'Mi vida sin mí' fue una de las películas que más marcó mi adolescencia y mi educación cinéfila. Hace ahora veinte años, Isabel Coixet estrenaba en Festival Internacional de Cine de Berlín su cuarto largometraje, esta cinta íntima y desgarradora, aunque no falta de esperanza, que le dio el empuje definitivo para convertirse en una de las realizadoras más importantes españolas, pero también un nombre relevante a nivel internacional. El aplauso que recibió en la Berlinale era bien merecido; la obra (que tiene su hueco entre las 101 mejores películas españolas de la historia del cine) encajaba a la perfección con la sensibilidad del cine independiente del momento y concentraría las claves de cinematografía pasada y futura de la directora catalana: emotividad, mujeres con conflictos potentes y exquisitez plástica.

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Haciendo el ejercicio de volver a ver 'Mi vida sin mí' hoy, compruebo que no ha perdido vigencia. Si bien mi yo de ahora identifica con más facilidad y distancia los resortes que utiliza la película para tocar nuestras fibras sensibles (y entiendo por qué me tocase tanto a una edad más temprana y agitada), solo un cínico podría calificar como cursilería o pornografía emocional, ni siquiera en las famosas cintas de despedida, la historia que cuenta. Es lo que tienen las emociones, que, si están bien contadas, pueden resultar imperecederas. Sobre papel, la idea de una persona que hace una lista de cosas que hacer antes de morir puede sonar manida (no tanto hace veinte años), pero lo importante aquí no es tanto la originalidad del relato sino su delicada ejecución.

La muerte, y el miedo a ella, es sin duda uno de los grandes temas universales de la literatura, la poesía, el cine, la danza o cualquier otra forma de expresión artística. Su naturaleza ineludible y el abismo de incertidumbre que supone la perspectiva de nuestra no existencia nos mortifica a todos, en mayor o menor grado, a lo largo de nuestras vidas. Si es difícil vivir sin amor, es imposible vivir sin morir. Y al tormento de estos miedos es a los que nos hace enfrentarnos 'Mi vida sin mí' a través de la historia de Ann, esa chica de solo 23 años que nunca tuvo una vida plena (madre adolescente, de clase baja, que solo ha conocido a un chico...) y que se choca contra el muro del tiempo; solo le quedan un par de meses de vida. Entonces, ¿qué?

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Para su historia, Isabel Coixet se basó en un relato corto, 'Pretending the Bed is a Raft', en el que la protagonista también descubría que iba a morir. Pero a diferencia de lo que sucede en su película, esta chica no escondía a sus allegados lo que le pasaba. En cambio, Ann prefiere callárselo para ahorrar el sufrimiento a los demás (lo verbaliza en la cinta que le dedica a Don, su marido), pero también para disfrutar sus últimos días sin miradas condescendientes y pudiendo tomar sus propias decisiones.

Una de estas es enamorarse de otro hombre, algo que rompió la brújula moral de muchos espectadores que no perdonaban la infidelidad ni siquiera a una mujer con una enfermedad terminal. Pero ese es el mejor regalo que se hace Ann a sí misma, evitar el juicio moral de los demás y darse el capricho de vivir intensamente un último amor, que de algún modo representa todo lo que no pudo ni podrá sentir por las circunstancias de su juventud y porque todo se acaba. El final tiene algo de cuento. Porque mientras Ann se despide desde la cama de su caravana, antes del fundido a blanco, fabula con cómo será su vida sin ella. Tal vez Don no llegue a enamorarse de la otra Ann, su madre no le haga caso con lo de las citas o Lee no pinte nunca las paredes, pero ella no estará aquí para verlo.

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Los cielos grises y nublados de Vancouver, el talento interpretativo de Sarah Polley (hoy convertida en la notable directora de 'Ellas hablan', nominada al Oscar a Mejor película este año) que nos hace sentir sin pasarse de melodramatismo, la dureza del rostro de Deborah Harry (sorprendente, y magnífica elección de casting), el regreso a la lavandería tras 'Cosas que nunca te dije', los breves toques de humor y el contraste con la banalidad, la melancolía de un joven Mark Ruffalo y un sinfín de encuadres que son en sí mismos una muestra de arte y talento, componen el alma de una cinta que, muy certeramente, Mirito Torreiro (quien se encargó de la crítica de 'Mi vida sin mí' en FOTOGRAMAS en aquel momento) calificó como "un trago amargo que se apura entre lágrimas vivificadoras, el testimonio de amor a la vida más impresionante que ha visto este curtido cronista en muchos años". Y cómo no reseñar la música de Alfonso Vilallonga, además de elecciones musicales como 'Senza fine' de Gino Paoli, 'God only knows' de los Beach Boys o el 'Humans like you' de Chop Suey que se llevó el Goya.

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Recuerdo no solo leer textos tan apasionados como el de Mirito en aquella época. Coixet se enfrentó a las críticas por rodar en inglés o por hacerlo en Canadá, algo ahora impensable, o incluso se decía que si estaba más preocupada de componer el plano que de otra cosa. Desde luego, no tenía por qué pedir perdón por tener un horizonte abierto o un talento inmenso para crear bellas imágenes, pero no era justo decir que 'Mi vida sin mí' o 'La vida secreta de las palabras' fuesen películas puramente estéticas, pues lo que destacan en ellas son las emociones.

Como también en la incomprendida 'Nadie quiere la noche', brillante obra, o en 'La librería' que sí supuso un éxito comercial; ambas, al igual que otras cintas de la catalana, tienen mucho de 'Mi vida sin mí' aunque no se parezcan en nada. Ninguna de ellas existiría sin esta película que hoy celebramos ni el camino de Coixet habría sido el mismo sin haberse detenido en aquella caravana en un jardín trasero cubierto de nubarrones.

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Headshot of Álvaro Onieva
Álvaro Onieva

Nací en Wisteria Lane, fui compañero de piso de Hannah Horvath y 'Chicago' me volvió loco porque Roxie Hart soy yo. Tengo la lengua afilada, pero, como dijo Lola Flores, "me tenían que dar una subvención por la alegría".