Ecología humana o cómo un perro te enseña a evitar el fanatismo - Pensamiento - COPE

Ecología humana o cómo un perro te enseña a evitar el fanatismo

La ecología del comportamiento es una rama de la ciencia encargada de estudiar la conducta de los animales profundizando en las implicaciones evolutivas y ecológicas

Tiempo de lectura: 10’

Quizá la doctora Temple Grandin pueda calificarse como la persona que mejor entiende a los animales de este mundo. Ello es debido a su doble condición de autista y científica del comportamiento animal. Como ella misma explica en su maravilloso libro “El lenguaje de los animales: una enriquecedora interpretación desde el autismo” [I], los animales y las personas autistas no ven las ideas de objetos, sino los objetos, ven los detalles que integran el mundo, mientras que las personas ven el concepto generalizado que tienen en la mente y difuminan los detalles en su concepto general de mundo (…). Las personas autistas y los animales se concentran más en los detalles que en el conjunto. Esta es una clave simple desde la cual ha podido explicar muchas diferencias entre el comportamiento humano y el animal, al tiempo que diseñar instalaciones más “humanas” para animales, desde estancias en zoológicos a mataderos. Pero también la obra de Grandin ha revelado muchas similitudes entre personas y resto de mamíferos. Quizá la principal semejanza es que mamíferos (incluidos los humanos) y aves tenemos los mismos sentimientos básicos o emociones. La biología emocional en las personas y los animales es tan parecida a la nuestra que casi toda la investigación en neurología de las emociones (o neurociencia afectiva) se realiza con animales. Este juego entre lo diferente y lo común entre los animales y las personas está también presente en la filosofía. Como Fabrice Hadjadj [II] explica sobre el misterio de la libertad humana: “somos hombres, y lo que existe espontáneamente en el mirlo o el cisne, requiere toda la sabiduría de Sócrates, y más aún, la del Evangelio, para admitirlo con inteligencia y libertad”.

¿Qué es eso que existe de un modo tan sencillo en los animales y resulta tan difícil de vivir en los hombres? La poesía de Wendell Berry pueda ayudarnos a adentrarnos en este misterio de lo común y lo diferente entre los animales y nosotros… que no es otro que el profundo misterio de la vida:

Cuando el temor por el mundo crece en mi

y despierto en la noche ante el menor sonido,

preocupado por qué será de mi vida,

voy y me acuesto allí donde el pato

descansa su belleza en el agua, y la garza real se alimenta.

Entro a la paz de las cosas salvajes

que no ponen a prueba sus vidas con la anticipación del dolor.

Entro a la presencia del agua quieta.

Y siento sobre mi cabeza a las estrellas ciegas al día

esperando con su luz. Por un momento,

descanso en la gracia del mundo, y soy libre.

Los animales no anticipan el dolor, quieren u odian a una persona sin ambivalencias, huyen o curiosean, buscan la ternura y el juego con sus semejantes e incluso a veces la nuestra, unos huyen y otros matan, y como dice el salmo 148, en ese ser sencillo, “todos los animales incluyendo los reptiles y las aves al igual que los vientos y los árboles” por su simple existencia bendicen y dan gloria a Dios (cf Dn 3, 57-58), o lo que es igual, constituyen la “paz de las cosas salvajes”.

La neurociencia ayuda a desvelar una pequeña parte de este misterio de “la paz de las cosas salvajes”, al menos del cómo se produce el misterio (no del qué es ni sobre todo de su porqué). Como explica C.S. Lewis en The Voyage of the Dawn Treader, el niño Eustace rechaza que se le diga que está conociendo a una estrella bajo la apariencia de un anciano: "En nuestro mundo,- dice-, "una estrella es una enorme bola de gas ardiente. El anciano responde: «Incluso en tu mundo, hijo mío, eso no es más que de lo que está hecha una estrella”. Sirvan estas palabras de Lewis para aclarar que no pretendo explicar con la ciencia la totalidad del misterio sobre el ser humano o la naturaleza, sino tan solo poner de manifiesto los datos e hipótesis que nos permiten profundizar en algunos de los “cómo suceden” los aspectos básicos que nos permiten establecer similitudes y diferencias entre el comportamiento humano y el del resto de los mamíferos y aves, y a partir de ello, de intentar explicar la necesidad de volver a examinar el comportamiento humano a la luz de lo que los animales nos enseñan para entendernos mejor a nosotros mismos.

Pues bien, la neurociencia nos desvela que nuestro cerebro es aditivo. Como explica la teoría del cerebro “triuno” de McLean [III], la naturaleza en su evolución no elimina ningún sistema que funciona bien, los conserva y construye sobre ellos. Nuestro cerebro consta en realidad de tres sistemas. En la base evolutiva y posicional de nuestras cabezas reposa nuestro cerebro interno reptiliano encargado de las funciones más instintivas como el deseo sexual, el alimento y las respuestas interiores del cuerpo, y que compartimos con dichos animales. A continuación, envolviéndolo está el mamiferiano o límbico, que es el responsable de las emociones, y que junto con el reptiliano compartimos con nuestros primos mamíferos. Temple Grandin menciona que es tan semejante este segundo cerebro en todos los mamíferos que le resulta distinguir si éste aislado, pertenece a un cerdo o a un ser humano. Y por último está el neocórtex en nuestras cabezas humanas, que nos permite conceptualizar la realidad. Nuestro tercer cerebro humano del que carecen el resto de mamíferos, al menos con la complejidad y tamaño que lo tenemos nosotros, es la capa superior del cerebro que incluye los lóbulos frontales en los que tienen lugar las funciones cognitivas superiores. El neocortex rige la razón y el lenguaje y su funcionamiento es “asociativo”, conecta toda la información que fluye por el cerebro. De ahí que Grandin asemeje su autismo, que ella define como una falta de comunicación fluida de su necortex con el resto de su cerebro, a un “don” que le permite entender el mundo sensorial animal: las personas autistas están más cerca de los animales que el resto de las personas normales [IV. Por eso- explica la profesora -el resto de mamíferos (y los autistas) no pueden amar y odiar a la vez (si no lo crees observa a tu perro), les cuesta generalizar (asociar situaciones por ejemplo), apenas padecen discapacidades mentales como las humanas que son propias de los lóbulos frontales del neocórtex, y sobre todo ninguno entendería la fantástica canción ¡Qué lástima, pero adiós! de Julieta Benegas cuando canta aquello de “No voy a llorar y decir que no merezco esto, porque, es probable que lo merezco, pero no lo quiero, por eso me voy”. Tu perro te quiere, y se alegra cuando entras en casa y te echa de menos cuando no estás; no anticipa ni tu regreso ni tu partida y no sabe si merece o no estar ahí. Está, te mira deseando tus caricias de afecto y empezar a jugar.

Nosotros somos más complejos que nuestro perro y el resto de los mamíferos. Nuestro neocortex lo conceptualiza todo y nos hace que percibamos globalmente e interpretemos cuando ya comprendemos el sentido. Esta es la base de la grandeza humana, desde su sentido religioso o artístico a las matemáticas. Pero también encierra dos peligros. El primero es que hace que generalmente solo veamos lo que esperamos ver. Es lo que los psicólogos llaman, desde que lo propusiera en 1890 William James[V], la “ceguera o percepción selectiva”, y consiste en un sesgo cognitivo que se da en el proceso de percepción cuando el sujeto en función de sus expectativas desatiende a parte de la información para centrar su atención en un objeto. El segundo peligro es lo que Grandin llama “abstractificación”, consistente en concentrarnos más en la idea que tenemos de las cosas que en las cosas mismas e interpretar la vida en base a conceptos, los cuales a su vez entiendo que pueden desembocar en una abstracción reduccionista (negativa) o realista (positiva). Dentro de la primera categoría negativa estarían la radicalización ideológica que puede llevarnos a negar la realidad (o sencillamente a considerar “mi realidad como relativa” en el sentido de que cada uno vive y define su propia realidad, cosa que no hace ninguna gacela cuando ve venir a un león), y dentro de la segunda, la positiva, estarían por ejemplo la capacidad para hacer ciencia, la exigencia de encontrar el sentido a la vida o incluso el sentido religioso. En ese “sólo escuchas lo que quieres oír” unido a que nuestros pensamientos y percepciones sensoriales sean tan abstractas, subyace el origen de las ideologías, las cuales pueden sin una buena base filosófica realista llevarnos a convertirnos en unos ideólogos radicales que se pierden en discusiones alejadas del mundo real. Y por ello como explica Hadjadj “hace falta toda la sabiduría de Sócrates, y más aún, la del Evangelio” para que un ser humano admita con inteligencia lo que existe en el mirlo o el cisne.

Dado que nuestra evolución cerebral nos permite la “abstractificación” de la realidad, parece sensato poder entender cómo ésta puede difuminar o iluminar nuestra percepción de la realidad. Y para ello, entender el mundo como lo hacen el resto de los mamíferos puede ser de gran ayuda, sobre todo para entender la relación entre nuestras emociones primeras y nuestros comportamientos. No entender la relación entre nuestras emociones primeras y nuestros comportamientos, dar por hecho tomar la parte por el todo, y “abstractificar” la vida, nos pueden conducir al relativismo de la cultura (entendida ésta como el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico), y a justificar nuestros pensamientos o argumentos relativistas parciales como un todo irreductible y por lo tanto no juzgable. Entonces nos situamos al borde de la radicalización, y nuestra tendencia a ver solo lo que esperamos ver, nos puede conducir a un abismo de fanatismo. Un abismo al cual los animales, por muy rabiosos o asustados que estén, no tienen la capacidad de asomarse porque su cerebro fundamentalmente desarrolla comportamientos basados en emociones, pero no en conceptos. Entender lo que nos es común a los humanos con los animales nos puede separar de ese abismo, y ayudarnos a “desabstractificarnos” de nuestras ideologías (si el lector aún no se creía que somos animales “cognitivamente conceptualizantes”, le recomiendo volver a leer esta frase).

Entender cómo es ese cerebro de perro o mamiferiano que también nosotros llevamos dentro y cuyas emociones a veces tergiversamos o complicamos puede ayudarnos a no perder de vista el cuadro completo de la realidad. Para ello, podemos emplear las siete principales emociones que segúnGrandin[VI] justifican los comportamientos de los mamíferos y las aves (y los nuestros por lo tanto): la “curiosidad” (que yo definiría como ese impulso básico que nos impele a que cada cosa por si sola y todas en su totalidad tengan un sentido), la “rabia”, quizá surgida en la evolución animal como respuesta necesaria para liberarse de las garras de un predador, el “temor” que permite la huida y la supervivencia ante el peligro, el “pánico”, surgido quizá del regulación del dolor que se inicia con la separación de la madre (“duele separarnos de alguien a quien amamos”) , el “deseo sexual” sin el cual no continua la vida, el “afecto” que procede del cariño y la ternura materna y el “juego”, ese misterio aun sin desvelar que sintetiza las anteriores y produce la alegría de vivir, como canta el salmo 104 “Ahí está el mar, inmenso y grande, en el que se mueven un sinfín de animales grandes y pequeños; por él van y vienen los navíos y Leviatán, al que hiciste para que en él jugase”.

La ecología del comportamiento es una rama de la ciencia ecológica encargada de estudiar el comportamiento de los animales profundizando en las implicaciones evolutivas y ecológicas de dicha conducta. Entender la “ecología del comportamiento humano” es entender lo que subyace en su comportamiento (emociones, instintos, comportamientos…), de modo que les permita vivir (es decir nacer, crecer y algunos reproducirse antes de morir), y nos puede ayudar a alejarnos del fanatismo simplemente entendiendo lo que no es humano por no ser propio de un mamífero.

Temple Grandin [VII] describe con su lenguaje directo las tres cosas que requiere una “buena vida” para nuestros primos mamíferos: “salud, liberación del dolor y de las emociones negativas y múltiples actividades en torno a dos de las emociones positivas comunes la búsqueda y el juego” y yo me atrevo a completar esta definición con la búsqueda de otra emoción fundamental mamífera que es la ternura o afecto. En paralelo y para las personas, Naciones Unidas define “bienestar humano” en el informe “Evaluación de ecosistemas del Milenio” de 2003 como la capacidad y los materiales básicos para el buen vivir[VIII], consistentes en la libertad y las opciones, la salud, las buenas relaciones sociales y la seguridad[IX].

Analizar esta definición política desde la perspectiva de la “ecología del comportamiento humano”, implica verificar si cumple las condiciones del bien vivir de Temple Grandin para mamíferos (“salud, liberación del dolor y de las emociones negativas y múltiples actividades en torno a dos (tres) de las emociones positivas comunes la búsqueda y el juego (y el afecto)”. Al hacerlo, percibimos en primer lugar que no queremos cosas muy diferentes al resto de los mamíferos, pues ambas definiciones hablan de evitar el dolor y tener salud. Pero también la declaración humana no recoge adecuadamente la necesidad de la búsqueda tan relacionada con la curiosidad, así como al del juego que tenemos los seres humanos en cuanto que somos mamíferos. Por otra parte, sí podría considerarse que recoge el afecto bajo el nombre de relaciones sociales.

Analicemos esta deficiencia en relación con el juego y la búsqueda de sentido. Si un oso o un caballo son animales animal curiosos y juguetones por naturaleza, nosotros somos seres curiosos como los que más, y lo que no vemos con nuestros ojos, lo buscamos con nuestra capacidad abstracta de hacer filosofía o ciencia. Así es como jugamos. Platón menciona en su Parménides que la filosofía es un “juego serio” (137b). Pero no solo la filosofía, la vida misma es “esencialmente exponerse: es un juego serio. La vida se juega, se la juega para conservarse, pero más aún se conserva para jugársela”. La condición de viviente es esencialmente un “bello riesgo que correr” (Platón, Fedón, 114d)”[X] La vida humana es un juego que consiste encontrar y perseguir una misión [XI] que valga la pena. Y nuestra capacidad de abstractificación nos exige que esta curiosidad mamífera en nuestra vida se convierta en un juego complejo, que tiene y está en busca de sentido, y que se convierte en una pregunta sobre mi vida, sobre toda la vida, y de cómo se relaciona con mi destino, sobre cómo y por qué “correr el bello riesgo” de vivir que la propia vida me invita a correr.

Quizá aquí estemos ya entrando en el terreno de la antropología filosófica y saliendo de la ecología del comportamiento humano. Lo que sí se puede afirmar desde esta ecología del comportamiento humano, es que la definición de Naciones Unidas de bienestar humano carece de los conceptos que pueden surgir de la consideración de la curiosidad y el sentido del juego mamífero en las personas. Y esta comparación abre más preguntas de las que cierra. He aquí alguna.

Si en esta evolución biológica, ecológica y neurológica del mundo y los animales ha permitido desarrollar una curiosidad en una criatura, el ser humano con su complejo neocórtex capaz de preguntarse, y lo que es más increíble, de encontrar siempre respuestas sobre el universo; si todo ello nos ha sucedido como si fuera el juego de “un niño pequeño que, jugando en la playa, encontraba de tarde en tarde un guijarro más fino o una concha más bonita de lo normal mientras el océano de la verdad se extendía, inexplorado, delante de mí, como describió su vida Isaac Newton”; si este deseo de jugar la vida en una esencial gratuidad curiosamente se refuerza en el encuentro con la “gracia el mundo” de la que habla Wendell Berry, y que Hadjadj define como el resultado de ese canto de un pájaro que si bien le sirve para la reproducción, y para marcar su territorio, “no canta para conservarse, sino que se conserva para cantar, para que siga habiendo, durante un cierto tiempo, en la tierra, el don melódico del mirlo o del zorzal”[XII]; si este proceso nos lleva a intuir que existe o debe existir una respuesta la altura de la pregunta, quizá el misterio humano tenga que ver con toda una evolución que nos ha hecho ser capaces de una promesa inmensa, de algo o Alguien que respondiera al menos con el ciento por uno en el mundo y después la vida eterna para que compensase la apuesta del juego.

I Grandin, T y C. Johnson. 2020. El lenguaje de los animales. RBA Editores. Madrid.

II Fabrice Hadjadj. “Nos jugamos la vida. El alma de Europa” Mutua madrileña 2 de abril de 2024.

III McLean, P.D. 1990. The triune brain in evolution: Role in Paleocerebral Functions. Kluwer Academic Publishers. NY.

IV Grandin, loc. cit.

V James, W. (1890). The principles of psychology. New York: Henry Holt.

VI Grandin, T & C. Johnson. 2009. Animals make us human: Creating the best life for animals. HMH Books. Orlando, Fl.

VII Grandin, loc. cit.

VIII Incluida la libertad de no verse privado de bienestar, cuyo opuesto es la pobreza, que se define como una “privación ostensible del bienestar”.

IX Dicho informe refleja que los “componentes del bienestar, tal como las personas los experimentan y perciben, dependen de la situación, reflejan la geografía, la cultura y las circunstancias ecológicas locales”,

X Hadjadj, loc. cit.

XI Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid, 1999, p. 427.

XII Hadjadj, loc. Cit.

Religión