La novela contra el cine: riqueza de experiencia y medio artístico, por Manuel Arias Maldonado
THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

La novela contra el cine: riqueza de experiencia y medio artístico

«Sentarse en una sala de cine implica una operación intelectual más rica de lo que parece; que se haga sin el menor esfuerzo no le resta sofisticación»

Rancho Notorious
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La novela contra el cine: riqueza de experiencia y medio artístico

Fotograma de 'El Padrino. Parte II'. | Paramount

Hace un par de semanas tuve ocasión de ver otra vez en pantalla grande, por cortesía de los amigos franceses de MK2, la segunda parte de El Padrino. Sobre la trilogía de Francis Ford Coppola ya escribí largo y tendido en este mismo blog; en esta ocasión solo me interesa destacar una brevísima secuencia, a saber, aquella en la que se nos muestra la llegada a Nueva York del barco repleto de inmigrantes en el que viaja el niño Vito Corleone, amenazado de muerte por el potentado que ha asesinado a toda su familia en su Sicilia natal.

Me llamó la atención la brevedad de la secuencia: hemos dejado al pequeño Vito escondido en un burro en Corleone, su pueblo, mientras los matones de Don Ciccio gritan a los vecinos que harán bien en negarle su ayuda. Coppola hace entonces un fundido encadenado y la cámara nos muestra la Estatua de la Libertad: enseguida, por la derecha del plano, avanza el casco negro de un barco llamado Moshulu. A continuación vemos a sus pasajeros, o quizá sean los pasajeros de otro barco desde el que se ven tanto la estatua como el Moshulu; en cualquier caso, se trata de inmigrantes pobres de origen italiano que yacen tumbados sobre una cubierta atestada donde suena un festivo acordeón. Alguien grita que han llegado a Nueva York y la multitud se levanta para ver la estatua: uno tras otro, todos se ponen de pie, quitándose el sombrero o santiguándose; el pequeño Vito, en quien la cámara se detiene un par de veces, camina entre ellos.

Mientras oímos el maravilloso tema musical de Nino Rota, dotado de gran fuerza evocadora, contemplamos los rostros silenciosos y esperanzados de quienes llegan al nuevo mundo en busca de una vida mejor. Sobre las dificultades de la vida en la sociedad de acogida se hablaba ya en el arranque de la trilogía, con aquel famoso «I believe in America» del enterrador que habla con Vito Corleone en el día de la boda de su hija; aquí estamos en el prólogo de esa epopeya de la integración. Y pocos serán los espectadores que no se emocionen durante esos 53 segundos de cine puro -ni siquiera hay diálogos- donde el realizador norteamericano alcanza la máxima intensidad expresiva con apenas un puñado de elementos.

Reflexionando sobre este inolvidable pasaje, me acordé del artículo que el joven neurocientífico y filósofo estadounidense Erik Hoel publicó el pasado verano en la revista Nautilus con el elocuente título Why Novels Are a Richer Experience Than Movies. A juicio del autor, solo la novela nos permite resolver el problema -práctico y filosófico- que plantean las mentes de los demás: no nos es posible acceder al contenido de lo que otra persona está pensando. En la literatura de ficción, los estados mentales -por no abandonar la jerga disciplinar- pueden describirse con la misma desenvoltura con que se describen sillas y mesas. Ningún otro medio es capaz de hacer nada parecido; y menos que ninguno, sostiene Hoel, un cine condenado a adoptar una perspectiva extrínseca sobre el mundo.

¿Acaso no nos parece que las películas son más artísticas cuanto más se esfuerzan -inútilmente- en retratar las mentes de los personajes, o sea, cuando intentan acercarse a la novela? No estoy muy seguro de que sea el caso, pero tampoco tiene demasiada importancia; lo que Hoel quiere denunciar es que las novelas -su madre tenía una librería y él creció entre estanterías- sean menos populares que las películas… pese a ser aquellas preferibles a ellas. Y escribe:

«Abundan los espectadores que, tras disfrutar una novela, se sienten decepcionados con su versión cinematográfica»

«El cine, por supuesto, es un medio increíble y hermoso, pero tiende hacia unos personajes que son meras bolas de billar que reaccionan a los acontecimientos exteriores. Solo las novelas pueden describir los profundos remolinos de la conciencia humana, que nunca puede reducirse a la condición de respuesta ante un acontecimiento externo; es un torbellino que gira en el interior de cada uno de nosotros con su propio movimiento y puede convertirnos en enigmas para los demás… salvo en la página escrita».

Nótese que este reproche difiere solo en apariencia del habitual: el cine no tendría a su disposición las herramientas de que dispone la novela y por esa razón suelen las adaptaciones literarias a la gran pantalla suelen ser un embarazoso fracaso. Abundan los espectadores que, tras haber disfrutado de tal o cual novela, se sienten decepcionados con su versión cinematográfica. ¡Esperaba otra cosa! Y si bien abundan las malas películas que adaptan novelas, podría pensarse que el problema está en el contraste sucesivo de dos experiencias cualitativamente diferentes: el recuerdo de la lectura previa puede arruinar la recepción del film.

De hecho, también abundan las novelas mediocres de las que salen grandes películas -pensemos en el proceder habitual de Hitchcock- e incluso las buenas novelas que dan lugar a películas extraordinarias, como por ejemplo los dos primeros Padrinos. De la misma manera, bien podría sentir la misma decepción quien, habiendo disfrutado de alguna película sobresaliente, procediera después a leer la novela que la adaptase; aunque la verdad es que esto no se hace mucho, pese a excepciones tales como El tercer hombre (Graham Greene escribe la nouvelle después de haber hecho el guion y de estrenarse con éxito la película de Carol Reed) o Érase una vez en Hollywood (Quentin Tarantino hace una novela que expande algunos episodios y añade algunos personajes a la historia contada en su película).

A este respecto, y en una pieza escrita con motivo de la muerte del novelista norteamericano Cormac McCarthy, el crítico de origen británico David Thomson escribía en Sight & Sound que el difunto escritor poseía «un instinto para las cosas y para el lenguaje que jamás se dejaría impresionar por la fatua y elegante morbilidad del cine». Para Thomson, solo No Country for Old Men puede considerarse una adaptación exitosa de sus novelas; el cine, dice, es para niños y tontos como él: la novela tiene una seriedad propia de adultos. A fin de demostrar la mediocridad de la adaptación de The Road, Thomson cita un párrafo impecable de McCarthy y lamenta la imposibilidad de traducirlo al lenguaje visual del cine: «En una película, hay demasiado poco que imaginar».

«Tiene poco sentido adaptar ‘Ulises’ o llevar a la pantalla a Henry James o Marcel Proust»

El argumento puede aplicarse al Nabokov de Lolita o a la Virgina Woolf de Mrs. Dalloway; filmar las palabras es fútil, advierte, y se hace a costa de la interioridad de los personajes y, por tanto, de la interioridad del lector. Thomson cree que apostar por el cine como fuerza cultural fue una equivocación; si se hizo, afirma, es porque hay muchos más espectadores que lectores. Y remata: «La interioridad que ofrece la lectura, que es radiante en The Road, es tan preciosa como el agua en el Río Colorado». Así que Thomson concuerda con Hoel: el cine es un medio más pobre que la novela, obligado como se ve a permanecer en la superficie de las conductas humanas e incapaz de acompañar a la literatura de ficción en su viaje al interior de la conciencia.

¿Y qué hacemos entonces con la secuencia de El padrino II de la que he hablado más arriba? ¿Se trata acaso de una experiencia superficial, incomparable a aquellas que una novela puede proporcionar a sus lectores? Parece una conclusión demasiado tajante. Tampoco es el único ejemplo posible de aquello que el cine puede hacer mejor que la novela; igual que hay muchos de aquello que la novela -es verdad- puede hacer mejor que el cine: adentrarse en la conciencia de sus personajes y describir su vida interior. No sin artificio, dicho sea de paso: ni el flujo de conciencia ni los monólogos interiores característicos de la novela modernista son una reproducción fidedigna del modo en que pensamos, que es mucho más desarticulado y está atravesado por imágenes y no solo compuesto por frases o palabras.

Por añadidura, conviene establecer la comparación entre calidades similares y ponderar cuál es el tipo de público al que se dirigen cierto tipo de cine y cierta clase de novelas: Ulises no debe tener a estas alturas muchos más lectores que espectadores tiene El año pasado en Marienbad. A cambio, el cine no debería emprender tareas condenadas al fracaso: tiene poco sentido adaptar Ulises o llevar a la pantalla a Henry James o Marcel Proust, si bien el adaptador más interesante de esos autores -Raoul Ruiz, Chantal Akerman- tomará de esas obras aquello que puede llevarse al cine y no aquello que pertenece en exclusiva al terreno de la literatura. Sea como fuere, el mismo Thomson admite que No Country for Old Men es una excelente adaptación de la novela de McCarthy, lo que constituye prueba suficiente de que unos pueden triunfar allí donde la mayoría fracasa.

Volvamos al dilema que plantea Hoel: ¿proporciona la novela una experiencia más rica que el cine? No me lo parece; o no necesariamente. Si por riqueza de experiencia entendemos el contacto con la sofisticación narrativa o intelectual, tal vez podamos convenir que la lectura de El sonido y la furia o El arco iris de la gravedad carece de correlato cinematográfico; aunque acaso las grandes obras de la modernidad fílmica -Resnais, Duras, Godard, Antonioni y compañía- resisten la comparación. Por otro lado, la riqueza de experiencia podría definirse de otra manera; de una manera que otorgase valor a la cualidad material del cine, por ejemplo, que nos enseña aquello que la novela nos pide imaginar. ¿Por qué lo segundo es más rico que lo primero?

«Jamás encontraremos en las páginas de ninguna novela el desierto tal como aparece en un gran western»

Y cuidado: una película no nos muestra la realidad; ni siquiera la parte de realidad que selecciona la cámara. Tal como señala el crítico de origen cubano Gilberto Pérez en su su obra magna, una película no sería capaz de expresar ni representar nada en absoluto si no fuera por la distancia que establece respecto de la experiencia inmediata: «La porción del mundo que aceptamos mirar en cada plano no es una porción de nuestro mundo, aunque lo parezca, sino una porción del mundo ficcional que la película nos propone que aceptemos». Sentarse en una sala de cine implica así una operación intelectual más rica de lo que parece; que se haga sin el menor esfuerzo no le resta sofisticación.

Incluso si aceptamos la idea -razonable- de que la novela disfruta de ventaja frente al cine por su capacidad para describir la interioridad de los personajes, resolviendo así ese «problema de la mente» que tanto interesa a los filósofos, ¿por qué se deduce de ello que el paradójico confinamiento en la exterioridad que caracteriza al cine es menos interesante o proporciona una experiencia más pobre al espectador? Que hayamos de desvelar el significado de las acciones de los personajes o meditar sobre lo que la película quiere decirnos por medio de la observación de su conducta exterior representa, por el contrario, un desafío para el espectador: careciendo de acceso a la interioridad de los protagonistas, tiene que interpretar sus palabras y comportamientos y relaciones a fin de llegar a alguna conclusión sobre el verdadero sentido de los mismos.

Nótese que no estoy hablando de narraciones visuales que se salen de las convenciones dramáticas: El espejo o Persona parecen exigir mucho más del espectador que Vértigo o La fiera de mi niña, pero esa impresión es engañosa; que el estilo de las primeras sea más modernista que clásica no resta misterio ni interés a las segundas, pese a que son más fácilmente digeribles para el espectador sin curiosidad reflexiva. Y aunque ciertamente hay más libros como Bajo el volcán que películas como Vértigo, hacer cine requiere de medios financieros y materiales más difíciles de obtener que la literatura; es inevitable que así sea.

A decir verdad, cada uno de estos dos medios artísticos hace lo que puede -que es mucho- con las herramientas expresivas que le son propias; cada uno presenta ventajas y limitaciones. No busquemos en la pantalla de cine la perversa prosa de Humbert Humbert ni el monólogo final de Anna Karenina; jamás encontraremos en las páginas de ninguna novela el desierto tal como aparece en un gran western ni toparemos con un enigma tan conmovedor como el que atormenta a Ingrid Bergman y George Sanders en Te querré siempre. Así que no hay necesidad de elegir: los tesoros de la literatura y el cine son distintos, pero sirven para acumular una misma riqueza.

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