¿CÓMO NOS ANTICIPAMOS A LOS LOCOS SI NO SABEMOS CÓMO PIENSAN?
Mindhunter es la historia contada en primera persona de John Douglas,
el hombre que revolucionó las técnicas para estudiar las mentes de los
criminales en serie. Durante veinticinco años como agente especial del
FBI, Douglas contribuyó a resolver los casos más difíciles, con aciertos
asombrosos, como el que le llevó a anticipar la personalidad de un
asesino de niños en Atlanta, contradiciendo las opiniones de sus
colegas.
Este libro no es solo el relato de su carrera, sino una escalofriante
exploración de las mentes de los asesinos en serie, basada en sus
interrogatorios a personajes como David Berkowitz, el «Hijo de Sam»;
Charles Manson; Ed Kemper, el «Asesino de colegialas», que comenzó
su carrera criminal a los catorce años; o Ted Bundy.
No es de extrañar que el relato del primer perfilador de criminales de la
historia se haya convertido en un libro de referencia para cineastas como
David Fincher —director de la serie de Netflix Mindhunter— o haya
servido de inspiración para crear personajes como el del agente especial
Jack Crawford en El silencio de los corderos.
John Douglas & Mark Olshaker
Mindhunter. Cazador de mentes
ePub r1.0
Titivillus 14-03-2018
Título original: Mindhunter. Inside the FBI elite serial crime unit
John Douglas & Mark Olshaker, 1995
Traducción: Ana Guelbenzu
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para los hombres y mujeres
de las Unidades de apoyo del FBI de ciencias del comportamiento
y de investigación del FBI, de Quantico, Virginia, anteriores y actuales,
y los colegas exploradores, compañeros de viaje.
Las malas acciones,
aunque toda la tierra las oculte,
se descubren al fin a la vista humana.
WILLIAM SHAKESPEARE, Hamlet
Nota de los autores
Este libro es producto de un trabajo en equipo, y no podría haberse escrito sin el
tremendo talento y dedicación de cada miembro que lo conforma. Las directoras
son nuestra editora, Lisa Drew, y nuestra coordinadora de proyecto y
«productora ejecutiva» (además de ser la esposa de Mark), Carolyn Olshaker.
Ambas compartieron desde el principio nuestra visión y nos proporcionaron la
fuerza, la confianza, el amor y los buenos consejos que nos han nutrido para
realizar el esfuerzo de llevarlo a cabo. Queremos expresar también nuestra más
profunda gratitud y admiración a Ann Hennigan, nuestra excelente
investigadora; Marysue Rucci, la competente, infatigable y siempre alegre
asistente de Lisa; y a nuestro agente, Jay Acton, que fue el primero en reconocer
el potencial de lo que queríamos hacer y convertirlo en una realidad.
Nuestro especial agradecimiento para el padre de John, Jack Douglas, por
todos sus recuerdos, por documentar con tanto esmero la carrera de su hijo y
facilitarnos tanto el trabajo; y al padre de Mark, Bennett Olshaker, médico, por
sus consejos y orientación en temas de medicina forense, psiquiatría y derecho.
Ambos somos muy afortunados de tener las familias que tenemos, y su amor y
generosidad siempre están con nosotros.
Finalmente, queremos expresar nuestro aprecio, admiración y sincera
gratitud a todos los colegas de John de la Academia del FBI en Quantico. Su
carácter y colaboración hizo posible la carrera que recrea este libro, y por eso
está dedicado a ellos.
JOHN DOUGLAS y MARK OLSHAKER,
Julio de 1995
Prólogo
Esto debe de ser el infierno
«Esto debe de ser el infierno».
Era la única explicación lógica. Estaba atado y desnudo. El dolor era
insoportable. Algún tipo de cuchilla me estaba lacerando los brazos y las piernas.
Me habían penetrado por todos los orificios de mi cuerpo. Tenía una mordaza
metida en la garganta que me estaba provocando asfixia. Me habían introducido
objetos punzantes en el pene y el recto, sentía que me estaban partiendo por la
mitad. Estaba empapado en sudor. Entonces me di cuenta de lo que estaba
ocurriendo: me estaban torturando hasta la muerte todos los asesinos, violadores
y pederastas a los que había encerrado a lo largo de mi carrera. Ahora era yo la
víctima y no podía defenderme.
Sabía cómo funcionaban esos tipos, lo había visto infinidad de veces. Sentían
la necesidad de manipular y dominar a su presa. Querían poder decidir si su
víctima debía vivir o no, o cómo moriría. Me mantendrían con vida mientras el
cuerpo aguantara, me reanimarían cuando me desmayara o estuviera a punto de
morir, siempre infligiendo el máximo dolor y sufrimiento posibles. Algunos
podían continuar días así.
Querían demostrarme que tenían el control absoluto, que me encontraba
completamente a su merced. Cuanto más gritaba y suplicaba alivio, más
alimentaba y fomentaba sus oscuras fantasías. Les encantaría que implorara por
mi vida o sufriera una regresión y llamara a mi mamá o a mi papá.
Era mi recompensa por seis años a la caza de los peores hombres sobre la faz
de la Tierra.
Tenía el corazón acelerado, estaba ardiendo. Sentí un horrible pinchazo
cuando siguieron introduciendo el palo afilado en el pene. Todo mi cuerpo sufría
convulsiones en la agonía.
«Por favor, Señor, si aún estoy vivo, deja que muera rápido. Y si estoy
muerto, líbrame deprisa de las torturas del infierno».
Entonces vi una intensa luz clara blanca, como la que ve la gente en el
momento de morir. Esperaba ver a Cristo, o ángeles, o el demonio, también
había oído eso. Pero lo único que veía era una clara luz blanca.
Sin embargo, oí una voz de consuelo y apaciguamiento, el sonido más
tranquilizador que había oído jamás.
«John, no te preocupes. Estamos intentando que estés mejor».
Es lo último que recordé.
—John, ¿me oyes? No te preocupes. Tranquilo, estás en el hospital. Estás muy
enfermo, pero estamos intentando que mejores. —Eso me dijo la enfermera. No
sabía si yo podía oírla o no, pero no paraba de repetirlo, con ternura, una y otra
vez.
Pese a que en ese momento no tenía ni idea, me encontraba en la unidad de
cuidados intensivos del Swedish Hospital en Seattle, en coma, y me mantenían
con vida de forma artificial. Tenía los brazos y las piernas sujetos con correas, y
el cuerpo atravesado por tubos, mangueras y líneas intravenosas. No confiaban
en que sobreviviera. Era principios de diciembre de 1983, y tenía treinta y ocho
años.
La historia empieza tres semanas antes, al otro lado del país. Estaba en
Nueva York, hablando sobre perfiles de personalidades criminales ante un
público de unos trescientos cincuenta miembros de la policía de Nueva York, la
policía de tráfico y los departamentos de policía del condado de Nassau y
Suffolk, en Long Island. Había dado esa conferencia cientos de veces y podía
hacerlo con el piloto automático.
De pronto, mi mente empezó a vagar. Era consciente de que aún estaba
hablando, pero había empezado a notar un sudor frío y me preguntaba cómo
demonios iba a manejar todos esos casos. Estaba terminando con el caso del
asesino de niños Wayne Williams en Atlanta y los asesinatos raciales «del
calibre 22» de Búfalo. Me habían incorporado en el caso del «Asesino del
Sendero» en San Francisco. Estaba asesorando a Scotland Yard en la
investigación del «Destripador de Yorkshire» en Inglaterra. Iba y volvía a Alaska
para trabajar en el caso Robert Hansen, donde un panadero de Anchorage
raptaba a prostitutas, las llevaba al bosque y las cazaba. Tenía un pirómano en
serie que atacaba sinagogas en Hartford, Connecticut. Y tenía que volar a Seattle
al cabo de dos semanas para asesorar al operativo de Green River en lo que se
estaba convirtiendo en el mayor asesino en serie de la historia de Estados
Unidos, que atacaba principalmente a prostitutas y gente que pasaba por el
corredor entre Seattle y Tacoma.
Durante los seis años anteriores había desarrollado un nuevo enfoque del
análisis de crímenes, y era el único de la Unidad de Ciencia del Comportamiento
que trabajaba en casos a jornada completa. Los demás miembros de la unidad
eran principalmente profesores. Gestionaba unos ciento cincuenta casos activos a
la vez sin ayuda, y me ausentaba del despacho de la Academia del FBI en
Quantico, Virginia, unos ciento veinticinco días al año. La presión sobre la
policía local por parte de la sociedad y las familias de las víctimas, hacia las que
siempre sentía una enorme empatía, era tremenda. Intentaba establecer
prioridades en la carga de trabajo, pero me llegaban nuevas solicitudes a diario.
Mis auxiliares en Quantico solían decirme que era como un chapero: no sabía
decir que no a mis clientes.
Durante la conferencia en Nueva York seguí hablando de tipos de
personalidades criminales, pero mi cabeza volvía a Seattle. Sabía que no todos
en el operativo me querían allí, era habitual. Como en todos los casos
importantes a los que me incorporaba para ofrecer un servicio nuevo que la
mayoría de agentes y muchos funcionarios de oficina aún consideraban cercano
a la brujería, sabía que tenía que «venderme». Debía sonar convincente sin
parecer engreído o prepotente. Tenía que hacerles saber que pensaba que habían
hecho un trabajo exhaustivo y profesional, y a la vez intentar convencer a los
escépticos de que el FBI podía ser de ayuda. Tal vez lo más desalentador, a
diferencia de un agente del FBI tradicional que trataba con «son los hechos,
señora», mi trabajo implicaba enfrentarme a «opiniones». Vivía con la presión
constante de que, si me equivocaba, podía desviar mucho una investigación y
provocar la muerte de más personas. Además, perjudicaría el nuevo programa
sobre perfiles de personalidad criminal y análisis de crímenes que intentaba
sacar adelante.
Luego estaban los viajes en sí. Había estado en Alaska en numerosas
ocasiones, cruzando cuatro husos horarios, enlazando con un viaje aterrador
cerca del agua para aterrizar a oscuras y prácticamente nada más llegar reunirme
con la policía, volver al avión y regresar a Seattle.
El ataque de ansiedad duró tal vez un minuto. No paraba de repetirme: «Eh,
Douglas, reorganízate. Recupera el control». Lo logré. No creo que nadie en la
sala notara que pasaba algo, pero yo tenía la sensación de que iba a ocurrirme
algo trágico.
No podía deshacerme de esa premonición, así que cuando regresé a Quantico
fui a la oficina de personal y me hice un seguro de vida adicional y un seguro de
protección de mis ingresos si quedaba impedido. No sé por qué lo hice
exactamente, salvo por esa vaga pero potente sensación de miedo. Físicamente
estaba agotado: hacía demasiado deporte y probablemente bebía más de lo que
debía para aplacar el estrés. Me costaba dormir, y cuando conciliaba el sueño a
menudo me despertaba el grito de alguien que necesitaba mi ayuda inmediata.
Cuando volvía a dormir, intentaba forzarme a soñar con el caso con la esperanza
de que el sueño me diera alguna pista sobre él. Visto ahora, es fácil ver lo que
me iba a pasar, pero en ese momento no me parecía que pudiera hacer nada para
evitarlo.
Justo antes de salir hacia el aeropuerto algo me hizo parar en la escuela de
primaria donde mi mujer, Pam, enseñaba a leer y escribir a alumnos con
discapacidades, para contarle lo del seguro extra.
—¿Por qué me lo cuentas? —me preguntó, muy preocupada. Yo notaba un
dolor horrible en la sien derecha, y me dijo que tenía los ojos inyectados en
sangre y la mirada extraña.
—Solo quería que lo supieras todo antes de irme —contesté. En ese
momento teníamos dos hijas pequeñas. Erika tenía ocho años y Lauren tres.
Para el viaje a Seattle me llevé a dos nuevos agentes especiales, Blaine
McIlwain y Ron Walker, para introducirlos en el caso. Llegamos a Seattle esa
noche y nos registramos en el hotel Hilton del centro. Mientras deshacía la
maleta me di cuenta de que solo llevaba un zapato negro. O no había metido el
otro en el equipaje o lo había perdido por el camino. Iba a hacer una
presentación en el departamento de policía del condado de King la mañana
siguiente, y decidí que no podía hacerlo sin mis zapatos negros. Siempre me
había gustado vestir bien, y la fatiga y el estrés hicieron que me obsesionara con
llevar zapatos negros con el traje. Así que me adentré en las calles del centro y
estuve dando vueltas hasta que encontré una zapatería abierta y volví al hotel,
aún más agotado, con un buen par de zapatos negros.
Al día siguiente por la mañana, un miércoles, hice la presentación ante la
policía y un equipo que incluía a representantes del puerto de Seattle y dos
psicólogos locales que ayudaban en la investigación. Todo el mundo estaba
interesado en mi perfil del asesino, si podía haber más de un agresor, y qué tipo
de individuo podía o podían ser. Intenté hacerles entender que en ese tipo de
casos el perfil no era tan importante. Estaba bastante seguro de qué tipo de
persona sería el asesino, pero también de que habría muchos hombres que
encajarían en la descripción.
Les dije que en ese continuo ciclo de asesinatos era más importante empezar
a ser «proactivos» y utilizar los recursos de la policía y los medios para intentar
atraer al tipo hacia una trampa. Por ejemplo, propuse que la policía iniciara una
serie de reuniones comunitarias para «comentar» los crímenes. Tenía una certeza
razonable de que el asesino aparecería en una o varias de esas reuniones.
También pensaba que ayudaría a responder la pregunta de si nos enfrentábamos
a más de un agresor. Otra estratagema que quería que probara la policía era
anunciar en prensa que había testigos de uno de los raptos. Creía que eso haría
que el asesino elaborara su propia «estrategia proactiva» y acabara explicando
por qué podrían haberlo visto en las inmediaciones. De lo que más seguro estaba
es de que, quienquiera que fuese el que estuviera detrás de esos asesinatos, no
iba a quemarse.
A continuación, asesoré al equipo sobre cómo interrogar a potenciales
sospechosos, los que tenían ellos y la multitud de locos tristes que aparecían en
un caso de alto calado. McIlwain, Walker y yo nos pasamos el resto del día de
ruta por los lugares donde habían aparecido los cadáveres, y para cuando llegué
al hotel aquella tarde estaba para el arrastre.
Tomando unas copas en el bar del hotel, donde intentábamos relajarnos del
día, les dije a Blaine y Ron que no me encontraba bien. Aún me dolía la cabeza,
aunque podía ser cosa del resfriado, y les pedí que me sustituyeran al día
siguiente con la policía. Pensé que me encontraría mejor si pasaba la jornada en
cama, así que cuando les di las buenas noches puse el cartel de «No molestar» en
la puerta y les dije a mis dos asistentes que me reuniría con ellos el viernes por la
mañana.
Solo recuerdo encontrarme fatal, sentarme en el borde de la cama y empezar
a desvestirme. Mis dos compañeros volvieron al juzgado del condado de King el
jueves para seguir con las estrategias que yo había esbozado el día anterior.
Como les pedí, me dejaron tranquilo todo el día para intentar superar el resfriado
durmiendo.
Al ver que no aparecía a desayunar el viernes por la mañana, empezaron a
preocuparse. Llamaron a mi habitación, pero no contesté. Fueron a la habitación
y llamaron a la puerta. Nada.
Alarmados, bajaron a recepción y pidieron una llave. Subieron, abrieron la
puerta y la cadena de seguridad estaba puesta. Oyeron un leve gemido dentro de
la estancia.
Le dieron una patada a la puerta e irrumpieron en la habitación. Me
encontraron en el suelo en lo que describieron como una postura «de rana»,
medio vestido, en apariencia intentando llegar al teléfono. El lado izquierdo del
cuerpo sufría convulsiones, y Blaine dijo que estaba «ardiendo».
El hotel llamó al Swedish Hospital, que envió una ambulancia en el acto.
Entre tanto, Blaine y Ron estuvieron al teléfono con el servicio de emergencias,
dándoles mis constantes vitales. La temperatura era de 42 grados, y el pulso de
220. Tenía el lado izquierdo paralizado, y en la ambulancia seguía sufriendo
ataques. En el informe médico se dice que tenía «ojos de muñeco»: abiertos,
fijos y desenfocados.
En cuanto llegamos al hospital me envolvieron en hielo y empezaron a
darme grandes dosis intravenosas de fenobarbital en un intento de controlar los
ataques. El médico les dijo a Blaine y Ron que prácticamente podría dormir a la
ciudad de Seattle entera con lo que me estaban dando.
También informó a los dos agentes de que, pese a los esfuerzos de todos los
implicados, probablemente moriría. Un TAC demostró que el lado derecho del
cerebro se había rasgado y había sufrido una hemorragia por la fiebre alta.
—En pocas palabras —les dijo el médico—, se le ha frito el cerebro.
Era el 2 de diciembre de 1983. Mi nuevo seguro había entrado en vigor el día
antes.
Mi jefe de unidad, Roger Depue, fue en persona a la escuela de Pam para
darle la noticia. Luego ella y mi padre, Jack, volaron a Seattle para estar
conmigo y dejaron a las niñas con mi madre, Dolores. Dos agentes de la sede de
Seattle del FBI, Rick Mathers y John Biner, los recogieron en el aeropuerto y los
llevaron directamente al hospital. Entonces supieron la gravedad del caso. Los
médicos intentaron preparar a Pam para mi muerte y le dijeron que, aunque
sobreviviera, probablemente quedaría ciego y en estado vegetativo. Ella, como
católica, llamó a un cura para que me diera la extremaunción, pero cuando supo
que yo era presbiteriano se negó a hacerlo. Así que Blaine y Ron lo echaron y
buscaron a otro cura con menos remilgos. Le pidieron que viniera a rezar por mí.
Estuve toda la semana en coma, entre la vida y la muerte. Las normas de la
unidad de cuidados intensivos solo permitían visitas de familiares, así que mis
colegas de Quantico y Rick Mathers y los demás de la sede de Seattle se
convirtieron de pronto en familiares cercanos. «Tienen una familia muy grande»,
le comentó una enfermera a Pam con ironía.
En cierto sentido, la idea de «gran familia» no era del todo una broma. En
Quantico, varios colegas, liderados por Bill Hagmaier, de la Unidad de Ciencias
del Comportamiento, y Tom Columbell, de la Academia Nacional, hicieron una
recolecta para que Pam y mi padre se pudieran quedar en Seattle conmigo. En
poco tiempo consiguieron donaciones de agentes de policía de todo el país. Al
mismo tiempo, se hicieron los preparativos para trasladar mi cuerpo a Virginia y
enterrarlo en el cementerio militar de Quantico.
Hacia finales de la primera semana, Pam, mi padre, los agentes y el cura
formaron un círculo alrededor de mi cama cogidos de las manos, tomaron las
mías y rezaron por mí. Aquella noche salí del coma.
Recuerdo sorprenderme de ver a Pam y a mi padre, y sentirme confuso sobre
dónde estaba. Al principio no podía hablar, tenía el lado izquierdo de la cara
caído y aún tenía una parálisis extendida en el lado izquierdo. Cuando recuperé
el habla, al principio era poco clara. Al cabo de un tiempo pude mover la pierna,
y poco a poco fui recuperando más movilidad. Me dolía la garganta por el tubo
de la respiración artificial. Cambiaron del fenobarbital al Dilantin para controlar
los ataques. Después de todas las pruebas, ecografías y punciones lumbares,
finalmente nos dieron un diagnóstico clínico: encefalitis viral provocada o
complicada por el estrés y mi estado general, debilitado y vulnerable. Tenía
suerte de seguir con vida.
La recuperación fue dolorosa y desalentadora. Tuve que aprender a caminar
de nuevo. Tenía problemas de memoria. Para ayudarme a recordar el nombre del
médico de cabecera, Siegal[1], Pam me trajo una figurilla de una gaviota hecha
con conchas sobre una base de corcho. La siguiente vez que me visitó el médico
para hacer una revisión de mi estado mental y me preguntó si recordaba cómo se
llamaba, le dije:
—Claro, doctor Gaviota.
Pese al maravilloso apoyo que estaba recibiendo, sentía una frustración
enorme con la rehabilitación. Nunca fui persona de estar sentado sin hacer nada
o tomarme las cosas con calma. El director del FBI, William Webster, me llamó
para animarme. Le dije que no me veía capaz de volver a disparar jamás.
—No te preocupes por eso, John —contestó el director—. Te queremos por
tu mente. —No le dije que me temía que tampoco me quedaba mucha cabeza.
Finalmente salí del Swedish Hospital y llegué a casa dos días antes de
Navidad. Antes de irme regalé al personal de emergencias y de la UCI unas
placas conmemorativas que expresaban mi profundo agradecimiento por todo lo
que habían hecho para salvarme la vida.
Roger Depue nos recogió en el aeropuerto de Dulles y nos llevó a casa en
Fredericksburg, donde nos esperaban una bandera estadounidense y una enorme
pancarta que decía: «Bienvenido a casa, John». Había bajado de 88 kilos a 72.
Mis hijas, Erika y Lauren, estaban tan impresionadas con mi aspecto y el hecho
de que fuera en silla de ruedas que durante mucho tiempo después tenían miedo
cada vez que me iba de viaje.
La Navidad fue bastante melancólica. No vi a muchos amigos, solo a Ron
Walker, Blaine McIlwain, Bill Hagmaier y otro agente de Quantico, Jim Horn.
Ya no iba en silla de ruedas, pero aún me movía con dificultad. Me costaba
seguir una conversación. Lloraba con facilidad y no podía fiarme de mi
memoria. Cuando Pam o mi padre me llevaban por Fredericksburg me fijaba en
un edificio concreto y no sabía si era nuevo. Me sentía como si hubiera sufrido
un derrame cerebral y me preguntaba si podría volver a trabajar.
También estaba molesto con la Agencia por lo que me habían hecho pasar.
En febrero del año anterior había hablado con un director adjunto, Jim
McKenzie. Le dije que no podía seguir el ritmo y le pedí que me consiguiera
gente que me ayudara.
McKenzie fue empático pero realista.
—Ya conoces esta organización —me dijo—. Tienes que hacer algo hasta
caerte antes de que nadie lo reconozca.
Además de sentir que no me estaban ayudando, tampoco me sentía valorado.
Al contrario, de hecho. El año anterior, tras dejarme el pellejo en el caso de «los
asesinos de niños» de Atlanta, la Agencia me censuró oficialmente por un
artículo aparecido en un periódico de Newport News, Virginia, justo después de
que detuvieran a Wayne Williams. El periodista me preguntó qué pensaba de
Williams como sospechoso, y contesté que parecía «un buen sospechoso» y que,
si salía bien, probablemente sería bueno para como mínimo varios casos.
Aunque el FBI me había pedido que hiciera la entrevista, dijeron que hablaba
de forma inadecuada sobre un caso abierto. Según ellos, me avisaron antes de
hacer una entrevista en la revista People unos meses antes. Típico de la
burocracia gubernamental. Me hicieron dar explicaciones ante la Oficina de
Responsabilidad Profesional en la sede central de Washington, y tras seis meses
de baile burocrático, recibí una carta de reprobación. Más tarde, me llegó una
carta de recomendación por el caso. Esta vez era el reconocimiento de la
dirección por ayudar a acabar con lo que la prensa llamaba «el crimen del siglo».
Gran parte de lo que hace un agente de la ley es difícil de compartir con
cualquiera, incluso una esposa. Cuando uno se pasa el día observando cuerpos
muertos y mutilados, sobre todo si son niños, no quieres llevártelo a casa. No
puedes sentarte a cenar y decir: «Hoy he tenido un crimen pasional fascinante.
Dejadme que os lo cuente». Por eso se ven a menudo policías atraídos por
enfermeras y al revés: gente que puede contarse de algún modo su trabajo.
Aun así, a menudo, cuando estaba en el parque o en el bosque con mis hijas
pequeñas, por ejemplo, veía algo y me decía: «Es igual que la escena de tal y tal,
donde encontramos al niño de ocho años». Del mismo modo que temía por su
seguridad viendo lo que veía, también me costaba implicarme en los arañazos y
heridas de la infancia, pequeños pero importantes. Cuando llegaba a casa y Pam
me decía que una de las niñas se había caído de la bicicleta y necesitaba puntos,
me venía a la cabeza la autopsia de algún niño de su edad y pensaba en todos los
puntos que le había dado el médico con el fin de cerrar las heridas para el
entierro.
Pam tenía su propio círculo de amigos, implicados en la política local, que
no me interesaba en absoluto. Además, debido a mi agenda de viajes, asumió la
mayor parte de la responsabilidad de educar a las niñas, pagar las facturas y
llevar la casa. Era uno de los muchos problemas que tenía nuestro matrimonio, y
sé que por lo menos nuestra hija mayor, Erika, notaba la tensión.
No lograba desprenderme de mi resentimiento hacia la dirección de la
organización por haberlo permitido. Pasado un mes de mi regreso a casa, estaba
quemando hojas en el patio trasero. Entré por impulso, recogí todas las copias de
los perfiles que tenía en casa, todos los artículos que había escrito, los saqué y
los arrojé al fuego. Fue como una catarsis el deshacerme de todo eso.
Unas semanas después, cuando pude conducir de nuevo, fui al cementerio
nacional de Quantico a ver dónde me habrían enterrado. Las tumbas están
ordenadas por la fecha de defunción, así que si hubiera muerto el 1 o 2 de
diciembre me habrían dado un lugar terrible. Estaba cerca de una chica joven
que había muerto apuñalada cerca de su casa mientras volvía en coche. Había
trabajado en el caso y el asesinato seguía sin resolver. Mientras estaba allí,
cavilando, recordé cuántas veces había aconsejado a la policía que vigilaran las
tumbas cuando creía que el asesino podía visitarlas, y lo irónico que sería si
estuvieran vigilando y me llevaran como sospechoso.
Cuatro meses después de mi ataque en Seattle, aún estaba de baja. Tenía
coágulos de sangre en las piernas y los pulmones por la enfermedad y tanto
tiempo en cama, y todavía me sentía como si cada día fuera una lucha. Aún no
sabía si sería físicamente capaz de volver a trabajar, ni si tendría la confianza
para hacerlo aunque pudiera. Entre tanto, Roy Hazelwood, de la parte formativa
de la Unidad de Ciencia del Comportamiento, estaba doblando turno y había
asumido la carga de gestionar mis casos pendientes.
Mi primera visita a Quantico fue en abril de 1984, para dirigir un grupo
interno de unos cincuenta elaboradores de perfiles de las sedes del FBI. Entré en
el aula en zapatillas porque aún tenía los pies hinchados por los coágulos de
sangre, y me ovacionaron de pie agentes de todo el país. Fue una reacción
espontánea y genuina de la gente que entendía mejor que nadie lo que hacía y lo
que intentaba instaurar en la dirección. Por primera vez en muchos meses, me
sentí querido y apreciado. Así que me sentí como si volviera a casa.
Un mes después estaba trabajando de nuevo a jornada completa.
1
En la mente del asesino
«Ponte en el lugar del cazador».
Eso es lo que tengo que hacer. Pensar en esas películas sobre la naturaleza:
un león del Serengueti en África que ve una enorme manada de antílopes en un
abrevadero. Lo vemos en sus ojos, el león se centra en un animal concreto de
entre esos miles de ejemplares. Se ha entrenado para percibir la debilidad, la
vulnerabilidad, algo distinto en un antílope de la manada que lo convierte en la
víctima más probable.
Lo mismo ocurre con determinadas personas. Yo soy una de ellas, todos los
días salgo a cazar en busca de mi presa, a la búsqueda de mi víctima de
oportunidad. Imaginemos que estoy en un centro comercial donde hay miles de
personas. Entro en la sala de videojuegos y, mientras observo a los cincuenta
niños que están jugando, tengo que ser cazador, elaborar perfiles y ser capaz de
detectar a esa presa potencial. Debo imaginar cuál de esos cincuenta niños es el
vulnerable, cuál es la víctima más asequible. Tengo que observar cómo va
vestido el niño. Debo entrenarme para detectar las claves no verbales que exhibe
el chico. Y todo eso en una fracción de segundo, así que necesito ser muy, muy
bueno. Una vez lo he decidido, una vez he hecho mi movimiento, tengo que
saber cómo voy a sacar a ese niño del centro comercial con sigilo y sin montar
alboroto ni levantar sospechas cuando sus padres están probablemente dos
plantas más abajo. No puedo permitirme errores.
Lo que hace funcionar a esos tipos es la adrenalina de la caza. Si pudiéramos
leer una respuesta galvánica de la piel de uno de ellos cuando se centra en su
potencial víctima, creo que la reacción sería la misma que la de un león en plena
naturaleza. No importa si se trata de los que cazan niños, chicas jóvenes,
ancianos, prostitutas o cualquier otro grupo definido, o de los que no parecen
tener preferencias concretas. En cierto sentido, todos son iguales.
Sin embargo, son sus diferencias y las pistas que conducen a sus
personalidades individuales lo que nos ha llevado a una nueva arma en la
interpretación de determinados tipos de crímenes violentos, y a la caza,
detención y juicio de sus autores. Durante la mayor parte de mi carrera
profesional he sido agente especial del FBI y he intentado desarrollar esa arma, y
de eso trata este libro. En todos los crímenes horribles desde los inicios de la
civilización, siempre está esa pregunta mordaz y fundamental: ¿qué tipo de
persona puede haber hecho algo así? El tipo de perfiles y de análisis de la escena
del crimen que realizamos en la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI
ayuda a contestar esa pregunta.
El comportamiento refleja la personalidad.
No siempre es fácil, y nunca es agradable, ponerse en la piel de esa gente, o
dentro de su mente. Pero eso es lo que mi gente y yo tenemos que hacer.
Debemos intentar sentir cómo era en cada caso. Todo lo que vemos en una
escena del crimen nos dice algo de ese sujeto desconocido que cometió el
homicidio. Gracias al estudio de la mayor cantidad de crímenes posible y a
nuestras conversaciones con los expertos (los autores de los crímenes), hemos
aprendido a interpretar esas claves de forma parecida a como un médico evalúa
varios síntomas para diagnosticar una enfermedad o dolencia en concreto. Igual
que un médico puede empezar a hacer un diagnóstico tras evaluar varios
aspectos de la presentación de una enfermedad que ha visto antes, nosotros
podemos extraer diversas conclusiones cuando vemos que empiezan a aparecer
patrones.
Una vez, a principios de la década de 1980, cuando entrevistaba a asesinos
presos para nuestro estudio en profundidad, estaba sentado en un círculo de
agresores violentos en la antigua cárcel gótica de piedra de Maryland, en
Baltimore. Cada hombre era un caso interesante a su manera (un asesino de un
policía, otro de un niño, camellos y asesinos a sueldo), pero me interesaba
mucho entrevistar a un violador asesino sobre su modus operandi, así que
pregunté a otros presos si conocían a alguno en la cárcel con quien pudiera
hablar.
—Sí, está Charlie Davis —dijo uno de los internos, pero el resto coincidió en
que no creían que fuera a hablar con un policía federal. Alguien lo fue a buscar
al patio de la cárcel. Para sorpresa de todos, Davis se unió al grupo,
probablemente por curiosidad, aburrimiento o cualquier otra razón. Algo que
habíamos comprobado en el estudio era que los presos tienen mucho tiempo y
poco que hacer.
Normalmente, cuando realizamos entrevistas en prisión, y ha sido así desde
el principio, intentamos saber todo lo posible del sujeto por adelantado.
Estudiamos los expedientes policiales y las fotografías de la escena del crimen,
actas de autopsias, transcripciones de juicios: cualquier cosa que pueda arrojar
luz sobre los motivos o la personalidad. También es la manera más segura de
garantizar que el sujeto no está jugando contigo y te habla con sinceridad. Era
evidente que en este caso no me había preparado, así que lo admití e intenté
sacar provecho de ello.
Davis era un tipo enorme, descomunal, de unos dos metros, treinta y pico
años, recién afeitado y bien peinado. Empecé diciendo:
—Estoy en desventaja, Charlie. No sé qué hiciste.
—Maté a cinco personas —contestó.
Le pedí que me describiera los escenarios del crimen y lo que hizo a sus
víctimas. Resultó que Davis era conductor de ambulancias a tiempo parcial. Así
que estranguló a la mujer, dejó su cadáver en la cuneta en su zona de
conducción, hizo una llamada anónima, contestó a la llamada y recogió el
cuerpo. Cuando puso a la víctima en la camilla nadie sabía que el asesino estaba
entre ellos. Este grado de control y orquestación era lo que realmente lo excitaba
y le proporcionaba la mayor adrenalina. Cualquier cosa que pudiera aprender
sobre la técnica siempre sería de un valor extremo.
El estrangulamiento me decía que era un asesino impulsivo cuya principal
idea en mente era la violación.
Le dije:
—Eres un auténtico policía aficionado. Te encantaría ser policía, estar en una
posición de poder en vez de tener un trabajo menor por debajo de tus
posibilidades.
Se echó a reír y me dijo que su padre había sido teniente de la policía.
Le pedí que me explicara su modus operandi: seguía a una mujer atractiva, la
veía entrar en el aparcamiento de un restaurante, por ejemplo. Gracias a los
contactos de su padre en la policía, había podido comprobar la matrícula del
coche. Luego, cuando tenía el nombre de la propietaria, llamaba al restaurante
para decir que se había dejado las luces encendidas. Cuando salía, la raptaba, la
empujaba dentro de su coche o el de ella, la esposaba y se iba.
Describió cada uno de los cincos asesinatos en orden, casi como si los
estuviera evocando. Cuando llegó al último, mencionó que la cubrió en el
asiento delantero del coche, un detalle que recordaba por primera vez.
En ese momento de la conversación, llevé las cosas más allá.
—Charlie, déjame decirte algo de ti: tuviste problemas de relaciones con las
mujeres. Tenías problemas económicos cuando cometiste tu primer asesinato.
Tenías casi treinta años y sabías que tus capacidades estaban muy por encima de
tu trabajo, así que todo en tu vida era frustrante y estaba fuera de control.
Él se limitaba a asentir. De momento, bien. No había hecho ninguna
predicción o deducción demasiado dura.
—Bebías mucho —continué—. Debías dinero. Te peleabas con la mujer con
la que convivías. [No me había dicho que viviera con nadie, pero estaba bastante
seguro]. De noche, cuando todo empeoraba, salías a cazar. No lo pagabas con tu
novia, así que tenías que desahogarte con alguien más.
Vi que el lenguaje corporal de Davis cambiaba, se abría. Así que, con la
escasa información que tenía, continué:
—Pero la última víctima fue un asesinato mucho más suave. Era distinta de
las demás. La dejaste volver a vestirse después de violarla. Le tapaste la cabeza.
No lo hiciste con las cuatro anteriores. A diferencia de las demás, no te sentías
bien con esta.
Cuando empiezan a escuchar con atención, sabes que has encontrado algo.
Lo aprendí en las entrevistas en prisión y lo utilicé una y otra vez en
interrogatorios. Vi que contaba con toda su atención.
—Te contó algo que te hizo sentir mal matándola, pero la mataste
igualmente.
De pronto se puso rojo como un tomate. Parecía en estado de trance; lo vi en
su mente, había vuelto al escenario del crimen. Vacilante, me contó que la mujer
le dijo que su marido tenía graves problemas de salud y estaba preocupada por
él, que estaba enfermo y tal vez muriéndose. Podía ser un farol, o no, no tengo
manera de saberlo. Pero era evidente que había afectado a Davis.
—Pero yo no me había tapado, ella sabía quién era, así que tuve que matarla.
Hice una breve pausa y dije:
—Te llevaste algo suyo, ¿verdad?
Él asintió de nuevo y admitió que buscó en su cartera. Sacó una fotografía de
ella con su marido y su hijo en Navidad y se la guardó.
No conocía de nada a ese tipo, pero empezaba a formarme una imagen sólida
de él, así que proseguí:
—Fuiste a su tumba, Charlie, ¿verdad?
Se sonrojó, lo que también me confirmó que seguía lo que la prensa decía del
caso, así que supo dónde estaba enterrada su víctima.
—Fuiste porque no te sentías bien con ese asesinato en concreto. Llevaste
algo al cementerio y lo dejaste sobre la tumba.
Los demás presos guardaban silencio absoluto, escuchaban extasiados.
Nunca habían visto a Davis así. Repetí:
—Llevaste algo a la tumba. ¿Qué llevaste, Charlie? Llevaste la fotografía,
¿verdad?
Asintió y agachó la cabeza.
No fue brujería ni sacarse un conejo de la chistera como les pareció a los
demás presos. Naturalmente, estaba deduciendo, pero las deducciones se
basaban en un gran bagaje, la investigación y la experiencia que mis ayudantes y
yo habíamos acumulado y seguíamos acumulando. Por ejemplo, habíamos
aprendido que el viejo tópico de los asesinos que visitaban las tumbas de sus
víctimas a menudo era cierto, pero no necesariamente por los motivos que
pensábamos en un principio.
El comportamiento refleja la personalidad.
Uno de los motivos de que nuestro trabajo sea necesario tiene que ver con la
naturaleza cambiante del crimen violento en sí. Todos conocemos los asesinatos
relacionados con la droga que inundaban la mayoría de nuestras ciudades y los
crímenes con pistola que se habían convertido en un hecho diario, además de en
una desgracia nacional. Sin embargo, la mayoría de crímenes, sobre todo los más
violentos, ocurrían entre personas que se conocían de alguna manera.
Ya no es tan frecuente. En la década de 1960, la tasa de resolución de
homicidios en Estados Unidos estaba muy por encima del noventa por ciento.
Eso tampoco es así ya. Ahora, pese a los impresionantes avances en ciencia y
tecnología y la llegada de la era informática, pese a que hay muchos más agentes
de policía con recursos y formación mucho mejores y más sofisticados, la tasa de
asesinatos ha aumentado y la tasa de resoluciones se ha reducido. Cada vez más
crímenes son obra de o se cometen contra «desconocidos», y en muchos casos
no tenemos una motivación con la que trabajar, por lo menos no una motivación
evidente o «lógica».
Tradicionalmente, la mayoría de asesinatos y crímenes violentos eran
relativamente fáciles de entender para los agentes de la ley. Eran producto de
manifestaciones muy exageradas de sentimientos que todos experimentamos:
rabia, avaricia, celos, beneficio, venganza. En cuanto se abordaba el problema
emocional, el crimen o la serie de crímenes se terminaban. Alguien moría, pero
eso era todo y por lo general la policía sabía a quién y qué estaba buscando.
Sin embargo, durante los últimos años ha salido a la luz un nuevo tipo de
criminal violento: el criminal en serie, que a menudo no para hasta que lo
detienen o matan, que aprende con la experiencia y tiende a mejorar en lo que
hace y perfeccionar constantemente su escenario de un crimen al siguiente. Digo
«ha salido a la luz» porque, hasta cierto punto, probablemente siempre estuvo
entre nosotros, mucho antes del Londres de 1880 y Jack el Destripador, que
suele considerarse el primer asesino en serie moderno. Y digo que es un hombre
porque, por razones que detallaremos más adelante, prácticamente todos los
asesinos en serie son hombres.
De hecho, el asesino en serie puede ser un fenómeno mucho más antiguo de
lo que creemos. Las historias y leyendas que nos han llegado sobre brujas,
hombres lobo y vampiros podrían ser maneras de explicar salvajadas tan
horribles por que nadie en las ciudades pequeñas de Europa y Estados Unidos
podía comprender las perversidades que hoy en día damos por hechas. Los
monstruos tenían que ser criaturas sobrenaturales. No podían ser como nosotros.
Los asesinos en serie y los violadores solían ser los más desconcertantes,
personalmente perturbadores y los más difíciles de atrapar de todos los
criminales violentos. En parte es porque sus motivaciones dependen de factores
mucho más complejos que los básicos que acabo de enumerar. Eso, a su vez,
hace que sus patrones sean más confusos y los distancie de otros sentimientos
normales como la compasión, la culpa o el remordimiento.
A veces, la única manera de atraparlos es aprender a pensar como ellos.
Para que nadie piense que estoy desvelando secretos bien guardados de
investigaciones que puedan servir de manual de instrucciones para futuros
agresores, os tranquilizaré en este tema. Lo que voy a contar es cómo
desarrollamos el enfoque de comportamiento en la elaboración de perfiles de
personalidades criminales, análisis de crímenes y estrategia del fiscal, pero no
podría convertirlo en un manual de instrucciones aunque quisiera. En primer
lugar, tardamos dos años en formar a agentes con experiencia y grandes méritos
seleccionados para entrar en mi unidad. Por otra parte, por mucho que crea saber
el criminal, cuanto más hace para evitar ser detectado o despistarnos del camino,
más claves de comportamiento va a darnos con las que trabajar.
Como sir Arthur Conan Doyle le hizo decir a Sherlock Holmes hace muchas
décadas: «la singularidad es casi siempre una pista. Cuanto más anodino y
común es un crimen, más difícil es resolverlo». En otras palabras, cuanto más
comportamiento tenemos, más completo es el perfil y el análisis que podemos
dar a la policía local. Cuanto mejor sea el perfil del que disponga la policía local
para trabajar, más pueden diseccionar la potencial población sospechosa y
concentrarse en encontrar al tipo de verdad.
Esto me lleva a otro descargo de responsabilidad en nuestro trabajo. En la
Unidad de Apoyo a la Investigación, que forma parte del centro nacional del FBI
de análisis de crímenes violentos en Quantico, no nos dedicamos a detener
criminales. Voy a repetirlo: no detenemos criminales. Es la policía local la que
los detiene y, teniendo en cuenta las increíbles presiones que sufren, la mayoría
hacen un buen trabajo. Lo que intentamos hacer es ayudar a la policía local a
centrarse en sus investigaciones, y luego proponemos algunas técnicas
proactivas que pueden ayudar a seguir a un delincuente. Una vez lo atrapan, y de
nuevo resalto que son ellos y no nosotros quienes lo detienen, intentaremos
elaborar una estrategia para ayudar al fiscal a sacar a la luz la auténtica
personalidad del acusado durante el juicio.
Podemos hacerlo gracias a nuestros estudios y a nuestra experiencia
especializada. Un departamento de policía del Medio Oeste tal vez se enfrente
por primera vez a los horrores de una investigación sobre un asesino en serie; mi
unidad ha gestionado probablemente cientos, si no miles, de crímenes parecidos.
Siempre les digo a mis agentes: «Si queréis entender al artista, tenéis que
observar el cuadro». Hemos observado muchos «cuadros» a lo largo de los años,
y hemos hablado largo y tendido con los «artistas» de mayor «talento».
Empezamos metódicamente a desarrollar el trabajo de la Unidad de Ciencia
del Comportamiento del FBI, y lo que más tarde pasó a ser la Unidad de Apoyo
a la Investigación, a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980. Pese
a que la mayoría de libros dramatizan o magnifican lo que hacemos, como el
memorable El silencio de los corderos de Tom Harris, son imaginarios y con
tendencia a las licencias artísticas; nuestros antecedentes en realidad se remontan
a la ficción criminal más que a los hechos criminales. C. August Dupin. El
detective aficionado del clásico de Edgar Allan Poe de 1841 Los crímenes de la
calle Morgue podría ser el primer creador de perfiles de comportamiento de la
historia. El libro también puede representar el primer uso de una técnica
proactiva por parte del creador de perfiles para hacer salir a un sujeto
desconocido y exculpar a un hombre inocente encarcelado por los asesinatos.
Igual que los hombres y mujeres de mi unidad ciento cincuenta años
después, Poe comprendió el valor de los perfiles psicológicos cuando las pruebas
forenses por sí solas no bastan para solucionar un crimen especialmente brutal y
sin motivo aparente. «Privado de los recursos comunes», escribió, «el analista se
sumerge en el espíritu de su adversario, se identifica con él y con frecuencia ve,
de un vistazo, los métodos exclusivos con los que podría inducir a error o caer en
un fallo de cálculo».
Hay otro pequeño parecido que vale la pena mencionar. Monsieur Dupin
prefería trabajar solo en su habitación, con las ventanas cerradas y las cortinas
tapando bien la luz del sol y la intrusión del mundo exterior. Mis colegas y yo no
hemos tenido opción en eso. Nuestros agentes de la Academia del FBI en
Quantico están varias plantas bajo tierra, en un espacio sin ventanas
originalmente diseñado para ser la sede central segura de las fuerzas de la ley
federales en caso de emergencia nacional. A veces nos denominamos a nosotros
mismos el sótano nacional de análisis de crímenes violentos. A dieciocho metros
bajo tierra, decimos que estamos a una profundidad diez veces mayor que los
muertos.
El novelista inglés Wilkie Collins cogió el relevo de los perfiles en obras
pioneras como La dama de blanco (basada en un caso real) y La piedra lunar.
Pero la inmortal creación de sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, hizo que
el mundo entero conociera esta forma de análisis de investigación criminal en el
mundo lúgubre y tenebroso del Londres victoriano. El mayor cumplido que se
nos puede hacer a cualquiera de nosotros es ser comparado con este personaje de
ficción. Hace unos años sentí un gran honor cuando, mientras trabajaba en un
caso de asesinato en Misuri, un titular del St. Louis Globe-Democrat hizo
referencia a mí como «el Sherlock Holmes moderno del FBI».
Es interesante destacar que, al mismo tiempo que Holmes estaba ocupado en
sus intrincados y desconcertantes casos, Jack el Destripador mataba prostitutas
en la vida real, en el East End de Londres. Estos dos hombres en extremos
contrarios de la ley, y en lados opuestos de la frontera entre la realidad y la
imaginación, se han apoderado hasta tal punto de la conciencia pública que
muchas historias de Sherlock Holmes modernas, escritas por admiradores de
Conan Doyle, han sumido al detective en los asesinatos sin resolver de
Whitechapel.
En 1988 me pidieron que analizara los asesinatos de Jack el Destripador para
un programa de un canal nacional. Expondré mis conclusiones sobre este famoso
desconocido en la historia más adelante en este libro.
La elaboración de perfiles de comportamiento no saltó de las páginas de la
literatura a la vida real hasta un siglo después de la «calle Morgue» de Poe y
medio siglo después de Sherlock Holmes. A mediados de la década de 1950 la
ciudad de Nueva York estaba siendo sacudida por las explosiones del
«Bombardero Loco», conocido por ser el responsable de más de treinta bombas
durante un período de quince años. Atacó lugares públicos como las estaciones
Grand Central y Pensilvania y el Radio City Music Hall. En aquella época yo era
un niño de Brooklyn, recuerdo muy bien el caso. Cuando ya no sabían qué hacer,
en 1957 la policía llamó a un psiquiatra de Greenwich Village llamado James
A. Brussel, que estudió fotografías de los escenarios de las bombas y analizó con
cuidado las cartas burlonas del atacante a los periódicos. Llegó a una serie de
conclusiones detalladas a partir de los patrones generales de conducta que
percibió, incluido que el autor era un paranoico que odiaba a su padre, sentía un
amor obsesivo hacia su madre y vivía en la ciudad de Connecticut. Al final de su
perfil por escrito, Brussel recomendó a la policía:
Busquen un hombre pesado, de mediana edad, nacido en el extranjero. Católico romano,
soltero. Vive con un hermano o hermana. Cuando lo encuentren puede que lleve un traje
cruzado, abotonado.
A partir de algunas referencias en varias de las cartas, parecía una buena
apuesta pensar que el autor de las bombas fuera un empleado o antiguo
empleado disgustado de Consolidated Edison, la empresa de energía de la
ciudad. Al buscar el perfil entre la población objetivo, la policía encontró el
nombre de George Metesky, que había trabajado en Con Ed en la década de 1940
antes de que empezaran las bombas. Cuando una tarde fueron a Waterbury,
Connecticut, a detener a ese católico pesado, soltero, de mediana edad y nacido
en el extranjero, la única variación del perfil era que no vivía con un hermano o
hermana sino con dos hermanas solteras. Cuando un agente de policía le indicó
que se vistiera para el viaje a la comisaría, salió de su dormitorio pasados unos
minutos con un traje cruzado, abrochado.
Para esclarecer cómo había llegado a unas conclusiones de una precisión tan
asombrosa, el doctor Brussel explicó que normalmente un psiquiatra examina a
un individuo y luego intenta hacer algunas predicciones razonables sobre cómo
reaccionaría esa persona a una situación concreta. Al crear su perfil, afirmó
Brussel, invirtió el proceso e intentó deducir un individuo a partir de la prueba
de sus actos.
Si consideramos el caso del Bombardero Loco desde la perspectiva de casi
cuarenta años, en realidad parece bastante sencillo. Sin embargo, en aquel
momento marcó un hito en el desarrollo de lo que se acabó llamando ciencia del
comportamiento en la investigación criminal, y el doctor Brussel, que más tarde
trabajó en el departamento de policía de Boston en el caso del estrangulador de
Boston, fue un auténtico pionero en el campo.
Pese a que a menudo se denomina «deducción», lo que los personajes de
ficción Dupin y Holmes y el doctor Brussel de la vida real y los que le seguimos
hacemos en realidad es más bien «inducción», es decir, observar elementos
concretos de un crimen y extraer conclusiones más amplias a partir de ellos.
Cuando en 1977 llegué a Quantico, los instructores de la Unidad de Ciencia del
Comportamiento, como el pionero Howard Teten, empezaban a aplicar las ideas
del doctor Brussel a casos que policías profesionales les llevaban a las clases en
la Academia Nacional. No obstante, en aquella época era anecdótico y nunca fue
respaldado por una investigación sólida. Así era la situación cuando entré yo.
He hablado de la importancia que tiene para nosotros ponerse en la piel y la
mente del asesino desconocido. Durante nuestras investigaciones y experiencia
hemos descubierto que es igual de importante, por muy doloroso y desgarrador
que sea, poder ponernos en el lugar de la víctima. Solo cuando tenemos una idea
firme de cómo habría reaccionado una víctima a las atrocidades que le estaban
infligiendo podemos entender de verdad la conducta y las reacciones del asesino.
Para conocer al agresor, hay que estudiar el crimen.
A principios de la década de 1980 me llegó un caso perturbador desde el
departamento de policía de una pequeña ciudad en la Georgia rural. Una chica
guapa de catorce años, una majorette del instituto local, había sido secuestrada
en la parada del autobús local a cien metros de su casa. Al cabo de unos días
encontraron su cadáver medio desnudo en una zona boscosa, lugar de encuentro
de amantes, a unos quince kilómetros. Había sufrido una agresión sexual, y la
causa de la muerte era un fuerte golpe en la cabeza. Al lado había una gran roca
con sangre incrustada.
Antes de hacer un análisis, debía saber lo máximo posible sobre esa chica.
Descubrí que, pese a ser muy atractiva y guapa, era una chica de catorce años
que parecía tener catorce años, no veintiuno como muchas adolescentes. Todos
los que la conocían me aseguraron que no era promiscua ni coqueteaba, no
tomaba nada de drogas ni alcohol, y era cariñosa y amable con cualquiera que se
le acercara. El análisis de la autopsia indicó que era virgen cuando la violaron.
Toda aquella información era vital para mí porque me llevaba a entender
cómo habría reaccionado durante y después del rapto y, por tanto, cómo habría
reaccionado el agresor con ella en la situación concreta en que se encontraban. A
partir de ahí, concluí que el asesinato no había sido planeado, sino una reacción
fruto del pánico por la sorpresa (basada en la imaginación distorsionada y
alucinatoria del agresor) al ver que la chica no lo recibía con los brazos abiertos.
Eso, a su vez, me acercaba a la personalidad del asesino, y mi perfil llevó a la
policía a centrarse en un sospechoso de un caso de violación del año anterior en
una ciudad cercana más grande. Así, el comprender a la víctima me ayudó a
elaborar una estrategia para la policía al interrogar a este desafiante sospechoso
que, como predije, ya habría pasado por un detector de mentiras. Más adelante
comentaré con más detalle este caso, fascinante y sobrecogedor. De momento,
basta con decir que el individuo acabó confesando tanto el asesinato como la
violación anterior. Fue juzgado y sentenciado y, en el momento de redactar este
libro, está en el corredor de la muerte en Georgia.
Cuando enseñamos los elementos de la elaboración de perfiles de
personalidades de criminales y de análisis del escenario del crimen a agentes del
FBI o profesionales de las fuerzas de la ley que asisten a la Academia Nacional,
intentamos que piensen todo el relato del crimen. Mi colega Roy Hazelwood,
que dio un curso básico sobre perfiles durante muchos años antes de jubilarse en
1993, solía dividir el análisis en tres preguntas y fases distintas: qué, por qué y
quién.
¿Qué ha ocurrido? Incluye todo lo que pueda ser significativo sobre el
crimen en cuanto a conducta.
¿Por qué ocurrió como ocurrió? ¿Por qué, por ejemplo, hubo mutilación tras
la muerte? ¿Por qué no se llevaron nada de valor? ¿Por qué no estaba forzada la
entrada? ¿Cuáles son las razones para cada factor significativo en el crimen
relativo a la conducta?
Y así, llegamos a:
¿Quién podría haber cometido este crimen por estos motivos?
Esta es la tarea que nos proponemos.
2
Mi madre se llamaba Holmes
El apellido de soltera de mi madre era Holmes, y mis padres estuvieron a punto
de escogerlo como segundo nombre para mí, en vez de Edward, mucho más
prosaico.
Por lo demás, si lo pienso no hay mucho en mi infancia que indicara un
futuro como cazador de mentes o elaborador de perfiles criminales.
Nací en Brooklyn, Nueva York, cerca de la frontera con Queens. Mi padre,
Jack, era impresor del Brooklyn Eagle. Cuando cumplí ocho años, preocupado
por la tasa de delitos en aumento, decidió que nos mudáramos a Hempstead,
Long Island, donde acabó siendo presidente del sindicato de impresores de Long
Island. Tengo una hermana, Arlene, cuatro años mayor, que desde el principio
fue la estrella de la familia, académica y deportivamente.
Yo no destaqué en los estudios, solía sacar notables y bienes, pero era
educado y de trato fácil, y siempre era popular entre los profesores de la escuela
Luddum Elementary pese a mi mediocre rendimiento. Me interesaban sobre todo
los animales, y en varias ocasiones tuve perros, gatos, conejos, hámsteres y
serpientes, todo tolerado por mi madre porque decía que quería ser veterinario.
Dado que prometía una carrera legítima, me animó en ese camino.
Lo que sí me gustaba en el colegio era contar historias, y en cierto modo eso
podría haber contribuido a que me hiciera investigador de crímenes. Los
detectives y analistas de escenarios del crimen se dedican a tomar un montón de
pistas dispares y en apariencia sin relación para convertirlas en una narración
coherente, así que la capacidad de crear historias es un talento importante, sobre
todo en las investigaciones de homicidios, donde la víctima no puede contar su
propia historia.
En todo caso, a menudo usaba mi talento para evitar trabajar de verdad.
Recuerdo una vez, cuando estaba en noveno grado, en que me daba pereza leer
una novela para hacer un informe oral del libro delante de la clase. Cuando llegó
mi turno (aún no puedo creer que tuviera las narices para hacerlo), me inventé el
título de un libro falso, un autor falso y empecé a contar la historia de un grupo
de acampados alrededor de una hoguera, de noche.
Me lo fui inventando sobre la marcha, y pensaba: «¿Cuánto tiempo podré
aguantar esto?». Tenía a un oso acosando a los acampados, a punto de atacar, y
en ese momento perdí el hilo. Empecé a desmoronarme y no tuve más opción
que confesar al profesor que me lo había inventado todo. Debió de ser la
conciencia de culpa, lo que demuestra que no tenía del todo una personalidad
criminal. Ahí estaba, expuesto como un fraude, sabiendo que iba a suspender, a
punto de ser avergonzado delante de todos mis compañeros, imaginando lo que
iba a decir mi madre cuando se enterara.
Para mi sorpresa y asombro, el profesor y los demás niños estaban absortos
en la historia. Cuando les dije que me la había inventado, me dijeron:
«Termínala, cuéntanos qué ocurrió después». Y así lo hice, y saqué un
sobresaliente. No se lo conté a mis hijas durante mucho tiempo porque no quería
que pensaran que los delitos funcionan, pero aprendí que si puedes vender a la
gente tus ideas y mantener su interés, puedes tenerlos de tu parte. Me ha servido
de ayuda en innumerables ocasiones como agente de la ley, cuando tenía que
convencer a mis superiores o a un departamento local de policía del valor de
nuestros servicios. Sin embargo, debo admitir que, hasta cierto punto, es el
mismo talento que usan los manipuladores y depredadores criminales para
escapar.
Por cierto, mis acampados ficticios acabaron huyendo con vida, un fin
inevitable dado que mi verdadero amor correspondía a los animales. Cuando me
preparaba para ser veterinario, pasé tres semanas en granjas de Nueva York en el
programa de cadetes Cornell Farm, patrocinado por la facultad de veterinaria de
la universidad. Era una excelente oportunidad para que los niños de ciudad
salieran a vivir en la naturaleza, y a cambio de ese privilegio trabajé entre setenta
y ochenta horas a la semana a quince dólares la hora, mientras mis amigos del
colegio tomaban el sol en Jones Beach. Si no vuelvo a ordeñar una vaca nunca
más, no sentiré un gran vacío en mi vida.
Todo ese trabajo físico me puso en forma para el deporte, la otra pasión de
mi vida. En el instituto de Hempstead fui pícher del equipo de béisbol y defensa
en fútbol americano. Ahora que lo pienso, probablemente fue el primer indicio
real de mi interés por los perfiles de personalidad.
En general me di cuenta con bastante rapidez de que lanzar bolas duras y
precisas era solo la mitad de la batalla. Tenía un buen lanzamiento y una curva
rápida bastante decente, pero como muchos pícheres de instituto. La clave era
saber analizar al bateador, y vi que sobre todo consistía en crear un aura de
confianza en uno mismo y hacer que el chico que iba a batear se sintiera lo más
inseguro posible. Años después tuve que hacerlo de manera muy parecida
cuando empecé a desarrollar mis técnicas de interrogatorio.
En el instituto ya medía uno noventa y lo usé en mi beneficio. Éramos un
equipo medio, con talento, en una buena liga, y sabía que dependía del pícher
intentar ser un líder en el campo para imponer un ánimo ganador. Para ser un
adolescente tenía bastante control, pero decidí que los bateadores del equipo
contrario no lo supieran. Quería parecer temerario, no muy predecible, para que
los bateadores no se confiaran. Quería que pensaran que si lo hacían se
arriesgaban a ser arrasados o algo peor por ese loco que estaba a dieciocho
metros.
Hempstead tenía un buen equipo de fútbol americano, para el que yo era un
defensa de 85 kilos. De nuevo, me di cuenta de que la vertiente psicológica del
juego era lo que podía hacernos destacar. Pensé que podía atacar a los tipos más
grandes si gruñía y rugía y en general me comportaba como un loco. El resto de
defensas no tardaron mucho en comportarse igual. Más tarde, cuando trabajaba
en juicios de asesinato donde la locura se usaba como defensa, ya sabía por
experiencia propia que el mero hecho de que alguien actúe como un loco no
necesariamente significa que no sepa exactamente lo que hace.
En 1962, estábamos jugando en Wantagh High para el Thorpe Award, el
trofeo para determinar cuál era el mejor equipo de fútbol americano de instituto
de Long Island. Nos superaban en unos dieciocho kilos por jugador, y sabíamos
que teníamos muchas opciones de que arrasaran con nosotros antes de que nos
diéramos cuenta. Antes del partido trabajamos una serie de rutinas de
calentamiento con el único fin de desmoralizar e intimidar a nuestros
contrincantes. Formamos dos líneas con el primer jugador en una línea
cubriendo, prácticamente tapando, al primer jugador en la otra línea. Todo iba
acompañado de los rugidos, gruñidos y gritos de dolor pertinentes. Vimos en las
caras de los jugadores de Wantagh que estábamos logrando el efecto que
pretendíamos. Debían de estar pensando: «Si estos chalados están lo bastante
locos para hacerse eso entre ellos, a ver qué nos hacen a nosotros».
En realidad, todo el episodio era una cuidada coreografía. Practicamos llaves
de lucha libre para que pareciera que caíamos con fuerza al suelo pero sin
hacernos daño. Cuando empezamos el partido real, incrementamos el nivel
general de locura para que pareciera que nos habían soltado del manicomio solo
esa tarde y fuéramos a volver en cuanto terminara el encuentro. El partido estuvo
muy disputado todo el tiempo, pero cuando finalmente acabó, ganamos 14-13 y
les arrebatamos el Thorpe Award de 1962.
Mi primer contacto con «las fuerzas de la ley» fue en realidad mi primera
experiencia «real» con la elaboración de perfiles, a los dieciocho años, cuando
conseguí un trabajo de portero en un bar y club de Hempstead llamado Gaslight
East. Era tan bueno que luego me dieron el mismo puesto en el Surf Club de
Long Beach. En ambos sitios mis dos principales funciones eran no dejar pasar a
los que no tuvieran la edad legal para beber (en otras palabras, cualquiera que
fuera más joven que yo) y cortocircuitar o detener las inevitables peleas que
surgen en lugares donde se consume alcohol.
De pie ante la puerta, pedía el documento de identidad a todo aquel cuya
edad era cuestionable y luego le preguntaba a la persona la fecha de nacimiento
para ver si coincidía. Es un procedimiento bastante estándar, lo que todo el
mundo espera, así que están preparados. Rara vez un chaval que se ha tomado la
molestia de presentarse con un documento falso dejará de memorizar la fecha de
nacimiento que figure en él. Los miraba directamente a los ojos al preguntárselo;
era una técnica eficaz con algunas personas, sobre todo las chicas, que suelen
tener una conciencia social más desarrollada a esa edad. Sin embargo, los que
quieren entrar pueden pasar más escrutinios si se concentran en su actuación
durante unos momentos.
Lo que en realidad hacía cuando preguntaba a cada grupo de chicos cuando
les tocaba su turno en la cola era estudiar con discreción a la gente que estaba
tres o cuatro filas por detrás; los observaba mientras se preparaban para las
preguntas, estudiaba su lenguaje corporal y me fijaba en si parecían nerviosos o
vacilantes.
Acabar con las peleas era un reto mayor, y para eso recurrí a mi experiencia
deportiva. Si ven en tu mirada que no eres muy predecible y actúas como un
chiflado total, a veces hasta los chicos más fuertes se lo piensan dos veces antes
de meterse contigo. Si creen que estás lo bastante loco para no preocuparte por
tu propia seguridad, te conviertes en un adversario mucho más peligroso. Casi
veinte años después, por ejemplo, mientras realizábamos las entrevistas en la
cárcel para el gran estudio sobre asesinos en serie, aprendimos que la típica
personalidad de asesino es mucho más peligrosa en determinadas maneras
básicas que la típica personalidad de asesino en serie. A diferencia del asesino en
serie, que solo escoge a víctimas que considera que puede manejar y luego tiene
una manera muy elaborada de evitar ser detenido, el asesino está obsesionado
con su «misión», y suele estar dispuesto a morir por ella.
Otra consideración para hacer que la gente tenga una determinada opinión de
ti, como que eres irracional y estás lo bastante loco para hacer algo impredecible,
es que hay que mantener ese personaje todo el tiempo en el trabajo, no solo
cuando crees que te están mirando. Cuando entrevisté a Gary Trapnell, un
célebre ladrón armado y secuestrador de aviones, en la cárcel federal de Marion,
Illinois, se jactó de poder engañar a cualquier psiquiatra de la cárcel y hacerle
creer que tenía cualquier enfermedad mental que yo quisiera mencionar. La clave
para conseguirlo, me informó, era comportarse de la misma manera todo el
tiempo, incluso cuando estaba solo en su celda, para que cuando te entrevistaran
no tuvieras que «pensarlo», que era lo que lo echaba a perder. Así, mucho antes
de beneficiarme de este tipo de consejos de «experto», por lo visto tenía cierto
instinto para pensar como un criminal.
Cuando no lograba asustar a la gente que peleaba en el bar, intentaba utilizar
mis técnicas de aficionado a los perfiles para hacer lo mejor que se me ocurría y
enderezarlo antes de que se pusiera serio. Descubrí que, con un poco de
experiencia, observando con atención el comportamiento y el lenguaje corporal,
era capaz de asociarlo con el tipo de acción que acababa en pelea, de manera que
podía anticipar si un individuo estaba a punto de empezar algo. En ese caso, o
cuando dudaba, siempre saltaba el primero y utilizaba el factor sorpresa para
intentar sacar del local al potencial agresor y tenerlo en la calle antes de que
supiera exactamente qué estaba ocurriendo. Siempre digo que la mayoría de
agresores sexuales y violadores en serie son hábiles en la dominación, la
manipulación y el control, las mismas aptitudes que intentaba controlar en un
contexto distinto. Por lo menos estaba aprendiendo.
Cuando terminé el instituto aún quería ser veterinario, pero no tenía nota
suficiente para Cornell. Lo mejor a lo que podía optar con un programa parecido
era el estado de Montana. Así que, en septiembre de 1963, el chico de Brooklyn
y Long Island se fue al corazón de Estados Unidos.
El choque cultural al llegar a Bozeman no podría haber sido mayor.
«Saludos desde Montana», escribí en una de mis primeras cartas a casa,
«donde los hombres son hombres y las ovejas están nerviosas». Montana parecía
encarnar todos los estereotipos y tópicos de la vida en el oeste y la frontera, igual
que yo era un chico típico del este para la gente que conocí allí. Me uní a la
sección local de Sigma Phi Epsilon, compuesta casi en exclusiva por chicos de la
zona, así que yo era una rareza. Pasé a llevar sombrero negro, ropa negra y botas
negras y a lucir largas patillas como un personaje de West Side Story, que era
como los neoyorquinos como yo eran percibidos en aquella época.
Le saqué provecho. En todas las reuniones sociales, los lugareños vestían
ropa autóctona y bailaban el típico country del oeste, mientras yo me había
pasado los últimos años viendo religiosamente a Chubby Checker en televisión y
sabía todas las variantes posibles del twist. Como mi hermana Arlene era cuatro
años mayor que yo, me había reclutado mucho antes como compañero de baile
para practicar, así que enseguida me convertí en el profesor de baile de toda la
comunidad universitaria. Me sentía como un misionero que iba a un territorio
remoto donde nunca habían oído hablar en inglés.
Nunca había tenido buena reputación como estudiante, pero ahora mis notas
eran más bajas que nunca porque me concentraba en todo menos en los estudios.
Ya había trabajado de portero en un bar de Nueva York, pero en Montana la edad
permitida para beber era los veintiún años, una desilusión para mí. Por desgracia,
no dejé que eso fuera un impedimento.
Mi primer conflicto con la ley ocurrió cuando uno de los miembros de mi
hermandad y yo salimos con dos chicas geniales que habíamos conocido en una
casa para madres solteras. Eran maduras para su edad. Paramos en un bar y entré
a comprar un paquete de seis cervezas.
El camarero me dijo que le enseñara mi documento de identidad, y yo le
enseñé una tarjeta falsa de Selective Service, hecha con mucho esmero. Gracias
a mi experiencia como portero había aprendido algunas trampas y errores de las
identificaciones falsas.
El tipo miró la tarjeta y me dijo:
—Brooklyn, ¿eh? Los chicos en el este sois unos cabrones, ¿no?
Solté una risa cohibida, pero todo el bar se había vuelto hacia mí, y así se
convertían en testigos. Volví al aparcamiento, nos fuimos bebiendo la cerveza y,
sin yo saberlo, una de las chicas dejó las latas sobre el maletero del coche.
De repente, oí una sirena de policía. Un agente nos paró.
—Salid del coche.
Salimos del coche. Empezó a cachearnos; hasta en aquella época sabía que
era ilegal, pero no le dije nada. Al agacharse me enseñó la pistola y la porra y
tuve un destello de locura en una fracción de segundo. Pensé que podría agarrar
la porra, golpearle la cabeza, luego coger la pistola y salir corriendo. Por suerte
para mi futuro, no lo hice, pero al acercarse mi turno, saqué el carné de identidad
de la cartera y me lo metí en los calzoncillos.
Nos llevó a los cuatro a comisaría y nos separó. Yo estaba sudando porque
sabía qué estaban haciendo y me daba miedo que el otro chico se desentendiera
de mí.
Uno de los agentes me dijo:
—Vamos, hijo, cuéntanoslo. Si ese tipo del bar no te pidió el carné,
volveremos allí. Ya hemos tenido problemas con él antes.
Le contesté:
—De donde yo soy, no nos chivamos de la gente. No hacemos esas cosas. —
Me estaba haciendo el George Raft, pero en realidad estaba pensando: «Claro
que me pidió el carné, y le di uno falso». Se había escurrido por los calzoncillos
y me estaba pinchando en los genitales. No sabía si nos desnudarían para
cachearnos. Eso era la frontera, por lo que yo sabía, y a saber qué hacían allí.
Evalué deprisa la situación y fingí estar enfermo. Les dije que me encontraba
mal y necesitaba ir al baño.
Me dejaron ir solo, pero yo había visto demasiadas películas, así que cuando
entré y me vi en el espejo, me dio miedo que me estuvieran mirando desde el
otro lado. Fui a un lado de la estancia, metí las manos en los calzoncillos y saqué
el carné; luego fui al lavamanos y fingí vomitar por si me estaban observando.
Me acerqué al retrete, tiré la tarjeta de Selective Service y volví con mucha más
confianza. Acabé con una multa de cuarenta dólares y libertad condicional.
Mi segundo encuentro con la policía de Bozeman sucedió en mi segundo
año, y fue peor.
Acudí a un rodeo con otros chicos del este y uno de Montana. Al final nos
fuimos, conduciendo un Studebaker del 62, con cerveza en el coche, así que de
vuelta a empezar. Nevaba muchísimo. El chico que conducía era de Boston, yo
iba en el asiento del copiloto y el lugareño en medio. El conductor se pasó una
señal de stop y, ¿adivináis?, había un agente justo ahí. Parece el sello distintivo
de mi vida en Montana. Digan lo que digan de que no hay policías cuando los
necesitas, no era cierto en Bozeman en 1965.
Ese compañero idiota de hermandad, no puedo creerlo, ¡no paró! Salió
disparado con el policía detrás siguiéndolo.
Cada vez que girábamos y salíamos del campo de visión del policía durante
un segundo, yo tiraba latas de cerveza del coche. Seguimos conduciendo y
llegamos a un barrio residencial dando golpes a los badenes. Desembocamos en
una calle bloqueada, el agente debía de haber avisado por radio. Dimos un rodeo
y acabamos en el césped de alguien. Yo no paraba de gritar: «¡Para el maldito
coche!». Pero aquel idiota continuaba. El coche daba vueltas, nevaba mucho y
entonces oímos las sirenas justo detrás.
Llegamos a una intersección. El chico apretó el freno, el coche dio un giro de
360 grados, la puerta se abrió y yo salí disparado. Me quedé colgado de la puerta
arrastrando el trasero por la nieve, cuando de repente alguien gritó: «¡Corre!».
Y corrimos, en distintas direcciones. Acabé en un callejón, encontré una
camioneta vacía y me metí dentro. Me deshice del sombrero negro mientras
corría, y llevaba una chaqueta reversible negra y dorada, así que me la quité y
me la puse por el lado dorado para disfrazarme. Pero sudaba y empañaba los
cristales. Pensaba: «Mierda, me van a ver». Me daba miedo que los propietarios
del vehículo volvieran en cualquier momento, y allí probablemente tendrían
armas. Limpié una pequeña zona del cristal para ver fuera y había un gran
ajetreo alrededor del coche que habíamos abandonado: coches patrulla, perros de
rastreo, de todo. Se acercaron al callejón, las linternas iluminaron la camioneta y
estuve a punto de hacérmelo en los pantalones. No podía creer que pasaran de
largo y me dejaran allí.
Volví a la facultad y todo el mundo ya sabía la historia. Descubrí que los
otros dos chicos del este también habían conseguido huir, pero que detuvieron al
de Montana y lo soltó todo. Dio nombres y nos fueron a buscar. Cuando vinieron
a por mí, alegué que yo no conducía el coche, estaba asustado y le supliqué al
colega que parara. Entre tanto, el conductor de Boston acabó en una celda con
somieres y sin colchón, pan y agua y todo eso, pero yo seguí con mi increíble
suerte y solo me pusieron una multa de cuarenta dólares por posesión de alcohol,
y libertad condicional.
Lo notificaron a la facultad, a nuestros padres, que estaban todos que se
subían por las paredes, y las cosas no mejoraron académicamente. Tenía una
media de suspenso, suspendí una exposición oral porque nunca fui a clase —era
mi nota más baja, y eso que saber hablar era casi mi mejor activo—, y no sabía
cómo salir de ese atolladero. Hacia finales del segundo curso estaba claro que mi
aventura en el lejano oeste había terminado.
Si parece que todos mis recuerdos de aquella época son percances y locuras
personales, lo mismo me parecía a mí en ese momento. Llegué a casa de la
universidad para vivir bajo la mirada de decepción de mis padres. Mi madre
estaba especialmente disgustada, consciente de que nunca sería veterinario.
Como de costumbre cuando no sabía qué hacer conmigo mismo, volví al deporte
y en verano de 1965 trabajé de socorrista. Cuando terminó el período estival, sin
perspectivas de volver a clase, encontré trabajo en el club de salud del Holiday
Inn de Patchogue.
Poco después de empezar a trabajar ahí, conocí a Sandy, que trabajaba en el
hotel de camarera de cócteles. Era una chica joven y guapa con un hijo pequeño,
y me enamoré de ella al instante. Estaba espectacular con su pequeño traje de
cóctel. Yo aún estaba en buena forma física por el ejercicio y el entrenamiento
que hacía, y parecía que yo también le gustaba. Yo vivía en casa y ella me
llamaba todo el tiempo. Mi padre me decía:
—¿Quién demonios te llama a todas horas del día y la noche? Además,
siempre se oye a un niño llorando y gritando de fondo.
Vivir en casa no me permitía mucha libertad de acción, pero Sandy me dijo
que si trabajabas en el hotel podías conseguir una habitación libre muy barata.
Así que un día cogimos una habitación juntos.
Al día siguiente por la mañana, temprano, sonó el teléfono. Ella contestó y
oí:
—¡No, no! ¡No quiero hablar con él!
Cuando me desperté le dije:
—¿Quién era?
—Era de recepción. Dicen que mi marido está aquí y que está subiendo.
De pronto estaba bien despierto.
—¿Tu marido? ¿Qué quiere decir tu marido? ¡Nunca me dijiste que seguías
casada!
Ella arguyó que tampoco me dijo nunca que no lo estuviera, y me explicó
que estaban separados.
«Perfecto», pensaba cuando comencé a oír a aquel loco corriendo por el
pasillo.
Empezó a aporrear la puerta.
—¡Sandy! Sé que estás ahí dentro, Sandy.
La habitación tenía una ventana que daba al pasillo hecha con lamas de
cristal, él tiraba de ellas intentando arrancarlas del marco. Entre tanto, yo
buscaba un lugar desde donde saltar, pues estábamos en la segunda planta, pero
no había ninguna ventana por donde hacerlo.
Pregunté:
—¿Ese tío lleva armas o algo así?
—A veces lleva un cuchillo —dijo ella.
—¡Mierda! ¡Genial! Tengo que salir de aquí. Abre la puerta.
Adopté una posición de púgil. Ella abrió la puerta. El marido entró
corriendo, directo hacia mí. Entonces vio mi silueta en la sombra, y debí de
parecer alto y fuerte, así que cambió de opinión y paró.
Pero aún gritaba:
—¡Hijo de puta! ¡Lárgate de aquí ahora mismo!
Pensé que ya me había hecho suficiente el macho, y aún quedaba mucho día
por delante, y dije, con mucha educación:
—Sí, señor, eso iba a hacer.
De nuevo, tuve suerte y salí de otro embrollo con el trasero intacto, pero no
podía obviar que todo en mi vida se iba al cuerno. Sin querer, también había roto
el eje frontal del Saab de mi padre haciendo una carrera con el MGA rojo de mi
amigo Bill Turner.
Una mañana de sábado a primera hora, mi madre entró en mi habitación con
una carta del Servicio Selectivo diciendo que querían verme. Fui a Whitehall
Place, en Manhattan, para hacer un entrenamiento militar con otros trescientos
chicos. Me hicieron hacer sentadillas y se oían crujidos al agacharme. No tenía
cartílago en la rodilla por el fútbol americano, igual que Joe Namath, pero él
seguramente tuvo un abogado mejor. Suspendieron un tiempo la decisión, pero
finalmente me informaron de que el Tío Sam me quería. En vez de probar en el
ejército, enseguida me apunté a las fuerzas aéreas, aunque supusiera un servicio
de cuatro años, porque pensaba que ofrecía mejores oportunidades de estudio.
Tal vez fuera justo lo que necesitaba. No había aprovechado mucho las
oportunidades educativas de Nueva York o Montana.
En ese momento había otro motivo para ir a las fuerzas aéreas. Era 1966 y el
conflicto de Vietnam iba a más. No estaba muy politizado; en general me
consideraba un demócrata de Kennedy por mi padre, que trabajaba en el
sindicato de impresores de Long Island. Pero la idea de que me dispararan en el
culo por una causa que solo entendía vagamente no era muy atractiva. Recordé
que un mecánico de las fuerzas aéreas me había dicho una vez que eran el único
servicio en que los oficiales, los pilotos, iban a combate mientras los recién
alistados se quedaban atrás para apoyarlos. Dado que no tenía ninguna intención
de ser piloto, me sonó bien.
Me enviaron a Amarillo, Texas, para un entrenamiento básico. Nuestra
tripulación (así se llaman las clases de entrenamiento de las fuerzas aéreas) de
cincuenta personas se dividía casi a partes iguales en neoyorquinos como yo y
chicos del sur, de Luisiana. El instructor siempre estaba encima de los del norte,
y la mayoría de las veces pensé que estaba justificado. Yo tendía a ir con los del
sur; me parecían más agradables y mucho menos ofensivos que los
neoyorquinos.
Para muchos chicos jóvenes, el entrenamiento básico es una experiencia
estresante. Con la disciplina que me habían impuesto los entrenadores en
deportes de contacto en equipo, y con todos los líos en que me había metido
durante los últimos años, la cháchara del instructor casi me pareció una broma.
Entendía todos sus giros y trucos psicológicos, y ya estaba en buena forma
física, así que el entrenamiento básico me resultó muy fácil. Enseguida destaqué
como tirador experto en el M16, probablemente consecuencia de la puntería que
había desarrollado como pícher en el instituto. Hasta las fuerzas aéreas, mi única
experiencia con un rifle era disparar a las farolas con un arma de perdigones
cuando era un adolescente.
Durante el entrenamiento básico me iba ganando una reputación fantástica.
Hinchado de levantar pesas y con la cabeza rapada, me llamaban «el oso ruso».
Un chico de otra tripulación tenía un prestigio parecido, y a alguien se le ocurrió
la brillante idea de que sería positivo para la moral de la base que disputáramos
un combate de boxeo.
El combate fue un gran evento en la base. Estuvimos muy igualados, y
ninguno cedió ni un centímetro. Acabamos haciéndonos polvo a golpes, y yo me
rompí la nariz por tercera vez (las dos primeras fueron durante la época de fútbol
americano en el instituto).
En lo que valía la pena, terminé tercero de cincuenta en mi tripulación. Tras
el entrenamiento básico me dieron una batería de pruebas y les dije que tenía
aptitudes para la escuela de intercepción por radio, pero estaba llena y no me
apetecía esperar a que empezara la siguiente clase, así que me hicieron
mecanógrafo, aunque no sabía escribir a máquina. Hubo una vacante de personal
en la base militar aérea de Cannon, a unos ciento sesenta kilómetros de Clovis,
Nuevo México.
Ahí acabé, picando todo el día DD214 (documentos de baja militar) con dos
dedos, trabajando para un sargento idiota y diciéndome: «Tengo que salir de
aquí».
De nuevo, ahí es donde interviene mi suerte. Justo al lado de personal estaba
Servicios Especiales. Cuando lo explico, la mayoría de la gente piensa que son
las fuerzas especiales, como los boinas verdes. Pero era Servicios Especiales,
concretamente Servicios Especiales: deporte. Con mi bagaje, me parecía una
excelente manera de defender a mi país en caso de necesidad. Empecé a
fisgonear, a escuchar tras la puerta, y oí que uno de los chicos decía:
—Este programa se va al cuerno. No tenemos a la persona adecuada.
Y pensé: ¡es esto! Así que me acerqué, llamé a la puerta y dije:
—Hola, soy John Douglas, déjenme que les cuente un poco mi bagaje.
Mientras hablaba observaba sus reacciones para deducir un «perfil» del tipo
de persona que querían. Vi que estaba dando en el clavo porque no paraban de
mirar como si pensaran: «¡Es un milagro! ¡Es exactamente lo que queremos!».
Así que me trasladaron de personal y, a partir de ese día, nunca tuve que llevar
uniforme, me pagaron un extra como recién enrolado por dirigir todos los
programas deportivos y me convertí en candidato para la Operación Arranque,
según la cual el gobierno pagaba el setenta y cinco por ciento de los costes de
mis estudios para que fuera a clase de noche y los fines de semana, y lo hice, en
la Eastern New Mexico University de Portales, a cuarenta kilómetros de allí.
Como tenía que compensar mi media de suspenso de la universidad, necesitaba
sacar sobresaliente en todo para seguir en el programa. Pero, por primera vez,
me sentía con un objetivo.
Hice un trabajo tan bueno representando a las fuerzas aéreas en deportes tan
rigurosos como el tenis, el fútbol y el bádminton que al final me pusieron a cargo
del curso de golf de la base y la tienda de golf, a pesar de no haber jugado en mi
vida. Pero estaba muy guapo organizando todos los torneos con mis jerséis
Arnold Palmer.
Un día el comandante de la base se acercó a mí para preguntarme qué tipo de
pelota debía usar para un torneo en concreto. Yo no tenía ni idea de lo que me
estaba hablando y, como en el noveno grado en el instituto casi diez años antes,
me descubrieron.
—¿Cómo demonios acabaste dirigiendo esto? —me preguntó. Me sacaron de
inmediato del golf y me trasladaron al lapidario de mujeres, que sonaba bien
hasta que descubrí que significaba cantería. También me pusieron a cargo de la
cerámica de mujeres y la piscina del club de oficiales. Yo pensaba: «¿Estos
oficiales sobrevuelan Vietnam mientras les disparan en el culo y yo aquí dando
sillas y toallas a sus esposas que coquetean y enseñando a sus hijos a nadar
mientras me saco el título universitario?».
Mi otra función me hacía sentir de vuelta a mi época de portero. La piscina
estaba al lado del bar de los oficiales, que a menudo estaba lleno de jóvenes
pilotos en formación con el comando aéreo táctico. Más de una vez tuve que
separar a pilotos borrachos enloquecidos o sacármelos de encima yo.
Cuando ya llevaba dos años en mi servicio en las fuerzas aéreas, mientras
estudiaba el diploma universitario, descubrí una asociación local que ayudaba a
niños discapacitados. Necesitaban ayuda con los programas de ocio, así que me
presenté voluntario. Una vez por semana, acompañado por dos empleados
civiles, me llevaba a patinar a unos quince niños, o a jugar a minigolf, o a los
bolos, o algún tipo de certamen deportivo en el que los chavales pudieran
desarrollar sus aptitudes y habilidades individuales.
La mayoría de los chicos se enfrentaban a retos serios como la ceguera o el
síndrome de Down, o a problemas graves de control motor. Era un trabajo
agotador, por ejemplo, no parar de dar vueltas patinando a una pista con un niño
en cada brazo, procurando que no se hicieran daño, pero me encantaba. De
hecho, pocas otras experiencias de la vida me habían hecho disfrutar tanto.
Cuando llegaba en mi coche a su colegio todas las semanas, los niños salían
corriendo a saludarme, rodeaban el coche, yo salía y nos abrazábamos todos. Al
final de cada sesión semanal, estaban tan tristes por verme irme como yo de
tener que hacerlo. Sentía que aquello me daba mucho, mucho amor y
compañerismo en un momento de mi vida en que no lo obtenía de otras fuentes,
así que empecé a ir por las noches a leerles cuentos.
Aquellos niños eran muy distintos de los niños sanos, los llamados
«normales», con los que trabajaba en la base, acostumbrados a ser el centro de
atención y a conseguir todo lo que querían de sus padres. Mis niños «especiales»
valoraban mucho más cualquier cosa que hicieran por ellos, y pese a todas sus
dificultades, siempre eran muy simpáticos y estaban ávidos de aventura.
Sin yo saberlo, me observaban durante la mayor parte del tiempo que pasaba
con los niños. ¡Eso tiene que significar algo sobre mis poderes de observación
que nunca descubrí! En todo caso, miembros de la Eastern New Mexico
University estaban evaluando mi «actuación», y luego me ofrecieron una beca de
cuatro años en educación especial.
Pese a que yo pensaba en la psicología organizacional, me encantaban los
niños y pensé que podía ser una buena opción. De hecho, podía quedarme en las
fuerzas aéreas y llegar a ser oficial con esa carrera. Presenté la oferta de la
universidad a la dirección de personal de la base, dirigida por civiles, pero tras
considerarlo decidieron que las fuerzas aéreas no necesitaban a nadie con un
título en educación especial. Me pareció extraño por todos los dependientes de la
base, pero esa fue su decisión. Así que deseché la idea de cursar la carrera de
educación especial, pero seguí con el voluntariado que tanto me gustaba.
En la Navidad de 1969 fui a casa a ver a mi familia. Tuve que conducir los
ciento sesenta kilómetros que había hasta Amarillo para tomar el avión a Nueva
York, y mi Volkswagen escarabajo no estaba en muy buena forma para el
desplazamiento. Mi mejor amigo en las fuerzas aéreas, Robert LaFond, me dejó
su Karmann Ghia para el viaje. No quería perderme la fiesta de Navidad de
Servicios Especiales, pero era la única manera de llegar a tiempo a Amarillo para
el vuelo.
Cuando salí del avión en La Guardia, me recibieron mis padres. Estaban
taciturnos, casi aturdidos, y no entendía por qué. A fin de cuentas, estaba
enderezando mi vida y por fin les daba un motivo para no sentirse
decepcionados.
Lo que había ocurrido es que habían recibido un informe de un conductor sin
identificar fallecido cerca de la base en un coche que encajaba con la descripción
del mío. Hasta que no me vieron salir del avión, no sabían si estaba vivo o
muerto.
Robert LaFond, como muchos otros chicos, se había emborrachado hasta
quedar inconsciente en la fiesta de Navidad. La gente que estaba allí me contó
que algunos de los oficiales lo habían llevado a mi coche, lo dejaron con la llave
puesta en el arranque y, cuando se recuperó, intentó salir de la base. Chocó
contra una camioneta de frente, con una madre militar y sus hijos dentro. Gracias
a Dios, salieron ilesos, pero en mi coche endeble, Robert se golpeó contra el
volante, atravesó el cristal y murió.
Aquello me obsesionó. Éramos muy amigos y me perseguía la idea de que no
habría ocurrido si no me hubiera prestado el coche bueno. Cuando regresé a la
base, tuve que reclamar sus efectos personales, poner en cajas todas sus
posesiones y enviárselas a su familia. No paraba de mirar mi coche destartalado,
y soñaba con Robert y el accidente. Estaba con él el día que compró el regalo de
Navidad para sus padres en Pensacola, Florida, un regalo que llegó por correo el
mismo día en que oficiales de las fuerzas aéreas fueron a su casa a decirles que
su hijo había muerto.
No solo estaba triste, también estaba muy enfadado. Como el investigador
que después fui, no paré de preguntar hasta llegar a los dos hombres que yo
consideraba responsables. Los encontré en su despacho, los agarré y los puse
contra la pared. Empecé a pegarles, uno a uno. Tuvieron que separarme. Estaba
tan rabioso que no me importaba que me llevaran ante un tribunal militar. Para
mí, habían matado a mi mejor amigo.
Un tribunal militar habría sido un problema, ya que habrían tenido que
enfrentarse a mi acusación formal contra los dos hombres. Además, en aquel
momento la participación estadounidense en Vietnam empezaba a reducirse, y
ofrecían salidas fáciles a miembros del ejército tan solo unos meses después de
haberse alistado. Así que, para suavizar las cosas, la gente de personal me dio la
baja militar varios meses antes.
Mientras aún estaba de servicio, conseguí mi diploma y empecé un máster en
psicología organizacional. Ahora vivía de la pensión para soldados
desmovilizados en un apartamento sin ventanas en Clovis, luchando contra
bichos de siete centímetros que atacaban en formación cada vez que entraba y
encendía las luces. Como ya no tenía acceso a las instalaciones de la base, me
apunté a un gimnasio cuyo ambiente y decoración encajaban con los de mi
apartamento.
Durante el otoño de 1970 conocí a un chico en el gimnasio llamado Frank
Haines, que resultó ser agente del FBI. Dirigía una agencia unipersonal en
Clovis. Nos hicimos amigos entrenando juntos. Había oído hablar de mí a través
de un comandante de la base retirado, y empezó a despertar mi interés por
presentarme candidato a la Agencia. Para ser sinceros, nunca había pensado en
serio en formar parte de las fuerzas de la ley. Tenía intención de hacer carrera en
la psicología organizacional cuando terminara mis estudios. Trabajar para una
gran empresa, tratar temas como cuestiones de personal, asistencia al empleado
y gestión del estrés parecía un futuro sólido y predecible. El único contacto
directo que había tenido con el FBI hasta entonces fue una vez en Montana,
cuando me robaron un baúl que había enviado a casa. Uno de los agentes de la
sede local me entrevistó porque pensaba que me lo había inventado para cobrar
el seguro. No pasó nada, y si ese era el tipo de casos que trataba el FBI, no me
parecía un trabajo para mí.
Sin embargo, Frank insistía en que sería un buen agente especial y no paraba
de animarme. Me invitó a su casa a cenar varias veces, me presentó a su mujer y
a su hijo, me enseñó su pistola y su nómina, y ninguna de las dos cosas las podía
igualar. Tuve que admitir que, comparado con mi dejado estilo de vida, Frank
vivía como un rey. Así que decidí echar el resto.
Frank se quedó en Nuevo México y, años después, nuestros caminos se
cruzaron cuando tuve que testificar en un juicio por homicidio en el que él estaba
trabajando en el que una mujer había sido brutalmente asesinada y su cadáver
había sido quemado para evitar su identificación. Sin embargo, en otoño de 1970
este tipo de acción ni siquiera se me ocurría.
Frank envió mi candidatura a la oficina de Albuquerque. Me hicieron el
examen de derecho estándar para los que no eran abogados. Pese a mi estado
físico y constitución muscular, mis cien kilos superaban en veinticinco el límite
del FBI para mi altura de uno noventa. El único en la agencia que podía superar
los estándares de peso era el legendario director, J. Edgar Hoover. Pasé dos
semanas comiendo nada más que gelatina Knox y huevos duros para reducir
peso. También me corté el pelo tres veces antes de que me consideraran
presentable para una fotografía de identificación.
Finalmente, en noviembre, me ofrecieron un puesto de prueba, con un sueldo
inicial de 10 869 dólares. Por fin salí de mi deprimente habitación sin ventanas.
Me pregunto qué habría pensado entonces de haber sabido que me pasaría la
mayor parte de mi carrera en la Agencia en otra sala sin ventanas, siguiendo
historias mucho más deprimentes.
3
Apuestas con gotas de lluvia
«Muchos se presentan, pocos son elegidos».
Ese es el mensaje que nos repetían continuamente cuando nos incorporamos.
Casi todo el mundo interesado en una carrera en las fuerzas de la ley aspiraba a
convertirse en agente especial de la Agencia de Investigación Federal de Estados
Unidos (FBI), pero solo los mejores tenían esa oportunidad. Una larga y
orgullosa herencia se remontaba a 1924, cuando un oscuro abogado del estado
llamado John Edgar Hoover se hizo cargo de una agencia corrupta, mal
financiada y peor gestionada. El mismo señor Hoover, que cuando entré yo tenía
setenta y cinco años, seguía presidiendo la respetada organización que era ahora,
gobernando como siempre con firmeza y puño de hierro. Más nos valía no
decepcionar a la Agencia.
Un telegrama del director me ordenó presentarme en la sala 625 del antiguo
edificio de correos de Pennsylvania Avenue, en Washington, a las nueve de la
mañana del 14 de diciembre de 1970, para empezar las catorce semanas de
formación que harían que un ciudadano común como yo se convirtiera en agente
especial del FBI. Antes fui a casa, a Long Island, donde mi padre estaba tan
orgulloso que izó la bandera estadounidense delante de casa. Con lo que había
hecho durante los últimos años, no tenía ropa elegante de civil, así que mi padre
me compró tres trajes oscuros «reglamentarios», uno azul, uno negro y uno
marrón, camisas blancas y dos pares de zapatos, unos negros y otros marrones.
Luego me llevó en coche a Washington para asegurarse de que llegaba puntual
en mi primer día de trabajo.
No tardaron mucho en inculcarme los rituales y las tradiciones del FBI. El
agente especial que presentó nuestra ceremonia de iniciación nos dijo que
cogiéramos nuestros emblemas dorados y los miráramos mientras recitábamos el
juramento del cargo. Hablamos todos al unísono, observando a la mujer con los
ojos tapados que sujetaba la balanza de la justicia, al tiempo que jurábamos con
solemnidad apoyar y defender la Constitución de Estados Unidos de los
enemigos, extranjeros y nacionales. «¡Más cerca! ¡Más cerca!», ordenó el agente
especial hasta que tuvimos las insignias delante de las narices.
Mi clase de nuevos agentes estaba compuesta únicamente por hombres
blancos. En 1970 había pocos agentes del FBI negros y ninguna mujer. No se
abrió de verdad hasta después del prolongado mandato de Hoover, que incluso
desde la tumba seguía ejerciendo una influencia fantasmal muy potente. La
mayoría de los chicos tenían entre veintinueve y treinta y cinco, así que con
veinticinco años yo era el más joven.
Nos aleccionaron para buscar agentes soviéticos, que intentarían
comprometernos y conseguir nuestros secretos. Esos agentes podían estar en
cualquier parte. Nos dijeron que prestáramos especial atención a las mujeres. El
lavado de cerebro fue tan eficaz que rechacé una cita con una mujer muy
atractiva que trabajaba en el edificio y que me invitó a cenar. Me dio miedo que
fuera un montaje para ponerme a prueba.
La Academia del FBI en la base naval de Quantico, Virginia, aún no estaba
construida del todo ni operativa, así que hacíamos el entrenamiento físico y el de
armas de fuego allí y las sesiones de aula en el antiguo edificio de correos de
Washington.
Una de las primeras cosas que se le enseñan a un agente en formación es que
un agente del FBI solo dispara a matar. La idea que había detrás de esa política
es tan estricta como lógica: si sacas el arma es que ya has tomado la decisión de
disparar. Y si has decidido que la situación es lo bastante grave para merecer un
disparo, has decidido que es lo bastante grave para eliminar una vida. En el calor
del momento, rara vez tienes la libertad de planificar el disparo ni tiempo de
perderte en tanta gimnasia mental, y procurar simplemente parar a un sujeto o
anularlo es demasiado arriesgado. No ofreces oportunidades innecesarias para ti
mismo o una víctima potencial.
Nos impartieron una formación igual de rigurosa en derecho penal, análisis
de huellas digitales, crímenes violentos y de guante blanco, técnicas de
detención, armas, combate cuerpo a cuerpo y la historia del papel de la Agencia
en el cumplimiento de la ley nacional. Sin embargo, una de las unidades
didácticas que mejor recuerdo fue bastante al principio del curso. Todos la
llamábamos «formación en palabrotas».
—¿Las puertas están cerradas? —preguntó el instructor. Luego nos dio una
lista a cada uno—. Quiero que estudien estas palabras. —El listado, por lo que
recuerdo, incluía gemas como el uso anglosajón de «mierda, joder, cunnilingus,
felación, coño y gilipollas». Se suponía que debíamos memorizar esas palabras
de manera que, si en algún momento aparecían sobre el terreno, como durante el
interrogatorio de un sospechoso, sabríamos qué hacer. Y se suponía que
debíamos asegurarnos de hacer llegar al «taquígrafo de obscenidades» (no es
broma) cualquier informe de un caso que incluyera alguna de esas palabras, en
vez de a la secretaria habitual. La taquígrafa de obscenidades solía ser una mujer
mayor, más madura y veterana, más capaz de enfrentarse al impacto de ver esas
palabras y expresiones. Recordad que en aquella época solo había hombres, y en
1970 la sensibilidad nacional era un poco distinta a la actual, por lo menos en el
FBI de Hoover. Nos hicieron un examen de ortografía de esas palabras, al
terminar recogieron los papeles y, supongo, los evaluaron antes de quemarlos en
un cubo de basura metálico.
Pese a este tipo de tonterías, todos teníamos una visión idealista de la lucha
contra el crimen, y todos pensábamos que éramos diferentes. Hacia la mitad del
curso para nuevos agentes, me llamaron al despacho del subdirector de
formación, Joe Casper, uno de los tenientes de confianza de Hoover. La gente en
la Agencia lo llamaba el Fantasma Simpático, pero el apodo se usaba con más
ironía que afecto. Casper me dijo que progresaba bien en la mayoría de ámbitos,
pero que estaba muy por debajo de la media en «comunicaciones de la Agencia»,
la metodología y nomenclatura con las que los diversos elementos de la
organización se comunicaban entre sí.
—Bueno, señor, quiero ser el mejor —contesté. De los chicos con tanta
ambición se decía que les salían llamas azules del trasero. Podía ayudarte a
progresar, pero también te marcaba. Si un chico con llamas azules progresaba,
iba hacia la cima del mundo. Pero si se equivocaba, la caída sería muy larga y
muy pública.
Casper podía ser duro, pero no era tonto, y había visto a muchos jóvenes así.
—¿Quieres ser el mejor? ¡Aquí tienes! —Y me tiró el manual entero de
términos y me dijo que los tuviera memorizados a mi regreso de la pausa
navideña.
Chuck Lundsford, uno de los dos tutores de la Academia de nuestra clase, se
enteró de lo ocurrido y fue a verme. Se lo conté. Chuck puso cara de hastío.
Ambos sabíamos que yo estaba hecho para ese trabajo.
Fui a pasar las vacaciones en casa de mis padres. Mientras el resto de la
familia andaba de celebración, yo estaba absorto en el manual de
comunicaciones. No fueron vacaciones.
Cuando regresé a Washington a principios de enero, aun pagando las
consecuencias de mi actuación de niño ambicioso, tuve que hacer un examen
escrito de lo que había aprendido. No tengo palabras para expresar el alivio que
sentí cuando nuestro otro tutor, Charlie Price, me dijo que había sacado un 99%.
—En realidad fue un cien por cien —me confesó Charlie—, pero el señor
Hoover dice que nadie es perfecto.
A mitad del programa de catorce semanas nos preguntaron a cada uno
nuestras preferencias para la primera misión en la sede local. La mayoría del FBI
estaba repartido en cincuenta y nueve oficinas locales de todo el país. Me daba la
sensación de que debía de haber algún tipo de estrategia para escoger, como una
enorme partida de ajedrez entre los nuevos agentes y la oficina central y, como
siempre, intenté pensar desde el otro lado. Yo era de Nueva York y no tenía
interés en volver. Pensé que Los Ángeles, San Francisco, Miami, probablemente
Seattle y San Diego, serían los destinos más solicitados, así que si escogía una
ciudad secundaría tendría más opciones de conseguir la primera opción.
Escogí Atlanta. Me dieron Detroit.
Al graduarnos nos entregaron a todos las credenciales permanentes, un
revólver Smith & Wesson modelo 10 del calibre 38 y seis balas, así como
órdenes de irnos de la ciudad lo antes posible. La sede central siempre tenía
miedo de que los agentes nuevos se metieran en líos en Washington, delante de
las narices del señor Hoover, lo que tendría malas consecuencias para todo el
mundo.
También me dieron otro objeto, un folleto titulado «Guía de supervivencia en
Detroit». Era una de las ciudades más polarizadas racialmente del país, aún
arrastraba las repercusiones de los disturbios de 1967 y optaba al título de capital
del crimen del país, con más de ochocientos asesinatos al año. De hecho, en la
oficina teníamos una siniestra apuesta sobre cuántos homicidios exactamente
habría al cabo del año. Como la mayoría de nuevos agentes, empecé con
idealismo y energía, pero pronto vi a qué nos enfrentábamos. Había pasado
cuatro años en las fuerzas aéreas, pero lo más cerca que había estado de un
combate había sido en una cama del hospital de la base, junto a un veterano de
Vietnam herido, cuando me operaron la nariz por las heridas producto del fútbol
americano y el boxeo. Hasta que llegué a Detroit nunca había estado en posición
de ser el enemigo. El FBI era odiado en muchos sitios: se habían infiltrado en los
campus universitarios y habían creado redes de informadores urbanos. Con
nuestros lúgubres coches negros, éramos hombres marcados. En muchos barrios
la gente nos lanzaba piedras. Sus pastores alemanes y dóbermans tampoco nos
querían mucho. Nos dijeron que no fuéramos a algunos distritos de la ciudad sin
un apoyo importante y armas.
La policía local también estaba enfadada con nosotros. Acusaban a la
Agencia de «sacar» casos y hacer comunicados de prensa antes de cerrar un caso
para luego añadir esos crímenes resueltos por la policía a las estadísticas de éxito
del FBI. Durante mi año de novato, 1971, contrataron a unos mil agentes nuevos,
y el grueso de nuestras prácticas en la calle no fue con la Agencia, sino con
policías locales que nos acogieron bajo sus alas protectoras. Gran parte del éxito
de mi generación de agentes especiales se debe sin duda a la profesionalidad y
generosidad de los agentes de todo Estados Unidos.
Los robos en bancos eran especialmente predominantes. Los viernes, cuando
los bancos acumulaban efectivo para gestionar los días de pago, teníamos dos o
tres robos a mano armada de media, a veces hasta cinco. Hasta que se extendió
el cristal antibalas en los bancos de Detroit, el número de cajeros asesinados y
heridos era abrumador. Tuvimos un caso grabado por una cámara de seguridad
del banco en el que un empleado era disparado y asesinado en su mostrador,
estilo ejecución, mientras una pareja aterrorizada sentada delante de él para
solicitar un préstamo lo veía con impotencia. Al ladrón no le gustó que el
empleado no pudiera abrir la caja fuerte. No ocurría solo con empleados de
banca con acceso a decenas de miles de dólares en efectivo. En determinados
barrios, trabajadores de sitios como McDonald’s corrían el mismo riesgo.
Me asignaron a la Unidad de Reacción ante el Crimen, que, en efecto,
significaba reaccionar a crímenes que ya se habían producido, como robos en
bancos o extorsiones, por ejemplo. Dentro de esa unidad, trabajé con el equipo
de huidas ilegales para evitar juicios. Resultó ser una experiencia excelente
porque en este equipo siempre había mucha acción. Además de la apuesta de
homicidios anuales de toda la oficina, en la unidad hacíamos un concurso para
ver quién hacía más detenciones en un solo día. Era como las competiciones de
los vendedores de coches para ver quién vendía más en un determinado tiempo.
Una de nuestras líneas de trabajo con más actividad en aquella época era la
que hacía referencia a la clasificación 42: desertores militares. Vietnam había
dividido al país en dos, y una vez que la mayoría de esos tipos se ausentaban del
servicio no querían volver de ninguna manera. Teníamos más agresiones contra
agentes de la ley con clasificación 42 que con ningún otro tipo de prófugo.
Mi primer encuentro con un fugitivo fue cuando seguía el rastro de un
desertor del ejército hasta el taller mecánico donde trabajaba. Me identifiqué y
pensé que todo iba a ocurrir sin problemas. Pero de pronto sacó un cuchillo romo
improvisado con el mango cubierto de cinta negra. Retrocedí y evité por poco
que me apuñalara. Me abalancé sobre él, lo arrojé contra la puerta de cristal del
taller, luego lo puse contra el suelo con una rodilla sobre su espalda y la pistola
apuntándole en la cabeza. Entre tanto, el jefe me decía de todo por llevarme a un
buen empleado. ¿En qué demonios me había metido? ¿Esa era la carrera que
imaginaba? ¿Valía la pena arriesgar continuamente el trasero para atrapar a esos
pobres diablos? La psicología organizacional empezaba a parecerme fantástica.
Perseguir a desertores a menudo me provocaba una gran confusión
emocional, además de generar resentimiento entre el ejército y el FBI. A veces
seguíamos una orden de detención, localizábamos al tipo y lo atrapábamos en la
calle. Furioso, nos paraba, se golpeaba con los nudillos una prótesis en la pierna
y nos decía que le habían dado un corazón púrpura y una estrella plateada por
eso en Nam. Lo que ocurría una y otra vez era que los desertores que regresaban
voluntariamente o eran atrapados por el ejército eran enviados a Vietnam como
castigo. Muchos de esos hombres habían recibido distinciones, pero el ejército
no nos lo había dicho. Para nosotros, seguían siendo ausentes sin permiso. Eso
nos exasperaba.
Aún peor era ir a la residencia oficial del desertor y que una esposa llorosa y
rabiosa con razón o unos padres nos dijeran que el sujeto había fallecido como
un héroe. Perseguíamos a hombres muertos en acción, y el ejército nunca nos lo
hacía saber.
Sea cual sea tu profesión, cuando entras en el terreno empiezas a ver las
grandes y pequeñas cosas que nunca te enseñaron en la escuela o en la
formación. Por ejemplo, ¿qué haces con la pistola en diversas situaciones, como
al utilizar un lavabo público? ¿La dejas en el cinturón en el suelo? ¿Intentas
colgarla de la puerta del baño? Durante un tiempo intenté sujetarla en el regazo,
pero me ponía muy nervioso. Es el tipo de cosas a las que nos enfrentamos
todos, pero que te incomoda comentar con tus colegas más experimentados.
Cuando llevaba un mes en el trabajo, se convirtió en un problema.
Cuando me mudé a Detroit me compré otro Volkswagen escarabajo, el
mismo tipo de coche que se estaba convirtiendo en el coche del asesino en serie.
Ted Bundy tenía uno, que sirvió para identificarlo en última instancia. El caso es
que paré en un centro comercial de la zona para comprar un traje en una tienda
masculina. Sabiendo que me iba a probar ropa, pensé que lo mejor era dejar la
pistola en un lugar seguro. La dejé en la guantera y me fui a la tienda.
El escarabajo tenía unas cuantas características interesantes. Como era un
coche con motor trasero, la rueda de recambio se guardaba en el maletero de
delante. Dado que en aquella época estaba muy extendido y, además era fácil de
robar, las ruedas de recambio eran un objeto que se robaba muchísimo. A fin de
cuentas, casi todo el mundo necesitaba una. Y por último, pero no por ello
menos importante, el maletero se abría con un resorte situado en la guantera.
Seguro que imagináis el resto. Fui al coche y vi la ventanilla cerrada.
Mientras reconstruyo este crimen de gran sofisticación, el ladrón de ruedas entra
en el coche, va a la guantera para abrir el maletero, pero ve un premio mucho
mayor. Lo deduzco porque mi pistola no está pero el neumático sigue ahí.
«¡Mierda!», me digo. «Llevo menos de treinta días en el trabajo y ya estoy
suministrando armas al enemigo». Sabía que perder el arma o las credenciales
significaba una carta de reprobación. Fui a ver al supervisor de mi equipo, Bob
Fitzpatrick. Era un tipo grande, una auténtica figura paternal. Vestía con
elegancia y era una especie de leyenda viva en la Agencia. Sabía que me jugaba
el puesto y me sentía mal. Había que informar a dirección sobre el extravío del
arma, genial, porque esa sería mi primera nota sobre el terreno en mi expediente.
Me dijo que teníamos que inventarnos algo muy creativo, dar vueltas a lo tanto
que me preocupaba mantener el orden público que no quería alarmar a nadie en
la tienda si de pronto veían una pistola y pensaban que iban a robarles.
Fitzpatrick me aseguró que, dado que no me iban a promocionar en unos cuantos
años, la carta de reprobación no me perjudicaría, siempre y cuando no metiera la
pata a partir de entonces.
Así que eso intenté hacer, aunque la pistola siguió persiguiéndome durante
mucho tiempo. La Smith & Wesson modelo 10 que entregué a la armería de
Quantico casi veinticinco años después cuando me retiré de la Agencia fue en
realidad un reemplazo de mi arma original. Gracias a Dios, esa primera pistola
nunca se usó en un crimen. De hecho, está desaparecida.
Vivía con dos agentes solteros más, Bob McGonigel y Jack Kunst, en una casa
amueblada en Taylor, Michigan, un suburbio del sur de Detroit. Éramos muy
amigos, y Bob sería testigo en mi boda más tarde. También era un maniático.
Llevaba trajes de terciopelo y camisas lilas incluso durante las inspecciones.
Parecía el único en todo el FBI que no temía a Hoover. Más tarde, Bob hizo un
trabajo de infiltrado en el que no tenía que llevar traje.
Empezó en la Agencia en oficina, así que tomó el «camino interno» para
llegar a ser agente especial. Algunos de los mejores trabajadores del FBI
empezaron en la oficina, incluidos muchos que seleccioné para la Unidad de
Apoyo a la Investigación. No obstante, en determinados círculos se recelaba de
los antiguos oficinistas, como si estos tuvieran una predilección especial por ser
agentes.
Bob era el mejor en «llamadas falsas». Era una técnica proactiva que
desarrollamos para atrapar a los agresores, especialmente útil cuando el factor
sorpresa era esencial.
Bob era un artista con los acentos. Si el sospechoso era del populacho, ponía
acento italiano. Para los Panteras Negras podía fingir ser un tío de la calle.
También tenía un personaje de Nación del Islam, un acento irlandés, un
inmigrante judío, o un blanco protestante de Grosse Point. Además de poner
voces, alteraba el vocabulario y la dicción según el personaje. Bob era tan bueno
en eso que una vez llamó a Joe Del Campo, otro agente al que conoceréis en el
siguiente capítulo, y le convenció de que era un militante negro que quería ser
informante del FBI. Por aquella época había mucha presión para conseguir
recursos en la ciudad. Bob convocó una reunión con Joe, que pensó que tenía
algo grande. No se presentó nadie, y al día siguiente en la oficina se enfadó de
verdad cuando Bob lo saludó con la voz falsa.
Detener a los malos estaba bien, pero pronto sentí interés por los razonamientos
implicados en el crimen. Cuando detenía a alguien le hacía preguntas como por
qué había escogido un banco y no otro, o qué le había hecho escoger a esa
víctima concreta. Todos sabíamos que los ladrones preferían atacar los bancos
los viernes por la tarde porque era cuando más dinero había en las instalaciones.
Pero, aparte de eso, queríamos saber qué decisiones intervenían en la
planificación y ejecución del golpe.
Yo no debía de intimidar mucho. Igual que en el colegio, la gente se sentía
cómoda para abrirse conmigo. Cuanto más preguntaba a esos tipos, más entendía
que los delincuentes de éxito eran buenos realizando perfiles psicológicos. Cada
uno tenía un perfil bien pensado y estudiado del tipo de banco que prefería.
Algunos se inclinaban por bancos cercanos a carreteras principales o autopistas,
para que la huida fuera más fácil y pudieran alejarse muchos kilómetros antes de
que se organizara la persecución. A otros les gustaban las sucursales pequeñas y
aisladas, como las temporales que se instalaban en camiones. Muchos iban al
banco antes para hacerse una idea, saber cuánta gente trabajaba allí y cuántos
clientes cabía esperar en un momento dado. A veces visitaban oficinas bancarias
hasta que encontraban una donde no hubiera hombres trabajando, y esa se
convertía en el objetivo. Los edificios sin ventanas que dieran a la calle eran los
mejores, ya que nadie del exterior podía presenciar el robo y los testigos de
dentro no podían identificar el coche de huida. Los mejores habían llegado a la
conclusión de que era mejor avisar del robo con una nota que un anuncio público
pistola en mano, y siempre recordaban llevarse la nota antes de irse para no dejar
pruebas. El mejor coche para huir era uno robado, y el mejor escenario posible
era tener el coche aparcado con antelación para no llamar la atención. Sales a pie
del banco, y te vas en coche con el trabajo hecho. Un ladrón que había tenido
especial éxito en un banco concreto podía vigilarlo un tiempo y, si las
condiciones se mantenían, dar el golpe en el mismo al cabo de unos meses.
De todas las instalaciones públicas, los bancos eran el mejor escenario para
un robo. Aun así, no dejaba de sorprenderme cuando hacía investigaciones de
seguimiento cuántas veces no se ponía película en las cámaras de vigilancia,
cuántos habían dejado la alarma en silencio sin querer y luego habían olvidado
reiniciarla, o la hacían saltar con tal frecuencia que la policía respondía sin prisas
porque suponía que era otro accidente. Era como colgarse un cartel de
«robadme» para un criminal sofisticado.
No obstante, si se elaboraba un perfil de los casos, y aún no había incluido el
término en el proceso, se veían patrones. Y una vez se veían patrones, podías
tomar medidas proactivas para atrapar a los malos. Por ejemplo, si veíamos que
una serie de robos de bancos encajaban y habías hablado con suficientes
ladrones para entender qué les atraía de cada uno de esos golpes, podías
evidentemente fortificar todas las oficinas bancarias que cumplían los criterios
salvo una. Esa, claro, estaría bajo vigilancia constante de la policía o el FBI, con
efectivos secretos dentro. Así, podías forzar al ladrón a elegir el banco que
quisieras y estar preparado cuando diera el golpe. Cuando se empleaba este tipo
de táctica proactiva, las tasas de resolución de robos a bancos aumentaban.
Hiciéramos lo que hiciéramos en aquella época, lo hacíamos bajo la
presencia amenazadora de J. Edgar Hoover, igual que nuestros predecesores
desde 1924. En esta era de nombramientos aleatorios y juicios de la opinión
pública, cuesta imaginar el grado de poder y control que Hoover ejercía, no solo
en el FBI, sino en los dirigentes del gobierno, los medios de comunicación y el
público en general. Si querías escribir un libro o un guion sobre la Agencia,
como el superventas de la década de 1950 de Don Whitehead La historia del
FBI, o la popular película de James Stewart basada en la obra, o producir una
serie de televisión, como El FBI de la década de 1960 de Efrem Zimbalist,
necesitabas la aprobación personal del señor Hoover, así como su bendición.
Asimismo, si eras un alto cargo del gobierno siempre estaba ese miedo
perturbador a que el director «tuviera algo» contigo, sobre todo si llamaba en
tono amable para hacerte saber que el FBI había «descubierto» un horrible rumor
y que él haría todo lo posible por asegurarse de que no se hiciera público y nos
perjudicara.
En ningún sitio estaba más presente la mística personal del señor Hoover
como en las sedes del FBI y entre la dirección de la Agencia. Era un hecho
aceptado que el prestigio y la admiración que generaba el FBI se debían a él.
Había convertido la Agencia prácticamente solo en lo que era, y era incansable
en su lucha por los incrementos del presupuesto y los aumentos de sueldo. Era
reverenciado y temido, y si no lo tenías en tanta consideración, te lo guardabas
para ti. La disciplina era férrea, y las inspecciones en las sedes baños de sangre.
Si los inspectores no encontraban suficientes aspectos que necesitaran mejora,
Hoover deducía que no estaban haciendo su trabajo con la dedicación suficiente,
lo que significaba que necesitaban una cantidad determinada de cartas de
reprobación de cada inspección, las generaran las condiciones o no. Era como
una cuota por emitir multas de tráfico. Llegó a tal punto que los agentes
especiales al cargo encontraban cabezas de turco que fueran a ser promocionados
de inmediato para que las cartas de reprobación no los perjudicaran en su
carrera.
Una vez, en una historia que ya no tiene un deje muy humorístico tras la
terrible bomba de 1995 en el edificio federal en la ciudad de Oklahoma, se
recibió una amenaza de bomba contra la oficina del FBI tras una inspección. Se
rastreó la llamada hasta una cabina que estaba justo enfrente del edificio federal
en el centro, donde estaba situada la sede local. Acudieron autoridades de esa
sede, retiraron la cabina y quisieron comparar las huellas de las monedas de esta
con las de los trecientos cincuenta individuos de la oficina. Por suerte para todos,
se impuso la razón y nunca se llevó a cabo, pero es un ejemplo de la tensión que
las políticas del señor Hoover podían generar.
Había procedimientos operativos estándar para todo. Pese a que nunca tuve
la oportunidad de conocer al señor Hoover cara a cara, tenía (y sigo teniendo)
una fotografía con una dedicatoria personal en mi despacho. Había un
procedimiento estándar para conseguir esa fotografía como agente joven. Los
agentes especiales te decían que le dijeras a su secretaria que escribiera una carta
halagadora sobre ti, incidiendo en lo orgulloso que te sentías de ser agente
especial del FBI y lo mucho que admirabas al señor Hoover. Si habías escrito
bien tu carta, recibías una fotografía con sus mejores deseos para que todos
vieran tu vinculación personal con el jefe.
Había otros procedimientos que nunca estábamos seguros de dónde salían, si
era directrices personales de Hoover o una simple interpretación demasiado
estricta de los deseos del director. Se esperaba que todo el mundo en la oficina
hiciera horas extra, y se suponía que todos debíamos estar por encima de la
media de la oficina. Seguro que entendéis el dilema. Mes a mes, como un
demencial esquema piramidal, las horas crecían sin parar. Los agentes que
entraban en la Agencia con la moral más alta y carácter se veían obligados a
inflar sus hojas de horas. No se fumaba ni se tomaba café en la oficina. Y, como
un ejército de vendedores puerta a puerta, se animaba a los agentes a no
deambular por la oficina, ni siquiera a usar el teléfono. Por tanto, cada uno
desarrollaba sus propios hábitos de trabajo para evitarlo. Yo pasaba mucho
tiempo estudiando mis casos en una mesa de la biblioteca pública.
Uno de los mayores adeptos del evangelio según san Edgar era nuestro jefe,
Neil Welch, apodado El Uvas. Welch, un tipo grande que medía dos metros, con
gafas gruesas con la montura de carey, era rígido y estoico, nada cálido ni
confuso. Tenía una carrera destacada en la Agencia, y había dirigido las oficinas
de Filadelfia y Nueva York, entre otras. Se decía que ocuparía el puesto de
Hoover cuando (o, mejor dicho, si) llegara el inevitable día. En Nueva York,
Welch creó el primer grupo que usó de forma eficaz la ley contra la conspiración
RICO (Organizaciones Corruptas e Influidas por Mafiosos, por sus siglas en
inglés) contra el crimen organizado.
De forma natural e inevitable, Welch y Bob McGonigel chocaron, y fue un
sábado cuando estábamos en casa. Bob recibió una llamada diciendo que El
Uvas quería verlo de inmediato, junto con su supervisor de equipo, Bob
Fitzpatrick. Así que McGonigel entró y Welch le dijo que alguien había
telefoneado a Nueva Jersey. Que iba contra las normas usar el teléfono para
temas personales. En realidad, lo que había hecho se podría haber interpretado
de cualquier manera, pero en el FBI era mejor pecar por exceso.
Welch, que podía llegar a ser muy agresivo, solía empezar con buenas
técnicas de interrogatorio que ponían al sujeto en su lugar.
—Muy bien, McGonigel, ¿qué me dice de esas llamadas?
Bob empezó a confesar todas las que recordaba por miedo a que Welch
tuviera algo más grave sobre él y aplacar así la ira del jefe dándole menudencias.
Welch se puso en pie con toda su imponente altura, se inclinó sobre el
escritorio y lo señaló con el dedo, amenazador.
—McGonigel, déjeme decirle algo: tiene dos puntos en contra. Primero,
antes trabajaba en la oficina. ¡Odio a los jodidos oficinistas! El segundo es que si
le veo algún día con una camisa color lavanda, sobre todo durante una
inspección, le voy a patear el culo por toda East Jefferson Street. Y si le veo
cerca de un teléfono, voy a tirar su trasero por el hueco del ascensor. ¡Ahora
lárguese de mi despacho!
Bob llegó a casa destrozado, convencido de que lo iban a despedir. Jack
Kunst y yo realmente lo sentíamos por él. Sin embargo, al día siguiente
Fitzpatrick me contó que cuando McGonigel se fue, Welch y él se partieron de
risa.
Años después, mientras me dirigía a la Unidad de Apoyo a la Investigación,
me preguntaron si alguno de nosotros podía cometer el asesinato perfecto, con
todo lo que sabíamos de conducta criminal y análisis de la escena del crimen.
Siempre les dije que no, que incluso con todo el conocimiento que poseíamos,
nuestra conducta posterior a una agresión nos traicionaría. Creo que el incidente
entre McGonigel y Welch demuestra que ni siquiera un agente de primer orden
del FBI es inmune a las presiones de un interrogador adecuado.
Por cierto, desde el momento en que salió del despacho del jefe ese sábado
por la tarde, Bob llevó las camisas más blancas de la ciudad… hasta que Neil
Welch fue trasladado a Filadelfia.
Gran parte de la influencia de Hoover al conseguir que el Congreso aprobara
sus solicitudes de presupuesto tenía que ver con las estadísticas que podía
enseñar. Pero para que el director pudiera utilizar esos números, todo el mundo
tenía que cumplir sobre el terreno.
A principios de 1972, así continúa la historia, Welch le prometió al jefe
ciento cincuenta detenciones por juego ilegal. Por lo visto, era la categoría que
necesitaba un empujón en aquella época. Así que urdimos un sofisticado engaño
con informantes, teléfonos pinchados y planificación militar, todo para culminar
el domingo de la Super Bowl, el día más importante del año para el juego ilegal.
Los Dallas Cowboys, que habían perdido un partido disputado con los Baltimore
Colt el año anterior, jugaban con los Miami Dolphin en Nueva Orleans.
Las detenciones de los corredores de apuestas tienen que ser procedimientos
muy rápidos y precisos porque usan papel directo (que arde al instante) o papel
de patata (que es soluble en el agua). La operación prometía ser un lío porque
había habido lluvias intermitentes todo el día.
Nuestro engaño implicaba a más de doscientos jugadores aquella tarde
ruinosa. En un momento dado, tenía a un sujeto esposado en el asiento trasero
del coche y lo llevaba al depósito de armas donde los estábamos colocando a
todos. Era un tipo encantador, simpático. También era guapo, se parecía a Paul
Newman. Me dijo:
—En algún momento, cuando todo esto acabe, tenemos que ir a jugar a
ráquetbol.
Era bastante accesible, así que empecé a hacerle preguntas como hacía con
los ladrones de bancos.
—¿Por qué haces esto?
—Me encanta —contestó—. Puedes detenernos a todos hoy, John. No
cambiará nada.
—Pero para un chico listo como tú, debería ser fácil ganar dinero de manera
legítima.
Él lo negó con la cabeza, como si yo no entendiera nada. Llovía con más
intensidad. Miró a un lado y desvió mi atención hacia la ventanilla del coche.
—¿Ves esas dos gotas de agua? —Las señaló—. Apuesto a que la de la
izquierda llegará al final del cristal antes que la de la derecha. No necesitamos la
Super Bowl. Solo nos hacen falta dos gotas de lluvia. No puedes pararnos, John,
hagas lo que hagas. Somos así.
Para mí, aquel breve encuentro fue como una sacudida, como un cese
instantáneo de la ignorancia. Puede parecer ingenuo visto ahora, pero de repente
todo lo que había preguntado, toda mi investigación con ladrones de bancos y
otros criminales se volvió nítida.
«Somos así».
Había algo inherente, en lo más profundo de la mente y la psique del
criminal, que lo empujaba a hacer las cosas de una determinada manera. Más
tarde, cuando empecé a estudiar las mentes y las motivaciones de los asesinos en
serie, cuando empecé a analizar las escenas del crimen en busca de pistas de
comportamiento, buscaba el elemento o conjunto de elementos que hacían que
saliera a la luz el crimen y el criminal, «que representara lo que era».
Al final encontré el término «firma» para describir ese elemento único y
obsesión personal, que se mantenía estático. Lo utilizaba para distinguirlo del
tradicional modus operandi, que es fluido y puede cambiar. Se convirtió en el
núcleo de lo que hacemos en la Unidad de Apoyo a la Investigación.
Con todo, los centenares de detenciones que hicimos en aquella Super Bowl
fueron desestimadas por el procedimiento técnico. Con las prisas por sacar
adelante la operación, un asistente del fiscal general, y no el fiscal general en
persona, había firmado las órdenes de registro. No obstante, el jefe Welch había
cumplido su promesa y entregó sus números a Hoover, por lo menos durante el
tiempo suficiente para que tuvieran el efecto deseado en el Capitolio. Y yo había
inventado un enfoque que sería esencial en mi carrera, simplemente por apostar
con gotas de lluvia.
4
Entre dos mundos
Era un caso de secuestro de avión con el robo interestatal de una carga de whisky
J&B por valor de unos cien mil dólares. Era la primavera de 1971 y yo llevaba
seis meses en el trabajo en Detroit. El encargado del almacén nos chivó dónde
iban a hacer el intercambio de dinero por el botín robado.
Trabajábamos en una operación conjunta del FBI y la policía de Detroit, pero
ambas organizaciones se habían reunido por separado para la planificación. Solo
los altos cargos habían hablado entre sí, y lo que hubieran decidido no había
llegado hasta la calle. Así que cuando llegó el momento de realizar la detención,
nadie sabía exactamente qué estaban haciendo los demás.
Era de noche, en las afueras de la ciudad, junto a unos raíles. Yo conducía un
coche del FBI con mi jefe de equipo, Bob Fitzpatrick, sentado al lado. El
informante era suyo, y Bob McGonigel era el agente del caso.
Se oyó hablar por la radio: «¡Detenedlos! ¡Detenedlos!». Todos paramos con
un chirrido y rodeamos el coche. El conductor abrió la puerta, saltó y echó a
correr. Junto con un agente de otro coche, abrí la puerta, saqué la pistola y salí
corriendo tras él.
Estaba oscuro, todos íbamos vestidos de calle, sin trajes, corbatas ni nada, y
nunca olvidaré el blanco de sus ojos cuando vi a un policía uniformado
apuntándome directamente con una pistola y gritando: «¡Alto, policía! ¡Tire la
pistola!». Estábamos a menos de un metro y noté que el tipo estaba a punto de
dispararme. Me quedé helado, al tiempo que asimilaba que, si hacía un
movimiento en falso, estaba acabado.
Estaba a punto de soltar la pistola y levantar las manos cuando oí la voz de
Fitzpatrick que gritaba desesperado:
—¡Es del FBI! ¡Es un agente del FBI!
El policía bajó el arma, y yo salí corriendo por instinto detrás del conductor,
segregando adrenalina en un intento de recuperar la distancia que había perdido.
El otro agente y yo lo alcanzamos juntos. Lo tiramos al suelo y lo esposamos con
más brusquedad de la necesaria por los nervios. Sin embargo, aquellos segundos
de parálisis en los que pensaba que me iban a pegar un tiro fueron una de las
experiencias más aterradoras de mi vida. Desde entonces, muchas veces, cuando
intentaba ponerme en la piel y la mente de víctimas de violación y asesinato,
obligándome a imaginar qué debían de estar pensando y sintiendo en el
momento de la agresión, recordaba mi propio miedo, y eso me ha ayudado a
entender de verdad casos desde el punto de vista de la víctima.
En la misma época en que muchos de nosotros de jóvenes nos dejábamos la
piel intentando realizar el mayor número de detenciones posible, muchos de los
veteranos quemados tenían la actitud de que no tenía sentido tirar del carro
porque te pagaban lo mismo te arriesgaras del todo o no, y esa iniciativa era cosa
de vendedores. Dado que nos animaban a pasar la mayor parte del tiempo fuera
de la oficina, ver escaparates, sentarse en el parque y leer el Wall Street Journal
se convirtieron en los pasatiempos favoritos de un determinado segmento de
agentes.
Como yo era un chico ambicioso, decidí escribir una nota en la que proponía
un sistema de pago por méritos para motivar a la gente más productiva. Se la
entregué a nuestro agente especial al cargo, Tom Naly.
Tom me llamó a su despacho, cerró la puerta, cogió la nota de la mesa y me
dedicó una sonrisa benevolente.
—¿Qué te preocupa, John? Conseguirás tu GS-11 —dijo, al tiempo que
rompía la nota por la mitad—. Conseguirás tu GS-12 —continuó mientras la
volvía a romper por la mitad—. Conseguirás tu GS-13. —La volvió a romper, y
para entonces se reía de verdad—. No tenses la cuerda, Douglas. —Fue su
consejo final mientras dejaba que los pedazos de papel cayeran flotando en la
papelera.
Quince años más tarde, mucho después de que falleciera J. Edgar Hoover y
la pérdida que ello supuso, por lo menos en cierto modo, el FBI implementó un
sistema de pagos por méritos. No obstante, cuando finalmente lo hicieron,
obviamente se las arreglaron sin mi ayuda.
Una tarde de mayo, en realidad recuerdo que fue el viernes después del 17 de
mayo por razones que aclararé enseguida, estaba con Bob McGonigel y Jack
Kunst en un bar al que solíamos ir, enfrente de la oficina, llamado Jim’s Garage.
Estaba tocando un grupo de rock and roll y todos habíamos bebido demasiada
cerveza, cuando de repente una chica joven y atractiva entró con una amiga. Me
recordó a Sophia Loren de joven, vestida a la moda de la época: un vestido corto
azul y botas altas hasta prácticamente la ingle.
Grité:
—Eh, azul, ven aquí.
Para mi sorpresa, ella y su amiga obedecieron. Se llamaba Pam Modica y
empezamos a bromear, a hacer buenas migas. Cumplía veintiún años y ella y su
amiga estaban celebrando su derecho a beber legalmente. Parecía estar de buen
humor. Más tarde supe que la primera impresión que se llevó de mí fue que era
guapo pero un poco raro con ese corte de pelo corto tan oficial. Nos fuimos de
allí y nos pasamos el resto de la noche de bar en bar.
Durante las semanas siguientes nos fuimos conociendo mejor. Ella vivía en
la ciudad de Detroit y había ido a Pershing High, un colegio prácticamente solo
de negros donde cursó estudios el genio del baloncesto Elvin Hayes. Cuando la
conocí, estudiaba en la Eastern Michigan University, en Ypsilanti.
Todo fue bastante rápido entre nosotros, y a Pam le pasó factura social. Era
1971, la guerra de Vietnam continuaba y la desconfianza hacia el FBI era
enorme en los campus universitarios. Muchos amigos no querían tener relación
con nosotros, convencidos de que yo era un hombre del gobierno que informaba
sobre sus actividades a alguna autoridad. La idea de que esos chicos fueran lo
bastante importantes para ser espiados era absurda, de no ser porque el FBI hacía
esas cosas en aquella época.
Recuerdo que fui con Pam a una clase de sociología. Me senté en el fondo
del aula, escuché a la profesora, una profesora asistente joven y radical, muy
guay, muy «en la onda». Sin embargo, no paraba de mirarla, y ella no dejaba de
devolverme la mirada; era evidente que le molestaba mucho mi presencia.
Cualquiera del FBI era el enemigo, aunque fuera el novio de una de sus alumnas.
Si pienso en aquel incidente, entiendo la inquietud que puedes provocar a veces
solo por ser tú, y mi unidad y yo lo usábamos en beneficio propio. En un brutal
caso de asesinato en Alaska, mi colega Jud Ray, que es negro, puso histérico a
un acusado racista en el estrado de los testigos sentándose a su lado y siendo
simpático con la novia del hombre.
Durante los primeros años de universidad de Pam en Eastern Michigan
estuvo activo un asesino en serie, aunque aún no usábamos esa terminología. Su
primer ataque fue en julio de 1967, cuando una joven llamada Mary Fleszar
desapareció del campus. Su cadáver descompuesto se encontró un mes después.
La habían apuñalado y le habían cortado las manos y los pies. Al cabo de un año
se descubrió el cuerpo de Joan Schell, estudiante de la Universidad de Michigan
en Ann Arbor. La habían violado y asestado casi cincuenta puñaladas. Luego se
encontró otro cadáver en Ypsilanti.
Las muertes, conocidas como «los asesinatos de Michigan», fueron a más, y
las mujeres de ambas universidades vivían aterrorizadas. Cada cuerpo que
aparecía incluía pruebas de horribles abusos. Cuando en 1969 se detuvo a un
estudiante de la Universidad de Michigan llamado John Norman Collins, casi
por casualidad, por su tío, el cabo de policía David Leik, seis alumnas y una niña
de trece años habían muerto de una manera espeluznante.
Collins fue juzgado y condenado a cadena perpetua unos tres meses antes de
entrar yo en la Agencia. A menudo me pregunto si, en caso de que la Agencia
hubiera sabido lo que sabemos ahora, se podría haber atrapado antes al
monstruo, antes de causar tanta pena. Incluso después de la detención, su
espectro seguía acechando en ambos campus, igual que el de Ted Bundy
acecharía en otra universidad unos años más tarde. Con el recuerdo de los
horribles crímenes formando parte de la vida reciente de Pam, se convirtieron
también en parte de la mía. Creo que es muy probable, por lo menos en el
subconsciente, que cuando empecé a estudiar y luego acechar a asesinos en serie,
John Norman Collins y sus bellas víctimas inocentes estuvieran presentes.
Era cinco años mayor que Pam, pero como ella estaba en la universidad y yo
en el mundo laboral de las fuerzas de la ley, a menudo parecía que nos separara
toda una generación. En público a menudo estaba callada y pasiva conmigo y
mis amigos, y me temo que a veces nos aprovechábamos de eso.
Una vez, Bob McGonigel y yo quedamos con Pam para comer en el
restaurante de un hotel con vistas al centro. Ambos vestíamos traje oscuro y
zapatos de cuero calado, y Pam llevaba ropa alegre e informal de estudiante.
Después, cuando tomamos el ascensor para bajar al vestíbulo, parecía que este se
iba a parar en todas las plantas, y cada vez estaba más lleno.
A medio camino, Bob se volvió hacia Pam y le dijo:
—Nos lo hemos pasado muy bien hoy. La próxima vez que estemos en la
ciudad te llamaremos.
Pam miraba al suelo y procuró no reaccionar cuando intervine yo:
—Y la próxima vez yo traeré la nata montada y tú las cerezas.
Los demás ocupantes del ascensor se miraban entre sí, se revolvían
incómodos, hasta que Pam soltó una carcajada. Luego nos miraron como si
fuéramos unos pervertidos.
Pam iba a hacer un intercambio en Inglaterra durante el trimestre de otoño. A
finales de agosto, cuando se fue, estaba bastante seguro de que quería casarme
con ella. Nunca pensé en aquel momento en preguntarle a Pam si sentía lo
mismo por mí. Di por hecho que sería así.
Durante su ausencia, nos escribimos constantemente. Pasé mucho tiempo en
casa de su familia, en 622 Alameda Street, cerca del parque de atracciones
público de Michigan. El padre de Pam murió cuando ella era pequeña, y yo
aproveché la hospitalidad de su madre, Rosalie; cenaba allí varias veces por
semana mientras elaboraba un perfil de ella y de los hermanos y hermanas de
Pam para saber cómo era ella.
En aquella época conocía a otra mujer a la que luego Pam se referiría
(aunque nunca la conoció) como «la tía del golf». Una vez más, nos conocimos
en un bar, ahora que lo pienso pasaba demasiado tiempo en bares. Tenía
veintitantos años, era bastante atractiva y acababa de terminar la universidad.
Acabábamos de conocernos cuando insistió en que fuera a su casa a cenar.
Vivía en Deardborn, la sede central de Ford, y su padre era un alto ejecutivo
del sector automovilístico. Vivían en una gran casa de piedra con piscina,
cuadros originales y muebles modernos. Su padre tenía casi cincuenta años, era
la viva imagen del éxito empresarial. Su madre era refinada y elegante.
Estábamos cenando, yo flanqueado por el hermano y la hermana menores de mi
nueva amiga. Estudié a su familia mientras intentaba deducir sus ingresos netos.
Al mismo tiempo, ellos trataban de evaluarme.
Todo iba demasiado bien. Parecían impresionados por el hecho de que yo era
un agente del FBI, un cambio agradable respecto de lo que estaba acostumbrado
con el entorno de Pam. Sin embargo, aquella gente pertenecía a la clase
dominante. Me estaba poniendo nervioso, y me di cuenta de que el motivo era
que prácticamente me daban por casado.
El padre me preguntó por mi familia, mi pasado, mi servicio militar. Le hablé
de mi trabajo dirigiendo las instalaciones deportivas de la base de las fuerzas
aéreas. Luego me contó que él era propietario junto con un socio de un campo de
golf cerca de Detroit. Siguió hablando de calles y hoyos, y yo iba aumentando
mi cálculo de sus bienes a cada segundo.
—John, ¿juegas al golf? —me preguntó.
—No, papá —contesté, sin perderme una—, pero me gustaría aprender.
Ya estaba, lo dejamos ahí. Pasé la noche allí, en el sofá de la sala de estar. En
plena noche me visitó la chica, que había conseguido bajar medio dormida hasta
mí. Tal vez fuera la idea de estar en aquella casa tan elegante, o mi miedo
instintivo a los montajes desde que había entrado en la Agencia, pero me dio
miedo su agresividad, a la altura de la del resto de su familia. Me fui a la mañana
siguiente, tras haber disfrutado de su hospitalidad y una cena magnífica. Pero
sabía que había perdido mi oportunidad de una buena vida.
Pam llegó de Inglaterra unos días antes de la Navidad de 1971. Decidí hacer
la gran pregunta; había comprado un anillo de compromiso de diamantes. En
aquella época, la Agencia tenía contactos para casi todo lo que quisieras
comprar. La empresa a la que le compré el anillo nos estaba agradecida por
haber frustrado un atraco a una joyería y hacía excelentes ofertas a los agentes.
Con este descuento, el anillo con el diamante más grande que me podía
permitir era de 1,25 quilates. Pensé que si lo veía en el fondo de una copa de
champán, además de pensar que era una persona de una inteligencia extrema, el
diamante parecería de tres quilates. La llevé a un restaurante italiano en Eight
Mile Road, cerca de su casa. Mi intención era ponerle el anillo en la copa en
cuanto fuera al baño.
Pero nunca fue al baño. La noche siguiente la llevé al mismo restaurante, con
idéntico resultado. Como para entonces ya había hecho varias vigilancias, en las
que estar sentado durante horas en un coche y tener que aguantarse era un
auténtico inconveniente laboral, la admiraba. Tal vez fuera una especie de
mensaje divino que me decía que no estaba preparado para el matrimonio.
La noche siguiente era Nochebuena y la pasamos en casa de su madre, en
compañía de toda su familia. Era el momento, ahora o nunca. Habíamos bebido
Asti Spumante, que le encantaba. Por fin salió del salón un minuto para ir a la
cocina. Cuando volvió, se sentó en mi regazo, brindamos y, si no llego a pararla,
se habría tragado el anillo. Ahí se acabó lo de parecer de tres quilates; no lo vio
hasta que no se lo señalé. Me pregunto si eso también era un mensaje.
Sin embargo, lo importante era que había creado mi «escenario de
interrogatorio» para obtener el resultado pretendido. Después de montar la
escena con tanto cuidado, rodeados de sus hermanos y su madre, que me
adoraba, no le dejaba mucha opción. Dijo que sí. Nos íbamos a casar en junio.
Para las misiones del segundo año, la mayoría de agentes solteros eran
destinados a Nueva York o Chicago, pensando que sería menos duro para ellos
que para los casados. No tenía preferencias, y acabé destinado en Milwaukee,
que sonaba a ciudad que estaba bien, aunque nunca había estado ni sabía muy
bien dónde se encontraba. Me mudé allí en enero y me instalé; Pam iría después
de la boda.
Encontré un sitio en los apartamentos Juneau Village, en Juneau Avenue, no
muy lejos de la sede de Milwaukee en el edificio federal de North Jackson
Street. Resultó ser un error táctico, porque, pasara lo que pasara, la respuesta
siempre era: «Ve a buscar a Douglas. Vive a tres manzanas de aquí».
Antes de llegar a Milwaukee, las mujeres de la oficina sabían quién era, es
decir, uno de los dos únicos agentes solteros. Durante las primeras semanas se
peleaban por hacer mis transcripciones, aunque tenía pocas. Todo el mundo
quería estar conmigo. Sin embargo, al cabo de unas semanas corrió la voz de que
estaba prometido, y enseguida me convertí en el sexto día de un desodorante de
cinco días.
El ambiente en la sede de Milwaukee era una réplica del de Detroit, pero más
manifiesto. Mi primer jefe allí fue un hombre llamado Ed Hays, al que todo el
mundo llamaba Eddie el Rápido. Siempre estaba rojo como un pimiento (murió
por tener la presión alta poco después de jubilarse), y siempre iba dando vueltas,
chasqueando los dedos y diciendo:
—¡Fuera de la oficina! ¡Fuera de la oficina!
Yo dije:
—¿Dónde se supone que debo ir? Acabo de llegar, no tengo coche, ni casos.
Él repuso:
—No me importa adónde vayas. ¡Fuera de la oficina!
Así que me fui. En aquella época era habitual entrar en una biblioteca o
caminar por Wisconsin Avenue, cerca de la oficina, y encontrarse a varios
agentes mirando escaparates por no tener adónde ir. Fue por aquel entonces
cuando me compré mi siguiente coche, un Ford Torino, a través de un vendedor
que tenía contacto con la Agencia.
Nuestro siguiente jefe, Herb Hoxie, llegó desde Little Rock, Arkansas. La
contratación siempre era un gran tema para los jefes, y en cuanto llegó, Hoxie ya
tenía la pistola apuntando a su cabeza. Cada sede tenía una cuota mensual de
agentes y personal ajeno.
Hoxie me llamó a su despacho y me dijo que iba a hacerme cargo de la
contratación. Era una función que solía desempeñar un soltero porque implicaba
viajar mucho por el estado.
—¿Por qué yo? —pregunté.
—Porque teníamos que echar al último que lo hizo, y ha tenido suerte de no
ser despedido. —Iba a los institutos de la zona a entrevistar a chicas para los
puestos administrativos. Hoover seguía vivo y en aquella época no había mujeres
que fueran agentes especiales. Les hacía preguntas como si llevara una lista
preparada. Una era: «¿Eres virgen?». Si contestaba que no, le pedía una cita. Los
padres empezaron a quejarse y el jefe tuvo que sacarlo de allí.
Empecé con la contratación por todo el estado. Enseguida cuadrupliqué la
cuota. Era el contratista más productivo del país. El problema era que era
demasiado bueno; no iban a sacarme de allí. Cuando le dije a Herb que en
realidad no quería seguir haciéndolo, que no había entrado en el FBI para
dedicarme a personal, amenazó con pasarme al servicio de derechos civiles, que
significaba investigar a departamentos de policía y agentes acusados de vejar a
sospechosos o presos o de discriminar a minorías. No era precisamente el puesto
más popular en la Agencia. Pensé que era una manera odiosa de recompensarme
por el trabajo bien hecho.
Así que urdí un plan. Accedí con arrogancia a seguir generando semejante
cantidad de contratos si Hoxie me nombraba relevo o sustituto principal, y si me
daban un coche de la Agencia y una recomendación para conseguir dinero de la
administración de ayuda a las fuerzas de la ley para los estudios. Sabía que si no
quería pasarme toda mi carrera sobre el terreno, necesitaba un máster.
En la oficina ya era una especie de sospechoso. Cualquiera que quisiera
tantos estudios tenía que ser un liberal provocador. En la Universidad de
Wisconsin, en Milwaukee, donde empecé un máster en psicología organizacional
de noche y los fines de semana, la percepción era justo la contraria. La mayoría
de los profesores recelaban de tener a un agente del FBI en sus clases, y nunca
había tenido mucha paciencia para las cursilerías que forman parte de la
psicología («John, quiero que te presentes a tu compañero y le digas cómo es en
realidad John Douglas».).
En una clase, estábamos sentados en círculo. Los círculos eran grandes en
aquella época. Poco a poco me di cuenta de que nadie me hablaba. Intenté
participar en la conversación, pero nadie decía nada. Finalmente dije: «¿Qué
pasa aquí, chicos?». Resulta que me salía un peine con el mango de metal del
bolsillo de la chaqueta y pensaron que era una antena, que estaba grabando la
clase y retrasmitiéndola a la «sede central». La paranoia y la importancia que se
daba esa gente nunca dejaba de sorprenderme.
A principios de mayo de 1972, J. Edgar Hoover murió tranquilo mientras
dormía, en su casa de Washington. A primera hora de la mañana llegaron
teletipos de la sede central a todas las sedes locales. En Milwaukee, el jefe nos
llamó a todos para oír la noticia. A pesar de que Hoover tenía casi ochenta años
y llevaba siglos trabajando, nadie pensaba en realidad que fuera a morir algún
día. Muerto el rey, todos nos preguntamos de dónde iba a salir un nuevo monarca
que ocupara su lugar. L. Patrick Gray, vicefiscal general leal a Nixon, fue
nombrado director en funciones. Al principio fue conocido por innovaciones
como por fin admitir agentes femeninas. Cuando sus lealtades en el gobierno
entraron en conflicto con las necesidades de la Agencia empezó a caer.
Estaba reclutando a agentes en Green Bay unas semanas después del
fallecimiento de Hoover cuando me llamó Pam. Me dijo que el sacerdote quería
vernos unos días antes de la boda. Estaba convencido de que pensaba
convertirme al catolicismo y marcarse unos puntos con los jefazos de la Iglesia.
Pero Pam es una buena católica, educada en el respeto y la obediencia a lo que le
decían los curas. Y yo sabía que se iba poner hecha un basilisco si no me rendía
pacíficamente.
Fuimos juntos a la iglesia St. Rita, pero ella fue sola a ver al sacerdote antes.
Me recordaba a la comisaría de Montana cuando iba a la universidad y nos
separaron para comprobar nuestra historia. Estaba seguro de que estaban
planificando la estrategia de conversión. Cuando finalmente me hicieron pasar,
lo primero que dije fue:
—¿Qué tenéis en la manga para el chico protestante?
El cura era joven y amable, probablemente de treinta y tantos años. Me hizo
preguntas generales como: «¿Qué es el amor?». Intenté deducir un perfil de él,
imaginar si había una respuesta correcta. Esas entrevistas eran como los
exámenes de acceso a la universidad: nunca estás seguro de si estás bien
preparado.
Pasamos a la planificación familiar, en cómo íbamos a educar a los niños, ese
tipo de cosas. Empecé a preguntarle cómo era ser cura, ser célibe y no tener su
propia familia. El cura parecía simpático, pero Pam me había dicho que St. Rita
era una iglesia estricta y tradicional, y no se sentía cómodo conmigo porque no
soy católico. No estaba seguro. Pensé que intentaba romper el hielo cuando me
preguntó:
—¿Dónde os conocisteis?
Siempre que he sentido estrés en mi vida me he puesto a hacer bromas, en un
intento de aliviar la tensión. Pensé que era mi oportunidad, y no pude evitarlo.
Acerqué mi silla a él.
—Bueno, padre —empecé—, ya sabe que soy agente del FBI. No sé si Pam
le ha contado su pasado.
Mientras hablaba me iba acercando a él, centrado en el contacto visual que
ya había aprendido a usar en los interrogatorios. No quería que mirara a Pam
porque no sabía cómo reaccionaría ella.
—Nos conocimos en un lugar llamado Jim’s Garage, que es un bar con
chicas bailando con los pechos descubiertos. Pam trabajaba de bailarina y era
bastante buena. Pero lo que realmente me llamó la atención fue que bailaba con
borlas en los pechos y las hacía girar en sentidos opuestos. Créame, era para
verlo.
Pam se había quedado muda, sin saber si decir algo o no. El cura escuchaba
fascinado.
—El caso, padre, es que hacía girar esas borlas en sentidos opuestos cada vez
a más velocidad, cuando de pronto una salió volando hacia el público. Todo el
mundo fue a cogerla. Yo me levanté, la atrapé y se la di, y hasta hoy.
El cura estaba boquiabierto. Se lo había creído del todo cuando solté una
carcajada, como hice con mi informe oral sobre el libro en el instituto.
—¿Quieres decir que no es verdad? —preguntó.
Para entonces Pam también había estallado, y los dos nos partíamos de risa.
No sé si el cura se sintió aliviado o decepcionado.
Bob McGonigel fue mi padrino. La mañana de la boda fue lluviosa y
deprimente, y yo estaba ansioso por seguir adelante. Hice que Bob llamara a
Pam a casa de su madre y le preguntara si sabía algo de mí. Por supuesto, dijo
que no, y Bob explicó que no había vuelto a casa la noche antes y le daba miedo
que me hubiera echado atrás y me retirara. Visto ahora, no puedo creer que
tuviera un sentido del humor tan perverso. Al final Bob se echó a reír y nos
descubrió, pero me desilusionó un poco que Pam no tuviera una reacción más
exagerada. Después me dijo que estaba tan obsesionada con los preparativos y
tan preocupada porque el pelo rizado se mantuviera bien con la humedad que la
desaparición del novio era un problema menor.
Cuando intercambiamos nuestros votos en la iglesia aquella tarde y el cura
nos declaró marido y mujer, me sorprendió que me dedicara unas palabras
amables:
—Conocí a John Douglas el otro día, y me hizo pensar mucho sobre cómo
me siento respecto de mis creencias religiosas.
A saber qué le dije para hacerle reflexionar tanto, pero a veces los caminos
del Señor son insondables. La siguiente vez que le conté la historia de las borlas
a un cura fue al que Pam llamó para rezar por mí en Seattle. Y también me
creyó.
Tuvimos una breve luna de miel en Poconos, con bañera en forma de
corazón, espejos en el techo y todas esas cosas elegantes; luego fuimos a Long
Island, donde mis padres nos organizaron una fiesta porque poca gente de mi
familia había podido ir a la boda.
Una vez casados, Pam se mudó a Milwaukee. Se licenció y era profesora.
Todos los educadores nuevos tenían que empezar de sustitutos en los colegios
más duros de la ciudad. Había una escuela de secundaria especialmente mala.
Los profesores recibían empujones y patadas con regularidad, y había habido
algunos intentos de violación de las docentes más jóvenes. Yo por fin había
salido del servicio de contratación y trabajaba muchas horas en el equipo de
reacción, sobre todo en atracos a bancos. Pese al peligro inherente a mi trabajo,
me preocupaba más la situación de Pam. Por lo menos yo tenía un arma para
defenderme. Una vez, cuatro alumnos la obligaron a entrar en un aula vacía y
empezaron a manosearla y agredirla. Consiguió gritar y escapar, pero yo estaba
furioso. Me daban ganas de llevarme a unos cuantos agentes a la escuela y liarla.
Mi mejor amigo en aquella época era un agente llamado Joe Del Campo, que
trabajaba conmigo en los casos de atracos a bancos. Íbamos mucho a un sitio de
bagels de Oakland Avenue, cerca del campus de la Universidad de Wisconsin en
Milwaukee. Lo llevaban una pareja llamada David y Sarah Goldberg, y en poco
tiempo Joe y yo nos hicimos amigos suyos. De hecho, empezaron a tratarnos
como si fuéramos sus hijos.
Algunas mañanas estábamos allí a primera hora, con nuestras armas y
ayudando a los Goldberg a poner bagels y bialys en el horno. Desayunábamos,
íbamos a atrapar a un fugitivo, seguíamos unas cuantas pistas de otros casos y
volvíamos para comer. Joe y yo entrenábamos en el centro judío, y por Navidad
y la época de la Janucá nos hicimos asiduos de los Goldberg. Al final otros
agentes empezaron a ir a lo que nosotros llamábamos «casa de los Goldberg», y
celebramos una fiesta allí a la que asistieron todos los jefes.
Joe Del Campo era un chico brillante, políglota y excelente con las armas de
fuego. Su arrojo fue decisivo en la que tal vez sea la situación más extraña y
confusa que he vivido en mi vida.
Un día de invierno, Joe y yo estábamos en la oficina interrogando a un
fugitivo al que habíamos llevado esa mañana cuando recibimos una llamada de
la policía de Milwaukee, que tenía una situación con rehenes. Joe llevaba toda la
noche despierto por el turno de noche, pero dejamos nuestros asuntos y salimos a
la calle.
Cuando llegamos a un edificio antiguo estilo Tudor, supimos que el
sospechoso, Jacob Cohen, era un fugitivo acusado de matar a un agente de
policía en Chicago. Acababa de disparar a un agente del FBI, Richard Carr, que
intentaba acercarse a su bloque de apartamentos, rodeado por un equipo de élite
del FBI recién formado. El loco luego atravesó el perímetro del equipo de élite y
le dispararon en el trasero. Agarró a un niño que quitaba nieve con una pala y
entró en una casa. Ahora tenía tres rehenes: dos niños y un adulto. Al final dejó
libre al adulto y uno de los niños. Se quedó con el otro chaval, cuya edad
calculamos que era de unos diez o doce años.
En ese momento todo el mundo estaba irritado. Hacía mucho frío. Cohen
estaba fuera de sí, y no ayudaba tener el culo lleno de plomo. El FBI y la policía
de Milwaukee estaban enfadados por permitir que la situación degenerara. El
equipo de élite estaba molesto porque era su primer gran caso y lo habían
perdido y dejado pasar por su perímetro. El FBI en general estaba sediento de
sangre porque habían herido a uno de los suyos. Y la policía de Chicago ya había
hecho correr la voz de que quería atraparlo, y que si nadie iba a disparar al
sospechoso ellos tenían derecho a hacerlo.
Herb Hoxie llegó al escenario y cometió lo que considero algunos errores
para agravar los que ya habían cometido los demás. Primero, usó un megáfono,
lo que lo hacía parecer dictatorial. El contacto privado por teléfono es más
sensible, y te da la flexibilidad de negociar a solas. Luego cometió lo que
considero su segundo error: se ofreció como rehén a cambio del niño.
Hoxie se puso al volante de un coche del FBI. La policía lo rodeó mientras
iba marcha atrás en la entrada. Entre tanto, Del Campo me dijo que lo ayudara
en la azotea del inmueble. Recordad que era un edificio Tudor con tejados
inclinados resbaladizos por el hielo, y Joe llevaba toda la noche despierto. El
único arma que tenía era una magnum .357 con un cañón de unos seis
centímetros.
Cohen salió del edificio agarrando al chico con el brazo por la cabeza, muy
cerca de su cuerpo. El detective Beasley, de la policía de Milwaukee, salió del
círculo de agentes y dijo:
—¡Jack, tenemos lo que quieres! ¡Deja al niño!
Del Campo aún estaba subiendo la pendiente del tejado. La policía lo vio y
entendió lo que pretendía hacer.
El sujeto y el rehén se acercaron al coche. Había hielo y nieve por todas
partes. De pronto, el niño resbaló en el hielo y provocó que Cohen lo soltara. Del
Campo llegó a la punta del tejado. Pensando que con el cañón corto la bala podía
subir, apuntó al cuello y disparó.
Fue un impacto directo, un disparo increíble, justo en el medio del cuello del
sujeto. Cohen cayó, pero nadie sabía si el herido era él o el niño.
Exactamente tres segundos después, el coche estaba acribillado a balazos. En
el fuego cruzado, el detective Beasley recibió un balazo en el tendón de Aquiles.
El niño iba a gatas delante del coche, que lo atropelló porque Hoxie había
recibido el impacto de un cristal y había perdido el control. Por suerte, el chico
no tenía heridas graves.
Fiel a las formas del FBI, en el noticiario de la televisión local apareció el
agente al cargo, Herbert Hoxie, en una camilla cuando lo trasladaban a la sala de
urgencias con sangre en el oído, y mientras se lo llevaban hizo declaraciones a la
prensa: «De pronto oí un disparo, las balas volaban por todas partes. Supongo
que me dieron, pero creo que estoy bien…». FBI, Dios, maternidad, pastel de
manzana, etcétera.
Pero ahí no acabó todo. Estuvieron a punto de pelearse a puñetazos, y la
policía casi pegó a Del Campo por quitarles el disparo. El equipo de élite
tampoco estaba muy contento porque los dejaba en mal lugar. Fueron a quejarse
al jefe Ed Best, pero él defendió a Del Campo y dijo que había salvado la
situación que ellos habían creado.
Cohen tenía entre treinta y cuarenta heridas de bala, pero seguía vivo cuando
se lo llevaron en ambulancia. Por suerte para todos los implicados, murió en el
hospital.
El agente especial Carr sobrevivió de milagro. La bala de Cohen atravesó la
gabardina que llevaba, penetró en el hombro, rebotó en la tráquea y se alojó en el
pulmón. Carr conservó esa gabardina con el agujero de bala y se la puso con
orgullo a partir de aquel día.
Del Campo y yo formamos un equipo fantástico durante una temporada,
salvo cuando nos daban los ataques de risa que no podíamos evitar. Un día,
estábamos en un bar gay intentando conseguir informantes sobre un asesino
homosexual huido. Estaba oscuro y tardamos un rato en acostumbrar la vista. De
pronto nos dimos cuenta de que nos miraban y empezamos a discutir sobre a
cuál de los dos preferían. Luego vimos un cartel encima de la barra: «Cuesta
encontrar a un tipo duro» y explotamos de risa como dos bobos.
Nunca nos costó demasiado. Una vez nos reímos mientras hablábamos con
un anciano en silla de ruedas en una residencia y, de nuevo, entrevistando al
elegante propietario de una empresa de cuarenta y tantos años cuando el
peluquín se le deslizó hasta media frente. No importaba, si una situación tenía
algo de humor, Joe y yo lo encontrábamos. Por insensible que suene,
probablemente era una habilidad útil. Cuando te pasas el día observando
escenarios de asesinato y vertederos, sobre todo cuando había niños implicados,
cuando has hablado con centenares, luego miles de víctimas y sus familias,
cuando has visto las cosas absolutamente increíbles que son capaces de hacer los
seres humanos a otros seres humanos, mejor que te rías de tonterías. De lo
contrario, te vuelves loco.
A diferencia de muchos chicos que entraban en las fuerzas de la ley, nunca
había sido un loco de las armas, pero desde el ejército era un buen tirador. Pensé
que sería interesante estar en el equipo de élite una temporada. Todas las sedes
tenían uno. Era un trabajo a media jornada, los cinco miembros del equipo eran
requeridos cuando se les necesitaba. Entré en el grupo y me nombraron
francotirador, el que se queda más atrás y lanza el disparo largo. Los demás
miembros tenían un importante pasado militar, como boinas verdes o rangers, y
yo solo había enseñado a nadar a esposas e hijos de pilotos. El jefe del equipo,
David Kohl, acabó siendo subdirector asistente en Quantico, y fue quien me
pidió que fuera a la Unidad de Apoyo a la Investigación.
En un caso un poco más claro que la extravagancia de Jacob Cohen, un chico
atracó un banco, luego obligó a la policía a una persecución a toda velocidad y
acabó montando una barricada en un almacén. Entonces nos llamaron. Dentro de
la nave, el tipo se quitó la ropa y se la volvió a poner. Parecía el caso de un loco.
A continuación pidió que le llevaran a su esposa, y lo hicieron.
En los últimos años, cuando ya habíamos hecho más investigación sobre este
tipo de personalidad, entendimos que eso no se hace, no se aceptan ese tipo de
demandas porque la persona que piden ver suele ser la que consideran que ha
causado el problema. Por tanto, estás exponiendo a ese individuo a un gran
peligro y preparándolo para un asesinato-suicidio.
Por suerte, en este caso no la llevaron dentro del almacén, sino que la
pusieron al teléfono con él. Por supuesto, en cuanto colgó se voló la cabeza de
un disparo.
Todos llevábamos horas esperando en posición, y de pronto había terminado.
Pero no siempre se puede aplacar el estrés tan rápido, lo que a menudo genera un
humor retorcido.
—Dios, ¿por qué ha tenido que hacer eso? —comentó uno de los chicos—.
Douglas es un excelente tirador. Podría haberlo hecho por él.
Estuve en Milwaukee poco más de cinco años. Al final, Pam y yo nos
mudamos del apartamento de Jueneau Avenue a una casa en Brown Deer Road,
lejos de la oficina, cerca del límite norte de la ciudad. Yo pasaba la mayor parte
del tiempo trabajando en atracos a bancos, y me había ganado una serie de
elogios resolviendo casos. Creía tener más éxito cuando encontraba una «firma»
que uniera varios crímenes, un factor que más tarde se volvió central en nuestro
análisis de asesinos en serie.
Mi única metedura de pata destacable de aquella época fue cuando Jerry
Hogan sustituyó a Herb Hoxie. El puesto no tenía muchas ventajas, pero una de
ellas era un coche de la Agencia, y Hogan estaba orgulloso de su nuevo Ford
color esmeralda. Yo necesitaba un vehículo para una investigación un día y no
había ninguno disponible. Hogan estaba en una reunión, así que le pedí al
supervisor, Arthur Fulton, si podía usar el del jefe. Accedió, reticente.
Luego Jerry me llamó a mi despacho y se puso a gritarme por usar su coche,
ensuciarlo y, lo peor de todo, devolverlo con una rueda pinchada. Ni siquiera me
había dado cuenta. Ahora Jerry y yo nos llevamos bien, así que cuando grita no
puedo evitar reírme. Por lo visto, fue un malentendido.
Ese mismo día, más tarde, mi supervisor de equipo, Ray Byrne, me dijo:
—Ya sabes, John, a Jerry Hogan le caes bien, pero tiene que darte una
lección. Te va a destinar a la reserva india.
Era la época de la masacre de Wounded Knee y el auge de la toma de
conciencia sobre los derechos de los nativos americanos. En las reservas nos
odiaban igual que en los guetos de Detroit. Los indios habían recibido un trato
horrible por parte del gobierno. Cuando llegué a la reserva menominee en Green
Bay, no podía creer la pobreza, suciedad y miseria con la que tenía que convivir
esa gente. Por mucho que les hubieran arrebatado parte de su cultura, a menudo
me parecían adormecidos. En gran parte debido a las deplorables condiciones de
vida y el historial de hostilidad e indiferencia gubernamental, en muchas
reservas existía un alto índice de alcoholismo, abusos infantiles y a mujeres,
agresiones y asesinatos. Sin embargo, debido a la extrema desconfianza hacia el
gobierno, era casi imposible que un agente del FBI lograra la colaboración o
ayuda de los testigos.
Los representantes de asuntos indios de la oficina local no ayudaban. Ni
siquiera los familiares de las víctimas cooperaban por miedo a ser considerados
colaboradores del enemigo. A veces, cuando te enterabas de un asesinato y
llegabas al lugar de los hechos, el cuerpo llevaba allí varios días, infestado de
larvas de insectos.
Pasé más de un mes en la reserva, durante el cual investigué como mínimo
seis asesinatos. Me daba tanta pena aquella gente que estaba todo el tiempo
deprimido, y eso que tenía el lujo de irme a casa de noche. Nunca había visto a
gente que, como grupo, tuviera que vencer tantos obstáculos. Pese a ser
peligroso, mi estancia en la reserva menominee fue mi primera dosis
concentrada de investigación de escenarios del crimen, así que fue una
experiencia triste pero excelente.
Sin duda, lo mejor que ocurrió durante mi estancia en Milwaukee fue el
nacimiento de nuestra primera hija, Erika, en noviembre de 1975. Íbamos a
celebrar la cena de Acción de Gracias en un club de la zona con unos amigos,
Sam y Esther Ruskin, cuando Pam se puso de parto. Erika nació al día siguiente.
Trabajaba muchas horas en casos de atracos a bancos y estaba terminando
mis estudios, y el nuevo bebé significaba dormir aún menos. Ni que decir tiene,
Pam se llevaba la peor parte en eso. Yo me sentía mucho más responsable de la
familia por la paternidad, y me encantaba ver crecer a Erika. Por suerte para
todos, creo, aún no había empezado a trabajar en secuestros y asesinatos de
niños. Si no, si realmente me hubiera parado a pensar en lo que había ahí fuera,
no sé si me habría adaptado a la paternidad con tanta comodidad. Cuando en
1980 nació nuestra segunda hija, Lauren, ya estaba de lleno en ello.
Creo que ser padre también me motivó a sacar más de mí mismo. Sabía que
lo que estaba haciendo no era lo que quería hacer durante toda mi carrera. Jerry
Hogan me recomendó que acumulara diez años sobre el terreno antes de pensar
en solicitar otra cosa: así tendría la experiencia para ser jefe de equipo, y luego
tal vez de llegar a la sede central. Sin embargo, con una hija más, si todo iba
bien, por venir, la vida de un agente sobre el terreno, cambiando de oficina, no
era muy atractiva.
Con el paso del tiempo empezaron a surgir otras perspectivas del trabajo. El
entrenamiento como francotirador y los ejercicios del equipo de élite habían
perdido su atractivo. Con mi bagaje y mi interés por la psicología, pues por aquel
entonces ya tenía un máster, el desafío del trabajo, a mi juicio, era intentar
controlar la situación antes de llegar a los disparos. Mi jefe me recomendó para
un curso de dos semanas sobre negociación con rehenes en la academia del FBI
en Quantico, que solo llevaba unos años operativo.
Allí, bajo la tutela de agentes tan legendarios como Howard Teten y Pat
Mullany, viví mi primera exposición real a lo que ya se conocía como ciencia del
comportamiento. Y eso cambió mi carrera.
5
¿Ciencia del comportamiento o CC?
No había vuelto a Quantico desde la formación para nuevos agentes casi cinco
años antes, y había cambiado en muchos sentidos. Para empezar, en la primavera
de 1975 la academia del FBI se había convertido en una instalación completa y
autosuficiente, aprovechando una parte de la base de la marina estadounidense
en los bellos bosques de Virginia, suavemente ondulados, a una hora al sur de
Washington.
No obstante, algunas cosas no habían cambiado. Las unidades tácticas
seguían cosechando todo el prestigio y la categoría y, entre ellas, la Unidad de
Armas de Fuego era la estrella. Dirigida por George Zeiss, el agente especial
enviado para ir a buscar a James Earl Ray a Inglaterra para enfrentarse a la
justicia estadounidense tras el asesinato en 1968 de Martin Luther King Jr., Zeiss
era un enorme hombre tan poderoso que rompía esposas con las manos como
truco de salón. Una vez, algunos chicos sacaron unas y soldaron la cadena; luego
se las dieron a Zeiss para que hiciera su número. Las retorció con tanta fuerza
que se rompió la muñeca y tuvo que llevarla enyesada durante semanas.
La formación en negociación con rehenes la impartía la Unidad de Ciencia
del Comportamiento, un grupo de entre siete y nueve agentes especiales
profesores. Hoover y sus secuaces nunca habían tenido en mucha estima la
psicología y las «ciencias blandas», así que hasta su muerte era algo que se hacía
«en el cuarto trasero».
De hecho, gran parte del FBI en aquella época, así como el mundo de los
defensores de la ley en general, consideraba que la psicología y la ciencia del
comportamiento aplicadas a la criminología no eran más que tonterías sin valor
alguno. Aunque nunca había compartido esa opinión, debía admitir que mucho
de lo que se sabía y enseñaba en este campo no tenía relevancia real para
entender y atrapar a los criminales, una circunstancia que muchos de nosotros
intentaríamos empezar a rectificar unos años después. Cuando empecé a dirigir
la parte operativa de la Unidad de Ciencia del Comportamiento, le cambié el
nombre por el de Unidad de Apoyo a la Investigación. Y cuando me preguntaban
por qué, les decía, con sinceridad, que quería sacar la CC de lo que estábamos
haciendo.
La Unidad de Ciencia del Comportamiento, cuyo jefe en aquella época era
Jack Pfaff, con quien hice el curso de negociación con rehenes, estaba dominada
por dos personalidades fuertes y perspicaces: Howard Teten y Patrick Mullany.
Teten medía casi dos metros y tenía una mirada penetrante tras las gafas de
montura metálica. Pese a haber sido marine, era un hombre reflexivo, siempre
muy digno: el modelo de un profesor intelectual. Entró en la Agencia en 1962
tras servir en el departamento de policía de San Leandro, California, cerca de
San Francisco. En 1969 empezó a dar un curso emblemático llamado
Criminología aplicada, que al final (tras la muerte de Hoover, sospecho) acabó
conociéndose como Psicología criminal aplicada. En 1972, Teten fue a Nueva
York a hacer una consulta al doctor James Brussel, el psiquiatra que había
resuelto el caso del Bombardero Loco, quien accedió a enseñar personalmente a
Teten su técnica para elaborar perfiles.
Armado con ese conocimiento, el gran avance del enfoque de Teten era
cuánto se podía aprender del comportamiento y las motivaciones del criminal
centrándonos en las pruebas del escenario del crimen. En cierto sentido, todo lo
que hemos hecho en ciencia del comportamiento y análisis de investigación
criminal desde entonces se ha basado en eso.
Pat Mullany siempre me ha recordado a un duende. Con su metro y medio,
es un tipo regordete con una inteligencia rápida y un elevado nivel de energía.
Llegó a Quantico en 1972 de la sede de Nueva York, con una licenciatura en
psicología. Hacia el final de su ejercicio en Quantico, destacó por gestionar con
éxito numerosas situaciones públicas con rehenes: en Washington, D. C., cuando
la secta musulmana Hanafi ocupó la sede central de B’nai B’rith, y en
Warrensville Heights, Ohio, cuando Cory Moore, un negro veterano del
Vietnam, retuvo a un capitán de policía y su secretaria en la misma comisaría.
Juntos, Teten y Mullany representaban la primera ola de ciencia del
comportamiento moderna, y formaban una pareja peculiar e inolvidable.
Los demás instructores de la unidad también participaron en el curso de
negociación con rehenes. Entre ellos estaban Dick Ault y Robert Ressler, que
habían llegado a Quantico poco antes. Si Teten y Mullany constituían la primera
ola, Ault y Ressler eran la segunda, y llevaron la disciplina más allá como algo
que podía ser muy valioso para los departamentos de policía de todo Estados
Unidos y el mundo. Pese a que en aquella época solo nos conocíamos en calidad
de profesor y alumno, Bob Ressler y yo pronto unimos esfuerzos en un estudio
de asesinos en serie que acabó siendo la versión moderna de lo que hacemos.
En la clase de negociación con rehenes había unos cincuenta chicos. En
cierto modo era más entretenida que informativa, pero fue un agradable respiro
de dos semanas del trabajo sobre el terreno. En clase estudiamos los tres tipos
básicos de secuestradores con rehenes: delincuentes profesionales, enfermos
mentales y fanáticos. Analizamos algunos de los fenómenos significativos que
habían surgido a partir de situaciones con rehenes, como el síndrome de
Estocolmo. Dos días antes, en 1973, un chapucero atraco a un banco en
Estocolmo, Suecia, se convirtió en un drama agonizante con rehenes para los
clientes y empleados del banco. Al final, los retenidos acabaron identificándose
con sus captores y los ayudaron contra la policía.
También vimos la película de Sidney Lumet Tarde de perros, que acababa de
salir, donde Al Pacino roba un banco con objeto de conseguir dinero para que su
amante masculino pueda someterse a una operación de cambio de sexo. La
película se basa en un incidente real con rehenes en Nueva York. Ese caso, y las
prolongadas negociaciones que provocó, hicieron que el FBI invitara al capitán
Franz Bolz y el detective Harvey Schlossberg, de la policía de Nueva York, a
poner al día la Academia en negociación con rehenes, un ámbito en el que la
gente de Nueva York eran los mejores del país.
Estudiamos los principios de negociación. Algunas de las pautas, como
intentar minimizar la pérdida de vidas, eran obvias. Teníamos la ventaja de las
cintas de audio de situaciones reales con rehenes, pero años después, con la
siguiente generación de profesores, los estudiantes participaron en ejercicios
basados en roles, lo más cercano que se puede conseguir en un aula a negociar
de verdad. También era un poco confuso porque gran parte del material era
reciclado de las clases de psicología criminal y no encajaba del todo. Por
ejemplo, nos daban fotografías y dosieres de pederastas o asesinos sexuales y
comentábamos cómo reaccionaría una personalidad así en un secuestro con
rehenes. Luego había más entrenamiento con armas de fuego, que aún era lo más
importante en Quantico.
Gran parte de lo que ahora enseñamos sobre negociación con rehenes no lo
aprendimos en un aula de otros agentes, sino en la fría prueba del trabajo sobre
el terreno. Como he comentado, uno de los casos que le valió su reputación a Pat
Mullany fue el de Cory Moore. Moore, diagnosticado con esquizofrenia
paranoide, hizo una serie de demandas públicas tras tomar como rehenes al
capitán de policía y su secretaria en Warrensville, Ohio, en el despacho del
capitán. Una de ellas era que todos los blancos abandonaran el planeta de
inmediato.
En una estrategia de negociación, no hay que ceder a las demandas si se
puede evitar. No obstante, algunas peticiones no son factibles bajo ningún
concepto. Esa era una de ellas. El caso captó hasta tal punto la atención nacional
que el presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, se ofreció a hablar con
Moore y ayudar a solucionar la situación. Pese a las buenas intenciones del señor
Carter, un indicio de la voluntad que demostró posteriormente de intentar
abordar conflictos aparentemente intratables en todo el mundo, no es una buena
estrategia de negociación, y jamás querría que ocurriera en una situación que
dirigiera yo. Tampoco quiso Pat Mullany. El problema de ofrecer al máximo
dirigente, además de animar a otros desesperados a probar lo mismo, es que
pierdes tu espacio de maniobra. Siempre quieres negociar a través de
intermediarios, lo que te permite ganar tiempo y evitar hacer promesas que no
quieres cumplir. Una vez pones al secuestrador en contacto directo con alguien
que él percibe que toma decisiones, todo el mundo se pega a la pared, y si no
quieres ceder a sus demandas, te arriesgas a que todo se vaya al traste en un
santiamén. Cuanto más tiempo hablen, mejor.
Cuando enseñaba negociación con rehenes en Quantico a principios de la
década de 1980, utilizaba una perturbadora cinta de vídeo grabada en San Luis
unos años antes. Al final dejamos de enseñarla porque el departamento de
policía de San Luis se sentía muy ofendido. En la cinta, un joven negro sujeta
una barra. El atraco es un fiasco, él se queda atrapado dentro, la policía rodea el
lugar y retiene a un grupo de rehenes.
La policía organiza un equipo de agentes negros y blancos para hablar con él.
Sin embargo, en la cinta se ve que, en vez de intentar tratar con él con
objetividad, empiezan a hablarle en argot en un intento de ponerse a su nivel.
Todos hablan a la vez, no paran de interrumpirle, no escuchan lo que dice ni
intentan averiguar qué quiere para salir de esa situación.
La cámara se desvía justo cuando llega el jefe de policía al escenario; de
nuevo, yo no lo permitiría. Con el jefe allí, hace caso omiso «oficialmente» a las
demandas, de modo que el tipo se lleva la pistola a la cabeza y se vuela los sesos
delante de todo el mundo.
Comparémoslo con la gestión de Pat Mullany del caso Cory Moore. Es
evidente que Moore estaba loco, así como que todos los blancos no iban a
abandonar el planeta Tierra. Sin embargo, escuchando al sujeto, Mullany logró
discernir qué quería en realidad Moore y qué lo dejaría satisfecho. Mullany
ofreció a Moore una rueda de prensa en la que expresar sus opiniones, y Moore
liberó a los rehenes ilesos.
Durante el curso en Quantico, mi nombre corrió por la Unidad de Ciencia del
Comportamiento y Pat Mullany, Dick Ault y Bob Ressler me recomendaron a
Jack Pfaff. Antes de irme, el jefe de la unidad me llamó a su despacho en el
sótano para una entrevista. Pfaff era un tipo afable, simpático. Fumador
empedernido, se parecía mucho a Victor Mature. Me dijo que los profesores
estaban impresionados conmigo y me dijo que pensara en volver a Quantico
como asesor del programa de la Academia Nacional del FBI. Me halagó la oferta
y dije que lo haría encantado.
De regreso en Milwaukee, seguía en el equipo de reacción y el de élite, pero
pasaba gran parte de mi tiempo visitando a los directores de formación de los
estados para hablarles sobre cómo encarar amenazas de secuestro y extorsión y a
los empleados de banca sobre cómo enfrentarse a un atraco de un solo hombre o
un grupo armado que asolaban sobre todo a los bancos rurales.
Era increíble lo ingenuos que llegaban a ser esos sofisticados hombres de
negocios en seguridad personal, pues permitían que sus agendas, incluso sus
planes de vacaciones, se publicaran en periódicos locales y boletines
corporativos. En muchos casos eran presa fácil de posibles secuestradores y
extorsionistas. Intenté enseñarles a ellos y sus secretarias y subordinados a
evaluar las llamadas y solicitudes de información, así como a decidir si una
llamada de extorsión que entrara era auténtica o no. Por ejemplo, era bastante
habitual que un ejecutivo recibiera una llamada diciendo que su esposa o su hijo
habían sido secuestrados y que debía llevar una determinada cantidad de dinero a
tal lugar. En realidad, esa esposa o ese hijo estaban perfectamente y no habían
corrido peligro en ningún momento, pero el aprovechado sabía que ese miembro
de la familia estaría ilocalizable por algún motivo, y si el criminal contaba con
uno o dos datos que sonaran legítimos, podía convencer al ejecutivo aterrorizado
para que accediera a sus demandas.
Asimismo, podíamos reducir el éxito de los atracos a bancos si lográbamos
que los agentes aplicaran algunos procedimientos sencillos. Una de las técnicas
de robo comunes era esperar fuera a primera hora de la mañana, cuando el jefe
de oficina llegaba para abrir. El sujeto agarraba al tipo, y cuando llegaban a
trabajar otros empleados desprevenidos, también los tomaba como prisioneros.
Luego tienes a toda una sede bancaria llena de rehenes y un gran problema entre
manos.
Conseguí que algunas oficinas instauraran un sistema básico de código.
Cuando la primera persona llegaba por la mañana y veía que no había moros en
la costa, hacía algo (como ajustar una cortina, mover una planta o encender una
planta en concreto, lo que sea), para indicar a los demás que estaba bien. Si
faltaba esa señal cuando llegaba la segunda persona, no entraba y llamaba a la
policía de inmediato.
También formamos a cajeros, que eran la verdadera clave de la seguridad de
un banco, para saber qué esperar y qué hacer en situaciones de pánico sin
convertirse en mártires. Explicamos la gestión adecuada de paquetes moneda
explosivos que empezaban a usarse. Además, basándonos en las entrevistas que
yo había hecho a una serie de exitosos ladrones de banco, les dije a los cajeros
que sujetaran la nota que anunciaba su secuestro cuando se la entregaran y la
tiraran al suelo «por los nervios» a su lado de la taquilla en vez de devolvérsela
al ladrón, para así conservar una valiosa prueba.
Sabía por mis entrevistas que a los ladrones no les gusta dar el golpe en frío,
así que sería muy útil apuntar los individuos que entraran en la oficina que no
hubieran visto antes, sobre todo con una petición sencilla o rutinaria, como pedir
cambio en monedas. Si el cajero podía anotar un número de licencia o cualquier
tipo de identificación, un posterior atraco podría solucionarse rápidamente.
Había empezado a tratar con detectives de homicidios urbanos y a frecuentar
la oficina del examinador médico. Cualquier patólogo forense, además de la
mayoría de buenos detectives, os dirá que la prueba más importante en cualquier
caso de asesinato es el cuerpo de la víctima, y yo quería aprender lo máximo
posible. Estoy seguro de que parte de esa fascinación se remontaba a mi
juventud, cuando quería ser veterinario y entender cómo las estructuras y
funciones del cuerpo estaban relacionadas con la vida. Sin embargo, aunque me
gustaba trabajar tanto con el equipo de homicidios como con el equipo médico,
lo que realmente me interesaba era la vertiente psicológica: ¿qué hace explotar a
un asesino? ¿Qué le hace cometer un asesinato en las circunstancias concretas en
que lo hace?
Durante mis semanas en Quantico, había visto algunos de los casos de
asesinato más extravagantes, y uno de los más estrambóticos se cometió
prácticamente en el patio trasero de mi casa: en realidad, a 225 kilómetros. Pero
era bastante cerca.
En la década de 1950, Edward Gein era un solitario que vivía en la
comunidad rural de Plainfield, Wisconsin, de 642 habitantes. Empezó su carrera
criminal con discreción, como ladrón de tumbas. Su particular interés residía en
la piel del cadáver, la retiraba, la teñía y se la ponía sobre su propio cuerpo,
además de adornar un maniquí de sastre y diversos muebles. En un momento
dado se planteó un cambio de sexo, algo revolucionario en el medio oeste en los
años cincuenta, pero, al ver que era irrealizable, decidió hacer lo mejor que se le
ocurrió: hacerse un traje de mujer con mujeres reales. Algunos especularon con
que intentaba convertirse en su difunta madre dominante. Si el caso empieza a
sonaros, es porque algunos aspectos los utilizaron Robert Block en su novela
Psicosis (que se convirtió en la clásica película de Hitchcock) y Tom Harris en
El silencio de los corderos. Harris conoció la historia en nuestras clases de
Quantico.
Probablemente Gein habría seguido viviendo en su macabra oscuridad si sus
necesidades no se hubieran expandido a «generar» más cadáveres que cosechar.
Cuando empezamos nuestro estudio sobre asesinos en serie, esta escalada la
detectábamos en prácticamente todos los casos. Gein fue acusado de asesinar a
dos mujeres de mediana edad, aunque seguramente eran más. En enero de 1958
fue declarado legalmente demente, y luego pasó el resto de su vida en el Central
State Hospital en Waupun, en el Mendota Mental Health Institute, donde siempre
fue un preso modelo. En 1984, Gein murió pacíficamente a los setenta y siete
años en el pabellón geriátrico de Mendota.
Ni que decir tiene, como detective local o agente especial sobre el terreno,
este tipo de cosas no se ven con frecuencia. Cuando regresé a Milwaukee, quise
aprender todo lo posible sobre el caso. Sin embargo, cuando lo comprobé con la
oficina del fiscal general del estado, descubrí que el expediente estaba cerrado
por la demencia.
Cuando dije que era un agente del FBI con un interés educativo en los
crímenes, conseguí que la oficina abriera los expedientes para mí. Nunca
olvidaré cuando fui con el empleado a sacar las cajas de las infinitas estanterías y
tuve que romper un sello de cera para acceder. Pero dentro vi fotografías que se
me grabaron en la mente al instante: cuerpos femeninos sin cabeza, desnudos,
colgados del revés con cuerdas y poleas, abiertas por delante desde el esternón a
la zona genital, con los genitales cortados. En otras imágenes aparecían cabezas
cortadas sobre la mesa, con los ojos abiertos en blanco mirando a la nada. Por
muy horrible que fuera contemplar esas fotos, empecé a especular con lo que
decían sobre la persona que las había creado, y cómo ese conocimiento habría
contribuido a atraparle. En un sentido real, desde entonces los he contemplado.
A finales de septiembre de 1976, me fui de Milwaukee para mi destino
temporal, como asesor del 107.º Congreso de la Academia Nacional en
Quantico. Pam tuvo que quedarse sola en Milwaukee, llevando la casa y
cuidando de Erika, de un año, mientras seguía dando clases. Fue la primera de
mis muchas ausencias por trabajo a lo largo de los años, pero me temo que
demasiados de los que trabajamos en la Agencia, el ejército y el servicio
diplomático pensamos poco en la increíble carga que le queda al cónyuge.
El programa de la Academia Nacional del FBI es un duro curso de once
semanas para agentes de las fuerzas de la ley sénior y con talento de todo el país
y el mundo. En muchos casos, los alumnos de la academia reciben clases junto a
agentes del FBI. Se diferencian por el color de la camisa. Los agentes del FBI la
llevan azul, y los de la Academia Nacional roja. Otra cosa: los de la Academia
Nacional suelen ser mayores y con más experiencia. Para acceder hay que contar
con la recomendación de tu superior y ser aceptado por Quantico. Además de
ofrecer formación especializada en los últimos avances y técnicas en las fuerzas
de la ley, la Academia Nacional también sirve de entorno ampliado e informal
para que el FBI entable relaciones personales con los agentes de la policía local,
un recurso que se ha demostrado en repetidas ocasiones de un valor incalculable.
El jefe del programa de la Academia Nacional era Jim Cotter, toda una
institución muy querido por la policía.
Como asesor, era responsable de una parte de los alumnos, la sección B,
compuesta por cincuenta hombres. Pese a que las políticas del director Patrick
Gray y las de Clarence Kelley luego estaban librando a la Agencia de las rígidas
estructuras de la época Hoover, aún no se había invitado a ninguna mujer a la
Academia Nacional. Además de los estadounidenses, tenía a gente de Inglaterra,
Canadá y Egipto. Vivías en las mismas residencias y se esperaba que fueras de
todo, de profesor a director social, pasando por terapeuta y monitor. Era la
manera de que el personal de Ciencia del Comportamiento viera cómo
interactuabas con la policía, si te gustaba el ambiente de Quantico y cómo
gestionabas el estrés.
Había mucho estrés. Estar lejos de la familia y vivir en una residencia por
primera vez en su vida adulta, incapaces de beber en la habitación, compartiendo
baño con gente que no conocían, enfrentados a retos físicos que la mayoría no
había vivido desde la formación al entrar como agentes; los alumnos recibían
una formación excelente, pero a un precio. Hacia la sexta semana, muchos de
ellos se estaban volviendo locos y se subían por las paredes del edificio color
ceniza.
También pasaba factura a los profesores, por supuesto. Cada uno gestionaba
el trabajo a su manera. Como con todo lo demás en mi vida, decidí que si tenía
que pasar por eso, mejor tomárselo con humor. Algunos asesores lo enfocaban
de otra manera. Uno era tan estricto e intenso que ni paraba de perseguir a sus
chicos durante los juegos internos. En la tercera semana, su sección estaba tan
cabreada que le regalaron un conjunto de equipaje, cuyo mensaje simbólico era:
«Lárgate de aquí».
Otro asesor era un agente especial al que llamaré Fred. Jamás tuvo
problemas con la bebida hasta que llegó a Quantico, y allí sí tuvo un problema.
Todos los asesores debían estar atentos por si veían señales de depresión en
los alumnos. De hecho, Fred había empezado a encerrarse en su habitación a
fumar y beber hasta para olvidar. Cuando tratas con agentes endurecidos en la
calle, sobrevive el que en mejores condiciones está. Una debilidad y eres hombre
muerto. Un tipo muy majo; Fred era tan sensible, comprensivo e inocente, que
no tenía ni una oportunidad con ese grupo.
Había una norma: nada de mujeres. Una noche uno de los agentes fue a
decirle a Fred que «ya no aguantaba más». Eso no es lo que quieres oír como
asesor. Su compañero de habitación se acostaba con una mujer distinta todas las
noches y no podía dormir. Así que Fred fue con el chico a la habitación y vio a
media docena de hombres más en la puerta, esperando su turno, con una moneda
en las manos sudorosas. Fred enloqueció, fue a por el chico que estaba primero
en la cola, un rubio de pelo largo, lo agarró y lo apartó de la mujer, que resultó
ser una muñeca inflable.
Una semana después, otro agente fue a la habitación de Fred en plena noche
y le dijo que Harry, su compañero de habitación, deprimido, acababa de saltar
por la ventana. En primer lugar, se suponía que las ventanas de la residencia no
se abrían. Así que Fred fue corriendo por el pasillo hasta la habitación, miró por
la ventana y vio a Harry cubierto de sangre sobre la hierba. Fred bajó corriendo
la escalera y salió al escenario del suicidio, donde Harry se levantó de un salto y
le dio un susto de muerte. Habían robado una botella de kétchup de la cafetería
esa misma noche. Cuando terminó el curso, a Fred se le estaba cayendo el pelo,
no se afeitaba, tenía una pierna insensibilizada y caminaba cojo. El neurólogo no
encontró ninguna dolencia clínica. Un año después, de nuevo en su oficina,
cogió la baja por discapacidad. Me supo mal por el chico, pero en un aspecto
como mínimo los policías nos parecemos mucho a los criminales: tienes que
demostrar a todo el mundo lo duro que eres.
Pese a mi actitud desenfadada y con humor, tampoco era inmune, aunque por
suerte la mayoría fueron chiquilladas. En una ocasión, mi grupo retiró todos los
muebles de mi habitación; otro día, pusieron sábanas cortas en mi cama; y
muchas otras veces pegaron celofán en el retrete. Hay que liberar el estrés de
alguna manera.
Llegó un punto en que me estaban volviendo loco. Estaba desesperado por
huir un rato y, como buenos policías que eran, detectaron el momento con
precisión. Llenaron mi MGB con bloques de hormigón, y lo levantaron lo justo
del suelo para que las ruedas no tocaran por milímetros. Entré y arranqué el
motor, pisé el embrague, puse el coche en marcha y di gas en vano, sin entender
por qué no avanzaba. Salí maldiciendo los malditos motores británicos. Abrí el
capó, le di patadas a los neumáticos, me tumbé y miré debajo del coche. De
pronto se iluminó todo el aparcamiento. Estaban todos en sus coches
iluminándome con los faros. Dado que aseguraban que yo les gustaba, volvieron
a poner el coche en tierra firme cuando se acabó la diversión.
Los estudiantes extranjeros también recibían su parte. Muchos llegaban con
las maletas vacías y se iban a comprar como locos. Recuerdo a un coronel
egipcio de alto rango. Le preguntó a un agente de Detroit qué significaba «fuck».
(Craso error). El agente le había dicho, con bastante precisión, que era una
palabra que servía para todo y que tenía distintos usos según la situación, pero
casi siempre era apropiada. Uno de los significados era «bonito» o «elegante».
Así que se va a la tienda PX, se acerca al mostrador de fotografía, señala y
suelta:
—Me gustaría comprar esa puta cámara.
La dependienta, horrorizada, dice:
—¿Perdone?
—¡Quiero comprar esa puta cámara!
Otros chicos fueron a explicarle que, aunque el término tenía muchos usos,
no se usaba ante mujeres ni niños.
Luego estaba el agente de policía japonés que le preguntó a los demás
agentes cuál era el protocolo para saludar a los profesores que uno tiene en gran
estima. Así que cada vez que me lo encontraba en el pasillo sonreía, hacía una
respetuosa reverencia y me saludaba con un: «Que le den, señor Douglas».
En lugar de molestarme, le devolvía la reverencia, sonreía y le decía: «Que le
den a usted también».
En general, cuando los japoneses enviaban a alguien a la Academia
Nacional, insistían en enviar a dos alumnos. Al cabo de un tiempo quedaba claro
que uno era el superior y el otro el subordinado responsable de pulirle los
zapatos, hacerle la cama, limpiarle la habitación y en general ser su sirviente.
Una vez, muchos alumnos fueron a ver a Jim Cotter para quejarse de que el
superior practicaba kárate y artes marciales dando golpes a su compañero. Cotter
llamó aparte al superior, le explicó que en la academia todos los alumnos eran
iguales y le comunicó en términos inequívocos que no se toleraría ese tipo de
conducta. Solo para demostrar el tipo de barreras culturales que había que
superar.
Asistí a las clases de la Academia Nacional y me hice una idea de cómo les
enseñaban. Al final del trimestre, en diciembre, tanto la Unidad de Ciencia del
Comportamiento como la de Formación me ofrecieron trabajo. El jefe de la
unidad de educación se ofreció a financiar más estudios, pero pensé que me
interesaba más la ciencia del comportamiento.
Regresé a Milwaukee una semana antes de Navidad, tan seguro de que me
iban a dar el puesto en Quantico que Pam y yo compramos un terreno de cinco
hectáreas al sur de la academia del FBI en esta localidad. En enero de 1977, la
Agencia anunció un estudio de personal que iba a paralizar los traslados de
empleados. Ahí entraba mi nuevo trabajo. Me quedé atrapado con ese terreno en
Virginia y tuve que pedirle dinero a mi padre para pagarlo, y por si fuera poco
aún no tenía ni idea de cuál iba a ser mi futuro en la Agencia.
Pasadas unas semanas, estaba trabajando en un caso con un agente llamado
Henry McCaslin cuando recibí una llamada de la sede central informándome de
que me iban a trasladar a Quantico en junio para trabajar en Ciencia del
Comportamiento.
A los treinta y dos años, iba a ocupar el puesto de Pat Mullany, que se iba al
equipo de inspección en la sede central. Eran palabras mayores, un reto que me
hacía ilusión. Mi única preocupación real era la gente a la que iba a enseñar.
Sabía que podían desarmar a los asesores, incluso a los que les gustaban. No
quería ni pensar lo duros que podían ser con los profesores que intentaban
enseñarles sus cosas. Había entrado en el baile correcto, pero no estaba seguro
de saberme bien la canción. Si les iba a enseñar ciencia del comportamiento,
tenía que arreglármelas para eliminar toda la CC posible. Y si tenía que ser capaz
de decirle algo útil a un jefe de policía quince o veinte años mayor que yo, mejor
tener la espalda cubierta.
Ese miedo me llevó a la siguiente etapa del viaje.
6
El espectáculo sale de gira
Nueve agentes especiales estaban destinados a Ciencia del Comportamiento
cuando en junio de 1977 entré en la unidad; todos principalmente daban clases.
El curso más importante que se ofrecía tanto a personal del FBI como a alumnos
de la Academia Nacional era el de psicología criminal aplicada. Howard Teten lo
había creado en 1972, centrándose en el tema que más preocupa a los detectives
y otras personas dedicadas a solucionar crímenes. La idea era intentar que los
alumnos comprendieran por qué los criminales piensan y actúan de una
determinada manera. Pese a que era popular y útil, el curso se basaba sobre todo
en la investigación y las enseñanzas de la disciplina académica de la psicología.
Parte del material procedía de la experiencia personal de Teten, y más adelante
de la de otros profesores. Sin embargo, en aquella época los únicos que podían
hablar desde la autoridad de unos estudios organizados, metódicos y amplios
eran los académicos. Muchos de nosotros nos dimos cuenta de que esos estudios,
y esa perspectiva profesional, tenían una aplicación limitada en el campo de la
defensa de la ley y la detección de crímenes.
Otros cursos que ofrecía la academia eran: Problemas actuales de la policía,
que abordaba temas de gestión laboral, sindicatos policiales, relaciones
comunitarias y otros temas relacionados; Sociología y psicología, que reproducía
el típico currículo universitario de introducción; y Crímenes sexuales, que, por
desgracia, solía ser más entretenido que útil o informativo. Según quien
impartiera Crímenes sexuales, se tomaba con más o menos seriedad. Uno de los
profesores empezó con un muñeco de un anciano pervertido con gabardina.
Cuando empujabas hacia abajo la cabeza, se abría la gabardina y aparecía un
pene. También enseñaban centenares de fotografías de personas con varios tipos
de lo que ahora llamamos «parafilias», pero que en general se conocen
simplemente como perversiones: travestidos, diversos fetiches, exhibicionismo,
etc. A menudo provocaban una inapropiada risa en el aula. Cuando hablas de
voyerismo o muestras a un hombre vestido de mujer, tal vez obtengas unas
cuantas risitas con alguna imagen en concreto. Cuando entras en los extremos
del sadomasoquismo o la pedofilia, si aún te ríes, algo te pasa a ti, a tu profesor o
a ambos. Fueron necesarios muchos años y sensibilización hasta que entraron
Roy Hazelwood y Ken Lanning y pusieron el estudio de temas como la violación
y la explotación sexual de niños en un nivel serio y profesional. Ahora
Hazelwood está jubilado, pero sigue siendo asesor, y Lanning pronto se jubilará.
Son dos de los mayores expertos del mundo en sus campos dentro de las fuerzas
de la ley.
Pero volvamos a «son los hechos, señora», la época de Hoover. Nadie que
tuviera un puesto de autoridad pensaba que lo que se conocería como
elaboración de perfiles podía ser una herramienta válida para resolver crímenes.
De hecho, la expresión «ciencia del comportamiento» se habría considerado un
oxímoron y sus defensores podrían haber abogado también por la brujería o las
visiones. Así que cualquiera que «se aventurara» en ello lo tenía que hacer de
manera informal sin que quedara registro alguno. Cuando Teten y Mullany
empezaron a ofrecer perfiles de personalidad, se hacía verbalmente, nada en
papel. La primera regla siempre era: «No avergüences a la Agencia», y nadie
quería documentar algo que te podía explotar en la cara, o en la de tu jefe.
Gracias a la iniciativa de Teten, y basándonos en lo que habíamos aprendido
del doctor Brussel en Nueva York, se ofrecían consultas informales a agentes de
policía que lo solicitaban, pero no existía un programa organizado ni nadie
pensaba que fuera la función que debía desempeñar la Unidad de Ciencia del
Comportamiento. Lo que solía ocurrir era que un alumno del curso de la
Academia Nacional llamaba a Teten o Mullany para comentar un caso que le
causaba problemas.
Una de las primeras fue de un agente de California desesperado por
solucionar el caso de una mujer asesinada por múltiples puñaladas. Aparte del
salvajismo del asesinato, nada destacaba en concreto, y no había mucho en el
ámbito forense. Cuando el agente explicó los pocos datos de que disponía, Teten
le recomendó que empezara a buscar en el barrio de la víctima a un solitario un
poco fornido y poco atractivo de casi veinte años que hubiera matado a la mujer
impulsivamente y ahora luchara con una tremenda culpa y el miedo a ser
descubierto. «Cuando vayas a su casa y salga a la puerta —le sugirió Teten—, tú
quédate ahí, mírale fijamente y dile: “Ya sabes por qué estoy aquí”. No debería
costarte conseguir una confesión».
Dos días después, el agente llamó y le comunicó que habían empezado a
llamar sistemáticamente a todas las puertas del barrio. Cuando en una casa
contestó un chico que encajaba con el «perfil» de Teten, antes de que el agente
pudiera decir la frase ensayada, el joven explotó: «¡De acuerdo, me habéis
cogido!».
Aunque en aquella época probablemente parecía que Teten se sacaba conejos
de la chistera, el tipo de razonamiento y la situación que describía seguían una
lógica. Con los años, hicimos que esa lógica fuera cada vez más rigurosa y
acabamos convirtiendo lo que él y Pat Mullany empezaron a hacer en su tiempo
libre en un arma importante en la lucha contra los crímenes violentos.
Como suele ocurrir con los avances en un ámbito concreto, este se produjo
en gran medida por casualidad. En este caso fue que, como profesor de la
Unidad de Ciencia del Comportamiento, sentía que no sabía lo que estaba
haciendo y necesitaba una manera de obtener más información de primera mano.
Para cuando llegué a Quantico, Mullany estaba a punto de irse y Teten era el
gran gurú. Así que la responsabilidad de domarme recayó en los dos tipos que
más se acercaban a mi edad y veteranía: Dick Ault y Bob Ressler. Dick tenía
unos seis años más que yo, y Bob unos ocho. Ambos habían realizado trabajo
policial en el ejército antes de entrar en la Agencia. La psicología criminal
aplicada suponía unas cuarenta horas de clases durante las once semanas del
curso de la Academia Nacional. Así que la manera más eficaz de introducir a un
chico nuevo era con «escuelas en la carretera», donde profesores de Quantico
enseñaban el mismo tipo de cursos de una forma muy comprimida en academias
y departamentos de la policía local de Estados Unidos. Eran muy populares;
normalmente había una lista de espera de solicitudes de nuestros servicios, sobre
todo de jefes y veteranos que habían hecho todo el curso de la Academia
Nacional. Salir con un profesor con experiencia y verlo actuar durante dos
semanas era una manera rápida de entender lo que se suponía que deberías hacer,
así que empecé a viajar con Bob.
Había una rutina estándar con las escuelas en la carretera. Te ibas de casa un
domingo, dabas clases en un departamento o academia desde el lunes por la
mañana al viernes por la tarde, después pasabas a la siguiente escuela y volvías a
empezar. Al cabo de un tiempo empezabas a sentirte como el protagonista de la
película Shane o el Llanero Solitario: ibas a la ciudad, hacías lo que podías para
ayudar, luego volvías a irte en silencio una vez terminado el trabajo. A veces me
daban ganas de dejarles una bala de plata para que se acordaran de nosotros.
Desde el principio me sentí incómodo con lo que resultaba ser enseñar a
partir de «habladurías». Un buen número de profesores, yo el primero, no tenían
experiencia directa en la gran mayoría de los casos que enseñaban. Así, era
como un curso universitario de criminología donde, mayoritariamente el
profesor no ha estado nunca en la calle viviendo las cosas de las que habla. Gran
parte del curso había evolucionado hacia «batallitas» contadas por los agentes de
los casos, luego embellecidas con el tiempo hasta que ya tenían poco que ver con
los hechos reales. Para cuando entré en escena, se había llegado al punto de que
el profesor hacía una declaración sobre un caso concreto para que luego le
contradijera un alumno que había trabajado de verdad en el caso. Lo peor era
que el profesor no siempre reculaba y a menudo insistía en que tenía razón,
incluso delante de alguien que había estado allí. Ese tipo de técnica y actitud
puede hacer que la clase pierda la fe en todo lo demás que digas, conozcas el
caso personalmente o no.
Mi otro problema era que solo tenía treinta y dos años y parecía aún más
joven. Se suponía que debía dar clases a gente con experiencia, muchos de ellos
diez o quince años mayores que yo. ¿Cómo iba a sonar autoritario o enseñarles
algo? La mayor parte de mi experiencia de primera mano en investigación de
asesinatos había sido amparada por agentes de homicidios con experiencia en
Detroit y Milwaukee, y allí iba a decirles a gente como ellos cómo hacer su
trabajo. Así que pensé que era mejor saberme bien lo mío antes de enfrentarme a
esos tipos, y que lo que no supiera más me valía aprenderlo rápido.
Fui listo. Antes de empezar una sesión preguntaba si alguien en la clase tenía
experiencia directa en alguno de los casos o criminales que tenía previsto
comentar ese día. Por ejemplo, si iba a hablar de Charles Manson, lo primero
que preguntaba era: «¿Hay alguien de la policía de Los Ángeles? ¿Alguien que
trabajara en el caso?». Y si había alguien, le pedía que nos diera los detalles de
este. Así me aseguraba de no contradecirle en nada que un participante real
supiera.
Aun así, aunque fueras un chico de treinta y dos años recién salido de una
sede local, cuando dabas clases en Quantico se suponía que hablabas con la
autoridad de la academia del FBI y todos sus impresionantes recursos. Los
agentes venían a verme constantemente durante las pausas o, durante los cursos
fuera, llamaban a mi habitación de hotel por la tarde pidiendo indicaciones sobre
casos activos. «Eh, John, tengo este caso y es parecido al que has comentado
hoy. ¿Qué te parece esto?». No había tregua. Y necesitaba cierta autoridad para
lo que estaba haciendo, no de la Agencia, sino autoridad personal.
Pero hay un punto en la carretera, como mínimo para mí, en el que te das
cuenta de que hay muchas canciones que puedes escuchar, tantos margaritas que
beber, tanto tiempo que pasar en una sala viendo la televisión. Para mí ese
momento llegó en un bar de cócteles en California a principios de 1978. Bob
Ressler y yo estábamos dando un curso en Sacramento. Al día siguiente,
conduciendo, comenté que la mayoría de tipos sobre los que dábamos clase aún
estaban vivos, y la mayoría estarían encarcelados el resto de sus vidas. Podíamos
intentar hablar con ellos, preguntarles por qué lo hicieron, averiguar cómo era a
través de su mirada. Podíamos intentarlo. Si no funcionaba, no funcionaba.
Yo tenía fama de ambicioso, y eso no ayudaba a desmentirla a ojos de Bob.
Pero accedió a mi locura. El lema de Bob siempre había sido «es mejor pedir
perdón que permiso», y lo aplicó también en este caso. Sabíamos que si
pedíamos autorización a la sede central, no la conseguiríamos. No solo eso; todo
lo que intentáramos hacer a partir de entonces sería vigilado. En todas las
burocracias hay que vigilar a los ambiciosos.
California siempre tuvo una parte exagerada de crímenes extraños y
espectaculares, así que parecía un buen sitio para empezar. John Conway era un
agente especial asignado a la agencia del FBI en San Rafael, al norte de San
Francisco. Había tenido a Bob en una clase en Quantico, tenía una relación
excelente con el sistema penal y accedió a ejercer de enlace y hacer los
preparativos. Sabíamos que necesitábamos tener a alguien de confianza y que
confiara en nosotros, porque si ese pequeño proyecto le explotaba a alguien en la
cara, habría muchas culpas.
El primer malhechor al que decidimos visitiar fue Ed Kemper, que en ese
momento cumplía sus múltiples cadenas perpetuas en la California State Medical
Facility de Vacaville, a medio camino entre San Francisco y Sacramento.
Habíamos enseñado su caso en la Academia Nacional sin haber tenido nunca
contacto personal, así que parecía bueno para empezar. No se sabía si iba a
querer vernos o hablar con nosotros.
Los hechos del caso estaban bien documentados. Edmund Emil Kemper II
nació el 18 de diciembre de 1948 en Burbank, California. Se crio con dos
hermanas menores en una familia disfuncional en la que su madre, Clarnell, y su
padre, Ed júnior, se peleaban constantemente y al final se separaron. Cuando Ed
tuvo una serie de conductas «extrañas», entre ellas desmembrar a dos gatos de la
familia y jugar a rituales fúnebres con su hermana mayor, Susan, su madre lo
envió con su exmarido. Tras escaparse y volver con su madre, lo enviaron a vivir
con sus abuelos paternos a una granja remota de California al pie de las Sierras.
Allí estaba terriblemente aburrido y solo, apartado de su familia y el pequeño
consuelo que el entorno familiar de su colegio le proporcionaba. Allí, una tarde
de 1963, ese chico alto y descomunal disparó a su abuela, Maude, con un rifle
del calibre 22 y luego la apuñaló varias veces con un cuchillo de cocina. La
abuela había insistido en que se quedara a ayudarle con las tareas de la casa en
vez de acompañar a su abuelo, al que Ed le tenía más cariño, al campo.
Consciente de que el abuelo Ed no consideraría aceptable lo que acababa de
hacer, cuando el anciano volvió a casa Ed le disparó también, y dejó el cuerpo en
el patio. Cuando la policía le preguntó, él se encogió de hombros y dijo:
—Se me ocurrió cómo me sentiría si disparara a la abuela.
Esa aparente falta de motivación del doble asesinato le valió a Ed el
diagnóstico de «trastorno de la personalidad, tipo pasivo-agresivo», y la
reclusión en el Atascadero State Hospital para criminales dementes. Lo dejaron
libre en 1969 a los veintiún años, contra la opinión de los psiquiatras, y quedó
bajo la custodia de su madre, que había dejado a su tercer marido y entonces
trabajaba de secretaria en la recién inaugurada Universidad de California en
Santa Cruz. Para entonces, Ed medía dos metros y pesaba ciento treinta y cinco
kilos.
Durante dos años tuvo todo tipo de trabajos, fue de caza por calles y
carreteras en coche y se acostumbró a coger a chicas jóvenes que hacían
autoestop. Santa Cruz y su entorno parecía un imán para estudiantes guapas de
California, y Kemper se había perdido muchas cosas de la adolescencia. Aunque
no lo aceptaron en la patrulla de carreteras, entró en el departamento de tráfico.
El 7 de mayo de 1972 recogió a dos compañeras de habitación del Fresno
State College, Mary Ann Pesce y Anita Luchessa. Las llevó a una zona apartada,
las apuñaló a las dos y luego se llevó los cadáveres a casa de su madre, donde les
hizo fotos con la Polaroid, los diseccionó y estuvo jugando con varios órganos.
Luego recogió lo que quedaba en bolsas de plástico, enterró los cuerpos en las
montañas de Santa Cruz y ocultó las cabezas en el profundo barranco que había
junto a la carretera.
El 14 de septiembre, Kemper recogió a una chica de quince años, Aiko Koo,
la asfixió, abusó sexualmente de su cadáver y luego se lo llevó a casa para
diseccionarlo. Al día siguiente por la mañana, cuando tenía una de sus visitas
periódicas con los psiquiatras que hacían el seguimiento y evaluaban su estado
mental, llevaba la cabeza de Koo en el maletero. La entrevista fue bien, y los
psiquiatras declararon que ya no era una amenaza para sí mismo ni para los
demás y recomendaron que su expediente juvenil fuera secreto. Kemper disfrutó
de ese brillante acto simbólico. Demostraba su desprecio hacia el sistema y al
mismo tiempo su superioridad. Volvió en coche a la montaña y enterró los
pedazos del cuerpo de Koo cerca de Boulder Creek.
(Cuando Kemper estaba activo, Santa Cruz ostentaba el poco envidiable
título de capital mundial de los asesinos en serie. Herbert Mullin, un
esquizofrénico paranoide diagnosticado, listo y guapo, mataba hombres y
mujeres, según él siguiendo la llamada de unas voces que le decían que ayudara
a salvar el medio ambiente. De forma similar, un mecánico de coches solitario de
veinticuatro años que vivía en el bosque en las afueras de la ciudad, John Linley
Frazier, quemó una casa y mató a una familia de seis miembros como
advertencia para los que destrozaban la naturaleza. «El materialismo debe morir
o la humanidad parar», fue la nota que dejó en el parabrisas del Rolls Royce de
la familia. Parecía que todas las semanas se producía una salvajada).
El 9 de enero de 1973, Kemper recogió a la estudiante de Santa Cruz Cindy
Schall, la metió en el maletero a punta de pistola y luego le pegó un tiro. Como
se había convertido en costumbre, llevó el cadáver a casa de su madre, tuvo
relaciones sexuales con él en la cama, lo diseccionó en el baño, luego puso los
restos en una bolsa y los tiró por un precipicio al océano en Carmel. Esta vez su
innovación fue enterrar la cabeza de Schall boca arriba en el patio trasero,
mirando hacia la ventana del dormitorio de su madre, porque siempre quería que
la gente «la respetara».
Para entonces, Santa Cruz era presa del terror del «Asesino de las
colegialas». Se recomendó a las chicas jóvenes que no aceptaran subir a coches
de desconocidos, sobre todo fuera de los supuestos límites seguros de la
comunidad universitaria. Pero la madre de Kemper trabajaba para la universidad,
así que llevaba una pegatina de esta en el coche.
Menos de un mes después, Kemper recogió a Rosalind Thorpe y Alice Liu,
les disparó a ambas y luego las metió en el maletero. Recibieron el mismo trato
que las víctimas anteriores al llegar a casa. Tiró sus cuerpos mutilados al cañón
de Eden, cerca de San Francisco, donde los encontraron una semana después.
Su impulso asesino se incrementaba a un ritmo alarmante, incluso para él.
Pensó en disparar a todo el mundo del bloque de apartamentos, pero luego lo
desestimó. Se le ocurrió una idea mejor, y se dio cuenta de que era lo que
siempre había querido hacer. El fin de semana de Pascua, mientras su madre
dormía en la cama, Kemper entró en su habitación y la atacó repetidamente con
un martillo hasta que murió. A continuación la decapitó y violó su cadáver sin
cabeza. Como toque final inspirado, le cortó la laringe y la tiró a la basura. «Me
pareció apropiado», le dijo más tarde a la policía, «por haberme aburrido a
quejas, gritos y chillidos tantos años».
Pero cuando encendió el interruptor, la basura se atascó y le devolvió la
maldita voz. «Incluso muerta, no paraba de quejarse. ¡No pude hacerla callar!».
Luego llamó a Sally Hallett, una amiga de su madre, y la invitó a una cena
«sorpresa». Cuando llegó, la golpeó y la estranguló, le cortó la cabeza y dejó el
cadáver en su cama y él se fue a dormir a la de su madre. El domingo de Pascua
por la mañana se fue en su coche sin rumbo hacia el este. No paraba de escuchar
la radio porque esperaba haberse convertido en una celebridad nacional. Pero no
dijeron nada.
En las afueras de Pueblo, Colorado, aturdido y exhausto por falta de sueño,
decepcionado porque su gran gesta no hubiera tenido más repercusión, se acercó
a una cabina junto a la carretera, llamó a la policía de Santa Cruz y, tras
reiterados intentos de convencerles de que decía la verdad, confesó los
asesinatos y su identidad de Asesino de las colegialas. Luego esperó con
paciencia a que la policía local fuera a recogerlo.
Kemper fue condenado por ocho delitos de asesinato en primer grado.
Cuando le preguntaron qué castigo le parecería adecuado, contestó: «Morir
torturado».
Pese a que John Conway había hecho los preparativos con los funcionarios
de prisiones, decidí que era mejor solicitar entrevistas con los presos «en frío»
cuando llegáramos. Aunque eso significaba hacer el viaje sin tener la certeza de
lograr una colaboración, me pareció la mejor idea. Nada queda en secreto en una
cárcel, y si corría la voz de que un interno tenía relación y estaba hablando con
el FBI, sería considerado un chivato o algo peor. Si aparecíamos sin previo
aviso, quedaría claro que la población presa que estábamos investigando no tenía
un trato ni compromiso anterior. Así que me sorprendió que Ed Kemper
accediera a hablar con nosotros. Por lo visto, hacía bastante tiempo que nadie le
preguntaba por sus crímenes, y sentía curiosidad por lo que estábamos haciendo.
Entrar en un centro penitenciario de alta seguridad es una experiencia
escalofriante, incluso para un agente federal. Lo primero que hay que hacer es
entregar la pistola. Es evidente que no quieren armas en las zonas cerradas. El
segundo requisito es firmar un documento en que eximes al sistema de prisiones
de la responsabilidad si acabas como rehén y entiendes que en ese caso no harán
intercambio contigo. Tener a un agente del FBI como rehén podría ser un
enorme instrumento de negociación. Una vez cumplidas esas formalidades, Bob
Ressler, John Conway y yo fuimos conducidos a una sala con una mesa y sillas a
esperar que llegara Ed Kemper.
Lo primero que me impresionó cuando lo trajeron fue lo enorme que era.
Sabía que era alto y que en el colegio y el barrio era un marginado social por su
tamaño, pero de cerca era gigantesco. Nos podría haber partido en dos con
facilidad. Tenía el pelo largo y oscuro y un bigote poblado, y llevaba una camisa
de trabajo abierta y una camiseta blanca que dejaba al descubierto una barriga
imponente.
Al poco tiempo también quedó patente que Kemper era un chico listo. En los
registros de la cárcel figuraba que tenía un coeficiente intelectual de 145, y a
veces, durante las muchas horas que pasamos con él, Bob y yo temimos que
fuera mucho más listo que nosotros. Había tenido mucho tiempo para pensar en
su vida y sus crímenes, y cuando comprendió que habíamos investigado
escrupulosamente sus expedientes y lo descubriríamos si nos engañara, se abrió
y habló de sí mismo durante horas.
No mostraba una actitud prepotente, arrogante ni con remordimientos o
contrición. Era más bien frío y hablaba bajo, era analítico y un tanto distante. De
hecho, a medida que avanzaba la entrevista, a veces costaba intervenir para
formular una pregunta. Las únicas ocasiones en que se puso lloroso fue
recordando cómo lo trataba su madre.
Tras enseñar psicología criminal aplicada sin saber necesariamente que todo
lo que yo decía era cierto, me interesaba la eterna pregunta de si los criminales
nacen o se hacen. Pese a que aún no hay una respuesta definitiva y tal vez nunca
la haya, mientras escuchaba a Kemper surgieron algunas preguntas fascinantes.
No había duda de que los padres de Ed habían vivido un matrimonio
horrible. Nos contó que desde el principio él se parecía mucho a su padre y por
eso su madre lo odiaba. Luego su tamaño se convirtió en un problema. Cuando
tenía diez años ya era un gigante para su edad, y a Clarnell le preocupaba que
abusara de su hermana Susan. Le obligó a dormir en un sótano sin ventanas
cerca de la caldera. Todas las noches, a la hora de acostarse, Clarnell cerraba la
puerta del sótano y ella y Susan se iban a sus habitaciones arriba. Eso le daba
pavor y le hizo sentir un gran resentimiento hacia las dos mujeres. También
coincidió con la ruptura definitiva de sus padres. Debido a su tamaño, su timidez
y la falta de un modelo en casa con quien identificarse, Ed siempre había sido
retraído y «diferente». Cuando se vio encerrado como un preso en el sótano,
sintiéndose sucio y peligroso sin haber hecho nada malo, empezaron a florecer
sus pensamientos hostiles y asesinos. Fue entonces cuando mató y mutiló a dos
gatos de la familia, uno con su navaja y el otro con un machete. Más tarde nos
percatamos de que ese rasgo de crueldad de la infancia con los animales
pequeños era la clave de lo que acabó conociéndose como «la tríada homicida»
junto con la enuresis, o el hecho de mojar la cama más allá de la edad normal, y
provocar incendios.
También resultaba triste e irónico que en Santa Cruz la madre de Ed fuera
popular tanto entre los gerentes como entre los estudiantes. Era considerada una
persona sensible y cariñosa a la que se podía acudir con un problema o para
hablar de algo. Pero en casa, trataba a su hijo tímido como si fuera un monstruo.
El mensaje aparente era que él jamás podría salir ni casarse con ninguna de
esas universitarias. «Son mucho mejores que tú». Expuesto constantemente a esa
actitud, al final Ed decidió cumplir con las expectativas.
A su manera, hay que decir que su madre sí cuidaba de él. Cuando Ed
expresó su interés por entrar en la patrulla de carreteras de California, maniobró
para eliminar su expediente juvenil con objeto de que el «estigma» de haber
matado a sus abuelos no supusiera un impedimento en su vida adulta.
Este deseo de trabajar en la policía era un dato interesante que no paraba de
aparecer en nuestros estudios sobre asesinos en serie. Las tres motivaciones más
comunes de los violadores y asesinos en serie eran la dominación, la
manipulación y el control. Si uno piensa que la mayoría de esos tipos son
perdedores rabiosos e inútiles que creen que la vida los ha tratado fatal, y que
gran parte de ellos han experimentado algún tipo de abuso físico o emocional,
como Ed Kemper, no es de extrañar que una de sus profesiones imaginarias
preferidas sea la de policía.
Un policía representa el poder y el respeto público. Cuando lo llaman, tiene
autoridad para hacer daño a los malos por el bien común. En nuestra
investigación descubrimos que, aunque pocos agentes de policía cometen
crímenes violentos, con frecuencia los agresores en serie no conseguían entrar en
los departamentos de policía y trabajaban en campos relacionados, como
guardias de seguridad o porteros de noche. Una de las cosas que empezamos a
decir en algunos de nuestros perfiles era que el sujeto conducía un vehículo
parecido al de la policía, como un Ford Crown Victoria o un Chevrolet Caprice.
A veces, como en el caso de los asesinatos de niños de Atlanta, el sujeto había
comprado un coche de policía usado.
Aún más común es el «policía aficionado». Una de las cosas que nos dijo Ed
Kemper es que frecuentaba bares y restaurantes donde iban policías, a escuchar
conversaciones. Eso le hacía sentir que estaba dentro, le daba la sensación
indirecta del poder de un policía. Sin embargo, cuando el Asesino de las
colegialas se desmadró, tenía línea directa con los avances de la investigación, lo
que le permitía anticipar su siguiente movimiento. De hecho, cuando Kemper
llamó desde Colorado al final de su larga y sangrienta misión, le costó convencer
a los policías de Santa Cruz de que no era una broma de borracho, que el
Asesino de las colegialas era su amigo Ed. No obstante, por lo que sabemos,
consideramos por defecto la posibilidad de que el sujeto intente entrar en la
investigación. Años después, trabajando en los asesinatos de prostitutas de
Arthur Shawcross en Rochester, Nueva York, mi colega Gregg McCrary predijo
correctamente que el asesino sería alguien que muchos policías conocerían muy
bien, que frecuentaba los mismos lugares que ellos y les sacaba información con
entusiasmo.
Me interesaba mucho la metodología de Kemper. El hecho de que cometiera
esos crímenes repetidamente en la misma zona geográfica general indicaba que
estaba haciendo algo «bien», que analizaba lo que hacía y aprendía a
perfeccionar la técnica. Hay que tener en cuenta que, para la mayoría de esos
tipos, la caza y el asesinato es lo más importante de su vida, su principal «tarea»,
así que piensan en ello continuamente. Ed Kemper era tan bueno en lo que hacía
que cuando en una ocasión lo pararon por un faro posterior roto con dos
cadáveres en el maletero, el agente comentó que era muy educado y lo dejó ir
con una amonestación. En vez de aterrorizarse por si lo descubrían y lo detenían,
para Kemper formaba parte de la emoción. Nos contó con apatía que si el agente
hubiera mirado en el maletero, estaba dispuesto a matarlo. Otro día consiguió
que un guarda de seguridad de la universidad lo dejara pasar con dos mujeres
muertas por heridas de bala en el coche. Ambas estaban envueltas en mantas
hasta el cuello, una a su lado en el asiento delantero y la otra en el trasero.
Kemper explicó con calma y cierta vergüenza que las chicas estaban borrachas y
las llevaba a casa. Lo último era cierto. Y en una ocasión recogió a una mujer
que hacía autoestop con su hijo adolescente, con la intención de matarlos a los
dos. Sin embargo, cuando partió vio por el retrovisor que el compañero de la
mujer había apuntado la matrícula, así que con toda sensatez llevó a la madre y
al hijo a su destino y los dejó allí.
Kemper era tan listo que había supervisado los test de psicología en la cárcel,
así que conocía todas las expresiones de moda y te podía hacer un análisis de su
comportamiento con todo el detalle psiquiátrico analítico. Todo en los crímenes
formaba parte del desafío, del juego, incluso pensar en cómo atraer a las
víctimas al automóvil sin levantar sospechas. Nos contó que cuando paraba el
coche a una chica guapa, le preguntaba a dónde iba y luego miraba el reloj como
si estuviera decidiendo si le daba tiempo. Al pensar que trataba con un hombre
ocupado que tenía cosas más importantes que hacer que recoger a autoestopistas,
les hacía bajar la guardia y eliminar las dudas. Aparte de hacernos ver su modus
operandi como asesino, este tipo de información insinuaba algo esencial: las
deducciones normales de sentido común, pistas verbales, lenguaje corporal,
etcétera, que utilizamos para evaluar a otras personas y emitir juicios
instantáneos no funcionan con los sociópatas. Con Ed Kemper, por ejemplo:
recoger a una autoestopista guapa era su máxima prioridad, y pensaba mucho y
analíticamente la mejor manera de lograr su objetivo, mucho más de lo que una
joven que se encontrara con él por casualidad lo había hecho desde su
perspectiva.
Manipulación. Dominación. Control. Son las tres palabras clave de los
delincuentes violentos en serie. Todo lo que hacen y piensan va dirigido a
ayudarlos a llenar su vida, por lo demás inadecuada.
Probablemente el factor más decisivo en el desarrollo de un violador o
asesino en serie es el papel de la imaginación. En el sentido más amplio. Las
fantasías de Ed Kemper se desarrollaron pronto, y en todas había una relación
entre el sexo y la muerte. Jugaba con su hermana a atarse a una silla como si
estuviera en la cámara de gas. Sus fantasías sexuales con otras personas
terminaban con la muerte y desmembramiento de la pareja. Debido a sus
sentimientos de inadaptación, Kemper no se sentía cómodo con las relaciones
normales entre un chico y una chica. No creía que ninguna lo aceptara, así que,
en su cabeza, era una compensación. Tenía que poseer del todo a su pareja
imaginaria, y en última instancia eso significaba ser dueño de su vida.
—Vivas eran distantes, no compartían nada conmigo —explicó en una
confesión ante un tribunal—. Intentaba entablar una relación. Cuando iba a
asesinarlas, no tenía nada en la cabeza salvo que iban a ser mías.
Con la mayoría de asesinos de motivación sexual, se produce una progresión
de la fantasía a la realidad, a menudo alimentada por la pornografía, la
experimentación macabra con animales y la crueldad con sus iguales. Este
último rasgo se puede ver como el sujeto que «se venga» de ellos por su
maltrato. En el caso de Kemper, se sentía rechazado y atormentado por otros
niños por su tamaño y personalidad. Y nos contó que antes de desmembrar a dos
gatos de la familia, había robado una muñeca de su hermana para cortarle la
cabeza y las manos, a modo de práctica de lo que pensaba hacer con seres vivos.
En otro nivel, la desbordada imaginación de Kemper lo liberaba de su madre
dominante y agresiva, y todo lo que hizo como asesino se puede analizar según
ese contexto. No me malinterpretéis, eso no excusa en absoluto lo que hizo.
Todo mi bagaje y experiencia me dice que la gente es responsable de lo que
hace. Sin embargo, a mi juicio Ed Kemper es un ejemplo de alguien que no
nació asesino en serie, sino que se hizo. ¿Habría tenido las mismas fantasías
asesinas de haber tenido un hogar más estable y cariñoso? ¿Quién sabe? Pero
¿habría actuado con sus víctimas de la misma manera de no haber sentido esa
increíble rabia contra el personaje femenino dominante de su vida? No creo,
porque todo el progreso de la carrera de asesino de Kemper puede considerarse
un intento de devolvérsela a su querida mamá. Cuando finalmente interpretó el
acto final, la obra se acabó.
Era otra característica que veíamos una y otra vez. Rara vez el sujeto dirigía
su rabia al origen de su resentimiento. Pese a que Kemper nos contó que entraba
de puntillas en la habitación de su madre con un martillo y fantaseaba con
clavárselo en el cráneo, tardó por lo menos seis asesinatos antes de reunir el
coraje para enfrentarse a lo que realmente quería hacer. Hemos visto muchas
otras variantes de este desplazamiento. Por ejemplo, un rasgo común es llevarse
algún «trofeo» de la víctima después de asesinarla, como un anillo o un collar. El
asesino regalaba ese objeto a su esposa o a su novia, incluso si esa mujer era el
«origen» de su rabia u hostilidad. Lo típico es que dijera que lo había comprado
en la joyería o lo había encontrado. Luego, al ver que esa persona lo llevaba,
revivía la excitación y estimulación del asesinato y reafirmaba mentalmente la
dominación y el control, consciente de que podría haber hecho con su pareja lo
que hizo con sus desgraciadas víctimas.
En nuestro análisis empezamos a desglosar los componentes de un crimen en
elementos como la conducta anterior o posterior a la agresión. Kemper había
mutilado a todas sus víctimas, lo que al principio nos hizo pensar que era un
sádico sexual. Sin embargo, todas las mutilaciones eran post mortem y no
cuando estaban vivas, de manera que no imponía un castigo ni provocaba
sufrimiento. Tras escuchar a Kemper durante muchas horas, quedó claro que el
desmembramiento era más fetichista que sádico, y tenía más que ver con la parte
de posesión de la fantasía.
Pensé que era igual de importante cómo manejaba y se deshacía de los
cadáveres. Las primeras víctimas habían sido enterradas con cuidado lejos de
casa de su madre. Las últimas, incluida su madre y su amiga, prácticamente las
había dejado al aire libre. Eso, junto con que cada vez iba más en coche con
cadáveres y partes de los cuerpos, me parecía una burla a la comunidad que él
pensaba que se había burlado de él y lo había rechazado.
Acabamos haciendo varias entrevistas largas a Kemper con los años, todas
informativas y desgarradoras por los detalles. Teníamos delante a un hombre que
había matado a sangre fría a chicas inteligentes en la flor de la vida. No sería
sincero si no admitiera que Ed me caía bien. Era simpático, abierto, sensible y
tenía sentido del humor. Me gustaba estar con él, hasta el punto en que esto
puede decirse en semejante contexto. No quería que saliera a la calle, y en sus
momentos más lúcidos, él tampoco. Pero mis sentimientos personales hacia él,
que siguen en vigor, apuntan a una importante reflexión para alguien que trate
con agresores violentos repetitivos. Muchos son bastante encantadores,
superficiales y hablan bien.
«¿Cómo pudo este hombre hacer algo tan horrible? Tiene que haber algún
error o alguna circunstancia atenuante». Eso es lo que uno se repite si hablas con
algunos de ellos; no te haces del todo a la idea de la magnitud de sus crímenes. Y
por eso engañan tan a menudo a los psiquiatras, jueces y agentes de libertad
condicional, un tema que trataremos con más detalle más adelante.
De momento, «si quieres entender al artista, estudia la obra». Es lo que
siempre le digo a mi gente. No puedes afirmar que entiendes o aprecias a Picasso
sin estudiar sus cuadros. Los asesinos en serie de éxito planifican su obra con el
mismo esmero que un pintor planifica su lienzo. Consideran que hacen «arte», y
siguen puliéndolo a medida que actúan. Así que parte de mi evaluación de
alguien como Ed Kemper procede de conocerlo e interactuar con él en el plano
personal. El resto se debe al estudio y la comprensión de su obra.
Las visitas a la cárcel se convirtieron en una práctica habitual siempre que Bob
Ressler o yo estábamos dando un curso fuera o conseguíamos el tiempo y la
colaboración necesarios. Estuviera donde estuviera, averiguaba qué cárcel o
centro penitenciario había cerca o si había «residentes» interesantes.
Cuando llevábamos un tiempo haciéndolo, refinamos nuestra técnica. Por lo
general, estábamos atados cuatro días y medio por semana, así que intentaba
hacer algunas entrevistas por las tardes y los fines de semana. Por la tarde
costaba porque la mayoría de cárceles hacían un recuento tras la cena y no se
permitía entrar a nadie en el bloque de celdas después. Sin embargo, con el
tiempo entiendes los regímenes penitenciarios y te adaptas a ellos. Descubrí que
con un emblema del FBI se puede entrar en la mayoría de cárceles y conocer al
director, así que empecé a presentarme sin previo aviso, y a menudo funcionaba
mejor. Cuantas más entrevistas hacía, más seguro empecé a sentirme sobre lo
que enseñaba y decía a los policías veteranos. Por fin tenía la sensación de que
mis clases contaban con una base real, que no estaba solo reciclando batallitas de
los que las habían experimentado de verdad.
Esas entrevistas no necesariamente ofrecían una visión profunda de sus
crímenes y psiques. Muy pocas lo tenían, incluso con alguien tan listo como
Kemper. Gran parte de lo que nos contaban reproducía su testimonio en el juicio
o declaraciones que habían hecho muchas veces antes. Su interpretación requería
mucho trabajo y una amplia revisión por nuestra parte. Sin embargo, las
entrevistas nos permitían ver cómo funcionaba la mente del agresor, sentirlos,
empezar a ponernos en su lugar.
Durante las primeras semanas y meses de nuestro programa de investigación
informal, conseguimos entrevistar a más de media docena de asesinos y
homicidas potenciales. Entre ellos el asesino frustrado de George Wallace,
Arthur Bremmer (centro penitenciario de Baltimore); Sarah Jane Moore y
Lynette «Squeaky» Fromme, ambas habían intentado matar al presidente Ford
(Alderson, West Virginia), y el gurú de Fromme, Charles Manson, en San
Quintín, junto a la bahía de San Francisco y la roca de Alcatraz.
Todo el mundo en el cuerpo estaba interesado en Manson. Habían pasado
diez años desde el cruel asesinato de Tate y LaBianca en Los Ángeles, y Manson
seguía siendo el preso más famoso y temido del mundo. El caso se enseñaba con
regularidad en Quantico y, aunque los hechos estaban claros, no me daba la
sensación de que hubiéramos entendido bien qué movía a ese tipo. No sabía qué
esperar de él, pero pensé que alguien que había manipulado tan bien para que
otros cumplieran su voluntad sería un sujeto importante. Bob Ressler y yo lo
conocimos en una pequeña sala fuera del principal bloque de celdas de San
Quintín. Había ventanas de cristal reforzado en tres lados, el tipo de sala creada
para los presos y sus abogados.
Mi primera impresión de Manson fue diametralmente opuesta a la que me
dio Ed Kemper. Tenía los ojos desorbitados y alerta, y unos ademanes
inquietantes, espasmódicos. Era mucho más bajo y flaco de lo que había
imaginado, no más de uno sesenta. ¿Cómo podía un tipo bajito de aspecto tan
débil ejercer semejante influencia en su célebre «familia»?
La respuesta llegó cuando nos sentamos en una silla colocada en la cabecera
de la mesa para que pudiera mirarnos desde arriba cuando nos hablaba. En
nuestra extensa preparación de la entrevista había leído que solía sentarse
encima de una gran losa en la arena del desierto cuando se dirigía a sus
discípulos para potenciar su estatura física y sus sermones en general. Nos dejó
claro desde el principio que, pese al juicio celebrado y la amplia cobertura, no
entendía por qué estaba en la cárcel. Al fin y al cabo, no había matado a nadie.
Se consideraba más bien un cabeza de turco social, el símbolo inocente del lado
oscuro de Estados Unidos. La esvástica que se había grabado en la frente durante
los juicios había palidecido pero todavía era visible. Aún estaba en contacto con
sus seguidoras en otras cárceles a través de terceros colaboradores.
En un sentido por lo menos se parecía mucho a Ed Kemper y a tantos otros
hombres con los que habíamos hablado: también había tenido una infancia y una
educación terribles, si es que esos dos términos se pueden usar para describir el
pasado de Manson.
Charles Milles Manson nació en Cincinnati en 1934 como hijo ilegítimo de
una prostituta de dieciséis años llamada Kathleen Maddox. Su apellido era una
pura deducción de Kathleen sobre cuál de sus amantes era el padre. Ella entraba
y salía de la cárcel, y dejó a Charlie con una tía religiosa y un tío sádico que lo
llamaba marica, lo vistió con ropa de niña para su primer día en el colegio y lo
retaba a «comportarse como un hombre». A los diez años vivía en la calle, salvo
sus estancias en varias residencias y reformatorios. Duró cuatro días en la
Ciudad de los Muchachos del padre Flanagan.
Su juventud estuvo marcada por una serie de atracos, falsificaciones, trabajos
de proxeneta, agresiones y reclusiones en instituciones cada vez más duras. El
FBI lo había investigado por transportar coches robados entre estados. Salió en
libertad condicional de su última estancia en prisión en 1967, justo a tiempo para
el «verano del amor». Se fue al distrito Haight-Ashbury de San Francisco, el
imán de la costa oeste para el flower power y el sexo, las drogas y el rock and
roll. Buscando sobre todo que lo llevaran en coche sin pagar, Manson pronto se
convirtió en un gurú carismático para la generación inconformista que aún eran
adolescentes o veinteañeros. Tocaba la guitarra y hablaba con verdades elípticas
a chicos desilusionados. Pronto vivía gratis, con todo el sexo y estimulantes
ilegales que quería. En torno a él se reunió una «familia» de seguidores de
ambos sexos, que a veces llegaron a ser hasta cincuenta. Uno de sus servicios a
la comunidad era predicar su visión del apocalipsis inminente y la guerra de
razas, que daría el triunfo a la Familia y a él el control. El texto era «Helter
Skelter», del White Album de los Beatles.
La noche del 9 de agosto de 1969, cuatro miembros de la familia Manson,
encabezados por Charles «Tex» Watson, irrumpieron en la aislada casa del
director Roman Polanski y su esposa, la actriz Sharon Tate, en 10050 Cielo
Drive de Beverly Hills. Polanski estaba de viaje de trabajo, pero Tate y cuatro
invitados (Abigail Folger, Jay Sebring, Voytek Frykowski y Steven Parent)
fueron brutalmente asesinados en una orgía depravada con eslóganes
pintarrajeados en las paredes y en los cadáveres de las víctimas con su propia
sangre. Sharon Tate estaba embarazada de casi nueve meses.
Dos días después, supuestamente instigados por Manson, seis miembros de
la Familia asesinaron y mutilaron al empresario Leno LaBianca y su esposa,
Rosemary, en su casa en el distrito de Silver Lake en Los Ángeles. Manson no
participó, pero después fue a la casa cuando hubo jaleo. La posterior detención
de Susan Atkins por prostitución, que había participado en ambos asesinatos y
provocado un incendio en un tramo de autopista, acabaron llevando a la Familia
a los juicios tal vez más celebrados de la historia de California, como mínimo
hasta el esperpento de O. J. Simpson. En dos procedimientos distintos, Manson y
varios seguidores fueron condenados a muerte por los asesinatos de Tate y
LaBianca y otros, entre ellos el asesinato y mutilación de Donald «Shorty» Shea,
un doble de acción y seguidor de la Familia sospechoso de estar chivándose a la
policía. Cuando se revocaron las leyes de la pena de muerte en el estado, las
sentencias fueron reducidas a cadena perpetua.
Charlie Manson no era el asesino en serie habitual. De hecho, se dudaba de si
realmente había asesinado a alguien con sus propias manos. Sin embargo, no
había duda de su pasado horrible, así como de los horrores que habían cometido
sus seguidores a instancias de él y en su nombre. Yo quería saber cómo alguien
se convierte en este mesías satánico. Tuvimos que tragarnos horas de filosofadas
y divagaciones, pero cuando lo presionamos para que nos diera detalles y
procuramos saltarnos las tonterías, empezó a surgir una imagen.
Charlie no pretendía ser un gurú oscuro. Su objetivo era la fama y la fortuna.
Quería ser batería y tocar para un grupo de rock famoso como los Beach Boys.
Obligado a vivir de su ingenio toda su vida, sabía estudiar a la gente que conocía
y detectar rápidamente qué podían hacer por él. Habría sido excelente en mi
unidad evaluando los puntos fuertes y las debilidades psicológicas de un
individuo y elaborando estrategias para atrapar a un asesino.
Cuando llegó a San Francisco después de su libertad condicional, vio a
hordas de chicos confundidos, ingenuos e idealistas que lo admiraban por su
experiencia vital y la aparente sabiduría que trasmitía. Muchos de ellos, sobre
todo las chicas jóvenes, habían tenido problemas con sus padres y se
identificaban con el pasado de Charlie, y él tenía la suficiente astucia para saber
escogerlas. Se convirtió en una figura paternal que podía llenar sus vidas vacías
con sexo y la iluminación de las drogas. No se puede estar en la misma sala con
Charlie Manson y que no te afecten sus ojos, profundos y penetrantes, salvajes e
hipnóticos. Sabía de lo que eran capaces sus ojos y el efecto que podían tener.
Nos contó que había pasado la primera parte de su vida intentando evitar palizas,
y con su baja estatura no tenía manera de ganar un enfrentamiento físico. Así
que lo compensaba invocando la fuerza de su personalidad.
Lo que predicaba tenía sentido: la contaminación está arruinando el medio
ambiente, los prejuicios raciales son feos y destructivos, el amor está bien y el
odio mal. Pero una vez tenía a esas almas perdidas bajo su influencia, instituyó
un sistema ilusorio muy estructurado que le daba el control absoluto de sus
mentes y cuerpos. Usaba la falta de sueño, el sexo, el control de la comida y las
drogas para lograr la dominación total, como se hace con los prisioneros de
guerra. Todo era blanco o negro y solo Charlie conocía la verdad. Rasgaba su
guitarra y repetía su sencillo mantra una y otra vez: solo Charlie podía redimir a
esta sociedad enferma y podrida.
La dinámica básica de liderazgo y la autoridad de grupo que Manson nos
describió la vimos en repetidas ocasiones a lo largo de los años en tragedias
posteriores de dimensiones parecidas. El poder y la comprensión de personas
inadecuadas que poseía Manson sería recuperada por el reverendo Jim Jones y el
suicidio en masa de su rebaño en Guyana, y de nuevo por David Koresh en la
urbanización de los davidianos en Waco, Texas, por nombrar solo dos. Y pese a
las evidentes diferencias entre esos tres hombres, lo que los une es impactante.
Lo que entendimos hablando con Manson y sus seguidores nos ayudó a
comprender a Koresh y sus acciones, así como otros cultos.
En el fondo, el tema de Manson no era su visión mesiánica sino el simple
control. Los sermones de «Helter Skelter» eran una manera de mantener el
control mental. Sin embargo, como vio Manson, a menos que puedas ejercer ese
control sobre tu rebaño las veinticuatro horas del día, te arriesgas a perderlo.
David Koresh se dio cuenta y reunió a sus devotos en una fortaleza rural de
donde no podían salir ni estar fuera de su influencia.
Tras escuchar a Manson, creo que no planeó los asesinatos de Sharon Tate y
sus amigos, ni pretendía llevarlos a cabo, sino que, de hecho, perdió el control de
la situación y sus seguidores. La elección del lugar y sus víctimas fue en
apariencia arbitraria. Una de las chicas de Manson había estado allí y pensó que
había dinero. Tex Watson, el guapo estudiante típico de Estados Unidos, buscaba
subir en la jerarquía y competir con Charlie en influencia y autoridad. Colocado
como el resto de LSD, y tras haber entrado en el nuevo mañana del líder, Watson
fue el asesino principal y dirigió la misión a casa de Tate y Polanski, animando a
los demás en las últimas salvajadas.
Luego, cuando esos inadaptados regresaron y le contaron a Charlie lo que
habían hecho, que había empezado el apocalispsis, ya no podía echarse atrás y
decirles que le habían tomado demasiado en serio. Eso destruiría su poder y
autoridad. Así que tenía que reafirmarse, como si hubiera planeado el crimen y
sus secuelas, y los llevó a casa de LaBianca para volver a hacerlo. Sin embargo,
cabe destacar que cuando le pregunté a Manson por qué no había ido a participar
en los asesinatos, explicó, como si fuéramos tontos, que en ese momento estaba
en libertad condicional y no podía arriesgar su libertad violándola.
Así, por la información general y las entrevistas que le hicimos a Manson,
creo que, aunque hacía que sus seguidores hicieran lo que necesitara, ellos, a su
vez, le obligaban a hacer lo que necesitaban y le forzaban a cumplirlo.
Cada tantos años, Manson pide la libertad condicional y siempre se la
deniegan. Sus crímenes tuvieron demasiada publicidad para que la junta que
concedía la libertad condicional le diera una oportunidad. Yo tampoco lo quiero
fuera. Pero si en algún momento lo dejaran en libertad, sabiendo lo que sé de él,
no esperaría que fuera una amenaza violenta grave como muchos de esos tipos.
Sospecho que se iría al desierto a vivir, o intentaría sacar tajada de su
popularidad. Pero no creo que matara. La mayor amenaza serían los perdedores
mal informados que se sentirían atraídos y lo proclamarían su dios y líder.
Tras diez o doce entrevistas en la cárcel, cualquier observador con una
inteligencia razonable vería que estábamos llegando a algo. Por primera vez
podíamos establecer una relación entre lo que pasaba por la cabeza de un agresor
y las pruebas que dejaba en el escenario del crimen.
En 1979 habíamos recibido unas cincuenta solicitudes de perfiles, que los
profesores intentaban gestionar entre sus responsabilidades como docentes. El
año siguiente, la carga de trabajo se había duplicado, igual que el año siguiente.
Para entonces yo ya no daba tantas clases y era el único en la unidad que se
dedicaba a tiempo completo al trabajo operativo. Aún hacía presentaciones en la
Academia Nacional y clases de agentes según me permitía mi agenda, pero, a
diferencia de otros, para mí las clases eran secundarias. Trabajaba prácticamente
en todos los casos de homicidio que entraban en la unidad y los casos de
violación que Roy Hazelwood no pudiera dirigir por exceso de trabajo.
Lo que había sido un servicio informal sin autorización oficial se estaba
convirtiendo en una pequeña institución. Me apoderé del recién creado título de
«director del programa de perfiles de personalidad criminal» y empecé a trabajar
con las sedes locales para coordinar la presentación de casos de los
departamentos de policía local.
En un momento dado, estuve en el hospital una semana o así. Mis heridas de
fútbol americano y boxeo me estaban molestando en la nariz, y cada vez me
costaba más respirar, así que me ingresaron para que me enderezaran el tabique
torcido. Recuerdo estar tumbado casi sin ver y que entrara un agente y me dejara
veinte expedientes de casos en la cama.
Íbamos aprendiendo con cada nuevo encuentro en prisión, pero tenía que
haber una manera de organizar la investigación informal para convertirla en un
marco sistematizado y útil. Ese avance llegó de la mano de Roy Hazelwood, con
quien colaboraba en un artículo sobre el asesinato con motivación sexual para el
boletín del FBI. Roy había investigado con la doctora Ann Burgess, profesora de
enfermería de salud mental psiquiátrica en la escuela de enfermería de la
Universidad de Pensilvania y subdirectora de investigación de la misma
especialidad para el Departamento de Salud y Hospitales de Boston. Burgess era
una autora prolífica y ya muy conocida como una de las principales autoridades
del país en violación y sus consecuencias psicológicas.
Roy la llevó a la Unidad de Ciencia del Comportamiento, nos la presentó a
Bob y a mí y le explicó lo que estábamos haciendo. Quedó impresionada y nos
dijo que pensaba que teníamos la oportunidad de hacer un tipo de investigación
que nunca se había hecho en ese campo. Pensaba que podía ayudar a entender la
conducta criminal igual que el DSM, el Manual diagnóstico y estadístico de los
trastornos mentales, había contribuido a entender y organizar los tipos de
enfermedad mental.
Acordamos trabajar juntos, y Ann solicitó y finalmente obtuvo una beca de
cuatrocientos mil dólares del Instituto Nacional de Justicia. El objetivo era
entrevistar de forma exhaustiva a entre treinta y seis y cuarenta presos y ver a
qué conclusiones llegábamos. Con nuestra información, Ann desarrolló un
instrumento de cincuenta y siete páginas a rellenar en cada entrevista. Bob
administraría la beca y sería el enlace con el INJ, y él y yo, con ayuda de los
agentes sobre el terreno, íbamos a las cárceles y nos enfrentábamos a los sujetos.
Describíamos la metodología de cada crimen y su correspondiente escenario, y
estudiábamos y documentábamos la conducta anterior y posterior a la agresión.
Ann analizaba los números y nosotros apuntábamos los resultados. Esperábamos
que el proyecto tardara unos tres o cuatro años.
En ese momento, el análisis de investigación criminal entró en la era
moderna.
7
El corazón de las tinieblas
La pregunta lógica que se plantea es: ¿por qué iban a colaborar los presos
convictos con agentes federales? Al inicio del proyecto nos lo preguntamos. No
obstante, la abrumadora mayoría de las personas a las que nos dirigimos a lo
largo de los años accedieron a hablar con nosotros, por una serie de razones.
Algunos sienten una preocupación auténtica por sus crímenes y creen que
colaborar en un estudio psicológico es una manera de enmendarlo parcialmente,
además de entenderse mejor a sí mismos. Creo que Ed Kemper pertenece a esta
categoría. Otros, como he dicho, son policías y agentes de la ley aficionados que
disfrutan con el mero hecho de estar cerca de policías y agentes del FBI.
Algunos creen que pueden obtener algún beneficio por colaborar con las
«autoridades», aunque nunca hemos prometido nada a cambio. Algunos se
sienten ignorados y olvidados y solo quieren la atención y el respiro del
aburrimiento que representa una visita nuestra. Y algunos simplemente
agradecen la oportunidad de revivir sus fantasías asesinas con detalles gráficos.
Queríamos oír lo que esos hombres tenían que contarnos, pero sobre todo
nos interesaban varias preguntas básicas, que enumeramos en un artículo en el
que explicábamos los objetivos del estudio en el número de septiembre de 1980
del FBI Law Enforcement Bulletin:
1. ¿Qué lleva a una persona a convertirse en agresor sexual y cuáles son las señales de
alerta?
2. ¿Qué sirve para animar o inhibir la comisión de esas agresiones?
3. ¿Qué tipo de respuesta o estrategias pueden funcionar a una posible víctima con qué tipo
de agresor sexual para evitar el abuso?
4. ¿Cuáles son las consecuencias para su peligrosidad, pronóstico, disposición y trato?
Para que el programa fuera evaluable, entendimos que debíamos estar muy
preparados y ser capaces de filtrar al instante lo que nos contaba cada uno. Si
eres razonablemente inteligente, como muchos de esos tipos, vas a encontrar una
debilidad en el sistema que aprovechar. Por naturaleza, la mayoría de asesinos en
serie son buenos manipuladores. Si en tu caso ayuda ser inestable mentalmente,
puedes ser inestable mentalmente. Si conviene a tu caso que sientas
remordimientos y arrepentimiento, puedes mostrarte con resentimientos y
arrepentido. Pero fuera cual fuera la que les pareciera la mejor forma de
comportarse, me daba la sensación de que la gente que accedía a hablar con
nosotros eran todos parecidos. No tenían otra cosa en que pensar, así que
invertían mucho tiempo en pensar en sí mismos y lo que habían hecho y podían
reproducirlo con todo lujo de detalles. Nuestra tarea era saber lo suficiente de
ellos y sus crímenes con antelación para asegurarnos de que nos contaban la
verdad, porque también habían tenido tiempo suficiente para crear escenarios
alternativos que los hacía mucho más empáticos o inocentes de lo que el
expediente indicaba.
En muchas de las primeras entrevistas, tras oír la historia de nuestro preso
me daban ganas de volverme hacia Bob Ressler o quien estuviera conmigo y
decirle: «¿Podría ser un error? Tenía una respuesta sensata para todo. Me
pregunto si realmente cogieron al tipo correcto». Así que lo primero que
hacíamos al volver a Quantico era comprobar el expediente y ponernos en
contacto con la policía local para pedir el archivo policial y asegurarnos de que
no era un horrible error de la justicia.
Criado en Chicago, Bob Ressler sintió miedo e intriga ante el asesinato de
Suzanne Degnan, de seis años, que había sido secuestrada de su casa y
asesinada. Se descubrió su cadáver cortado en pedacitos en las alcantarillas de
Evanston. Al final detuvieron a un joven llamado William Heirens, que confesó
el asesinato de otras dos mujeres en un edificio de apartamentos cuando algunos
robos se le fueron de las manos. En uno de ellos, el asesinato de Frances Brown,
había escrito en la pared con el pintalabios de la víctima:
Por el amor de Dios,
Atrapadme
Antes de que siga matando
No puedo controlarme
Heirens atribuyó los asesinatos a George Murman (probablemente una
abreviatura de «murder man»), que según él vivía en su interior. Bob ha dicho
que el caso de Heirens fue probablemente una de sus primeras motivaciones para
hacer carrera en las fuerzas de la ley.
Una vez creado y en marcha el proyecto de investigación de personalidad
criminal, Bob y yo fuimos a entrevistar a Heirens a la cárcel de Statesville en
Joliet, Illinois. Llevaba encarcelado desde su condena en 1946, y durante todo
ese tiempo había sido un preso modelo, el primero en el estado en obtener un
título universitario. Luego pasó a hacer un posgrado.
Cuando lo entrevistamos, Heirens negaba cualquier tipo de relación con los
crímenes y traía su discurso aprendido. Tenía respuesta para todas nuestras
preguntas, insistió en que tenía coartada y no estaba cerca de ninguno de los
escenarios del crimen. Fue tan convincente y yo estaba tan preocupado por si se
había producido un enorme error de la justicia que, cuando llegamos a Quantico,
saqué los archivos del caso. Además de la confesión y otras pruebas irrefutables,
descubrí que sus huellas se habían encontrado en el escenario del crimen de
Degnan. Sin embargo, Heirens había pasado tanto tiempo en su celda pensando y
dándose todas las respuestas que, si lo pusieran ante un polígrafo, probablemente
habría pasado sin problemas.
Richard Speck, que cumplía varias cadenas perpetuas consecutivas por el
asesinato de ocho estudiantes de enfermería en una casa al sur de Chicago en
1966, dejó claro que no quería que lo metieran en el mismo grupo que los demás
asesinos que estábamos estudiando. «No quiero estar en esa lista con ellos», me
dijo. «Esa gente está loca. Yo no soy un asesino en serie». No negaba lo que
había hecho, solo quería que supiéramos que no era como ellos.
En un nivel clave, Speck tenía razón. No era un asesino en serie, que mata
repetidamente con un ciclo emocional o un período de descanso entre sus
crímenes. Él era lo que yo llamaba un «asesino en masa», que mata más de dos
veces como parte de un mismo acto. En el caso de Speck, fue a la casa a robar,
intentaba conseguir dinero para irse de la ciudad. Cuando Corazon Amurao, de
veintitrés años, abrió la puerta, entró a la fuerza con una pistola y un cuchillo y
dijo que solo iba a atarla a ella y a sus cinco compañeras de piso y robarles. Las
metió a todas en un dormitorio. Durante la hora siguiente llegaron tres mujeres
más de una cita o de estudiar en la biblioteca. Cuando las tuvo a todas en su
poder, Speck, por lo visto, cambió de opinión y acabó en un frenesí de violación,
estrangulamiento, puñaladas y cortes. Solo sobrevivió Amurao, que estaba
acurrucada muerta de miedo en un rincón. Speck había perdido la cuenta.
Cuando se fue, ella salió al balcón y pidió ayuda. Dijo a la policía que el
agresor tenía un tatuaje que decía «Born to Raise Hell» en el antebrazo
izquierdo. Cuando Richard Franklin Speck se presentó en un hospital de la zona
una semana después tras un intento de suicidio frustrado, lo identificaron por el
tatuaje.
Dado la descarada brutalidad de su crimen, Speck había sido objeto de todo
tipo de especulaciones en la comunidad médica y psicológica. Al principio se
anunció que Speck padecía un desequilibrio genético, un cromosoma masculino
(Y) adicional, lo que se consideró que aumentaba la conducta agresiva y
antisocial. Esas modas vienen y van con cierta frecuencia. Hace más de un siglo,
los conductistas de la época usaban la frenología, el estudio de la forma del
cráneo, para predecir el carácter y la capacidad mental. Más recientemente, se
consideraba que un electroencefalograma donde apareciera un patrón repetido de
catorce y seis picos era prueba de un trastorno de la personalidad grave. El
jurado aún sigue pensando en lo del XYY, pero es un hecho indiscutible que
muchos hombres tienen esa composición genética y no muestran una agresividad
extraordinaria ni una conducta antisocial. Y para rematar, cuando se hizo un
estudio detallado sobre Richard Speck, se encontró que su composición genética
era perfectamente normal y no tenía un cromosoma Y adicional.
Speck, que falleció en la cárcel de un ataque al corazón, no quería hablar con
nosotros. Fue uno de los casos habituales en los que nos habíamos puesto en
contacto con el director, que accedió a dejarnos entrar, pero no creía que fuera
buena idea que Speck supiera de nuestra visita con antelación. Cuando llegamos,
coincidimos. Lo oímos gritar y maldecir desde un centro de detención adonde
nos llevaron para que viéramos su celda. Los otros presos estaban locos de
simpatía por él. El director quería enseñarnos el tipo de pornografía que
guardaba Speck, pero él protestaba con furia por aquella violación de su espacio.
Los presos odiaban todo lo que pareciera un registro. Sus celdas era lo único
parecido a la intimidad que les quedaba. Mientras caminábamos por el bloque de
celdas de tres filas en Joliet, con las ventanas rotas y pájaros volando cerca del
techo, el director nos advirtió que nos mantuviéramos en el centro para que los
presos no pudieran alcanzarnos con orina o heces.
Al ver que no nos llevaba a ninguna parte, le susurré al director que
siguiéramos caminando por el pasillo sin parar en la celda de Speck. Con las
pautas para las entrevistas a sujetos en vigor hoy en día, tal vez no podríamos
habernos presentado sin previo aviso. De hecho, todo el estudio de personalidad
del criminal sería mucho más difícil de llevar a cabo ahora.
A diferencia de Kemper o Heirens, Speck no era precisamente un preso
modelo. Una vez construyó y escondió un rudimentario destilador en miniatura
que puso en el fondo de un cajón falso en el escritorio de madera del guardia del
bloque de celdas. Apenas producía alcohol, lo justo para generar el olor y hacer
que los guardias se volvieran locos buscándolo. En otra ocasión, encontró un
gorrión herido que había entrado volando por una de las ventanas rotas y lo
cuidó hasta que estuvo sano. Cuando se pudo tener en pie, le ató una cuerda a
una pata y se lo colgó del hombro. En un momento dado, un guardia le dijo que
no se permitían mascotas.
—¿No puedo tenerlo? —le retó Speck; luego se acercó a un ventilador y
lanzó al pajarito dentro.
Horrorizado, el guardia dijo:
—Pensaba que te gustaba ese pájaro.
—Sí, pero si no lo tengo yo, no lo tendrá nadie.
Bob Ressler y yo lo conocimos en una sala de entrevistas de Joliet,
acompañado de su asesor en prisión, algo parecido al tutor en el instituto. Como
Manson, Speck escogió la cabecera de la mesa y se sentó en un aparador para
estar por encima de nosotros. Empecé contándole a Speck lo que queríamos
hacer, pero no hablaba con nosotros, solo despotricaba contra «el puto FBI» que
quería ver su celda.
Cuando veo a esos tipos, cuando me siento con ellos en una sala de visitas de
una cárcel, lo primero que intento hacer es visualizar su aspecto y cómo sonarían
cuando cometían los crímenes. Me he preparado con todos los archivos de casos
para saber lo que había hecho cada uno y de qué era capaz, y lo que tengo que
hacer es proyectarlo en el individuo que tengo sentado enfrente.
Cualquier interrogatorio de tipo policial es una seducción: cada parte intenta
seducir a la otra para llevársela a su terreno. Hay que evaluar al entrevistado
antes de saber cómo abordarlo. Con ira o juicio moral no se consigue nada.
(«¡Eres una bestia sádica! ¿Te comiste un brazo?»). Tienes que decidir qué le va
a llamar la atención. Con algunos, como Kemper, puedes ser directo y natural,
siempre y cuando dejes claro que conoces los datos y no te pueden engañar.
Estábamos allí sentados en la sala de reuniones y Speck haciendo el número
de ignorarnos, así que me dirigí al asesor. Era un hombre abierto y sociable,
experimentado en difuminar la hostilidad, una de las cualidades que buscamos
en los negociadores con rehenes. Le hablaba de Speck como si no estuviera en la
sala.
—¿Sabes qué hizo, tu protegido? Mató a ocho tías. Y algunas de esas tías
estaban bastante bien. Nos quitó ocho buenos culos al resto, ¿a ti te parece justo?
A Bob le incomoda claramente. No quiere ponerse al nivel del asesino, y es
delicado para mofarse de la muerte. Por supuesto, estoy de acuerdo, pero en
situaciones como esta creo que se hace lo que hay que hacer.
El asesor me contestaba en tono parecido y estuvimos así un rato.
Pareceríamos chicos de instituto en las taquillas si no estuviéramos hablando de
víctimas de asesinato, que cambia el tono de inmaduro a grotesco.
Speck estuvo escuchando un rato, soltó una risita y dijo:
—Estáis locos. Tiene que ser una fina línea la que os separa de mí.
Con esa introducción me dirigí a él:
—¿Cómo demonios te tiraste a ocho mujeres a la vez? ¿Qué comes para
desayunar?
Nos miró como si fuéramos un par de palurdos inocentes.
—No me las tiré a todas. Esa historia se salió de madre. Solo me tiré a una.
—¿A la del sofá? —pregunté.
—Sí.
Por duro y asqueroso que suene todo esto, estaba empezando a contarme
algo. En primer lugar, por muy hostil y agresivo que sea, no tiene pinta de
macho. Sabía que no podía controlar a todas las mujeres a la vez. Era un
oportunista, iba a violar a una porque sí. Y, a juzgar por las fotografías del
escenario del crimen, sabíamos que la elegida estaba boca abajo en el sofá. Para
él ya era un cuerpo despersonalizado. No tenía por qué tener ningún contacto
humano con ella. También vimos que no era un pensador sofisticado ni
organizado. No hacía falta mucho para que lo que habría sido un robo
relativamente sencillo degenerara en aquel asesinato en masa. Admitió que mató
a las mujeres no por el frenesí sexual, sino para que no pudieran identificarlo.
Cuando las jóvenes enfermeras llegaron a casa, metió a una en el dormitorio y a
la otra en el armario, como si encerrara a caballos en el establo. No tenía ni idea
de cómo llevar la situación.
Resulta interesante que también afirmara que la herida que acabó con él en el
hospital y luego con su detención no fue causada por un intento de suicidio, sino
consecuencia de una pelea de bar. Sin entender necesariamente la importancia de
lo que estaba diciendo, nos estaba contando que quería que pensáramos en él
como el macho «nacido para crear el infierno» en vez de un patético perdedor
cuya única salida es el suicidio.
Mientras escuchaba, empezaba a darle vueltas a esa información en la
cabeza. No solo me estaba diciendo algo sobre Speck, sino sobre ese tipo de
crimen. En otras palabras, cuando viera escenarios parecidos en un futuro, iba a
entender mejor al tipo de individuo responsable. Y eso, por supuesto, era el
principal objetivo del programa.
Cuando procesamos los datos del estudio, intenté huir de la jerga y
expresiones académicas y psicológicas y emplear más conceptos claros que
pudiera usar el personal de las fuerzas de la ley. Decirle a un detective local que
está buscando a un esquizofrénico paranoide puede tener un interés intelectual,
pero no le dice mucho de utilidad para atraer al sujeto. Una de las distinciones
clave que descubrimos era si un agresor era organizado o desorganizado, o
mostraba un patrón mixto. La gente como Speck empezaba a darnos un patrón
de agresor desorganizado.
Speck me contó que tuvo una infancia difícil. La única vez en que diría que
le tocamos la fibra fue cuando le pregunté por su familia. A los veinte años
contaba ya con casi cuarenta detenciones y se había casado con una chica de
quince años, con quien tuvo un hijo. La dejó cinco años después, furioso y
amargado, y nos dijo que simplemente nunca se decidió a matarla. Sí mató a
muchas otras mujeres, incluida una camarera en un bar sórdido que rechazó sus
insinuaciones. También robó y atacó a una mujer de sesenta y cinco años unos
meses antes de asesinar a las enfermeras. Aunque todo vale lo mismo, la brutal
violación de una anciana nos indica que, posiblemente ya de adolescente, no
tenía mucha experiencia, seguridad o sofisticación. Speck tenía veintiséis años
cuando se produjo la violación. A medida que avanza la edad del agresor en la
ecuación, su sofisticación y seguridad en sí mismo disminuyen de manera
proporcional. Esa impresión me daba Richard Speck. Pese a tener veintitantos
años, su nivel de conducta, incluso para un criminal, era de adolescente tardío.
El director quería enseñarme algo más antes de irnos. En Joliet, como en
otras cárceles, se estaba llevando a cabo un experimento psicológico para ver si
los colores pastel reducían la agresividad. Había bastantes teorías académicas
que lo respaldaban. Incluso pusieron a campeones de levantamiento de peso de
la policía en salas pintadas de rosa o amarillo y comprobaron que no podían
levantar el mismo peso que antes.
El director nos llevó a una sala al final del bloque de celdas y nos dijo:
—Se supone que esa pintura rosa debería eliminar la agresividad de un
agresor violento. Si los pones en una sala como esta, se supone que se vuelven
muy tranquilos y pasivos. Mira dentro de esta sala, Douglas, y dime lo que ves.
—Veo que no hay mucha pintura en las paredes —comenté.
Me contestó:
—Sí, es verdad. A los chicos no les gustan esos colores. Pelan la pintura de
la pared y se la comen.
Jerry Brudos era un fetichista de los zapatos. Si eso fuera todo, no habría
problema. Pero, debido a una serie de circunstancias, incluida una madre
castigadora y dominante y sus propias obsesiones, fue mucho más allá: de algo
ligeramente extraño a algo letal.
Jerome Henry Brudos nació en Dakota del Sur en 1939 y se crio en
California. Cuando tenía cinco años, encontró un par de brillantes zapatos de
tacón en un vertedero local. Cuando los llevó a casa y se los probó, su madre,
furiosa, le dijo que se deshiciera de ellos. Pero se los quedó, escondidos, hasta
que su madre lo descubrió, se los llevó, los quemó y le castigó. A los dieciséis
años, viviendo en Oregón, entraba con asiduidad en casas del vecindario a robar
zapatos de mujer y luego ropa interior, que se quedaba y se probaba. Al año
siguiente fue detenido por agredir a una chica a la que había atraído a su coche
para verla desnuda. En el hospital público de Salem le dieron varios meses de
terapia, pero no consideraron que fuera peligroso. Tras el instituto, estuvo un
breve período en el ejército antes de que lo descartaran por motivos
psicológicos. Aún entraba en casas y robaba zapatos y ropa interior, y a veces se
enfrentaba a las mujeres que se encontraba y las ahogaba hasta que quedaban
inconscientes, cuando, por sentido de obligación, se casó con la chica con la que
acababa de perder la virginidad. Fue a un centro de formación profesional y se
hizo técnico electrónico.
Seis años después, en 1968, padre de dos niños y siguiendo con sus
excursiones nocturnas en busca de souvenires, Brudos contestó al timbre de la
puerta a una chica de diecinueve años llamada Linda Slawson, que vendía
enciclopedias y se había equivocado de casa. Él aprovechó su oportunidad, la
llevó al sótano, la aporreó y la estranguló. Una vez muerta, la desnudó y probó al
cadáver varias prendas de su colección. Antes de eliminar el cuerpo hundiéndolo
en el río Willamette con una caja de cambios inservible, le cortó el pie izquierdo,
lo colocó en uno de sus zapatos de tacón y lo guardó en el congelador. Mató tres
veces más durante los meses siguientes; seccionó pechos para luego hacer
moldes de plástico con ellos. Varias estudiantes lo identificaron por haberles
pedido una cita con una historia parecida, y fue detenido cuando la policía
vigilaba un supuesto lugar de encuentro. Confesó y al final se declaró culpable
cuando quedó claro que alegar locura no funcionaría.
Bob Ressler y yo lo entrevistamos en su residencia permanente en el centro
penitenciario Oregón en Salem. Era corpulento y de cara redonda, educado y
colaborador. Sin embargo, cuando le pedí detalles de los crímenes, dijo que se
había quedado en blanco por la hipoglucemia y no recordaba nada.
—Ya sabes, John, tengo esos ataques de nivel bajo de azúcar en sangre, y
podría caminar por la azotea de un edificio sin saber qué estoy haciendo.
Lo interesante es que, cuando Brudos confesó a la policía, lo recordaba todo
muy bien para darles detalles gráficos de los crímenes y dónde encontrarían los
cadáveres y las pruebas. También se incriminó sin querer. Había colgado el
cuerpo de una de sus víctimas de un gancho en su garaje, la vistió con su
atuendo y sus zapatos favoritos, y luego colocó un espejo en el suelo debajo de
ella para ver por debajo del vestido. Mientras hacía la fotografía, sin querer
captó su propia imagen.
Pese a sus supuestos olvidos hipoglucémicos, Brudos tenía muchos de los
rasgos de un agresor organizado. Eso iba ligado al elemento de imaginación que
demostró desde pequeño. Cuando era adolescente y vivía en la granja familiar,
fantaseaba con raptar a chicas en un túnel, donde las forzaría a hacer lo que
quisiera. Una vez consiguió engañar a una chica para que entrara en el granero y
le ordenó que se desnudara para hacerle una fotografía. Vimos este tipo de
comportamiento en sus agresiones de adulto, pero de adolescente era demasiado
ingenuo y poco sofisticado para pensar en otra cosa que no fuera retratar a sus
víctimas desnudas. Tras la sesión en el granero, encerró a la chica en un
cobertizo de maíz y volvió al cabo de un rato con ropa distinta y el pelo peinado
de otra manera fingiendo ser Ed, el hermano gemelo de Jerry. Liberó a la chica,
aterrorizada, y le explicó que Jerry estaba siguiendo una terapia intensiva y le
rogó que no se lo contara a nadie a menos que él se metiera en problemas y
sufriera otro «contratiempo».
Lo que vemos claramente en Jerome Brudos, junto con su escalada de
manual en sus actividades, es un refinamiento continuo de la imaginación. Es un
descubrimiento mucho más significativo que todo lo que nos contó directamente.
Aunque un Kemper y un Brudos son muy distintos en sus objetivos y modus
operandi, en ambos vemos, como en tantos otros, una obsesión con la «mejora»
de los detalles de un crimen al otro y de un nivel de actividad al otro. Kemper
escogía como víctimas a estudiantes guapas vinculadas en su cabeza con su
madre. Brudos, menos sofisticado e inteligente, se contentaba con víctimas de
oportunidad. Pero la obsesión por el detalle era la misma y dominaba las vidas
de ambos.
Como adulto, Brudos hacía que su esposa, Darcie, se vistiera con su atuendo
fetichista y la sometía a su ritual fotográfico, aunque ella era una mujer recta y
poco aventurera que se sentía incómoda con eso y tenía miedo a su marido. Él
albergaba complejas fantasías de construir una sala de torturas, pero tuvo que
conformarse con su garaje. Ahí estaba el congelador que tenía cerrado para
guardar sus partes de cuerpos favoritas. Cuando Darcie cocinaba carne, tenía que
decirle a Jerry qué quería, y él se lo llevaba. Ella se quejaba a menudo a sus
amigas de que sería mucho más fácil que ella buscara en el congelador y
seleccionara un corte concreto. Sin embargo, pese a las molestias, no le pareció
lo bastante raro como para informar de ello. O si se lo parecía, tenía demasiado
miedo para hacerlo.
Brudos era un ejemplo casi clásico de un agresor que empieza con
excentricidades inocuas y pasa progresivamente de los zapatos encontrados a la
ropa de su hermana y a las posesiones de otras mujeres. Al principio solo robaba
de tendederos, después seguía a mujeres que llevaban zapatos de tacón y entraba
en casas vacías, luego se volvió más osado y deseaba encontrarse con las
ocupantes de las casas. En sus inicios le bastaba con ponerse la ropa, pero al
final quería más emoción. Socialmente empezó a pedir a las chicas que le
dejaran hacer fotografías. Cuando una se negaba a desnudarse para él, las
amenazaba con un cuchillo. No mata hasta que una víctima de oportunidad llama
a su puerta. Sin embargo, una vez la ha matado y siente la satisfacción, se ve
impulsado a hacerlo una y otra vez, y cada vez incrementa la mutilación del
cadáver.
No insinúo que todos los hombres que se sienten atraídos por los zapatos de
tacón o que les excite pensar en sujetadores de encaje negros y medias estén
destinados a una vida criminal. Si fuera cierto, la mayoría estaríamos en la
cárcel. Pero, tal y como vemos en Jerry Brudos, este tipo de parafilia puede ser
degenerativa, y también es «situacional». Dejadme que os ponga un ejemplo.
Hace un tiempo, cerca de donde vivía, se decía que el director de una escuela
de primaria tenía una predilección por los pies de los niños. Jugaba con ellos a
ver cuánto tiempo podía hacerles cosquillas en los pies. Si aguantaban un
determinado tiempo, les daba dinero. Llamó la atención de los padres cuando
vieron que los niños gastaban en las tiendas dinero que no sabían de dónde salía.
Cuando las autoridades educativas despidieron al director, muchos en la
comunidad protestaron. Era un tipo atractivo, tenía una relación normal con una
novia estable y era popular tanto entre los niños como entre los padres. Los
profesores pensaban que se habían equivocado con él. Aunque tuviera esa
predilección por los pies, era básicamente inofensivo. Jamás había abusado de
ningún niño ni había intentado desnudarlos. No era el tipo de persona que
raptaba a una criatura para alimentar su perversión.
Estoy de acuerdo. La comunidad no corría peligro con él en ese sentido. Lo
conocí y era amable y sociable. Pero digamos que durante uno de esos juegos
una niña pequeña reacciona mal, empieza a llorar o amenaza con hablar mal de
él. En un momento de pánico, podría acabar matando a la niña solo por no saber
qué hacer para reconducir la situación. Cuando desde el colegio se pusieron en
contacto con mi unidad para pedir consejo, les dije que pensaba que habían
hecho lo correcto al despedir al hombre.
Hacia la misma época, me llamaron de la Universidad de Virginia, donde
estaban tirando a universitarias al suelo para robarles sus zapatos tipo zueco. Por
suerte, ninguna sufrió heridas de gravedad, y la policía local y del campus se lo
tomaban como una broma. Me reuní con ellos y con la administración de la
universidad, les hablé de Brudos y otros, y para cuando me fui había conseguido
lo que pretendía y les había metido el miedo en el cuerpo. La actitud oficial
cambió notablemente, y me enorgullece decir que no hubo más incidentes.
Cuando observo la progresión criminal de Jerry Brudos, me pregunto si la
comprensión y la intervención en etapas anteriores podrían haber cortocircuitado
el proceso último.
En Ed Kemper, tenía la sensación de estar viendo a un asesino en serie
fabricado por una infancia emocionalmente difícil. El caso de Jerry Brudos me
pareció más complejo. Era evidente que su parafilia se había manifestado a una
edad muy temprana. Era muy pequeño cuando quedó fascinado con un par de
zapatos de tacón en el vertedero. Sin embargo, parte de la fascinación podría
depender de no haber visto nada parecido antes. No eran como los que llevaba su
madre. Luego, cuando ella tuvo una reacción tan airada, se convirtieron en el
fruto prohibido para él. No mucho después le robó los zapatos a su profesora.
Cuando ella lo descubrió, a Brudos le sorprendió su reacción. En vez de
reprobárselo, le intrigaba por qué lo había hecho. Así que ya estaba recibiendo
mensajes mixtos de mujeres adultas sobre lo que estaba haciendo, y un deseo
supuestamente innato se estaba convirtiendo poco a poco en algo siniestro y
mucho más letal.
¿Qué habría pasado si se hubiera detectado la peligrosidad de su progresión y
se hubiera intentado alguna manera productiva de abordar sus sentimientos? En
el momento del primer asesinato, ya era demasiado tarde. Pero en cualquier
momento por el camino, ¿se podría haber interrumpido el proceso? Gracias al
estudio y a mi trabajo desde entonces me he vuelto muy, muy pesimista con todo
lo que se parezca remotamente a la rehabilitación de la mayoría de asesinos con
motivaciones sexuales. Si algo puede tener aspiraciones a funcionar, tiene que
llegar en una etapa mucho más temprana, antes de alcanzar el punto en que la
fantasía se hace realidad.
Cuando mi hermana Arlene era adolescente, mi madre solía decir que podía
saber mucho de los chicos con los que salía solo preguntándoles qué relación
tenían con su madre. Si el chico le profesaba amor y respeto, probablemente se
reflejaría en sus relaciones con otras mujeres en su vida. Si pensaba que su
madre era una furcia o una tocapelotas, había muchas posibilidades de que
tratara a las demás mujeres de la misma manera.
Según mi experiencia, mi madre tenía toda la razón. Ed Kemper dejó un
rastro de destrucción por Santa Cruz, California, antes de reunir las fuerzas para
matar a la mujer que realmente odiaba. Monte Rissell, que violó y asesinó a
cinco mujeres cuando era adolescente en Alexandria, Virginia, nos contó que si
le hubieran dejado ir con su padre en vez de con su madre cuando su matrimonio
se rompió, pensaba que habría sido abogado en vez de vivir en el penitenciario
de Richmond, donde lo entrevistamos.
Con Monte Ralph Rissell pudimos empezar a encajar las piezas del
rompecabezas. A los siete años, Monte era el menor de tres hijos en el momento
del divorcio, y su madre los desarraigó y se mudaron a California, donde se
volvió a casar y pasar la mayor parte del tiempo sola con su nuevo marido,
dejando a sus hijos con poca supervisión adulta. Monte empezó a tener
problemas pronto: escribía pintadas obscenas en el colegio, luego las drogas,
más tarde disparó a un primo con una escopeta de perdigones después de una
discusión. Declaró que su padrastro le había dado el arma y que este, tras el
disparo impulsivo, la rompió y golpeó repetidamente a Monte con el cañón.
Cuando Monte tenía doce años, este segundo matrimonio se separó y la
familia se mudó a Virginia. Monte nos contó que consideraba a su hermana
responsable. Desde entonces, su carrera criminal fue a más: conducción sin
permiso, hurtos, robo de coches y luego violación.
Su transición al asesinato fue muy instructiva. Aún en el instituto, en libertad
condicional y recibiendo terapia psiquiátrica como condición, recibió una carta
de su novia. Iba a un curso superior en el colegio y estaba fuera en la
universidad. En la carta le decía a Monte que su relación había terminado. De
pronto cogió el coche, se plantó en la universidad y vio a la chica con su nuevo
novio.
En vez de hacer algo evidente y desahogar la rabia en la persona que la había
causado, volvió a Alexandria, se encerró con cerveza y marihuana y se pasó
horas en su coche sentado en el aparcamiento del bloque de pisos cavilando.
Hacia las dos o las tres de la madrugada, seguía allí cuando apareció otro
coche conducido por una sola mujer. En el calor del momento, Rissell decidió
recuperar lo que acababa de perder. Se acercó al vehículo de la mujer, la apuntó
con una pistola y la obligó a ir con él a una zona aislada cerca del bloque.
Rissell actuó de forma tranquila, deliberada y precisa cuando recordó sus
acciones a Bob Ressler y a mí. Comprobé de antemano su coeficiente intelectual,
y era de más de 120. No puedo decir que notara mucho remordimiento o
contrición; salvo los escasos agresores que se convirtieron o se suicidaron, el
remordimiento suele ser por dejarse atrapar y luego ir a la cárcel. Pero no intentó
minimizar sus crímenes y yo tuve la sensación de que su relato era preciso. Y la
conducta que acababa de describir y la que estaba a punto de detallar contenían
varias ideas clave.
En primer lugar, el incidente tuvo lugar después de un hecho o circunstancia
desencadenante, lo que llamamos un «factor estresante». Vimos ese patrón una y
otra vez. Cualquier cosa puede ser un factor estresante desencadenante, a cada
uno le molestan cosas distintas. Sin embargo, no es de extrañar, los dos más
comunes son perder un trabajo y perder a tu mujer o tu novia. (Uso el femenino
porque, como he comentado, prácticamente todos esos asesinos son hombres,
por motivos sobre los que especularé más adelante).
Tras estudiar a personas como Monte Rissell nos percatamos de que esos
factores estresantes forman parte de la dinámica del asesino en serie hasta tal
punto que cuando vemos determinadas circunstancias en un escenario del
crimen, nos sentimos cómodos haciendo una predicción sobre cuál fue
exactamente el factor estresante en un caso concreto. En el caso del asesinato de
Jud Ray en Alaska que mencioné en el capítulo 4, el horario y los detalles del
triple homicidio de una mujer y sus dos hijas hizo que Jud predijera que el
asesino había perdido a su novia y el trabajo. Ambos traumas se habían
producido. De hecho, la novia lo había dejado por el jefe de él, que luego lo
despidió para sacárselo de encima.
Así, la noche en que vio a su chica con un universitario, Monte Rissell
cometió su primer asesinato. Es significativo por sí mismo. Pero el cómo y el por
qué ocurrió aún nos dice más.
Dio la casualidad de que la víctima de Rissell era prostituta, lo que significa
dos cosas: que no le daría el mismo miedo mantener relaciones con un
desconocido que a alguien ajeno a la profesión, y que, aunque estuviera
asustada, probablemente tenía un instinto de supervivencia bastante agudo. Así
que cuando la tuvo a solas y estuvo claro que pretendía violarla a punta de
pistola, ella intentó relajar la situación subiéndose la falda y preguntándole al
agresor cómo le gustaba y en qué postura quería hacerlo.
—Me preguntó cómo lo quería —nos contó.
No obstante, en vez de conseguir que él fuera más amable o sensible, ese
comportamiento solo lo enfureció.
—Era como si esa zorra intentara controlar las cosas.
Por lo visto ella fingió dos o tres orgasmos para aplacarle, pero eso empeoró
las cosas. Si ella «disfrutaba» de la violación, reforzaba su sensación de que
todas las mujeres eran unas zorras. Ella se volvía despersonalizada, y era fácil
pensar en matarla.
Sin embargo, dejó irse a otra víctima cuando esta le contó que cuidaba de su
padre, que padecía cáncer. El hermano de Rissell también lo había sufrido, así
que se identificó con ella. Era una persona para él, a diferencia de la prostituta, o
la joven enfermera a la que agredió Richard Speck y que estaba bocabajo en el
sofá.
Por eso es tan difícil dar consejos generales sobre qué hacer en una
violación. Según la personalidad del violador y su motivación para el crimen,
seguir el juego o intentar convencerle de no ser agredida puede ser la mejor
reacción. O puede empeorar las cosas. Resistirse o luchar con un «violador que
necesita reafirmar su poder» puede detenerle. Resistirse ante un «violador al que
le excita la rabia», a menos que la persona atacada sea lo bastante fuerte o rápida
para huir, puede hacer que mate a la víctima. Intentar hacer que sea un acto
agradable porque el violador es un inadaptado sexual no es necesariamente la
mejor estrategia. Son crímenes de rabia, hostilidad y afirmación de poder. El
sexo es solo fortuito.
Tras la violación de la mujer raptada en el aparcamiento, enfadado, Rissell
aún no había decidido qué hacer con su víctima. Llegados a ese punto ella hizo
lo que a muchos nos parecería lógico: intentar huir. Así sintió aún más que ella
controlaba la situación, no él. Tal y como citamos a Rissell en un artículo sobre
el estudio en American Journal of Psychiatry: «Echó a correr por el barranco.
Entonces la agarré. Le hice una llave de brazo. Era más alta que yo. Empecé a
asfixiarla… ella tropezó… dimos un traspié por la ladera y caímos al agua. Le
golpeé la cabeza contra el lateral de una roca y aguanté la cabeza bajo el agua».
Lo que aprendimos es que el comportamiento de la víctima es igual de
importante al analizar el crimen que el del sujeto. ¿Era una víctima de riesgo
bajo o alto? ¿Qué dijo o hizo que animara al sujeto o lo frenara? ¿Cómo fue su
encuentro?
Las víctimas seleccionadas por Rissell simplemente estaban cerca: dentro o
en los alrededores de su bloque de pisos. Una vez hubo matado, el tabú había
desaparecido. Vio que podía hacerlo, disfrutarlo y salir ileso. Si nos hubieran
llamado para hacer un perfil del sujeto, esperaríamos ver alguna experiencia en
su pasado, un crimen violento cercano al asesinato, y lo había. A decir verdad, en
lo que probablemente nos habríamos equivocado, por lo menos al principio, es
en la edad. En el momento de su primer asesinato, Rissell acababa de cumplir
diecinueve años. Esperaríamos un hombre de veintitantos años, casi treinta.
Sin embargo, el caso de Rissell demuestra que la edad es un concepto
relativo en nuestro trabajo. En 1989, Gregg McCrary, de mi unidad, fue
consultado sobre una desconcertante serie de asesinatos de prostitutas en
Rochester, Nueva York. Gracias a una estrecha colaboración con el capitán
Lynde Johnson y un cuerpo policial excelente, Gregg desarrolló un perfil
detallado y propuso una estrategia que en última instancia desembocó en la
detención y acusación de Arthur Shawcross. Cuando recibimos el perfil después,
vimos que Gregg la había clavado casi a la perfección: raza, personalidad, tipo
de trabajo, vida familiar, coche, aficiones, conocimiento de la zona, relación con
la policía. Prácticamente todo excepto la edad. Gregg había pronosticado que
sería un hombre rozando la treintena con un cierto nivel de comodidad para
asesinar. En realidad, Shawcross tenía cuarenta y cinco años. Había pasado
quince en la cárcel por el asesinato de dos niños pequeños (como las prostitutas
y los ancianos, los niños son objetivos vulnerables), que básicamente lo habían
tenido retenido.
Arthur Shawcross estaba en libertad condicional en el momento de los
asesinatos, igual que Monte Rissell. Como Ed Kemper, fue capaz de convencer a
un psiquiatra de que estaba realizando excelentes progresos mientras en realidad
mataba a seres humanos. Es el tipo de versión cruenta del viejo chiste sobre
cuántos psiquiatras se necesitan para cambiar una bombilla: la respuesta es que
solo uno, pero solo si la bombilla quiere cambiar. Los psiquiatras y profesionales
de la salud mental están acostumbrados a usar la información del propio paciente
para hacer un seguimiento de sus progresos, y se da por hecho que aquel quiere
ponerse «bien». Resulta que era increíblemente fácil engañar a muchos
psiquiatras, y la mayoría de los buenos dirán que el único factor de predicción
fiable de la violencia es un pasado violento. Una de las cosas que esperamos
haber conseguido con el estudio de personalidades criminales y nuestro trabajo
desde entonces es despertar la conciencia entre la comunidad de la salud mental
de las limitaciones de los relatos del paciente en cuanto a conducta criminal. Por
su propia naturaleza, un asesino en serie o un violador es manipulador, narcisista
y totalmente egocéntrico. Le dirá a un agente a cargo de la condicional o a un
psiquiatra penitenciario lo que quiera oír, lo que haga falta para salir de la cárcel
o quedarse en la calle.
Tal y como explicó Rissell sus asesinatos posteriores, vimos una progresión
constante. Le molestó que su segunda víctima lo asediara a preguntas:
—Quería saber por qué quería hacer esto, por qué la escogí a ella, si no tenía
novia, qué problema tenía, qué iba a hacer.
Ella estaba conduciendo el coche a punta de pistola y, como la primera,
intentó escapar. En ese momento él se dio cuenta de que tenía que matarla y le
asestó varias puñaladas en el pecho.
En el momento del tercer asesinato, todo fue bastante fácil. Había aprendido
de su experiencia anterior y no dejó que su víctima le hablara: tenía que
mantenerla despersonalizada.
—Estaba pensando… que había matado a dos. También podía matar a esa.
En este punto de la progresión liberó a la mujer que cuidaba de su padre
enfermo de cáncer. Ahogó a una y apuñaló a la otra, entre cincuenta y cien veces
según sus cálculos.
Como prácticamente todos los demás, Rissell nos demostró que la fantasía se
produjo mucho antes de empezar con las violaciones o asesinatos. Le
preguntamos de dónde había sacado las ideas. Procedían de varias fuentes, pero
una de ellas era haber leído sobre David Berkowitz.
David Berkowitz, conocido al principio como «el Asesino del calibre 44» y
luego como «el Hijo de Sam» cuando empezó a escribir a los periódicos durante
su reino del terror en Nueva York, era más un personaje asesino que un típico
asesino en serie. Durante casi un año exacto, de julio de 1976 a julio de 1977,
seis chicos y chicas jóvenes fueron asesinados y más heridos, todos aparcados en
lugares para amantes, todos asesinados a balazos en sus coches con un arma
potente.
Como otros asesinos en serie, Berkowitz era el producto de una familia
adoptiva a la que no conoció hasta que estuvo en el ejército. Quería que lo
enviaran a Vietnam, pero acabó en Corea, donde tuvo su primera relación sexual
con una prostituta y contrajo la gonorrea. Cuando terminó el servicio y se fue a
la ciudad de Nueva York, empezó a buscar a su madre biológica y la encontró
viviendo con su hija, su hermana, en Long Beach, Long Island. Para su sorpresa
y disgusto, no quisieron saber nada de él. Era tímido, inseguro y estaba
enfadado, así que nació un asesino potencial. Había aprendido a disparar en el
ejército. Fue a Texas y adquirió un Charter Arms Bulldog, un revólver del
calibre 44, un arma aparatosa y potente que lo hacía sentir más grande y
poderoso. Salió a los vertederos de la ciudad de Nueva York para practicar con
su arma, apuntando a pequeños objetivos hasta que conseguía un buen tiro.
Luego ese empleado de correos de bajo rango de día empezó a salir a cazar de
noche.
Entrevistamos a Berkowitz en la cárcel estatal de Attica, donde estaba
cumpliendo veinticinco años de cadena perpetua por cada uno de los seis
asesinatos tras declararse culpable, aunque luego negó los crímenes. Había sido
víctima de una agresión casi letal en la cárcel en 1979, cuando le rebanaron el
cuello por detrás. Necesitó cincuenta y seis puntos y nunca se identificó al
agresor. Así que fuimos a verlo sin avisar, no queríamos que corriera más
peligro. Con ayuda del guardián, habíamos rellenado la mayoría de nuestro
cuestionario con anterioridad para estar bien preparados.
Para este encuentro en concreto me llevé algunas ayudas visuales. Como he
mencionado, mi padre había sido impresor en Nueva York y presidente del
sindicato de impresores en Long Island, así que me proporcionó los periódicos
en los que anunciaban las hazañas del Hijo de Sam en grandes titulares.
Cogí el Daily News de Nueva York, luego se lo pasé deslizándolo por la
mesa y dije:
—David, dentro de cien años nadie se acordará de Bob Ressler o John
Douglas, pero sí del Hijo de Sam. De hecho, ahora mismo hay un caso en
Wichita, Kansas, en el que un chico ha matado a media docena de mujeres y se
hace llamar el estrangulador BTK, por «atar, torturar, matar» (en sus siglas en
inglés). Y está escribiendo cartas y habla de ti en ellas. Habla de David
Berkowitz, el Hijo de Sam. Quiere ser como tú por el poder que tienes. No me
sorprendería que te escribiera una carta a la cárcel.
Berkowitz no es lo que consideraría un tipo carismático, y siempre buscaba
un poco de reconocimiento o logro personal. Tenía los ojos azules claros, y
siempre intentaba ver si el interés de una persona era auténtico o se estaba riendo
de él. Cuando oyó lo que tenía que decir, se le iluminaron los ojos.
—Pero nunca tuviste la oportunidad de testificar en el juicio —continué—,
así que lo que el público sabe de ti es que eres un hijo de perra. Pero con estas
entrevistas sabemos que tiene que haber otra vertiente, un lado sensible que se
vio afectado por tu pasado. Queremos que tengas la oportunidad de contarnos
eso.
Era bastante inexpresivo emocionalmente, pero nos hablaba con cierta
vacilación. Admitió haber provocado más de dos mil incendios en la zona de
Brooklyn-Queens, que documentó en un meticuloso diario. En eso se parecía a
una personalidad asesina: un solitario que se deleita en su escritura obsesiva de
un dietario. Otra es que no quería tener ningún contacto físico con la víctima. No
era un violador ni un fetichista. No buscaba souvenires. La única carga sexual la
obtenía del acto de disparar en sí.
Los incendios que provocó eran principalmente menores, como en cubos de
basura o edificios abandonados. Como muchos pirómanos, se masturbaba
mientras observaba las llamas, y de nuevo cuando los bomberos iban a
apagarlas. Esa vertiente pirómana también encaja con los otros dos elementos de
la «tríada homicida»: mojar la cama y la crueldad con los animales.
Siempre pensé en las entrevistas en la cárcel como si fuera a buscar oro. La
gran mayoría de lo que consigues no son más que guijarros sin valor, pero si
sacas una buena perla, el esfuerzo habrá valido la pena. Y ese era el caso con
David Berkowitz.
Lo que era muy, muy interesante para nosotros era que merodeaba en esas
zonas de amantes y, en vez de ir a la parte del conductor del coche, que suele ser
la del chico y sería una mayor amenaza, iba al lado del copiloto. Eso nos dice
que, cuando disparaba a ese vehículo con una postura típica de policía, su odio,
su rabia, iba dirigido a la mujer. Los múltiples disparos, como las múltiples
puñaladas, indican el grado de la ira. El hombre simplemente se encontraba en el
lugar equivocado en el momento erróneo. Probablemente nunca hubo contacto
visual entre el agresor y la víctima. Todo se hacía desde la distancia. Podía
poseer a esa mujer de sus fantasías sin tener que personalizarla.
Otra joya igual de interesante que se ha convertido en parte de nuestra visión
general de los asesinos en serie es que Berkowitz nos contó que iba a cazar de
noche. Cuando no encontraba una víctima de oportunidad, que estuviera en el
lugar equivocado en el momento equivocado, regresaba a zonas donde había
tenido éxito antes. Volvía a un lugar escenario de un crimen (muchos otros
volvían a los sitios donde se deshacían de los cadáveres), y a las tumbas, y se
revolvía en la mierda simbólicamente y revivía la fantasía una y otra vez.
Por ese mismo motivo otros asesinos en serie hacían fotografías o grababan
cintas de vídeo con sus crímenes. Una vez la víctima estaba muerta y el cadáver
eliminado, querían poder revivir la emoción, seguir haciendo realidad su
fantasía, una y otra vez. Berkowitz no necesitaba joyas, ropa interior o partes del
cuerpo ni cualquier otro recuerdo. Nos contó que con regresar tenía suficiente.
Luego volvía a casa, se masturbaba y revivía la fantasía.
Usamos esa información con grandes resultados. Las fuerzas de la ley
siempre habían especulado con que los asesinos volvían a los escenarios del
crimen, pero no podían demostrar ni explicar exactamente por qué lo hacían. A
partir de sujetos como Berkowitz, empezamos a descubrir que la suposición era
cierta, aunque no siempre fuera por los motivos que sospechábamos. El
remordimiento puede ser uno de ellos, pero, como nos demostró Berkowitz,
puede haber otros. Cuando entiendes por qué un tipo concreto de criminal tal vez
vuelva al escenario, puedes planificar estrategias para atraparlo.
El nombre «Hijo de Sam» procedía de una nota escrita con rudeza y dirigida
al capitán Joseph Borelli, que más tarde fue jefe de los detectives del
departamento de policía de Nueva York. Se encontró cerca del coche de las
víctimas Alexander Esau y Valentina Suriani en el Bronx. Como los demás,
ambos fueron asesinados por disparos a bocajarro. La nota decía:
Me duele profundamente que diga que odio a las mujeres. No es verdad. Pero soy un
monstruo. Soy «el Hijo de Sam». Soy un niño pequeño.
Cuando el padre Sam se emborracha se vuelve malo. Pega a su familia. A veces me ata en la
parte trasera de la casa. Otras me encierra en el garaje. A Sam le encanta beber sangre.
«Sal y mata», ordena el padre Sam.
Detrás de nuestra casa algunos descansan. La mayoría jóvenes, violados y asesinados, sin
sangre, ahora son solo huesos.
Papá Sam también me encierra en el desván. No puedo salir, pero miro por la ventana y veo
pasar el mundo.
Me siento como un marginado. Estoy en otra onda que todos los demás, programado para
matar.
Pero para pararme tenéis que matarme. Atención toda la policía: disparad primero, disparad a
matar o apartaos de mi camino si no queréis morir.
Papá Sam ya es viejo. Necesita sangre para conservar su juventud. Ha tenido demasiados
ataques al corazón. «Ay, me duele, chico».
Sobre todo, echo de menos a mi bonita princesa. Descansa en nuestra casa de chicas. Pero
pronto la veré.
Soy el «monstruo», Belcebú, el gigante gordo.
Me encanta cazar. Merodear por las calles en busca de presas, carne jugosa. Las mujeres de
Queens son las más guapas. Debe de ser el agua que beben. Vivo para la caza, mi vida. Sangre
para papá.
Señor Borelli, no quiero matar más. No señor, no quiero, pero tengo que hacerlo, «honrar a
mi padre».
Quiero hacer el amor con el mundo. Me encanta la gente. No pertenezco a la tierra.
Devolvedme con los palurdos.
A la gente de Queens, os quiero. Y os deseo a todos una buena Pascua. Que Dios os bendiga
en esta vida y en la siguiente. De momento, adiós y buenas noches.
POLICÍA: dejadme que os persiga con estas palabras: ¡Volveré!
¡Volveré!
Interpretadlo como ¡pam, pam, pam, pam, ay!
Con cariño en el asesinato,
Señor monstruo.
Ese don nadie insignificante se había convertido en una celebridad nacional.
Más de cien detectives se unieron a la Operación Omega. Las comunicaciones
demenciales y delirantes continuaron, incluidas cartas a la prensa y a periodistas
como el columnista Jimmy Breslin. La ciudad estaba aterrorizada. En la oficina
de correos, nos contó, sintió una gran emoción al oír a la gente hablar del Hijo de
Sam sin saber que estaba en la misma sala.
El siguiente ataque tuvo lugar en Baysude, Queens, pero tanto el hombre
como la mujer sobrevivieron. Pasados cinco días, una pareja de Brooklyn no
tuvo tanta suerte. Stacy Moskowitz murió al instante. Robert Violante
sobrevivió, pero perdió la vista por las heridas.
Finalmente detuvieron al Hijo de Sam porque aparcó su Ford Galaxy
demasiado cerca de una boca de incendios la noche del último asesinato. Un
testigo de la zona recordó haber visto a un agente escribiendo una multa y,
cuando se siguió el rastro, les llevó a David Berkowitz. Cuando se enfrentó a la
policía solo dijo: «Bueno, ya me tenéis».
Tras su detención, Berkowitz explicó que «Sam» hacía referencia a su
vecino, Sam Carr, cuyo perro labrador negro, Harvey, era un demonio de tres mil
años que ordenaba a David que matara. En un momento dado disparó al perro
con una pistola del calibre 22, pero sobrevivió. La mayor parte de la comunidad
psiquiátrica lo consideró un esquizofrénico paranoide, y se dieron todo tipo de
interpretaciones a sus diversas cartas. La «bonita princesa» de su primera carta
por lo visto era una de sus víctimas, Donna Lauria, cuya alma le había prometido
Sam tras su muerte.
A mi juicio, lo más significativo de sus cartas, más allá del contenido, era
cómo cambiaba la letra. En la primera misiva era clara y ordenada; luego fue
degradándose poco a poco hasta volverse casi ilegible. Las erratas eran cada vez
más frecuentes. Era como si dos personas distintas hubieran escrito las cartas. Se
lo enseñé. Ni siquiera se había fijado. Si yo hiciera un perfil de él, en cuanto
viera la degradación de la letra sabría que era vulnerable, propenso a meter la
pata, a cometer un error tonto, como aparcar delante de una boca de incendios, lo
que ayudaría a la policía a detenerlo. Ese punto vulnerable sería el momento de
lanzar alguna estrategia proactiva.
Creo que Berkowitz se sinceró con nosotros por los amplios deberes que
habíamos hecho con el caso. Al principio de la entrevista tratamos el tema del
perro de tres mil años que le ordenaba hacerlo. La comunidad psiquiátrica había
aceptado esa historia como un evangelio y pensaba que así se explicaba su
motivación. Sin embargo, yo sabía que esa historia no surgió hasta después de su
detención. Fue su salida. Cuando empezó a parlotear de ese perro, me limité a
decir:
—Eh, David, deja esas chorradas. El perro no tuvo nada que ver.
Él se echó a reír, asintió y admitió que tenía razón. Habíamos leído muchas
extensas tesis psicológicas sobre las cartas. Una lo comparaba con el personaje
de Jerry en la obra La historia del zoológico de Edward Albee. Otra intentaba
definir su psicopatología analizando los textos palabra por palabra. Pero David
les estaba lanzando una bola inesperada, y ellos no supieron batearla.
El hecho es que David Berkowitz estaba enfadado por cómo le habían
tratado su madre y otras mujeres de su vida, y se sentía un inepto con ellas. Su
fantasía de poseerlas se convirtió en una realidad letal. Lo importante para
nosotros eran los detalles.
Gracias a la hábil gestión de Bob Ressler de la beca del instituto nacional de
justicia y al recopilatorio que hizo Ann Burgess de las entrevistas, en 1983
habíamos terminado un estudio detallado de treinta y seis individuos. También
recabamos datos de 118 víctimas, principalmente mujeres.
A partir del estudio surgió un sistema para comprender y clasificar mejor a
los agresores violentos. Por primera vez, podíamos empezar a vincular de verdad
lo que ocurría en la mente de un criminal con las pruebas que dejaba en un
escenario del crimen. A su vez, nos ayudaba a perseguirlos de una forma más
eficaz y a atraparlos y juzgarlos con más eficacia. Empezaba a abordar algunas
de las eternas preguntas sobre la locura y «qué tipo de persona podía hacer algo
así».
En 1988 expusimos nuestras conclusiones en un libro titulado Homicidio
sexual: patrones y motivaciones, publicado por Lexington Books. Sin embargo,
por mucho que hubiéramos aprendido, tal y como admitimos en nuestras
conclusiones, «este estudio formula más preguntas que respuestas».
El viaje a la mente del agresor violento sigue siendo una búsqueda constante
del descubrimiento. Los asesinos en serie son, por definición, asesinos «de
éxito» que aprenden de la experiencia. Solo tenemos que aprender más rápido
que ellos.
8
El asesino tendrá un defecto del habla
En algún momento de 1980 vi un artículo en el periódico local sobre una anciana
que había sido agredida sexualmente y había recibido una paliza por un intruso
desconocido que la dio por muerta, junto con sus dos perros, apuñalados hasta la
muerte. La policía pensó que el agresor había pasado bastante tiempo en el
escenario del crimen. La comunidad estaba perpleja y furiosa.
Unos meses después, volviendo de un viaje, le pregunté a Pam si había
novedades sobre el caso. Me dijo que no, y que no había un sospechoso en firme.
Le comenté que eso era muy mala señal porque, por lo que había oído y leído,
parecía un caso con solución. No era jurisdicción federal, y no nos habían pedido
que interviniéramos, pero como residente en la zona decidí ver si podía hacer
algo.
Fui a la comisaría, me presenté, le conté al jefe lo que hacía y le pregunté si
podía hablar con los detectives que estaban trabajando en el caso. Aceptó mi
oferta con amabilidad.
El detective principal se llamaba Dean Martin. No recuerdo si reprimí los
chistes sobre Jerry Lewis, probablemente no. Me enseñó los archivos del caso,
incluidas las fotografías del escenario del crimen. Realmente habían apaleado a
la mujer. Mientras estudiaba el material, empecé a hacerme una idea clara del
agresor y la dinámica del crimen.
—De acuerdo —les dije a los detectives, que me escuchaban con educación,
pero también escepticismo—, esto es lo que creo. Es un chico de dieciséis o
diecisiete años. Siempre que vemos una víctima mayor en una agresión sexual,
buscamos a un agresor joven, alguien inseguro, sin mucha o ninguna
experiencia. Una víctima más joven, fuerte o que supusiera un reto mayor le
intimidaría. Tendrá un aspecto desaliñado, el pelo descuidado, en general poco
arreglado. Lo que ocurrió esa noche en concreto fue que su madre o su padre lo
echaron de casa y no tenía a dónde ir. No irá muy lejos en esta situación, sino
que buscará el techo más cercano y fácil que pueda encontrar. No tiene el tipo de
relación con alguna chica o con otros chicos para presentarse en su casa hasta
que pase la tormenta en casa. Sin embargo, mientras pasea sintiéndose
desgraciado, impotente y rabioso, llegó a casa de la señora. Sabía que vivía sola,
había trabajado ahí antes o le había hecho alguna chapuza. Sabía que no era una
gran amenaza.
»Así que entró, tal vez ella protestó, o se puso a gritarle, a lo mejor
simplemente estaba asustada. Él quería demostrarse a sí mismo y al mundo que
es todo un hombre. Intentó tener relaciones sexuales con ella, pero no pudo
penetrarla, así que empezó a darle golpes hasta que en un momento dado
comprendió que mejor llegar hasta el final para que no pudiera identificarlo. No
llevaba máscara, ha sido un crimen impulsivo, no planificado. Ella estaba tan
traumatizada que, aunque sobrevive, no puede dar ninguna descripción a la
policía.
»Tras el ataque, él seguía sin tener a dónde ir, ella no era una amenaza y él
sabía que no tendría visitas durante la noche, así que se quedó, comió y bebió,
porque para entonces tenía hambre.
Paro mi relato y les digo que ahí fuera hay alguien que encaja con esa
descripción. Si lo encuentran, tendran al agresor.
Los detectives se miran entre sí. Uno empieza a sonreír:
—¿Eres adivino, Douglas?
—No, pero mi trabajo sería mucho más fácil si lo fuera.
—Porque hay un adivino, Beverly Newton, que estuvo aquí hace unas
semanas y dijo casi lo mismo.
Es más, mi descripción encajaba con alguien que vivía cerca, al que habían
tenido en cuenta brevemente. Tras nuestra reunión, lo volvieron a interrogar. No
había suficientes pruebas para detenerlo, y no lograron sacarle una confesión.
Poco después se fue de la zona.
El jefe y los detectives querían saber cómo, si no era adivino, podía deducir
un escenario tan concreto. Parte de la respuesta es que para entonces había visto
suficientes casos de crímenes violentos contra todo tipo de personas, había
relacionado detalles suficientes con cada uno, y había entrevistado a suficientes
agresores violentos para tener un patrón en la cabeza de qué tipo de crimen
comete cada tipo de persona. Por supuesto, si fuera tan fácil podríamos enseñar a
elaborar perfiles en un manual o proporcionar a la policía un programa
informático con una lista de características de sospechosos para un determinado
conjunto de datos. El hecho es que, aunque usamos mucho la informática en
nuestro trabajo y los ordenadores son capaces de hacer cosas impresionantes,
hay otras cuestiones más complejas que no pueden realizar y tal vez nunca
puedan. Elaborar perfiles es como escribir: puedes darle al ordenador todas las
normas gramaticales, la sintaxis y el estilo, y seguirán sin poder escribir el libro.
Lo que procuro hacer con un caso es reunir todas las pruebas de las que
dispongo para trabajar (los informes, las fotografías y descripciones del
escenario del crimen, las declaraciones de las víctimas o las actas de las
autopsias), y luego ponerme mental y emocionalmente en la mente del agresor.
Intento pensar como él. No estoy seguro de cómo ocurre exactamente, igual que
los novelistas como Tom Harris, a los que he consultado a lo largo de los años,
tampoco saben explicar cómo cobran vida sus personajes. Si hay un componente
psíquico, no lo rehuiré, aunque yo lo atribuyo más al campo del pensamiento
creativo.
En ocasiones, los adivinos pueden ser útiles en una investigación criminal.
Los he visto trabajar. Algunos tienen la habilidad de centrarse de forma
inconsciente en detalles sutiles concretos de un escenario y extraer conclusiones
lógicas, como intento hacer yo y enseño a hacer a mi gente. Sin embargo,
siempre advierto a los investigadores que un mentalista debería ser el último
recurso como herramienta de investigación, y si vas a usarlo, que no lo expongan
a agentes o detectives que conozcan los detalles del caso. Los buenos mentalistas
son excelentes captando pequeñas señales no verbales, y pueden asombrarte y
generar credibilidad al nombrarte los hechos del caso que ya sabías sin
necesariamente tener una visión especial de lo que no sabes, pero quieres
averiguar. En los asesinatos de niños de Atlanta, cientos de mentalistas se
presentaron en la ciudad y ofrecieron sus servicios a la policía. Dieron todo tipo
de descripciones de asesinos y métodos. Resultó que ninguno se acercó siquiera.
Hacia la misma época en que me reuní con la policía local, los
departamentos de toda la zona de la bahía de San Francisco me llamaron por una
serie de asesinatos en zonas muy boscosas, junto a senderos que habían
relacionado y que atribuían a un sujeto desconocido que la prensa había
bautizado «el Asesino del Sendero».
Empezó en agosto de 1979, cuando Edda Kane, una atlética ejecutiva de
banca de cuarenta y cuatro años, desapareció mientras ascendía en solitario la
cima este del monte Tamalpais, una bella montaña con vistas al Golden Gate y la
bahía de San Francisco, conocido por el sobrenombre de «la bella durmiente».
Al ver que Kane no regresaba al anochecer, su marido, preocupado, llamó a la
policía. Su cuerpo lo encontró un perro del equipo de búsqueda al día siguiente
por la tarde, desnuda salvo por un calcetín, boca abajo, arrodillada como si
rezara por su vida. El médico determinó que la causa de la muerte había sido una
sola bala en la nuca. No había pruebas de agresión sexual. El asesino se llevó
tres tarjetas de crédito y diez dólares en efectivo, pero dejó la alianza y otras
joyas.
En marzo del siguiente año, se encontró el cuerpo de Barbara Schwartz, de
veintitrés años, en el parque del monte Tamalpais. Había sido apuñalada
repetidamente en el pecho, aparentemente mientras estaba arrodillada. En
octubre, Anne Alderson, de veintiséis años, no volvió de correr por los límites
del parque. Su cuerpo se encontró al día siguiente por la tarde con una herida de
bala en el lado derecho de la cabeza. A diferencia de las víctimas anteriores,
Alderson estaba completamente vestida, boca arriba, apoyada contra una roca y
solo le faltaba el pendiente de oro derecho. El guardabosques interno del monte
Tamalpais, John Henry, dijo que la había visto sentada sola en el anfiteatro del
parque la última mañana de su vida, viendo salir el sol. Dos testigos más la
habían visto a menos de un kilómetro de donde se había encontrado el cuerpo de
Edda Kane.
Un sospechoso prometedor era Mark McDermand, cuya madre inválida y el
hermano esquizofrénico habían sido encontrados muertos por un disparo en su
cabaña del monte Tamalpais. Tras once días de huida, McDermand se rindió ante
el detective del condado de Marin, el capitán Robert Gaddini. Los detectives
pudieron relacionarlo con los asesinatos de su familia pero, pese a ir muy
armado, ningún arma coincidía con las armas de los calibres 44 y 38 usadas en
los casos del sendero. Y luego los asesinatos se reanudaron.
En noviembre, Shauna, de veinticinco años, no se presentó pese a haber
quedado con dos compañeros de excursión en el parque de Point Reyes, a unos
kilómetros al norte de San Francisco. Dos días después, la patrulla de búsqueda
encontró su cuerpo en una tumba poco profunda cerca del cadáver en
descomposición de otra excursionista, Diana O’Connell, de veintidós años, una
neoyorquina que había desaparecido en el parque un mes antes. Ambas tenían un
disparo en la cabeza. Ese mismo día se descubrieron dos cuerpos más en el
parque, identificados como Richard Stowers, de diecinueve años, y su prometida
de dieciocho Cynthia Moreland, ambos desaparecidos desde mediados de
octubre. Los investigadores determinaron que habían sido asesinados el mismo
fin de semana largo del 12 de octubre que Anne Alderson.
Los primeros asesinatos ya habían extendido el pánico entre los
excursionistas de la zona y se pusieron señales en las que se advertía, sobre todo
a las mujeres, que no fueran al bosque solas. Sin embargo, con el descubrimiento
de cuatro cadáveres en un solo día se les cayó el mundo encima. El sheriff del
condado de Marin, Albert Howenstein Jr., había recogido varios relatos de
testigos presenciales, personas que habían visto a las víctimas con hombres
extraños antes de morir, pero en determinados datos clave, como la edad o los
rasgos faciales, las descripciones se contradecían. Suele ocurrir incluso en el
caso de un solo asesinato, mucho más con varios a lo largo de varios meses. En
el escenario de Barbara Schwartz se encontraron unas gafas bifocales poco
habituales que en apariencia pertenecían al asesino. Howenstein publicó
información sobre las gafas y la graduación, y envió notas a todos los oculistas
de la zona. La montura parecía hecha en la cárcel, así que el capitán Gaddini se
puso en contacto con el departamento de justicia de California para intentar
identificar a los agresores liberados recientemente con un historial de crímenes
sexuales contra mujeres. Varias jurisdicciones y agencias, incluida la sede en San
Francisco del FBI, trabajaban activamente en el caso.
En la prensa se especulaba con que el Asesino del Sendero pudiera ser en
realidad el asesino del Zodiaco de Los Ángeles, que seguía sin ser identificado y
llevaba inactivo desde 1969. Tal vez Zodiaco había estado todo ese tiempo en la
cárcel por algún otro delito y hubiera sido liberado por funcionarios de prisiones
que no lo supieran. Sin embargo, a diferencia de Zodiaco, el Asesino del
Sendero no tenía necesidad de mofarse de la policía ni comunicarse con ellos.
El sheriff Howenstein llamó a un psicólogo de Napa, el doctor R. William
Mathis, para analizar el caso. Tras advertir los aspectos rituales de los casos, el
doctor Mathis dijo que esperaba que el agresor se llevara recuerdos, y que debía
seguirse a todo aquel que fuera considerado sospechoso durante una semana
antes de detenerlo por si conducía a la policía hasta el arma asesina o alguna otra
prueba. En cuanto a su aspecto y características del comportamiento, Mathis
describió a un hombre guapo con personalidad de ganador.
Siguiendo las recomendaciones de Mathis, Howenstein y Gaddini colocaron
diversos tipos de trampas proactivas, entre ellas hacer que guardabosques se
hicieran pasar por chicas excursionistas, pero nada funcionaba. La presión social
sobre el cuerpo policial era intensa. El sheriff anunció al público que el asesino
esperaba a sus víctimas y las sometía a un trauma psicológico antes de matarlas,
y probablemente las obligaba a suplicar por su vida.
Cuando la agencia residente de San Rafael del FBI pidió ayuda a Quantico,
en un principio se pusieron en contacto con Roy Hazelwood, nuestro mayor
experto en violaciones y violencia contra las mujeres. Roy es un tipo sensible y
atento, y el caso le afectó profundamente. Recuerdo cómo me lo explicaba
mientras volvíamos a nuestro despacho del edificio de formación, donde
acabábamos de terminar una clase de la Academia Nacional. Casi me dio la
sensación de que Roy se sentía personalmente responsable, como si los esfuerzos
conjuntos del FBI y unas diez agencias locales no fueran suficientes. Él tenía que
resolver el caso y llevar al agresor ante la justicia.
A diferencia de mí, Roy daba clases a tiempo completo. Para entonces yo
había renunciado a la mayor parte de mi trabajo en las aulas y era el único
miembro de la Unidad de Ciencia del Comportamiento que trabajaba en casos
todo el tiempo. Así que Roy me pidió que fuera a San Francisco a dar a la policía
cierta información sobre el terreno.
Como he mencionado con anterioridad, a menudo hay cierto recelo cuando el
FBI entra en un caso. En parte es consecuencia de la época Hoover, cuando se
tenía la sensación de que la Agencia entraba y se hacía cargo de la investigación
de crímenes de perfil alto. Mi unidad no puede entrar a menos que se lo pida
alguna agencia con la jurisdicción principal, sea un departamento local de policía
o incluso el FBI. No obstante, en el caso del sendero el departamento del sheriff
del condado de Marin implicó pronto a la Agencia, y con el tipo de repercusión
que los casos estaban teniendo en los medios, tuve la sensación de que
agradecían que alguien como yo interviniera y les quitara de en medio, por lo
menos un tiempo.
En las oficinas del departamento del sheriff revisé todo el material del caso y
las fotografías de los escenarios del crimen. Me interesaban especialmente los
comentarios del sargento Rich Keaton en los que declaraba que todos los
asesinatos parecían haberse cometido en lugares apartados y muy boscosos con
una espesa cubierta de follaje tapando casi todo el cielo. Ninguna de esas zonas
era accesible en coche, solo a pie, lo que implica como mínimo caminar
kilómetro y medio. El escenario de la muerte de Anne Alderson estaba
razonablemente cerca de una vía de servicio que servía de atajo desde el
anfiteatro del parque. Todo ello me indicaba que el asesino era de la zona y la
conocía muy bien.
Hice mi presentación en una gran sala de formación del departamento del
sheriff del condado de Marin. Los asientos estaban situados en forma de
semicírculo, como un aula de medicina. De las cincuenta o sesenta personas
presentes en la sala, unos diez eran agentes del FBI, el resto eran agentes de
policía y detectives. Mientras miraba por encima de las cabezas del público, vi
más de una cana, veteranos con experiencia recuperados de la jubilación para
ayudar a atrapar a ese tipo.
Lo primero que hice es desmontar el perfil que ya se había hecho. No creía
que nos enfrentáramos a un tipo atractivo, encantador, sofisticado. Las múltiples
puñaladas y los ataques fugaces por detrás me decían que se trataba de un tipo
asocial (aunque no necesariamente antisocial) que sería retraído, inseguro e
incapaz de entablar una conversación con sus víctimas, desarrollar un buen truco
o engañarlas, persuadirlas o convencerlas para hacer lo que quisiera. Todos los
excursionistas estaban en forma. El ataque rápido era un indicador claro de que
la única manera de controlar a la víctima era arrasar con ella antes de que
pudiera reaccionar.
No eran crímenes de alguien que conociera a sus víctimas. Los lugares eran
aislados y ocultos a la vista, lo que significaba básicamente que el asesino tenía
todo el tiempo del mundo para reproducir su fantasía con cada víctima. Pero
seguía sintiendo la necesidad de un ataque rápido. No había violación, solo
manipulación de los cuerpos después de la muerte. Probablemente masturbación,
pero no relaciones sexuales. Las víctimas eran de edades y tipos físicos diversos,
a diferencia de las de un asesino sofisticado y con labia como Ted Bundy, la
mayoría de cuyas víctimas respondían a una imagen: mujeres guapas de edad
universitaria con el pelo largo y oscuro, con la raya en medio. El Asesino del
Sendero no tenía preferencias, como una araña que espera que un insecto entre
en su red. Le dije al grupo de agentes allí reunido que esperaba que el tipo
tuviera un pasado oscuro. Coincidía con el capitán Gaddini en que había pasado
un tiempo en la cárcel. Sus antecedentes podían incluir violaciones o, más
probable, intentos de violación, pero ningún asesinato antes de esta serie. Habría
un factor estresante desencadenante antes de que empezara. Esperaba que fuera
blanco porque todas sus víctimas lo eran, y pensaba que tendría un trabajo
manual, mecánico o industrial. Debido a la eficacia de los asesinatos y su éxito
al evadir la justicia hasta entonces, deducía que tenía treinta y pocos años.
También creía que sería bastante listo. Si en algún momento comprobaban su
coeficiente intelectual, estaría por encima de lo normal. Y si consultaran su
pasado, encontrarían un historial de mojar la cama, provocar incendios y
crueldad con animales, o como mínimo dos de los tres.
—Otra cosa —añadí tras una pausa significativa—, el asesino tendrá un
defecto del habla.
No era difícil leer las expresiones o el lenguaje corporal en la sala.
Finalmente estaban expresando lo que probablemente estaban pensando todo el
tiempo: «Este tipo es un timo».
—¿Por qué lo dice? —preguntó un agente con sarcasmo—. ¿Las heridas le
parecieron «puñaladas de un tartamudo»? —Sonrió ante su propio
«descubrimiento» de un nuevo método de matar.
No, expliqué, era una combinación de razonamiento inductivo y deductivo,
teniendo en cuenta todos los demás factores de los casos, todos los factores que
ya había estudiado. Los lugares aislados donde no iba a estar en contacto con
nadie más, el hecho de que no se hubiera acercado a ninguna de las víctimas en
una multitud o hubieran sido engañadas para ir con él, el hecho de que pensara
que tenía que apoyarse en un ataque rápido incluso en medio de la nada, todo eso
me decía que se trataba de una persona con alguna circunstancia que le hacía
sentir incómodo o avergonzado. El subyugar a una víctima desprevenida y ser
capaz de dominarla y controlarla era su manera de superar su deficiencia.
Podría ser otro tipo de dolencia o discapacidad, consentí. Desde el punto de
vista psicológico o conductual, podría ser un individuo muy casero, alguien con
un fuerte acné, polio, al que le faltara una extremidad, cualquier cosa parecida.
Pero con el tipo de ataque que habíamos visto, había que descartar la ausencia de
una extremidad o cualquier dolencia grave que lo limitara. Con los diversos
relatos de los testigos y toda la gente en los parques de alrededor en el momento
de los asesinatos, esperaríamos que fuera alguien con una deformidad evidente.
Un defecto en el habla, por otra parte, era algo de lo que el sujeto podría sentirse
avergonzado o incómodo hasta el punto de limitar sus relaciones sociales
normales, aunque no «destacaría» entre la gente. Nadie lo sabría hasta que
abriera la boca.
Dar este tipo de pautas a una sala llena de agentes con experiencia que se
jugaban mucho y sentían en la nuca el aliento de la prensa y el público general es
definitivamente una situación que asusta, el tipo de situación que me gusta
recrear para la gente a la que interrogo pero que evitaría yo. Pero no se puede
hacer eso. Siempre te persigue la idea que uno de los detectives expresó con
tanta claridad en la sala aquella tarde:
—¿Y si te equivocas, Douglas?
—Puedo equivocarme en algunas cosas —admití con toda la sinceridad
posible—. Puedo errar en la edad. En la ocupación o el coeficiente intelectual.
Pero no me equivocaré en la raza o el sexo, y tampoco en que es un obrero. Y en
este caso concreto, no me equivocaré en que tiene algún tipo de defecto que le
molesta de verdad. Tal vez no sea un defecto del habla, pero yo creo que sí.
Cuando terminé, no sé qué efecto tuve o si algo había calado. Sin embargo,
un agente vino a verme después y me dijo:
—No sé si tiene razón o no, John, pero por lo menos le ha dado una
dirección a la investigación.
Siempre es agradable de oír, aunque tiendas a contener la respiración hasta
ver el resultado final de la investigación. Volví a Quantico y los departamentos
del sheriff de la zona de la bahía y el de policía continuaron su trabajo.
El 29 de marzo, el asesino volvió, esta vez disparó a una joven pareja en el
parque nacional Henry Cowell Redwoods, cerca de Santa Cruz. Cuando le dijo a
Ellen Marie Hansen, una estudiante de segundo curso de veinte años de la
Universidad de California-Davis, que iba a violarla, ella protestó y él abrió fuego
con una pistola del calibre 38, la mató en el acto e hirió de gravedad a Steven
Haertle, al que dio por muerto. No obstante, Haertle pudo dar una descripción
parcial de un hombre con los dientes torcidos y amarillos. La policía lo contrastó
con otros testigos y pudieron vincular a ese hombre con un coche rojo extranjero
último modelo, posiblemente un Fiat, aunque la descripción variaba
considerablemente respecto de las anteriores. Haertle pensaba que el sujeto tenía
cincuenta o sesenta y tantos años y que se estaba quedando calvo. Balística
relacionó esos disparos con los asesinatos anteriores del sendero.
El 1 de mayo desapareció Heather Roxanne Scaggs, guapa, rubia y de
veintiún años. Estudiaba en una escuela de impresión de San José, y su novio, su
madre y su compañera de piso recordaban que dijo que iba a salir con un
profesor de arte industrial de la escuela, David Carpenter, que le había facilitado
la compra de un coche de un amigo suyo. Carpenter tenía cincuenta años, algo
insólito para un crimen de este tipo.
A partir de ese momento, las cosas empezaron a ponerse en su lugar y la red
empezó a cerrarse. Carpenter conducía un Fiat rojo con un tubo de escape
dentado. Este último detalle era una información «de reserva» que la policía no
había hecho pública.
David Carpenter debería haber sido identificado y detenido mucho antes. El
caso es que tuvo una suerte increíble y también implicaba a varias jurisdicciones
policiales, lo que complicaba la búsqueda. Le pusieron una pena de cárcel récord
por seis delitos. Resulta irónico que el motivo por el que no aparecía como
agresor sexual en los registros estatales de libertad condicional era que
California lo liberó para cumplir una sentencia federal y, aunque estaba en la
calle, técnicamente seguía bajo custodia federal. Así que huyó por las rendijas.
Otro dato irónico era que Carpenter y su segunda víctima, Barbara Schwartz, en
cuyo escenario del crimen se encontraron las gafas, compartían oculista. Por
desgracia, no había visto la nota que el departamento del sheriff hizo circular.
Aparecieron otros testigos, entre ellos una anciana que reconoció el retrato
robot en televisión y dijo que era el sobrecargo en un barco que cogieron ella y
sus hijos a Japón veinte años antes. El hombre le «había dado miedo» por las
atenciones inadecuadas que daba a su hija pequeña.
Peter Berest, el director de la sede de la caja de ahorros Glen Park
Continental Savings and Loan en Daly City, recordaba a Anna Kelly Menjivar,
una cajera guapa, sensible y de confianza que desapareció de su casa a última
hora en diciembre del año anterior. Pese a que no se la había relacionado con los
asesinatos del sendero, su cuerpo también se había encontrado en el parque del
monte Tamalpais. Berest recordó que Anna había sido amable y dulce con un
cliente habitual con un fuerte tartamudeo del que Berest luego supo que había
sido detenido en 1960 por atacar a una mujer joven en el Presidio, unas
instalaciones militares en la punta norte de San Francisco.
La policía de San Jose y el FBI pusieron a Carpenter bajo vigilancia y al
final lo detuvieron. Resultó ser fruto de una madre dominante que abusaba de él
físicamente, y por lo menos un padre maltratador emocionalmente, un niño con
una inteligencia muy superior a la media del que se mofaban por su grave
tartamudeo. Su infancia también estuvo marcada porque mojaba la cama
crónicamente y por la crueldad con los animales. En la vida adulta, su rabia y
frustración se convirtieron en exceso de una ira violenta e impredecible y un
impulso sexual al parecer insaciable.
El primer crimen por el que se le atrapó y cumplió condena, el ataque a una
mujer con un cuchillo y un martillo en el Presidio, fue tras el nacimiento de un
hijo en un matrimonio ya descarrilado. Durante el brutal ataque y poco antes,
según informó la víctima, no tenía el fuerte tartamudeo.
Gracias a las solicitudes que entraban de exalumnos de la Academia Nacional, el
director del FBI, William Webster, había concedido la autorización oficial a los
profesores de Ciencia del Comportamiento para ofrecer consultas de perfiles
psicológicos en 1978. A principios de la década de 1980 el servicio gozaba de
una gran popularidad. Yo trabajaba en casos a jornada completa, y profesores
como Bob Ressler y Roy Hazelwood hacían consultas cuando sus obligaciones
docentes se lo permitían. Sin embargo, pese a que estábamos contentos con lo
que hacíamos y los resultados que estábamos consiguiendo, nadie con un alto
cargo sabía realmente si era un uso eficaz de los recursos y el personal de la
Agencia. En 1981, la Unidad de Desarrollo e Investigación Institucional del FBI,
entonces dirigida por Howard Teten, tras pasar por Ciencia del Comportamiento,
llevó a cabo el primer estudio en profundidad de rentabilidad de lo que se
llamaba entonces Programa de Perfiles Psicológicos. A Teten, cuyas consultas
informales habían iniciado el programa casi por accidente, le interesaba ver si
realmente estaba teniendo efecto y si la sede central debía seguir adelante.
Se desarrolló y envió un cuestionario para nuestros clientes, agentes y
detectives de cualquier cuerpo policial que hubiera utilizado nuestros servicios
de perfiles. Incluía departamentos de policía municipal, del condado y estatales,
departamentos del sheriff, sedes del FBI, patrullas de carretera y agencias
investigadoras estatales. Pese a que la mayoría de solicitudes estaban
relacionadas con investigaciones de asesinatos, la Unidad de investigación y
desarrollo también recabó datos sobre nuestras consultas sobre violaciones,
secuestros, extorsiones, amenazas, pederastia, situaciones con rehenes y
diferenciación entre muerte accidental o suicidio.
El perfil psicológico aún era un concepto borroso y difícil de evaluar para
mucha gente dentro de la Agencia. Muchos lo consideraban brujería o magia
negra, y algunos pensaban que era un engaño. Sabíamos que, a menos que un
estudio demostrara logros importantes y verificables, todas las facetas que no
fueran formativas de la Unidad de Ciencia del Comportamiento se podían ir por
la borda.
Por tanto, sentimos un gran alivio y gratitud cuando el análisis se publicó en
diciembre de 1981. Investigadores de todo el país nos habían defendido con
entusiasmo, y rogaron que el programa continuara. El párrafo final de la carta de
conclusión del informe lo resume muy bien:
La evaluación revela que el programa es mucho más útil de lo que pensábamos. Hay que
elogiar a la Unidad de Ciencia del Comportamiento por su excelente trabajo.
Por lo general los detectives coincidían en que el ámbito en el que éramos
más útiles era en reducir las listas de sospechosos y dirigir la investigación hacia
un centro más concreto. Un ejemplo era el asesinato brutal y de un sinsentido
arrollador de Francine Elveson en el Bronx en octubre de 1979, cerca de algunas
de las cazas de David Berkowitz. De hecho, la policía de Nueva York estaba
preocupada por si un seguidor del Hijo de Sam utilizaba a su héroe para
inspirarse. Enseñamos el caso en Quantico porque es un buen modelo de cómo
llegamos a un perfil y cómo la policía lo usaba para presionar a un asesino
desconcertante y sin solucionar durante mucho tiempo.
Francine Elveson era una profesora de veintiséis años de niños
discapacitados en un centro de día de la zona. Pesaba cuarenta kilos y medía
menos de metro y medio, y generaba una extraña empatía y sensibilidad en sus
estudiantes, pues tenía una leve discapacidad, la cifoescoliosis o curvatura de la
espalda. Tímida y no muy sociable, vivía con sus padres en los pisos de Pelham
Parkway House.
Se fue a trabajar, como siempre, a las seis y media de la mañana. Hacia las
ocho y veinte, un chico de quince años que vivía en el mismo edificio encontró
su cartera en el hueco de la escalera entre la tercera y la cuarta planta. No tenía
tiempo de hacer algo con ella y llegar puntual a clase, así que se la quedó hasta
que volvió a comer, y se la dio a su padre. El padre fue al piso de Elveson poco
antes de las tres de la tarde y le dio la cartera a la madre de Francine, que llamó
al centro de día para decírselo a esta. Le dijeron que su hija no había ido a
trabajar. Se asustó en el acto, ella, su otra hija y un vecino empezaron a buscar
en el edificio.
En la azotea donde terminaba la escalera vieron una escena escalofriante,
abrumadora. El cuerpo desnudo de Francine había sido apalizado con golpes
bruscos, tan graves que el médico forense más tarde vio que tenía la mandíbula,
la nariz y los pómulos rotos y los dientes sueltos. Estaba con los brazos y piernas
en cruz y atada con su propio cinturón y las medias de nailon en las muñecas y
los tobillos, aunque el médico determinó que ya estaba muerta cuando se lo
hicieron. Le habían cortado los pezones post mortem y los habían colocado
sobre el pecho. Tenía las bragas puestas en la cabeza para taparle la cara, y
marcas de mordiscos en los muslos y las rodillas. Las diversas laceraciones en el
cuerpo, todas superficiales, indicaban que eran de una navaja pequeña. Le habían
metido el paraguas y el bolígrafo en la vagina, y habían colocado el peine sobre
el vello púbico. Los pendientes estaban situados en el suelo simétricamente a
ambos lados de la cabeza. La causa de la muerte fue estrangulación por atadura
con la cinta de la billetera de la víctima. En el muslo el asesino había
garabateado «no podéis pararme», y en el estómago «que os den», ambos con el
bolígrafo que tenía insertado en la vagina. El otro rasgo significativo del
escenario era que el asesino había defecado cerca del cadáver y tapado el
excremento con ropa de Francine.
Una de las cosas que la señora Elveson le dijo a la policía era que faltaba un
colgante de oro con la forma de la letra hebrea chai, que daba buena suerte.
Cuando la madre describió la forma del colgante, los detectives comprendieron
que el cuerpo había sido colocado ceremonialmente para reproducirlo.
Se encontraron rastros de semen en el cadáver, pero la tipificación del ADN
en 1979 era desconocida para la ciencia forense. No había heridas de resistencia
en las manos ni rastros de sangre o fragmentos de piel bajo las uñas, lo que
indicaba que no había habido pelea. La única prueba forense tangible era un solo
pelo afroamericano encontrado en el cuerpo durante la autopsia.
Al examinar el escenario y establecer los hechos conocidos, los detectives de
homicidios determinaron que el ataque inicial tuvo lugar cuando Francine bajaba
la escalera. Tras quedar inconsciente de un golpe, la llevó a la azotea. La
autopsia indicó que no había sido violada.
Debido a su naturaleza horrible, el caso atrajo la atención del público y una
enorme cobertura mediática. Se creó un grupo de veintiséis detectives que
preguntaron a más de dos mil testigos potenciales y sospechosos y comprobaron
todos los agresores sexuales conocidos del área metropolitana de Nueva York.
Sin embargo, un mes después parecía que la investigación no iba a ningún sitio.
Pensando que no estaba de más pedir otra opinión, el detective Tom Foley y
el teniente Joe D’Amico, de la Autoridad de la Vivienda de Nueva York, se
pusieron en contacto con nosotros en Quantico. Llevaron archivos e informes,
fotografías de los escenarios del crimen y protocolos de autopsias. Roy
Hazelwood, Dick Ault, Tony Rider (que acabaría siendo el jefe de la Unidad de
Ciencia del Comportamiento) y yo nos reunimos con ellos en el comedor.
Tras repasar todas las pruebas y el material del caso e intentar ponerme en la
piel tanto de la víctima como del agresor, deduje un perfil. Propuse que la policía
buscara a un hombre blanco de aspecto medio entre los veinticinco y los treinta y
cinco años, probablemente cerca de los treinta, de aspecto desaliñado,
desempleado y muy nocturno, que viviera a menos de un kilómetro del edificio
con sus padres o un familiar mayor, fuera soltero y no mantuviera relaciones con
mujeres ni amigos íntimos, hubiera dejado los estudios en el instituto o la
universidad sin experiencia militar, tuviera una autoestima baja y no poseyera ni
coche ni permiso de conducir, que estuviera en la actualidad o hubiera estado en
una institución mental tomando medicación, hubiera sufrido intentos de suicidio
por estrangulamiento o asfixia y no consumiera en exceso drogas ni alcohol, y
que atesorara una gran colección de pornografía con ataduras y
sadomasoquismo. Sería su primer asesinato, de hecho, su primer delito grave,
pero, a menos que lo atrapáramos, no sería el último.
—No hay que ir muy lejos a buscar a este asesino —les dije a los
investigadores—. Y ya habléis hablado con el tipo. —Seguramente ya lo habían
interrogado a él y a su familia porque vivían en la zona. La policía lo habría
considerado colaborador, probablemente demasiado. Tal vez incluso fue a
buscarlos y se introdujo en la investigación para asegurarse de que no se
acercaban demasiado a él.
Para mucha gente poco familiarizada con nuestras técnicas, se parecían
mucho a un truco. Pero si se estudia metódicamente, se puede ver cómo
llegamos a nuestras impresiones y recomendaciones.
Lo primero que decidimos fue que era un crimen de oportunidad, un
incidente espontáneo. Los padres de Francine nos dijeron que a veces cogía el
ascensor y otras bajaba por la escalera. No había manera de pronosticar qué
prefería una mañana concreta. Si el asesino la había estado esperando en la
escalera, podría no haberla visto y, en todo caso, se habría encontrado con otras
personas antes de ver a Francine.
Todo lo que se había usado en la agresión y en el cuerpo de la víctima
pertenecía a la víctima. El asesino no había llevado nada al escenario, salvo
quizá la navaja pequeña. No tenía armas ni un kit de violación. No la había
acechado ni había ido al escenario del crimen con intención de cometerlo.
Eso, a su vez, nos llevaba a la siguiente conclusión. Si el sujeto desconocido
no había ido al edificio con intención de cometer ese crimen, debía de estar ahí
por algún motivo. Y para estar ahí antes de las siete de la mañana y encontrarse
con Francine en la escalera, o vivía en el edificio, o trabajaba allí o conocía muy
bien el camino. Eso podría indicar que era un empleado de correos, de una
compañía de teléfonos o de Consolidated Edison[2], aunque no me parecía
probable porque no teníamos testimonios de testigos y alguien en esa situación
no habría podido invertir el tiempo que era evidente que había invertido en ella.
Tras el ataque inicial en la escalera, sabía que podía llevarla a la azotea sin
miedo a que lo interrumpieran. Además, dado que nadie en el edificio vio nada
ni a nadie fuera de lo habitual, tenía que encajar en el entorno. Francine no gritó
ni se resistió, así que probablemente lo conocía, por lo menos de vista, y nadie
vio a nadie extraño ni amenazador que entrara o saliera del edificio aquella
mañana.
Debido al componente sexual de la agresión, estábamos convencidos de que
se trataba de un hombre de una edad parecida a la de la víctima. Establecimos
que el rango estaría entre veinticinco y treinta y cinco años, probablemente en el
medio. Yo estaba deseoso de descartar al chico de quince años que encontró la
cartera (igual que a su padre de cuarenta años) con esa única base. Según mi
experiencia, no imaginaba que alguien de esa edad tratara el cadáver de esa
manera. Ni siquiera Monte Rissell, un asesino en serie extremadamente
«precoz», se había comportado así. Además, el chico de quince años era negro.
Pese a que el estudio del cuerpo había sacado a la luz el pelo afroamericano,
estaba convencido de que el asesino era blanco. Muy rara vez veíamos ese tipo
de crimen entre razas, y cuando lo veíamos solía haber otras pruebas que lo
sustentaran. En este caso no había ninguna, y pocas veces, si es que lo había
visto alguna vez, había sido testigo de ese tipo de mutilación por parte de un
sujeto negro. Un antiguo conserje de color del edificio que nunca devolvió las
llaves fue considerado un buen sospechoso, pero no creí que fuera él por su
conducta y por el hecho de que algunos de los inquilinos sin duda lo habrían
visto.
¿Cómo explicaba ese pelo que relacionaba el crimen con un sujeto
desconocido negro?, preguntó la policía. No tenía explicación, lo que en cierto
modo me incomodaba, pero seguía seguro de que tenía razón.
Era un crimen de «alto riesgo» y una víctima de «bajo riesgo». La chica no
tenía novio, ni era prostituta, ni drogadicta, ni una chica guapa en un entorno
abierto, ni estaba en un mal barrio o lejos de casa. Casi un cincuenta por ciento
del edificio era negro, un cuarenta por ciento blanco y un diez por ciento
hispano. No había habido crímenes parecidos ni ahí ni en ningún otro sitio del
barrio. El agresor podría haber elegido un lugar mucho más «seguro» para
cometer un delito sexual. Eso, junto a la falta de preparación, apuntaba a un
agresor desorganizado.
Una combinación de otros factores, unidos, me daban una imagen aún más
clara del tipo de persona que había matado a Francine Elveson. Había habido
una mutilación sexual horrible y masturbación sobre el cuerpo, pero no
relaciones sexuales. La penetración con el paraguas y el bolígrafo eran actos de
sustitución sexual. Estaba bastante claro que el hombre que buscábamos era un
individuo inseguro, sexualmente inmaduro e inadaptado. La masturbación
sugería que era la realización de un ritual con el que fantaseaba desde hacía un
tiempo. La fantasía masturbatoria habría sido alimentada con pornografía dura
con ataduras y sadomasoquista. Recordad que la ató tras estar inconsciente o
muerta. La elección de una víctima baja, físicamente frágil que aun así era
atacada y neutralizada con rapidez antes de poder perpetrar sus violentas
fantasías solo lo confirmaban. De haber llevado a cabo sus actos sádicos con una
víctima viva y consciente, habría sido distinto en cuanto a la personalidad. Pero
así, seguramente tenía muchas dificultades para mantener relaciones con las
mujeres. Si tenía citas, cosa que dudaba, buscaría mujeres mucho más jóvenes,
más fáciles de dominar y controlar.
El hecho de que hubiera estado merodeando por el edificio cuando otras
personas como Francine iban a trabajar me decía que no tenía un empleo
remunerado de jornada completa. Si tenía trabajo sería de media jornada,
posiblemente de noche, lo que no suponía mucho dinero.
De ahí deducía que no podía vivir solo. A diferencia de muchos asesinos más
hábiles, este tipo no sería del todo capaz de ocultar sus rarezas a los demás, lo
que significaría que no tendría muchos amigos ni viviría con un compañero de
piso. Probablemente sería noctámbulo y no le importaba mucho su aspecto.
Como no vivía con amigos ni podía permitirse un piso para él, viviría con sus
padres, o seguramente con uno de los progenitores o una mujer mayor de la
familia como una hermana o una tía. No podría comprarse un automóvil, lo que
significaba que o iba en transporte público al edificio, o a pie, o vivía ahí. No me
lo imaginaba cogiendo un autobús para llegar tan pronto por la mañana, lo que
indicaba que vivía en el edificio o en un radio de ochocientos metros.
Luego estaba la colocación de los diversos objetos rituales: los pezones
cercenados, los pendientes, la posición del cuerpo. Ese tipo de compulsividad en
medio de un frenesí de caos desorganizado me decía que mi presa tenía graves
problemas psicológicos y psiquiátricos. Esperaba que tomara, o por lo menos
hubiera tomado, algún medicamento por prescripción. Eso y el hecho de que el
crimen se produjera a primera hora de la mañana indicaba que el alcohol no era
un factor importante en esa persona. Fuera cual fuera su inestabilidad o psicosis,
estaba empeorando y los que lo rodeaban lo habrían notado. Era muy posible que
hubiera sufrido intentos de suicidio anteriores, sobre todo por asfixia, el método
que había usado para matar a Francine. Diría que estaba o había estado en una
institución de salud mental. Descarté cualquier tipo de experiencia militar por
eso y pensé que habría dejado los estudios en el instituto o la universidad con un
historial de ambiciones incumplidas. Estaba bastante seguro de que era su primer
asesinato, pero si salía ileso, no sería el último. No esperaba que volviera a
atacar enseguida. Con ese crimen tendría suficiente para semanas o meses, pero
al final, cuando las circunstancias fueran favorables y la víctima de oportunidad
se presentara de nuevo, volvería a atacar. Los mensajes escritos en el cuerpo así
lo indicaban.
La colocación de la víctima en una postura ritual y degradante me decía que
no sentía muchos remordimientos por el crimen. Si el cadáver estuviera tapado,
habría pensado que el hecho de ponerle las bragas en la cara era una señal de que
en cierto modo se arrepentía y la quería dejar con cierta dignidad, pero la
exposición del cuerpo lo contradecía. Así que la cara tapada iba más en la línea
de la despersonalización y degradación que de cualquier acto de preocupación.
Es interesante que usara la ropa de la víctima para tapar sus heces. Si hubiera
defecado en el escenario del crimen y lo hubiera dejado al descubierto, podría
interpretarse como parte de su fantasía ritual o una señal más de desprecio hacia
la víctima en concreto o hacia las mujeres en general. Pero el hecho de taparla
indicaba que estuvo ahí mucho tiempo y no tenía a dónde ir o no pudo controlar
los nervios, o ambas cosas. Según nuestra experiencia anterior, pensé que su
incapacidad de contenerse de defecar en el escenario del crimen podía deberse a
la medicación.
Tras recibir el perfil, la policía revisó su amplia lista de sospechosos e
interrogatorios. Rechazaron a un conocido exagresor sexual que ahora estaba
casado con hijos. En el corte preliminar había veintidós nombres, y de ellos uno
encajaba mucho con el perfil.
Se llamaba Carmine Calabro. Treinta años, actor blanco sin empleo, vivía de
y con su padre viudo en el edificio de Elveson, también en la cuarta planta. No
estaba casado y se decía que tenía dificultades para relacionarse con mujeres.
Dejó los estudios en el instituto y no tenía experiencia militar. Cuando la policía
registró su habitación, encontró una amplia colección de bondage y pornografía
sadomasoquista. Acumulaba un historial de intentos de suicidio ahorcándose o
por asfixia, antes y después del asesinato de Elveson.
Pero tenía una coartada. Como había pronosticado, la policía había
interrogado a su padre, como a todos los inquilinos del edificio. El señor Calabro
les dijo que Carmine estaba ingresado en un hospital mental de la zona por
depresión. Por eso la policía lo había descartado.
Sin embargo, armados con la descripción del perfil, volvieron
inmediatamente a trabajar en él y enseguida comprobaron lo negligente que era
la seguridad en esa institución en concreto. Pudieron determinar de manera
concluyente que se había ausentado sin tener el alta; simplemente había salido
caminando, la tarde antes del asesinato de Francine Elveson.
Trece meses después del asesinato, Carmine Calabro fue detenido y la policía
le hizo una impresión dental. Tres dentistas forenses confirmaron que los dientes
coincidían con las marcas de mordiscos del cuerpo de Francine. Fue una prueba
clave en el juicio, en el que Calabro se declaró no culpable y que terminó con
una condena por asesinato y una sentencia de veinticinco años a perpetua.
El pelo afroamericano, por cierto, al final no tenía relación con el crimen. La
oficina de medicina forense realizó una cuidadosa investigación procesal y
descubrió que la bolsa que se usó para trasladar el cadáver de Francine Elveson a
la morgue se había usado antes para un hombre negro y no se había limpiado
adecuadamente entre los dos usos. Eso demuestra que las pruebas forenses
pueden ser engañosas, y si no encajan con la impresión general que tiene el
investigador del caso, deberían estudiarse con detenimiento antes de aceptarse
como prueba.
Este caso fue muy gratificante, sobre todo porque la gente con la que
trabajamos en Nueva York pasó a creer en nosotros, y eran de los agentes de la
ley más duros y preparados del país. Para un artículo de abril de 1983 sobre el
programa de perfiles en Psychology Today, el teniente D’Amico dijo: «Lo
describieron tan bien que le pregunté al FBI por qué no nos habían dado su
número de teléfono».
Cuando se publicó el artículo, Calabro nos escribió desde el correccional
Clinton, en Dannemora, Nueva York, aunque su nombre y el de Elveson jamás
aparecieron en el artículo. Era una carta incoherente con faltas gramaticales y de
ortografía; en general no tenía más que cumplidos para el FBI y el departamento
de policía de Nueva York, reafirmaba su inocencia, se incluía en el grupo de
David Berkowitz y George Metesky, el Bombardero Loco, y escribió: «No estoy
contradiciendo su perfil del asesino en este caso; en realidad, sinceramente creo
que tienen razón en dos puntos».
Luego preguntaba si nos habían informado de la presencia de pelos en el
cuerpo, que según él lo exculparía después. Curiosamente, luego preguntó
cuándo dieron con el perfil y si teníamos todas las pruebas. Si resultaba que sí, él
dejaría el asunto, pero si no, nos escribiría de nuevo.
Pensé que la carta serviría de excusa para incluir a Calabro en nuestro
estudio. En julio de 1983, Bill Hagmaier y Rosanne Russo, una de las primeras
agentes en la Unidad de Ciencia del Comportamiento, fueron a Clinton a
entrevistar a Calabro. Contaron que estaba nervioso, pero se mostró educado y
colaborador, igual que con la policía. Se centró con bastante obstinación en su
inocencia y el inminente recurso, pues según él había sido condenado
injustamente basándose en la prueba de las marcas de los mordiscos. Se quitó
todos los dientes «para que no me puedan acusar de nuevo» y enseñó con orgullo
su boca desdentada. Por lo demás, la entrevista fue en muchos sentidos un refrito
de la carta, aunque Hagmaier y Russo dijeron que parecía bastante interesado en
lo que hacíamos y no quería que se fueran. Incluso en la cárcel, seguía siendo un
solitario.
Para mí no cabe duda de que Carmine Calabro sufre algún trastorno
psicológico grave. No hay nada en su caso, su pasado o nuestra comunicación
con él que se acerque a la normalidad. Al mismo tiempo, sigo creyendo que,
como la mayoría de individuos con trastornos, entendía la diferencia entre el
bien y el mal. Tener esas fantasías estrambóticas y dementes no es un crimen.
Escoger voluntariamente hacerlas realidad dañando a otras personas sin duda sí
lo es.
9
Ponerse en la piel del otro
A principios de 1980 gestionaba más de ciento cincuenta casos al año y estaba de
viaje el mismo número de días. Empezaba a sentirme como Lucille Ball
intentando avanzar en la cinta transportadora en el sketch de la fábrica de
chocolate de Yo amo a Lucy, y cuanto más trabajo me llegaba, más me tenía que
esforzar para no quedarme atrás. En realidad, salirme del juego para respirar un
momento no entraba en la ecuación.
A medida que se conocía nuestro trabajo y sus resultados, empezaron a llover
solicitudes de ayuda de todo Estados Unidos y muchos países extranjeros. Como
un enfermero de triaje en una sala de urgencias, tuve que empezar a establecer
prioridades entre los casos. La atención más inmediata recaía en los asesinos
violadores porque suponían una amenaza de más pérdidas de vidas.
En los casos sin resolver o en los que el sujeto desconocido no parecía
activo, le preguntaba a la policía por qué nos habían llamado. A veces la familia
de la víctima los presionaba para que encontraran una solución. Sin duda es
comprensible, y siempre los acompaño en el sentimiento, pero no podía
permitirme perder un tiempo precioso en un análisis que la policía local iba a
archivar sin reaccionar de ninguna manera.
Con los casos activos, era interesante ver de dónde venían. Durante los
primeros días del programa, cualquier cosa de uno de los principales
departamentos de policía, como el de Nueva York o Los Ángeles, levantaba mis
sospechas sobre por qué recurrían a nuestra unidad en Quantico. A veces era una
disputa jurisdiccional con el FBI, como quién conseguía las grabaciones de
vigilancia, quién hacía los interrogatorios y quién juzgaba una serie de atracos a
bancos. O podía ser que el caso fuera un tema candente político y la policía local
solo quisiera que otro recibiera las críticas. Todas esas consideraciones contaban
en mi decisión de cómo responder a una solicitud de ayuda, porque sabía que
todo me ayudaría a determinar si ese caso en concreto se iba a solucionar.
Al principio ofrecí análisis por escrito. Cuando la carga de casos creció
exponencialmente, no tenía tiempo para eso. Tomaba notas y estudiaba un
archivo. Luego, cuando hablaba con el investigador local, en persona o por
teléfono, repasaba mis apuntes y recordaba el caso. Normalmente, los agentes
tomaban muchas notas sobre lo que yo les decía. En una de esas raras ocasiones
en que un agente estaba en la misma sala que yo, si se limitaba a escuchar sin
apuntar nada, me impacientaba enseguida, le decía que era su caso, no el mío, y
que si quería nuestra ayuda sería mejor que moviera el culo y trabajara tanto
como yo.
Lo había hecho bastantes veces para, como un médico, saber cuánto duraría
cada «visita de oficina». Cuando revisaba el caso ya sabía si podía ayudar o no,
así que quería centrarme en un análisis del escenario del crimen y la
victimología enseguida. ¿Por qué escogió a esa víctima entre otras víctimas
potenciales? ¿Cómo fue asesinada? A partir de esos dos interogantes puedes
empezar a abordar la pregunta definitiva: ¿quién?
Como Sherlock Holmes, pronto me di cuenta de que cuanto más común y
rutinario fuera el crimen, menos pruebas de comportamiento había con las que
trabajar. No podía ayudar mucho en atracos en la calle. Son demasiado comunes,
el comportamiento es demasiado mundano, y por tanto el círculo de sospechosos
es enorme. Asimismo, una sola herida de disparo o una puñalada supone un
escenario más difícil que si hay múltiples heridas, un caso al aire libre es más
difícil que un escenario interior, y una sola víctima de alto riesgo no nos da
mucha información como serie.
Lo primero que estudiaba era el informe del médico forense para saber la
naturaleza y tipo de las heridas, la causa de la muerte, si hubo agresión sexual y,
si la hubo, de qué tipo. La calidad del trabajo del forense cambiaba mucho entre
las miles de jurisdicciones policiales del país. Algunos eran patólogos forenses
de verdad y su trabajo era excelente. Por ejemplo, cuando el doctor James Luke
era médico forense en Washington, D. C., siempre contábamos con actas
completas, detalladas y precisas. Desde que dejó ese trabajo, el doctor Luke es
un consultor valioso para nuestra unidad en Quantico. Por otra parte, vi
situaciones en ciudades pequeñas del sur donde el forense era el director de la
funeraria local. Su idea de un examen post mortem era aparecer en el escenario
del crimen, dar una patada al cadáver y decir: «Sí, este tío está muerto».
Una vez repasados los hallazgos relacionados con el cadáver, leía el informe
preliminar de la policía. Cuando llegó el primer agente, ¿qué vio? A partir de ese
momento puede que el escenario se alterara, por él o por otra persona del equipo
de investigación. Para mí era importante poder visualizar el escenario lo más
parecido posible a como lo dejó el agresor. Si no estaba igual, quería saberlo. Por
ejemplo, si había una almohada sobre la cara de la víctima, ¿quién la puso ahí?
¿Estaba ahí cuando llegó el agente? ¿Lo hizo un familiar que encontró el cadáver
por dignidad? ¿O había otra explicación? Finalmente, observaba las fotografías
del escenario del crimen e intentaba completar la imagen en mi mente.
Las fotografías no eran siempre de la mejor calidad, sobre todo cuando la
mayoría de departamentos aún las hacían en blanco y negro. Así que también
pedía un esquema del escenario del crimen con todas las indicaciones y huellas
anotadas. Si los detectives querían comentarme algo en particular, les pedía que
lo escribieran en el dorso de la fotografía para que no me influyera el comentario
de otra persona en mi primer repaso. Por la misma lógica, si tenían un
sospechoso concreto en primer lugar, no lo quería saber, o les pedía que me
enviaran un sobre sellado para ser objetivo en mi análisis.
También era importante intentar averiguar si se habían llevado algo de la
víctima o eliminado del escenario del crimen. Por lo general estaba claro que si
se llevaban dinero en efectivo o joyería importante, cada cosa ayudaría a
averiguar la motivación del agresor. Otros objetos no siempre son fáciles de
rastrear.
Cuando un agente o detective me decía que no se habían llevado nada, les
preguntaba: «¿Cómo lo sabéis? ¿Si se llevaran un sujetador o unas medias de tu
esposa o tu novia, lo sabrías? Porque en ese caso eres un enfermo». Podría faltar
algo tan sutil como una horquilla o un mechón de pelo, y eso sería difícil de
rastrear. El mero hecho de que no «pareciera» que faltara nada nunca era
definitivo en mi cabeza. Cuando al final atrapábamos al agresor y registrábamos
su casa, a menudo encontrábamos sorpresas.
Desde el principio quedó claro que muchos chicos, tanto de dentro de la
Agencia como de fuera, en realidad no comprendían de qué iba todo eso. Lo vi
durante un curso de dos semanas sobre homicidios que Bob Ressler y yo dimos
en Nueva York en 1981. Había unos cien detectives, sobre todo de la policía de
Nueva York, pero también de jurisdicciones de toda el área metropolitana de
Nueva York.
Una mañana, antes de empezar la clase sobre perfiles, estaba delante de la
clase preparando la gran grabadora que usábamos en aquella época. Entonces un
detective con un evidente exceso de trabajo, claramente quemado y con los ojos
inyectados en sangre, se me acerca y me dice:
—Tú haces eso de los perfiles, ¿eh?
—Sí —contesté, y me volví hacia la grabadora—. De hecho, esta es la
máquina de hacer perfiles.
Me miró con escepticismo, como lo hacen los detectives con experiencia
cuando tratan con un sospechoso, pero se quedó.
—Dame la mano —dije—. Te enseñaré cómo funciona.
Me dio la mano, vacilante. En una grabadora de tres cuartos de pulgada la
ranura para la cinta es bastante grande. Le cogí la mano, la puse en la ranura y
giré algunos mandos. Entre tanto, Ressler estaba en otro sitio de la sala
preparando su material. Me oyó y estaba a punto de venir, pensando que me iban
a dar un puñetazo.
Pero el tipo solo dijo:
—¿Entonces cuál es mi perfil?
—Tú espera a la clase. Ya verás cómo funciona.
Por suerte para mí, el tipo debió de entender durante la clase lo que estaba
ocurriendo mientras explicaba el proceso de elaboración de perfiles y usó la
grabadora para su verdadero fin: ¡enseñar imágenes! Al final de la clase no me
esperó. Pero lo bueno de esta historia es que siempre deseé que fuera tan fácil
llegar a un perfil útil. Además de no poder meter una mano (o cualquier otra
parte del cuerpo) en una máquina y obtener un perfil, durante años los expertos
informáticos han trabajado con agentes de las fuerzas de la ley para desarrollar
programas que reprodujeran los procesos lógicos que empleábamos. De
momento no han conseguido mucho.
El caso es que el análisis de perfiles y escenarios del crimen es mucho más
que simplemente introducir datos y masticarlos. Para ser bueno con los perfiles,
tienes que estar capacitado para evaluar una amplia variedad de pruebas y datos.
Pero también hay que ser capaz de ponerse en la piel del agresor y la víctima.
Tienes que procurar recrear el escenario del crimen en la cabeza. Necesitas
saber todo lo posible sobre la víctima para imaginar cómo pudo reaccionar.
Tienes que ser capaz de ponerte en su lugar cuando el agresor la amenaza con
una pistola o un cuchillo, una roca, los puños o lo que sea. Tienes que ser capaz
de sentir su miedo cuando se le acerca el agresor. Tienes que ser capaz de sentir
su dolor cuando la viola, le da una paliza o la corta. Debes intentar imaginar lo
que estaba pasando cuando él la torturó para su placer sexual. Tienes que
entender lo que es gritar de miedo y agonía, darse cuenta de que no servirá de
nada y no lo detendrá. Tienes que saber cómo fue. Eso es una carga muy pesada,
sobre todo cuando la víctima es una niña o una anciana.
Cuando el director y reparto de El silencio de los corderos fueron a Quantico
para preparar la película, llevé a mi despacho a Scott Glenn, que interpretaba a
Jack Crawford, el agente especial que según algunos se basa en mí. Glenn era un
tipo bastante liberal con fuertes convicciones sobre la rehabilitación, la
redención y la bondad esencial de los seres humanos. Le enseñé algunas de las
fotografías de los espantosos escenarios del crimen con los que trabajamos todos
los días. Le dejé ver las grabaciones hechas por los asesinos mientras torturaban
a sus víctimas. Le obligué a escuchar a una de las dos adolescentes de Los
Ángeles torturadas hasta la muerte en la parte trasera de una camioneta por dos
asesinos en busca de emociones que acababan de salir de la cárcel.
Glenn lloró mientras escuchaba las cintas. Me dijo:
—No tenía ni idea de que ahí fuera hubiera gente capaz de hacer cosas así.
Padre inteligente y compasivo de dos niñas, Glenn dijo que, después de lo
que vio y oyó en mi despacho, ya no podía oponerse a la pena de muerte.
—La experiencia en Quantico cambió mi opinión sobre el tema para
siempre.
Sin embargo, resulta igual de difícil ponerme en la posición del agresor,
pensar como él, planificar con él, entender y sentir su satisfacción en ese
momento de su vida en que sus fantasías reprimidas se hacen realidad y por fin
él tiene el control y es completamente capaz de manipular y dominar a otro ser
humano. También tengo que ponerme en la piel de ese asesino.
Los dos hombres que torturaron y asesinaron a las adolescentes en la
camioneta se llamaban Lawrence Bittaker y Roy Norris. Incluso tenían un apodo
para la camioneta: Murder Mac. Se conocieron cumpliendo condena en el centro
masculino de California en San Luis Obispo. Bittaker cumplía condena por
agresión con arma mortífera. Norris era un violador convicto. Cuando
descubrieron su interés mutuo por dominar y hacer daño a mujeres jóvenes, se
dieron cuenta de que eran almas gemelas. Y cuando ambos salieron en libertad
condicional en 1979, se reunieron en un motel de Los Ángeles y urdieron planes
para secuestrar, violar, torturar y matar a una chica de entre trece y diecinueve
años. Habían llevado a cabo sus planes con éxito con cinco chicas cuando una
logró huir tras ser violada y fue a la policía.
Norris, el menos dominante de los dos, al final se desmoronó ante la
investigación de la policía, confesó y, a cambio de inmunidad ante la pena de
muerte, accedió a señalar a Bittaker, aún más sádico y agresivo. Condujo a la
policía hasta los diversos lugares donde yacían los cadáveres. Uno, ya un
esqueleto por el sol de California, aún tenía un picahielos que le sobresalía del
oído.
Lo que destaca en este caso, aparte de la desgarradora tragedia de esas vidas
prometedoras arrebatadas y la extrema depravación de torturar a las chicas, en
palabras de Norris, «por diversión», es la distinta dinámica del comportamiento
que se establece cuando dos agresores participan en el mismo crimen. En general
vemos que uno es más dominante y el otro más dócil, y a menudo uno es más
organizado y el otro menos. Los asesinos en serie son tipos inadaptados, y los
que necesitan a un compañero para llevar a cabo su obra son los más inadaptados
de todos.
Por muy horribles que fueran sus crímenes (y Lawrence Bittaker se
encuentra entre los individuos más odiosos y repugnantes que me he encontrado
jamás), por desgracia no son los únicos.
Como Bittaker y Norris, James Russell Odom y James Clayton Lawson Jr. se
conocieron en la cárcel. Fue a mediados de la década de 1970 y ambos cumplían
condena por violación en el hospital público mental de Atascadero, en
California. Viendo sus historiales, consideraría a Russell Odom un psicópata y a
Clay Lawson más bien un esquizofrénico. Durante su estancia en Atascadero,
Clay explicó a Russell de manera evocadora sus planes de lo que le gustaría
hacer cuando lo dejaran salir. Incluían raptar a mujeres, cortarles los pechos,
quitarles los ovarios y clavarles cuchillos en la vagina. Dijo que se inspiraba en
Charles Manson y sus seguidores. Lawson dejó claro que las relaciones sexuales
no formaban parte del plan. No lo consideraba parte de «lo suyo».
Odom, en cambio, consideraba que las relaciones sexuales sí eran lo suyo y,
en cuanto lo liberaron, se fue en su Volkswagen escarabajo azul claro de 1974
hasta Columbia, Carolina del Sur, donde Lawson era fontanero y vivía con sus
padres tras la libertad condicional. (Los Volkswagen escarabajo, como he
mencionado, parecían el coche elegido por los asesinos en serie en aquella
época, además de los agentes del FBI sin ahorros). Odom pensó que con sus
intereses relacionados pero separados podían formar un buen equipo y cada uno
hacer lo suyo.
Al cabo de unos días de la llegada de Odom, los dos salieron a buscar una
víctima en el Ford Comet de 1974 del padre de Lawson. Se pararon en el 7Eleven de la autopista 1 y vieron a una mujer joven que les gustaba trabajando
tras el mostrador. Pero había demasiada gente, así que se fueron a ver una
película porno.
Creo que es importante subrayar que cuando se dieron cuenta de que no
lograrían un secuestro sin resistencia o como mínimo testigos, se fueron sin
cometer su pretendido crimen. Ambos eran enfermos mentales y, en el caso de
Lawson, un buen argumento podría ser la perturbación mental. Sin embargo,
cuando las circunstancias no favorecían la consecución del crimen, no lo
cometieron. No estaban bajo el efecto de un impulso que les obligara a actuar.
Así que lo repetiré para que quede claro: a mi juicio, y según mi experiencia, la
mera presencia de un trastorno mental no exime a un agresor. A menos que esté
delirando del todo y no entienda sus acciones en el mundo real, escoge hacer
daño a alguien o no. Y los tarados de verdad son fáciles de atrapar, los asesinos
en serie no.
La noche siguiente a su primera caza, Odom y Lawson fueron a un cine al
aire libre con coches. Cuando terminó la película, poco después de medianoche,
volvieron al 7-Eleven. Entraron y compraron cuatro tonterías: un batido de
chocolate, una bolsa de cacahuetes, unos pepinillos. Esta vez eran los únicos en
la tienda, así que raptaron a la joven dependienta con la pistola del calibre 22 de
Odom. Lawson llevaba otra del calibre 32 en el bolsillo. Cuando llegó la policía
más tarde, tras recibir la llamada de un cliente que vio que no había nadie
atendiendo en la tienda, vieron que la caja registradora no se había tocado, la
cartera de la chica estaba detrás del mostrador y no se habían llevado objetos de
valor.
Los dos hombres fueron a un lugar apartado. Odom ordenó a la chica que se
desnudara del todo y la violó en el asiento trasero del coche. Entre tanto, Lawson
estaba fuera junto a la puerta del conductor, diciéndole a Odom que se diera
prisa, que le tocaba a él. Pasados unos cinco minutos, Odom eyaculó, se abrochó
los pantalones y salió del coche para que Lawson ocupara su lugar.
Odom se apartó del coche a vomitar, según dijo. Lawson afirmó más tarde
que Odom le dijo: «Tenemos que deshacernos de ella», aunque Lawson le había
hecho prometer que no se lo contaría a nadie si la dejaba irse. En todo caso, unos
cinco minutos después, Odom oyó a la mujer gritar desde el coche: «¡La
garganta!». Cuando volvió, Lawson le había rebanado el cuello y estaba
mutilando el cadáver desnudo con un cuchillo que había comprado en el 7-
Eleven la noche anterior.
Al día siguiente, cuando los dos estaban en el coche de Odom deshaciéndose
de la ropa de la víctima que habían envuelto en dos fardos, Lawson le dijo que
había intentado comerse los órganos sexuales de la mujer tras el ataque, pero le
dio asco.
El cadáver con las horribles mutilaciones se encontró a simple vista, y los
asesinos fueron detenidos a los pocos días. Russell Odom, que temía por su vida,
enseguida admitió la violación, pero negó haber participado en el asesinato.
En su declaración a la policía, Clay Lawson dejó claro que no había tenido
relaciones sexuales con la víctima:
—No violé a la chica. Solo quería destruirla.
Este tipo masticaba gominolas durante el juicio en la sala.
Los juzgaron por separado. La condena de Odom fue perpetua más cuarenta
años por violación, posesión ilegal de armas y cómplice antes y después del
asesinato. Lawson fue condenado por asesinato en primer grado y fue
electrocutado el 18 de mayo de 1976.
Como el de Bittaker y Norris, este caso se caracteriza por una mezcla de
comportamiento, y por tanto de pruebas del comportamiento, debido a la
participación de dos personalidades distintas. La mutilación del cuerpo es una
señal de una personalidad desorganizada, mientras que el hallazgo de semen en
la vagina de la víctima es un fuerte indicador de una personalidad organizada.
Enseñamos el caso de Odom y Lawson en Quantico, y lo tenía en mente cuando
recibimos una llamada del jefe John Reeder, del departamento de policía de
Logan Township, Pensilvania. Era el principio de mi carrera como elaborador de
perfiles. Reeder había estudiado en la Academia Nacional y, a través del agente
especial Dale Frye, de la agencia residente del FBI en Johnstown, él y el
abogado del distrito del condado de Blair Oliver E. Mattas pidieron ayuda para
resolver la violación, asesinato y mutilación de una mujer joven llamada Betty
Jane Shade.
Los hechos que me presentaron fueron los siguientes:
Aproximadamente un año antes, el 29 de mayo de 1979, esta mujer de
veintidós años volvía a pie a casa de su trabajo de niñera hacia las diez y cuarto
de la noche. Cuatro días después, un hombre que afirmaba que estaba dando un
paseo por la naturaleza se topó con el cadáver, muy mutilado pero en buen
estado de conservación, en un vertedero ilegal en la cima de la montaña
Wopsonock, cerca de Altoona. Le habían cortado el cabello largo y rubio, que
estaba colgado en un árbol cercano. El forense del condado Charles R. Burkey le
dijo al periódico local que era «la muerte más horrorosa» que había visto nunca.
Vio que Betty Jane Shade había sido agredida sexualmente, tenía la mandíbula
rota, los ojos morados y varias puñaladas en el cuerpo. La causa de la muerte era
un golpe fuerte en la cabeza, y la mutilación post mortem incluía varias
puñaladas, los dos senos cortados y una incisión desde la vagina de la víctima
hasta el recto.
Pese a que el contenido parcialmente sin digerir del estómago indicaba que
había sido asesinada poco después de su desaparición, el cuerpo estaba
demasiado bien conservado para haber pasado cuatro días en el vertedero. No
había la infestación de larvas ni los golpes de animales que cabría esperar. La
policía también había investigado las quejas por el vertedero ilegal en una zona
montañosa, así que habrían encontrado el cuerpo antes si hubiera estado ahí.
Revisé todo el material del caso que me enviaron y elaboré un perfil, que
expuse durante una larga conversación por teléfono. Durante la llamada, intenté
instruir a la policía en los principios del perfil psicológico y el tipo de cosas que
buscamos. Pensé que debían buscar a un hombre blanco, de entre diecisiete y
veinticinco años, aunque avisé de que si vivía en una zona apartada podría ser
mayor porque el desarrollo social sería más lento. Sería delgado o escuálido,
solitario, no exactamente un lumbreras en el instituto, introvertido,
probablemente aficionado a la pornografía. La infancia sería clásica: una familia
rota y disfuncional con un padre ausente y una madre dominante y
sobreprotectora. Ella le habría dado a entender que todas las mujeres eran malas
excepto ella. Así, el sujeto desconocido tendría miedo de estas y no sería capaz
de tratar con ellas; por eso tenía que tenerlas inconscientes o impotentes tan
deprisa.
El asesino la conocía muy bien. Lo dejaban claro los fuertes golpes en la
cara. Sentía una rabia increíble y buscaba despersonalizarla a través de la
mutilación en la cara, los pechos y los genitales. El hecho de cortarle el pelo me
decía algo más. Aunque también se podría considerar un intento de
despersonalización, sabía por el tipo de víctima que Shade era una persona
aseada y meticulosa que estaba orgullosa de su cabello bien peinado y cuidado.
Cortarle el pelo era un insulto, un gesto degradante. Eso también apuntaba a
alguien que la conocía muy bien. Por otra parte, no había signos de abuso sádico
ni tortura antes de la muerte como en el caso de Bittaker y Norris. No era alguien
que obtuviera placer sexual del acto de infligir dolor.
Le dije a la policía que no buscara al «típico vendedor de la calle con una
personalidad extrovertida». Si el tipo tenía trabajo, sería no especializado, de
conserje o obrero. Alguien que dejara el cuerpo en ese tipo de vertedero debía
tener una ocupación así o alguna que implicara suciedad o mugre. El momento
del secuestro, la ausencia de los pechos, el evidente movimiento del cuerpo y el
volver al vertedero me decían que sería noctámbulo. Esperaba que visitara el
cementerio, tal vez que fuera al funeral, que le diera vueltas a la cabeza hasta
estar convencido de que había tenido una relación «normal» con Betty Jane. Por
eso pensé que un polígrafo resultaría inútil aunque tuvieran un sospechoso.
Había muchas posibilidades de que viviera en algún lugar entre la casa de la
víctima y donde salió del trabajo de niñera.
Pese a que no tenían nada lo bastante sólido para detenerlos, la policía me
dijo que tenían a dos sospechosos que consideraban importantes. Uno era su
novio, que vivía con ella y se autodenominaba su prometido, Charles F. Soult Jr,
conocido como Butch. Sin duda había que tomárselo en serio. Pero la policía
tenía muchas expectativas con el otro: el hombre que encontró el cuerpo y cuya
historia no encajaba del todo. Era maquinista de trenes, de baja por discapacidad.
Dijo que había ido a dar un paseo por la naturaleza pero había encontrado el
cadáver en lo que parecía ser un vertedero. Un anciano que paseaba al perro
declaró que había visto al tipo orinando en la escena del crimen. No iba bien
vestido para una excursión larga y, aunque había llovido, estaba completamente
seco. Vivía a cuatro manzanas de la casa de Betty Jane Shade y había intentado
llevarla en coche sin conseguirlo en varias ocasiones. En sus encuentros con la
policía estaba nervioso y alegó que le daba miedo decir que había encontrado el
cuerpo porque no quería que le culparan del crimen. Es una excusa típica de un
sujeto que se muestra proactivo, interfiere en la investigación e intenta ahuyentar
las sospechas. Bebía cerveza y fumaba mucho, y era lo bastante fuerte para
matar y eliminar el cuerpo solo. Tenía un historial de conducta antisocial. La
noche del asesinato, él y su esposa declararon que estaban en casa viendo la
televisión, solos, así que no tenían una coartada sólida. Le dije que alguien así se
pondría en contacto con un abogado y no colaboraría a partir de entonces. Eso
fue exactamente lo que ocurrió con él. Había contratado a un letrado y se había
negado al polígrafo.
Todo sonaba muy prometedor. Sin embargo, lo que más me escamaba es que
estuviera casado, con dos hijos, y viviera con su esposa. No parecía su estilo. Si
un tipo casado hubiera cometido el asesinato, habría sentido mucha rabia sádica
hacia las mujeres. Prolongaría el asesinato, la agrediría más una vez muerta, pero
no la mutilaría después. Además, tenía treinta años, me parecía muy mayor.
Soult me parecía una buena opción. Encajaba en prácticamente todos los
elementos del perfil. Sus padres se separaron cuando era joven. Su madre era
una mujer dominante, excesivamente implicada en la vida de su hijo. A los
veintiséis años, era un inadaptado con las mujeres. Le contó a la policía que solo
había tenido dos encuentros sexuales en su vida, ambos con una mujer mayor
que se burló de él porque no se le levantaba. Dijo que él y Betty Jane estaban
muy enamorados y prometidos, aunque ella salía y tenía relaciones sexuales con
otros hombres. Estaba convencido de que, si estuviera viva, contaría una historia
completamente distinta. En su funeral, dijo que quería abrir el ataúd y meterse
dentro con ella. Cuando lo interrogó la policía, no paró de llorar por la pérdida
de Betty Jane.
Butch Soult y su hermano, Mike, conducían camiones de basura, informó la
policía.
—Vaya, eso suena muy bien —contesté.
Tenían acceso al vertedero, motivos para conocerlo y un medio para
transportar el cuerpo.
Sin embargo, por mucho que me gustara Butch como sospechoso, había dos
aspectos que no me cuadraban. En primer lugar, como esperaba, era un pequeño
bobalión no mucho más alto que Shade. No creo que fuera capaz de mover el
cuerpo o ponerlo en la posición en que se encontró, con las piernas abiertas y
dobladas por las rodillas. En segundo lugar, se encontró semen en la vagina de la
víctima, lo que indicaba una violación tradicional. No me sorprendería encontrar
semen en el cuerpo, en las bragas o en otra prenda, pero no esto. Como David
Berkowitz, este tipo se masturbaría, pero no sería un violador. Tenía que obtener
el placer sexual de manera indirecta. No cuadraba.
Era una presentación mixta, organizada y desorganizada, en muchos sentidos
parecida al asesinato de Francine Elveson en Nueva York, con el mismo ataque
rápido, desfiguración facial y mutilación genital. A Elveson le habían cortado los
pezones, y a Shade los senos enteros.
No obstante, en el caso de Nueva York, Carmine Calabro, más grande, había
subido a la diminuta víctima varias plantas y la había dejado allí. Y la
eyaculación había sido por masturbación.
Con las lecciones aprendidas de Odom y Lawson en mente, pensé que solo
había una opción lógica. Era probable que Butch Soult se hubiera encontrado
con Betty Jane en la calle cuando salió de trabajar, discutieran, él la pegara y
probablemente la dejara inconsciente y luego la trasladara a un lugar aislado.
También pensé que tal vez la mató de un golpe, le cortó el cabello, mutiló el
cuerpo y se llevó los pechos de recuerdo. Sin embargo, entre el momento del
primer ataque y el momento del asesinato había sido violada, y no creía que un
joven desorganizado, sexualmente inadaptado y dominado por su madre como
Soult fuera capaz de eso. Tampoco creía que él hubiera movido el cuerpo.
El hermano de Butch, Mike, era el segundo sospechoso lógico. Tenía el
mismo pasado y el mismo trabajo. Había pasado un tiempo en una institución
mental y tenía un expediente de violencia, problemas de conducta y un mal
control de la ira. La principal diferencia era que estaba casado, aunque su madre
dominaba igual en su vida. La noche en que Betty Jane fue raptada, la esposa de
Mike estaba en el hospital dando a luz. El embarazo era un gran factor
estresante, además de privarle del alivio sexual. Tenía mucho sentido que, tras el
ataque, Butch, aterrorizado, hubiera llamado a su hermano, que habría violado a
la chica mientras Butch miraba y, tras el asesinato, le ayudó a deshacerse del
cuerpo.
Le dije a la policía que sería mejor un enfoque indirecto, no amenazador. Por
desgracia, ya habían interrogado a Butch varias veces y lo habían sometido al
polígrafo. Como ya sabía, la prueba indicaba que no mentía, pero tenía
reacciones emocionales inadecuadas. Pensé que ahora sería mejor centrarse en
Mike, presentarse en su casa, decirle que él solo había tenido relaciones sexuales
con Shade y había ayudado a deshacerse del cuerpo, pero que si no colaboraba
estaría tan metido como su hermano.
La táctica funcionó. Detuvieron a los dos hermanos y su hermana Cathy
Wiesinger, que decía ser la mejor amiga de Betty Jane. Según Mike, Cathy
también estaba presente cuando se deshicieron del cuerpo.
Entonces ¿qué ocurrió? Creo que Butch había intentado tener relaciones
sexuales con esta mujer sexualmente atractiva y con experiencia, pero no pudo.
Su resentimiento fue creciendo hasta que no le hacía falta mucho para saltar.
Tras atacar a Shade, llamó a su hermano, presa del pánico. Sin embargo, aún se
enfadó más al ver que Mike podía tener relaciones con ella y él no. Su rabia
continuó, y al cabo de cuatro días mutiló el cuerpo, lo que le daba «la última
palabra».
Recuperaron un pecho de la víctima. Mike le dijo a la policía que Butch tenía
el otro, lo que no me sorprendió. Donde lo tuviera escondido, nunca lo
encontraron.
Charles «Butch» Soult fue condenado por asesinato en primer grado y Mike,
tras una negociación, fue enviado a una institución mental. El jefe Reeder
declaró en público que fuimos decisivos en la investigación y para obtener
declaraciones de los criminales. A su vez, nosotros tuvimos suerte de contar con
un colaborador local como él, que tenía formación en nuestros métodos y
entendía el proceso de colaboración entre la policía y Quantico.
Gracias a esa colaboración, pudimos atrapar al asesino y su cómplice antes
de que pudieran volver a matar. El jefe Reeder y sus hombres y mujeres
volvieron a su trabajo de mantener la paz en Lohan Township, Pensilvania. Y yo
volví a mis otros ciento cincuenta casos activos con la esperanza de haber
aprendido algo que me ayudara por lo menos en uno de ellos para ponerme en la
piel tanto del autor como de la víctima.
10
Todo el mundo tiene un punto débil
Una noche, años atrás, de nuevo en casa tras mi lamentable experiencia
universitaria en Montana, estaba cenando en un sitio de pizzas y cerveza con mis
padres en Uniondale, Long Island, llamado Coldstream. Cuando estaba dando un
mordisco a mi pizza de todo con extra de queso, mi madre dijo sin venir a
cuento:
—John, ¿has tenido relaciones sexuales con una mujer?
Tragué saliva en un intento de engullir lo que acababa de morder. No es el
tipo de preguntas que se solía hacer a un chico de diecinueve o veinte años a
mediados de la década de 1960. Me volví hacia mi padre en busca de una señal
de apoyo, pero estaba impertérrito. Lo había cogido con la guardia baja, como a
mí.
—¿Entonces? —insistió ella. No era un Holmes.
—Eh… sí, mamá.
Vi la mirada de asco en el rostro de mi madre.
—¿Y quién era la chica? —preguntó.
—Eh… bueno… —Había perdido el sano apetito con el que había llegado—.
En realidad, han sido varias.
No le dije que una era una adolescente que vivía en una casa para madres
solteras en Bozeman. Pero parecía que acabara de decirle dónde había escondido
los cuerpos después de desmembrarlos y estuvieran en su sótano.
—¿Quién va a quererte como marido ahora? —se lamentó.
De nuevo me volví hacia mi padre, que estaba extrañamente callado.
«¡Vamos, papá, ayúdame!».
—Bueno, no sé, Dolores, hoy en día no hay para tanto.
—Siempre ha habido para tanto, Jack —replicó ella, y se volvió de nuevo
hacia mí—. ¿Qué pasaría, John, si tu futura novia un día te preguntara si has
tenido relaciones con otra mujer antes de ella?
Me detuve a medio mordisco.
—Bueno, mamá, le diría la verdad.
—No, no digas eso —saltó mi padre.
—¿Qué quieres decir, Jack? —preguntó mi madre. «Muy bien, papá, a ver
cómo sales de esta».
El interrogatorio terminó en unas incómodas tablas. No estoy seguro de
haber sacado algo del encuentro. O le conté a Pam mi pasado o ella lo
sospechaba. En todo caso, aceptó casarse conmigo, pese a los temores de mi
madre. Sin embargo, cuando pensé en aquel interrogatorio desde mi perspectiva
de agente federal, elaborador de perfiles y experto en conducta y psicología
criminal, me di cuenta de algo importante. Aunque hubiera tenido toda la
formación y experiencia analítica que tengo ahora, no habría manejado mejor las
preguntas de mi madre.
Porque me había atrapado en un punto vulnerable de la verdad.
Os daré otro ejemplo. Desde que me convertí en el principal responsable de
los perfiles psicológicos del FBI seleccionaba y formaba personalmente a los
demás encargados de los perfiles. Por eso gozaba de una relación especialmente
estrecha y de colaboración con todos los hombres y mujeres que habían formado
parte de mi equipo. La mayoría se han convertido en excelentes profesionales
por derecho propio, pero si alguno fue un auténtico discípulo fue Greg Cooper.
Greg dejó un trabajo de prestigio como jefe de la policía en una ciudad de Utah
cuando tenía treinta y pocos años y entró en el FBI tras oír una charla de Ken
Lanning y Bill Hagmaier en un seminario de las fuerzas de la ley. Destacó en la
desde de Seattle, pero siempre soñó con ir a Quantico a trabajar en Ciencia del
Comportamiento. Había solicitado y estudiado todos mis perfiles y análisis del
asesino de Green River, y cuando fui a Seattle para intervenir en un programa
especial de televisión con participación de los espectadores llamado La caza del
hombre en vivo, Greg se ofreció a ser mi chófer y guía. Cuando pasé a ser el jefe
de la Unidad de Apoyo a la Investigación, Greg trabajaba en una agencia
residente del FBI en el condado de Orange, California, y vivía en Laguna
Niguel. Me lo llevé a Quantico y se convirtió en un excelente elaborador de
perfiles.
Cuando entró en la unidad, Greg compartió un despacho en el sótano, sin
ventanas, con Jana Moore, una antigua agente de policía y detective de
homicidios de California antes de convertirse en agente especial que, entre otras
excelentes cualidades, era una rubia muy atractiva. En otras palabras, lo tenía
todo. A la mayoría de hombres no les parecería una asignación dificultosa, pero
Greg era un mormón devoto, un tipo familiar muy recto y fiel con cinco hijos
encantadores y una esposa impresionante llamada Rhonda, para la que fue un
gran sacrificio mudarse de su soleado paraíso californiano a la tranquila,
calurosa y húmeda Virginia. Cada vez que ella preguntaba por su compañero de
despacho, Greg empezaba a carraspear e intentar cambiar de tema.
Unos seis meses después de empezar a trabajar con nosotros, Greg llevó a
Rhonda a la fiesta navideña de la unidad. Yo no fui porque estaba trabajando en
un caso fuera de la ciudad, pero Jana sí, tan vivaracha de natural. Como siempre
hacía en las fiestas, llevaba un vestido rojo sutil, sencillo, corto y ceñido con un
gran escote.
Cuando regresé, Jim Wright, el segundo de a bordo de la unidad, que me
había sustituido como jefe del programa de perfiles, me dijo que habían saltado
chispas entre Rhonda y Greg después de la fiesta. Ella no estaba nada contenta
con que él pasara todo el día en un espacio tan limitado con una agente guapa,
dura y encantadora que sabía moverse con la misma facilidad en un campo de
tiro que en una pista de baile.
Así que mandé a mi secretaria a buscar a Greg a una reunión para decirle que
quería verlo sin falta. Llegó a mi despacho un poco preocupado. Solo llevaba
seis meses en el puesto, esta unidad era su sueño, y quería hacerlo bien de
verdad.
Alcé la vista del escritorio y dije:
—Cierra la puerta, Greg. Siéntate. —Lo hizo, aún más inquieto por mi tono
de voz—. Acabo de hablar con Rhonda —continué—. Entiendo que habéis
tenido problemas.
—¿Acabas de hablar por teléfono con Rhonda? —Ni siquiera me miraba.
Tenía la vista clavada en el teléfono de mi mesa.
—Mira, Greg —dije en mi mejor tono sosegado—. Me gustaría cubrirte
cuando tú y Jana viajéis juntos, pero no puedo daros un trato especial. Tendréis
que arreglaros vosotros. Es evidente que Rhonda sabe lo que está pasando entre
tú y Jana y…
—¡No hay nada entre Jana y yo! —farfulló.
—Sé que este trabajo provoca mucho estrés, pero tienes una mujer guapa y
fantástica, y unos hijos preciosos. No lo tires todo por la borda.
—No es lo que crees, John. No es lo que cree ella. Tienes que creerme. —No
paraba de mirar el teléfono todo el tiempo; tal vez pensaba que si se concentraba
lo suficiente iba a poder quemarlo con la vista. Le habían empezado a entrar
sudores fríos. Vi cómo la carótida le latía en el cuello. Se estaba acelerando
rápidamente.
En ese momento lo dejé.
—¡Mírate, pobre desgraciado! —Esbocé una sonrisa triunfal—. ¿Y tú te
haces llamas interrogador? —En ese momento él estaba preparando un capítulo
sobre interrogatorios para el Manual de clasificación de crímenes—. ¿Has hecho
algo que deba hacerte sentir culpable?
—No, John. ¡Te lo juro!
—¡Y mira! ¡Te tengo en mis manos! Eres completamente inocente. Antes
eras jefe de policía, tienes experiencia en interrogatorios, y aun así he podido
jugar contigo como con un yoyó. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
En ese preciso instante, mientras el sudor de alivio le caía por la cabeza
medio calva, no tuvo nada que decir en su defensa, pero lo entendió. Sabía que
podía marearlo de esa manera porque me lo habían hecho a mí con idéntico
resultado y lo podrían volver a hacer si hubiera ocasión.
«Todos somos vulnerables». No importa cuánto sepas, la experiencia que
tengas, cuántos interrogatorios a sospechosos hayas dirigido. No importa si
entiendes la técnica. A todos pueden atraparnos, si se puede averiguar dónde y
cómo somos vulnerables.
Lo aprendí durante uno de mis primeros casos como elaborador de perfiles, y
lo utilicé en multitud de ocasiones después, no solo en demostraciones a mi
propio equipo. Fue la primera vez que de verdad «escenifiqué» un interrogatorio.
En diciembre de 1979, el agente especial Robert Leary, de la agencia de
Rome, Georgia, llamó para explicar los detalles de un caso especialmente
horrible y pedirme que fuera mi máxima prioridad. La semana anterior, Mary
Frances Stoner, una niña de doce años guapa y extrovertida de Adairsville, a una
media hora de Rome, había desaparecido cuando el autobús escolar la dejó en la
entrada de su casa, a unos cien metros de la carretera. Más tarde se encontró su
cuerpo a unos quince kilómetros, en una zona boscosa donde acudían las parejas,
por una pareja joven que vio el abrigo de color amarillo que le tapaba la cabeza.
Se pusieron en contacto con la policía y no contaminaron el escenario, algo
esencial. Se determinó que la causa de la muerte había sido un fuerte
traumatismo en la cabeza. El examen post mortem detectó fractura del cráneo
compatible con una roca grande. (Había una teñida de sangre cerca de la cabeza
en las fotografías del escenario del crimen). Las marcas del cuello también
apuntaban a una estrangulación manual por detrás.
Antes de estudiar el material del caso, quise saber todo lo posible de la
víctima. Todo el mundo hablaba maravillas de Mary Frances. La describían
como una chica amable con todo el mundo, sociable y encantadora. Era dulce e
inocente; majorette con tambor en la banda del colegio, a menudo vestía el
uniforme. Era una niña mona de doce años que parecía tener doce años, en vez
de intentar aparentar dieciocho. No era promiscua ni había tenido nada que ver
con drogas o alcohol. La autopsia indicó con claridad que era virgen cuando la
violaron. En definitiva, era lo que podríamos describir como una víctima de bajo
riesgo sacada de un escenario de bajo riesgo.
Tras ser informado, escuchar a Leary y estudiar los archivos y las fotografías
del escenario del crimen, apunté la siguiente media página de notas:
Perfil
Sexo: v
Edad: 25-30
Estado civil: casado, problemas o divorciado
Militar: deshonroso, médico
Ocupación: obrero (electricista, fontanero)
CI: medio, por encima de la media
Estudios: bachillerato como mucho, abandono
Antecedentes: piromanía, violación
Personalidad: seguro, prepotente, pasó el polígrafo
Color del vehículo: negro o azul
Interrogatorio: directo, proyección
Era una violación de oportunidad, y el asesinato no estaba planificado. El
aspecto desaliñado de la ropa que llevaba el cadáver indicaba que Mary Frances
había sido obligada a desnudarse para luego permitirle volverse a vestir a toda
prisa después de la violación. En las imágenes vi que un zapato estaba sin atar, y
el informe registraba sangre en las medias. No había suciedad en la espalda, el
trasero o los pies, lo que insinuaba que fue violada en un coche, no en el terreno
boscoso donde fue encontrada.
Observando con detenimiento las fotografías más bien rutinarias del
escenario del crimen, empecé a entender lo que había ocurrido. Me lo imaginé
todo.
Debido a la juventud de la víctima, además de su carácter extrovertido y
confiado, había sido fácil acercarse a Mary Frances en un entorno tan poco
amenazador como la parada del autobús escolar. Probablemente el sujeto
desconocido la convenció para que se acercara al coche y luego la agarró o la
forzó a entrar con un cuchillo o una pistola. El aislamiento de la zona en la que
se encontró el cadáver indicaba que el asesino conocía bien el lugar y sabía que
ahí no le iban a molestar.
Por el escenario donde se produjo el rapto diría que no fue un crimen
planificado, sino que más bien tomó forma cuando el asesino pasó con el coche.
Igual que en el caso de Odom y Lawson, si hubiera habido alguien más allí en
ese preciso momento, el crimen no se habría producido. Debido a la belleza y
buena disposición de la víctima, la mente del agresor, alimentada por su
imaginación, había interpretado su inocente amabilidad como promiscuidad y
deseo de jugar sexualmente con él.
Por supuesto, nada más lejos de la realidad. Cuando la atacó, ella estaba
aterrorizada, con dolores agudos, pidiendo ayuda a gritos y suplicando por su
vida. La fantasía que él llevaba años alimentando era una cosa, pero la realidad
no era bonita. Había perdido el control de la situación con esa niña y se dio
cuenta de que se había metido en un gran lío.
En ese momento advirtió que su única salida era matarla, pero como ella
temía por su vida, era mucho más difícil controlarla de lo que pensaba. Así que,
para facilitarse las cosas, para que ella colaborara y obedeciera, le dijo que se
vistiera deprisa y la dejaría ir. O la dejaba escapar o la ataba a un árbol y él
abandonaba el escenario del crimen.
Pero en cuanto ella le dio la espalda, él se acercó por detrás y la estranguló.
Probablemente logró dejarla inconsciente, pero para estrangular se necesita
mucha fuerza del torso. No pudo controlarla antes, y no pudo terminar el trabajo.
La arrastró hasta un árbol, agarró la roca que encontró más cerca y la golpeó en
la cabeza tres o cuatro veces hasta matarla.
No me daba la sensación de que el agresor conociera bien a Mary Frances,
pero se habían visto lo suficiente por la ciudad para que ella lo reconociera y él
fantaseara con ella. Probablemente la había visto ir al colegio con el uniforme de
majorette.
Sabía por cómo le había tapado la cabeza con el abrigo que nuestro sujeto
desconocido no se sentía bien con el crimen. También sabía que el tiempo corría
a su favor. En este tipo de crimen y con este tipo de agresor inteligente y
organizado, cuanto más tiempo tuviera para pensarlo, racionalizarlo y justificarlo
pensando que es culpa de la víctima, más difícil sería obtener una confesión.
Aunque fuera sometido al polígrafo, en el mejor de los casos los resultados no
serían concluyentes. En cuanto pasara lo peor y no se fuera para no levantar
sospechas, se marcharía a otra parte del país, donde sería difícil de seguir y otra
niña correría peligro.
Para mí estaba claro que el sujeto era de la zona y que casi con toda
seguridad la policía ya lo había interrogado. Habría colaborado, pero con
prepotencia, y si la policía lo acusara no se desmoronaría. Les dije que un crimen
con ese grado de sofisticación no sería su primer delito, aunque había muchas
opciones de que fuera su primer asesinato. El coche, azul o negro, sería bastante
viejo porque no podía permitirse uno nuevo, pero sería funcional y estaría bien
conservado. Todo estaría en su lugar. Por experiencia sabía que las personas
ordenadas y compulsivas solían preferir los coches oscuros.
Tras oírlo todo, uno de los agentes al teléfono dijo:
—Acabas de describir a un tipo que dejamos ir como sospechoso en el caso.
—También lo era en otro crimen y encajaba en el perfil perfectamente. Se
llamaba Darrel Gene Devier, un hombre blanco, de veinticuatro años, casado y
divorciado dos veces que por entonces vivía con su primera exesposa. Era
podador en Rome, Georgia, donde era un firme sospechoso de violación de una
niña de trece años, pero nunca había sido acusado. Se alistó en el ejército tras su
primer divorcio, pero desapareció y fue dado de baja al cabo de siete meses.
Conducía un Ford Pinto negro de tres años, bien conservado. Admitió haber sido
detenido de joven por posesión de un cóctel molotov. Dejó los estudios en
octavo, pero las pruebas de coeficiente indicaban entre 100 y 110.
Lo habían interrogado por si había oído o visto algo, pues había estado
podando los árboles en la calle de los Stoner para la compañía eléctrica durante
unas dos semanas antes de la desaparición de Mary Frances. La policía me dijo
que tenían programado someterle al polígrafo ese mismo día.
Les dije que no era buena idea. No sacarían nada de la prueba, y solo
reforzarían la habilidad del sospechoso de afrontar el proceso del interrogatorio.
En aquella época no teníamos mucha experiencia sobre el terreno con
interrogatorios, pero por las entrevistas en la cárcel y el estudio sobre asesinos en
serie en curso, sentía que sabía lo que hacía. Naturalmente, cuando me volvieron
a llamar al día siguiente me dijeron que el detector de mentiras no había sido
concluyente.
«Ahora que sabe que puede engañar, solo hay una manera de atraparlo», les
dije. «Organizad el interrogatorio en la comisaría, de noche. Al principio el
sospechoso se sentirá más cómodo, y por tanto será más vulnerable a las
preguntas. También le trasmitirá un mensaje sobre vuestra seriedad y dedicación.
Sabe que no habrá una pausa arbitraria como el almuerzo o la cena, y sabe que
no lo van a exponer como un trofeo ante los medios si se desmorona. Mejor si la
policía local y la sede del FBI en Atlanta llevan a cabo el interrogatorio juntos
para mostrar un frente unido y comunicar que todo el peso del gobierno de
Estados Unidos está contra él. Deben colocar montones de carpetas en las mesas,
delante de él, con su nombre, aunque estén llenas de folios blancos».
Y lo más importante: sin decir nada, tenían que dejar la roca ensangrentada
en una mesa baja en un ángulo de cuarenta y cinco grados de su línea de visión
para que tuviera que girar la cabeza para verla. Había que observar con atención
sus pistas no verbales: su comportamiento, la respiración, la transpiración y el
pulso en la carótida. Si era el asesino, no podría hacer caso omiso de la roca,
aunque no la mencionaran ni explicaran su significado.
Lo que necesitábamos crear era lo que yo llamo «un factor muy acojonante».
De hecho, usé el caso Stoner como laboratorio de mis teorías. Muchas de las
técnicas que pulimos después tuvieron ahí su origen experimental.
«No confesará», les dije. «Georgia es un estado con pena de muerte, y,
aunque solo lo envíen a la cárcel, su fama de pederasta hará que lo violen por
detrás en la primera ducha. Los demás presos irían a por él».
La luz debía ser tenue y misteriosa, y no debía haber más de dos oficiales o
agentes a la vez en el entorno del interrogatorio, a poder ser uno del FBI y uno
del departamento de policía de Adairsville. Tenía que dar a entender que
comprendía al sujeto, lo que pasaba por su mente y el estrés al que estaba
sometido. Por muy repugnante que os resulte, tendréis que proyectar la culpa en
la víctima. Insinuar que lo sedujo. Preguntar si ella llevó la voz cantante, si lo
calentó, si lo amenazó con chantajes. Ofrecer un escenario para salvar las
apariencias, una vía para explicar sus acciones.
Por los demás casos que había visto, sabía que en los homicidios por fuerte
traumatismo o con cuchillo, al agresor le costaba evitar tener como mínimo
rastros de la sangre de la víctima. Es bastante común poder utilizarlo. Les dije
que cuando empezara a divagar, aunque fuera un poco, lo miraran a los ojos y le
dijeran que lo más perturbador del caso era el hecho de que él tuviera rastros de
la sangre de Mary.
«Sabemos que tienes rastros de sangre, Gene: en las manos, en la ropa. La
pregunta no es: “¿lo hiciste tú?”. Sabemos que fuiste tú. La pregunta es: “¿por
qué?”. Creemos saber por qué y lo entendemos. Tú solo tienes que decirnos si
tenemos razón».
Y así lo hicieron exactamente. Llevaron a Devier a comisaría. Enseguida
miró la roca, empezó a transpirar y a respirar con dificultad. El lenguaje corporal
era completamente distinto de las entrevistas anteriores: se mostraba vacilante, a
la defensiva. Los interrogadores atribuyeron la culpa y la responsabilidad a la
niña, y cuando parecía que se iba por las ramas, sacaron la sangre a colación.
Eso le molestó de verdad. Con frecuencia se puede ver si es el tipo que buscas si
se calla y empieza a escuchar con atención lo que dices. Un inocente se pondrá a
gritar. Aunque un culpable se ponga a gritar para hacerte creer que es inocente,
se ve la diferencia.
Admitió la violación y coincidió con el interrogador en que ella lo amenazó.
Bob Leary le dijo que no tenía pensado matarla. De haberlo hecho habría usado
algo más eficaz que una roca. Al final confesó el asesinato y la violación en
Rome el año anterior. Darrell Gene Devier fue juzgado por la violación y
asesinato de Mary Frances Stoner, condenado y sentenciado a muerte. Fue
ejecutado en la silla eléctrica en Georgia el 18 de mayo de 1995, casi dieciséis
años después del asesinato y su detención, casi cuatro años más de los que
dispuso Mary Frances.
La clave en este tipo de interrogatorio era ser creativo, usar la imaginación.
Me pregunté: «¿Qué me afectaría si yo fuera el que lo hizo?». Todos somos
vulnerables, para cada uno será algo distinto. En mi caso, con mi descuidada
contabilidad, mi jefe podría llamarme, hacerme ver un cupón de gastos sobre su
mesa y provocarme sudores. Pero siempre hay algo.
Todo el mundo tiene un punto débil.
Las lecciones aprendidas en el caso Devier pueden aplicarse más allá del
enfermizo mundo del asesinato con motivación sexual. Ya sea malversación,
corrupción o una investigación sobre la mafia, un esquema piramidal o un
sindicato corrupto en el que infiltrarse, no importa, los principios son los
mismos. Lo que recomendaría en cualquiera de esos tipos de casos es atacar al
que consideren «el enlace más débil», inventar una manera de llevarlo a
comisaría y hacerle ver a qué se enfrenta, y luego hacerle colaborar para
perseguir a los demás.
En cualquier caso de conspiración, es un tema primordial. Lo que se pretende
es convertir a un tipo en testigo del gobierno para luego ver cómo se derrumba el
castillo de naipes. Es muy importante la elección de la persona, porque si
escoges al tipo equivocado y no puedes convertirlo, avisará a todos los demás y
estarás de nuevo en la casilla de salida.
Supongamos que investigamos un caso de corrupción en una gran ciudad en
el que sospechamos que están implicadas ocho o diez personas de un organismo
concreto. Digamos que el número uno o dos de este es la mejor «presa». Sin
embargo, cuando elaboramos un perfil del tipo vemos que pese a la corrupción
mantiene unido a su personal. No es un borracho ni un mujeriego; de hecho, es
un hombre de familia sólido: sin enfermedades, problemas de dinero ni puntos
vulnerables evidentes. Si se le acerca el FBI, hay muchas probabilidades de que
lo niegue todo, nos diga que nos vayamos al cuerno y avise a los demás.
La manera de llegar a alguien así es a través del pez pequeño, como con el
crimen organizado. Cuando revisemos todos los registros, tal vez destaque un
candidato por encima de los demás para nuestro propósito. No es un pez gordo,
sino un administrativo que hace el papeleo. Lleva veinte años en el puesto, es
decir, todo lo que tiene está invertido en él. Tiene problemas económicos y
médicos, y ambos ofrecen importantes puntos vulnerables.
La siguiente elección es el «casting» para dirigir el interrogatorio. Yo suelo
preferir a alguien un poco mayor y más autoritario que el sujeto, alguien que
vista con elegancia, con un aspecto imponente, alguien que pueda ser amable y
extrovertido y haga que el sujeto se relaje, pero se ponga absolutamente serio y
directo cuando las circunstancias lo requieran.
Si hay un período vacacional en las siguientes semanas, o tal vez el
cumpleaños del sujeto, recomiendo aplazar el interrogatorio para aprovecharlo.
Si lo haces entrar en la sala y se da cuenta de que si no colabora tal vez sean las
últimas vacaciones que pase con su familia, puede ser una ventaja añadida.
«Escenificar» puede ser igual de eficaz con un agresor no violento como lo
fue en el caso Stoner. En cualquier investigación de gran envergadura o
prolongada, recomiendo concentrar todo el material en un lugar, se hiciera o no
en realidad para el caso. Por ejemplo, si ocupas una sala de reuniones para tu
«equipo», reúnes a todos tus agentes, el personal y los archivos del caso, le
estarás demostrando al sujeto que vas en serio. Si puedes «decorar» las paredes
con fotografías de cámaras de vigilancia y otras señales de hasta qué punto la
investigación en curso es amplia y oficial, será más fácil conseguir el punto.
Unos cuantos monitores con cintas de tus objetivos durante la actuación son la
guinda del pastel.
Uno de mis toques personales favoritos son cuadros donde aparezcan la pena
que recibiría cada persona si fueran condenados. No tiene nada de profundo,
pero suele ejercer presión en el sujeto y recordarle lo que está en juego. Quiero
que el «factor acojonante» sea lo más intenso posible.
Siempre he pensado que a última hora de la noche o a primera hora de la
mañana es el mejor momento para llevar a cabo un interrogatorio. La gente suele
estar más relajada y a la vez más vulnerable. De nuevo, si tú y tus chicos
trabajáis de noche, envías el mensaje inmediato de que el caso es importante y
estás muy comprometido con él. Otra consideración práctica de un interrogatorio
nocturno en cualquier caso de conspiración es que los demás no vean al sujeto.
Si cree que está «vendido», no habrá trato.
La base de un buen trato será la verdad y una alusión a la razón y el sentido
común del sujeto. Lo único que hace el montaje es llamar la atención sobre los
elementos clave. Si yo dirigiera el interrogatorio de nuestro sujeto imaginario del
caso de corrupción, llamaría a su casa de noche, a última hora, y diría algo
parecido a: «Señor, es muy importante que hable con usted esta noche. Mientras
hablo, unos agentes del FBI se acercan a su puerta». Destacaría que no está
detenido ni tiene obligación de acompañar a los agentes. Pero le recomendaría
encarecidamente que lo hiciera porque tal vez no le quede otra opción. No habría
necesidad de leerle los derechos porque no está acusado de nada.
Una vez en comisaría, dejaría que se calmara un rato. Cuando el equipo
contrario de fútbol americano tiene que marcar un gol en la última jugada para
ganar el partido, pides un tiempo muerto para dar ocasión a su pateador para
pensar. Cualquiera que haya tenido que esperar antes de una visita importante
sabe que puede ser muy eficaz.
Cuando lo hicieran entrar en mi despacho, cerraría la puerta, intentaría
parecer amable y simpático, muy comprensivo, todo de hombre a hombre.
Llamaría al tipo por su nombre. «Quiero que entienda que no está detenido»,
insistiría. «Puede irse en cualquier momento y mis hombres lo llevarán a casa.
Pero creo que debería oír lo que tengo que decir. Podría ser la fecha más
importante de su vida».
Tal vez le haría decir la fecha para asegurarme de que estábamos en la misma
onda.
—También quiero que sepa que conocemos su historial médico, y que
tenemos una enfermera. —Eso sería cierto. Uno de los motivos por los que
habríamos escogido a ese tipo era por esa vulnerabilidad en concreto.
Entonces empezamos a hablar en serio. Subrayaría que el FBI sabe que no es
un pez gordo y que no le han pagado bien por lo que ha hecho, y que no es la
persona que más buscamos.
—Ahora mismo, como ve, estamos entrevistando a muchas de las personas
implicadas en el caso. El barco se hunde, de eso no hay duda. Puede hundirse
con él o salir a flote por tercera vez antes de ahogarse y agarrar un salvavidas.
Sabemos que le han utilizado, manipulado, que otras personas mucho más
poderosas se han aprovechado de usted. Disponemos de un abogado del estado
para ofrecer un trato en firme si quiere aceptarlo.
Como tiro final, destacaría:
—Recuerde que es la única vez que podremos hacerle esta oferta. Tengo a
veinte agentes trabajando en el caso. Podemos salir y detener a todo el mundo si
queremos. ¿Cree que alguien hará un movimiento si no lo hace usted? Y
entonces se hundirá con el barco. Si quiere hundirse con los peces gordos, es su
decisión. Pero esta noche es la última vez que podremos hablar de esto.
¿Colaborará?
Si colabora, y es por su interés, luego le leeremos los derechos y dejaremos
que se ponga en contacto con un abogado. Pero, como gesto de buena fe,
probablemente le pediría que cogiera el teléfono y organizara una reunión con
otro de los implicados. No quieres que se lo piense dos veces y se eche atrás.
Cuando tienes el compromiso del primer tipo, el resto de las piezas empiezan a
encajar.
El motivo por el que funciona tan bien, aunque entiendas todo el enfoque por
adelantado, es porque es en beneficio mutuo del investigador y el sujeto
objetivo. Se basa en la verdad y se adapta a la vida del sujeto, su situación y sus
necesidades emocionales. Incluso sabiendo que se escenificaba para lograr el
máximo efecto, si yo fuera el sujeto al que le presentaran el trato lo aceptaría,
porque sería mi mejor opción. La estrategia que hay detrás de este tipo de
interrogatorio es la misma que desarrollé para el caso del asesinato de Stoner. No
paraba de pensar: «¿Qué me dará?».
Porque todo el mundo tiene un punto débil.
Gary Trapnell, el atracador armado y secuestrador de aviones al que
entrevisté en la cárcel federal de Marion, Illinois, es igual de inteligente y
perspicaz que todos los criminales que he estudiado. Él fue el que se sentía tan
seguro de sus habilidades que me garantizó que podía engañar a cualquier
psiquiatra penitenciario y hacerle creer que tenía cualquier enfermedad mental
que le dijera. También estaba convencido de que, si estuviera fuera de la cárcel,
podría saltarse la ley.
—No podéis atraparme —afirmó.
—De acuerdo, Gary —dije, hipotéticamente—. Estás fuera. Y eres lo
bastante listo para saber que tienes que romper todo contacto con la familia para
alejarte de los federales.
»Sé que tu padre era un militar de alto rango, condecorado. Le querías de
verdad y lo respetabas. Querías ser como él. Y tu borrachera de crímenes
empezó cuando murió.
Vi por la expresión facial que tenía algo: le había tocado la fibra.
—Tu padre está enterrado en el cementerio nacional de Arlington. Así que
supongamos que tengo agentes vigilando su tumba por Navidad, en su
cumpleaños y el aniversario de la fecha de su muerte.
Muy a su pesar, Trapnell esbozó una sonrisa socarrona.
—¡Me habéis pillado! —anunció.
De nuevo, se me ocurrió porque intenté ponerme en su lugar. Traté de pensar
qué me afectaría a mí. Y la experiencia me dice que hay una manera de llegar a
todo el mundo si puedes averiguar cuál es.
En mi caso, sería algo parecido a lo que habría usado con Trapnell, es decir,
una fecha concreta podría ser el desencadenante emocional.
Mi hermana Arlene tenía una preciosa hija rubia llamada Kim. Nació el día
de mi cumpleaños, el 18 de junio, y siempre sentí un vínculo especial con ella.
Cuando tenía dieciséis años, Kim murió mientras dormía. Jamás supimos la
causa exacta. Para compensar el dolor y la alegría de su memoria, resulta que mi
hija mayor, Erika, ahora en edad universitaria, se parece mucho a Kim. Estoy
seguro de que Arlene nunca ve a Erika sin ver a Kim, y se imagina cómo habría
crecido Kim. A mi madre le pasa lo mismo.
Si tuviera que ir a por mí, por ejemplo, planificaría el encuentro justo antes
de mi cumpleaños. Estoy emocionalmente alterado, ilusionado con la
celebración con mi familia. Pero también pienso en mi sobrina Kim, en el
cumpleaños que compartíamos, en lo mucho que se parece a Erika, y me voy a
sentir vulnerable. Si veo fotografías de las dos chicas en la pared, seguramente
me sentiré aún más descompuesto.
No importa que sepa que la estrategia es atacarme. No importa que yo lo
inventara. Si el factor estresante desencadenante es una preocupación legítima y
válida, tendrá muchas probabilidades de funcionar. Esta podría ser la mía. La
tuya sería otra, y tendríamos que intentar descubrir antes cuál sería. Pero habría
algo.
Porque todo el mundo tiene un punto débil.
11
Atlanta
En el invierno de 1981, Atlanta era una ciudad sitiada.
Había empezado con sigilo hacía un año y medio, sin que apenas se notara.
Antes de finalizar, si es que algún día iba a llegar a su fin, se había convertido en
la mayor caza de un hombre, y tal vez la que más atención mediática había
recibido en la historia estadounidense. Politizó una ciudad y polarizó a un país;
cada paso de la investigación provocaba una mayor controversia.
El 28 de julio de 1979 la policía respondió a una queja por un nauseabundo
olor en el bosque cerca de la carretera de Niskey Lake y descubrió el cuerpo de
Alfred Evans, de trece años. Llevaba tres días desaparecido. Mientras estudiaba
el lugar, la policía descubrió otro cadáver a unos quince metros, en este caso
parcialmente descompuesto, de Edward Smith, de catorce años, desaparecido
cuatro días antes que Alfred. Ambos chicos eran negros. El médico forense
determinó que Alfred Evans probablemente había sido estrangulado, mientras
que Edward Smith había recibido un disparo del calibre 22.
El 8 de noviembre se descubrió el cadáver de Yusef Bell, de ocho años, en un
colegio abandonado. Llevaba desaparecido desde finales de octubre, y también
había sido estrangulado. Ocho días después se encontró el de Milton Harvey, de
catorce años, cerca de Redwine Road y Desert Drive en la sección de East Point
de Atlanta. Se había denunciado su desaparición a principios de septiembre y,
como en el caso de Alfred Evans, no se pudo determinar una causa definitiva de
la muerte. Ambos niños eran negros, pero no había suficientes pruebas parecidas
para atribuirle un significado concreto. Por desgracia, en una ciudad del tamaño
de Atlanta, desaparecen niños continuamente. Algunos aparecen muertos.
La mañana del 5 de marzo de 1980, una niña de doce años llamada Angel
Lanier se fue al colegio, pero nunca llegó. Cinco días después se encontró su
cadáver, atado y amordazado con cable eléctrico, en la cuneta de una carretera.
Estaba completamente vestida, incluida la ropa interior, pero le habían metido
otro par de medias en la boca. Se determinó que la causa de la muerte había sido
estrangulación por atadura. El médico forense no encontró pruebas de agresión
sexual.
Jeffrey Mathis, de once años, desapareció el 12 de marzo. En ese momento,
el departamento de policía de Atlanta aún no había relacionado a los seis niños
negros desaparecidos o aparecidos muertos. Había tantas diferencias como
semejanzas entre los casos, y no habían considerado en serio la posibilidad de
que algunos o todos ellos estuvieran relacionados.
Sin embargo, hubo quien sí lo hizo. El 15 de abril, la madre de Yusef Bell,
Camille, se unió con otros padres de niños negros desaparecidos y asesinados y
anunció la creación de un comité para detener los asesinatos de niños.
Solicitaron ayuda oficial y reconocimiento de lo que veían que estaba
ocurriendo. No debería suceder en Atlanta, la capital cosmopolita del Nuevo Sur.
Era una ciudad dinámica, supuestamente «demasiado ocupada para odiar», que
alardeaba de tener un alcalde negro, Maynard Jackson, y un comisionado para la
seguridad pública negro, Lee Brown.
El horror no cesó. El 19 de mayo, Eric Middlebrook, de catorce años, fue
hallado muerto a cuatrocientos metros de su casa. La causa de la muerte fue un
fuerte traumatismo en la cabeza. El 9 de junio, Christopher Richardson, de doce
años, desapareció. Y el 22 de junio, la segunda niña, LaTonya Wilson, de ocho
años, fue raptada en su habitación un domingo de madrugada. Dos días después
se encontró el cadáver de Aaron Wyche, de diez años, debajo de un puente en el
condado de DeKalb. Murió de asfixia y por el cuello roto. Anthony «Tony»
Carter, de nueve años, fue encontrado detrás de un almacén en Wells Street el 6
de julio, boca abajo en la hierba, muerto por varias puñaladas. Debido a la
ausencia de sangre en el escenario, estaba claro que el cadáver había sido
trasladado desde otro lugar.
Ya no se podía ignorar el patrón. El comisionado para la seguridad pública
Brown creó la Fuerza operativa de Asesinados y Desaparecidos, que en última
instancia estaba formada por más de cincuenta miembros. Pero todo continuó.
La desaparición de Earl Terrell, de diez años, se denunció el 31 de julio en
Redwine Road, donde se había encontrado el cuerpo de Milton Harvey. Cuando
Clifford Jones, de doce años, apareció muerto por estrangulación en un callejón
cerca de Hollywood Road, finalmente la policía aceptó que existía una relación y
declaró que la investigación se llevaría a cabo partiendo del supuesto de que los
asesinatos de niños negros estaban relacionados.
Hasta ese momento, el FBI no tenía jurisdicción para entrar en un caso que,
pese a sus horribles dimensiones, seguía siendo una serie de crímenes locales. La
desaparición de Earl Terrell supuso una pausa. Su familia había recibido varias
llamadas de teléfono pidiendo un rescate por devolverles sano a su hijo. El
extorsionador dijo que Earl estaba en Alabama. El supuesto cruce de estados
hizo que el secuestro pasara a ser federal y permitió al FBI investigar. Sin
embargo, pronto quedó claro que las llamadas por el rescate eran un fraude. Las
esperanzas de encontrar a Earl con vida se esfumaron y el FBI tuvo que retirarse.
El 16 de diciembre se denunció la desaparición de otro niño, Darron Glass,
de once años. El alcalde Maynard Jackson pidió ayuda a la Casa Blanca,
concretamente solicitó que el FBI abriera una investigación sobre los asesinatos
y desapariciones de niños en Atlanta. Pese a que la jurisdicción seguía siendo un
problema, el fiscal general Griffin Bell ordenó que el FBI iniciara una
investigación para averiguar si los niños que no se habían encontrado estaban
retenidos, contra la ley de secuestros. En otras palabras, ¿los crímenes eran de
carácter interestatal? Como responsabilidad añadida, la sede de Atlanta tenía el
encargo de determinar si los casos estaban relacionados. En la práctica, pero sin
tantas palabras, la Agencia recibió el siguiente mensaje: solucionad los casos y
encontrad al asesino lo antes posible.
Los medios de comunicación, por supuesto, se sumaron al alboroto. La
creciente galería de jóvenes rostros negros que se publicaban con regularidad en
la prensa se convirtió en una proclamación de la culpa colectiva municipal. ¿Era
una conspiración para cometer un genocidio de la población negra, dirigido a sus
miembros más vulnerables? ¿Era el Ku Klux Klan, el Partido Nazi o algún otro
grupo discriminatorio dispuesto a hacer su aportación una década y media
después de la gran legislación sobre derechos civiles? ¿Era un individuo loco
con una misión personal de matar a niños? Esta última posibilidad era la menos
probable. Los niños iban cayendo a un ritmo increíble. Pese a que, hasta la fecha,
la gran mayoría de asesinos en serie eran blancos, casi nunca cazaban fuera de su
raza. Un asesino en serie comete crímenes personales, no políticos.
Sin embargo, aquello abrió la posibilidad de que el FBI participara en el
caso. Si el enfoque del secuestro interestatal no salía bien, aún teníamos la
misión de determinar si encajaba en la clasificación 44: violación de los
derechos civiles federales.
Cuando Roy Hazelwood y yo fuimos a Atlanta, había dieciséis casos sin un
final a la vista. Para entonces la implicación de la Agencia tenía un nombre
oficial: ATKID, también llamado Caso 30, aunque hubo mucho alboroto público
con la intervención del FBI. La policía de Atlanta no quería que nadie le robara
el espectáculo, y la sede de Atlanta del FBI no quería crear expectativas que tal
vez no pudiera cumplir.
Roy Hazelwood era la opción lógica para ir conmigo a Atlanta. De todos los
profesores de la Unidad de Ciencia del Comportamiento, Roy era el que hacía
más perfiles, daba clases en el curso de la Academia Nacional sobre violencia
interpersonal y se hacía cargo de muchos de los casos de violación que llegaban
a la unidad. Nuestro principal objetivo era determinar si los casos estaban
relacionados y, si lo estaban, si había una conspiración.
Revisamos los voluminosos archivos de los casos: fotografías de los
escenarios del crimen, descripciones de lo que llevaba cada niño cuando lo
encontraron, declaraciones de testigos de la zona, actas de autopsias.
Entrevistamos a familiares de los niños para ver si había una victimología
común. La policía nos llevó por los barrios donde habían desaparecido los niños
y a todos los lugares donde habían encontrado los cuerpos.
Sin intercambiar impresiones, Roy y yo hicimos pruebas psicométricas,
realizadas por un psicólogo forense que nosotros pasamos como si cada uno
fuéramos el asesino. La prueba implicaba la motivación, el pasado y la vida
familiar, el tipo de cosas que incluimos en un perfil. Al médico que hizo las
pruebas le asombró que nuestros resultados fueran casi idénticos.
Y lo que teníamos que decir tampoco era para ganar un concurso de
popularidad.
En primer lugar, no creímos que fuera un crimen del tipo Ku Klux Klan.
Además, estábamos casi seguros de que el agresor era negro. Y, en tercer lugar,
aunque muchas de las muertes y desapariciones estaban relacionadas, no ocurría
con todas.
La agencia de investigación de Georgia había recibido varias pistas sobre la
implicación del Ku Klux Klan, pero las descartamos. Si se estudian los crímenes
de odio hasta la fundación del país, se ve que tienden a ser actos muy públicos y
simbólicos. Un linchamiento pretende ser una declaración pública y provocar un
debate público. Ese tipo de crimen o los asesinatos raciales de otro tipo son un
acto terrorista y, para que tenga efecto, tiene que ser muy visible. Los hombres
del Ku Klux Klan no llevan sábanas blancas para pasar desapercibidos. Si un
grupo discriminatorio atacara a niños negros en toda la zona de Atlanta, no se
habría contentado con dejar pasar meses antes de que la policía y la sociedad
supieran que algo pasaba. Esperaríamos cuerpos ahorcados en Main Street,
EE. UU., y el mensaje no habría sido nada sutil. No vimos esa conducta en estos
casos.
Los lugares donde se encontraron los cuerpos estaban en zonas donde
predominaba la población negra o era exclusiva. Un individuo blanco, mucho
menos un grupo blanco, no habría merodeado por esa barriada sin llamar la
atención. La policía había sondeado los barrios en profundidad y no tenía
noticias de la presencia de blancos cerca de los lugares donde se encontró a los
niños. En esas zonas había actividad las veinticuatro horas del día, así que ni
siquiera amparado en la noche habría pasado desapercibido del todo un hombre
blanco. También encajaba en nuestra experiencia de que los asesinos con
motivación sexual suelen atacar a su propia raza. Pese a que no había una prueba
clara de abuso sexual, los crímenes encajaban sin duda en un patrón de este tipo.
Existía un fuerte vínculo entre muchas de las víctimas. Eran jóvenes,
extrovertidos y espabilados, pero sin experiencia y con una visión más bien
ingenua del mundo más allá del barrio. Teníamos la sensación de que eran el tipo
de niños susceptibles de caer en una trampa puesta por el individuo adecuado.
Ese sujeto tendría coche, ya que se llevaron a los niños de los lugares donde
fueron raptados. Creíamos que tendría una especie de aura de autoridad adulta.
Muchos de esos chaveles vivían en condiciones de evidente pobreza. En algunas
casas no había electricidad ni agua corriente.
Por eso y por la relativa sencillez de los niños, no creía que necesitaran
mucho señuelo. Para comprobarlo, hicimos que agentes de paisano fueran a esas
zonas, vestidos de obreros, y ofrecieran a los niños cinco dólares por ir con él a
hacer un trabajo. Lo probaron con agentes negros y blancos, y no parecía
importarles. Esos niños estaban tan desesperados por sobrevivir que harían
cualquier cosa por cinco dólares. No costaba tanto acercarse a ellos. Otra cosa
que demostró el experimento fue que los hombres blancos destacaban en esos
barrios.
Sin embargo, como he dicho, pese a que encontramos un fuerte vínculo, no
podíamos aplicarlo a todos los casos. Tras una cuidadosa evaluación de las
víctimas y las circunstancias, pensé que las dos niñas no habían fallecido en
manos del agresor principal, ni siquiera la misma persona habría matado a las
dos. El secuestro de LaTonya Wilson en su habitación era demasiado
especializado. De los niños, pensé que la mayoría de «muertes suaves», las
estrangulaciones, estaban relacionadas; no necesariamente aquellos otros en que
se desconocía la causa de la muerte. Otros aspectos de las pruebas nos hacían
creer que no se trataba de un solo asesino. Había pruebas sólidas en algunos
casos que indicaban que el criminal era un miembro de la familia de la víctima,
pero cuando el director del FBI William Webster lo anunció en público, la prensa
se lo comió. Aparte de los evidentes problemas políticos que podía acarrear
semejante declaración, cualquier caso separado de la lista de desaparecidos y
asesinados hacía que la familia no pudiera optar a los fondos que grupos o
individuos de todo el país empezaban a aportar.
Pese a que considerábamos que había más de un responsable, pensábamos
que había un individuo concreto que estaba en racha y seguiría matando hasta
que lo encontráramos. Roy y yo hicimos el perfil de un hombre negro, soltero,
entre los veinticinco y los veintinueve años. Sería aficionado a la policía,
conduciría un vehículo semejante al de la policía y en algún momento se
entrometería en la investigación. Tenía un perro también de tipo policial, o un
pastor alemán o un dóberman. No tenía novia, sentía una atracción sexual hacia
los niños, pero no se veían signos de violación ni abuso sexual evidente. Eso
indicaba su inadaptación sexual. Contaba con algún tipo de anzuelo o treta con
los niños. Yo apostaba por algo relacionado con la música o el espectáculo.
Tenía un buen trabajo, pero no se sentía realizado. En algún momento anterior a
la relación el niño lo había rechazado, o por lo menos él lo había percibido así, y
se sintió impulsado a matar.
El departamento de policía de Atlanta comprobó a todos los pedófilos y
gente con «antecedentes» sexuales, y llegó a una lista de unos quinientos
posibles sospechosos. Agentes de policía y del FBI visitaron colegios,
entrevistaron a niños para ver si se les había acercado un hombre adulto y no se
lo habían dicho a sus padres o a la policía. Subieron en autobuses y repartieron
fotografías de los niños desaparecidos, preguntaron si alguien los había visto,
sobre todo en compañía de hombres. Tenían a agentes de paisano en bares para
homosexuales intentando oír conversaciones y recabar pistas.
No todo el mundo estaba de acuerdo con nosotros. No todos nos querían allí.
En uno de los escenarios del crimen, en un edificio de apartamentos abandonado,
un policía negro se me acercó y dijo:
—Tú eres Douglas, ¿no?
—Sí, soy yo.
—He visto tu perfil. Es una mierda.
Yo no estaba seguro de si estaba evaluando mi trabajo o destacando la
frecuente afirmación de la prensa de que no había asesinos en serie negros. No
era del todo cierto. Habíamos visto casos de asesinos en serie negros de
prostitutas y familiares, pero no al estilo de los asesinos desconocidos, y ninguno
con el modus operandi de aquellos casos.
—Mira, yo no tengo por qué estar aquí —le dije—. No pedí venir. —El nivel
de frustración era elevado. Todo aquel implicado en el caso lo quería solucionar,
pero todos querían ser quien diera en el clavo. Como ocurría a menudo, Roy y
yo sabíamos que estábamos allí para recibir parte de las críticas y ser los cabezas
de turco si todo se iba al traste.
Aparte de la versión de la conspiración del Ku Klux Klan, se oían todo tipo
de teorías, algunas más estrambóticas que otras. A varios niños les faltaban
diferentes prendas, pero ninguna idéntica. ¿El asesino estaba vistiendo a un
maniquí en casa igual que hacía Ed Gein con trozos de piel de mujer? En los
últimos asesinatos, ¿el sujeto había evolucionado y dejaba los cuerpos más a la
vista? ¿Podía ser que el tipo original se hubiera suicidado y una copia le hubiera
tomado el relevo?
Para mí, el primer giro real se produjo cuando ya estaba de regreso en
Quantico. El departamento de policía de Conyers, una pequeña ciudad a unos
treinta y dos kilómetros de Atlanta, recibió una llamada. Pensaron que por fin
tenían una pista. Escuché la cinta en el despacho de Larry Monroe, junto con el
doctor Park Dietz. Antes de ser el jefe de la Unidad de Ciencia del
Comportamiento, Monroe había sido uno de los mejores profesores de Quantico.
Como Anna Burgess, Park Dietz había entrado en la unidad a través de Roy
Hazelwood. Estaba en Harvard en aquella época y empezaba a ganarse una
reputación entre los círculos de los agentes de la ley. Park reside ahora en
California, y es probablemente el mejor psiquiatra forense del país y un
consultor habitual de nuestra unidad.
La persona que hablaba en la cinta decía ser el asesino de niños de Atlanta y
mencionó el nombre de la víctima más reciente conocida. Era blanco, sonaba
como un típico provinciano, y prometió que iba a matar a «más niños negros».
También mencionó un lugar concreto en Sigmon Road, en el condado de
Rockdale, donde la policía encontraría otro cadáver.
Recuerdo los nervios en la sala, y me temo que les agüé la fiesta.
—No es el asesino —dije—, pero tenéis que detenerle porque seguirá
llamando y será un incordio y una distracción mientras esté ahí fuera.
Pese a la emoción de la policía, estaba convencido de que tenía razón sobre
ese tipo. Me pasó algo parecido poco antes cuando Bob Ressler y yo estuvimos
en Inglaterra para dar un curso en Bramshill, la academia de policía británica (y
su equivalente en Quantico) a una hora de Londres. Inglaterra estaba en plenos
asesinatos del Destripador de Yorkshire. El homicida, que en apariencia seguía el
modelo del asesino de Whitechapel del final de la época victoriana, apalizaba y
apuñalaba a mujeres en el norte, sobre todo a prostitutas. Hasta entonces se
habían producido ocho muertes. Tres mujeres más habían logrado escapar, pero
no podían dar una descripción. El cálculo de la edad iba desde un adolescente
hasta un cincuentón. Como en Atlanta, toda Inglaterra estaba aterrorizada. Fue la
mayor búsqueda de un hombre de la historia británica. Al final la policía realizó
casi un cuarto de millón de entrevistas individuales en todo el país.
Los departamentos de policía y la prensa habían recibido cartas de «Jack el
Destripador» en las que confesaba los crímenes. Luego llegó al correo del
inspector jefe George Olfield una cinta de dos minutos en la que se burlaba de la
policía y prometía atacar de nuevo. Como en el caso de Atlanta, parecía un gran
avance. La cinta se copió y reprodujo en todo el país —en la televisión, líneas de
teléfono sin impuestos, en los partidos de fútbol— por si alguien reconocía la
voz.
Nos dijeron que John Domaille estaba en Bramshill durante nuestra estancia.
Le comunicaron que los dos tipos de los perfiles del FBI estaban allí y que
podríamos reunirnos. Después de clase, Bob y yo estábamos sentados en el bar
de la academia cuando entró, alguien en el local lo redirigió y se puso a hablar
con él. Leímos los gestos y vimos que se estaba riendo de los estadounidenses.
Le dije a Ressler:
—Apuesto a que es ese.
Por supuesto, nos dijeron que era él, que se acercó con los otros tipos a
nuestra mesa y se presentó. Comenté:
—He visto que no has traído archivos.
Empezó a poner excusas sobre lo complicado que era el caso, que era difícil
ponernos al día en poco tiempo y esas cosas.
—Está bien —contesté—. Tenemos muchos casos nuestros. Nos quedaremos
aquí a beber.
Ese enfoque de todo o nada despertó el interés de los británicos. Uno nos
preguntó qué necesitaríamos para elaborar un perfil. Le dije que empezara por
describir los escenarios. Me contó que parecía que el sujeto desconocido ponía a
las mujeres en una posición vulnerable y luego las atacaba con un cuchillo o un
martillo. Las mutilaba una vez muertas. La voz de la cinta era bastante articulada
y sofisticada para un asesino de prostitutas, así que dije:
—Basándome en los escenarios del crimen que me habéis descrito y esta
cinta que oí en Estados Unidos, no es el destripador. Estáis perdiendo el tiempo
con eso.
Les expliqué que el asesino que estaban buscando no se comunicaría con la
policía. Sería un solitario casi invisible rozando la treintena o treinta y pocos
años con un odio patológico hacia las mujeres, alguien que hubiera abandonado
los estudios, posiblemente conductor de camiones, ya que parecía viajar
bastante. El hecho de matar a prostitutas era un intento de castigar a las mujeres
en general.
Pese a la cantidad de tiempo y recursos que habían invertido en esa cinta,
Domaille dijo:
—¿Sabes? Me preocupaba eso.
Luego cambió el curso de la investigación. Cuando el 2 de enero de 1981 el
conductor de camiones de treinta y cinco años Peter Sutcliffe fue detenido, en
medio de los horrores de Atlanta, y se demostró que era el destripador, resultó
que se parecía poco al que había grabado y enviado la cinta. El impostor resultó
ser un policía jubilado que tenía una cuenta pendiente con el inspector Oldfield.
Tras escuchar la cinta de Georgia, hablé con la policía de Conyers y Atlanta
y, en mi cabeza, inventé un escenario que haría salir a la luz al impostor. Como
el destripador, el tono de aquel tipo era burlón, de superioridad.
—Por el tono de voz y lo que dice, cree que sois todos imbéciles —dije—,
así que aprovechémoslo.
Les recomendé que se hicieran los tontos, como los consideraba él. Tenían
que ir a Sigmon Road, pero buscar en el lado contrario de la calle, que no dieran
con él. Él estaría observando y tal vez tuvieran suerte y lo atraparan allí mismo.
Si no, por lo menos llamaría para decirles lo idiotas que eran por buscar en el
sitio equivocado. A Park Dietz le encantó y asimiló ese tipo de estratagemas en
su conocimiento académico.
La policía tenía que montar un gran espectáculo con la búsqueda de ese
cadáver, equivocarse con las indicaciones, y sin duda el tipo llamaría para
decirles lo estúpidos que eran. Ellos estarían preparados con la trampa y
seguirían y atraparían a ese viejo palurdo en su casa. Para asegurarse de que no
era cierto, registraron la zona adecuada de Sigmon Road, pero no había ningún
cuerpo, por supuesto.
El incidente de Conyers no fue la única pista falsa de aquel caso. Las grandes
investigaciones suelen toparse con varias de ellas, y Atlanta no fue una
excepción. Cerca de la carretera, en el bosque cercano a donde se encontraron
los primeros restos de esqueleto, los detectives descubrieron una revista
masculina con semen en algunas páginas. El laboratorio del FBI pudo sacar
huellas digitales latentes y de ahí extraer una identidad. Era un hombre blanco,
que conducía una camioneta y era exterminador de plagas. El simbolismo
psicológico era perfecto, claro. Para ese tipo de sociópata, solo hay un pequeño
paso entre exterminar bichos y exterminar niños negros. Ya sabemos que muchos
asesinos en serie vuelven a los escenarios del crimen y a los lugares donde
abandonaron los cuerpos. La policía especuló con que vagaba en coche por la
carretera, contemplaba su conquista y se masturbaba al recordar la emoción de la
caza y el asesinato.
Este planteamiento llegó hasta el director del FBI, el fiscal general, la Casa
Blanca. Todos esperaban ansiosos poder anunciar que teníamos al asesino de
niños de Atlanta. Se estaba preparando una rueda de prensa, pero algunos
elementos no me encajaban. En primer lugar, era blanco. En segundo lugar,
estaba felizmente casado. Tenía que haber otra razón para que el tipo estuviera
ahí.
Lo llevaron a comisaría para interrogarlo. Él lo negó todo. Le enseñaron la
revista con el semen pegado en las páginas. Le dijeron que tenían sus huellas. De
acuerdo, admitió, estaba conduciendo y la tiró. Eso tampoco tenía sentido. ¿Iba
conduciendo, con una mano al volante y la otra en sí mismo, y consiguió tirar la
revista por la ventana y que terminara en el bosque? Necesitaría un brazo como
el del célebre jugador de fútbol americano Johnny Unitas.
Al darse cuenta de que se había metido en un buen lío, admitió que su esposa
estaba embarazada, que iba a dar a luz en cualquier momento y llevaba meses
sin sexo. En vez de pensar en engañar a la mujer que amaba, a punto de parir un
hijo suyo, se fue al 7-Eleven y compró la revista; luego pensó en ir al bosque
aislado durante la hora del almuerzo y aliviarse un poco.
Ese tipo me dio lástima. ¡Nada es sagrado! Pensó en ir a un sitio donde no
molestar a nadie, a sus cosas, y ahora hasta el presidente de Estados Unidos
sabía que estaba meneándosela en el bosque.
Cuando atraparon al impostor en Conyers, pensé que se acabaría ahí. Por lo
menos habíamos podido quitarnos de en medio a aquel idiota racista para que la
policía se centrara en la investigación. Pero no había calculado bien una cosa: el
papel activo de la prensa. Desde entonces me he asegurado de no cometer ese
descuido.
Una cosa que había advertido era que, en un determinado momento, la gran
atención que los medios prestaban a los asesinatos de niños se convertía en una
satisfacción para el asesino. Con lo que no contaba era con que reaccionara de
forma específica a las noticias en los medios.
La prensa estaba tan sedienta de alguna posible brecha en el caso que la
cobertura de la búsqueda de la policía en Sigmon Road, sin resultados, fue
enorme. Sin embargo, poco después, se encontró otro cadáver a plena vista junto
a Sigmon Road, en el condado de Rockdale: el de Terry Pue, de quince años.
Para mí fue un giro muy significativo y el inicio de la estrategia para atrapar
al asesino: seguía la prensa de cerca y reaccionaba a su información. Sabía que
la policía no iba a encontrar un cadáver en Sigmon Road porque él no había
puesto ninguno allí, pero ahora mostraba hasta qué punto era superior, cómo
podía manipular a la prensa y la policía. Demostraba arrogancia y desprecio.
Podía abandonar un cuerpo en Sigmon Road si quería. Había roto su patrón y
conducido treinta o cincuenta kilómetros para jugar a ese juego. Sabíamos que
nos observaba, así que debíamos intentar utilizar eso para manipular su
comportamiento.
De haberlo sabido o haber considerado antes esa posibilidad, habría pensado
en vigilar toda la zona de Sigmon Road, pero ya era demasiado tarde. Teníamos
que mirar hacia delante y ver qué podíamos hacer.
Tenía varias ideas. Frank Sinatra y Sammy Davis Jr. iban a ir a Atlanta a dar
un concierto benéfico en el Omni para recaudar fondos para las familias de las
víctimas. El acontecimiento estaba recibiendo una cobertura enorme, y yo tenía
la certeza absoluta de que el asesino estaría allí. El reto era cómo verlo entre
veinte y tantas mil personas.
Roy Hazelwood había deducido en el perfil que era aficionado a la actividad
policial. Esa podría ser la clave.
—Dadle una entrada gratuita —propuse.
Como de costumbre, la policía y los agentes de la sede de Atlanta del FBI me
miraron como si estuviera loco. Me expliqué: lo anunciaríamos porque se
esperaba mucha gente, y se necesitarían más guardias de seguridad.
Ofreceríamos un salario mínimo, exigiríamos que los candidatos dispusieran de
coche propio (ya que sabíamos que nuestro tipo tenía coche) y los que tuvieran
un bagaje o experiencia con las fuerzas de la ley tendrían preferencia. Hicimos
las entrevistas de selección en el Omni, con un circuito cerrado de televisión
oculto. Eliminaríamos los grupos que no nos interesaran, como mujeres, gente
mayor, etcétera y nos centraríamos en los jóvenes negros. Cada uno rellenaría
una solicitud donde especificarían su experiencia como conductores de
ambulancia, si alguna vez se habían presentado a un puesto de policía o en
seguridad, todo lo que nos ayudara a identificar a nuestro sospechoso.
Probablemente reduciríamos el grupo a diez o doce individuos que podríamos
comparar con las demás pruebas.
La idea llegó hasta el asistente del fiscal general. El problema era que en
cuanto tienes a un gran organismo trabajando en algo que no es de manual, se
puede instalar la «parálisis de análisis». Para cuando finalmente aprobaron mi
estrategia, quedaba un día para el concierto y el débil intento de contratar
«guardias de seguridad» en ese momento fue demasiado pequeño y demasiado
tarde.
Tenía otro plan: hacer cruces de madera, de unos treinta centímetros. Unas
serían entregadas a las familias, otras se colocarían en los escenarios del crimen
en memoria de las víctimas. Se podría erigir una grande en una iglesia en
memoria colectiva de los niños. Cuando se hiciera público, sabía que el asesino
visitaría algunos de esos lugares, sobre todo los más aislados. Tal vez incluso
intentara llevarse una cruz. Si vigilábamos los lugares clave, teníamos muchas
opciones de atraparlo.
Sin embargo, la Agencia tardó semanas en autorizar el plan. Luego hubo una
lucha sobre quién fabricaría las cruces, si una sección de exposición del FBI en
Washington, el taller de carpintería de Quantico o si la sede de Atlanta debería
subcontratarlo. Al final se hicieron las cruces, pero para cuando se pudieron
utilizar el caso ya nos había superado.
En febrero, la ciudad estaba casi fuera de control. Merodeaban un montón de
mentalistas, cada uno con su propio «perfil», y muchos se contradecían
radicalmente. La prensa se abalanzaba sobre cualquier posibilidad, citaba a
cualquier persona que tuviera una relación remota con el caso y quisiera hablar.
La siguiente víctima en aparecer después de que se encontrara el cadáver de
Terry Pue en Sigmon Road fue Patrick Baltazar, de doce años, en la autopista de
Buford en el condado de DeKalb. Como Terry Pue, había sido estrangulado. En
aquella época, alguien de la oficina de medicina forense anunció que los pelos y
las fibras hallados en el cuerpo de Patrick Baltazar coincidían con los
encontrados en cinco de las víctimas anteriores. Eran de las que yo había
relacionado como obra del mismo asesino. El anuncio de los hallazgos forenses
tuvo una amplia cobertura a gran escala.
Se me encendió una luz. «Va a empezar a tirar los cuerpos al río». Ahora
sabía que tenían pelo y fibras. Un cuerpo anterior, el de Patrick Roger, se había
encontrado en diciembre en el lado del condado de Cobb del río Chattahoochee,
víctima de un fuerte traumatismo craneal. Sin embargo, Patrick tenía quince
años, medía uno ochenta y pesaba sesenta y cinco kilos, había abandonado los
estudios y había tenido problemas con la ley. La policía no consideró que su caso
tuviera relación con los demás. No obstante, estuviera relacionado o no, me daba
la sensación de que ahora el asesino iría al río, donde el agua eliminaría
cualquier rastro de prueba.
Les dije que teníamos que empezar a vigilar los ríos, sobre todo el
Chattahoochee, el principal canal que se forma en el límite noroeste de la ciudad
con el vecino condado de Cobb. Sin embargo, como había varias jurisdicciones
implicadas, una por condado, además del FBI, nadie podía hacerse cargo del
caso por completo. Para cuando se aprobó y organizó una operación de
vigilancia conjunta compuesta por el FBI y el personal de homicidios, ya había
empezado el mes de abril. Mientras tanto, no me sorprendió que el siguiente
cuerpo que se encontró, el de Curtis Walker, de trece años, apareciera en el río
South. Los dos siguientes, Timmie Hill, de trece años, y Eddie Duncan, el mayor
con veintiún años, aparecieron con un día de diferencia en el Chattahoochee. A
diferencia de las víctimas anteriores, la mayoría de las cuales fueron halladas
completamente vestidas, esos tres cuerpos estaban en ropa interior, otra manera
de eliminar el pelo y las fibras.
Fueron pasando las semanas con los equipos de vigilancia en su sitio,
controlando puentes y posibles lugares donde abandonar los cuerpos a lo largo
del río. No ocurrió nada. Era evidente que las autoridades estaban perdiendo la
fe y parecía que no fueran a ninguna parte. Sin avances claros, se programó dar
por finalizada la operación el 22 de mayo, en el cambio de turno de las seis de la
mañana.
Hacia las dos y media de esa madrugada, un joven agente de la academia de
policía llamado Bob Campbell estaba haciendo su último turno de vigilancia en
la orilla del Chattahoochee, bajo el puente de la autopista Jackson. Vio que un
coche lo cruzaba y se detenía un momento en el medio.
—¡Acabo de oír un chapoteo en el río! —informó, en tensión, por el
trasmisor. Dirigió la linterna hacia el agua y vio las ondas del movimiento. El
coche dio media vuelta y regresó por el puente, donde un coche de vigilancia lo
siguió y luego lo hizo parar. Era una camioneta Chevi de 1970, y el conductor
era un chico bajo, de pelo rizado, de veintitrés años, negro muy claro, llamado
Wayne Bertram Williams. Se mostró cordial y colaborador. Dijo que era
promotor musical y vivía con sus padres. La policía lo interrogó y registró su
coche antes de dejarlo marchar, pero sin perderle la pista.
Dos días después, el cuerpo desnudo de Nathaniel Cater, de veintisiete años,
apareció río abajo, no muy lejos de donde se había hallado el cadáver de Jimmy
Ray Payne, de veintiún años, un mes antes. No había pruebas suficientes para
detener a Williams y conseguir una orden de registro, así que quedó bajo
vigilancia «de choque».
No tardó en advertir que la policía lo seguía y los condujo por persecuciones
alocadas por toda la ciudad. Incluso fue en coche a casa del comisionado de
seguridad Lee Brown y se puso a tocar la bocina. Tenía una sala de revelado en
casa, y antes de conseguir la orden se le vio quemando fotografías en el patio
trasero de su casa. También limpió el coche.
Wayne Williams encajaba en nuestro perfil en todos los aspectos clave,
incluido el ser propietario de un pastor alemán. Era un aficionado a la policía,
detenido años antes por hacerse pasar por agente de la ley. Después había
conducido un coche patrulla y utilizado placas de la policía para acceder a
escenarios del crimen y hacer fotografías. Luego muchos testigos recordaron
haberlo visto por Sigmon Road cuando la policía respondía a la pista telefónica y
buscaba el cadáver inexistente. Había estado haciendo fotografías allí, y se las
ofreció a la policía. También descubrimos que asistió al concierto benéfico en el
Omni.
Sin detenerlo, el FBI le pidió que acudiera a la comisaría, donde se mostró
colaborador y no pidió un abogado. Por los informes que recibí, pensé que el
interrogatorio no se había planificado ni organizado bien. Había sido demasiado
duro y directo. A mi juicio era accesible en ese momento. Tras la entrevista, me
dijeron que se quedó dando vueltas por la comisaría y se comportaba como si
quisiera seguir hablando de la policía y el FBI. Cuando ese día se fue, supe que
nunca le sacaríamos una confesión. Accedió a someterse al polígrafo, que resultó
no concluyente. Más tarde, cuando agentes de la policía y el FBI consiguieron
una orden y registraron la casa que compartía con sus padres, profesores
jubilados, encontraron libros sobre cómo engañar a un detector de mentiras.
La orden se consiguió el 3 de junio. Pese a que Williams había limpiado el
coche, la policía encontró pelos y fibras que lo relacionaban con unos doce
asesinatos, justo los que dije que eran obra del mismo asesino.
Las pruebas eran convincentes. Además de conseguir fibras que relacionaban
los cuerpos con la habitación, la casa y el coche de Williams, Larry Peterson, del
laboratorio criminal estatal de Georgia, las relacionó con fibras de la ropa que
llevaban algunas víctimas en ocasiones anteriores a su desaparición. En otras
palabras, había una conexión con Williams antes de algunos de los asesinatos.
El 21 de junio, Wayne B. Williams fue detenido por el asesinato de Nathaniel
Cater. La investigación de las otras muertes continuaba. Bob Ressler y yo
estábamos en el Hampton Inn, cerca de Newport News, Virginia, hablando antes
de una reunión de la asociación de correccionales del sur, cuando se anunció la
detención. Acababa de volver de Inglaterra y el caso del Destripador de
Yorkshire, y estaba hablando acerca de mi trabajo sobre asesinos en serie. En
marzo, la revista People había publicado un artículo sobre Ressler y yo en el que
se decía que estábamos siguiendo la pista del asesino de Atlanta. En el texto, en
el que la sede central nos dio instrucciones de colaborar, había explicado
elementos del perfil, sobre todo nuestra idea de que el sujeto desconocido era
negro. El artículo había llamado mucho la atención en todo el país. Cuando llegó
el turno de preguntas en aquel público de más de quinientas personas, alguien
me preguntó mi opinión sobre la detención de Williams.
Di cierta información sobre el caso, nuestra participación en él y cómo
habíamos deducido el perfil. Admití que encajaba en este y añadí con prudencia
que, si resultaba ser él, «tenía buena pinta para un buen porcentaje de los
asesinatos».
No sabía que la persona que preguntaba era periodista, aunque habría
contestado lo mismo de haberlo sabido. Al día siguiente me citaron en el
Newport News-Hampton Daily Press diciendo: «tiene buena pinta para un buen
porcentaje de los asesinatos», y eliminaron la importante frase anterior.
El artículo saltó a la televisión, y al día siguiente me estaban citando en todos
los programas informativos y los principales periódicos del país, incluido una
crónica en el Atlanta Constitution con el titular: «El FBI: Williams podría haber
matado a muchos».
Me llamaron de todas partes. Había cámaras de televisión en el vestíbulo del
hotel y en el pasillo donde estaba mi habitación. Ressler y yo tuvimos que bajar
por la escalera de incendios para escapar.
En la sede central estaban hasta el cuello. Parecía que un agente del FBI muy
implicado en el caso hubiera declarado culpable a Wayne Williams sin juicio.
Mientras regresaba en coche a Quantico intenté explicarle por teléfono al jefe de
la unidad, Larry Monroe, lo que realmente había pasado. Él y el subdirector, Jim
McKenzie, procuraron ayudarme e intercedieron por mí ante la Oficina de
Responsabilidad Profesional del FBI.
Recuerdo estar sentado en la planta superior de la biblioteca de Quantico,
donde solía redactar con calma mis perfiles. También tenía la ventaja de contar
con ventanas para mirar fuera, a diferencia de nuestros despachos subterráneos.
Monroe y McKenzie fueron a hablar conmigo. Ambos me defendían. Era el
único que trazaba perfiles a jornada completa, estaba completamente quemado
de ir de aquí para allá, Atlanta había supuesto un gran desgaste emocional, y el
agradecimiento que recibía era una amenaza de censura por esa declaración que
los medios sacaron de contexto.
El caso había supuesto un gran triunfo para el arte de la elaboración de
perfiles y el análisis de investigación criminal. Nuestra evaluación del sujeto
desconocido y lo que haría a continuación había sido exacta. Todo el mundo nos
observaba, desde la Casa Blanca hacia abajo. Había asomado mucho la cabeza,
así que, si metía la pata o me equivocaba, el programa estaba muerto.
Siempre nos habían dicho que era un trabajo muy arriesgado, pero con
mucho que ganar. Con lágrimas en los ojos, les confesé a Monroe y McKenzie
que lo veía «de alto riesgo sin una mierda a ganar». Les dije que no valía la pena
y lancé las carpetas del caso sobre la mesa. Jim McKenzie me dijo que
probablemente tenía razón, pero querían ayudarme.
Cuando fui a la sede central a presentarme ante la Oficina de
Responsabilidad Profesional, lo primero que tuve que hacer fue firmar una
renuncia a mis derechos. Defender la justicia en el mundo exterior y practicarla
dentro no es necesariamente lo mismo. Lo primero que hicieron fue sacar la
revista People. En la portada aparecía Jackie Onassis.
—¿No le advirtieron de entrevistas como esta?
No, contesté, la entrevista había sido aprobada. Y en la convención estaba
hablando de nuestra investigación sobre asesinos en serie en general cuando
alguien sacó a colación el caso de Wayne Williams. Tuve mucho cuidado con
cómo formulaba la respuesta. No pude evitar que se publicara de esa manera.
Me tuvieron cuatro horas dándole vueltas. Tuve que escribir una declaración
en la que repasaba la información de la prensa y lo que había ocurrido, punto por
punto. Cuando terminé, no me dijeron nada ni me explicaron qué iba a pasar
conmigo. Tenía la sensación de haberle dado tanto a la Agencia sin apoyo, haber
sacrificado tantas cosas, invertido tanto tiempo lejos de mi familia, y ahora me
enfrentaba a la perspectiva de ser censurado, a estar «en reserva» sin sueldo
durante un período de tiempo, o perder el empleo. Durante las semanas
siguientes, literalmente no quería levantarme de la cama por la mañana.
Entonces fue cuando mi padre, Jack, me escribió una carta. En ella me
hablaba de la época en que prescindieron de su trabajo en el Brooklyn Eagle. Él
también se deprimió. Había trabajado mucho, hacía un buen trabajo, pero
también tenía la sensación de no controlar su vida. Me explicó que había
aprendido a afrontar lo que esta te planteaba y a hacer acopio de sus recursos
interiores para luchar otro día. Durante mucho tiempo llevé esa carta encima, en
el maletín, mucho después de que terminara el incidente.
Cinco meses después, la Oficina de Responsabilidad Profesional decidió
censurarme, pues consideraba que me habían avisado después del artículo en
People de que no hablara con la prensa de investigaciones abiertas. La carta de
censura la firmaba el director Webster en persona.
Aunque estaba harto, no tenía mucho tiempo para ponerme nervioso a menos
que estuviera dispuesto a dejarlo del todo, y, me sintiera como me sintiera hacia
la organización en ese momento, el trabajo en sí era demasiado importante para
mí. Aún tenía casos pendientes en todo Estados Unidos, y se acercaba el juicio a
Wayne. Era el momento de luchar por otro día.
El juicio a Wayne Williams empezó en enero de 1982, tras seis días de
selección del jurado. El grupo que conformaron era principalmente negro, nueve
mujeres y tres hombres. Pese a que teníamos la sensación de que era el
responsable de como mínimo doce de los asesinatos de niños, Williams estaba
siendo juzgado solo por dos asesinatos, los de Nathaniel Cater y Jimmy Ray
Payne. Resulta irónico que ambos tuvieran veintipocos años.
Williams estaba representado por un equipo de defensa legal de perfil alto de
Jackson, Misisipi, Jim Kitches y Al Binder, y una mujer de Atlanta, Mary
Welcome. Algunos miembros clave de la acusación eran los asistentes del fiscal
del distrito del condado de Fulton, Gordon Miller y Jack Mallard. Debido a mi
trabajo en la fase de investigación del caso, la oficina del fiscal del distrito me
pidió que los asesorara a medida que avanzara el juicio. Durante la mayoría del
procedimiento estuve sentado justo detrás de la mesa de la fiscalía.
Si el juicio se celebrara hoy, podría testificar sobre el modus operandi,
aspectos de la firma y vínculos del caso, como he hecho en muchos otros. Y si
hubiera una condena, durante la fase de sanción podría ofrecer una opinión
profesional acerca de la peligrosidad del acusado en el futuro. Sin embargo, en
1982 los tribunales aún no reconocían lo que hacíamos, así que solo podíamos
asesorar sobre la estrategia.
Gran parte de la acusación se basaba en unas setecientas pruebas de pelos y
fibras, analizadas con meticulosidad por Larry Peterson y el agente especial Hal
Deadman, un experto del laboratorio del FBI en Washington. Aunque Williams
solo fue acusado de dos asesinatos, el procedimiento criminal de Georgia
permitió introducir los demás casos relacionados, algo que no se podría haber
hecho en Misisipi y para lo que la defensa no estaba preparada. El problema para
la fiscalía era que Williams tenía buenos modales, sabía controlarse, hablaba
bien y era amable. Con sus gafas gruesas, los rasgos suaves y las manos
delicadas, parecía más un muñeco dulce que un asesino en serie de niños. Había
empezado a dar ruedas de prensa diciendo que no era culpable y que su
detención era puramente racial. Justo antes de empezar el juicio, dijo en una
entrevista: «Comparo al FBI con los Keystone Kops y la policía de Atlanta con
la serie Car 54, Where Are You?».
Nadie en la fiscalía tenía la esperanza de que Williams subiera al estrado,
pero yo creía que tal vez lo hiciera. Por su comportamiento durante los crímenes
y ese tipo de declaraciones públicas, pensaba que era lo bastante arrogante y
confiado para pensar que podía manipular el juicio igual que manipulaba a la
sociedad, la prensa y la policía.
En una reunión a puerta cerrada entre las dos partes celebrada en el despacho
del juez Clarence Cooper, Al Binder dijo que iban a presentar a un eminente
psicólogo forense de Phoenix llamado Michael Brad Bayless para que testificara
que Williams no encajaba en el perfil y que era incapaz de cometer los
asesinatos. El doctor Bayless había llevado a cabo tres entrevistas separadas con
Williams.
—De acuerdo —contestó Gordon Miller—. Tú tráelo y nosotros traeremos
como testigo de refutación a un agente del FBI que predijo todo lo que ha
ocurrido hasta ahora en el caso.
—Mierda, queremos conocerle —dijo Binder. Miller le informó que había
estado sentado detrás de la mesa de la fiscalía durante la mayor parte del juicio.
Me reuní con ambas partes. Usamos la sala del jurado. Expliqué mis
antecedentes a la defensa y les dije que, si tenían algún problema con el hecho de
que fuera agente del FBI o que no fuera médico, podía llamar a un psiquiatra con
el que trabajábamos, como Park Dietz, para que estudiara el caso, y estaba
convencido de que testificaría lo mismo.
Binder y sus socios estaban fascinados con lo que iba a contarles. Fueron
cordiales y respetuosos; Binder incluso me dijo que su hijo quería ser agente del
FBI.
Al final, Bayless nunca testificó. Una semana después de que terminara el
juicio comentó a unos periodistas del Atlanta Journal y el Atlanta Constitution
que creía que Williams era emocionalmente capaz de matar, que tenía una
«personalidad inadaptada» y que, a su parecer, la motivación de los asesinatos
era «el poder y una necesidad obsesiva de control». Dijo que Williams «quería
que hiciera una de dos, o cambiar mi informe y no decir ciertas cosas, o no
testificar». Declaró que uno de los problemas clave de la defensa era la
insistencia de Williams en controlarlo todo.
Me pareció muy interesante, en gran parte porque encajaba muy bien con el
perfil que habíamos elaborado Roy Hazelwood y yo. Sin embargo, durante el
juicio se produjo otro incidente que me pareció igual de sugestivo.
Como la mayoría de participantes de fuera de la ciudad, estaba alojado en el
Marriott del centro, cerca del juzgado. Una noche, mientras estaba comiendo
solo en el comedor, se acercó a mi mesa un hombre negro de aspecto distinguido
de cuarenta y tantos años que se presentó como el doctor Brad Bayless. Le dije
que sabía quién era y por qué estaba allí. Me preguntó si podía sentarse.
Le dije que no me parecía buena idea que nos vieran juntos si iba a testificar
para la defensa al día siguiente. Pero Bayless me refirió que eso no le
preocupaba, se sentó y me preguntó si sabía algo de él y su formación y
experiencia, que resultaron ser muy amplias. Le di una de mis breves
conferencias sobre psicología criminal y comenté que si testificaba como quería
que lo hiciera la defensa, iba a ser una vergüenza para sí mismo y su profesión.
Cuando se fue de la mesa, me dio la mano y me dijo que le encantaría ir a
Quantico y asistir a uno de nuestros cursos. Le hice un gesto y le dije que ya
veríamos cómo se desenvolvía en el estrado la próxima sesión.
Al día siguiente en el juzgado, quién lo iba a decir, vi que el doctor Bayless
había vuelto a Arizona sin testificar. En el juzgado, Binder se quejó del «poder
de la acusación» y de que estaban asustando a sus testigos expertos. No era mi
intención, si fue eso lo que ocurrió, pero no iba a amedrentarme cuando se me
planteaba la ocasión. Lo que ocurrió en realidad, creo, fue que el doctor Bayless
era demasiado íntegro para no decir lo que pensaba o para dejarse usar por
alguna de las partes para su propio fin.
Durante la presentación de los cargos, Hal Deadman y Larry Peterson habían
realizado un trabajo magistral con las pruebas de pelos y fibras, pero era un tema
de una complejidad extrema y, por su propia naturaleza, no fue una presentación
muy teatral: todo era sobre cómo la fibra de una alfombra se retuerce en una
dirección y la de la otra alfombra en otra distinta. Al final hicieron coincidir las
fibras de las doce víctimas con la colcha violeta y verde de Williams,
relacionaron la mayoría con la alfombra del dormitorio de Williams, la mitad
con la alfombra del salón, y la misma cantidad con su Chevrolet de 1970, y en
todos los casos salvo uno pudieron relacionar el cabello del pastor alemán del
acusado, Sheba.
Cuando llegó el turno de la defensa, apareció un guaperas encantador de
Kansas parecido a Kennedy que sonreía mucho al jurado para rebatir el
testimonio de Deadman. Al finalizar la sesión, cuando el equipo de la fiscalía se
reunió para repasar lo ocurrido durante el día, todo el mundo se reía de ese tipo
atractivo de Kansas que no había sido nada convincente.
Se acercaron a mí.
—¿Tú qué crees, John?
Había estado observando al jurado. Dije:
—Os diré una cosa: estáis perdiendo el caso. —Se quedaron perplejos, era lo
último que querían oír—. Tal vez os parezca que no ha sido convincente —les
expliqué—, pero los miembros del jurado le creen. —Sabía de qué hablaba Hal
Deadman y aun así me costó seguirle. Los testigos de la defensa tal vez fueron
demasiado simplistas, pero eran mucho más fáciles de entender.
Tuvieron la elegancia de no enviarme al cuerno, pero, como buen
especialista en perfiles psicológicos, vi que no era bien recibido allí. Tenía
muchos casos atrasados esperando y estaba preparando el juicio por el asesinato
de Mary Frances Stoner. Todo este tiempo fuera de casa también empezaba a
pasar factura personal. Tenía problemas de pareja por mi falta de implicación en
la familia; no hacía deporte, aunque sabía que lo necesitaba; estaba estresado
todo el tiempo. Llamé a Larry Monroe a Quantico y le dije que volvía a casa. En
cuanto llegué al National Airport y me dirigí en coche a mi domicilio, recibí un
mensaje diciendo que la fiscalía tenía dudas. Empezaban a pensar que algunas de
las cosas que había dicho yo estaban pasando. Querían que volviera a Atlanta y
les ayudara a examinar a los testigos de la defensa.
Así que dos días después volví. Esta vez se mostraron mucho más abiertos,
pedían consejo. La gran sorpresa para todos fue que Wayne Williams había
decidido subir al estrado, tal como pronostiqué. Fue interrogado por su abogado,
Al Binder, que tiene una voz profunda y resonante. Por la manera de encorvarse
cuando formulaba las preguntas, parecía un tiburón, por eso lo llamaban
Mandíbulas.
No paraba de decirle lo mismo al jurado.
—¡Mírenle! ¿Les parece un asesino en serie? Mírenle. Levántate, Wayne —
dijo, y le indicó que enseñara las manos—. Miren qué manos tan suaves.
¿Ustedes creen que tendría fuerza para matar a alguien, para estrangular a
alguien con estas manos?
Binder subió a Williams al estrado a media jornada y lo mantuvo allí durante
todo el día siguiente. Williams hizo un trabajo excelente por su parte, como sabía
que haría. Estaba totalmente creíble como la víctima inocente de un sistema
vergonzoso, racialmente tendencioso, que necesitaba un sospechoso rápido y
había encontrado a uno.
La siguiente pregunta para la acusación fue: ¿cómo íbamos a
contrainterrogarlo? El asistente del fiscal del distrito Jack Mallard era el elegido.
Es el que estaba sobre el terreno. Tiene una voz tenue y grave, y un melifluo
acento del Sur.
Yo no tenía formación en actuaciones judiciales o interrogatorios a testigos,
pero sí un instinto de lo que costaría. En realidad, todo se basaba en la idea de
«ponerse en la piel del otro». Me pregunté qué me alteraría. Y la respuesta fue
que me preguntara alguien que supiera que soy culpable, por mucho que
intentara hacerle creer otra cosa.
Le dije a Mallard:
—¿Recuerdas el viejo programa de televisión This Is Your Life? Eso debéis
hacer con él. Tenéis que mantenerlo en el estrado lo máximo posible, que se
derrumbe. Porque es una personalidad rígida con un excesivo control, un
obsesivo compulsivo. Y para llegar a esa rigidez tenéis que presionarlo,
mantener la tensión repasando todos los aspectos de su vida, incluso cosas que
no tengan importancia, como en qué colegio estudió. Simplemente no parar.
Luego, cuando lo tengáis desgastado, tenéis que tocarle físicamente, como hizo
Al Binder. Lo que vale para la defensa, vale para la acusación. Acercaos, invadid
su espacio y cogedlo con la guardia baja. Antes de que la defensa tenga opción
de oponerse, preguntadle en voz baja: «¿Tuviste pánico cuando mataste a esos
niños, Wayne?».
Cuando llegó el momento, es justo lo que hizo Mallard. Durante las primeras
horas de contrainterrogatorio, no logró inquietar a Williams. Lo pilló en una
serie de incoherencias flagrantes, pero era el mismo Williams tranquilo que decía
«¿cómo iba a ser yo?». Mallard, canoso y vestido con traje gris, repasó
metódicamente toda su vida y, en el momento adecuado, se acercó, posó una
mano en el brazo de Williams y, con un acento suave y melódico del sur de
Georgia le preguntó:
—¿Cómo fue, Wayne? ¿Cómo fue cuando pusiste los dedos en el cuello de la
víctima? ¿Tuviste miedo? ¿Tuviste miedo?
Williams dijo con un hilo de voz:
—No.
Entonces se dio cuenta y tuvo un acceso de ira. Me señaló con el dedo y
espetó:
—¡Está intentando hacer todo lo posible para que encaje en su perfil del FBI,
y no voy a ayudarle en eso!
La defensa se puso hecha una furia. Williams se volvió loco y se puso a
despotricar de «los imbéciles del FBI» y a decir que los del equipo de la defensa
eran todos «idiotas». Ese fue el momento crucial del juicio. Los miembros del
jurado así lo confirmaron. Estaban boquiabiertos. Por primera vez veían el otro
lado de Wayne Williams. Vieron la metamorfosis con sus propios ojos.
Entendieron de qué tipo de violencia era capaz. Mallard me guiñó el ojo y luego
volvió a machacar a Williams en el estrado.
Tras estallar de esa manera en el juzgado, yo sabía que él sabía que su única
opción era recuperar parte de la simpatía que se había ganado a lo largo del
juicio. Le di un golpe en el hombro a Mallard y le dije:
—Ya verás, Jack. En una semana, Wayne se pondrá enfermo.
No sé por qué escogí ese período de una semana, pero exactamente una
semana después se interrumpió el juicio y Williams fue trasladado al hospital
con dolores de estómago. No le vieron nada y le dieron el alta.
En su declaración al jurado, la abogada de Williams, Mary Welcome, sujetó
un dedal y les preguntó:
—¿Van a permitir que una prueba que es como un dedal condene a este
hombre? —Sujetó un pedazo de alfombra de su despacho para que vieran lo
común que era. ¿Cómo se podía condenar a un hombre por tener una alfombra
verde?
Así que ese día otros agentes y yo acudimos a su bufete. Entramos, fuimos a
su despacho cuando ella no estaba y extrajimos algunas fibras de la alfombra.
Nos las llevamos y luego hicimos que los expertos las pusieran bajo el
microscopio, entregaran la prueba a la acusación y demostraran que las fibras de
su alfombra eran completamente distintas a las de la alfombra de casa de
Williams.
El 27 de febrero de 1982, tras once horas de deliberación, el jurado dio su
veredicto de culpabilidad de los dos asesinatos. Wayne B. Williams fue
condenado a dos cadenas perpetuas consecutivas, que está cumpliendo en el
correccional de Valdosta, en el sur de Georgia. Sigue defendiendo su inocencia,
y la controversia en torno al caso Williams nunca se ha disipado del todo. Si
algún día lograra un juicio nuevo, estoy convencido de que el resultado sería el
mismo.
Pese a lo que argumentan sus defensores, creo que las pruebas forenses y de
comportamiento apuntan de manera concluyente que Wayne Williams era el
asesino de once niños en Atlanta. Pese a lo que sus detractores y acusadores
sostienen, creo que no hay pruebas sólidas que lo vinculen con todos o con la
mayoría de las muertes y desapariciones de niños en la ciudad entre 1979 y
1981. Pese a lo que a algunos les gustaría creer, hay chicos negros y blancos que
siguen muriendo misteriosamente en Atlanta y en otras ciudades. Tenemos una
idea de quién cometió algunos de los demás asesinatos. No se trata de un solo
agresor y la verdad no es agradable. De momento no ha habido pruebas ni la
sociedad quiere presentar cargos.
Me llevé unas cuantas cartas y halagos por mi trabajo en el caso Wayne
Williams, incluidas una de la oficina del fiscal del distrito del condado de Fulton
en la que decía que había dado con una estrategia de contrainterrogatorio eficaz,
y una de John Glover, jefe de equipo en la sede de Atlanta del FBI, en la que
resumía toda la investigación. Uno de los elogios más conmovedores y
apreciados fue el de Al Binder, el principal abogado de la defensa, que me
escribió para decirme que estaba impresionado por mi trabajo en el caso.
Llegaron a la vez que la carta de censura. Jim McKenzie, muy inquieto por
este giro de los acontecimientos, me había propuesto para una prima de
incentivos, no solo por el caso Williams, sino por otros cinco en los que había
participado.
Ya estábamos en mayo. Ahora tenía una carta de recomendación del director
junto a una carta de censura, todo en el mismo caso. Decía que «gracias a su
talento, dedicación y profesionalidad, ha potenciado la buena reputación de la
Agencia en todo el país, y puede estar seguro de que sus valiosos servicios son
muy valorados». La halagadora carta iba acompañada de una «sustanciosa»
recompensa en efectivo de doscientos cincuenta dólares, así que salía a unos
cinco centavos la hora. Me apresuré a donar el dinero a un fondo en beneficio de
las familias de hombres y mujeres que habían muerto sirviendo a nuestro país.
Si nos enfrentáramos a un caso como los asesinatos de niños de Atlanta hoy
en día, me gustaría pensar que podríamos atrapar al asesino bastante antes de que
el reguero de muerte y sufrimiento fuera tan largo. Todos coordinaríamos
nuestros esfuerzos con mucha más eficacia. Nuestras técnicas proactivas son
más sofisticadas y se basan en una experiencia mucho más real del mundo.
Sabríamos cómo llevar a cabo el interrogatorio para lograr el máximo efecto.
Planificaríamos mejor la orden de registro y la conseguiríamos antes de que
pudieran destruirse pruebas esenciales.
Sin embargo, por muchos errores que se cometieran, el caso ATKID
constituyó un hito en nuestra unidad. Nos pusimos en el mapa, demostramos el
valor de lo que hacíamos, y durante el proceso nos ganamos la credibilidad
absoluta de las fuerzas de la ley de todo el mundo y ayudamos a meter entre
rejas a otro asesino.
Alto riesgo, pero alto beneficio.
12
Uno de los nuestros
Judson Ray es una de las leyendas vivas de Quantico. Estuvo a punto de no
serlo. En febrero de 1982, mientras trabajaba en ATKID como agente especial en
la sede de Atlanta del FBI, su esposa intentó matarlo.
Nos fijamos el uno en el otro, aunque no nos conocimos, a principios de
1978 durante el caso de «las Fuerzas del Mal». Un asesino en serie apodado «el
Estrangulador de la Media» había agredido a seis ancianas en Columbus,
Georgia, tras entrar en sus casas y estrangularlas con sus propias medias de
nailon. Todas las víctimas eran blancas, y las pruebas que encontró el médico
forense en algunos de los cuerpos indicaban que el estrangulador era negro.
Más adelante el jefe de la policía recibió una carta alarmante, escrita en papel
del ejército estadounidense, que decía ser de un grupo de siete personas que se
hacía llamar las Fuerzas del Mal. También mencionaban que creían que el
Estrangulador de la Media era negro y amenazaba con matar a una mujer negra a
modo de venganza si no lo detenían el 1 de junio, o «junio 1», como afirmaba el
o los remitentes. Afirmaban haber raptado a una mujer llamada Gail Jackson. Si
el «Estrangulador de la Media» no era detenido el «septiembre 1», «las víctimas
serán el doble». La carta sugería que el papel militar había sido robado y que el
grupo era originario de Chicago.
Aquello era la peor pesadilla de todo el mundo. Un brutal asesino al acecho
en Columbus ya era lo bastante horrible. Una reacción organizada de justicieros
asesinos podría dividir en dos a la comunidad.
Llegaron más cartas que subían la apuesta con otra demanda de un rescate de
diez mil dólares, mientras la policía seguía sumida en una búsqueda frenética
pero infructuosa de alguno de esos siete hombres blancos. Gail Jackson era una
prostituta conocida en los bares de alrededor de Fort Benning. Y estaba
desaparecida.
Jud Ray era comandante de turno en el departamento de policía de
Columbus. Como veterano del ejército en Vietnam y agente de policía negro que
se había abierto paso entre los rangos, era muy consciente de que la comunidad
no descansaría hasta que esas dobles amenazas del Estrangulador de la Media y
las Fuerzas del Mal fueran neutralizadas. Dado que la investigación no avanzaba
pese a los tiempos y esfuerzos invertidos, su instinto de policía le decía que
estaban buscando a la gente equivocada de la forma equivocada. Intentaba estar
al día de los avances en las fuerzas de la ley de todo el país, y había oído hablar
del programa de perfiles en Quantico. Propuso que el departamento se pusiera en
contacto con la Unidad de Ciencia del Comportamiento para ver cómo veíamos
el caso.
El 31 de marzo nos pidieron, a través de la agencia de investigación de
Georgia, que analizáramos el caso. Pese a lo que afirmaba la carta original, todos
estábamos bastante seguros de que la relación del ejército y Fort Benning no era
casual. Bob Ressler, que había sido policía militar antes de entrar en la Agencia,
tomó la iniciativa.
En tres días redactamos nuestro informe. No teníamos pruebas de que ese
grupo autodenominado Fuerzas del Mal estuviera formado por siete hombres
blancos. De hecho, no creíamos que estuviera formado por ningún hombre
blanco. Era un hombre negro solitario que intentaba distraer la atención de sí
mismo y del hecho de que ya había matado a Gail Jackson. Por el uso militar de
las fechas (como «junio 1») y su referencia a metros en vez de pies o yardas,
estaba claro que era militar. Las cartas eran las propias de un casi analfabeto, lo
que descartaba a un oficial del ejército porque tendría más estudios. Por
experiencia, Bob creía que probablemente era artillero o policía militar, de entre
veinticinco y treinta años. Ya habría matado a dos mujeres más, probablemente
también prostitutas, de ahí su referencia a «las víctimas se doblarán», y
pensábamos que había posibilidades de que también fuera el Estrangulador de la
Media.
Cuando hicieron circular nuestro perfil por Fort Benning y los bares y clubs
nocturnos, la víctima era conocida para los habituales, así que el ejército y la
policía de Columbus enseguida dieron con el nombre de William H. Hance, un
hombre negro de veintiséis años asignado a una unidad de artillería en el fuerte.
Confesó los asesinatos de Gail Jackson, Irene Thirkield y otra mujer, una
soldado del ejército llamada Karen Hickman, en Fort Benning, el otoño anterior.
Admitió que se había inventado las Fuerzas del Mal para distraer a la policía.
Un testimonio en uno de los escenarios del crimen identificó en una
fotografía al auténtico Estrangulador de la Media; era Carlton Gary, un hombre
negro de veintisiete años que nació y se crio en Columbus. Fue detenido tras una
serie de atracos a restaurantes, pero huyó y no lo volvieron a detener hasta mayo
de 1984. Tanto Hance como Gary fueron juzgados y condenados a muerte por
sus crímenes.
Cuando la comunidad volvió a la normalidad, Jud Ray se tomó un permiso
para dirigir un programa en la Universidad de Georgia para reclutar a minorías y
mujeres para hacer carrera en las fuerzas del orden. Una vez finalizado el
proyecto, tenía previsto volver al trabajo de policía. No obstante, por su bagaje
militar y en investigación, por no hablar del hecho de que era negro y en aquella
época la Agencia estaba desesperada por consolidarse como un organismo que
ofrecía igualdad de oportunidades, aceptó una oferta del FBI. Lo conocí por
causalidad cuando estaba en Quantico en una formación de nuevos agentes.
Luego lo destinaron a la sede de Atlanta, donde su experiencia y conocimiento
de la zona y su población se consideraba un activo valiosísimo.
Nos volvimos a ver a finales de 1981 cuando estaba en Atlanta para el caso
ATKID. Como todos en la sede, Jud estaba muy implicado en la investigación.
Todos los agentes formaban parte de un equipo que trabajaba en cinco casos de
ATKID, y Jud tenía un intenso horario de trabajo.
También estaba sometido a una enorme presión por otra vía. Su matrimonio,
que llevaba un tiempo tambaleándose, se estaba rompiendo. Su esposa bebía
mucho, lo maltrataba verbalmente y tenía una conducta errática. «Ya ni siquiera
conozco a esa mujer», decía. Finalmente, un domingo por la tarde, le dio un
ultimátum: o cambiaba y buscaba ayuda, o se iba a llevar a sus dos hijas, de
dieciocho meses y ocho años.
Para su sorpresa, Jud empezó a ver señales positivas. Se volvió más atenta
con él y las niñas. «Vi un cambio brusco de personalidad. Dejó de
emborracharse», recordaba. «Empezó a mimarme. Por primera vez en trece años
de matrimonio, se despertaba por la mañana para hacerme el desayuno. Se había
convertido en todo lo que quería que fuera».
Pero luego añadió: «Debería haber sabido que era demasiado bueno para ser
verdad. Y eso es algo que enseño a los policías a partir de entonces. Si tu esposa
hace de repente un cambio de conducta radical, negativo o positivo, sospecha
enseguida».
Lo que estaba ocurriendo era que la mujer de Jud ya había decidido matarlo
y estaba ganando tiempo para prepararlo. Si lo conseguía, evitaría el trauma y la
humillación de un divorcio feo, se quedaría con las dos niñas y cobraría el cuarto
de millón de dólares de la póliza del seguro de vida. Mucho mejor ser la afligida
y acaudalada viuda de un agente de la ley asesinado que una mujer divorciada
sola en el mundo.
Sin que Jud lo supiera, dos hombres habían estado observando sus
movimientos y hábitos durante varios días. Esperaban fuera de su edificio por la
mañana y le seguían por la I-20 hasta Atlanta todos los días. Buscaban la
oportunidad de pillarlo indefenso para poder dar el golpe de forma eficaz y
escapar sin testigos.
Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que tenían un problema. Jud llevaba
el tiempo suficiente siendo agente de la ley para saber que la primera regla que
aprende un policía era instintiva para él: tener la mano de la pistola libre.
Dondequiera que lo siguieran los dos supuestos tiradores, siempre tenía la mano
derecha lista para agarrar la pistola.
Volvieron a hablar con la señora Ray y le contaron su problema. Querían
cogerlo en el aparcamiento que había delante del edificio, pero Jud podría dar
por lo menos a uno de ellos antes de poder acabar con él. Tenía que hacer algo
con esa mano derecha.
Sin dejar que un detalle como aquel se interpusiera en su camino, cogió una
taza de café de viaje y le sugirió a Jud que se la llevara al trabajo todos los días.
«En trece años, nunca había hecho el desayuno, ni para mí ni para las niñas, y
ahora intentaba que me llevara esa maldita taza».
Él se resistió. Después de tantos años, no se acostumbraba a la idea de
conducir con la mano izquierda sobre el volante y la derecha ocupada con una
taza de café. Era antes de que los accesorios para sujetar tazas fueran habituales
en los coches. Si lo hubieran sido, la historia podría haber tenido un final
completamente distinto.
Los pistoleros volvieron a hablar con la señora Ray. «No podemos atraparlo
en el aparcamiento», le dijo uno de ellos. «Tenemos que hacerlo dentro».
El golpe se programó para principios de febrero. La señora Ray había salido
con las niñas y Jud estaba solo en casa. Los pistoleros entraron en el edificio,
recorrieron el pasillo y llegaron a la puerta del piso, donde llamaron al timbre. El
único problema fue que tenían anotado el piso equivocado. Cuando apareció en
la puerta un hombre blanco, los dos tipos le preguntaron dónde estaba el hombre
negro que vivía allí. Con toda la inocencia, les dijo que se habían equivocado de
piso y que el señor Ray vivía más allá.
Pero el vecino ya los había visto. Si lo hacían esa noche, sin duda iba a
recordar que dos hombres negros le preguntaron dónde vivía Jud Ray cuando la
policía le preguntara. Así que se marcharon.
Más tarde, la señora Ray volvió a casa pensando que el trabajo estaba hecho.
Miró alrededor, vacilante, y luego entró a gatas en el dormitorio mientras se
preparaba mentalmente para la llamada a urgencias y avisar de que a su marido
le había pasado algo horrible.
Entró en el dormitorio y vio a Jud tumbado en la cama. Ella siguió a gatas. Él
se dio la vuelta y dijo:
—¿Qué demonios estás haciendo?
Ella se llevó un susto de muerte y se fue corriendo al baño.
Sin embargo, durante los siguientes días su buen comportamiento continuó y
Jud creyó que realmente había cambiado. Por ingenuo que parezca visto desde
ahora, tras muchos años difíciles en una relación, el deseo de creer que las cosas
han mejorado de verdad es acuciante.
Pasaron dos semanas, hasta el 21 de febrero de 1981. Jud estaba trabajando
en el caso de Patrick Baltazar. Era un gran giro potencial en la investigación
ATKID porque el pelo y las fibras encontrados en el cuerpo del niño de doce
años coincidían con los encontrados en víctimas anteriores del asesino de niños.
Aquella noche, la esposa de Jud le preparó una cena italiana. Lo que él no
sabía era que había sazonado la salsa de los espaguetis con mucho fenobarbital.
Como tenía previsto, se llevó a las dos niñas a visitar a su tía.
Más tarde, cuando Jud estaba en su habitación, creyó oír algo en la entrada
del piso. La luz del pasillo cambió, se volvió tenue. Alguien había desenroscado
la bombilla del dormitorio de su hija mayor. Luego oyó voces amortiguadas en el
pasillo. Lo que había ocurrido es que el primer pistolero había perdido los
nervios, y los dos estaban comentando qué hacer. Jud no sabía cómo habían
entrado, pero en ese momento no importaba. Estaban ahí.
—¿Quién hay ahí? —gritó Jud.
De pronto, se oyó un disparo, pero no le alcanzó. Jud se echó al suelo, pero
una segunda bala le dio en el brazo izquierdo. Aún era de noche. Intentó
esconderse detrás de la enorme cama.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
Un tercer disparo impactó en la cama, cerca de Jud. En su cabeza estaba
pasando por un ejercicio de supervivencia intuitivo; intentaba averiguar qué tipo
de pistola era. Si es una Smith & Wesson, le quedaban tres disparos. Si era una
Colt, solo dos.
—¡Eh, tíos! —gritó—. ¿Qué pasa? ¿Por qué intentáis matarme? Coged lo
que queráis y largaos. No os he visto. No me matéis.
No hubo respuesta, pero Jud lo vio, una silueta contra el claro de luna.
Jud se dijo: «Vas a morir esta noche». «No tienes manera de salir de esta,
pero ya sabes cómo es. No quieres que los detectives entren aquí mañana y
digan: “Este pobre idiota nunca se resistió. Les dejó entrar y ejecutarlo”». Jud
decidió que cuando los detectives entraran en el escenario del crimen, iban a
saber que se había enfrentado a esos tipos, joder.
Lo primero que tenía que hacer era coger su pistola, que estaba en el suelo, al
otro lado de la cama. Pero una cama tamaño extragrande era mucho terreno que
cubrir cuando alguien intenta matarte. Luego oyó:
—¡No te muevas, hijo de puta!
A oscuras, volvió a incorporarse y empezó a avanzar hacia el borde de la
cama y su pistola.
Se acercó, en una lenta agonía, pero necesitaba más ventaja para que el
último movimiento fuera eficaz.
Cuando estaba agarrando el borde con los cuatro dedos, giró hacia el suelo,
pero acabó con la mano derecha bajo el pecho. Como había recibido un disparo
en el brazo izquierdo, no tenía fuerza suficiente en la mano izquierda para llegar
a la pistola.
Justo entonces, el pistolero saltó a la cama. Disparó a Jud a quemarropa.
Él sintió como si una mula le hubiera dado una coz. Algo en su interior se
desmoronó. En ese momento no conocía los detalles técnicos, pero la bala le
había atravesado la espalda, le había dado en el pulmón derecho, penetró el
tercer espacio entre las costillas y salió por la parte delantera del pecho hasta
meterse en la mano derecha, sobre la que seguía tumbado.
El asaltante saltó de la cama, se plantó ante él y le tomó el pulso.
—¡Ahí estás, hijo de puta! —dijo, y se marchó.
Jud entró en estado de choque. Estaba tumbado en el suelo, hiperventilando.
No sabía dónde estaba ni qué le estaba ocurriendo.
Entonces pensó que debía de estar en un combate en Vietnam. Olía el humo,
las explosiones. Pero no podía respirar. Pensó: «A lo mejor no estoy en Nam. A
lo mejor solo estoy soñando. Pero si es un sueño, ¿por qué me cuesta tanto
respirar?».
Intentó levantarse. Se tambaleó hasta el televisor y lo encendió. A lo mejor
así sabría si estaba soñando. Apareció Johnny Carson y el programa Tonight.
Estiró el brazo para tocar la pantalla, procurando ver si era real, y dejó un
reguero de sangre en el cristal.
Necesitaba beber agua. Se dirigió al baño, abrió el grifo e intentó beber con
las manos. Entonces vio la bala incrustada en la mano derecha y la sangre
cayendo del pecho. Ya sabía qué le había pasado. Volvió al dormitorio, se tumbó
a los pies de la cama y esperó la muerte.
No obstante, hacía demasiado tiempo que era policía. No podía dejarse ir así,
sin más. Cuando los detectives llegaran al día siguiente, tenían que ver que había
luchado. Se levantó otra vez. Se dirigió al teléfono y marcó el cero. Cuando se
puso la operadora, tomó aire, le dijo que era agente del FBI y que le habían
disparado. Ella le puso de inmediato con el departamento de policía del condado
de DeKalb.
Una agente joven se puso al teléfono. Jud le dijo que era del FBI y le habían
disparado, pero apenas le salían las palabras. Lo habían drogado, había perdido
mucha sangre y arrastraba las palabras.
—¿A qué se refiere con que es del FBI? —le inquirió ella. Jud la oyó gritarle
a su sargento que tenía a un borracho en la línea que decía que era del FBI, que
qué quería el sargento que hiciera. El sargento le dijo que podía colgar.
Entonces intervino la operadora, les repitió que era cierto y que tenían que
enviar un equipo de urgencias de inmediato. No les dejó en paz hasta que
accedieron.
—Esa operadora me salvó la vida —me dijo Jud más tarde.
Jud se desmayó cuando intervino la operadora, y no recuperó la conciencia
hasta que el equipo de urgencias le estaba poniendo la máscara de oxígeno en la
cara. «No lo preparéis para el electrochoque», oyó que decía el jefe del equipo.
«No lo conseguirá».
Sin embargo, se lo llevaron al hospital general de DeKalb, donde hay un
cirujano torácico. Tumbado en la camilla, en la sala de urgencias, mientras los
médicos intentaban frenéticos salvarle la vida, lo supo.
Con la lucidez propia de la cercanía a la muerte, pensó: «Esto no es una
venganza. He metido a mucha gente en la cárcel, pero no podían aproximarse
tanto. La única persona que podría acercarse tanto a mí es alguien en quien
confío sin reservas».
Cuando salió de la operación y lo llevaron a la unidad de cuidados
intensivos, el agente especial al mando en Atlanta, John Glover, estaba allí.
Glover llevaba meses soportando el peso del caso ATKID, y ahora eso. Como
los niños fallecidos y como Jud, Glover también es negro, uno de los negros de
mayor rango de la Agencia. Lo sentía mucho por Jud.
—Buscad a mi mujer —le susurró Jud—. Que os cuente lo que ha ocurrido.
Glover creyó que Jud aún estaba delirando, pero el médico le dijo que no:
estaba consciente y atento.
Jud pasó veintiún días en el hospital; su habitación estaba protegida con
guardias armados porque nadie sabía quiénes eran los asesinos o si iban a volver
para acabar con él. Entre tanto, su caso no avanzaba. Su esposa se mostraba
perpleja y consternada por lo sucedido, gracias a Dios no había muerto. Ojalá
hubiera estado en casa esa noche.
En la oficina, un equipo de agentes rastreaba las pistas. Hacía mucho tiempo
que Jud era policía. Podría tener muchos enemigos. Cuando quedó claro que se
iba a recuperar, la pregunta se formuló en un tono más ligero, como en la
popular serie de televisión Dallas: ¿Quién disparó a J. R.?
Jud tardó unos meses en recuperar la normalidad en su rutina. Por fin abordó
el montón de facturas que se habían acumulado desde la agresión. Soltó un
gemido al ver una factura telefónica de Southern Bell de más de trescientos
dólares. Cuando se puso a revisarla, empezó a encajar las piezas.
Al día siguiente llegó a la oficina y dijo que pensaba que la factura telefónica
era la clave. Como víctima, no debería trabajar en su propio caso, pero sus
colegas le escucharon.
En la factura figuraban una serie de llamadas a Columbus. La compañía
telefónica le dio el nombre y la dirección correspondientes al número. Jud no
conocía al tipo, así que él y varios agentes subieron al coche y recorrieron los
ciento sesenta kilómetros que los separaban de Columbus. Su destino era la casa
de un predicador que, según Jud, en realidad era algo más que un charlatán.
Los agentes del FBI le presionaron, pero él negó cualquier relación con el
intento de asesinato. Los agentes no lo iban a dejar escapar fácilmente. «Es uno
de los nuestros», le dijeron, «y vamos a coger a la persona o las personas que lo
hicieron».
Entonces empezó a dibujarse la historia. El predicador era conocido en
Columbus por ser alguien que podía «conseguir cosas». La señora Ray había
acudido a él para hacer el trabajo en octubre pero, según él, le dijo que no lo
haría.
Ella le contestó que ya encontraría a alguien que lo hiciera, le pidió usar el
teléfono y le dijo que luego le pagaría las llamadas de larga distancia. El
predicador les contó a los agentes que ella llamó a un antiguo vecino de Atlanta
que había estado en el ejército en Vietnam al mismo tiempo que Jud y que sabía
usar armas. Le dijo: «¡Tenemos que hacerlo!».
Para colmo, el predicador dijo: «La señora Ray no me pagó las llamadas».
Los agentes se subieron al coche y regresaron a Atlanta, donde interrogaron
al antiguo vecino. Bajo presión, admitió que la señora Ray le preguntó por un
asesinato por encargo, pero juró que no tenía ni idea de que intentaba matar a
Jud.
De todos modos, según él le dijo que no conocía a nadie que hiciera ese tipo
de cosas y le puso en contacto con su cuñado, que a lo mejor sí sabía de alguien.
El cuñado, a su vez, le presentó a otro tipo, que aceptó el trabajo y contrató a
otros dos hombres como tiradores.
La señora Ray, el cuñado del antiguo vecino, el hombre que aceptó el
encargo y los dos pistoleros fueron imputados. El antiguo vecino fue acusado por
ser coconspirador no procesado. Los cinco acusados son declarados culpables de
intento de asesinato, conspiración y robo. A cada uno le imponen una sentencia
de diez años, la máxima que puede adjudicarles el juez.
Veía a Jud de vez en cuando en relación con el caso ATKID. Al poco tiempo,
empezó a buscarme. Dado que no era uno de sus colegas de oficina, pero sabía
de qué iba el estrés del trabajo y entendía por lo que había pasado y seguía
pasando, supongo que tenía la sensación de que podía hablar conmigo. Además
de todos los sentimientos asociados a una situación así, me contó que le
resultaba muy dolorosa y violenta la exposición pública de su situación
doméstica.
Con todo lo que Jud había sufrido, la Agencia quería hacer lo mejor para él y
pensó que trasladarlo a otra sede local lejos de Atlanta le ayudaría a recuperarse.
Sin embargo, después de hablar con Jud y compartir sus sentimientos, no me
pareció lo más adecuado. Pensé que tenía que quedarse allí un tiempo.
Fui a hablar con John Glover, el agente especial al cargo en Atlanta.
—Si lo trasladáis, eliminaréis la red de apoyo que tiene aquí, en la oficina.
Necesita quedarse. Dale un año para que sus hijas se recompongan y él esté
cerca de la tía que ayudó a criarlo.
Sugerí que, si iba a alguna parte, debería ser la agencia residente de
Columbus, pues había sido policía allí y aún conocía a la mayor parte del cuerpo.
Lo mantuvieron en la zona de Atlanta-Columbus, donde empezó a recuperar
el orden en su vida. Luego se mudó a la sede local de Nueva York, donde su
principal función era la contrainteligencia extranjera. También se convirtió en
uno de los coordinadores de perfiles de la oficina, el enlace entre la policía local
y mi unidad en Quantico.
Cuando quedaban vacantes en la unidad, llamábamos a Jud, junto con
Roseanne Russo, también de Nueva York, y Jim Wright, de la sede de
Washington, que había trabajado durante más de un año en el caso y el juicio de
John Hinckley. Al final Roseanne dejó la unidad por la sede de Washington y la
contrainteligencia extranjera. Tanto Jud como Jim se convirtieron en miembros
distinguidos y reconocidos internacionalmente del equipo y buenos amigos.
Cuando pasé a ser el jefe de la unidad, Jim Wright tomó el relevo como jefe del
programa de perfiles.
Jud dijo sentirse impresionado cuando lo escogimos, pero había sido un
excelente coordinador en Nueva York y, gracias a su gran bagaje en las fuerzas
de la ley, funcionó bien desde el principio. Aprendía deprisa y era
extremadamente analítico. Como agente de policía había visto casos «desde las
trincheras» y aportaba esa perspectiva.
Cuando surgía en una clase, a Jud no le importaba mencionar el intento de
asesinato y sus repercusiones. Incluso tenía grabada en una cinta la llamada a
urgencias, que a veces ponía en clase, pero no soportaba estar presente en el
aula. Salía hasta que terminaba.
Le dije:
—Jud, esto es fantástico. —Expliqué que muchos elementos del escenario,
como las huellas o la sangre en el televisor, habrían sido engañosos o sin sentido.
Ahora empezábamos a entender que elementos en apariencia irracionales podían
tener una explicación racional—. Si trabajas este caso, sería una herramienta
didáctica extremadamente valiosa.
Lo hizo, y se convirtió en uno de los casos más interesantes e informativos
que enseñábamos. Y también fue una catarsis para él.
—Para mí fue como una revelación personal. Durante el proceso de
preparación de la clase, me adentré en un callejón por el que nunca me había
aventurado a ir. Cada vez que hablas de ello con personas de confianza, exploras
otro callejón. En este país, los asesinatos o intentos de asesinato por encargo de
esposas son más frecuentes de lo que nos gustaría creer.
Ver a Jud enseñar el caso ha sido una de las experiencias más conmovedoras
como profesor de la Academia. Y sé que no soy el único. Al final llegó un
momento en que se quedaba a escuchar la cinta con la llamada a urgencias.
Para cuando Jud pasó a formar parte de mi unidad, ya había investigado
bastante sobre conducta posterior a la agresión. Para mí no había duda de que,
por mucho que lo intente, gran parte de lo que el agresor hace después del
crimen escapa a su control consciente. Como consecuencia de su propio caso,
Jud se interesó mucho por el comportamiento previo a la agresión. Hacía tiempo
que entendíamos la importancia de los factores estresantes desencadenantes
como acontecimientos claros que conducían a la comisión de un crimen, pero
Jud expandió de forma considerable los horizontes de la unidad y demostró lo
importante que es centrarse en la conducta y las acciones interpersonales antes
de que se produzca un crimen. Un cambio radical, o incluso sutil pero
significativo, en el comportamiento de una pareja puede significar que él o ella
ya ha empezado a planificar un cambio de la situación. Si el marido o la esposa
se vuelve tranquilo o mucho más amable y receptivo que antes de forma
inesperada, puede significar que ya considera que el cambio es inevitable o
inminente.
Los asesinatos por encargo del cónyuge son difíciles de investigar. El
superviviente ha trabajado bien la base emocional. La única manera de resolver
esos casos es conseguir que alguien hable, y hay que entender la dinámica de la
situación y lo que realmente ocurrió para tener autoridad en eso. Igual que la
manipulación del escenario de un crimen puede llevar a la policía en la dirección
equivocada, la conducta previa a la agresión por parte del cónyuge es una
manera de fingir.
Ante todo, el caso de Jud es una lección objetiva para nosotros sobre cómo
se puede malinterpretar el comportamiento en un escenario del crimen. Si Jud
hubiera muerto, habrían extraído algunas conclusiones equivocadas.
Una de las primeras cosas que se le enseñan a un policía novato es a no
contaminar el escenario del crimen. Sin embargo, con sus acciones apenas
conscientes, como policía veterano y agente especial, Jud contaminó sin querer
su propio escenario del crimen. Habríamos interpretado todas las huellas y las
pruebas de sus movimientos como un robo que había salido mal, que los intrusos
lo habrían llevado por la habitación y le habrían obligado a decirles dónde tenía
escondidos determinados objetos. La sangre en el televisor habría sugerido que
Jud estaba en la cama viendo la televisión cuando le sorprendieron y le
dispararon de inmediato.
La reflexión más importante, como me dijo Jud, era que «si hubiera muerto,
estoy absolutamente convencido de que ella habría salido airosa. Estaba bien
planeado y sus acciones habían preparado a todo el vecindario. Sería
completamente creíble como la esposa afligida».
Como he dicho, Jud y yo nos hicimos buenos amigos, probablemente es lo
más parecido a un hermano que he tenido nunca. Siempre le decía en broma que
debería ponerme la cinta justo en el momento de las evaluaciones individuales
de rendimiento del equipo, para ganarse toda mi simpatía. Por suerte, nunca fue
necesario. El expediente de Jud habla por sí solo. Ahora es el jefe de la Unidad
de Formación Internacional, donde sus habilidades y experiencia beneficiarán a
una nueva generación de agentes y hombres y mujeres policía. No obstante, vaya
donde vaya, siempre será uno de los nuestros y uno de los mejores, uno de los
pocos agentes de la ley que ha sobrevivido a un intento de asesinato gracias a su
carácter y férrea fuerza de voluntad, para luego llevar él mismo a los culpables
ante la justicia.
13
El juego más peligroso
En 1924, el autor Richard Connell escribió un relato titulado El juego más
peligroso. Trata de un cazador de caza mayor llamado general Zaroff, que,
cansado de perseguir animales, empieza a cazar a una presa más difícil e
inteligente: seres humanos. Sigue siendo una historia popular. Mi hija Lauren lo
leyó hace poco en el colegio.
Por lo que sabemos, hasta 1980 el relato de Connell seguía perteneciendo al
reino de la ficción. Sin embargo, eso cambió gracias a un panadero de suaves
modales de Anchorage, Alaska, llamado Robert Hansen.
No trazamos un perfil de Hansen ni elaboramos una estrategia para
identificarlo ni detenerlo según nuestro procedimiento habitual. En septiembre
de 1983, cuando acudieron a mi unidad, la policía estatal en Alaska ya había
identificado a Hansen como sospechoso de asesinato. Sin embargo, no estaban
seguros del alcance de sus crímenes, o de si un individuo tan poco improbable,
respetable padre de familia y pilar de la comunidad, era capaz de cometer las
atrocidades de las que se le acusaba.
Lo que había ocurrido era lo siguiente:
El 13 de junio anterior, una mujer joven acudió corriendo a un agente de
policía de Anchorage. Le colgaban unas esposas de una muñeca y contó una
historia extraordinaria. Era una prostituta de diecisiete años a la que se le había
acercado en la calle un hombre bajo con la cara picada y pelirrojo que le había
ofrecido doscientos dólares por sexo oral en su coche. Dijo que, mientras lo
hacía, le puso una esposa en la muñeca, sacó una pistola y se la llevó a su casa
en Muldoon, una zona de moda de la ciudad. No había nadie más en la casa. El
hombre le dijo que, si colaboraba y hacía lo que le pedía, no le haría daño.
Luego la obligó a desnudarse, la violó y le causó un fuerte dolor mordiéndole los
pezones y metiéndole un martillo en la vagina. Mientras aún la tenía esposada a
un poste en el sótano, inmovilizada, él durmió varias horas. Cuando despertó, le
dijo que le gustaba tanto que iba a llevarla en su avión privado a su cabaña en el
bosque, donde volverían a mantener relaciones y seguidamente la llevaría de
regreso a Anchorage, donde la liberaría.
Ella sabía que había escasas opciones de que acabara así. La había violado y
agredido, y no había hecho nada para ocultar su identidad. Si la llevaba a esa
cabaña, estaría en apuros de verdad. En el aeropuerto, mientras el secuestrador
cargaba las provisiones en el avión, ella consiguió escapar. Corrió como alma
que lleva el diablo en busca de ayuda, y se encontró al policía.
Por la descripción que dio, el secuestrador parecía ser Robert Hansen. En la
mitad de la cuarentena, se había criado en Iowa y llevaba diecisiete años en la
zona de Anchorage, donde tenía una panadería que funcionaba muy bien y era
considerado un miembro destacado de la comunidad. Estaba casado y tenía una
hija y un hijo. La policía la llevó a casa de Hansen en Muldoon, y ella dijo que
ahí había sido torturada. La llevaron al aeropuerto e identificó el Piper Super
Cub propiedad de Robert Hansen.
Luego la policía fue a casa de Hansen y le expuso las acusaciones de la
chica. Él contestó indignado que no la conocía de nada, y aseguró que era
evidente que intentaba sacarle dinero por su posición. La mera idea era ridícula:
«No se puede violar a una prostituta, ¿no?», le dijo a la policía.
Tenía coartada para la noche en cuestión. Su esposa y sus dos hijos estaban
pasando el verano en Europa, y él estaba en casa cenando con dos socios. Dio
sus nombres y ellos corroboraron la historia. La policía no tenía pruebas contra
él, solo la palabra de la chica, así que no pudieron detenerlo ni acusarlo.
Pese a la falta de pruebas, tanto la policía de Anchorage como la policía
estatal de Alaska olieron el humo, sabían que en alguna parte había un incendio.
En 1980, unos obreros de la construcción habían excavado en Eklutna Road y
encontraron los restos parciales de una mujer. Los osos se habían comido
parcialmente el cuerpo, que tenía signos de haber sido apuñalado hasta la muerte
y enterrado en una zanja poco profunda. Conocida solo como «Annie de
Eklutna», nunca se la llegó a identificar ni se atrapó al asesino.
Más tarde ese mismo año se descubrió el cadáver de Joanne Messina en un
cascajal cerca de Seward. Luego, en septiembre de 1982, unos cazadores
encontraron cerca del río Knik el cuerpo de Sherry Morrow, de veintitrés años,
en una fosa poco profunda. Era una bailarina de toples que llevaba desaparecida
desde el mes de noviembre anterior. Había recibido tres disparos. Los casquillos
encontrados en el escenario del crimen identificaron las balas de un Ruger
Mini-14 del calibre 223, un rifle de caza de gran potencia. Por desgracia, era un
arma muy común en Alaska, así que habría sido difícil seguirle la pista y
entrevistar a todos los cazadores que tenían una. No obstante, una peculiaridad
del caso era que no había agujeros de bala en la ropa de la víctima, de modo que
tenía que estar desnuda cuando le dispararon.
Casi un año exacto después, se descubrió otro cadáver en una zanja poco
profunda junto a la orilla del Knik. En esta ocasión se trataba de Paula Golding,
una secretaria sin trabajo que había aceptado a la desesperada un empleo en un
bar de toples para llegar a fin de mes. También le habían disparado con un Ruger
Mini-14. Había desaparecido en abril, y desde entonces la prostituta de diecisiete
años había sido raptada y había logrado huir. Ahora, con Golding sumándose a la
lista de crímenes sin resolver, la Agencia de Investigación Criminal de la policía
estatal de Alaska decidió seguir al señor Hansen.
Pese a que la policía tenía a un sospechoso antes de que yo supiera nada de
él, quería estar seguro de que mi opinión no se vería eclipsada por la labor de
investigación ya realizada. Antes de que me dieran los detalles sobre su
sospechoso durante nuestra primera reunión por teléfono, les dije: «Primero
habladme de los crímenes y luego yo os hablaré del autor».
Me explicaron los asesinatos sin resolver y los detalles de la historia de la
chica. Yo describí un escenario y a un individuo que, según ellos, se parecía
mucho a su sospechoso, hasta en el tartamudeo. Luego me hablaron de Hansen,
su trabajo y su familia, su posición en la comunidad y su reputación de excelente
cazador. ¿Sonaba al tipo de persona capaz de cometer esos crímenes?
Claro, les dije. El problema era que disponían de mucha información de
segunda mano, pero ninguna prueba física para acusarlo. La única manera de
sacarlo de la circulación, algo que estaban ansiosos por hacer, era conseguir una
confesión. Me pidieron que fuera a ayudarles a llevar adelante el caso.
En cierto modo, era lo contrario de lo que solemos hacer, pues estábamos
trabajando a partir de un sujeto conocido e intentando determinar si su pasado,
personalidad y comportamiento encajaban con una serie de crímenes.
Me llevé a Jim Horn, que acababa de unirse a mi unidad desde la agencia
residente de Boulder, Colorado. Habíamos hecho juntos la formación para
nuevos agentes, y cuando finalmente obtuve la autorización para que cuatro
efectivos trabajaran conmigo, le pedí a Jim que volviera a Quantico. Junto con
Jim Reese, Jim Horn es ahora uno de los dos mejores expertos en gestión del
estrés de la Agencia, una función esencial en nuestro trabajo. Sin embargo, en
1983 era uno de sus primeros casos en el ámbito del comportamiento.
Llegar hasta Anchorage fue uno de los viajes de trabajo más emocionantes y
menos agradables que había hecho nunca. Acabó con un vuelo sobre el agua que
me hizo agarrarme al asiento con los ojos inyectados en sangre. Cuando
llegamos, la policía nos recogió y nos llevó al hotel. De camino, pasamos por
algunos de los bares donde habían trabajado las víctimas. La mayoría del tiempo
hacía demasiado frío para que las prostitutas trabajaran en la calle, así que hacían
sus contactos en los bares, que estaban abiertos prácticamente las veinticuatro
horas. Cerraban durante una hora para limpiar y echar a los borrachos. En
aquella época, en gran medida por la enorme población temporal que llegó para
construir el oleoducto, Alaska tenía una de las tasas de suicidio más altas del
país, así como de alcoholismo y enfermedades venéreas. Se había convertido en
la versión moderna de la frontera del Salvaje Oeste.
El ambiente en general me pareció muy extraño. Parecía haber un conflicto
constante entre la población nativa y los de «los cuarenta y ocho de abajo» —en
referencia a los cuarenta y ocho estados que, geográficamente, se encuentran
debajo de Alaska—. Había un montón de machos con sus enormes tatuajes
paseándose como si acabaran de salir de un anuncio de Marlboro. Con las
grandes distancias que la gente tenía que recorrer, era como si casi todo el
mundo tuviera un avión, así que Hansen no era una excepción en eso.
Lo significativo del caso para nosotros era que por primera vez un perfil
psicológico se usaba para fundamentar una orden de búsqueda. Empezamos a
analizar todo lo que sabíamos sobre los crímenes y sobre Robert Hansen. En
cuanto a la tipología de las víctimas, las conocidas eran prostitutas o bailarinas
de toples. Formaban parte de un gran conjunto de posibles víctimas que viajaban
por toda la costa oeste. Debido a su transitoriedad, y dado que las prostitutas no
suelen comunicar su paradero a la policía, era difícil saber si le había pasado
algo a alguna hasta que aparecía un cadáver. Era justo el mismo problema al que
se enfrentaron la policía y el FBI en el caso del asesino de Green River en el
estado de Washington. De modo que la selección de víctimas era muy
significativa. El asesino solo atacaba a mujeres a las que nadie echaría de menos.
No conocíamos todo el pasado de Hansen, pero lo que sabíamos encajaba en
el patrón. Era bajo y delgado, con la cara muy picada, y hablaba con un fuerte
tartamudeo. Yo conjeturé que de adolescente tuvo graves problemas en la piel y,
entre eso y los defectos del habla, probablemente sufría burlas de sus iguales o lo
rehuían, sobre todo las chicas. Así que su autoestima sería baja. Tal vez por eso
se mudó a Alaska, por la idea de un nuevo comienzo en una nueva frontera.
Desde el punto de vista psicológico, agredir a prostitutas era una manera
bastante estándar de devolvérsela a las mujeres en general.
También di mucha importancia al hecho de que Hansen fuera conocido como
buen cazador. Se había labrado una reputación en la zona al abatir a un carnero
de Dall salvaje con una ballesta mientras cazaba en las montañas Kuskikwim.
No insinúo que la mayoría de cazadores sean inadaptados, pero mi experiencia
me dice que, si tienes a un inadaptado, una de las maneras en las que intentará
compensarlo será con la caza o jugando con armas o cuchillos. El tartamudeo me
recordaba el caso de David Carpenter, el Asesino del Sendero de San Francisco.
Como en el de Carpenter, estaba convencido de que el defecto del habla de
Hansen desaparecía cuando se sentía dominante y que controlaba la situación.
Con todo ello, aunque fuera un escenario donde no había visto nada,
empezaba a hacerme una idea de lo que estaba ocurriendo. Las prostitutas y
«bailarinas exóticas» habían sido halladas muertas por heridas de bala que
parecían de un rifle de caza en zonas boscosas aisladas. Por lo menos en un caso,
los disparos se habían dirigido a un cuerpo desnudo. La chica de diecisiete años
que afirmaba haber huido decía que Robert Hansen la quería llevar a su cabaña
en el bosque. Hansen había enviado a su mujer y sus hijos a pasar el verano en
Europa y estaba solo en casa.
Yo creía que, como el general Zaroff en El juego más peligroso, Robert
Hansen se había cansado de cazar alces, osos y carneros de Dall y se fijó en una
presa más interesante. Zaroff explicaba que utilizaba a marineros raptados que
habían naufragado en las rocas no marcadas expresamente en el canal que
conducía a su isla. «Cazo la escoria de la tierra, marineros de cargueros, un pura
sangre o un sabueso valen más que ellos».
Hansen, especulaba yo, tenía una opinión muy parecida de las prostitutas.
Eran personas que consideraba inferiores y menos valiosas que él. No necesitaba
tener don de gentes para que se fueran con él. La escogía y la hacía prisionera, la
llevaba al bosque, la desnudaba, la soltaba y luego la cazaba con una pistola o un
cuchillo.
Seguramente el modus operandi no había empezado así. Habría comenzado
matando a las primeras, para luego usar el avión para llevarse los cuerpos lejos.
Eran crímenes de rabia. Se le ocurrió obligar a sus víctimas a suplicar por su
vida. Como cazador, en algún momento se le ocurrió que podía combinar las
diversas actividades llevándoselas vivas al bosque para luego cazarlas por
deporte y posterior satisfacción sexual. Eso sería el control por excelencia. Se
volvió adictivo, y quería hacerlo una y otra vez.
Eso me llevó a los detalles de la orden de búsqueda. Lo que quería era que
Jim y yo hiciéramos una declaración jurada para presentarla ante un tribunal
explicando lo que eran los perfiles psicológicos, qué esperaríamos encontrar en
la búsqueda y nuestro argumentario que lo fundamentaba.
A diferencia de un delincuente común o alguien con un arma sustituible, el
rifle de caza de Hansen era importante para él. Por tanto, pronostiqué que este se
hallaría en su casa, pero no a la vista. Estaría en una cámara, detrás de un panel o
una falsa pared, escondido en la buhardilla, un sitio así.
También pronostiqué que nuestro hombre sería un «salvador», aunque no del
todo por los motivos habituales. Muchos asesinos con motivación sexual se
llevan recuerdos de sus víctimas y se los dan a las mujeres de sus vidas como
señal de dominancia y una manera de revivir la experiencia. Sin embargo,
Hansen no podía colgar la cabeza de una mujer en la pared como haría con una
gran presa de caza, así que pensé que tal vez se llevara otro tipo de trofeo. Dado
que no había pruebas de mutilación humanas en los cuerpos, esperaba que se
hubiera llevado joyas, que entregaría a su esposa o su hija tras inventarse una
historia sobre la procedencia de la pieza. No parecía que se hubiera llevado ropa
interior de las chicas o algún otro objeto, que supiéramos, pero podría haberse
llevado fotografías pequeñas o algo de la cartera. Por mi experiencia en este tipo
de personalidades, pensé que podríamos encontrar un diario o una lista que
documentara sus hazañas.
El siguiente punto era desmontar la coartada. Para sus socios no suponía gran
cosa decir que estaban con él la noche en cuestión si no se jugaban nada. No
obstante, si éramos capaces de crear grandes riesgos, las cosas cambiarían. La
policía de Anchorage hizo que el fiscal del distrito autorizara un gran jurado para
investigar el rapto y la agresión a la joven prostituta que había identificado a
Hansen. La policía pidió a los dos socios que volvieran a dar sus versiones, pero
esta vez se les informó de que si se descubría que estaban mintiendo al gran
jurado pasarían apuros.
Como habíamos anticipado, con eso bastó para romper el hielo. Los dos
hombres admitieron que no habían estado con Hansen esa noche, y que él les
había pedido ayuda para salir de lo que llamó una «situación incómoda».
Hansen fue detenido, acusado de secuestro y violación. La orden de registro
de su casa se ejecutó de inmediato. La policía encontró el rifle Ruger Mini-14.
Las pruebas de balística confirmaron que coincidía con los casquillos
encontrados cerca de los cadáveres. Como habíamos imaginado, Hansen tenía
una sala de trofeos bien equipada donde veía la televisión, llena de cabezas de
animales, colmillos de morsa, cuernos y astas, aves disecadas y pieles en el
suelo. Bajo los tablones del suelo de la buhardilla encontraron más armas y
varias piezas de joyería barata que pertenecían a las víctimas. Una era un reloj
Timex. Había dado otros objetos a su esposa y su hija. También hallaron un
permiso de conducir y algunos carnés de identidad de algunas de las fallecidas.
No hallaron un diario, pero sí el equivalente: un mapa de aviación marcado con
los lugares donde había abandonado los diferentes cuerpos.
Todas esas pruebas, por supuesto, bastaron para tener caso y acabar con él,
pero sin la orden de registro no lo habríamos conseguido. La única manera de
conseguir una orden en este caso era demostrarle a un juez que había suficientes
pruebas de comportamiento para justificar un registro. Desde entonces hemos
ayudado en multitud de ocasiones con declaraciones juradas para órdenes de
registro; tal vez la más notable sea la del caso de Steven Pennell en Delaware,
«el Asesino de la I-40», ejecutado en 1992 por torturar y matar a mujeres que
recogía en una camioneta especialmente acondicionada.
Cuando en febrero de 1984 la policía de Anchorage y la policía estatal de
Alaska interrogaron a Robert Hansen, yo estaba en casa recuperándome de mi
ataque en Seattle. Roy Hazelwood, que me estaba cubriendo heroicamente al
tiempo que seguía con su trabajo, enseñó a la policía técnicas de interrogatorio.
Hansen lo negó todo, igual que la primera vez que la policía le anunció la
acusación de rapto. Arguyó su feliz vida familiar y su éxito en el negocio. Al
principio dijo que el motivo por el que se habían encontrado casquillos de su
rifle en distintos sitios era que había estado allí practicando el tiro. La presencia
de cadáveres en todos esos lugares era pura coincidencia. Al final, cuando se
enfrentó a la montaña de pruebas y la perspectiva de un fiscal enfadado
buscando la pena de muerte si no quedaba limpio, admitió los asesinatos.
Al intentar racionalizarlo y justificarse, dijo que solo quería sexo oral de las
prostitutas que escogía, algo que según él no debía pedir a su esposa, decente y
respetable. Si la prostituta lo dejaba satisfecho, ahí se acababa todo. Las que no
cumplieran, las que intentaran controlar la situación, a esas las castigaba.
Así, el comportamiento de Hansen reflejaba lo que habíamos aprendido en
nuestra entrevista en la cárcel con Monte Rissell. Tanto Hansen como Rissell
eran unos inadaptados con un pasado oscuro. Las mujeres que fueron objeto de
la peor ira de Rissell eran las que intentaban fingir amabilidad o disfrute para
aplacarlo. Lo que no veían era que, para ese tipo de individuo, el poder y la
dominación de la situación lo es todo.
Hansen también afirmó que entre treinta y cuarenta prostitutas habían subido
por voluntad propia a su avión y él las había devuelto vivas. Me costaba creerlo.
La clase de prostitutas que escogía Hansen están en el negocio para ganar dinero
rápido y pasar al siguiente cliente. Si llevaban algún tiempo en el negocio, por lo
general era gente con vista. No se iban a ir en avión al bosque con un cualquiera
al que acababan de conocer. Si se habían equivocado con él era al dejarse
convencer para ir a su casa. Una vez dentro, era demasiado tarde.
Como su contraparte en la ficción, el general Zaroff, Hansen decía que solo
cazaba y mataba a un tipo de personas. Jamás haría daño a una mujer «decente»,
pero le parecía que las prostitutas o las bailarinas en toples o desnudas eran una
presa justa. «No digo que odie a todas las mujeres, no es eso… pero supongo
que considero a las prostitutas mujeres inferiores a mí… es como si fuera un
juego, ellas tenían que lanzar la bola antes de que yo pudiera batear».
Una vez iniciada la caza, los asesinatos se convirtieron en un anticlímax. «La
emoción estaba en la persecución», dijo Hansen durante el interrogatorio.
Confirmó nuestras sospechas sobre su pasado. Se crio en Pocahontas, Iowa,
donde su padre era panadero. Robert cometía hurtos de niño y, mucho después
de llegar a la edad adulta y de poderse permitir lo que quisiera, seguía robando
por la emoción. Dijo que sus problemas con las chicas empezaron en el instituto.
Estaba resentido porque su tartamudeo y el acné ahuyentaban a la gente. «Como
parecía y hablaba como un tío raro, siempre que miraba a una chica ella se daba
la vuelta». Pasó un período sin incidentes en el ejército y se casó a los veintidós
años. Luego se sucedieron una serie de condenas por provocar incendios y robar,
la separación y divorcio de su mujer, y se volvió a casar. Se mudó a Alaska
cuando su segunda esposa se licenció. Ahí podría volver a empezar. Pero sus
problemas con la ley se prolongaron durante varios años, incluidas reiteradas
acusaciones de agresiones a mujeres que rechazaban sus cumplidos. Es
interesante que, como tantos otros, en aquella época conducía un Volkswagen
escarabajo.
El 27 de febrero de 1984 Hansen se declaró culpable de cuatro cargos de
asesinato, uno de violación, uno de secuestro y varias acusaciones de robo y
otras relacionadas con armas. Fue condenado a 499 años de cárcel.
Una de las preguntas que debíamos responder en el caso Hansen antes de que
la policía supiera cómo proceder era si todas las muertes conocidas de prostitutas
y bailarinas de toples en Anchorage las había cometido el mismo individuo.
Suele ser un tema primordial en el análisis de investigación criminal. Más o
menos en la misma época en que se descubrió el cadáver de la primera víctima
de Robert Hansen en Alaska, me llamó el departamento de policía de Búfalo,
Nueva York, para evaluar una serie de asesinatos despiadados, en apariencia
crímenes de odio racial.
El 22 de septiembre de 1980, un chico de catorce años llamado Glenn Dunn
fue asesinado a tiros en el aparcamiento de un supermercado. Los testigos
describieron al autor como un joven blanco. Al día siguiente, Harold Green, de
treinta y dos años, recibió un disparo en un restaurante de comida rápida en
Cheektowaga. Esa misma noche, Emmanuel Thomas, de treinta años, fue
asesinado delante de su casa, en el mismo barrio que el asesinato del día anterior.
Y al día siguiente otro hombre, Joseph McCoy, fue asesinado en las cataratas del
Niágara.
Solo dos factores vinculaban esos asesinatos sin sentido: todas las víctimas
eran hombres negros, y todos habían sido asesinados con balas del calibre 22, lo
que empujó a la prensa a inventar un apodo al instante: «el Asesino del calibre
22».
La tensión racial era elevada en Búfalo. Gran parte de la comunidad negra se
sentía impotente y acusaba a la policía de no hacer nada para protegerlos. En
cierto sentido parecía un espejo del horror que se producía en Atlanta. Como
ocurre a menudo en esa situación, las cosas no mejoraron de inmediato.
Empeoraron.
El 8 de octubre, un taxista negro de setenta y un años llamado Parler
Edwards fue encontrado en el maletero de su coche en Amherst, decapitado. El
día después, otro taxista negro, Ersnest Jones, de cuarenta años, fue hallado en la
orilla del río Niágara con el corazón extraído del pecho. El taxi, cubierto de
sangre, se encontró a unos kilómetros de allí, dentro de los límites de la ciudad
de Búfalo. Al día siguiente, un viernes, un hombre blanco que encajaba
aproximadamente con la descripción del Asesino del calibre 22 entró en la
habitación de hospital de Collin Cole, de treinta y siete años, anunció «odio a los
negros» y procedió a estrangular al paciente. La llegada de una enfermera hizo
que huyera y salvó a Cole de la muerte.
La comunidad estaba alterada. Las autoridades públicas estaban preocupadas
por una inminente reacción a gran escala de los grupos activistas negros. A
petición del agente especial al cargo de Búfalo, Richard Bretzing, acudí ese fin
de semana. Bretzing es un tipo muy correcto, firme, un auténtico hombre de
familia y miembro clave de la llamada «mafia mormona» del FBI. Nunca
olvidaré que tenía un cartel en su despacho que decía algo parecido a: «Si un
hombre fracasa en su casa, fracasa en la vida».
Como siempre intento hacer, primero consulté la tipología de víctimas. Tal
como había sugerido la policía, no había denominadores comunes importantes
entre las seis víctimas salvo la raza y me daba la sensación de que la desgracia
de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Estaba
bastante claro que los disparos del calibre 22 eran todos obra del mismo
individuo. Eran asesinatos orientados a una misión, como de asesino a sueldo.
La única psicopatología evidente en estos crímenes era un odio patológico hacia
los negros. Todo lo demás era indiferente y se eliminaba.
Veía a ese individuo en grupos discriminatorios, o incluso en grupos con
fines o valores positivos como una iglesia, convencido de estar ayudándoles. Por
eso lo veía en el ejército, pero dado de baja al inicio de su carrera por motivos
psicológicos o por no adaptarse a la vida militar. Sería un individuo racional y
organizado, y su sistema imaginario basado en prejuicios sería ordenado y
«lógico» en sí mismo.
Los otros dos crímenes, los espeluznantes ataques a taxistas, también se
basaban en la raza, pero en esos casos no creía que se tratara del mismo agresor.
Eran obra de una persona desordenada, patológicamente desorientada,
posiblemente con alucinaciones y con toda probabilidad un esquizofrénico
paranoide diagnosticado. Para mí, los escenarios del crimen reflejaban rabia,
control excesivo y exageración. Si los cuatro disparos y las dos extracciones de
vísceras habían sido perpetradas por el mismo individuo, significaba que se
había producido una grave desintegración de la personalidad entre los asesinatos
de Joseph McCoy y el de Parler Edwards, menos de dos semanas después. No
cuadraba con el incidente del hospital, si es que esa persona era el Asesino del
calibre 22, y mi instinto y mi experiencia me decían que las horrendas fantasías
del extractor de corazones llevaban formándose mucho tiempo, como mínimo
varios años. El robo no era un motivo en ninguno de los asesinatos, pero,
mientras los primeros cuatro consistían en un golpe rápido para luego largarse de
allí, los escenarios del crimen de los dos últimos mostraban claramente que el
agresor invirtió mucho tiempo. Si los seis crímenes estaban relacionados, me
parecía más probable que el psicópata que había extraído los corazones se
inspirara en el racista que ya había asesinado a negros en la comunidad.
El 22 de diciembre, en pleno Manhattan, cuatro negros y un hispano fueron
apuñalados hasta la muerte en un período de treinta y cuatro horas por el
«navajero del centro». Dos víctimas negras más escaparon por poco de ser
asesinadas. El 29 y el 30 de diciembre el navajero aparentemente volvió a atacar
en el estado y apuñaló y mató a Roger Adams, de treinta y un años, en Búfalo, y
a Wendell Barnes, de veintiséis años, en Rochester. Durante los tres días
siguientes, tres hombres negros más de Búfalo sobrevivieron a ataques
parecidos.
No podía asegurar a la policía que el Asesino del calibre 22 fuera también el
Navajero del centro o el hombre que había cometido la última serie de
asesinatos, pero lo que sí podía afirmar con convicción era que se trataba del
mismo tipo de individuo. Todos tenían el elemento racista, y todos eran
asesinatos rápidos.
El caso del calibre 22 se dividió en dos fases durante los meses siguientes.
En enero, el soldado Joseph Christopher, de veinticinco años, fue detenido en
Fort Benning, Georgia (donde tres años antes William Hance había intentado
jugar la carta racista con los asesinatos de las Fuerzas del Mal), acusado de
apuñalar a un compañero negro. Un registro de su antigua casa en Búfalo
descubrió un gran almacén de munición del calibre 22 y un rifle cortado.
Christopher acababa de alistarse en noviembre y estaba de permiso de Fort
Benning durante la época de los asesinatos de Búfalo y Manhattan.
Durante su estancia en el centro de confinamiento de Fort Benning, le dijo al
capitán Aldrich Johnson, el oficial al cargo, que él «hizo eso en Búfalo». Fue
acusado de los disparos de Búfalo y algunos apuñalamientos. Fue juzgado, y,
tras algunas idas y venidas sobre su competencia mental, condenado a sesenta
años de prisión. El capitán Matthew Levine, el psiquiatra que examinó a
Christopher en el hospital militar de Martin, dijo que le sorprendió hasta qué
punto encajaba Christopher con el perfil del Asesino del calibre 22. Tal como
había pronosticado el perfil, el sujeto no se había adaptado bien a la vida militar.
Christopher no admitió ni negó los asesinatos de los dos taxistas. No fue
acusado de ellos y no encajaban en el patrón de los demás, ni desde el punto de
vista del modus operandi ni de la firma. Ambos son conceptos extremadamente
importantes en el análisis de investigación criminal, y he invertido muchas horas
en estrados como testigo en tribunales de todo el país intentando que los jueces y
los jurados comprendieran la diferencia entre ellos.
El modus operandi (MO) es la conducta aprendida. Es lo que hace el autor
para cometer el crimen. Es dinámico, es decir, puede cambiar. La firma, un
término que acuñé para distinguirlo del modus operandi, es lo que el autor tiene
que hacer para sentirse pleno. Es estático, no cambia.
Por ejemplo, un joven no cometerá los crímenes de la misma manera a
medida que vaya creciendo a menos que consiga la perfección la primera vez.
Pero si sale airoso con uno, aprenderá de ello y lo irá mejorando. Por eso
decimos que el MO es dinámico. Por otra parte, si el tipo comete los crímenes
para dominar, infligir dolor o provocar un ruego o una súplica de la víctima, eso
es una firma. Es algo que expresa la personalidad del asesino. Necesita hacerlo.
En muchos estados, la única manera que tienen los fiscales de vincular
crímenes es el MO, y creo que hemos demostrado que es un método arcaico. En
el caso de Christopher, un abogado de la defensa argumentó que los disparos del
calibre 22 y los apuñalamientos en el centro de Manhattan demostraban un
modus operandi muy distinto. Y tenía razón, pero la firma era parecida: la
tendencia a asesinar aleatoriamente a hombres negros alimentada por el odio
racial.
Los disparos y la extracción de vísceras, en cambio, me indicaban una firma
muy diferente. El individuo que extrajo los corazones, pese a tener una
motivación subyacente, tenía una firma ritual, obsesiva-compulsiva. Los dos
necesitaban algo fuera del crimen, pero cada uno algo distinto.
Las diferencias entre el MO y la firma pueden ser sutiles. Tomemos el caso
de un ladrón de bancos en Texas que obligó a desnudarse a todos los rehenes, los
colocó en posturas sexuales y les hizo fotografías. Eso es su firma. No era
necesario ni le ayudaba a atracar el banco. De hecho, le obligaba a permanecer
más tiempo y por tanto corría un gran peligro de ser detenido. Pero era evidente
que necesitaba hacerlo.
Había un ladrón de bancos en Grand Rapids, Michigan. Fui a ofrecer una
consulta sobre el terreno en el caso. Este tipo también obligó a desnudarse a todo
el mundo en el banco, pero no hizo fotografías. Lo hizo para que los testigos
estuvieran tan preocupados y avergonzados que no lo miraran y por tanto no
pudieran identificarlo más adelante. Era un medio para conseguir atracar el
banco. Era su MO.
El análisis de la firma tuvo un papel importante en el juicio de 1989 de Steve
Pennell en Delaware, en cuyo caso preparamos la declaración jurada que
permitió obtener la orden de registro. Steve Mardigian, de mi unidad, colaboró
estrechamente con el grupo operativo combinado del condado de New Castle y
la policía estatal de Delaware, y trazó un perfil que permitió a la policía centrarse
y estudiar una estrategia proactiva para acabar con el asesino.
Se habían encontrado prostitutas estranguladas con los cráneos fracturados
en las interestatales 40 y 13. Estaba claro que habían sufrido agresiones sexuales
y habían sido torturadas. El perfil de Steve fue muy preciso. Decía que el agresor
sería un hombre blanco rozando la treintena, empleado de uno de los sindicatos
de la construcción. Conduciría una camioneta con muchos kilómetros, rondaría
excesivamente buscando víctimas, tendría una imagen de macho y una relación
duradera con una esposa o novia, pero disfrutaría dominando a las mujeres.
Llevaría armas encima y destruiría las pruebas después. Conocería la zona y
escogería los lugares donde abandonar los cadáveres en consecuencia. Se
mostraría impasible emocionalmente durante los crímenes y mataría una y otra
vez hasta que lo detuvieran.
Steven B. Pennell era un hombre blanco de treinta y un años que trabajaba de
electricista, conducía una camioneta con muchos kilómetros, merodeaba
demasiado en busca de víctimas, exhibía una imagen de macho, estaba casado
pero disfrutaba dominando a mujeres, había preparado con cuidado un «kit de
violación» en la camioneta, intentó destruir pruebas cuando supo que la policía
iba a por él, conocía la zona y escogió los lugares donde dejar los cadáveres en
consecuencia. Se mostró impasible emocionalmente y mató en repetidas
ocasiones hasta que lo detuvieron.
Lo localizaron cuando Mardigian sugirió usar una agente de señuelo que se
hiciera pasar por prostituta. Durante dos meses, la agente Renee C. Lano recorrió
las carreteras buscando siempre a un hombre que encajara con la descripción del
perfil. Tenían un interés especial en la moqueta de la camioneta. En una de las
víctimas se habían encontrado fibras azules compatibles con el interior de un
vehículo. Si se paraba una camioneta, Lano tenía órdenes estrictas de no subir,
podría ser su sentencia de muerte pese a llevar micro, así que solo tenía que
sacarle la máxima información posible. Cuando finalmente se paró un hombre
cuyas características coincidían, empezó a charlar con él y a regatear el precio de
sus servicios con la puerta del copiloto abierta. En cuanto vio el interior azul,
empezó a elogiar la camioneta mientras hablaban y rasgaba con un gesto casual
las fibras de la moqueta con las uñas. El laboratorio del FBI confirmó que
coincidían con las muestras anteriores.
En el juicio de Pennell, me llamaron para testificar sobre los aspectos de la
firma del caso. La defensa intentaba demostrar que era poco probable que todos
los crímenes los hubiera cometido el mismo individuo porque variaban muchos
detalles del modus operandi. Dejé claro que, fuera cual fuera el MO, el
denominador común en todos los asesinatos era la tortura física, sexual y
emocional. En algunos casos el asesino había usado unos alicates para estrujar
los pechos de las víctimas y cortarles los pezones. A otras las había atado por las
muñecas y los tobillos, les hizo cortes en las piernas, les dio latigazos o golpes
en las nalgas o las golpeó con un martillo. Pese a que los métodos de tortura
variaban, el MO, si queréis, la firma era el placer que obtenía de infligir dolor y
oír los gritos de angustia de las víctimas. No era necesario para cometer el
asesinato, pero sí para que él sacara lo que quería del crimen.
Aunque Steven Pennell siguiera vivo y leyera esto, no podría modificar su
conducta en futuros crímenes. Tal vez sería capaz de inventar métodos distintos
y más ingeniosos de torturar a las mujeres, pero no de reprimirse de torturar.
Por suerte para todos, como he dicho, el estado de Delaware tuvo el buen
juicio y la decencia de ejecutar a Pennell por inyección letal el 14 de marzo de
1992.
Uno de nuestros casos emblemáticos en el uso del análisis de la firma fue el
juicio en 1991 de George Russell Jr., acusado de golpear y estrangular hasta
matar a tres mujeres blancas en Seattle el año anterior: Mary Anne Pohlreich,
Andrea Levine y Carol Marie Beethe. Steve Etter, de mi unidad, trazó el perfil, y
luego yo fui a testificar. En esos casos, la acusación sabía que no lograría una
condena basada en un solo asesinato. La policía tenía pruebas concluyentes en el
asesinato de Pohl-reich, y tenía la sensación de que aparecerían en los otros dos
casos, así que la clave era vincular los tres.
Russell no era el tipo de persona que uno consideraría capaz de semejantes
atrocidades. Pese a tener un largo historial por pequeños robos, era un hombre
negro y guapo que rozaba la treintena, hablaba bien, era encantador y tenía un
amplio círculo de amigos y conocidos. Incluso la policía local de Mercer Island,
que lo había atrapado por varios cargos en el pasado, no podía creer que fuera un
asesino.
En 1990 aún no era habitual ver homicidios de motivación sexual entre
razas, pero a medida que la sociedad se fue relajando y ganó en tolerancia, la
raza empezaba a ser menos importante. Era especialmente cierto para un tipo
más moderno y sofisticado como Russell. Tenía citas con regularidad con
mujeres blancas y negras y amigos de ambas razas.
El núcleo estratégico llegó cuando la abogada de oficio Miriam Schwartz
hizo una petición previa al juicio a la juez Patricia Aitken para juzgar los tres
asesinatos por separado, basándose en la premisa de que no fueron obra del
mismo autor. Los fiscales, Rebecca Roe y Jeff Baird, me pidieron que explicara
cómo estaban vinculados los crímenes.
Mencioné el MO de ataque rápido usado en todos ellos. Dado que los tres
asesinatos se cometieron en un período de siete semanas, el asesino no cambiaría
su MO a menos que algo saliera mal en un caso y tuviera necesidad de
mejorarlo. Sin embargo, el aspecto de la firma era más convincente.
Las tres mujeres estaban desnudas y colocadas en posturas provocadoras y
degradantes. El contenido sexual de la escena iba a más de un asesinato al
siguiente. La primera tenía las manos entrelazadas y las piernas cruzadas por los
tobillos, y la dejó cerca de una rejilla de alcantarilla y un contenedor de basura.
La segunda estaba en una cama con una almohada sobre la cabeza, con las
piernas dobladas a los lados, un rifle insertado en la vagina y unos zapatos de
tacón rojos puestos. La última estaba tumbada con brazos y piernas estirados, un
consolador en la boca y el segundo libro de El placer del sexo bajo el brazo
izquierdo.
Los ataques fugaces eran necesarios para matar a esas mujeres. La postura
degradante no.
Expliqué la diferencia entre montar y simular. La simulación aparece en los
crímenes cuando el agresor intenta distorsionar la investigación haciendo creer a
la policía que ocurrió algo distinto, como cuando un violador intenta que su
intrusión parezca un robo rutinario. Ese sería un aspecto del MO. El montaje, en
cambio, sería la firma.
—No hay muchos casos de montaje —testifiqué en la vista— que traten a la
víctima como un accesorio para trasmitir un mensaje concreto […] Son crímenes
de rabia, crímenes de poder. Es la emoción de la caza, del asesinato, y es la
emoción de después de cómo el sujeto deja a la víctima y cómo básicamente está
derrotando al sistema.
Me sentía seguro de decir:
—La probabilidad de que sea un solo sospechoso es extremadamente alta.
Bob Keppel, el investigador criminal jefe con la oficina del fiscal general y
un veterano de la unidad operativa de Green River, testificó conmigo y dijo que,
de los más de mil asesinatos que había examinado, solo en diez había un
montaje, y ninguno tenía los elementos de esos tres.
En ese momento, no decíamos que Russell era el agresor, lo único que
decíamos era que, lo hiciera quien lo hiciera, cometió los tres asesinatos.
La defensa planeó llevar a un experto para refutar lo que yo dijera, testificar
que me equivocaba con la firma y que los tres crímenes no fueron cometidos por
el mismo individuo. Resulta irónico que esa persona fuera mi colega del FBI y
compañero en el estudio de asesinos en serie Robert Ressler, jubilado de la
Agencia pero que aún ejercía de consultor sobre el terreno.
Pensé que era un caso bastante comprometido y convincente para alguien
con tanta experiencia en perfiles psicológicos y análisis del escenario del crimen
como Bob y yo, así que me sorprendió sobremanera que accediera a testificar
por la otra parte para dividir los casos. Por decirlo sin rodeos, sentía que estaba
completamente equivocado. Sin embargo, como he admitido en diversas
ocasiones, lo que hacemos no es una ciencia exacta ni mucho menos, así que él
tenía derecho a defender su opinión. Bob y yo habíamos discrepado en una serie
de temas; tal vez el más destacado fue si Jeffrey Dahmer estaba loco. Bob
coincidía con la defensa en que sí. Yo estaba de acuerdo con Park Dietz, que
testificó para la acusación que no lo estaba.
Por tanto, me sorprendió aún más que Bob se excusara con otros
compromisos y nunca se presentara a la vista previa del juicio de Russell y
enviara a otro agente retirado en su lugar, Russ Vorpagel. Russ es un tipo
brillante. Fue campeón de ajedrez y podía jugar contra diez contrincantes a la
vez, pero los perfiles psicológicos no eran su especialidad, y pensé que los
hechos le iban en contra. Vivió momentos bastante duros con Rebecca Roe
cuando lo contrainterrogó tras poner en cuestión mi opinión. Al final de la vista,
la juez Aitken dictó que, basándose en las pruebas de la firma que Keppel y yo
habíamos presentado relativas a la probabilidad de un solo agresor en los tres
casos, se podían juzgar juntos.
Testifiqué sobre la firma de nuevo durante el juicio y refuté la teoría de los
múltiples asesinos que la defensa había planteado. En el asesinato de Carol
Marie Beethe, el abogado de la defensa Schwartz insinuó que su novio tenía la
oportunidad y la motivación. Siempre estudiamos a los cónyuges o amantes en
los homicidios sexuales, y yo estaba convencido de que se trataba de un
homicidio con motivación sexual cometido por un «desconocido».
Al final, un jurado formado por seis hombres y seis mujeres deliberó durante
cuatro días y declaró culpable a George Waterfield Russell Jr. de un caso de
asesinato en primer grado y dos de asesinato en primer grado con agravantes.
Fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional y
enviado a la cárcel de máxima seguridad de Walla Walla.
Era la primera vez que volvía a Seattle desde que sufrí allí el ataque y quedé
en coma. Estuvo bien volver y echar una mano para solucionar un caso tras la
gran frustración de Green River. Volví al Swedish Hospital y me gustó ver que
aún tenían la placa que les había regalado en agradecimiento. Volví al hotel
Hilton por si recordaba algo, pero no. Supongo que fue un trauma demasiado
intenso para mi cerebro para procesarlo conscientemente. De todos modos,
después de tanto tiempo de viaje durante tantos años, confundo las habitaciones
de hotel.
Hemos desarrollado el análisis de la firma hasta el punto de que testificamos
de forma rutinaria en juicios de asesinos en serie, yo y otros especialistas en
perfiles que me han llamado la atención, sobre todo Larry Ankrom y Greg
Cooper.
En 1993, Greg Cooper desempeñó un papel primordial en la doble condena
de asesinato en primer grado de Gregory Mosely, que había violado, golpeado y
apuñalado a dos mujeres en dos jurisdicciones distintas en Carolina del Norte.
Como los crímenes del juicio de Russell, cada jurisdicción por separado lo
habría tenido difícil para condenarlo. Ambos tuvieron que ofrecer nuestro
testimonio que vinculaba los casos y, tras estudiar las fotografías de los
escenarios del crimen, Greg se sintió seguro para acudir.
Greg decidió que la clave del análisis de la firma en los casos Mosely era el
exceso. Las dos víctimas eran mujeres solitarias, solteras, con leves
discapacidades y de veintipocos años que habían ido al mismo club de country,
donde las raptaron con unos meses de diferencia. Ambas habían recibido graves
palizas. Podría decirse que las mataron a golpes, de no ser porque también
fueron estranguladas a mano y con ligaduras. Una había sido apuñalada doce
veces, y había indicios de penetración vaginal y anal. Había pruebas forenses en
un caso, incluido el ADN del semen que vinculaba el crimen con Mosely.
Ambos asesinatos con violación y tortura se habían cometido en zonas aisladas y
los cadáveres habían sido abandonados en lugares solitarios y remotos.
Greg testificó en el primer juicio que las pruebas de comportamiento de la
firma indicaban una personalidad inadecuada de un sádico sexual. La
inadaptación quedaba clara por la selección de las víctimas. El sadismo aún era
más evidente por lo que les hizo. A diferencia de muchos de los tipos
inadaptados, desorganizados, este no las mató antes de mutilar sus cuerpos.
Quería tener el control absoluto, físico y emocional. Quería ser el autor de su
dolor y disfrutar de la reacción que provocaba su crueldad.
Con su testimonio en el primer caso, Greg ayudó a que la acusación
incluyera el segundo. Mosely fue juzgado y condenado a muerte. En el segundo
juicio, nueve meses después, Greg pudo hacer lo mismo y logró otra condena a
pena de muerte.
La primera vez que testificó, Greg y Mosely cruzaron las miradas cuando
Greg describió la personalidad de Mosely ante una sala abarrotada. Greg sabía
por el gesto adusto de Mosely que estaba pensado: «¿Cómo demonios sabes
eso?». La presión era intensa. Si Greg no lo conseguía, el caso quedaría
desestimado y el segundo debilitado sin solución.
Nada más ver a Greg en su segundo juicio, Mosely murmuró a los policías
que lo escoltaban:
—¡Ese es el hijo de puta que va a intentar cogerme otra vez!
Antes, para conseguir una acusación y condena en un caso de asesinato se
necesitaban pruebas forenses concluyentes, testimonios de testigos o una
confesión, o bien unas buenas pruebas circunstanciales, sólidas. Ahora, gracias a
nuestro trabajo en perfiles del comportamiento a partir de los escenarios del
crimen y el análisis de la firma, la policía y la acusación cuentan con otra arma.
Por sí misma, no suele bastar para lograr una condena. Pero unida a uno o más
elementos, puede relacionar diversos crímenes y ser justo lo necesario para hacer
avanzar un caso.
Los asesinos en serie juegan a un juego muy peligroso. Cuanto más
entendamos cómo juegan, más podremos jugar nuestras cartas contra ellos.
14
¿Quién mató a la típica chica americana?
¿Quién mató a la típica chica americana?
Esa fue la pregunta suspendida en el aire de la pequeña ciudad de Wood
River, Illinois, durante cuatro años. Entre muchas otras personas, el inspector
Alva Busch, de la policía estatal, y Don Weber, abogado del estado del condado
de Madison, estaban obsesionados con ella.
La tarde del martes 20 de junio de 1978, Karla Brown y su prometido, Mark
Fair, organizaron una fiesta con mucha cerveza y música para sus amigos, que
les habían ayudado en la mudanza a su nuevo domicilio en el número 979 de
Acton Avenue, en Wood Rivere. Era una casa de una sola planta, blanca con los
laterales de madera en una calle de tres carriles, con unas esbeltas columnas
redondas flanqueando la puerta principal, y habían pasado las dos semanas
anteriores poniendo en marcha esa típica casa para empezar. Para Karla, de
veintitrés años, y Mark, de veintisiete, suponía un emocionante nuevo inicio.
Llevaban cinco años saliendo juntos cuando Mark por fin dejó claro que había
superado sus dudas masculinas y estaba preparado para un compromiso real.
Karla estaba terminando la carrera en una universidad local, y Mark trabajaba de
aprendiz de electricista, así que les esperaba un futuro brillante.
Pese a tantos años aplazando la gran pregunta, Mark Fair sabía que era
afortunado de tener a Karla como futura esposa. Karla Lou Brown encarnaba a la
chica perfecta americana: medía menos de metro y medio, tenía el cabello rubio
y ondulado, un cuerpo formidable y una sonrisa de concurso de belleza. Era el
ideal de los chicos y la envidia de las demás chicas en el instituto Roxana, donde
todo el mundo la recordaba como una animadora coqueta y vivaracha. Sus
amigos más íntimos conocían la dimensión sensible e introspectiva que iba
asociada a la imagen pública de chica encantadora y ligona. Sabían que sentía
devoción por Mark, que era fuerte, de complexión atlética y más de treinta
centímetros más alto que ella. Juntos, Karla y Mark formaban una pareja genial.
El martes por la noche, después de la fiesta, volvieron a su piso en East
Alton a recoger las cajas que quedaban. Esperaban estar listos para mudarse y
dormir en la nueva casa al día siguiente.
El miércoles por la mañana, cuando Mark se fue a trabajar a Camp Electric
and Heating Company, Karla fue a Acton Avenue, donde se dedicaría a ordenar
y limpiar hasta que Mark saliera del trabajo hacia las cuatro y media. A los dos
les hacía ilusión pasar la noche allí.
Cuando Mark terminó de trabajar, fue a casa de su amigo Tom Fiegenbaum,
que vivía en el mismo bloque que los padres de Mark y le había prometido
ayudar a mover una gran casa de perro del patio de sus padres.
Llegaron a Acton Avenue hacia las cinco y media y, mientras Tom
estacionaba el camión en la entrada, Mark fue a buscar a Karla. No la encontró,
así que probablemente había salido a buscar algo para la casa, pero vio que la
puerta trasera de esta estaba abierta. Eso lo inquietó, Karla debería tener más
cuidado con esas cosas.
Mark hizo pasar a Tom para enseñarle la casa. Tras mostrarle la planta
principal, Mark lo llevó a la cocina y bajaron la escalera que llevaba al sótano.
Cuando llegaron al último peldaño, no le gustó lo que vio. Había varias mesitas
volcadas. Las cosas parecían desordenadas, aunque Karla y él lo habían
colocado todo bien la noche anterior. Había un líquido derramado sobre el sofá y
el suelo.
—¿Qué está pasando aquí? —fue la pregunta retórica de Mark. Cuando
volvía para subir la escalera y buscar a Karla, miró por la puerta del lavadero.
Ahí estaba Karla, de rodillas, inclinada hacia delante, con un jersey, pero
desnuda de cintura para abajo, con las manos atadas en la espalda con un cable
eléctrico y la cabeza metida en un barril lleno de agua que parecía un tambor. El
barril era uno de los que Karla y él habían utilizado para trasladar ropa. El jersey,
que había estado en uno de los barriles, era uno de los que Karla solo se ponía en
invierno.
—¡Dios mío, Karla! —gritó Mark al tiempo que se abalanzó sobre ella con
Tom. Mark le sacó la cabeza del barril y la tumbó boca arriba en el suelo. Tenía
la cara hinchada y azul, con un corte profundo en la frente y otro en la
mandíbula. Tenía los ojos abiertos, pero era evidente que estaba muerta.
Mark se derrumbó de pena. Le pidió a Tom que buscara algo para taparla y,
tras regresar Tom con una manta roja, llamaron a la policía.
Cuando el agente David George, del departamento de policía de Wood River,
llegó cinco minutos después, Mark y Tom estaban en la puerta esperándolo. Lo
llevaron al sótano y le enseñaron la escena. Durante todo el encuentro, Mark
apenas podía contenerse, no paraba de repetir: «Dios mío, Karla».
Se supone que ese tipo de horror no llega a Wood River, una comunidad
tranquila a unos quince minutos de San Luis. Al poco tiempo, todos los policías
mejor valorados estaban allí para ver qué ocurría, incluido el jefe de policía
Ralph Skinner, de treinta y nueve años.
Karla presentaba signos de traumatismo grave en la cabeza, posiblemente del
mueble del televisor volcado en el salón. Tenía dos calcetines atados al cuello, y
la autopsia concluyó que había fallecido por estrangulamiento y ya estaba
muerta cuando le sumergieron la cabeza en el agua.
Por muy claro que fuera el escenario del crimen, la policía tuvo problemas
desde el principio. El inspector de policía de Illinois Alva Busch, un técnico
experimentado en escenarios del crimen, no logró que funcionara el flash de la
cámara. Bill Redfern, que había atendido la llamada de Tom Fiegenbaum en la
comisaría, por suerte llevaba una cámara para hacer fotografías del escenario del
crimen, pero en ese momento solo tenía película en blanco y negro en la cámara.
Otro problema era la cantidad de gente que había estado en la casa ayudando en
la mudanza de la pareja. Había un montón de posibles huellas recientes y
legítimas en el escenario del crimen. Sería difícil, si no imposible, distinguir las
unas de las otras.
Algunos elementos parecían posibles pistas, pero no tenían sentido. El más
destacado era una jarra de café de cristal clavada entre las vigas del sótano. Justo
antes de verla, la policía había advertido que faltaba la jarra en la máquina de la
cocina. Nadie, ni siquiera Mark, tenía una explicación lógica a por qué estaba
allí, y su función en el asesinato, si la tenía, no estaba clara. Alva Busch logró
obtener unas cuantas huellas latentes de la superficie de cristal, pero no estaban
lo bastante completas para usarlas.
Durante los días posteriores al asesinato, la policía peinó el barrio y habló
con todo aquel que pudiera haber visto a alguien. El vecino de al lado, Paul
Main, dijo que el día del asesinato pasó gran parte de la tarde en el porche con su
amigo John Prante. Este recordaba haber estado en casa de Main un momento
esa mañana, después de presentarse a un puesto en una refinería de petróleo de la
zona, pero dijo que se fue pronto para solicitar otros trabajos. La víspera del
asesinato, Main, Prante y otro amigo vieron a Karla, Mark y sus amigos
ayudándoles con la mudanza. Los tres dijeron que esperaban ser invitados a la
fiesta de inauguración porque Main era vecino y el otro amigo conocía a Karla
de casualidad del instituto. Pero no les invitaron. Lo máximo que se acercaron
fue cuando el amigo llamó a Karla desde el otro lado de la calle. La vecina de al
lado, una anciana llamada Edna Vancil, recordaba haber visto un coche rojo con
el techo blanco aparcado delante del 979 el día del asesinato. Bob Lewis, uno de
los invitados a la fiesta, declaró que había visto a Karla hablando en la entrada
con un chico «de aspecto duro» y pelo largo de la casa de al lado que había
señalado a Karla y la había llamado por su nombre. Era el amigo de Paul Main.
Lewis oyó que Karla contestaba: «Tienes buena memoria, ha pasado mucho
tiempo». Dijo que luego le contó a Mark Fair el encuentro e insinuó que si ese
era el tipo de vecinos que tenían, sería mejor que anduviera con cuidado hasta
que los conocieran mejor. Mark no parecía preocupado y dijo que Karla conocía
al del pelo largo del instituto y que solo estaba de visita en casa de Paul Main.
Otra mujer pasó en coche por la calle cuando llevaba a su nieto al dentista.
Ella y el niño vieron a un hombre y una mujer hablando en la entrada, pero,
incluso cuando se le preguntó bajo el efecto de la hipnosis, la descripción no fue
gran cosa.
La policía habló con muchas amigas de Karla; intentaba averiguar si alguien
le tenía rencor, tal vez un novio rechazado. Todas dijeron que Karla caía bien y
no tenía enemigos que ellas supieran.
Una chica, la antigua compañera de habitación de Karla, sí tenía una idea. El
padre de Karla había fallecido cuando ella era pequeña, y su madre, Jo Ellen, se
había casado con Joe Sheppard Sr., del que ahora estaba divorciada. La
compañera de habitación dijo que Karla no se llevaba bien con Sheppard, que la
había pegado y siempre estaba insinuándose a sus amigas. Tenía que ser
considerado sospechoso. La noche del asesinato acudió a la policía y la acosó a
preguntas. No es raro que un asesino se acerque a los agentes o intervenga de
alguna manera en la investigación. Pero no había pruebas que vincularan a
Sheppard con el crimen.
La otra persona que había que examinar bien era Mark Fair. Había
encontrado el cadáver junto con Tom Fiegenbaum, tenía acceso a la casa y era la
persona más próxima a la víctima. Como vi en el caso de George Russell,
siempre hay que tener en cuenta al cónyuge o el amante. Pero Mark estaba
trabajando para la compañía eléctrica cuando supuestamente se cometió el
asesinato, varias personas lo habían visto y habían hablado con él. Tampoco
cabía duda en la mente de nadie, de la policía, los amigos de Karla, su familia,
de que su pena era genuina y profunda.
A medida que avanzaba la investigación, la policía sometió al polígrafo a
muchas de las personas que había interrogado, gente que había tenido contacto
con Karla poco antes de su muerte. Mark, Tom y Joe Sheppard lo pasaron sin
ambigüedades. En realidad, nadie falló. El que más cerca estuvo fue Paul Main,
un hombre de intelecto limitado que aquella tarde estaba en la casa de al lado.
Pese a que según él John Prante estuvo con él en el porche y no se marchó,
Prante, que pasó el examen del polígrafo, afirmó que se había ido por la mañana
a buscar trabajo y por tanto no sabía dónde había estado Main durante ese
tiempo. Sin embargo, pese a que el polígrafo de Main era cuestionable y seguía
siendo sospechoso, como ocurría con todos los demás, nada lo vinculaba
directamente con el crimen.
El trauma del asesinato de Karla Brown afectó profundamente a los
habitantes de Wood River. Seguía siendo una herida que no se curaba. Tanto la
policía local como la estatal habían interrogado a todo el mundo, habían seguido
todas las pistas posibles. Sin embargo, no se acercaban a una solución, y eso era
frustrante. Los meses pasaban. Luego fue un año. Y dos. Fue especialmente duro
para la hermana de Karla, Donna Judson. Junto con su marido Terry, estaban
implicados casi a diario. La madre de Karla y su otra hermana, Connie Dykstra,
eran incapaces de enfrentarse a una implicación tan intensa y tenían menos
contacto con las autoridades que trabajaban en el caso.
También era duro para Don Weber, el abogado del estado responsable del
condado de Madison, que incluía Wood River. Era fiscal asistente en el momento
del asesinato. Weber, una combinación de fiscal duro y hombre profundamente
sensible, estaba desesperado por demostrar a la sociedad que en ese distrito no se
toleraba el tipo de atrocidad perpetrada con Karla. Estaba prácticamente
obsesionado con llevar al asesino ante la justicia. Tras su elección en noviembre
de 1980 para el puesto de abogado del estado, enseguida reactivó el caso.
La otra persona que no podía dejar el caso por mucho que se alargara sin
progresos era el investigador de escenarios del crimen de la policía del estado,
Alva Busch. En la carrera de un agente siempre hay unos cuantos casos que lo
persiguen. Gracias a Busch, finalmente el caso dio un giro esencial.
En junio de 1980, dos años después del asesinato de Karla, Busch se
encontraba en Albuquerque, Nuevo México, para testificar en un juicio por
asesinato en un caso en el que él había tramitado un coche robado en Illinois.
Mientras esperaba a que terminaran las mociones previas, asistió a una
presentación que dio el doctor Homer Campbell, experto de la Universidad de
Arizona, sobre ampliación informatizada de fotografía, en el departamento del
sheriff.
—Señor —le dijo Busch al final de la presentación—, tengo un caso para
usted.
El señor Campbell accedió a examinar las fotografías del escenario del
crimen y de la autopsia por si podía ayudar a determinar con exactitud el tipo de
instrumento o arma que se había usado con Karla. Busch copió y envió todas las
imágenes relevantes a Campbell.
El hecho de que las fotografías fueran en blanco y negro no facilitaba el
trabajo, pero Campbell pudo realizar un análisis pormenorizado con su
sofisticado instrumental. Gracias a la ampliación informatizada podía dar la
vuelta a las imágenes y ver varias cosas. Los cortes profundos eran de un
sacaclavos, y los de la barbilla y la frente de las ruedas del mueble de la
televisión volcado. Pero lo que le dijo a Busch a continuación dio un giro de
ciento ochenta grados al caso y una nueva dirección.
—¿Y las marcas de mordiscos? ¿Tenéis alguna sospecha sobre las marcas de
mordiscos en el cuello?
—¿Qué marcas de mordiscos? —Fue lo único que se le ocurrió decir a
Busch al teléfono.
Campbell le dijo que, aunque las imágenes que había obtenido no eran de la
mejor calidad, sin duda había marcas de mordisco en el cuello de Karla, lo
bastante claras para que, si se identificaba a un sospechoso, pudieran
compararlas. Una en concreto no se solapaba con ninguna otra herida o marca en
la piel.
A diferencia de todo lo que tenían hasta ahora, las marcas de mordiscos eran
una prueba sólida, prácticamente igual que las huellas. Al comparar los dientes
de Ted Bundy con las marcas de mordiscos encontradas en las nalgas de una
víctima de asesinato encontrada en la hermandad Chi Omega de la Universidad
Estatal de Florida, se pudo condenar a ese célebre asesino en serie. Campbell
había sido testigo de la acusación en el juicio de Bundy. (La mañana del 24 de
enero de 1989, tras extensas entrevistas y conversaciones con Bill Hagmaier, de
nuestra unidad, Bundy fue ejecutado en la silla eléctrica en Florida. Nadie sabrá
jamás con certeza cuántas vidas jóvenes cercenó).
Cuando la policía de Illinois tuvo las imágenes de las marcas de mordiscos
de Campbell, empezaron a volver sobre algunas de las posibilidades originales,
sobre todo el vecino Paul Main. No obstante, cuando la policía obtuvo una
muestra de los dientes de Main, Campbell no pudo hacerla coincidir con las
fotografías del escenario del crimen y la autopsia. Intentaron localizar a John
Prante, el amigo de Main, por si señalaba a este con esa información añadida,
pero no lo encontraron.
Hubo otros intentos de resolver el caso, entre ellos la intervención de un
conocido mentalista de Illinois que, sin saber detalles del caso, dijo: «Oigo
gotear agua». Para la policía, era una clara referencia al descubrimiento del
cadáver de Karla, pero, más allá del hecho de que el asesino vivía cerca de las
vías del tren (como la mayoría en el condado de Madison), el mentalista no fue
de gran ayuda.
Incluso sabiendo que había marcas de mordiscos, poco se avanzó en el caso.
En julio de 1981, Don Weber y cuatro miembros de su plantilla asistieron a un
seminario en Nueva York sobre la ciencia forense en investigaciones criminales
para inaugurar su puesto de fiscal del Estado. Sabiendo que Weber asistiría,
Campbell le propuso que llevara las fotografías del caso Brown y se las enseñara
al doctor Lowell Levine, un odontólogo forense de la Universidad de Nueva
York que participaba en el seminario. Levine estudio las imágenes, pero, tras
coincidir con Campbell en que determinadas heridas eran sin duda marcas de
mordiscos, no pudo lograr una coincidencia definitiva. Sugirió la exhumación
del cuerpo de Karla porque «un ataúd es un almacén frío para las pruebas». Yo
no conocía a Levine en persona, pero sí su reputación. Había hecho el análisis
del caso de Francine Elveson en Nueva York. (Debió de hacer un gran trabajo,
porque cuando Bill Hagmaier y Roseanne Russo fueron a entrevistar a Carmine
Calabro en el correccional de Clinton, ya se había quitado los dientes para no
incriminarse en el recurso de apelación. El doctor Levine acabó dirigiendo la
unidad de ciencia forense del estado de Nueva York).
En marzo de 1982, Weber y dos investigadores de la policía estatal asistieron
a la sesión anual de formación de la patrulla metropolitana de casos importantes
de San Luis. Yo estaba en la reunión y les hice un resumen de lo que era un
perfil de la personalidad y el análisis del escenario del crimen a los asistentes,
muy numerosos. Pese a que no recuerdo el encuentro, Weber escribe en su
fascinante estudio del caso, Silent Witness (con Charles Bosworth Jr.), que él y
sus colegas se acercaron a mí después de mi presentación y me preguntaron si lo
que acababa de explicar se podía usar en su caso. Por lo visto les dije que me
llamaran a mi despacho cuando regresara a Quantico y que les ayudaría en lo
que pudiera.
A su regreso, Weber se enteró de que Rick White, de la policía de Wood
River, también había asistido a la sesión y había concluido por su cuenta que
sería un buen enfoque para la investigación sobre Brown. White se puso en
contacto conmigo y quedamos en que iría a Quantico con las fotografías de los
escenarios del crimen para que yo las analizara y le expusiera mis conclusiones.
Weber estaba demasiado ocupado con casos que se estaban preparando para el
juicio, pero asignó al asistente de la fiscalía Keith Jensen en su lugar, junto con
White, Alva Busch y Randy Rushing, uno de los agentes de la policía estatal que
estaba con él en San Luis. Los cuatro recorrieron en coche los mil trescientos
kilómetros que había hasta Quantico en un coche de la policía sin distintivos. El
jefe de la policía de entonces en Wood River, Don Greer, estaba de vacaciones
en Florida, pero voló a Washington para asistir a la reunión.
Nos encontramos en la sala de reuniones. Los cuatro investigadores habían
pasado gran parte del viaje ordenando ideas y teorías para presentármelas: no
sabían que me gusta llegar a mis propias conclusiones antes de que me influyan
las ideas de los demás. Pero lo llevamos bien. A diferencia de muchas
situaciones en las que nos habían llamado por motivos políticos o para salvarle
el culo a alguien, esos agentes estaban ahí simplemente porque no se rendían.
Querían estar allí de verdad y estaban realmente ansiosos por que yo los
orientara en la dirección adecuada.
Me llevé especialmente bien con Alva Busch, que compartía mis dificultades
con la autoridad. Como yo, era conocido por hacer enfadar a mucha gente con su
franqueza. De hecho, Don Weber había tenido que amenazar con llamar a todos
sus contactos políticos para que Busch pudiera viajar a Quantico.
Pedí las fotografías del escenario del crimen y pasé varios minutos
observándolas. Hice algunas preguntas para orientarme y luego dije:
—¿Estáis preparados? A lo mejor queréis grabarlo.
Lo primero que les expliqué fue que mi experiencia me decía que cuando los
cuerpos acababan en agua dentro de una casa, en un baño, una ducha o un
recipiente, el propósito no era eliminar las pistas o pruebas, como vimos en
Atlanta, sino «presentar» el crimen para que pareciera distinto a lo que en
realidad era. Luego añadí que sin duda ya habían interrogado al asesino. Estaba
en el barrio o las proximidades. Ese tipo de crimen casi siempre era un crimen de
barrio o familiar. La gente no recorre grandes distancias para cometerlos. Si
acababa manchado de sangre, y seguro que fue así, tenía que poder ir a algún
sitio cercano a limpiarla y deshacerse de la ropa manchada. Nuestro sujeto se
sentía cómodo con la situación y sabía que nadie lo molestaría, porque conocía
bien a Karla o porque la había observado lo suficiente para conocer sus hábitos y
los de Mark. Dado que ya habían hablado con él, había colaborado en la
investigación. Así sentía que controlaba la situación.
No fue a casa de Karla aquella tarde con intención de matarla. El asesinato se
le ocurrió después. De haberlo planeado, habría llevado sus armas y accesorios
(su «kit de violación»). En cambio, teníamos una estrangulación manual y un
fuerte traumatismo que demostraban un acto espontáneo de rabia o
desesperación como reacción al rechazo de la víctima. La manipulación, la
dominación y el control son las consignas del violador. Probablemente fue a la
casa a ofrecerle ayuda en la mudanza. Sabía que Karla era simpática, y como ella
conocía al tipo de alguna manera, posiblemente lo dejó pasar. Él quería sexo,
algún tipo de relación. Cuando ella se resistió o él se dio cuenta de que se le
había ido la cabeza, como el asesino de Mary Frances Stoner en Carolina del
Sur, decidió que la única manera de salvarse era matarla. En ese momento
probablemente el pánico se apoderó de él y dudó. Había agua en el suelo y en el
sofá. Después de estrangularla, podría haberle tirado agua en la cara para intentar
reanimarla. Al ver que no funcionaba, tenía que arreglar lo de la cara mojada, así
que la arrastró por el suelo y metió la cabeza en el barril para que pareciera un
ritual extraño o fetichista. En otras palabras, para distraer la atención de lo que
realmente había ocurrido. La cabeza en el barril de agua también tenía un
segundo significado: ella lo había rechazado, así que ahora él podía humillarla.
Como en muchos otros casos, cuanto más interviene el agresor en un escenario,
aunque sea un intento de despistar a la policía, más pistas y pruebas de
comportamiento te da con las que trabajar.
Les dije que el asesino tenía entre veinticinco y treinta años, y que no era
obra de alguien con experiencia matando. El montaje era burdo y demostraba
que no lo había intentado nunca. No obstante, tenía una personalidad explosiva y
violenta, así que podría haber cometido delitos menores. Si había estado casado,
se acababa de separar o divorciar o tenía problemas de pareja. Como muchos de
esos tipos, era un perdedor con una pobre autoestima. Podía parecer seguro, pero
en el fondo era un «sujeto» profundamente inadaptado.
Poseía una inteligencia y coeficiente intelectual medios, no había pasado del
instituto y el uso del cable para atarla sugería que era dependiente o tenía un
oficio. Una vez iniciada la investigación, cambiaría de residencia o trabajo, y
cuando pasara lo peor y ya no levantara sospechas, podría marcharse de la
ciudad. También habría recurrido a las drogas, el alcohol o el tabaco para aliviar
la tensión. De hecho, el alcohol podría haber tenido algo que ver con el crimen.
Era un movimiento potente para un tipo así. Tal vez había bebido antes, lo que
había bajado su inhibición, aunque no estaría borracho porque no habría podido
haber manipulado tanto el escenario tras la agresión.
Tenía problemas para dormir, dificultades con su vida sexual y cada vez era
más noctámbulo. Si tenía un trabajo regular, había faltado mucho a medida que
avanzaba la investigación. También habría cambiado de aspecto. Si llevaba
barba y pelo largo en el momento del asesinato, se habría afeitado. Si iba recién
afeitado, se habría dejado barba. Pero no estaban buscando a un niño pijo. Iba
desaliñado y sin peinar, y todo intento de mantenerse bien sería una evidente
manifestación de un control excesivo. Ese esfuerzo le resultaba física y
mentalmente agotador.
En cuanto al vehículo, en este caso volví al de siempre de los asesinos: un
Volkswagen escarabajo. Estaría viejo y no perfectamente conservado, rojo o
naranja.
Era alguien que seguía con atención la investigación policial en los medios y
obtenía las pistas de ellos. Si el jefe de la policía anunciaba en público que no
había nuevas pistas, le daría un mecanismo para superarlo. Pasaría un polígrafo
sin dificultades, como muchos asesinos. La siguiente fase de la investigación
debía tener como objetivo darle una sacudida.
Podía haber muchos factores estresantes. Tal vez todos los años en junio
estaba más nervioso. Lo mismo podía ocurrir cuando se acercara el cumpleaños
de Karla. Probablemente había visitado su tumba en el cementerio de Calvary
Hill. Podría haber enviado flores y haberle pedido perdón directamente.
Les dije que lo siguiente que debían hacer era anunciar una nueva pista muy
prometedora, algo que pareciera dar un giro al caso y sacarlo a la palestra de
nuevo. Había que anunciarlo y divulgarlo continuamente. Que ese «factor
aterrador» fuera lo más intenso posible. Debían mencionar que habían
introducido a un especialista en perfiles psicológicos del FBI en el caso y que lo
que les decía encajaba perfectamente con esa nueva prueba.
En ese momento me contaron la recomendación del doctor Levine de
exhumar el cadáver y querían saber qué pensaba. Les dije que era una idea
magnífica, y que cuanto más escándalo público armaran con eso, mejor. Weber
debería aparecer antes en televisión y anunciar que si el cuerpo aún estaba en
buen estado y el nuevo examen daba los resultados que esperaban, solucionarían
el asesinato. En cierto modo, lo que iban a trasmitir al asesino era que estaban
«resucitando» a Karla, que se disponían a devolverla de la tumba para ser testigo
de su propio asesinato.
La exhumación del cuerpo sería un tremendo factor estresante. Quería que
Weber declarara públicamente que, aunque tardara veinte años más, iba a
resolver el caso. El asesino estaría preocupado e intrigado. Haría muchas
preguntas. Podría hasta llamar a la policía directamente. Tenían que grabar o
fotografiar a todo aquel que apareciera en el cementerio, podría estar ahí. Estaría
muy intrigado con el estado de conservación del cuerpo. Cuando finalmente
anunciaran lo satisfecha que estaba la policía con el estado de conservación, lo
sacaría de quicio. Al mismo tiempo, se volvería aún más solitario, se aislaría de
los amigos que pudiera tener. Sería el momento de empezar a escuchar a la gente
en bares y lugares parecidos por si alguno de los habituales había cambiado de
comportamiento. Podría haberse unido poco antes a una iglesia o adoptado la
religión como medio para soportarlo. Mientras acentuaban el estrés, uno de los
agentes debería hacer un comentario en prensa, incluso podía ser mío, que
sonara casi empático. Debíamos decirle que sabíamos por lo que estaba pasando,
que no pretendía matarla y que llevaba todos esos años cargando con ese peso.
Pasé a esbozar una estrategia para el interrogatorio parecida a la que había
funcionado en el caso Stoner. Lo importante era que, una vez identificado un
sospechoso, no había que detenerlo enseguida, sino dejarlo macerar una semana
o así; queríamos que confesara antes de detenerlo. Cuantos más hechos
tuviéramos a nuestra disposición, más cosas podrían decir del tipo: «¿Cómo la
llevaste de aquí a allá?» o «Sabemos lo del agua»; más opciones tendrían.
Estaría bien tener en la sala un material implicado en el asesinato (como la roca
en el caso Stoner).
Tras escuchar mis conclusiones, los cinco investigadores se tomaron en serio
lo que había dicho. Me preguntaron cómo sabía todo eso solo con oír detalles
rutinarios del caso y observando fotografías. No estoy seguro de la respuesta,
pero según Ann Burgess soy una persona visual y me gusta trabajar primero con
lo que puedo ver. Dice, y probablemente sea cierto, que en las consultas tengo
tendencia a decir «veo» en vez de «pienso». Probablemente una parte tenga que
ver con que la mayoría de las veces no puedo estar en el escenario del crimen,
así que tengo que recrear el entorno en mi cabeza. A menudo, cuando la policía
me llamaba años después de analizar un caso para ellos, lo recordaba y me
acordaba de lo que había dicho del sujeto desconocido si me describían el
escenario del crimen.
Los investigadores de Illinois me contaron que, por lo que yo les había
dicho, dos de los interrogados seguían siendo sospechosos sólidos: Paul Main y
su amigo John Prante. Ambos estaban en la casa contigua ese día, y por lo
menos uno, Prante, había bebido cerveza. Sus versiones nunca cuadraron, lo que
podría ser consecuencia de su escasa inteligencia y la bebida, o podría significar
que uno de los dos mentía. Prante había pasado mejor la prueba del polígrafo,
pero ambos casaban bien con el perfil. De hecho, en algunos aspectos Prante
encajaba mejor. Se había mostrado más colaborador con la policía y, cuando se
calmó la cosa, se fue de la ciudad como yo pronostiqué que haría el asesino y
regresó más tarde.
Le dije que la campaña que había diseñado se podía utilizar contra ambos.
De hecho, como el asesino sentía culpa y remordimientos periódicamente, se
podía añadir un poco de tensión con una mujer que se hiciera pasar por Karla y
los llamara a cada uno en plena noche, sollozando, y les preguntara: «¿por qué?
¿por qué? ¿por qué?». Debería coincidir con los artículos en la prensa sobre la
americana perfecta que era Karla y la tragedia de que la hubieran matado en la
flor de la vida. Siempre me ha gustado ese toque teatral.
Cuando la campaña llevaba en marcha una semana o diez días, la policía
comprobó si Main o Prante reaccionaban como yo había dicho que reaccionaría
el asesino. Uno de ellos lo hizo, así que el siguiente paso sería utilizar a
informantes (amigos, conocidos, compañeros de trabajo) para sacarle
comentarios o una confesión.
La exhumación del cadáver, el 1 de junio de 1982, salió como esperaba, con
Lowell Levine en el escenario, mucha cobertura de prensa y televisión y las
declaraciones solemnes y optimistas de Weber. En las ciudades pequeñas es
mucho más fácil conseguir la colaboración que necesitas de los periodistas que
en las grandes ciudades, donde tienden a pensar que intentas manipularles o
decirles qué publicar. Yo lo veo más bien como una colaboración entre la prensa
y las fuerzas de la ley que no debería comprometer la integridad de nadie. Nunca
le he pedido a un periódico o un reportero de televisión que mienta o reproduzca
una historia falsa o incompleta, pero en multitud de ocasiones he dado la
información que necesitaba para que el sujeto desconocido la leyera y
reaccionara. Cuando los periodistas colaboran, yo colaboro con ellos. Y en
determinados casos, cuando han sido muy colaboradores, les doy la exclusiva
cuando por fin se puede contar la historia desde dentro.
Por suerte, el cuerpo de Karla estaba en un estado de conservación
increíblemente bueno. La doctora Mary Case, médico forense asistente para la
ciudad de San Luis, hizo la nueva autopsia. A diferencia de la primera, la doctora
Case determinó que la causa de la muerte había sido el ahogamiento. También
encontró una fractura en el cráneo. Y lo más importante, consiguieron las
pruebas de las marcas de mordisco que necesitaban.
La campaña organizada continuaba en serio. Tom O’Connor, de la policía
estatal, y Wayne Watson, de la Unidad de Fraudes Económicos y Falsificación,
entrevistaron a Main en su casa, en principio por los pagos de unas subvenciones
que recibía y a las que tal vez no tenía derecho. Desviaron la conversación hacia
el asesinato de Karla Brown. Pese a que no confesó y negó toda implicación en
el crimen, era evidente que había seguido de cerca la campaña y tenía alguna
información desde dentro. Por ejemplo, Watson mencionó que Main había
olvidado Acton Avenue en su lista de direcciones anteriores. Aseguró que había
intentado olvidarlo por los malos recuerdos de policías molestándolo debido a la
vecina que asesinaron allí.
Dijo Watson:
—Es la que fue disparada, estrangulada y ahogada en un barril.
—¡No, no! ¡Disparos no, disparos no! —contestó Main con empatía.
Más o menos durante la época de la exhumación, un hombre llamado Martin
Higdon acudió a la policía de Wood River y les contó que había ido al instituto
con Karla Brown y que la campaña había provocado conversaciones en el
trabajo. Pensaba que la policía debería saber que una compañera de trabajo
afirmaba que, durante una fiesta poco después del asesinato, un hombre dijo que
había estado en casa de Karla el día de su muerte.
O’Connor y Rick White interrogaron a la mujer, cuyo nombre era Vicki
White (sin relación). Ella confirmó la historia y afirmó haber estado con su
marido, Mark, en una fiesta en casa de Spencer y Roxanne Bond, donde ella
habló con un hombre que había conocido en Lewis and Clark Community
College. El hombre dijo que había estado en casa de Karla el día del asesinato.
Mencionó dónde la habían encontrado y que la habían mordido en el hombro.
Tendría que irse de la ciudad porque pensaba que iba a ser el principal
sospechoso. En aquel momento la chica pensó que era palabrería.
El chico se llamaba John Prante.
¿Cómo podía saber lo de las marcas de mordiscos tan poco tiempo después
del asesinato, cuando la policía no lo supo hasta al cabo de dos años?, pensaron
O’Connor y White. Luego interrogaron al organizador de la fiesta, Spencer
Bond, que recordaba lo mismo que Vicki y Mark White. Bond también
mencionó que Main le había dado detalles de cómo habían encontrado a Karla.
La pregunta era si Main tenía esa información por Prante, o al revés. Pese a que
Prante había pasado mejor la prueba del polígono, Weber y la policía no creían
que Main fuera lo bastante fuerte para cometer el crimen ni lo bastante listo para
vender a Prante.
Bond había visto a Prante poco antes, conduciendo su vieja furgoneta
Volkswagen. Pese a que había acertado en el color y la marca, me había
equivocado en el modelo. Sin embargo, era significativo. En aquella época
empezábamos a ver un cambio en el vehículo preferido hacia las furgonetas.
Bittaker y Norris usaban una. Steven Pennell también. A diferencia de un coche,
en la parte trasera de una camioneta se puede hacer lo que uno quiera sin ser
visto. De hecho, tienes un lugar móvil para asesinar.
No me sorprendió saber que John Prante se había dejado crecer la barba
desde el asesinato. Bond accedió a ponerse un micro cuando hablara con Prante
del caso. Aunque no admitió el asesinato, reveló hasta qué punto encajaba en el
perfil. Había estudiado soldadura en Lewis and Clark. Se marchó de la ciudad
después del asesinato. Se había divorciado y tenía problemas con las mujeres.
Sentía una curiosidad extrema por la investigación.
El jueves 3 de junio, la comisaría de Weber consiguió una orden judicial que
obligaba a Prante a someterse a una impresión dental al día siguiente. El jefe
Don Greer le dijo que estábamos intentando atar cabos sueltos, y que si no
coincidía podríamos descartarlo como sospechoso.
Al salir de la consulta del dentista, Prante llamó a Weber, como imaginé.
Quería saber qué estaba pasando con la investigación. Weber tuvo la buena idea
de hacer que su asistente Keith Jensen se pusiera al teléfono al mismo tiempo,
para asegurarse de que Weber no era eliminado del caso como testigo potencial.
Mientras hablaba con Weber, Prante contradijo su versión anterior sobre cuándo
había estado en casa de Paul Main. Como había pronosticado, se mostró
colaborador.
La policía consiguió más información gracias a una segunda conversación
con micro entre Bond y Prante, y más de una charla grabada entre Bond y Main.
Prante le dijo a Bond que estaba fumando varios paquetes al día. Main llegó a
insinuarle que a lo mejor Karla había sacado de quicio a Prante al rechazar sus
insinuaciones sexuales. Eso condujo a otra entrevista de la policía a Main, en la
que afirmó que creía que Prante era el autor del asesinato, aunque se retractó tras
una conversación privada con Prante.
El martes siguiente, Weber, Rushing y Greer volaron a Long Island para ver
al doctor Levine. Le dieron las nuevas fotografías de la autopsia y tres juegos de
impresiones dentales: la de Main, la de otro sospechoso cualquiera y la de
Prante. Levine descartó los dos primeros de un vistazo. No podía afirmar con
certeza científica que solo los dientes de Prante de entre los del resto del mundo
encajarían, pero el hecho era que encajaban a la perfección.
Paul Main fue detenido y acusado de obstruir a la justicia. Prante lo fue de
asesinato y robo con intento de violación. Fue a juicio en junio de 1983. En julio,
fue declarado culpable y condenado a setenta y cinco años de cárcel.
Tardaron cuatro años, pero gracias a los esfuerzos de mucha gente entregada,
finalmente llevaron a un asesino ante la justicia. Sentí una satisfacción y
gratificación especial al recibir una copia de una carta que el fiscal del Estado
Keith Jensen envió al director del FBI, William Webster. En ella decía: «Por fin
la comunidad se siente a salvo, la familia considera que se ha hecho justicia, y
nada de eso habría sido posible sin John Douglas. Pese a ser un hombre
extremadamente ocupado, sus esfuerzos no deberían pasar desapercibidos. Me
gustaría agradecérselo con sinceridad y ojalá hubiera más John Douglas con la
competencia, capacidad y habilidad de ayudar como él».
Eran palabras muy amables. Por suerte, en enero anterior había podido
convencer a Jim McKenzie, el subdirector de la Academia, de que
necesitábamos «más John Douglas». Él, a su vez, había conseguido vendérselo a
la sede central, aunque significara robar agentes a otros programas. Así conseguí
a Bill Hagmaier, Jim Horn, Blaine McIlwaine y Ron Walker en la primera ronda;
luego a Jim Wright y Jud Ray en la segunda. El tiempo demostró que todos
hicieron aportaciones considerables.
Pese a los esfuerzos de todo el mundo, algunos casos, como el de Karla
Brown, tardan años en solucionarse. Otros igual de complejos se pueden resolver
en cuestión de días o semanas si todo sale bien.
Cuando una noche una taquígrafa llamada Donna Lynn Vetter, empleada en
una de las sedes locales del FBI del sudoeste, fue violada y asesinada en su piso
de planta baja, Roy Hazelwood y Jim Wright recibieron una orden inequívoca de
la oficina del director: «Id inmediatamente y resolved el caso». Para entonces,
habíamos dividido el país en regiones. Esta quedaba en territorio de Jim.
El mensaje debía ser alto y claro: no os libraréis si matáis a personal del FBI,
haremos lo que haga falta para que sea así. A las dos de la tarde siguiente, un
helicóptero del equipo de rescate de rehenes del FBI llevó a dos agentes y sus
maletas hechas a toda prisa de Quantico a la base de las fuerzas aéreas de
Andrews en Maryland, donde fletaron un avión de la Agencia. Al aterrizar,
fueron inmediatamente al escenario del crimen, que la policía local había
mantenido intacto para ellos.
Vetter era una mujer blanca de veintidós años que se había criado en una
granja y, pese a llevar más de dos años trabajando para la Agencia, solo hacía
ocho meses que se había mudado a la ciudad. Ingenua con los peligros de la vida
urbana, había alquilado un piso en una zona industrial en la que predominaban
los negros y los hispanos. El gerente era consciente de los temas de seguridad.
Había instalado una bombilla blanca como las de los porches, en vez de una
normal con luz amarilla y tenue, encima de la puerta de todos los pisos donde
vivía una inquilina sola para que su personal y los guardias de seguridad
prestaran especial atención. El sistema no era de dominio público, pero, pese a
las buenas intenciones, el código era bastante transparente incluso para el intruso
más casual.
Llamaron a la policía poco después de las once de la noche, cuando otra
residente notó que la ventana del piso estaba rota y llamó al guardia de
seguridad. El cuerpo desnudo de la víctima, con golpes en la cara y múltiples
puñaladas, estaba cubierto de sangre. La autopsia reveló que había sido violada.
El asaltante entró por la ventana delantera, que rompió de un golpe con una
gran maceta. El cable del teléfono estaba desconectado de la pared. Había
grandes manchurrones de sangre horribles en la alfombra del salón y el suelo de
la cocina, donde parecía haberse producido el principal ataque. Una mancha
donde estaba el cadáver guardaba un siniestro parecido con un ángel a tamaño
natural, con las alas desplegadas como para volar. Los rastros de sangre
indicaban que habían arrastrado a la víctima hasta el salón. Por las heridas de
defensa que había en el cuerpo, parecía que ella hubiera ido a buscar un cuchillo
de cocina, pero él la agarró y lo giró hacia ella.
El equipo de urgencias médicas encontró la ropa manchada de sangre en el
borde del suelo de la cocina, cerca de los armarios. Los pantalones cortos y las
medias estaban enrollados, lo que indicaba que el agresor se los había quitado
mientras estaba tumbada. Cuando llegó la policía al escenario del crimen, las
luces del piso estaban apagadas. Especularon con que probablemente el agresor
las había apagado para aplazar el descubrimiento cuando se fuera.
Por todo lo que sabíamos por sus compañeros de trabajo, familia y vecinos,
la chica era tímida, honesta y trabajadora. Se había criado en un entorno estricto
y muy religioso, y se tomaba en serio la religión. No tenía ningún tipo de glamur
y poca vida social, si es que tenía alguna, con hombres o compañeras de trabajo,
que la describieron como una persona meticulosa, laboriosa, pero «distinta».
Probablemente tenía mucho que ver con su falta de sofisticación y educación
protectora. Nadie insinuó ningún tipo de conducta ilícita ni que saliera con «el
chico equivocado». Nada de drogas, alcohol, cigarrillos ni píldoras
anticonceptivas en su piso. Sus padres estaban absolutamente convencidos de su
castidad y pensaban que haría cualquier cosa por proteger su virginidad.
Tras estudiar el escenario, Roy y Jim sacaron las siguientes conclusiones.
Pese a que había sangre por todas partes, una mancha en concreto despertó en
ellos un interés especial. Estaba justo fuera de la puerta del lavabo. Dentro del
baño, vieron orina, pero no había papel en la taza del retrete, en el que no se
había tirado de la cadena.
Eso les dio una idea inmediata de lo ocurrido entre el intruso y la víctima.
Debía de estar en el baño cuando oyó que alguien entraba. Se levantó sin tiempo
a tirar de la cadena y salió a ver qué pasaba. En cuanto atravesó la puerta del
baño, él le dio un fuerte puñetazo en la cara para neutralizarla. Jim y Roy
encontraron el arma del asesinato, un cuchillo de cocina, escondido bajo el cojín
de una silla del salón.
El arma del crimen les decía algo: que el sujeto desconocido no había
entrado en el piso con la intención de matar. El hecho de que no se hubiera
llevado nada de valor sugería que había entrado con intenciones distintas al robo.
Las pruebas indicaban que había ido a violar. Si hubiera ido a matar, en vez de
pasar tiempo con ella, no habría motivo para desconectar el teléfono. El fácil
acceso al piso, la sencillez de la víctima, el hecho de que la golpeara antes de
siquiera decir una palabra, todo apuntaba a un macho rabioso con escasa
inteligencia y ninguna habilidad social o confianza en su capacidad de control
sobre otra persona mediante las palabras. A menos que controlara del todo a esa
víctima inofensiva desde el principio, sabía que no lograría su objetivo.
Con lo que no contaba era con la furia con la que se resistiría esa mujer
tímida y tranquila. Toda la información de la víctima decía a los especialistas en
perfiles que eso haría exactamente para defender su honor. Sin embargo, el
agresor no lo sabía. Cuanto más luchara ella, más peligro corría el agresor de
perder el control, y más aumentaba la rabia. Con el caso de Karla Brown, otra
violación que acabó en asesinato, me dio la sensación de que la ira del agresor
era superada por su necesidad de «arreglar» el lío que había armado. En este
asesinato, parecía que la rabia y la necesidad de deshacerse de la víctima
tuvieran la misma importancia. En este caso la rabia era sostenida, y no
momentánea. Las marcas del arrastre indicaban que, después de agredirla en la
cocina, la arrastró a otra sala donde la violó mientras se desangraba y moría.
Roy y Jim empezaron a preparar su perfil la misma tarde de su llegada.
Buscaban a un hombre de entre veinte y veintisiete años. Normalmente, en un
asesinato de motivación sexual o lujuriosa, si la víctima era blanca, cabía esperar
que el agresor fuera blanco. No obstante, los agentes estaban convencidos de que
aquello había empezado como una violación, así que se aplicaban las «normas»
de la violación. Era un edificio de pisos y un barrio donde predominaban los
negros y los hispanos, con una gran incidencia en la zona de mujeres blancas
violadas por hombres de color, así que había muchas opciones de que el asesino
fuera negro.
No creían que el sujeto desconocido estuviera casado, pero podría convivir
con alguien con quien tuviera una relación de dependencia económica o
explotación. La mujer que tuviera una relación con él sería más joven, con
menos experiencia o de alguna manera fácilmente influenciable. El asesino no
tendría relaciones con nadie que le pareciera desafiante o que le intimidara de
alguna manera. Pese a su escasa inteligencia y las notas poco espectaculares en
el colegio (donde probablemente tuvo problemas de conducta), era una persona
espabilada capaz de defenderse en una pelea. Quería parecer un macho duro ante
los demás, y vestía la mejor ropa que podía permitirse. Asimismo, era deportista
y procuraba mantenerse en buena forma.
Desde su casa, situada en un lugar de alquiler de bajos ingresos, podía ir a
pie al escenario del crimen. Tenía un trabajo no especializado y tenía conflictos
frecuentes con los compañeros de faena o las figuras de autoridad. Debido a su
temperamento explosivo, no estaba en el ejército, y si lo había estado lo habían
dado de baja. Los agentes no creían que hubiera matado antes, pero sí cometido
robos y agresiones. Roy Hazelwood, uno de los principales expertos en violación
y crímenes contra las mujeres, estaba convencido de que tenía un historial de
violación y agresiones sexuales.
Realizaron un pronóstico de su conducta posterior a la agresión, que en
muchos sentidos era un reflejo del asesino de Karla Brown, incluidos el
desempleo, el fuerte consumo de bebida, la pérdida de peso y el cambio de
imagen. Lo más importante era que les daba la sensación de que ese tipo de
individuo mencionaría su crimen o se lo confesaría a un miembro de la familia o
algún conocido cercano. Esa podía ser la clave de una estrategia proactiva para
atraparlo.
Como sabían que el sujeto desconocido seguiría las noticas, Roy y Jim
decidieron hacer público el perfil y hacer entrevistas con la prensa local. El
único detalle significativo que omitieron fue el factor racial. Si se equivocaban,
no querían desviar la investigación y que se malinterpretaran posibles pistas.
Sin embargo, lo que sí dijeron públicamente era que quienquiera que hubiera
hablado con el sujeto desconocido sobre el asesinato corría un grave peligro
ahora que tenía esa información que lo incriminaba. Si alguien se reconocía en
esa situación, rogaron, debía ponerse en contacto con las autoridades antes de
que fuera demasiado tarde. En dos semanas y media, el socio del agresor en los
atracos a mano armada llamó a la policía. El sujeto fue detenido y, basándose en
una coincidencia de huellas de la palma de la mano encontradas en el escenario
del crimen, fue acusado formalmente.
Cuando más adelante repasamos el perfil vimos que Jim y Roy tenían razón
en cuanto al dinero. El agresor era un hombre negro de veintidós años que vivía
a cuatro manzanas del escenario del crimen. Estaba soltero y vivía con su
hermana, de la que dependía económicamente. En el momento del asesinato
estaba en libertad condicional por violación. Fue juzgado, declarado culpable y
condenado a muerte. Hace poco se llevó a cabo su ejecución.
Suelo decir a mi gente que deberíamos ser como el Llanero Solitario, que
llega a la ciudad, ayuda a impartir justicia y luego se va con sigilo.
«—¿Quiénes eran esos hombres de la máscara? Se han dejado esta bala de
plata.
—¿Esos? Ah, eran de Quantico».
En este caso concreto, Jim y Roy se fueron de la ciudad con discreción. Los
habían llevado hasta allí en un avión privado de la Agencia. Una vez terminado
el trabajo, se fueron a casa en clase turista, en la parte trasera de un avión
comercial abarrotado de gente feliz de vacaciones y niños gritando. Nosotros
sabíamos lo que habían hecho, igual que todos los destinatarios de las «balas de
plata» que habían dejado atrás.
15
Hacer daño a nuestros seres queridos
Un día, mientras repasaba archivos de casos en su despacho sin ventanas de
Quantico, Gregg McCrary recibió una llamada de uno de los departamentos de
policía de su región. Era uno de esos casos angustiantes de los que oímos hablar
demasiado a menudo.
Una joven madre soltera salía de su edificio de pisos con jardín para ir a
comprar con su hijo de dos años. Justo antes de subir al coche sintió unos
retortijones, así que dio media vuelta, cruzó a toda prisa el aparcamiento y entró
en un baño justo al otro lado de la puerta trasera del edificio. Era un barrio
seguro y plácido donde todo el mundo se conocía, así que le dio a su hijo
instrucciones de quedarse dentro del edificio jugando tranquilo hasta que saliera
ella.
Seguro que ya imagináis lo que ocurrió. La chica tardó unos cuarenta y cinco
minutos en terminar en el baño. Al salir, el niño no estaba en el vestíbulo. Aún
sin alarmarse, salió fuera y echó un vistazo, pensando que quizá se había alejado
un poco, aunque hacía frío.
Entonces lo vio: una manopla tejida a mano de su hijo en el pavimento del
aparcamiento y ni rastro del niño. Cayó presa del pánico.
Volvió corriendo a su piso y marcó enseguida el número de emergencias. Le
contó atropelladamente a la operadora que habían secuestrado a su hijo. La
policía llegó enseguida y peinó la zona en busca de pistas. Para entones la joven
estaba histérica.
Los programas de noticias se hicieron eco de la historia. La chica apareció
ante los micrófonos para suplicar a quien se hubiera llevado a su hijo que se lo
devolviera. Por muy empática que fuera la policía, quería ir sobre seguro, así que
le hicieron pasar la prueba del polígrafo con discreción, y ella la pasó. Sabían
que en todos los secuestros de niños el tiempo era primordial; por eso llamaron a
Gregg.
Él escuchó la historia y la grabación de la llamada a emergencias. Hubo algo
que no le gustó. Luego se produjo un nuevo giro. La mujer, angustiada, recibió
un paquetito por correo. No figuraba el remitente, ni había una nota o un
mensaje, solo la otra manopla, la pareja de la que encontró en el aparcamiento.
La mujer se desmoronó.
Entonces Gregg lo supo. Le dijo a la policía que el niño estaba muerto y que
su madre lo había matado.
La policía lo presionó para que explicara cómo lo sabía. Hay pervertidos que
raptan a niños continuamente, ¿cómo sabía que no era uno de esos casos?
Gregg se lo explicó. En primer lugar, estaba el escenario en sí. Nadie tiene
más miedo de que un pervertido se lleve a un niño que una madre. ¿Era lógico
que lo dejara sin vigilar tanto tiempo? Si tenía que ir al baño un buen rato, ¿no se
lo habría llevado con ella o habría improvisado otra solución? Podía ser que
ocurriera tal y como ella contó, pero luego había que empezar a relacionar los
datos.
En la cinta de emergencias decía con claridad que alguien había
«secuestrado» a su hijo. Según la experiencia de Gregg, los padres hacían casi
cualquier cosa para negar psicológicamente una situación tan horrible. Con la
histeria, cabía esperar que dijera que había desaparecido, había salido corriendo,
que no sabía dónde estaba o algo parecido. El hecho de que utilizara la palabra
«secuestrar» en esa etapa indicaba que estaba avanzando el escenario que se
desplegaría.
La súplica lacrimógena ante los medios no la incriminaba, pero entonces
todos recordamos la imagen de Susan Smith en Carolina del Sur rogando que le
devolvieran a sus dos hijos sanos y salvos. Por lo general, los padres que hacen
ese tipo de súplicas en público son completamente sinceros, el problema es que
ese tipo de manifestaciones públicas suelen legitimar a los pocos que no lo son.
Para Gregg el remate fue la devolución de la manopla. Básicamente, los
secuestros de niños se producen por tres motivos: son obra de secuestradores
para sacar beneficio, los raptan pederastas para su placer sexual o los secuestran
personas patéticas, solitarias e inestables desesperadas por tener hijos. El
secuestrador tendrá que comunicarse con la familia, por teléfono o por escrito,
para exponer su demanda. Los otros dos tipos no quieren saber nada de la
familia. Ninguno de los tres devuelve sin más un objeto para que la familia sepa
que el niño fue secuestrado. La familia ya lo sabe. Si tiene que haber alguna
prueba de la veracidad del crimen, irá acompañada de una demanda, De lo
contrario, no tiene sentido.
Gregg pensó que la madre había fingido un secuestro según su percepción de
cómo debía de ser uno real. Por desgracia para ella, no tenía ni idea de la
dinámica real de ese tipo de delito, así que metió la pata.
Estaba claro que tenía motivos para hacer lo que había hecho y por tanto se
había convencido de que no había hecho nada mal. Por eso pasó el polígrafo.
Pero Gregg no se conformó con eso. Llevó a un experto en polígrafos del FBI
muy experimentado y le volvió a hacer la prueba, esta vez sabiendo que era
sospechosa. Los resultados fueron completamente distintos. Tras algunas
preguntas dirigidas, admitió haber matado a su hijo y llevó a la policía hasta el
cadáver.
Su motivo era común, el que Gregg había sospechado todo el tiempo. Era
una joven madre soltera que se estaba perdiendo toda la diversión de juventud
por cargar con ese niño. Había conocido a un chico que quería implicarse más y
formar una nueva familia, pero había dejado claro que en su vida juntos no había
sitio para ese niño.
Lo significativo en este tipo de caso es que, de haber encontrado la policía el
cadáver sin que se hubiera denunciado la desaparición del niño, Gregg habría
llegado a la misma conclusión. El crío fue encontrado enterrado en el bosque con
el traje de nieve, envuelto en una manta, y luego completamente tapado con una
gruesa bolsa de plástico. Un secuestrador o un pederasta no se habría tomado
tantas molestias para que estuviera abrigado y «cómodo», ni intentaría proteger
el cuerpo de los elementos. Pese a que en muchos escenarios del crimen se
refleja una rabia evidente y prolongada, y los lugares donde abandonan los
cuerpos muestran contención y hostilidad, las marcas de ese entierro eran de
amor y culpa.
La raza humana cuenta con un largo historial de hacer daño a los seres
queridos o a los que deberíamos querer. De hecho, durante la primera entrevista
en televisión de Alan Burgess tras convertirse en el jefe de la Unidad de Ciencia
del Comportamiento este declaró: «Hace generaciones que sufrimos violencia,
hasta remontarnos a la Biblia cuando Caín disparó a Abel». Por suerte, los
periodistas no entendieron su reinterpretación de la primera arma del mundo.
Uno de los casos más importantes de la Inglaterra decimonónica incluyó
acusaciones de violencia familiar. En 1860, el inspector de Scotland Yard
Jonathan Whicher fue a la ciudad de Frome, en Somerset, por el asesinato de un
niño llamado Francis Kent, de una acaudalada familia de la zona. La policía
local estaba convencida de que unos gitanos habían matado al niño, pero,
después de investigar, Whicher concluyó que la verdadera culpable era
Constance, la hermana de dieciséis años de Francis. Dada la posición de la
familia y ante la mera idea de que una adolescente pudiera matar a su hermano
pequeño, las pruebas de Whicher fueron desestimadas en el tribunal y Constance
absuelta de los cargos que había contra ella.
La desmesurada reacción pública contra Whicher le obligó a dimitir de
Scotland Yard. Durante años trabajó por cuenta propia para demostrar que tenía
razón y que esa chica era una asesina. Al final, los problemas económicos y de
salud le hicieron abandonar la búsqueda de la verdad, un año antes de que
Constance Kent confesara el crimen. Fue juzgada de nuevo y condenada a
cadena perpetua. Tres años más tarde, Wilkie Collins basó su revolucionaria
novela de detectives La piedra lunar en el caso Kent.
La clave de muchos asesinatos con víctimas y asesinos conocidos o
familiares es la simulación. Alguien tan cercano a la víctima tiene que hacer algo
para distraer las sospechas. Uno de los primeros ejemplos con los que trabajé fue
el asesinato de Linda Haney Dover en Cartersville, Georgia, el día después de la
Navidad de 1980.
Pese a que ella y su marido, Larry, estaban separados, mantenían una
relación razonablemente cordial. Linda, que medía uno sesenta y tenía veintisiete
años, iba con regularidad a la casa que antes compartían para limpiarla. De
hecho, eso estaba haciendo ese viernes 26 de diciembre. Larry, mientras tanto,
llevó a su hijo pequeño a pasar el día en el parque.
Cuando ambos regresaron de su salida por la tarde, Linda ya no estaba, pero
en vez de encontrar la casa limpia y ordenada, Larry vio que el dormitorio estaba
hecho un desastre. Las sábanas y almohadas estaban fuera de la cama, los
cajones entreabiertos, la ropa esparcida por todas partes y en la alfombra había
unas manchas rojas que parecían de sangre. Larry llamó de inmediato a la
policía, que acudió con rapidez y registró la casa, por dentro y por fuera.
Encontraron el cadáver de Linda envuelto en el edredón del dormitorio, solo
con la cabeza al descubierto, en el espacio abierto que había debajo de la casa.
Al retirar la manta vieron que tenía la camisa y el sujetador por encima de los
pechos, los tejanos por las rodillas y las medias bajadas justo por debajo de la
zona púbica. Tenía un fuerte traumatismo en la cabeza y la cara y múltiples
puñaladas, aunque los agentes vieron que las heridas eran posteriores a
levantarle el sujetador. Creían que el arma era un cuchillo de un cajón abierto,
pero no lo encontraron (nunca lo hallaron). El escenario del crimen indicaba que
había sido agredida primero en un dormitorio y luego trasladaron fuera el cuerpo
hasta llevarlo al cuarto. Las gotas de sangre de los muslos demostraban que el
asesino la había manipulado y colocado.
Nada de su pasado convertía a Linda Dover en una víctima de alto riesgo.
Pese a haberse separado de Larry, no tenía otras relaciones. Los únicos factores
de estrés peculiares eran el período festivo del año y lo que provocara la ruptura
de su matrimonio.
Basándome en las fotografías del escenario del crimen y la información que
me envió al policía de Cartersville, les expliqué que el sujeto desconocido sería
uno de dos tipos. Era muy posible que fuera un solitario inadaptado, joven e
inexperto, que viviera cerca y, básicamente, se hubiera topado con su crimen de
oportunidad. Cuando lo dije la policía me contó que había tenido problemas con
un matón del barrio al que muchos vecinos tenían miedo.
No obstante, en el crimen había demasiados elementos de simulación que me
decantaban hacia el segundo tipo: alguien que conocía bien a la víctima y por
tanto quería distraer la atención. La única razón por la que un asesino sentiría la
necesidad de esconder el cuerpo era lo que llamamos «homicidio por causas
personales». Los traumatismos de la cara y el cuello también parecían muy
personales.
Les dije que me daba la sensación de que ese sujeto desconocido era
inteligente, pero con estudios solo de secundaria y un trabajo que requería fuerza
física. Tenía un historial de conducta agresiva y un nivel bajo de toleración de la
frustración. Era temperamental, incapaz de aceptar la derrota y probablemente
estaba deprimido por algún motivo en el momento del asesinato, seguramente
por problemas económicos.
El montaje tenía su propia lógica interna y sus razones. Quienquiera que
hubiera agredido a Linda no quería dejar el cuerpo al aire libre, donde otro
miembro de la familia, sobre todo su hijo, pudiera encontrarlo. Por eso se tomó
la molestia de envolverla en la manta y trasladarla al cuarto. Quería que
pareciera una agresión sexual, de ahí el sujetador levantado y la exposición de la
zona genital, pero no había pruebas de violación o agresión sexual. Pensó que
tenía que hacerlo, pero aun así le incomodaba que la policía le viera los genitales
y los pechos desnudos, así que los tapó con la manta.
Les advertí que el asesino se mostraría muy colaborador y preocupado al
principio, para luego volverse arrogante y hostil cuando se cuestionara su
coartada. Su conducta después de la agresión podría incluir un aumento del
consumo de alcohol o drogas, o tal vez un giro hacia la religión. Habría
modificado su imagen, tal vez incluso habría cambiado de trabajo y se habría
mudado de la zona. Aconsejé a la policía que buscara un cambio absoluto de
personalidad y comportamiento.
—No tiene nada que ver cómo es hoy a como era antes del homicidio —
aseguré.
Lo que no sabía era que, en el momento en que la policía de Cartersville me
solicitaba un perfil, ya habían acusado a Larry Bruce Dover por el asesinato de
su esposa y querían estar seguros de que iban por buen camino. Eso me molestó
por varios motivos. Para empezar, no daba abasto con los casos que tenía en
marcha, pero lo más importante es que ponían a la Agencia en lo que podría ser
una posición incómoda. Por suerte para todos los implicados, el perfil coincidió
a la perfección. Tal como les expliqué al director y al agente especial al cargo de
Atlanta, de no haber sido tan preciso un abogado hábil podría haberme citado
como testigo de la defensa y haberme obligado a decir que mi perfil «de
experto» divergía con respecto al del acusado en algunos puntos. A partir de
entonces aprendí a preguntar siempre a la policía si ya tenían un sospechoso,
aunque no quisiera saber quién era.
Por lo menos en este caso se hizo justicia. El 3 de septiembre de 1981, Larry
Bruce Dover fue acusado de asesinar a Linda Haney Dover y condenado a
cadena perpetua.
Una variante del tema del montaje doméstico fue el asesinato de Elizabeth
Jayne Wolsieffer, conocida como Betty, en 1986.
Poco después de las siete de la mañana del sábado 30 de agosto, la policía de
Wilkes-Barre, Pensilvania, recibió una llamada del número 75 de Birch Street, el
domicilio de un popular dentista y su familia. Al llegar, al cabo de unos cinco
minutos, los agentes Dale Minnick y Anthony George se encontraron al doctor
Edward Glen Wolsieffer, de treinta y tres años, tumbado en el suelo víctima de
un intento de estrangulamiento y con un golpe en la cabeza. Su hermano Neil
estaba con él. Neil explicó que vivía al otro lado de la calle, que su hermano le
llamó y acudió corriendo. Glen estaba aturdido y desorientado, y dijo que el
único número que recordaba era el de Neil. En cuanto este llegó, él llamó a la
policía.
Los dos hombres dijeron que Betty, la esposa de Glen, de treinta y dos años,
y su hija de cinco, Danielle, estaban arriba. Siempre que Neil se disponía a subir
a verlas, Glen tenía vahídos o se ponía a gemir de nuevo, así que nadie había
subido aún. Glen dijo que Neil tenía miedo de que aún hubiera un intruso en la
casa.
Los agentes Minnick y George registraron la casa. No encontraron al intruso,
pero sí a Betty muerta en el dormitorio principal. Estaba de costado, tumbada en
el suelo con la cara hacia los pies de la cama. Por los morados del cuello, la
saliva que se le estaba secando en los labios y el color azulado de la cara
amoratada, parecía haber sido estrangulada manualmente. Las sábanas estaban
teñidas de sangre, pero tenía la cara limpia. Solo llevaba el camisón, levantado
hasta la cintura.
Danielle estaba dormida e ilesa en la habitación contigua. Cuando se
despertó, le dijo a la policía que no oyó nada, ningún ruido de algo que se
rompiera, ni de pelea, ni ningún golpe.
Sin describir la escena que habían visto arriba, Minnick y George bajaron y
le preguntaron al doctor Wolsieffer qué había ocurrido. Dijo que se despertó
cuando amanecía por un ruido que le pareció de alguien que entraba en la casa.
Cogió la pistola de la mesita de noche y fue a investigar sin despertar a Betty.
Cuando se acercó a la puerta del dormitorio vio a un hombre grande en lo
alto de la escalera. El tipo no lo vio, él lo siguió hasta abajo, pero lo perdió y
empezó a buscarlo por la primera planta.
De pronto lo atacaron por detrás con una especie de cuerda o ligadura, pero
pudo soltar la pistola y meter la mano antes de que pudiera apretar en el cuello.
Glen dio una patada hacia atrás, le dio al hombre en la entrepierna y le hizo
perder el equilibrio. Sin embargo, antes de que Glen pudiera darse la vuelta
recibió un golpe en la nuca y perdió el conocimiento. Cuando al cabo de un rato
despertó, llamó a su hermano.
Ni la policía ni el equipo médico que acudió al escenario del crimen
consideraron que las heridas visibles del doctor Wolsieffer fueran graves: una
contusión en la cabeza, marcas rosas en la nuca y unos rasguños en la parte
izquierda de las costillas y el pecho. Aun así, no querían arriesgarse, así que se lo
llevaron a urgencias. El médico de urgencias tampoco lo vio mal, pero,
basándose en la declaración del dentista en la que decía que había estado
inconsciente, lo admitió en el hospital.
La policía sospechó de la historia de Wolsieffer desde el principio. No era
lógico que un intruso entrara en la casa por una ventana de la segunda planta a
plena luz del día. Fuera encontraron una vieja escalera que llevaba a la ventana
abierta del dormitorio de atrás que supuestamente el intruso había usado para
entrar. No obstante, la escalera estaba tan desvencijada que no podría soportar el
peso ni siquiera de una persona de tamaño medio. Estaba apoyada en el lateral
de la casa con los travesaños mirando en la dirección equivocada. No había
dejado marcas en el suelo blando, lo que indicaba que no había soportado peso,
ni había marcas en los canalones de aluminio en los que estaba apoyada.
Tampoco había rocío ni hierba en los travesaños ni en el tejado cerca de la
ventana como debería haber si alguien la hubiera usado esa mañana.
También había indicadores contradictorios dentro de la casa. No se habían
llevado nada de valor, ni siquiera joyas que estaban a la vista en el dormitorio. Y
si el intruso pretendiera matar, ¿por qué iba a dejar a un hombre inconsciente con
una pistola cerca en la planta baja para subir a matar, pero no agredir
sexualmente, a la esposa?
Dos puntos eran especialmente perturbadores. Si a Glen le habían asfixiado
hasta el punto de desmayarse, ¿por qué no había marcas en la parte delantera del
cuello? Y la parte más incomprensible era que ni Glen ni su hermano, Neil,
habían subido a ver a Betty y a Danielle.
Para colmo, la historia del doctor Wolsieffer evolucionó con el tiempo. Su
descripción del intruso era más explícita a medida que iba recordando más
detalles. El hombre llevaba una sudadera oscura, una media en la cabeza y tenía
bigote, según él. Se contradijo en varios puntos. Dijo a su familia que había
salido el viernes por la noche, pero habló con su mujer antes de acostarse. Le
había dicho a la policía que nunca la despertó. Al principio dijo que se habían
llevado unos mil trescientos dólares de un cajón, pero luego se retractó cuando la
policía encontró un depósito del banco por el dinero. Cuando al llegar la policía
intentó interrogarlo sobre la llamada a emergencias, apenas estaba consciente y
se mostraba muy incoherente, pero cuando en el hospital le informaron de la
muerte de su esposa, dijo que había oído a la policía llamar al médico forense.
Mientras duró la investigación, Glen Wolsieffer fue añadiendo escenarios
nuevos y más elaborados para explicar el ataque. Al final eran dos intrusos.
Admitió tener una aventura con una antigua asistente dental, pero le dijo a la
policía que había terminado hacía un año. Más tarde admitió que acababa de ver
a la mujer unos días antes del asesinato y había mantenido relaciones con ella.
También olvidó contar a la policía que tenía otra aventura a la vez con una mujer
casada.
Las amigas de Betty Wolsieffer contaron a la policía que, por mucho que
amara a su marido e intentara que las cosas funcionaran, estaba harta de su
comportamiento, sobre todo los viernes por la noche, que se habían convertido
en algo habitual. Días antes de ser asesinada le dijo a una amiga que iba a
«ponerse seria» si Glen llegaba tarde de nuevo el viernes siguiente.
Tras las entrevistas iniciales en su casa y en el hospital, por recomendación
de su abogado, Glen se negó a hablar con la policía. Así que se centraron en su
hermano, Neil. Su historia de aquella mañana era casi tan extraña como la de
Glen. Se negó a someterse al polígrafo con la excusa de que había oído que a
menudo eran imprecisos y temía que el resultado le perjudicara. Tras reiteradas
solicitudes de la policía, la familia de Betty y la presión de los medios para que
colaborara en la investigación, Neil programó en octubre una entrevista con la
policía en el juzgado.
Hacia las diez y cuarto, quince minutos después de la hora prevista para la
entrevista, Neil se mató en un choque frontal entre su pequeño Honda y un
camión Mack. Estaba cerca del juzgado cuando tuvo el accidente. La
investigación del médico forense concluyó que su muerte había sido un suicidio,
aunque más tarde pareció que había pasado de largo y estaba intentando volver,
nervioso. Nunca lo sabremos con certeza.
Más de un año después del asesinato, la policía de Wilkes-Barre había
reunido una gran cantidad de pruebas circunstanciales que apuntaban a Glen
Wolsieffer como asesino de su esposa, pero no tenían ninguna prueba sólida y
por tanto no podían acusarlo. Se encontraron huellas y cabellos suyos en el
escenario del crimen, pero como era su dormitorio no significaba mucho. La
policía supuso que había arrojado los cordones o ropa ensangrentada que llevaba
a algún río cercano antes de llamar a su hermano. Su única esperanza de
detenerlo y condenarlo era reforzar el caso con una opinión experta de que el
crimen fue obra de alguien que conocía a la víctima personalmente y había
montado el escenario del crimen.
En enero de 1988, la policía de Wilkes-Barre me pidió que hiciera un análisis
del crimen. Tras revisar el material, que para entonces era muy voluminoso,
saqué la rápida conclusión de que, en efecto, el asesinato era obra de alguien que
conocía bien a la víctima y había montado el escenario del crimen para ocultarlo.
Dado que la policía ya tenía un sospechoso, no quería generar nuestro perfil
habitual, ni señalar directamente al marido, sino que procuré dar munición a la
policía para respaldar la detención.
Un robo a la luz del día en fin de semana en ese barrio, en una casa con dos
coches aparcados en la entrada, era un delito de alto riesgo contra unas víctimas
de bajo riesgo. Era muy improbable que se tratara de un robo.
Era totalmente incoherente con todo lo que habíamos visto durante nuestros
años de investigación y consultas sobre casos de todo el mundo que un intruso
entrara por una ventana de la segunda planta y bajara de inmediato sin
comprobar las habitaciones de dicha planta.
No había pruebas de que el intruso llevara armas, lo que hacía muy
improbable que se tratara de un homicidio premeditado. La señora Wolsieffer no
había sido violada, lo que hacía que la versión de un intento de violación que
había salido mal fuera muy improbable. No había pruebas, ni siquiera un intento
de llevarse algo, otra razón por la que era dudoso que se tratara de un robo. Eso
reducía considerablemente los potenciales motivos.
El método de la muerte, la estrangulación manual, es un crimen de tipo
personal. Un desconocido no elegirá ese método, y menos alguien que lo haya
planificado y haya hecho el esfuerzo de entrar en la casa.
La policía siguió construyendo su caso de forma metódica y meticulosa. Pese
a estar convencidos de quién era el asesino, las pruebas seguían siendo
circunstanciales y tenían que aguantar ante el tribunal. Entre tanto, Glen
Wolsieffer se mudó a Falls Church, Virginia, en las afueras de Washington,
D. C., y abrió una consulta dental allí. En 1989 se preparó una declaración jurada
de causa probable y una orden de arresto en la que se hacía referencia a mi
informe. El 3 de noviembre de 1989, treinta y ocho meses después del asesinato,
un equipo formado por la policía estatal, la del condado y la local fue a Virginia
y detuvo a Wolsieffer en su consulta.
Le dijo a uno de los agentes que lo detuvo:
—Todo fue muy rápido. Acabamos así, todo era borroso. —Más tarde
declaró que hablaba del ataque del intruso, no del asesinato de su esposa.
Pese a que en aquella época ya había sido reconocido como experto en
análisis de escenarios del crimen en varios estados, la defensa se refería a mí
como «el hombre del vudú» por cómo llegaba a mis interpretaciones, y el juez al
final dictó que no podía testificar. Aun así, la acusación pudo incluir lo que les
había dicho. Unido al trabajo policial, consiguieron una condena por asesinato
en tercer grado.
En el caso Wolsieffer había muchas alertas: la escalera desvencijada y mal
colocada, la simulación de un delito sexual sin pruebas de agresión sexual, la
incoherencia de las heridas por asfixia, la aparente falta de preocupación que
demuestra no ir a ver a la mujer y la hija, el hecho de que la pequeña no se
despertara por un ruido. Sin embargo, la alerta más importante de todas era la
extrema falta de lógica de las supuestas acciones y comportamiento del intruso.
Alguien que entra en una casa para cometer un delito, de cualquier tipo, primero
se ocupará de la mayor amenaza, en este caso del hombre de la casa, de metro
noventa y noventa kilos, y luego de la segunda amenaza, la mujer desarmada.
Un investigador siempre debe tener las antenas a punto para esas
incoherencias. Tal vez por haber visto tantos casos, siempre somos muy
conscientes de ir más allá de lo que la gente dice y procuramos averiguar lo que
realmente indica el comportamiento.
En ciertos aspectos somos como actores que preparan un papel. El autor ve el
texto escrito en el guion, pero lo que quiere interpretar es el «subtexto», de qué
va realmente la escena.
Uno de los ejemplos más claros es el asesinato en 1989 de Carol Stuart y su
marido gravemente herido, Charles, en Boston. Antes de terminar, convirtió en
un caso célebre y amenazó con dividir a la comunidad.
Una noche, cuando la pareja volvía a casa en coche por Roxbury tras una
clase de parto natural, fueron supuestamente atacados por un gran hombre negro
mientras estaban parados en un semáforo. El sujeto disparó a Carol, de treinta
años, y luego fue a por Charles, de veintinueve, que tenía graves heridas
abdominales que requirieron dieciséis horas de cirugía. Pese a que los médicos
del Brigham and Women’s Hospital hicieron todo lo posible por salvar a Carol,
falleció pasadas unas horas. Su hijo, Christopher, nació en ese mismo momento
por cesárea, pero murió al cabo de unas semanas. Charles aún se estaba
recuperando en casa cuando se celebró el funeral de Carol, muy concurrido y
divulgado.
La policía de Boston pasó a la acción y empezó a rondar a todos los hombres
negros que encontraron que coincidían con la descripción que Charles había
dado del agresor. Al final escogieron a uno en una rueda de reconocimiento.
Poco después, su historia empezó a aclararse. Su hermano Matthew dudaba
de que se hubiera producido un robo cuando lo llamaron para ayudar a Charles a
deshacerse de una bolsa que contenía los objetos supuestamente robados. El día
después de que el fiscal del distrito anunciara que iba a acusar a Charles Stuart
del asesinato, este se suicidó saltando de un puente.
La comunidad negra estaba indignada con razón por su acusación, igual que
seis años después cuando Susan Smith mintió diciendo que un hombre negro
había secuestrado a sus dos hijos. En el caso Smith, el sheriff local de Carolina
del Sur salió al paso para calmar los ánimos. Gracias a su colaboración con los
medios de comunicación y las autoridades federales (como nuestro agente, Jim
Wright), se supo la verdad en cuestión de días.
No funcionó con la misma eficacia en el caso Stuart, aunque me daba la
sensación de que la policía podía haber analizado claramente lo que Stuart les
había dicho y compararlo con lo que parecía decir el escenario. No todo el
mundo llegaba tan lejos para simular un crimen, es decir, hasta dispararse de
forma tan grave, No obstante, igual que en el caso Wolsieffer, si un supuesto
agresor ataca primero a la menor amenaza, en la mayoría de casos las mujeres,
tiene que haber un motivo. En cualquier situación de robo, el ladrón siempre
intentará neutralizar al mejor rival primero. Si no se elimina la mayor amenaza
antes, tiene que haber un motivo. El Hijo de Sam, David Berkowitz, disparaba
primero a las mujeres, y en la mayoría de casos quedaban más gravemente
heridas, porque eran su objetivo. El hombre solo estaba en el lugar erróneo en el
momento equivocado.
El problema que plantean a las fuerzas de la ley los crímenes simulados es
que es fácil implicarse emocionalmente con las víctimas y los supervivientes. Si
alguien sufre una angustia evidente, queremos creerle. Si es un actor medio
decente y el crimen parece auténtico en la superficie, la tendencia es no ir más
allá. Como los médicos, podemos empatizar con las víctimas, pero no hacemos
un favor a nadie si perdemos la objetividad.
«¿Qué tipo de persona haría algo así?».
Por dolorosa que pueda ser en ocasiones la respuesta, eso es lo que queremos
averiguar.
16
«Dios quiere que te unas a Shari Faye»
Shari Faye Smith, una guapa y vivaracha estudiante de último curso del instituto,
fue raptada cuando se detuvo en el buzón que había ante la casa de sus padres
cerca de Columbia, Carolina del Sur. Volvía a casa de un centro comercial
cercano donde había quedado con su novio estable, Richard. Eran las 15.38 de
un cálido y soleado 31 de mayo de 1985, dos días antes de que Shari tuviera
previsto cantar el himno nacional en la graduación de la Lexington High School.
Pasados unos minutos, su padre, Robert, encontró su coche en el inicio de la
larga entrada a la casa. La puerta estaba abierta, el motor en marcha, y el bolso
de Shari en el asiento. Presa del pánico, llamó de inmediato al departamento de
policía del sheriff del condado de Lexington.
En Columbia, una comunidad orgullosa y tranquila que encarnaba la idea de
los «valores familiares», no pasaban cosas como esa. ¿Cómo podía desaparecer
esa joven rubia y extrovertida delante de su propia casa, y qué tipo de persona
podía hacer algo así? El sheriff Jim Metts no lo sabía, pero notaba que tenía una
patata caliente en las manos. Lo primero que hizo fue organizar lo que se
convirtió en la persecución de mayor envergadura de la historia de Carolina del
Sur. Agentes de la ley de agencias estatales y condados vecinos acudieron en su
ayuda, con el apoyo de más de mil voluntarios civiles. Lo segundo que hizo
Metts fue descartar con discreción como sospechoso a Robert Smith, que había
suplicado en público el regreso de su hija. En todos los casos de desaparición o
posible crimen contra una víctima de bajo riesgo siempre hay que tener en
cuenta a la pareja, los padres y los familiares cercanos.
La angustiada familia Smith esperaba cualquier noticia, incluso una petición
de rescate. Entonces recibieron una llamada de teléfono. Un hombre con la voz
distorsionada afirmaba tener retenida a Shari.
—Para que sepáis que no es un fraude, Shari llevaba puesto un bañador
negro y amarillo debajo de la camisa y los pantalones.
La madre de Shari, Hilda, le suplicó y se aseguró de que supiera que Shari
era diabética y necesitaba alimentos, agua y medicación con regularidad. El
secuestrador no pidió un rescate, solo dijo: «Recibiréis una carta hoy». La
familia y los agentes de la ley se alarmaron aún más.
El siguiente movimiento de Metts era fruto de su experiencia y formación.
Tanto él como el subsheriff Lewis McCarty habían estudiado en la Academia
Nacional del FBI y tenían una excelente relación con la Agencia. Sin dudarlo,
Metts llamó a Robert Ivey, agente especial al cargo de la sede de Columbia,
Carolina del Sur, y a mi unidad en Quantico. Yo no estaba disponible, pero logró
una respuesta rápida y empática de los agentes Jim Wright y Ron Walker. Tras
analizar las circunstancias del rapto, las fotografías del escenario y los informes
de la llamada, los dos agentes coincidieron en que se trataba de un hombre
sofisticado y extremadamente peligroso, y que la vida de Shari corría gran
peligro. Temían que la chica pudiera estar muerta y que el sujeto no tardara en
sentir el impulso de cometer otro crimen. Conjeturaron que lo que
probablemente sucedió fue que el secuestrador vio a Shari y a su novio
besándose en el centro comercial y después la había seguido hasta casa. Shari
tuvo la mala suerte de pararse en el buzón. De no haber parado, o si hubieran
pasado coches por la calle, el crimen jamás se habría producido. El departamento
del sheriff instaló un equipo de grabación en casa de los Smith con la esperanza
de que hubiera más comunicaciones.
Luego llegó una prueba crítica y muy inquietante. En todos mis años de
carrera en las fuerzas de la ley, con todas las atrocidades casi increíbles que he
visto, debo decir que es casi la más desgarradora. Era una carta manuscrita de
dos páginas a la familia de Shari. A la izquierda, en mayúsculas, decía: «DIOS ES
AMOR».
Por desagradable que me resulte leer la carta, es un documento tan
extraordinario del carácter y el coraje de esa joven que debo reproducirlo
completa:
6/1/85
3.10 A M
OS QUIERO a todos
Testamento y últimas voluntades
Os quiero, mamá, papá, Robert, Dawn y Richard, y a los demás amigos y parientes. Ahora estaré
con mi padre, así que, por favor, por favor, ¡no os preocupéis! Recordad mi personalidad alegre y
los grandes momentos especiales que hemos compartido. No dejéis que esto os arruine la vida,
seguid viviendo día a día por Jesús. Algo bueno saldrá de todo esto. Mis pensamientos siempre
estarán con y en vosotros (ataúd cerrado). Os quiero a todos muchísimo, joder. Lo siento, papá,
tenía que decir una palabrota. Que Dios me perdone. Richard, cariño, siempre te quise y aprecié
nuestros momentos especiales. Os pido una cosa. Aceptad a Jesús como vuestro salvador
personal. Mi familia ha sido la mayor influencia de mi vida. Siento lo del dinero del crucero.
Algún día id en mi lugar, por favor.
Lo siento si os he decepcionado de alguna manera, solo quería que estuvierais orgullosos de mí
porque yo siempre lo he estado de mi familia. Mamá, papá, Robert y Dawn, os quiero decir
tantas cosas que os debería haber dicho antes. ¡Os quiero!
Sé que todos me queréis y me echaréis mucho de menos, pero si permanecéis juntos como
siempre hemos hecho, ¡podéis hacerlo!
Por favor, no os volváis duros ni amargados. Todo sale bien para los que aman al Señor.
Todo mi amor, siempre
Os quiero a todos
Con todo mi corazón Sharon (Shari) Smith
P. D. Abuela, te quiero mucho. Siempre sentí que era tu favorita. ¡Tú eras la mía!
Os quiero mucho
El sheriff Metts envió las páginas al laboratorio criminal de SLED, la
división de fuerzas policiales de Carolina del Sur, para que hicieran un análisis
del papel y las huellas. Al leer la copia de la carta en Quantico tuvimos la certeza
razonable de que el secuestro se había convertido en asesinato. Sin embargo, la
familia Smith, muy unida y con una fe religiosa que se reflejaba de manera tan
conmovedora en el texto de Shari, se aferraba a la esperanza. El 3 de junio por la
tarde, Hilda Smith recibió una breve llamada preguntando si había llegado la
carta.
—¿Me cree ahora?
—Bueno, no estoy segura de creerle porque no he oído ni una palabra de
Shari y necesito saber si está bien.
—Lo sabrá en dos o tres días —dijo el secuestrador, inquietante.
Volvió a llamar esa tarde diciendo que Shari estaba viva, además de insinuar
que la liberaría pronto. Sin embargo, muchas de las afirmaciones de esa persona
nos decían lo contrario:
—Quiero decirle otra cosa: ahora Shari es parte de mí. Física, mental,
emocional y espiritualmente. Nuestras almas ahora son una.
Cuando la señora Smith pidió una prueba de que su hija estaba bien, dijo:
—Shari está protegida… es parte de mí y Dios cuida de todos nosotros.
Al final se rastrearon todas las llamadas hasta cabinas de la zona, pero en
aquella época para «atrapar y rastrear» una llamada se necesitaban unos quince
minutos al teléfono, y nunca se logró. No obstante, el sistema de grabación
estaba instalado y la sede del FBI nos envió las cintas. Cuando Wright, Walker y
yo escuchamos cada una de las grabaciones, nos impresionó la fuerza y el
control de la señora Smith al hablar con ese monstruo. Estaba claro de dónde
salía Shari.
Con la esperanza de que hubiera más llamadas, Metts nos pidió que
aconsejáramos a la familia sobre cómo afrontarlas. Jim Wright le dijo que
deberían procurar reaccionar de forma muy parecida a un negociador de la
policía que gestiona una situación con rehenes. Es decir, escuchar con atención,
reformular todo lo que la persona dijera que pudiera tener importancia para
asegurarse de que entendían el mensaje, intentar conseguir una reacción y que
revelara más de sí mismo y sus intenciones. Eso podría tener varias ventajas. En
primer lugar, podría alargar la llamada lo suficiente para rastrearlo y atraparlo.
En segundo lugar, podría «calmar» al secuestrador si pensara que alguien lo
escuchaba con empatía y le animaría a establecer más contactos.
Ni que decir tiene que ese grado de actuación controlada es mucho pedir para
una familia horrorizada y paralizada por la pena. Pero la capacidad de los Smith
para conseguirnos información importante era increíble.
El secuestrador llamó al día siguiente por la noche, y en esta ocasión habló
con Dawn, la hermana de veintiún años de Shari. Habían pasado cuatro días
desde la desaparición. Le dio detalles a Dawn sobre el secuestro, dijo que paró el
coche al verla en el buzón, parecía simpática, le hizo unas cuantas fotografías y
luego la obligó a entrar en el coche a punta de pistola. Mediante esta y otras
conversaciones, oscilaba entre mostrarse aparentemente simpático, cruelmente
indiferente y vagamente arrepentido con que todo «se le hubiera ido de las
manos».
Continuó su relato:
—De acuerdo, las cuatro y cincuenta y ocho de la tarde. No, lo siento, espere
un momento. Las tres y diez de la tarde, sábado, 1 de junio, sí, escribió lo que
recibisteis. A las cuatro y cincuenta y ocho del sábado 1 de junio nos
convertimos en una sola alma.
—En una sola alma —repitió Dawn.
—¿Qué significa eso? —preguntó Hilda de fondo.
—Nada de preguntas ahora —repuso el secuestrador.
Nosotros sabíamos a qué se refería, pese a que él insistía en que «se
acercaban bendiciones» y que Shari volvería la noche siguiente. Incluso le dijo a
Dawn que tuviera una ambulancia preparada.
—Recibirán instrucciones de dónde encontrarnos.
Para nosotros, en Quantico, la parte más significativa de la conversación
grabada era ese comentario sobre la hora: 4.58, para luego volver a las 3.10. La
siniestra llamada que recibió Hilda al día siguiente por la tarde lo confirmó:
—Escuche con atención. Tome la autopista 378 al oeste hasta la rotonda.
Coja la salida de Prosperity, recorra tres kilómetros, gire a la derecha en la señal
de Moose Lodge número 103, siga cuatrocientos metros, tuerza a la izquierda en
un edificio blanco, vaya al patio trasero y dos metros más allá estaremos
esperando. Dios nos escogió. —Y colgó.
El sheriff Metts puso la grabación, que le llevó directamente al cadáver de
Shari Smith, a cinco kilómetros en el condado vecino de Saluda. Llevaba el top
amarillo y los pantalones cortos blancos con los que se la vio por última vez,
pero la descomposición del cuerpo indicó al sheriff y al médico forense que
llevaba varios días muerta; desde las 4.58 de la madrugada del 1 de junio
(estábamos bastante seguros). De hecho, el estado en que se encontraba el
cuerpo hacía imposible determinar el método del asesinato o si Shari había sido
agredida sexualmente.
Pero Jim Wright, Ron Walker y yo estábamos convencidos de que su asesino
había mareado a la familia con esperanzas de que regresaría lo justo para que las
pruebas forenses esenciales se degradaran. En la cara y el pelo había un resto
pegajoso de cinta aislante, pero la cinta en sí se había quitado, otro indicador de
planificación y organización. Por lo general no empiezan bien organizados, lo
que apuntaba a un individuo inteligente, algo mayor, que volvía al lugar donde
había abandonado el cuerpo por algún tipo de satisfacción sexual. Cuando el
cuerpo estuvo tan descompuesto que ya no pudo haber «relación» dejó de ir.
El rapto en sí, en plena tarde en una zona rural y residencial requería cierto
grado de finura y sofisticación. Calculamos que rozaría la treintena, y yo me
inclinaba por la edad más avanzada de ese rango. Por la crueldad gratuita de los
juegos a los que sometía a la familia, coincidimos en que probablemente se había
casado pronto, un matrimonio breve y fracasado. En la actualidad viviría solo o
con sus padres. Esperábamos que tuviera algún tipo de historial por agresiones a
mujeres o por lo menos llamadas obscenas. Si tenía antecedentes por asesinato,
sería de niños o chicas jóvenes. A diferencia de muchos asesinos en serie, no
perseguiría a prostitutas; le intimidaban demasiado.
Las indicaciones precisas y la autocorrección con la hora nos daban otros
datos importantes. Las indicaciones estaban muy pensadas y apuntadas por
escrito. Había vuelto al escenario del crimen varias veces para hacer mediciones
exactas. Cuando llamaba a la familia, estaba leyendo un guion. Entendía que
debía trasmitir su mensaje y colgar el teléfono cuanto antes. Había perdido los
nervios al teléfono varias veces cuando le interrumpían y tenía que volver a
empezar. Quienquiera que fuese, era rígido y ordenado, meticuloso y
obsesivamente limpio. Tomaba notas compulsivamente y perdía el hilo del
pensamiento. Sabíamos que tenía que ir en coche al lugar donde raptó a Shari
delante de su casa. Deduje por su personalidad que el vehículo estaría limpio y
bien conservado, tres años de antigüedad o menos. En pocas palabras, era una
presentación mixta de alguien cuya extrema arrogancia y desprecio por el mundo
entero estúpido de ahí fuera entraba en conflicto continuo con la profunda
inseguridad y los sentimientos de inadaptación.
En este tipo de caso, el escenario del crimen se convierte psicológicamente
en parte del crimen. La geografía del crimen también apuntaba a un hombre de
los alrededores, probablemente alguien que había vivido en la zona casi toda su
vida. Por las cosas que quería hacer con Shari, y luego con su cuerpo, necesitaba
tiempo a solas en un espacio aislado donde sabía que no le molestarían. Solo
alguien de los aledaños sabría dónde estaban esos lugares.
La Unidad de Análisis de Señales de la Sección de Ingeniería del FBI nos
dijo que la distorsión de la voz del autor de las llamadas se hacía con algo que
llamaban «aparato de control de velocidad variable». Los teletipos solicitando
ayuda para rastrear a los fabricantes y ventas al detalle se enviaron a las sedes de
todo el país. A partir de ese informe dedujimos que el sujeto en cuestión tenía
algún tipo de conocimiento de electrónica, y un posible empleo en la
construcción o el campo de las reformas.
Al día siguiente, cuando Bob Smith hacía los preparativos finales del funeral
en casa para enterrar a su hija pequeña, el asesino volvió a llamar, esta vez a
cobro revertido, y pidió hablar con Dawn. Le dijo que se entregaría al día
siguiente por la mañana y que las fotografías que le había hecho a Shari ante el
buzón estaban en el correo de la familia. Pidió perdón y oraciones a la familia a
través de Dawn con autocompasión. También insinuó que, en vez de entregarse,
estaba pensando en suicidarse, y se lamentó de nuevo de que «esto se le hubiera
ido de las manos, lo único que quería era hacer el amor con Dawn. La había
observado unas cuantas…».
—¿Con quién? —le interrumpió Dawn.
—Con… lo siento, con Shari —se corrigió—. La observé durante unas
semanas y bueno, se me fue de las manos.
Fue el primero de varios ejemplos en los que confundía a las dos hermanas,
algo lógico porque las dos chicas eran rubias, guapas y extrovertidas y
guardaban un parecido impresionante. En la prensa y televisión había aparecido
una fotografía de Dawn, y lo que le atrajera de Shari probablemente también lo
tenía Dawn. Al escuchar las grabaciones, era imposible no indignarse con esa
actuación tan sádica e increíblemente autocomplaciente. Pero en ese momento
sabía, por frío y calculador que suene, que Dawn podía servir de cebo para
atrapar al asesino.
En una llamada ese mismo día a un presentador de la televisión local, Charlie
Keyes, reiteró su intención de entregarse, anunció que quería que el popular
Keyes hiciera de «mediador» y le prometió una entrevista en exclusiva. Aquel
escuchó, pero se mantuvo distante y no le prometió nada.
En primer lugar, le dije a Lewis McCarty por teléfono, no tenía intención de
rendirse. Tampoco iba a suicidarse. Le había dicho a Dawn que era «un amigo de
la familia», cuando solo era lo bastante psicópata para querer que los Smith le
entendieran y empatizaran con él. No creíamos que conociera a la familia, era
solo parte de su fantasía de ser cercano y querido por Shari. Era un narcisista
empedernido, y cuanto más se alargara la situación, le aconsejé a McCarty,
mayor reacción conseguiría de la familia y más cómodo se sentiría con la
experiencia. Volvería a matar a alguien muy parecido a Shari si lo encontraba, o
a otra víctima de oportunidad si no la daba ella. El tema subyacente de todo lo
que hacía era el poder, la manipulación, la dominación y el control.
La tarde del día del funeral de Shari, volvió a llamar y habló con Dawn. En
una acción especialmente perversa, hizo que la operadora le dijera a Dawn que
era una llamada a cobro revertido de Shari. De nuevo dijo que iba a entregarse, y
luego entró en una descripción de una naturalidad y banalidad terribles de su
muerte:
—Desde las dos de la madrugada, el momento en que ella supo realmente lo
que ocurriría, hasta que murió a las cuatro cincuenta y ocho, hablamos mucho y
de todo y ella escogió el momento. Dijo que estaba lista para irse, que Dios
estaba listo para aceptarla como un ángel.
Describió las relaciones sexuales con ella y dijo que le había dado a escoger
la muerte: por disparo, sobredosis o ahogamiento. Shari eligió la última y él la
ahogó con cinta aislante sobre la boca y la nariz.
—¿Por qué tuviste que matarla? —le preguntó Dawn entre lágrimas.
—Se me fue de las manos. Me asusté porque, bueno, quién sabe, Dawn. No
sé por qué. Que Dios me perdone. Espero arreglarlo o me enviará al infierno y
estaré allí el resto de mi vida, pero no voy a ir a la cárcel o a la silla eléctrica.
Tanto Dawn como su madre suplicaron al asesino que se entregara a Dios en
vez de suicidarse. En mi unidad estábamos bastante seguros de que no tenía
ninguna intención de hacer ninguna de las dos cosas.
Dos semanas después del día del secuestro de Shari Smith, Debra May
Helmick fue raptada en el patio delantero de la casa remolque de sus padres en el
condado de Richland, a cuarenta kilómetros del hogar de los Smith. Su padre
estaba en casa en ese momento, a seis metros. Un vecino vio a alguien parar en
un coche, salir y hablar con Debra; luego la agarró de repente, la metió en el auto
y salió disparado. El vecino y el señor Helmick salieron a perseguir el coche,
pero lo perdieron. Como Shari, Debra era una rubia guapa de ojos azules. A
diferencia de Shari, solo tenía nueve años.
El sheriff Metts inició una intensa operación para encontrarla. Entre tanto, el
asunto empezaba a afectarme. Cuando haces el tipo de cosas que hacemos mi
unidad y yo para ganarte la vida, debes mantener la distancia y objetividad del
material y el tema del caso. Si no, te vuelves loco. Por difícil que hubiera sido el
caso Smith hasta ahora, este último horrible giro lo hizo imposible. La pequeña
Debra Helmick solo tenía nueve años, la misma edad que mi hija Erika, y
también era rubia de ojos azules. Mi segunda hija, Lauren, solo tenía cinco años.
Aparte de esa horrible sensación que me corroía de «podría ser mi hija», tenía el
comprensible deseo de tener siempre a mis hijas conmigo y no perderlas de vista
jamás. Cuando uno ve lo que yo he visto, no llegar a hacerlo y dar a tus hijos el
espacio y la libertad que necesitan para vivir es una lucha emocional constante.
Pese a la diferencia de edad de las niñas Smith y Helmick, los horarios, las
circunstancias y el modus operandi indicaban que probablemente se trataba del
mismo agresor. Sabía que el departamento del sheriff y mi unidad estábamos de
acuerdo. Lewis McCarty aceptó la lúgubre probabilidad de que estuvieran
enfrentándose a un asesino en serie y voló a Quantico con todo el material del
caso.
Walker y Wright revisaron todas las decisiones que habían definido el perfil
y las recomendaciones que habían dado. Con la información añadida del nuevo
crimen, no vieron motivo para cambiar su evaluación.
Pese a la distorsión de la voz, casi no había duda de que el sujeto
desconocido era blanco. Ambos eran crímenes de motivación sexual perpetrados
por un hombre adulto, inseguro e inadaptado. Ambas víctimas eran blancas, y no
era habitual ver ese tipo de crímenes entre razas. El hombre era aparentemente
tímido y educado, tenía poca autoestima y probablemente era fornido o tenía
sobrepeso, y no era atractivo para las mujeres. Le dijimos a McCarty que
esperábamos que nuestro hombre mostrara una conducta aún más compulsiva.
La gente cercana notaría una pérdida de peso, tal vez bebiera mucho, no se
afeitara con regularidad y estuviera deseoso de hablar sobre el asesinato. Alguien
así de meticuloso seguiría con avidez las noticias en televisión y recopilaría las
noticias de prensa. También coleccionaba pornografía, con especial énfasis en el
bondage y el sadomasoquismo. Estaba disfrutando de su popularidad, su
sensación de poder sobre sus víctimas y la comunidad, su capacidad de
manipular a la afligida familia Smith. Como me temía, al no encontrar una
víctima que encajara con sus fantasías y deseos, fue a por la víctima de
oportunidad más vulnerable. Teniendo en cuenta la edad de Shari, por lo menos
era razonablemente fácil acercarse a ella. Pero si lo pensábamos bien, no
creíamos que el tipo se sintiera muy bien con Debra Helmick, así que no
esperábamos llamadas a la familia.
McCarty se fue a casa con una lista de veintidós puntos de conclusiones y
características sobre el sujeto. Cuando regresó, le dijo a Metts: «Conozco a ese
hombre. Ahora tenemos que averiguar cómo se llama».
Por gratificante que fuera su fe en nosotros, las cosas rara vez eran tan
sencillas. Las agencias estatales y la sede en Columbia del FBI peinaron la zona
en busca de rastros de Debra. Sin embargo, no hubo comunicación, ni peticiones,
ni pruebas recientes. En Quantico esperábamos instrucciones, intentábamos
prepararnos para lo que sucediera. La empatía que uno siente por la familia de
un niño desaparecido es casi insoportable. A petición tanto del agente especial al
cargo Ivey como del sheriff Metts, hice las maletas y volé a Columbia para
ayudar sobre el terreno en lo que prometía ser un caso importante. Me llevé a
Ron Walker. Era el primer viaje que hacíamos juntos desde que él y Blaine
McIlwain me salvaron la vida en Seattle.
Lew McCarty nos recogió en el aeropuerto, no perdimos el tiempo y nos
dispusimos a familiarizarnos con los diversos escenarios. McCarty nos llevó a
los lugares donde habían sido raptadas. Hacía calor y había humedad, incluso
para los estándares de Virginia. No había señales evidentes de lucha delante de
las casas. El lugar donde se abandonó el cadáver de Smith era solo eso: estaba
claro que el asesinato se había producido en otro sitio. No obstante, al ver las
localizaciones estaba aún más convencido de que nuestro sujeto desconocido
conocía muy bien la zona y, pese a que varias de las llamadas a los Smith habían
sido de larga distancia, tenía que ser de los alrededores.
Hubo una reunión en el departamento del sheriff, que tenía un despacho
impresionante, de unos nueve metros de largo, techos de varios metros de alto y
las paredes completamente cubiertas de placas, certificados y recuerdos. Todo lo
que había hecho en su vida estaba colgado en esas paredes, desde
agradecimientos por haber resuelto casos hasta la valoración de las Girl Scouts.
Se sentó en su enorme escritorio y el resto, Ron y yo, Bob Ivey y Lew McCarty,
formamos un semicírculo alrededor de él.
—Ha dejado de llamar a los Smith —se lamentó.
—Haré que vuelva a llamar —aseguré.
Les dije que el perfil debería ser una valiosa ayuda en la investigación
policial, pero que también deberíamos intentar obligarle a salir a la luz, y les
expliqué algunas de las técnicas proactivas que tenía en mente. Pregunté si algún
periodista de la prensa local colaboraría con nosotros. No era una cuestión de
censura o de darle órdenes directas de qué tenía que escribir, pero tenía que ser
alguien que comprendiera lo que intentábamos hacer y que no estuviera ansioso
por jugárnosla como muchos periodistas.
Metts propuso a Margaret O’Shea, del periódico Columbia State. Ella
accedió a acudir a la oficina, donde Ron y yo intentamos explicarle la
personalidad criminal y cómo creíamos que iba a reaccionar el individuo.
Le dijimos que seguía de cerca la prensa, sobre todo los artículos donde
apareciera Dawn. Sabíamos por nuestra investigación que esos tipos a menudo
regresaban a los escenarios del crimen o las tumbas de sus víctimas. Le aseguré
que, con el artículo adecuado, podríamos hacerle salir a la luz y atraparlo. Por lo
menos esperábamos poder hacerle volver a llamar. Le dije que habíamos contado
con la estrecha colaboración de miembros de la prensa en los envenenamientos
con Tylenol y que había servido de modelo de cómo queríamos hacer las cosas.
O’Shea aceptó darnos el tipo de cobertura que queríamos. Luego McCarty
me llevó a conocer a los Smith y explicarles lo que queríamos que hicieran. Lo
que tenía en mente, básicamente, era usar a Dawn de cebo. A Robert Smith le
puso extremadamente nervioso, no quería poner en peligro a la hija que le
quedaba. Por mucho que me preocupara esa estratagema, creía que era nuestra
mejor opción, así que intenté calmar al señor Smith y le dije que el asesino de
Shari era un cobarde y no iba a ir a por Dawn con tanta atención mediática y
vigilancia. Tras estudiar las grabaciones telefónicas, estaba convencido de que
Dawn era lista y valiente para hacer lo que pretendíamos.
Dawn me llevó a la habitación de Shari, que estaba intacta desde la última
vez que estuvo ella. Era de esperar, es habitual en las familias que han perdido a
un hijo de forma súbita y trágica. Lo primero que me impresionó fue el surtido
que tenía Shari de koalas de peluche, de todas las formas, tamaños y colores.
Dawn dijo que la colección era importante para Shari, y todos sus amigos lo
sabían.
Pasé mucho tiempo en la habitación, intentando captar cómo era Shari.
Podíamos atrapar al asesino, solo teníamos que tomar las decisiones correctas.
Al cabo de un rato cogí un koala diminuto, de esos que abren y cierran los
brazos si les aprietas los hombros. Le expliqué a la familia que, en unos días, el
tiempo suficiente para conseguir una cobertura completa de la prensa,
celebraríamos una misa en recuerdo de Shari en su tumba en el cementerio de
Lexington, durante la cual Dawn dejaría el animal de peluche junto a un ramo de
flores. Pensaba que había opciones de atraer al asesino hasta la misa, y aún más
de que regresara una vez terminada la ceremonia para llevarse el koala como
recuerdo tangible de Shari.
Margaret O’Shea comprendió exactamente el tipo de presión que
necesitábamos y envió a un fotógrafo a la misa. Dado que aún no había lápida,
habíamos construido un atril de madera blanca con la fotografía de Shari delante.
La familia se quedó de pie junto a la tumba y ofreció oraciones por Shari y
Debra. Luego Dawn agarró el koala de Shari y lo juntó por los brazos al tallo de
una rosa de uno de los ramos que habían enviado al cementerio. En conjunto fue
una experiencia extremadamente emocional y conmovedora. Mientras los Smith
hablaban y un grupo de fotógrafos los retrataban para la prensa local, los
hombres de Metts apuntaron con discreción las matrículas de todos los coches
que pasaban. Lo que me molestaba era que la tumba estuviera tan cerca de la
calle. Pensé que un lugar tan poco resguardado podría intimidar al asesino,
impedir que se acercara y al mismo tiempo permitirle ver lo que quería desde la
calle. No podíamos hacer nada en cuanto a eso.
Al día siguiente aparecieron las fotografías en la prensa. El asesino de Shari
no fue a buscar el koala esa noche como esperábamos. Creo que la cercanía de la
calle lo asustó. Pero sí volvió a llamar. Poco después de medianoche, Dawn
contestó al teléfono otra llamada a cobro revertido «de Shari Faye Smith». Tras
confirmar que era Dawn la que estaba al teléfono y asegurarse de que «sabía que
no era un fraude», hizo la declaración más espeluznante hasta entonces:
—De acuerdo, ya sabes que Dios quiere que vayas con Shari Faye. Solo es
cuestión de tiempo. Este mes, el mes que viene, este año, el año que viene. No
puedes estar protegida siempre. —Luego le preguntó si había oído hablar de
Debra May Helmick.
—Eh, no.
—¿La niña de diez años? ¿H-E-L-M-I-C-K?
—¿Del condado de Richland?
—Sí.
—Ah.
—Bueno, escucha. Ve por la Uno norte… bueno, Uno oeste, gira a la
izquierda en Peach Festival Road o Bill’s Grill, sigue cinco kilómetros y medio
por Gilbert, tuerce a la derecha por la última calle sucia y para en un cartel que
dice «Two Notch Road», traspasa la cadena y la señal de «No pasar», camina
cuarenta y cinco metros, gira a la izquierda y camina nueve metros. Debra May
está esperando. Que Dios nos perdone a todos.
Se estaba volviendo más audaz y arrogante, ya no usaba el aparato para
distorsionar la voz. Pese a la clara amenaza contra su vida, Dawn hizo todo lo
posible por mantenerlo al teléfono lo máximo posible, mantuvo el buen juicio de
una forma brillante y le pidió las fotografías de su hermana que le había
prometido y nunca llegaron.
—Las debe de tener el FBI —dijo a la defensiva, de modo que reconocía que
sabía de nuestro papel en el caso.
—No, señor —replicó Dawn—, porque cuando tienen algo nosotros también
lo recibimos. ¿Las va a enviar?
—Sí, claro —respondió él con evasivas.
—Creo que está usted mareando la perdiz porque dijo que llegarían y no
están.
Nos estábamos acercando, pero la responsabilidad de haber puesto a Dawn
en más peligro me pesaba mucho. Mientras Ron y yo ayudábamos a las
autoridades locales, los técnicos del laboratorio SLED de Columbia estaban
sometiendo la única prueba sólida, las últimas voluntades y el testamento de
Shari, a todo tipo de pruebas. Se había escrito en papel rayado de un bloc, y eso
le dio una idea a un analista.
Con un aparato llamado «máquina Esta», que puede detectar impresiones
casi microscópicas en el papel causadas por las hojas que estaban encima en el
bloc, detectó una lista parcial de la compra y lo que parecía una secuencia de
números. Al final pudo sacar nueve cifras de una secuencia de diez: 205-83713_8.
El código de Alabama es 205, y 837 es un lugar de cambio en Huntsville. Al
trabajar con la división de seguridad de Southern Bell, SLED comprobó los diez
posibles números de teléfono de Huntsville y luego los cruzó para ver si alguno
estaba relacionado con el condado de Columbia-Lexington. Uno de ellos había
recibido varias llamadas de un domicilio a solo veinticuatro kilómetros de casa
de los Smith, varias semanas antes de que Shari fuera secuestrada. Era la mejor
pista hasta el momento. Según los registros municipales, la casa era propiedad de
una pareja de mediana edad, Ellis y Sharon Sheppard.
Armado con esa información, McCarty se llevó a varios adjuntos y se fue
corriendo a casa de los Sheppard. La pareja fue cordial y amable, pero, aparte de
que Ellis, de cincuenta años, era electricista, nada de él encajaba en el perfil. Los
Sheppard llevaban muchos años felizmente casados y no tenía el pasado que
habíamos pronosticado para el asesino. Admitieron haber hecho las llamadas a
Huntsville, donde estaba destinado su hijo en el ejército, pero dijeron que
estaban fuera de la ciudad cuando se cometieron los dos asesinatos. Tras una
pista forense tan prometedora, el resultado fue decepcionante.
No obstante, McCarty había trabajado bastante tiempo con nosotros y creía
que el perfil era preciso. Se lo explicó a los Sheppard y les preguntó si conocían
a alguien que encajara.
Se miraron en un momento de lucidez. Coincidían en que era Larry Gene
Bell.
Mediante las cuidadosas preguntas de McCarty, le contaron al subsheriff
todo lo que sabían sobre Bell. Tenía treinta y pocos años, estaba divorciado y
tenía un hijo que vivía con su exmujer. Era tímido y corpulento y trabajaba para
Ellis instalando cables en varias casas y otros trabajillos. Meticuloso y ordenado,
les había cuidado la casa durante las seis semanas que habían estado fuera; luego
volvió al domicilio de sus padres. Sharon Sheppard recordó que apuntó el
número de teléfono de su hijo en un bloc de notas para Gene, como lo llamaban,
por si pasaba algo con la casa mientras él estaba allí. Ahora que lo pensaban,
cuando los recogió en el aeropuerto solo quería hablar del secuestro y asesinato
de la chica Smith. Les sorprendió su aspecto al verlo: había adelgazado, iba sin
afeitar y parecía muy alterado.
McCarty le preguntó al señor Sheppard si tenía un arma. Ellis contestó que
tenía una pistola del calibre 38 cargada en casa para protegerse. McCarty le pidió
verla, y Ellis lo llevó obediente a donde guardaban el arma. No estaba. Los dos
hombres buscaron por toda la casa y finalmente la encontraron: debajo del
colchón de la cama donde había dormido Gene. La habían disparado y estaba
atascada. Debajo del colchón también había un número de la revista Hustler en
el que aparecía una rubia guapa atada en la posición de la crucifixión. Cuando
McCarty les puso un fragmento de una de las llamadas a Dawn, Ellis estuvo
seguro de estar escuchando la voz de Larry Gene Bell: «No tengo dudas».
Hacia las dos de la madrugada, Ron Walker llamó a mi puerta y me sacó de
la cama. Acababa de recibir una llamada de McCarty, que nos contó lo de Larry
Gene Bell y nos pidió que fuéramos a su despacho enseguida. Entre todos
hicimos encajar las pruebas y el perfil. Era asombroso la precisión con la que
encajaban. Parecía que habíamos dado en el blanco. En las fotografías del sheriff
aparecía un coche registrado a nombre de Bell en la calle cercana a la tumba,
pero el conductor no había salido.
Metts tenía previsto detener a Bell cuando saliera de trabajar por la mañana,
y quería mi consejo para llevar el interrogatorio. Detrás del despacho había un
camión que el departamento había obtenido en un operativo antidrogas que
usaron como oficina auxiliar. Les sugerí que lo convirtieran en un centro
«operativo» para el caso. Pusieron fotografías del caso y mapas de los escenarios
del crimen en las paredes y colocaron un montón de carpetas y materiales del
caso sobre las mesas. Les dije que llenaran el camión de agentes que parecieran
muy atareados para dar la sensación de que había un montón de pruebas contra
el asesino.
Sería difícil conseguir una confesión, les advertimos. Carolina del Sur era la
capital de la pena de muerte, y como mínimo el tipo esperaba una cadena
perpetua dura como pederasta y asesino; no eran las circunstancias óptimas para
alguien que aprecie su vida y su integridad física. La mejor opción era un
escenario en el que se salvaran las apariencias: intentar atribuir parte de la culpa
a las víctimas, por ofensivo que fuera para los interrogadores, o dejarle
explicarse con una defensa basada en la demencia. Los acusados que no tenían
otra salida solían recurrir a eso, aunque, estadísticamente, rara vez los jueces lo
aceptan.
Los adjuntos del sheriff detuvieron a Larry Gene Bell a primera hora de la
mañana cuando salía de casa de sus padres para trabajar. Jim Metts observó con
atención su cara cuando lo introdujeron en el camión «operativo». «Era como si
le hubieran encalado la cara», informó el sheriff. «Lo puso en la perspectiva
psicológica adecuada». Le leyeron los derechos, renunció a ellos y accedió a
hablar con los investigadores.
Los agentes estuvieron con él casi todo el día mientras Ron y yo
esperábamos en el despacho de Metts y recibíamos boletines sobre el progreso y
les orientábamos acerca de qué hacer a continuación. Entre tanto, agentes
armados con una orden de registro estaban examinando el domicilio de Bell.
Como podríamos haber pronosticado, los zapatos estaban perfectamente
alineados debajo de la cama, el escritorio ordenado con meticulosidad, incluso
las herramientas del maletero de su coche de tres años bien conservado estaban
igual de ordenadas. En el escritorio encontraron las indicaciones para llegar a
casa de sus padres escritas exactamente de la misma manera que las
instrucciones que dio para localizar los cadáveres de Smith y Helmick. Hallaron
más pornografía bondage y sadomasoquista, tal como esperábamos. Los técnicos
descubrieron cabellos en la cama que coincidían con los de Shari, y el sello
conmemorativo que usó para enviar sus últimas voluntades y testamento
coincidía con una hoja de un cajón del escritorio.
Enseguida emergió su pasado. Como habíamos pronosticado, había estado
implicado en varios incidentes sexuales desde pequeño, una práctica que
finalmente se le fue de las manos cuando a los veintiséis años intentó forzar a
una mujer casada de diecinueve en su coche con un cuchillo. Para evitar ir a la
cárcel aceptó un tratamiento psiquiátrico, pero lo dejó después de dos sesiones.
Cinco meses después intentó forzar a una universitaria a entrar en su coche a
punta de pistola. Recibió una condena de cinco años y quedó en libertad
condicional a los veintiún meses. Mientras estaba en libertad condicional realizó
más de ochenta llamadas obscenas a una niña de diez años. Se declaró culpable y
solo le impusieron más libertad condicional.
En el camión, Bell no hablaba. Negó cualquier implicación en los crímenes;
solo admitió su interés por ellos. Incluso cuando le pusieron las cintas, se mostró
impasible. Unas seis horas después, dijo que quería hablar con el sheriff Metts
personalmente. Metts entró y de nuevo le leyó sus derechos, pero no confesó
nada.
A última hora de la tarde, Ron y yo seguíamos en la oficina del sheriff
cuando Metts y el fiscal del distrito Don Meyers entraron con Bell. Era gordo y
blando, me recordaba al muñeco gigante de Los Cazafantasmas. Ron y yo nos
quedamos sorprendidos, y Meyers le dijo a Bell con su acento de Carolina:
—¿Sabes quiénes son estos chicos? Son del F-B-I. ¿Sabes? Hicieron un
perfil y encaja contigo hasta el último detalle. Ahora estos chicos van a hablar
contigo un rato.
Lo sentaron en el sofá blanco que había contra la pared, se fueron y nos
dejaron solos con Bell.
Yo estaba sentado en el borde de la mesita que había justo enfrente de Bell.
Ron estaba detrás, de pie. Aún llevaba la misma ropa con la que había salido del
motel mucho antes del amanecer, una camisa blanca y unos pantalones casi
iguales blancos. Lo llamo mi uniforme de Harry Belafonte, pero en este
contexto, en la sala blanca con el sofá blanco, parecía un médico, casi un
extraterrestre.
Empecé a informar a Bell sobre nuestro estudio de asesinos en serie y le dejé
claro que, gracias a nuestra investigación, comprendía perfectamente la
motivación del individuo responsable de esos homicidios. Le dije que tal vez
llevaba todo el día negando los crímenes porque intentaba reprimir pensamientos
que no le hacían sentir bien.
—Una de las cosas que he descubierto con las visitas a los centros
penitenciarios y las entrevistas a todos esos sujetos es que la verdad casi nunca
se escapa del pasado de la persona. Por lo general, cuando se produce un crimen
de este tipo, para la persona que lo comete es como una pesadilla. Sufren
muchos factores estresantes y desencadenantes en su vida: problemas
económicos, conyugales o con una novia.
Mientras yo hablaba, él asentía como si tuviera todos esos problemas.
Luego dije:
—La cuestión para nosotros, Larry, es que cuando vayas al juzgado,
probablemente tu abogado no querrá que subas al estrado, así que nunca tendrás
la oportunidad de explicarte. Solo se conocerá tu lado malo, nada bueno de ti,
solo que eres un asesino a sangre fría. Como digo, es muy común cuando la
gente hace este tipo de cosas, es como una pesadilla, y cuando al día siguiente
despiertan no pueden creer que hayan cometido el crimen.
Mientras hablaba, Bell seguía asintiendo como si estuviera de acuerdo.
En ese momento no le pregunté directamente si él cometió los asesinatos,
porque sabía que, si lo formulaba así, la respuesta sería negativa. Así que me
incliné hacia él y le interpelé:
—¿Cuándo empezaste a sentirte mal por el crimen, Larry?
Y él respondió:
—Cuando vi una fotografía y leí una noticia sobre la familia rezando en el
cementerio.
Luego dije:
—Larry, ya que estás aquí sentado, ¿tú hiciste esto? ¿Podrías haberlo hecho
tú? —En este tipo de situaciones, intentamos evitar palabras acusatorias o
incendiarias como «matar», «crimen» y «asesinato».
Levantó la mirada con lágrimas en los ojos y dijo:
—Solo sé que el Larry Gene Bell que está aquí sentado no podría haberlo
hecho, pero el Larry Gene Bell malo, sí.
Sabía que era lo más parecido a una confesión que íbamos a conseguir. Sin
embargo, Don Meyers quiso que probáramos otra cosa, y estuve de acuerdo.
Pensaba que si Bell veía cara a cara a la hermana y la madre de Shari,
conseguiríamos una reacción instantánea.
Hilda y Dawn aceptaron hacerlo, así que las preparé para lo que quería que
dijeran y cómo quería que actuaran. Luego fuimos al despacho de Metts, que
estaba sentado tras su enorme escritorio, Ron Walker y yo a ambos lados de la
sala, formando un triángulo. Hicieron pasar a Bell y lo sentaron en el medio, de
cara a la puerta. A continuación llamaron a Hilda y Dawn y le pidieron a Bell
que dijera algo. Él seguía con la cabeza gacha, como si no se atreviera a
mirarlas.
Sin embargo, tal como le pedí, Dawn lo miró a los ojos y dijo:
—¡Eres tú! Sé que eres tú, reconozco la voz.
Él no lo negó, pero tampoco lo admitió. Empezó a repetirles todo lo que yo
había usado para hacerle hablar. Les contó lo de que el Larry Gene Bell que
estaba ahí sentado no podría haberlo hecho y las demás tonterías. Aún espero
que se aferre a una defensa basada en la enajenación mental y lo saque todo.
Así continuó un rato. La señora Smith no paraba de hacer preguntas para
sacarlo de quicio. Por dentro, estoy seguro de que a todo el mundo se le revolvía
el estómago por tener que escucharlo.
De pronto se me ocurrió una idea. Pensé si Dawn o Hilda iban armadas.
¿Alguien había comprobado si llevaban un arma? Porque no recordaba a nadie
haciéndolo. Así que ahora estaba todo el tiempo en el borde de mi asiento,
prácticamente balanceándome sobre los talones, listo para agarrar una pistola o
desarmar a alguna de ellas si estiraban el brazo hacia el bolso. Yo sé lo que
querría hacer en una situación así si fuera mi hija, y muchos otros padres se
sienten igual. Era la ocasión perfecta para matar a ese tipo, y ningún jurado del
mundo la condenaría.
Por suerte, Dawn y Hilda no intentaron entrar un arma. Tenían más control y
fe en el sistema del que habría tenido yo, pero Ron lo comprobó más tarde y
nadie las había cacheado.
Larry Gene Bell fue juzgado por el asesinato de Shari Faye Smith a finales del
mes de enero siguiente. Debido a la enorme cobertura, se celebró en el condado
de Berkeley, cerca de Charleston. Don Meyers me pidió que testificara como
experto sobre el perfil y cómo se elaboró, así como sobre el interrogatorio al
acusado.
Bell no subió al estrado y nunca volvió a admitir ninguna culpa. Lo que me
dijo en el despacho del sheriff Metts fue lo más cerca que estuvo de confesar.
Pasó la mayor parte del juicio tomando numerosas y compulsivas notas en el
mismo tipo de bloc en el que se habían escrito las últimas voluntades y el
testamento de Shari Smith. No obstante, el caso era bastante convincente. Tras
casi un mes de testimonios, el jurado solo necesitó cuarenta y siete minutos para
emitir su veredicto de culpabilidad de secuestro y asesinato en primer grado.
Cuatro días después, tras más deliberaciones y recomendaciones del jurado, fue
condenado a muerte por electrocución. Fue juzgado por separado por el
secuestro y asesinato de Debra May Helmick. Ese jurado no necesitó mucho más
tiempo para llegar al mismo veredicto y castigo.
Desde mi punto de vista, el caso de Larry Gene Bell fue un ejemplo de la
mejor actuación de las fuerzas de la ley. Se produjo una fantástica colaboración
entre muchas agencias del condado, estatales y federales, un liderazgo sensato y
enérgico local, dos familias heroicas y una simbiosis perfecta entre el análisis del
perfil psicológico y el escenario del crimen y las técnicas policiales y forenses
tradicionales. Trabajando juntos, paramos a un asesino en serie cada vez más
peligroso al principio de su potencial carrera. Me gustaría que sirviera de modelo
para futuras investigaciones.
Dawn Smith siguió haciendo cosas impresionantes en su vida. Un año
después del juicio, fue Miss Carolina del Sur y subcampeona en el concurso de
Miss América. Se casó, siguió sus ambiciones musicales y se convirtió en
cantante de country y de góspel. La veo en televisión de vez en cuando.
En el momento de escribir este libro, Larry Gene Bell sigue en el corredor de
la muerte del correccional central de Carolina del Sur, donde mantiene su celda
muy limpia y ordenada. La policía cree que es el autor de otros asesinatos de
niñas y chicas jóvenes en Carolina del Norte y del Sur. A mi juicio, basado en la
investigación y la experiencia, no es posible rehabilitar a este tipo de individuos.
Si llega a salir, volverá a matar. Y para los que argumentan que tanto tiempo en
el corredor de la muerte constituye un castigo cruel e insólito, estaría de acuerdo
hasta cierto punto. Retrasar la imposición de la pena última es cruel e insólito
para las familias Smith y Helmick, para los que conocieron y amaron a esas dos
chicas y para todos aquellos que queremos que se haga justicia.
17
Cualquiera puede ser una víctima
El 1 de junio de 1989, un pescador vio desde su barca tres «ahogados» en la
bahía de Tampa, Florida. Se puso en contacto con la guardia costera y la policía
de St. Petersburg, que sacaron del agua los tres cadáveres, muy descompuestos.
Todos eran de mujeres, atadas de pies y manos con una combinación de cuerda
de plástico amarillo y cuerda blanca normal. Las tres se habían sumergido atadas
por el cuello a bloques de veintidós kilos. Los bloques tenían dos agujeros, no
tres, como los más comunes. Los cadáveres tenían la boca tapada con cinta
aislante plateada y, por los restos, parecía que les habían tapado los ojos cuando
las lanzaron al agua; además, las tres llevaban camisetas y la parte superior del
biquini. La parte de abajo faltaba, lo que apuntaba a una motivación sexual en el
crimen, aunque el estado de los cuerpos en el agua no permitió que el forense
determinara si había habido agresión sexual.
Gracias a un coche que había cerca de la orilla, pudo identificarse los
cadáveres: Joan Rogers, treinta y ocho años, y sus dos hijas, Michelle, de
diecisiete, y Christie, de quince. Vivían en una granja en Ohio, y eran sus
primeras vacaciones de verdad. Ya habían estado en Disney World y se alojaban
en el Day’s Inn, en St. Petersburg, antes de volver a casa. El señor Roger pensó
que no podía ausentarse de la granja y no había acompañado a su mujer e hijas.
El examen del contenido del estómago de las tres mujeres, contrastado con la
entrevista a empleados del restaurante del Day’s Inn, fijaron la hora de la muerte
aproximadamente en cuarenta y ocho horas antes. La única prueba forense
tangible era una nota garabateada encontrada en el coche con las indicaciones
para ir del Day’s Inn al lugar donde se encontró el coche. Por el otro lado
estaban las indicaciones y el dibujo de un mapa para ir de Dale Mabry, una
frecuentada calle comercial de St. Petersburg, al hotel.
El caso se convirtió de inmediato en una gran noticia que implicaba a los
departamentos de policía de St. Petersburg y Tampa y el departamento del sheriff
del condado de Hillsborough. El miedo en la sociedad era palpable. Si esas tres
turistas inocentes de Ohio podían ser asesinadas así, pensó todo el mundo,
cualquiera podía ser una víctima.
La policía intentó rastrear la nota y contrastó la letra con la de los empleados
del hotel y los dependientes de tiendas y oficinas de la zona de Dale Mabry,
donde empezaban las indicaciones. No averiguaron nada. No obstante, la
naturaleza brutal y sexual de los asesinatos era alarmante y significativa. La
oficina del sheriff de Hillsborough se puso en contacto con la sede del FBI en
Tampa y les dijo: «Podríamos tener un caso de asesino en serie». Aun así, la
colaboración entre las tres jurisdicciones policiales y el FBI no condujo a
avances importantes.
Jana Monroe era una agente de la sede de Tampa. Antes de llegar a la
Agencia fue agente de policía y luego detective de homicidios en California. En
septiembre de 1990, después de entrevistarla Jim Wright y yo para una vacante
en la unidad, solicitamos que la destinaran a Quantico. Jana había sido
coordinadora de perfiles en la sede local, y cuando entró en la unidad el de
Rogers fue uno de sus primeros casos.
Representantes de la policía de St. Pete volaron a Quantico y presentaron el
caso a Jana, Larry Ankrom, Steve Etter, Bill Hagmaier y Steve Mardigian.
Luego trazaron un perfil que describía a un hombre blanco de treinta y tantos o
cuarenta y tantos años, con un trabajo no cualificado del tipo mantenimiento de
casa, con pocos estudios, un historial de agresiones sexuales y físicas y factores
estresantes desencadenantes antes del asesinato. En cuanto pasara el ajetreo de la
investigación se iría de la zona, pero, como John Prante en el caso de Karla
Brown, podría volver más tarde.
Los agentes confiaban en el perfil, pero este no desembocó en una detención.
Avanzaban poco. Necesitaban un enfoque más proactivo, así que Jana fue a
Misterios sin resolver, uno de los programas de televisión que a menudo
conseguía buenos resultados localizando e identificando a sujetos desconocidos.
Tras la aparición de Jana y su descripción del crimen, se generaron miles de
pistas, pero ninguna sirvió.
Siempre digo a mi gente que, si algo no funciona, se prueba otra cosa,
aunque no se haya probado nunca. Eso hizo Jana. La nota de indicaciones
garabateadas parecía el único objeto que relacionaba a las víctimas con el
asesino, pero hasta entonces no había sido muy útil. Como el caso era muy
conocido en la comunidad de Tampa-St. Pete, se le ocurrió la idea de hacer
carteles con ella por si alguien reconocía la letra. Los círculos de las fuerzas de
la ley saben que la mayoría de la gente no reconoce la letra de nadie que no sea
de su familia cercana o amigos íntimos, pero Jana pensó que tal vez saliera
alguien, sobre todo si el sujeto había sido agresivo y una esposa o pareja buscaba
un motivo para acabar con él.
Varios empresarios locales donaron espacio en carteles, y la nota se
reprodujo para que todo el mundo la viera. En unos días, tres individuos que no
se habían conocido nunca llamaron a la policía para identificar la letra de Oba
Chandler, un hombre blanco de cuarenta y tantos años. Instalador de
revestimiento de aluminio no autorizado, esas tres personas lo demandaron
cuando su revestimiento recién colocado se soltó tras la primera lluvia fuerte.
Estaban tan seguros de que era él porque todos tenían una copia manuscrita de su
respuesta legal a los cargos.
Además de la edad y la profesión, encajaba en el perfil en otros aspectos
clave. Tenía un historial de crímenes contra la propiedad, agresión y violencia y
agresión sexual. Se mudó de la zona cuando pasó el alboroto, aunque no sintió la
necesidad de irse de la región. El desencadenante era que su esposa actual
acababa de tener un hijo que él no deseaba.
Como ocurre a menudo cuando puedes hacer algo para abrir un caso, tras oír
los detalles del asesinato apareció otra víctima. Una mujer y su amiga
conocieron a un hombre que encajaba con la descripción de Chandler que quería
que salieran con él en su barco en la bahía de Tampa. A la novia todo le dio un
mal pálpito y se negó, así que la otra mujer fue amiga.
Cuando estaban en medio de la bahía, intentó violarla. Ante la resistencia de
ella, le advirtió: «No grites o te pongo cinta aislante en la boca, te ato a un
bloque y te ahogo».
Oba Chandler fue detenido, juzgado y declarado culpable de asesinato en
primer grado de Joan, Michelle y Christie Rogers. Fue condenado a muerte.
Sus víctimas eran personas normales y confiadas cuya selección fue casi
aleatoria. A veces la selección era completamente aleatoria, lo que demuestra
que la espeluznante frase de que cualquiera puede ser una víctima es cierta. En
situaciones como esa, como en el caso Rogers, las técnicas proactivas son
esenciales.
A finales de 1982, varias personas murieron de forma repentina y misteriosa en
la zona de Chicago. Al poco tiempo, la policía de Chicago estableció una
conexión entre las muertes y aisló la causa: todas las víctimas habían tomado
cápsulas de Tylenol envenenadas con cianuro. Cuando la cápsula se rompía en el
estómago, la muerte era rápida.
Ed Hagarty, el agente especial al cargo de Chicago, me pidió que entrara en
la investigación. Nunca había trabajado en un caso de falsificación de productos,
pero cuando lo pensé imaginé que gran parte de lo que había aprendido en las
entrevistas en la cárcel y la experiencia con otros tipos de agresiones también se
podría aplicar en ese caso. En el código del FBI, el caso se hizo conocido como
«Tymurs».
El principal problema al que se enfrentaban los investigadores era la
naturaleza aleatoria de los envenenamientos. Dado que el agresor no atacaba a
una víctima específica ni estaba presente en el escenario del crimen, el tipo de
análisis que solíamos hacer no revelaría nada directamente.
En apariencia, los homicidios no tenían motivación ninguna, es decir, no
tenían un motivo tradicional y reconocible como el amor, los celos, la avaricia o
la venganza. El envenenador podía estar atacando al fabricante,
Johnson & Johnson, a cualquiera de las tiendas que vendían el producto, a una o
más de las víctimas o a la sociedad en general.
Para mí esos envenenamientos eran el mismo tipo de acto que las bombas
aleatorias o el lanzar rocas desde un puente a los coches que pasan debajo. En
todos esos crímenes el atacante nunca ve la cara de la víctima. Me imaginé al
agresor como David Berkowitz, que disparaba a coches oscuros, más
preocupado por desahogar su rabia que por atacar a un tipo concreto de víctima.
Si ese tipo de sujeto viera la cara de sus víctimas, tal vez se lo habría pensado o
habría tenido remordimientos.
Comparando con otros crímenes aleatorios y cobardes, pensé que entendía
cómo sería el sujeto desconocido. Pese a que tratábamos otro tipo de crimen, el
perfil me resultaba familiar en muchos sentidos. Nuestra investigación había
demostrado que los sujetos que mataban indiscriminadamente sin buscar
notoriedad suelen estar motivados sobre todo por la rabia. Pensé que el tipo
tendría períodos de grave depresión y sería un inadaptado, un tipo desesperado
que habría fracasado durante toda su vida en el colegio, el trabajo y las
relaciones.
Era probable que estadísticamente el sujeto encajara en el molde del asesino:
un hombre blanco rozando la treintena, un solitario noctámbulo. Tal vez iba a
casa de las víctimas o visitaba las tumbas, quizá dejaba algo significativo allí.
Esperaba que tuviera un puesto de trabajo tan cercano al poder y la autoridad
como pudiera: conductor de ambulancia, guarda de seguridad, guardia de tienda
o auxiliar de policía. Probablemente tenía experiencia militar, ya fuera en el
ejército o la marina.
Se había sometido a un tratamiento psiquiátrico antes y se había medicado
para controlar su problema. Su coche tendría como mínimo cinco años de
antigüedad y no estaría bien conservado, pero representaba fuerza y poder, como
un modelo Ford, que gustaba a los departamentos de policía. Aproximadamente
en el momento del primer envenenamiento, el 28 o 29 de septiembre, habría
experimentado un factor estresante desencadenante del que culpaba a la sociedad
en general y que alimentaba su rabia. Una vez se hizo público el caso, lo
comentaría con quien quisiera escucharle en bares, tiendas y con la policía. El
poder que representaban esos crímenes era un gran impulso para su ego, lo que
indicaba que seguramente tenía un diario o un recopilatorio de la cobertura
mediática.
Le dije a la policía que también era probable que hubiera escrito a personas
con posiciones de poder, como el presidente, el director del FBI, el gobernador o
el alcalde, para quejarse de las supuestas injusticias cometidas con su persona.
En las primeras cartas firmaba con su nombre. A medida que pasaba el tiempo
sin recibir lo que consideraba una respuesta adecuada de nadie, se puso furioso
al ver que no le hacían caso. Esos asesinatos aleatorios podrían ser su manera de
devolvérsela a todos aquellos que no le tomaban en serio.
Finalmente, les advertí de que no le dieran mucha importancia a la elección
del Tylenol como medio para envenenar. Era una operación tosca, chapucera. El
Tylenol era un medicamento común y las cápsulas fáciles de abrir. Como
mínimo era tan probable que le gustara el envoltorio como que tuviera una
cuenta pendiente con Johnson & Johnson.
Igual que con los que ponían bombas, los pirómanos y otros casos parecidos,
en una gran ciudad como Chicago mucha gente encajaría en el perfil general. Por
tanto, como en el caso Rogers, era más importante centrarse en técnicas
proactivas. La policía debía mantener la presión en el sujeto y no dejarle respirar.
Una de las maneras de hacerlo era hacer declaraciones solo positivas. Al mismo
tiempo, les aconsejé que no lo provocaran llamándolo loco, aunque, por
desgracia, ya estaba ocurriendo.
No obstante, lo más importante era animar a la prensa a publicar artículos
que humanizaran a las víctimas, pues la propia naturaleza del crimen tendía a
deshumanizarlas en la mente del sujeto desconocido. En concreto, pensé que
empezaría a sentir algo de culpa si se le obligaba a enfrentarse con el rostro
humano de una niña de doce años que había muerto, y tal vez así pudiéramos
llegar hasta él.
Como variante de lo que intentamos en Atlanta y en el caso de Shari Smith,
propuse que celebraran un velatorio en las tumbas de algunas de las víctimas,
pues creía que el sujeto desconocido asistiría. Consciente de que era probable
que el tipo no se sintiera bien consigo mismo, también les recomendé que
ejercieran mucha presión en los aniversarios asociados a los crímenes.
Pensé que podíamos animarle a visitar tiendas concretas, igual que habíamos
podido «dirigir» a los atracadores de bancos de Milwaukee y Detroit para que
atacaran oficinas concretas en las que estábamos esperándolos. Por ejemplo, la
policía podía filtrar información sobre los pasos que iba dando para proteger a
los clientes de una tienda concreta. Pensé que el tipo se sentiría impulsado a
visitar esa tienda para ver de primera mano los efectos de sus acciones. Una
variante sería publicar un artículo sobre un arrogante encargado de tienda que
declarara lo mucho que confiaba en la seguridad de su establecimiento y que
sería imposible que el envenenador del Tylenol alterara algún producto de sus
estantes. Otra versión de esa estratagema sería que la policía y los agentes del
FBI dieron respuesta a «una pista caliente» en una tienda en concreto con
publicidad de los dependientes. Al final sería una falsa alarma, pero el agente de
policía declararía ante las cámaras que la capacidad de investigación de su
departamento era tan eficaz que su sujeto desconocido decidió no introducir el
Tylenol envenenado. Sería un desafío indirecto que le costaría desdeñar.
Podíamos presentar a un psiquiatra humanitario que diera una entrevista en
la que apoyara al sujeto, lo categorizara de víctima de la sociedad y por tanto le
proporcionara un escenario en que salvara la imagen. El sujeto llamaría o
acudiría a la consulta del médico, donde estaríamos listos para atraparlo.
Pensé que, si los agentes creaban un grupo de voluntarios para ayudar a la
policía con las pistas telefónicas, el sujeto se presentaría voluntario. Si
hubiéramos podido hacer algo así en Atlanta, creo que habríamos visto a Wayne
Williams. Ted Bundy, en su época, se presentó voluntario en un centro de crisis
de violaciones de Seattle.
Siempre hay algún recelo por parte de las fuerzas de ley ante la colaboración
demasiado estrecha con los medios, o a utilizarlos. Me ha ocurrido en varias
ocasiones en mi carrera. A principio de la década de 1980, cuando el programa
de perfiles era relativamente nuevo, me llamaron de la sede central para una
reunión con la División de Investigación Criminal y la asesoría legal de la
Agencia para explicar algunas de mis técnicas proactivas.
—John, no estás mintiendo a la prensa, ¿verdad?
Les di un ejemplo reciente de cómo un enfoque proactivo con los medios de
comunicación había funcionado. En San Diego, se halló el cadáver de una mujer
joven en las colinas, estrangulada y violada, con un collar y una correa de perro
en el cuello. Se encontró el coche junto a una de las autopistas. Aparentemente
se había quedado sin gasolina y el asesino la había recogido, como buen
samaritano o por la fuerza, y llevado hasta donde fue encontrada.
Propuse a la policía que dieran información a la prensa en un orden concreto.
Primero, tenían que describir el crimen y nuestro análisis del mismo. En segundo
lugar, debían hacer hincapié en la implicación del FBI con las autoridades
estatales y locales y en que, «aunque tardemos veinte años, vamos a atrapar a ese
tipo». Y tercero, que en una carretera transitada como donde habían recogido a la
chica, alguien tenía que haber visto algo. Quería que en la tercera historia se
dijera que alguien había informado de algo sospechoso hacia la hora del rapto y
que la policía estaba pidiendo al público general que le proporcionara
información.
Mi razonamiento era que, si el asesino pensaba que alguien podía haberlo
visto en algún momento (lo que probablemente era cierto), sentiría la necesidad
de neutralizar eso con la policía y explicar y justificar su presencia en el
escenario del crimen. Saldría a la luz para decir algo parecido a: «Pasé en coche
y vi que estaba parada. Paré, le pregunté si necesitaba ayuda, pero me dijo que
estaba bien, así que me marché».
La policía busca ayuda de la sociedad continuamente a través de los medios
de comunicación, pero no suelen considerarlo una técnica proactiva. Me
pregunto cuántas veces han aparecido agresores que se les escaparon de entre los
dedos por no saber qué buscaban. Por cierto, no insinúo que los testigos
auténticos deban temer ofrecer su testimonio. No os convertiréis en sospechosos,
sino que ayudaréis a propiciar la detención de uno.
En el caso de San Diego, la técnica funcionó exactamente como tenía
previsto. El sujeto desconocido se entrometió en la investigación y lo atrapamos.
—De acuerdo, Douglas, ya vemos lo que pretendes —contestó el personal de
la sede central del FBI a regañadientes—. Pero mantennos informados cuando
creas que vayas a usar esta técnica. —Cualquier novedad o innovación asustaba
a la burocracia.
Esperaba que, de una forma u otra, la prensa ayudara a que el envenenador
del Tylenol saliera a la luz. Bob Greene, el popular columnista del Chicago
Tribune, se reunió con la policía y el FBI. Luego escribió un conmovedor
artículo sobre Mary Kellerman, de doce años, la víctima más joven del
envenenador, hija única de una pareja que no podía tener más hijos. Cuando se
publicó el artículo, había agentes de la policía y el FBI vigilando la casa y la
tumba de la víctima. Creo que la mayoría de la gente implicada pensaba que era
una tontería, que los asesinos corroídos por la culpa o a los que les gustaba
recordar en realidad no visitaban las tumbas de sus víctimas. Les invité a dejar
pasar una semana.
Aún estaba en Chicago cuando la policía vigilaba el cementerio, y sabía que
si no conseguían nada me enfrentaría a su ira. Las vigilancias son aburridas,
incómodas, aunque sea en las mejores condiciones. Son todavía peores en un
cementerio y de noche.
La primera noche no sucedió nada. Fue pacífica y tranquila. Sin embargo, en
algún momento durante la segunda noche, el equipo de vigilancia creyó oír algo.
Se acercaron a la tumba con cuidado de no ser vistos. Oyeron la voz de un
hombre de una edad aproximada a la que pronosticó el perfil.
El sujeto estaba lloroso, a punto de sollozar.
—Lo siento —se lamentó—, no quería hacerlo. ¡Fue un accidente! —Estaba
suplicando perdón a la niña muerta.
«Dios, Douglas debe de tener razón», pensaron. Se abalanzaron sobre él.
¡Un momento! El nombre que usaba no era el de Mary.
El tipo tuvo un susto de muerte. Cuando finalmente la policía miró bien,
vieron que estaba ante la tumba contigua a la de Mary.
Dio la casualidad de que junto a Mary Kellerman estaba enterrada la víctima
de un accidente de tráfico sin resolver con el conductor huido, y el involuntario
asesino había regresado para confesar el crimen.
Cuatro o cinco años después, el departamento de policía de Chicago usó la
misma estratagema con un asesinato sin resolver. Dirigidos por el coordinador de
formación del FBI, Bob Sagowski, empezaron a dar información a la prensa
cerca del aniversario del asesinato. Cuando la policía detuvo al asesino junto a la
tumba, se limitó a comentar: «Me preguntaba por qué tardabais tanto».
No atrapamos al envenenador del Tylenol así. De hecho, no atrapamos al
asesino. Detuvimos a un sospechoso y fue condenado por extorsión relacionada
con los asesinatos, aunque no había pruebas suficientes para juzgarlo por ellos.
Encajaba en el perfil, pero estaba fuera de la zona de Chicago cuando la policía
realizó la vigilancia en el cementerio. Sin embargo, una vez estuvo en la cárcel,
no hubo más envenenamientos.
Por supuesto, dado que no hubo juicio, no podemos decir que tuviéramos la
certeza legal de que fuera nuestro hombre, pero está claro que un determinado
porcentaje de los autores de asesinatos sin resolver en realidad están en la cárcel
sin que lo sepan los agentes y detectives que investigan los casos. Cuando un
asesino en activo para de repente, hay tres explicaciones sólidas aparte de la
simple decisión de retirarse. La primera es que se haya suicidado, que puede ser
cierto en algunos tipos de personalidades. La segunda es que se haya marchado
de la zona y en realidad esté ejerciendo su actividad en otro sitio. Con la base de
datos del VICAP (Programa de Detención de Criminales Violentos, por sus
siglas en inglés) del FBI trabajamos para evitar que eso ocurra facilitando que
miles de jurisdicciones policiales del país puedan compartir información. La
tercera explicación es que el asesino fuera detenido por otro delito, por lo
general robo o atracos, y esté cumpliendo condena por un cargo menor sin que
las autoridades lo hayan relacionado con los delitos más graves.
Desde el caso del Tylenol, había habido numerosos incidentes de alteración
de productos, aunque la mayoría estaban motivados por impulsos más
tradicionales. En los casos domésticos, por ejemplo, el asesinato de un cónyuge
podía manipularse para que pareciera una intoxicación por un producto. Al
evaluar ese tipo de caso, la policía debe tener en cuenta la cantidad de incidentes
registrados, si eran localizados o estaban repartidos, si el producto se consumía
cerca de donde en principio se alteró, y qué relación había entre la víctima y el
individuo que denunciaba el crimen. Como en otros homicidios de los que se
sospecha que se deban a causas personales, deberían buscar un historial de
conflictos y recabar toda la información que puedan sobre el comportamiento
anterior y posterior a la agresión.
Un crimen que en la superficie parece que no vaya dirigido a ninguna
víctima en concreto podría tener en realidad un objetivo específico. Y lo que
parece un crimen de rabia y frustración general en realidad puede esconder una
motivación tan tradicional como querer salir limpio de un matrimonio o el deseo
de cobrar un seguro o una herencia. Tras la publicidad del caso del Tylenol, una
esposa mató a su marido con Tylenol envenenado pensando que se atribuiría al
asesino original. El montaje era evidente y los detalles distintos, así que no
engañó a nadie. En esos casos, las pruebas forenses suelen apuntar al agresor.
Por ejemplo, los laboratorios pueden analizar el origen del cianuro o de otros
venenos.
Ese mismo tipo de análisis hace que en una investigación sea relativamente
fácil detectar que alguien ha alterado un producto con la intención de cobrar por
daños y perjuicios, como poner un ratón muerto en un bote de salsa para
espaguetis, una rata en una lata de refresco o una aguja en una bolsa de
aperitivos. Las empresas a menudo quieren zanjar cuanto antes el asunto para
evitar la mala publicidad y no llegar a los tribunales, pero la ciencia forense ha
evolucionado hasta tal punto que si la empresa alberga una sospecha firme de
que se ha alterado un producto, se niega a la compensación y lleva el caso al
FBI, hay muchas opciones de encontrar y acusar al adulterador. Asimismo, un
buen investigador reconocerá un acto de falso heroísmo, así como escenarios
montados por un individuo para obtener el reconocimiento de sus iguales o de la
sociedad.
El caso del Tylenol, por horroroso, fue una suerte de anomalía. No parecía
una extorsión. Para que un extorsionador logre su objetivo, primero debe
determinar que tiene la capacidad de cumplir su amenaza. Los extorsionadores
que amenazan con alterar productos suelen adulterar una botella o un paquete del
producto, marcarlo de alguna manera y dejar un aviso mediante una llamada o
una nota. El envenenador del Tylenol, en cambio, no empezó con amenazas.
Pasó directamente a matar.
Para ser extorsionador, no era sofisticado. Por la tosquedad de la adulteración
(después de esos asesinatos, Johnson & Johnson se gastó una fortuna en
desarrollar un envoltorio eficaz contra las alteraciones), sabía que no era un tipo
muy organizado. Sin embargo, con los que amenazan se pueden usar algunas de
las pautas que se aplicarían al análisis de una amenaza política para determinar si
esa persona es de veras peligrosa y capaz de hacer realidad sus intenciones.
Lo mismo ocurre con los que ponen bombas. Si se recibe una amenaza de
bomba, siempre se toma en serio, pero enseguida, para que la sociedad no se
detenga, las autoridades deben averiguar si la amenaza es real. Los bombarderos
y extorsionadores suelen usar el «nosotros» en las comunicaciones para dar la
impresión de que hay un gran grupo observando en la sombra. En realidad, la
mayoría de esa gente son solitarios suspicaces que no se fían de los demás.
Los que ponen bombas suelen encajar en una de las siguientes tres
categorías. Los hay motivados por el poder y atraídos por la destrucción. Hay
personas que ponen bombas con una misión, atraídos por la emoción de diseñar,
hacer y colocar los dispositivos. Y hay los tipos técnicos, que obtienen la
satisfacción por la brillantez e inteligencia del diseño real y la construcción. En
cuanto a la motivación, va desde la extorsión hasta disputas laborales, la
venganza o incluso el suicidio.
Nuestra investigación sobre las personas que ponen bombas muestra un
perfil general que se repite. Suelen ser hombres blancos, cuya edad va
determinada por la víctima o el objetivo. Suelen tener una inteligencia como
mínimo media, a menudo bastante superior, pero sin explotar. Son limpios,
ordenados y meticulosos, planifican con cuidado, huyen de los enfrentamientos,
no son deportistas y tienen una personalidad cobarde e inadaptada. El perfil
surge de la evaluación del objetivo o la víctima y el tipo de dispositivo (si es más
explosivo o incendiario, por ejemplo), del mismo modo que elaboramos el perfil
de un asesino en serie a partir del escenario del crimen. Tenemos en cuenta los
factores de riesgo asociados tanto a la víctima como al agresor, si la víctima es
aleatoria o definida, hasta qué punto es accesible, en qué momento del día se
produce el ataque, el método de transporte (por correo postal, por ejemplo),
además de las cualidades únicas o la idiosincrasia de los componentes o la
habilidad demostrada en la bomba.
Al inicio de mi carrera de especialista en perfiles psicológicos tracé el primer
perfil del ahora célebre Unabomber (del nombre en código del FBI Unabom),
que debe su apodo al hecho de escoger como objetivo universidades y
profesores.
La mayoría de información sobre los que ponen bombas la obtenemos de sus
comunicaciones. Cuando Unabomber decidió comunicarse con el público a
través de sus cartas a los periódicos y el manifiesto de miles de palabras, había
dejado un rastro de tres muertes y veintitrés heridos en una carrera de diecisiete
años. Entre otras hazañas, logró ralentizar temporalmente toda la industria de la
aviación comercial con su promesa de poner una bomba en el aeropuerto
internacional de Los Ángeles.
Como la mayoría de personas que ponen bombas, hizo referencia a un grupo
(«el Club de la Libertad») como responsable del terrorismo. Aun así, no hay
dudas de que es el tipo de solitario que he descrito.
A estas alturas el perfil ya se ha publicado en multitud de ocasiones y no veo
motivo para modificar mi opinión. Por desgracia, pese a la rompedora obra del
doctor Brussel sobre el caso del Bombardero Loco Metesky, cuando Unabomber
atacó por primera vez, las fuerzas de la ley no estaban tan dispuestas a usar
nuestro tipo de análisis como ahora. A la mayoría de esos tipos se los puede
atrapar al principio de su carrera. El primer y el segundo crimen son los más
significativos en cuanto a la conducta, la localización y el objetivo, antes de que
empiecen a perfeccionar lo que hacen y a moverse por todo el país. A medida
que pasan los años, también expanden su ideología más allá de rencores
sencillos y elementales contra la sociedad que los motivan al principio. Creo
que, de haber estado en 1979 el análisis de perfiles en la situación actual,
Unabomber podría haber sido detenido años antes.
Casi siempre las amenazas de bombas son un medio de extorsión, dirigida
contra un individuo o un grupo concreto. A mediados de la década de 1970, el
presidente de un banco de Texas recibió una amenaza de bomba por teléfono.
En un largo y complicado guion, el extorsionador dijo que unos días antes,
cuando Southwest Bell envió a unos técnicos al banco, en realidad era su gente.
Colocaron una bomba que podía explotar con un interruptor por microondas,
pero que no lo haría si el presidente atendía sus peticiones.
Ahí empezó la parte más aterradora. Dijo que tenía a la esposa del
presidente, Louise. Que conducía un Cadillac, que iba aquí y luego allá todas las
mañanas, etc. Presa del pánico, el presidente hizo que su secretaria llamara a su
casa por otra línea porque sabía que su mujer estaría. Nadie contestó. Empezaba
a creérselo.
El extorsionador hizo su petición económica: billetes usados, de diez hasta
de cien. No podía ponerse en contacto con la policía porque reconocían
fácilmente los coches. Que le dijera a su secretaria que iba a ausentarse del
banco unos cuarenta y cinco minutos. Que no se pusiera en contacto con nadie.
Antes de irse, debía encender y apagar las luces de la oficina tres veces. El grupo
estaría esperando la señal. Tenía que dejar el dinero en su coche, aparcado en la
calle en una zona concreta muy transitada, dejar el motor y las luces de posición
en marcha.
En este caso concreto no había ni bomba ni rapto, solo un estafador listo
dirigiéndose a la víctima más propicia. Todo en esta situación tenía un fin. El
plan se basaba en cuándo había estado trabajando realmente la empresa
telefónica en el banco para que parecieran que ellos habían puesto la bomba.
Todo el mundo sabe que la empresa telefónica hace trabajos técnicos que nadie
entiende ni se fija mucho en ellos, así que era bastante creíble que fueran
impostores.
Consciente de que el presidente del banco llamaría a su esposa a casa, el
extorsionador la llamó por la mañana diciendo que era de Southwest Bell y que
había recibido una serie de quejas sobre llamadas obscenas en el barrio y estaban
intentando rastrear al autor, así que le pedía que si el teléfono sonaba entre las
doce y la una menos cuarto no lo cogiera.
Las instrucciones de dejar el dinero en el coche con las luces y el motor
encendidos constituían tal vez la parte más ingeniosa del plan. El presidente
creyó que las luces formaban parte de la señal, pero en realidad eran parte del
sistema de huida del estafador. Pese a la advertencia de no ponerse en contacto
con la policía, el extorsionador sabía que la víctima acudirá a ellos igualmente, y
la fase más peligrosa para el agresor siempre es el intercambio de dinero, cuando
supone que será observado por la policía. En esa situación, si el estafador tiene la
desgracia de que esta lo sorprenda en el coche, puede decir que iba caminando
por la calle abarrotada, vio un coche con las luces encendidas y el motor en
marcha y decidió ser un buen samaritano y apagarlo. Si la policía lo sorprende
en ese momento, no tienen nada. Aunque lo pillen con el dinero, como ya ha
dado un motivo justificado para estar en el coche, puede decir que se encontró la
bolsa en el asiento y que iba a llevarla a la policía.
Para el extorsionador, es un juego de porcentajes. Tiene su guion escrito y lo
único que tiene que hacer es rellenar los detalles. Si la víctima de hoy no cae, lo
intentará con otra al día siguiente. Al final, alguno picará y acabará con un buen
dinero por sus esfuerzos sin tener que secuestrar a nadie ni poner ninguna
bomba. En esos casos, el guion suele ser una buena prueba porque el estafador lo
guarda para futuros trabajos. Lo único que sabe es que, con unos cuantos
preparativos sencillos, cualquiera puede ser su víctima.
Cuando por fin las autoridades descubrieron sus trucos, fue detenido,
juzgado y condenado. Resultó ser un antiguo pinchadiscos que había decidido
usar su don de gentes para un beneficio más a corto plazo.
¿Qué diferencia hay entre este tipo de individuo y uno que secuestre de
verdad? Ambos lo hacen para sacar beneficio, así que ninguno quiere exponerse
ante la víctima más de lo necesario porque el asesinato no forma parte del
objetivo. La gran diferencia es que, por lo general, el auténtico secuestrador
necesitará a alguien que le ayude a llevar a cabo su plan; mientras que el mero
extorsionador es básicamente un estafador listo, el secuestrador es un sociópata.
Matar a la víctima no es su intención, pero es evidente que está dispuesto a
hacerlo para lograr sus objetivos.
Steve Mardigian participó en el caso de un vicepresidente de Exxon
secuestrado delante de su casa en Nueva Jersey por un rescate. En la lucha,
recibió por accidente un disparo en el brazo. Los secuestradores, un antiguo
guardia de seguridad de la empresa y su esposa, siguieron adelante con el
secuestro y retuvieron al hombre herido (que tenía una enfermedad cardíaca) en
una caja, donde murió. La razón por la que usaron la caja, o su equivalente, era
que los secuestradores tendrían así el mínimo contacto posible con la víctima
para no tener que personalizarla. En este caso, los secuestradores mostraron su
arrepentimiento por el resultado y la desesperación que los había llevado a
cometer el crimen. Pero lo hicieron, y lo llevaron a cabo paso por paso sin dudar.
Estaban dispuestos a que otra persona muriera por sus fines egoístas, y esa es
una de las definiciones de la conducta de sociópata.
Por espeluznante que suene, a diferencia de otros delitos graves, el secuestro
es un acto tan difícil del que escapar que un investigador tiene que estudiarlo con
detenimiento y mirada escéptica, examinar el tipo de víctima y la conducta
previa a la agresión. Pese a reconocer que cualquiera puede ser víctima, el
investigador tiene que poder contestar a la pregunta: ¿por qué esta víctima en
concreto?
Hace unos años recibí en casa una llamada urgente de noche. Un detective de
Oregón me contó la historia de una mujer joven que iba al colegio en su distrito.
Estaba siendo acosada, pero ni ella ni nadie era capaz de averiguar la identidad
del acosador. Lo veía en el bosque, pero cuando su padre o su novio salían a
mirar, no estaba. Llamaba a la casa, pero nunca había nadie más en el domicilio.
La chica se estaba encerrando en su caparazón. Tras varias semanas inquietantes,
cenaba en un restaurante con su novio. Se fue al lavabo de señoras. Cuando
salía, alguien la agarró, se la llevó al aparcamiento; el agresor le metió
salvajemente el cañón de una pistola en la vagina y la amenazó con matarla si
iba a la policía y luego la soltó. Ella quedó emocionalmente traumatizada y no
pudo dar una descripción.
Una noche fue raptada cuando salía de la biblioteca. El coche se encontró en
el aparcamiento. No había habido comunicación y las cosas empezaban a
ponerse feas.
Le pedí al detective que me hablara de la víctima. Era una chica guapa que
siempre había ido bien en los estudios, pero el año anterior había tenido un niño
y problemas con su familia, sobre todo con su padre, sobre la manutención.
Últimamente sacaba unas notas horribles, sobre todo desde que empezó el acoso.
Le pedí que no le dijera nada al padre por si me equivocaba y la chica
acababa muerta, pero me sonaba a fraude. ¿Quién iba a acosarla? Tenía un novio
estable y ninguna ruptura reciente. Por lo general, cuando alguien que no es
famoso sufre acoso, es de alguien que conoce a esa persona. Los acosadores no
son tan buenos ni cuidadosos en lo que hacen. Si ella veía al acosador, su padre y
su novio habrían podido verlo en alguna ocasión. Nadie más recibió las
llamadas. Cuando la policía puso una trampa y rastreó la línea, las llamadas
cesaron. También ocurrió que el secuestro tuvo lugar justo antes de los exámenes
finales, algo que no era coincidencia.
Le propuse que la estrategia proactiva fuera que los medios de comunicación
entrevistaran al padre, hicieran hincapié en lo positivo de su relación, dijera lo
mucho que la quería y que deseaba que regresara y suplicara al secuestrador que
la soltara. Si yo estaba en lo cierto, la chica aparecería al cabo de uno o dos días,
apaleada y sucia, con una historia de secuestro y abusos, diciendo que luego la
llevaron en coche y la dejaron en una cuneta.
Así ocurrió. Estaba bastante apaleada y sucia, y contó la historia de un
secuestro. Les dije que el interrogatorio, en este caso en forma de declaración,
debería centrarse en lo que nosotros creíamos que había pasado realmente. No
tenía que ser una acusación, pero sí reconocer que la chica estaba teniendo
muchos problemas con sus padres, que estaba sufriendo mucho estrés, traumas y
dolor, que estaba aterrorizada por los exámenes y necesitaba una salida. Debían
decirle que no era necesario castigarla, que lo que necesitaba era orientación y
comprensión, y que las tendría. Cuando se lo dejaron claro, confesó el fraude.
No obstante, es uno de esos casos que te hacen sudar. Si te equivocas, las
consecuencias son horribles, porque cuando el acoso es real puede ser un delito
aterrador y, con demasiada frecuencia, letal.
En la mayoría de casos, ya sea el acoso de un famoso o de una persona
común, empieza con amor o admiración. John Hinckley «amaba» a Jodie Foster
y quería que ella le correspondiera. Sin embargo, ella era una estrella de cine
guapa que iba a Yale y él un don nadie inadaptado. Creía que debía hacer algo
para compensar la situación e impresionarla. Y qué hay más «impresionante»
que el acto histórico de asesinar al presidente de Estados Unidos. En sus
momentos de mayor lucidez, debió de darse cuenta de que su sueño de una vida
feliz juntos después no se iba a cumplir, pero con su actuación logró uno de sus
objetivos. Se hizo famoso y, de un modo perverso, el inconsciente colectivo
siempre lo relacionaría con Foster.
Como en la mayoría de casos, había un factor estresante inmediato con
Hinckley. En la época en que disparó al presidente Reagan, su padre le había
dado un ultimátum para que encontrara un trabajo y se ganara la vida.
El agente del servicio secreto Ken Baker hizo una entrevista en la cárcel a
Mark David Chapman, el asesino de John Lennon. Chapman sentía un fuerte
vínculo con el ex-Beatle y, en un nivel superficial, intentaba emularlo.
Coleccionaba todas las canciones de Lennon y tuvo una serie de novias asiáticas
para imitar el matrimonio de Lennon con Yoko Ono. Sin embargo, como ocurre
con muchos de esos tipos, al final llegó un punto en que su inadaptación fue
abrumadora. Ya no podía soportar la disparidad entre sí mismo y su héroe, así
que tenía que matarlo. Una de las escalofriantes cosas que impulsó a Hinckley a
cometer el crimen y hacerse famoso (en realidad «notable» es una palabra
mucho mejor) fue el ejemplo de Chapman.
Entrevisté a Arthur Bremmer, que acosó y luego intentó asesinar al
gobernador de Alabama, George Wallace, en Maryland, cuando se presentaba a
presidente, y lo dejó paralítico y con dolores crónicos para toda la vida.
Bremmer no odiaba a Wallace. Antes del disparo, acosó al presidente Nixon
durante varias semanas, pero no pudo acercarse lo suficiente a él. Estaba
desesperado por hacer algo que demostrara al mundo su valía, y Wallace era
accesible; en esencia fue otra víctima en el lugar equivocado en el momento
equivocado.
Los casos de acoso que se han convertido en asesinato son alarmantes en
cantidad. En el caso de figuras políticas, existe el constructo de una «causa» del
asesinato, aunque prácticamente siempre es una tapadera para un profundo
inadaptado que quiere ser alguien. En el caso de estrellas de cine y famosos
como John Lennon, incluso esa excusa carece de sentido. Uno de los casos más
trágicos es el asesinato de Rebecca Schaeffer, de veintiún años, delante de su
piso de Los Ángeles en 1989. La joven actriz, guapa y con talento, conocida
como la hija menor de Pam Dawber en la serie de televisión My sister Sam,
recibió un disparo al abrir la puerta a Robert John Bardo, un desempleado de
diecinueve años de Tucson cuyo trabajo más reciente había sido de portero en un
restaurante de la cadena Jack in a Box. Como Chapman, Bardo había empezado
como un fan que la adoraba. Su adoración se había convertido en obsesión, y si
no podía tener una relación «normal» con ella, tendría que «poseerla» de otra
manera.
Como todos sabemos a estas alturas, los objetivos del acoso no se limitan a
los famosos. Por supuesto, hay casos frecuentes de personas acosadas por
excónyuges o amantes. Se llega a la fase mortal cuando el acosador al final
piensa: «Si yo no puedo tener a esa persona, nadie la tendrá». Pero Jim Wright,
el especialista de nuestra unidad con más experiencia en acoso y uno de los
mayores expertos en el tema en las fuerzas de la ley, destaca que cualquiera que
trate con el público, sobre todo las mujeres, puede ser vulnerable a los
acosadores. En otras palabras, el objeto de deseo del acosador no tiene por qué
salir en televisión o en el cine. Puede ser la camarera de un restaurante o el
empleado del banco de la zona. O incluso puede trabajar en la misma tienda o
empresa.
Eso le ocurrió a Kris Welles, una joven que trabajaba para Conlas Furniture
Company en Missoula, Montana. Kris era eficiente y muy respetada, y ascendió
en la empresa primero a jefa de ventas y luego, en 1985, a directora general.
En la misma época en que Kris trabajaba en la oficina, un hombre llamado
Wayne Nance trabajaba en el almacén. Tendía a ser retraído, pero a Kris parecía
gustarle, pues siempre se mostraba amable y simpática con él. La personalidad
de Wayne pasaba de caliente a frío en un segundo, y el temperamento que ella
percibía bajo la superficie la asustaba. No obstante, nadie tenía quejas sobre el
trabajo de Wayne. Día tras día, trabajaba como el que más en el almacén.
Lo que no sabían Kris ni su marido, Doug, vendedor de armas, era que
Wayne Nance estaba obsesionado con ella. La observaba todo el tiempo y tenía
una caja de cartón llena de recuerdos de ella: fotografías, notas que había escrito
en la oficina, cualquier cosa que le perteneciera.
Lo que tampoco sabían ni los Welles ni la policía de Missoula era que Wayne
Nance era un asesino. En 1974 había agredido sexualmente y apuñalado a una
niña de cinco años. Más tarde se descubrió que también había atado, amordazado
y disparado a varias mujeres adultas, incluida la madre de su mejor amigo. Lo
alarmante era que todo ello había ocurrido en condados cercanos a donde vivía
ahora. Ni siquiera en la poco poblada Montana una jurisdicción policial tenía ni
idea de la actividad criminal registrada en otra jurisdicción.
Kris Welles no supo nada de eso hasta la noche en que Nance entró en su
casa, donde vivía con Doug, en las afueras de la ciudad. Tenía un golden
retriever hembra, pero el perro no se le resistió. Con una pistola, disparó a Doug
y lo ató en el sótano; luego obligó a Kris a subir al dormitorio, donde la amarró a
la cama para poder violarla. Era evidente que ella lo conocía, así que no hizo
amago de ocultar su identidad.
Entre tanto, en el sótano, Doug consiguió desatarse. Débil y a punto de
perder la conciencia por el dolor y la pérdida de sangre, se arrastró hasta una
mesa donde estaba instalado el cargador de un rifle. Consiguió cargar una ronda
y luego, haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, subió, despacio y
agonizando, la escalera del sótano. Con todo el sigilo que pudo, subió la escalera
hasta la segunda planta y, en el pasillo, con la mirada nublada, apuntó para
disparar a Nance.
Tenía que darle antes de que este lo viera y fuera a buscar su pistola. Nance
estaba ileso y disponía de más disparos. Doug no sería un problema para él.
Apretó el gatillo. Acertó, y Nance cayó de espaldas. Pero luego Nance se
levantó de nuevo y fue a por él. El disparo no lo había matado. Nance avanzó
hacia él, hacia la escalera. Doug no tenía a dónde ir y no podía dejar a Kris sola,
así que hizo lo único que podía hacer: avanzó hacia Nance, usando el rifle vacío
como porra. No paró de golpear al fuerte Nance hasta que Kris logró liberarse y
ayudarle.
Hasta hoy, el caso de Welles sigue siendo uno de los pocos en los que las
víctimas objetivo de un asesino en serie pudieron resistirse y matar al agresor en
autodefensa. Su historia es milagrosa, y han ido en numerosas ocasiones a hablar
en clases en Quantico. Esta modesta pareja ha podido darnos una visión insólita
desde la perspectiva de víctimas que se convirtieron en héroes. Tras haber estado
en el infierno esa noche, son una gente increíblemente amable, sensible y
«unida».
Al final de una de sus presentaciones en Quantico, un agente de policía de la
clase les preguntó:
—Si Wayne Nance hubiera seguido con vida y no hubiera pena de muerte, es
decir, si aún compartiera el planeta con vosotros, ¿estaríais tan mentalmente
serenos como ahora?
Se volvieron, se miraron y coincidieron en silencio en la respuesta:
—Casi seguro que no —dijo Doug Welles.
18
La batalla de los loqueros
¿Qué tipo de persona podría haber hecho algo así?
Durante nuestro estudio sobre asesinos en serie, Bob Ressler y yo estábamos
en Joliet, Illinois, donde acabábamos de entrevistar a Richard Speck. Esa noche
estaba en mi habitación de hotel viendo las noticias en la CBS cuando vi a Dan
Rather entrevistando a otro asesino, llamado Thomas Vanda, que también estaba
en el penitenciario de Joliet. Vanda estaba preso por matar a una mujer con
múltiples puñaladas. Había entrado y salido de instituciones mentales durante
gran parte de su vida, y siempre que lo «curaban» y salía cometía otro crimen.
Antes del asesinato por el que estaba cumpliendo condena había matado una vez.
Llamé a Ressler y le dije que teníamos que hablar con él mientras
estuviéramos allí. En la entrevista en televisión vi que era el tipo de inadaptado
perfecto. Podría haber sido pirómano o asesino. O, si tuviera las herramientas y
habilidades necesarias, podría haber puesto bombas.
Regresamos a la cárcel al día siguiente y Vanda accedió a vernos. Estaba
intrigado por lo que estábamos haciendo, y no tenía muchas visitas. Antes de la
entrevista, repasamos su expediente.
Era blanco, medía uno ochenta y estaba en mitad de la veintena. Tenía unas
maneras suaves e inadecuadas y reía mucho. Incluso cuando sonreía tenía «esa
mirada», los ojos no paraban de ir de un lado a otro, sufría sacudidas nerviosas y
se frotaba las manos. A ese tipo no le darías la espalda con tranquilidad. Lo
primero que quiso saber era cómo había estado en televisión. Cuando le dije que
bien, se rio y se relajó. Una de las cosas que nos contó fue que en la cárcel se
había unido al grupo de estudio de la Biblia y que pensaba que le ayudaba
mucho. Podría ser cierto, pero he visto a muchos internos que se acercan a las
evaluaciones para la libertad condicional uniéndose a grupos religiosos para
demostrar que van por buen camino para ser liberados.
Se podría discutir sobre si ese chico debería estar en una cárcel de máxima
seguridad o en un hospital mental, pero, después de la entrevista, quise ver al
psiquiatra que lo trataba. Le consulté cómo estaba Vanda.
El psiquiatra, que rondaba los cincuenta años, me dio una respuesta positiva
y me dijo que Vanda «estaba respondiendo muy bien a la medicación y la
terapia». El psiquiatra mencionó el grupo de estudio de la Biblia como ejemplo y
dijo que Vanda estaría listo para salir en libertad condicional si seguía
progresando así.
Le pregunté si conocía los detalles de lo que Vanda había hecho.
—No, ni quiero saberlo —contestó—. No tengo tiempo, con la cantidad de
internos que tengo que tratar. —Además, añadió que no quería que fuera una
influencia injusta en su relación con el paciente.
—Bueno, doctor, déjeme que le cuente lo que hizo Vanda —insistí. Antes de
que pudiera protestar, empecé a explicar cómo esa personalidad asocial y
solitaria se unió a un grupo de una iglesia y, después de una reunión y cuando
todo el mundo se había marchado, le hizo una proposición a la mujer que
celebraba el encuentro. Ella lo rechazó y Vanda no se lo tomó muy bien. Los
chicos así no suelen tomárselo bien. La golpeó, fue a su cocina, volvió con un
cuchillo y la apuñaló varias veces. Luego, mientras ella moría en el suelo, le
metió el pene en una herida abierta en el abdomen y eyaculó.
Debo decir que me parece increíble. En ese momento ella era como una
muñeca de trapo. El cuerpo estaba caliente, sangraba, él tuvo que mancharse de
sangre. Ni siquiera pudo despersonalizarla. Y aun así pudo tener una erección y
eyacular. Comprenderéis que insista en que es un crimen de rabia, no de sexo.
Lo que le pasa por la mente no es sexo, es rabia y enfado.
Por eso no funciona castrar a los violadores reincidentes, por muy
satisfactoria que a algunos nos parezca la idea. El problema es que eso no los
detiene, ni física ni emocionalmente. La violación es un crimen de rabia. Si le
cortas las pelotas a alguien, vas a tener a un hombre enfadado.
Terminé mi historia sobre Vanda.
—¡Es usted repugnante, Douglas! —exclamó el psiquiatra—. ¡Salga de mi
despacho!
—¿Que yo soy repugnante? —repuse—. Usted estará en disposición de
recomendar que Thomas Vanda está respondiendo bien a la terapia y puede ser
liberado, y ni siquiera sabe de quién demonios está hablando cuando trata a esos
internos. ¿Cómo se supone que va a entenderlo si no se ha tomado la molestia de
observar las fotografías del escenario del crimen ni repasar las actas de la
autopsia? ¿Ha consultado la manera como se cometió el crimen? ¿Sabe si fue
planificado? ¿Entiende el comportamiento que desembocó en él? ¿Sabe cómo
dejó el escenario del crimen? ¿Sabe si intentó eludir la justicia? ¿Intentó tener
una coartada? ¿Cómo demonios sabe si es peligroso o no?
No tenía una respuesta y no creo que ese día consiguiera convertirlo, pero es
algo que me afecta mucho. Es la base de lo que hacemos en mi unidad. El
dilema, como he manifestado en multitud de ocasiones anteriores, es que gran
parte de la terapia psiquiátrica se basa en los informes sobre sí mismos. Un
paciente que llega a terapia en circunstancias normales tiene un interés firme en
revelar sus verdaderos pensamientos y sentimientos. Un convicto deseoso de ser
liberado cuanto antes, en cambio, tiene un interés firme en decirle a un terapeuta
lo que este quiere oír. Si el terapeuta redacta el informe según la valoración en
persona sin contrastarlo con otra información sobre el sujeto, puede producirse
un auténtico fracaso del sistema. Ed Kemper y Monte Rissell, por nombrar solo
dos, estaban haciendo terapia cuando cometieron sus crímenes, y tanto uno como
otro lograron pasar desapercibidos. De hecho, ambos «progresaban» para sus
terapeutas.
Para mí, el problema es que topas con psiquiatras, psicólogos y trabajadores
sociales jóvenes que son idealistas y que en la universidad han aprendido que
ellos son los que van a cambiar las cosas. Luego se enfrentan a estos tipos en la
cárcel y quieren sentir que los han cambiado. A menudo no entienden que, al
intentar evaluar a esos convictos, en realidad están evaluando a individuos
expertos en evaluar a gente. En poco tiempo, el convicto sabrá si el médico ha
hecho los deberes y, si no los ha hecho, podrá restarle importancia al crimen y
sus consecuencias en las víctimas. Pocos criminales están dispuestos a dar los
detalles más escabrosos a alguien que no los conocer ya. Por eso una buena
preparación es primordial en nuestras entrevistas en la cárcel.
Igual que ocurrió con el médico de Thomas Vanda, los profesionales que se
dedican a ayudar a los presos no suelen querer tener prejuicios derivados de
saber los detalles más cruentos de lo que hizo el criminal. Sin embargo, como
siempre digo en mis clases, si quieres entender a Picasso tienes que estudiar su
obra. Si quieres comprender la personalidad de un criminal, tienes que estudiar
su crimen.
La diferencia es que los profesionales de la salud mental empiezan por la
personalidad para luego inferir el comportamiento a partir de esa perspectiva. Mi
gente y yo empezamos por el comportamiento e inferimos la personalidad desde
esa óptica.
Por supuesto, existen diversas perspectivas en relación con el tema de la
responsabilidad criminal. El doctor Stanton Samenow es un psicólogo que
colaboró con el difunto doctor Samuel Yochelson en un estudio pionero del
St. Elizabeth’s Hospital, en Washington, D. C., sobre comportamiento criminal.
Tras años de investigar de primera mano y desmontar poco a poco la mayoría de
sus ideas preconcebidas, Samenow concluyó en su agudo y revelador libro
Inside the criminal mind, que «los criminales piensan de forma distinta a la gente
responsable». Samenow cree que el comportamiento criminal no es tanto
cuestión de enfermedad mental como un defecto del carácter.
El doctor Park Dietz, que colabora con frecuencia con nosotros, ha afirmado:
«Ninguno de los asesinos en serie que he tenido ocasión de estudiar o examinar
estaban legalmente locos, pero ninguno era normal. Todos eran personas con
trastornos mentales. Sin embargo, pese a sus trastornos, que tienen que ver con
sus intereses sexuales y su carácter, eran personas que sabían lo que hacían,
sabían que lo que hacían estaba mal, y aun así escogieron hacerlo».
Es importante recordar que la locura es un concepto legal, no un término
médico o psiquiátrico. No significa que alguien esté «enfermo» o no. Tiene que
ver con si esa persona es o no responsable de sus acciones.
Si creéis que alguien como Thomas Vanda está loco, de acuerdo. Creo que se
puede hacer un caso de eso. Pero cuando uno examina los datos con
detenimiento, creo que vemos que, sea lo que sea lo que tengan todos los
Thomas Vanda de este mundo, tal vez no se pueda curar. Si lo aceptáramos, no
quedarían en libertad tan deprisa para seguir haciendo lo que hacen una y otra
vez. Recordad que este no era su primer asesinato.
Últimamente se habla mucho del concepto de «enajenación criminal», y no
es nuevo. Se remonta como mínimo a siglos atrás en la jurisprudencia
angloamericana, al Eirenarcha de William Lambard, o «Del oficio de las
justicias de paz» del siglo XVI.
La primera declaración organizada de demencia como defensa contra unos
cargos criminales fue el caso M’Naghten de 1843, que debe su nombre a Daniel
M’Naghten (a veces escrito McNaughten o McNaghten), que intentó matar al
primer ministro británico sir Robert Peel y consiguió disparar al secretario
privado de este, que, por cierto, era el responsable de organizar el cuerpo policial
de Londres. Hoy en día, llamamos «bobbies» a los policías de Londres en su
honor.
Cuando M’Naghten fue absuelto, la indignación social era tal que el
presidente del Tribunal Supremo fue requerido por la Cámara de los Lores para
explicar tal decisión. Los elementos básicos son que el acusado no es culpable si
su estado mental le priva de la capacidad de saber de la injusticia de sus acciones
o entender su naturaleza y calidad. En otras palabras, ¿sabía diferenciar entre el
bien y el mal?
La doctrina de la locura evolucionó con los años hasta lo que a menudo se
llama «la prueba de impulsos irresistibles», según la cual un acusado no es
culpable si, debido a su enfermedad mental, es incapaz de controlar sus acciones
o adaptar su conducta a la ley.
Sufrió una importante revisión en 1954 cuando el Tribunal de Apelaciones
del juez David Bazelon se ocupó del caso Durham contra los Estados Unidos,
que sostenía que un acusado no es legalmente responsable si el crimen es
«producto de una enfermedad o defecto mental», y si no habría cometido el
crimen de no ser por esa enfermedad o defecto.
El caso Durham, que llegó a abarcar tanto y en principio no se ocupaba de
distinguir la diferencia entre el bien y el mal, no gozó de gran popularidad entre
el personal de las fuerzas de la ley y muchos jueces y fiscales. En 1972, en otro
caso del Tribunal de Apelaciones, Estados Unidos contra Bwaner, se abandonó
en favor del Código Penal Modelo del Instituto Legal Estadounidense, que
volvió a referirse a M’Naghten y el «impulso irresistible» diciendo que el
defecto mental tenía que privar al acusado de la capacidad esencial de apreciar la
injusticia de su conducta o adaptar su comportamiento a las exigencias de la ley.
De una forma o de otra, a medida que pasa el tiempo este modelo de código
penal va ganando popularidad en los juzgados.
Sin embargo, junto con este debate, que a menudo acaba en divagaciones
sobre el sexo de los ángeles, creo que debemos manejar un concepto más básico:
la peligrosidad.
Uno de los enfrentamientos clásicos de la batalla actual entre los loqueros
fue el juicio al asesino en serie Arthur J. Shawcross en Rochester, Nueva York,
en 1990. Shawcross había sido acusado de los asesinatos de una serie de
prostitutas de la zona y personas de la calle, cuyos cadáveres habían aparecido
en zonas boscosas dentro y en los alrededores del desfiladero del río Genesee.
Los asesinatos se habían prolongado durante casi un año, y los últimos cuerpos
habían sido mutilados una vez muertos.
Después de trazar un perfil detallado, y, como al final se demostró, muy
preciso, Gregg McCrary estudió la evolución del comportamiento del sujeto
desconocido. Cuando la policía descubrió un cuerpo mutilado, Gregg se percató
de que el asesino estaba regresando al lugar donde había abandonado los
cadáveres para pasar tiempo con sus presas. Luego instó a la policía a peinar los
bosques y localizar el cuerpo de una de las mujeres aún desaparecidas. Si lo
encontraban y vigilaban el lugar en secreto, Gregg estaba seguro de que al final
encontrarían allí al asesino.
Tras varios días de vigilancia aérea, la policía estatal de Nueva York
encontró un cuerpo en Salmon Creek, junto a la carretera 31. Al mismo tiempo,
el inspector John McCaffrey vio a un hombre en un coche aparcado en un puente
bajo que cruzaba la corriente. La policía estatal y la municipal lo siguieron. El
hombre era Arthur Shawcross.
Durante el interrogatorio de un equipo de la policía estatal encabezado por
Dennis Blythe y Leonard Boriell, del departamento de policía de Rochester,
Shawcross confesó varios de los crímenes. La clave en su juicio por diez
asesinatos, objeto de una gran cobertura mediática, fue si estaba enajenado o no
en el momento de los asesinatos.
La defensa subió al estrado a la doctora Dorothy Lewis, una célebre
psiquiatra del Bellevue Hospital de Nueva York con un importante trabajo sobre
los efectos de la violencia en los niños que estaba convencida de que la mayoría,
si no todo, el comportamiento criminal violento era fruto de una combinación de
abusos o traumas infantiles y puede que alguna dolencia física u orgánica, como
la epilepsia, una herida o algún tipo de lesión, quiste o tumor. Por supuesto, está
el caso de Charles Whitman, el estudiante de ingeniería de veinticinco años que
en 1966 se subió a lo alto de la torre del reloj de la Universidad de Texas en
Austin y abrió fuego contra los que pasaban por debajo. Antes de que la policía
pudiera rodear la torre y matarlo casi hora y media después, dieciséis hombres y
mujeres yacían muertos y otros treinta heridos. Con anterioridad al incidente,
Whitman se había quejado de sufrir impulsos asesinos periódicamente. Cuando
los médicos realizaron la autopsia, encontraron un tumor en el lóbulo temporal
del cerebro.
¿Fue el tumor el causante de la conducta asesina de Whitman? No hay
manera de saberlo, pero Lewis quería demostrar al jurado que, debido a un
pequeño quiste benigno y contingente en el lóbulo temporal que aparecía en la
resonancia de Shawcross, una forma de epilepsia que ella caracterizaba como
«convulsión parcial compleja», el estrés postraumático de Vietnam y las diversas
agresiones físicas y sexuales durante la infancia en manos de su madre, según
ella, Arthur Shawcross no era responsable de sus episodios de extrema violencia.
De hecho, testificó que el asesino se encontraba en una suerte de estado de fuga
cuando mató a las mujeres, y que el recuerdo de cada episodio estaba alterado o
era inexistente.
Uno de los problemas de este razonamiento era que, semanas y meses
después de los homicidios, Shawcross pudo explicar los asesinatos a Boriello y
Blythe con todo lujo de detalles. En algunos casos, en realidad los condujo a los
lugares donde había abandonado los cadáveres que la policía había sido incapaz
de encontrar. Probablemente pudo hacerlo porque había fantaseado con cada uno
tantas veces que los tenía frescos en la mente.
Intentó destruir algunas pruebas para que la policía no lo encontrara. Tras su
detención, también escribió una carta más bien analítica a su amante (también
tenía esposa), diciendo que esperaba una defensa basada en la locura porque
cumplir pena en un hospital mental sería mucho más fácil que en la cárcel.
En ese ámbito, era evidente que Shawcross sabía de qué hablaba. Sus
problemas con la ley empezaron en 1969, cuando fue condenado por robo y
provocación de incendios en Watertown, al norte de Siracusa. Menos de un año
después fue detenido de nuevo y admitió haber estrangulado a un niño y una
niña pequeños. La niña también había sufrido abusos sexuales. Por esos dos
crímenes, Shawcross fue condenado a veinticinco años de cárcel. Quedó en
libertad condicional después de quince años en prisión. Eso, si lo recordáis del
capítulo anterior, es uno de los motivos por los que Gregg McCray se había
equivocado en la edad. Los quince años de Shawcross en la cárcel habían sido
solo un patrón de retención.
Vayamos paso a paso. En primer lugar, si me preguntan a mí o a cualquiera
de los miles de policías, fiscales y agentes federales con los que he trabajado a lo
largo de mi carrera, el consenso será rotundo en que veinticinco años por acabar
con la vida de dos niños ya es lo bastante obsceno en sí mismo. Pero, en segundo
lugar, si dejas antes en libertad a ese tipo, debes tener en cuenta una de dos
premisas opuestas.
Primera premisa: pese al pasado del tipo, la familia disfuncional, los
supuestos abusos, la falta de una buena educación, su pasado violento y todo lo
demás, la vida en la cárcel ha sido una experiencia tan maravillosa,
espiritualmente edificante, iluminadora y rehabilitadora que Shawcross vio la
luz, reconoció el error y, gracias a toda esa buena influencia en la cárcel, decidió
empezar de nuevo y a partir de ese momento ser un ciudadano decente y
respetuoso con la ley.
De acuerdo, si no aceptáis esa, a ver qué os parece la segunda premisa: la
vida en la cárcel había sido tan horrible, tan desagradable y traumática todos los
días, tan severa en todos los sentidos que, pese a su pasado y el constante deseo
de violar y matar niños, no quisiera regresar nunca a ella y decidiera hacer todo
lo posible por evitar volver.
De acuerdo, es igual de improbable. Pero si no aceptas una de las dos
premisas, ¿cómo demonios dejas en libertad a alguien así sin tener en cuenta que
hay muchas posibilidades de que vuelva a matar?
Está bastante claro que algunos tipos de asesinos tienden más a repetir sus
crímenes que otros, pero en el caso de los asesinos en serie con motivación
sexual, coincido con el doctor Park Dietz en que «cuesta imaginar una
circunstancia en la que debieran quedar en libertad en sociedad de nuevo». Ed
Kemper, que es mucho más listo y tiene muchas más habilidades personales que
la mayoría de asesinos con los que he hablado, reconoce con ingenuidad que no
debería quedar en libertad.
Ahí fuera hay demasiadas historias horrorosas. Richard Marquette, al que
entrevisté y que tuvo una serie de cargos por conductas incontroladas, intento de
violación y agresión y palizas contra él en Oregón cuando tenía veintipocos
años, pasó a violar, matar y mutilar tras una experiencia sexual no satisfactoria
con una mujer a la que recogió en un bar de Portland. Se marchó de la zona,
entró en la lista de más buscados del FBI y fue detenido en California. Fue
juzgado por asesinato en primer grado y condenado a cadena perpetua. Al cabo
de doce años quedó en libertad condicional; mató y diseccionó a dos mujeres
más antes de ser detenido de nuevo. ¿Qué demonios hizo que los responsables de
la libertad condicional pensaran que ese tipo ya no era peligroso?
No puedo hablar por el FBI, el departamento de justicia ni nadie. Pero sí
puedo decir a título personal que preferiría llevar en la conciencia mantener a un
asesino en prisión que podría o no volver a matar que la muerte de un hombre,
una mujer o un niño inocentes por haber liberado a ese asesino.
Es muy propio de los estadounidenses pensar que las cosas siempre mejoran,
que siempre pueden seguir mejorando, que podemos hacer todo lo que nos
propongamos. Sin embargo, cuanto más veo, más pesimista soy con la idea de
rehabilitación para cierto tipo de agresores. A menudo su infancia fue horrible,
pero eso no significa necesariamente que más adelante no se pueda reparar el
daño. A diferencia de los que los jueces, abogados de la defensa y profesionales
de la salud mental puedan querer creer, la buena conducta en la cárcel no
necesariamente indica una conducta aceptable en el mundo exterior.
En casi todos los aspectos, Shawcross había sido un preso modelo. Era
tranquilo, reservado, hacía lo que le decían y no molestaba a nadie. Pero mis
colegas y yo hemos visto y hemos intentado desesperadamente hacer entender a
los demás implicados en la psicología forense y en la cárcel que la peligrosidad
es situacional. Si mantienes a alguien en un entorno ordenado donde no puede
tomar decisiones, estará bien. Pero si lo devuelves al ambiente en que se
comportó mal con anterioridad, su conducta puede cambiar muy deprisa.
Pensemos en el caso de Jack Henry Abbot, el asesino convicto que escribió
En el vientre de la bestia, unas memorias conmovedoras y penetrantes de su vida
en prisión. Al percatarse de su excepcional talento como escritor, y creyendo que
alguien tan sensible y perspicaz como él debía ser rehabilitado, autoridades
literarias como Norman Mailer hicieron campaña para que Abbot saliera en
libertad condicional. Se convirtió en la estrella de Nueva York. Al cabo de unos
meses de estar libre, discutió con un camarero de Greenwich Village y lo mató.
Como dijo Al Brantley en una de sus conferencias, un antiguo profesor de
ciencia del comportamiento que ahora forma parte de la Unidad de Apoyo a la
Investigación: «El mejor pronóstico del comportamiento futuro, o de futuros
actos violentos, es un historial de violencia».
Nadie acusaría a Arthur Shawcross de acercarse siquiera a la brillantez o el
talento de Jack Henry Abbot, pero también fue capaz de convencer a los
responsables de conceder la libertad condicional de que lo liberasen. Una vez
fuera, Shawcross se instaló primero en Binghamton, donde una comunidad
enfadada organizó una campaña contra él y al cabo de dos meses se marchó. Se
mudó a la zona metropolitana de Rochester, más grande y anónima, donde
trabajó preparando ensaladas en una empresa de distribución de alimentos. Un
año después de su llegada, volvió a matar; esta vez las víctimas eran distintas,
pero no menos.
Durante sus evaluaciones de Shawcross, Dorothy Lewis lo sometió a
hipnosis en diversas ocasiones y le hizo «regresar» a fases anteriores de su vida
en los que interpretó los episodios de abuso en los que su madre le insertó un
mango de escoba por el recto. Durante esas sesiones grabadas, adoptó otras
personalidades, incluida la de su madre, en una escena que recuerda de un modo
escalofriante a Psicosis. (No obstante, la madre de Shawcross negó haber
abusado de su hijo y lo denunció por perjurios).
En su trabajo en Bellevue, Lewis ha documentado algunos casos
impresionantes de personalidad múltiple en niños que han sufrido abusos. Son
tan pequeños que cuesta imaginarlos capaces de fingir eso. Sin embargo, como
ha demostrado Lewis, los pocos casos de trastorno de la personalidad múltiple
empiezan en los primeros años de vida, a menudo durante la fase anterior al
habla. En los adultos, la única ocasión en que realmente alguien tiene un
trastorno de personalidad múltiple es en un juicio por asesinato. Sin saber por
qué, nunca aparece hasta entonces. Kenneth Bianchi, uno de los dos primos que
a finales de la década de 1970 cometieron juntos los asesinatos del Estrangulador
de la Colina en Los Ángeles, declaró tras su detención padecer trastorno de
personalidad múltiple. John Wayne Gacy intentó la misma estrategia.
(Siempre hago la broma de que, si tuviera un agresor con personalidades
múltiples, dejaría en libertad a las personalidades inocentes siempre y cuando
pudiera encerrar a la personalidad culpable).
Para el juicio de Shawcross, el fiscal principal Charles Siragusa, que hizo un
trabajo magistral, llamó a Park Dietz para presentar el otro bando. Dietz evaluó a
Shawcross con la misma minuciosidad que Lewis, y Shawcross mencionó
muchos detalles concretos de los asesinatos. Pese a que Dietz no declaró ningún
juicio absoluto sobre la veracidad de las historias de abusos, pensaba que como
mínimo sonaban plausibles. No obstante, no creía que Shawcross sufriera
alucinaciones, no encontró pruebas de que padeciera lagunas o pérdida de
memoria, no advirtió relación entre su comportamiento y ningún hallazgo
neurológico orgánico, y concluyó que, por muchos problemas mentales o
emocionales que pudiera tener, Arthur Shawcross entendía la diferencia entre el
bien y el mal y podía decidir si mataba o no. Como mínimo en diez ocasiones, y
probablemente más, había decidido hacerlo.
Cuando Len Boriello le preguntó por qué había matado a esas mujeres, él se
limitó a contestar:
—Estaba cuidando del negocio.
Los auténticos psicóticos, los que han perdido el contacto con la realidad, no
suelen cometer delitos graves. Cuando lo hacen, normalmente son tan
desorganizados y se esfuerzan tan poco en no ser descubiertos que por lo general
los cogen bastante pronto. Richard Trenton Chase, que mataba a mujeres porque
según él necesitaba su sangre para seguir vivo, era un psicótico. Si no conseguía
sangre humana, se conformaba con lo que tenía a mano. Cuando ingresaron a
Chase en una institución mental, seguía cazando conejos, los desangraba y se
inyectaba la sangre en el brazo. Cazaba pájaros pequeños, les arrancaba la
cabeza de un mordisco y se bebía la sangre. Ese sí era de verdad. Pero para que
un asesino evite ser detenido y huya con diez asesinatos, tiene que ser bastante
bueno. No cometáis el error de confundir un psicópata con un psicótico.
Durante el juicio, Shawcross siempre se mantuvo estoico e inmóvil, casi
catatónico, ante el jurado. Era como si estuviera en estado de trance, incapaz de
comprender lo que estaba ocurriendo alrededor. Sin embargo, los agentes de
policía que lo custodiaban y lo escoltaban afirmaron que en cuanto no lo veía ni
lo oía el jurado se relajaba y se volvía hablador, y a veces bromeaba. Sabía que
se jugaba mucho vendiendo la apelación de demencia.
Uno de los criminales más listos e ingeniosos y, debo decir, más encantador
que he estudiado y entrevistado fue Gary Trapnell. Se había pasado la mayor
parte de su vida adulta entrando y saliendo de la cárcel, y en un momento dado
convenció a una mujer joven para que hiciera aterrizar un helicóptero en medio
del patio de la cárcel para rescatarlo. Durante uno de sus notorios crímenes, un
secuestro de avión a principios de la década de 1970, Trapnell estaba en el
aparato en tierra, intentando negociar las condiciones de su huida. En medio de
la conversación, levantó el puño para que lo vieran las cámaras y exigió:
—¡Liberad a Angela Davis!
—¿Liberad a Angela Davis? ¿Qué significa eso?
Fue una sorpresa para la mayoría de los miembros de las fuerzas de la ley
que trabajaban en el caso. Nada en el pasado de Trapnell indicaba que tuviera
ningún compromiso emocional de ningún tipo con las causas radicales de la
joven profesora negra de California. Nada indicaba que tuviera algún tipo de
posición política, y ahora una de sus exigencias era liberar de la cárcel a Angela
Davis. Ese tipo debía de estar loco, era la única explicación lógica.
Más tarde, una vez se hubo rendido y fue condenado, cuando lo entrevisté en
el centro penitenciario de Marion, Illinois, le pregunté por esa petición.
Dijo algo parecido a: «Cuando vi que no iba a salir de esa, supe que pasaría
una mala época. Se me ocurrió que, si los hermanos negros pensaban que era un
preso político, tenía menos posibilidades de que me violaran en la ducha».
Además de estar en plenas facultades en ese momento, Trapnell estaba
anticipando casi lo opuesto a estar loco. De hecho, escribió sus memorias,
tituladas The fox is crazy too. Esa información también nos dio una visión
fantástica de las negociaciones. Si de pronto aparece una petición del todo
desmesurada, podría significar que el agresor ya ha pasado mentalmente a la
siguiente etapa y el negociador puede reaccionar en consecuencia.
Trapnell me dijo algo que me pareció muy, muy interesante. Dijo que, si le
daba un ejemplar de la edición actual del DSM, el Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales, y señalaba cualquier dolencia, al día
siguiente podría convencer a cualquier psiquiatra de que sufría esa enfermedad.
De nuevo, Trapnell tiene bastante más luces que Shawcross, pero, igual que no
hace falta mucha imaginación para saber que tienes más opciones de conseguir
la libertad condicional si le dices al loquero que te encuentras mucho mejor y ya
no sientes interés por acosar a niños pequeños, es lógico que una explicación de
enajenación mental funcione mejor si el jurado te ve en una especie de trance.
Durante mucho tiempo, la comunidad de las fuerzas policiales intentó
basarse en el DSM para orientarse y definir qué constituía un trastorno mental
grave y qué no. Sin embargo, a la mayoría ese libro de referencia nos parece que
sirve de poco en lo que hacemos. Fue uno de los motivos por los que creamos el
Manual de clasificación de crímenes, publicado en 1992. La estructura básica
del libro salía de mi tesis doctoral. Ressler, Ann Burgess y su marido, Allen,
profesor de gestión en Boston, colaboraron como coautores. Otros miembros de
la Unidad de Apoyo a la Investigación de la Unidad de Ciencia del
Comportamiento, entre ellos Greg Cooper, Roy Hazelwood, Ken Lanning,
Gregg McCrary, Jud Ray, Pete Smerick y Jim Wright, trabajaron con nosotros
como colaboradores.
Con el Manual de clasificación de crímenes, CCM, pretendíamos organizar y
clasificar los crímenes graves por sus características del comportamiento y
explicarlos de un modo que un enfoque estrictamente psicológico como el del
DSM nunca pudo hacer. Por ejemplo, en el DSM no está el tipo de escenario de
asesinato del que se acusaba a O. J. Simpson. Lo encontraréis en el CCM. Lo
que intentábamos hacer era separar el grano de la paja en cuanto a pruebas del
comportamiento y ayudar a los investigadores y a la comunidad legal a centrarse
en qué consideraciones son relevantes y cuáles no.
No es de extrañar que los acusados y sus abogados argumenten todo lo
posible para evitar asumir la responsabilidad de sus acciones. Entre la lista de
factores que el equipo de Shawcross insinuó que habían contribuido a su locura
estaba el estrés postraumático por Vietnam. La investigación señalaba que
Shawcross no había visto ni un combate. Pero no era nada nuevo, se había usado
en multitud de ocasiones anteriores. Duane Samples, que la noche del 9 de
diciembre de 1975 destripó a dos mujeres en Silverton, Oregón, argumentó en su
defensa que sufría estrés postraumático. Solo murió una de las mujeres, pero he
visto las fotografías del escenario del crimen. Ambas parecen autopsias. Robert
Ressler descubrió que pese a sus declaraciones Samples tampoco había visto
acción en Vietnam. No obstante, el día antes de la agresión Samples había escrito
una carta en la que explicaba su eterna fantasía de destripar a mujeres guapas
desnudas.
En 1981, Ressler fue a Oregón para ayudar a los fiscales a explicar por qué el
gobernador no debería persistir en su intención de concederle la libertad
condicional. Funcionó, aunque se la concedieron diez años después.
¿Está loco Samples? ¿Estaba temporalmente enajenado cuando rajó a esas
dos mujeres? La tendencia natural sería decir que todo el que es capaz de hacer
algo tan horrible y perverso tiene que estar «enfermo». No discrepo, pero ¿sabía
que lo que estaba haciendo estaba mal? ¿Decidió hacerlo igualmente? Para mí,
esas son las preguntas importantes.
El juicio de Arthur Shawcross en el juzgado municipal de Rochester duró
más de cinco semanas, durante las cuales el fiscal Siragusa mostró un
conocimiento más profundo y completo de la psiquiatría forense de la que he
visto prácticamente en ningún otro médico. Durante el juicio, televisado hasta el
último minuto, se convirtió en un héroe local. Cuando, tras los argumentos
finales, por fin se entregó el caso al jurado tardaron menos de un día en llegar a
un veredicto de culpabilidad por asesinato en segundo grado en todos los cargos.
El juez se aseguró de que Shawcross no tuviera oportunidad de repetir sus
acciones. Lo condenó a doscientos cincuenta años en la cárcel estatal.
Eso me lleva a otro aspecto de la defensa por enajenación que mucha gente
no advertirá: a los jurados no les gusta y no suelen aceptarla.
Creo que no la aceptan por dos motivos. Uno es que refuerza la creencia de
que los asesinos múltiples se ven tan impulsados a cometer sus crímenes que no
tienen otra opción. Pensad que ningún asesino en serie, según mi experiencia, se
sintió tan impulsado a matar como para hacerlo en presencia de un agente de
policía uniformado.
El segundo motivo por el que los jurados no aceptan la defensa por
enajenación es aún más básico. Una vez desglosados todos los argumentos
legales, psiquiátricos y académicos, cuando se trata de deliberar sobre el destino
del acusado, los miembros del jurado reconocen por instinto que esos tipos son
peligrosos. Sea lo que sea que los hombres y mujeres decentes de Milwaukee
puedan creer intelectualmente sobre la locura o no locura de Jeffrey Dahmer, no
creo que quisieran confiar su futuro (y el de su comunidad) a una institución
mental de cuya seguridad y sentido común al tenerlo ingresado no pudieran
fiarse. Si lo encarcelan, tenían más probabilidades de que su peligrosidad
estuviera controlada.
No insinúo que la mayoría de psiquiatras o profesionales de la salud mental
estén deseosos de liberar a delincuentes peligrosos de la cárcel y devolverlos a
situaciones en que pueden hacer más daño. Lo que sugiero es que, en la mayoría
de casos, a juzgar por mi experiencia, esa gente no ve suficientes situaciones
como las que vemos nosotros para emitir juicios informados. Aunque tengan
experiencia forense, a menudo se limita a un ámbito concreto, en el que luego se
basarán.
Uno de mis primeros casos como especialista en perfiles fue el asesinato de
una anciana, Anna Berliner, en su casa de Oregón. La policía local había
consultado a un psicólogo clínico sobre el tipo de sujeto desconocido que
buscaban. La anciana presentaba cuatro heridas profundas de lápiz clavado en el
pecho. El psicólogo había realizado entrevistas con casi cincuenta hombres
acusados de o condenados por homicidio. La mayoría de esas evaluaciones se
habían hecho en la cárcel. Basándose en su experiencia, pronosticó que el
agresor sería alguien con mucho tiempo en la cárcel a la espalda, probablemente
traficante de drogas, porque solo en la cárcel un lápiz afilado se considera un
arma letal. La gente del exterior, argumentó, no pensaría en usar un lápiz normal
y corriente para atacar a alguien.
Cuando la policía se puso en contacto conmigo, le di la opinión contraria.
Pensaba que la edad y vulnerabilidad de la víctima, la exageración del asesinato,
el hecho de que fuera un crimen de día y que no faltara nada de valor apuntaba a
un agresor joven e inexperto. No creía que analizara con atención el uso del lápiz
como arma. Estaba allí y lo utilizó. El asesino resultó ser un joven de dieciséis
años sin experiencia que había ido a casa de la víctima pidiendo una aportación a
una caminata en la que realmente no participaba.
El rasgo clave de ese escenario del crimen era que todas las pruebas del
comportamiento me sugerían un agresor inseguro. Un exconvicto que atacara a
una anciana en su casa se sentiría muy seguro de sí mismo. Con una sola prueba
(como el cabello afroamericano en el caso de Francine Elveson) no te puedes
hacer una idea global. De hecho, en el asesinato de Anna Berliner podría haber
conducido por el lado contrario a la verdad.
La pregunta más difícil que nos hacen a todos los que nos dedicamos a esto
es si un individuo concreto es, o será, peligroso. A los psiquiatras a menudo se
les formula en términos de si constituye «una amenaza para sí mismo o para los
demás».
Hacia 1986 el FBI recibió una consulta sobre un carrete enviado desde
Colorado a un laboratorio fotográfico para que lo revelara. En las imágenes
aparecía un hombre que rozaba la treintena, vestido de camuflaje, colocado en la
plataforma trasera de su todoterreno con un rifle y una muñeca Barbie que había
sido sometida a diversas torturas y mutilaciones. No se había infringido ninguna
ley, y yo le dije que seguramente el tipo no tenía antecedentes. Pero también le
advertí de que, a su edad, la fantasía que interpretaba con la muñeca ya no le
resultaría satisfactoria durante mucho tiempo. Evolucionaría. Por las fotografías
no podía saber hasta qué punto era importante en su vida, pero para meterse en la
preparación y los problemas que suponía, alguna importancia debía de tener. Les
dije que había que vigilar e interrogar al tipo porque era un caso de peligrosidad
a la espera de que se produzca. No estoy seguro de que todos los psiquiatras
fueran de la misma opinión.
Por extraño que suene el incidente, se me ocurren varios «casos de muñeca
Barbie» que me han llegado a lo largo de los años, todos con hombres adultos.
Un sujeto del medio oeste clavaba agujas en cada centímetro de la muñeca y la
dejó en el terreno del hospital psiquiátrico de la zona. De vez en cuando se ven
este tipo de cosas con cultos satánicos, vudú o gente que cree hacer brujería,
pero ahí no había nada de eso. Tampoco le puso nombre a la muñeca que
apuntara a una persona en concreto. Era una tendencia sádica general, propia de
alguien que tiene un verdadero problema con las mujeres.
¿Qué más podemos decir de ese individuo? Que probablemente experimentó
torturando a animales pequeños y tal vez lo hiciera con regularidad. Tenía
dificultades para relacionarse con gente de su edad, hombres y mujeres. De
joven acosaba o tenía una actitud sádica con los niños más pequeños. Y está o
pronto llegará a la etapa en que no le bastará con fingir sus fantasías. Se puede
discutir si está «enfermo» o no, pero me preocupa de verdad su peligrosidad.
¿Cuándo es probable que se produzca esa conducta peligrosa? Este tipo es un
perdedor inadaptado. En su mente, todo el mundo intenta acabar con él y nadie
reconoce su talento. Si los factores estresantes de su vida se vuelven
insoportables, irá un paso más allá en su fantasía. En el caso de un mutilador de
muñecas, el paso más allá no significa ir a por alguien de su grupo de edad, sino
a por alguien más joven, débil o desprotegido. Es un cobarde. No irá a por un
igual.
Eso no significa necesariamente que vaya a agredir a niños. Barbie
representa a una mujer madura y desarrollada, no a una niña prepúber. Por muy
retorcido que sea, lo que desea es el contacto con una mujer madura. Si mutila o
abusa de una muñeca bebé, tendremos otro tipo de problemas.
Pese a que el hombre que clava agujas a la muñeca y la deja en el hospital
será bastante disfuncional, no tendrá permiso de conducir y destacaría entre la
multitud como un bicho raro. El tipo vestido de camuflaje será mucho más
peligroso. Tiene un trabajo porque tiene dinero para comprarse un rifle, un
coche, una cámara. Puede desenvolverse y funcionar «con normalidad» en
sociedad. Cuando salta, alguien tiene problemas serios. ¿Confío en que la
mayoría de psiquiatras o profesionales de la salud hicieran esa distinción? No.
No tienen el bagaje o la orientación necesarias. No han verificado sus
averiguaciones.
Uno de los aspectos clave de nuestro estudio sobre asesinos en serie era la
idea de comprobar lo que nos decían estudiando las pruebas tangibles. De lo
contrario, te estás fiando del relato del protagonista, que en el mejor de los casos
es incompleto y en el peor científicamente inútil.
La evaluación de la peligrosidad cuenta con varios usos y aplicaciones. El
viernes 16 de abril de 1982, unos agentes del servicio secreto estadounidense se
reunieron conmigo debido a una serie de cartas escritas por el mismo individuo
que empezaron en febrero de 1979 en las que amenazaba de muerte al presidente
(la primera tenía como objetivo a Jimmy Carter, todas las demás a Ronald
Regan), y otras figuras políticas.
La primera carta había llegado a los servicios secretos de Nueva York con el
remite de «Solo y Deprimido». Era de dos páginas, manuscrita en papel de
libreta, y amenazaba con «disparar y matar al presidente Carter o a otra persona
con poder».
Entre julio de 1981 y febrero de 1982 se sucedieron ocho cartas más. Tres
llegaron al servicio secreto de Nueva York, una al FBI en Nueva York y una al
FBI en Washington, una al Philadelphia Daily News y dos directamente a la
Casa Blanca. Estaban manuscritas por el mismo «Solo y Deprimido», pero iban
firmadas por «C.A.T.». Se habían enviado desde Nueva York, Filadelfia y
Washington. Las cartas expresaban su intención de matar al presidente Reagan,
al que se hacía referencia como «el mal de Dios» o «el Diablo». Otros políticos
que apoyaban al presidente Reagan también fueron amenazados. El escritor,
además, se refirió a John Hinckley, y prometió terminar su misión fallida.
Hubo más cartas, y la lista de correo se amplió al congresista Jack Kemp y al
senador Alfonse D’Amato. A los servicios secretos les preocupaba en particular
la inclusión de fotografías del senador D’Amato y el congresista Raymond
McGratk de Nueva York. Tomadas de muy cerca, demostraban la capacidad de
C.A.T. de acercarse lo suficiente para cumplir sus amenazas.
Finalmente, el 14 de junio de 1982, la decimocuarta carta fue enviada al
editor del New York Post. En ella declaraba que todo el mundo sabría quién era
cuando acabara con el presidente, al que se refirió como «el Diablo». Se
lamentaba de que nadie le escuchara y todo el mundo se burlara de él, lo que no
me sorprendió.
Sin embargo, en el texto también daba «permiso» al periódico para hablar
con él una vez cumplida su histórica misión. Esa era la grieta que esperábamos.
C.A.T. estaba dispuesto, probablemente ansioso, por dialogar con el editor del
periódico. Podíamos ofrecérselo.
Por el lenguaje y los giros de las cartas, así por como desde dónde se
enviaban y a quién, estaba bastante seguro de que el tipo era de la ciudad de
Nueva York. Tracé el perfil de un hombre blanco soltero de veintitantos años o
treinta y pocos, neoyorquino de nacimiento que vivía en las afueras de la ciudad,
seguramente solo. Tenía una inteligencia media y estudios de secundaria, tal vez
más estudios en ciencias políticas y literatura y probablemente era el hijo menor
o único en su familia. Sospechaba que en épocas anteriores había consumido
muchas drogas o alcohol, pero ahora sería solo consumidor ocasional. Se
consideraría a sí mismo un fracaso por no haber cumplido nunca los sueños de
sus padres o de otras personas, y tendría una lista eterna de tareas y objetivos
incumplidos. Con veintitantos años, esperaba que estuviera psicológicamente
agotado por un estrés incontrolado, tal vez relacionado con el servicio militar, un
divorcio, una enfermedad o la pérdida de un familiar.
Se especulaba mucho con qué significaba o simbolizaba «C.A.T.». Les dije a
los servicios secretos que no invirtieran mucho tiempo en eso, porque quizá no
significara nada en absoluto. Se suele tender a interpretar demasiado cada detalle
cuando, en realidad, tal vez al sujeto desconocido solo le gustaba cómo sonaba o
cómo quedaba escrito.
El problema para los servicios secretos, como siempre, era si ese tipo era
peligroso de verdad o no, pues mucha gente que hace amenazas y despotrica en
cartas nunca las cumplen. Les expliqué que las personalidades como esa siempre
buscan algo. Acuden a grupos políticos o religiosos, y no lo encuentran. Los
demás creen que son raros y no se los toman en serio, así que con el tiempo el
problema empeora. Se centran en una misión que dé significado a sus vidas. Es
la primera vez que experimentan cierto control, les gusta la sensación y eso hará
que busquen oportunidades más frecuentes y de mayor envergadura. La gente
que se arriesga es peligrosa.
Supuse que estaba familiarizado con las armas y prefería un ataque de cerca,
aunque supusiera que no podría escapar. Dado que su misión podría ser suicida,
escribía un diario para la posteridad, con objeto de que el mundo conociera su
historia. A diferencia de una personalidad como la del envenenador del Tylenol,
C.A.T. no quería permanecer en el anonimato. Cuando el miedo a la vida
superara el miedo a la muerte, cometería su acto violento. Parecería muy
tranquilo justo antes de hacerlo. Se camuflaría y se confundiría con el entorno.
Charlaría con los agentes de policía o de los servicios secretos que tuviera cerca,
y parecería normal e inofensivo.
En ciertos aspectos, era del mismo tipo que John Hinckley, cuyo caso y
juicio fue muy cubierto por la prensa. También parecía obsesionado con
Hinckley, del que sabía bastante. Pensé que tal vez le gustaría oír el veredicto o
la sentencia del juicio y propuse a los servicios secretos que fueran al Ford’s
Theatre de Washington, donde dispararon a Abraham Lincoln y que era el lugar
que visitó Hinckley antes de disparar al presidente Reagan. También les dije que
vigilaran el hotel donde Hinckley se había alojado. Si alguien pedía la habitación
de Hinckley, podía ser él.
El hotel sí tuvo una solicitud de esa habitación en concreto. Los agentes de
los servicios secretos entraron y registraron a una pareja de ancianos que habían
pasado su noche de bodas en esa habitación y habían vuelto en varias ocasiones.
En agosto, los servicios secretos recibieron dos cartas más firmadas por
«C.A.T.» dirigidas a «Oficina del Presidente, Washington, D. C.». Ambas
llevaban un sello de Bakersfield, California. Dado que muchos asesinos recorren
el país acosando a su presa, había una preocupación real de que el tipo estuviera
viajando. En las cartas decía: «En plenas facultades mentales y físicas he
decidido organizar a la mayor cantidad de ciudadanos estadounidenses que
pueda para levantar las armas y exterminar de mi país a los enemigos desde
dentro».
En una divagación larga y paranoide, hablaba de la «tortura e infierno» que
había pasado y reconocía la posibilidad de morir «en mis intentos de llevar ante
la justicia a la escoria de arriba».
Leí con atención las cartas y deduje que se trataba de un imitador. Para
empezar, estaban escritas en minúscula, en vez de en mayúscula como las cartas
anteriores. Se referían al presidente Reagan como «Ron» en vez de «el Diablo» o
«el Viejo». Me pareció probable que la autora fuera una mujer y, por muy
desagradables que fueran los sentimientos y amenazas expresados, no creía que
fuera peligrosa.
El auténtico C.A.T. era otra historia. Pensé que la mejor estrategia era una
«parada táctica» y dialogar con él hasta que pudiéramos localizarlo. Un agente
de los servicios secretos se hizo pasar por el editor del periódico y le instruimos
sobre qué decir y cómo expresarse. Hice hincapié en que deberíamos intentar
que C.A.T. se abriera a él para contar «toda su historia». Una vez construido el
nivel de confianza, el «editor» le propondría una reunión, pero de noche, en un
lugar apartado, porque el editor estaba aún más preocupado que C.A.T. por
mantenerlo en secreto. Pusimos un anuncio clasificado muy pensado en el New
York Post, al que C.A.T. contestó. Empezó a tener conversaciones regulares con
nuestro hombre. Pensé que llamaría desde un lugar público como la estación
Grand Central o de Pensilvania, o una biblioteca o un museo.
Hacia la misma época, el FBI recibió otra evaluación del doctor Murray
Miron, el destacado experto en psicolingüística de la Universidad de Siracusa.
Murray y yo habíamos colaborado en investigaciones y artículos sobre
evaluaciones de amenazas, y para mí era uno de los mejores. Cuando empezó el
diálogo por teléfono, Murray escribió un análisis para el FBI en el que afirmaba
que ya no consideraba peligroso a C.A.T., sino un fraude en busca de notoriedad
que estaba manipulando a personas muy importantes. Murray pensaba que había
que detenerlo, pero no lo consideraba una amenaza como yo.
Poco a poco pudimos mantenerlo más tiempo al teléfono para rastrearlo y
detenerlo. El 21 de octubre de 1982, un equipo conjunto de los servicios secretos
y el FBI lo detuvo en una cabina telefónica en Penn Station mientras hablaba con
el «editor». Se llamaba Alphonse Amodio Jr., veintisiete años, blanco, nacido en
Nueva York y con estudios de secundaria.
Agentes del FBI y de los servicios secretos fueron a su piso, pequeño e
infestado de cucarachas, en Floral Park. La familia parecía bastante disfuncional,
y cuando interrogaron a la señora Amodio, la descripción que dio de su hijo
encajaba con el perfil. «Odia al mundo y siente que el mundo lo odia a él», les
dijo a los agentes. Describió sus violentos cambios de humor. Llevaba años
coleccionando noticias y tenía dos archivadores llenos de carpetas etiquetadas
con nombres de diversos políticos. De pequeño tartamudeaba tanto que se
retrasó su inicio en el colegio. Aparte de varias referencias a sí mismo en el
diario como «gato callejero», los agentes no encontraron una lógica ni una
explicación para el alias C.A.T.
Amodio fue ingresado en un psiquiátrico de Bellevue. Antes del juicio, el
juez del distrito David Edelstein solicitó un informe de un psiquiatra social, que
consideró que el acusado estaba gravemente enfermo emocionalmente y por
tanto suponía un peligro serio para el presidente y otros miembros del gobierno.
Amodio confesó ser C.A.T. Los agentes que lo interrogaron no advirtieron
ningún componente político en su pensamiento. Lo hacía solo por conseguir
poder y atención.
Ya no está ingresado. ¿Sigue siendo peligroso este tipo de persona? No creo
que sea una amenaza inmediata, pero si se crean de nuevo los factores
estresantes y no encuentra la manera de superarlos, yo me pondría nervioso otra
vez.
¿Qué busco? Una de las claves es el tono. Si veo una serie de cartas dirigidas
a un político, una estrella de cine, un deportista o un famoso en la que el tono
aumenta en rigidez y urgencia («¡No estás contestando a mis cartas!»), me las
tomo en serio. Es mental y físicamente agotador mantener esa rigidez obsesivacompulsiva. Con el tiempo, el individuo empezará a desmoronarse. Una vez
más, puede decirse que el comportamiento es una forma de enfermedad mental,
pero lo que debe preocuparme es hasta qué punto es peligroso.
Pese a que hemos entrevistado a mujeres como las asesinas potenciales y
simpatizantes de la familia Manson Lynette «Squeaky» Fromme y Sarah Jane
Moore, nuestro estudio en prisiones solo incluía a hombres. Si bien
ocasionalmente surge un tipo de asesino mujer, en todos los casos de asesinos en
serie o asesinatos por motivación sexual que he mencionado el agresor es un
hombre. Nuestro estudio ha demostrado que casi todos los asesinos en serie
proceden de orígenes disfuncionales de abusos sexuales o físicos, drogas o
alcoholismo o cualquiera de los problemas relacionados. Las mujeres vienen del
mismo entorno y, en todo caso, las chicas aún sufren más abusos o agresiones
que los chicos. Entonces ¿por qué hay tan pocas mujeres que cometan el mismo
tipo de crímenes que los hombres? Una sospechosa de ser una asesina en serie
como Aileen Wuornos, acusada de matar a hombres en carreteras interestatales
de Florida, es tan poco frecuente que enseguida llama la atención.
Sin embargo, es un terreno pantanoso, pues no se han realizado estudios que
contesten a esa pregunta de forma definitiva. Como han especulado muchos,
puede tener una relación directa con los niveles de testosterona o tener una base
hormonal y química. Lo único que podemos decir como autoridad en experiencia
es que las mujeres asimilan sus factores estresantes. En vez de atacar a los
demás, tienden a castigarse a sí mismas con alcoholismo, drogas, prostitución y
suicidio. Algunas pueden repetir el maltrato psicológico o físico en sus propias
familias, como en principio hizo la madre de Ed Kemper. Desde el punto de vista
de la salud mental, es muy perjudicial. Sin embargo, el hecho es que las mujeres
no matan de la misma manera ni se acercan remotamente a los números de los
hombres.
Entonces ¿qué se puede hacer con la peligrosidad? ¿Cómo podemos
intervenir en casos de inestabilidad mental o defectos del carácter antes de que
sea demasiado tarde? Por desgracia, la respuesta no es rápida ni sencilla. En
muchos casos, las fuerzas de la ley se han convertido en la línea de frente del
orden y la disciplina, en vez de serlo la familia. Es una situación peligrosa para
la sociedad porque cuando intervenimos ya es demasiado tarde para conseguir
nada. Lo mejor que podemos hacer es evitar que se haga más daño.
Si estáis pidiendo que las escuelas sean la respuesta, también es mucho pedir.
Si sacas a un niño de un mal ambiente y esperas que los profesores
sobrecargados en siete horas al día los transformen, puede que ocurra, o puede
que no. ¿Y las otras diecisiete horas del día? La gente nos pregunta a menudo si,
gracias a la investigación y a la experiencia, ahora podemos pronosticar cuándo
es probable que un niño sea peligroso más adelante. La respuesta de Roy
Hazelwood es: «Claro. Igual que cualquier buen maestro de primaria». Y si
logramos someterlos a un tratamiento intensivo temprano, puede significar un
cambio. Un adulto de referencia sólido durante los años de formación puede ser
la clave.
Bill Tafoya, el agente especial que ejercía de «futurólogo» en Quantico,
defendía un mínimo compromiso de diez años de dinero y recursos de la misma
magnitud de lo que enviamos al golfo Pérsico. Solicita una restauración a gran
escala del proyecto Head Start, uno de los programas contra el crimen a largo
plazo más eficaces de la historia. No cree que la respuesta sea más policía; más
bien crearía «un ejército de trabajadores sociales» para ayudar a mujeres
maltratadas, familias sin hogar con hijos, a encontrar buenas casas de acogida. Y
lo respaldaría todo con programas de incentivos fiscales.
No estoy seguro de que sea la respuesta total, pero sin duda sería un buen
principio. Lo triste es que los loqueros pueden luchar todo lo que quieran, y mi
gente y yo podemos usar la psicología y la ciencia del comportamiento para
ayudar a atrapar a los criminales, pero para cuando podemos intervenir, ya se ha
hecho mucho daño.
19
A veces gana el dragón
Cuando en julio de 1982 se encontró el cadáver de una chica de dieciséis años en
Green River, en las afueras de Seattle, nadie pensó mucho en ello. El río, que
unía el monte Rainier con Puget Sound, era un vertedero ilegal muy popular, y la
víctima era una joven prostituta. La policía no dio importancia al hallazgo hasta
avanzado ese verano, cuando el 12 de agosto se encontró a otra mujer muerta en
el río, y tres días después se descubrieron otras tres. Las edades y razas de las
víctimas eran distintas, pero todas habían sido asfixiadas. Algunas estaban
hundidas en un aparente esfuerzo por esconderlas. Todas estaban desnudas, y en
dos casos encontraron piedrecitas dentro de la vagina de la víctima.
Se hizo evidente que se trataba de una serie de crímenes y evocaba recuerdos
de los últimos asesinatos en serie de Seattle, el secuestro y asesinato en 1974 de
por lo menos ocho mujeres de la zona por parte de un sujeto conocido solo como
«Ted». Los casos estuvieron sin resolver durante cuatro años hasta que un joven
guapo y educado llamado Theodore Robert Bundy fue detenido por una serie de
brutales asesinatos en una hermandad de Florida. Para entonces había cruzado el
país y matado como mínimo a veintitrés chicas hasta ganarse una plaza
permanente en la cámara de los horrores de nuestra memoria colectiva.
Richard Kraske, de la división de investigaciones criminales del condado de
King, había dirigido esa operación y quería aplicar lo aprendido, así que recurrió
al FBI para que le ayudara a trazar un perfil psicológico del «asesino de Green
River». Pese a que los investigadores del grupo operativo recién creado y
multijurisdiccional estaban divididos sobre si todos los casos estaban
relacionados, había un factor común claro: todas las mujeres muertas eran
prostitutas que trabajaban en SeaTac Strip, la autopista de la costa del Pacífico
cerca del aeropuerto internacional de Seattle-Tacoma. Y ahora había más chicas
jóvenes desaparecidas.
En septiembre, Allen Whitaker, el agente especial al cargo de Seattle, estaba
en Quantico para una formación y nos presentó un informe detallado de los
cinco casos originales. Como solía hacer cuando quería estar concentrado y lejos
de las constantes interrupciones de empleados y el teléfono, me retiré al piso
superior de la biblioteca, donde podía estar solo, mirar por la ventana (siempre
una novedad agradable para los que trabajábamos en sótanos) y meterme en la
mente del agresor y las víctimas. Pasé un día revisando el material: informes y
fotografías del escenario del crimen, actas de autopsias y descripciones de
víctimas. Pese a la variedad de edad y razas y modus operandi, los parecidos
eran lo bastante firmes para indicar que todos los asesinatos eran obra del mismo
sujeto.
Tracé un perfil detallado de un hombre blanco físicamente poderoso,
inadaptado, subempleado, cómodo en el río y que no sentía remordimientos por
lo que hacía. Al contrario, era un hombre con una misión que había sufrido
experiencias humillantes con mujeres y ahora había salido a castigar a todas las
que pudiera de las que consideraba las de más baja estofa. Al mismo tiempo,
advertí a la policía que, debido a la naturaleza de los crímenes y las víctimas,
mucha gente encajaría en ese perfil. A diferencia de Ed Kemper, por ejemplo, no
era un portento mental. Los crímenes eran poco sofisticados y de alto riesgo.
Había que hacer hincapié en técnicas proactivas que impulsaran al sujeto
desconocido a ponerse en contacto con la policía. Whitaker se llevó el perfil
cuando regresó de Quantico.
Ese mismo mes apareció el cadáver muy descompuesto de otra mujer joven
en la zona de casas clausuradas cercana al aeropuerto. Estaba desnuda y tenía un
par de calcetines negros de hombre atados al cuello. El médico forense calculó
que había muerto aproximadamente a la misma hora que las víctimas del río. Tal
vez el asesino había cambiado el modus operandi tras enterarse de que el río
estaba vigilado.
Tal como se explica en The Search for the Green River killer, un relato bien
documentado de Carlton Smith y Thomas Guillen, el sospechoso más sólido era
un taxista de cuarenta y cuatro años que encajaba en el perfil en casi todos los
aspectos. Se había entrometido pronto en la investigación, llamó a la policía con
pistas para encontrar al asesino y recomendarles que buscaran a otros taxistas.
Pasaba mucho tiempo con prostitutas y gente de la calle en esa zona, era
noctámbulo, conducía compulsivamente, bebía y fumaba como sugería el perfil
y mostraba su preocupación por la seguridad de las prostitutas. Había pasado por
cinco matrimonios fallidos, se crio cerca del río, vivía con su padre viudo,
conducía un coche viejo y de corte clásico que no estaba en muy buen estado y
seguía con atención lo que la prensa decía sobre el caso.
En septiembre la policía lo convocó para un interrogatorio y me llamaron
para que les aconsejara una estrategia. Por aquel entonces viajaba a un ritmo
febril, saltaba por todo el país casi todas las semanas intentando estar al día de
mis casos. Cuando llamó la policía, estaba fuera de la ciudad. Hablaron con
Roger Depue, el jefe de la unidad, que dijo que yo volvería en unos días y les
recomendó que no lo interrogaran hasta que no pudieran hablar conmigo, ya que
de momento el sujeto había cooperado y no pensaba abandonar la zona.
No obstante, la policía siguió adelante con el interrogatorio, que duró todo un
día y se convirtió en un enfrentamiento. Visto desde el presente, tal vez se podría
haber hecho de manera distinta. Los resultados del polígrafo fueron ambiguos y,
pese a que la policía lo puso bajo una vigilancia extrema y siguió reuniendo
pruebas circunstanciales, nunca pudieron construir un caso contra él.
Dado que no intervine personalmente en esa parte de la investigación, no
puedo decir si ese individuo era un sospechoso prometedor o no. Pero la falta de
coordinación y orientación dificultó mucho la investigación en las primeras
fases, cuando el sujeto suele ser más fácil de atrapar. Estaba preocupado, no
sabía qué esperar y el «factor aterrador» estaba en su punto álgido. A medida que
pasaba el tiempo y el tipo desconocido veía que no le sucedía nada, se sentía más
cómodo. Se consolidó, pulió su modus operandi.
Al principio de este caso, la policía local ni siquiera tenía ordenador. A
medida que la investigación fue avanzando, al ritmo al que procesaban las pistas,
habrían tardado cincuenta años en evaluar correctamente lo que tenían. Si hoy en
día se iniciara una investigación como la de Green River, espero y confío en que
la organización inicial sería más eficaz y la estrategia más definida. Aun así,
sería un trabajo muy arduo. Las prostitutas llevaban una existencia nómada.
Solía ocurrir que, cuando un novio o un proxeneta denunciaba una desaparición,
ella había desaparecido por propia voluntad o simplemente se había instalado en
otra zona arriba o abajo de la costa. Muchas usaban apodos, de manera que la
identificación de los cuerpos y el rastreo de los casos se convertía en una
pesadilla, Así, era difícil localizar y certificar los historiales médicos y dentales.
Además, la relación y la colaboración entre la policía y la comunidad de
prostitutas siempre había sido escasa, en el mejor de los casos.
En mayo de 1983 se halló a una joven prostituta completamente vestida en
una escena montada con esmero: tenía un pez colocado encima de la garganta,
otro sobre el pecho izquierdo y una botella de vino entre las piernas. Había sido
estrangulada con un cordón fino o una cuerda. La policía atribuyó su muerte al
asesino de Green River. Yo, sin embargo, pensaba que la última víctima
encontrada en tierra estaba relacionada, pero esta me parecía un homicidio por
causas personales. No era aleatoria, había demasiada rabia. El asesino conocía
bien a su víctima.
A finales de 1983, el número de cadáveres había ascendido a doce, y siete
denuncias de desaparición. Una de las mujeres fallecidas estaba embarazada de
ocho meses. El equipo operativo me pidió que les diera consejos sobre el
terreno. Como he señalado, estaba intentando gestionar varias etapas del caso
Wayne Williams en Atlanta, el Asesino del calibre 22 en Búfalo, el Asesino del
Sendero en San Francisco y el caso Robert Hansen en Anchorage, un pirómano
en serie antisemita en Hartford y más de cien casos activos más. La única
manera de mantenerlos todos al día era obligarme a soñar con ellos de noche.
Sabía que estaba en la cuerda floja, pero desconocía hasta qué punto ni a qué
velocidad. Cuando el equipo de Green River me dijo que me necesitaba, supe
que tenía que meterme también en eso.
Confiaba en que mi perfil encajara con el asesino, pero también sabía que
encajaría con mucha gente, y a estas alturas podría estar implicado más de uno.
Cuanto más durara aquello, más opciones había de que hubiera más asesinos
implicados, ya fueran imitadores o por el territorio y las víctimas. La franja de
Sea-Tac era fácil para un asesino. Si tienes voluntad de matar, es el tipo de sitio
al que irías. Las prostitutas estaban disponibles y, dado que muchas de ellas
ejercían en todo el corredor de la costa oeste, desde Vancouver hasta San Diego,
cuando una chica desaparecía a menudo nadie la echaba de menos.
Pensé que las técnicas proactivas eran más importantes que nunca. Podían
incluir desde convocar reuniones municipales sobre los asesinatos en escuelas
rurales, para luego repartir hojas para firmar y anotar las matrículas de los
asistentes, utilizar los medios de comunicación para presentar a un investigador
como «superpolicía» para instar al asesino a ponerse en contacto con él, artículos
que personalizaran a la mujer embarazada para intentar fomentar en el asesino
remordimientos y otras visitas, vigilancia de vertederos no conocidos, el uso de
agentes de policía de señuelo y muchas otras posibilidades.
Me llevé a Blaine McIlwain y Ron Walker, dos de los especialistas en
perfiles más recientes, al viaje a Seattle de diciembre, pensando que sería un
buen caso para que adquirieran algo de experiencia sobre el terreno. Fue una
buena decisión, como si Dios o algún orden cósmico lo hubieran planeado. Me
salvaron la vida.
Cuando rompieron la puerta, cerrada con pestillo y cadena de la habitación
del hotel, me encontraron inconsciente y con convulsiones en el suelo, estaba a
punto de morir de la fiebre que me estaba comiendo el cerebro.
Cuando finalmente me recuperé y volví a trabajar, en mayo de 1984, el
asesino de Green River aún seguía suelto, como en el momento de redactar este
texto más de una década después. Seguí haciendo de consultor con la unidad
operativa, que se convirtió en una de las cacerías de un hombre más grandes de
la historia americana. Cuanto más duraba la investigación, a medida que iban
aumentado el número de cadáveres, cada vez estaba más convencido de que
había varios asesinos en serie que compartían algunos rasgos parecidos, pero
cada uno actuando por su cuenta. La policía de Spokane y Portland me llevaba
grupos de prostitutas asesinadas y desaparecidas, pero yo no encontraba un
vínculo claro con los asesinatos de Seattle. La policía de San Diego pensaba que
otro grupo de su ciudad podría estar relacionado. En total, la unidad operativa de
Green River estaba investigando más de cincuenta muertes. Más de mil
doscientos sospechosos habían quedado reducidos a una lista de ochenta. Iban
desde novios y proxenetas de las mujeres fallecidas a un cualquiera de Portland
del que había huido una prostituta tras amenazas de tortura y un cazador
residente en Seattle. A veces, incluso miembros de los cuerpos policiales eran
considerados posibles sospechosos. Pero nada de eso era suficiente para cerrar el
caso. En ese momento, estaba convencido de que había como mínimo tres
asesinos, posiblemente más.
El último impulso proactivo importante llegó en diciembre de 1988 con un
programa en directo de dos horas en un canal nacional titulado Manhunt… Live
y presentado por la estrella de Dallas Patrick Duffy. El programa ofrecía
información sobre la búsqueda del asesino o asesinos y una serie de números
gratuitos para que los espectadores aportaran consejos y pistas. Volé a Seattle
para aparecer en el programa y formar a agentes de policía sobre cómo filtrar las
llamadas y formular enseguida las preguntas pertinentes.
La semana siguiente de la emisión, la empresa telefónica calculó que más de
cien mil personas habían intentado llamar, pero menos de diez mil habían
conseguido ser atendidas. Al cabo de tres semanas no había ni recursos
económicos ni voluntarios para seguir atendiendo las líneas. Al final, fue un
símbolo de muchos otros aspectos del caso de Green River: mucha gente
entregada haciendo enormes esfuerzos, pero al final, demasiado poco y
demasiado tarde.
Durante años, Gregg McCrary tenía una viñeta colgada en el tablón de
anuncios de su despacho en la que aparecía un dragón que escupía fuego sobre
un caballero prostrado. Debajo decía simplemente: «A veces gana el dragón».
Es una realidad que no se nos puede olvidar jamás. No los atrapamos a todos,
y como los que sí cogemos ya han matado, violado, torturado, bombardeado,
quemado o desfigurado, a ninguno lo pillamos a tiempo. Es cierto hoy, igual que
lo era hace más de un siglo, cuando Jack el Destripador se convirtió en el primer
asesino en serie en cautivar la imaginación popular.
Por irónico que parezca, aunque la emisión de Manhunt no solucionó los
asesinatos de Green River, ese mismo año aparecí en otro programa de televisión
nacional en el que determiné, a través del perfil, la posible identidad del asesino
en serie más infame de todos. Estaba programado para coincidir con el
centenario de los asesinatos de Jack el Destripador en Whitechapel, lo que
significaba que mi perfil llegaba un siglo demasiado tarde para servir de nada.
Los brutales asesinatos de prostitutas tuvieron lugar en las calles y callejones
iluminados con farolas de gas del Londres victoriano, en el duro y abarrotado
East End, entre el 31 de agosto y el 19 de noviembre de 1888. En aquella época,
el salvajismo de los asesinatos y la mutilación post mortem fueron a más. A
primera hora de la mañana del 30 de septiembre, mató a dos mujeres en una hora
o dos, un acto insólito en aquellos tiempos. La policía recibió varias cartas de
burla, publicadas en prensa, y los horrores se convirtieron en un gran
acontecimiento mediático. Nunca atraparon al destripador, pese a los ingentes
esfuerzos de Scotland Yard, y desde entonces su identidad es objeto de
especulaciones. Como la «verdadera» identidad de William Shakespeare, la
selección de sospechosos a menudo revela más de la gente que especula que del
misterio en sí.
Entre las opciones preferidas y más fascinantes a lo largo de los años está el
príncipe Albero Víctor, duque de Clarence, el nieto mayor de la reina Victoria y,
por parte de su padre, Alberto Eduardo, príncipe de Gales (que se convirtió en
Eduardo VII tras la muerte en 1901 de Victoria), el siguiente sucesor al trono.
Teóricamente el duque de Clarence murió en la gran epidemia de la gripe de
1892, pero muchos teóricos del destripador creen que falleció de sífilis o
posiblemente envenenamiento a manos del médico real para eliminar la mancha
del escándalo de la monarquía. Sin duda es una posibilidad intrigante.
Otros candidatos sólidos fueron Montague John Druit, profesor de una
escuela de chicos que encajaba con las descripciones de los testimonios; el
doctor William Gull, médico real jefe; Aaron Kosminski, un inmigrante polaco
pobre que había entrado y salido de instituciones mentales de la zona, y Roslyn
D’Onstan, periodista avezada en la magia negra.
Se ha dado una gran importancia al hecho de que los asesinatos del
destripador pararon de golpe, lo que llevó a especular con que podría haberse
quitado la vida, que el duque de Clarence estaba en un viaje oficial, que uno de
los otros sospechosos podría haber muerto. Visto desde lo que sabemos ahora,
me parece igual de probable que lo detuvieran por otro delito menor, como les
ocurre a muchos, y por eso pararon los asesinatos. Otro tema era el hecho de que
las víctimas estuvieran «destripadas». Uno de los motivos para centrarse en
alguien con formación médica era el grado de destripamiento de las últimas
víctimas.
El objetivo del programa La identidad secreta de Jack el Destripador,
emitido en todo el país en octubre de 1988, era presentar todas las pruebas
disponibles en el caso y que luego expertos de distintas disciplinas presentaran
sus análisis sobre quién era realmente Jack y solucionar «de una vez por todas»
ese acertijo que duraba ya un siglo. Roy Hazelwood y yo fuimos invitados al
programa, y el FBI pensó que era una buena oportunidad de dar publicidad al
trabajo que hacíamos sin comprometer ninguna investigación ni juicio en curso.
La presentación en directo de dos horas estaba dirigida por el actor, escritor y
director británico Peter Ustinov, que realmente se metió en el misterio a medida
que avanzaba el programa.
Cualquier ejercicio de este tipo tiene las mismas normas y estructuras que
una investigación real, es decir, nuestro producto solo puede ser tan bueno como
las pruebas y datos de los que disponemos para trabajar. Hace cien años, la
investigación forense era primitiva según los estándares modernos. Pero pensé
que, basándonos en lo que sabíamos de los asesinatos del destripador, si nos
presentaran un caso así hoy en día se podría solucionar, así que consideré que
debíamos aprovecharlo. Cuando haces este tipo de trabajo, en realidad es como
un deporte o un relax cuando lo único que hay en juego si te equivocas es quedar
en ridículo en la televisión nacional en vez de que muera otra víctima inocente.
Antes de que se emitiera el programa, tracé un perfil como lo haría para un
caso moderno, con el mismo estilo:
SUJETO DESCONOCIDO; ALIAS JACK EL DESTRIPADOR
SERIE DE HOMICIDIOS
LONDRES, INGLATERRA
1888
NCAVC-HOMICIDIO (ANÁLISIS DE INVESTIGACIÓN CRIMINAL)
La última línea, NCAVC, se refiere al Centro Nacional de Análisis del
Crimen Violento, el programa general establecido en Quantico en 1985 para
incluir la Ciencia del Comportamiento y las Unidades de Apoyo a la
Investigación, la base de datos informática de criminales violentos y otros
equipos y unidades de respuesta rápida.
Como en una consulta real, cuando tuve el perfil nos dieron los posibles
sospechosos. Por muy atractivo que fuera el duque de Clarence desde el punto de
vista teatral, tras analizar todas las pruebas Roy y yo decidimos cada uno por su
cuenta que Aaron Kosminski era nuestro mejor candidato.
Igual que en caso del Destripador de Yorkshire noventa años antes,
estábamos convencidos de que las cartas de burla a la policía las escribía un
impostor, alguien que no era el «auténtico» Jack. El tipo de individuo que
cometía esos crímenes no tendría la personalidad adecuada para lanzar un
desafío público a la policía. La mutilación apuntaba a un perturbado mental, una
persona sexualmente inadaptada con una rabia generalizada hacia las mujeres. El
estilo de ataque fugaz en todos los casos también nos decía que era un
inadaptado en el plano personal y social. No era alguien que se pudiera defender
verbalmente. Las circunstancias físicas de los crímenes nos decían que era
alguien que podía confundirse con el entorno y no levantar sospechas ni
provocar miedo en las prostitutas. Era un solitario tranquilo, no un macho, que
merodeaba de noche por las calles y regresaba a los escenarios del crimen. Sin
duda, durante su investigación la policía lo había interrogado. De todas las
posibilidades que presentamos, Kosminski encajaba en el perfil mucho mejor
que los demás. En cuanto a los supuestos conocimientos médicos necesarios para
la mutilación y disección post mortem, no eran más que conocimientos básicos
de carnicería. Hace tiempo que hemos aprendido que los asesinos en serie no
necesitan más que la voluntad de cometer las atrocidades que quieran con un
cadáver. Para Ed Gein, Ed Kemper, Jeffrey Dahmer, Richard Marquette, por
nombrar unos cuantos, la falta de formación médica no supuso un impedimento.
Tras presentar este análisis, ahora tengo que dar marcha atrás en mi
declaración original porque debido al punto de vista que da analizarlo cien años
después, no puedo tener la certeza de que Aaron Kosminski fuera el destripador.
Solo era uno de los que nos ofrecieron, pero puedo afirmar con un alto grado de
seguridad que Jack el Destripador era alguien como Kosminski. Si ese análisis
criminal tuviera lugar hoy en día, nuestra aportación ayudaría a la policía y a
Scotland Yard a reducir el centro de atención y dar con la identidad del sujeto
desconocido. Por eso digo que, según los estándares modernos, este caso se
podría resolver.
En algunos casos nuestros métodos apuntan a un tipo de sospechoso, pero no
conseguimos pruebas suficientes para una detención y una acusación. Uno de
esos casos fue el «Estrangulador BTK» en Wichita, Kansas, a mediados de la
década de 1970.
Empezó el 15 de enero de 1974 con el asesinato de la familia Otero. Joseph
Otero, de treinta y ocho años, y su esposa, Julie, estaban atados y estrangulados
con cuerdas de cortinas venecianas. Su hijo de nueve años, Joseph II, fue hallado
atado en su dormitorio, con una bolsa de plástico en la cabeza. Josephine, de
once años, estaba colgada del cuello de una tubería en el techo del sótano,
vestida solo con camiseta y calcetines. Todas las pruebas apuntaban a que no era
un acto impulsivo. Las líneas de teléfono estaban cortadas y la cuerda no
pertenecía al escenario.
Diez meses después, el editor de un periódico local recibió una llamada
anónima que lo dirigió a un libro en la biblioteca pública. Dentro había una nota
del sujeto desconocido en la que se atribuía los asesinatos de los Otero, prometía
más y explicaba que «las palabras clave para mí serán atarlos, torturarlos,
matarlos». (BTK, según las iniciales de estos verbos en inglés).
Se sucedieron varios asesinatos de chicas jóvenes durante los tres años
siguientes, tras lo cual una carta a una televisión local reveló mucho acerca de la
psique de ese sujeto desconocido, que se había asignado un apodo con esmero:
«¿A cuántos tengo que matar para ver mi nombre en los periódicos o tener un
poco de atención nacional?».
En una de sus comunicaciones publicadas, comparó su obra con la de Jack el
Destripador, el Hijo de Sam y el Estrangulador de la Colina, todos perdedores
oscuros que se habían hecho famosos en los medios gracias a sus crímenes.
Atribuyó sus actos a un «demonio» y un «factor X», lo que provocó en la prensa
una amplia especulación psicológica sobre su personalidad.
También incluyó dibujos de mujeres desnudas en diversas posturas atadas,
violadas y torturadas. Esas deleznables imágenes no se publicaron, pero me
dieron una buena imagen del tipo de persona que estábamos buscando. A partir
de ahí, solo era cuestión de reducir la lista de sospechosos.
Como los de su héroe, Jack el Destripador, los asesinatos de BTK pararon de
golpe. No obstante, en este caso creo que la policía lo había interrogado, él sabía
que iban tras él y era lo bastante inteligente y sofisticado para detenerse antes de
que pudieran reunir pruebas suficientes. Espero por lo menos haberlo
neutralizado, pero a veces gana el dragón.
En ocasiones vence, también en nuestras vidas. Cuando un asesino mata a
una persona, se lleva a muchas otras víctimas con ese individuo. No soy el único
de mi unidad que pierde trabajo por cuestiones relacionadas con el estrés, ni
mucho menos. Los ejemplos de problemas familiares y conyugales son
demasiado numerosos para no resultar preocupantes.
En 1993, mi matrimonio con Pam se rompió tras veintidós años.
Probablemente ambos daríamos versiones distintas de lo que ocurrió entre
nosotros, pero algunos aspectos son innegables. Estuve ausente demasiado
tiempo cuando nuestras hijas, Erika y Lauren, estaban creciendo. Mientras
estaba en la ciudad, lo que hacía me consumía hasta tal punto que a menudo Pam
se sentía madre soltera. Tenía que llevar la casa, pagar las facturas, llevar a las
niñas al colegio, reunirse con los profesores, asegurarse de que hacían los
deberes, y todo ello mientras seguía adelante con su carrera de profesora.
Cuando en enero de 1987 nació nuestro hijo Jed había otros especialistas en
perfiles trabajando conmigo y ya no viajaba tanto. Sin embargo, tengo tres hijos
listos, cariñosos, encantadores, maravillosos y no creo que llegara a conocerlos
bien hasta poco antes de retirarme de la Agencia. A lo largo de los años invertí
demasiado tiempo aprendiendo sobre el tipo de víctimas de niños muertos que
me equivoqué y no aprendí lo suficiente de los míos, bien vivos.
Muchas veces Pam me explicaba algún típico problema menor con uno de
los niños, digamos un corte o un rasguño por una caída en bicicleta. Con el
estrés y la presión que sentía, ambos recordamos que a menudo replicaba
describiendo los cuerpos mutilados de niños de la misma edad que había visto, y
reprochándole si no veía que una caída de una bicicleta era normal y no era para
estar preocupada.
Intentas no volverte del todo insensible a tantas cosas horribles que ves, pero
acabas creando una inmunidad contra todo lo que no sea así de horrible. Un día,
estaba cenando con los niños mientras Pam abría un paquete en la cocina. El
cuchillo se le resbaló y se hizo un corte profundo. Soltó un chillido y todos
acudimos corriendo. En cuanto vi que la herida no era mortal ni amenazaba una
extremidad, recuerdo que me pareció interesante el patrón de la salpicadura de
sangre y empecé a asociarlo mentalmente a patrones de sangre que había visto
en asesinatos. No paraba de bromear para intentar mitigar la tensión. Me puse a
comentarles a ella y los niños que se veía un patrón distinto cada vez que ella
movía la mano, y esa era una de las maneras para saber qué había ocurrido entre
un agresor y su víctima. No creo que los demás se lo tomaran con tanta
naturalidad como yo.
Intentas desarrollar mecanismo de defensa para afrontar lo que ves en el
trabajo, pero puedes acabar siendo un hijo de perra frío y distante. Si tu familia
está intacta y el matrimonio es sólido, puedes asumir mucho de lo que ves en el
trabajo. Pero si en casa hay algún punto débil, diversos factores estresantes
pueden magnificarlo todo, igual que le ocurre a la gente que perseguimos.
Pam y yo acabamos con diferentes amigos. Yo no podía hablar de lo que
hacía en su círculo, así que necesitaba a gente como yo alrededor. Cuando
socializábamos fuera de la Agencia o de círculos policiales, a menudo me
aburrían las preocupaciones mundanas que se comentaban. Por frío que suene,
cuando te pasas el día metiéndote en la cabeza de asesinos, no resulta tan
estimulante saber dónde deja el vecino la basura o de qué color pinta la valla.
Sin embargo, me complace decir que, tras un período en que ambos pasamos
por una montaña rusa emocional, ahora Pam y yo somos buenos amigos. Los
niños viven conmigo (Erika está en la universidad), pero Pam y yo pasamos
mucho tiempo juntos, y ambos tenemos ahora un papel igual como padres.
Agradezco que Lauren y Jed aún sean lo bastante jóvenes para disfrutar de
algunos de sus años de crecimiento.
La unidad pasó a tener a más de diez personas después de contar con un único
puesto a principios de la década de 1980, cuando yo era toda la plantilla a
jornada completa que elaboraba perfiles en el FBI, ayudado, según les permitiera
el tiempo, por Roy Hazelwood, Bill Hagmaier y unos cuantos más. Sigue sin ser
suficiente para gestionar el volumen de casos que se nos presentan, pero
probablemente es tan grande como puede ser para mantener el contacto personal
entre nosotros y con los departamentos locales, que se ha convertido en marca de
la casa de nuestro propio modus operandi. Muchos jefes de policía y detectives
que nos llaman a la unidad nos conocieron primero en las clases de la Academia
Nacional. El sheriff Jim Metts se puso en contacto conmigo para encontrar al
asesino de Shari Smith y Debra Helmick, y el capitán Lynde Johnston llamó a
Gregg McCrary para que le ayudara a saber quién estaba matando prostitutas en
Rochester porque ambos habían estudiado en la Academia Nacional.
A mediados de la década de 1980, la Ciencia del Comportamiento se había
dividido en la Unidad de Investigación e Instrucción de Ciencia del
Comportamiento y el grupo para el que trabajaba como jefe del programa de
perfiles de personalidades criminales, la Unidad de Apoyo a la Investigación de
Ciencia del Comportamiento. Las otras dos divisiones clave aparte de la mía en
apoyo a la investigación eran VICAP, donde Jim Wright había tomado el relevo
de Bob Ressler, y los Servicios de Ingeniería. Roger Depue era el jefe de
Instrucción e Investigación, y Alan «Smokey» Burgess era el jefe de Apoyo a la
Investigación. (No tiene relación con Ann Burgess, pero su marido, Allen
Burgess, fue el coautor del Manual de clasificación de crímenes. ¿Lo pilláis?).
Por agotador y duro que fuera mi trabajo en muchos sentidos, había logrado
una carrera importante y satisfactoria. Por suerte, había conseguido evitar el paso
que casi todo aquel que quiere ascender en la organización debe dar: la
administración. Eso cambió en la primavera de 1990. Estábamos en una reunión
de la unidad cuando Smokey Burgess anunció que se retiraba como jefe de la
misma. Más tarde, el nuevo subdirector, Dave Kohl, que había sido mi
supervisor en Milwaukee y compañero en el equipo de élite, me llamó a su
despacho y me preguntó qué intenciones tenía.
Le contesté que estaba tan quemado y tan harto de todo que tenía pensado
solicitar un puesto de administración en crímenes violentos y terminar ahí mi
carrera.
—No hagas eso —me dijo Kohl—. Ahí te perderás. Puedes aportar mucho
más como jefe de la unidad.
—No sé si quiero ser jefe de la unidad —le dije. Ya estaba desempeñando
muchas de las funciones de jefe de unidad y ejerciendo de memoria institucional
por llevar allí tanto tiempo. Sin embargo, en esta etapa de mi carrera, no quería
empantanarme en administración, y Burgess era un administrador excelente,
versado en mediar para que los que trabajábamos para él pudiéramos hacer
nuestro trabajo de forma eficaz.
—Quiero que seas el jefe de unidad —anunció Kohl. Es un tipo dinámico,
enérgico, agresivo.
Me dijo que quería que siguiera trabajando en casos, estrategias judiciales,
testimonios ante el tribunal y conferencias. Eso era lo que yo pensaba que se me
daba bien. Kohl me aseguró que podría hacerlo y me nombró para el puesto.
Mi primera intervención como jefe de unidad, como he explicado en
multitud de ocasiones, fue «deshacerme de la CC» eliminando «Ciencia del
Comportamiento» de nuestro nombre para llamarlo sencillamente Unidad de
Apoyo a la Investigación. Quería trasmitir a la policía local y al resto del FBI un
mensaje claro sobre de dónde veníamos y de dónde no.
Con la ayuda y el apoyo constante de Roberta Beadle, a cargo del personal,
conseguí que VICAP pasara de tener cuatro a tener dieciséis empleados. El resto
de la unidad también creció, y no tardamos en llegar a las cuarenta personas.
Para aliviar parte de la carga administrativa que generaban estas nuevas
dimensiones, creé un programa regional de gestión en el que agentes concretos
eran responsables de una región concreta del país.
Para mí, todas esas personas merecían ser GS-14, pero la sede central solo
estaba dispuesta a darnos cuatro o cinco. Conseguí que aceptaran que, dado que
todos pasaban por una formación especializada de dos años, quedarían
«consagrados» como expertos y reconocidos como agentes especiales
supervisores con derecho a esa categoría y sueldo. El programa incluía hacer una
auditoría de todos los cursos impartidos por la Unidad de Ciencia del
Comportamiento en la Academia Nacional, asistir a dos cursos del Instituto de
Patología de las fuerzas armadas, trabajar en psquiatría y derechos en la
Universidad de Virginia (Park Dietz estaba allí en ese momento), asistir a la
escuela de interrogatorios de John Reed, estudiar investigación de muertes con la
oficina de medicina forense de Baltimore, acompañar a las unidades de
homicidios de la policía de Nueva York y escribir perfiles bajo la tutela de uno
de los jefes regionales.
También realizamos más trabajo internacional que nunca. El último año antes
de jubilarse, por ejemplo, Gregg McCrary trabajó en importantes asesinatos en
serie en Canadá y Austria.
Funcionalmente, la unidad iba bien. En cuanto a la administración, dirigía
una especie de barco a la deriva, reflejo de mi personalidad. Cuando veía que
alguien se quemaba, me saltaba las normas y reglas, los retiraba o les decía que
se tomaran un tiempo de vacaciones. Al final eran mucho más eficientes que si,
como indicaban las normas, los tenía trabajando. Cuando tienes a personas
brillantes y no puedes compensarlas económicamente, tienes que ayudarlas de
otras maneras.
Siempre me llevé bien con la plantilla de apoyo, y, cuando me jubilé, fueron
los que más lamentaron mi marcha. Probablemente se debe a mi época en las
fuerzas aéreas. Muchos dirigentes de la Agencia eran oficiales militares (y
muchos, como mi último agente especial al cargo, Robin Montgomery, eran
héroes de guerra condecorados), así que enfocaban las cosas desde una
perspectiva militar. No tiene nada de malo, y los grandes organismos no
funcionarían tan bien si la mayoría de administradores fueran como yo. Sin
embargo, yo siempre me sentí muy identificado emocionalmente con la gente de
apoyo, así que tenía más opciones de conseguir la ayuda que necesitaba que
algunos de los demás jefes.
Mucha gente piensa en el FBI de la misma manera que pensaban en IBM: un
enorme organismo burocrático de hombres y mujeres brillantes de grandes
méritos, aunque intercambiables y sin sentido del humor, vestidos con camisa
blanca y traje oscuro. Sin embargo, yo he tenido la suerte de formar parte de un
pequeño grupo de individuos verdaderamente únicos, donde cada uno destaca
por derecho propio. A medida que fue pasando el tiempo y el papel de la ciencia
del comportamiento fue creciendo en los cuerpos policiales, todos fuimos
desarrollando de forma natural nuestros propios intereses y campos de
especialización.
Desde los inicios de nuestro estudio, Bob Ressler se dedicó a la investigación
y yo más a la parte operativa. Roy Hazelwood es el experto en violaciones y
crímenes de motivación sexual. Ken Lanning es la autoridad en crímenes
infantiles. Jim Reese empezó con los perfiles, pero su gran aportación fue en el
campo de la gestión del estrés para agentes de policía y agentes federales. Tiene
un doctorado en ese campo, ha escrito mucho sobre el tema, y está muy
solicitado por su capacidad para orientar a toda la comunidad de las fuerzas de la
ley. Cuando entró en la unidad, Jim Wright hizo la formación para nuevos
especialistas en perfiles y además se convirtió en toda una autoridad en acoso,
uno de los crímenes graves interpersonales que más aumentaba. Cada uno de
nosotros ha establecido muchas relaciones personales con sedes locales,
departamentos de policía, oficinas del sheriff y agencias estatales de todo el país,
de modo que cuando alguien pide ayuda, conoce y confía en la persona con la
que está hablando.
A veces resulta abrumador para los nuevos que entran en la unidad intentar
mezclarse con tantas «estrellas», sobre todo después de la película El silencio de
los corderos, que despertó un gran interés por lo que hacíamos. Nosotros
intentamos decirles que el motivo por el que fueron seleccionados es que
sabemos que tienen lo que hace falta para ser miembros del equipo como los
demás. Todos cuentan con un importante bagaje en investigación y, una vez con
nosotros, pasan por una formación de dos años mientras trabajan. A eso hay que
añadir su inteligencia, intuición, diligencia, integridad y confianza en sí mismos,
además de una capacidad para escuchar y evaluar las opiniones ajenas. A mi
juicio, una de las cosas que ha convertido a la academia del FBI en una
institución única en su especie en el mundo es que está formada por individuos,
cada uno con sus propios intereses y talentos, al servicio de un fin común. Cada
una de esas personas, a su vez, fomenta las mismas cualidades en los demás.
Espero y confío en que el sistema de formación y apoyo mutuo que establecimos
en la unidad sobreviva cuando los de la primera generación nos jubilemos.
En mi cena de jubilación en Quantico, en junio de 1995, mucha gente tenía
cosas bonitas que decir de mí, lo que me pareció muy conmovedor y
aleccionador. Sinceramente, estaba preparado para una buena crítica, pensaba
que mi gente aprovecharía esta última oportunidad oficial para desahogarse de
todo lo que se habían callado. Me encontré con Jud Ray en el lavabo de hombres
después, y ya se estaba arrepintiendo de haberse reprimido. Una vez pasada su
oportunidad, me tocaba hablar a mí; no sentía obligación de contenerme y solté
todas las ocurrencias con las que me había armado anticipándome a lo que ellos
dirían. No tenía ningún consejo sabio que trasmitir esa noche, solo esperaba
haber tocado la fibra con el ejemplo que había intentado dar.
Desde mi jubilación he regresado a Quantico para dar clases y participar en
algunas consultas, y mis colegas saben que siempre estoy disponible para ellos.
Sigo dando conferencias y hablando en público como siempre, desde la
perspectiva de mis veinticinco años de experiencia escarbando en la mente de los
asesinos. Estoy retirado del FBI, pero no creo que pueda dejar de hacer lo que
me han enseñado. Por desgracia, la nuestra es una industria en crecimiento, y
nunca nos faltan clientes.
La gente me pregunta a menudo qué se puede hacer con nuestras horribles
estadísticas de crímenes violentos. Pese a que tienen y deberían tener
aplicaciones prácticas, creo que la única opción de solucionar nuestro problema
con el crimen es que haya suficiente gente que lo desee. Más policía, más
tribunales y más cárceles, y mejores técnicas de investigación están bien, pero la
única manera de reducir el crimen es que todos nosotros simplemente dejemos
de aceptarlo y tolerarlo en nuestras familias, nuestros amigos y nuestros
conocidos. Es la lección que extraemos de otros países con índices mucho
menores que los nuestros. Solo este tipo de solución que ataca a las raíces, en mi
opinión, será eficaz. El crimen es un problema moral. Solo se puede solucionar
en el plano moral.
Durante todos mis años de experiencia investigando y tratando a agresores
violentos, jamás me he encontrado con uno que procediera de lo que
consideramos un buen entorno y una unidad familiar funcional y que ofrezca
apoyo. Creo que la gran mayoría de agresores violentos son responsables de su
conducta, tomaron sus decisiones y deberían asumir las consecuencias de lo que
hicieron. Es ridículo decir que alguien no aprecia la gravedad de lo que ha hecho
porque solo tiene catorce o quince años. A los ocho años, mi hijo Jed hace
tiempo que sabe lo que está bien y lo que está mal.
No obstante, veinticinco años de observación me dicen también que los
criminales «se hacen» más que «nacen», lo que significa que en algún momento
alguien que ejerció una influencia profundamente negativa podría haber ejercido
en cambio una profundamente positiva. Así que lo que creo de verdad es que,
además de más dinero, policía y cárceles, lo que necesitamos es más amor. No es
ser simplista, es el núcleo del problema.
No hace mucho me invitaron a hablar ante el público de Nueva York de los
Escritores de Misterio de América. La charla fue muy concurrida y la recepción
cálida y cordial. Aquellos hombres y mujeres que se ganaban la vida escribiendo
historias de asesinatos y escándalos tenían un gran interés por escuchar a alguien
que había trabajado en miles de casos reales. De hecho, desde Thomas Harris y
El silencio de los corderos, muchos escritores, periodistas y directores de cine
han recurrido a nosotros para conocer la «historia real».
Enseguida me di cuenta de que, cuando contaba los detalles de algunos de
los casos más interesantes y gráficos, mucha gente del público desconectaba y se
iba. Sentían una gran repugnancia al oír lo que mi gente y yo veíamos todos los
días. Vi que no les interesaba saber los detalles, así que en ese momento deberían
haberse dado cuenta de que no querían escribir sobre cómo era en realidad. Me
parece bien. Cada uno tiene su clientela.
El dragón no siempre gana, y hacemos lo que podemos para que cada vez
gane menos. Pero el mal que representa, eso a lo que me he enfrentado a lo largo
de toda mi carrera, no va a desaparecer, y alguien tiene que contar la verdad. Es
lo que he intentado hacer con este libro, como yo lo viví.
Foto de Jack Douglas
La vida en la granja. Así pasé los veranos del instituto. Aquí poso con uno de mis primeros clientes.
Foto de Jack Douglas
El gran partido contra Wantagh High: la primera vez que intenté aplicar el «perfil psicológico» con un rival.
Se me ve fácilmente en el banquillo de Hempstead con la máscara tipo Hannibal Lecter porque me había
roto la nariz en un partido anterior.
Foto de Jack Douglas
Retrato del agente adolescente. Mi primer viaje a casa tras entrar en la Agencia, posando con mi distintivo y
uno de los trajes nuevos que me compró mi padre. Nótese el peinado típico del FBI. Fue uno de los escasos
momentos en los que sonreí durante este viaje. Pasé la mayor parte de las vacaciones de Navidad de 1970
memorizando el manual de comunicación de la Agencia para el subdirector Joe Casper.
Foto del FBI
Graduación de la 107.ª edición de la Academia Nacional del FBI, 16 de diciembre de 1976. De izquierda a
derecha: yo, Pam, el director del FBI Clarence Kelley, mi madre Dolores y mi padre Jack.
Foto de formación del FBI
Milwaukee. Fotografía utilizada en la patrulla de élite y la formación de rescate de rehenes con las
posiciones en el momento en que Joe Del Campo disparó la bala que acabó con el drama con rehenes de
Jacob Cohen.
Foto del FBI
La primera generación, enero de 1978. Siete meses después de entrar en la Unidad de Ciencia del
Comportamiento de Quantico, posé con algunas de las leyendas vivas. De izquierda a derecha: Bob Ressler;
Tom O’Malley, que enseñaba sociología; yo; Dick Harper, que también impartía sociología; Jim Resse, el
especialista que se convirtió en nuestro experto en estrés; Dick Ault y Howard Teten, que enseñaban
criminología aplicada e iniciaron el programa de perfiles del FBI.
Foto de Mark Olshaker
La siguiente generación, junio de 1995. La Unidad de Apoyo a la Investigación. De izquierda a derecha:
Steve Mardigian, Pete Smerick, Clint Van Zandt, Jana Monroe, Jud Ray, yo (de rodillas), Jim Wright, Greg
Cooper, Gregg McCrary. No aparecen Larry Ankrom, Steve Etter, Bill Hagmaier y Tom Salp.
El agente especial John Conway y yo entrevistamos a Edmund Kemper en Vacaville.
AP/Wide World Photo
Wayne D. Williams, durante su juicio por asesinato en 1982 en el caso de los asesinatos de niños de Atlanta.
Asesoré al asistente del fiscal de distrito Jack Mallard sobre cuál sería la mejor estrategia para sacar a la luz
una parte de la personalidad de Williams que conseguía ocultar al jurado.
Foto de los Alaska State Troopers
Robert Hansen, el panadero de Anchorage, Alaska, que pasó de cazar animales a cazar prostitutas de la
zona a las que raptaba y soltaba en el bosque.
Foto de los Alaska State Troopers
Sala de trofeos de Robert Hansen con sus presas antes de pasar a la caza humana.
Las «últimas voluntades y testamento» de Shari Faye Smith, de diecisiete años, probablemente el
testimonio más conmovedor de coraje, fe y carácter que he visto en veinticinco años en las fuerzas de
seguridad.
Foto del departamento del sheriff de Lexington County, South Carolina
Larry Gene Bell, condenado por matar a Shari Faye Smith y Debra May Helmick en Carolina del Sur.
Cuando le entrevisté en el despacho del sheriff del condado de Lexington, Jim Metts, negó que «el Larry
Gene Bell que está aquí sentado» pudiera cometer esos crímenes, pero admitió que «el Larry Gene Bell
malo» sí.
Foto de Mark Olshaker
Típico caso de consulta. Gregg McCrary presenta los detalles de la serie de asesinatos de prostitutas en
Rochester, Nueva York, a colegas de la Unidad de Apoyo a la Investigación. Esta investigación y las
estrategias proactivas de McCrary ayudaron a la policía estatal de Rochester y Nueva York a encontrar y
detener a Arthur Shawcross, que fue juzgado y condenado por diez asesinatos. De izquierda a derecha, están
Jim Wright, Gregg McCrary, yo y Steve Etter.
Foto del departamento de policía de Nueva York
En la organización de nuestro riguroso programa de formación para nuevos miembros de la Unidad de
Apoyo a la Investigación contamos con la generosa colaboración de algunos forenses y organismos de las
fuerzas de seguridad destacados. Aquí, Jud Ray y yo regalamos una placa conmemorativa al teniente
Donald Stephenson, oficial al mando de la Unidad de Escenarios del Crimen del departamento de policía de
Nueva York, por la ayuda prestada por el departamento en la formación de nuestra gente sobre el terreno.
The Fairfax Journal
Ejemplo de técnica proactiva. En determinados casos, tras desarrollar el perfil, a menudo «lo hacemos
público» en los medios locales con la esperanza de que alguien reconozca la descripción del sujeto
desconocido y acuda a nosotros.
Notas
[1]
En inglés, la pronunciación del apellido «Siegal» es muy parecida a la de la
palabra «seagull», que significa «gaviota». (N. de la t.) <<
[2]
Consolidated Edison, Inc. es una de las empresas de energía más grande de
Estados Unidos. <<