Baby Driver | Crítica | Película | Cine Divergente

Baby Driver

Playlist con pie de plomo Por Damián Bender

Durante el mes de junio, Edgar Wright estuvo a cargo de un ciclo de películas presentadas en el British Film Institute. El título del ciclo, “Car Car Land”, no deja mucho espacio a dudas: la selección de filmes tiene como objetivo mostrar las principales influencias que llevaron al cineasta británico a realizar Baby Driver, su último largometraje y lo que nos ocupa en este texto.

El punto en común que comparten todas estas películas es el mismo: trepidantes persecuciones de autos. Más allá de las temáticas o argumentos, cada uno de los filmes tiene al menos una escena dedicada a vehículos rompiendo los límites de velocidad, derrapando en intentos desesperados por sortear una curva cerrada y evitando las multas en el proceso. Todas las cintas son fuentes de inspiración para Wright, y han quedado plasmadas en Baby Driver de una forma u otra, por lo que la selección es una buena guía para comprender ciertos guiños o elecciones del argumento. En otras palabras, ese listado es la mejor forma de comprender los objetivos y ambiciones que intenta alcanzar el largometraje. Y es por eso que voy a intentar abordarlo desde otro lado.

Me parece un despropósito sentarme a señalar la influencia del argumento de Driver (The Driver, Walter Hill, 1979) dentro del guión de Baby Driver, o comentar qué planos tomó prestado de Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, John Landis, 1980) en las escenas automovilísticas. A estas alturas la gran parte de críticas y análisis deben haberse decantado por esos temas y como mencioné en el párrafo anterior, el mismo director nos ha ganado de mano. Lo que se puede mencionar a grandes rasgos es que el filme busca combinar la premisa y el entramado criminal de  Driver con el desparpajo y la algarabía que propone Landis en The Blues Brothers. Con seis largometrajes a sus espaldas, el juego referencial que se propone es marca de la casa.

Baby Driver

Entonces, ¿para qué lado enfocamos la mirada? La respuesta es: para ningún lado. Lo que tenemos que analizar no lo percibimos con nuestras retinas, sino con nuestros oídos. Detrás de lo que con otro director podríamos llegar a considerar un correcto diseño sonoro acompañado de un compilado de canciones para darle ritmo a las imágenes, se esconde el sostén y el concepto que moldea al resto de los elementos que conforman el resultado final. En Baby Driver, la banda sonora en general y la música en particular ordenan la puesta en escena y el montaje de modo tal que marca el pulso del audiovisual tanto rítmica como dramáticamente.

Esto se debe en primer lugar al modo en que la información sonora nos es proporcionada. Al igual que el posicionamiento de la cámara y su relación con los personajes en la puesta en escena determina un punto de vista que afecta la interpretación que puede realizar el espectador, en este caso nos encontramos ante un punto de escucha. La percepción de los sonidos se encuentra enmarcada por la subjetividad de Baby, nuestro protagonista, de modo que el espectador y el personaje escuchan lo mismo, ergo, el espectador puede identificarse rápidamente con Baby y también sentirse más inmerso ante la realidad que se nos propone en la pantalla. Una realidad que es bastante particular, por cierto.

Lo que encontramos en este punto de escucha permite esbozar las características generales de nuestro protagonista: un joven entusiasta y vivaz que adora la música y no puede quitarse los auriculares en ningún momento, debido a que necesita tener los oídos ocupados para enmascarar un insistente zumbido, un triste recuerdo de la infancia con el nombre clínico de “tinnitus”. En esta situación, el ipod se transforma en un compañero inseparable, como portador de playlists y las canciones indicadas para cada situación del día (y por lo tanto, para cada evento de la película). De esta manera, Wright impregna de canciones la mayoría del metraje, dándole pie a la segunda característica de su “Car Car Land”, que es el musical.

baby driver 2017

Al hacer referencia al musical no hay que pensar en muchedumbres cantando y bailando, sino en ideas con las que el director ha jugueteado en filmes anteriores, como aquella hilarante pelea contra zombies en el bar al ritmo de Queen en Zombies Party (Una noche… de muerte) (Shaun of the Dead, 2004) o este videoclip de Mint Royale de su canción Blue Song. Lo que se busca generar con la aplicación de la música es una coreografía de la puesta en escena, en la que el tempo del track coordina los movimientos de los actores y en ocasiones del montaje. Esta sincronización se hace manifiesta a través de uno de los efectos audiovisuales más elementales: la síncresis. Definida por Michel Chion como “la soldadura irresistible y espontánea que se produce entre un fenómeno sonoro y un fenómeno visual momentáneo cuando éstos coinciden en un mismo momento, independientemente de toda lógica racional”1, la síncresis permite que cada acción y su pertinente efecto sonoro (sea un portazo, derrape o explosión) se oiga en perfecta relación rítmica con la música. De esta manera Wright consigue escapar “de toda lógica racional” y circunscribe la narrativa a un punto de escucha particular (el de Baby) y a una percepción alterada de la realidad.

El énfasis musical y las modificaciones que genera en la puesta en escena nos llevan a sumergirnos en un mundo que se siente distorsionado, pasado por el filtro del personaje principal. La imagen misma es afectada por esta construcción sonoro-musical, por lo que el uso vibrante de los colores, la impecable fotografía y hasta el formato elegido para filmar (35mm y su correspondiente granulado) acentúan la sensación de estar ante una ensoñación o una realidad alterada. Incluso el punto de escucha se siente “en el aire”, ya que es difícil determinar la posición de la música dentro del filme, ¿estamos hablando de música de foso o de pantalla? Sin duda hay un poco de ambas, y esa ambigüedad generada por las listas de reproducción del ipod es aprovechada para utilizar los tracks en formas variadas, yendo desde temas “uptempo” que aumentan la adrenalina de las persecuciones, pasando por estados de ánimo y canciones con significados más personales para el protagonista.

Los momentos en que Baby Driver alcanza su cénit se encuentran en las situaciones donde los objetos sonoros actúan como instrumentos solistas, reflejando las emociones de los personajes. En esos esporádicos pero efectivos momentos, los sonidos adquieren un valor más grande que el mero sincronismo y el audiovisual se agiganta. Sin embargo, son momentos que van y vienen. En líneas generales la acentuación rítmica se mantiene como una ingeniosa herramienta estética que se encarga de sostener al guión.

Baby Driver Edgar Wright

Es precisamente el guión el punto donde Baby Driver flaquea. El desarrollo de una premisa súper atractiva como esta es una acumulación de situaciones comunes que no permiten pisar a fondo el acelerador. Wright se ha destacado especialmente por tomar las reglas y clichés del cine de género y darles una vuelta de tuerca que desafía las expectaciones del espectador, de modo que el camino resulta sorprendente a pesar de que la línea de meta sea la de siempre. Aquí, se puede anticipar el grueso de los vericuetos del guión y eso le quita impacto. Parte del problema se encuentra en las personalidades de los personajes, que caen fácilmente en ciertos arquetipos que terminan definiendo su utilidad y roles dentro de la historia. Pero el principal escollo para el resultado final es que Baby Driver nunca termina de definir su identidad como película. La mezcla de géneros está clara, pero más allá del evidente propósito de entretener al espectador, la idea de “comedia musical de acción” queda en un punto intermedio donde toma un poco de cada una pero no se compromete con ninguna. Entonces, los gags son escasos y no pretende ser excesivamente graciosa, la acción está ahí pero los elementos del musical diluyen el impacto de la puesta en escena, y tampoco termina de explotar del todo las excelentes ideas que propone desde el momento que define su punto de escucha.

En definitiva, Baby Driver es una película con ideas y un concepto muy interesantes, que utiliza la banda sonora de una forma muy original y refrescante no sólo para los típicos “blockbusters” de Hollywood, sino para el cine en general. A pesar de las notas disonantes mencionadas anteriormente, el estándar de calidad de Edgar Wright es lo suficientemente alto como para merecer la pena. No se confundan, el buen rato está asegurado, pero lo perdido en el camino es lo que diferencia un filme sólido de un futuro clásico.

  1. CHION, Michel (1994): “La Audiovisión: Introducción a un análisis conjunto de imagen y sonido”; ed. Paidós
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