprendió a dominarse, trabajó otros aspectos que le convirtieron en un orador poco convencional. Kennedy trataba de trascender la mera lectura de un texto, él pretendía dialogar con la audiencia. Por eso su estilo era suelto y engañosamente informal. Señalaba con el índice, agitaba los brazos, enfatizaba su acento de Nueva Inglaterra. Quería alejarse de la imagen de busto parlante, de político neutro carente de emociones.
El uso del humor, por ejemplo, necesitaba también de una prolija preparación. El chiste, en un discurso político, no podía ser amargo ni mordaz. Para ser eficaz tenía que ser pertinente, actual y de buen gusto. Sólo podía ser algo más sutil o irreverente cuando fuera dirigido contra sí mismo, algo que Kennedy hacía con cierta asiduidad y en general, con bastante éxito. Una vez, paseando por los jardines de la Casa Blanca, recién replantados, junto a unos pocos periodistas afirmó: “Este puede que pase como el verdadero logro de esta administración”. En otra ocasión, preguntado sobre si leía habitualmente la prensa, Kennedy respondió: “Ahora la leo más y la disfruto menos”.
Kennedy, ¿autor o lector?
Muchas veces se ha atribuido el mérito de los discursos de Kennedy a su competente equipo de asesores, principalmente a la brillante pluma de Ted Sorensen. No hay duda de que Sorensen – a quien Kennedy contrató tras dos breves entrevistas de cinco minutos – fue el feliz inventor de algunas de sus frases más memorables, pero el propio presidente jugaba un papel esencial en la elaboración y corrección de los textos y él mismo tenía una notable capacidad para escribir, si bien carecía de la facilidad y de la eterna inspiración de su asesor. “Repetir palabras que otro ha escrito le roba al orador la capacidad de poner todo su esfuerzo en lo que está diciendo. Una cosa que todos los grandes oradores tienen en común es que escriben en su mayor parte sus propios discursos”, afirma John A. Barnes en su libro ‘JFK, su liderazgo’.
Kennedy no era una excepción a la norma. Contaba con un excelente equipo de asesores pero intervenía personalmente en la elaboración de todos sus discursos, los amoldaba a su personalidad, a sus valores, a su lenguaje, los hacía suyos. La mayor parte de sus grandes discursos los escribió al alimón con Ted Sorensen. Ambos se complementaban perfectamente, uno era informal, católico y temperamental y el otro serio, judío y racional, uno era un estudioso y el otro un hombre de acción. Juntos, fueron capaces de darle a los discursos la perfecta mezcla de emoción y contenido que cada ocasión requería. En principio, Sorensen fue contratado como asesor político. Su labor se centraba en diseñar y fortalecer la posición política del presidente pero como a menudo resumía esta postura en una serie de conceptos que servían de borrador para sus discursos, poco a poco pasó de esbozarlos a redactarlos.
Fue en 1953, con motivo de un discurso sobre algo tan ajeno para Sorensen como el día de San Patricio, cuando Kennedy se dio cuenta de que su asesor tenía un talento poco común para la oratoria. El discurso conmovió a todos los asistentes y Kennedy empezó desde entonces a centrar las tareas de su ayudante en la redacción. Otros asesores de Kennedy, como Arthur Schlesinger, poseían la cultura y erudición de Sorensen pero ninguno era capaz además de ser directo y sencillo. Sorensen decía que “el principal criterio era siempre la comprensión y la comodidad de la audiencia”.
El contrapunto, la figura retórica
Uno de los principales recursos que empleaba la dupla Kennedy-Sorensen en los discursos era el contrapunto, repitiendo el encabezamiento y la estructura de una frase, pero sustituyendo o invirtiendo algunos de sus términos. Esto se ve a menudo en sus discursos con frases como:
“No negociemos nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar”.
“La humanidad debe poner fin a la guerra antes de que la guerra ponga fin a la humanidad”
“La libertad sin aprendizaje siempre está en peligro. El aprendizaje sin libertad siempre es en vano”.
“Los que hacen que la revolución pacífica sea imposible, harán que la revolución violenta sea inevitable”.
Según Salvador Rus Rufino en su estudio previo a la antología de discursos que la editorial Tecnos acaba de publicar sobre Kennedy, hay siete principios que son comunes a todos los discursos de Kennedy durante sus tres años de presidencia y que de algún modo, marcan su agenda política:
- Armonía, equilibrio y contrapesos entre los poderes.
- Separación de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
- Republicanismo.
- Federalismo.
- Respeto a la Constitución.
- Derechos individuales.
- Soberanía popular.
El discurso de investidura
A la altura de los grandes discursos norteamericanos de siempre, como el de Lincoln en Gettysburg – que el presidente ordenó estudiar a sus ayudantes para la elaboración del suyo, junto a otros grandes discursos de Churchill y Roosevelt – Kennedy apeló en su discurso de investidura a todos los valores e ideales sobre los que sustentaría su presidencia: libertad, igualdad, justicia y pluralismo. Fue un discurso breve, de 1355 palabras pronunciadas en catorce minutos. Habló de libertad y apeló al esfuerzo y al sacrificio de los norteamericanos con aquellas conocidas palabras:
“Así pues, compatriotas, no se pregunten lo que su país puede hacer por ustedes, sino lo que ustedes pueden hacer por su país”.
Kennedy presentaba una nueva forma de hacer política, pero también se dirigía a una nueva generación de ciudadanos:
“Que sepan desde aquí y ahora, amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a manos de una nueva generación de norteamericanos, nacidos en este siglo, templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de nuestro antiguo patrimonio y no dispuestos a presenciar ni permitir la lenta desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado siempre”.
También tuvo una frase que transmitía firmeza a la Unión Soviética, la otra gran potencia con la que Estados Unidos mantenía una tensa guerra fría:
“Que sepa toda nación, quiéranos bien o quiéranos mal, que pagaremos cualquier precio, sobrellevaremos cualquier carga, sufriremos cualquier penalidad, acudiremos en apoyo de cualquier amigo y nos opondremos a cualquier enemigo para salvaguardar la supervivencia y el triunfo de la libertad”
Sin embargo, el tono general del discurso fue conciliador:
“Por último, a las naciones que se erigirían en nuestro adversario, les hacemos no una promesa, sino un requerimiento: que ambas partes empecemos de nuevo la búsqueda de la paz, antes de que las negras fuerzas de la destrucción desencadenadas por la ciencia sumen a la humanidad entera en su propia destrucción, deliberada o accidental”.
No sólo el contenido lo convierte en uno de los grandes discursos de la historia. Kennedy lo pronunció en enero, bajo un sol tenue que daba luz pero apenas calor. Aún así se despojó del abrigo y se dirigió al auditorio sólo con la chaqueta, dando una imagen vitalista que reforzaba con una entonación sincera y convincente. Aquel día, tal y como el presidente prometía, muchos americanos sintieron que no estaban presenciado “la victoria de un partido, sino una celebración de la libertad”.