Charles Péguy

Nació en Orleáns (Loiret) el 7 de enero de 1873; murió en guerra, en la batalla del Mame, en Villeroy (Seine- et-Mame) el 5 de septiembre de 1914. Péguy se mostró orgulloso de su oscura ascenden­cia familiar y en numerosos pasajes de su obra evocó el recuerdo infantil de la pe­queña comunidad del suburbio Bourgogne, la cual, como escribió él, era todavía «el pueblo de la antigua Francia» hacia 1880. Pertenecía en efecto a una familia de cam­pesinos y viñadores, y habiendo perdido a su padre pocos meses después de su naci­miento, fue educado por su madre que vi­vía pobremente, dedicada al trabajo de empajar sillas. Bien considerado por sus maestros de la escuela municipal, obtuvo el joven Carlos una beca de estudios en el liceo de Orleáns, donde recibió una sólida educación humanista; en 1891 se encontra­ba en París, preparándose para el ingreso en la École Nórmale Supérieure; y después de un primer fracaso y de un año de vo­luntariado, era admitido en Sainte-Barbe en octubre de 1893.

Allí, en el famoso pa­tio rojo, encontró Péguy sus primeros amigos: Jérome Tharaud, Marcel Baudoin; alejado ya de la fe, se entusiasmó en cambio por «un socialismo joven, nuevo, grave, un poco infantil… profundamente cristiano». En agosto de 1894 fue admitido en la École Nórmale, pero su carácter independiente y que no soportaba una disciplina rigurosa en los estudios, le hizo pedir una licencia al fin del primer curso, y de regreso en Orleáns fundó allí un grupo de estudios socialistas; después de pasar otro año (1896- 97) en la École Nórmale, se apartó de ella definitivamente, sin conseguir la licencia­tura, en 1897. En este mismo año daba a la imprenta el cuadro dramático Jeanne d’Arc (v. Juana de Arco), obra no del todo madura, pero animada por las nobles aspi­raciones de su adolescencia y por la fe en una regeneración de la humanidad por obra del socialismo, concebido como una «profunda revolución interior».

En mayo de 1898, Péguy, que mientras tanto había con­traído matrimonio con la hermana de uno de sus compañeros de estudios, abrió en el Barrio Latino una «librería socialista», trans­formada más tarde, por dificultades finan­cieras, en una sociedad anónima de la que fue gerente a sueldo, hasta la ruptura definitiva (diciembre de 1899) entre Péguy y sus asociados, entre los cuales figuraba Léon Blum. Razón fundamental de tal ruptura fue la diferencia de postura ante el «affaire» Dreyfus, en el que Péguy, en oposición a sus antiguos amigos socialistas, veía esencial­mente una cuestión de moral superior. También se fue separando gradualmente de Jaurès, y en 1900 iniciaba la publicación de los conocidos Cuadernos de la quincena (v.), concebidos al principio como simples boletines de información socialista. Pero la crítica de Péguy, limitada al principio al par­tido socialista acusado de prostituir sus pro­fundas razones ideales a las combinaciones parlamentarias, al profundizar las causas de la crisis del dreyfusismo, no tardó en am­pliarse, transformándose en una implacable acta de acusación contra todo el mundo moderno y, en especial, contra aquel «par­tido intelectual» que dictaba leyes en la «nueva Sorbona».

En 1905, el golpe fulmi­nante de Tánger actuó como un poderoso correctivo de las perspectivas intelectuales y políticas de Péguy, el cual, ante la amenaza alemana, descubrió por primera vez la realidad hecha carne de la patria francesa, a través del velo de sus ideales pacifistas e intemacionalistas. Péguy recorre entonces el camino de un heredero desposeído que trata de reconquistar su estirpe y su tierra: la evolución en sentido nacionalista aparece ya visible en Notre Paris (1905), aunque se marquen enérgicamente las diferencias con respecto al nacionalismo tipo Maurras, del que lo separaban —barrera insuperable — el recuerdo del «affaire» Dreyfus y el repu­blicanismo místico de la juventud de Péguy, nunca renegado. En este esfuerzo de «profundización» interior de la patria encon­trada de nuevo, Péguy llegó a partir de 1908 en el umbral de la fe y de la Iglesia cató­lica, que no atravesó (hasta la vigilia de su muerte) debido a su particular situa­ción familiar, a la intransigente y exclu­siva lealtad al socialismo dreyfusiano (v. Nuestra juventud, 1910), a su feroz indivi­dualismo y a una fuerte desconfianza hacia el clericalismo.

Extraño catolicismo, reli­gión poética sin sacramentos ni vínculos dogmáticos, y sin embargo de una humil­dad indudablemente sincera, aunque la re­ligión se confunda a menudo con una «mís­tica» del heroísmo y del mesianismo nacio­nal francés. El Misterio de la caridad de Juana de Arco> (v. Juana de Arco), la pri­mera obra compuesta por Péguy después de la conversión, es una refundición de la socialista Jeanne d’Arc de 1897; no reniega nada, ya que la esperanza de la salvación eterna se enlaza, sin oposición, con la vo­luntad de triunfar sobre las miserias tem­porales. Con las obras siguientes, Le porche du mystère de la deuxième vertu (1911), los Tapices de Santa Genoveva y de Juana de Arco (1912, v. Juana de Arco), La tapis­serie de Notre-Dame (1913), Eve (1913), alcanzará Péguy una de las más altas cumbres de la poesía cristiana francesa: su origi­nalidad radica sobre todo en una sorpren­dente capacidad de poner en claro el abso­luto y lo sobrenatural en la sustancia mis­ma de la vida, de la «carne». En efecto, el alma de Péguy es mucho más sensible a la presencia de Dios en el mundo que a su trascendencia.

Nunca, desde la Edad Me­dia, poeta cristiano alguno había barajado con tanta familiaridad y grandeza la his­toria divina y la historia cotidiana y popu­lar. Pero la obra poética de Péguy floreció al margen de las luchas políticas e intelec­tuales de las cuales son documentos Situa­tions (1906-07), Un nouveau théologien (1911), L’argent (1913), Clio (póstumo, 1917). En los momentos de tregua, se abando­naba Péguy a la tentación de algún comen­tario literario, como VictorMarie, comte Hugo (1910), o de alta polémica intelectual, como Note sur M. Bergson et la philosophie bergsonienne (1914), en la que tomó la de­fensa de su maestro Bergson, amenazado por el índice católico, y en la Note con­jointe sur M. Descartes et la philosophie cartésienne (1914). Desconocido y hostili­zado por los grandes escritores de su tiem­po, excepto Barrés, que apoyó inútilmente su candidatura al gran premio de la Aca­demia, Péguy se había convertido en el cen­tro de un pequeño grupo de escritores que ejercieron una fuerte influencia sobre una parte de la juventud francesa, pero que mantuvieron con Péguy — carácter difícil — relaciones más o menos prolongadas : Ro­main Rolland, Andrés Suarès Georges So­rel, Julien Benda, Jacques Maritain y otros.

Obsesionado por el pensamiento de una guerra inminente, soñaba Péguy con ser el ci­mentador de todas las tradiciones france­sas; denunciaba el espíritu de capitulación encamado, según pensaba él, por Jaurès, preparando con todas sus fuerzas la «gene­ración del desquite». En realidad, tras el tono belicoso de su estilo, no es difícil per­cibir en las obras de sus últimos años una invencible melancolía, y la sensación de que el pueblo francés está acabado, corrom­pido por la administración, por la burgue­sía y por el dinero. Por ello, Péguy se incor­poró a su puesto de teniente de infantería en los primeros días de la guerra de 1914, con una especie de alivio y casi de alegría. Desde la fecha de su heroica muerte, la influencia de Péguy ha ido en aumento, su obra es celebrada y reivindicada hoy por todos los partidos, reconciliada también con los poderes oficiales de la Universidad y de la Iglesia. Péguy es escritor difícil, con un estilo que se desenvuelve en una serie in­terminable de repeticiones, con cadencias de letanía; un gran río lleno de riquezas, pero que cansa al fin al lector poco atento.

De­fecto, sin embargo, que no depende de una insuficiente pericia del escritor, y en el que el bergsoniano Péguy veía la prueba de su intransigente lealtad a la realidad: si su es­tilo es rebuscado, corregido y completado sin tregua, ello se debe simplemente a que el escritor ha aceptado una sola regla, aquella, caprichosa, que le imponía el rit­mo mismo de la vida.

M. Mourre