Las llamas del deseo



Un día cualquiera de febrero de 2004 en Rishikesh

 


Las díscolas llamas se obstinaban en mantener su brío tremuloso en la oscura noche, luchando infatigablemente por permanecer protagonista un poco más en la ribera del legendario Ganges, consumiendo la carne, la misma carne que se reconoció en un día lejano a sí misma y zascandileó en "cosas importantes" que inevitablemente se esfumaron con el sueño eterno. 

Emitía el fuego abstractas apariencias de monstruosidades aterradoras, como si los resplandores quisieran extraer de la vida extinguida lo sucio, lo horrible y lo tenebroso. Mientras el cauce, todavía límpido a los pies de las voluminosas prominencias del Himalaya, corría veloz e impertérrito a lugares más fangosos y podridos, donde el creador azul fallecería en un ataque masivo de criaturas microscópicas.

Y los quejidos de los mutilados reyes de los bosques, crujiendo en un frenético delirio, orquestaban la sinfonía  del más allá. Sacrificados silentes de los que no tenían voz ni interpretación dolorosa ante los sentidos del animal dominador: empático a veces, indiferente muchas más.   

Los vinculantes, asociados al muerto de múltiples maneras, habían abandonado la orilla y lo que quedaba de un capítulo finalizado del Gran Libro Universal, mucho antes de que mi alma errante y ecléctica se manifestara en el lugar, atraído por la magnánima pira india. ¿Cómo no me iba  a sentir atraído por sus alocadas y anaranjadas formas fantasmales surgiendo maléficamente de las tinieblas?  

Me quedé hipnotizado, sentado sobre una piedra de la ribera peñascosa, en una soledad irreal y reparadora en un mundo donde esta no tenía espacio, donde el baluarte más preciado de un alma huidiza pagaría millones de lingotes de oro por tenerla media hora en la India. Y pude percibir, en esa extraña soledad, el ilusionismo universal recorrer cada átomo aprisionado en mi cuerpo, atrapado en un anhelo ciego y restrictivo de la realidad. ¡ Y sentí un vacío auto depredador que quería abrazar la extinta llama, alimentarla! ¡Ven, deja el infierno, el castigo!  Susurraba en un lenguaje más remoto que el sánscrito, sonidos procedentes de una dimensión atemporal., donde los sentidos humanos se hacían trizas al primer contacto. 

Bajo ese estado hipnótico, más allá de minuteros y segunderos, una silueta espectral surgió silente en esa atmósfera que parecía pertenecer a un mundo lejano, rememoración de una preexistencia abrumada por la vida biológica. Al principio, pensé, al verlo de soslayo, que se trataba de un Bakasura, predispuesto a saciar su apetito caníbal, disgustar un plato exótico nominal, con mi nombre. 



Los demonios pincelados por nuestros miedos más ancestrales.


Y distinguí, uno segundos más tarde, una menuda persona dirigiéndose hacia mí. Su rostro inexpresivo se tornó más expresivo, con aquellos ojos turbios que inundaban el contorno de su cara en una extraña solicitud de auxilio primitivo, de deseo coartado a lo más profundo de sus abismos insondables. 

La mierda, la de mi cuerpo, quiso teñir  sutilmente mis calzoncillos de mercadillo, cuando mi valentía se bloqueó ante su presencia. Y un olor  repugnante para el mundo exterior ambientó mi entorno, como los zorrillos del noticiario del NO-DO: en blanco y negro.

La aproximación dio, definitivamente, humanidad a aquel ser humano, que interpretaba en esta gran obra teatral las funciones de un agente de la ley, con aquellas ropas caquis que recordaban tiempos más convulsos.

¿ Qué querría? ¿Estaría infringiendo alguna normativa  o costumbre local que desconocía? Los temores, como los tonalidades de los camaleones, habían cambiado sus connotaciones, ahora, ya no eran incorpóreas ni metafísicas, ahora eran mucho más mundanales. 

En un inglés ininteligible y primigenio me hizo comprender que no era una amenaza para mí, que no estaba quebrantando ninguna norma. Solo deseaba entablar conversación en la soledad de la noche. Los únicos murmullos lejanos llegaban del otro extremo de la ribera, más allá de las piedras, donde se ubicaban los Ashrams de Rishikesh y su paseo peatonal. 

Mientras conversaba, observé que sus ojos se desbordaban de oxitocina y su cuerpo se convertía en una fuerza irrefrenable que tímidamente se acercaba al mío. Me invitó a un cigarro y yo le regalé el mechero. Un gesto amigable que no deseaba que fuera mal interpretado por las hordas de neuronas unidas que dirigían su sino para conseguir el propósito final de su interés por mí. 

Finalmente, salió de las profundidades de su ser sus más íntimos deseos sexuales, la posibilidad de ser satisfechos sin ser juzgado. Su pene debía estar retorciéndose entre sus pantalones para liberarse de su tiranía y romper la curvatura  a la cual estaba sometido. Esa misma curvatura que la naturaleza acabó transmitiendo a algunos hombres genéticamente. 

Reveló sus verdaderas intenciones cuando una de sus manos toco sutilmente mi partes íntimas, lo que hizo que retrocediera un paso, alejándome. Entonces, fue cuando un halo putrefacto de alcohol surgió de su boca y descubrí su estado de ebriedad. Y si cabe, sentí un mayor asco por aquella víctima de un sistema social coercitivo. Lo intentó una segunda vez, ya algo más descarado, y divagué por un momento con varias respuestas. La situación era incómoda y temí por mi futuro, lejos de Europa, en una de esas inhumanas prisiones indias.  Sabía que podía contrarrestarlo fácilmente. Era joven y fuerte, mucho más que él, pero era policía. Y extrañamente quería seguir viviendo en ese infierno que unos momentos antes las llamas me ofrecían a abandonarlo, a liberarme de él. 

Por suerte, cuando lo rechacé por segunda vez, se resignó a soportar su curvatura eréctil que , probablemente, debió satisfacer en soledad y menguar su dolor aprisionado, no su frustración. Y marchó, cabizbajo, como si yo hubiera sido un ingrato y maléfico huésped, un incomprensivo occidental.

Lo vi marchar en la oscuridad, por el cual pude sentir cómo arrastraba las cadenas de su condena, la pobre alma atormentada, ya en calma mis pasiones. 

Las trémulas llamas acabaron por menguar, dejando cada vez menos luminosidad fantasmagórica en el lugar. Y decidí,  no darle una segunda oportunidad al Diablo, y retornar a la civilización, al tumulto protector de la gente.

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