Jarrett - Carlos Surghi

 

¿Cómo es posible que lo incierto haga de su propia condición una forma? ¿Cómo puede ser que aquello que adviene sin la seguridad de lo premeditado encuentre su posibilidad de ser en la aventura de un destino que sin embargo no es tal? ¿Cómo es entonces que la resolución de un instante de genialidad dependa de su afirmación en el territorio impreciso de una ejecución azarosa? Pienso en la suerte de aquel que improvisa. Pienso en el músico solo frente al piano, sin nada más que todo lo que ha aprendido y que, instantes después, será desechado, o en todo caso, olvidado. Keith Jarrett recuerda que cuando tocó junto a Miles Davis al salir al escenario éste les decía a sus músicos “toquen como sí lo hubieran olvidado todo”. Tal vez al final de tal premisa, de la superación que sugiere esa inventiva y ese salto cualitativo que la volvería realizable, lo que espera es justamente la improvisación, suerte de virtuosismo más allá de ese músico que imagino, pero también, suerte de revelación para el artista que está por aparecer.

¿Qué puedo tocar cuando ya lo he tocado todo? ¿Quién soy cuando lo que toco no lo ha tocado nadie? ¿De dónde proviene lo que hasta ahora nunca se ha tocado? ¿Qué podré tocar para correr el límite de todo lo escuchado? Acaso estas sean las preguntas que asaltan a ese pobre músico minutos antes de que comience su actuación sabiendo que, dispuesto a improvisar, lo hace como si caminara al costado de un abismo. Por lo cual, si la música proviene de ese abismo cabe señalar que Jarrett recuerda también que, ni bien lo escuchaba tocar, Miles le decía “eso lo sacaste de la nada”. Tal vez el gran hallazgo de la música moderna sea que ésta conduce hacia la nada y no hacia la negatividad referencial que aun contiene una imagen, un fondo de algo, el simple estímulo de una sensación. Razón por la que, si el silencio es el límite y el origen de la música, si contra él y desde él la música se hace presente, la nada que se señala ‒desde ya en igual medida‒ es ese límite pero para la improvisación, es el origen y la delgada línea para un impulso fortuito al que hay que llegar para que la genialidad acontezca. De esa nada a la que se llega proviene lo que siempre ella fue: nada, ni siquiera silencio, simple nada que ni lo ensayado ‒lo que Davis quería que sus músicos olviden‒ puede emular. Uno diría entonces que la improvisación es tocar así, como si nada, olvidando la partitura, descartando lo acordado, negando al músico que se es ni bien se salta sobre el abismo. Y justamente, en lo redundante de tal comparación que elide necesariamente un término ‒lo que reposa en el así‒ reside la maravilla de la improvisación cuando se vuelve interrupción de la música. Por eso, lo que la comparación busca es que entre quien ejecuta y lo que se escucha nada medie, salvo un impulso, un dejarse llevar que deviene forma pero que a la vez en realidad es olvido. Sin embargo, hay algo en lo desconocido de esa comparación que se vuelve patente y supone la presencia de un resto para cualquier músico, y es que quien improvisa busca retratar quién es mientras está tocando, aquello que, paradójicamente, la música borra. ¿Acaso improvisar no sea más que conocerse a sí mismo en el impulso de la extrañeza que llega con una insignificante melodía? Algo de eso hay en la renuncia al sentido que ha hecho de la música un simple acontecimiento. Y algo de eso hay en el sinsentido de la música que siempre escapa a las palabras porque simplemente es más que ellas.

    Jarrett es el músico en soledad por excelencia. Y las anteriores anécdotas, que contrastan con el consabido mutismo y con sus tautológicas respuestas respecto a la inutilidad del comentario musical, conducen sin embargo a pensar su música como un movimiento más que como el escéptico misticismo que, a lo largo de los años, ha pregonado produciendo un fanatismo que le perdona todo. Cuanto más se aleja de las palabras, las declaraciones, las exégesis de entendidos, los intentos biográficos frustrados; cuanto más se tensa la relación de Jarrett con su público exigiendo silencio y atención denodada para sus conciertos sacrosantos que pueden interrumpirse en el gesto irónico de preguntar si alguien en el público puede continuar tocando; cuantas más horas de escucha demandan esas grabaciones interminables ‒Sun Bear Concerts de 1976 y At The Blue Note de 1994 son nada más y nada menos que doce discos; cuanto más se busca la conexión explícita y secreta entre la gran tradición concertante que comienza en Bach ‒en tanto que antiguo testamento de la religión del teclado‒ y que puede continuar hasta lo que se conoce como el Great American Songbook ‒suerte de evangelio mesiánico y sincrético de la música Americana‒ más se logra apreciar lo distintivo de su procedimiento: el carácter introspectivo que la improvisación le otorga. Ya sea en su formación más duradera, el trío de standards, ya sea también en su versión de duetos o cuartetos como lo más ampliado de sus posibilidades de tocar con otros y permitirse experimentar según el espíritu de la época, o ya sea por supuesto bajo la figura del ejecutante que se sienta al piano y a la vez improvisa con flauta, batería y otros extraños instrumentos, Jarrett siempre toca para alejarse, pero empleando un método de proximidad que consiste en señalar adónde la música ya no puede estar, porque él la lleva a otro lado siendo ya, tanto ella como él, simplemente otra cosa. Jarrett, concentrado y vuelto sobre sí mismo, más frágil que nunca, más expuesto que antes a cada nuevo salto de invención musical, seguro de no aburrirse pues alrededor de uno todo cambia instante tras instante, está ahí próximo a lo que él considera que la música es; pero solo cuando su virtuosismo ha corrido la vara de lo aceptable a cada nuevo concierto, entiende a la mismísima música como lo que ciertamente es: una elevación que lo aleja, algo que ya no puede estar adonde estaba. Al su vez, lejos del escenario, la música puede estar en la distancia adonde se la busque porque para Jarrett ésta es un trabajo meditativo, un proceso que le permite grabar lo que realmente quiere sin intervención de nadie, llegando así a que la meditación de los conciertos se vuelva capricho extremo en los instrumentos con los cuales se los registra; capricho que, por supuesto atendiendo a su deseo, va de tocar el austero piano al complejo clavicordio cual desafío, y que asciende al órgano, como en el disco Spheres de 1974, grabado en la abadía de Ottobeuren. Pero ni bien ocupa esos lugares, ni bien conquista la atención a uno y otro lado del océano ‒hay que recordar que, como Poe, es el más europeo de los artistas americanos‒ ni bien Jarrett es Jarrett, éste simplemente ya no está frente a nosotros. Gracias a la música el mayor de cinco hermanos, el niño de siete años que cerraba conciertos con improvisaciones de su autoría, el virtuoso de Allentown que rechazara las clases de Nadia Boulanger para tocar en el Village Vanguard ha desaparecido; de él ya no queda más que un flatus vocis en el escenario; de él apenas si queda un cuerpo extenuado que ha querido fundirse con el piano, que ha bailado a su alrededor, que se retuerce sobre el teclado como si quisiera exorcizarlo y que, al fin, cuando los aplausos se apagan, cuando la luz desaparece, requiere descanso en una cama que lleva consigo junto a un fisioterapeuta que lo devuelve al mundo del convaleciente. Por medio de la improvisación Jarrett ha llegado a ser no solo el músico más interesante de las últimas cinco décadas, sino que también, por medio de lo que ésta le obligó a dejar atrás, nada más ni nada menos que lo cierto y seguro, lo estable y definido, Jarrett es también uno de los últimos artistas de la entrega absoluta. Acaso por eso, cuando toca, lo que ocurre es un auténtico sacrificio musical.  

    Habría que decir entonces que gracias a ese sacrificio musical el jazz no es más que una música de intérpretes con una tradición acotada en donde lo singular ‒la longitud de ese salto entre uno y otro intérprete‒ vale como tal hasta lo excesivo, llegando así a ser más gravitante el elenco de ejecutantes que la propia historia del género. De hecho, la composición es tan secundaria luego de que se fijara esa historia, que en cierto modo es una excusa para la interpretación misma pero también para desear el abismo de lo improvisado sobre el que se salta. O en todo caso, ¿no será que improvisar es el verdadero arte de la composición? Mucho antes de que como tal esa tensión entre composición, interpretación e improvisación existiera, Debussy señaló que la música tiene más de impulso creativo que de reiteración, es decir, necesariamente lo exploratorio continua al acabado de cualquier forma. Así, al dar preminencia al color musical por sobre la construcción, el impulso exploratorio llevaba a la música hacia lo desconocido. El abismo estaba ya no en el final del piano, sino en cualquier parte de él. Por lo cual es la coloratura de una forma con los sonidos que subyacen en el límite de lo tonal lo que importa, y no tanto lo formal en sí. ¿La impresión antes que el sistema? ¿Lo sugerido antes que la correcta conformación de una escala en su universo armónico? Tal vez. Sentado al piano entonces, en el ir y venir de una melodía que no sabe muy bien lo que busca, Debussy inaugura la celebración de lo imprevisible, lo que con el tiempo el jazz transformaría en distinción. Por eso, que Jarrett registre más de cuatro versiones de Old Folks, el clásico de Willard Robinson, significa que en cada una de ellas algo ha cambiado, no solo en la pieza ejecutada sino en él al momento de interpretarla, al momento de afrontar la fascinación de lo imprevisible. Y que por momentos la olvide y decida tocar así, como si nada de nuevo, significa también que, por momentos, en ella y en él ya no hay nada y deba comenzar otra vez todo de nuevo. En cierta medida, lo que sigue a los juegos de Debussy y los excesos de Satie al sentarse al piano ‒como búsqueda de lo desconocido sí, pero también como búsqueda de aquello que luego necesariamente se fijará en una forma‒ es el necesario olvido, el encuentro con una voluptuosidad sonora que podría entenderse como intimidad musical. La tradición acotada de composiciones junto a la interpretación virtuosa que lleva hacia la improvisación como constante búsqueda son el equilibrio en el cual el jazz aún pervive. Porque lo que sigue a la música, ni bien es música, es el olvido que una y otra vez la trae de vuelta hasta llegar a hacer de ella lo que era o no, eso que los románticos alemanes bien entendieron como “el lenguaje más puro y más oscuro”.

A la carrera del virtuoso necesariamente le sigue la exposición a lo fortuito, la celebración de lo imprevisible que la improvisación trae consigo. Cuando en 1975 en la Ópera de Colonia Jarrett se sentó al piano acaso se haya enfrentado, como tantas otras veces, a lo peor que pueda enfrentarse un pianista: un piano desconocido. Sí, por momentos lo imprevisto de la improvisación es dos veces lo imprevisto. Lo por tocar y aquello con lo cual tocarlo. Sin embargo, la historia dice que esta vez sería diferente, aunque Jarrett reniegue de lo que allí ocurrió. La anécdota es más que conocida. Esa fría noche de enero los operarios del teatro, por error o por malicia, en vez de subir el piano de concierto Bösendorfer 290 Imperial que estaba en el sótano, subieron uno de un cuarto de cola abandonado en un camarín, mal tratado por los ensayos del coro, casi desafinado y mutilado vaya uno a saber por qué desidia ‒el pedal derecho estaba inutilizado y varias teclas no funcionaban, y, por supuesto, había que tocar o cancelar el concierto. Frente a él el abismo no era metafórico o metonímico, sino literal y de color blanco y negro, con un lustre falsamente atractivo, de donde nada digno podía salir en cuanto a sonoridad. El hecho es que ocurrencias melódicas y una marcada limitación armónica, por no decir que la atención de Jarrett sabía por dónde debía conducirse a la hora de improvisar con intensidad para evitar los barrancos concretos del instrumento, salvaron la noche e hicieron de lo imprevisto un camino de sonidos que conduce a la belleza inusitada de uno de los álbumes de jazz más vendidos de la historia, el cual se produjo y se grabó en penosas condiciones, las cuales pasaron a segundo plano al erigirse el mito de The Köln Concert.* Sin embargo, más allá de los logros musicales de esa noche ‒desarrollo, recapitulación y variación de los leitmotivs melódicos que ya en Facing You Jarrett manejaba a la perfección como lo demuestra en Lalene al encontrar una melodía ascendente, reiterativa y sostenida que deja de lado los tritonos en los acordes‒ hay ahí algo inusitado que cambiaría para siempre. La improvisación como control total del sonido y el silencio es también la aceptación de lo fortuito ‒por caso la indolencia de los operarios del teatro, la historia inscripta en ese piano, lo que Jarrett pensara mientras Manfred Eicher lo llevara en su auto de Bélgica a Alemania, la ansiedad misma de los espectadores que se habrá sentido en el aire mientras la realización del concierto se decidía‒ y por ello mismo, todo lo que allí acontece, más que una aventura musical es una aventura espiritual. Ir hacia la música parecería la premisa que desplaza al viejo dogma de simplemente tocarla. Ir hacia ella aun en la adversidad, porque ella misma es adversidad. Pero ir hacia ella no es reiterar el camino ya transitado, pues jamás está ahí; como todo ‒y como si se tratar de lo súbito-zen que entrega una verdad por medio del sinsentido de la sorpresa‒ la música ya se ha alejado ni bien la mano tuvo contacto con el instrumento que permanece en el fondo oscuro de su abismo sonoro. Tal vez esa noche Jarrett despertó a un animal dormido que, a partir de ahí, comenzó a demandarle más y más. Unos años después, en lo que grabara en el Suntory Hall de Tokio, en 1987, y que titulara muy acertadamente Dark Intervals, una escueta frase, que acompaña al registro, sintetiza todo lo experimentado en esos años de soledad en el escenario, pues ni bien comenzaba a brillar, Jarrett ya sabía que lo pagaba al precio futuro de oscurecerse: “El contacto solo es posible por el margen; la luz, valiosa solo en periodos oscuros”.   

    Hace tiempo John Cage señaló que “una acción experimental es aquella cuyo resultado no está previsto, y por lo tanto siempre es única”. El carácter de única tiene sin embargo un doble sentido; por un lado, porque se corresponde con el artista que la lleva adelante; y por otro, porque su posibilidad de ser una vez realizada es justamente no reiterarse nunca más. La introspección de cada concierto lleva a Jarrett a hacerse compañía a sí mismo, pero al mismo tiempo, a ser el enigmático improvisador de sonidos que nunca es el mismo. Las crecientes escalas, que parecieran fondos marinos de olas apacibles en la superficie de un mar calmo, se transforman en densos bloques de acordes que resuenan como si de lo inmediatamente anterior no quedara nada, ya que, a cada instante, y gracias a la adición de capas de una resonancia sostenida, algo se transforma, algo abandona su forma anterior al dejar paso a un cambio sustancial que acontece. Ese cambio sustancial registrado en sus más mínimos detalles es la música, por supuesto, no como ilustración referencial de eso que cambia, sino como cambio en sí, imposible de reducir a cualquier referencialidad. Como al pasar de Opening a Hymn o Americana en los primeros minutos de Darks Intervals, adonde Jarrett va de la oscuridad de la naturaleza marina a la introspección sagrada para finalmente dibujar un paisaje sonoro de una melancolía vetusta que insiste con cadencias bucólicas, son varios los improvisadores y a la vez un mismo sujeto sentado al piano lo que ahí, en apenas veinte minutos, podemos escuchar. Aunque en realidad, lo que también escuchamos, entre la gravitación final de las notas y los arrebatos de aplausos, es lo fascinante de la vacilación misma que siempre antecede a lo siguiente. Lo que sigue a la música, o lo que la anuncia, siempre es el asombro; la nada que asombra, el asombro por la nada, asombro mismo de que ahí nada pueda decirnos lo que pasa y, sin embargo, uno decida permanecer atento en la escucha.

Nada más desierto que el escenario entonces, adonde la música comenzará a experimentarse solo cuando ésta desaparezca ‒cada noche y a cada instante‒ mientras que quien la improvisa se disuelve nota a nota para que así, ésta vuelva a comenzar distinta y única. Tal vez por eso los conciertos solistas de Jarrett se sostienen sobre dos columnas firmes pero invisibles en las cuales reposa la catedral de sonidos que a lo largo del tiempo ha erigido: en primer lugar, la ausencia de intención, y en un segundo momento, la aspiración a lo inmaculado, que no es más que esa música sin palabras tantas veces deseada. Sin embargo, nada de esto hace de Jarrett un artista experimental, sino todo lo contrario, por momentos, en lo más inasimilable de su sonoridad, él no es otra cosa que un conservador respondiendo a su propio goce. Fragmentos de su mundo privado se escuchan aquí y allá, partes recónditas de un universo vuelven bajo diversos sonidos. Polirritmia y obstinato por ejemplo son muchas veces las estrellas reconocibles en el firmamento oscuro de esa noche. Y, aun así, todo es único. Sentado en el estudio, instantes previos a dejar registro de un momento musical, o en los minutos que anteceden a las luces que lo iluminan, Jarrett no tiene nada en la cabeza, es un simple médium, un vehículo entre ese universo musical de galaxias desconocidas y la sala adonde esa noche toca. El Free playing que ejecuta consiste básicamente en eso: un comienzo de cero, una búsqueda más allá de lo ya aprendido, una conversación con la nada. Aunque al mismo tiempo es como si Jarrett disolviera lo aprendido para exponer un saber súbito, como si olvidar fuese una acción voluntaria que transforma lo constitutivo de uno al extrañarlo primero. Por lo cual es fácil reconocer momentos de proximidad y distancia, es fácil entrever aquello que ha sido constante y también aquello que ha sido menos frecuente pero estructural en el mundo del solista, en la compañía que lo asiste. En la improvisación, comenzar desde la nada es en realidad conducir hacia ella todo lo que se sabe. Ahí está, por supuesto para el oyente, lo que el oído reconoce, lo que viene en su auxilio, la tabla de salvación en el mar de notas, la genealogía del jazz a la que ningún intérprete escapa; y también, ahí está la sonoridad única, el desliz de una tonalidad que sondea ese abismo en donde sabemos que no hay vuelta atrás sino conducción hacia adelante para llegar a oír la armonía de lo nuevo. De la improvisación sobre temas propios, podríamos decir lo preconcebido, adonde lo que vale es aquello que el piano en solitario suple, a la improvisación instantánea sin esquemas ni ideas de ninguna clase, en donde el solo instrumental puede entenderse como la integridad de una pieza que nace, se desarrolla y concluye a voluntad de la ejecución minuto a minuto, Jarrett despliega, sin saber muy bien a qué está respondiendo, su manejo del barroco en las escalas y su acierto sugestivo para la elección de las armonías por ejemplo; es decir, toda la música de registro escrito es arrastrada hacia la desaparición en un momento de libertad soberana adonde lo aprendido balbucea para exponer hacernos oír‒ aquello que no se puede aprender. Como Schumann, que oscilaba entre las formas y las sombras, ahora tal vez esas sombras encuentran una forma que es la forma en el abismo de su disolución. De Bach a Gershwin y de Shostakovich a cualquier melodía pegadiza del Midwest americano o el music hall de Broadway, la música de lo que está pasando se acomoda a esas formas que, como surgen se esfuman, como se estructuran se disuelven, que conducen y a la vez en un punto abandonan, que ni bien nos acercan una asociación posible la borran en la irrupción de lo nuevo que convive con lo ya transcurrido.

    Acaso por eso para Jarrett “la música es el resultado de un proceso que no tiene nada que ver con la música”. Dolor y felicidad podrían escucharse en ella, exigencia y placer ser los sustratos arqueológicos acaso inscriptos en notas ya enmudecidas. Que tal proceso exista refuerza la idea de que la música lleva, transporta y arroja a un instante sublime a quien la ejecuta. El proceso conduce hasta ahí, empuja y abandona, impulsa y otorga, entrega y justifica lo perdido en función de lo que se alcanza. ¿Un rapto íntimo? ¿Un trance procastinado? ¿Un éxtasis obsceno? Tal vez. Pero, así como la música registra la instantánea de un cambio, también hace evidente, en su movimiento, el paulatino deterioro, la paradójica limitación de la maestría que la compone, que la improvisa, la interpreta y la ejecuta hasta el extremo mismo de negar todo ello. Expuesto a la improvisación Jarrett se eleva y a la vez se hunde, colapsa y enmudece, dibuja el aquí y ahora de una idea musical y se extravía en ella. La soledad del escenario se vuelve también la soledad del mundo. Pero no por el hecho de que improvisar sea un riesgo, sino porque la intuición musical es como la vida misma, en tanto que pura presencia ésta nos arroja a lo indistinto entre acción y reflexión, amor y pánico, complacencia y demanda. La espalda de Jarrett, la que se arquea al tocar, la que se curva en el escenario al empujar la música hacia la frontera de lo nuevo, se resiente y empieza a ser un dolor constante, un registro terrestre de pertenencia y residencia en la gravedad del mundo que eclipsa a la música. A la vez, hacerlo todo ‒tocar, grabar, improvisar, ahondar en sí mismo, quedarse solo en el lugar más expuesto‒ conduce indefectiblemente hacia la apatía, un agotamiento del deseo que, literalmente, saca a Jarrett del estudio, la sala de conciertos o de grabación y lo deposita en el umbral de su granja en los bosques de New Jersey, mirando por horas el vacío, indolente e inmóvil, dejando que todo se hunda en la contemplación de una brizna de pasto la cual tiene la fuerza que él, en ese momento, ya no posee. El derrumbe tiene un nombre, un espectro reconocible en su afección: encefalomielitis miálgica; y también, un radio metafórico: agotamiento crónico, crisis nerviosa, enfermedad del colibrí. Pero básicamente es el precio pagado por la música, la moneda de cambio del talento extremo. No poder tocar, no querer tocar pareciera ser ese límite que se ha buscado, hasta el cual algo conduce y de repente abandona borrando el camino de regreso; pero en verdad, todo eso no es más que parte de la música, no es otra cosa que su parte maldita.

    Entre Spirits y The Melody At Night, With You Jarrett padece las secuelas que acarrea su virtuosismo. Es obvio que las interminables giras y la autoexigencia conducen hacia ese límite. Pero a la vez, ese tiempo enfermo y convaleciente no es más que un regreso a la simplicidad de notas que se tejen en la continuidad de la respiración, no es más que el pulso mismo, el repliegue del fraseo expandido sobre la limitada melodía como si ésta, al llenarlo todo con su cadencia, circulara en uno dando vida nuevamente a ese cuerpo exhausto. La música entonces no está más allá como lo estaba antes, ya no hay que empujar nada hacia su límite pues se carece de fuerzas; ahora la música está próxima y no implica esfuerzo alguno, a lo sumo, sí atención, pues está en el aire y “se la encuentra o no se la encuentra”. La música es también en ese proceso que Jarrett señalara la insignificancia que se vuelve preponderante, pero porque lo que cambia es la atención, y lo hace para reparar en lo que siempre permite modificar el modo de tocar: la tradición. Solo así, cualquier músico puede resaltar lo más singular que tiene: el sonido que de él sale. Flauta, percusión, saxo y piano son la farmacopea automedicada en un primer momento. Pero también, lo que completa dicho tratamiento es el despojo absoluto de la sonoridad a la que se llega gracias a la desnudez de la ejecución cuando la técnica es una imposibilidad, cuando el cuerpo agotado no alcanza las alturas anteriores en las que estuvo. Empezar de nuevo ni siquiera ya desde la nada. Empezar de nuevo, pero a través de la espontaneidad, a través de la negación de lo sofisticado. He ahí el otro camino por el que Jarrett se conducirá. Ni bien se levanta, desayuna con dificultad y encuentra un conjunto de notas que tal vez surgen de manera súbita, se encierra en el estudio de su casa en Oxford a grabar sin ninguna finalidad estos pasajes que podrían entenderse como el transcurrir entre lo cotidiano de sus días y una introspección alejada de lo que se cree que el piano demanda: perpetuo flagelo. Simples sonidos de algo roto, pero también de algo nuevo pulsando por retomar una sonoridad que no quiere experimentar nada sino más bien plegarse a la proximidad del trino de un pájaro, el aullar del viento entre las ramas, o el sigilo del sol entrando por la ventana, se escuchan en Spirits no sin sentir cierta confusión al principio. Mas que virtuoso Jarrett parece un chamán, un médico brujo de sí mismo que con una insignificante flauta dulce exorciza un demonio. Entre rapsódico y ocurrente, ahora se permite escuchar el revés de su propio deseo en líneas claras de notas que dejan de lado cualquier arreglo. Todo es simple y todo fluye, y también todo parece venir del lugar más próximo: el cuerpo de la sanación musical. Pero también, un simple hilo melódico, un puente de acordes sucesivos que en vez de saturar el sonido lo perfilan y definen, es lo que se puede escuchar en The Melody At Night, With You, la grabación en donde acaso Jarrett comprendió que la música es también una forma de regreso, el paso a dar de la oscuridad a la luz, el más acá reflexivo de esa intimidad sonora que a veces se completa con sentidas palabras como las que señalan en la misma música una doble entrega: “For Rose Anne. Who heard the music. Then gave it back to me”. Como Schubert sentado al piano en la noche, sabiendo que una melodía puede ser un instante en la vida de cualquiera, Jarrett aprende ahora lo que antes había desaprendido, pero esta vez lo aprende por medio de bellas canciones; clásicos como My Wild Irish Rose o Be My Love que lo han acompañado desde joven, y que en definitiva son una especie de memoria musical que le ayuda a recordar quién es el hombre sentado frente al piano, se dejan escuchar en ese registro por demás íntimo y solitario que literalmente lo devolviera al mundo.  

    Y es que hay también otra forma para que la música regrese, para que ejecutarla sea una posibilidad convaleciente. Y tiene que ver con que la ejecución haga presente el pasado volviéndolo contemporáneo. Cualquier melodía de Jerome Kern, Harold Arlen o Irving Berlin tiene ese poder evocador, esa fuerza de lo anacrónico como lo más propio de uno. Hecho de capas y capas de experiencia sonora, lo melódico americano es la utopía de un mundo heterogéneo y en armonía que ha desaparecido pero que regresa acaso de un modo proustiano. Por ejemplo, entre la tradición clásica, la cultura inmigratoria centroeuropea y el acento afro, Gershwin condensó lo que su atención encontraba en las noches de Harlem como así también en los salones de baile del East Side neoyorquino, demarcando de este modo, sin atender a discusiones estéticas estériles, un territorio sentimental en el que hundir sus raíces musicales. Cualquier melodía futura llevaría inscripta la cifra de aquello condenado a desparecer, pero, al mismo tiempo, de aquello condenado a reiterarse, a volver como el fantasma mismo de eso desaparecido. Summertime, simple y melancólica en su añoranza sureña, ha dejado espacio suficiente como para que sus versiones se sucedan una a otra de Armstrong a Parker y de este a Davis sin perder jamás su carácter emotivo, el cual, por otro lado, proviene del espectro operístico de Porgy and Bess al cual ha superado. Hasta la ingenua All Of You, o Night And Day de Cole Porter, en sus constantes y no siempre felices versiones, han sabido conservar su aire de pasado, su cadencia vetusta, el contorno entrevisto de un tiempo ya imposible. De igual manera entonces, Jarrett recordaría sus noches de actuación en Boston siguiendo esa suerte de melodías que ya no pertenecen a nadie pero que hacen a canciones que sabemos todos. Las tocó sin que lo escuchen para ganar dinero cuando abandonó la Berklee College of Music, pero también, las tocó para sí mismo, no solo como parte de una formación solitaria, sino también como parte de un acervo cultural a transmitir dejando en él su impronta más que personal por su puesto. Tal vez por eso el Great American Songbook que decidió interpretar y reversionar a comienzos de 1980 bajo el formato del trío más duradero de la historia del jazz, con Gary Peacock y Jack Dejohnette, no es otra cosa que eso: una memoria melódico-sentimental, acaso un álbum de fotografías-musicales, o por qué no también The Prospero's books en su intemperie musical.

    El trío es una utopía sonora, una isla de notas que tejen su fantasía, y quien crea que el piano tiene cierto prestigio omnipresente por su espectro acústico en realidad se equivoca, la igualdad musical es posible porque el ritmo es lo priorizado; a la vez, quien crea que la conducción de éste es siempre necesaria sabrá que tres solistas en igualdad de condiciones es mejor que uno acompañado. La suma da como resultado la posibilidad infinita de registros en una instrumentación acotada, y tal resultado es por cierto la perfección de un lugar común: menos siempre es más. De Bill Evans al presente acaso esa sea la enseñanza respecto a esta formación que suple aquello que falta con una interacción sorprendente entre sus miembros. Tal vez por eso con el tiempo Jarrett ha descubierto en esta formación que el límite melódico al que se somete, que, si bien siempre demarca un universo como el de la canción a la que vuelve única, no siempre detiene su expansión sonora. Tal vez por eso también en el trío la improvisación, en vez de producir un movimiento de expansión, produzca un movimiento de ahondamiento. De las largas introducciones del piano, en donde lo melódico reconocible aparece como presentación de lo que se toca y como delimitación de lo que va a pasar, al contrabajo y la batería en sus momentos de solistas hay suficiente destreza para que tales ciclos se repitan una y otra vez abandonado justamente la melodía, pero también, teniéndola siempre presente como límite reconocible. La melodía entonces no es más que el primer amor, pase lo que pase siempre se nos asegura que volveremos a él aun en la más melancólica añoranza que nos lleve a perdernos en variaciones de un recuerdo borroso. Lo que no habría que olvidar es que ligereza en el sonido que se aprecia y densidad en la textura de lo que se toca son acaso las características que Jarrett ha conseguido con esta formación siguiendo un principio de improvisación totalmente distinto. Por encima de todo, lo fundamental es ese predominio melódico con el que se sale a escena, ya que aun cuando la improvisación distorsiona la base de éste, siempre se vuelve a él, no tanto por la delimitación que demarca, por la estructura que pone en juego, sino porque ahí lo que predomina es el tono emotivo que permite desplegar la simpleza interpretativa y la profundidad cromática con la que se lo versiona. No es casual entonces que Standards, Vol 1 comience con Meaning Of The Blues, balada que Miles Davis introdujo directamente en el Great American Songbook y que podría entenderse como una declaración de lo que Jarrett está buscando. “Blue is just the color of the sea / Til my lover left me” dice la letra de Leah Worth, acaso en una comparación perfecta que es al mismo tiempo toda una definición de la música popular americana como lo inasible de algo concreto, pero con una simpleza que no deja de ser profunda, que por momentos aparta cualquier virtuosismo, ya que a veces, la música, no siempre es tocar correctamente, sino también, de un modo sentido.

El abanico de piezas elegidas para esta aventura musical que es por demás sentimental e introspectiva tiene que ver con lo que cada una de ellas transparentan y con lo que dejan oír aun en las versiones más experimentales que Jarrett se haya permitido. Never Let Me Go o I Fall In Love Too Easily son canciones abiertamente románticas que requieren de una interpretación atenta a la profundidad de lo que se dice con las palabras más simples que se hayan podido emplear. De nuevo menos es más. Pero hay otras canciones que requieren de saber templar cierto carácter sagrado en su ejecución para dar cuenta de una interioridad que es única, y que, a la vez, es la única capaz de interpretarlas. Hay entonces en el piano un devenir voz, un querer aproximarse al instrumento natural que hace audible hasta la más íntima vibración. Acaso el sentido melódico esté ahí, en las inflexiones que transparenta la voz, en el revés de su temblar y en lo que está deja oír a pesar de las palabras. Pero también, el sentido melódico está en descubrir en esas canciones la otra canción que esconden, en saber a qué canciones ocultas remiten por medio de lo que sentimos al escucharlas. Una vez Billie Holiday fue muy sincera respecto a aquello propio de sus interpretaciones, acaso aquello que su voz dejaba oír sin decirlo abiertamente, y que desde ya resultaba imposible de escribir, pero estaba presente ahí en cada estrofa que entonara: “Los jóvenes siempre me preguntan de donde procede mi estilo, cómo evolucionó y todas esas cosas. ¿Qué puedo decirles? Si descubres una melodía y tiene algo que ver contigo, no hay nada que desarrollar. La sientes, sencillamente, y cuando la cantas los que te oyen también sienten algo. En mi caso, no tiene nada que ver con el trabajo, los arreglos ni los ensayos. Dame una canción que me llegue y nunca significará trabajo. Algunas canciones me llegan tanto que no soporto cantarlas”. La melodía es también una proximidad emotiva, el resultado de una afinidad muy íntima, una presencia que, no solo trae al presente cualquier resto de lo perdido, sino que también trae aquello único y singular que nos hace escuchar en esa canción otra canción. Cuando Jarrett versiona God Bless The Child, que Billie Holiday popularizó sabiendo que acaso era una “melodía” que tuviera demasiado que ver con ella, pues le sugirió el título y la anécdota a Arthur Herzog, lo que éste hace con el trio es descubrir justamente esa otra canción que hay por debajo. Pasar del dramatismo de la interpretación de Holiday a la versión hímnica que el piano convoca desde un comienzo, pasar del dolor y la amargura al júbilo esperanzador que Jarrett entrega en los quince minutos que le dedicó, es ciertamente toda una aventura que acaso tenga que ver con la música, pero también con algo más. Y no solo por lo que significa versionar un clásico, sino justamente por lo que significa personalizar lo que ya es perfecto, una vieja melodía que “tiene algo que ver contigo”. Ahí está entonces el carácter spiritual, el matiz de la cadencia góspel que Jarrett le imprime desde el comienzo con su introducción melódica y su solo que, a los tres minutos, parece ya más bien un coro de voces elevándose en un rapto trascendente que celebra la bendición, y que a los cinco, deja paso al solitario testimonio confesional del contrabajo, o a la fuerza de la batería, que regresa al comienzo para que así emerja sobre el final, luego de un último repaso melódico, la sonoridad blues en la que el piano se apaga lentamente. La potencia vocal de los últimos diez minutos, revivida por medio del piano, ahora es un susurro, un lamento, la compunción melancólica que sigue a la gracia del éxtasis, la pesadez terrenal que irrumpe con la tristeza que hace consiente haber perdido un reino, haber escuchado y olvidado una música, pero una música que ardió acaso como una llama por la cual una mariposa atravesara sin quemarse. Solo o acompañado Jarrett es la mariposa, pero también, la llama y la velocidad que se cruza, la luz que la quema y la define. Pero también, y al fin, Jarrett es el hombre sentado frente al piano abrazado por la oscuridad, quien ya no sigue tocando.    

 


Link para escuchar Keith Jarrett trio God Bless The Child

https://www.youtube.com/watch?v=n31jaGy7hmk

 

 



* Me permito una pequeña digresión respecto a lo gravitante de la elección del instrumento en cuanto a la ejecución musical y señalo, bajo la potencia de lo imprevisible, que ésta atenta contra la ejecución misma. Veamos si no lo ocurrido a Sviotoslav Richter en Estados Unidos: “Un motivo por el que toqué mal es que dejaban elegir piano. Me ofrecían docenas de ellos y yo me pasaba todo el tiempo pensando que había escogido mal. No hay nada peor para un pianista que elegir el instrumento con el que va a actuar. Conviene tocar con el piano que haya en la sala, como si la cuestión fuera cosa del destino. Entonces todo resulta más fácil desde un punto de vista psicológico. Tienes que tener fe, más que San Pedro, en que podrás caminar sobre el agua”.