OPINIÓN | Amapolas rojas en el cieno; por Olga Merino | El Periódico de España

Opinión | ISLAS A LA DERIVA

Amapolas rojas en el cieno

Alianza reedita la autobiografía ‘Adiós a todo aquello’, de Robert Graves, uno de los más sinceros y profundos alegatos contra la guerra

Soldados británicos, en 1918, cegados por el gas lacrimógeno

Soldados británicos, en 1918, cegados por el gas lacrimógeno / EPE

En la página 218, el lector se tropieza con un párrafo espeluznante: "Los cadáveres que no pudimos rescatar de la alambrada alemana siguieron hinchándose hasta que se les reventaba la pared abdominal, por causas naturales o por el impacto de una bala; un olor nauseabundo nos llegaba por el aire. El color de las caras de los muertos iba cambiando de blanco a amarillo grisáceo, a rojo, a púrpura, a verde, a negro hasta adquirir el color del cieno". Robert Graves (Wimbledon, 1895-Deià, 1985) tenía 33 años cuando lo escribió, una década después del fin de la Primera Guerra Mundial.

Culminó su autobiografía a borbotones, como poseído por un rapto, en apenas cuatro meses, y la tituló Goodbye to all that (Adiós a todo aquello) no solo porque pretendía olvidar la carnicería de la contienda, sino también porque estaba quemando sus naves: se despedía de la vieja Inglaterra, de todo lo que consideraba insustancial, del antiguo orden, del mundo victoriano de sus padres. Nada, nunca, volvería a ser igual. Para nadie.

El libro, que Alianza acaba felizmente de recuperar en una nueva traducción de Alejandro Pradera, con fotografías inéditas del archivo familiar, permitió a Graves saldar deudas y retirarse a escribir a su amada sierra mallorquina, "sin una angustia inmediata por el futuro". Con el tiempo se convirtió en un best seller, un clásico imprescindible, tal vez la obra más profunda y sincera de cuantas se hayan escrito jamás sobre el sinsentido de la guerra, junto con el memoir Testamento de juventud (Errata Naturae), de Vera Brittain, quien se desplazó al frente como enfermera voluntaria: había perdido a su hermano, a dos de sus mejores amigos y a su prometido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

Nuestro hombre, fino poeta y que se convertiría en gran estudioso del mundo helénico, se alistó como voluntario en el regimiento de los Royal Welch Fusiliers, junto con un puñado de hombres inexpertos y desnortados, a los 21 años, recién salido del cascarón de la adolescencia y de la confortabilidad de una casa con servicio y pedigrí aristocrático.

El autor de Yo, Claudio y La Diosa Blanca desgrana con extrema lucidez, con crudeza y a veces con frialdad, el tedio, el barro y la lluvia incesante, los episodios de camaradería, los tragos de whisky para sobrellevar el miedo cotidiano a la muerte, las mutilaciones, los errores flagrantes de los mandos, las atrocidades que también cometieron los aliados, las mentes arruinadas -como el soldado loco de la novela La señora Dalloway, de Virginia Woolf-, los suicidios y el hedor de las trincheras, una mezcla de "gas, sangre, lidita y letrina".

En los cinco meses de la ofensiva del Somme, murieron o resultaron heridos más de un millón de hombres entre ambos bandos. Solo en el primer día de las hostilidades, el 1 de julio de 1916, los británicos sufrieron 57.740 bajas, la jornada más sangrienta de su historia militar. Durante los combates, la explosión de un proyectil dejó tan malherido a Graves que lo dieron por muerto, e incluso se publicó su esquela en The Times. Al saber que había regresado del reino de las sombras, su coronel le escribió: "No puedo expresar lo contento que estoy de que estés vivo". Sí, el libro también depara pasajes de negra comicidad.

La Primera Guerra Mundial arrebató la inocencia a toda una generación. En su recuerdo, cada 10 de noviembre, fecha en que se conmemora el armisticio de 1918, las solapas en Londres de llenan de amapolas rojas, humildes flores de cuneta y trigal, las mismas que brotaron en los campos de Flandes sobre los cadáveres con el empeño de cada primavera. Mientras la guerra siga siendo moneda corriente, Adiós a todo aquello cumple un propósito: advertir contra la ceguera política y el desprecio por la vida humana.