(PDF) El viaje mitico El significado del mito como guia para la vida de Liz Greene y Juliet Sharman Burke | LuisJoséA Martínez G - Academia.edu
Desde el principio de los tiempos, los seres humanos se han basado en los mitos, cuentos y fábulas para explicar los misterios de la vida. Aportando una nueva perspectiva a estos antiguos cuentos, Liz Greene y Juliet Sharman-Burke revelan un modo en que los buscadores de hoy en día pueden hallar consuelo y apoyo en las leyendas y tradiciones del pasado. El viaje mítico constituye un manual sobre la vida humana, capaz de servir de guía a los lectores ante conflictos que van desde la familia y la niñez, pasando por problemas de amor, íntimos y de ambición, hasta el enfrentamiento con nuestra propia mortalidad. Descubrimos que el verdadero autoconocimiento llega a nosotros tras encarar los desafíos vitales con valor y fortaleza; que la belleza, el talento, el poder y la riqueza acarrean sus propias formas de sufrimiento; y que en la oscuridad de la soledad, el fracaso y la pérdida hemos descubierto siempre nueva luz y nuevas esperanzas. La obra explora los temas psicológicos de muchas tradiciones míticas, con historias de las civilizaciones grecorromana, hebrea, egipcia, celtra, nórdica y de diversas civilizaciones orientales. Se relatan más de cincuenta mitos, y todos ellos van seguidos de una reflexión psicológica que revela cómo aplicar cada relato a nuestra vida. "Una de las funciones terapéuticas más importantes del mito es la de mostrarnos que no estamos solos con nuestros sentimientos, temores, conflictos y aspiraciones". A mis padres, que fueron los primeros en contarme mitos y cuentos de hadas, con amor. JULIET SHARMAN-BURKE A Charles y Suzi, con amor, por su amistad. LIZ GREENE Primera publicación en 2017 por Weiser Books, sello editorial de Red Wheel/Weiser, LLC Con sede en: 65 Parker Street, Suite 7 Newburyport, MA 01950 www.redwheelweiser.com © 1999, 2017. Liz Greene y Juliet Sharman-Burke © 2000. De la traducción: Mario Lamberti © 2017. Para esta edición, Eddison Books Limited Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida de ninguna forma o por ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso escrito de Red Wheel/Weiser, LLC. Los críticos pueden citar pasajes breves. Los derechos de Liz Greene y Juliet Sharman-Burke de ser identificadas como autoras de esta obra han sido reivindicados por ellas de acuerdo con la Ley de Derechos de Autor, Diseños y Patentes de 1988. ISBN 978-1-57863-616-7 Una edición de Eddison Books St Chad's House, 148 King's Cross Road Londres WC1X 9DH www.eddisonbooks.com Texto publicado por primera vez en UK en 1999 por Gothic Image Publications. Impreso en China 1 3 5 7 9 10 8 6 4 2 www.redwheelweiser.com www.redwheelweiser.com/newsletter CONTENIDO INTRODUCCION PARTE I EN EL COMIENZO CAPITULO UNO PADRES E HIJOS TETIS Y AQUILES HERA Y HEFESTO ORIÓN Y ONOPIÓN TESEO E HIPÓLITO OSIRIS, ISIS Y HORUS LA HISTORIA DE POIA CAPITULO DOS HERMANOS CAÍN Y ABEL ARES Y HEFESTO RÓMULO Y REMO ANTÍGONA CAPITULO TRES LA HERENCIA FAMILIAR LOS HIJOS DEL VIENTO LA CASA DE TEBAS LA CASA DE ATREO PARTE II CONVERTIRSE EN INDIVIDUO CAPITULO UNO DEJAR EL HOGAR ADAN Y EVA LA PARTIDA DE BUDA PEREDUR, EL HIJO DE EVRAWC CAPITULO DOS LA LUCHA POR LA AUTONOMIA SIGFRIDO EL BELLO DESCONOCIDO GILGAMÉS Y EL ARBOL DE LA VIDA CAPITULO TRES LA LUCHA POR EL SIGNIFICADO VAINAMOINEN Y EL TALISMÁN PARSIFAL Y EL GRIAL PERSEO PARTE III EL AMOR Y LAS RELACIONES CAPITULO UNO PASION Y RECHAZO ECO Y NARCISO CIBELES Y ATIS SANSÓN Y DALILA EL ENCANTAMIENTO DE MERLÍN CAPITULO DOS EL ETERNO TRIANGULO EL MATRIMONIO DE ZEUS Y HERA ARTURO Y GINEBRA CAPITULO TRES EL MATRIMONIO GERDA Y FREY LA TRANFORMACIÓN DE NYNEVE ALCESTIS Y ADMETO ULISES Y PENÉLOPE PARTE IV POSICION Y PODER CAPITULO UNO ENCONTRAR UNA VOCACION LUGH UN MITO DE DOS HERMANOS FAETÓN EL CARRO DEL SOL CAPITULO DOS CODICIA Y AMBICION ARACNE EL ANILLO DE POLÍCRATES EL REY MIDAS LA CORRUPCIÓN DE ANDVARI CAPITULO TRES RESPONSIBILIDAD EL REY MINOS Y EL TORO EL EJÉRCITO DE PAZ DEL REY ARTURO EL JUICIO DE SALOMÓN PARTE IV RITOS DE PASO CAPITULO UNO SEPARACION, PERDIDA Y SUFRIMIENTO LAS PRUEBAS DE JOB ORFEO Y EURÍDICE QUIRÓN, EL CENTAURO CAPITULO DOS LA BUSQUEDA ESPIRITUAL LAS FORTUNAS DEL DR FAUSTO LA ILUMINACIÓN DEL BUDA PARSIFAL CAPITULO TRES EL VIAJE FINAL MAUI Y LA DIOSA DE LA MUERTE ER ENTRE LOS MUERTOS INDRA Y EL DESFILE DE LAS HORMIGAS BIBLIOGRAFIA Y OTRAS LECTURAS INDEX RECONOCIMIENTOS INTRODUCCION EL mito constituye la psicología original de la autoayuda. Durante siglos, los seres humanos han utilizado los mitos, los cuentos de hadas y la sabiduría popular para explicar los misterios de la vida y hacerlos soportables. Esto incluye desde la causa del cambio de las estaciones, pasando por los asuntos que involucran relaciones complejas, hasta el enigma de la muerte. Jesús comunicó sus enseñanzas a través de parábolas para explicar a sus seguidores problemas difíciles en forma fácil de comprender. Platón transmitió conceptos filosóficos de difícil comprensión por medio de simples mitos y alegorías. En la medicina hindú antigua, cuando alguien con dificultades mentales o emocionales consultaba con un médico, este le prescribía una historia sobre la que meditar, ayudando de este modo a que el paciente encontrase su propia solución al problema. Con frecuencia es nuestro propio pensamiento lineal, racional y circunscrito a las causas, lo que oscurece el significado más profundo y la resolución de los dilemas vitales. Los mitos poseen la capacidad misteriosa de contener y comunicar paradojas, permitiéndonos con ello ver a través, alrededor o por encima del dilema, para llegar al verdadero corazón del asunto. A lo largo de las páginas siguientes exploraremos mitos significativos, algunos muy conocidos y otros menos familiares, tomados de las culturas grecorromana, hebrea, egipcia, hindú, americana nativa, maorí, celta y noruega, así como de otras fuentes, que se relacionan con varias etapas de la vida y con los importantes desafíos que todos los humanos deben enfrentar. En lugar de ajustarnos al formato familiar de un «diccionario mitológico» que ofrece fragmentos interpretativos de una larga lista de deidades y héroes, seguiremos, en cambio, el formato de una vida humana, entretejiendo los antiguos relatos con experiencias humanas fundamentales, comenzando con las relaciones familiares y terminando con la muerte como el viaje mítico final. Cada una de las partes del libro lleva al lector a un viaje a través de los ritos de paso más importantes de la vida humana. Cada parte se centra en un aspecto particular de la vida y de los conflictos y alegrías característicos con los que todos nos encontramos. Los mitos específicos son, a su vez, utilizados para ilustrar aspectos particulares, tanto positivos como negativos, relevantes a esa esfera determinada de la vida. Primero se cuenta la historia y después se presenta una reflexión psicológica, para que sirva de ayuda en la comprensión de su significado profundo y en la aplicación del mito a nuestras vidas. El propósito de este libro es mostrarle el modo en que los relatos míticos y las imágenes pueden aliviarle de conflictos internos y ayudarle a descubrir una mayor profundidad, riqueza y significado de la vida. Una de las mayores funciones terapéuticas del mito es mostrarnos que no nos hallamos solos con nuestros sentimientos, temores, conflictos y aspiraciones. Del mito aprendemos que la rivalidad entre hermanos es tan antigua como el tiempo; que Edipo está vivo y sano, y no se queda en el sofá del psicólogo; que el eterno triángulo es, por supuesto, eterno y que se ha escrito sobre él desde que los seres humanos aprendieron a escribir; que la belleza, el talento, el poder y la riqueza acarrean sus propias formas de sufrimiento; y que en la oscuridad de la soledad, el fracaso y la pérdida hemos descubierto siempre la luz y una nueva esperanza. PARTE I EN EL COMIENZO La vida familiar es la más fundamental de las experiencias vitales. A pesar de la naturaleza de nuestro trasfondo, todos tenemos padres —presentes, ausentes, queridos o aborrecidos— y la Madre Tierra y el Padre Cielo constituyen los grandes símbolos míticos sobre el origen del mundo, así como el de nuestros propios comienzos. Todos procedemos de alguna parte y, sea lo que sea en lo que nos convirtamos a lo largo de la vida, no podemos deshacer el pasado. No solo heredamos patrones genéticos de nuestros ancestros familiares, sino también patrones psicológicos, y los individuos en que nos convertimos son parcialmente de nuestra propia creación y en parte el legado del pasado. Los mitos no nos ofrecen soluciones fáciles a las dificultades familiares. Más bien nos transmiten dinámicas familiares tal y como estas se presentan; con todas sus alegrías, tristezas y complejidades. No obstante, existe un poder misterioso y transformador subyacente en estas historias. Aunque los arquetipos de la dinámica de la vida familiar son eternos, siempre es posible el cambio y la curación, bien dentro de nosotros mismos o en nuestras circunstancias externas. CAPITULO UNO PADRES E HIJOS El mito nos ofrece un vasto conglomerado de historias sobre la relación padre-hijos. Desde las jocosas peleas de los dioses del Olimpo a los trágicos destinos de las dinastías reales, la imaginación humana ha encontrado siempre solaz e iluminación en crear relatos sobre madres, padres e hijos, y el misterio de lo que nos une a todos por medio de indestructibles hilos emocionales. No hay conflicto padre-hijo que no tenga una contrapartida mítica y una solución que no se halle reflejada en las narraciones míticas. TETIS Y AQUILES Grandes expectativas El primero de nuestros mitos familiares nos habla de que los padres esperan de sus hijos poco menos que todo. Quizá el tema más importante en esta historia griega sea la ambición que manifiesta Tetis a favor de su hijo. Desea que el hijo sea un dios. La historia tiene un final triste, pero encierra una intuición profunda sobre las esperanzas secretas, sueños y aspiraciones que, inconscientemente, podemos pedirles que realicen, a veces para su pesar. TETIS fue la gran diosa del mar y gobernó sobre todo lo que se movía en sus profundidades. Pero al llegar el tiempo de casarse, Zeus, el rey de los dioses, había recibido una profecía que le advertía de que si Tetis se casaba con un dios, tendría un hijo que sería más grande que el propio Zeus. Preocupado por no perder su posición, Zeus casó a la diosa del mar con un hombre mortal llamado Peleo. Este matrimonio mixto no resultó mal, y ambos se adaptaron con relativa facilidad aunque, a veces, Peleo se quejaba de los poderes sobrenaturales de su esposa, y esta, a veces, sentía que su casamiento no había estado a la altura de su condición. A su debido tiempo, Tetis tuvo un hijo a quien puso por nombre Aquiles. Por ser hijo de padre mortal, también era mortal, y la duración de su vida fue establecida por las Parcas, como ocurría con todos los seres mortales. Pero Tetis no estaba satisfecha con esta situación. Como era inmortal, no deseaba permanecer eternamente joven mientras veía a su hijo envejecer y morir. De modo que decidió llevarlo en secreto a la laguna Estigia, en cuyas aguas se halla el don de la inmortalidad. Una vez allí, sostuvo al niño por un talón y lo sumergió en las aguas, creyendo que de este modo lo haría inmortal. Pero el talón por donde lo había sujetado no tuvo contacto con el agua de la Estigia y, como consecuencia, el cuerpo de Aquiles quedó vulnerable en ese preciso lugar. Cuando alcanzó la edad adulta y tomó parte en la guerra de Troya, Aquiles recibió una herida mortal causada por una flecha en el talón. Aunque Aquiles alcanzó una gran gloria y fue recordado para siempre, Tetis no pudo engañar a las Parcas ni convertir lo que es humano en sustancia divina. COMENTARIO Hay muchos padres que desean inconscientemente que sus hijos sean divinos, aunque no del mismo modo que Tetis. No esperamos que nuestros hijos vivan eternamente, pero puede que queramos que sean mejores que otros niños; más bellos, mejor dotados, más brillantes, destacados, especiales y exentos de las limitaciones ordinarias de la vida. Ningún niño puede estar a la altura de semejantes expectativas inconscientes, y cualquier niño puede sufrir a causa de que su condición humana normal no sea apreciada debido a los esfuerzos agotadores de los padres por lograr un ser sobrehumano. Es posible que también esperemos que nuestros hijos, de algún modo, nos rediman; que conviertan en bueno lo que nosotros mismos hemos echado a perder, o que vivan lo que a nosotros se nos ha negado vivir. Puede que hagamos sacrificios con la esperanza de que los hijos le darán significado a nuestra vida, en lugar de dejarles que vivan la suya. Y cuando tropiezan y caen, como les ocurre a todos los seres humanos, o cuando ante nuestros esfuerzos muestran una gratitud insuficiente, puede que nos sintamos indignados y ofendidos. Todo esto puede extraerse de la historia de Tetis y Aquiles. Tetis, la diosa madre que desea que su hijo sea divino como ella, en lugar de mortal como su padre, es también una imagen de una cierta actitud hacia el cuidado excesivo. Si una madre desea poseer a su hijo totalmente, y no desea o no es capaz de compartir el amor del hijo, pueden derivarse muchos problemas. El matrimonio de Tetis y Peleo, con Aquiles como su progenie, encarna un matrimonio en el que existe un desequilibrio entre los padres. Tetis, que se siente superior a Peleo, espera que su hijo se parezca a ella. Este es un conflicto bastante común; puede que fantaseemos secretamente sobre la identidad de los hijos, en lugar de reconocer que ambos padres han contribuido a su existencia. Esto puede suceder citando se trata de un matrimonio infeliz o frustrado. Por su parte, el padre puede idealizar también a su hija, como Tetis lo hace con su hijo, y puede que se e fuerce inconscientemente en separar a madre c hija, de modo que ningún extraño pueda dañar la unidad del nexo padre-hija. (Ver Orión y Enopión) Todos estos son dilemas relacionados con la paternidad que, antes que ser considerados patológicos, deben ser vistos como humanos. Pero los mitos se refieren a seres humanos, aun cuando sus personajes principales sean dioses. ¿Cómo nos enfrentamos con estos asuntos de expectativas exageradas y posesividad? Si traemos hijos al mundo, les debemos equidad y justicia en nuestro trato emocional con ellos. Primero y principal, es necesario que seamos conscientes de nuestros sentimientos ocultos. Si sabemos que esperamos demasiado de nuestros hijos, podemos mostrarles amor aun cuando no lleguen a alcanzar lo que esperamos, y podemos alentarlos a seguir el camino de sus propios corazones y almas, en lugar del que nosotros desearíamos haber seguido. Los sentimientos conscientes y moderados no destruyen. Por el contrario, los sentimientos inconscientes, que resultan en un comportamiento inconsciente, pueden cansar migran daño a un hijo. Ninguna vida paterna es perfecta, y todos albergamos esperanzas poco realistas para nuestros hijos. Esto es humano y natural. Pero ellos no son divinos, ni tampoco se hallan en esta tierra para nuestra gloria o para la redención de nuestra propia vida. En el matrimonio de Tetis y Peleo, creado por la sabiduría de Zeus, subyace una imagen profunda de la mezcla de lo humano y lo divino, que se encuentra en el origen de todo ser humano: Todos los hijos participan de ambas condiciones. Si somos capaces de recordar esto y de dejar que nuestra descendencia sea tan humana como realmente es, entonces este antiguo mito nos podrá ayudar a ser unos padres más sabios y generosos. HERA Y HEFESTOS El patito feo La historia de Hera y Hefesto es otro relato sobre las expectativas paternas. En este caso lo que se espera no es la inmortalidad del niño, sino la belleza física digna de un personaje del Olimpo. A diferencia de muchas historias de dioses, esta tiene un final feliz. Hefesto termina siendo reconocido por su gran talento y se le otorga un lugar de honor en la familia. Pero debe sufrir para ganarse su puesto, y su sufrimiento es injusto. ZEUS y Hera, rey y reina del Olimpo, concibieron su hijo Hefesto antes de casarse, en un rapto de pasión. Desgraciadamente, este hijo nació contrahecho. Tenía los pies torcidos, y su aspecto vacilante y caderas dislocadas suscitaba la risa incontenible de todos los inmortales cuando caminaba entre ellos. Hera, avergonzada de que a pesar de toda su belleza y esplendor hubiera dado vida a semejante criatura imperfecta, trató de librarse de ella. Arrojó a su hijo al mar desde las alturas del Olimpo, de donde fue recogido por Tetis, la diosa de las aguas. El niño permaneció durante nueve años escondido bajo las aguas. Pero las dotes de Hefesto eran tan grandes como su fealdad, y pasó el tiempo forjando un millar de objetos ingeniosos para sus amigas las ninfas marinas. Es de comprender que también se sintiera furioso por el trato recibido y, a medida que iba desarrollando fortaleza de cuerpo y mente, planeó una venganza astuta. Cierto día Hera recibió un regalo de su hijo ausente: un exquisito trono de oro, bellamente trabajado y decorado. Se sentó en él con deleite, pero cuando intentó levantarse, unas correas invisibles la detuvieron de repente. En vano intentaron liberarla del trono otros dioses. Tan solo Hefesto era capaz de ayudarle a soltarse, pero este se negó a abandonar las profundidades del océano. El dios de la guerra, Ares, que era su irascible hermano, trató de levantarla por la fuerza, pero Hefesto le lanzó hierros de marcar incandescentes. Dioniso, medio hermano de Hefesto y dios del vino, tuvo más éxito: hizo que Hefesto se emborrachara, lo tendió sobre el lomo de una mula y lo llevó al Olimpo. Pero Hefesto siguió negándose a cooperar a menos que se atendiera a sus demandas. Pidió por esposa a la más bella de las diosas, Afrodita. Desde entonces reinó la paz entre Hera y su hijo. Olvidando su antiguo rencor, Hefesto arriesgó su vida tratando de defender a su madre cuando Zeus le estaba pegando. Irritado, Zeus cogió a su hijo por un pie y lo arrojó de la corte celestial. Pero Hefesto logró volver al Olimpo nuevamente e hizo las paces con su padre, y desde entonces Hefesto representó para siempre entre los inmortales el papel de pacificador. COMENTARIO Este relato nos habla de cómo solemos desear que nuestros hijos sean un reflejo nuestro, y no lo que realmente son. ¿Cuántos padres, de aspecto físico atractivo, desean que sus hijos o hijas sean igualmente bellos y reflejen su mayor gloria? O, tal vez, deseamos que nuestros hijos puedan desarrollar un talento que nosotros mismos no poseemos, o que sean capaces de llevar adelante algún negocio familiar. Sin importar lo que seamos o lo que nos gustaría ser, esperamos que nuestros hijos sean extensiones nuestras, y podemos dañarlos antes de que descubramos su verdadero valor. Esta narración es compleja y hay en ella muchos motivos sutiles. Hefesto, despreciado y mal recibido, encuentra amistad y apoyo entre los dioses del mar, quienes lo aceptan en su reino submarino. Con frecuencia, un niño que no es apreciado en el seno familiar puede tener la fortuna de encontrarse con un abuelo, tío o maestro comprensivo que pueda alentarlo a desarrollar sus habilidades. Y no debe sorprendernos si descubrimos que el hijo en el que colocamos expectativas injustas, nos muestra resentimiento e ira. La venganza de Hefesto es ingeniosa. No desea destruir a su madre; lo que desea es ser acogido por ella. Para lograrlo, le juega la pasada de mantenerla sujeta. ¿Cuál es esta atadura de la que ningún dios puede librarla? Si bien Hera ha sido dura y poco acogedora, no es inmune a los sentimientos de obligación hacia su hijo. No es mala; es simplemente vana y egocéntrica, al igual que, con frecuencia, lo son los seres humanos. Hefesto le hace recordar la indestructible deuda que significa ser padres, que, en términos humanos, se experimenta como un sentimiento de culpa. Cuando experimentamos culpa hacia nuestros hijos, podemos sentir en lo profundo que hemos sido culpables de fallar en reconocer la identidad y los valores reales del niño. Solo podremos librarnos cuando nos volvamos conscientes de cómo hemos tratado a quienes decimos amar y podamos ofrecerles aceptación en lugar de imponerles expectativas. La naturaleza compasiva de Hefesto también nos señala algo respecto a que el poder del amor es capaz de superar los conflictos y heridas familiares. Los niños pueden perdonar a sus padres por múltiples actos tanto de omisión como de acciones, si comprenden que esos actos fueron cometidos sin intención, y si perciben que existe algún vislumbre de remordimiento y comprensión. Una disculpa auténtica reduce la distancia que media hasta la curación de las heridas. Esta historia nos enseña que las heridas de la niñez no son irrevocables. Y nos anima a buscar verdadero valor de aquellos a quienes amamos, incluso si no satisfacen la imagen de lo que deseamos y esperamos de ellos. ORION Y ENOPION La posesión de una hija por su padre Este desafortunado mito griego trata del intento de un padre de poseer a su hija, y de la destrucción que se desencadena cuando un pretendiente intenta alejarlo de su hija amada. Revela las más oscuras corrientes subterráneas que pueden existir en relación al nexo padre-hijo. Pero, aun cuando el relato refleja emociones salvajes y circunstancias extremas poco probables de encontrar en la vida cotidiana, ofrece, por otra parte, una intuición en la confusión y ceguera emocionales que nos aquejan cuando buscamos, de forma consciente o inconsciente, la posesión de nuestros hijos. ORIÓN, el cazador, era conocido por ser el hombre más apuesto del mundo. Cierto día se enamoró de Mérope, la hija de Enopión. Pero éste no era un simple mortal; tenía ascendencia inmortal por ser hijo de Dioniso, dios del vino y del éxtasis, y las intensas pasiones del padre se encontraban latentes en su ser más profundo. Enopión le prometió a Orión que podría obtener la mano de Mérope, pero solo si era capaz de hacer que la campiña se viese libre de las temibles bestias salvajes que amenazaban la vida de los habitantes. Esto no ofrecía dificultad a un cazador de experiencia, y Orión aceptó el reto gustosamente. Tras haber completado su tarea, se presentó ante Enopión ansioso por recibir su recompensa. Pero Enopión halló razones para retrasar la boda: aún quedaban más osos, lobos y leones merodeando por las colinas. En realidad, Enopión no tenía intención de dar a su hija en matrimonio porque, en secreto, estaba enamorado de ella. Orión se sentía cada vez más frustrado ante la situación. Una vez más rastreó las colinas en busca de animales salvajes, y nuevamente Enopión encontró razones para posponer la boda. Una noche, Orión cogió una gran borrachera con el mejor vino de Enopión (y el vino de un hijo de Dioniso era ciertamente bueno, y más fuerte que cualquier otro) y, en ese estado deplorable, penetró en el dormitorio de Mérope y la violó. Como resultado de este acto violento, Enopión se sintió justificado para vengarse de Orión. Forzó a este a que bebiera más vino, hasta que Orión estuvo borracho perdido. Entonces Enopión le arrancó los ojos y lo arrojó ciego e inconsciente sobre la playa. Finalmente, con la ayuda de los dioses, Orión volvió a recuperar la vista y vivió para realizar muchas aventuras más. Desconocemos lo que le sucedió a la pobre Mérope, violada, abandonada y prisionera de un padre que nunca tuvo intención de dejar que se convirtiese en una mujer de pleno derecho. COMENTARIO La historia de Orión es relevante no solo en relación con los patrones emocionales dentro de la familia. Un vínculo saludable de amor y afecto entre un padre y su hija, si es exacerbado por la inconsciencia, acarreará dificultades. El padre es normalmente el primer amor de una hija, y son muchos los padres que ven en su pequeña hija una imagen mágica de belleza y juventud que encierra todos sus sueños románticos más preciados. Esto es natural y encantador, y de ningún modo implica abuso o enfermedad. Pero si el matrimonio del padre no es feliz, o este es incapaz de aceptar las recompensas de un matrimonio habitual y persiste en desear un mágico «nexo anímico», tal vez busque en su hija esa fantasía de un amor perfecto. En consecuencia, puede que sea difícil para él dejarle vivir una existencia independiente. Separarse de una hija amada requiere un corazón generoso, especialmente si es para entregársela a un joven apuesto como Orión. La buena presencia de Orión y su juventud viril sirve como un doloroso recordatorio de que Enopión ya no es tan joven como era, y de que su pequeña y amada bija es ahora una mujer que desea para sí un joven poderoso y viril. En el mito no se hace mención de la madre de Mérope. Este padre y la hija viven en un mundo propio, que constituye la realidad psicológica de muchos padres que se relacionan mejor con sus hijas que con sus esposas. El padre que intenta convertir a la hija en su compañera sentimental puede infligir en esta un daño perdurable. Esto puede ponerse de manifiesto por medio de la antigua táctica de insistir en que el compañero elegido por su hija «no es suficientemente bueno». Si un padre le impone a su hija ideales imposibles, ¿cómo podrá ella alejarse para vivir felizmente con su compañero? Cuanto más grande sea el amor, mayor será el daño potencial que surja de la inconsciencia; pues una hija que ama y admira a su padre prestará atención a su aparente «sabiduría» y juzgará a todos los pretendientes potenciales como de imposible aceptación. Aparentemente, Enopión desea que Mérope encuentre un esposo. Este esposo debe cumplir ciertos requisitos. ¿Y cómo puede censurarse a un padre por desear lo mejor para su retoño? De este modo, la posesividad inconsciente del padre queda oculta bajo una máscara de buenas intenciones. Y este se asegurará de que nadie sea nunca suficientemente bueno para su hija. Después encuentra su justificación destruyendo —en forma sutil u obvia— todas las relaciones potenciales que ella pueda iniciar, debido a que cree que en su corazón conserva las mejores intenciones. Orión se enfurece porque Enopión no deja de mover una y otra vez las metas acordadas, y finalmente viola a Mérope. Este hecho le da a Enopión la excusa perfecta para deshacerse del criminal. Pero, de todos modos, no tiene la menor intención de desprenderse de su preciada hija, porque la quiere para sí. El gran poeta Jalil Gibrán (1883-1931) escribió en cierta ocasión que nuestros hijos nacen de nosotros, pero no son nuestros. Sin embargo, un padre que se siente solo puede creerse justificado para tratar a su hija como un objeto precioso que solo él puede poseer. Los jóvenes solo pueden seguir avanzando en la vida si sus mayores les dejan la vía libre. Si una hija se deja llevar por los celos de su padre a tener que elegir entre el padre y un amante, entonces su felicidad se verá arruinada y se amargará la recompensa de su amor. A los hijos no se les debe forzar a tomar semejante decisión; las presiones de los celos destrozarán los corazones de todos. Cada padre tiene en su mano la llave de la plenitud de su hija, siempre que le permita disfrutar de ambos amores: el del padre y el del esposo. Es un reto difícil para cualquier padre, mas no obstante la recompensa es grande. Pero es posible que debamos reconocer y dominar nuestras envidias y celos secretos. Como nos hace ver el mito, tales sentimientos son antiguos, universales y esencialmente humanos. Sin embargo, la posesión habla básicamente del poder; y el amor y el poder no pueden coexistir. TESEO E HIPOLITO Rivalidad Padre–Hijo Este mito griego describe los celos corrosivos que un padre siente hacia su hijo, por temor a que este lo suplante en belleza, fuerza y vigor sexual. El tema arquetípico del anciano que teme que su joven esposa actual sea susceptible ante los atractivos de un hijo de su anterior matrimonio puede encontrarse en muchos relatos. Pero lo que resulta singular en este triste fracaso de un gran héroe es el modo en el que los celos ciegan a Teseo para ver la verdad. Sin esta ceguera, un nuevo matrimonio no habría tenido poder suficiente para destruir el vínculo padre-hijo. EL gran héroe Teseo, hijo del dios Poseidón, se convirtió en el rey de Ática, tras vencer al terrible Minotauro. Gobernó su país con justicia y sabiduría. Pero fue desafortunado en el amor y, finalmente, los celos de su propio hijo acabaron siendo su destrucción. Su tormentosa aventura con la princesa cretense Ariadna, quien le ayudó a destruir al Minotauro, terminó en lágrimas, y él la abandonó. Su apasionado romance con Hipólita, reina de las amazonas, acabó trágicamente con la muerte de esta, aunque le dio un hijo, Hipólito. Finalmente, se casó con Fedra, la hermana de Ariadna. Por entonces, el hijo de Teseo, Hipólito, era un joven fuerte y hermoso, con el cabello rubio y los ojos grises; más alto y con mejor porte que su padre. Este joven noble estaba dedicado a la equitación y al casto culto a la diosa Artemisa. Pronto se apoderó de Fedra, la nueva esposa de Teseo, una pasión por su hijastro que lo consumía y encomendó a su sirvienta que intercediera en su favor ante el apuesto y joven príncipe. Tras enterarse de que este, horrorizado, la había rechazado, se ahorcó, no sin antes dejar una carta donde lo acusaba de haberla violado. Teseo, convencido por el hecho de la muerte de su esposa y cegado por unos profundos, aunque secretos, celos del hijo, que ahora le amenazaba con superarlo en belleza y virilidad, lo expulsó del reino e invocó la maldición mortal que le había confiado su padre, Poseidón. Mientras Hipólito abandonaba Atenas, conduciendo su carro por el rocoso camino a orillas del mar, el dios envió una enorme ola que llevaba en la cresta a un gigantesco toro marino, el cual hizo espantar a los caballos. El cadáver destrozado del joven fue devuelto a Teseo, que supo la verdad demasiado tarde. Después de esto, a Teseo le abandonó la suerte. Privado del hijo amado que habría heredado su reino, recurrió a la piratería y, mientras intentaba secuestrar a la reina del inframundo, fue confinado con gran sufrimiento en el reino de los muertos durante cuatro años. A su regreso, encontró a Atenas sumida en la anarquía y la sedición. Dando la espalda a su reino, viajó a la isla de Skiros donde, a causa de la traición de su anfitrión, cayó al mar desde una elevada roca. COMENTARIO Podemos ver esta historia reflejada, a nivel psicológico, en la vida cotidiana familiar. Muchos hombres, acostumbrados al poder y al reconocimiento mundanos, identifican su masculinidad con los logros externos. Puede que experimenten el envejecimiento como una humillación y un temor de que la falta de potencia —mundana, sexual o ambas— hará disminuir su valor ante sus propios ojos y los de los demás. Un hijo que está iniciando su viaje por la vida —viril y lleno de promesas y con el potencial de lograr más que su padre— puede despertar el ácido corrosivo de los celos, incluso en medio de un gran amor. Si esto llega a suceder sin que el padre sea consciente de ello, entonces este, sin querer, puede invocar una «maldición» contra su hijo. Y puede volverse introvertido o demasiado crítico, al resentirse del vínculo entre su esposa y su hijo. Puede aplastar los sueños y aspiraciones de su hijo, y procurar minar la confianza del joven inconscientemente, pero con intención destructiva, con el propósito de poder conservar su sensación de poder y control. Los efectos de semejantes celos inconscientes sobre un hijo pueden ser catastróficos para él. Un joven que lucha contra la enemistad secreta de su padre puede enfrentarse al fracaso insistentemente —ya sea en la escuela, en el trabajo o en su vida profesional— debido a que en alguna parte de su interior siente que debe obrar como lo desea su padre y no osar desbancar a este de su trono de autoridad. Puede sentirse impelido a ser el fracasado que su padre, de forma inconsciente, desea que sea, aun cuando, a nivel inconsciente, el padre espera y alienta el éxito de su hijo. Este hijo puede verse envuelto en luchas con la autoridad de forma recurrente, y puede acabar exteriorizando toda la debilidad y confusión que su padre proyecta sobre él —aun de forma inconsciente— como medio de evitar la debilidad y confusión inevitables de su propio proceso de envejecimiento. Este patrón no es nada raro; y no es perverso, sino meramente humano. Constituye un gran desafío para cualquier padre hallar la generosidad de corazón para permitir que su hijo lo supere, y aceptar airosamente el paso del tiempo y el modo en el que el mundo tan injustamente favorece al joven. También constituye un gran reto la aceptación del nexo entre la propia esposa y el hijo, como algo legítimo y merecedor de apoyo, en lugar de una amenaza a la propia seguridad emocional. Esto requiere un desapego profundo y una confianza en la vida que, si llega a ser alcanzada, puede proporcionar el apoyo y el coraje que todo hijo necesita de su padre. Puede generar, también, una profunda serenidad y fuerza interior en el padre que, al reconocer que ha satisfecho sus propios potenciales de juventud de la mejor forma posible, logra quedar en paz con lo que no ha alcanzado y se mueve de forma creativa y esperanzadora hacia la nueva fase de la vida. OSIRIS, ISIS Y HORUS El hijo divino trae esperanza eterna Este relato del antiguo Egipto nos habla del niño como imagen de esperanza y renovación, y nos brinda el coraje necesario para superar los obstáculos y conquistar la paz y la alegría. Osiris, Isis y Horus han sido comparados por algunos eruditos con la trinidad cristiana, debido al niño divino que es rescatado del sufrimiento y derrota al mal. Desde el punto de vista psicológico, esta familia divina nos puede decir mucho acerca del sentido de esperanza y de significado que experimentamos a través de nuestros hijos. OSIRIS era el hijo primogénito del Padre Tierra y de la Madre Cielo. El joven dios hacía gala de un buen semblante y era mucho más alto que los seres humanos. Tomó por esposa a su hermana Isis, diosa de la Luna. Juntos enseñaron al pueblo de Egipto la fabricación de utensilios agrícolas y la elaboración de pan, vino y cerveza. Isis enseñó a las mujeres a moler el maíz, hilar el lino y tejer el paño. Osiris edificó los primeros templos y esculpió las primeras imágenes divinas, enseñando de este modo a los seres humanos lo que eran los dioses. Le llamaban «El bueno» porque era enemigo de la violencia, y dio a conocer su voluntad únicamente por medio de la benevolencia. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que Osiris fuera víctima de un complot por parte de su malvado hermano menor, Set, que estaba celoso de su poder. Set era rudo y salvaje; había provocado su salida prematura del vientre de su madre y estaba determinado a gobernar el mundo en lugar de Osiris. Invitó a Osiris a un banquete y después lo asesinó, encerrando el cadáver en un arcón que después arrojó al Nilo. Cuando Isis oyó la noticia de que Osiris había sido asesinado, quedó abrumada por el dolor. Se cortó el cabello, rasgó sus vestiduras y, de inmediato, se lanzó a la búsqueda del cofre. Este había sido llevado mar adentro y arrastrado por las olas hasta Biblos, yendo a parar bajo las ramas de un tamarisco. El árbol creció tan rápidamente que el cofre quedó totalmente rodeado por el tronco. Entre tanto, el rey de Biblos había ordenado que el árbol fuera talado para que sirviera de soporte al techo de su palacio. Una vez ejecutada la orden, el maravilloso árbol esparció un aroma tan exquisito que su reputación llegó a oídos de Isis. Esta, de inmediato, comprendió su significado. Sin demora, se puso en camino de Biblos, sacó el cofre del tronco y lo llevó de regreso a Egipto. Pero Set, conociendo lo que se estaba tramando, fue en busca del arcón al pantano donde Isis lo había escondido, lo abrió y descuartizó el cadáver de su hermano en catorce pedazos, esparciéndolos después por todas partes. Isis no se sintió desalentada. Buscó los preciados fragmentos de su esposo y los encontró todos excepto el falo, que se lo había tragado un pez del Nilo. Como bruja poderosa que era, la diosa reconstruyó entonces el cuerpo de Osiris uniendo todos los fragmentos y haciendo un nuevo falo de arcilla. Después realizó los ritos de embalsamamiento para que el dios asesinado pudiera regresar a la vida eterna. Mientras este dormía aguardando su renacimiento, Isis se acostó con él y concibió al divino hijo Horus, quien al nacer fue comparado con un halcón cuyos ojos brillaban con la luz del Sol y la Luna. Resucitado y liberado desde entonces de la amenaza de la muerte, Osiris podría haber recuperado el gobierno del mundo. Pero se sintió entristecido por el poder del mal que había experimentado en la tierra y se retiró al inframundo, para dar la bienvenida en forma efusiva a las almas de los justos y reinar sobre los muertos. Correspondió a Horus, el hijo de Osiris, tomar venganza del acto salvaje que había desembocado en la muerte y desmembramiento de su padre. Horus fue criado en reclusión, pues su madre temía las maquinaciones de Set. Era extremadamente débil al nacer, y solo gracias a la ayuda de los poderes mágicos de su madre pudo escapar a los peligros que lo amenazaban. Fue mordido por bestias salvajes, picado por escorpiones, quemado y padeció dolores de vientre; todo ello obra de Set. No obstante, creció con fortaleza, a pesar de todos estos sufrimientos, y Osiris se le aparecía con frecuencia y le daba instrucciones acerca del uso de las armas, con la intención de que estuviera pronto dispuesto a hacerle la guerra a Set, reclamar su herencia y vengar a su padre. Cuando Horus llegó a la edad adulta, inició una prolongada guerra para derrotar a sus enemigos y logró destruir a muchos de ellos. Pero Set no podía ser vencido únicamente por la fuerza de las armas, debido a que era sumamente astuto. A fin de terminar con el inacabable derramamiento de sangre, los otros dioses convocaron un tribunal y llamaron ante ellos a los dos adversarios. Set alegó que Horus era ilegítimo, concebido después de que Osiris había sido asesinado; pero Horus demostró con éxito la legitimidad de su nacimiento. Los dioses condenaron al usurpador, restauraron la herencia de Horus y lo nombraron gobernante de Egipto. Horus reinó de forma pacífica sobre el cielo y la tierra, y, junto con su padre y su madre, fue adorado por todo el territorio. Intercalaba las tareas de gobierno con visitas frecuentes a su padre en el inframundo, conduciendo a los difuntos ante la presencia de «El Bueno», y presidiendo la ceremonia del pesaje del alma. COMENTARIO Ningún hijo puede redimir la vida de sus padres. Pero existe una esperanza en el futuro y una fe en la innata bondad e inocencia de la niñez, capaces de convertir una vida tediosa y carente de significado en una vida que valga la pena y que dé significado al sufrimiento pasado. El mito de Osiris, Isis y Horus nos muestra la razón más profunda que nos motiva a crear una familia. No es solo para la continuidad de la vida biológica; también es porque el nacimiento de un hijo augura un nuevo comienzo y la posibilidad de que el dolor sufrido pueda ser curado. Lo que buscamos en nuestra descendencia es tanto la continuidad del espíritu como la del cuerpo. La familia de Osiris es arquetípica y, por lo tanto, refleja patrones que existen en toda familia. La dedicación de Isis es un tema importante. A pesar de los obstáculos que Set coloca en su camino, ella está determinada a encontrar y rehabilitar el cuerpo descuartizado de su esposo. Esta lealtad absoluta es uno de los aspectos redentores del relato y, en la vida cotidiana, puede ser expresado por una persona que esté dispuesta a respaldar a su pareja, incluso ante el aparente fracaso y la derrota que pudiera sobrevenirle. La pareja que continúa siendo leal y animosa cuando el compañero o compañera se queda sin trabajo, o pasa por momentos de depresión o mala salud, puede verse reflejada en la dedicación de Isis. Ante semejante proceder humano podemos experimentar el tema arquetípico de la redención en su forma más profunda; tal y como nos la presenta este mito. La niñez de Horus fue muy precaria, y sufrió muchas vicisitudes antes de alcanzar su plena fortaleza. Esto también nos puede decir algo del patrón de la vida, pues tener unos comienzos débiles y vulnerables suele ser un motivo suficiente como para que realicemos nuestros esfuerzos más fuertes y creativos. Isis se las arregla para proteger a su hijo de Set. Al igual que necesitamos proteger a nuestros hijos vulnerables, de ese mismo modo necesitamos proteger aquello que es más vulnerable e incipiente en nosotros, a fin de que pueda crecer hasta dar fruto. Horus comprende que debe poner fin al sufrimiento de su padre; el propio Osiris ya no desea permanecer en la tierra para seguir soportando la lucha. En un momento dado, puede que necesitemos confiar en que nuestros hijos se enfrentarán al futuro, pues, a medida que envejecemos, es posible que perdamos la energía o el coraje de batallar con la vida. En esta parte podemos apreciar ecos de otras historias míticas: los celos que Teseo siente de Hipólito (ver Teseo e Hipólito), por ejemplo, reflejan su incapacidad para confiar en que su hijo tome las riendas y tenga su oportunidad en la vida. Por otra parte, Osiris se enfrenta a ese desafío con éxito. La resolución del conflicto llega no en razón de una conquista individual, sino debido a que los dioses, como grupo, deciden que Horus merece la recuperación de su herencia. Al final, puede que también nosotros debamos permitir que la vida complete lo que hemos dejado sin terminar, y que debamos tener confianza en lo que sea que entendamos por Dios o el espíritu en nosotros para lograr lo que estamos tratando de alcanzar. Si lo que buscamos es justo y equitativo, como es el caso de Horus, es posible que el mal no sea derrotado para siempre, pero puede lograrse que se vuelva impotente para destruir aquello que es bueno. En el seno familiar, confiar en que el tiempo y la rectitud interior conducirán a un equilibrio y serenidad finales nos puede ser útil para aceptar las situaciones que no podemos cambiar, para perdonar a quienes pensemos que nos han ofendido y para mantener nuestra fe en el futuro. LA HISTORIA DE POIA Abuelo y nieto se liberan del pasado La historia final de este capítulo nos llega de la tribu Pies Negros, de las praderas del norte de América. Nos enseña que el poder del amor en la recuperación de la estabilidad familiar puede saltarse una generación, pasando de abuelos a nietos, poniendo término al sufrimiento que puedan haber experimentado padres e hijos entre sí. Y hacer que la sabiduría del pasado quede disponible para futuras generaciones. EN cierta ocasión Estrella de la Mañana miró desde el cielo y divisó en la tierra a Soatsaki, una chica Pies Negros. Esta se enamoró de él, se casaron y se la llevó al cielo, a la morada de su padre y de su madre, el Sol y la Luna. Allí, Soatsaki tuvo un niño, a quien pusieron por nombre Pequeña Estrella. La Luna, es decir, la suegra de Soatsaki, hizo que la joven se sintiera querida y bien acogida, aunque le advirtió que no debía sacar de la tierra un nabo mágico que crecía cerca de su vivienda. Pero la curiosidad venció a Soatsaki. Pronto extrajo el nabo y comprobó que podía ver la tierra a través del agujero que había hecho. Al ver las viviendas de su tribu, se sintió muy nostálgica, y su corazón se sintió mortalmente triste. A fin de castigar su desobediencia, su suegro la echó del cielo junto con su hijo, Pequeña Estrella, y los bajó a la tierra envueltos en una piel de alce. Pero al verse la pobre chica separada de su amado esposo, pronto falleció, dejando a su hijo solo y pobre. El niño tenía una cicatriz en el rostro, de modo que lo apodaron Poia, o Cara Marcada. Cuando creció, Poia se enamoró de la hija del jefe, pero ella lo rechazó a causa de la cicatriz. Desesperado, resolvió ir en busca de su abuelo, el Sol, quien podía hacer que desapareciera la marca. De esta manera, Poia emprendió el viaje hacia el Oeste. Cuando llegó al océano Pacífico, se detuvo y pasó tres días en ayuno y oración. A la mañana del cuarto día se extendió ante él un rayo luminoso que atravesaba el océano. Con decisión, Poia se puso a caminar por el milagroso sendero. Al llegar a la morada del Sol, en el cielo, vio a su padre, Estrella de la Mañana, luchando contra siete pájaros monstruosos. Acudió apresuradamente en su defensa y pudo matar a los monstruos. En recompensa por su acto, su abuelo, el Sol, le quitó la cicatriz y, tras enseñarle el ritual de la danza del Sol, como prueba de su parentesco con el astro, le hizo un regalo de plumas de cuervo y de una flauta mágica que le haría conquistar el corazón de su amada. Poia regresó a la tierra por otro camino, llamado la Vía Láctea. Enseñó a la tribu de los Pies Negros el misterio de la danza del Sol y, tras casarse con la hija del jefe, se la llevó al cielo a vivir con su padre, Estrella de la Mañana, y sus abuelos, el Sol y la Luna. COMENTARIO El héroe de esta encantadora historia se llama Cara Marcada, y, dicho sea de paso, muchos niños sufren la herida psicológica de las dificultades maritales que termina en separación y distanciamiento entre los padres. El conflicto surge aquí debido a que la madre de Poia, Soatsaki, no es capaz de obedecer las normas de la familia divina que la ha acogido al casarse. En esta rebelión contra la familia sufre y se ve separada de su esposo, y a Poia lo separan de su padre. En este escenario que se repite con frecuencia, podemos ver que una persona que se casa en el seno de una familia fuertemente integrada no logra adaptarse y se ve expulsada emocionalmente y, a veces, literalmente. A menudo esto suele ocurrir entre los llamados «matrimonios mixtos», en los que un especial trasfondo económico, religioso o racial forma un poderoso edificio en el que un «extraño» no logra encajar. Y son los hijos los que tienen que soportar las cicatrices. Pero Poia, el nieto del Sol y la Luna, se resiste a aceptar este destino. Solicita entrar en el reino de su abuelo, de quien sabe que le puede curar lo que lo desfigura. A nivel psicológico, esto nos muestra que una relación de amor con un abuelo puede curar, a menudo, el daño causado por el matrimonio infeliz de los padres. Poia debe probarse a sí mismo —defiende la vida de su padre, Estrella de la Mañana, degollando a los pájaros perversos—, y nosotros puede que, a veces, debamos tomar la iniciativa y enfrentarnos con coraje y compasión a familiares marginados aun cuando sintamos que han sido los responsables de la ruptura. Debido a que Poia se muestra dispuesto a intentarlo, arriesgando su orgullo en el proceso, su recompensa es grande. No solo queda restablecido de su cicatriz, sino que consigue llevar la sabiduría del Sol al pueblo de su esposa y extenderla entre el común de la humanidad, transmitiendo los dones de sus antepasados a generaciones sucesivas. Un mensaje profundo, oculto tras este mito, se refiere a la voluntad de tragarse el orgullo y hacer esfuerzos por renovar los lazos que han sido cortados por las faltas de los demás. Con frecuencia este es el caso que sucede en familias en las que los hijos son alejados de sus abuelos por la falta de armonía entre los padres, o debido a los conflictos entre padres y abuelos. Tanto sea por causa del tiempo, por la distancia o por cualquier chispa de amor que se mantenga a pesar del conflicto, la voluntad de cualquier niño de tender un puente desde el pasado —el puente mágico sobre el que Poia camina para alcanzar el reino de su abuelo—puede propiciar la reunión de la familia y un canal a través del cual pueda transmitirse la sabiduría del pasado a las generaciones del futuro. CAPITULO DOS HERMANOS Los lazos entre hermanos pueden ser tan potentes, complejos y transformadores —para bien o para mal— como los que existen entre padres e hijos. En nuestros hermanos podemos ver el espejo de nuestro propio ego todavía no descubierto. Y el amor y antipatía que podamos sentir hacia ellos refleja muchas cosas; sobre todo, el modo en que nos relacionamos con las dimensiones peor conocidas de nuestra interioridad. La psicología tiene mucho que decir de la rivalidad entre hermanos, pero el mito ya lo ha dicho todo antes. Estos mitos hablan también del poder de conciliación y redención del amor fraterno. CAIN Y ABEL ¿Quién es el favorito del padre? Todos conocemos esta historia tomada del Antiguo Testamento, pero quizá no hemos reflexionado lo suficiente sobre cómo un padre puede ser el origen del conflicto entre sus hijos. La historia de Caín y Abel trata de lo que se conoce como «rivalidad entre hermanos»; es decir, los celos y la competencia que existe entre hermanos y hermanas. Esta rivalidad es tan natural e inevitable como el sol que nos alumbra, y tan antigua. Si es escasa, puede producir un autodesarrollo saludable; en demasía, puede crear dolor y generar un comportamiento destructivo dentro de la familia. ADÁN y Eva tuvieron dos hijos. El más joven, Abel, era pastor, mientras que su hermano mayor, Caín, trabajaba en el campo. En cierta ocasión ambos le hicieron ofrendas a Dios. Caín le ofreció una parte de sus cosechas, el fruto de los campos, mientras que Abel decidió ofrecerle la mejor y más grande de sus ovejas. Dios quedó complacido con la ofrenda de Abel, mas no con la de Caín. Y como Caín no pudo encontrar ninguna razón para este favoritismo, se sintió muy enojado y amargado con Dios y con su hermano, Abel. Dios vio la ira de Caín, y dijo: —¿Por qué estás tan enojado? Si trabajas duramente, triunfarás. Si no lo haces, la culpa será tuya. Pero Caín no se tranquilizó con estas palabras. La ira creció en su interior. Sin embargo, como no era prudente estar enfadado con Dios, dirigió su furia contra su hermano menor. Siguió a Abel cuando este se dirigía al campo, y allí lo atacó y asesinó. —Caín, ¿dónde está tu hermano? —le dijo Dios. —No lo sé —replicó Caín. No soy el guardián de mi hermano. Pero Dios, por supuesto, sabía lo que había sucedido. —¿Por qué has cometido un acto tan horrendo? —le dijo Dios a Caín—. La sangre de tu hermano se escucha desde la tierra con voz que clama venganza. Yo te maldigo: nunca más labrarás la tierra. Ella ha absorbido la sangre de tu hermano como si hubiese abierto su boca para recibirla cuando lo mataste. Cuando vuelvas a labrar la tierra, no producirá nada. Andarás por la tierra errante y sin hogar. Y Caín le dijo a Dios: —No puedo soportar este castigo. Me estás arrojando de la tierra y me privas de tu presencia. Seré un proscrito, y cualquiera que me encuentre me matará. A lo que Dios le respondió: —No. Si alguien te matara, será siete veces castigado. Entonces Dios puso una señal en la frente de Caín, pana advertir a todos los que lo encontrasen que no lo mataran. Y Caín se alejó de la presencia de Dios y se fue a vivir a una tierra llamada Nod, que significa «Errante», al oriente del Edén. COMENTARIO Los que tengan una inclinación religiosa de carácter ortodoxo, probablemente no cuestionarán la dudosa moralidad de esta historia. Pero si consideramos el relato cuidadosamente, es muy posible que nos preguntemos por qué Dios favorece a Abel, aun cuando Caín actúa con la misma devoción. Está claro que no hay ecuanimidad en el juicio de Dios. Cada hermano ofrece lo mejor de lo que produce; Caín no puede ofrecer ovejas porque su vocación es labrar la cierra. Aquí podemos vislumbrar alusiones a una dinámica familiar demasiado común: la rivalidad entre hermanos, que surge cuando uno de los padres favorece a un hijo más que a otro. Caín no puede hallar razón alguna para ser rechazado por Dios, y su ira, considerada objetivamente, está bien justificada. Sin embargo, no puede descargar su ira directamente sobre Dios, de igual forma que un hijo no puede desahogarse de su enfado sobre unos padres poderosos. La ira exhibida hacia Dios podría terminar en aniquilación. Los hijos tienen un temor profundo y arquetípico de sus padres, no necesariamente porque los padres se lo merezcan, sino porque un padre o una madre son imágenes divinas en la psique de un niño, y ejercen un poder de vida y muerte. Debido a esto, Caín dirige su ira hacia su hermano. Esta suele ser la consecuencia cuando sentimos temor de desplegar nuestra ira contra alguien a quien amamos o tememos. Se proyecta sobre el hermano que aparentemente ha acaparado el amor de los padres, y aun cuando la mayoría de las veces conduce a una forma más sutil de asesinato —de frialdad y rencor—, a veces puede terminar en violencia física, incluso en el seno de familias «normales». La clave de esta historia no es, en definitiva, la rivalidad entre hermanos, sino una deidad que muestra un favoritismo basado en sus gustos personales. Evidentemente, Dios prefiere ovejas a trigo; en consecuencia, es Caín y no Abel el rechazado. ¡Un vegetariano tendría razón en cuestionar esta preferencia! Cuando observamos la dinámica familiar, las razones para el favoritismo residen en el perfil psicológico propio de cada uno de los padres. El padre que prefiere los deportes a la creación artística puede inclinarse por un hijo atlético con preferencia a uno con disposición para la música; la madre que se preocupa por las apariencias, puede preferir una hija bella a una estudiosa pero poco atractiva. La vida, lo mismo que las familias, es injusta. En este relato el conflicto planteado no llega a resolverse; a Caín se le priva del hogar y se le convierte en proscrito. No obstante, Dios no prescinde de él. Quizá Dios se siente un tanto culpable, porque la raíz de esta rivalidad entre hermanos está en él. En la vida familiar, puede llegarse a una resolución del conflicto, pero esta solo puede materializarse si los hermanos contendientes son suficientemente honestos como para dialogar entre ellos y averiguar dónde está la verdadera herida, y si el dañado o rechazado puede reconocer conscientemente su ira hacia el padre causante del problema. Y quizá la mayor responsabilidad reside en el padre que, al igual que Dios en esta historia, pudo haber tenido un comportamiento abiertamente injusto e irracional sin la suficiente reflexión interior. Puede que Dios tenga el derecho de comportarse de esta forma, pero los padres no lo tienen. La rivalidad entre hermanos reflejada en la historia de Caín y Abel no surge de la antipatía innata entre los hermanos; la genera la compleja dinámica familiar. Si somos emocionalmente generosos y suficientemente honestos como para llegar hasta el núcleo, puede que seamos capaces de erradicar la señal de Caín de nuestra frente y de la de nuestros hijos. ARES Y HEFESTOS ¿Quién se lleva la chica? Este relato griego describe la lucha entre dos hermanos por la misma mujer, así como el origen oculto de la rivalidad, que se encuentra en la injerencia de los padres. La rivalidad entre Ares y Hefesto no surge debido a que sean de un temperamento destinado a odiarse mutuamente, sino debido a que sus padres los utilizan como peones en su juego. En términos psicológicos, podemos llamar a este juego amor condicional – es la promesa de que si un hijo es o hace algo especial, en recompensa los padres le ofrecerán amor. ARES y Hefesto eran hijos de Zeus y Hera, dios y diosa del cielo, respectivamente. Ya hemos visto algo de la difícil infancia que tuvo Hefesto, y de su reconciliación final con sus padres (ver Hera y Hefesto). Aunque a historia que relatamos aquí es ligeramente diferente, veremos que se plantean muchos temas similares. La niñez de Ares fue totalmente distinta a la de su hermano. Cuando Ares nació, brilló una nueva luz en el Olimpo, pues, a diferencia de Hefesto, Ares era físicamente perfecto. El resplandor de su padre y la grandeza de su madre imprimieron belleza a su semblante y dotaron de hermosura y fortaleza a sus espléndidos miembros. Hera quiso averiguar qué regalo le daría Zeus a su hermoso hijo como derecho de nacimiento. Pero Zeus había repartido ya el sol y la luna, el mar y el inframundo. No se le ocurría nada para darle a este hijo tan adorado por Hera. Por último, debido a que su esposa lo importunaba constantemente por el asunto, envió a su mensajero Hermes a deambular por tierra y cielo hasta encontrar un presente adecuado. Pero Hermes, también hijo de Zeus, no le tenía mucho cariño a su medio hermano Ares. Aunque el nuevo dios era apuesto, ante los ojos de Hermes era torpe y arisco. Una voz gritona y una fuerte patada parecía ser todo el alcance de su talento. En parte por su lealtad a Zeus, y también en parte por maldad, llevó finalmente al Olimpo a Afrodita, la encantadora diosa del amor y el deseo, que acababa de surgir del mar. Su belleza y su gracia hacía que fuera un tributo apropiado para el nuevo niño. La propensión de esta para generar estragos era un tributo igualmente adecuado aunque, al principio, tan solo Hermes sabía esto. Durante la celebración de la fiesta de cumpleaños del joven dios, Hermes dejó que Ares viera a la bella Afrodita y, aunque era sólo un niño, respondió con las señales inconfundibles de la más desnuda lujuria. En ese mismo momento, Hera se acordó de repente de Hefesto, su hijo primogénito, que había estado viviendo bajo el mar, en el reino de Tetis, diosa del mar. En la fiesta, Tetis lucía un broche exquisito, y Hera, que lo codiciaba, exigió conocer a su creador. Con cierta renuencia, Tetis llamó a Hefesto al Olimpo. De esa forma, madre e hijo se vieron frente a frente por primera vez desde que el hijo fuera expulsado del cielo. Debido a que deseaba los tesoros que solo él era capaz de crear, Hera invitó a Hefesto a permanecer en el Olimpo. Después le preguntó qué deseaba como regalo para sellar esta reunión largo tiempo pospuesta, entre el hijo ofendido y la madre desconsiderada. A Hefesto no se le ocurría desear nada que él mismo no pudiera hacer. Y entonces vio el regalo que Hermes había traído desde el mar para entregarle a Ares, y supo de inmediato lo que deseaba. Pidió como esposa a Afrodita. Aunque Zeus protestó al principio ante aquella mala combinación, Hera hizo caso omiso a su protesta; su devoción se había trasladado de Ares, el apuesto dios de la guerra, al inválido dios artesano capaz de hacer tantas cosas bellas. En consecuencia, a Hefesto le otorgaron como regalo a Afrodita, mientras que su hermano Ares, traicionado, se arrastraba por el suelo gimiendo de odio y de rabia. Zeus se quedó mirando este hermoso niño cuyo corazón estaba volviéndose tan deforme como el cuerpo de su hermano, debido al dolor y la decepción. En un rapto de disgusto, Zeus gritó: «¡Odio! ¡Discordia! ¡Violencia! ¡Esos serán tus derechos de nacimiento! ¿Para qué otra cosa sirves?». Después de esto, salió apresuradamente del salón. El taimado Hermes se acercó entonces a consolar al airado niño que, de repente, exigió furiosamente que quería la tierra como derecho de nacimiento. Pacientemente, Hermes le explicó que la tierra no podía ser propiedad de ningún dios; que se pertenecía a sí misma. Pero Ares no estaba dispuesto a tolerar una nueva decepción. El joven dios de la guerra juró por la laguna Estigia que si le daban la tierra a algún otro lo desgarraría, lo mordería y lo cortaría en pedazos. Hermes lo oía y pensaba en quién pertenecería la tierra algún día. Pues en esta aurora del gobierno de los dioses la humanidad no había sido creada todavía. COMENTARIO Hera pide un regalo para este nuevo y hermoso hijo porque está orgullosa de su belleza, pero eso tiene poco que ver con las necesidades del niño. Es vanidad, en lugar de amor; lo que a ella le motiva. Zeus se desentiende de la responsabilidad de elegir el regalo. ¿Y cuántos padres atareados, demasiado preocupados con sus propios asuntos, encargan a otro la elección de un regato para el cumpleaños de su hijo, o envían a un representante a la función escolar, porque no tienen tiempo de acudir ellos mismos? Cuando se descubre que Hefesto tenía talento como para glorificar a Hera e impresionar a los demás, se convierte repentinamente en el favorito; y a Ares, que antes era adorado, le dejan de lado abruptamente. ¿Es extraño, entonces, que estos dos hermanos se conviertan en rivales acérrimos, y que, como resultado, el hermano que ha sido humillado se vengue del mundo? Uno de los temas más sorprendentes de este mito es la ostensible indiferencia que Zeus y Hera muestran hacia ambos retoños. Puede que Ares sea impetuoso y egocéntrico, pero también posee cualidades positivas —fortaleza, coraje y energía— que merecen ser reconocidas. Si le hubiesen dado un regalo adecuado a su naturaleza y se lo hubiesen ofrecido con amor; Ares podría haber sido totalmente distinto. Estos padres del Olimpo no reconocen a sus hijos como individuos. Están más preocupados con lo que los hijos pueden hacer por ellos. Desgraciadamente, esta indiferencia no es rara en muchas familias, aunque no ocurra en forma tan brutal como se presenta aquí, y a menudo ocurre en forma totalmente inconsciente y sin intención de causar daño. También es común el tema del amor que se da a cambio de las «chucherías» que un hijo pueda ofrecer a sus padres. Lamentablemente, muchos padres bien intencionados que se han sentido amargados por sus propias y tempranas decepciones desean que sus hijos brillen para que ellos, los padres, puedan quedar envueltos en la gloria que reflejan. «¡Si logras ser lo que quiero que seas, te amaré más que a los otros!», es el mensaje implícito. Pero la ansiedad que provoca el amor condicionado es intolerable para cualquier niño. Mientras que algunos hijos se las arreglan para portarse bien a fin de agradar a sus padres, otros, quizá algo parecidos a Ares, no poseen la habilidad o el talento especial capaz de satisfacer las expectativas de los padres. Como consecuencia de ello, se sienten humillados y enrabietados, descargando después esa rabia sobre alguna otra persona, debido a que, en lo profundo, se sienten carentes de valor. Y el hijo espabilado que logra el favor, también puede sufrir. Aprende a equiparar el valor propio con la capacidad de complacer al prójimo, y puede pasarse la vida intentando ser lo que los demás quieren. Hefesto debe seguir haciendo objetos bellos, tanto si quiere como si no, porque, si deja de hacerlos, perderá el amor de su madre. Afrodita es la diosa del amor, y por eso es el símbolo del amor mismo. Realmente es amor el regalo que le ofrecen previamente a Ares, y que después se lo arrebatarían para entregárselo a Hefesto a condición de que agrade a su madre. Los padres prudentes no permiten que el amor sea condicionado, sino que lo ofrecen sin condiciones porque los hijos son tan adorables como los mismos padres. Esto no excluye la disciplina; aunque sí evita la manipulación que daña a los hijos mucho más que un castigo honesto aplicado con justicia. Cualesquiera sean las decepciones que hayamos sufrido, nuestros hijos no están obligados a vivir sus vidas de acuerdo con nuestros designios, ni a compensarnos por algo de lo que carecemos. Si Zeus y Hera hubiesen reconocido esta simple verdad al principio de la historia, entonces, de acuerdo con el mito, la guerra no existiría sobre la tierra. ROMULO Y REMO ¿Quién es el más grande y mejor? Existen muchos mitos que presentan la rivalidad entre hermanos gemelos, y muchos de estos relatos terminan mal. En esta historia de la Roma antigua, la enemistad no tiene orígenes paternos; surge de los simples celos respecto al que va a ser el primero y el mejor en la escena del mundo. El realismo con el que los romanos escenifican los celos entre Rómulo y Remo, así como el asesinato de uno a manos del otro, reflejan la naturaleza eterna y arquetípica de la rivalidad entre hermanos. UNA bella tarde, Marte, el dios de la guerra (conocido entre los griegos como Ares) daba un paseo por el bosque que había en una de las siete colinas de lo que posteriormente sería la ciudad de Roma. Allí, en un claro del bosque, halló a una joven durmiendo. Era Rhea Silvia, hija del rey de Alba. A pesar de que Rea Silvia estaba consagrada como virgen vestal, no obstante, Marte la violó. Siguiendo las órdenes del padre de esta, los gemelos que nacieron fueron colocados en una cesta que abandonaron flotando por el Tíber, a fin de que la vergüenza de la hija no fuera descubierta, pues el rey no se creyó que estos niños fueron engendrados por un dios. Pero el dios del río Tíber sabía la verdad, e hizo que el río se desbordara con el fin de que los gemelos fueran llevados a salvo hasta una gruta que había bajo una higuera. Los niños estaban asustados y hambrientos y lloraban desconsoladamente, pero ningún ser humano respondió a su llamada. Sin embargo, la oyó una loba que se hallaba cerca y vino a dar de mamar a los pequeños. Finalmente, un pastor y su esposa encontraron a los gemelos y se apiadaron de ellos. Como consecuencia, fueron recogidos y criados humildemente, ignorantes de sus orígenes. El pastor les puso por nombre Rómulo y Remo. Cuando crecieron, los jóvenes resultaron ser tan fuertes, valerosos e impetuosos como su divino padre. Decidieron fundar una ciudad, y se dispusieron a estudiar cuidadosamente el vuelo de las aves, consultando con augures de la localidad para conocer los buenos auspicios. Y en la zona del cielo que la varita del augur había destinado a Rómulo aparecieron doce buitres. Pero en la de Remo solo se pudieron ver seis. El augur nombró a Rómulo legítimo fundador de la nueva ciudad. Seguidamente este, usando un arado uncido a una vaca y a un toro blancos, hizo un surco que marcaría los límites de la muralla de la nueva dudad. Remo saltó sobre el surco en son de burla porque sentía celos y deseaba destruir la confianza de su hermano. Entonces se desató una violenta pelea. Remo fue el primero en tratar de asesinar a Rómulo, y este, en defensa propia y dominado por el frenesí de su padre, el dios de la guerra, mató a su hermano. Rómulo continuó a solas con la fundación de su ciudad, la cual fue llamada Roma en su honor. A fin de llenar de habitantes la ciudad, fundó un lugar de asilo entre las murallas, donde los forajidos, villanos y vagabundos sin hogar de todas clases comenzaron a congregarse. Las mujeres de las tribus vecinas rehusaron casarse con los hombres de este asentamiento de forajidos, de modo que Rómulo y sus seguidores raptaron a las hijas de una de las tribus, con lo que se aseguraba la futura población de la nueva Roma. Cuando su trabajo estuvo concluido y el futuro de su ciudad asegurado, Marte le pidió a su hijo que volviera; Rómulo desapareció misteriosamente durante una furiosa tormenta eléctrica y fue desde entonces adorado como un dios por el pueblo romano. COMENTARIO Aunque el asesinato no es el resultado normal de la rivalidad entre hermanos, la frialdad prolongada y la enemistad en la vida de adultos son, a veces, fruto de una niñez en la que la competencia resulta ser más fuerte que la cooperación, y la envidia más poderosa que el afecto. La seguridad material, en forma de dinero o propiedades, es la causa de muchas disputas entre hermanos, especialmente cuando se trata de quién deba ser el que herede y de cuánto deba heredar de los padres, cuando estos fallezcan. Y es el poder material lo que alimenta la lucha entre Rómulo y Remo, no una lucha por el amor paternal. ¿Existe algo que los padres puedan hacer cuando se enfrentan con semejantes demostraciones de rivalidad entre los descendientes? Esta se expresa más comúnmente entre dos hermanos o dos hermanas. Y mientras en algunas familias semejantes celos se ven equilibrados por una lealtad mutua, en otras la animosidad puede corroer la atmósfera del hogar y crear cicatrices duraderas en uno o en ambos hijos. Quizá una de las claves del problema pueda hallarse en esta historia. Remo solo se vuelve celoso al descubrir que su augurio no es tan favorable como el de su hermano; en otras palabras, que, a los ojos de otros, su valor es menor. Las semillas de esta clase de rivalidad entre hermanos a menudo son sembradas por las comparaciones, y puede ser importante para cualquier padre reconocer lo dañino y peligroso que pueden ser estas comparaciones. «¿Por que no puedes ir tan bien como tu hermano en el colegio?, dice el padre desconsiderado a su hijo. ¿Por qué no vas tan bien vestida como tu hermana?, le dice la madre inconsciente a su hija. ¿Por qué te quedas leyendo un libro mientras que los demás chicos están en la calle jugando? Dice el maestro imprudente. ¿Por qué no te relacionas y haces amigos como otros chicos?» En la historia de Rómulo y Remo es el augur el que desempeña este papel, poniendo de manifiesto una comparación que inevitablemente siembra la semilla de la discordia, si se la interpreta como un juicio de valor. Y quizá el padre ausente —Marte, después de todo, no aporta nada tras dejar encinta a Rea Silvia— les ha fallado a sus hijos porque no está presente para alentar a cada uno por separado. También podemos especular acerca de lo diferentes que hubieran podido ser las cosas si Rómulo y Remo hubiesen decidido fundar dos ciudades distintas, separadas por una distancia suficiente como para no alentar las comparaciones. Sus propias naturalezas, como hijos del dios de la guerra, no están adaptadas al compromiso y a la cooperación. Esto es un hecho, no un juicio sobre el carácter; y a veces es prudente reconocer que el niño de naturaleza competitiva necesita espacio para desarrollar su talento, sin ser eclipsado por un hermano. Todos los niños necesitan definir su espacio y formarse una identidad individual, y se debe hacer todo lo posible para apoyar este desarrollo personal saludable y natural. Entonces habrá espacio para que crezca el amor, el apoyo mutuo y la amistad. Siempre puede existir un cierto grado de rivalidad entre hermanos. Pero un poco de sabiduría y de sensibilidad ejercidas a tiempo pueden impedir que el espíritu del dios de la guerra haga acto de presencia donde no es bienvenido. ANTIGONA Lealtad con preferencia a la vida Este mito griego está relacionado con el amor profundo y la lealtad que pueden desarrollarse entre hermanos. Aun cuando existen numerosos problemas en estas relaciones, también se puede hallar mucha alegría y felicidad. La historia de Antígona nos pone ante un profundo dilema moral: ¿que elegir, la lealtad a la familia o a la opinión social? ANTÍGONA era una de las dos hijas del rey Edipo de Tebas, nacida de la unión oscura y trágica entre Edipo y su madre, Yocasta. Pero, a pesar de su sombrío nacimiento, el carácter de Antígona era leal y amoroso, y sus acciones eran absolutamente intachables. Después de que su padre descubriera la vergüenza de su matrimonio y tras ser expulsado de Tebas, ciego y perseguido por las vengativas Furias, Antígona fue su guía fiel mientras permaneció vagando de un país a otro durante años (ver La casa de Tebas). Tras el destierro de Edipo, sus hijos gemelos, Polinices y Eteocles, fueron elegidos ambos reyes de la ciudad, tras lo cual acordaron que cada uno reinaría en años alternos. Pero Eteocles, a quien le correspondió el primer periodo, no quiso dejar el trono al final del año y desterró de la ciudad a su hermano Polinices. En consecuencia, se desató una guerra terrible entre ambos por el reinado. Polinices, para evitar nuevas matanzas, propuso que la sucesión del trono se decidiera mediante un combate con su hermano. Eteocles aceptó el desafío, y en el curso de la amarga pelea que siguió se hirieron mortalmente el uno al otro. Por consiguiente, su tío Creón tomó el mando de los ejércitos y se declaró a sí mismo rey de Tebas, promulgando un edicto por el que se ordenaba que sus sobrinos muertos no podían ser enterrados. Sin recibir entierro, sus sombras deberían vagar eternamente por las orillas de la laguna Estigia. A quien desobedeciera este edicto, se le enterraría vivo como castigo. Pero Antígona, que había amado intensamente a su hermano Polinices, sabía que la maldad que había conducido a la guerra provenía de Eteocles. Salió, pues, subrepticiamente por la noche e hizo una pira en la que colocó el cadáver de Polinices con objeto de liberar su alma en su viaje al inframundo. Al mirar desde la ventana de su palacio, el rey Creón percibió un lejano resplandor que parecía proceder de una pira ardiente y, al ir a investigar, sorprendió a Antígona en su acto de desobediencia. Llamó a su hijo Hemón, a quien Antígona había sido prometida, y le ordenó que la enterrase viva. Hemón fingió hacer lo que le habían ordenado pero, en lugar de ello, se casó con Antígona en secreto y la envió lejos a vivir entre sus pastores. Allí nació un hijo de ambos. Por tanto, la disposición de Antígona a morir, en lugar de traicionar a su corazón, creó vida en lugar de muerte. COMENTARIO La figura de Antígona ha llegado hasta nosotros como símbolo de lealtad absoluta incluso ante el peligro de muerte. He aquí una hermana que, lejos de sentirse celosa de su hermano, reconoce la injusticia del destino que se ha cernido sobre él y rehúsa aceptarlo, incluso si en el proceso esto puede significar el sacrificio de su vida. Igualmente reconoce lo perverso de la falsa autoridad y el horror de la crueldad arbitraria, y hace todo lo posible por resistirse. Su claro sentido de la justicia es contagioso; pues, en respuesta a sus acciones, Hemón, su prometido, desobedece a su padre y la rescata. Existen muchas inferencias sutiles en esta historia, aparte del resplandor de la lealtad de Antígona hacia su hermano. Creón, que se autodeclara rey de Tebas, representa las normas sociales imperantes en la época. Al tiempo que estas normas pueden ser impuestas por la fuerza, reflejan los valores y ambiciones personales de los que las promulgan, y su legitimidad final puede quedar abierta al cuestionamiento. Quienes, a manera de esclavos, obedecen a lo que «los grandes» definen como bueno o malo, pueden, como Creón, estar vacíos internamente, sostenidos únicamente por el poder que ejercen en el mundo exterior. En consecuencia, lo que se considera como «socialmente correcto» en un momento dado, puede conducir después a una interpretación distinta de la corrección social, cuando la norma antigua da paso a una nueva; y solo alguien como Antígona, con una visión y un corazón claros, puede ver más allá de lo que se considera socialmente apropiado, y percibir lo que en verdad es correcto conforme a la voz interior del alma. Aunque rara vez se invita a los niños a defender a sus hermanos ante semejante conflagración, no obstante la decisión que toma Antígona refleja el enorme poder moral y emocional de un corazón comprometido. No solo redime el espíritu errante de Polinices, sino que también transforma al hijo de Creón y redime la maldad de su padre, que pierde su poder. Esta profundidad del amor se puede hallar entre muchos hermanos, y constituye uno de los grandes regocijos y dones de una recia vida familiar. Puede ocurrir aun cuando el resto de la familia haya caído completamente en el abismo. La mítica historia de la Casa de Tebas es sombría, y comienza incluso antes del propio Edipo. En esta familia a un pecado le sucede otro, de peor modo que en cualquier comedia de televisión, y la saga está plagada de las maldiciones de varios dioses ofendidos. La Casa de Tebas es la «familia disfuncional» por excelencia. No obstante, incluso ante la existencia de semejante caos, todavía puede persistir un vínculo de amor y de lealtad, como el de Antígona y Polinices. El poder del amor humano dentro de la familia es capaz de soportar incluso una herencia psicológica sumamente destructiva, redimiendo el pasado y reconstruyendo el futuro. CAPITULO TRES LA HERENCIA FAMILIAR El mito habla en forma elocuente y extensa del misterio de la herencia que pasa de una generación a otra. A diferencia de hoy en día, cuando percibimos el asunto de la herencia familiar casi excesivamente desde el punto de vista financiero o genético, el mito presenta ante nosotros un retrato vivo de la herencia psicológica, consistente en la transmisión de conflictos y dilemas pendientes de solución que confronta cada generación, hasta que un miembro de la familia, con suficiente honestidad y valor, trata el asunto conscientemente y con integridad. La herencia familiar en el mito puede ser positiva o negativa, o una mezcla de ambas; pero invariablemente se encuentra vinculada a los dones de los dioses y se utiliza por las generaciones sucesivas ya sea constructivamente o bien con arrogancia e ignorancia. LOS HIJOS DEL VIENTO Inteligencia sin humildad Este relato griego está relacionado con uno de los más grandes misterios de la familia: ¿de dónde provienen nuestros dones y talentos? Esta historia nos habla de un don que pasa de un dios a sus descendientes humanos. Ello implica que nuestros talentos no son «nuestros», sino que son propiedad de los dioses, y que se manifiestan a través de los seres humanos que son los cuidadores y receptores del divino poder creador. Asimismo, sugiere que el mal uso de los dones heredados puede terminar en desastre, y que depende de nosotros utilizar nuestros talentos para servir en lugar de controlar la vida. El rey de los vientos era conocido como Eolo. Era inteligente e ingenioso, y fue quien inventó las velas de los barcos. Pero también era piadoso y justo, y veneraba a los dioses; por eso, su divino padre, Poseidón, dios del mar, lo nombró guardián de todos los vientos. El hijo de Eolo, Sísifo, heredó su inteligencia, adaptabilidad e ingenio, pero, lamentablemente, no heredó su piedad. Sísifo era un bribón astuto y un ladrón de ganado que obtuvo un reino mediante la traición; y una vez en el poder resultó ser un cruel tirano. El método de ejecutar a sus enemigos —para no mencionar a los viajeros ricos suficientemente imprudentes como para arriesgarse a utilizar su hospitalidad— era atarlos a estacas en el suelo y aplastarlos con pesadas piedras. Finalmente, Sísifo file demasiado lejos y le hizo trampa a Zeus, rey del cielo. Cuando Zeus le robó una chica al padre de esta y la escondió, Sísifo era la única persona en la tierra que sabía dónde la ocultaba, y prometió a Zeus que guardaría el secreto. Pero, a cambio de un soborno, le reveló al padre de la chica dónde podía encontrar a los amantes. La recompensa por parte de Zeus fue su muerte. Pero el hábil Sísifo engañó a Hades, dios de la muerte, le ató de pies y manos y lo encerró en un calabozo. Ahora que el amo del inframundo estaba preso, ningún mortal podía morir. Esto resultó especialmente irritante para Ares, el dios de la guerra, ya que por todo el mundo ocurría que los hombres que mataban en las batallas volvían de inmediato a la vida dispuestos a luchar otra vez. Finalmente, Ares liberó a Hades, y entre ambos cogieron a Sísifo por los brazos y se lo llevaron por la fuerza al inframundo. Rehusando admitir su derrota, Sísifo ensayó una nueva estratagema para escapar a su destino. Cuando llegó al inframundo, fue derecho ante la reina Perséfone y se quejó de que lo habían arrastrado hasta allí vivo y sin haber sido enterrado, y que necesitaba tres días para ir al mundo superior a disponer su funeral. Lejos de sospechar nada, Perséfone accedió, y Sísifo regresó al mundo mortal y continuó su vida igual que antes. Desesperado, Zeus envió a Hermes, que era aún más inteligente que Sísifo, para obligarlo a asumir su condena. Los jueces de los muertos aplicaron a Sísifo un castigo adecuado tanto a sus métodos engañosos como a su crueldad manifiesta al matar a la gente a pedradas. Colocaron una enorme piedra sobre él en la ladera de una colina muy escarpada. El único modo que tenía para impedir que la piedra resbalara y lo aplastara era hacerla rodar colina arriba. Hades le prometió que si lograba empujarla hasta la cima y después hasta abajo por el otro lado, cesaría su castigo. Con inmenso esfuerzo, Sísifo hacía rodar la piedra hasta la cima de la colina, pero la enorme piedra le jugaba siempre una mala pasada; se deslizaba de sus manos y lo perseguía colina abajo hasta llegar a la base. Este fue su destino hasta el fin de los tiempos. Volviendo a la tierra, Sísifo había dejado hijos y nietos, y todos ellos heredaron la inteligencia brillante de Eolo, el rey del viento. Pero no usaron el don prudentemente. El hijo de Sísifo se llamaba Glauco. Era un hábil jinete, pero, despreciando el poder de la diosa Afrodita, rehusó permitir que sus yeguas criaran. Actuando de ese modo, esperaba lograr que fueran más briosas que las demás contendientes en las carreras de carros, que eran su interés principal. Pero Afrodita se sintió vejada ante esta violación de la naturaleza por las maquinaciones humanas y sacó a las yeguas durante la noche para que comieran una hierba especial. A la mañana siguiente, tan pronto como Glauco las unció a su carro, se desbocaron, volcaron el carro, lo arrastraron por el suelo enredado entre las riendas y después se lo comieron vivo. El hijo de Glauco se llamaba Belerofonte. Este apuesto joven había heredado la inventiva y el ingenio rápido de su bisabuelo Eolo, el temperamento fiero de su abuelo Sísifo y la arrogancia de su padre, Glauco. Cierto día, Belerofonte tuvo una pelea violenta con su hermano y lo mató. Horrorizado de su crimen, juró que nunca volvería a mostrar ninguna emoción y huyó de su tierra natal. Vagó por muchos países y finalmente arribó a la fortaleza pétrea de Tirinto, cuya reina se enamoró de él y lo invitó a que fuera su amante. Belerofonte, temiendo con prudencia las consecuencias emocionales, declinó. Pero nadie se había rehusado antes a la reina de Tirinto. Humillada y airada, se fue a ver a su esposo en secreto y acusó a Belerofonte de intento de violación. El rey era reacio a castigar a Belerofonte y arriesgarse a la venganza de las Furias por el asesinato directo de un aspirante. En consecuencia, mandó a Belerofonte a la corte del padre de su esposa, el rey de Licia, con una carta sellada que decía: «Apresa y elimina de este mundo al portador; ha tratado de violar a mi esposa, tu hija». El rey de Licia, como era de esperar, mandó al joven héroe a correr una serie de aventuras mortales. La primera de ellas consistió en que Belerofonte tenía que matar a la Quimera, un monstruo que despedía fuego por la boca y vivía en una montaña cercana, aterrorizando a la gente y quemando la tierra. Belerofonte era lo suficientemente inteligente como para saber que necesitaba ayuda urgente. Consultó a un vidente, quien dio al héroe un arco, un carcaj con flechas y una lanza que en el extremo llevaba un gran bloque de plomo en lugar de una punta. Después recibió instrucciones para que fuera a la fuente mágica en la que encontraría bebiendo a Pegaso, el caballo alado. Belerofonte debía domar al caballo, embridarlo y volar sobre su grupa para luchar con la Quimera. Belerofonte cumplió con todo debidamente, matando al dragón que echaba fuego. Para lograrlo le introdujo por la garganta la lanza con la punta de plomo de modo que el plomo se fundió, le fue bajando a los pulmones y se asfixió. Tras regresar a Licia, derrotó a los enemigos que el rey mandó contra él, arrojándoles una lluvia de piedras desde el cielo. Finalmente, el rey reconoció que Belerofonte era un campeón y le concedió la mano de su hija y la mitad de su reino. Hasta el momento, Belerofonte había utilizado su inteligencia heredada, mientras mantenía bajo control su arrogancia e impetuosidad. Pero finalmente, cuando descubrió que había sido la reina de Tirinto la responsable de todas sus dificultades, su cólera pudo más que él y voló sobre su caballo alado, Pegaso, hasta Tirinto; se llevó consigo a la reina a miles de metros de altura y la dejó caer para que muriera. Después, ofuscado por el acaloramiento y la emoción de volar como el viento —ya que, después de todo, su bisabuelo Eolo era el señor de los vientos—, decidió elevarse todavía más y visitar a los mismos dioses. Pero los mortales no pueden entrar en el Olimpo a menos que un dios los invite. Zeus envió a una mosca para que picara a Pegaso; el caballo alado se encabritó y Belerofonte cayó y se mató. COMENTARIO Siempre se ha prestado a debate el tema de si la inteligencia es algo que se hereda. Se han ofrecido toda clase de razones, desde el medio ambiente a la educación, pasando por poner el énfasis en lo cultural, para explicar por qué la inteligencia parece transmitirse en la familia. Sin embargo, ya sea que la inteligencia se herede o no, la madurez y la moralidad que nos capacita para utilizarla prudentemente no son genéticas, y siguen estando en manos de cada persona, así como en las de los padres que enseñan a sus hijos a valorar todo lo que nos ayuda en la vida. Los griegos creían en la herencia de los dones; asumían que si un dios o un semidiós, tal como Eolo, respaldaba a un linaje humano, los descendientes heredaban alguno de sus atributos, quizá diluidos a lo largo de sucesivas generaciones, pero no obstante presentes en cada miembro familiar. La inteligencia, según el mito griego, no es un talento menor que la música, el poderío marcial o el don de la profecía. Y si los mortales que heredan esos talentos son suficientemente tontos como para olvidar sus limitaciones mortales y ofenden a los dioses, entonces solamente ellos, y no los dioses, son los responsables de tener un mal fin. Eolo, parte dios y parte espíritu del viento, es piadoso, y se le venera por eso. Pero su hijo Sísifo no tiene ni conciencia ni humildad, y es sometido a un castigo terrible. ¿Cómo podemos dar a nuestros hijos un marco de valores dentro del cual ellos puedan desarrollar su talento sin sucumbir a la arrogancia y a las ilusiones de la grandeza? Un marco demasiado rígido aboga el talento; la ausencia de un marco conduce a un subdesarrollo del potencial o a abusar de los dones innatos. Un aspecto significativo de la historia de los descendientes de Eolo es que los respectivos padres no están presentes para ayudar a proporcionar ese marco a sus hijos. Ei don se hereda, pero no existe el receptor amoroso y capaz de brindar apoyo, en el que el don crezca junto con un reconocimiento de las limitaciones humanas. Eolo está demasiado ocupado gobernando los vientos como para molestarse con Sísifo; este está demasiado ocupado engañando a los viajeros como para molestarse con Glauco; Glauco está demasiado preocupado con las carreras de carros como para molestarse con Belerofonte; y finalmente este, el más atractivo de esta saga y el más parecido a Eolo, es en definitiva incapaz de controlarse a sí mismo, porque nadie le ha enseñado a hacerlo. Asesina a su hermano en un rapto de ira, y solo así reconoce su gran debilidad. Pero entonces ya es adulto, y el control se le hace difícil. Sabe lo que tiene que hacer. Pero a la hora de la verdad, es capaz de resistir las artimañas de una mujer; pero no la vacuidad de su propio engrandecimiento. Esta historia de una línea familiar inteligente pero arrogante nos dice muchas cosas sobre la elección y la responsabilidad. Los héroes del mito, tanto hombres como mujeres, son símbolos de las cualidades especiales existentes en cada uno de nosotros, que nos dan un sentido de significado y de destino personal. Debido a que cada uno posee algún don que lo hace único, todos somos «descendientes de los dioses», en el sentido de los griegos. Y todos tenemos la capacidad de utilizar nuestros dones para bien o para mal. Puede que nuestro talento sea producto de un medio ambiente favorable; o puede que sea heredado junto con el color de los ojos o del cabello. O puede que ambas cosas sean verdad. Esta historia nos enseña que la inteligencia sin respeto por el valor de los demás puede ser un don de doble filo con posibilidad de que finalmente se vuelva contra el que lo posee. ¿Dónde aprendemos lo que los griegos entendían como respeto por los dioses? Esto no requiere ningún marco religioso especifico, aunque toda gran religión ofrece un código de comportamiento, en concordancia con la «voluntad de Dios». Pero la piedad, en el sentido griego, requiere un reconocimiento de la unidad de la vida y del valor de las cosas vivientes. Los dioses son, después de todo, símbolos de las muchas facetas de la vida misma. Podemos aprender de Belerofonte que, por más capaces que seamos, no podemos aspirar al Olimpo. Solo podemos ser humanos, y debemos usar nuestros dones con humildad. LA CASA DE TEBAS Ofender a los dioses Esta historia trata de lo que los griegos entendían como la maldición familiar: una ofensa contra un dios que se castiga a lo largo de generaciones sucesivas. En términos de psicología moderna, podemos entender esto como la transmisión de conflictos familiares no resueltos. Lo que nuestros padres no han acometido, puede que nos lo encontremos nosotros de frente; y estos «pecados de los padres» pasarán a su vez a nuestros hijos si no tratamos de resolverlos. Los miembros de esta familia ofenden constantemente a los dioses debido a falta de juicio, arrogancia, insensibilidad y por una clara y ciega estupidez. La maldición termina solamente cuando acaba la existencia misma de la familia y la ciudad que sufre bajo su gobierno queda liberada. Si no se produce la redención es, casi siempre, porque nadie aprende la lección del pasado ni se aproxima a los dioses con espíritu de humildad. LAYO era el rey de Tebas. Afligido por no poder tener hijos, consultó secretamente con el Oráculo de Delfos del dios Apolo. El oráculo le informó que este aparente infortunio era, de hecho, una bendición, porque un hijo nacido de su esposa Yocasta se convertiría en su asesino. En consecuencia, el rey se deshizo de Yocasta, aunque no le informó del motivo. Ella, furiosa, hizo que Layo se emborrachara y lo retuvo en sus brazos toda la noche. Cuando, después de nueve meses, Yocasta tuvo un hijo, Layo arrebató al niño de los brazos de la niñera, atravesó sus pies con un clavo y lo dejó al aire libre en una montaña. Este fue el primer pecado de la Casa de Tebas contra los dioses; pues Apolo y su hermana Artemisa, protectores ambos de los niños, tomaron debida nota de este acto perverso. Gracias a su intervención, el niño no murió en la montaña. Un pastor corintio lo encontró, le puso por nombre Edipo (que significa pie hinchado), porque sus pies quedaron deformados por la herida del clavo, y lo trajo a Corinto. Los reyes de Corinto acogieron al niño y lo criaron como si fuera de ellos, ya que no tenían hijos y ansiaban tener un varón. Edipo creció pensando que era el heredero del trono de Corinto. Pero cierto día, provocado por un joven corintio que afirmó que no se parecía en lo más mínimo a sus supuestos padres, Edipo viajó a Delfos a fin de preguntar al oráculo qué era lo que el futuro le tenía deparado. El dios Apolo previno a Edipo de que asesinaría a su padre y se casaría con su madre. Horrorizado por esta profecía, Edipo decidió no regresar a Corinto; estaba determinado a demostrar que el dios se había equivocado. Este fue el segundo pecado de la Casa de Tebas contra los dioses; pues nadie desafía la voluntad de Apolo impunemente, por más cruel e incomprensible que esa voluntad pueda parecerle. En un estrecho desfiladero cercano a Delfos, mientras viajaba a pie, Edipo tropezó con el carro del rey Layo (a quien, naturalmente, no reconoció). Layo ordenó al joven desconocido que se apartara del camino y cediera el paso a sus superiores. Edipo se puso furioso y replicó que no reconocía a ningún superior excepto a sus padres y a los dioses, ajeno a la ironía de su afirmación. Layo, en represalia, pasó con la rueda de su carro por encima del pie de Edipo, reabriéndole la antigua herida. Montando en cólera, Edipo arrojó a Layo sobre el camino, hizo que los caballos pasaran por encima de él y abandonó el cadáver insepulto sobre el polvo. Entre tanto, Tebas estaba afligida por una maldición. De hecho. Layo también se había ido a Delfos, para preguntar cómo librar a la ciudad de la temida Esfinge. Este monstruo había sido enviado por la diosa Hera para castigar a Tebas por el rapto y secuestro de un joven, que Layo había llevado a cabo (esta era la tercera ofensa de la Casa de Tebas contra los dioses, por ser Hera la protectora de la familia). El monstruo se estableció a las puertas de la ciudad y le proponía a cada viajero un acertijo: «¿Qué ser, con una sola voz, tiene a veces dos pies, a veces tres, a veces cuatro, y es más débil cuanto más tiene?» Aquellos que no eran capaces de resolver el acertijo eran degollados de inmediato, y el camino estaba lleno de cadáveres medio devorados. Edipo, al acercarse a Tebas, poco después de haber matado a Layo, acertó con la respuesta. «El hombre», replicó, «porque se arrastra en cuatro patas cuando es niño, se mantiene firmemente sobre sus dos piernas en su juventud y se apoya en un bastón en la vejez». La atormentada Esfinge se tiró desde las murallas de la ciudad y se hizo pedazos en el valle que había debajo. Los tebanos agradecidos aclamaron a Edipo como rey de Tebas, y este se casó con Yocasta, sin saber que era su madre. Posteriormente, cayó sobre Tebas una plaga enviada por los dioses, y el Oráculo de Delfos, cuando una vez más fue consultado, ordenó: «¡Echad al asesino de Layo!». Edipo, desconociendo a quién se había encontrado en la carretera, pronunció una maldición sobre el asesino de Layo y lo sentenció al exilio. De esa forma, se maldijo a sí mismo, sin saberlo. Pronto llegó un vidente ciego a la corte de Tebas y declaró que el propio rey Edipo era el asesino de Layo. Al principio nadie lo creyó, pero finalmente llegaron noticias de la reina de Corinto confirmando los verdaderos orígenes de Edipo. Yocasta se ahorcó, sumida en el dolor y la vergüenza, y Edipo se cegó con un alfiler que tomó de las vestiduras de ella. Perseguido por las Furias y desterrado de Tebas, Edipo fue expulsado por el hermano de Yocasta, Creón. Antes de ser desterrado maldijo a sus hijos (que eran también sus hermanos), Eteocles y Polineces. De ese modo se lanzó otra maldición sobre la Casa de Tebas. Tras muchos años de vagar, con su hermana-hija Antígona como guía, Edipo llegó finalmente a Ática, donde las Furias dejaron de perseguirlo, muriendo por fin en paz. Sin embargo, la paz no se hizo presente en la Casa de Tebas. Hemos visto en el capítulo anterior (ver Antígona) cómo Antígona, hija de Edipo, desafió a su tío Creón para liberar el espíritu de su difunto hermano Polineces, y por ello fue sentenciada a muerte. Y también hemos visto cómo los hijos de Edipo fueron destruidos en la guerra que estalló por la sucesión del trono tebano. Incluso con la muerte de los dos y del rey Creón no cesó el conflicto. El hijo de Polineces intentó reconquistar el trono que le correspondía por derecho de nacimiento como nieto de Edipo. Sin embargo, en la gran batalla que siguió, él y sus aliados fueron derrotados; Tebas fue saqueada, y la maldición que los dioses lanzaron sobre Layo y sus descendientes concluyó finalmente. COMENTARIO ¿Cuál podría ser el significado de esta leyenda a nivel psicológico? Todas las familias arrastran conflictos no resueltos que pasan de una generación a la siguiente; y si una generación rehúsa encarar y acabar con el conflicto, este se cernirá inconscientemente sobre la generación siguiente. Todos somos seres individuales; pero también cargamos con el legado de los puntos de vista, actitudes y valores de nuestros padres. Si permanecemos ignorantes de los patrones psicológicos heredados, estos ejercerán una poderosa influencia en el modo de tratar a nuestros hijos. En el mito, el problema se inicia con Layo, que reacciona ante la advertencia de Apolo repudiando a su esposa. Esta no es una ofensa a los dioses; pero Layo deja de comunicar la verdad a Yocasta y, en consecuencia, inicia su propia destrucción por la humillación. La falta de comunicación entre los cónyuges es una omisión moderna, y antigua también. Al negar a su esposa una explicación de por qué la ha dejado a un lado, Layo invoca a su propio destino. Y aunque comprendamos su temor, su fría intención de asesinar a su hijo y su abuso de un joven inocente constituyen grandes ofensas contra los dioses. El poder de destrucción de Layo no termina con su muerte, pues el encubrimiento del nacimiento de Edipo representa para su hijo una ignorancia mortal. El mismo Edipo comete dos errores fatales: no puede controlar su ira y no es capaz de aceptar la palabra del oráculo de mejor modo que Layo. Padre e hijo son iguales, en el sentido de que no están dispuestos a inclinarse ante la voluntad de los dioses, sino que colocan en primer lugar su propia seguridad e importancia. Este apego al poder aflige no solo a Layo y a Edipo, sino también a Creón, el hermano de Yocasta, y a los hijos y nietos de Edipo. En esta familia parece como si el amor, la compasión y la humildad no tuvieran cabida. La naturaleza sangrienta y violenta de esta historia no debe impedir que consideremos el modo en que cometemos errores psicológicos e incluso materiales de tipo similar. ¿Cuántos esposos y esposas dejan de compartir con sus cónyuges el motivo de sus acciones y decisiones? ¿Cuántos cónyuges dejan de buscar el motivo real por el que son rechazados, y en lugar de ello toman venganza? ¿Cuántas decepciones se producen en cada familia, en las que los secretos se mantienen ocultos con la esperanza de que nosotros, como padres, aparezcamos como seres importantes e intachables a los ojos de nuestros hijos? ¿Cuántas veces la irrupción de la ira y el temperamento violento echan por tierra la paz de la familia? ¿Y cuantas veces la envidia y la rivalidad son causa de que los hermanos peleen entre sí y destruyan cualquier vestigio de lazo familiar? Afortunadamente, nuestras ofensas son de menor importancia que las de la Casa de Tebas, y podemos hallar la suficiente honestidad y humildad para disculparnos cuando hemos herido a alguien, o cedemos gustosamente, cuando está claro que la vida no se va a Inclinar por nuestra voluntad. En cualquier momento de esta historia, una demostración de amabilidad, de paciencia o de buena voluntad que implicara desprendimiento —por cualquiera de los miembros de la familia— podría haber resuelto la maldición y liberado a la familia. La caída de la Casa de Tebas no se debe, en verdad, a la ira de los dioses. Es debida a la insensibilidad y al error humanos, repetidos generación tras generación, hasta que el peso acumulado de la carga del conflicto se vuelve demasiado grande y la familia queda dispersada e irrevocablemente perdida. LA CASA DE ATREO Una maldición familiar redimida Pese a que la mayoría de las familias no tienen la inclinación de comerse a sus hijos o de matarse entre sí tan fácilmente como ocurre entre los personajes de esta historia griega, el comportamiento negativo transmitido por el abuelo al padre y después al hijo de este constituye una maldición familiar. Es muy conocido entre los psicólogos y asistentes sociales que los padres violentos tienen hijos que, a su vez, se comportan de forma violenta con sus propios hijos; y quienes abusan de los hijos normalmente han sido víctimas, a su vez, de un abuso semejante. En definitiva, todos hemos de enfrentarnos con las cuestiones psicológicas pendientes que nos haya dejado nuestra familia. La historia de Orestes y la casa de Atreo nos habla de la redención de una maldición familiar por medio de la humildad, la honestidad, la voluntad de sobrellevar el sufrimiento inmerecido y la fe en los dioses y en la vida. TÁNTALO, rey de Lidia, tenía una gran amistad y confianza con los dioses y en especial con Zeus, quien lo invitaba a los banquetes de néctar y ambrosía del Olimpo. Ansioso por impresionar, a su vez, Tántalo invitó a los dioses del Olimpo a un banquete en su propio palacio. Pero se percató de que el alimento que había en su despensa era insuficiente para todos los asistentes. Preocupado porque sus huéspedes pudieran sentirse ofendidos al no tener comida suficiente, antepuso su prestigio a su amor, y degolló y descuartizó a su hijo Pélope, agregando los pedazos de su cuerpo al asado preparado para los dioses. Pero los dioses se dieron cuenta de lo que tenían en sus platos y retrocedieron horrorizados. Tántalo fue castigado por su crimen con un tormento eterno y su linaje fue maldecido. Entre tanto, los dioses resucitaron a Pélope, quien siguió creciendo y tuvo tres hijos. Pero los dos hijos mayores, Atreo y Tiestes, estaban celosos de su hermano menor, el favorito de su padre, y lo asesinaron. Pélope descubrió el crimen y maldijo a sus hijos y a su linaje. Esta era la segunda maldición lanzada sobre los descendientes de Tántalo. Atreo se casó, y descubrió después que su esposa se había acostado con su hermano Tiestes. Alimentó su ira en secreto. Posteriormente, un oráculo proclamó que uno de los dos hermanos sería rey de Micenas. Como era de esperar, se pusieron a pelear; y Atreo, todavía resentido de la infidelidad de su esposa, expulsó a Tiestes de la ciudad y le arrebató la corona. No obstante, el poder no mitigó la ira de Atreo hacia su hermano. Siguió castigándolo, y para ello pretendió que deseaba tener una reconciliación y lo invitó a una cena amistosa. El plato principal recordaba la cocina de su abuelo Tántalo; pues Atreo había asesinado a los hijos de Tiestes, los había cocinado y se los había servido a su padre. Al darse cuenta de lo que se había comido, Tiestes maldijo a Atreo y a su linaje. Esta era la tercera maldición que caía sobre los descendientes de Tántalo. Tiestes recibió entonces instrucciones del dios Apolo de vengar el asesinato de los niños. A Tiestes solo le quedaba ya una hija, llamada Pelopia. Tiestes la violó en la oscuridad y después se escondió. Pelopia, ignorante de la identidad real del atacante, quedó embarazada y con la única propiedad de una espada que el desconocido se había dejado olvidada. Después, Pelopia se casó con Atreo quien, entre tanto, se había divorciado de su infiel esposa. Atreo se alegró de que Pelopia, al poco tiempo, le diera un hijo, Egisto, creyendo ingenuamente que el niño era suyo y que, por tanto, no estaría contaminado por los anteriores problemas familiares. Pero las maldiciones de los dioses no desaparecen simplemente por desearlo. Una sequía comenzó a devastar el reino, y un oráculo proclamó que solo acabaría si volvían a llamar a Tiestes. Finalmente, encontraron a Tiestes y lo encarcelaron. Atreo dio instrucciones a Egisto, el joven hijo de Pelopia que él creía que era suyo, para que realizara su primera tarea varonil, consistente en tomar la espada de su madre y matar al prisionero Tiestes (que era el padre verdadero del chico). El joven entró en la celda de Tiestes portando la espada que este reconoció de inmediato como la suya. Tiestes mandó llamar a su hija Pelopia. Al contarle la verdad, ella se mató con la espada. El joven Egisto, después de descubrir la verdadera historia de su origen, y determinado a vengarse de Atreo, regresó ante este llevando el arma manchada de sangre. Entonces, el joven mató a Atreo, y Tiestes se convirtió en rey de Micenas en lugar de su hermano. Mientras, el hijo de Atreo, Agamenón, sé salvó de ser degollado por su niñera y fue llevado al exilio, donde creció. Cuando llegó a la virilidad, se casó con Clitemnestra, hija del rey de Esparta, quien le ayudó a reclamar el trono de Micenas. Tiestes y su hijo Egisto fueron enviados al exilio y Tiestes murió al poco tiempo. Clitemnestra tuvo a Agamenón, un hijo y tres hijas más. Agamenón fue uno de los guerreros griegos que tomó parte en la guerra de Troya; y a fin de asegurarse buen tiempo para su flota, accedió a sacrificar a una de sus hijas a la diosa Artemisa. Mintió a su esposa, diciéndole que iba a mandar fuera a la niña para que contrajera matrimonio, mientras que, de hecho, la hizo degollar en secreto. Clitemnestra descubrió el engaño y se echó un amante, que no era otro que Egisto, hijo de Tiestes, que había aparecido en el palacio disfrazado y que cortejó a la reina mientras que su esposo estaba ausente en la guerra. Juntos planearon el asesinato de Agamenón, que fue despedazado mientras se bañaba, tras su regreso de la guerra de Troya. Orestes, el hijo de Agamenón, a quien habían alejado mientras Clitemnestra y su amante planeaban la muerte del rey, recibió la visita del dios Apolo, para contarle la verdad sobre la muerte de su padre y exigirle venganza. Este protestó vigorosamente, alegando que la pelea de sus padres no era cosa suya y que no deseaba participar en más matanzas. Pero Apolo declaró que, le gustara o no, Orestes era el hijo de Agamenón y, por lo tanto, tenía el deber de vengar su muerte; y que si no obedecía, el dios se aseguraría de que la vida de Orestes se volviera muy desagradable. Orestes sabía que si mataba a su padre, las Furias —las diosas del inframundo que defienden los derechos de las madres— lo castigarían con la locura. Hiciera lo que hiciera, estaba condenado. Con renuencia, Orestes decidió que su lealtad debía estar del lado de su padre, porque era un hombre; de modo que asesinó a su madre y al amante. Las Furias no tardaron en llegar para atormentar a Orestes con la locura. Tras un año de angustia y tortura mental, Orestes buscó refugio en el altar de la diosa Atenea, en Atenas, y esta, en combinación con el primer jurado humano, lo declararon inocente y lo liberaron de la maldición de su linaje. Finalmente se casó, subió al trono de Esparta y fundó un linaje libre de la contaminación del pasado de su familia. COMENTARIO En este oscuro y sangriento relato, la crueldad comienza con Tántalo, al que no le tembló la mano para destruir a su hijo, a fin de impresionar y engañar a los dioses. Podemos pensar en esos padres que colocan sus propias ambiciones por delante del bienestar y la felicidad de sus hijos. Con semejante ascendencia, no es de sorprender que Pélope sea insensible respecto a sus hijos. Hemos visto en anteriores relatos cómo el favoritismo paterno puede provocar ira y enemistad entre hermanos. En esta historia, tanto Atreo como Tiestes fueron maldecidos por su padre. Si se producen unos celos corrosivos entre hermanos, los padres que están preparados para profundizar en las causas podrá ser de gran ayuda. Pélope lo que hace es avivar las llamas. En la vida cotidiana, esto tiene su paralelo en el padre o la madre que dice a su hijo o hija: «Por tu mal comportamiento voy a dejar de amarte y de quererte. Deseo que tengas mala suerte y espero que lleves una vida horrible». A lo largo de esta historia se repite el tema de tratar con brutalidad a los propios hijos, ya sea para satisfacer impulsos emocionales o para obtener beneficios materiales. En las familias modernas, este trato brutal se cumple al pie de la letra; la violencia y el abuso sexual ocurre ahora igual que en la antigua Grecia. Pero, con frecuencia, la crueldad es sutil, y puede coexistir junto con el amor y con una preocupación profunda por parte de los padres. Cuando no sabemos reconocer los sentimientos e individualidad de un niño, y en lugar de ello le imponemos nuestros propios sentimientos, deseos y expectativas, a expensas de la identidad de ese niño, entonces estamos mucho más cerca de la Casa de Atreo. Sin embargo, y a pesar de todo el horror, esta historia no concluye en tragedia, como la de la Casa de Tebas. En Orestes encontramos una imagen de la resolución del conflicto. Orestes, al igual que muchos de nosotros, no deseaba volver a involucrarse en los pecados de la familia. Pero no le dejan elección. Atrapado entre dos mandatos divinos, ha de sufrir, cualquiera sea la opción que tome. ¿Qué podría significar esto en nuestra vida? A menudo, cuando los padres se separan con odio, o viven juntos en continua enemistad, el hijo se ve impulsado a tomar partido. Este intento de resolver el conflicto mostrando lealtad al padre o a la madre y negando sentimientos de amor hacia el otro, puede ser alentado por padres que tratan de utilizar al hijo como arma con la que herirse mutuamente. ¿Cuántas madres, sintiéndose «malogradas» por un esposo equivocado, convencen a sus hijos de que su padre es una mala persona y que no es merecedor de su amor? ¿Cuántos padres, incapaces de satisfacer las necesidades emocionales de sus esposas, crean un mundo de fantasía con una hija querida, excluyendo de él a la madre y haciendo pasar a la hija como esposa sustituta? La necesidad puede exigirnos que, en los primeros años de nuestra vida, nos inclinemos por uno de los padres que regañan. ¿Pero a qué padre debemos lealtad? ¿Y cómo vivimos con la culpa de repudiar nuestro amor hacia uno de los padres? Puede ser que, al principio, tengamos que tomar partido, a fin de sobrevivir emocionalmente ente a ambos conflictos interno y externo; pero al escoger una parte en detrimento de la otra, sufriremos inevitablemente durante algún tiempo, hasta que maduremos lo suficiente como para mirar hacia atrás y considerar a ambos padres como seres humanos atrapados en un ciclo de errores e inconsciencia, que ha sido heredado a lo largo de muchas generaciones. En esta historia, la crueldad hacia los hijos es otra forma de describir a una familia en la que el amor y la verdadera preocupación están negados, y en la que la voluntad de poder reina con dominio absoluto. Orestes se siente dividido en dos, porque ama a ambos padres y no puede asesinar a uno de ellos sin sufrir un gran tormento interior Al igual que Orestes, a todos nos gustaría, sin duda, olvidarnos del pasado y evitar la repetición de los errores de los padres, saliéndonos de la órbita familiar. Y lo mismo que Orestes, puede que tengamos que sobrellevar el sufrimiento derivado de reconocer nuestra lealtad a ambos padres, soportando la lucha por la custodia de los hijos que posiblemente se nos imponga y exhibiendo una inconmovible lealtad a nuestro propio corazón. Hay otra reflexión importante que nos ofrece el mito de la Casa de Atreo. Orestes logra la redención, en parte a través de su paciencia, sufrimiento y aceptación de la voluntad de los dioses. Pero también queda redimido a través de los mismos dioses y, en especial, por parte de la diosa Atenea, que establece un jurado humano y media entre Apolo y las Furias. ¿Qué podría querer decir esto? Atenea es la diosa de la sabiduría, y tanto ella como su jurado encarnan la capacidad de la mente humana para aislar, reflejar y reconocer el punto de vista de cada parte comprometida en la pelea, ya sea interna o externa. No solo Atenea hace posible que se vea el problema; también facilita a los participantes que se expresen sobre él. En resumen, personifica no solo la conciencia, sino también la comunicación y la voluntad de escuchar a ambas partes. La diosa nos recuerda que si podemos hallar un modo de resistir al deseo de manifestar nuestras emociones más compulsivas; y podemos comenzar el difícil proceso de la reflexión y comunicación honestas, incluso una familia como la Casa de Atreo puede verse libre de su maldición. La toma de conciencia debe pagarse con sufrimiento; no hay nada que se nos dé libremente. El remordimiento y la expiación pueden ser una parte necesaria de la reparación que necesitamos realizar en nuestras familias; y puede que también tengamos que hacer penitencia por los errores y faltas cometidas mucho antes de que naciéramos. La vida no siempre es justa; en realidad, no hay nada justo en lo que le sucede a Orestes. Pero el proceso al que se somete y su resolución final nos enseñan que todos tenemos el potencial de purificarnos de los pecados del pasado y emerger libres para amar y relacionamos con nuestras familias de todo corazón. PARTE II CONVERTIRSE EN INDIVIDUO En cada uno de nosotros existe un misterioso impulso de ser uno mismo, de ser individuos singulares y definidos, separados de lazos familiares, asociaciones y vidas en común, que nos aportan un sentido de identidad. Pero, como nos señala el mito, el proceso de individuación es duro y penoso. Implica no solo la voluntad de superar los desafíos internos y externos que han de probar nuestra fortaleza, sino también la capacidad de permanecer solos y sufrir la envidia o la hostilidad de los que nos rodean, pero que todavía no han comenzado este viaje hacia la individualidad. El mito nos presenta historias que tratan de lo difícil que resulta dejar el hogar, y la clase de dragones con los que vamos a encontrarnos y con los que tendremos que pelear en nuestra lucha hacia la autonomía. No menos primordial es que estos relatos revelan también la profunda importancia de un sentido de propósito y significado personales, siendo quizá este el misterio más profundo contenido en los esfuerzos por convertirnos en lo que realmente somos. Puede que no siempre reconozcamos en qué medida hemos evitado el reto de la individualidad y las formas cotidianas con las que hemos traicionado nuestros valores más preciados a fin de tener un sentido de pertenencia. En estas esferas, los mitos pueden ofrecer no solo una intuición, sino también la tranquilidad de que el autodesarrollo no es necesariamente lo mismo que el egoísmo. No podemos ofrecer a otros lo que no hemos desarrollado todavía en nuestro interior. CAPITULO UNO DEJAR EL HOGAR Dejar el hogar constituye una experiencia arquetípica y familiar. Con el fin de convertirnos en nosotros mismos, hemos de separarnos psicológicamente de la matriz de la que hemos nacido. Para lograr esto, puede que debamos separarnos físicamente de nuestros padres y del hogar, para poder descubrir nuestros pensamientos, sentimientos, creencias, valores, talento y necesidades. Dejar el hogar no significa que la vida familiar sea «mala». Se podría pensar que los que temen este viaje es muy probable que hayan sufrido problemas familiares, a diferencia de aquellos que salen al mundo con confianza y esperanza. Hay dolor al alejarse de los seres queridos, y puede ser peor si los que estamos dejando no desean nuestra partida; pero también hay regocijo en descubrir que somos capaces de tomar nuestras propias decisiones y asumir la responsabilidad de nuestra vida. ADAN Y EVA Renunciar al paraíso La historia bíblica de Adán y Eva es un relato que nos habla de separación y de pérdida. Podemos creer que es una verdad literal; de la misma forma podemos comprender que se trata de un paradigma moral; o puede que veamos en ella una alegoría de la separación original de la madre al nacer. A muchos niveles esto es verdad, pero una de sus enseñanzas más importantes es que no podemos permanecer en el paraíso para siempre, sino que tenemos que asumir la carga de la vida terrenal. La expulsión del jardín del edén es la metáfora por excelencia de la salida del hogar. AL este, en el Edén, Dios construyó un jardín y lo llenó con muchas clases de seres vivientes. En el centro había dos árboles: el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento. Y Dios hizo a Adán y lo puso en el Jardín, advirtiéndole que podía comer de cualquier fruto que le apeteciera, excepto del fruto del Árbol del Conocimiento. Y Dios envió a todos los animales ante Adán, y él los fue nombrando a cada uno; y entonces sumió a Adán en un profundo sueño. Mientras dormía, Dios tomó una de sus costillas y con ella hizo a Eva, para que Adán no estuviese solo. Y Adán y Eva andaban desnudos y felices por el Jardín del Edén, en paz con Dios. Pero la Serpiente, la más astuta de las criaturas, le preguntó a Eva si a ella le estaba permitido comer de cualquier fruto que deseara. —Por supuesto —replicó Eva—, podemos comer de cualquier fruto, excepto el del Árbol del Conocimiento. Si comemos de ese fruto, moriremos. —Al contrario —dijo la Serpiente—. Si coméis del Árbol del Conocimiento, descubriréis la diferencia entre el bien y el mal, y con ello seréis iguales a Dios. Por eso Él os ha prohibido su fruto. Eva se quedó mirando anhelante al Árbol y sintió una abierta tentación por la jugosa fruta que la haría sabia. Finalmente, no pudo resistirse por más tiempo y tomando uno de los frutos, comió de él. Después le dio otro pedazo a Adán, que también comió. Y, al mirarse uno al otro, se volvieron conscientes de su desnudez y de la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino; y se avergonzaron. Rápidamente cogieron algunas hojas de higuera, que usaron para cubrir sus desnudeces. En la frialdad del crepúsculo, oyeron la voz de Dios entrando en el Jardín, y trataron de esconderse para que no los viera. Pero Dios llamó a Adán, preguntándole dónde estaba y por qué se escondía. Adán replicó que había oído la voz de Dios, pero que tenía miedo. Y Dios le dijo: —Si tienes miedo, debes haber comido del fruto que te prohibí. Adán se apresuró a señalar a Eva y dijo; —Fue la Mujer quien me dio la fruta. —Sí —replicó Eva—, pero fue la Serpiente la que me tentó y me engañó. Por esta razón, Dios maldijo a la Serpiente, y expulsó a Adán y Eva del Jardín, diciendo: —Ahora que conocéis el bien y el mal, tenéis que marcharos del Edén. Si os quedáis, podríais comer del Árbol de la Vida y viviríais para siempre. Y eso no lo permitiré. Y Dios los expulsó del Edén para que anduvieran por la tierra, y los maldijo diciéndoles que de ahora en adelante Adán debía vivir con el sudor de su frente, y que Eva sufriría los dolores del parto. Y al este del Edén Dios puso un querubín con una espada flamígera, para guardar la entrada al Jardín del Árbol de la Vida. COMENTARIO Ambos nombres, «Adán» y «Eva», significan «vida». Con ello se nos está diciendo desde el comienzo de qué trata esta historia: del proceso por el cual entramos en el mundo terrenal y vivimos nuestra vida como mortales. Como castigo por su desobediencia, Adán y Eva deben sufrir las dos cargas que todos los adultos encaran a uno u otro nivel: trabajar para ganarse la vida y convertirse en padres. En cierta manera, esta historia describe la primera pérdida que debemos enfrentar: la separación del útero materno al comienzo de la existencia. En la matriz, la vida es agradable y sin estrés ni ansiedad. No se necesitan ropas, ya que no hace calor ni frio extremos, ni se experimenta hambre ni sed. La vida es tranquila, sin soledad, conflicto ni sufrimiento. Y a continuación se presenta el trauma del nacimiento. Lo mismo que Adán y Eva son lanzados intempestivamente del Edén, del mismo modo le sucede al niño que experimenta su primera prueba de soledad y de dolor físico. Pero el nacimiento no está limitado únicamente a la salida del niño de la matriz. También «nacemos» cuando comenzamos a darnos cuenta de que somos seres independientes que tenemos pensamientos, sentimientos, sueños y metas diferentes a las de nuestros padres. La familia puede verse como una especie de Edén, en el que el niño puede recibir el amor y la protección de los padres, sin la carga de tener que enfrentarse a los desafíos materiales y sin el dolor de la soledad, los conflictos y las luchas de los adultos. Penamos como nos dicen que lo hagamos, sentimos como nos piden que sintamos, y actuamos sin cuestionar las normas y valores que nos dan. Todo está en paz dentro de la familia hasta que el niño, al alcanzar la pubertad y ante el umbral de la edad adulta, busca su propio conocimiento del mundo: el fruto prohibido que nos hará como Dios. En otras palabras, a medida que saboreamos las experiencias de la vida y descubrimos nuestro poder físico y emocional y mental, conquistamos el derecho de tomar decisiones y asumir responsabilidades, convirtiéndonos de este modo en iguales a nuestros padres. Hemos de hallar nuestro propio camino; y puede que nos sintamos atemorizados y avergonzados. Y muchos padres—algo parecido a lo que ocurre con Dios en la historia—sienten que esto es un terrible desafío y una abierta burla a su autoridad. Este joven es expulsado de la unidad de la psique familiar para ir a parar al mundo duro y frío de la individualidad independiente, para nunca más entrar en el mundo mágico y amable en el que padres e hijos son uno. Los sentimientos y las experiencias sexuales constituyen procesos iniciáticos importantes, y por medio de ellos probamos el sabor de la fruta y descubrimos nuestras naturalezas individuales. Pero esta historia no se limita a describir el sexo solamente. El conocimiento del bien y del mal se refiere a hacer elecciones de acuerdo con nuestros valores individuales. En el fondo, todas nuestras elecciones, incluyendo las sexuales, reflejan quiénes somos como individuos singulares. Pero junto con este descubrimiento llega el dolor de la separación, ya que inevitablemente encontraremos áreas de conflicto, incluso con los seres que más amamos. Tarde o temprano, deberemos cuestionar las convicciones de nuestros padres, tomar nuestras propias decisiones y asumir las consecuencias. Estas elecciones pueden significar una dirección vocacional especial, la decisión de asistir a la universidad o no, una determinada relación que anhelamos mantener a pesar de las advertencias de nuestros padres o la expresión de las ideas y sentimientos que causan conflictos en el seno familiar. Sean lo que sean, en determinado momento tenemos que arriesgarnos a experimentar la separación psicológica y la soledad de la vida juera del Edén. Nuestra llegada a la edad adulta puede traer consigo muchos sentimientos de pérdida, aislamiento, vergüenza y culpa. Esta puede ser una de las razones por la que numerosos estudiantes universitarios sufren depresiones, crisis nerviosas y sentimientos suicidas cuando se aproxima el momento de los exámenes, pues ha llegado el momento de salir al mundo, y el dolor de dejar atrás la niñez y la inocencia, en algunos casos, puede ser extremo. Para los jóvenes que se hallan ante ese umbral, dependerá mucho del modo en que nosotros, como padres respondamos ante la insistencia de la Serpiente que hay dentro de nuestros hijos. Si consideramos su necesidad de saborear la vida como un pecado contra nuestra autoridad y nuestra visión del mundo, estaremos aumentando la carga de sufrimiento que pesa sobre ellos y les infundiremos el sentimiento de que son culpables y proscritos. Cualesquiera que sean nuestros códigos morales y sexuales, puede que tengamos que reconocer que nuestros hijos deben —y quieren— encontrar un modo de desarrollarse a sí mismos. Todo lo que podemos hacer es proporcionarles el mejor ejemplo que podamos y ofrecerles generosamente amor, apoyo y comprensión. Y si podemos reconocer que también la Serpiente fue creada por Dios y que su instigación a probar la fruta es lo que le da a todos los adultos jóvenes el ímpetu a perseguir sus potenciales y a tomar el lugar que por derecho les corresponde en la vida, puede que, en definitiva, seamos menos desconsiderados que el Dios del Génesis. De ese modo podemos ayudar a nuestros hijos a reconocer que la unidad y la paz puede en realidad hallarse a nivel interno, emocional y espiritual, incluso fuera de los límites del Edén. LA PARTIDA DEL BUDA La vida no se puede evitar La historia del Buda es tan relevante en Occidente como lo es en Oriente. Creamos o no en la vida del Buda como un hecho histórico, su figura es también mítica. Y el segmento de historia siguiente —un relato de su nacimiento, niñez y la llamada de su vocación— es una narración profunda y conmovedora que tiene significado para toda persona que busca comprender la llamada interna que le lleva a asomarse al ancho mundo. EL nacimiento de Buda fue milagroso. En el momento de su concepción todo el universo mostró su regocijo por medio de milagros: los instrumentos musicales sonaban sin que nadie los tocase, los ríos dejaron de fluir para contemplarlo, y los árboles y las plantas se cubrieron de flores. El niño nació en el seno de una familia real, sin que su madre sufriera ningún dolor; de inmediato comenzó a caminar, y en los lugares en que su pie tocaba la tierra surgía un loto. Recibió el nombre de Siddharta. Su madre murió de dicha al séptimo día de haberle dado a luz, pero la hermana de su madre se convirtió en una devota madre adoptiva. Por eso, el joven príncipe pasó la niñez en medio de amor, dicha y riqueza. Cuando el príncipe Siddhartha tenía doce años, el rey convocó un concilio de brahmanes. Estos profetizaron que si el príncipe contemplaba el espectáculo de la ancianidad, la enfermedad y la muerte, se dedicaría al ascetismo. El rey prefería que su hijo heredara el trono y fuese un soberano gobernante, en lugar de ser ermitaño. Los suntuosos palacios con sus vastos y bellos jardines fueron rodeados con murallas triples bien guardadas. La mención de las palabras «muerte» y «dolor» estaba prohibida. Cuando Siddhartha llegó a la edad adulta, el rey decidió que el modo más seguro de obligar a su hijo era por medio del matrimonio y la vida familiar. En consecuencia, casaron a Siddhartha con la hija de uno de los ministros del rey. Al poco tiempo la recién casada quedó encinta. Pero con la misma prontitud, y a pesar de los esfuerzos de su padre, la vocación divina de Siddhartha despertó en él. La música, la danza y las mujeres bellas dejaron de afectar sus sentidos, y por el contrario, parecía que le señalaban la vanidad y transitoriedad de la vida humana. Cierto día, el príncipe llamó a su jefe de caballerizas; deseaba visitar la ciudad. El rey ordenó que toda la ciudad debía ser barrida y engalanada, y que apartaran de la mirada de su hijo toda visión deprimente o desagradable. Pero todas las precauciones fueron inútiles. Mientras cabalgaba por las calles, Siddhartha contempló un anciano tembloroso y arrugado que, debido a la edad, apenas podía respirar y que no podía caminar sin la ayuda de un bastón. Con sorpresa, Siddhartha aprendió que la decrepitud es el destino inevitable de quienes se hallan al final de su vida. Cuando regresó a palacio, preguntó si no había modo de evitar la vejez. Pero nadie le pudo responder. Al poco tiempo hizo otra visita a la ciudad y tropezó con una mujer afligida por un mal incurable. Después contempló una procesión funeraria, que le hizo tomar contacto con el sufrimiento y la muerte. Finalmente, Siddhartha encontró un mendigo asceta que le dijo que había abandonado el mundo para ir más allá del gozo y el sufrimiento y alcanzar la paz del corazón. Estas experiencias, junto con sus propias meditaciones, convencieron a Siddhartha de que debía abandonar su vida confortable y autoindulgente para convertirse en asceta. Rogó a su padre que lo dejase libre. Pero el rey estaba abrumado por el dolor al pensar en perder a su querido hijo en quien tenía puestas todas sus esperanzas. Hizo redoblar la guardia que rodeaba el palacio, y mandó que continuamente se presentaran nuevas diversiones, dirigidas a evitar que el joven príncipe pensara en irse. La esposa de Siddhartha dio a luz un hijo, pero incluso esto no apartó al príncipe de su misión. Una noche, su decisión se hizo impostergable. Echó una última mirada a su esposa y a su hijo, que dormían, y se adentró en la noche. Montó su caballo y llamó a su jefe de caballerizas. Los dioses, en complicidad, se aseguraron de que los guardianes se quedaran dormidos y de que los cascos de los caballos no hicieran ruido. A las puertas de la ciudad, Siddhartha entregó el caballo al jefe de su caballeriza y se despidió de ambos. De ahí en adelante dejó de existir el Príncipe Siddhartha, pues el Buda había comenzado el verdadero viaje de su alma. COMENTARIO El viaje que realizamos desde el hogar de nuestra niñez al camino de nuestro futuro destino no requiere normalmente que renunciemos a los goces de la vida ni que los cambiemos por ascetismo, aunque los que sienten vocación religiosa es posible que sigan ese camino. Pero en esta historia se ocultan muchos temas relevantes para todos nosotros. El Príncipe Siddhartha, como tantos otros niños, es el depositario de todas las esperanzas y sueños de su padre, que espera que su hijo heredará el trono después de él. De esa misma forma, un padre puede soñar en un hijo que herede sus negocios o tenga la misma profesión. A nivel más profundo, el padre de Siddhartha no quiere que su hijo experimente la vida, pues la vida más allá de la órbita de los límites paternos nos cambia y despierta necesidades y cualidades internas que son únicas para la persona, y no necesariamente en concordancia con las aspiraciones paternas. Especialmente, el rey no quiere que Siddhartha se encuentre con el sufrimiento humano porque esto, a nivel más profundo, significa crecer. Si puede mantener ni príncipe como niño, este podrá ser moldeado y formado por su padre y permanecerá en el hogar. Estos sueños paternos no son negativos ni perjudiciales en sí mismos. Pero, al fin y al cabo, son fútiles. Todo joven es un individuo con su propia identidad singular, que tiene que ser realizada si ese joven ha de estar alguna vez en paz interiormente. Incluso los lazos del matrimonio y de la paternidad son incapaces de desviar a Siddhartha de su viaje. Esta es una lección dura que muchas personas deben aprender. Si fundamos una familia propia cuando somos demasiado jóvenes como para reconocer lo que somos y adónde vamos — especialmente si nuestra elección de cónyuge obedece más bien a la preferencia de nuestros padres, o la hacemos para agradar a los demás o para afianzar nuestra seguridad—, entonces la vida puede, antes o después, llamarnos en otra dirección. El dolor y la tristeza de la separación puede acompañar el compromiso interno de convertirnos en uno mismo. Como padres, podemos ayudar a contrarrestar esta experiencia tan común, no persuadiendo a nuestros hijos a «sentar cabeza» antes de que averigüen quiénes son y qué quieren. Cuanto más tratemos de hacer que nuestros hijos se queden, más sufrimiento les causaremos cuando, finalmente, intenten dejarnos. Y como niños, puede que tengamos que soportar la ira y el enfado paternos, a fin de evitar más tarde un daño mayor y una preocupación, siendo desleales con vuestra propia alma. Si el padre de Siddhartha no hubiese estado tan determinado a retener a su hijo por medio del matrimonio, al menos le hubieran evitado a Siddhartha la triste separación de su amada esposa y de su hijo. Pero ambos son parte del mundo de su padre, no del mundo al que él se siente destinado a entrar. Lamentablemente, no existe otra forma en la que Siddhartha pueda proseguir con su llamada interna y continuar siendo el hijo de su padre, el esposo de su esposa y el padre de su hijo. A menudo actuamos con desprecio o ira ante la decisión de una persona de seguir una vocación determinada si esta no es de nuestro agrado, especialmente si implica la amenaza de llevarse a la persona lejos de nosotros, o de exponerla a un mundo del que no conocemos nada. Es cierto que muchos jóvenes cambian de dirección a lo largo de su vida, y no podemos esperar que alguien que se halla alrededor de los veinte años sepa con alguna exactitud lo que desea hacer el resto de su vida. No obstante, al igual que Siddhartha, algunos sí lo saben. Tanto si la vocación es duradera como si se limita a un periodo de tiempo corto, si esta surge del corazón, entonces no corresponde a ningún miembro de la familia, maestro, amigo o consejero desviar a dicha persona sea cual sea el motivo. La vocación de Siddhartha es de carácter espiritual y requiere que renuncie a todos los lazos y placeres humanos. Del mismo modo, la vocación podría ser tocar música, pintar o escribir, establecer un negocio, viajar alrededor del mundo o ser médico, contable o agricultor. O, por supuesto, también podría ser casarse con el ser querido y formar una familia. Lo que importa es la llamada del corazón. Puede que esta no surja en todas las personas, pero es más probable que la escuchemos si el ruido de la desaprobación ajena no aboga su voz. Los padres que pueden comunicarse bien con sus hijos y que son capaces de reconocer su individualidad, no habrían decidido por adelantado lo que el hijo debe hacer; como ocurrió con el padre de Siddhartha; no dispondrían de una guardia metafórica, ni amenazarían al hijo, abierta o solapadamente, con rechazo o castigo, si este desconociera los deseos paternos. La partida de Buda está rodeada de una profunda tristeza porque su padre, su esposa y su hijo están condenados a no volverlo a ver. No obstante, una gran parte de la población del mundo cree que su salvación final depende de la decisión que el Buda tomó, una decisión que sacrificó la felicidad personal por la redención de millones. Esperamos que alentar a nuestros hijos a oír y seguir la voz de sus corazones producirá finalmente un enriquecimiento futuro de la vida de padres e hijos, con un mundo más ancho para compartir. La historia de Siddhartha nos enseña que cada persona tiene su destino, grande o pequeño. Si estamos preparados para escuchar y reconocer la diferencia entre indulgencia y vocación, y nos dejarnos llevar cuando debamos hacerlo, entonces se enriquecerá no solo nuestra vida, sino la de muchos otros seres. PEREDUR, EL HIJO DE EVRAWC Hallar el coraje para dejar a la madre El mito celta de Peredur es una larga historia cuyas raíces se extienden hasta los oscuros tiempos en los que el paganismo y el cristianismo no se habían separado todavía. Y es una de las múltiples narraciones que fueron finalmente entretejidas para formar parte del gran tapiz de la saga del Santo Grial. Peredur, al igual que sus homólogos francés y germánico, Percival y Parcival, termina encontrando el Grial, pero es la primera parte del relato la que nos interesa ahora: los desafíos que enfrenta al comienzo Peredur al reclamar su derecho de salir al mundo y hacerse un hombre. PEREDUR era uno de los siete hijos del Conde Evrawc. Su padre y todos sus hermanos murieron en combate, y Peredur fue criado por su madre en la espesura del bosque, donde el chico se mantuvo ignorante de guerras y caballeros. Ni siquiera conocía el nombre de su padre, y mucho menos el de su calidad de caballero. De esa forma su madre esperaba mantenerlo a su lado, temiendo perderlo como le ocurrió con todos los demás. Uno de los pasatiempos favoritos de Peredur era deambular por los bosques. Cierto día pasaron tres caballeros en sus cabalgaduras y saludaron al joven. Este quedó eclipsado por sus rostros nobles y orgullosos, por el brillo de sus armaduras expuestas al sol y por los colores brillantes de sus gallardetes y las gualdrapas de las monturas. Cuando regresó cerca de su madre, le preguntó quiénes eran esos seres. Temerosa, esta le dijo que se trataba de ángeles, y que no beneficiaba en nada a un joven mortal de nacimiento humilde intentar tener contacto con ellos. Pero semejante engaño no pudo contener el impulso vital de Peredur. Un día se alejó más de lo habitual y divisó un castillo al borde de un lago, donde un venerable anciano cojo, vestido de terciopelo, se hallaba pescando, sentado a la orilla del lago. El anciano invitó a Peredur a unirse a él a la mesa y preguntó al joven si sabía manejar la espada. —No sé —replicó Peredur—. Pero si me enseñaran, sin duda que aprendería. El anciano reveló a Peredur que en realidad él era su tío, el hermano de su madre. —Abandona los hábitos y los razonamientos de tu madre —le dijo el anciano—. Yo te daré un caballo y te enseñaré cómo montarlo; y con ello te ayudaré a alcanzar el rango de caballero. Peredur decidió de inmediato hacerse caballero. A la mañana siguiente su tío le entregó el caballo y, con permiso del anciano, salió a cabalgar. En medio de un prado descubrió otro espléndido castillo, y otro venerable anciano le saludó, lo invitó a la mesa y le preguntó si sabía luchar con la espada. Peredur contestó nuevamente: —Si recibiera entrenamiento, creo que aprendería. Con lo que el anciano le dio una espada y se la hizo probar. Entonces el anciano le dijo a Peredur: —Joven, has llegado a los dos tercios de tu fuerza. Cuando hayas logrado todo tu poder, nadie será capaz de vencerte. Soy tu tío, el hermano de tu madre, y soy hermano del hombre que habita en el castillo cerca del lago. Y el anciano le enseñó a empuñar la espada que le había dado. A la mañana siguiente, con permiso de su tío, Peredur se puso a cabalgar, esta vez armado con su nueva espada. Llegó hasta un bosque y desde la espesura le llegó gran alboroto. Vio a una mujer hermosa de cabello castaño. Cerca de ella se hallaba un caballo y, a su lado, había un cadáver. Cada vez que ella intentaba subir el cadáver a la silla, este se caía al suelo, tras lo cual ella comenzaba a gemir. Cuando Peredur le preguntó lo que había sucedido, ella contestó: —¡Maldito Peredur! Qué desafortunada soy al haberte hallado. Cuando Peredur le preguntó por qué lo llamaba maldito, ella dijo: —Porque tú eres la causa de la muerte de tu madre. Pues cuando te pusiste a cabalgar en contra de su voluntad y elegiste hacerte caballero y recibir entrenamiento de tus tíos, la angustia se apoderó de su corazón de tal manera que murió. Por eso eres maldito. Este cadáver era, en vida, mi legítimo esposo, asesinado por un caballero que se encuentra en un claro de este bosque. No te acerques a él, porque te asesinará a ti también. —Cesa tus lamentaciones —replicó Peredur—, porque yo enterraré el cuerpo de tu esposo e iré en busca del caballero y trataré de vengarme en él. Pero antes debo llorar la muerte de mi madre, a quien nunca más he de volver a ver, y cuya muerte produce un gran pesar en mi conciencia. Cuando hubo terminado de condolerse y de enterrar al esposo de la dama, fue al encuentro del caballero y de inmediato lo vendó. Cuando el caballero imploró merced de Peredur, el joven replicó: —Te perdono, pero debes tomar en matrimonio a esta mujer cuyo esposo has asesinado. Y debes ir a la corte del Rey Arturo y decirle que yo te vencí para su honor y servicio. Pues el mayor anhelo de Peredur era ser admitido en la corte del Rey Arturo. El caballero cumplió lo prometido. Y, tras muchas otras pruebas y aventuras, finalmente Peredur fue admitido en la corte del Rey Arturo, convirtiéndose en su más amado caballero. COMENTARIO El extraño y repentino modo en que Peredur decide dejar a su madre y hacerse caballero puede atribuirse a la proverbial «insensibilidad de la juventud». De igual manera, muchos jóvenes establecen sus miras hacia el futuro rechazando el pasado y a los padres que han tratado de hacer lo mejor posible por criar bien a su hijo. Pero esta historia trata de algo más que de la ingratitud de la juventud. La madre de Peredur había sufrido muchas pérdidas dolorosas: su esposo y todos los demás hijos habían sido asesinados. No es de sorprender que intentara quedarse con este último hijo, manteniéndole al margen del mundo. No obstante, por más comprensible que sean sus intentos para conservarlo, el mundo se entromete, como sucede siempre; en este caso en la forma de los tres caballeros que encuentran a Peredur en el bosque. Lo que este contempla en ellos es una imagen de la virilidad que está buscando, y la que su madre está intentando negarle. En la nobleza y grandeza de los caballeros reside su propio futuro, del que todavía es ignorante. Estos caballeros son también el pasado de Peredur, su herencia, pues su padre era un caballero noble. Oculta en este relato está la necesidad de todo hijo de hallar un modelo de virilidad en un padre, o en un sustituto del padre. Y esta necesidad psicológica urgente, conducirá, tarde o temprano, al joven a alejarse de su madre en busca de lo que finalmente habrá de ser. En los dos ancianos venerables, Peredur encuentra al padre que le fue negado en la niñez. Ambos reconocen su valor como guerrero y ambos le ayudan en su camino dándole un caballo —un medio de moverse en el mundo exterior—y una espada —un medio de hacerse un lugar para sí mismo y de luchar por sus derechos y condición. En cuanto un joven abandona el hogar, personajes tales como tíos, tías, amigos de la familia, profesores y otros mentores de más edad adquieren cada vez más importancia, porque se convierten en padres sustitutos y, al mismo tiempo, son personas capaces de conducir al joven hacia una comprensión del amplio mundo. Es vital para cualquier padre reconocer que semejante sabiduría externa es necesaria para el hijo; ningún padre o madre lo es todo para su hijo o hija, y el papel de la paternidad cambia a medida que el niño comienza a tener relaciones con personajes del mundo exterior, que le pueden ofrecer una perspectiva que no ha de hallar en el marco familiar inmediato. Hasta ahora todo marcha bien; Peredur parece moverse como si estuviera bendito, sin sufrir ningún dolor y sin ningún sentido de pérdida. Ni siquiera se acuerda de la madre que ha dejado, hasta que encuentra a otra mujer desconsolada que, lo mismo que su madre, ha sufrido la pérdida de su esposo. A menudo es a través de los primeros sentimientos de atracción sexual del joven como este se vuelve consciente de sus verdaderos sentimientos respecto a su madre. Y esta hermosa y desconsolada mujer hace conmover su corazón y penetra en su conciencia al informarle de la muerte de su madre. Esta mujer, que extrañamente sabe de la muerte de su madre, es, de hecho, su madre en otra forma. La persecución por parte de Peredur del caballero que asesinó al esposo de la dama es un acto de venganza por la muerte de su propio padre. Su voluntad de arriesgar su vida significa que está preparado para enfrentarse a las pruebas de la vida, y su defensa de la dama es un gesto de lealtad hacia la madre que ha dejado. Por medio de todas estas acciones expía su pasado, se conduele por la pérdida que ha sufrido y logra su primera victoria en batalla, lo que lo capacita para hacerse conocer ante la corte del Rey Arturo, donde anhela obtener aceptación en el mundo de los hombres. ¿Qué nos pueden enseñar, respecto al abandono del hogar, estos primeros episodios de la vida de Peredur? En cierto modo, dejar a los padres es como una muerte; porque, si bien los padres no suelen morirse de congoja por nuestra partida, existe todavía una sensación de que algo ha muerto. No podemos volver nunca más a la niñez. Y es esta cruda realidad emocional lo que simboliza la muerte de la madre de Peredur. Las experiencias en el mundo externo nos cambian y sirven para cortar el cordón umbilical que nos vincula en una unión psicológica con la familia. Aunque seamos suficientemente afortunados como para preservar una buena y amorosa relación con nuestros padres después de haber dejado el hogar, esta será, de todos modos, una relación diferente, porque ahora somos adultos e iguales, listos para afrontar nuestros propios desafíos; e incluso para ser padres de nuestros padres, si frese necesario, como hace Peredur cuando trata de ayudar a la dama y entierra el cadáver de su esposo. El dolor de Peredur es un rito de paso que nos aguarda a todos, si hemos de realizar adecuadamente el viaje de la niñez a la virilidad. Con este encuentro y sus consecuencias, Peredur pierde su inocencia. Se enfrenta a la muerte, siente dolor y derrama sangre, y nunca más volverá a ser el niño inocente a quien su madre trató de proteger contra la vida. Del mismo modo, el padre o madre que es capaz de reconocer el derecho del hijo de hacerse un individuo con un destino independiente puede encontrar, a diferencia de la madre de Peredur, que el niño convertido en adulto desea —voluntariamente y sin presión, engaño, chantaje emocional ni la imposición de un sentimiento de culpa—volver al hogar para visitar, compartir y continuar la construcción de una relación rica y gratificante. El padre o la madre que, como la de Peredur, rehúsa intencionadamente a ser honesto con sus propios temores, pérdidas y necesidades y, en cambio, intenta impedir que su hijo se separe, puede sufrir de congoja, no por la insensibilidad de la juventud, sino porque la partida es correcta e inevitable. Llegará un tiempo en el que debamos reconocer que el mundo externo puede proporcionar a nuestros hijos lo que nosotros no les podemos dar. Peredur no se puede convertir en lo que está destinado a ser por derecho de nacimiento —caballero y buscador de la sabiduría espiritual simbolizada por el Grial—si se separa de la vida. Esta historia nos permite ver que ninguno de los padres, por más poderoso que sea, puede impedir que la vida se realice a sí misma; y es posible que ningún padre tenga el derecho de intentarlo. CAPITULO DOS LA LUCHA POR LA AUTONOMIA El florecimiento de la individualidad implica no solo dejar atrás la niñez, sino también enfrentarse y luchar con esas fuerzas agresivas, destructivas, paralizantes y poco dispuestas a acabar con los límites de la vida terrena en el mundo y dentro de nosotros mismos. Esta batalla por la autonomía constituye un rito de paso que encara todo joven y que puede tener que librarla muchas veces a muy diferentes niveles, desde la adolescencia hasta la treintena, antes de que nos sintamos confiados, reales y suficientemente valiosos como para expresar quiénes somos del modo más creativo y positivo. No hay engaño en este rito de paso. Puede ser sutil, tomando formas que no se reconocen fácilmente como campo de batalla. Pero si tratamos de evitar el reto de la autonomía, permaneceremos siempre frágiles, inmaduros y vulnerables a que nuestras frágiles y quebradizas defensas salten en pedazos ante la menor de las decepciones de la vida. SIGFRIDO Luchar con inercia La gran figura de Sigfrido es conocida en el ámbito del mito desde Alemania hasta Islandia, y constituye la quintaesencia de los héroes de la Europa del norte. Llamado Sigur en las historias escandinavas, sus hazañas son el sujeto de algunas de las mejores poesías épicas del mundo. En este caso, la parte más significativa del relato es la batalla entre el joven Sigfrido y el dragón Fafnir, guardián del oro de los nibelungos. SIGFRIDO fue el hijo de la unión prohibida entre Sigmundo y su hermana Siglinda. Aunque tanto el hermano como la hermana encontraron un final trágico, Sigmundo legó una espada grande y bella al hijo que nunca conocería. La espada estaba rota; no obstante, si se arreglaba, nunca podría ser derrotada en la batalla. El niño huérfano Sigfrido fue criado por Mime, el Nibelungo (enano), quien, a regañadientes, lo cuidó con la esperanza de que algún día el poderoso y valiente joven habría de encontrar la fuerza para matar al dragón Fafnir y capturar el gran tesoro escondido que había sido robado a los Nibelungos por el dios Wotan. Después, Mime planeaba matar a Sigfrido y quedarse con el oro. Pero los dioses favorecieron a Sigfrido, pues cierto día, cuando el joven se hallaba caminando por el bosque, oyó cantar a un pájaro y se dio cuenta de que podía entender el cántico. El pájaro no solo lo previno de que Mime trataba de matarlo, sino que le dijo el motivo. Cuando Sigfrido regresó a la fragua, no comentó nada de lo que le habían advertido; se decidió a aguardar el momento oportuno, vigilante y atento. Al poco tiempo, Mime le propuso forjar de nuevo la espada de su padre, y Sigfrido hizo lo que estaba esperando, poniendo su fuerza y resistencia en la tarea. Mime le habló del tesoro en oro, escondido en una profunda caverna y guardado por el dragón dormido Fafnir. Entre este oro se hallaba el Anillo de los Nibelungos, que tenía muchos poderes, y que Mime codiciaba más que cualquier otra cosa. El enano le dio entonces instrucciones a Sigfrido para que regresara con el oro a donde él estaba. Pero Sigfrido había oído lo suficiente sobre su traición y lo mató con la espada. Seguidamente el joven héroe partió a la búsqueda del dragón Fafnir. Este dragón había sido antes un gigante, no muy inteligente, pero extremadamente grande y perverso. Por el poder del Anillo, Fafnir se había convertido en una criatura enorme, repelente y escamosa. Este dragón estaba todo el tiempo dormido bajo el perpetuo encanto que le producía soñar con el oro enterrado bajo su cuerpo serpentino. El pájaro que antes había prevenido a Sigfrido de la traición de Mime, condujo ahora al joven hasta la caverna, y Sigfrido, blandiendo su espada, mató al dragón y halló el tesoro. Pero tan poco le afectaban las tentaciones de la riqueza que solo escogió dos cosas para llevarse del tesoro: un casco que lo podía hacer invisible y el Anillo de los Nibelungos, cuyos poderes todavía no comprendía. Y a continuación partió en busca de nuevas aventuras. COMENTARIO Como tantos héroes del mito, Sigfrido no conoce a sus padres, ni su verdadero potencial. Todo lo que posee es una espada rota, heredada del padre, que murió antes de nacer él. No obstante, esta espada, aun teniendo que ser forjada de nuevo, constituye un legado de fortaleza y coraje que ha ido pasando a lo largo de generaciones. Del mismo modo, nosotros heredamos dones de nuestros padres y abuelos, a los cuales debemos de dar forma según los valores y capacidades propios, a fin de utilizarlos a nuestro modo y en pos de nuestro propio destino. También, como muchos héroes de los mitos, Sigfrido se halla en peligro debido a una criatura traicionera que desea utilizar la fortaleza del joven para sus propios propósitos. Este primer conflicto con un enemigo refleja la realización temprana de que no todo el mundo está de nuestra parte, y de que debemos estar conscientes de la realidad de la envidia, de la mediocridad y de la destructividad —ya sea en nuestra familia, en el ambiente escolar, en el lugar de trabajo o dentro de nosotros—, si hemos de recorrer nuestro camino en la vida. Sigfrido se vuelve consciente de esta necesidad de autoprotección oyendo el canto de un pájaro. ¿Qué puede significar esta extraña imagen? El pájaro es la voz de la naturaleza y de los instintos, advirtiéndonos que estamos en peligro y mostrándonos el camino correcto cuando llega el momento de emprender nuestra aventura. Quizá todos poseeríamos esta capacidad de entender la voz de los instintos si tan solo nos tomáramos el tiempo para escucharla. Debido a que Sigfrido se detiene y escucha y se abre a la sabiduría del pájaro, se entera no solo de dónde está escondido el oro, sino también de con quién tendrá que combatir a fin de sobrevivir. Al matar a Mime, actúa en defensa propia, porque de otro modo el enano lo habría matado. Normalmente no tenemos que matar a nadie para obtener la autonomía; pero la muerte de Mime sugiere, a nivel simbólico, que debemos estar dispuestos a no tener consideración en alejarnos de esas personas que nos desean el mal. Esta es la dura lección que un joven debe aprender; pues a menos que hayamos crecido amargados por la vida, tenemos ideales que nos inducen a creer que todas las puertas se abrirán ante nosotros cuando lo deseemos, y a asumir que todas las personas serán amables y cariñosas con nosotros. Esto es, al mismo tiempo, lo positivo y lo negativo de la juventud. Desgraciadamente, al igual que Sigfrido, puede que debamos aprender, antes o después, que en el mundo prolifera tanto el amor como el odio y que, aun cuando algunas personas pueden ser adorables, otras no lo son. El dragón Fafnir es una criatura curiosa, en parte gigante y en parte dragón. Esta figura es una imagen de la codicia y la inercia. Satisfecho con poseer únicamente el oro, Fafnir no tiene intención de utilizarlo para bien ni para mal; lo único que desea es tenerlo bajo su poder. A diferencia de otros dragones, que son también más peligrosos e incontrolados, Fafnir es una imagen del despilfarro, del poder y del potencial inútil. El oro representa valor y energía; por lo tanto, el dragón, símbolo de todo lo que significa pereza, indolencia, codicia y estancamiento en la naturaleza humana, se contenta con dormir sobre estos recursos preciosos desaprovechados, sin hacer nada, sin ir a ninguna parte, y manteniendo estáticas las fuerzas vitales. Al destruir al dragón, Sigfrido libera estos potenciales, dejando que fluyan nuevamente por la vida. Pero el héroe no desea grandes riquezas, ni las cosas que con el oro puede adquirir. Porque, de todas las pruebas que ya ha pasado, ha aprendido la sabiduría de los instintos, ha encarado la realidad de la malicia humana y ha reclamado y renovado su herencia: la espada que le otorga el poder de conquistar. Pero también ha encontrado algo más: la integridad. Sigfrido sabe lo que valora, y no es el lujo indiscriminado ni el poder terrenal que el oro le podía aportar. Elige solo el casco de la invisibilidad y el Anillo. No conoce la historia de estos; los elige porque los encuentra bellos y porque su instinto le dice que son más valiosos que cualquier moneda o bagatela de oro. Estos objetos son sumamente importantes porque poseen poderes mágicos. El casco de la invisibilidad es un antiguo símbolo que encontramos también en los mitos griegos; allí se representa como una propiedad de Hades, y permite a quien lo lleva moverse en forma oculta por la vida. Se trata de una imagen de la sabiduría terrenal, porque con él sabemos cuándo debemos permanecer inmóviles, con objeto de poder observar y aprender de la vida sin imponer nuestros puntos de vista, deseos u opiniones sobre los demás. Es también una imagen de la capacidad de conocer y guardar secretos, sin la que seguiríamos siendo como niños que deben descargar sobre quienes estén dispuestos a oír todo lo que sienten y piensan. ¿Y el Anillo de los Nibelungos? Se han escrito volúmenes completos sobre su significado, y el Anillo de oro de Poder aparece no solo en mitos teutónicos y noruegos, sino también en el cuento clásico del siglo XX, de J. R. R. Tolkien, El señor de los anillos. El Anillo de los Nibelungos surge originalmente de la profundidad de las aguas, una imagen de la magia y el poder naturales en las profundidades del alma humana. Primeramente lo roba el enano Alberich, que busca el poder sobre el mundo; a su vez es robado por el gran dios Wotan. Este Anillo posee el poder de crear y esclavizar a los demás. Es arrancado de las profundidades del inconsciente y forjado en forma de utensilio que puede ser utilizado para el bien o para el mal, ya que ese es el poder del ingenio y la inspiración creadora de los seres humanos. Alberich desea utilizarlo para el mal; Mime quiere hacer lo mismo; Wotan no desea ningún mal, pero alimenta su vanidad y, sin querer, pone en movimiento al mal. Sin embargo, Sigfrido desea el anillo solo porque es bello. Todavía no comprende lo que este es capaz de hacer. Finalmente, lo conduce a una tragedia; pero eso es después, y debido a su propia estupidez. Por ahora, es necesario que nos acordemos de que el Anillo contiene todos los potenciales humanos para la creatividad y el liderazgo que pueden ser descubiertos por toda persona joven, si puede vencer al dragón de la pereza, la inercia y de la inconsciencia. EL BELLO DESCONOCIDO Encontrar una identidad En el mito, el héroe representa el impulso humano de abandonar la seguridad de las inmediaciones acogedoras y familiares y aventurarse en territorio desconocido e incluso peligroso. En los mitos del rey Arturo, el caballero errante se enfrenta a muchos peligros, pero los dos peligros mayores que tiene que encarar son el deshonor y la muerte. En otras palabras, arriesga su vida por su ideal de lo que él debería ser. En este relato, nuestro héroe es Guinglain. Al principio, al igual que Peredur y Sigfrido, no conoce su nombre, ni quién es su padre. Su madre lo ha criado en solitario y, debido a lo asombrosamente apuesto que es, lo llama el hijo bello. AL llegar a la virilidad, Guinglain abandonó la casa de su madre y cabalgó hasta la corte del Rey Arturo. Entró audazmente en el gran salón y le pidió al rey que le concediera lo que le iba pedir. Arturo, divertido por la extraña mezcla de confianza e ingenuidad del joven, aceptó. Como el joven no tenía nombre, sino un semblante apuesto y agradable, el rey lo llamó el Bello Desconocido. Justo en esa ocasión apareció otro personaje extraño, una doncella, cuyo nombre era Helie. Esta le rogó al Rey Arturo que le enviara un caballero para rescatar a su señora, Rubia Esmeree, reina de Gales. Dos brujos malvados habían convertido a Esmeree en un dragón, y la pobre reina solo podía ser liberada de su encantamiento por medio de un beso. Por supuesto, Guinglain ofreció sus servicios inmediatamente; y Arturo, comprometido por su promesa de conceder al joven todo lo que deseara, le otorgó su permiso. Al principio, Helie se sintió irritada porque le habían asignado un joven inexperto, que carecía hasta de nombre, para realizar una tarea tan importante. Montó a caballo furiosa, y a Guinglain le costó mucho trabajo darle alcance. No obstante, al poco tiempo, Helie cambió de opinión al ver que el Bello Desconocido demostraba ser un valeroso e inteligente acompañante. Derrotó a un fiero caballero en el Vado Peligroso, salvó de dos gigantes a una joven, y derrotó a tres caballeros más que le atacaron. Helie y el Bello Desconocido llegaron a la Isla Dorada, a la que solo se podía acceder a través de un pasadizo elevado. Estaba bien defendida por un formidable caballero, que deseaba casarse con la señora de la Isla Dorada; pero esta dama no lo amaba, y prometió que solo consentiría en casarse con él si lograba mantener el pasadizo durante siete años. El caballero lo había logrado ya durante cinco años, y una hilera de cabezas cortadas ensartadas en altas lanzas señalaban su eficiencia en el combate. Guinglain, sin embargo, desafió, combatió y mató al caballero sin demasiado alboroto. La señora de la isla era un hada de impresionante hermosura, llamada la Doncella de las Manos Blancas. Vivía en un castillo de cristal en medio de un jardín lleno de especias y flores que brotaban durante todo el año. El hada estaba enamorada de Guinglain desde hacía mucho tiempo, aunque él no lo sabía. Le dio la bienvenida a la isla y le declaró su deseo de casarse con él. Guinglain también sintió una gran atracción por ella, pero Helie le recordó la empresa que le esperaba, y a la mañana siguiente, temprano, huyeron sin ser vistos. Aquella noche llegaron a un castillo en el que la costumbre era luchar con el castellano para ganar una noche de alojamiento. Guinglain ganó la justa fácilmente, y el castellano les dio un cálido recibimiento. Al día siguiente los condujo a la Ciudad Yerma de Senaudon, en la que se hallaba prisionera la señora de Helie, Rubia Esmeree. El castellano le previno a Guinglain de que debía devolver cualquier saludo de bienvenida que recibiera en la ciudad con una maldición. La ciudad de Senaudon había sido gloriosa tiempo atrás, pero ahora estaba en ruinas. Guinglain cabalgó por un portón roto y pasó delante de torres derruidas y desiertas y, finalmente, llegó hasta un palacio. Allí, unos pálidos juglares tocaban desde las ventanas iluminadas con velas, dándole la bienvenida. Pero Guinglain obedeció las órdenes recibidas y los maldijo. Entró en el gran salón, donde fue atacado por hachas, ya que las manos que las blandían eran invisibles. Después apareció un enorme caballero sobre un caballo que echaba fuego al respirar. Guinglain, aunque muy aterrado, luchó contra él con coraje y lo mató, y el cuerpo del caballero, en forma milagrosa, se pudrió ante sus ojos. Los juglares huyeron con sus velas, y Guinglain se quedó a solas en la oscuridad, manteniendo el ánimo al pensar en la bella Doncella de las Manos Blancas. Entonces una horrible serpiente lanzando fuego por la boca se arrastró hacia él en la oscuridad y lo besó en los labios. Una voz misteriosa le anunció: «Tu nombre es Guinglain y tú eres hijo de Gawain». La búsqueda del héroe dio su fruto finalmente, y Guinglain se quedó dormido en ese lugar, agotado, pero muy contento porque ahora sabía quién era. Cuando despertó, el salón estaba lleno de luz, y cerca de él se hallaba una hermosa mujer, aunque no tan bella como la Doncella de las Manos Blancas. Esta señora era Rubia Esmeree, que había recobrado su forma humana. Le contó a Guinglain que los dos hechiceros, Mabon y Evrain, la habían hechizado a ella y a toda la ciudad con el fin de obligarle a casarse con Mabon; el hechizo había expulsado a todos los habitantes de la ciudad. Mabon era el caballero gigante que montaba el caballo que echaba fuego por la boca, a quien Guinglain había matado la noche anterior; y ahora que estaba libre del hechizo, Esmeree trató de casarse con Guinglain. Al principio, este accedió, pero se dio cuenta de que a quien él quería era al hada, la Doncella de las Manos Blancas. Regresó otra vez a la Isla Dorada, y finalmente él y el hada consumaron su amor. Ella le dijo que lo había estado protegiendo toda su vida. Había enviado a Helie a la corte de Arturo sabiendo que Guinglain se ofrecería como voluntario para la aventura; y fue su voz la que pronunció su nombre y finalmente le reveló su verdadera identidad. Sin embargo, cuando llegaron noticias de que el Rey Arturo había organizado un gran torneo, el hada sabía que no podría retener a su amante por más tiempo. Y, habiendo dormido en sus brazos, Guinglain se despertó a solas en un bosque, vestido con armadura y con un caballo a su lado. Demostró su valor una y otra vez en el torneo y se reunió con Rubia Esmeree, quien lo había seguido hasta allí. Juntos viajaron a Senaudon, contentos al comprobar que su pueblo había regresado. Allí se casaron y fueron coronados reyes en medio de gran regocijo. COMENTARIO La historia del Bello Desconocido describe la búsqueda de identidad y nos cuenta que solo a través del peligro y de la dificultad duraderos se puede descubrir el verdadero ser. Al comienzo de la historia, Guinglain, como la mayoría de los jóvenes, no sabe quién es. A fin de descubrirse a sí mismo, debe afrontar muchos peligros. En la vida diaria, cada persona debe abandonar la segundad del hogar para arreglárselas a solas. En muchos mitos se requiere la lucha con un dragón a fin de conquistar el mal. Los dragones son a menudo símbolo de la codicia humana, del caos y de la destructividad. Devoran todo lo que se atraviesa en su camino y todo lo destruyen con fuego. Pero la tarea de Guinglain no es matar al dragón; es besar a ese ser para romper su hechizo y devolver la vida a la ciudad. Esto sugiere que la compasión y la comprensión pueden lograr mucho más que la cólera o la supresión en la batalla contra la destructividad interior. Los magos malvados, Mabon y Evrain, representan una fuerza antivital, promoviendo el estatismo y la corrupción. Ellos paralizaron la ciudad expulsando a sus habitantes; y los juglares con las velas, que dieron la bienvenida a Guinglain tan ávidamente, son la muerte ambulante, la gente que ha muerto en su interior porque han dado paso a una desesperación y una oscuridad interiores. Mabon, también, está muerto interiormente —no hay amor, compasión ni gozo en su corazón—por lo que se pudre de inmediato. Estas imágenes del mal que Guinglain derrota no solo están «ahí afuera», en el mundo, sino también dentro del Bello Desconocido. Se trata de los impulsos oscuros, destructivos y retrógrados con los que todo joven tiene que luchar si ha de obtener su lugar en la luz y reclamar un sentido de identidad y una vida plena y productiva. En las imágenes de los brujos podemos vislumbrar la amargura y la desesperanza que están detrás de múltiples ejemplos trágicos de jóvenes que se vuelven drogadictos y criminales. Igual que la reina y su ciudad, ellos están hechizados por la creencia de que no hay esperanza y que el mundo es un lugar terrible y estéril. No es suficiente con inculpar a estas fuerzas antivitales en la «sociedad» o en el «gobierno». Ellas se encuentran dentro de nosotros, y la lucha por la identidad supone encararlas honestamente y superarlas. Guinglain devuelve la vida a la Ciudad del Derroche casándose con su reina y se convierte en un rey de vida en lugar de uno de muerte. Logra también el amor del hada, y es ella quien le dice su nombre. Antiguamente se creía que el nombre verdadero de una persona contenía la esencia del ser de esa persona, y recibir el don de su nombre significa que Guinglain conoce ahora quién y qué es él. Obtiene el amor del hada por su coraje y belleza; no obstante, es finalmente su devoción al deber, reflejada en su lealtad al Rey Arturo, lo que rompe el hechizo que ha lanzado sobre Guinglain. En lugar de vivir con el hada, se casa con una reina humana y gobierna sobre una ciudad humana, no sobre el dominio de un hada. Esta es una parte importante del relato, pues por casarse con una mujer verdadera, y no con una criatura de fantasía, es como logra su total integridad. Se debe alejar de amores y vidas fantásticos, pues su camino se halla en el mundo de los humanos, no en una ciudad tentadora de plantas siempre floridas. En este sentido, el hada representa una muerte interior si Guinglain se quedara con ella mucho tiempo; el camino hacia sus dominios está, después de todo, alineado con cabezas cortadas. La isla mágica del hada es el reino de la imaginación, separado de la vida, lo que nos puede conducir a la creatividad potencial. Es también una imagen de los ideales que nos dan el incentivo para salir a la vida. Los ideales nos inspiran para perseguir el bien, lo verdadero y lo bello; no obstante, por su naturaleza, no pueden ser nunca alcanzados en su totalidad, y si habitamos durante mucho tiempo en el reino de la imaginación, puede que ignoremos el mundo exterior que requiere nuestros esfuerzas y nuestra atención. Necesitamos ambos ideales y un sentido de realidad, pues todas las personas deben aceptar que han de vivir la vida aquí y ahora, y que tienen que hallar su propia identidad dentro del marco de los seres humanos. GILGAMÉS Y EL ARBOL DE LA VIDA Aceptar la condición de mortales La epopeya babilonia de Gilgamés es una larga historia de hace cuatro mil años que describe las aventuras del primero de los grandes héroes míticos. Gilgamés, al igual que sus homólogos posteriores, representa una imagen del aspecto heroico de cada uno de nosotros, esforzándose por llegar a ser un individuo, entrando en la batalla de la vida y defendiendo un lugar en el mundo. La parte del relato que nos concierne aquí describe el modo en que Gilgamés decidió ser inmortal, y partió en busca del árbol de la inmortalidad bajo el mar. Está de más decir que aprendió lo que todos tenemos que aprender, tarde o temprano, a medida que nuestras esperanzas y aspiraciones juveniles chocan con la realidad de la vida en este mundo terrenal. EL joven Gilgamés y su amigo Enkidu libraron muchas duras batallas contra monstruos y demonios, y siempre regresaron victoriosos. Pero Enkidu incurrió en la ira de la gran diosa Ishtar, y esta persuadió a los demás dioses de que Enkidu debería morir. Cuando Gilgamés descubrió la muerte inesperada e injusta del más bravo y amado de sus camaradas, se lamentó profundamente. Lloró no solo por haber perdido a un amigo, sino también porque la muerte de Enkidu le recordó que él también era mortal y tendría que morir algún día. Como era un héroe, Gilgamés no podía quedarse sentado preocupado por el destino último de toda la humanidad. Decidió continuar en busca de la inmortalidad. Sabía que su antepasado Utnapishtim, el sobreviviente de la Gran Inundación enviada por los dioses para castigar a la humanidad, era la única criatura en la tierra que había logrado la inmortalidad. Estaba determinado a encontrar a este hombre y aprender de él los secretos de la vida y la muerte. Al comienzo de su viaje, arribó al pie de una gran cadena de montañas, guardada por el hombre escorpión y su esposa. El hombre escorpión le dijo a Gilgamés que ningún mortal había cruzado nunca las montañas, ni había superado los peligros que ellas encerraban. Pero Gilgamés le contó el propósito de su búsqueda, y el hombre escorpión, lleno de admiración, dejó pasar al héroe. Este viajó doce leguas en medio de la oscuridad y, finalmente, llegó a la morada del dios sol. Este advirtió al héroe de que su búsqueda era en vano; pero Gilgamés no se sintió disuadido y continuó su camino. Por último, arribo a la orilla del mar de las aguas de la muerte. Allí encontró a un guardián, una mujer con un jarro de cerveza, que, lo mismo que el hombre escorpión y el dios sol, se esforzó por disuadirlo de la búsqueda. La mujer de la cerveza le recordó que la vida era para disfrutarla: «Gilgamés, ¿adónde te diriges? No hallarás lo que buscas. Cuando los dioses crearon a los seres humanos, le asignaron la muerte a los mortales, reteniendo el secreto de la vida en sus manos. Llena tu vientre, Gilgamés, Y haz una fiesta de regocijo cada día. Día y noche, baila y juega. Báñate, hazle caso al niño que se coge a tu mano, Y deja que tu esposa se deleite en ti. Pues esta es la tarea de la humanidad». Pero Gilgamés no podía olvidarse de Enkidu ni de su propio e inevitable fin. Continuó hasta el final de su peligroso viaje. En la playa encontró al anciano barquero que había sido el conductor del barco de Utnapishtim, cuando la Gran Inundación destruyó la mayor parte de la tierra, y ordenó al anciano que lo llevara a través de las aguas de la muerte. Pero el barquero le dijo que se hiciese un barco y que no tocara nunca ni una gota de las aguas de la muerte mientras remara a través del mar. Gilgamés hizo todo cuanto le había recomendado y, finalmente, llegó a una isla en donde moraba el superviviente de la Gran Inundación. Pero Utnapishtim se limitó a repetir al héroe todo cuanto le habían dicho todos los demás: los dioses se habían reservado la inmortalidad para ellos y habían convenido que la muerte le fuera asignada a la humanidad. Gilgamés, abandonando por fin toda esperanza, se preparó para partir. Pero Utnapishtim se apiadó de él y le habló de un Árbol secreto que crecía en el fondo del mar y que tenía el poder de hacer nuevamente jóvenes a los viejos. Gilgamés se fue remando hasta el medio del mar, se sumergió en las aguas de la muerte y encontró el Árbol, llevándose consigo una rama hasta el bote. Cruzó a salvo hasta la orilla otra vez y comenzó el viaje de regreso a casa con su tesoro oculto en un saco. Durante el viaje de vuelta se detuvo cerca de una laguna para bañarse y cambiarse la ropa. Pero una serpiente que se arrastraba por allí cerca olió el perfume celestial del Árbol de la Inmortalidad, cogió la rama y se comió las hojas. Esta es la razón por la que la serpiente puede renovarse deshaciéndose de la piel. Gilgamés, el héroe, arrodillado a la orilla de la laguna, se llevó las manos a la cara y lloró. Ahora comprendió que lo que le habían dicho era verdad: incluso el más poderoso y valiente de los héroes es humano y tiene que aprender a vivir con alegría tanto el momento como la aceptación del fin inevitable. COMENTARIO Este relato no necesita interpretación; su mensaje es claro y su importancia no es menor hoy que hace cuatro mil años. Gilgamés, el joven héroe que ya había logrado muchas conquistas, se enfrenta cara a cara con una manifestación característica de la injusticia de la vida. Pierde a su amigo, y la única explicación que obtiene es que era la voluntad de los dioses. Así es como todos, tarde o temprano, descubrimos el primer vislumbre del rostro cruel de la vida, a través de la pérdida de un ser querido. Con frecuencia es uno de los padres o un abuelo muy amado, pero también puede ser un compañero de estudios o un colega del trabajo quien cae fulminado. O puede que no sea la muerte la que nos hace recordar el destino de la humanidad; puede ser una realización de las dificultades en que tanta gente vive, una confrontación con la propia enfermedad, o circunstancias difíciles que alteran nuestra vida y nos destrozan los planes y los sueños. Gilgamés, al igual que la parte joven de todos nosotros, rehúsa, al principio, aceptar su destino. Después de todo, él es especial; es un héroe; ha vencido a monstruos y está dejando su impronta en el mundo. Cuando oímos hablar de los infortunios de los demás, todos nos decimos: «¡Qué triste; pero eso no me va a suceder a mí!» La persecución de nuestro destino en la juventud está llena de confianza y de un profundo sentido de singularidad. Este es uno de los grandes dones de la primera mitad de la vida y, si somos afortunados, puede que lo conservemos también —quizá en formas más sutiles, más moderadas—durante el resto de la vida. Pero esta creencia firme en la propia capacidad de vencer cualquier cosa chocará algún día con la realidad. Gilgamés recibió la advertencia de los dos guardianes, y la de su antepasado Utnapishtim, respecto a que la inmortalidad está reservada solo a los dioses. Ignora su buen consejo y, con gran riesgo, roba una rama del Árbol de la Inmortalidad. La historia de Gilgamés es más antigua que el Génesis, y el héroe babilonio no es castigado por los dioses como lo fueron Adán y Eva. Es la misma Naturaleza, en forma de serpiente, quien le deja con suavidad el mensaje. Existe una paradoja profunda oculta en este antiguo relato. Nosotros, lo mismo que Gilgamés, necesitamos desafiar a la vida cuando somos jóvenes, y probar nuestra fuerza contra los límites de la vida. Y, al igual que Gilgamés, puede que ganemos a menudo y logremos nuestras metas. Demostrar cobardía en la juventud es ignorar el propósito de la vida, y tratar de evitar el conflicto aferrándonos a la niñez es evitar nuestro destino final como seres humanos. Pero, si bien es correcto que el joven desafíe la injusticia de la vida y ponga a prueba lo que parece ser el destino, puede que se nos recuerde, al final, que existen ciertos límites que no podemos atravesar. Cualquiera que sea nuestra convicción religiosa o espiritual, y aun cuando llamemos a esos límites la voluntad de Dios, las limitaciones humanas, o simplemente «el modo de ser de la vida», no podemos creer que somos algo más que humanos. Debemos aceptar nuestra parte de dolor así como de gozo, y el fracaso igual que el éxito. El Árbol que renueva la vida y transforma la vejez en juventud puede crecer en cada granja de salud o clínica de cirugía cosmética, y muchos de nosotros tienden, al llegar a los treinta, a tratar de buscar modos de prolongar la juventud. Quizá eso vaya bien y sea adecuado. Pero el descubrimiento de Gilgamés se relaciona con el gran momento decisivo de la llegada a la madurez. La persona que es capaz de reconocer sus potenciales y de asumir los desafíos materiales es, por supuesto, heroico, y todos tenemos esa capacidad, dentro de los límites de nuestros dones y personalidades individuales. El joven que puede hacer esto —aunque recuerde también que los límites son para respetarlos y que la vida es para ser vivida aquí y ahora, por más injusta que a veces parezca — se ha convertido en un verdadero adulto. CAPITULO TRES LA LUCHA POR EL SIGNIFICADO La lucha por el significado tiene un rostro diferente para el joven que para el viejo. En la flor de la juventud pretendemos hallar una definición de quiénes somos y de lo que somos, y buscamos un sentido de unicidad que pueda reflejar un propósito y un destino individuales. El significado puede buscarse en lo que logramos en el mundo, en el amor o en cualquier cosa que nos aporte alegría. Pero con mayor o menor frecuencia, el significado surge, no a partir de la persecución consciente de una comprensión más profunda de la vida, sino de las experiencias que revelan dimensiones de la vida que no sabíamos que existieran. En otras palabras, el significado, para los jóvenes, es a menudo el resultado de un encuentro con la experiencia, y no la meta de una búsqueda consciente. Más tarde, somos más conscientes de la totalidad de la que formamos parte y de la continuidad de las generaciones en la que participamos solo por un breve espacio de tiempo. El significado, para los mayores, puede residir en explorar voluntariamente los misterios profundos de la vida y en ese sentido de unidad que genera compasión, desprendimiento y conciencia de las realidades espirituales. Generalmente se persigne el significado como una meta consciente cuando las atracciones del mundo exterior se han oscurecido. Pero el significado para la juventud es, a menudo, un asunto muy egocéntrico, como debe ser; una vaga pero resplandeciente luz que aporta a nuestra vida magia, pasión, ímpetu y dirección. VAINAMOINEN Y EL TALISMÁN El compromiso con los ideales Vainamoinen, el héroe de la gran epopeya finlandesa, el Kalevala, es una figura semimágica y semihumana, pero capaz de sufrir como cualquier mortal. Vemos aquí un intento de fabricar un talismán para conquistar a la mujer deseada. Al final, no es la mujer, sino el propio talismán el que se revela más importante. Tanto los errores de Vainamoinen como su valor nos muestran que, aunque podamos creer que deseamos una cosa, en el fondo estamos buscando otra. VAINAMOINEN, hijo de la Virgen del Aire, deseaba casarse con una mujer de los lapones, pero ella se arrojó al mar antes de aceptar ser su esposa. Desolado y triste, el héroe dejó su hogar y anduvo errante algún tiempo. Después decidió buscar esposa entre el pueblo de una tierra lejana. Louhi, la protectora de la tierra, prometió a Vainamoinen la mano de su propia hija, una doncella de belleza sin par, si era capaz de forjar un sampo, un talismán que pudiera traer prosperidad eterna a la tierra. Espoleado por la recompensa prometida de una bella y joven esposa, Vainamoinen se puso a hacer el talismán. Pero pronto se aburrió de todos los planes, preparativos y esfuerzos, de modo que le pidió a su amigo, el herrero Ilmarinen, que hiciera el sampo en su lugar. Y así lo hizo Ilmarinen. Pero la hija de Louhi, al ver el objeto mágico y el gran arte el ingenio de su creador, decidió que prefería al herrero. De ese modo, Vainamoinen fue, una vez más, rechazado y se quedó sin esposa. Pero el matrimonio de su amigo terminó pronto en desastre, pues la esposa de Ilmarinen, que tenía que haber sido la de Vainamoinen, fue devorada por los osos. El herrero pidió entonces a la segunda hija en matrimonio y se llevó a la joven a la fuerza después de que esta lo rechazara. Pero en cuanto se descuidó, ella logró huir y se dio a otro hombre. Humillado y avergonzado, Ilmarinen le contó a su amigo Vainamoinen la prosperidad que su sampo le había proporcionado a la tierra, y le manifestó que aquel lo debía de haber hecho para sí y su pueblo, en lugar de sumir a su amigo en semejante infelicidad. Sintiéndose irritado y avergonzado, Vainamoinen urdió un plan para robar el sampo, que ahora se hallaba escondido en una isla secreta. Vainamoinen navegó rumbo a la isla, pero el barco se cruzó con un pez enorme que casi lo hizo zozobrar. Logró matar al pez y, de sus huesos, Vainamoinen hizo un maravilloso instrumento musical de cinco cuerdas, que tenía poderes mágicos. Con este instrumento, Vainamoinen fue adormeciendo a los guardianes del sampo, hasta que quedaron totalmente dormidos. Entonces aprovechó para robar el talismán y partir de inmediato. Pero los guardianes despertaron demasiado pronto, y Louhi, la protectora de la tierra, levantó una horrible tempestad, en el curso de la cual las olas se llevaron el instrumento mágico de Vainamoinen y el sampo se hizo pedazos. Vainamoinen únicamente pudo rescatar algunos fragmentos diseminados sobre el agua. No obstante, incluso estos pocos fragmentos fueron suficiente para asegurarse, tras regresar a casa nuevamente, un razonable grado de prosperidad para su propia tierra y para su pueblo. Aunque la encolerizada Louhi desató una serie de calamidades contra el pueblo de Vainamoinen, e incluso encerró al sol y a la luna en una caverna, Vainamoinen triunfó y la tierra quedó en paz. COMENTARIO Este extraño relato, lleno de hechos mágicos, nos presenta algunos de los dilemas típicos de la juventud. ¿Qué es lo que estamos buscando en la vida, y qué es lo que creemos que nos va a hacer felices? Para la mayor parte de los jóvenes, así como para Vainamoinen, encontrar la pareja adecuada es, para comenzar, la motivación dominante, y parece como si todos nuestros problemas se fueran a resolver y fuéramos a encontrar otro lugar en el sol si tan solo pudiéramos descubrir nuestro amor perfecto. Vainamoinen se ve rechazado por su primer amor. Después decide dejar su tierra natal y se resuelve a tomar esposa entre las extranjeras. Hasta ahora, el significado, para nuestro héroe, como para muchos otros, se encarna en una cara hermosa y en la promesa de delicias sensuales. De ese mismo modo somos impulsados por lo que creemos que es nuestro destino, cuando lo que en realidad nos impulsa es nuestros sueños frustrados y la necesidad de la propia gratificación emocional y física. Vainamoinen no conoce ni ama verdaderamente a la mujer a la que Louhi, la madre de esta, le promete. Pero ella es atractiva, y su familia es importante. Le piden que haga un talismán; tarea que, por poseer poderes mágicos, él puede realizar con facilidad. No obstante, no queriendo molestarse en cumplir con esta tarea, se la traspasa a su amigo. En consecuencia, la hija de Louhi se enamora del fabricante del talismán y Vainamoinen es rechazado nuevamente. Estos tropiezos emocionales característicos, que experimenta tanta gente en la primera parte de su vida, se presentan en el Kalevala muchas veces, de forma significativa y no carente de sentido. Vainamoinen es joven, centrado en sí mismo e irresponsable, y le suelen abofetear, de modo no metafórico, sino literal. Si desea encontrar significado y propósito de su vida, y convertirse en el verdadero héroe que está destinado a ser, deberá tener unas miras más lejanas que las de conseguir la esposa «correcta», y hacer algo más que esperar que su amigo le dé las respuestas. Es este amigo, el amargado herrero Ilmarinen, quien propone a Vainamoinen una meta más importante: robar el talismán (que, después de todo, fue diseñado por el héroe) y traerlo a casa para crear prosperidad en su propia tierra. Vainamoinen ha empezado a darse cuenta de que pertenece a un mundo más amplio y que, además de él, hay alguien que puede ser importante como, por ejemplo, su propio pueblo. Ilmarinen es, a cierto nivel, el lado oscuro del héroe; su amargura de juventud, su desagrado al ver sus deseos malogrados y comprender que los grandes sueños e ideales terminan quedando, en el mejor de los casos, comprometidos, y en el peor, hechos añicos. Y a nivel más profundo, el triste matrimonio y la pérdida de Ilmarinen nos recuerdan que cuando creamos algo solo con el fin de obtener amor y aprobación, nuestras creaciones pueden terminar sin darnos ninguna satisfacción y pueden ser utilizadas por otros de forma tan egoísta como las hemos utilizado nosotros. Una vez que Vainamoinen decide robar el sampo (el Kalevala nunca nos dice exactamente lo que es), las cosas comienzan a irle repentinamente bien. El enorme pez que mata accidentalmente y que, a su vez era mágico, proporciona la sustancia para un instrumento mágico que puede aletargar a sus enemigos hasta hacer que se queden dormidos. Esta es una imagen mítica extraña, que sugiere que, si podemos atrapar las oportunidades tal y como se presentan —incluso en situaciones aparentemente desafortunadas y peligrosas—, y creamos algo personal a partir de esas oportunidades, podemos progresar un poco más en nuestra búsqueda de significado y propósito. La venganza de Louhi es predecible; incluso un héroe mágico no puede esperar que todo le salga a pedir de boca, y la terrible tormenta que casi destruye la embarcación destruye también el talismán. Si Vainamoinen no fuera nada menos que un héroe, al llegar a este punto sin duda que se habría dado por vencido y hubiese regresado sumido en la desesperación. Pero el héroe es héroe porque él (y potencialmente cada uno de nosotros) no se rinde. Vainamoinen rastrea las olas buscando los fragmentos del sampo y se las arregla para rescatar los suficientes como para llevar una razonable —aunque no una total o perfecta—prosperidad a su pueblo. En consecuencia, los ideales del héroe llegan a un compromiso, aunque su efectividad no llegue a ser completa. Sin embargo, ha encontrado un significado más profundo y verdadero que el que originalmente le hizo abandonar el hogar. No es en la novia extranjera donde Vainamoinen encuentra, finalmente, el significado. Es en la magia que comienza a crear, que se la endosa a otro y que después la reclama para sí, luchando por ella frente al peligro y afirmando su valor, aun cuando se haya estropeado irrevocablemente. De este modo, cada joven puede hallar un sentido de propósito y de destino internos, incluso en medio de decepciones emocionales, de desilusión y de sueños aparentemente rotos. PARSIFAL Y EL GRIAL Formular las preguntas correctas La historia del Grial sintetiza los mitos e imágenes de varias culturas diferentes —la celta teutónica y la francesa medieval— en un relato dinámico de descubrimiento, pérdida, lucha, compasión y redención. El Grial ha sido interpretado de muy diversas formas, desde una imagen pagana de fertilidad, hasta un símbolo cristiano de redención espiritual. En todas sus formas, el grial es un símbolo del significado profundo de la vida. Aquí encontramos a Parsifal como un joven en busca de significado, aunque la búsqueda es inconsciente y el descubrimiento le salga desastroso. Vemos aquí la dificultad de encontrar algo cuando no sabemos en realidad lo que estamos buscando. CUANDO Parsifal era niño, su madre le impidió conocer el mundo. Su padre había muerto en batalla antes de que él naciera, y a su madre no le quedaba nadie sino el joven, y estaba determinada a no perderlo. Lo mantuvo escondido en lo profundo del bosque y le impidió que conociera el derecho que tenía por nacimiento a ser un caballero como su padre ante la corte del Rey Arturo. Pero la madre de Parsifal sí le habló de Dios, asegurándole que el amor divino ayuda a todos los que viven en la tierra. Por eso, cuando cierto día se encontró con un caballero apuesto y amable que había sido perseguido hasta lo más espeso del bosque, Parsifal no pudo por menos que suponer que aquella criatura era el mismo Dios. Aunque el joven quedó oportunamente desilusionado, el encuentro con el caballero despertó su instinto natural de perseguir su propio destino y rogó a su madre que le dejara ir con él por el mundo. Su madre, por fin, le dio su consentimiento y Parsifal partió vestido con ropaje de bufón. Su madre tenía la esperanza de que este atuendo le atrajera tal mofa que el joven se vería obligado a regresar pronto a su lado. Pero Parsifal perseveró en su búsqueda a pesar de las burlas que le acompañaron y, llegado el momento, arribó al castillo de Gurnemanz. Este noble estaba preparado para actuar como mentor de los jóvenes y le enseñó las normas de caballería. A Parsifal le cambiaron sus ropas y sus maneras de bufón por otras más adecuadas, y Gurnemanz instruyó al joven en la cortesía y, lo que quizá era más importante, en la ética que respalda la cortesía. «Nunca pierdas tu sentido de la vergüenza» le dijo Gurnemanz al bisoño caballero, «y no importunes a los demás con preguntas tontas. Acuérdate siempre de mostrar compasión por los que sufren». Aunque Parsifal memorizó cuidadosamente estas bellas palabras, sin embargo, no las comprendió del todo. Aprendió sus formas externas, pero no su significado interno. A su debido tiempo, los viajes de Parsifal lo llevaron a una tierra lejana en la que el campo estaba desolado y estéril. En medio de esta Tierra Yerma se hallaba un castillo donde, por primera vez, se enfrentó con una verdadera prueba de virilidad. Sin embargo, se trataba de una tarea para la que todavía no estaba preparado. En el castillo había un rey enfermo, retorciéndose de dolor en su lecho. Se trataba del Rey del Grial, quien había transgredido las leyes de la comunidad del Grial por perseguir el amor terreno sin permiso. Como castigo, estaría herido en la ingle hasta que un caballero desconocido formulara dos preguntas. «Señor, ¿qué mal te aflige?». Esa sería la primera pregunta del caballero al rey enfermo. Había también muchas maravillas en el castillo, y el Grial mismo se podía aparecer a los que llegaran del mundo exterior. Pero el rey no podía curarse hasta que el desconocido caballero le preguntara: «Señor, ¿a quién sirve el Grial?». En estas dos preguntas estaba la redención, no solo del rey enfermo, sino también de la Tierra Yerma. Pero cuando Parsifal vio al rey enfermo en su cama, solo se acordó de la forma externa del consejo de Gurnemanz: que la curiosidad era una descortesía y que no debía importunar con preguntas tontas. Se olvidó de mostrar compasión a los que sufren. De modo que no dijo nada. Y cuando apareció el Grial acompañado por los dulces sonidos de una música celestial, llevado en procesión lenta por los Caballeros del Grial, escoltado por doncellas y rodeado por un haz de luz divina, el joven caballero se quedó mirando y mirando, pero apretó los labios, porque temía pasar por tonto. De modo que no dijo nada. Entonces se produjo el gran estallido de un trueno y el castillo desapareció. Se oyó entonces una voz que decía: «Joven necio. No has hecho las preguntas que debías. Si las hubieras formulado, el rey se habría curado, sus miembros volverían a estar fuertes y toda la tierra se habría recuperado. Ahora vagarás por la espesura durante muchos años hasta que hayas aprendido lo que es la compasión». Y Parsifal, dándose cuenta demasiado tarde de la torpeza que había cometido, se adentró cabalgando en la espesura, en un frío y gris amanecer, determinado a que un día obtendría nuevamente el derecho a ser honrado con la visión del Grial. COMENTARIO Parsifal podría ser cualquier joven que se inicia en la vida. En su crianza y carácter podemos percibir ecos de la historia de Peredur; otro mito con raíces en la misma tradición celta. La madre de Parsifal está ansiosa, porque sabe que la vida no siempre resulta dulce. Y está muy afectada por su propia pérdida. En lugar de hablar con Parsifal de los retos, tribulaciones y recompensas que le aguardan en la vida, se empeña con firmeza en que no le lleguen ni las tristezas ni los gozos. Muchos padres prefieren no atormentar a sus hijos con verdades inquietantes sobre la vida y tratan de pasar por alto los aspectos más desafiantes. Es factible que rehúsen reconocer que su hijo podría interesarse por el sexo, las drogas o el alcohol, y no le proporcionan ninguna educación sobre esos temas, o bien les imponen ciertas normas sin ninguna explicación. Después se horrorizan al conocer la adicción de su hijo o el embarazo no deseado. Sin embargo, la Serpiente se acerca a todos de alguna forma, y Parsifal, al encontrarse en el bosque con el caballero, descubre que existe vida más allá del dominio protegido de su madre. Parsifal está preparado para recibir las enseñanzas de Gurnemanz, un tema familiar de la adolescencia. Buscamos modelos fuera de la familia que nos puedan servir de ayuda para separarnos de la matriz familiar y formar una individualidad propia. Pero Parsifal se limita a decir lo que le ha dicho Gurnemanz. Es muy joven e inexperto todavía para comprender la significación de la enseñanza que le proporcionaba aquella persona mayor. Esto se debe, en parte, a que su madre no le ha proporcionado ninguna base sólida en la que las palabras de Gurnemanz puedan echar raíces. El conocimiento que adquirimos en la juventud y en la madurez temprana puede contribuir a construir un sólido sentido del yo solo si el suelo es fértil y ha sido preparado primero por unos padres que estén sinceramente dispuestos a compartir su propia experiencia con honestidad. Por eso, Parsifal parte del castillo de Gurnemanz con información más no con sabiduría. Conoce las reglas de conducta, pero no tiene la menor comprensión de su significado o propósito. Todavía no ha sufrido penurias ni pérdidas y no ha pasado por ninguna lección dura de la cual hubiera aprendido la compasión. Por lo tanto, cuando se encara con un hombre agonizante retorciéndose de dolor, todo lo que es capaz de pensar es en no pasar por tonto. Y cuando se le presenta una visión del Grial, lo único que hace es morderse la lengua para evitar decir algo que pudiera sonar estúpido. En otras palabras, está preocupado por la imagen que pueda dar ante los demás y, por lo tanto, es incapaz de responder a las situaciones actuales que tiene delante. Por eso deja de formular las preguntas importantes y es expulsado, quedándose solo con la única realización de su fracaso y una incipiente determinación de redimirse algún día por lo que ha perdido. Las dos preguntas que Parsifal deja de hacer son profundamente simbólicas y nos hablan de la clase de actitudes que necesitamos llevar a medida que nos movemos por la vida. También nos muestra la clase de preguntas que necesitamos para alentar a nuestros hijos a preguntar y prepararlos para la vida. «Señor, ¿qué mal te aflige? es la pregunta que Parsifal debe dirigir al rey enfermo; y ella encarna un interés sincero y una compasión hacia los demás. Detrás de todas las acciones y condiciones humanas subyacen razones que pueden ser muy diferentes de lo que en apariencia percibimos. Y al cuestionarlas puede que descubramos que mucho de lo que tildamos de malo o inaceptable es producto de la debilidad e ignorancia humanas, no de la maldad o inferioridad. Cuanto menos sabemos, más juzgamos a los demás, a menudo injusta y equivocadamente, porque no comprendemos cómo han llegado a ser como son. Ni tampoco comprendemos nuestras dificultades basta que no podemos preguntarnos qué hemos hecho para llegar hasta allí. El cuestionamiento es uno de los grandes caminos de la compasión; cuando nos hallamos ante el infortunio humano, no está bien que nos sintamos moralmente superiores y virtuosos sabiendo que nosotros, dadas las mismas circunstancias, podríamos ser capaces de muchas de las acciones por las que condenamos a los demás. La segunda pregunta es: «¿A quién sirve el Grial?». Esta pregunta ha dejado perplejos y ha intrigado a los eruditos desde que se escribieron las primeras historias del Grial. Cuando nos enfrentamos con algún tipo de buena fortuna —ya sea el éxito prematuro, el don de una relación amorosa o una experiencia espiritual de gran valor y peso— necesitamos preguntamos a qué propósito elevado sirve esta buena fortuna. Esta es, en efecto, una actitud religiosa, aunque no esté limitada a ninguna doctrina o convicción religiosa específica. Es un modo de ver la vida en el que percibimos algún patrón y propósito más profundo. Cuando la vida parece ofrecemos recompensas gratuitas, debemos mirar más allá de nuestra autosatisfacción y preguntarnos a qué clase de propósito puede servir nuestro don. Esto transforma cualquier experiencia vital en algo pleno de significado, arrebatándoselo de las garras al ego y permitiéndonos compartir nuestra sabiduría, visión, creatividad, talento y buena fortuna, no entregándolo por completo a los demás, pero tampoco dejándolo por entero a nuestro exclusivo beneficio. Semejante actitud santifica la vida —la palabra «santificar» viene de la raíz latina que significa «hacer santo o sagrado»—, y, al formular esta pregunta tan fundamental, ampliamos nuestra visión y conectamos con una totalidad mayor y más profunda. Esto es en lo que Parsifal, el joven torpe, fracasa. Y eso es en lo que con frecuencia todos fallamos en la juventud, especialmente si no nos dan formación o instrucción en esas actitudes cuando somos niños. Parsifal tiene que deambular por los bosques durante muchos años hasta que, a través del sufrimiento, aprende lo que es la compasión y la humildad que le permiten encontrar otra vez el castillo y hacer las preguntas que tenía que haber hecho muchos años antes. Puede que nosotros también necesitemos vagar durante largo tiempo hasta que aprendamos estas lecciones. Pero, quizá, con un poco más de sabiduría —como padres o corno jóvenes que comienzan su aventura por la vida— puede que seamos capaces de hacer que ese tiempo se haga más corto y menos doloroso. PERSEO El significado radica en el servicio La historia de Perseo es un relato de amor y coraje en la conquista del odio y el temor, y refleja el modo en que lo divino está presente en toda su progenie. La lucha y el sacrificio en nombre de los seres queridos conducen al final del conflicto y a la fundación de un linaje familiar duradero. Pero el héroe no persigue esta búsqueda conscientemente. Muy pocos jóvenes son verdaderamente conscientes de la necesidad de hallar significado a la vida; de lo que están conscientes es de la necesidad de hacer mejor las cosas. Perseo comienza por salvar a su propia madre; sin embargo, acaba haciendo mucho más de lo que se había propuesto originalmente. PERSEO era hijo de una mortal, Dánae, y del gran dios Zeus, rey del cielo. El padre de Dánae, el rey Acrisio, había sabido por un oráculo que algún día su nieto lo mataría y, aterrorizado, apresó a su hija y expulsó a todos sus pretendientes. Pero Zeus era un dios y quería a su hija Dánae. Entró en la prisión disfrazado de aguacero de lluvia de oro, y el resultado de su unión fue Perseo. Al descubrir Acrisio que, a pesar de sus precauciones, tenía un nieto, metió a Dánae y a su hijo en un arcón de madera y los arrojó al mar, esperando que se ahogaran. Pero Zeus envió vientos suaves para que empujaran a madre e hijo a través del mar hasta la orilla. El arcón llegó a tierra en una isla donde lo encontró un pescador. El rey que gobernaba en la isla recibió a Dánae y Perseo y les ofreció refugio. Perseo creció fuerte y valiente, y, cuando su madre se sintió incómoda por las insinuaciones no deseadas del rey, el joven aceptó el desafío lanzado por este molesto pretendiente, que consistía en traerle la cabeza de la Medusa Gorgona. Perseo aceptó esta peligrosa tarea, no porque deseara adquirir gloria personal, sino porque amaba a su madre y estaba dispuesto a arriesgar su vida por protegerla. La Medusa Gorgona era tan horrorosa que una sola mirada a su cara convertía en piedra al observador. Perseo necesitaba la ayuda de los dioses para vencerla; y Zeus, su padre, se aseguró de que le ofrecieran esa asistencia. Hades, rey del inframundo, le prestó un casco que hacía invisible al portador; Hermes, el Mensajero divino, lo proveyó de sandalias aladas, y Atenea le dio la espada y un escudo especial pulido con tanto brillo que servía como espejo. Con este escudo, Perseo pudo ver el reflejo de Medusa, y de ese modo le cortó la cabeza sin mirar directamente a su horrible rostro. Con esta cabeza monstruosa convenientemente oculta en una bolsa, se dirigió a casa. Durante el viaje vio a una doncella hermosa encadenada a una roca que había en la playa, esperando la muerte a manos de un terrible monstruo marino. Supo que se llamaba Andrómeda y que la estaban sacrificando al monstruo porque su madre había ofendido a los dioses. Conmovido por su situación y por su hermosura, Perseo se enamoró de ella y la liberó, convirtiendo al monstruo en piedra con la cabeza de la Gorgona. Seguidamente regresó con Andrómeda para presentársela a su madre que, en su ausencia, se había sentido muy atormentada por las insinuaciones del malvado rey, hasta el punto que, desesperada, tuvo que buscar refugio en el templo de Atenea. Una vez más, Perseo sostuvo en el aire la cabeza de la Medusa, convirtiendo en piedras a todos los enemigos de su madre. Después le entregó la cabeza a Atenea, que la montó en su escudo, con lo que en adelante se convirtió en su emblema. También devolvió los otros dones a los dioses que se los habían dado. Andrómeda y él vivieron en paz y armonía desde entonces y tuvieron muchos hijos. Su único pesar fue que, cierto día, mientras tomaban parte en unos juegos atléticos, lanzó un disco que llegó demasiado lejos impulsado por una ráfaga de viento, y accidentalmente golpeó y mató a un anciano. Este hombre era Acrisio, el abuelo de Perseo. Finalmente, de esta forma se cumplió el oráculo que el difunto anciano tanto se había esforzado por evitar. Pero en Perseo no había ningún espíritu de rencor ni de venganza y, debido a esta muerte accidental, no quiso seguir gobernando su legítimo reino. En consecuencia, intercambió los reinos con su vecino, el rey Argos, y construyó para sí una ciudad poderosa, Micenas, en la que vivió largo tiempo con su familia en amor y honor. COMENTARIO La historia de Perseo comienza con temor. Acrisio teme que se cumpla la profecía del oráculo e intenta deshacerse de su hija y del pequeño nieto. El argumento del viejo que teme al joven nos es familiar en el mito, y Acrisio encarna la actitud negativa que el viejo pueda tener hacia el joven. El nombre de Perseo, que significa «destructor», describe su papel como asesino de la Medusa; pero Acrisio ve la destrucción solo en relación consigo mismo. En esta historia, el dios Zeus juega el papel de padre bondadoso que ampara a su hijo, guiando y protegiendo invisiblemente a madre e hijo para que sus vidas no corran peligro. Zeus ama a Dánae y, a su vez, ella ama y quiere a su hijo, a pesar del mal carácter del padre de esta. Perseo responde a su amor arriesgando gustoso la vida por su madre. Cuando su madre está desesperada por la persecución agresiva del rey, Perseo decide dejar el hogar y derrotar a cualquier monstruo que amenace su seguridad. Se ve impelido hacia el mundo, más por el deseo de proteger a alguien que es muy preciado para él que por buscar el significado de la vida. Aunque los dioses le ayudan, utiliza esa ayuda sabia y modestamente. Es ingenioso y valiente al acabar con la Medusa y, cuando se enamora, es indómito al defender a su amada de los enemigos. Aunque abandona a su madre, se apoya en su relación positiva con ella para realizar hechos valerosos, a diferencia de Peredur, Parsifal y Guinglain, que rompieron sus lazos con el hogar de forma abrupta a fin de encontrarse a sí mismos. Perseo es siempre decente y caballeroso. Una imagen de algo que hay dentro de nosotros y que puede alcanzar metas sin hacer que sufran los que no tienen culpa. Castiga solo a los que merecen castigo y siempre honra y respeta a los dioses. Devuelve sus dones, porque sabe que es mortal y no tiene ningún derecho a exigir atributos divinos. Ya al final de la historia se comporta con sensibilidad, renunciando a su reino de pleno derecho, a causa de la desgraciada muerte de su abuelo. Es capaz de perdonar a Acrisio por su odio corrosivo y no se siente obligado a buscar venganza. Quizá por eso viva mucho tiempo y felizmente con su madre, su esposa y los hijos; ¡un suceso poco corriente en el mito griego!. PARTE III EL AMOR Y LAS RELACIONES El amor, como se suele decir, hace que el mundo gire. La cantidad de mitos que hablan de pasión y de repulsión, de matrimonio y separación, de amor y rivalidad, de fidelidad sexual y de infidelidad, y el poder trascendente de la compasión, subraya la importancia central del amor en nuestras vidas. No existe ninguna variante en el tema de las relaciones que no se pueda encontrar en la mitología mundial. Y, debido a que las relaciones humanas son tan complejas, la moralidad que el mito presenta es igualmente multifacética. No hay mayor rompecabezas que el misterio del porqué las personas se sienten atraídas o repelidas entre sí; y a menudo buscamos respuestas sencillas a preguntas que requieren una expansión del alma, incluso para formularlas apropiadamente. Los amores y tristezas de los mitos se presentan en muchas formas y colores, y algunas son ostensiblemente exóticas. Pero, a pesar del hecho de que algunas de estas historias pueden desafiar muchos de nuestros supuestos morales sobre las relaciones, los mitos relativos al amor también pueden ofrecer solaz en nuestra infelicidad, guía para nuestros dilemas y una intuición sumamente necesaria sobre la razón por la que creamos los dilemas en nuestra vida personal. CAPITULO UNO PASION Y RECHAZO La pasión sexual está representada en el mito como una fuerza más poderosa que cualquier otra, capaz de impulsar a los seres humanos y a los dioses a realizar acciones contra su voluntad que, a menudo, acaban en tragedia. Los griegos lo atribuyeron a la intervención de la diosa Afrodita, que, mortificando a los seres humanos con pasiones incontrolables, podía llevar la locura y la destrucción a quienes la habían ofendido. No obstante, la pasión en sí misma, no se la representa como una fuerza negativa o inmoral. Se la asocia a la fortaleza, al coraje, a la potencia sexual y a la respuesta del alma ante la belleza; refleja el poder y la tenacidad de la fuerza vital misma; y debido a que es inspirada por Dios, es sagrada. El mito nos enseña que es el modo en que los mortales persiguen sus pasiones, y el grado en el que la pasión ofusca a la conciencia, los verdaderos orígenes del daño, del rechazo e incluso de la catástrofe. ECO Y NARCISO La tragedia del amor narcisista Este triste mito griego habla de pasión y rechazo, y muestra cómo la represalia y la venganza, lejos de ofrecer consuelo, tan solo incrementan la agonía. Y lo que es más importante, implica que si no nos conocemos a nosotros mismos, podemos pasar la vida buscando este conocimiento sumidos en la autoobsesión, lo que significa que no seremos capaces de ofrecer amor a los demás. HABIA una vez un joven llamado Narciso. Su madre, ansiosa por averiguar el destino de su hijo, consultó al adivino ciego Tiresias. «¿Vivirá hasta la ancianidad?», le preguntó. «Hasta tanto no se conozca a sí mismo», replicó Tiresias. De modo que la madre se aseguró de que el hijo no viera nunca su imagen en el espejo. Al crecer, el chico resultó ser extraordinariamente hermoso y despertaba amor en todos cuantos lo conocían. Aunque nunca había visto su cara, podía adivinar a través de las reacciones ajenas que era bello; pero nunca se sentía seguro, de modo que para ganar confianza y seguridad en sí mismo dependía de que los demás le dijeran cuán bello era. En consecuencia, se convirtió en un joven absorbido por su propia persona. Un día, Narciso se puso a caminar por el bosque a solas. Ya entonces había provocado tantos halagos que comenzó a creerse que nadie era digno de mirarlo. En el bosque vivía una ninfa llamada Eco. Esta había disgustado a la poderosa diosa Hera por parlotear demasiado; exasperada, Hera le había arrebatado el poder del habla excepto para responder a la voz de otro. E incluso entonces, solo podía repetir la última palabra pronunciada. Eco hacía tiempo que se había enamorado de Narciso, y lo siguió por los bosques esperando que le dijera algo porque, de otro modo, ella no podía hablarle. Pero aquel se hallaba tan envuelto en sus propios pensamientos que no notó que ella lo seguía a todos lados. Finalmente, Narciso se detuvo al lado de una laguna, en un bosque, para apagar su sed, y ella aprovechó la ocasión para sacudir unas ramas y atraer su atención. —¿Quién está ahí? —gritó él. —¡Ahí! —regresó la respuesta de Eco. —¡Ven aquí! —dijo Narciso, bastante irritado. —¡Aquí! —repitió ella, y corrió desde los árboles, extendiendo sus brazos para abrazarlo. —¡Vete! —gritó airado—. ¡No puede haber nada entre alguien como tú y el bello Narciso! —¡Narciso! —suspiró Eco tristemente; y desapareció avergonzada, murmurando una oración silenciosa a los dioses para que este joven orgulloso pudiera algún día saber lo que significaba amar en vano. Y los dioses la oyeron. Narciso regresó a la laguna para beber y observó el rostro más perfecto que había visto nunca. Instantáneamente se enamoró del impresionante joven que tenía delante. Se sonrió, y el bello rostro le devolvió la sonrisa. Se inclinó hacia el agua y besó los rosados labios, pero su contacto rompió la clara superficie y el bello joven se desvaneció como un sueño. Tan pronto como se retiró y se quedó quieto, la imagen regresó. —¡No me desprecies de ese modo! —le suplicó Narciso a la imagen—. Soy el que todos los demás aman en vano. —¡En vano! —gritó Eco desde el bosque con tristeza. Una y otra vez Narciso se acercó a la laguna para abrazar al bello joven, y en cada ocasión, como si de una burla se tratara, la imagen desaparecía. Narciso pasó horas, días y semanas contemplando el agua, sin comer ni dormir; tan solo murmuraba: —¡Hay de mí! Pero las únicas palabras que le llegaban eran las de la infeliz Eco. Por último, su apesadumbrado corazón dejó de latir y quedó frío e inmóvil entre los lirios acuáticos. Los dioses se conmovieron ante la visión de tan bello cadáver y le transformaron en la flor que ahora lleva su nombre. En cuanto a la pobre Eco, que había invocado semejante castigo en su frio corazón, no obtuvo de su oración nada sino dolor. Se consumió hasta que no quedó nada de ella excepto su voz; e incluso hoy en día solo se le deja decir la última palabra pronunciada. COMENTARIO Hay algunos temas profundos encerrados en este conocido mito. Narciso es un hijo muy querido, y su madre, ansiosa por conocer su futuro, consulta a un adivino cuando todavía es muy pequeño. Este le advierte que, si quiere llegar a la edad madura, no puede conocerse. De modo que su madre, intentando confundir al destino (lo que siempre termina siendo una mala idea), le mantiene protegido e ignorante de todo, ajena al hecho de que de ese modo, ella misma está trazando su destino. Al crecer, Narciso se torna desconsiderado y absorto en sí mismo, debido a que toda su energía la dedica a afirmar su identidad a través de los ojos de los demás. A causa de ser tan bello, todos le perdonan su comportamiento arrogante. Nunca se ha visto a sí mismo. Lo único que sabe es que todos los que lo rodean lo halagan demasiado y, por lo tanto, asume que es mejor y más importante que los demás, con lo que los trata con desdén. Debajo de este desdén hay una profunda dependencia y una corrosiva duda de sí; ¿pues cómo podemos valorarnos si no conocemos quién ni qué somos?. Entonces Eco se enamora de él. La incapacidad de esta para comunicarse la ha convertido en ingenua y vulnerable, pues solo a través de la comunicación podemos llegar a conocer lo que piensan y sienten los demás. Podemos conjeturar que Hera la castigó debido a que hablaba demasiado y escuchaba poco; de modo que, de hecho, nunca podía comunicarse. Eco se enamora de una cara bella; no conoce nada sobre la naturaleza interior del joven. Cuando Narciso la rechaza, provoca en ella crueldad y cólera. Reza por conseguir la venganza; y Narciso es condenado a terminar su vida tan trágicamente como ella. En definitiva, ambos sufren: Narciso por su antoobsesión, y Eco por su ira silenciosa. Una lección importante que podemos extraer de este mito es que el amor solo puede florecer en una atmósfera en la que prevalece el entregar sobre el recibir; y esto solo puede ocurrir cuando ambas personas están conscientes de sí mismas y son capaces y desean comunicarse. El término «narcisismo» se utiliza en psicología para describir a una persona que es incapaz de relacionarse con alguien distinto a sí mismo. Normalmente, este es el resultado de una educación en la que se malogra y se encorseta al niño; nunca se le ve como individuo y, por lo tanto, él nunca aprende a verse a sí mismo. Si no nos valoramos como verdaderas personas, no podremos confiar nunca en el amor de los demás, y menos ofrecerles el nuestro. Este mito nos alerta de que semejante autoobsesión puede conducir a la crueldad, al estancamiento y a la pérdida de todo crecimiento futuro y todo potencial creativo; en otras palabras, a una muerte psicológica. La inclinación natural del niño a la autoabsorción, moderada por una conciencia creciente de los límites y la comunicación honesta de la familia, darán origen, finalmente, a una autoestima saludable. Todos necesitamos sentirnos especiales y amados, pero siempre con relación a quiénes realmente somos, no con relación a una fantasía idealizada de perfección. Muchas relaciones fracasan o generan gran crueldad e infelicidad porque ambas partes no han sido nunca amadas como ellas mismas. Han sido niños «divinos», destinados a ser el sueño de sus padres, y adorados por lo que pueden ofrecer para los padres, en lugar de por lo que son en sí mismos. Así sucede que, en la niñez, no han experimentado un reconocimiento autentico como personas y, en la edad adulta, están buscando constantemente el llenar una terrible sensación interna de vacío suscitando el amor de otros para después rechazarlo cuando se acuerdan de que carecen de valores. Eco y Narciso son dos caras de la misma moneda, cada uno reflejando la irrealidad del otro. Las vidas amorosas infelices de muchas «figuras» públicas son testimonios vivientes de este hambre voraz de amor, que está llamado a reemplazar a lo que era una carencia en los primeros años de vida: la sensación de ser real como uno mismo. Es posible que todos tengamos un poco de narcisismo, y es posible que esto nos impulse a sacar el mejor partido de nuestros dones. Pero lo poco se convierte en mucho; y cuando la autoabsorción como defensa contra la vacuidad se apodera de una relación, el amor sale por la ventana. Cuando nos convertimos en Narciso, no vemos al amante; estamos enamorados de la experiencia embriagante de que alguien está enamorado de nosotros. Es posible que tratemos cruelmente a los demás cuando ese vacío ya conocido se deslice en nuestro interior, a pesar de las afirmaciones del amante, porque puede que temamos que este descubra lo que tememos de nosotros mismos. Cuando nos convertimos en Eco, nos enamoramos de una imagen idealizada de lo que desearíamos ser, y puede que nos traten cruelmente si tenemos tan poco valor propio que solo podemos hacernos eco del ser amado. La venganza de Eco termina causándole más pesar a sí misma. Ella tampoco crece, sino que queda permanentemente congelada en un estado de amor no correspondido y de ira, que la va consumiendo hasta su extinción. Por desgracia, es probable que todos los abogados matrimoniales hayan oído muchas veces la historia de Eco y Narciso. CIBELES Y ATIS Los peligros de la posesividad He aquí una visión desolada y salvaje de la pasión celosa llevada al extremo. La historia es antigua: en el centro de Turquía, el culto a Cibeles tiene más de seis mil años de antigüedad. Sin embargo, el tema es francamente contemporáneo, ya que habla de las consecuencias trágicas del amor posesivo. Aunque el amante celoso es al mismo tiempo la madre en esta historia, muchas relaciones entre adultos implican sentimientos inconscientes de dependencia infantil y de posesividad a nivel paterno. Es posible que llevemos a nuestra vida adulta asuntos pendientes con nuestros padres, de forma que encarnemos los temas presentados por este relato de modo más sutil, pero psicológicamente similar. CIBELES, la gran diosa anatolia, creadora de todos los reinos de la naturaleza, tuvo un hijo a quien puso por nombre Atis. Desde el momento en que este nació, se quedó prendada de su belleza y gracia, y no había nada que no hiciera para lograr su felicidad. A medida que él iba creciendo, pasando de la niñez a la juventud, su amor se iba haciendo más profundo, y, cuando llegó a la virilidad, se lo apropió para convertirse en su amante. Además, lo nombró sacerdote de sus misterios y le obligó a hacer un voto de fidelidad absoluta. En consecuencia, ambos vivieron encerrados en un mundo paradisíaco y sellado, en el que nada podía estropear la perfección del vínculo. Pero Atis no podía permanecer para siempre alejado del mundo exterior, y uno de sus principales placeres era deambular por las colinas. Cierto día, mientras descansaba bajo las ramas de un enorme pino, levantó la vista y vio a una bella ninfa; se enamoró de ella instantáneamente y la poseyó. Pero nada podía quedar oculto a su madre Cibeles y, cuando se enteró de la infidelidad de su hijo-amante, se sintió presa de unos celos terribles. Golpeó a Atis con delirio frenético, y este, en medio de un arrebato de locura, se castró para asegurarse de que nunca volvería a quebrantar su voto de fidelidad. Cuando se recuperó de su delirio estaba mortalmente herido y fue desangrándose hasta morir en los brazos de Cibeles bajo el pino donde había estado acostado con su amada ninfa. Pero, debido a que Atis era dios, su muerte no fue definitiva. Cada primavera, el joven renace para su madre y pasa la rica y fructífera estación del verano con ella. Al llegar el invierno, cuando el sol alcanza su menor fuerza, muere una vez más y la diosa de la tierra le llora, hasta que al fin llega la primavera siguiente. COMENTARIO No es necesario tomar literalmente el incesto entre Cibeles y Atis. El vínculo intenso entre madre e hijo se presta a muchos sentimientos —sensuales, emocionales y espirituales—y no es raro ni patológico que una madre observe el rostro de su hijo recién nacido y encuentre que el niño es bello. Y tampoco es extraño o patológico que el vínculo entre madre e hijo tenga eco más adelante, cuando un joven o una joven intenten buscar, en los brazos del ser amado, cualidades y respuestas emocionales similares a las experimentadas en los primeros años de su vida. La mayoría de las relaciones amorosas contienen elementos de nutrición y dependencia; es, en definitiva, una cuestión de si también hay lugar en la relación para la igualdad y la separatividad. La tragedia de este mito reside en la posesión absoluta que Cibeles pretende mantener sobre su ser amado. Si bien esto tampoco es raro, si no se reconoce o se contiene la posesión, las consecuencias psicológicas pueden ser profundamente destructivas, tanto en las relaciones de adultos como en los nexos madre-hijo. Cibeles no puede permitir que Atis sea un compañero de su mismo nivel. Desea que quede ligado únicamente a ella, dependiendo en todo momento de ella, y que sea incapaz de tener su vida propia aparte de la de ella. Podemos apreciar ecos de este patrón de comportamiento en cualquier relación en la que una de las partes —femenina o masculina— se resiente de los intereses y de los amigos de la otra parte. Pueden existir celos del compromiso que la apareja mantiene con su dedicación al trabajo o a la creación; incluso puede haber resentimiento ante el hecho de que la pareja se suma en sus propios pensamientos. Esto no es relación, sino posesión. Semejante posesividad absoluta surge invariablemente de una inseguridad profunda que hace que el individuo se sienta amenazado ante cualquier separatividad existente dentro del vínculo. Y tal inseguridad profunda puede invocar sentimientos intensamente destructivos, especialmente si la persona insegura, al igual que Cibeles, no tiene a nadie excepto a su ser amado. La venganza de Cibeles ante la infidelidad de Atis —que es, en esencia, un intento por parte de este de establecer una identidad masculina independiente— es llevarlo hasta la castración. Esto presenta una imagen terrible y brutal y, afortunadamente, se limita generalmente al mundo del mito. Pero existen niveles más sutiles de autocastración que pueden presentarse en la vida cotidiana. Si alguien busca socavar la independencia de su pareja por medio del poder del chantaje emocional, esta persona, de hecho, está intentando castrar la fuerza de la pareja en la vida. Y si la pareja lo acepta por su temor de perder la relación, entonces se ha producido, a nivel psicológico, la autocastración de Atis. La locura de Atis puede vislumbrarse en la confusión que la manipulación psicológica puede crear cuando se le impone a una persona que no es suficientemente consciente o no posee la madurez emocional para ver lo que está sucediendo. Imponer sentimientos de culpa, crítica, manipulación emocional o sexual como estratagema de poder; y procurar el aislamiento de la pareja interfiriendo con amistades e intereses externos, son métodos con los que las Cibeles de hoy en día, hombres o mujeres, pueden llevar a su pareja a un estado de incertidumbre y duda de si mismos. La pasión intensa y la inseguridad son una mala mezcla ya que de ella surge la clase de amor posesivo que ilustra este oscuro mito de forma sumamente gráfica. Quizá la inseguridad deba existir por ambas partes, porque de otro modo Atis se hubiese liberado y hubiese logrado una vida distinta. Cibeles posee el poder de hacer que él se vuelva toco porque lo necesita en forma absoluta. Él es todavía un niño a nivel psicológico, y no puede soportar estar separado de ella. La dependencia que siente es la de un niño por alguno de sus padres. Cuando prolongamos semejantes sentimientos de dependencia hasta las relaciones de adultos, puede que estemos abriendo la puerta a grandes sufrimientos. A menos que soportemos el estar separados, no podremos resistir a los intentos de otra persona para manipulamos y mantenernos atados, ni podremos reprimirnos de manipular y vincular a otros, a fin de mantenerles cerca de nosotros. Atrapados en semejante red, no podemos vivir nuestra vida con plenitud, sino que tenemos que desprendernos del poder de conformar nuestro propio destino debido a que tenemos miedo de estar solos. Ni Cibeles ni Atis pueden soportar el reto humano fundamental de una existencia emocional independiente. Por lo tanto, no pueden ser amantes que respeten y aprecien la «otredad» de su pareja. Se condenan a un estado psicológico de fusión que genera la repetición cíclica de la traición, el daño, la confusión y la autodestrucción. Este mito nos enseña que no es únicamente la pasión el desencadenante de la tragedia, sino también la inadecuada mezcla de pasión y la incapacidad de permanecer como seres humanos separados. SANSÓN Y DALILA Sucumbir a la tentación El mito bíblico de Sansón nos presenta los resultados trágicos de una pasión mal dirigida que puede interpretarse, a cierto nivel, como un alegato moral contra el hecho de sucumbir a la tentación. Pero la relación misteriosa entre la fuerza de Sansón y su cabello, y el que quedara ciego a manos de los filisteos, revelan significados profundos que pueden enseñarnos el papel que la pasión desempeña más en el autodescubrimiento, que sobre las normas morales por las cuales la sociedad nos exige que vivamos nuestra vida de relación. MANOAH el israelita sufría porque su esposa era estéril y no podían tener hijos. Entonces Manoah rezó al Señor. El Señor lo escuchó y le respondió, y así fue como nació Sansón. Sansón creció fuerte y alto, y el espíritu del Señor lo dotó de gran cólera y de una fuerza extrema. Un día vio a una filistea y la deseó como esposa. Pero, en esa época, los filisteos ejercían su poder sobre los israelitas, y sus padres le preguntaron si no podía encontrar mujer entre las de su propio pueblo. Pero Sansón estaba determinado, y promover su cólera podía resultar muy peligroso. De modo que, al final, tomó a aquella mujer por esposa. Más tarde se cansó de ella y se la entregó a uno de sus compañeros. Pero sucedió que cierto día Sansón fue a visitarla y su padre no le permitió verla. Montando en cólera, Sansón quemó toda la cosecha de cereales de los filisteos. Cuando estos averiguaron quien había sido el autor de tal desmán, se vengaron quemando a su esposa y al padre de esta. En represalia, Sansón mató a filisteos, los cuales intentaron vencerlo y capturarlo, si bien no lo lograron. De este modo, el terreno estaba abonado para el odio amargo e inacabable entre Sansón y el pueblo de su esposa. Cierto día, Sansón fue a Gaza y vio a una prostituta. Se acostó con ella, y los filisteos lo esperaron para matarlo cuando se fuera; pero nuevamente fracasaron en el intento. Más tarde Sansón vio a una mujer de nombre Dalila y se enamoró de ella. Los gobernantes de los filisteos hablaron con la mujer y le pidieron que lo sedujera y descubriera dónde residía el secreto de su gran fuerza, con el fin de poder vencerlo. En recompensa le ofrecieron mil cien piezas de plata. Dalila intentó una y otra vez que Sansón le revelara su secreto. Finalmente, este se sintió tan harto de su insistencia que se lo contó. Le reveló que si le afeitaban la cabeza, se quedaría sin fuerza. Entonces Dalila llamó a los jefes de los filisteos, les contó el secreto de Sansón y ellos le entregaron las piezas de plata como habían acordado. Después, mientras Sansón dormía en sus brazos, vino un hombre que le afeitó las siete mechas de su cabeza; y con ello a Sansón lo abandonó la fuerza. Cuando Sansón se despertó, los filisteos lo apresaron y después de colocarle grilletes le sacaron los ojos. Le encerraron en la prisión, y todos los filisteos se regocijaron porque su gran enemigo había sido vencido. Tras permanecer en prisión durante largo tiempo, lo llevaron ante el pueblo para que lo contemplaran. Pero, en ese tiempo, el cabello de Sansón había vuelto a crecer. Lo colocaron atado con cadenas entre los pilares del palacio donde se habían congregado tres mil filisteos para mofarse y reírse de él. Sansón invocó al Señor y se aferró a los pilares sobre los que descansaba el palacio. Arqueándose con toda su fuerza, logró que todo el edificio se derrumbara sobre los filisteos. Aunque Sansón resultó muerto, sus enemigos fueron vencidos. COMENTARIO Las implicaciones obvias de esta historia no necesitan mucha elaboración: Sansón se equivoca; primero, eligiendo una esposa inadecuada; segundo, agravando la enemistad entre israelitas y filisteos; tercero, por su pasión con Dalila (otra amante poco recomendable), y cuarto, por revelarle su secreto. Paga por sus errores y, finalmente, se redime por medio de la destrucción de sus enemigos. Pero es necesario observar más detenidamente tanto los detalles de la historia como el carácter de Sansón, si hemos de comprender las intuiciones que ofrece sobre la naturaleza de la pasión. Desde el comienzo, Sansón es un hombre airado. El «espíritu del Señor» que lo mueve a excesos es un espíritu ambiguo, porque lo hace violento y obstinado en la persecución de sus propios deseos. Al igual que muchos héroes griegos, Sansón está aquejado de arrogancia. En otras palabras, no comprende lo que es refrenarse y, por lo tanto, no busca contener lo que le impulsa desde dentro. Cuando desea algo, tiene que conseguirlo, y esto incluye la elección de una esposa entre sus enemigos. El amor no juega un papel importante aquí. Lo que percibimos es una pasión alimentada por el atractivo físico que Sansón, impulsado por sus necesidades instintivas, tiene que satisfacer. Cuando se cansa de su esposa, la deja a un lado. Cuando el padre de esta, como es de comprender, no le permite verla después, causa grandes destrozos a los cereales de los filisteos. Y comienza la tragedia. En resumen, Sansón no es una persona confiable. Es violento, arrogante y sin sentimientos. Es el arquitecto de su propia tragedia. Para Sansón, la tentación debe tener éxito, en vista de que no tiene capacidad para la reflexión. No sospecha de la insistencia de Dalila, porque le impulsan sus emociones e instintos. Al final, lo revela todo y por eso pierde la fuerza. El cabello —corto, largo, oscuro o claro— aparece en el simbolismo de muchos mitos universales. Incluso históricamente, su importancia simbólica queda clara: los reyes merovingios de Francia, por ejemplo, no se cortaban el cabello porque creían que era una señal de su realeza otorgada por Dios. Freud asociaba el cabello y los sueños con la potencia sexual y con la fuerza. Cortarse el cabello en sueños puede ser una imagen de impotencia. Pero, a pesar de Freud, debemos recordar que el cabello que producía la fuerza de Sansón crecía en su cabeza, y esta es el asiento de la mente. El cabello puede estar vinculado a nuestros pensamientos. Se trata de un símbolo del poder individual de reflexión, que conforma y orienta nuestra voluntad y nuestra visión del mundo. La fortaleza, en otras palabras, reside en nuestra capacidad de pensar, de percibir el mundo y de procesarlo por medio de nuestra conciencia. Solo de este modo podemos contener los impulsos destructivos y evitar sumergimos en la emoción ciega. Al dejarse impulsar por la pasión física, Sansón se desprende de su conciencia independiente. Pierde simbólicamente su cabello mucho antes de que se lo corten físicamente, porque ignora el poder de reflexión limitándose a alimentar sus pasiones. Su error reside no en sentirse atraído por las mujeres, ni siquiera en perseguir esta atracción en lugares impropios. Reside en el modo en que abandona libremente toda su capacidad de reflexión. Como resultado, Sansón es apresado y cegado. La ceguera en el mito está a menudo vinculada con la visión interior y con la comprensión que resulta de retirar los ojos del mundo exterior. Tiresias, el adivino ciego del mito griego —a quien encontramos en el mito de Narciso (ver Eco y Narciso)—, es un ejemplo de la sabiduría que se deriva de volver nuestra mirada hacia lo interno. La autoceguera de Edipo (ver La casa de Tebas) es también una imagen de autodescubrimiento. En la prisión, Sansón aprende a mirar hacia dentro; ¿y qué encuentra? El pelo le vuelve a crecer. Obtiene cierta capacidad para el pensamiento y la reflexión. Reza a los dioses que había olvidado y le vuelve la fuerza. Podemos suponer que, a nivel psicológico, este hombre poderoso, acostumbrado a reclamar brutalmente lo que desea, se ve forzado, por las limitaciones de la vida y por su propio fracaso, a reconocer quién y qué es él en realidad, y a acordarse de cuál es el ideal al que sirve. ¿Qué nos puede enseñar esto sobre la pasión en la vida humana cotidiana? Necesitamos equilibrar su poder ciego con la visión interna, con la reflexión y con la recuperación de cuantos ideales nos impulsan en la vida. A través de los errores, enredos y daños que causamos y recibimos como consecuencia de la persecución irreflexiva de nuestras pasiones, somos humillados y forzados a volvernos hacia dentro. De este modo, podemos volver a obtener nuestra fuerza y recobrar la individualidad. La muerte de Sansón puede tomarse también simbólicamente, ya que junto con ese reconocimiento humilde también nos sometemos a una cierta clase de muerte. Tenemos que desprendernos de la arrogancia y de la obstinación y reconocer los límites de la vida. La historia de Sansón revela los efectos transformadores de la pasión, que nos pueden conducir al sufrimiento, pero también a la autorrevelación y a una nueva comprensión de nosotros mismos y de la vida. EL ENCANTAMIENTO DE MERLIN El engaño atrae al impostor La racionalidad, e incluso la brillantez intelectual, pueden no ser un antídoto para el amor pasional. Aunque tengamos siempre que reflexionar, no podemos silenciar nuestros corazones ni nuestros cuerpos, con el poder de la razón solamente. De hecho, intentar utilizar la mente racional como defensa contra la pasión dejará a cualquier persona particularmente vulnerarle a la ceguera en sus relaciones. Incluso Merlín, el gran mago del mito celta, se encontró desamparado ante su pasión por una mujer. MERLIN fue consejero y amigo del Rey Arturo, y sus poderes mágicos fueron sorprendentes. No solo era sabio en cuanto al conocimiento de hierbas, sino que también podía predecir el futuro y cambiar de forma, apareciendo de muy diversas suertes, tales como un anciano con bastón, un joven, un mendigo o una sombra. Guardaba sus poderes celosamente y nunca se supo que hubiese compartido su sabiduría o su cama con una mujer. Pero quizá porque no se permitió conocer a las mujeres, no se conocía tampoco a sí mismo. En definitiva, este sabio y habilidoso encantador encontró su destrucción por medio de la dulce trampa del amor y del deseo sexual. Cierto día, Merlín halló una doncella hermosa. Su nombre era Nyneve y, aunque para entonces Merlín era un anciano, se enamoró perdidamente de ella desde el momento en que la vio. Con el fin de impresionarla, asumió la forma de un apuesto joven y alardeó de su habilidad como poderoso mago. Hizo aparecer ante sus ojos fabulosas ilusiones, sacándolas como de la nada con la esperanza de ganar su admiración: caballeros y damas cortejándose, juglares tocando instrumentos, jóvenes caballeros luchando en justas y jardines fantásticos llenos de fuentes y flores. Pero la joven permaneció inmóvil observando simplemente, sin decir palabra. Merlín estaba tan preocupado por impresionarla, que no percibió que Nyneve no sentía lo mismo hacia él. No obstante, ella le prometió que sería su amante si compartía con ella los secretos de su magia. Él aceptó con impaciencia, creyendo que había encontrado una discípula devota y una amante. Nyneve prosiguió sonsacándole cada vez más conocimientos, aprendiendo todos sus hechizos y recetas mágicas, pero reservándose siempre y frustrando su deseo. Merlín comprendió gradualmente lo que estaba sucediendo, y se dio cuenta de que lo estaba engañando. Sin embargo no lo pudo impedir. Viendo lo que le tenía deparado el destino, Merlín fue a ver al Rey Arturo para advertirle que el fin estaba cerca para su confiable consejero y hechicero. El rey se quedó sorprendido y exigió que le dijera por qué, con toda su sabiduría, no podía hacer nada por salvarse. Merlín respondió con tristeza: «Es verdad que sé muchas cosas. Sin embargo, en la batalla entre el conocimiento y la pasión, el conocimiento no gana nunca». El infeliz encantador, ardiendo en una pasión no correspondida, siguió a Nyneve por todas partes, como un adolescente enfermo de amor. Pero esta nunca satisfizo su deseo. Le hacía continuas promesas y lo tentaba, obteniendo de él todavía más secretos, pero retirándose una vez más. Finalmente, Merlín cometió la tontería de enseñarle los secretos de los hechizos que nunca se pueden romper. Con el fin de complacerla, creó una cámara mágica que excavó en los acantilados de Cornualles que se elevan a una gran altura sobre el mar y los llenó con maravillas increíbles. Lo que intentaba era conseguir un glorioso decorado en el que ambos pudieran finalmente consumar su amor. Juntos atravesaron un pasaje secreto abierto en la roca y se acercaron a la cámara, recubierta de oro e iluminada con cientos de velas perfumadas. Merlín entró primero y Nyneve se entretuvo fuera. Seguidamente ella pronunció las palabras de un hechizo terrible que no podía ser roto nunca, un hechizo que había aprendido de él. La puerta de la cámara se cerró, y Merlín quedó atrapado dentro para siempre. Mientras Nyneve se alejaba descendiendo por el pasadizo, podía oír la voz de él débilmente a través de la roca, rogando que lo liberara. Pero ella no se dio por enterada y continuó su camino. Se dice que Merlín sigue allí, en su cámara recubierta de oro, justo como había anticipado que sucedería. COMENTARIO Este conocido mito del encantamiento del mago se puede encontrar, reencarnado, en la vida diaria. Véanse si no esas relaciones en las que una persona, hombre o mujer, se las ha arreglado durante muchos años para evitar el dolor, el gozo y el poder transformador de la pasión, sucumbiendo finalmente a una pasión no correspondida o destructiva. «No hay peor tonto que un viejo tonto», reza el dicho, pero esta perogrullada no se aplica a todos los que han alcanzado la última parte de su vida. Es aplicable solo a los que se las han arreglado, a lo largo de su juventud y primeros años de la virilidad, evitando ensuciarse las manos y el corazón con la confusión y la ambigüedad de poderosas necesidades emocionales y sexuales. Tales personas no pueden, finalmente, engañar a la naturaleza ni a sus propias naturalezas, y a menudo quedan atrapados por objetos de amor inadecuados, cuando es demasiado tarde para aprender la sabiduría que solo la experiencia emocional directa puede otorgar. En el celoso mantenimiento de sus secretos por parte de Merlín subyace la semilla de su destrucción. El encantador tiene miedo de su vulnerabilidad y depende del poder para sostenerse en la vida; y donde existe un anhelo por el poder, no queda mucho espacio para la verdadera relación. Merlín ha utilizado su intelecto y su conocimiento impresionante para controlar la vida, en lugar de intentar experimentarla y ser cambiado por ella. Puede que también nosotros intentemos controlar nuestras pasiones de este modo, porque la pasión nos hace vulnerables. Cuando necesitamos intensamente a otra persona, ya no tenemos el control y estamos a merced de lo que la vida nos depare. Para quienes hayan sido heridos en la niñez y hayan aprendido a una edad temprana a no confiar en el amor, el conocimiento y el poder tal vez sean los medios preferidos con los que se escuden para no ser dañados. No obstante, bajo ese duro escudo protector podemos seguir siendo pueriles e ingenuos. No crecemos porque no nos permitimos superar las frustraciones y separaciones que nos podrían hacer madurar. Y entonces, como Merlín, somos totalmente vulnerables a la eclosión. A menudo podemos ver cómo ricos ancianos se exhiben del brazo de hermosas jóvenes, alardeando ante el mundo, mediante los «trofeos» de estas esposas y amantes, de que todavía están viriles y con deseos de amar. No obstante, internamente tales hombres pueden vivir con el temor constante de que los quieren por su poder y riqueza y no por ellos mismos. A medida que las actitudes sociales se vuelven menos rígidas y puritanas, se puede observar a ciertas famosas mujeres de edad esforzándose por retener la ilusión de la juventud mediante cirugía cosmética, ejercicios agotadores y regímenes alimenticios, y paseándose del brazo de apuestos «chicos juguete». Sin duda existen relaciones auténticas y totalmente sinceras entre un anciano y una joven, o entre una anciana y un joven. Pero existen también muchas otras en las que la posición y el poder son la moneda con que se compra un amor ilusorio. Si observamos la historia de Merlín a través de los ojos de la psicología, puede que veamos a un hombre afligido por una profunda inseguridad, que confía únicamente en él poder de su sabiduría y de su magia. Su búsqueda de poder compensa su soledad y la duda de sí mismo, y está tan carente de sentimientos de autoestima que, cuando encuentra el objeto de su pasión, lo único que se le ocurre es impresionarlo con el poder, en lugar de revelarse como persona real y vulnerable. Esto también se puede observar en la vida diaria. Porque cuando nos sentimos inseguros de nosotros mismos, tal vez queramos impresionar con nuestro poder, dinero, talento o conocimiento, sin darnos cuenta de que, con semejante traición de nuestro yo real, estamos abriendo la puerta al rechazo y al daño. Al presentarnos como algo que no somos, nos engañamos consciente o inconscientemente; y al hacerlo, puede que atraigamos a un impostor. La historia de Merlín tiene mucho que enseñarnos sobre el triste resultado de la pasión, cuando la persona apasionada no tiene una creencia firme en su valor y evita el profundo y sincero encuentro entre iguales, que es lo que cualquier amor duradero requiere. Sansón, el héroe bíblico a quien encontramos anteriormente en este capítulo (ver Sansón y Dalila), está en contacto solo con sus deseos físicos y no tiene capacidad para la reflexión intelectual. Merlín, por otra parte, tiene miedo de sus deseos físicos y confía únicamente en su mente. Solo un equilibro entre ambos puede proporcionar una salud psicológica y el potencial de satisfacer una relación. CAPITULO DOS EL ETERNO TRIANGULO El eterno triángulo, como su nombre indica, señala que los seres humanos siempre han tenido dificultades en amar a una persona en exclusiva. Los triángulos son la inspiración esencial de la gran poesía, del drama y de la narrativa universal, así como de los ingresos de muchos abogados. La infidelidad nos hiere y nos degrada; pero, por otro lado, nos fascina, quizá porque conocemos demasiado bien su atractivo y el sufrimiento que causa. El eterno triángulo es una experiencia arquetípica, y la psicología está llena de explicaciones del porqué «nos extraviamos». Sabemos, a veces por una amarga experiencia, que la pérdida de la confianza corroe los matrimonios y destruye la vida familiar; y la decepción nos hace sentir humillados. Algunos de los mayores sufrimientos humanos tienen su origen en la traición. No obstante, no nos hallamos más cerca de comprender la razón por la que buscamos la monogamia y actuamos de modo poligámico de lo que lo estábamos hace un milenio, cuando se escribieron los grandes mitos sobre la traición sexual y emocional. EL MATRIMONIO DE ZEUS Y HERA Compromiso frente a la libertad Uno de las más famosas representaciones míticas de la infidelidad es el matrimonio de Zeus y Hera, reyes clásicos de los dioses. Aquí no solo hallamos un triángulo, sino una serie de ellos, pues Zeus es el arquetípico adúltero en serie, y Hera el arquetipo de la esposa celosa. Su vida de casados es un catálogo de aventuras, aderezadas por los celos, la venganza y los hijos ilegítimos. Sin embargo, su matrimonio sobrevive. ZEUS era el rey del cielo, y fue él quien organizó y gobernó el mecanismo suave y ordenado del cosmos. Se casó con su hermana Hera tras un noviazgo sumamente romántico, y parecía que estaba locamente enamorado de ella. Pero, desde el mismo comienzo del matrimonio, él le fue infiel, y ella se sintió herida y furiosamente celosa. Discutían continuamente, y Zeus no dudaba en pegarle de vez en cuando, para acallar sus acusaciones y protestas. Hera estaba furiosa por la constante persecución de otros amores por parte de él, diosas y mortales, mujeres y niños. Para lograr los objetos constantemente cambiantes de sus deseos requerían siempre de una gran inventiva y esfuerzo. De hecho, cuanto más difícil era el reto, mayor era su pasión; y siempre tenía que transformarse «con varios disfraces y formas animales», a fin de pasar desapercibido de esposos furiosos y de padres posesivos. Para Leda, se transformó en cisne; para Europa, en un toro; para Démeter, en potro, y para Dánae, en lluvia de oro. No obstante, en el momento que alcanzaba su deseo, el objeto de su amor ya no le apetecía y salía de inmediato en busca de otro. Hera, por su parte, pasaba la mayor parte del tiempo sintiéndose herida y rechazada. Concentraba todas sus energías en buscar pruebas del adulterio de Zeus y elaborando después algún plan astuto para humillarlo y vengarse de sus amantes. Parecía como si eso diera significado a su vida, ya que hacía muy poco más. Los hijos ilegítimos de Zeus —que eran tantos como las estrellas del firmamento— eran las víctimas propiciatorias de la cólera de Hera, y siempre perseguía a los que ella pensaba que Zeus podía querer más que a sus hijos legítimos. Volvió loco a Dioniso, y se las arregló para hacer que su madre muriese en la hoguera; atormentó a Heracles, el hijo de Alcmene, con tareas imposibles. Llegó a atar a su esposo con correas y a amenazar con deponerlo, aunque este fue, conveniente e inevitablemente, rescatado por los otros dioses. A pesar de todo, continuó su relación, y periódicamente su pasión volvía a resucitar. Hera fue muy capaz de pedir prestada a Afrodita su guirnalda de oro para hechizar y excitar el deseo de Zeus y satisfacer sus propios fines. Durante la guerra de Troya, Hera (que sentía un resentimiento particular por los troyanos) utilizó esta guirnalda de oro para seducir a Zeus y evitar que ofreciera su protección a Troya. Zeus sentía tantos celos como Hera, y se guiaba por una doble medida. Una vez, un mortal llamado Ixión deseó seducir a Hera; pero Zeus leyó su mente y formó una Hera falsa a partir de una nube, con lo cual Ixión consiguió satisfacer su deseo. Después, Zeus le ató a una rueda ardiente que rodó por los cielos eternamente. En otra ocasión, Hera decidió que ya había soportado bastante, de modo que abandonó a su marido y se escondió. Al no tener a su poderosa esposa a su lado argumentándole y regañándole, el gran Zeus se sintió desposeído y perdido. Sus otros amores le parecieron, de repente, menos interesantes. Buscó a Hera en todas partes. Finalmente, siguiendo el sabio consejo de un mortal experimentado en asuntos matrimoniales, Zeus hizo correr la voz de que estaba a punto de casarse con otra. Hizo una estatua de una joven hermosa, envuelta en velos como una novia, y paseó con ella por las calles. Al oír los rumores que Zeus había hecho circular, Hera se apresuró a salir de su escondite, corrió hacia la estatua y rasgó los velos de su rival imaginaria, descubriendo que estaba hecha de piedra. Cuando se dio cuenta de que le habían engañado, se echó a reír y la pareja se reconcilió durante algún tiempo. Y por lo que sabemos, todavía deben estar regañando y reconciliándose, hiriéndose, engañándose y amándose el uno al otro en el Monte Olimpo, incluso en nuestros días. COMENTARIO El matrimonio de Zeus y Hera ciertamente no es muy armonioso, y el clima moral de nuestra sociedad actual no es el más adecuado para condenar cualquier Zeus de nuestros días que se comporte como dicen que lo bacía el dios de los antiguos griegos. No obstante, hay pasión y emoción en este matrimonio, y cualquiera de los cónyuges está perdido sin el otro. Superficialmente, puede que adoptemos una posición moral y condenemos el adulterio de Zeus. Sin embargo, hay aspectos más profundos en este matrimonio, que nos pueden sorprender con sus intuiciones sobre lo que une a la gente.. ¿Por qué permanecen juntas estas dos poderosas deidades, si cada una es capaz de divorciarse y elegir un cónyuge menos complicado? Zeus es el epítome del poder creativo y de la ingeniosidad. Su transformación e incesante persecución del ideal nos dice que es un símbolo del poder de la imaginación; fluido, fértil y potente que no puede ser limitado ni contenido dentro de estructuras y reglas mundanas. Hera, por su parte, es la diosa del hogar y de la familia, y simboliza los lazos y las estructuras sociales que involucran continuidad, responsabilidad, normas y respeto por la tradición. De hecho, estas deidades son las dos caras de una misma moneda y reflejan dos dimensiones de la psique humana que están permanentemente en guerra; no obstante, dependen eternamente una de la otra para su plenitud. En la mayoría de las relaciones, una de las personas tiende a inclinarse hacia la dimensión imaginativa de la vida, mientras que la otra se inclina más hacia contener y estructurar esa misma vida. Pero todos poseemos ambas capacidades y las necesitamos en nuestra vida. Si comprendemos a nivel psicológico las infidelidades de Zeus, vemos que reflejan una búsqueda incesante de belleza y magia, y un deseo de autoexpresión que es la esencia del poder creativo de cualquier artista. Si comprendemos los celos de Hera, también a nivel psicológico, podemos vislumbrar la dificultad —y la gran fortaleza— del permanecer comprometidos, y la inevitable cólera que sentimos cuando nuestra libertad se ve coartada por nuestra propia elección, mientras que otros parecen salir adelante con la autocomplacencia y sin ninguna consecuencia. Todos nosotros, hombres o mujeres, podemos identificamos con Zeus o con Hera. No obstante, lo que nos está diciendo este matrimonio mítico es que tanto Zeus como Hera existen dentro de cada uno y, si deseamos evitar que su matrimonio se reproduzca de modo doloroso y concreto en nuestra propia vida, puede ser inteligente por nuestra parte hallar un equilibrio dentro de nosotros. Zeus y Hera también son capaces de reír juntos. Este es el ingrediente mágico que los reconcilia cuando han regañado. Y ambos están a la mima altura. Aunque Hera sea celosa, no está hecha de carne de mártir. Se defiende con vigor e ingenio, en lugar de sumirse en un lamentable lodazal de autocompasión. Como vemos, ambos se respetan, aunque también se hieran y se enfurezcan el uno con el otro. Este mito describe algo fundamental sobre la naturaleza humana, como ilustra el proverbio que dice: «La hierba está siempre más verde en el prado vecino, y todavía más si se nos prohíbe pisarla». Zeus va en busca de objetos de amor en parte debido a que los tiene prohibidos; cuando Hera lo abandona, él la persigue con tanta pasión como la que dedica a sus amores ilícitos. Y Hera persigue a Zeus porque nunca puede poseerlo por completo. El secreto más profundo de este matrimonio del Olimpo es que el amor duradero surge de no ser nunca capaces de poseerse el uno al otro totalmente. Por doloroso que parezca, cuando nos enfrentamos con un cónyuge descarriado, haremos bien en preguntarnos si hemos dejado de lado la posesión de nosotros mismos y, por lo tanto, nos hemos vuelto asequibles y susceptibles de que se posesionen de nosotros. Y al enfrentarnos con nuestra propia inclinación a extraviarnos, pódanos preguntarnos también si nuestra persecución de la perfección encubre cierto temor de quedar totalmente poseídos. El reconocimiento de esta búsqueda de lo imposible, que subyace en lo profundo de la naturaleza humana, puede conducirnos a una conciencia de la necesidad de llegar a un compromiso si hemos de relacionarnos de algún modo en la vida real. El compromiso es una solución imperfecta, en la cual ambas personas logran algo de lo que desean, pero en la que ninguna de ellas consigue que todo sea a su manera. Con el fin de conseguir una relación humana aceptable, debemos desechar el ideal de perfección; de igual modo, no debemos renunciar nunca a nuestra propia alma. No hay una «solución» en el matrimonio de Zeus y Hera; y quizá no haya tampoco solución al problema de la infidelidad, literal o supuesta, en las relaciones humanas. Depende mucho de la moralidad, de la ética, de la honestidad, del autocontrol y de la conciencia psicológica de la persona involucrada. A menos que hayamos descubierto el secreto de Zeus y Hera, puede que nos sigan sorprendiendo los matrimonios en los que se representan estas payasadas míticas, mientras que ambos cónyuges siguen amándose e inspirándose el uno al otro. Pero cuanto más comprendemos la lucha entre el compromiso y la libertad, tanto más capaces seremos de superar esta tensión dentro de nosotros mismos. Es entonces menos probable que nos polaricemos, convirtiéndonos en un Zeus incontrolado o en una Hera quejumbrosa. ARTURO Y GINEBRA La redención por el sufrimiento La historia del rey Arturo y la reina Ginebra, y el amor de esta por Lancelot, el mejor amigo del rey, es uno de los mitos mejor conocidos sobre el tema del dolor de la traición. También es único en que los participantes en este triángulo no intenten destruirse entre sí, sino que, en lugar de ello, encuentran la reconciliación y la paz interior a través de la integridad, de la lealtad a la amistad y del reconocimiento de la naturaleza sagrada esencial del amor profundo y sincero. TRAS muchos años de guerras y batallas, y después de haber conseguido vencer a las hordas invasoras sajonas, el rey Arturo le dijo a su consejero Merlín: «Ha llegado la hora de que tome esposa». Merlín preguntó si el rey ya había hecho su elección; y parecía que la había hecho, pues le habían hablado de una princesa de gran hermosura llamada Ginebra, hija del rey Leodegrance de Cameliard, y se sentía lleno de amor aún antes de haber conocido a la dama. Pero Merlín era adivino y podía prever que esta elección terminaría en tragedia. —Si te advirtiera que Ginebra será una elección desafortunada, ¿eso te haría cambiar? —preguntó Merlín. —No —replicó Arturo. —Bueno, entonces, si te dijera que Ginebra te va a ser infiel con el más querido leal de tus amigos... —dijo Merlín. —No te creería —admitió Arturo. —Por supuesto que no —respondió Merlín tristemente—. Todos los hombres que he conocido se han mantenido siempre firmes en la creencia de que en su caso, y ante el amor, todas las leyes de probabilidad quedarían anuladas. Incluso yo, que sé más allá de toda duda que mi muerte será causada por una niña tonta, no vacilaré cuando la joven se presente ante mí. Por lo tanto, tú te casarás con Ginebra. No necesitas consejo; solo aprobación. De modo que Arturo envió a Lancelot, el jefe de sus caballeros y su amigo de confianza, a traer a Ginebra de la casa de su padre a la corte del rey. En el viaje, la profecía de Merlín se cumplió, y Lancelot y Ginebra se enamoraron perdidamente. Pero ninguno de los dos consintió en romper la promesa hecha al rey. Al poco tiempo de la boda, el rey Arturo tuvo que atender algunos asuntos en otro lugar del reino. En su ausencia, el rey Meleagant le tendió una trampa a la reina, la secuestró y se la llevó a su reino. Nadie sabía lo que le había sucedido. El único modo de penetrar en la bien guardada prisión en la que Meleagant había encarcelado a la dama era atravesando un puente peligroso que nadie había cruzado antes, porque estaba hecho con espadas afiladas colocadas de punta. Nadie osó ir a rescatar a Ginebra excepto Lancelot, que se abrió paso a través de lugares desconocidos hasta que descubrió dónde estaba oculta Ginebra. Cruzó el puente de las espadas, lo que le costó recibir heridas profundas, pero rescató a la reina, luchó con Meleagant y lo mató. Una vez regresaron a la corte, la reina se apiadó de Lancelot y ella misma curó sus heridas. Mientras aquel yacía en su lecho de enfermo, ambos consumaron finalmente su amor secreto. Al regreso de Arturo, Merlín le dijo que había tenido una visión de la reina y de Lancelot, y que Ginebra había traicionado a su esposo. Otros miembros de la corte también le dijeron a Arturo que era sabido que la reina y Lancelot se amaban en secreto. Pero Arturo evitó dejarse llevar por la ira y siguió su propio consejo, porque sabía que tanto su amigo como la reina sufrían mucho por su amor, y que ambos luchaban por resistirse a él lo mejor que podían. Debido a que el rey los amaba a ambos, no quería dañar a ninguno de ellos exponiendo públicamente la traición. De modo que esperó; y los tres se sintieron desdichados por el amor que se tenían entre ellos. Pero los caballeros de la corte estaban furiosos ante la vergüenza que la reina y Lancelot habían causado al rey y, al mismo tiempo, vieron una oportunidad para hacerse con el poder y expulsar al mejor amigo del rey de su lado. De modo que planearon sorprender a Ginebra y Lancelot juntos, con el fin de presentar al rey la prueba de la traición y hacer pública la infamia de la reina. Entre estos caballeros se encontraba Mordred, que era hijo ilegítimo del rey y que buscaba apoderarse del trono. Una noche, estos caballeros permanecieron en vigilia en espera de los amantes y, llegado el momento, irrumpieron en la habitación donde yacían. Lancelot escapó, pero los caballeros hicieron prisionera a la reina llevándola ante el rey, con la prueba de su traición. De modo que Arturo se vio obligado, contra su voluntad, a acusarla y someterla a juicio. Ginebra fue encontrada culpable y sentenciada a morir en la hoguera. Pero cuando era arrastrada hacia la hoguera, Lancelot, que mientras se hallaba escondido había recibido noticias del destino que esperaba a su amante, partió a caballo para rescatarla. Se libró una gran batalla, y murieron muchos caballeros antes de que Lancelot se llevara a la reina a su castillo, cuyo nombre era Guardia Alegre. Ahora Arturo ya no podía perdonarlo, pues Lancelot había matado a muchos de sus mejores caballeros. De modo que el rey marchó con su ejército a sitiar el castillo de la Guardia Alegre. Pero Lancelot rehusó salir en su caballo a defender el castillo, pues no quería combatir con Arturo. Después, uno y otro tuvieron ocasión de hablar recordando el amor y la lealtad que se tenían. Entonces Lancelot se arrepintió y juró que renunciaría al amor de la reina, de modo que Arturo y él se reconciliaron. Arturo quería haber regresado con su reina, pero los otros caballeros no dieron su aprobación a semejante espíritu de clemencia. Exigían venganza; de modo que Lancelot tuvo que salir al paso y luchar con ellos para que no lo consideraran cobarde. Y tuvo lugar una gran batalla. Arturo y Lancelot se encontraron durante el combate, y hubo lágrimas en los ojos de ambos hombres. Pero no podían deshacer lo que ya estaba hecho, y la batalla siguió su curso, a pesar de que ambos habían hecho las paces. Transcurrido cierto tiempo, ambos bandos se sintieron exhaustos. Después de parlamentar, acordaron una tregua. Arturo regresó a la corte con Ginebra y ofreció a Lancelot su antiguo lugar en la Tabla Redonda. Pero Mordred, viendo que el poder se le iba de las manos, planeó la caída de los tres. Dirigió un grupo de gente armada contra el rey y, en la batalla, este resultó mortalmente herido. Aunque Lancelot luchó del lado de Arturo y mató a Mordred, cuando todo hubo terminado no pudo soportar su culpa y le dijo a la reina viuda que debía partir para siempre. De modo que se fue cabalgando, ingresó en un monasterio y pasó sus días arrepintiéndose de sus faltas. Por su parte, la reina tampoco pudo soportar su culpa, ni la pérdida de los dos hombres a quienes amaba, e ingresó en un convento. Pasados muchos años, una noche Lancelot tuvo una visión en la que le decían que fuera a ver a la reina. Cuando hubo encontrado el convento en el que ella había pasado sus días, le dijeron que acababa de morir media hora antes y se encontró con su cadáver. Desde entonces Lancelot no comió ni bebió, y enfermó gravemente. Finalmente murió de consumición. Tanto Lancelot como Ginebra fueron colocados en el mismo féretro y llevados al castillo de la Guardia Alegre de Lancelot, y todos los caballeros que habían buscado su destrucción en vida vinieron a honrarlos en la muerte, pues la pareja ya había expiado sus pecados y todos sabían ahora el gran amor que ambos se tenían y el que también tenían por el rey. De modo que a los tres les perdonaron en la muerte lo que no les habían perdonado en vida. COMENTARIO El triángulo trágico de Arturo, Ginebra y Lancelot constituye una visión espléndida de la nobleza del corazón humano. Pone de relieve un potencial que todos nosotros poseemos, pero que, lamentablemente, lo practicamos muy rara vez en la vida real. Este triángulo no está basado, como lo están muchos otros, en la autoindulgencia, en la mera atracción sexual, en el aburrimiento o en el intento de escapar al compromiso. Se halla enraizado en el amor profundo de todos los que lo componen, y nos enseña que el amor no siempre es exclusivo. Podemos amar a diferentes personas profundamente de distintas maneras. Esto se hace difícil de aceptar actualmente, porque estamos educados en la creencia de que si amamos a nuestro cónyuge es imposible que amemos a nadie más. Hacemos votos matrimoniales que demandan exclusividad, y, en nuestro intento de comprender por qué nos vemos envueltos en triángulos, insistimos en la creencia de que quienes cometen traición deben ser seres superficiales y carentes de sensibilidad. En muchos triángulos, es posible que la motivación se deba a razones más superficiales, sean estas conscientes o inconscientes. Pero el mito de Arturo y Ginebra nos muestra que no es así siempre, y que a veces la vida es simplemente injusta. Y así también puede ser el corazón humano. El rechazo de Arturo a la represalia, a pesar de su herida, refleja una generosidad de espíritu y una capacidad de autocontrol envidiables. Desgraciadamente, estas cualidades no son compartidas por sus caballeros, quienes, como tantos otros, son implacables y ruidosos en su condena de algo que no pueden comprender, porque nunca han amado profundamente. Y estos caballeros también tienen sus asuntos secretos, que los ciegan a la profunda legitimidad de lo que Arturo trata de hacer. En la opinión popular, a un Arturo de nuestros días, al encarar una situación semejante, es posible que lo tacharan de «blando», un hombre débil que tolera una situación vergonzosa principalmente porque no es lo suficientemente hombre como para hacer algo al respecto. Sin embargo, Arturo es lo opuesto; su lealtad tanto a su amistad con Lancelot como al amor por su esposa le causan un profundo sufrimiento; no obstante, rehúsa traicionar a su corazón y, de ese modo, demuestra ser más varonil que cualquiera de los caballeros que claman venganza. Ninguno de los personajes de esta historia encuentra felicidad romántica en el sentido ordinario. Pero quizá más importante que vivir felizmente para siempre sea la lealtad absoluta que muestran los tres hacia las demandas más profundas de su alma, a pesar de que eso les cueste nada menos que perder todo. Si el amor entre Ginebra y Lancelot fuera inferior a un amor del alma, ninguno de los dos habría dado paso a la tentación. Si el amor de Arturo tanto por su amigo como por su reina fuera algo menos que amor del alma, se habría satisfecho en la venganza, con la aprobación absoluta de todos los que lo rodeaban. En ocasiones puede ocurrir que semejante amor llegue a nuestra vida. Y si es así, podremos comprender por qué los antepasados pensaban que con ello habían sido visitados por un dios, contra lo cual los poderes humanos son impotentes. A menudo la simple lujuria, a el deseo secreto de castigar a un cónyuge, se disfraza mediante declaraciones de gran pasión. Pero la naturaleza real de semejante deseo queda manifiesta cuando nos enfrentamos con la clase de elección a la que se ven forzadas estas tres figuras míticas. Quizá nos podamos considerar afortunados si semejantes fuegos cauterizadores no se hacen presentes en nuestra vida. Si lo hacen, se producirá inevitablemente un gran sufrimiento para las tres personas. No obstante, si la vida nos enfrenta a un desafío semejante, es mejor que recordemos la historia de Arturo y Ginebra, que nos habla de que la traición puede ser el medio más adecuado para llegar a conocernos y para averiguar lo que en realidad creemos. CAPITULO TRES EL MATRIMONIO Existen muchos mitos sobre el matrimonio; pero ninguno describe el «matrimonio feliz» que tantas personas anhelan. Quizá sea irónico que el «mito» tan comúnmente citado de un matrimonio feliz no aparezca nunca en la mitología. El mito nos muestra cómo son las cosas en realidad, desde el punto de vista psicológico, en lugar de como nos gustaría que fueran. Las imágenes que nos ofrece sobre el matrimonio describen los flujos y reflujos, los conflictos arquetípicos de las emociones humanas y las dificultades y pruebas endémicas al empeñarse en una verdadera relación. Las historias que siguen nos ofrecen intuición y sabiduría en la dinámica de dos personas que tratan de relacionarse entre sí. Pero no encontraremos ninguna receta para una dicha permanente y sin esfuerzo. En la vida real, un matrimonio feliz es el producto del esfuerzo y de la conciencia humanos, y quizá también de un poco de buena suerte, pero no es una parte garantizada del telón de fondo arquetípico de la psique humana. GERDA Y FREY La importancia del noviazgo La historia noruega del noviazgo entre el dios Frey y Gerda es un testimonio de la recompensa de la perseverancia en el amor y de la importancia de los rituales del noviazgo para asegurar que una relación florece convirtiéndose en un matrimonio feliz. Aunque no tengamos que recurrir a hechizos, podríamos aprender de la determinación y de la pasión con las que Frey — o, a decir verdad, su mejor amigo Skirnir, que es quien hace todo el trabajo real— persigue a la novia elegida; pues un vínculo duradero y pleno no es probable que caiga del cielo sin esfuerzo y tenacidad. LA esposa de Frey, al igual que su madre, pertenecía a la raza de los gigantes. Frey se sintió atraído hacia ella por un amor irresistible. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de Odín, se divertía observando lo que estaba sucediendo en la tierra. En el reino de los gigantes vio a una doncella de incomparable belleza que salía de la casa de su padre. El destello de sus blancos brazos llenaba de luz el cielo y el mar. Su nombre era Gerda. Al punto el corazón de Frey se inflamó de amor vehemente. Pero pronto se apoderó de él una profunda melancolía porque no sabía cómo lograr su amor. Cuando sus padres se dieron cuenta del cambio que se había producido en él, hicieron llamar a Skirnir, el amigo y sirviente de Frey, y le pidieron que descubrirse el secreto de la infelicidad de su hijo. Skirnir comprendió rápidamente el origen del problema y se ofreció a pedir la mano de la doncella en nombre de su amigo. Pidió a Frey que le prestase una espada famosa, que tenía la facultad de moverse por el aire sin que nadie la impulsara, y un caballo que fuera capaz de atravesar el fuego. Skirnir cabalgó toda la noche hasta llegar a la tierra de los gigantes. A la puerta de la casa del padre de Gerda había unos perros feroces encadenados y la casa estaba rodeada por fuegos llameantes producidos por un encantamiento. Pero Skirnir no se amilanó. Condujo su caballo a través de las llamas mágicas y llegó ante la puerta de la casa. Gerda se acercó, atraída por el escándalo que formaron los perros, y entonces Skirnir le dio el mensaje de amor y noviazgo de Frey. Al mismo tiempo, le ofreció once manzanas hechas de oro puro y un bello anillo mágico que había pertenecido a Odín. Pero Gerda no quedó impresionada. Entonces Skirnir blandió la famosa espada, que se movió por el aire a impulso propio, e hizo como que iba a matar a Gerda y a su padre. La amenaza fue en vano; Gerda permaneció impasible. Desesperado ante su fracaso, Skirnir acudió a hechizos y conjuros. Le dijo a Gerda que poseía una varita mágica que tenía un terrible poder, y que grabaría sobre ella runas amenazadoras y mortales si no aceptaba casarse con Frey. Insistió que mediante estas runas se aseguraría de que ella viviera una existencia solitaria, lejos de los hombres, en el lado opuesto del mundo en el que, en medio de las heladas profundidades, se secaría como un cardo. Ahora Gerda sintió verdadero temor. No había amenaza mayor que una vida de soledad, y Frey comenzó a ser una alternativa muy atractiva. Como muestra de conciliación, ofreció a Skirnir la copa de la bienvenida, llena de aguamiel. Skirnir la apremió para que, en ese momento, concertara un encuentro con Frey, porque este estaba consumido de impaciencia y reclamaba a su novia. Gerda se negó a ello, pero prometió encontrarse con Frey en un pequeño bosque sagrado que ella eligió, después de que hubieran transcurrido nueve noches. Frey, entre tanto, esperaba noticias rebosante de agonía. Cuando Skirnir le trajo la respuesta de Gerda, su corazón se llenó otra vez de júbilo. Solo que el retraso impuesto por ella le causó dolor. «Una noche es larga» le dijo a Skirnir, «¡pero cuán largas son dos noches! ¿Cómo puedo tener paciencia para esperar tres noches? ¿Mas cómo es posible que sobreviva a nueve noches?». Pero pudo lograr sobrevivir las nueve noches, aunque hizo que Skirnir y sus padres casi se volvieran locos con sus lamentos. Finalmente, se casó con Gerda y gozaron de una bendita y fructífera unión. COMENTARIO Este relato noruego, a diferencia de muchos otros mitos de noviazgo y matrimonio, tiene un final feliz. Pero ese resultado feliz depende del noviazgo mismo, el cual nos puede parecer algo extraño. Gerda es persuadida a casarse con Frey únicamente por medio del temor; y solo hay una cosa a la que ella teme, que es la soledad. Solo cuando Skirnir le amenaza con un futuro solitario ella accede a casarse. Esto nos habla de una de las fuerzas dominantes que están detrás de nuestros esfuerzos para construir relaciones firmes con otros seres humanos, pues la soledad es una de nuestras fuentes de temor y sufrimiento. Quizá la razón por la que la amenaza tenga éxito es que Gerda es honesta consigo misma. Puede que no seamos partidarios de admitir que deseamos un cónyuge, porque es preferible eso a estar solo; y puede que no queramos enfrentamos al hecho de que es más probable que busquemos el matrimonio ante el temor de envejecer solos. Preferimos hablar de encontrar la persona «correcta» o nuestra «alma gemela». Mucho se habla, dentro del clima social actual, de la felicidad de ser solteros y libres. Existe una verdad profunda en cuanto a la importancia de ser capaz de existir como una entidad independiente, pues las relaciones basadas solo en el temor, despojadas de respeto mutuo y de comunicación, a menudo no sobreviven. No obstante, quizá Gerda es más honesta —y por lo tanto tiene más éxito en su matrimonio— que muchos de los que pretenden que el estado de soltero es preferible, principalmente porque tienen miedo de los desafíos y compromisos que exige un vínculo estrecho con otro ser humano. Frey no vive su propio noviazgo. Esto también nos puede parecer extraño. Pero Skirnir, el amigo y sirviente, es realmente un aspecto del mismo Frey, como es el caso de muchos mitos donde un «doble» realiza el trabajo más difícil. Frey es un dios, pero su sirviente Skirnir es humilde, sin pretensiones, y no tiene ningún orgullo que perder. Aunque posee objetos mágicos, es un simple portavoz. Esto nos sugiere que, si hemos de tener éxito en establecer la relación que buscamos, puede que no debamos presentarnos como seres importantes y señoriales, sino como simples personas. Skirnir es también una imagen de la comunicación; posee los instrumentos adecuados, las armas correctas, el caballo adecuado y el lenguaje apropiado. Intenta varios enfoques distintos y, finalmente, da con el correcto. Esta capacidad de ser flexible, de tener inventiva y capacidad de comunicación para crear vínculos con otros es una intuición importante que nos ofrece este mito. Además, Skirnir es perseverante. No se rinde fácilmente, incluso ante la resistencia obstinada de Gerda. Su amo Frey podría haberse enfurruñado de repente, por sentirse herido y rechazado; pero las emociones de Skirnir no están en juego, por lo tanto puede ser objetivo en sus esfuerzos. De este modo, no solo es una imagen de buena comunicación, sino que también lo es de desprendimiento no tiene ningún orgullo que perder, no tiene sentimientos susceptibles de ser dañados. Es posible que también nosotros necesitemos cultivar semejante desprendimiento, a fin de encontrar el mensaje correcto para aquellos a quienes amamos y queremos tener más cerca. El arma mágica, las manzanas de oro y el bello anillo que son ofrecidos como soborno, en definitiva no tienen ningún efecto sobre Gerda. Es el conjuro de su temor a la soledad lo que triunfa. Skirnir solamente llega a esto cuando sus amenazas iniciales y sus sobornos fracasan. Los esfuerzos para impresionarla no funcionan en este extraño caso de noviazgo entre un dios y una gigante; y quizá tampoco trabajen en el noviazgo humano. Es una verdad profunda aunque molesta lo que nos ofrece la historia de Frey y Gerda. Cuando buscamos impresionar con nuestros poderes y talentos, puede que fracasemos en nuestro esfuerzo por lograr el amor. Finalmente, la capacidad de reconocer y de hablar de los temores de los demás —a través del reconocimiento de los nuestros— puede constituir el canal más auténtico por el cual podamos abrir una brecha en las defensas del otro y establecer los comienzos de una relación duradera. LA TRANSFORMACIÓN DE NYNEVE La compasión libera el poder del amor Ya hemos conocido a Nyneve en la historia del encantamiento de Merlín. En ese relato, ella era joven, insensible y egoísta; y preparó la caída del mago con el fin de obtener poder. En esta historia, ella obtiene sabiduría y compasión con el paso del tiempo, la experiencia y el sufrimiento; y solo mediante esta transformación puede llegar a un verdadero matrimonio en el que encuentra felicidad y realización.. NYNEVE anduvo sin descanso por el Bosque de la Aventura. Había cambiado desde el tiempo en el que, como joven impaciente y ambiciosa que era, había robado a Merlín sus secretos y su vida. Entonces deseaba poder y prominencia, sin comprender el precio que la vida exige por esos dones. Pero, en los años siguientes, su poder había apresado a su corazón del mismo modo que ella había apresado a Merlín. Debido a su magia, ella podía hacer cosas que las personas corrientes no podían y, en lugar de que esto la hiciese libre, la había convertido en esclava de los desesperados. Su don de curar hizo de ella la sirvienta de los enfermos, y su poder sobre la fortuna la ligó a los infortunados. Y su conocimiento de los secretos de los demás seres humanos, que le mostraba el mal sin importar cómo estuviese enmascarado, le hacía permanecer en guerra constante contra los planes ambiciosos de codicia y traición que se promovían en el mundo que la rodeaba. Y todavía más, se dio cuenta tristemente de que mientras su fortaleza la ataba a los débiles y atormentados, estos no quedaban atados a ella. Porque ellos no podían ofrecerle amistad como pago de su deuda. Por ello, Nyneve se encontró sola y aislada, elogiada pero desolada, y a menudo anhelaba los tiempos cuando todos echaban al cofre su amabilidad y su amor a partes iguales. Porque no existe una soledad como la del que solo puede dar, y ninguna ira como la de los que solamente reciben y aborrecen el peso de la deuda. Se quedaba poco tiempo en un solo lugar, porque la alegría motivada por sus servicios pronto se convertía en inquietud frente a la amenaza de su poder. A medida que iba viajando por el bosque, se cruzó con un joven escudero que estaba llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, él declaró que su amado amo había sido traicionado por su señora; y ahora el corazón de su amo estaba tan destrozado que esperaba la muerte con los brazos abiertos. —Llévame ante tu señor —dijo Nyneve—. No debe morir por amor de una mujer que no lo merece. Si ella es despiadada en el amor, el castigo adecuado es amar sin ser amada. Entonces el escudero la condujo ante su amo, Sir Pelleas, que se hallaba en el lecho con las mejillas hundidas y la frente con fiebre. Nyneve pensó que no había visto nunca un hombre tan apuesto y tan atractivo. —¿Por qué el bien se arroja a los pies del mal? —dijo ella, calmando la palpitante frente del caballero con su mano fría. Entonces se puso a cantarle, y su magia le trajo paz y el encanto de un soñar despierto. Tras esto fue a buscar a la perversa señora, que se llamaba Ettarde, y la llevó ante el lecho del somnoliento Pelleas. —¿Cómo te atreves a traer la muerte a este hombre? —preguntó Nyneve, porque no podía olvidar lo que ella le había hecho en el pasado a Merlín, y que desde entonces había tenido que vivir con su propio y amargo remordimiento. —¿Quién eres que no puedes ser amable? Te ofrezco el dolor que has infligido a los demás. Ya comienzas a sentir mi hechizo y por eso estás empezando a amar a ese hombre. Lo amas más que a cualquier cosa en este mundo. Morirás por él de tanto como le amas. Y Ettarde, prisionera del hechizo, repitió: —Lo amo. ¡Oh Dios! Lo amo. ¿Cómo puedo amar a quien antes tanto había despreciado? —Se trata de una pequeña parte del infierno que estabas dispuesta a ofrecer a los demás —dijo Nyneve—. Y ahora vas a ver el otro lado. Nyneve susurró un buen rato al oído del caballero durmiente, y despertándolo después, se retiró a observar. Cuando Pelleas se percató de la presencia de Ettarde, se sintió lleno de aborrecimiento por ella, y cuando la mano amorosa de esta se acercó a él, este la retiró disgustado. —¡Vete! —gritó él—. No puedo soportar el verte. Eres malvada y fría. Déjame y no te atrevas a acercarte a mí nunca más. Ettarde se echó al suelo llorando. Y Nyneve dijo: —Ahora conoces el dolor. Esto es lo que sintieron por ti. —¡Lo amo! —gritó Ettarde. —Siempre lo amarás —dijo Nyneve—. Y morirás junto con tu amor no querido; y esa es una muerte dura y terrible. Vete ahora hacia tu oscura muerte. Entonces Nyneve regresó ante Pelleas y le dijo: —Levántate y comienza otra vez a vivir. Un día encontrarás tu verdadero amor, y ella te hallará a ti. —He consumido mi capacidad de amar —dijo tristemente el caballero—. Todo ha terminado. —Eso no es así —dijo Nyneve—. Toma mi mano. Te ayudaré a encontrar tu amor. —¿Te quedarás conmigo hasta que lo encuentre? —preguntó. —Sí —contestó ella—. Te prometo quedarme a tu lado hasta que encuentres a tu amor. Y vivieron juntos y felices el resto de sus vidas. COMENTARIO La historia de la transformación de Nyneve puede ofrecernos numerosas intuiciones para la creación de un vínculo duradero. Y no menos importante es que nos enseñe a que debamos vivir con las consecuencias internas de nuestras acciones, y que esta justicia profunda, a pesar de que no se haga patente en la vida externa, nos puede hacer cambiar de criaturas insensibles y egocéntricas a personas capaces de comprensión y de compasión. Es posible que, aun cuando hayamos nacido con el potencial de amar, solo podamos realizar ese potencial por medio del sufrimiento nacido del verdadero autoconocimiento.. Nyneve descubre primeramente que el poder y la posición nunca llegan sin que paguemos un precio y, a menudo, el precio es el aislamiento de los seres que nos rodean. Aunque el poder se derive de la riqueza, del conocimiento, de la posición social, de los dones especiales artísticos o curativos, de una extraordinaria belleza o de un carisma sexual, no obstante, debemos aceptar la carga de la soledad si nos decantamos por nuestra especialidad. Y tampoco podemos esperar que nuestro servicio a los demás nos sea recompensado con amor, pues —como Nyneve termina aprendiendo a sus propias expensas— la obligación y el amor son malos compañeros. Otro descubrimiento de Nyneve es que los daños infligidos a los demás no pueden desaparecer simplemente a través del olvido o realizando buenas obras como penitencia. Cuando injuriamos a otras personas por medio de la insensibilidad o por la necesidad de poder, en lo profundo sabemos lo que hemos hecho; y debemos vivir sabiéndolo durante toda nuestra vida. El conocido sentimiento de culpa es, en general, un mecanismo inútil porque, a menudo, se trata de un reconocimiento intelectual de nuestra culpabilidad, despojado de verdadero sentimiento. Pero el remordimiento que es algo más profundo, surge cuando reconocemos con todo nuestro corazón que hemos causado dolor de forma injustificada. El remordimiento sentido profundamente, nos puede transformar. Lo que Nyneve le ha hecho a Merlín no puede deshacerse y, a medida que pasan los años y experimenta la soledad, lleva ese recuerdo dentro de ella; y esto la hace ser más humilde. El deseo de Nyneve de ayudar a Sir Pelleas no surge debido a que piense apropiárselo, sino porque ve, en lo que su señora Ettarde le ha hecho, un espejo de lo que ella misma le hizo una vez a Merlín. Reconoce que Pelleas es en buen hombre, y que una mujer no muy distinta a la joven Nyneve casi lo ha destruido con su insensibilidad y su falta de fe. El enfado que Ettarde le produce a Nyneve constituye, en efecto, una expresión de su propio enfado, y con esto se castiga a sí misma. Ve demasiado claramente que el apuesto caballero se merece algo mejor de la vida que la clase de mujer que ella fue tiempo atrás. Y cuando él declara que ya no es capaz de amar, su compasión y piedad por él lo hacen inclinarse a ayudarle para encontrar otro amor, sin darse cuenta de que ella podía ser ese amor. Las acciones de Nyneve, en nombre de Pelleas, aparecen enteramente libres de egoísmo y son, por lo tanto, distintas a todo lo que ha hecho antes. Su impulso por corregir los equívocos de Ettarde han surgido de su remordimiento y de su realización dolorosa del error de mostrar desconsideración a quienes nos aman de verdad. Este es un cambio profundo y una liberación de los venenos del pasado; y su recompensa, que nunca pretende buscar, es un amor duradero. Los seres humanos han llenado volúmenes intentando comprender la naturaleza del amor eterno y el secreto de hacer que un matrimonio funcione. Esta historia quizá no corresponda a todas nuestras preguntas sobre el tema, pero contiene mensajes importantes sobre las relaciones misteriosas entre el amor y el autoconocimiento, y sobre el nexo entre la humildad y la verdadera compasión. La historia de Nyneve revela también la diferencia entre «hacer el bien» como medio para exigir poder y alejarse de la soledad, y ofrecer servicios a los demás como reflejo de una empatía nacida de la autocomprensión. ALCETIS Y ADMETO Amar a otros más que a uno mismo El relato griego de la disposición de Alcestis a ofrecer su vida para salvar la de su esposo nos ha llegado como símbolo de la más noble muestra de autosacrificio en el matrimonio. Los seres humanos se someten a menudo a algo que se parece al autosacrificio, pero que realmente es un medio secreto de asegurarse la lealtad de la otra persona. El autosacrificio en el matrimonio suele ser una clase de «trato» inconsciente que tiene por objeto comprar la devoción del cónyuge. Este mito nos muestra un cuadro de un amor que es capaz de poner al ser amado en primer término. Y no porque se tengan esperanzas secretas de recompensa futura, sino porque no existe otra elección posible para el corazón. ALCESTIS, la más bella de las hijas del rey Pelias, fue pedida en matrimonio por muchos reyes y príncipes. Como no deseaba poner en peligro su posición rehusándose a entregarla, por otra parte, se sabía claramente incapaz de satisfacerlos a todos, Pelias proclamó que ofrecería la mano de Alcestis al hombre que pudiera uncir a un jabalí salvaje y a un león a su carro, y que pudiera hacerlos correr por la pista de carreras. Esta noticia llegó finalmente a oídos del rey Admeto de Ferae. Inmediatamente, Admeto invocó a Apolo, el dios sol, que le había sido destinado como pastor durante un año por Zeus, el rey del cielo. —¿Te he tratado con el respeto debido a tu jerarquía de dios? —preguntó Admeto al dios sol. —Así ha sido —replicó Apolo—, y yo te he mostrado mi gratitud haciendo que todas tus ovejas tuvieran gemelos. —Como un último favor —dijo Admeto—, ayúdame a conseguir la mano de Alcestis, haciendo que pueda satisfacer las condiciones de Pelias. —Estaré encantado de hacerlo —respondió Apolo. Y llegó el día en que Admeto pudo conducir su carro por la pista de carreras, tirado por una pareja salvaje formada por un león y un jabalí. Todo podía haber salido bien, pero durante la boda, Admeto, embargado por su gran alegría, se olvidó de hacer el sacrificio acostumbrado a la diosa luna Artemisa. Y esta no tardó en castigarlo. Al entrar aquella noche en la cámara nupcial con el rubor del vino en el rostro y engalanado con guirnaldas de flores, Admeto retrocedió horrorizado. Sobre la cama matrimonial no le esperaba ninguna bella novia desnuda, sino un montón de sibilantes serpientes enroscadas. Admeto corrió llamando a gritos a Apolo, quien amablemente intercedió ante Artemisa en favor de su amigo. De inmediato le ofreció a la diosa el sacrificio que había olvidado. Y Apolo obtuvo incluso la promesa de Artemisa de que, cuando llegará el día de la muerte de Admeto, no se lo llevaría, a condición de que un miembro de su familia muriera voluntariamente por amor a él. Este día fatal llegó más pronto de lo que Admeto esperaba, si bien ya estaba fijado desde el principio por los Hados. Hermes, el mensajero divino, voló al palacio una mañana y llamó a Admeto al inframundo. Cundió una consternación general, Pero Apolo logró ganar algo de tiempo a favor de Admeto, haciendo que los tres Hados se emborracharan, y de esa forma retrasó el corte definitivo del hilo vital de Admeto. Este corrió ante sus ancianos padres, se echó a sus rodillas y les rogó que alguno de ellos diera su vida por él. Pero ambos rehusaron, alegando que todavía esperaban muchos goces de la vida y que debía de conformarse con su suerte como todos los demás. Entonces, por amor a Admeto, Alcestis tomó un veneno, y su alma descendió al inframundo, cumpliendo así el trato entre Apolo y Artemisa por el que se le concedía a Admeto una larga vida. Pero Perséfone, diosa del inframundo, consideró que era algo perverso el que nadie, excepto su amante esposa, hubiera hecho semejante sacrificio. Como mujer, Perséfone comprendió el gran acto de amor de Alcestis y decidió recompensárselo. En consecuencia envió a esta de regreso al mundo de los seres vivos, y esposo y esposa tuvieron una larga vida llena de gran felicidad. COMENTARIO A primera vista, el mensaje de este relato conmovedor queda suficientemente claro; una mujer no puede sentir un amor más grande que el que la impulsa a sacrificar su propia vida en aras de sus seres queridos. Pero hay otros temas contenidos en el mito que nos hablan de algo más que de la naturaleza del matrimonio, y quizá incluso del misterio de la vida misma. Desde el comienzo, este matrimonio está vinculado a los personajes divinos que son responsables de gran parte de la acción de la historia. Apolo es un dios grande y poderoso; sin embargo, actúa como sirviente y amigo de Admeto, proporcionándole la ayuda necesaria siempre que se la solicita. ¿Quién es este dios, y que podría simbolizar en esta historia? Como señor del sol, es una imagen de la luz; de la luz del espíritu y también de la luz de la conciencia. Admeto es un hombre consciente y espiritualmente vivo, y por eso puede enfrentarse al reto que el padre de Alcestis propone a sus pretendientes. Uncir a un león y a un jabalí a la vez, como pareja de tiro de un carro, es una imagen del control de los instintos y de saber dirigir el poder salvaje hacia fines civilizados. En otras palabras, Admeto ha realizado el esfuerzo de controlar su naturaleza instintiva y ha construido una relación duradera con su espíritu interno. En resumen, se halla del lado de la vida y de la luz: y debido a esto tiene la fortuna de elegir a su esposa. A Admeto se le perdona su primera transgresión, que es la de olvidarse de la diosa lunar Artemisa. Esta es una deidad relacionada con la naturaleza salvaje; es un símbolo del instinto puro, y por lo tanto el autocontrol y la conciencia de Admeto la enfurecen. Pero Apolo soluciona este problema, y a Admeto se le ofrece una vida más larga, con tal de que alguien que lo ame suficientemente tome su lugar en el inframundo. Entonces Apolo se enfrenta al problema con los Hados haciendo que estos se emborrachen; una imagen singular del mito griego, ya que incluso los dioses tienen que obedecer al destino. Quizá esta historia nos esté diciendo que la conciencia y el compromiso espirituales proporcionan la posibilidad de liberarnos de la clase de obligaciones ciegas que los Hados simbolizan. Y quizá incluso la muerte —al menos a nivel psicológico— pueda controlarse durante algún tiempo por medio de esta conciencia interior. Admeto pregunta a sus ancianos padres si desean ofrecerse para evitar que él pierda la vida. La respuesta de estos es totalmente opuesta a lo que podíamos esperar: se niegan categóricamente. El amor de los padres para sus hijos, y de los hijos para los padres, puede ser más bien algo precario, si nos tomamos en serio el mensaje de esta mítica imagen. Lo que se toma por amor en las familias es a menudo un vínculo enraizado en la necesidad mutua, en la dependencia y en el temor a la separación, en lugar de un amor auténtico que surge del respeto natural y de la generosidad emocional. Por esta razón, a veces nuestras familias nos dan de lado cuando más necesitamos su validación de nuestra individualidad. Solo Alcestis está preparada para sacrificarse por Admeto; ella lo valora lo suficiente como para hacer esta ofrenda sin dudarlo. Aunque puede que nunca tengamos que realizar semejante sacrificio total por un ser amado, en toda relación existen muchas ocasiones en las que nuestra afirmación del valor de los demás puede llevarnos a colocar a esa persona en primer término, sin pensar en las consecuencias que nos puedan sobrevenir. Este sacrificio no se fundamenta en una esperanza de recompensa futura, ni está motivado por ningún intento secreto de vincular a la otra persona con alguna obligación. Surge espontáneamente a partir de un punto misterioso del corazón y del alma, que no puede hacer otra cosa sino darse. Debido a este acto de generosidad total, Perséfone, reina del inframundo, rehúsa aceptar la muerte de Alcestis y la devuelve al reino de la vida. Perséfone es una imagen de las misteriosas dimensiones ocultas de la vida y, entre otras cosas, simboliza los ciclos de la naturaleza y del tiempo que están velados a la conciencia racional. No representa el juicio de la sociedad; refleja una ley de la naturaleza más profunda que trata de las consecuencias psicológicas. Podemos comprender que ella simboliza las leyes por las cuales opera la misma psique inconsciente. Alcestis se ve recompensado por no haber buscado nunca una recompensa; alcanza la felicidad debido a que no trata de exigirla; y vive su vida amando y siendo amada porque ha antepuesto el amor a su propio interés. Sería poco realista esperar que un ser humano viva permanentemente en semejante estado de total apertura del corazón. Pero podemos vislumbrar la magia de la recompensa de Alcestis cuando superamos nuestros motivos y acciones personales, y valoramos a alguien tanto que de alguna forma nos olvidamos, al menos por un breve tiempo, de nuestras propias necesidades y deseos. Por más breve que sea el episodio, este constituye una profunda experiencia de curación que renueva la vida. Sin ella no podemos esperar alcanzar el núcleo esencial de lo que significa el matrimonio. ULISES Y PENÉLOPE Creer el uno en el otro a pesar de todo El matrimonio de Ulises y Penélope es solo una pequeña parte de una gran saga de la guerra de Troya. Pero constituye una notable representación mítica de la lealtad y la fe que pueden existir en un matrimonio, a pesar de las pruebas y tentaciones que puedan asaltarles a ambos. ULISES y Penélope, gobernantes del reino insular de Ítaca, se alegraron del nacimiento de Telémaco, su único hijo. Cuando se le llamó para luchar en la guerra de Troya, Ulises no estaba de acuerdo en dejar a su joven esposa y a su niño para ir a una guerra que preveía larga y ardua; de modo que fingió estar loco. Por eso, cuando los jefes guerreros Agamenón y Palamedes arribaron a la rocosa isla para pedirle que se uniera a ellos, lo encontraron ocupado sembrando sal en los campos que estaba arando con un asno y un buey uncidos juntos. El astuto Ulises tenía la esperanza de que esto los persuadiría de que estaba loco e incapaz para luchar. Pero Palamedes era más astuto todavía y, cogiendo al niño Telémaco, lo colocó en el camino del arado. La rápida reacción de Ulises para salvar a su hijo probó que no estaba loco, después de todo, y a regañadientes se tuvo que unir a la flota que partió hacia Troya. La cruenta guerra de Troya se prolongó durante diez años. Cuando por fin Ulises logró iniciar su vuelta a casa, se le interpusieron más obstáculos todavía durante el viaje de regreso. De forma inadvertida ofendió a Poseidón, y el dios del océano envió muchas tormentas y vientos para hacer que el barco de Ulises perdiera el rumbo. Tuvo que superar numerosas pruebas y tentaciones, y durante algún tiempo lo sedujeron los encantos de la maga Circe, de la bella ninfa Calipso y de la princesa Nausícaa. Pero, por encima de todo, en su mente siempre estaban presentes su esposa y su hijo; y aunque le llevó otros diez años, finalmente logró completar su viaje a casa. Entre tanto, Penélope se mantuvo en la esperanza de que su amado esposo lograría regresar con ella y con Telémaco. Durante su ausencia se presentaron muchos pretendientes en Ítaca, tratando de persuadiría de que abandonase la esperanza de volver a ver a Ulises y se casara con alguno de ellos. Todos codiciaban el reino de la isla. Y Penélope era todavía muy hermosa. Tuvo que hallar un modo de rechazar a los pretendientes (algunos dicen que fueron no menos de ciento doce), por lo que prometió que, una vez hubiese terminado de tejer un sudario para su suegro, elegiría a uno de ellos. Sin embargo, aunque trabajaba intensamente en su tejido durante el día, por la noche deshacía secretamente el trabajo que había hecho, de modo que nunca completaba su tarea. Aunque era difícil seguir creyendo en el regreso de Ulises después de veinte años, Penélope se las arregló para mantener su fe y lealtad, y fue recompensada con el definitivo regreso de su esposo y su feliz reunión. COMENTARIO El mito de Ulises y Penélope muestra una relación capaz de resistir el paso del tiempo, las tentaciones y la separación prolongada. Pero esto es solo porque ambas personas mantienen su fe el uno en el otro, rehusando desprenderse de sus ideales comunes. Ambos son sometidos a grandes pruebas y, de vez en cuando, también ambos cometen errores. En algunas versiones del mito, tanto Penélope como Ulises ceden a otros amores, lo que quizá sea comprensible, teniendo en cuenta su separación durante veinte años. Sin embargo, su amor y dedicación mutuos y hacia su hijo los une de manera absoluta y los sostiene a ambos a lo largo de tiempos tan difíciles. En La Odisea, la gran epopeya de Homero, Ulises hace que sus pensamientos sean para Penélope y Telémaco siempre que se encuentra en peligro de quedarse con alguna de las diversas mujeres que lo tientan a lo largo del viaje. Podrán conseguir seducirlo pero, en realidad, no pueden tocar su corazón porque este ya tiene dueño. La imagen de Penélope tejiendo ha captado la imaginación de los lectores durante más de dos mil años. Se trata de un sudario que teje de día y que deshace de noche. ¿Qué podría significar esto como imagen de su lealtad, a pesar de que le ofrecen compañía capaz de mitigar su soledad? El sudario refleja el motivo de la muerte: la muerte del amor, el olvido del pasado, el final de anteriores lazos y apegos. Aunque cuando todos la ven continúa con su trabajo, al quedarse sola lo deshace, rehusando renunciar al amor, al recuerdo y al pasado entretejido que comparte con su esposo ausente. Tejer es también una imagen arquetípica de la vida misma; un paño hecho con muy diversos hilos, experiencias, sentimientos y acontecimientos. Todos tenemos nuestra propia historia, que comenzamos a tejerla al nacer y la terminamos al morir. Penélope rehúsa aceptar que el paño tejido que representa su vida anterior esté concluido. No mira ni al pasado ni al futuro. Vive el aquí y el ahora, leal a sus instintos y sentimientos, rehusando verse obligada a acabar con la esperanza y, no obstante, desistiendo igualmente de caer presa de fantasías infructuosas. De hecho, vive total y definitivamente en el momento, y el pretexto del sudario es solo un medio de protegerse de ser importunada por los pretendientes. Esta capacidad de tomar cada momento como viene, y permanecer leal a su propio corazón, a pesar de lo que los demás digan que es la realidad, puede que sea la verdadera clave de la resistencia de este matrimonio mítico. En cuanto a Ulises, el pensamiento de su esposa e hijo lo mantienen alineado con sus valores y deseos más profundos. Por lo que a Penélope se refiere, la capacidad de permanecer tranquila y serena en el momento; rehusando decirse a sí misma: «El amor se ha terminado», es algo en lo que tendremos que trabajar seriamente si queremos encontrarlo. La naturaleza del amor desafía al tiempo, a la distancia y a la pérdida física; y, junto con un arte sublime y algunos momentos de visión mística, es quizá lo único que nosotros los mortales podemos experimentar, que posea la capacidad de ofrecernos una vislumbre de lo eterno. Si podemos encontrarla, aun cuando sea durante breves momentos, en el marco de una relación estrecha, puede que hayamos descubierto uno de los grandes secretos de la inmortalidad. Sería también interesante investigar qué es lo que permite que estas dos figuras míticas se mantengan mutuamente fieles. ¿Habría sobrevivido el amor de Ulises y Penélope a la vida diaria en Ítaca durante veinte años?, ¿o tal vez fueron los ideales de ambos, nutridos por la ausencia y el anhelo, los que les ayudaron a mantener vivo el romance? En El Profeta, Jalil Gibrán (1883-1931) dice respecto al matrimonio: Deja que haya espacios en tu unión... Y permaneced juntos aunque no demasiado cerca uno de otro. Pues los pilares del templo se mantienen separados, y el roble y el ciprés no crecen bajo su mutua sombra. PARTE IV POSICION Y PODER El reto de encontrar nuestro camino en el mundo es emocionante para unos y desalentador para otros. El éxito y el fracaso nos ocupan a todos en uno u otro nivel, y la autosuficiencia no es una cualidad fácil de desarrollar mientras se mantiene la compasión por los demás seres humanos. Sin embargo, el dinero, la posición y el poder no son cosas que simplemente deban estar «ahí fuera en el mundo»; son también profundamente simbólicas, y reflejan nuestros más profundos valores. El mito contiene muchas historias acerca de la ambición y la codicia, el poder y el fracaso, y la responsabilidad y la irresponsabilidad hacia los demás. Esto pone de relieve nuestras actitudes más fundamentales hacia el dinero y el modo en que este simboliza o reemplaza, a menudo, el valor propio y el anhelo de amor. Las historias míticas también pueden hablarnos del descubrimiento de nuestro propio lugar en el mundo, y de lo que significa la vocación. Pueden ofrecernos intuiciones profundas sobre el modo en el que interactuamos en la sociedad. Poseemos muchos prejuicios colectivos sobre lo que es «correcto» o «erróneo». Pero el mito puede sorprendernos a veces, porque revela con delicadeza nuestras fortalezas y debilidades, nuestras verdades y nuestras hipocresías, nuestro sistema equivocado de valores, nuestra carencia de comprensión de los motivos mundanos, y nuestra actitud con frecuencia ambivalente hacia aquellos que consideramos mejor o peor situados que nosotros. CAPITULO UNO ENCONTRAR UNA VOCACION La palabra «vocación» viene de la raíz latina que significa «llamar», y refleja el sentido de llamada interior o de tarea significativa que debe ser cumplida en el mundo. Aunque la vocación no es necesario que se refiera a una profesión reconocida o a la obtención de dinero, debe involucrar al corazón, a fin de sentir que hemos encontrado nuestro verdadero lugar en la vida. También necesita manifestarse exteriormente para que nos demos cuenta de que hemos alcanzado el motivo por el que nos han puesto en la tierra. Para algunos, la vocación puede significar el subir a la cima de su profesión. Y para otros puede significar el acto silencioso, pero igualmente comprometido de criar a un niño, o hacer que su jardín sea hermoso. Todos necesitamos algún sentido vocacional, ya se exprese por medio del desempeño de una tarea o se persiga silenciosamente lejos de la vida laboral. No obstante, a menudo nos sentimos desconcertados respecto al modo de descubrir nuestra vocación, y, si la descubrimos, cómo podremos concretarla. La vocación puede surgir de una inspiración interior, o puede evolucionar a partir de la necesidad externa que nos impulsa hacia un camino que, más tarde, terminamos por descubrir que era el más correcto. El mito nos ofrece ejemplos de ambos casos, así como de lo que debemos hacer o no, mientras recorremos nuestro camino en el mundo. LUGH Nunca te canses de probar La historia celta de la entrada de Lugh en los salones de Tuatha dé Danann es una deliciosa lección sobre la importancia de la perseverancia por encontrar nuestro lugar correcto en el mundo. La vocación puede ser una llamada desde el interior, pero requiere adaptabilidad al mundo exterior, así como compromiso interior. Lugh es una figura mercurial—en parte una divinidad y en parte un tramposo—. Y en esta historia su versatilidad camaleónica refleja una cualidad muy importante para aquellos que insisten en encontrar su camino en la vida. CIERTO día tuvo lugar una gran asamblea en Tara, en la que los Tuatha Dé Danann, el pueblo de la diosa Danu, tenía la costumbre de reunirse. El rey Nuada estaba celebrando su regreso al trono con una fiesta. Cuando la fiesta llegaba a su apogeo, se presentó a las puertas del palacio un extraño, vestido como un rey. El portero le preguntó el nombre y lo que deseaba. —Soy Lugh —replicó el extranjero—. Soy el nieto de Diancecht por Cian, mi padre, y el nieto de Balor por Ethniu, mi madre. —Sí, sí —dijo el portero impaciente—, pero no te he preguntado tu genealogía. ¿Cuál es tu profesión? Porque aquí no se admite a nadie si no es maestro en algún arte. —Soy carpintero — contestó Lugh. —No tenemos necesidad de carpinteros. Ya tenemos uno muy bueno; su nombre es Luchtainé —aseguró el portero. —Soy un excelente herrero —aseguró Lugh. —No necesitamos herreros. Tenemos uno muy bueno; su nombre es Goibniu —replicó el portero. —Soy guerrero profesional —dijo Lugh. —No tenemos necesidad de eso. Ogma es nuestro campeón —declaró el portero. —Soy arpista —manifestó Lugh. —Tenemos un arpista excelente —repuso el portero. —Soy un guerrero renombrado por la habilidad, más que por la mera fuerza —afirmó Lugh. —No lo necesitamos —dijo el portero. —Soy poeta y cuentacuentos —añadió Lugh. —No tenemos necesidad de tal cosa —admitió el portero—, tenemos un perfecto poeta y cuentacuentos. —Soy brujo —dijo Lugh. —No necesitamos brujo. Tenemos muchos brujos y druidas —contestó el portero. —Soy médico —añadió Lugh. —Dianchet es nuestro médico —expuso el portero. —Soy copero —siguió Lugh. —Ya tenemos nueve —confirmó el portero. —Soy artesano del bronce —dijo Lugh. —No te necesitamos. Ya tenemos un artífice del bronce. Su nombre es Credné —objetó el portero. —Entonces pregunta al rey —declaró Lugh— si ya dispone de un hombre que sea maestro en todas esas artes al mismo tiempo, porque si lo tiene no hay necesidad de que yo me quede en Tara. Así que el portero se fue dentro y le dijo al rey que había llegado un hombre que se hacía llamar Lugh Ioldanach, que significa «El maestro de todas las artes», y que aseguraba saber de todo. El rey envió a su mejor ajedrecista para que jugara con el extraño. Lugh ganó, inventando un nuevo movimiento llamado «Cierre de Lugh». Entonces el rey lo invitó a pasar. Lugh entró, y se sentó en la silla a la que llaman «asiento del sabio», reservada para el hombre más sabio. El campeón, Ogma, alardeaba de su fuerza, pues era capaz de empujar una piedra portabanderas tan grande que se hubieran necesitado ochenta parejas de bueyes para moverla. A pesar de lo grande que era, esta piedra era solo un fragmento de una roca más grande todavía. Lugh la levantó con las manos y la volvió a dejar en su sitio. A continuación el rey le pidió que tocase el arpa. Lugh tocó la «tonada del sueño», y el rey y toda su corte se quedaron dormidos y no se despertaron hasta la misma hora del día siguiente. Después Lugh tocó una tonada triste, y todos se pusieron a llorar. Y a continuación tocó una pieza alegre que los transportó a un estado de gozo. Cuando el rey vio sus numerosos talentos, pensó que una persona con tantos dones sería de gran utilidad contra los enemigos de su pueblo. De modo que entre todos formaron un consejo y decidieron ceder el trono a Lugh durante trece días. Y así Lugh se convirtió en el guerrero líder para los Tuatha Dé Danann. COMENTARIO «Maestro de todas las artes» puede que sea una serie de cualidades demasiado vasta para que un hombre aspire a ella. Y normalmente no se requiere una maestría tan amplia cuando solicitamos un trabajo. Pero la historia de Lugh nos habla de que puede que necesitemos adquirir múltiples habilidades si hemos de encontrar un lugar en nuestro mundo de cambios constantes. Este antiguo relato celta resulta extrañamente práctico y actualizado, porque nos presenta la importancia de adquirir muchos conocimientos, aun cuando solo aspiremos a trabajar en uno de ellos. La idea de especializarse y ser buenos en una sola cosa puede que fuera apropiada hace unas décadas; el mercado de trabajo era diferente, y los tiempos del ordenador todavía no habían llegado. Ahora el mundo está cambiando con rapidez increíble, y puede que necesitemos la plenitud mercurial de Lugh si hemos de superar a la competencia y abrirnos camino hacia nuestras metas. Lugh también es persistente, y esta cualidad es vital, si hemos de lograr que nuestras aspiraciones se vuelvan realidad. No se marcha despechado al ser rechazado por primera vez, ni se enfada ni se muestra arrogante; se limita a oponer a cada rechazo un nuevo ofrecimiento. Sabe que no tiene que convencer al rey de que es el mejor arpista, guerrero o carpintero, sino de que es capaz de realizar cualquiera de esas artes y que, por lo tanto, vale por varias de las demás personas, teniendo en cuenta los recursos que puede ofrecer. Su confianza reside en su conocimiento de sí mismo y en su entrenamiento en muchas artes. En resumen, es capaz de convencer a cualquiera de su valor, incluyendo al rey, porque cree en sí mismo; y esta creencia no se fundamenta en una visión agrandada por él mismo, sino en la sólida experiencia práctica. En este mito tan pragmático se nos presenta una descripción vívida de lo que necesitamos para armamos ante el mundo externo y de cómo debemos presentarnos ante aquellos de los que buscamos algún favor. Uno casi puede oír al rey sopesando la relación de costobeneficio por hacerse con un hombre que es capaz de realizar el trabajo de seis. Lugh es una deidad sumamente moderna, muy enterada de las fuerzas del mercado. Existen muchos y más profundos aspectos relacionados con el seguimiento de una vocación que podemos explorar a través de otros mitos. Pero la historia de Lugh puede enseñarnos que nuestro viaje debe comenzar teniendo los pies bien asentados sobre el suelo. UN MITO DE DOS HERMANOS Una lección de cómo prosperar Este relato que nos llega de África oriental tiene mucho que enseñarnos sobre las leyes invisibles que debemos respetar si hemos de hallar lo que buscamos en el mundo. Uno de los hermanos se equivoca, mientras que el otro está en lo correcto, no porque sea más inteligente o más fuerte, sino porque es capaz de responder a las necesidades de aquellos que encuentra a lo largo del camino. ERASE un hombre que tenían dos hijos. El mayor se llamaba Mkunare, y el menor Kanyanga. Eran tan pobres que no poseían ni una sola vaca. Finalmente, Mkunare propuso subir al Kibo, uno de los dos picos del monte Kilimanjaro, porque había oído que allí se encontraba un rey que era generoso con los hombres. De este modo tenía la esperanza de satisfacer lo que sentía que era su vocación, la salvación de su familia y de su pueblo. Mkunare cogió algunos alimentos —todo cuanto podían darle— y partió hacia la montaña. Al poco tiempo encontró a una anciana que estaba sentada a la orilla del camino. Tenía los ojos tan enfermos que no podía ver. Mkunare la saludó. —¿Por qué has venido a este lugar? —dijo la anciana. —Estoy buscando al rey que vive en la cima de la montaña —contestó Mkunare. —Chúpame los ojos hasta que me queden limpios —pidió la anciana— y te diré cómo llegar allí. Pero Mkunare se sintió demasiado asqueado por los ojos de la anciana como para chupárselos, y siguió adelante. Un poco más arriba, llegó al país de Konyingo (el de la Gente Pequeña) y vio a un grupo de hombres sentados dentro del cercado del ganado del rey. Esos hombres eran muy bajitos, del tamaño de niños pequeños, y Mkunare pensó erróneamente que se trataba de niños. —¡Hola! —gritó—, ¿dónde puedo encontrar a vuestros padres y hermanos mayores? Los Konyingo respondieron: —Espera aquí hasta que lleguen. Mkunare esperó hasta la tarde, pero no llegó nadie. Antes del anochecer los Konyingo condujeron su ganado hasta el cercado y mataron un animal para la cena; pero no le dieron a Mkunare nada de carne. Le dijeron que debía esperar hasta que llegaran sus padres y sus hermanos mayores. Cansado, hambriento y malhumorado, Mkunare se dispuso a bajar de la montaña, y por eso tuvo que volver a pasar delante de la mujer que estaba sentada a la orilla del camino. Pero, aun cuando trató de persuadirla, ella no le aclaró nada sobre lo que le había sucedido. En su camino de regreso, se perdió en un país deshabitado y no pudo llegar a casa hasta un mes después. De modo que fracasó en su búsqueda y les dijo a sus familiares que había gente en la cima del Kibo que tenía grandes manadas de ganado, pero como eran muy tacaños no le daban nada a los extraños. Entonces el hermano menor decidió subir a la montaña en un segundo intento de aliviar la pobreza de la familia. Después de recorrer un trecho, también encontró a la anciana sentada a la orilla del camino. Kanyanga la saludó, y cuando la anciana le preguntó por qué había llegado hasta allí, le dijo que estaba buscando al rey que vivía en la cima de la montaña. —Chúpame los ojos hasta que me queden limpios —pidió la anciana a Kanyanga— y te diré cómo llegar hasta allí. Kanyanga se apiadó de ella y le chupó los ojos a fondo. —Continúa subiendo —pidió la anciana a Kanyanga— y llegarás al lugar donde se encuentra el rey. Los hombres que verás allí no son más altos que niños, pero no creas que lo son. Dirígete a ellos como miembros del consejo del rey y salúdalos con respeto. Un poco más arriba, Kanyanga llegó al cercado del ganado del rey Konyingo y saludó a los enanos muy respetuosamente. Ellos lo llevaron ante el rey, que escuchó su petición de ayuda y ordenó que le dieran comida y un lugar para dormir aquella noche. Como recompensa por su hospitalidad, Kanyanga enseñó a los Konyingo los ensalmos y medicinas que protegen las cosechas contra los insectos y otras plagas, y también diversos ensalmos que, de forma invisible, cierran los caminos a los enemigos invasores. La Gente Pequeña se sintió tan agradecida con estos nuevos métodos que cada uno le dio a Kanyanga un animal de su rebaño. De este modo comenzó a descender de la montaña llevando por delante a su ganado y cantando la Canción de la manada. Y así fue como Kanyanga prosperó, al igual que lo hizo su familia. El pueblo, sin embargo, compuso una canción sobre su hermano mayor Mkunare, que todavía la cantan: Oh Mkunare, espera a que lleguen los padres. ¿Qué derecho tienes para despreciar a la Gente Pequeña? COMENTARIO Mkunare, al igual que muchas personas, sabe lo que quiere. Desea prosperar y ayudar a su familia y a sus paisanos, y para conseguirlo necesita el favor de alguien que esté en disposición de ayudarle. También, como muchas personas, está tan preocupado por lograr su meta que no logra darse cuenta lo que está sucediendo a su alrededor, y no responde con compasión al que, menos afortunado que él, se encuentra a lo largo del camino. Debido a que siente repulsión por la anciana y no observa detenidamente a los pequeños Konyingo para poder determinar si, en realidad, se trata de niños u hombres, no recibe ayuda y debe regresar a casa con las manos vacías. Igualmente, nosotros podemos estar tan ofuscados por lo que queremos conseguir de la vida que perdemos la capacidad de permanecer conscientes de lo que tenemos delante en el presente inmediato. Y al no saber vivir el aquí y el ahora, es posible que nos arriesguemos a perder las metas que tanto anhelamos obtener. La anciana a quien Mkunare encuentra es una de las infortunadas de la vida, pero también posee cierta información muy importante, sin la cual Mkunare no podrá alcanzar lo que busca. Podemos interpretar que la anciana es como una imagen de aquellos que están en peor situación que nosotros y que, a través de una experiencia más amarga, han adquirido la sabiduría que necesitamos. O podemos verla como símbolo del lado doloroso e injusto de la vida, al que debemos enfrentamos si hemos de comprender el mundo en que vivimos. Cualquiera que sea la forma en que la interpretemos, el mensaje es claro: rehusarse a responder a su petición constituye una ignorancia fatal de los hechos reales, y por lo tanto un fracaso. Los personajes como esta anciana son comunes en el mito. A veces se los representa como personas pobres, enfermas o ancianas que buscan un favor; otras veces como animales que necesitan ayuda; y cuando aparecen, recompensan invariablemente a quienes responden a su petición con algún conocimiento vital o con algún utensilio que asegura el éxito futuro. Es posible que nos enfrentemos a tales situaciones a medida que nos movernos por la vida; sin embargo, son numerosas las veces que no sabemos reconocer la importancia de lo que tenemos frente a nosotros y no mostramos la compasión necesaria. El segundo error de Mkunare, que surge inevitablemente tras el primero, es que se dirige a la Gente Pequeña con falta de respeto debido a que piensa que se trata de niños. Como estos no se equiparan con la imagen que tiene Mkunare de lo que deben de ser unos consejeros del rey, les habla con desprecio. Del mismo modo, también podemos observar que juzgamos a los demás únicamente por su apariencia y los tratamos con falta de respeto, sin darnos cuenta de que pueden tener la clave de las metas que tan ávidamente estamos persiguiendo. Y aun cuando esta Gente Pequeña fueran niños, los niños también merecen el respeto como personas; si son lo suficientemente sabios como para conducir el ganado, son merecedores de que Mkunare les hable con educación. En lugar de ello, los ignora, y ellos le hacen pagar su falta de cortesía. En recompensa, Mkunare no aprende nada de todo esto, pero más adelante dice a todo el mundo que los Konyingo son demasiado tacaños como para compartir cualquier cosa con él. Semejante punto de vista negativo y cínico de ciertas personas no es a menudo el resultado de la mezquindad de los demás, sino el de nuestra propia estupidez. Kanyanga, a diferencia de su hermano mayor; no está cegado por la insensibilidad ni por su superficialidad. Se apiada de la anciana y le da lo que ella necesita; aunque se siente asqueado, su compasión demuestra ser más fuerte. Chuparle los ojos enfermos a una anciana casi ciega es una imagen conmovedora que sugiere el proporcionar un gran bienestar ante el dolor y la desilusión de los demás. En consecuencia, le aconseja a Kanyanga sobre la Gente Pequeña, y este no los confunde con niños. Pero va más allá de seguir simplemente el buen consejo; responde a la generosidad de los Konyingo con su propia generosidad, enseñándoles todo lo que sabe. Este acto no está calculado para obtener una recompensa; es un ofrecimiento que parte del corazón. Por lo tanto, triunfa al traer a casa la riqueza en forma de ganado. El mensaje en este caso está claro. FAETÓN Y EL CARRO DEL SOL Ir muy lejos demasiado deprisa El triste mito griego de Faetón revela muchas de las aspiraciones y dificultades del joven que busca su lugar en el mundo. Y constituye una seria advertencia contra el intento de ir demasiado lejos y muy deprisa. Lo que quizá sea más importante es que también nos enseña que intentar emular a un padre o a una madre, a quien admiramos, no siempre es un modo inteligente de descubrir nuestra propia vocación. SUSTENTADO por relucientes pilares, el palacio de Apolo, el dios sol, se erguía resplandeciente y brillante en los cielos. A este bello lugar llegó Faetón, el hijo de Apolo y de una mujer mortal. Faetón vio a su divino padre sentado en un gran trono de oro, rodeado por su séquito: los Días, los Meses, los Años, los Siglos, las Estaciones y, moviéndose de un lado a otro con gracia, las Musas que tañían una música dulce. Apolo se sorprendió al ver al bello joven, que permanecía de pie contemplando con admiración silenciosa la gloria que lo rodeaba. —¿Por qué has venido aquí, hijo mío? —preguntó Apolo. —En la tierra, los hombres hacen burla de mí y calumnian a Clímene, mi madre —replicó Faetón—. Dicen que solo es una pretensión mía el afirmar que tengo origen celestial, ya que, en realidad, tan solo soy hijo de un hombre común y desconocido. De modo que he venido a rogarte que me des alguna señal que pueda probar a todo el mundo que mi padre es Apolo, el dios sol. Apolo levantó a su hijo y lo abrazó tiernamente. —Nunca te desconoceré ante el mundo —le dijo al joven—. Pero si necesitas algo más que mi palabra, te juro por la laguna Estigia que tu deseo te será concedido sin importar lo que sea. —¡Entonces haz que mi sueño más audaz se haga realidad! —exclamó Faetón—. ¡Permíteme conducir solo por un día el carro alado del sol! El temor y el pesar ensombreció el rostro resplandeciente del dios. —Me has obligado a decir palabras imprudentes —dijo tristemente—. ¡Si pudiera retractarme de mi promesa! Porque me has pedido una cosa que está más allá de tus posibilidades. Eres joven, eres mortal, y lo que ansias solo se les concede a los dioses, y no a todos, pues solo a mí me es permitido hacer lo que tienes tantos deseos de probar. Mi carro debe avanzar por un camino muy pendiente. Es una subida difícil para los caballos, incluso al amanecer cuando están frescos. El centro del recorrido se halla en el cénit del cielo. A menudo yo mismo me siento estremecido de miedo cuando, a semejante altura, me encuentro en posición vertical en el carro. La cabeza me da vueltas cuando miro hacia la tierra que está allá abajo, muy lejos de mí. Y el último tramo del camino desciende abruptamente y requiere una mano muy firme en las riendas. Incluso si te doy mi carro, ¡cómo podrías controlarlo? No insistas en que mantenga la palabra que te di; cambia tu deseo mientras todavía hay tiempo. Elige cualquier otra cosa que te pueda ofrecer la tierra y el cielo. ¡Pero no me pidas algo tan peligroso! Pero Faetón insistió e insistió; y como, después de todo, Apolo había dado su sagrado juramento, tuvo que tomar a su hijo de la mano y conducirlo al carro solar. El palo, el eje y las llantas de las ruedas eran de oro, los radios eran de plata, y el yugo brillaba con piedras preciosas. Mientras Faetón se quedaba maravillado, por el este comenzaba el amanecer. Apolo ordenó a las Horas que uncieran los caballos y le aplicó a su hijo en la cara un ungüento mágico para que pudiera soportar el calor de las llamas. —Hijo mío, no uses la aguijada y utiliza las riendas, porque los caballos avanzarán por su cuenta —dijo—. Tu trabajo consistirá en aminorar su vuelo. Mantente alejado de los polos Norte y Sur. No conduzcas demasiado lentamente, para evitar que la tierra se incendie, ni demasiado alto, para que no quemes el cielo. El joven apenas oyó el consejo de su padre. Saltó sobre el carro, y los caballos iniciaron el recorrido, atravesando la neblina matutina. Pero pronto sintieron que su carga era más ligera que la acostumbrada, y el carro comenzó a tambalearse y a sacudirse en mitad del aire y después viró bruscamente sin dirección, al tiempo que los caballos se salían del trillado camino celeste y se empujaban unos a otros con prisa salvaje. Faetón se atemorizó. No sabía cómo debía tirar de las riendas, ni dónde se hallaba, y tampoco podía dominar a los animales. Cuando miró hacia abajo a la tierra, sus rodillas temblaron de terror. Quería llamar a los caballos pero no conocía sus nombres. Paralizado por la desesperación, soltó las riendas, e instantáneamente los caballos saltaron hacia regiones desconocidas del aire. Pasaron a través de nubes errantes, y estas se incendiaron y comenzaron a arder. Se lanzaron hacia las estrellas fijas, y la tierra comenzó a enfriarse y a congelarse y los ríos se convirtieron en hielo. Después, los caballos se lanzaron hacia abajo, directo hacia la tierra. La savia de las plantas se secó, y las hojas de los árboles del bosque de secaron también y comenzaron a arder. El mundo entero estaba en llamas y Faetón comenzó a sufrir el calor insoportable. Se sentía torturado por el humo y las nubes de ceniza que se elevaban de la tierra ardiente. Un humo tan negro como la brea le invadía por todos lados. Y entonces su pelo comenzó a arder. Se cayó del carro y comenzó a dar vueltas por el espacio como una estrella fugaz hasta que, finalmente, mucho más abajo, los brazos del océano se lo tragaron. Apolo, su padre, que había sido testigo de esta temida visión de destrucción, se cubrió la cabeza radiante y se lamentó con pesar. Se dice que ese día no hubo luz en el mundo; solo brilló por todos lados la gran conflagración. El carro del sol conducido por Faetón se precipitó sin control, por haber ignorado aquel el consejo de su padre; y los caballos no obedecieron a semejante conductor joven e inexperto. COMENTARIO Faetón, como muchos jóvenes enérgicos e irreflexivos, desea ser un personaje importante. Se siente herido por las burlas de los demás; estos le dicen que es hijo de un don nadie, y no del resplandeciente dios sol. ¿Cuántas veces oímos a los jóvenes alardear de sus padres, con la esperanza de aprovecharse del éxito y de la posición de alguno de sus progenitores, antes que ganarse los méritos por su propio esfuerzo? Y con igual frecuencia, solemos oír a los hijos de quienes han alcanzado pocos éxitos materiales, y se sienten avergonzados de su origen humilde, presumir de un linaje imaginario con el fin de atraer la admiración de los que lo rodean. Faetón no es malicioso ni tonto, pero tampoco es lo suficientemente maduro como para esperar y trabajar duro hasta que llegue el día en el que recoja el éxito y la fama debidos a su propio esfuerzo y capacidad. Está buscando su lugar en el mundo, persiguiendo su verdadera vocación; pero está impaciente por conseguir la recompensa antes de comprender sus capacidades y sus límites. Apolo, que en esta historia se presenta como padre amante y preocupado, desea hacer todo lo posible para ayudar al joven a encontrar su lugar. De modo que se precipita al prometerle lo que este pudiera desear; en parte, quizá, para compensar su posible descuido anterior. Este es el equivalente mítico de dejar que su hijo conduzca un potente coche antes de tener el permiso de conducir; o permitirle que sea socio del negocio familiar antes de haber demostrado algún conocimiento o habilidad. Muchos padres se sienten profundamente culpables por pasar demasiado tiempo lejos de sus familias y, cuando se enfrentan con el daño causado al hijo, tratan de enderezar las cosas ofreciendo recompensas materiales que están más allá de las capacidades de aquel. Cuando Faetón le pide el carro del sol, Apolo, el dios de la anticipación y de la profecía, puede ver con bastante claridad el trágico resultado. Le advierte que no es lo suficientemente fuerte para esa tarea, la cual no es adecuada para cualquier mortal. No obstante, no puede renegar de su sagrado juramento. Se ve obligado a pagar un precio alto por su error, cometido en parte por amor y en parte para acallar su culpa. Faetón, como muchos personajes del mito griego, es víctima de la arrogancia. Desea ser como un dios y no quiere aceptar sus límites mortales. Idénticas son nuestras aspiraciones en el mundo, al desear ser grandes y famosos, al desear ser ricos y poderosos, al desconocer nuestros límites humanos y al no querer reflexionar de forma fría y realista sobre las cosas en las que somos buenos y sobre aquellas otra para las que no estamos capacitados. El desafío de encontrar una vocación nos pone a prueba a muchos niveles, tanto si enfrentamos este reto en la juventud como si lo hacemos en la mitad de la vida, cuando todavía es posible cambiar de ruta para seguir en una dirección más satisfactoria. Entre estas pruebas, una de las más grandes es la de reconocer dónde residen nuestros talentos y la de hallar la humildad necesaria para reconocer cuándo nos será imposible dar la talla. Algunas personas carecen de aspiraciones suficientemente elevadas y fracasan en desarrollar sus capacidades reales, a veces debido a inseguridad o a circunstancias restrictivas que están fuera de su control. Algunos tienen pocas aspiraciones, por pereza. Otros, como Faetón, desean emular sus héroes, porque quieren brillar y que los consideren especiales. No obstante, puede que no posean la combinación específica de cualidades necesaria para alcanzar la meta. Y si no logran comprender esto, pueden ser víctimas de humillaciones y pesares. Nos sentimos seducidos por las vidas aparentemente brillantes de los famosos, y nos aterroriza la perspectiva de una vida banal y carente de sentido, que no ofrezca nada que puedan recordar las generaciones futuras. Gran parte del impulso de asegurarse un lugar especial en el mundo surge de una profunda, aunque a veces inconsciente, percepción de que la vida es breve, y de que debemos aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten, porque puede que nunca vuelvan a presentarse. El sueño imposible de Faetón es perfectamente comprensible, dado el creciente sentimiento de aburrimiento y carencia de significado que aqueja a tantas personas en el mundo. Sin embargo, a pesar de la común amenaza de pasar por insignificantes, necesitamos hallar el coraje y la humildad de reconocer que una ambición desmedida, sin previo enfrenamiento, sin tener habilidades o sin una verdadera vocación basada en un talento real, puede constituir una alternativa peligrosa. Tanto si la ruina de Faetón se toma como una imagen del desastre financiero generado a partir de sueños de grandiosidad, como si se considera la imagen de una humillación profesional generada por apuntar más allá del alcance de nuestro propio talento, este mito nos habla, y no de manera incierta, de que el carro del sol no se encuentra más allá de nuestro alcance. En la palestra del mundo podemos aspirar a convertirnos, correctamente y con esperanza, ni más ni menos que en nosotros mismos. CAPITULO DOS CODICIA Y AMBICION La codicia, ya sea por el placer físico o por la riqueza, es un atributo fundamental de la naturaleza humana; y, del mismo modo, lo es el deseo de ser el primero y el mejor. Es ingenuo creer que se puede hacer desaparecer estas cosas por medio de principios ideológicos o de legislación moral; pero podemos dominar nuestra codicia de forma que no sea perjudicial para los demás. A la ambición la podemos dominar con la ética, con objeto de lograr lo mejor de nuestros dones, mientras beneficiamos al mundo que nos rodea. Desgraciadamente, esto no es tan sencillo como suena, y el mito está lleno de ejemplos de quienes se dejan dominar ciegamente por la codicia y se consumen con la ambición descontrolada, hasta el punto de que no solo perjudican a los demás, sino que se destruyen a sí mismos. Los siguientes mitos tratan de facetas distintas de la codicia y la ambición, enseñándonos cómo se expresan constructiva o destructivamente estas necesidades humanas primarias y poderosas. ARACNE El talento requiere humildad El talento es algo envidiable y, en cierta manera, peligroso, porque conlleva determinadas responsabilidades y desafíos. Debemos aceptar nuestros dones expresándolos de la manera más plena. No obstante, también necesitamos seguir siendo seres humanos corrientes, lo que requiere una cierta humildad. El relato griego de Aracne y su desmesurado orgullo, ilustra vívidamente que el talento sin humildad no siempre acaba en triunfo. De hecho, puede acarrearnos la enemistad e incluso la represalia de los demás. ARACNE tuvo la fortuna de haber sido bendecida con una rara habilidad para tejer. Tan hábil era que no solo la gente común se afanaba por verla trabajar, sino que también las ninfas del bosque y del río contemplarla asombradas para ver lo hábilmente que tejía y las maravillosas creaciones que salían de su aguja. En efecto, tan alta se elevó su popularidad que llegó a oídos de Atenea, la diosa de esas artes, a quien Aracne, según muchos decían, debía su talento. Atenea enseñó a los seres humanos a tejer, y todos los que poseen tal habilidad deben su talento a esta diosa. Pero la mera insinuación de ello hería el orgullo de Aracne y le producía un sentimiento de desprecio. —¡Atenea, por supuesto! No debo mi habilidad a nadie más que a mí misma, y no existe nadie en el mundo ni en el cielo con quien no pueda competir. Si Atenea lo desea, que intente medir su habilidad conmigo. Sus amigos temblaron al oírla hablar de este modo, y entre la multitud que se reunía como de costumbre a observar a Aracne surgió una anciana. —Ten cuidado con lo que dices, querida. La edad y la experiencia siempre dan sabiduría. Escucha lo que te digo, y consigue el favor de la diosa, pues ella posee dones que otorga a los mortales que la veneran. No hay ningún trabajo humano tan perfecto que no pueda ser mejorado. —¡Anciana tonta, cuando necesite tu consejo te lo pediré! —replicó Aracne furiosa. Si Atenea desea competir, déjala que venga. —¡Aquí me tienes! —afirmó una voz imperiosa. Y allí mismo, en donde había estado la anciana, se encontraba ahora la gran Atenea en persona, con toda su espléndida gloria. —¡Que empiece la prueba! —dijo la diosa. Al principio Aracne se sintió confusa, pero pronto recuperó la serenidad y aceptó el desafío abiertamente. Se dispusieron dos telares, y las rivales comenzaron a trabajar. Atenea eligió para su diseño un tapiz en el que los dioses se encontraban dominando sobre la Acrópolis de Atenas: Zeus en toda su majestad, Poseidón con su poderoso tridente y ella misma ofreciendo el olivo a los hombres como su mejor don. Alrededor de esta escena central se hallaban estúpidos mortales sumidos en la confusión, gigantes rebeldes convertidos en montañas y, como una insinuación para su presuntuosa rival, jóvenes parlanchinas convertidas en pájaros chillones. Todo esto enmarcado con hojas de olivo. Aracne optó por burlarse de los dioses con su labor, escogiendo historias en las que los dioses se habían sentido avergonzados: Zeus cortejando a mujeres mortales de modo indecoroso, Apolo sirviendo de humilde pastor en la tierra, Dioniso pasando sus borracheras, todo ello enmarcado en un fino dibujo de hiedra y flores. Pero estas escenas irreverentes estaban tan bellamente trabajadas y con un arte tan ingenioso, que uno podía imaginarse que tocaba los animales y el follaje, de tan reales como parecían. Su talento era innegable y Atenea, cuando se levantó a examinar el trabajo de su rival, no lo pudo negar. Increpó con ira a Aracne diciéndole: —¡Teje para siempre, pero puedes estar segura de que tu trabajo, aunque delicado y bello, solo servirá para despertar horror y disgusto en la humanidad; y, a pesar de lo intrincados y fascinantes que puedan ser tus tapices, solo lograrás que sean barridos! Para su horror, Aracne se dio cuenta de que sus atributos humanos, sus miembros y su cuerpo, se estaban encogiendo. En menos de un minuto se había convertido en la primera araña de la tierra, destinada a tejer para siempre, sin que su trabajo fuera apreciado jamás. COMENTARIO Como tantos mitos, esta historia es obvia en su significado, en el sentido de que sobrepasar los límites puede acarrear desgracias; porque nadie es tan inteligente y habilidoso, ni tiene tanto talento como para estar exento del desastre. «El orgullo aparece antes de la caída» reza el proverbio, y esta historia lo ilustra profusamente. Aracne, como muchas personas de talento, comienza por creer que su talento la hace tan especial que nada puede tocarla. Y, por supuesto, su talento era especial, pues ganó la prueba que hizo con Atenea. Sin embargo, alardear de ello le costó la vida, pues fue condenada para siempre a tejer telas de araña para ridiculizar la habilidad que había suscitado la envidia de Atenea. Hasta los dioses son envidiosos, y provocar su envidia es poco prudente, como aprendió Aracne a sus expensas. En la vida cotidiana podemos ver escenas similares en las que artistas de todas clases, ya se trate de pintores, músicos, cantantes o actores, se sienten tan orgullosos de sus obras que creen que nada ni nadie podrá superarlos. A la mente nos viene la imagen del gran solista con el que es imposible trabajar. No es raro enterarse de que un actor de talento o una modelo extraordinaria se comportan de forma tan desagradable que los directores o fotógrafos no quieren trabajar con ellos. Es indudable que unos pueden ser excelentes y otras hermosas, pero en un determinado momento su otro lado, menos atractivo, supera su talento. EL ANILLO DE POLÍCRATES Arrogancia ante los dioses Los griegos utilizaban la palabra «hubris» para describir el orgullo desmedido y el fracaso en reconocer los límites. Para ellos, esta palabra originaba irremediablemente la ira como respuesta de los dioses, aunque el castigo fuera siempre delineado inconscientemente por la propia persona. La historia de Polícrates ilustra perfectamente cómo el «hubris», combinado con la codicia humana normal, conducen inevitablemente a la caída. POLÍCRATES, el tirano de Samos, aparecía ante el mundo como un hombre muy afortunado. Gobernó en una rica isla que había arrebatado por la fuerza a sus dos hermanos. Habiendo asesinado a uno de ellos y desterrado al otro, se encontró como único gobernante. Raro era el día en que no recibía noticias de la victoria de su flota o de que llegaba un barco a su puerto cargado con riquezas y esclavos. Era tan rico y poderoso que deseaba convertirse en el amo y señor de toda la Jonia. En la plenitud de sus triunfos, Polícrates se ofreció como aliado a Amasis, el gran rey de Egipto, que, al principio, aceptó su amistad. Pero el rey Amasis comenzó a tener sospechas, y al poco tiempo envió un mensaje a Polícrates. Un hombre que es siempre afortunado tiene mucho que temer. Nadie se eleva a una gran posición como la tuya sin hacer enemigos, e incluso los mismos dioses estarán celosos de un hombre que obtiene tantos triunfos porque el bien y el mal, alternadamente, constituyen la herencia común entre los mortales. Nunca he oído de alguien que sea tan grande que no tenga ninguna preocupación y que llegue a un final feliz. Acepta mi consejo: busca tu mejor tesoro y ofrécelo como sacrificio a los dioses para que no te traten de modo adverso. Cuando Polícrates recibió este mensaje, pensó en su contenido intensamente y decidió que seguiría el consejo del rey Amasis. Eligió un anillo de esmeraldas de gran valor, uno de los tesoros que menos deseaba perder, y se hizo a la mar en una embarcación ricamente engalanada. Ante su séquito y sus guardias, arrojó el anillo a las profundidades del mar, confiando en que eso le compraría los favores de los dioses. Sin embargo, antes incluso de llegar a casa, Polícrates ya se arrepentía de la pérdida de su preciosa gema; y durante muchos días se reprochó por haberla arrojado tan apresuradamente. Una semana después, un pobre pescador llevó a las puertas de palacio un gran pez, pensando que semejante regalo le agradaría al rey de Samos. Cuando los sirvientes abrieron el pez, encontraron dentro de su vientre la mismísima esmeralda que el rey había arrojado al mar, y se la entregaron gozosamente a su amo. Polícrates estaba encantado y tomó esto como señal de que los dioses le concedían para siempre buena fortuna. Escribió gozosamente al rey Amasis, explicando que había seguido su consejo y que los dioses le habían devuelto su ofrenda. Para su sorpresa, Amasis envió de regreso al heraldo con la renuncia a la alianza, porque veía en Polícrates a alguien que parecía destinado a provocarle calamidades. No obstante, en su orgullo el tirano no admitió ninguna advertencia. En lugar de ello continuó con su lucha por el poder y la riqueza y, ofuscado por el éxito, se sintió invencible. Pasado algún tiempo, Polícrates recibió noticias del rey Oroestes de Persia, quien le proponía una alianza y le ofrecía un gran tesoro a cambio de su ayuda. El codicioso Polícrates no pudo resistirse a la oportunidad y envió a un sirviente a visitar a Oroestes y a ver los tesoros que estaba ofreciendo. Mostraron al sirviente ocho arcones que, de hecho, estaban llenos de piedras; aunque la capa superior de cada arcón estaba cubierta de oro y joyas. El sirviente trajo a Polícrates un brillante informe del maravilloso tesoro, y el tirano decidió ponerse en movimiento de inmediato. Los oráculos y adivinos, sin embargo, no eran partidarios de que hiciera el viaje, y la hija de Polícrates soñó que su padre se elevaba en el aire, arrebatado por Zeus y ungido por el sol. Pero Polícrates tomó el sueño como un presagio de un gran honor y exaltación, y partió poniendo rumbo directo hacia Persia e ignorando todas las advertencias. Una vez que el rey Oroestes lo tuvo en sus manos, ordenó que fuera crucificado de inmediato. De modo que el hombre que creía no tener nada que temer del cielo y de la tierra fue arrebatado por el cielo y ungido por el sol. COMENTARIO El mismo Polícrates se buscó su destino y esto es algo que puede atestiguarse innumerables veces en la vida moderna. ¿Cuántas veces los hombres de negocios y los políticos destacados se pasan de la raya e incurren en un desastre por no haberse dado cuenta de cuándo debían detenerse? Este problema puede afligir a cualquier persona que haya alcanzado una meta y se sienta inquieta por alcanzar otra nueva. Porque nada fomenta tanto la arrogancia como lo hace el éxito, a menos que reconozcamos que ciertas leyes que operan en la vida terminarán recordándonos finalmente nuestros límites y nuestra condición de mortales. El mayor fallo de la naturaleza de Polícrates no es su codicia ni su ambición, que son bastante humanas y muy comunes; su fallo consiste en que no venera a los dioses. Honrar a los dioses no significa necesariamente que debamos hacer gala de tendencias religiosas ortodoxas para contrarrestar la inclinación humana natural de pasarse de los límites. Sino que necesitamos tener respeto por la vida y por los demás seres humanos, y enfrentarnos con honestidad a este impulso de sentirnos superiores a los demás, algo que se puede apoderar inconscientemente incluso de las personas mejor intencionadas. Cuando Amasis aconseja a Polícrates que ofusca a los dioses su más preciado tesoro, el rey egipcio le está expresando una gran verdad relativa a la psique humana. Si identificamos nuestro valor con nuestros logros mundanos, nos hemos desprendido de nuestro sentido de identidad interior y de nuestro valor; pero si podemos sacrificar esta identificación, entonces gozaremos de libertad en el alma; y, si las circunstancias afortunadas se convierten en dificultades, todavía seguimos sabiendo quiénes somos. Durante la gran caída de la bolsa de 1929, muchas personas se suicidaron arrojándose desde los edificios porque no podían encontrar ningún significado o valor en la vida, o en sí mismos, si su fortuna había desaparecido. Esto refleja una identificación total con los atractivos externos de la buena fortuna y una total carencia del profundo sentido interno del valor propio. Polícrates realiza su ofenda por temor a la cólera de los dioses, en lugar de hacerlo por respeto a su poder. Su elección consiste en un preciado anillo. Pero el anillo —símbolo que ya hemos encontrado en la historia de Sigfrido (ver Sigfrido)— debe ser ofrecido libremente y con alegría en el corazón; de otro modo, la ofenda carece de valor. Polícrates se lamenta de haber lanzado el anillo, desde el mismo momento en que lo hace. Un sacrificio debe hacerte con autentica generosidad si ha de ser un verdadero sacrificio. No es sorprendente que los dioses rechacen la ofrenda y la devuelvan en el cuerpo de un pez. Y si comprendemos la psicología de los dioses, estos reflejan los profundos instintos y patrones inconscientes que respaldan el desarrollo individual. Al no querer honrar ese profundo Yo interior, podemos estar construyendo inconscientemente nuestra propia caída. La arrogancia que Polícrates muestra es poco menos que una creencia ciega en sus propios poderes divinos. Semejante engreimiento psicológico, incluso en la pequeña escala de la vida cotidiana, puede destruir nuestra sensibilidad ante las señales de los demás y erosionar nuestra capacidad para juzgar correctamente las situaciones. Si creemos que podemos hacer cualquier cosa y que tenemos derecho a atropellar a cualquiera, no nos podremos dar cuenta de que los demás se están enfureciendo y que, con esa actitud nuestra, no alcanzaremos lo que deseamos. Haremos enemigos e invocaremos la oposición del mundo que nos rodea. Si nos alejamos lo suficiente de los demás, estos comenzarán a planear nuestra caída o dejarán de ayudarnos cuando estemos a punto de caer al abismo. Y entonces, si todavía no hemos aprendido la lección que nos ofrece la vida en cuanto al «hubris», puede que vayamos quejándonos a todo el mundo de lo mal que hemos sido tratados; pero es poco probable que hallemos alguna simpatía. Se dice que el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Podemos comenzar humildemente y deseando hacer el bien; no obstante, una vez que nos hayamos envenenado con el gusto del poder, puede que dejemos de oír a los demás, para empezar a cometer errores graves. La historia de Polícrates representa un mensaje claro y directo dirigido a todos los que buscan logros en el mundo, pero que no han aprendido todavía la propia honestidad ni la humildad necesarias para asegurar que lo que se ha obtenido no se va a perder. EL REY MIDAS No sólo las riquezas atraen felicidad El bien conocido relato griego del rey Midas representa la definitiva afirmación mítica de que lo bueno en dosis exageradas puede ser tan malo como lo poco. La codicia legendaria del protagonista es, no obstante, expiada al final —a diferencia de muchos ejemplos modernos—, ya que Midas, con una pequeña ayuda por parte de los dioses, se las arregla para aprender bien su lección. MIDAS fue un rey de Macedonia, amante de los placeres. En su infancia se observó una fila de hormigas que subía por la pata de la cuna llevando granos de trigo, que los colocaban entre los labios del niño mientras este dormía. Un prodigio que los adivinos interpretaron como presagio de que acumularía una gran riqueza. Y así sucedió. Midas fue más rico que la mayoría de la gente; no obstante, como les sucede a todos los que poseen mucho, su corazón le pedía todavía más. Sucedió cierto día que Midas tuvo la oportunidad de servir a un dios. Encontró al viejo sátiro Sileno, tutor del dios Dioniso, borracho y tendido en su jardín de rosas. En lugar de reprender al sátiro, Midas lo cuidó durante cinco días con sus noches, muy entretenido por los cuentos que le contaba el borracho Sileno. Después se lo devolvió sano y salvo a Dioniso. El dios quedó encantado con Midas por haber sido un compañero muy considerado y jovial con el viejo borracho, y al momento le ofreció la recompensa que quisiera. Midas no lo dudó. —¡Concédeme que todo lo que toque se convierta en oro! —¡Que así sea! —replicó el dios, riéndose de un modo que a Midas no le gustó mucho. El rey se marchó apresuradamente, impaciente por probar su don. En el camino de regreso a su palacio, Midas rompió una pequeña rama de un árbol, y de inmediato esta se convirtió en oro brillante. Sintiéndose contento, cogió algunas piedras y también ellas se convirtieron en resplandecientes pepitas. Bailando de alegría entró en palacio, tocando pilares y columnas, los cuales de inmediato se convertían en oro. Tocó todo el mobiliario y quedó satisfecho de los brillantes resultados. Finalmente, la emoción y los esfuerzos del día le cobraron su precio, y se sintió hambriento y cansado. Pidió alimento, y sus sirvientes le trajeron un recipiente en donde lavarse las manos antes de comer; pero el agua se volvió sólida, convirtiéndose en oro. Midas se sintió ligeramente incómodo. Se acordó de la risa de Dioniso, y se encogió de hombros. Su felicidad se convirtió pronto en desesperación cuando al ponerse a comer cada delicioso bocado se convertía en insípido metal brillante. Atormentado por el hambre y la sed, se levantó de aquel simulacro de banquete y, por primera vez, envidió al pobre pinche de cocina, que estaba ingiriendo una comida gratificante. El rey ya no estaba tan satisfecho con la contemplación de su creciente tesoro; la mera visión del oro comenzó a enfermarlo. Lloró amargamente cuando su hija menor corrió a tomarle de la mano y de inmediato se convirtió en una estatua de oro. Al caer la noche, Midas se desplomó en su blando sofá que, al momento, se volvió duro y frío. Al llegar a ese punto se agitó intranquilo y tembloroso, porque cada manta que tocaba se convertía en una fría lámina de oro. Se sentía, a la vez, el ser vivo más rico y más desgraciado. Al llegar el primer rayo de luz, Midas se apresuró a buscar a Dioniso y rogarle sinceramente que le quitara el don de tan espléndida penuria. Dioniso se mostró muy divertido. —¡Cuántas veces los deseos más preciados de los hombres resultan ser poco prudentes! No obstante, Dioniso se acordó de la amabilidad que mostró Midas por Sileno y le ordenó que se bañara en las aguas puras del río Pactolus. Movido por el hambre y la sed, Midas corrió hacia el río, dejando a su paso un lastro de oro. Se arrojó a las aguas curativas. Tan pronto como su cabeza se sumergió bajo la superficie, el fatal don se disolvió y, para su alegría, Midas pudo comer y beber nuevamente. Pero las arenas del Pactolus siguen brillando como el oro hasta nuestros días. COMENTARIO Este delicioso relato nos presenta un mensaje suficientemente claro: la riqueza es inútil si no pueden satisfacerse las necesidades más básicas de la vida. Los placeres cotidianos corrientes terminan haciendo que la vida sea dulce tanto para el rico como para el pobre. Si nos faltan esos placeres—o si hemos perdido la capacidad de disfrutarlos—, no habrá ninguna riqueza que pueda reemplazarlos. A un nivel más profundo, el toque mortal de Midas no tiene que ver solo con la codicia y el deseo de acumular más riqueza. Es también un reflejo de algo que hay en el interior del ser humano que congela todo lo viviente y cálido y hace imposible la relación más simple. De este modo, muchas personas, llevadas por la necesidad de acumular riqueza, terminan congelando su capacidad para el simple goce e intercambio humanos. Y el alimento y la bebida que necesitan no son físicos, sino una clase más sutil de nutrición sin la cual la vida no merece la pena. Cuando Midas toca a su hija, también la convierte en oro. Las personas no pueden ser compradas, sobre todo aquellas con las que nos unen lazos especiales de afecto. Y esto representa la imagen del «asesinar» una relación por efecto de una sobrevaloración del dinero. Podemos vislumbrar los rastros brillantes del rey Midas en aquellas personas que están tan preocupadas en hacer dinero que se alejan de familiares y amigos y luego se preguntan por qué se han quedado tan solas. Este sencillo relato ilustra gráficamente lo estúpidos que son los seres humanos al pensar que la riqueza puede comprar la felicidad. Unos recursos suficientes pueden, por supuesto, hacer que muchas vicisitudes de la vida se alejen de nosotros; y quienes han sufrido la carencia de fondos saben demasiado bien cómo puede dominar la vida la lucha por el dinero cuando se carece de él. Pero «suficiente» no es una palabra que forme parte del vocabulario de Midas. No está satisfecho con ser un rey acaudalado; quiere todavía más. De modo que su codicia envenena todo lo que anteriormente le daba placer. Dioniso es un dios ambiguo, feliz de conceder un favor a Midas, pero, al mismo tiempo, divertido por las consecuencias trágicas de la codicia del rey. Esta deidad es un señor del caos y del éxtasis, y patrón de todos los que buscan superar sus límites terrestres por medio de la bebida, las drogas, el baile o la visión artística. En resumen, Dioniso es una fuerza vital primordial, carente de relación con la moralidad común, pero que simboliza el flujo de la propia naturaleza. No le aconseja a Midas; simplemente deja que el rey caiga en el enredo y aprenda de sus propios errores. Y finalmente, es Dioniso quien lo libera a través de un conveniente baño en las aguas puras del Pactolus. Cuando la cabeza de Midas queda sumergida, la maldición disfrazada de bendición desaparece. En otras palabras, Midas debe perderse a sí mismo en las aguas y desprenderse de todos los pensamientos de control; solo así puede liberarse y regresar a su vida ordinaria. El único antídoto para la clase de codicia corrosiva que aflige a Midas es desprenderse del orgullo y del deseo en sus más profundos niveles. Este mensaje, expresado aquí en forma mítica, subyace en el centro de las más grandes enseñanzas religiosas mundiales. ¿Cuántas veces oímos a personas que hablan de lo felices que serán cuando les toque la lotería? Quieren creer que la riqueza les va a resolver todos sus problemas. No obstante, oímos con igual frecuencia que los ganadores se sienten más desgraciados que nunca, porque han perdido a todos sus amigos y no pueden confiar en el amor y en la lealtad de los demás. Las riquezas no traen automáticamente la desgracia. Pero tampoco traen automáticamente la felicidad, a menos que la persona sea capaz de mantener una cierta capacidad de satisfacción en la vida diaria. Finalmente, la historia del rey Midas no trata sobre los supuestos males de la riqueza, sino sobre el poder que tiene la codicia para congelar y alterar todo lo que experimentamos como bello y preciado. LA CORRUPCIÓN DE ANDVARY El poder no sustituye al amor El mito noruego del oro del enano Andvari constituye el fundamento de la primera ópera del gran ciclo de Richard Wagner, «El anillo de los Nibelungos», aunque en esta versión el enano se llama Alberich. Pero tanto si consideramos el relato original como si escuchamos la ópera de Wagner, esta historia trata de la amargura y la codicia. Tiene mucho que enseñarnos sobre las profundas raíces de la ambición y de la corrupción destructiva que retuercen el alma cuando un amor egoísta se transforma en impulso de poder. EL enano Andvari poseía un gran tesoro en oro, así como el poder de hacer todavía más. Pero no llegó a acumular esta riqueza sin un amargo costo, ni tampoco pudo conservarla finalmente. Cierto día, cuando se hallaba en el río pescando peces para la comida, Andvari descubrió algo que brillaba en el lecho del río. Era el oro de las ninfas, que amaban el metal precioso por su brillo y su belleza. Aún más tentadoras para el enano eran las ninfas mismas, quienes nadaban graciosamente a su alrededor y lo provocaban con sonrisas picarescas y saludos. Pero cada vez que trataba de coger una, esta se escabullía ágilmente, y Andvari se quedaba sin aliento y frustrado. Y volvían una y otra vez a provocarlo y a tentarlo. Aprovechaban también para despreciarlo, burlándose de sus miembros retorcidos y de su tez oscura y fea. Finalmente, Andvari se enfureció y un oscuro odio llenó su mente y su corazón; y sus ojos se fijaron una vez más en el oro resplandeciente depositado en el fondo del río. Rápidamente, el enano nadó hacia el fondo, cogió el oro y comenzó a nadar hada la superficie del agua. Las ninfas le gritaron para que les devolviera su juguete, pero Andvari las ignoró. Ellas insistieron en sus llamadas y le prometieron delicias sensuales si les devolvía su tesoro. Pero el anterior rechazo y desprecio por parte de ellas lo habían amargado. Sabía que era feo y que ninguna hembra lo desearía jamás. Si deseaba amor, tendría que comprarlo. Andvari se volvió a las ninfas y gritó con fuerza para que todos los dioses lo oyeran: —¡No os quiero a ninguna de vosotras ni tampoco vuestras delicias! ¡Renunció al amor! ¡Ante todos los dioses, juro que solo amaré el oro y el poder que el oro pueda darme! Y con estas palabras, que lo comprometían porque habían sido oídas en todos los reinos de cielos y tierra, Andvari robó el oro y se lo llevó a su reino. Una vez allí, con muchos hechizos y encantamientos, lo convirtió en un anillo mágico que le otorgaba poder sobre todos los demás enanos y también la virtud de crear innumerables montañas de pepitas de oro. Andvari habría podido vivir de esta forma para siempre, corroído por la amargura, convirtiendo a sus compañeros enanos en esclavos y llenando las cavernas de su oscuro reino con crecientes montañas de oro. Pero en el reino de los dioses del ciclo estaban sucediendo acontecimientos destinados a irrumpir en las preocupaciones del enano. Odín, rey del cielo y gobernante de todos los reinos superiores, se hallaba en dificultades y tenía que comprar su libertad; y para lograrla necesitaba una gran cantidad de oro. Consultó con su sabio y astuto consejero, Loki, el dios del fuego, que se apresuró a informarle que la cantidad necesaria de oro estaba disponible en el reino de los enanos. Todos los dioses sabían lo que Andvari había hecho, aunque hasta ese momento a ninguno le había apetecido entrometerse en lo que sucedía en los reinos subterráneos. Con el permiso de Odín, Loki urdió un plan que tenía en cuenta el hecho de que Andvari era ambicioso y que el oro no sería fácil de obtener. Primero viajó al fondo del mar para visitar la morada de Ran, la diosa del mar. —¡Los dioses están en peligro! —le dijo a Ran agitadamente. ¡El mismo Odín está preso, y solo tu red puede salvarlos! La diosa del mar abrió desmesuradamente sus fríos y pálidos ojos. No estaba muy versada sobre lo que sucedía en el cielo, por lo que no sabía si Loki le decía la verdad. Pero el dios del fuego era la persuasión misma. —Préstame tu red, la que utilizas para capturar a los hombres. Yo puedo usarla para salvar a los dioses. De ese modo Ran le prestó la red, y Loki abandonó rápidamente el aposento bajo las olas, por si ella cambiaba de opinión. Después se dirigió al reino de los enanos. Se abrió paso bajando por una sucesión de túneles de gran pendiente y a través de un laberinto de salas en penumbra, hasta llegar a una amplia caverna bajo tierra. El techo de la caverna estaba soportado por columnas de roca más gruesas que troncos de árboles, y los rincones estaban tranquilos y oscuros. Loki vio un estanque silencioso lleno de agua que parecía no manar de ninguna parte ni fluir hacia ningún sitio. Sabía que Andvari se hallaba como en su casa en el elemento agua, igual que él se sentía en los túneles bajo tierra, y también sabía que el enano percibiría su llegada y se escondería. Loki extendió la red de Ran muy finamente tejida y la echó en el estanque. Después la recogió y la sacó, y allí estaba el enano, debatiéndose y retorciéndose furiosamente. Loki lo liberó de la red, y todo el tiempo le mantuvo cogido firmemente por la nuca. —¿Qué es lo que quieres? —balbuceó Andvari. Pero él tenía una clara idea del porqué había venido el dios del fuego. —Lo que deseo es tu oro —dijo Loki—. Si te opones, te exprimiré como una prenda recién lavada. Quiero todo tu oro. Andvari se encogió de hombros. Condujo a Loki fuera de la resonante cámara y luego bajaron por un pasadizo laberíntico a su herrería. Estaba caliente y humeante, y había montones y montones de pepitas de oro brillando a la luz del fuego. —Reúnelas todas —dijo Loki, dando un puntapié a una de ellas. Andvari se hizo el remolón, maldiciendo y murmurando. Pero terminó formando un montón de pepitas y de pequeñas barras de oro, de objetos ya terminados y de objetos a medio hacer. Loki miró el montón y se sintió satisfecho. —¿Eso es todo? —pregunto el dios del fuego. Andvari no dijo nada. Metió el oro en dos sacos viejos y los colocó delante de Loki. —¿Y qué pasa con ese anillo? —inquirió Loki, señalando la mano derecha cerrada del enano—. Te vi cómo lo escondías. Andvari movió su cabeza. —Pónlo en el saco —ordenó Loki. —Deja que me quede con él —rogó Andvari—. Solo este anillo. Déjamelo. Así podré volver a hacer más oro. Pero Loki, comprendiendo de inmediato que el anillo era mágico, se lanzó sobre Andvari y lo forzó a que abriera el puño, apoderándose del pequeño y retorcido anillo. Uno nunca sabe cuándo los dioses del cielo pueden necesitar más oro. —Lo que no se da libremente tiene que ser cogido por la fuerza —dijo Loki. —Nada se ha dado libremente —admitió Andvari. Pero Loki ignoró estas palabras y, echándose al hombro los sacos, se dirigió hacia la puerta de la herrería. —¡Lamentarás haberme quitado mi anillo! —gritó el enano—, ¡Caiga mi maldición sobre ese anillo y sobre ese oro! ¡Destruirá a quien lo posea! ¡Nadie conseguirá felicidad con mi riqueza! Pero Loki se limitó a darle otra vez la espalda y, con los juramentos y las maldiciones de Andvari resonándole en los oídos, dejó atrás el mundo de los enanos y regresó a los cielos, donde Odín le esperaba impaciente. COMENTARIO Lamentablemente, el enano Andvari, amargado, como muchos humanos, por una experiencia anterior de rechazo y de contrariedad en su vida personal, se ve con el alma empequeñecida, por lo que se entrega por entero al poder. Cuando Andvari constata que no va a poder obtener amor, opta por la riqueza y el dominio sobre sus compañeros; sin embargo, su riqueza no le da satisfacción e, inevitablemente, se la arrebatan otros que, como él, carecen de ética en cuanto al modo de obtener el poder. Este mito es una evocación oscura de la vida en la jungla material; esto es algo que podemos comprobar cualquier día de la semana en el mundo moderno de los negocios, de las finanzas y de la política. También podemos testimoniarla en las pequeñas, aunque igualmente oscuras, maniobras que tienen lugar dentro de la familia, especialmente cuando se cuestiona una herencia o una división de propiedades como consecuencia de un divorcio. En resumen, Andvari es un símbolo de lo que hay dentro de nosotros, que responde airada y amargamente al desagrado personal, y con la pérdida consiguiente del verdadero sentimiento por los demás seres humanos. En el mito de Sigfrido (ver Sigfrido) exploramos el simbolismo del oro de las ninfas del río. Este oro «natural», que reposa inocente y sin forma sobre el fondo del rio, es una imagen de aquellas capacidades que permanecen latentes dentro de cada persona, así como en la psique colectiva humana. El oro es también una imagen de los recursos naturales de nuestro planeta. Estos recursos pueden permanecer sin explotar o pueden ser utilizados para bien o para mal si se los «lleva» a la conciencia y se los forja como utensilios de civilización o destrucción. Debido a que Andvari se sabe feo y deforme, renuncia para siempre al amor y jura que amará solamente el oro. Como imagen mítica, su fealdad es una cualidad interior que responde con odio a la provocación y al desprecio que le muestran las ninfas. Incluso si poseemos tales capacidades oscuras y primitivas —las cuales, después de todo, constituyen el lado oscuro del ser humano— no necesitamos actuar sobre ellas o renunciar a nuestros más altos valores, porque no podemos hacer que la vida nos dé lo que queremos cuando lo queremos. El alma de Andvari se ve empequeñecida debido a que no posee la generosidad, la tolerancia o la confianza internas como para ignorar el juego de las ninfas. Se lo toma amargamente porque ya está amargado. Andvari nos enseña que no podemos justificar toda la destructividad humana alegando un ambiente anterior doloroso o difícil. Existe algo más profundo, alguna cualidad dentro del carácter personal humano, que elige reaccionar ante tales heridas tempranas, ya sea con odio o con comprensión. Posiblemente todos nos enfrentamos muchas veces a semejantes elecciones, y podemos moldear nuestro futuro a través de ellas. Debido a que Andvari acumula su oro de forma fraudulenta, no despierta ninguna simpatía en los dioses; y cuando llega el momento en el que Odín tiene que encontrar una fuente disponible de oro, no siente ningún remordimiento en robarle a Andvari, porque el propio enano es un ladrón. En consecuencia, lo semejante atrae a lo semejante, y el enano, sin quererlo, determina su propio futuro por su decisión de ponerse del lado de la oscuridad interior. No necesitamos acudir a ninguna fórmula religiosa de recompensas y castigos divinos para comprender la lógica interna de esto; nuestras acciones en el mundo generan consecuencias y, finalmente, es probable que seamos tratados igual que tratamos a los demás. Debido a que a Andvari no le queda ya amor interior, no es tratado con amor; y al igual que él esclaviza a sus compañeros enanos, del mismo modo obra Loki, el dios del fuego, esclavizándolo a él y apoderándose de su oro. Vivir en el mundo puede llevar consigo el aprender unas cuantas lecciones duras, y este mito describe una de las más importantes. Un anhelo intenso de riqueza y poder es a menudo el retorcido resultado del dolor y la amargura emocionales, y puede hacernos justificar comportamientos que nos desconectan de cualquier relación real con otros seres humanos. En el sentido más profundo, se trata de una clase de «pacto con el diablo» aunque el diablo, como se presenta en esta historia, se halle dentro de cada persona. Los ejemplos universales de lo que aquí se plantea se encuentran en todas partes: las compañías que fabrican armamentos mortales para vendérselos a conocidos dictadores, o la explotación de poblaciones pobres de otros países a fin de crear riqueza en casa. También podemos observar en esta historia el modo en que tratamos a quienes trabajan para nosotros, en nuestra actitud hacia el dinero cuando se trata de transacciones cotidianas, y en la forma en la que nos olvidamos momentáneamente de nuestros ideales porque alguien nos ha hecho una oferta que no podemos rehusar. Estos lapsos convenientes surgen a menudo de un profundo pero inconsciente núcleo de amargura y de ira ante otros seres humanos, porque no tenemos la felicidad que creemos merecer. No obstante, tal comportamiento puede acabar por engendrar su propia compensación, tarde o temprano. Incluso si Loki no hubiese llegado a robar el oro, también podríamos sacar partido al contemplar la clase de vida que Andvari tendría que haber llevado al vivir en su oscura caverna debajo de la tierra, sin amigos, en soledad y contando tan solo con su oro para reconfortarse. La historia de Andvari nos enseña que no es el dinero lo que constituye la raíz del mal; es el modo en que lo usamos para reivindicar, justificar o compensar nuestra incapacidad de perdón. CAPITULO TRES RESPONSABILIDAD Los logros mundanos implican no solo riesgos y recompensas, sino también responsabilidad de carácter interno y externo. Cuando buscamos posiciones de poder, estamos penetrando en un reino más profundo y complejo que lo que es la sencilla obtención de un premio o el disfrute de algo que hemos deseado durante largo tiempo. El poder se relaciona invariablemente con el modo en que tratamos a los demás y, en un nivel más profundo, agrupa los ideales que abrazamos y el compromiso que establecemos con la vida. En resumen, el poder constituye una forma de servicio. Los relatos míticos están llenos de descripciones de las vicisitudes del poder y, normalmente, implican la presencia de un dios. Esto nos dice que el poder está también conectado con algo más elevado y que, si deseamos manejar el poder con decencia, debemos conservar la humildad, la prudencia y un sentido del honor hacia aquellos a los que gobernamos a la vez que servimos. EL REY MINOS Y EL TORO Manejar el poder con integridad Este famoso mito griego ilustra vívidamente lo que puede suceder cuando dejan de cumplirse las promesas a los dioses y se ejerce el poder con irresponsabilidad. Se nos dice que el poder corrompe, pero ¿cuál es la naturaleza de esa corrupción? Aquí podemos apreciar su aspecto profundo, cuando la corrupción aflige a aquellos que están en el poder. Las opciones que adopta Minos, y las consecuencias que estas desencadenan, revelan la gran importancia de mantener la lealtad hacia la causa superior a la que uno sirve. ZEUS, rey del cielo, descubrió a la bella princesa Europa y la deseó. Pero la joven no se dejaba seducir fácilmente, de modo que Zeus se disfrazó de toro totalmente blanco y se la llevó a través del mar, hasta la isla de Creta. Allí la violó. Pero era tan grande el atractivo de la joven que volvió una y otra vez a visitarla, lo que no era usual en este dios tan voluble. A su debido tiempo, Europa le dio tres hijos: Minos, Radamanto y Sarpedón, que fueron adoptados por Asterios, rey de Creta, quien se enamoró de Europa y se casó con ella. Al crecer los niños, surgió la inevitable disputa sobre la sucesión al trono, tras el fallecimiento de su padre adoptivo. Minos, el mayor, arregló el asunto rezando a Poseidón, dios del mar, para pedir una señal divina. Poseidón le prometió que enviaría un toro desde el mar como señal para todo el mundo de que la reclamación al trono por parte de Minos había sido favorecida por los divinos poderes. Minos, a su vez, accedió a sacrificar este toro al propio dios, para reafirmar su lealtad a Poseidón y su reconocimiento de que su derecho a gobernar procedía del rey de las profundidades oceánicas. Con ello Minos pretendía demostrar a todos que su poder no era solo suyo, y que debía utilizarlo responsablemente. Poseidón cumplió su parte del trato y, oportunamente, surgió de las olas un magnífico toro blanco. Pero, una vez se hubo asegurado la corona, Minos no cumplió su promesa. La codicia y la vanidad le fueron dominando, y comenzó a pensar en modos de engañar al dios respecto al sacrifico prometido. Pensó que el toro era tan hermoso que sería una pena sacrificarlo, por lo que deseó dejar que la fabulosa bestia se quedara entre su manada para que actuara de semental, en lugar de desperdiciarlo en el altar de sacrificios. Pero, para satisfacer al dios, decidió buscar el mejor de sus toros, y sacrificarlo en su honor, en sustitución del primero. Esto fue un error muy grave, pues el dios se puso muy furioso y castigó a Minos haciendo que Pasifae, la esposa del rey, se enamorase locamente del toro salido del mar. Pasifae se las arregló para satisfacer su ardiente lujuria con la ayuda del artífice Dédalo, que construyó una vaca de madera de tamaño real para que ella se ocultase en su interior. Logró engañar al toro y la unión se consumó. El resultado de esta extraña relación fue el Minotauro, un monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre que se alimentaba exclusivamente de carne de vírgenes humanas. A fin de ocultar a esta criatura vergonzante. Minos encomendó a Dédalo la construcción de un laberinto tan complicado que nadie pudiera encontrar la salida, con la intención de encerrar en él al Minotauro. Cada año mandaban de Atenas diez jóvenes y diez doncellas para saciar el repugnante apetito del Minotauro. Año tras año, el cáncer secreto que existía en el centro del reino de Minos corroía su tranquilidad, hasta que el héroe ateniense Teseo se embarcó hacia Creta. Teseo mató al Minotauro con la ayuda de Ariadna, la hija de Minos, liberando de ese modo a Creta de su terrible maldición. Consumido Minos por el pesar y la culpa, acabó muriendo, y así Teseo se convirtió en el gobernante de Creta y de Atenas. COMENTARIO Todas las acciones humanas tienen sus consecuencias, pero las acciones más evidentes son las que realizan los que están en el poder. Al comienzo de la historia, el rey Minos se presenta como un hombre decente. No se apodera del trono por la violencia o la traición, como hacen tantos gobernantes en el mito griego. Acude a los dioses para invocar su juicio y estos le recompensan por su humildad. Este es el antiguo simbolismo de la realeza, que siempre ha representado al rey como depositario de la deidad; una especie de «buen pastor» que gobierna a su pueblo por la gracia de Dios y que renueva su poder a través de la innovación del voto de servicio. A pesar de que en la época moderna nos hemos olvidado de esta dimensión antigua y profunda del gobernar, no obstante, existe cierta magia en los que gobiernan (ya sea por herencia o por haber sido elegidos), y quizá sea a través de algún poder o propósito más profundo por lo que al gobernante que reclama su trono honestamente le es otorgado ese papel para que lo desempeñe. Pero la codicia y la vanidad de Minos le arrebatan lo mejor que hay en él. Del mismo modo, en la actualidad cualquier persona puede comenzar a abusar del poder, a causa del deseo de adquirir más de lo que en justicia le corresponde. La arrogancia también puede jugar un papel. Pues una vez que ya se tiene poder, es fácil olvidarse de los ideales iniciales que inspiraron a buscar esa posición y uno puede comenzar a creerse superior a aquellos sobre los que ejerce el control. La historia está llena de ejemplos del triste destino de quienes se olvidaron de a quién o a qué debían su poder. Cada día puede observarse este modelo en cualquier empresa o establecimiento comercial y también en el mundo de la política. Poseidón, rey del mar, había estado dispuesto a ayudar a Minos a obtener la corona, con tal de que este reverenciara públicamente al dios. Pero Minos, como muchos de nosotros, no se quedó satisfecho después de haber logrado lo que quería; pensó que podía obtener un poco más y cometió el error fatal de hacer pasar por tonto al dios. Naturalmente, este se enfureció. Aunque ya no podemos creer en la justicia divina en este mundo moderno tan sofisticado, tarde o temprano la vida tiene un modo extraño de enfrentarnos con las consecuencias de nuestras acciones. El Minotauro es la imagen feroz de algo ciego, bestial y despiadado que mora en el corazón del reino de Minos y, por lo tanto, en el corazón del mismo rey. El monstruo es una representación estupenda del proceso de corrupción y de transformación de un alma humana en algo que es inferior a lo humano. En cierto modo, también nosotros podemos perder la condición de humanos, a causa de la codicia y la arrogancia, al atropellar sin piedad a los más débiles. El Minotauro se alimenta de la carne de los jóvenes, y, cuando nuestra integridad se ve erosionada por el veneno del poder, tendemos a comportarnos destructivamente con todo lo que es vulnerable en los demás y también en nosotros. Podemos tratar a nuestros hijos con insensibilidad e incluso con brutalidad, porque dependen de nosotros y no pueden revelarse. Podemos dominar a los que nos deben algo, disfrutando secretamente del poder de la humillación. Oímos una y otra vez de prósperos hombres de negocios que, a pesar de ello, lo arriesgan todo con el fin de duplicar su dinero, y acaban perdiéndolo todo. Y están los que se sienten tentados a hacer algo deshonesto o perjudicial para los demás, a cambio de obtener al final una recompensa espléndida. Pero tarde o temprano deberán encarar la humillación de la derrota, en forma privada o pública. Puede que no siempre nos enteremos por los periódicos de las consecuencias de estas acciones. El resultado puede quedar en secreto y permanecer en lo más recóndito de la vida personal. Pero hay un antiguo adagio que dice que los molinos de Dios muelen lentamente, pero muelen muy fino. La historia de Minos nos enseña que ejercer el poder con integridad no es algo que hagamos públicamente por la sencilla razón de impresionar a los demás. Se trata más bien de un compromiso interno ante lo que hayamos convenido en llamar Dios, tanto si utilizamos la terminología religiosa como si empleamos el lenguaje más objetivo de las inquietudes humanitarias. Si el compromiso es sincero y nos mantenemos leales a los dictados de nuestro corazón, entonces renovaremos nuestro poder interior y nuestra autenticidad. Si somos hipócritas y prometemos muchas cosas por el mero hecho de ganar votos, podemos engañar a unos pocos, pero no engañaremos a nuestra alma, y nos sentiremos frustrados, infelices y atormentados por nuestra conciencia. EL EJÉRCITO DE PAZ DEL REY ARTURO Tras alcanzar la menta ¿qué pasa después? Este breve relato tomado de las leyendas del rey Arturo —aunque consta principalmente de un diálogo entre el rey Arturo y su reina y nos ofrece poca acción— lleva implícito un comentario profundo sobre la naturaleza humana. En especial, revela muy sucintamente lo que sucede con tanta frecuencia cuando llegamos finalmente a donde pretendíamos ir y descubrimos que es la lucha, y no la saciedad, lo que modela y agudiza nuestro carácter y nuestro corazón. TRAS largos y turbulentos años, el rey Arturo había alcanzado la paz. Mediante nobleza, buena fortuna y la fuerza de las armas había destruido o había hecho las paces con todos sus enemigos —tanto dentro de su reino como en el exterior— y había establecido por toda la Bretaña su derecho a gobernar. Para alcanzar esta meta, Arturo había reunido a su alrededor a los mejores caballeros y a los más duros combatientes del mundo. Todos habían estado a la altura de su gran reputación y habían luchado valerosa y brillantemente por su rey. Después de haber logrado con éxito hacer la paz por medio de la guerra, el rey Arturo se enfrentaba ahora al dilema de qué hacer en tiempos de paz con sus soldados. No podía desmantelar su ejército en un mundo donde la violencia habría podido quedar abatida durante algún tiempo, pero todavía dormía precariamente, lista para despertarse en cualquier momento. Aunque, por otra parte, hallaba difícil, si no imposible, que en ausencia de conflictos pudiese mantener al máximo la fuerza y la bravura de estos hombres, porque nada se oxida tan rápidamente como una espada que no se utiliza o un soldado inactivo. Arturo se vio obligado a comprender, como les sucede a todos los líderes, que la paz, y no la guerra, es la destructora de los hombres. La seguridad antes que el peligro es la madre de la cobardía; y la abundancia más que la necesidad es la que engendra el temor y la inquietud. Y aprendió, con pesar, que la paz que toda la Bretaña había deseado desde hacía tiempo —una paz tan dolorosamente lograda— creaba más amargura que la sangrienta lucha por conseguirla. El rey Arturo observaba con creciente aprensión y desdicha cómo sus jóvenes y valientes caballeros, que de otro modo habrían integrado las aguerridas filas para batallar contra cualquier enemigo que mereciera la pena, ahora se aburrían, se volvían perezosos y agresivos y disipaban su fuerza entre un sinfín de quejas y pequeñas disputas. Incluso Lancelot, su más grande caballero, se sentía desanimado por no poder hallar una espada que se le opusiera para mantener la suya afilada. Era como un tigre sin su presa; e incluso este noble y valiente guerrero se sintió inquieto e irritable, y a veces furioso. Padecía dolores en el cuerpo y se mostraba decaído de ánimo, cosa que no sucedía antes. La reina Ginebra, que amaba a Lancelot y comprendía a los hombres, se entristecía de verlo destruyéndose poco a poco. Habló de ello con Arturo, y este le comunicó su preocupación respecto a los jóvenes caballeros. —Desearía poder comprenderlo —dijo Arturo—. Comen bien, duermen cómodamente, hacen el amor cuando y con quien desean. Sus apetitos los tienen ya medio saciados y han dejado de sufrir todo el dolor y el hambre, el agotamiento y la disciplina del pasado. No obstante, todavía no están contentos. Se quejan de que los tiempos están contra ellos. —Y tienen razón —replicó la reina. —¿Qué quieres decir? —preguntó Arturo. —Están inactivos, mi señor. Han alcanzado su sueño más preciado y ahora no tienen en qué poner su corazón. Existe un vacío que siempre sigue a los sueños cumplidos. Ahora los tiempos no demandan nada de ellos. El perro de caza más fiero, el caballo más veloz, la mejor de las mujeres, el más valiente de los caballeros, ninguno puede resistir el ácido corrosivo de la inactividad. Incluso Sir Lancelot, en descontento sedentario, protesta como un niño mal criado. —¿Qué puedo hacer? —gritó el rey—. Me temo que la hermandad más noble del mundo está derrumbándose. En los días tenebrosos rezaba, trabajaba y luchaba por la paz. Ahora ya la tengo, y no estamos en paz internamente. A veces me encuentro deseando la guerra para resolver mis dificultades. —No eres el primer gobernante que piensa así, ni serás el último —dijo la reina Ginebra—. Disfrutamos de una paz general, es verdad, pero lo mismo que un hombre saludable tiene pequeños males que sólo le molestan un poco, del mismo modo la paz es como un mosaico de pequeñas guerras. Alrededor nuestro ocurren pequeñas guerras. Un hombre aplasta la cabeza a su vecino a causa de una vaca perdida, y una mujer envenena a su vecina porque tiene el rostro más bello. Después de eso se suscita un conflicto familiar que continúa durante generaciones. Estas pequeñas guerras están por todas partes, siempre demasiado pequeñas para un ejército y, sin embargo, demasiado grandes para ser resueltas por una sola persona. Lo que necesitan los caballeros es una búsqueda. —Pero los jóvenes caballeros se ríen de las búsquedas a la antigua, y los caballeros viejos han conocido la verdadera guerra. Una cosa es luchar por la grandeza, pero otra muy diferente es intentar no ser pequeños. Creo que todas las personas desean ser más grandes que ellas mismas, pero eso solo lo consiguen si forman parte de algo inmensamente más grande que ello. El mejor caballero del mundo, si no se le desafía, siente como si se encogiera. Tenemos que hallar un modo de declarar una gran guerra por motivos pequeños. Debemos descubrir esos estandartes bajo los cuales se alistan los pequeños males para alimentar un gran mal invisible; los pequeños males que estallan en toda comunidad. Contra ellos podemos reunir un ejército dispuesto a la lucha, a pesar de que las batallas pudieran ser pequeñas y sutiles y escasamente notorias. Podríamos llamarlas la Justicia del Rey, y todo caballero sería el agente personal y el depositario de esta Justicia. Cada hombre sería responsable de ella. Entonces cada caballero sería también un instrumento de algo más grande que él mismo. —Quisiera saber cómo podría declarar esta guerra —musitó el rey Arturo. —Comienza con el mejor caballero del mundo: Sir Lancelot. Y déjale llevar de compañero al peor. Su sobrino, Sir Lyonel, es un posible candidato, por ser el más perezoso y el menos valioso. Así, el peor tendrá que aspirar a ser el mejor. —El peor y el mejor —sonrió Arturo—. Es una combinación poderosa. Una alianza semejante sería imbatible. —Estas alianzas son el único modo de luchar en la guerra, mi señor — replicó la reina. Y así se hizo. Los caballeros tenían ahora una nueva meta a la que aspirar y una nueva perspectiva que los inspirara. Pero esta nueva guerra era algo que no tenía fin porque no existía ningún enemigo con el que enfrentarse en batalla; tan solo las pequeñas mezquindades de un corazón humano subdesarrollado. COMENTARIO El periodo que sigue a un gran logro suele ser de profunda depresión. Y nos hallamos ante el mayor riesgo de caer en corrupción interna cuando estamos ociosos, a diferencia de cuando estamos luchando. Esta es la profunda aunque mal recibida verdad que Arturo descubre y que Ginebra, desengañada ya de su amor prohibido por Lancelot, tiene la intuición de prever. Cuando hemos anhelado alcanzar una meta durante muchos años y finalmente llegamos a ella tras muchas batallas y vicisitudes, esperamos sentirnos contentos, realizados y en paz. Sin embargo, muchas veces sucede lo contrario, y no podemos comprender por qué, habiendo llegado a la cima de la montaña, la vista tan solo es gris, pálida y sin esperanza. Ya se trate de una posición de responsabilidad o de la adquisición de objetos materiales, muchos de nosotros nos vemos empujados —o, al menos, eso pensamos—por la necesidad de tener algo, de ganar algo, de obtener algo. No obstante, este relato revela un secreto del corazón humano: no es el premio, sino la lucha lo que, en verdad, nos hace sentir vivos y a lo que otorgamos nuestro más grande amor y nuestro compromiso. Y, aunque seamos reacios a admitirlo, es la lucha la que extrae lo mejor de cada uno. Podemos observar este patrón de conducta en muchas personas de gran éxito que han batallado durante largos años para obtener reconocimiento o riqueza y que, tras haberlo obtenido, comienzan a caer en una desdicha emocional, en dolencias físicas y en lo que se podría definir como oscuridad del alma. Los caballeros que combaten por el rey Arturo, en cierto sentido, son símbolo del aspecto motivado del mismo Arturo, llenos de valor y empeño, dispuestos a sufrir toda clase de vicisitudes por ganar la gran batalla. ¿Qué puede uno hacer con este espíritu poderoso, impetuoso y noble cuando no hay nada contra lo que combatir? En términos mundanos, un ejército en tiempos de paz puede convertirse en un problema grave, pues el espíritu marcial y agresivo que hace de hombres y mujeres buenos soldados se agria si no existe contra qué combatir. Pero no es necesario que seamos soldados para experimentar este problema. Todas las personas altamente motivadas corren el riesgo de la derrota interna que llega cuando se ha ganado el premio y ya no hay ningún significado en nuestra vida. Ginebra sabe que solo existe una respuesta posible. Para que podamos renovar nuestro compromiso con la vida y descubrir el sentido de futuro lleno de fuerza, debemos hallar una nueva meta. Pero esta nueva meta debe ser mayor que nuestras aspiraciones personales, si ha de representar un estímulo tan efectivo como la que acabamos de alcanzar. Lo que se quiere significar aquí es la necesidad de todo ser humano de cumplir, en primer lugar, sus ambiciones personales y después reconocer que pertenece a una comunidad más amplia y que necesita hacer alguna contribución a esa totalidad más grande, para permitir que la vida vuelva a fluir internamente. La paz de Arturo llega cuando el rey ha alcanzado una edad intermedia. Esta participación en la vida de ese mundo más amplio es quizá una tarea que puede ser mejor abordada cuando también nos las hemos arreglado para ganar al menos alguna de nuestras batallas personales y hemos descubierto nuestra naturaleza, recursos y limitaciones a través del logro personal. Junto al poder llega la responsabilidad, y junto al triunfo llega la necesidad de mirar hacia dentro y descubrir para qué ha sido ese triunfo, sobre quién y para qué sirve. EL JUICIO DE SALOMÓN La responsabilidad requiere sabiduría El relato bíblico del juicio del rey Salomón constituye un brillante ejemplo de la importancia de la humildad y de la sabiduría cuando somos lo bastante afortunados para recibir las riendas del poder. Salomón gobierna no solo con la mente, sino con el corazón; y su sabiduría es un don de Dios, porque carece de arrogancia y de codicia. En este sentido, constituye una figura rara entre los gobernantes antiguos y modernos. CUANDO murió el rey David, padre de Salomón, este se convirtió en rey de todo Israel. Y el Señor se apareció a Salomón en un sueño y le dijo: —Pídeme lo que quieras. Y el rey Salomón le contestó: —Has tenido gran misericordia con tu siervo, mi padre David. Ahora me has hecho rey, y solo soy un niño pequeño; no sé cómo debo entrar o salir. Dame, por lo tanto, un corazón comprensivo para juzgar a mi pueblo y para poder discernir entre el bien y el mal. Y su discurso complació al Señor, que dijo: —Como me has pedido esto, y no has pedido para ti una larga vida, riquezas o la vida de tus enemigos, he obrado de acuerdo con tus palabras. Te he concedido un corazón sabio y comprensivo. Y Salomón se despertó de su sueño. Posteriormente acudieron a verle dos mujeres que eran rameras y las condujeron ante él. Y la primera mujer dijo: —Oh Señor, esta mujer y yo moramos en la misma casa; y yo tuve un hijo en esa casa. Y sucedió que al tercer día del parto, esta mujer parió también. Estábamos juntas y no había ningún extraño con nosotras en el lugar. Y el hijo de esta mujer murió durante la noche. Ella se levantó a medianoche y se llevó a mi hijo de mi lado mientras dormía, y dejó a su hijo muerto sobre mi pecho. Y cuando me levanté por la mañana para dar de mamar a mi hijo, oh sorpresa, estaba muerto. Pero cuando me detuve a pensarlo bien, supe que no era mi hijo. Y la segunda mujer dijo: —No, el niño vivo es mi hijo, y el muerto es el tuyo. Y la primera mujer dijo: —No, el muerto es tu hijo, y el que vive es el mío. Y así continuaron peleando delante del rey. Entonces Salomón dijo: —Una de vosotras dice: «El que vive es mi hijo», y la otra dice: «No, es mi hijo el que vive». ¡Traedme la espada! Y trajeron una espada ante el rey. Y Salomón dijo: —Dividid la criatura en dos, y dadle la mitad a una, y la otra mitad a la otra. Entonces habló la primera mujer: —Oh Señor, ¡dadle a ella la criatura y no la matéis de ningún modo! Pues prefiero que viva aunque no lo tenga conmigo antes de que sufra algún daño, Pero la segunda mujer dijo: —No, que no sea ni para mí ni para ti, ¡divididle! Entonces el rey dijo: —Dad la criatura a esta primera mujer, y no la matéis, pues ella es su madre. Y todo Israel supo del juicio que el rey había hecho, y todos le temieron, porque vieron que la sabiduría divina moraba en él. COMENTARIO El poder —sea político, financiero social o emocional— conlleva una gran responsabilidad, como nos ilustra el relato bíblico del rey Salomón. Este sabe muy bien que un rey no es nada sin aquellos que gobierna; su pueblo es más importante que su propia gloria. Por eso, cuando Dios le pregunta qué don desea, pide un juicio esclarecido para poder gobernar a su pueblo con prudencia. Desgraciadamente, la humildad que muestra Salomón en el momento que hereda el trono se echa de menos en muchas personas que se hallan en posiciones de poder, tanto en el mito como en el mundo real. Muy bien podríamos preguntarnos en qué clase de mundo viviríamos si los que están por encima de nosotros tuvieran, aunque fuese un poco, de la sabiduría de Salomón. El fundamento del famoso juicio de Salomón no reside en si se debe declarar la guerra, si hay que subir o bajar las tasas de interés o si se van a subir los impuestos. Gira alrededor de la desdicha de dos mujeres corrientes, una de las cuales ha perdido un hijo. Este es el asunto central del gobernar, pues si no podemos molestarnos por las preocupaciones emocionales de nuestros congéneres, quizá no tengamos ningún derecho a reclamar una posición de poder. A menudo es característico de posiciones sociales elevadas quedar gradualmente aislados de la vida que fluye a nuestro alrededor y dejar de comprender las cosas que hacen llorar o reír a otros seres humanos. Muchas personas que han alcanzado metas importantes en el mundo se han olvidado, de algún modo, de lo que significa estar pendientes de un niño, de sentirse tristes por la pérdida de una mascota o de sonreír ante una bella puesta de sol. La famosa sabiduría de Salomón no se basa en el poder militar ni en la perspicacia financiera, sino en su comprensión del amor; pues es capaz de ver claramente que la madre del hijo vivo es la que prefiere renunciar al niño antes que verlo sufrir. El mundo no es un lugar perfecto, ni los seres humanos somos perfectos. La sabiduría de Salomón no es algo que podamos esperar alcanzar, excepto quizá en vislumbres momentáneos al tomar una decisión. Debemos tratar de acordarnos de a quién y a qué servimos en verdad, cuando reclamamos el título de gerente, director, miembro del parlamento, presidente o primer ministro. Debido a la profunda implicación del juicio de Salomón, este se gana el respeto de todo su pueblo y consigue gobernar sin revoluciones ni rebeliones. He aquí un claro mensaje para aquellos que han trabajado en puestos de poder y se han sentido amenazados por temor a perder lo que han ganado. A menos que el poder sea moderado, e incluso quizá motivado, por un espíritu de humildad y un deseo auténtico de servir, no podrá durar mucho. PARTE V RITOS DE PASO Las grandes incógnitas de la vida —el misterio del sufrimiento humano, la búsqueda de un sentido de realidad profunda o superior, el enigma de la muerte— han ocupado el pensamiento filosófico, teológico y psicológico durante muchos siglos. El mito nos ofrece ricas intuiciones en estos ritos de paso, y nos pueden dar una guía sutil pero profunda en aquellas esferas de la vida en las que debemos encararnos con lo inexplicable. El ser humano puede crecer y enriquecerse por medio de esas disyuntivas críticas de la vida, pero no siempre es fácil encontrar el significado que nos pueda permitir extraer algo constructivo de las experiencias frustrantes o dolorosas. En lugar de ello, puede que quedemos desilusionados e incluso amargados porque hemos fracasado en comprender los niveles profundos y el potencial inherente en esas disyuntivas de la vida. Puesto que los misterios de la vida son paradójicos, los relatos míticos que tratan del encuentro con esos poderes, superiores a nosotros, nos pueden dar una visión más amplia y detallada que las respuestas más didácticas de la ciencia e incluso de las enseñanzas religiosas convencionales. En el alma humana existe una gran fuerza que debemos hallar, pero, con frecuencia, se invoca su existencia mediante el convencimiento de que hay un significado, si es que no una respuesta, oculto en todo lo que consideramos enigmático. CAPITULO UNO SEPARACION, PEDIDA Y SUFRIMIENTO La separación y la pérdida son experiencias humanas arquetípicas, y es poco probable que cualquier ser humano pase por la vida sin algún sufrimiento de esta clase. Las doctrinas religiosas establecidas han procurado siempre proporcionar respuestas al misterio del porqué sufrimos, especialmente cuando el sufrimiento se considera injusto o inmerecido; y tales respuestas, aunque a menudo son insatisfactorias para una mente inquisitiva, han aportado cierta tranquilidad en todas las épocas a los que buscan alivio para su dolor. El mito, sin embargo, a diferencia del dogma religioso, no ha ofrecido nunca respuestas al porqué del sufrimiento, ni al modo de evitarlo, o a qué recibiremos de Dios como recompensa. Por otra parte, el efecto transformador del sufrimiento puede vislumbrarse en muchos mitos, sugiriendo así que hay algún propósito o función profunda subyacente en aquellas experiencias que nos causan el mayor dolor. Existe una curiosa cualidad curativa en los mitos que narran historias de separación y de pérdida, pues podemos descubrir en ellos un reflejo de nuestras propias circunstancias y darnos cuenta de que no estamos solos. Si consideramos con la suficiente profundidad la perspectiva que ofrece el mito, es posible que la única curación verdadera para el sufrimiento humano surja del compartir y de la compasión humana, en lugar de las respuestas engañosas y fáciles que intentan despejar uno de los más grandes enigmas vitales. LAS PRUEBAS DE JOB El enigma del sufrimiento El relato bíblico de Job nos presenta un cuadro desolador de cómo puede ser de injusta la vida, y de cómo nuestros sueños infantiles de que la bondad siempre se ve recompensada y la maldad castigada nos pueden conducir a la desilusión y a la amargura. Sin embargo, Job no pierde nunca su fe en Dios, a pesar de los sufrimientos que tiene que soportar y, aunque permanece el misterio de por qué debe sobrellevar las pruebas que se le presentan, su fe en la sabiduría divina —o explicándolo de otro modo, su confianza en la vida— nunca le falla. HABIA una vez un hombre en la tierra de Ur, cuyo nombre era Job; y era perfecto y justo, y temeroso de Dios, y se abstenía del mal. Tenía siete hijos y tres hijas, y era un hombre rico, con muchos animales y una gran hacienda; en efecto, era el más grande de los hombres de Oriente. Pero la prosperidad y la comodidad de Job estaban destinadas a acabarse. Un día se presentaron los ángeles ante el trono de Dios, y Satán se hallaba entre ellos. Cuando el Señor le preguntó de dónde venía, Satán contestó: —He estado deambulando por toda la faz de la tierra, observando lo que allí sucede. Y el Señor le dijo a Satán: —¿Has visto a mi siervo Job durante el curso de tus viajes? No hay nadie como el en toda la tierra: es un hombre perfecto y justo, y es temeroso de Dios y evita todo mal. Entonces dijo Satán: —¡Acaso no tiene sobrados motivos para temer a Dios? Tú lo has protegido y lo has bendecido; pero extiende tu mano ahora y quítale todo lo que tiene, y te maldecirá en tu cara. El Señor sintió que lo estaban provocando con la respuesta, y le dijo a Satán: —Muy bien; entonces, ponlo a prueba; todo lo que tiene está a tu disposición. Pero no le pongas la mano en el cuerpo. Y con gran satisfacción, Satán se retiró de la presencia de Dios. Entonces la desgracia comenzó a golpear a Job. Le robaron los bueyes, los asnos y los camellos; los sirvientes fueron asesinados; y cayó un fuego del cielo que consumió todas sus ovejas. A continuación, todos sus hijos murieron cuando un fuerte viento sacudió la casa donde se hallaban comiendo. Entonces Job rasgó su manto y se afeitó la cabeza, y se arrojó al suelo. Y dijo: «Desnudo vine del vientre de mi madre, y desnudo regresare allí; el Señor me lo dio, y el Señor me lo ha quitado; bendito sea el nombre del Señor». Y Satán se dio cuenta de que estaba equivocado, porque a pesar de todos estos desastres, Job nunca maldijo a Dios. Entonces Satán volvió otra vez ante el Señor, y el Señor dijo: —¿No estaba en lo cierto respecto a mi siervo Job? No hay nadie como él en toda la tierra. Persevera en su integridad, aunque te has indispuesto contra él y has destruido sin razón todo lo que tenía. Y Satán respondió: —Sí, por supuesto, todo lo que un hombre tiene lo da por su vida. Pero extiende tu mano ahora y toca sus huesos y su carne; y él te maldecirá en la cara. El Señor dijo: —Muy bien, sus huesos y su carne están en tus manos; pero sálvale la vida. Y Satán se alejó de la presencia de Dios, y maldijo a Job con furúnculos malignos que lo cubrían desde la planta de los pies hasta la parte superior de la cabeza. Job se sentó entre las cenizas y rezó al Señor. Entonces su esposa le dijo: —¿Todavía conservas la integridad? Maldice a Dios y muere. Pero Job replicó: —Dices tonterías. ¿Recibimos el bien de la mano de Dios, y no hemos de recibir sufrimientos también? Y, a pesar de su gran dolor, Job nunca maldijo a Dios. Entonces los amigos de Job vinieron a lamentarse junto a él y a consolarlo. Pero ellos tan solo le podían ofrecer falsa firmeza. Pretendían poseer la sabiduría para comprender las obras de Dios, pero en verdad no sabían nada. Sugirieron que Job había pecado inconscientemente y que merecía que el castigo cayera sobre su cabeza; o que Dios le estaba poniendo a prueba y que finalmente lo recompensaría. Sus palabras no le trajeron a Job ningún consuelo, solo dolor. Pero el Señor estaba furioso por las palabras engañosas de aquellos hombres y le habló a Job desde un torbellino de luz, diciéndole: —¿Quiénes son esos que ofrecen consejo sin conocer? ¿Qué saben ellos o tú del poder de Dios? ¿Dónde estabas tú cuando yo dispuse las fundaciones de la tierra? ¿Acaso conoces las ordenanzas del cielo? Y otras muchas preguntas semejantes le hizo Dios a Job. Entonces Job dijo: —¿Qué puedo responder? Me pondré la mano sobre los labios y no diré nada más. Entonces el Señor le devolvió a Job todo cuanto tenía antes de que Satán hubiese destruido lo que poseía. Y a su debido tiempo tuvo otros siete hijos y tres hijas, y vivió durante ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos y así hasta cuatro generaciones. De modo que Job murió, muy viejo, después de haber vivido muchos días. COMENTARIO Es frecuente, al margen del mundo de Walt Disney, que los malos no reciban castigo, y que sobre los buenos caiga toda suerte de calamidades. Personas jóvenes, inteligentes y buenas mueren de enfermedades terribles; sin embargo, dictadores despiadados, responsables de miles de asesinatos, viven basta alcanzar edades avanzadas y mueren cómodamente en su cama. Esta dimensión despiadada de la vida ha proporcionado el combustible para controversias milenarias en el campo religioso. Y aunque la definición precisa de la bondad continúa eludiendo hasta al más arrogante de los maestros religiosos, nosotros los humanos persistimos en esperar que, si tan solo pudiéramos descubrir la fórmula, escaparíamos a las vicisitudes de la vida. La historia de Job nos enseña que las raíces del sufrimiento humano y de la desigualdad no residen en algo tan simple como haber pecado y, por lo tanto, merecer castigo. Job no había pecado; sin embargo, sufre. El extraño e inquietante diálogo entre Dios y Satán revela un cosmos desprovisto de la clase de moralidad con la que tratamos de rodearnos, con la esperanza de una recompensa celestial. No existe lógica, razón ni compasión en la disposición de Dios de poner el destino de Job en manos de Satán, salvo que Satán lo haya provocado con la sugerencia de que Job perdería su fe si Dios si no fuera tan amable con él. No obstante, a pesar de la dimensión muy poco atractiva de la divinidad tal y como se presenta en esta historia, Job no se cuestiona la naturaleza de la majestad de Dios. Dios es Dios, y no se puede encontrar ninguna solución para el enigma del sufrimiento, tratando de descubrir dónde reside nuestro pecado oculto. Esto equivale a decir que no existe ninguna razón para el sufrimiento; simplemente ocurre porque forma parte de la vida. Esta es una píldora difícil de tragar para aquellos que han crecido bajo la idea de un Dios tipo Santa Claus; y requiere humildad ante los misterios de la vida que solo puede encontrarse por medio del dolor, la pérdida, el cuestionamiento profundo y una aceptación de la realidad tal y como es. Los amigos de Job tienen buenas intenciones, lo mismo que muchos de nosotros; no obstante, ellos solo pueden ofrecer interpretaciones superficiales que no afectan en lo más hondo a la persona que sufre. En tales momentos, las palabras bien intencionadas de amigos y consejeros poco nos pueden ofrecer si son pronunciadas con intención de hacer desaparecer su propio temor al dolor, tratando de silenciar el nuestro. La condolencia tiene sus propias leyes y su tiempo, y el único consuelo real puede hallarse en el silencio y simplemente en la capacidad de estar con aquellos que sufren. Insultamos a los demás con nuestro esfuerzo por darles soluciones o promesas simples de recompensas futuras, a cambio del sufrimiento actual. Esta historia nos cuenta que también nosotros insultamos a la divinidad cuando tratamos de aportar respuestas humanas a los misterios cósmicos. Al final de la historia, Job recupera su riqueza y crea una nueva familia. Sus hijos fallecidos, sin embargo, no se levantan de entre los muertos, y está claro que incluso a Dios le es imposible deshacer lo que ha hecho. No podemos borrar el pasado ni hacer que, por arte de magia, nuestras heridas se curen o nuestras desgracias se borren de la memoria. Las vicisitudes por las que atraviesa hacen de Job un hombre, y lo que en realidad vemos en esta historia antigua es el proceso de maduración al que todos debemos someternos, tarde o temprano. Puede que no suframos la clase de tragedias extremas que afligen a Job. Pero antes o después la injusticia de la vida nos afectará, y sentiremos dolor y sufriremos pérdidas que no nos hemos merecido. Si nuestra confianza en la vida está enraizada en una creencia en Dios, o surge simplemente de la fe en el potencial humano, la historia de Job nos enseña que, de algún modo, debemos encontrar esta confianza, sin explicaciones racionales ni promesas de recompensas finales. Solo entonces volveremos a centrarnos en nosotros mismos y podremos hallar la fortaleza para renovar nuestra vida tras el sufrimiento y la pérdida. ORFEO Y EURÍDICE Enfrentarse a la aflicción La triste historia griega de Orfeo y de Eurídice, su esposa perdida, nos enseña el dolor agridulce de la aflicción y de la pérdida, y la inevitabilidad de los finales a pesar de cualquier intento que hagamos por aferrarnos a lo que está pasando por nuestras vidas. Este mito no ofrece ninguna solución fácil sobre cómo enfrentarse a la perdida, pero existen unas delicadas insinuaciones que nos pueden ayudar a comprender el modo misterioso en el que puede continuar viviendo todo aquello de lo que somos capaces de desprendernos. No obstante, aquello a lo que seguimos aferrándonos más allá de su momento señalado puede morir dentro de nosotros. ORFEO de Tracia tenía fama de ejecutar la música más dulce del mundo. Era hijo de la musa Calíope y del rey Ocagro, de Tracia, aunque algunos murmuraban que en realidad era hijo de Apolo, el dios sol. Su habilidad con la lira de oro que le había dado Apolo tenía tal poder de seducción que incluso los ruidosos torrentes se quedaban inmóviles para escucharlo, y las rocas y los árboles desenterraban sus raíces para oír su exquisita música. Un cantante como él que podía dar vida a una piedra no tenía ningún problema en ganar el amor de la rubia Eurídice, y al principio su matrimonio fue una bendición. Pero, desgraciadamente, su alegría duró poco, porque a Eurídice le mordió una serpiente y no hubo remedio que pudiera mantenerla en el mundo de los vivos. Golpeado por la aflicción, Orfeo la siguió hasta la tumba, interpretando aires mortuorios que conmovían profundamente los corazones de todos los que contemplaban la procesión fúnebre. Más tarde, como parecía que la vida carecía de luz en ausencia de Eurídice, Orfeo decidió marchar hasta las mismas puertas del Hades, el lugar adonde ningún ser humano podía ir hasta el día de su muerte, en busca de su amor perdido. Orfeo tocaba una música tan conmovedora que el austero barquero Caronte, que llevaba en su barca las almas de los muertos en su travesía de la laguna Estigia, se olvidó de verificar si Orfeo portaba sobre su lengua la requerida moneda. Encantado por las notas mágicas, el viejo barquero embarcó al cantante sin cuestionarse nada a través de las negras aguas que separan el mundo del sol de los fríos reinos de Hades. Tan conmovedoras eran las notas que emitía la lira de oro de Orfeo que las barras de hierro de las puertas de la muerte retrocedieron sin que nadie las empujara, y Cerbero, el perro de tres cabezas que guarda los sombríos portales de la muerte, se quedó tranquilo sin siquiera mostrar sus dientes, amansado por la suave música. Y así fue como Orfeo pudo entrar en el mundo de las sombras sin ser controlado. Durante unos maravillosos momentos, los condenados en el Tártaro se sintieron libres de su tormento sin fin, e incluso el duro corazón de Hades, señor del inframundo, se suavizó momentáneamente. Orfeo se arrodilló humildemente ante el trono del rey y de la reina de los muertos, orando y rogando con sus melodías más místicas, para que a Eurídice se le permitiera regresar junto con él a la tierra de los vivos. Perséfone, señora del inframundo, musitó una palabra en los oídos de su esposo, y la lira de Orfeo quedó interrumpida por una voz profunda y sonora. Todos los reinos del inframundo quedaron en silencio para escuchar el decreto de Hades. —¡Así será, Orfeo! ¡Regresa al mundo superior, y Eurídice te seguirá como tu sombra! Pero no te detengas, ni hables, y, sobre todo, no mires hacia atrás hasta que hayas salido al aire libre. Porque si lo haces, no volverás a ver su cara otra vez. Vete sin demora, y puedes creer que en tu camino silencioso no vas a estar solo. Orfeo, sobrecogido y agradecido, le dio la espalda al trono de la muerte, y se abrió paso a través de las frías sombras, hacia el débil resplandor de luz que señalaba el camino que conducía al mundo de la luz solar. Atravesó salones silenciosos, donde solo se escuchaba el eco de sus pisadas resonando tétricamente, mientras avanzaba veloz hacia la luz que resplandecía cada vez con mayor claridad, a medida que se aproximaba a su destino. Entonces, justo cuando estaba a punto de llegar a la luz, se sintió afligido por una duda que lo oprimía. ¿Qué pasaría si Hades lo hubiese engañado? ¿Qué pasaría si Eurídice no estuviera detrás de él? No pudo evitarlo. Se dio la vuelta, y en el instante en que lo hizo vio cómo Eurídice desaparecía, con los brazos extendidos en actitud suplicante, muriendo por segunda vez. En esta ocasión las puertas del inframundo permanecieron cerradas para él; y tuvo que regresar solo e inconsolable al mundo de la luz, en el que durante muchos años no brillaría el sol. Con el tiempo Orfeo se hizo sacerdote, para enseñar los misterios de la vida y de la muerte y predicar a los hombres de la Tracia lo maligno que era el asesinato como sacrificio. Llevó la alegría a muchos por medio de su música, y jugó y dio ánimos a muchos más. No obstante, no podía curarse a sí mismo de su desesperación, porque había perdido la única oportunidad de engañar a la muerte. Su propia muerte fue violenta, porque el dios Dioniso estaba resentido de que un mortal recibiera la adoración que correspondía a una deidad. Así pues, las locas seguidoras de Dioniso desmembraron a Orfeo miembro a miembro, y las Musas enterraron el cuerpo despedazado al pie del monte Olimpo, donde se dice que los ruiseñores cantan más dulcemente que en cualquier otra parte del mundo. COMENTARIO El mito de Orfeo pulsa una cuerda en lo más profundo de nosotros. Suscita la esperanza de que quizá sea posible engañar a la muerte, dejar de lado la pérdida inevitable y luego truncar esa esperanza. Orfeo tiene tanto talento y es tan especial, que solo él podría ser la excepción a la regla de que cada ser humano tiene que morir algún día. A menudo creemos que, si al menos pudiéramos hacer de nosotros personas de talento o lo bastante especiales —quizá realizando alguna obra de arte, volviéndonos muy ricos y poderosos, siendo muy hermosos, o volviéndonos suficientemente buenos y honestos—, podríamos estar exentos de la aflicción y de la pérdida. La música de Orfeo resuena en nosotros porque, igual que él, sentimos secretamente si no conscientemente- que somos excepciones. «Sé que todos tenemos que morir», decimos, «pero en este caso, estoy seguro de que yo, y los seres a los que amo, podemos evitarlo. No puedo creer que eso vaya a pasarme a mí ni a mis seres queridos». No deseamos creer que semejante estado de terrible aflicción o tristeza no pueda ser evitado, y que las experiencias de separación y de pérdida no hacen distinciones entre los seres humanos por muy meritorios que sean. No obstante, la historia de Orfeo y de Eurídice, su amor perdido, nos enseña que, por ser seres humanos, estamos destinados a encarar la pérdida y la muerte. Lo que tienen de humano Orfeo y Eurídice es lo que hace inevitable su sufrimiento, pérdida y muerte. La naturaleza de la muerte de Eurídice subraya la injusticia y lo impredecible de la vida, de la cual la muerte es una parte inevitable. Al principio, las oportunidades de Orfeo parecen ser alentadoras, pues su música hace que personajes tan duros como Hades se ablanden. Y no obstante, en el último momento, Orfeo pierde la fe y mira hacia atrás. Y todo está perdido. Solemos pensar: «Si no hubiese mirado hacia atrás...». No obstante, sabemos en lo más profundo que era inevitable, porque Orfeo es humano, y ningún ser humano es capaz de tener esa confianza absoluta en lo invisible. Incluso la historia cristiana de la crucifixión de Jesús nos revela que la duda es inevitable, y que ha de llegar el momento, nacido del dolor extremo, en el que la fe desaparezca y prevalezca la oscuridad. Existe una paradoja inquietante oculta en esta historia. No debemos mirar hacia atrás, porque al hacerlo volvemos a sufrir la aflicción y la pérdida. Sin embargo, si no nos volvemos para mirar; ¿en verdad, podemos engañar a la muerte? ¿Y es algún humano, en efecto, capaz de no mirar hacia atrás? Quizá podamos lograr un destello de la sabiduría oculta en este relato si comprendemos la prometida resurrección de Eurídice desde el punto de vista psicológico. Cuando miramos hacia atrás para rehacer el pasado —el perenne «Si tan solo...» que nos aflige a todos en uno u otro momento—nos condenamos a una nueva representación de nuestra aflicción y a un renovado sentido de impotencia ante lo inevitable. Si aceptamos que hemos perdido y mantenemos la cara orientada hacia el futuro, entonces los que hemos perdido estarán para siempre con nosotros, porque recordaremos la alegría y el amor. Estos recuerdos no pueden ser destruidos, y llevamos dentro de nosotros aquellos a quienes hemos amado y cuyo amor nos ha cambiado de algún modo. Quizá este sea el significado profundo del regreso de Eurídice al mundo de la luz; no como un ser viviente totalmente resucitado, sino como una parte viviente del corazón y del alma de Orfeo. En este sentido, reflexionar sobre nuestras pérdidas nos condena a vivir con el sufrimiento sin ninguna ayuda ni liberación, y habremos perdido más que si hubiésemos llevado la pérdida con fe en que la vida continuará teniendo un propósito. Puede que sea inevitable que, después de sufrir una pérdida, vivamos en la oscuridad durante algún tiempo y tengamos que superar esas etapas de la aflicción que siguen su propio ritmo cíclico. La aflicción constituye un proceso complejo y puede implicar cólera, desesperación, idealización, negación, remordimiento, sentimiento de la propia culpa, inculpación de los demás y momentos de depresión y de adormecimiento antes de que la vida comience a fluir nuevamente en nosotros. No se trata de un proceso permanente, ya que el dolor puede surgir y apoderarse de nosotros en los momentos más inesperados, y es necesario estar preparados para permitirlo. Este puede ser también un modo de comprender el mandato de Hades: «¡No mires hacia atrás!». Porque si lo hacemos, en realidad, con ello intentamos congelar el momento y detener el proceso de la aflicción, el cual lleva consigo el potencial de curar siempre que se le permita seguir su propio ritmo. Nos sentimos incómodos cuando los demás se conduelen durante más tiempo de lo que consideramos necesario. Tenemos un concepto de lo que deben durar estos estados y de lo que debemos sentir respecto a los seres que hemos perdido. Sin embargo, cada persona es diferente, y el proceso se materializa de forma distinta en cada uno. El dejar de mirar atrás requiere que desechemos la creencia ciega de que la vida va a hacer una excepción con nosotros; y puede que se nos pida confiar en el proceso natural de llorar la muerte, por más prolongado que este sea y a pesar de las emociones inaceptables que despierte en nosotros. En realidad, lo que descubrimos de este modo es una vida eterna en el amor que hemos compartido con los seres que hemos perdido. Finalmente, llegamos al otro lado de la aflicción, para encontrar que la aceptación serena, y no la resignación amarga, es lo que ha permitido a la vida fluir internamente una vez más. QUIRÓN, EL CENTAURO Encarar la injusticia de la vida La injusticia de la vida es algo con lo que nos cuesta mucho trabajo reconciliarnos. Continuamente intentamos racionalizar la injusticia de la vida por medio de doctrinas y filosofías que puedan devolvernos la fe en la igualdad del universo; mediante el convencimiento general de que el bien acaba siendo recompensado en la próxima vida si no lo es en la presente, y que el mal será finalmente castigado. El mito griego de Quirón, al igual que el relato bíblico de Job, es una historia de dolor y de sufrimiento injusto. Lejos de alentar nuestra ingenuidad, nos enseña que es posible que no exista razón alguna que justifique el sufrimiento injusto. Sin embargo, puede que haya un significado, siempre que permitamos que el sufrimiento nos transforme desde dentro. EN una cueva en lo alto de los nevados picos del Monte Pelión vivía Quirón, el más anciano y sabio de los centauros: una raza misteriosa, de apariencia mitad caballo y mitad hombre. Estos centauros eran los hijos de Cronos, que violó a una ninfa convirtiéndose en caballo; y por eso los descendientes de esta unión eran mitad animales y mitad seres divinos. Mientras que los demás centauros eran salvajes e indómitos, Quirón era singular en su sabiduría y caballerosidad, y era amistoso con los humanos. Poseía una rara habilidad con el arpa, y a menudo impartía consejos profundos en el lenguaje humano acompañado por la música dulce de su instrumento. Poseía todos los secretos del conocimiento de las hierbas y podía curar muchas enfermedades que la medicina humana no lograba aliviar; y también comprendía la sabiduría de las estrellas y enseñaba el arte de la astrología. Tan grande era su fama que muchos hijos de reyes eran confiados a su cuidado. Con él, estos jóvenes alumnos aprendían a temer a los dioses, a respetar a los ancianos y a ayudarse unos a otros en el dolor y la adversidad. El anciano y sabio centauro les enseñaba a componer música, a ejecutar las danzas con grada, a combatir, a boxear y a correr, a escalar las altas rocas y a cazar bestias salvajes en los bosques montañosos. Aprendían a leer en el cielo los presagios y a hallar las plantas que podían servir de antídoto para las infecciones y el dolor. Los jóvenes que Quirón educaba aprendían a reír ante el peligro, a despreciar la pereza y la codicia, y a afrontar todo lo que se les presentara con valor y buen ánimo. Crecían fuertes y con destreza, con modestia y con bravura, y estaban aptos para gobernar por haber aprendido a obedecer. Entre los mejores amigos de Quirón se encontraba el poderoso héroe Heracles. Este hombre gigantesco había estado luchando con un monstruo fabuloso conocido como la Hidra y, habiendo matado finalmente a la bestia, había sumergido algunas de sus flechas en la sangre venenosa de la Hidra para hacerlas todavía más letales. Ahora, de camino para visitar a su amigo Quirón, el héroe fue atacado por una tribu de centauros salvajes e indómitos. Se produjo entonces una gran batalla, en la que Heracles luchó en solitario contra la horda de atacantes. AI escuchar el fragor del combate, Quirón salió de su cueva y, levantando sus manos en son de paz, se interpuso entre Heracles y un centauro a quien el héroe estaba apuntando con una flecha. Pero la flecha ya había sido lanzada y fue a clavarse de lleno en el muslo de Quirón. Si hubiese sido totalmente animal o humano, Quirón hubiese muerto instantáneamente. Pero era semidivino, y el don de la vida eterna se convirtió en una terrible carga para él. La herida era mortal, y el centauro se retiró aullando hacia el interior de la cueva. Este sabio curandero no podía hallar ahora un antídoto para el veneno de la Hidra y poder curar aquel dolor lacerante. No tenía otra elección que seguir viviendo con ello, pues no podía morir como otras criaturas mortales. El dolor le obligaba a probar muchos remedios, algunos de los cuales eran de gran valor para los que sufrían; pero ninguno de ellos pudo aliviar su propio sufrimiento. Desesperado, Quirón rogó a Zeus, el dios del cielo, que le permitiera morir. Este, apiadándose de él, le concedió entrar en los salones del inframundo como el resto de los mortales, y de ese modo la muerte liberó a Quirón del sufrimiento. COMENTARIO Este oscuro mito no es fácil de interpretar. Nos puede parecer muy injusto que una criatura como Quirón, sabia y civilizada, tuviera que sufrir simplemente porque se hallaba en el lugar equivocado en el momento inadecuado. Cuando nos topamos con semejantes acontecimientos en el mundo moderno, nos llenan de rabia impotente y de perplejidad. «Por qué tuvo que ocurrirle eso a alguien tan joven... tan amable... tan bueno? ¿Por qué no le sucedió a alguien malo o despreciable?» Deseamos creer en la justicia de la vida, porque esta creencia hace que la vida parezca controlable. Si somos buenos y nos lo recompensan, entonces todo lo que tenemos que hacer para ser recompensados es ser buenos. Esto es simple y se halla bajo nuestro control. La idea de ser buenos y, sin embargo, ser golpeados por algún accidente que arruina nuestra vida, es virtualmente insoportable. Las catástrofes colectivas, si son de origen humano (como la guerra) o causadas por la Naturaleza misma (como terremotos, sequías e inundaciones), nos enfrentan con la profunda injusticia de la vida a nivel global. Por más que queramos creer en un cosmos justo, tarde o temprano nos enfrentaremos con el enigma del sufrimiento injusto. Cuando sucede algo injusto, no tenemos otra opción sino la de sufrirlo, tanto si nos lo «merecemos» como si no. Al comienzo, puede que culpemos a alguien o a algo, e intentemos aliviar nuestro infortunio hallando un escape al que poder echar la culpa. Culpamos a los padres, a la sociedad, al gobierno, a algún grupo minoritario o a cualquier otra cosa que tengamos al alcance, porque no podemos soportar una situación en la que la inculpación no sea lo apropiado. La única respuesta posible, en último caso, es la comprensión y la compasión. La palabra «compasión» se deriva de la raíz latina que significa «sufrir con». El sufrimiento injusto lo compartimos todos y puede establecer un sentido profundo de relación con otros seres vivientes. Aunque es posible que nunca descubramos una justificación para semejante dolor inmerecido, podemos vislumbrar su poder transformador final en la forma en que puede purificar y transformar el corazón humano. Oculta en esta historia se encuentra la sugerencia de que existe un precio a pagar por intentar civilizar el lado salvaje de la naturaleza humana. Aunque este precio sea injusto sin lugar a dudas, el sacrificio es inevitable porque forma parte de la naturaleza de la vida. Existe una necesidad de lucha entre el ego consciente —simbolizado por Heracles—y las fuerzas instintivas en el interior de los seres humanos —simbolizadas por los centauros salvajes—si hemos de crear un mejor mundo para todos. Y, a veces, un dolor, una pena o una pérdida injusta es el resultado de esta lucha. Solo si vemos la historia desde una perspectiva más amplia, es posible que vislumbremos una mayor profundidad de propósito en ella, aunque también es posible que no hallemos justicia alguna. La muerte voluntaria de Quirón puede verse como un símbolo profundo; cambia su inmortalidad por el destino de las criaturas mortales. Podemos ver esta muerte como una transformación psicológica, como una aceptación interna de los limites humanos. Solamente cuando pensamos que somos tan especiales que estamos exentos de las vicisitudes de la vida, no sufrimos el verdadero veneno de la herida de Quirón. Este veneno podemos comprenderlo como la amargura de un continuo y corrosivo resentimiento. Si esperamos estar protegidos de la vida, entonces nos volveremos amargados y llenos de veneno cuando descubramos que, después de todo, no somos tan especiales. Cuando el sufrimiento injusto entra en nuestra vida, la inevitable reacción humana de ¿por qué a mí? puede que debamos sustituirla por la más sabia de ¿por qué no a mí? Los dones y la naturaleza inmortal de Quirón no lo protegen de la vida, como no lo harán nuestros propios dones ni tampoco nuestra espiritualidad «elevada». También nosotros tendremos que aceptar nuestros limites como mortales y sobrellevar la muerte y transformación internas que nos permita reconciliarnos con la vida humana corriente. Aunque el centauro sea una criatura fantástica, el mito de Quirón es en realidad un mito de la humanidad. Somos una mezcla de opuestos y de contradicciones, mitad bestiales y mitad divinos, con una capacidad para una gran sabiduría y bondad, y una capacidad semejante para el salvajismo y la brutalidad. Los centauros salvajes con los que lucha Heracles están dentro de nosotros igual que lo está la nobleza de Quirón. Los opuestos están inextricablemente vinculados en los seres humanos y nunca pueden quedar totalmente separados. Por más sabios que seamos, tenemos la capacidad de comportarnos salvajemente los unos con los otros, y compartimos esta dualidad colectiva aun cuando, como personas, decidamos alinearnos con la luz. Por consiguiente, todos podemos padecer dolores injustos, ya sean emocionales o físicos, y, una vez heridos de esta forma, nunca podremos quedar curados por completo, porque nunca podremos recuperar nuestra inocencia. Está en nosotros elegir el camino de curación de la compasión y de la aceptación de los limites como seres mortales en lugar de la persistente corrupción del resentimiento interno hacia la vida. CAPITULO DOS LA BUSQUEDA ESPIRITUAL A lo largo de milenios, la búsqueda espiritual ha proporcionado uno de los más grandes temas para la literatura y el arte, porque dentro del alma humana existe un movimiento irreprimible que no cesa nunca de aspirar a algo superior a sí misma, ni abandona nunca su creencia de que algo eterno sobrevive más allá de la muerte del cuerpo. Quizá esta sea la mayor diferencia entre los humanos y los demás animales con los que compartimos el planeta. Pero semejante búsqueda no es un simple deseo de servir a Dios. Puede también implicar una búsqueda de conocimiento, no solo de conocimiento de lo divino expresado en términos religiosos convencionales, sino también de la clase de conocimiento de las leyes que subyacen en la realidad, que los más grandes científicos y psicólogos del mundo persiguen. La búsqueda del conocimiento puede llevarnos por caminos oscuros o bien por caminos iluminados por la luz solar, y puede revelarnos tanto el mal como el bien que subyace en nuestro interior. Los tres mitos que siguen tratan de esa búsqueda espiritual, y todos ellos implican una autoconfrontación que pone muy de manifiesto la profunda paradoja de luz y oscuridad que se oculta en el núcleo del alma humana. LAS FORTUNAS DEL DOCTOR FAUSTO El bien es incomprensible sin el mal Dentro del mito, no hay mejor lugar donde quede representada la misteriosa batalla entre el bien y el mal en el interior del alma humana que en la historia del doctor fausto. La gran tragedia de Marlowe, la trágica historia del doctor Fausto, y el sublime poema épico de Goethe, Fausto, están basados en el relato medieval de un hombre cuya búsqueda espiritual lo condujo finalmente a vender su alma al diablo. Su reconocimiento final de la aridez de los placeres terrenales y su redención última por medio del remordimiento y de la compasión siguen siendo una poderosa imagen de la necesidad de comprender tanto la oscuridad como la luz a fin de hallar la paz interior. HABIA una vez un destacado filósofo y estudiante de teología conocido como el doctor Fausto. Pero las enseñanzas que filósofos y teólogos ofrecían sobre la naturaleza de Dios y sobre el significado de la vida no eran suficientes para satisfacer su intelecto inquisitivo. Y lo que es más, su orgullo era tan grande como su conocimiento, y deseaba descubrir las repuestas a los grandes misterios de la vida mediante su propio esfuerzo, en lugar de recibirlos de quienes secretamente despreciaba. De ese modo podía atribuirse todo el mérito. De modo que, al cabo del tiempo, el doctor Fausto abandonó su teología y se hizo estudiante de magia hermética, pues tenía la esperanza de hallar el secreto de la vida en los experimentos alquímicos y en el conocimiento prohibido de la magia y de la brujería transmitido desde los antiguos egipcios. Sin embargo, incluso estas investigaciones prohibidas no pudieron enseñarle todo lo que deseaba saber, por lo que quedó sumido en una profunda melancolía; entonces invocó en su desesperación a los espíritus infernales. En respuesta a su llamada apareció misteriosamente un perro negro en el estudio del erudito, que después se metamorfoseó en una extraña figura que se presentó como Mefistófeles, el espíritu del mal y de la negación. Este personaje estaba siempre al acecho de las almas humanas que pudiera ganar para las tinieblas, engañando así a Dios; y Fausto deseaba el conocimiento de Mefistófeles respecto a los secretos de la vida y la naturaleza de lo divino. De modo que establecieron un pacto entre ambos, sellado con sangre, en el que Mefistófeles convenía en servir a Fausto en este mundo, en tanto que Fausto accedía a servir a Mefistófeles en el otro. Mefistófeles sabía muy bien cuál sería el precio que Fausto pagaría, pero el filósofo todavía no había comprendido que lo que estaba empeñando para toda la eternidad era su alma mortal. Durante algún tiempo, Fausto se sintió emocionado por la magia y los misterios que Mefistófeles le mostraba, y creía que por fin estaba acercándose al conocimiento de los secretos de Dios. Pero el oscuro espíritu de la negación erosionó gradualmente la voluntad del erudito y lo embaucó para que desarrollara una sensualidad y un orgullo cada vez mayores, hasta llegar a perder todo sentido de búsqueda espiritual. Fausto deseaba a una joven llamada Gretchen, a quien Mefistófeles incitó a caer en manos del filósofo. Fausto la dejó en estado de gestación y, cuando la abandonó, ella se volvió loca y desesperada mató a su hijo, siendo ejecutada por su crimen. Dándose cuenta de la terrible destrucción que había causado en una vida humana inocente, Fausto sintió un profundo y amargo remordimiento. Pues, aunque estaba en las manos de Mefistófeles, había comenzado a amar a la joven sinceramente, prueba de que en su alma había una parte que se había mantenido libre de corrupción. Y esto no lo había anticipado Mefistófeles, ya que el poder de redención del amor no era algo conocido para el espíritu de negación. Pero era tanto el poder que Mefistófeles ejercía sobre Fausto que, durante muchos años, el filósofo se sumió en el placer sensual y penetró en todos los misterios secretos. Aprendió todo lo que deseaba saber. Y comprendió las gloriosas alturas del cielo y las tenebrosas entrañas del inframundo. Sin embargo, el remordimiento que sentía por la muerte de Gretchen crecía dentro de él como un cáncer y, a pesar de su corrupción, algo en su interior continuaba anhelando la luz. Mientras Fausto iba haciéndose viejo, Mefistófeles esperaba con paciencia y satisfacción, pues pronto llegaría el momento en el que el filósofo se enfrentaría a la muerte y su alma pertenecería a las tinieblas. Pero en el último momento, cuando por fin Fausto se percató de las verdaderas consecuencias del pacto que había hecho, se sintió tan lleno de remordimiento, de amor y de sufrimiento, que su alma se escapó de las garras de Mefistófeles y fue conducida finalmente a las esferas celestiales. COMENTARIO La historia del doctor Fausto es una metáfora mítica de la lucha de todo ser humano por encontrar la luz en medio de las tinieblas. Fausto constituye un paradigma de nuestro mundo interior, lleno de conflicto entre nuestros deseos egocéntricos y el anhelo de servir a algo más elevado y más grande que nosotros. Aunque el mito original tiene sus raíces en el cristianismo medieval y, por lo tanto, presenta el bien y el mal de un modo más bien simplista, no obstante, el mensaje trasciende cualquier doctrina religiosa específica, en particular si esta se comprende psicológicamente. Fausto es el símbolo del espíritu inquisitivo que hay dentro de cada ser humano, con la suficiente valentía e individualismo como para rechazar el dogma ofrecido por las autoridades religiosas convencionales, y, no obstante, peligrosamente arrogante al asumir que puede desafiar la moralidad humana fundamental en nombre del conocimiento. Podemos condenar a Fausto por su codicia y arrogancia, y al mismo tiempo admirarlo por su valentía y voluntad de arriesgar su alma con el fin de penetrar hasta el corazón de los misterios de la vida. He aquí la profunda paradoja del bien y del mal, pues a fin de comprender el bien, debemos reconocer el mal; y para llegar a este reconocimiento debemos descubrirlo primero en la secreta oscuridad de nuestro propio corazón. La desilusión de Fausto con las propuestas filosóficas y teológicas convencionales reflejan el dilema de un brillante intelecto que no puede limitarse a «creer» porque le piden que lo haga. La búsqueda espiritual, si se la siente sinceramente, no surge de una aceptación pueril de creencias, sino de la desilusión y del profundo deseo de comprender las paradojas de la vida. Muchas personas no pasan de una creencia infantil, porque es más reconfortante recibir respuestas simples a los dilemas espirituales y morales. Y mientras estas personas no se arriesguen a correr algún peligro en su interior, nunca podrán comprender en verdad lo que es la vida, ni encontrarán paz cuando se vean enfrentadas a las preguntas sin respuesta derivadas del sufrimiento injusto. Muchas de las más grandes religiones del mundo condenan ese cuestionamiento, como lo hacía la iglesia medieval en los tiempos de Fausto. El cuestionamiento implica peligro, pero a la vez abre un potencial para una verdadera experiencia del alma y del mundo interior El poder corrompe; un hecho no menos verdadero en el plano espiritual que en el material. El nuevo poder de Fausto lo empuja más allá de los limites morales y es insensible a la destrucción que inflige a Gretchen. Sin embargo, la ama, y no puede ignorar por completo lo que ha hecho. Y esta pequeña semilla de remordimiento, nacida de la compasión, es finalmente la que le permite engañar al Diablo y lograr el perdón y la redención. Por eso no son las «buenas obras» las que lo salvan, sino el hecho de que, a pesar de estar hundido en el orgullo y en la sensualidad, todavía es capaz de amar y de sentir remordimiento. Se nos dice que hemos de ser «buenos» con nuestras acciones para ser aceptables a los ojos de Dios. Sin embargo, la historia de Fausto nos enseña que la bondad está relacionada con la definición de moralidad adoptada por una sociedad determinada en cualquier época de la Historia. Amor y remordimiento, sin embargo, no están confinados a las doctrinas de una cultura o religión específicas. Ellos nos permiten saborear la luz y la oscuridad y, de alguna manera, conservar la integridad del alma. Es posible que cualquier búsqueda espiritual honesta nos haga descubrir nuestro propio potencial para el mal y la destrucción, y que solo a través del enfrentamiento con ellos, y quizá incluso sintiendo durante algún tiempo que somos irredimibles —nuestro propio «pacto con el diablo»—, podamos experimentar lo que se puede llamar gracia. Aunque el término gracia es cristiano, este no se limita al cristianismo; es una misteriosa liberación interior que surge desde dentro y que da sentido no solo a nuestra bondad, sino también a nuestra maldad. Por eso el mito del doctor Fausto no es el simple relato moralizador que puede parecer en un principio. Se trata de un viaje interior y, como sucede con todos los mitos al mirarlos a nivel psicológico, los personajes que aparecen están dentro de nosotros. Fausto y Mefistófeles son dos caras de la misma moneda, y reflejan dos dimensiones del ser humano. Al espíritu de negación —que todos podemos experimentar cuando unos vemos la vida carente de valor y otros como insignificante— podemos hallarlo en cada uno de nosotros. Podemos invocar al Mefistófeles que llevamos dentro cada vez que nos sintamos desilusionados de la vida. Pero este no es solo el Diablo. En el gran drama de Goethe, Mefistófeles le dice a Fausto: «Soy el espíritu que desea siempre el mal y, no obstante, hace siempre el bien». A través de la intervención de nuestra oscuridad interior es como podemos finalmente hallar el camino hacia la luz. LA ILUMINACIÓN DE BUDA La rueda de nacimientos En la segunda parte, dejamos al joven Buda, entonces llamado Siddhartha, en el punto en que abandonaba su casa y su familia para ir en busca de su destino. Ahora vemos que el Buda alcanza finalmente aquello que ha buscado por medio de la lucha y el sufrimiento: una comprensión del significado del sufrimiento y el propósito final de la vida. La iluminación del Buda puede tomarse como un suceso real, como una parábola religiosa o como un mito en el sentido psicológico más profundo. O bien uno puede hallar algo de verdad en las tres interpretaciones. Como mito, el relato nos presenta el paradigma de todo viaje del alma humana desde las tinieblas de la ignorancia a la comprensión transformadora del ciclo de vida y muerte. DESPUÉS de que el príncipe Siddhartha dejara su familia para ir en busca de la comprensión del misterio del sufrimiento humano, se hizo, monje y buscó la sabiduría siguiendo varias doctrinas y a varios maestros. Pero eso no le enseñó lo que estaba buscando. Siguió deambulando y después permaneció durante seis años en la rivera de un río, donde practicó un terrible ascetismo que redujo su cuerpo a casi nada. Pues creía, como ocurre con muchos religiosos, que si negaba todo deseo del cuerpo, finalmente podría vigorizar la vida del espíritu. Pero después de algún tiempo, se dio cuenta de que semejante autocastigo excesivo solo sirve para destruir la fortaleza de la persona y, en lugar de liberar el alma, la vuelve impotente. Siddhartha sabía que debía ir más allá del ascetismo, igual que había trascendido la vida mundana. Agotado y delgado como un esqueleto, aceptó un cuenco de arroz que le ofreció un joven de un poblado que, al ver su debilidad, se sintió movido a compasión. Después se bañó en el río. Cinco discípulos con los que había compartido su austeridad lo abandonaron, sintiéndose traicionados por lo que ellos consideraron un acto de autoindulgencia. Quizá, se dijeron unos a otros, no estaba tan iluminado, después de todo. Siddhartha partió entonces hacia un lugar llamado Bodhi-Gaya, en el que encontraría el Árbol de la Sabiduría. Mientras pasaba a través del bosque, emanaba tanta luz de su cuerpo que los pájaros se sentían atraídos y volaban en círculos a su alrededor, y los animales lo escoltaban. Finalmente, llegó donde se encontraba la higuera. Extendió en el suelo un puñado de heno recién cortado y se sentó sobre él, murmurando su juramento: «¡Aquí, en este lugar, que mi cuerpo se seque, y que mi piel y mi carne se desprendan y caigan, si levanto mi cuerpo de este asiento antes de haber alcanzado el conocimiento que busco!». Y la tierra tembló seis veces mientras hacía este pronunciamiento. Un demonio llamado Mara, sabiendo que la iluminación de Siddhartha significaría su propia destrucción, decidió intervenir. Envió a sus tres hermosas hijas para tentar a Siddhartha. Las jóvenes cantaron y danzaron ante él, pero Siddhartha permaneció inmóvil en el corazón y en el semblante, calmado como un loto en las tranquilas aguas de un lago. Las hijas del demonio se retiraron derrotadas. Entonces el demonio envió un ejército de diablos horribles que rodearon el árbol sagrado y amenazaron a Siddhartha. Pero tan profunda era la serenidad de este que se vieron paralizados, como si tuvieran los brazos sujetos a los costados. Finalmente, el demonio Mara cabalgó desde las nubes y desenvainó una terrible arma, un enorme disco que podía cortar una montaña en dos. Pero esa arma fue impotente contra Siddhartha. Se convirtió en una guirnalda de flores y quedó suspendida sobre la cabeza de este. Por último, el demonio fue vencido. El inmóvil Siddhartha permaneció en meditación bajo el árbol sagrado. Llegó la noche, y con ella la iluminación que había buscado fue haciendo su aparición lentamente en su corazón. Primero conoció las condiciones exactas de todos los seres vivientes, y a esto le siguieron las causas de su renacimiento en el mundo de la forma. Por todo el mundo y en todas las edades contemplaba seres sensibles que vivían, morían y reencarnaban. Se acordó de sus propias existencias anteriores y captó los inevitables eslabones de causa y efecto. Mientras meditaba sobre el sufrimiento humano recibió la iluminación sobre cómo sucedía esto y los medios que podían propiciar su cese. Cuando llegó el amanecer, Siddhartha había alcanzado la iluminación perfecta y se había convertido en Buda. Durante siete días permaneció en meditación, y después se quedó cerca del árbol sagrado durante otras cuatro semanas. Sabía que ante él se habían abierto dos caminos. Podía entrar de inmediato en el nirvana, el estado de bienaventuranza final, o podía renunciar a su propia liberación durante algún tiempo y permanecer en la tierra para enseñar a otros lo que había aprendido. El demonio Mara le instaba a que abandonara el mundo, pero los dioses se unieron para implorarle, y el Buda, por último, accedió a su destino final como maestro. Durante el resto de su vida trabajó para enseñar a hombres y mujeres el misterio del sufrimiento y del renacimiento. Finalmente, a la edad de ochenta años, sintió que se había hecho viejo, y se preparó para su final. Se tendió al lado del río, y los árboles a su alrededor se cubrieron de flores. Entró en meditación, después en éxtasis y, finalmente, alcanzó el nirvana. Su cuerpo fue quemado en una pira funeraria que se prendió sola y se extinguió en el momento adecuado mediante una lluvia milagrosa. De esta forma un ser humano holló el sendero espinoso hasta alcanzar la iluminación y luego regresó, sacrificando durante algún tiempo su propia recompensa, a fin de traer la luz a las tinieblas en las que vivían otros seres humanos. COMENTARIO La historia de la iluminación del Ruda ha ofrecido sabiduría y serenidad a millones de creyentes. No obstante, no es necesario ser un budista practicante para descubrir en esta historia verdades psicológicas importantes. Primero, Siddhartha intenta hallar las respuestas a sus preguntas haciéndose seguidor de doctrinas convencionalmente aceptadas, que es como comienzan muchas búsquedas espirituales. No obstante, también nosotros —si estamos comprometidos con la verdad como lo está Siddhartha, y no buscando simplemente el consuelo para nuestro sufrimiento— es posible que nos demos cuenta de que semejantes ofertas no pueden satisfacernos. Entonces comenzaremos a buscar respuestas fuera de las enseñanzas de las estructuras religiosas establecidas. Seguidamente, Siddhartha intenta alcanzar la iluminación espiritual negando sus necesidades físicas y sus deseos. También para muchas personas esto constituye una etapa a lo largo del camino, pues en Occidente hemos heredado una tradición de cientos de años de antigüedad que considera al cuerpo físico como la raíz de todo mal y al placer físico como una interferencia en el camino de la vida espiritual. Sin embargo, Siddhartha reconoce que debe abandonar el ascetismo igual que lo ha hecho con las doctrinas religiosas convencionales, porque la vida del cuerpo es también divina, e imaginarse que podemos hallar a Dios por medio de la negación o incluso destruyendo su creación, en el mejor de los casos es una tontería y en el peor es arrogancia. Psicológicamente, el ideal al que aspira el individuo es el de la totalidad más que el de desequilibrio extremo; porque el espíritu no puede vivir cuando el cuerpo ha sido maltratado o se siente enfermo. Pero, a veces, nos vemos obligados a descubrir esto por medio de la experiencia dura, como le ocurrió a Siddhartha. Cuando finalmente se permite aceptar el cuenco de arroz y se baña en el río, sus discípulos, que eran de mente más rígida, lo abandonan. Del mismo modo, podemos darnos cuenta de que, si osamos contradecir el dogma, y admitimos necesidades y deseos que se han etiquetado como «malas» o «pecaminosas», nos hacen sentir marginados de un camino religioso establecido. El gran símbolo del Árbol de la Sabiduría, bajo el que Siddhartha alcanza la iluminación, se hace eco de las imágenes de muchos otros mitos. Este Árbol podemos encontrarlo en la historia de Adán y Eva (ver Adán y Eva); en el Árbol de la Inmortalidad que se encuentra en el fondo del mar y que guía a Gilgamés (ver Gilgamés y el árbol de la vida); en el Árbolmundo Yggdrasil que sostiene al cosmos en el mito noruego y teutónico. Durante milenios la imaginación humana ha visualizado el origen de la vida y de la sabiduría como un árbol, quizá porque este representa una dualidad fundamental que también subyace en el núcleo del alma humana. Sus raíces penetran dentro de la tierra, pero sus ramas aspiran alcanzar el cielo. Y es un ser viviente, no una construcción intelectual, y las verdades espirituales que Siddhartha espera encontrar solo pueden hallarse a través de ese contacto con la vida orgánica. El demonio Mara, visto psicológicamente, es una dimensión del propio Siddhartha. Al igual que Mefistófeles en la historia del Fausto, Mara constituye la personificación de la oscuridad interior; e intenta corromper a Siddhartha de la misma forma que Mefistófeles corrompe a Fausto. Pero, a diferencia de este, el enfoque de Siddhartha es hacia dentro, con lo que se vuelve inmune a las amenazas del demonio. ¿Qué puede significar esto para la persona corriente que busca respuestas espirituales? La serenidad absoluta de Siddhartha refleja un compromiso total con su búsqueda. Es un asunto de enfoque, de prioridades y de otorgar importancia central a los misterios que está contemplando. No podrá hallar serenidad interior si le estamos distrayendo constantemente con nuestros demonios intentos, tengan estos la forma de tentaciones físicas o de temores y ansiedades. El enfoque interior no es lo mismo que el ascetismo rígido; es una actitud, un estado mental, mas que un conjunto preestablecido de disciplinas. Y quizá esto sea por lo que solo el Buda pudo hacer lo que hizo; porque semejante enfoque total sobre la importancia del mundo interior nos resulta muy difícil a nosotros, especialmente cuando somos jóvenes. Un esfuerzo interior intenso de esta clase solo parece posible en la segunda mitad de la vida, cuando estamos ya saciados, y el sufrimiento de los demás comienza a significar algo más para nosotros que los propios placeres y dolores mundanos. Las etapas por las que atraviesa Siddhartha son de experiencia vital, y cada una es necesaria para poder pasar a la siguiente. Debe probar todo antes de estar preparado para renunciar a todo lo que está buscando. Puede que no seamos capaces de alcanzar la clase de iluminación que describe esta historia del Buda; puede que sea incluso arrogante intentarlo. Ya sea que lo percibamos como una imagen mítica o como un gran avatar religioso, el Buda es un paradigma más que un mortal común. Pero comprender nuestra vida desde una perspectiva más amplia, teniendo conciencia de la cadena de causa y efecto que subyace detrás de tanto sufrimiento humano, puede ser posible para todos nosotros, si estamos preparados para colocar nuestra búsqueda de comprensión tranquila y abiertamente en el centro de nuestra vida. PARSIFAL El hallazgo del Grial En la segunda parte, encontramos al joven Parsifal cabalgando en busca de aventuras. Más tarde, Parsifal tropezó con el Castillo del Grial y tuvo una visión de un rey herido y de un Grial, a quien no pudo responder con las preguntas adecuadas. A menudo en la juventud surge espontáneamente una visión de la realidad espiritual, pero carecemos de la madurez suficiente para comprender o preguntarnos lo que eso significa para nosotros. Ahora encontramos a Parsifal años después, templado por sus luchas y sufrimientos, y, a la postre, capaz de preguntarse lo que en verdad significa el Grial. EL joven Parsifal se alejó cabalgando del Castillo del Grial sin haber comprendido lo que allí había visto. En el bosque halló a una hermosa joven que, al oír que había visitado el Castillo del Grial pero que no había aprendido nada, se horrorizó de su simpleza. «¡Hombre infortunado!», exclamó. «Cuánto se habría conseguido si tan solo hubieras preguntado. El rey enfermo se hubiese curado y todo habría vuelto a su cauce. Pero ahora vendrán nuevas desgracias. Te has comportado neciamente». Avergonzado, Parsifal continuó su camino. Cierto tiempo después, encontró a otra mujer, pero esta era horrenda de aspecto, como si acabase de salir del infierno. En su mano llevaba un látigo. También esta reprendió a Parsifal por no haber preguntado sobre el Grial, y le advirtió que habría muchos que sufrirían debido a su egoísmo y estupidez. Durante cinco años, Parsifal anduvo deambulando y, durante este tiempo, perdió todo recuerdo de Dios. Tan solo buscaba hechos violentos y aventuras curiosas. Un día se encontró con tres caballeros con sus respectivas damas. Iban todos caminando y llevaban vestiduras de penitencia. Estas personas se sorprendieron de que Parsifal anduviera por allí armado en el día de Viernes Santo. ¿Es que no sabía que en este día uno no debía llevar armas? Acababan de ver a un santo ermitaño con quien se habían confesado y del que habían recibido la absolución. Al oír esto, Parsifal lloró y deseó visitar al ermitaño. Después de hallar al anciano, admitió que durante cinco años casi se había olvidado de Dios y no había hecho otra cosa sino daño. Cuando el ermitaño le preguntó por qué, Parsifal le dijo que una vez había visitado al Rey Pescador y había visto el Grial, pero no había hecho preguntas sobre esto. La omisión le había causado tanto pesar que había abandonado su fe en Dios. El ermitaño, al conocer la historia de Parsifal, le concedió la absolución, y este retomó su camino. Todavía no estaba en posición de formular la pregunta decisiva, pero una vez más había adquirido esperanza. Después de esto, Parsifal estaba determinado a volver a encontrar el Castillo del Grial con objeto de redimirse de su fracaso anterior. Continuó participando en numerosas aventuras, pero siempre el Grial era lo que dominaba sus pensamientos. Entonces, cierto día, encontró a una damisela sentada bajo un roble. Como había sido amable con ella, esta le dio un anillo que tenía una piedra mágica, lo que le permitiría cruzar un extraño puente de cristal y pasar por un segundo puente peligroso que podía girar sobre su propio eje. A la mañana siguiente, perdido en un bosque misterioso, Parsifal oró a Dios para que lo condujera al Castillo del Grial. Siguió cabalgando y, al llegar la noche, divisó a lo lejos un árbol mágico en el que había muchas luces encendidas. Allí encontró a un cazador, que le anunció que se hallaba cerca del castillo que buscaba. Finalmente llegó al castillo. Los sirvientes lo condujeron ante el rey del Grial, que se hallaba sentado en un diván púrpura. En esa ocasión Parsifal contempló al monarca enfermo con compasión, sintiendo dolor por el dolor del rey, apenándose por su largo penar. Cuando le instaron a hacerlo, le presentó humildemente al rey un relato de sus largas aventuras y habló abiertamente de sus fracasos. Por fin, preguntó qué era lo que afligía al rey y, lo más importante, qué era el Grial y a quién servía. Al oír estas palabras, el rey se puso en pie de repente, curado ya, y abrazó a Parsifal. Entonces el rey le reveló que era su abuelo y que viviría solo tres días más, y que entonces Parsifal debería ceñirse la corona y gobernar el reino. De ese modo Parsifal, que comenzó su viaje siendo joven y necio, por fin comprendió que el Grial era una visión de su propio espíritu inmortal, reconocido únicamente por medio del sufrimiento y la comprensión, y al servicio de la totalidad de la vida; y que, preguntando por último el significado de esta visión, había redimido su propia oscuridad y había obtenido el derecho de ser un depositario adecuado de la luz. COMENTARIO En esta historia, el largo y espinoso camino hasta volver a hallar el Castillo del Grial no es seguido por la realización de actos heroicos. Parsifal lo logra paso a paso, a través de los encuentros con las mujeres. Lo que nos habla de algo profundamente importante relacionado con la búsqueda espiritual: que esta no se consigue a través del ascetismo o la negación, sino por medio de la relación. Cualquiera que sea nuestro sexo, es a través del compromiso emocional con los demás como uno comienza a descubrir las prioridades y, a medida que la vida deja atrás la juventud y llega a la edad madura, el remordimiento ante la propia insensibilidad y ante los actos egoístas hace cambiar algo en lo profundo del alma. A lo largo de los siglos, el mito del Grial ha sido interpretado bajo claves muy distintas, y todas ellas poseen algo de verdad. Desde una perspectiva psicológica, se trata de un viaje interior, y, si bien la creación de la historia original tiene lugar dentro del cristianismo, este viaje interior es compatible con cualquier fe religiosa profunda, ortodoxa o heterodoxa. En realidad se trata de un viaje para descubrir la compasión, que solo puede ocurrir si nos permitimos compartir los sentimientos con los demás y sufrir las consecuencias de nuestras acciones. Es la compasión lo que permite a Parsifal responder de forma correcta al rey enfermo, y es la compasión lo que nos permite a todos mirar más allá de nuestras propias preocupaciones, hacia la tierra desierta que nos rodea y ver la necesidad de todos los seres humanos de encontrar algún pequeño rayo de luz con que iluminar sus viajes mortales. El monarca enfermo y el Grial son imágenes que están dentro del mismo Parsifal, pero que también se hallan dentro de nosotros. El rey representa la enfermedad espiritual de la falta de significado, y el Grial es la copa siempre rebosante de la unidad con el resto de la vida, que constituye el único antídoto para esa falta de significado. Disponemos de términos muy diversos para describir la experiencia básica de la compasión, pero quizá la terminología religiosa sea innecesaria. Pues todas nuestras experiencias más transformadoras surgen a partir de ese misterioso sentido de unidad que puede ocurrir cuando compartimos el dolor y la felicidad ajena. En este mito el significado y la compasión aparecen íntimamente vinculados. El rey enfermo se cura al final de esta historia, pero después acepta gustoso la muerte para que la corona pase a su nieto. Esta es, como ocurre en la historia de Quirón, a quien hemos encontrado anteriormente (ver Quirón, el centauro), otra representación de la muerte como símbolo de transformación. Quien se hallaba herido puede ahora curarse y morir, y quien está renovado y lleno de esperanza puede ahora gobernar sobre las razones de nuestra vida. Por eso, el sufrimiento que experimentamos en vida, que parece ser tan irrevocablemente hiriente, puede desecharse de modo que la vida comience otra vez con un espíritu de esperanza y generosidad. Es correcto y adecuado que gradualmente, mientras va creciendo en edad, y mientras las experiencias van haciendo que aumente su cansancio y su cinismo, la búsqueda espiritual comienza a reemplazar su anterior determinación a ser un gran caballero y a recibir reconocimiento en el mundo exterior Por eso nosotros también, llegado al punto en que nos sintamos cansados de acumular posesiones o de esforzarnos tras el triunfo mundano, podemos preguntarnos a que propósito sirve, en verdad, nuestra vida. CAPITULO TRES EL VIAJE FINAL Cualesquiera sean nuestras habilidades, esfuerzos, aspiraciones y acciones, la muerte ha de venir al encuentro de todos. Fuertes o débiles, inteligentes o ignorantes, ricos o pobres, buenos o malos, todos tendremos que inclinarnos ante el gran nivelador. La muerte es la única constante absoluta de la vida, y también sigue siendo el enigma más grande. Pues a pesar de lo científicamente sofisticados que nos volvamos, no podremos resolver el misterio de lo que nos sucede cuando muere el cuerpo. Los seres humanos han creído desde siempre que sobrevive algo más allá del cascarón físico, y los mitos han expresado siempre en modo imaginativo nuestros temores humanos, nuestras fantasías y expectativas ante la muerte. Las religiones han intentado siempre ofrecer certezas sobre la vida después de la muerte, enseñándonos que nuestra adhesión a determinados dogmas durante la vida nos garantizará unas condiciones favorables después de la muerte. El mito nos introduce una alternativa: las metáforas e imágenes que no garantizan nada, pero que, de algún modo, comunican un significado y un valor a la muerte que la hace parte de la vida y un capítulo necesario en un círculo cósmico más grande. Los tres mitos siguientes se refieren al tema de la muerte. Aun cuando ninguno ofrece respuestas, todos nos recuerdan la profunda paradoja de la muerte, que combina la naturaleza transitoria de la vida como mortales con la eterna e indestructible naturaleza de una vida superior de la cual formamos parte. MAUI Y LA DIOSA DE LA MUERTE La inevitabilidad de la muerte Este relato maorí de Nueva Zelanda nos dice que, a pesar de lo inteligentes o valerosos que seamos, no hay ser humano que pueda librarse de la inevitabilidad de la muerte. De hecho, la historia de Maui sugiere que cuanto más firmemente intentemos escapar o negar nuestra condición de mortales, más nos aproximaremos a crear este inevitable final. Maui, al igual que tantos héroes míticos, está lleno de arrogancia y rehúsa aceptar sus límites mortales. Pero, como siempre, la última en reírse es la naturaleza. UNA noche, Maui se sentía especialmente triste y caprichoso. Su padre, sorprendido de verlo tan deprimido, le preguntó qué era lo que le sucedía. —Padre —replicó Maui—, ¿por qué mientras estamos sentados aquí conversando, los seres humanos están hollando el triste sendero que conduce a la muerte? —Desgraciadamente hijo, todos los seres humanos están destinados a morir —dijo el padre—. Tarde o temprano caen del árbol como fruta madura y son recogidos por la Gran Madre de la Noche, la diosa Hinenuitepo. Maui se puso en pie impaciente y comenzó a caminar de un lado a otro. —¿Pero siempre tiene que ser así? —preguntó—. Si la Muerte muriese, ¿no vivirían para siempre los seres humanos? El padre frunció el ceño. —Escucha mi advertencia, hijo. Esos pensamientos son peligrosos. Ningún hombre puede vencer a la Muerte. —Pero tú hablas sobre hombres corrientes, padre. Si ese hombre fuese yo, ¿qué pasaría? Su padre suspiró profundamente y con mucho pesar. —Mi querido Maui, tú también vas a morir, como cualquier hombre corriente. —No soy un hombre corriente. Mi madre profetizó que yo viviría para siempre. De cualquier modo, ningún hombre corriente ha podido realizar las hazañas que yo he hecho. ¿No vencí al fuego, doblegué al sol, e incluso saqué tierra del mar? ¿Qué es para mí la Muerte sino un adversario más que derrotar? El tono del padre se volvió duro. —Ahora no estás en el mundo superior, sino en el inferior, donde tu astucia no te va a servir. En efecto, tu madre profetizó que vivirías para siempre. Pero cuando te bauticé, mi mente se quedó en blanco y me olvidé de uno de los pasos del hechizo. Debido a esa omisión, Maui, yo destruí la profecía. Y por eso sé que debes morir como cualquier otro hombre a manos de la diosa Hinenuitepo. Ella es terrible, más allá de toda imaginación, con ojos fulgurantes, cabello de Kelp, dientes tan afilados como la obsidiana y con la mueca malvada de la barracuda. En todos los aspectos es monstruosa, excepto por su cuerpo, que es como el de una anciana. Un plan estaba tomando forma en la mente de Maui, y su padre percibió que estaba maquinando una de sus tretas. También sabía que su consejo era inútil, y comenzó a orar por Maui en su corazón. —Adiós, mi hijo menor y respaldo de mi ancianidad —dijo—, porque, en verdad, has nacido para morir. Maui no le prestó atención. Allá se fue a los bosques para compartir sus planes con sus compañeros más allegados: los muchos cientos de aves de cola en abanico que vivían entre los árboles. Les contó a las aves su plan y la parte que ellas debían desempeñar y, lleno de confianza, Maui y las aves comenzaron a atravesar la selva. A medida que se acercaban a la dormida diosa de la muerte, la animosa charla de las aves se extinguió, hasta que solo se oyó el batir de las alas. El aire se volvió frío y pesado a medida que Maui atravesaba los inclinados árboles, cubiertos de líquenes, que rodeaban el claro donde la diosa yacía. Maui tembló al verla durmiendo en el portal de su casa, exactamente como lo había descrito su padre. Sus terribles ojos permanecían cerrados, y su mandíbula inferior, floja por estar dormida, colgaba hada abajo, dejando ver sus afilados dientes en una mueca horrible. Al respirar con fuerza, hacía circular una corriente de aire helado por todo el claro. Maui levantó la mano como señal de que las aves debían detenerse, y susurró: —Mis pequeños amigos, ahí está ella, Hinenuitepo, la Gran Madre de la Noche. Acordaos de mis palabras, porque mi vida está en vuestras manos. Entraré en su cuerpo, pero por ningún motivo debéis reíros hasta que haya pasado a lo largo de todo su cuerpo y haya salido por su boca. Entonces os podéis reír, si queréis. Pero si lo hacéis antes, moriré. Para entonces las pequeñas aves estaban muy atemorizadas y le rogaron que abandonara su plan, que ahora parecía ser totalmente descabellado. Pero Maui se burló de su temor, e insistió en recordarles de que por ningún motivo debían reírse antes de lo acordado. Entonces Maui se aproximó a la diosa. Se quitó la ropa rápidamente hasta quedar desnudo, con la piel reluciente a la luz que se escapaba de los ojos entreabiertos de la diosa. Entonces, con una sonrisa burlona, se encorvó y al momento se metió de cabeza en el cuerpo de ella. Los hombros y el pecho desaparecieron enseguida. Las aves estaban sorprendidas de la agilidad de Maui. Algunas no se atrevían a mirar y metían la cabeza entre las plumas. Otras se aguantaban la risa que amenazaba con apoderarse de ellas. El sonido de las risitas empezó a aumentar y la diosa se movió. Las aves retrocedieron y contuvieron la respiración. La diosa se tranquilizó nuevamente, y las aves volvieron a vigilar los progresos que hacia Maui, pues ahora estaba tratando de meter la cabeza por la garganta de la diosa. Las aves se estremecieron con una risa silenciosa, y, pensando que la victoria estaba del lado de Maui, contuvieron su angustia. Entonces Maui dio un empujón e introdujo los hombros, por lo que la cara apareció de repente dentro de la boca de la diosa. Eso ya era demasiado para las aves. Rompieron en una aguda risa. De inmediato la diosa se despertó y comprendió lo que estaba pasando. Apretó los muslos sobre Maui y rompió su cuerpo en dos. Así acabó, entre risas y desgracias, el intento de Maui por conquistar la muerte y, a causa de su fracaso, los seres humanos siguen hollando el oscuro camino hacia Hinenuitepo. COMENTARIO El final tragicómico de Maui nos recuerda que los intentos por conquistar la muerte son fútiles. Las historias arquetípicas como esta demuestran que en todos los rincones del mundo las personas son iguales; que hay un temor universal a la muerte y una esperanza universal de que, de algún modo, ya sea por medio de la valentía, de la astucia, de la bondad o de la majestad, la muerte pueda ser vencida. Y a pesar de las veces que fracasamos, persiste la esperanza de que algún día vamos a descubrir el secreto de la inmortalidad. Oímos noticias de la existencia de una droga maravillosa que cura todas las enfermedades, y esperanzados nos apresuramos a acudir al médico. Hay quien pide ser sometido a una conservación criogénica, en la esperanza de ser revivido en años venideros. Probamos toda clase de dietas y vitaminas, ejercicios y regímenes. Acudimos a sanadores espirituales y nos sometemos a curas milagrosas con la esperanza de que nuestros cuerpos se verán libres de los estragos de la edad. Después de todo, no somos diferentes a Maui. Pero quizá esta historia nos pueda enseñar que es más productivo vivir nuestra vida plenamente, y experimentar cada día la riqueza disponible para todos, con independencia de las circunstancias materiales, en lugar de gastar tanto tiempo y energía tratando de engañar a la muerte. En muchos sentidos, el temor a la muerte es el mismo que el temor a la vida, porque si somos incapaces de vivir plenamente en el presente y no estamos dispuestos a aceptar nuestra condición de mortales, en realidad, no estamos viviendo. Entonces tenemos razón en temer que llegue el final de la vida; porque sabemos que hemos derrochado el don que se nos ha otorgado. El extraño método con el que Maui busca vencer a la Madre de la Noche constituye una imagen del regreso a la matriz pues Maui se introduce en el cuerpo de esta por el mismo pasadizo por el que dejó el cuerpo de su madre cuando nació. Esta ecuación misteriosa de nacimiento y muerte en un antiguo mito maorí se hace eco de lo que el pensamiento de los psicólogos modernos ha formulado recientemente: que el lugar intemporal del que emergemos al nacer y la inmortalidad que buscamos tras la muerte son la misma cosa para la imaginación humana. El anhelo de inmortalidad es también un anhelo de regresar a la matriz; y aunque Maui busca hacerse inmortal por medio de este acto, lo que está buscando secretamente es la muerte. La inmortalidad es un lugar estático, en el que nada cambia ni crece. Es como el primitivo jardín del Paraíso en el que Adán y Eva existen en completa inocencia e inconsciencia; y es como la vida en las aguas de la matriz antes de nacer. Hay muchas personas que desean que la vida sea de ese modo: estática y carente de cambios, libre de conflicto y eternamente la misma. Esa es una clase de muerte en vida. El anhelo de Maui por la inmortalidad es, en realidad, un rechazo a vivir la vida como ser humano independiente. Por lo tanto su muerte es inevitable, porque la muerte es, a un nivel profundo, lo que verdaderamente desea. Aunque las muchas hazañas que recoge el mito lo presentan como un gran héroe y un portador de cultura, su carácter es extrañamente parecido al de tantos seres humanos corrientes de cualquier época y cultura que mantienen la esperanza de que un bienestar parecido al que disfrutaban en la matriz, y que no pueden lograr en el presente, quedará de algún modo a su alcance con solo poder hallar la fórmula mágica que les permita vivir para siempre. La madre de Maui profetizó que él tendría una vida eterna. Sin embargo, su padre cometió un error humano: se olvidó de las palabras que asegurarían la inmortalidad de su hijo. El padre de Maui reconoció su error y, al hacerlo, afirmó su humanidad. Pero Maui no obró del mismo modo. Su arrogancia, o lo que los griegos llamarían su «hubris» le instó a intentar lo imposible. Y, como siempre sucede en el mito, tal arrogancia es corregida rápidamente por los dioses. En este relato las pequeñas aves son las últimas en reírse, y lo hacen en más de una forma; pues comprenden lo absurdo de nuestros esfuerzos por lograr la inmortalidad, y pueden oír la carcajada cósmica que resuena en las bóvedas del firmamento, cuando intentamos convertimos en lo que no somos. ER ENTRE LOS MUERTOS La muerte es el comienzo de la vida El mito de Er lo cuenta Platón en La República. Nos presenta una visión rica y compleja de la muerte y de la vida en el más allá, que suscita inquietudes importantes sobre algunas de las formas más simplistas de contemplar este que es el más profundo de los misterios de la vida. A pesar de lo que nos hayan enseñado en la infancia, y a pesar de lo que puedan ser nuestras creencias adultas respecto a lo que nos espera después de la muerte, la historia de Er nos habla de que el cosmos es una unidad, y que somos parte de un todo mayor que se mueve según leyes ordenadas y armoniosas. La muerte, en este grandioso y ordenado sistema, no es sino una mera etapa en el continuo de la gran unidad. ER era un guerrero valiente que murió en batalla. Al suponer que estaba muerto, lo colocaron como era habitual sobre una pira funeraria. Su cuerpo permaneció allí durante doce días, misteriosamente incorrupto. Y al duodécimo día, Er sorprendió a sus amigos levantándose y contándoles la historia de su viaje por el mundo de las sombras. Su alma se había desprendido de su cuerpo para unirse a la multitud de otras almas en medio de un extraño y maravilloso paisaje, en el que se abrían dos abismos que conducían bajo tierra y dos pasadizos que conducían a los cielos. En ese lugar estaban sentados los jueces que pronunciaban la sentencia correspondiente a cada persona. A las almas de los justos se les ordenaba que tomaran uno de los pasadizos hacia arriba, y cada alma llevaba un pergamino que acreditaba su bienaventuranza. Pero los demás llevaban el registro de sus malas acciones y se les pedía que descendieran bajo tierra, a través de uno de los caminos de bajada. Cuando llegó el turno de Er, sin embargo, los jueces decidieron que debería llevar de regreso al mundo de los vivos un informe de lo que había visto y oído entre los muertos. Vio como los que acababan de morir seguían por lugares distintos, algunos hacia arriba, a los cielos, y otros hacia abajo, al inframundo. Por la otra abertura que conducía al inframundo surgían sombras procedentes de las profundidades, cubiertas de polvo y de suciedad, al encuentro de los que descendían resplandecientes y puros del otro camino celestial. Todos ellos se entremezclaban en la meseta, mientras buscaban a quienes habían conocido en vida, e intercambiaban noticias ansiosamente. A los justos se los veía llenos de alegría, en tanto que los malvados se lamentaban llorosos de lo que habían tenido que soportar durante mil años. Er aprendió que cada acto de la vida tenía que ser compensado durante un tiempo diez veces más largo de vida entre las tinieblas, con duros castigos para los que habían sido malvados y con espléndidas recompensas para los que habían hecho el bien a los demás humanos. Las almas destinadas a regresar a la tierra para comenzar otra encarnación permanecían en este lugar durante algún tiempo y luego se acercaban a una columna de luz que surgía ante su vista, brillando como un arco iris, pero en forma más resplandeciente y etérea. Este pilar de luz, según Er, es el eje entre el cielo y la tierra; y en el medio pende el huso inquebrantable de la Necesidad, que ella hace girar sobre sus rodillas para mantener rotando a los ocho variados círculos de colores. Estos círculos son los cursos del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas fijas. Con cada círculo gira una Sirena, cantando una sola nota, de modo tal que las ocho voces se mezclan en armonía para crear la Música de las Esferas. Alrededor del trono de la Necesidad se sientan sus tres hijas, las Parcas: Laquesis, Cloto y Atropos. Sus voces están en concordancia con las Sirenas. Laquesis canta el pasado, Cloto el presente y Atropos el futuro, mientras que, de vez en cuando, las tres dan un impulso al huso para mantenerlo girando. Mientras Er observaba, las almas se presentaban ante Laquesis, que tenía sobre sus rodillas la suerte de cada una. Entonces un heraldo lanzaba una proclama a todas ellas. «Almas errantes» gritaba el heraldo, «estáis a punto de entrar en un nuevo cuerpo mortal. Cada una de vosotras puede escoger su suerte; pero su elección será irrevocable. La virtud no guarda respeto por las personas; se adhiere a quien la honra y huye del que la desprecia. Sobre vuestra propia cabeza tenéis vuestra fortuna: no debéis censurar a los dioses». Primero las almas sacaron su suerte para establecer el orden en que debían elegir, excepto Er, a quien le instaron a quedarse y mirar. El heraldo hizo aparecer delante de ellas imágenes de todas las condiciones de la vida humana: de la tiranía, la pobreza, la fama, la belleza, la riqueza, la salud y la enfermedad. Había vidas animales también, mezcladas con las de hombres y mujeres. El heraldo, ministro de las Parcas, instó ahora a las almas a no elegir apresuradamente. Pero la primera alma de la fila se apresuró a elegir una vida que prometía gran riqueza y poder. Después de observar con detenimiento esta suerte, se dio cuenta de que estaba destinada a devorar a sus propios hijos, entre otras cosas tremendas; por lo que lloró amargamente, culpando a la fortuna, a los dioses y, por supuesto, a todo menos a su propio desacierto por haber hecho semejante elección. Esta alma había venido del Elíseo y en su vida anterior había vivido en un estado de gran orden; y por ello debía su virtud más a la costumbre y a la esperanza colectiva que a la sabiduría interior. Lo mismo ocurría con muchas de las almas del Elíseo que se equivocaron en su elección, porque aunque eran «buenos», según el calificativo popular, carecían de experiencia en la maldad de la vida. Por otra parte, los liberados del mundo inferior, a menudo habían recibido un gran aprendizaje a través del propio sufrimiento y el de los demás, lo que les hacía más auténticamente amables y compasivos. Y así fue cómo la mayor parte de las almas cambiaron una buena suerte por una mala, o viceversa. Er se sintió apenado y divertido cuando vio cómo las almas hacían su elección, guiadas aparentemente por algunos recuerdos de su vida anterior. Vio a Orfeo (ver Orfeo y Eurídice) escoger el cuerpo de un cisne, como si sintiese odio hacia las mujeres que lo habían despedazado, y sin que le importase deber su nacimiento a una de ellas. Agamenón (ver La casa de Atreo) hizo lo mismo, eligiendo vivir como águila, pues su anterior destino también le había hecho sentir amargura hacia la humanidad. Y así siguieron todos, quedando el astuto Ulises en último lugar Este, acordándose de los pasados infortunios que habían malogrado su alma por arriesgarse en aventuras, buscó cuidadosamente, en un rincón alejado de los demás, una vida simple y tranquila, que todas las otras almas habían despreciado. Entonces exclamó que, si hubiese sido el primero en elegir, no hubiese pedido nada mejor. Cuando todas las almas hubieron hecho su elección, desfilaron ordenadamente ante Laquesis, que le dió a cada una el genio guardián que debía acompañarlo a él o ella a lo largo de la vida, ejecutando el destino correspondiente a la suerte escogida por cada alma. Este genio conducía el alma ante Cloto, quien, con un giro del huso, confirmaba su elección. Cada alma debía tocar el huso y a continuación era conducida ante Atropos, que retorcía el hilo entre sus dedos para hacer irrompible lo que Cloto había tejido. Finalmente, cada alma junto con su genio se inclinaban ante el trono de la Necesidad. Y después avanzaban hacía la gran planicie de Leteo y pasaban la noche a orillas del río del Olvido, cuyas aguas no pueden ser llevadas en ninguna vasija. Todos tenían que beber de su corriente, y casi todos se apresuraban a saciarse, con lo que perdían la memoria de sus actos anteriores. Después, se quedaban dormidos. Pero hacia la medianoche el estruendo de un trueno y un temblor de tierra despertaban a todas las almas, que eran desperdigadas aquí y allá, como estrellas fugaces, hacia los diferentes lugares donde debían renacer. En cuanto a Er, no le pidieron que bebiera del agua de Leteo. Sin embargo, y sin saber cómo, su alma regresó a su cuerpo. En un instante, al abrir los ojos, se encontró vivo y tendido sobre la pira funeraria. COMENTARIO La historia de Er, que nos cuenta Platón, a menudo es interpretada por los eruditos como una construcción intelectual para comunicar ideas específicas. No obstante, la imagen de un cosmos vasto y ordenado —en el que lo que está arriba, en los cielos, se refleja en lo que está abajo, en la tierra, y en el que cada acción humana supone antecedentes y consecuencias— no se trata de una construcción de Platón. Es una antigua visión cósmica de naturaleza mítica. Su esencia es que cada alma humana, como parte de una unidad mayor, debe asumir la responsabilidad de su propio destino, y no podemos echarle la culpa a las circunstancias ni a Dios por las situaciones en las que nos vemos envueltos. A pesar de que hayamos bebido, como les ocurre a las almas en la historia, con demasiada ansia las aguas del Leteo y hayamos olvidado la historia que llevamos a nuestras espaldas, las raíces de nuestra necesidad presente pueden muy bien arrancar del pasado, ya sea de una vida anterior o de la psique ancestral o familiar de la cual hemos emergido. Al menos la mitad de la población del mundo cree en la reencarnación, aunque el Occidente judeocristiano piense que esta creencia es prerrogativa del Oriente «místico». Sin embargo, Platón era griego, y el mito que nos presenta tiene sus raíces profundas en la psique Occidental que resurgen en los tiempos modernos pava llevar la responsabilidad individual y la elección al centro de la vida. El mito de Er nos presenta a la muerte como preludio de la vida, y a la vida como preludio de la muerte. La vida y la muerte son simplemente distintos capítulos de una historia cíclica, en la que cada uno representa una transición gobernada por un patrón cósmico ordenado. La muerte es, por lo tanto, un rito de paso, y un final solo en el sentido de que ha concluido un capítulo de la historia. Este mito encierra una moral claramente definida, puesto que los malos sufren en el inframundo y los buenos disfrutan de la bienaventuranza de las altas esferas; pero ninguno permanece allí durante toda la eternidad, e incluso las recompensas y los castigos que aguardan al que acaba de morir son paradójicas en su significado. Acumulamos sabiduría a través del sufrimiento generado por nuestros errores, y cometemos errores debido a que no comprendemos el significado del sufrimiento. Los buenos pueden incurrir en el mal porque lo ignoran, y los malos pueden ser transformados por las consecuencias de sus acciones. Para aquellos que aceptan la filosofía de la reencarnación, estas verdades profundas pueden ser entendidas como relevantes respecto a la manera de vivir las vidas aquí y ahora, puesto que estamos creando el futuro a partir del presente y del pasado. Pero pueden considerarse como relevantes para una sola vida, lo cual constituye también un proceso cíclico con capítulos que empiezan y terminan. En el curso de una sola vida podemos causar sufrimiento y sufrir también nosotros, o aprender a ser sabios y elegir y obrar adecuadamente; o pensar que somos buenos y hacer una elección equivocada, y dejar ver que nuestra bondad está solo a flor de piel. El mito de Er despierta muchas más preguntas que respuestas, y nunca podremos saber con certeza de dónde proviene o lo que Platón intentó al incluirlo en su obra. Pero esta grandiosa visión de un cosmos gobernado por la Necesidad y reflejado en los patrones ordenados de los planetas, nos muestra una percepción importante de la muerte. Si vivimos sin comprender cómo estamos unidos unos con otros, y cómo cada acción tiene sus consecuencias, entonces posiblemente tendremos toda la razón al temer a la muerte, ya sea porque nos aguarde alguna dolorosa vivencia, o porque tengamos que ir hacia las tinieblas sabiendo que, durante nuestra vida, no hemos hecho lo suficiente por disipar la oscuridad del mundo que nos rodea. Además de presentarnos una visión muy diferente y compleja, la historia de Er es un mito que nos habla sobre el modo apropiado de vivir la vida. INDRA Y EL DESFILE DE LAS HORMIGAS El juego de la vida sin fín La historia de Indra y el desfile de las hormigas es una de las más delicadas y profundas representaciones míticas de la continuidad de la vida. Nos ofrece un magno panorama cósmico de los vaivenes de todas las cosas. Pero no como un intento para disminuir los sufrimientos de la vida, ni para prometernos recompensas después de la muerte. Se trata, más bien, de una visión de la verdadera naturaleza de la eternidad y del tiempo. En esta historia, larga pero merecedora de reflexión, incluso el rey de los dioses se ve humillado y obligado a conocer su verdadero papel en el gran teatro de la vida sin fin. INDRA, rey de los dioses, mató al dragón gigante que había mantenido retenidas en su vientre todas las aguas del cielo. El dios lanzó su rayo en mitad de las desgarbadas espirales, y el monstruo quedó hecho pedazos como un montón de juncos marchitos. Entonces las aguas irrumpieron libres y discurrieron por toda la tierra, para volver a circular por el cuerpo del mundo. Esta inundación es la inundación de la vida y pertenece a todos. Es la savia del campo y de la selva, la sangre que circula por las venas. El monstruo se había apropiado del bien común, pero ahora estaba muerto, y los jugos volvían a derramarse. Los dioses regresaron a la cima de la montaña central de la tierra y reinaron desde las alturas. El primer acto de Indra fue reconstruir las mansiones de la ciudad de los dioses, que quedaron agrietadas y derrumbadas durante la supremacía del dragón. Todas las divinidades del cielo proclamaron a Indra como su salvador. Muy eufórico por su triunfo y por haber constatado su fortaleza, mandó llamar a Vishvakarman, el dios de las artes y los oficios, para erigir un palacio que debía hacer gala de un esplendor sin igual. Vishvakarman construyó un espacio residencial resplandeciente, con maravillosos palacios, jardines, lagos y torres. Pero a medida que progresaba el trabajo, las exigencias de Indra aumentaban cada vez más, y su proyecto se hacía más amplio. Pedía más pabellones, estanques, arboledas y terrenos de esparcimiento. El divino artesano acabó por desesperarse y buscó la ayuda superior. Acudió ante Brahma, el gran dios creador, que mora por encima de la esfera de Indra, que es la de ambición, las luchas y la gloria. Tras escuchar las quejas del dios artesano, Brahma le dijo: «Vete en paz a casa. Pronto serás relevado de tu carga». Brahma, a su vez, fue a ver a Vishnú, el Ser Supremo, de quien el mismo Brahma era un delegado. Vishnú a su vez hizo saber que la petición de Vishvakarman sería atendida. A la mañana siguiente, temprano, hizo aparición ante la puerta de Indra un niño que llevaba el bastón de peregrino. El niño tenía solo diez años de edad, pero resplandecía con el lustre de la sabiduría. El rey de los dioses se inclinó ante el santo niño, quien le dio alegremente su bendición. Entonces el rey de los dioses dijo: —Oh venerable niño, cuéntame el propósito de tu venida. El hermoso niño respondió: —Oh rey de los dioses, he oído hablar del espléndido palacio que estás construyendo, y he venido a hacerte algunas preguntas. ¿Cuántos años va a llevar terminarlo? ¿Qué otros detalles de ingeniería le pedirás a Vishvakarman, el dios artesano, para que incluya? ¡Oh el más grande de los dioses!, ningún Indra antes que tú ha logrado concluir un palacio como el que te propones construir. A Indra le hizo gracia la afirmación pretenciosa del niño de que había conocido otros Indras antes que él. —¡Dime, niño! —dijo Indra—. ¿Entonces son tantos los Indras que has visto o que has oído que existen? El niño asintió con la cabeza. —Sí, por supuesto, he visto a muchos. Aquellas palabras hicieron correr un escalofrío por las venas de Indra. —Conocí a tu padre —continuó el niño—. El viejo hombre tortuga, progenitor de todas las criaturas de la tierra. Conocí a tu abuelo, Rayo de luz celestial, hijo de Brahma. Y conozco a Brahma, emanado de Vishnú, y conozco al mismo Vishnú, el Ser supremo. Oh rey de los dioses, he conocido la espantosa disolución del universo. He visto perecer a todos, una y otra vez, al final de cada ciclo. En esa época terrible cada uno de los átomos queda disuelto en las aguas puras de la eternidad, de la que todo surgió originalmente. ¿Quién puede contar los universos que han desaparecido o las creaciones que han surgido nuevamente del abismo sin forma de las aguas? ¿Quién podrá enumerar las edades que han transcurrido en el mundo? ¿Y quién buscará entre la infinita amplitud del espacio para contar la serie de universos, cada uno con su Brahma y su Vishnú? ¿Quién ha de contar los Indras que hubo en ellos, que ascendieron al reinado divino uno a uno, y que uno a uno se disolvieron? Mientras el niño pronunciaba estas palabras, una fila de hormigas había hecho aparición en el salón. En formación militar se movía por el suelo. El niño se percató de ellas y se rió. Después se sumergió en un silencio de profunda meditación. —¿Por qué te ríes? —balbuceó Indra, pues la orgullosa garganta del rey se había resecado—. ¿Quién eres? El niño dijo: —Me río a causa de las hormigas. Pero no te puedo decir la razón, porque es un secreto que subyace en la sabiduría de las edades y no ha sido revelado ni a los santos. —Oh niño —rogó Indra, con una nueva y visible humildad—. No sé quién eres. Revélame ese secreto de los tiempos, esa luz que disipa las tinieblas. —Vi las hormigas —replicó el niño—, que avanzaban en un largo desfile. Cada una de ellas ha sido alguna vez un Indra. Igual que tú, cada una ha ascendido al rango de rey de los dioses. Pero ahora, a lo largo de muchas reencarnaciones, todas se han convertido otra vez en hormigas. La piedad y las buenas acciones elevan a los seres vivientes hasta los gloriosos reinos de las mansiones celestiales. Pero los actos malvados los hunden en los mundos inferiores, en fosos de dolor y pesar. Es por medio de las acciones como uno hace méritos para obtener la felicidad o la angustia, y con ello convertirse en amo o en siervo. Esta es toda la esencia del secreto. La vida en el ciclo de continuos nacimientos es como una visión en un sueño. Los dioses, los árboles, las piedras son todas apariciones en esta fantasía. Pero la Muerte administra la ley del tiempo y es la señora de todo. El bien y el mal de los seres del sueño son tan perecederos como burbujas. Por eso los sabios no se apegan ni al bien ni al mal. Los sabios no están apegados a nada en absoluto. El niño concluyó esta terrible lección y contempló serenamente a su interlocutor. El rey de los dioses, con todo su esplendor, había quedado reducido a la insignificancia ante sí mismo. Y entonces hizo su entrada en el salón de Indra otra aparición. El recién llegado era un ermitaño, con el cabello enmarañado y vestido con harapos. Un extraño círculo de pelo crecía sobre el pecho del anciano. Se acurrucó en el suelo entre Indra y el niño, permaneciendo inmóvil como una roca. Entonces el niño preguntó al ermitaño el nombre y el motivo de su llegada, y el significado del extraño círculo de pelo sobre su pecho. El anciano sonrió. —Soy un brahmín. Mi nombre es Hairy, y he venido aquí a contemplar a Indra. Puesto que sé que me queda poca vida, no poseo ningún hogar, no construyo ninguna vivienda, no me caso, ni busco ningún medio de vida. Existo gracias a las limosnas. El círculo de pelo que llevo en el pecho enseña sabiduría. Cada vez que cae un Indra, se me cae un pelo. Por esa razón se me han caído todos los pelos del centro. Cuando el actual Brahma haya expirado, yo también moriré. ¿Para qué sirve, entonces, una esposa, un hijo o una casa? Cada movimiento de los párpados de Vishnú, el Gran Ser Supremo, registra el paso de un Brahma. Todo lo demás es una nube sin sustancia, que toma forma para disolverse después. Todo gozo, incluso el celestial, es tan frágil como un sueño. No me esfuerzo por experimentar las varias formas benditas de redención. No pido nada y me dedico exclusivamente a meditar sobre los incomparables pies del gran Vishnú. El anciano desapareció repentinamente y, a su vez, desapareció el niño también. El rey de los dioses se quedó a solas, perplejo y sorprendido. Empezó a pensar y se preguntó si todo habría sido un sueño. Pero abandonó todo deseo de magnificar su esplendor celestial. Llamó a Vishvakarman, lo colmó de regalos e hizo que el dios artesano regresara a casa. Ahora Indra deseaba redimirse. Había adquirido sabiduría y, en su amargura, tan solo quería ser libre. Resolvió dejar la carga de su oficio a su hijo y retirarse a la vida de ermitaño en la espesura. Pero su bella reina se sintió abrumada por el pesar. Imploró a Brihaspati, consejero espiritual del rey y señor de la Sabiduría Mágica, que desviara la mente de su esposo de su firme resolución. El hábil Brihaspati habló a Indra de las virtudes de la vida espiritual; pero también le habló de las virtudes de la vida secular y puso a cada una en su debido lugar. Entonces Indra cambió de posición y la reina recuperó la alegría. Y de ese modo Indra cumplió con lo que se le había estipulado en el universo transitorio del que formaba parte. Y no volvió a sentir temor ni ira por el desfile de las hormigas, o por los Indras que habían sido antes y que serían una y otra vez hasta la eternidad. COMENTARIO El mito de Indra y el desfile de las hormigas requiere pocos comentarios; habla por sí mismo, recordándonos que todos los pequeños esfuerzos humanos por comprender lo que el cosmos pueda significar, y todas nuestras luchas por reclamar un lugar de importancia en el mundo, palidecen hasta la insignificancia ante el gran misterio que es la vida misma. Uno no necesita creer en los dioses del hinduismo para captar lo que este relato nos enseña: que la sabiduría y la realización residen en vivir una vida equilibrada, preocupada por cuerpo y espíritu, y contentos de ser lo que somos. Grandes o pequeños, humanos u hormigas, dioses o humanos, cada chispa de vida es parte de una vasta unidad viviente cuyas intenciones y actividades son ordenadas pero, en definitiva, están más allá de nuestra comprensión. Debido a que somos humanos, debemos esforzarnos y, quizá, lo mismo que Indra, construir palacios o, como Fausto, buscar el conocimiento o, al igual que las almas nobles del relato de Platón, servir a la humanidad. Pero mientras estamos realizando ese destino individual que es único para cada uno de nosotros, es buena idea ver las cosas en su justa perspectiva. Acordémonos del desfile de las hormigas. BIBLIOGRAFÍA Y OTRAS LECTURAS John Steinbeck, The Acts of King Arthur and his Noble Knights, Nueva York: Noonday Press, 1993. Londres, Heinemann Ltd., 1979. Charles Squire, Celtic Myth and Legend, Van Nuys, CA, Newcastle Publishing Co., 1987. A. R. Hope Moncrieff, Classical Mythology, Londres, Studio Editions Ltd., 1994. Gustav Schwab, Gods and Heroes, Nueva York, Pantheon Books, 1977, Londres, Random House, 1997. Robert Graves, The Greek Myths, Nueva York, Penguin, 1993, Londres, Penguin, 1977. Arthur Cotterell, The lllustrated Encyclopedia of Myths and Legends, Nueva York, Macmillan, 1996, Londres, Macmillan, 1996. Richard Cavendish, King Arthur and the Grial, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1978. Pierre Grimal (ed.), Larousse World Mythology, Londres, Hamlyn, 1989. Alistar Campbell, Maori Legends, Paraparaumu, Nueva Zelanda, Viking Sevenseas Ltd., 1969. Heinrich Zimmer, Myths and Symbols in Indian Art and Civilization, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1992. Donald A. McKenzie, Myths of Babylonia and Assyria, Londres, Gresham Publishing Co., 1933. The Niebelungenlied, Nueva York, The Heritage Press, 1961, Londres, Penguin, 1965. Kevin Crossley-Holland, The Norse Myths, Nueva York, Random House, 1981, Londres, Penguin, 1980. Jalil Gibran, El profeta, Editorial Edaf, Madrid, 1973. John Matthews (ed.), Sources of the Grail, Hudson, NY, Lindisfarne Books, 1977, Edimburgo, Floris Books, 1996. RECONOCIMIENTOS Con agradecimiento a los autores de todos los libros de mitos que aparecen en la Bibliografía, con quienes nos sentimos muy obligados. Gracias también a Ian Jackson y Sophie Bevan por su ayuda y apoyo en este proyecto, y a Barbara Levy por su estímulo. EDISON BOOK LIMITED Asesor creativo Nick Eddison Editores Sophie Bevan y Tessa Monina Diseño Brazzle Atkins Producción Sarah Rooney Liz Greene es una psicóloga analítica de renombre mundial y una autoridad líder en mitología, astrología y psicología. Es cofundadora y directora de Centro de Astrología Psicológica, autora de numerosos libros que incluyen Amor y Astrología y El Tarot Mítico. Juliet Sharman-Burke es una psicoterapeuta analítica practicante que ha enseñado tarot y astrología durante veinte años. Es administradora y tutora en el Centro de Astrología Psicológica en Londres, y autora de El libro completo de Tarot, Dominando el Tarot y, el El Tarot Mítico (con Liz Greene).