Es el joven héroe de La Isla del Tesoro (v.) de Robert L. Steven- son (1850-1894). Con Jim Hawkins, Stevenson crea un personaje de capital importancia para la historia de su poesía.
En efecto, la figura del muchacho audaz y honrado reaparecerá en ulteriores novelas, como por ejemplo en La flecha negra (v.), bajo la figura de Dick Shelton, como razón de un tono determinado y justificación de un estilo, el estilo más propiamente stevensoniano, que es todo luminoso frescor y primaveral limpidez. La inocencia de Jim es realmente una fuerza invencible, su lúcida mirada es la de la justicia y su candor resuelve angélicamente las más intrincadas dificultades, como la luz de la verdad disipa, en los grandes mitos populares, las tinieblas del error. El personaje de Jim está construido con tanta seguridad precisamente porque representa la fantástica resolución, continuamente puesta en acto, de una situación moral.
Las empresas del doctor Livesey y sus compañeros parecerán por ello, en comparación con las de Jim, laboriosas aplicaciones de una razón no protegida por la gracia. Jim desenmascarará la conjura de los piratas, hallará la pista de Ben Funn e indirectamente el tesoro mismo, se apoderará por sí solo de la nave caída en manos de aquéllos, y llegará incluso a matar, aunque siempre parezca guiarle y protegerle una benigna voluntad superior. Cuando cae en las manos de John Silver y de sus feroces secuaces, el lector no siente por él ningún temor, y tal confianza parece lo más natural del mundo. Aun el mismo John Silver, en cuanto se acerca al partido de la inocencia y de la honradez, esto es al desarmado Jim, se convierte, con la simpatía de todos y sin el asombro de nadie, en invulnerable.
La misma mano que sostiene y guarda al muchacho cancela los delitos del viejo bucanero y paga sus pecados. El cínico maquiavelismo de éste, que no cede a ninguna solicitud sentimental, no sirve a Jim más que para «dar los últimos toques» a su visión a la vez amenazadora y sin malicia del pirata (y véase por ende cuánta parte de sí mismo disimuló Stevenson en la situación psicológica de Jim). Sin ello, un personaje tan torpe no lograría alcanzar aquella luz de afectuosa simpatía con que le consagra la risueña conclusión del libro. Cierto es que todo él, con su pierna de palo, su papagayo y su redomada y elocuente astucia, Long John es acogido en el encendido cielo de la fantasía del muchacho como en un Olimpo sin pecados, y halla precisamente en el tenaz anhelo de ensueño y en la heroica pertinacia con que la infancia se esfuerza en ilusionarse, su más auténtica inocencia.
G. Bassani