El descubrimiento del ADN como molécula de la herencia - Revista Ciencias
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El descubrimiento del ADN como molécula de la herencia
R036B02  
 
 
 
Antonio R. Cabral
 
                     
El 1 de febrero de 1994 marcó el cincuentenario de la
publicación del ya famoso artículo en el que Oswald T. Avery, Colin M. MacLeod y Maclyn McCarty describieron los experimentos que los condujeron al descubrimiento de la actividad biológica del ácido desoxirribonucleico (ADN).1 De este hallazgo, resultado de por lo menos treinta años de trabajo de Avery en el Hospital of The Rockefeller Institute for Medical Research, deriva mucho de lo que hoy explora la biología experimental, y de alguna manera señala el nacimiento de la biología molecular.
 
Este artículo fue publicado nuevamente en el Journal of Experimental Medicine a los 35 años del descubrimlento2 y parcialmente en febrero de 1994 a propósito de sus bodas de oro.3 El texto relata uno de los grandes momentos de la ciencia universal y muestra el gran vigor que tiene la medicina experimental cuando la ejecutan mentes simples, precisas y sabias. La que sigue es, a manera de homenaje, una breve crónica del descubrimiento y de algunos antecedentes científicos: los neumococos.
 
Los neumococos son bacterias que cuando no tienen cápsula, crecen en el laboratorio formando colonias con superficie rugosa; si tienen esa envoltura su apariencia se torna lisa. La diferencia pudiera parecer menudencia estética, pero no. Según datos emanados del laboratorio de Avery, precisamente la cápsula es causante de la virulencia. En 1928, el patólogo inglés Frederick Griffith descubrió que al inyectar a ratones con pequeñas dosis de neumococos no virulentos junto con grandes cantidades de neumococos patógenos pero “muertos” por calentamiento, los animales no sólo mueren de neumonía sino que muestran en su sangre bacterias encapsuladas ¡vivas! Es decir, en estas condiciones experimentales el neumococo no virulento adquiere la información para sintetizar la cápsula (se transforma, diría Griffith) en el cuerpo del ratón y, con ella, la capacidad de producir enfermedad.
 
Avery y MacLeod, que conocían bien esos resultados y los de Dawson, Sia y Alloway, que ya habían demostrado la transformación —transfección, diríamos ahora— en tubos de ensaye, el 22 de octubre de 1940 emprendieron la tarea de identificar el principio transformador del neumococo “para, cuando menos, poder colocarlo en un grupo de sustancias químicas conocidas”.1 Tres meses después los investigadores tenían ya suficientes datos experimentales para anotar en su cuaderno de trabajo: “Parecería que los extractos transformadores tienen un poco de ácido desoxirribosonucleico, además de una gran cantidad de ácido ribosonucleico”.4 Según McCarty, la condicionalidad de la frase se debió a, por lo menos, dos razones: 1) los extractos bacterianos para esas fechas eran aún muy crudos, y 2) en 1941 ni siquiera había certeza de que el neumococo, o cualquier bacteria, tuviera ADN.
 
Otro contaminante del extracto bacteriano era precisamente la cápsula del microbio. Por ello, la primera tarea de McCarty, después de haberse unido al grupo en septiembre de 1941, fue evaluar si ese componente celular era el inductor de la transformación; tal cosa la descartó en dos meses. En adelante se dedicó a diseñar tácticas que eliminaran el polisacárido capsular. Para el verano del 42 los experimentos estaban tan adelantados que sus esfuerzos se centraron en demostrar que el ADN de sus muestras era el principio transformador. La metodología de la época para probar tal hipótesis era, por razones obvias, imprecisa. No obstante, sus argumentos (químicos, enzimáticos, espectrofotométricos, etcétera) convencen al lector de 1994 de que sus preparaciones biológicamente activas contenían “casi” exclusivamente ácido desoxirribonucleico. Avery y McCarty (McLeod dirigía desde julio de 1941 el Departamento de Microbiología de la Universidad de Nueva York) incluso contaban en esos días con algunas muestras de ADN obtenido de varios mamíferos por Alfred Mirsky —investigador del mismo Instituto Rockefeller—, que utilizaron para familiarizarse con el manejo de esta “viscosa sustancia” y para comparar, hasta donde fue posible, sus características físico-químicas.
 
En mayo de 1943 el trabajo estaba listo para publicación. Avery utilizó su cabaña de Deer Isle, Maine, para escribir la primera versión de la introducción y la discusión, mientras que McCarty se quedó en Nueva York encargado de la metodología. Durante el otoño siguiente ambos investigadores se reunieron en un pequeño cubículo de la biblioteca del hospital neoyorquino; “permanecieron muchas y largas horas revisando y puliendo el manuscrito” hasta que, para “alivio” de McCarty, entregaron la versión final a Peyton Rous el 1 de noviembre de 1943”.4
 
De la lectura del histórico artículo de 1944, lo primero que salta a la vista es su extensión: 21 páginas; de ellas la sección “experimental” ocupa catorce, con todo y que están impresas con letra menuda y apretada. En esa sección, contrariamente a lo que ahora se estila, los autores muestran los resultados conforme narran los experimentos; el capítulo de discusión llena sólo cuatro páginas en letra discretamente más grande. Dicho de otro modo, más de las dos terceras partes del texto están dedicadas a la metodología y a los resultados.5
 
La escritura del artículo de Avery, por simple y puntual se asemeja más a una narración literaria. A pesar de su extensión da la impresión de que nada sobra; la claridad de los conceptos sin necesidad de adjetivos y la precaución en la interpretación de los resultados son, quizá, sus rasgos más característicos.6
 
A quienes encuentran tranquilidad en aplicar valores numéricos a fenómenos biológicos para llamarlos “significativos”, ergo importantes, les gustará saber que el artículo de Avery no incluye ninguna sección de análisis estadístico; dicho de otra manera, no deberán buscar valores de p, t, medias, medianas, desviaciones o errores estándar en el texto ni en sus cuatro tablas. Tengo la certeza de que si Avery y colaboradores enviaran hoy su artículo a publicación sería rechazado o por lo menos fuertemente cuestionado, pues su trascendental conclusión está sustentada en la experimentación de una sola muestra (la preparación 44) que, para cerrar el cuadro, no está controlada.7 A pesar de esta “falla metodológica”, la fecha de recepción del manuscrito que aparece en la hoja frontal del artículo princeps, es la misma en que lo entregaron personalmente al editor,4 lo que hace pensar que inmediatamente fue aceptado para publicación, sin cambios.
 
Actualmente está tan arraigada la noción de que el ADN es la molécula de la herencia, que resulta interesante saber que tan revolucionario artículo no tuvo el impacto que uno supone debió haber tenido entre los círculos científicos. Sin embargo, no es difícil entender tal reacción si se toma en cuenta que en los años cuarenta prevalecía la idea de que los genes eran proteínas y que varios científicos influyentes de la época —Alfred Mirsky entre ellos— pensaban que el ADN utilizado por Avery y sus colaboradores contenía cantidades no detectables de proteínas.
 
No obstante hubo algunos científicos que reconocieron inmediatamente la jerarquía de los hallazgos de Avery,8 por ejemplo, Erwin Chargaff, quien después de leer el artículo en cuestión cambió su fructífera línea de investigación sobre los lípidos de la membrana celular del Mycobacterium tuberculosis y sobre algunas proteínas de la coagulación por la del estudio de la composición química del ADN;9 tal giro lo llevó a concluir lo que ahora conocemos como las “Leyes” de Chargaff. Estos conocimientos, junto con los de Wilkins y su grupo 10 y los de Franklin y Gosling,11 fueron fundamentales para la genial tormenta cerebral de Watson y Crick en la que concibieron la famosísima doble hélice del ADN12 y que les redituó, aliado de Wilkins, el Nobel de Medicina en 1962.
 
Incidentalmente, Avery murió el 20 de febrero de 1955 sin haber recibido este Premio y sabiendo que su artículo no fue citado ni mencionado por Watson y Crick.12 El artículo de Avery sólo tuvo 17 citas promedio al año entre 1966 y 1969, la mayoría en artículos como éste13 y no aparece en una lista publicada recientemente sobre los artículos científicos más citados,14 cuando tendría la potencialidad de ser referido por lo menos 14400 veces al año.15 Aunque este asunto pudiera tener explicaciones varias,14 muestra, sin embargo, la gran falibilidad que tiene el número de citas a los trabajos científicos como índice de su impacto, más cuando todos sabemos que la trascendencia de un descubrimiento científico es precisamente lo más difícil de pronosticar.
 
No cabe duda que la investigación biológica actual es diferente a la que se practicaba en tiempos de Avery; los conocimientos generados después de su fértil artículo la hacen necesariamente distinta. También es otra porque la manera en que hoy hacemos ese tipo de investigación, que es el que mejor conozco, ha tenido que crecer junto con su tiempo; podría decirse que su progreso ha sido una especie de evolución de lo imposible. Friederich Miescher descubrió el ADN en 1869 y, como Colón, murió sin conocer la trascendencia de su descubrimiento; la ciencia necesitó sólo tres cuartos de siglo para conocer la actividad biológica del ácido desoxirribonucleico y menos de una década en esclarecer su estructura y, con ella, los mecanismos que utiliza para almacenar y transmitir la información genética. Lo más notable es que todos esos conocimientos están relacionados directamente con el proceso mismo de la vida y con el orden biológico que gobierna, diversifica, mantiene y perfecciona a todos los seres vivos.
 
Este fin de milenio la agenda de los biólogos moleculares incluye el conocimiento detallado de todos los genes humanos. Es difícil imaginar las consecuencias que este formidable logro traerá a la biología en general y a la biomedicina en particular. Si hoy conociéramos ipso facto el 100% del genoma humano, dudo, sin embargo, que el entendimiento de la biología progresara con la misma rapidez incluyendo, por supuesto, el de las enfermedades humanas de causa y mecanismos desconocidos. Quizá la algarabía nos haría olvidar que la mayoría de esos genes estarían aún en busca de función. En estas circunstancias, el Dr. Joshua Lederberg hace poco llamó la atención sobre la importancia de los maravillosos experimentos de Avery y su grupo en el contexto de la observación clínica; sin ella —dice el descubridor del primer gene bacteriano— el culminante hallazgo del ADN como molécula de la herencia tal vez nunca hubiese sido llevado a cabo.16 El artículo de Avery, McLeod y McCarty es también modelo de la muy saludable relación entre ciencia clínica y ciencia básica, y de la gran potencialidad de ambas actividades para beneficiarse y retroalimentarse cuando una toma en cuenta a la otra.
  articulos
       
       
Notas
 
1. Avery, O. T., C. M. McLeod, M. McCarty, 1944, “Studies on the chemical nature of the substance inducing transformation of pneumoccocal types. Induction of transformation by a desoxyribonucleic acid fraction isolated from pneumococcus type III”. J. Exp. Med. 79:137-158.
2. Lederberg, J., 1979, Introduction to the paper by Avery, MacLeod y McCarty, J. Exp. Med., 149:299-301.
3. Steinman, R. M., C. L. Moberg, 1994, “A triple tribute to the experiment that transformed biology”, J. Exp. Med. 179:379-384.
4. McCarty, M., 1994, A retrospective look: How we identified the pneumococcal transforming substance as DNA, J. Exp. Med. 179:385-394.
5. Esto también es contrario a lo que acostumbran la mayoría de los autores actuales quienes ocupan más espacio en justificar y discutir sus hallazgos que en los resultados mismos.
6. Avery conocía bien la gran relevancia biológica de su descubrimiento. En la ya famosa carta dirigida a su hermano Roy en mayo de 1943 incluso menciona que está “lidiando con genes”.
7. ¿Quiere decir esto que cuando un resultado biológico es contundente por sí mismo no necesita de las estadísticas?
8. En 1945, Oswald T. Avery recibió la Medalla Copley que otorga la Royal Society de Londres y que alguna vez albergó entre sus lilas nada menos que a Newton y Darwin.
9. Chargaff, E., 1978, Heraclitean fire. Sketches from a life before nature, New York, The Rockefeller University Press, pp. 82-86.
10. Wilkins, M. H. F, A. R. Stokes, H. R. Wilson, 1953, Molecular structure of deoxypentose nucleic acids, Nature 171:738-740.
11. Franklin, R. E., R. G. Gosling, 1953, “Molecular configuration in sodium thymonucleate”, Nature 171:740-741.
12. Watson, J. D., F. H. C Crick, 1953, “A structure for deoxyribose nucleic acid”, Nature 171:737-738.
13. Wyatt, H. V., 1972, “When does information become knowledge?” Nature, 235:86-89.
14. Garfield, E., A. Welljams-Dorof, 1992, “Of Nobel Class, A citation frequency on high impact research authors”, Theor. Med., 13:117-135.
15. El número de artículos publicados mensualmente acerca de la actividad biológica del ADN es alrededor de 1200.
16. Lederberg, J., 1992, “The interface of science and medicine”, Mt. Sinai J. Med., 59:380-383.
     
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Antonio R. Cabral
Departamento de Inmunología y Reumatología,
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, Salvador Zubirán.
     
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cómo citar este artículo
 
Cabral R., Antonio. 1994. El descubrimiento del ADN como molécula de la herencia. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 26-29. [En línea]. 
     

 

 

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