PDF LIBRO BAJO LA MISMA ESTRELLA | Resúmenes de Lengua y Literatura - Docsity
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PDF LIBRO BAJO LA MISMA ESTRELLA, Resúmenes de Lengua y Literatura

5
(1)
220
páginas
Número de páginas
2021/2022
Año academico/ Semestre

Descripción:

Aqui dejo el pdf de un libro que personalmente esta genial
Subido el 07/04/2022
alba-arroyo-gallo
alba-arroyo-gallo🇪🇸
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Emotiva, irónica y afilada. Una novela teñida de humor y de tragedia que habla de nuestra capacidad para soñar incluso en las circunstancias más difíciles. A Hazel y a Gus les gustaría tener vidas más corrientes. Algunos dirían que no han nacido con estrella, que su mundo es injusto. Hazel y Gus son solo adolescentes, pero si algo les ha enseñado el cáncer que ambos padecen es que no hay tiempo para lamentaciones, porque, nos guste o no, solo existe el hoy y el ahora. Y por ello, con la intención de hacer realidad el mayor deseo de Hazel —conocer a su escritor favorito—, cruzarán juntos el Atlántico para vivir una aventura contrarreloj, tan catártica como desgarradora. Destino: Amsterdam, el lugar donde reside el enigmático y malhumorado escritor, la única persona que tal vez pueda ayudarles a ordenar las piezas del enorme puzle del que forman parte… Índice de contenido Cita Nota del autor Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Agradecimientos Sobre el autor A Esther Earl Capítulo 1 A finales del invierno de mi decimoséptimo año de vida, mi madre llegó a la conclusión de que estaba deprimida, seguramente porque apenas salía de casa, pasaba mucho tiempo en la cama, leía el mismo libro una y otra vez, casi nunca comía y dedicaba buena parte de mi abundante tiempo libre a pensar en la muerte. Cuando leemos un folleto sobre el cáncer, una página web o lo que sea, vemos que sistemáticamente incluyen la depresión entre los efectos colaterales del cáncer. Pero en realidad la depresión no es un efecto colateral del cáncer. La depresión es un efecto colateral de estar muriéndose. (El cáncer también es un efecto colateral de estar muriéndose. La verdad es que casi todo lo es). Aunque mi madre creía que debía someterme a un tratamiento, así que me llevó a mi médico de cabecera, el doctor Jim, que estuvo de acuerdo en que estaba hundida en una depresión total y paralizante, que había que cambiarme la medicación y que además debía asistir todas las semanas a un grupo de apoyo. El grupo de apoyo ponía en escena un elenco cambiante de personajes en diversos estadios de enfermedad tumoral. ¿Por qué el elenco era cambiante? Un efecto colateral de estar muriéndose. El grupo de apoyo era de lo más deprimente, por supuesto. Se reunía cada miércoles en el sótano de una iglesia episcopal de piedra con forma de cruz. Nos sentábamos en corro justo en medio de la cruz, donde se habrían unido las dos tablas de madera, donde habría estado el corazón de Jesús. Me di cuenta porque Patrick, el líder del grupo de apoyo y la única persona en la sala que tenía más de dieciocho años, hablaba sobre el corazón de Jesús en cada puñetera reunión, y decía que nosotros, como jóvenes supervivientes del cáncer, nos sentábamos justo en el sagrado corazón de Cristo, y todo ese rollo. En el corazón de Dios las cosas funcionaban así: los seis, o siete, o diez chicos que formábamos el grupo entrábamos a pie o en silla de ruedas, echábamos mano a un decrépito surtido de galletas y limonada, nos sentábamos en el «círculo de la confianza» y escuchábamos a Patrick, que nos contaba por enésima vez la miserable y depresiva historia de su vida: que tuvo cáncer en los huevos y pensaban que se moriría, pero no se murió, y ahora aquí está, todo un adulto en el sótano de una iglesia en la ciudad que ocupa el puesto 137 de la lista de las ciudades más bonitas de Estados Unidos, divorciado, adicto a los videojuegos, casi sin amigos, que a duras penas se gana la vida explotando su pasado cancerígeno, que intenta sacarse poco a poco un máster que no mejorará sus expectativas laborales y que espera, como todos nosotros, que caiga sobre él la espada de Damocles y le proporcione el alivio del que se libró hace muchos años, cuando el cáncer le invadió los cojones, pero le dejó lo que solo un alma muy generosa llamaría vida. ¡Y TAMBIÉN VOSOTROS PODÉIS TENER ESA GRAN SUERTE! Luego nos presentábamos: nombre, edad, diagnóstico y cómo estábamos en ese momento. «Me llamo Hazel —dije cuando me llegó el turno—. Dieciséis años. Al principio tiroides, pero hace mucho hizo metástasis en los pulmones. Y estoy muy bien». Una vez concluido el círculo, Patrick siempre preguntaba si alguien quería compartir algo. Y entonces empezaban las pajas en grupo, y todo el mundo hablaba de pelear, luchar, vencer, retroceder y hacerse escáneres. Para ser justa con Patrick, debo decir que también nos dejaba hablar de la muerte, aunque la mayoría de ellos no estaban muriéndose. La mayoría de ellos llegarían a adultos, como Patrick. (Eso implica que había bastante competitividad, porque todo el mundo quería derrotar no solo el cáncer, sino también a las demás personas de la sala. Ya sé que es absurdo, pero es como cuando te dicen que tienes, pongamos por caso, un veinte por ciento de posibilidades de vivir cinco años. Entonces entran en juego las matemáticas y calculas que es una posibilidad de cada cinco… así que miras a tu alrededor y piensas lo que pensaría cualquier persona sana: «Tengo que durar más que cuatro de estos capullos»). Lo único positivo del grupo de apoyo era Isaac, un chico de cara alargada, flacucho y con el pelo rubio y liso cayéndole sobre un ojo. Y sus ojos eran el problema. Tenía un extraño y poco frecuente cáncer de ojos. De niño le habían extirpado un ojo, y ahora llevaba unas gafas de culo de botella que hacían que sus ojos parecieran inmensos (los dos, el real y el de cristal), como si toda su cara se redujera a ese ojo falso y ese ojo verdadero, que te miraban fijamente. Por lo que pude entender en las raras ocasiones en que Isaac compartió sus experiencias con el grupo, el cáncer se había reproducido y amenazaba de muerte al ojo que le quedaba. Isaac y yo nos comunicábamos casi exclusivamente con la mirada. Cada vez que alguien hablaba de dietas contra el cáncer, de esnifar aleta de tiburón molida o cosas por el estilo, me lanzaba una mirada. Yo movía ligeramente la cabeza y resoplaba a modo de respuesta. El grupo de apoyo era un coñazo, y a las pocas semanas casi tenían que llevarme a rastras. De hecho, el miércoles que conocí a Augustus Waters había hecho todo lo posible por librarme de él mientras veía con mi madre la tercera etapa de un maratón de doce horas de America’s Nex Top Model, un reality show de la temporada anterior, sobre chicas que quieren ser modelos, que tengo que admitir que ya había visto, pero me daba igual. Yo: Me niego a ir al grupo de apoyo. Mi madre: Uno de los síntomas de la depresión es no tener interés en nada. Yo: Déjame ver el reality , por favor. Es hacer algo. Mi madre: Ver la televisión no es hacer algo. Yo: Uf, mamá, por favor. Mi madre: Hazel, eres una adolescente. Ya no eres una niña pequeña. Tienes que hacer amigos, salir de casa y vivir tu vida. Yo: Si quieres que sea una adolescente, no me mandes al grupo de apoyo. Cómprame un DNI falso para que pueda ir a la disco, beber vodka y fumar porros. Mi madre: Para empezar, tú no fumas porros. Yo: Mira, eso lo sabría si me consiguieras un DNI falso. Mi madre: Vas a ir al grupo de apoyo. Yo: UFFFFFFFFFFFF. Mi madre: Hazel, te mereces una vida. Me callé, aunque no llegaba a entender qué tenía que ver ir al grupo de apoyo con la vida. Aun así, acepté ir después de negociar mi derecho a grabar los episodios del reality que iba a perderme. Fui al grupo de apoyo por la misma razón por la que hacía tiempo había permitido que enfermeras que solo habían estudiado un año y medio para sacarse el título me envenenaran con productos químicos de nombres exóticos: quería que mis padres estuvieran contentos. Solo hay una cosa en el mundo más jodida que tener cáncer a los dieciséis años, y es tener un hijo con cáncer. Mi madre se paró en doble fila detrás de la iglesia a las 16.56. Fingí trastear un segundo con mi bombona de oxígeno solo para perder tiempo. —¿Quieres que te lo ponga? —No, está bien —contesté. La bombona verde pesaba poco, y tenía un carrito de metal para arrastrarla. Me lanzaba dos litros de oxígeno por minuto a través de una cánula, un tubo transparente que se dividía en dos a la altura del cuello, me rodeaba las orejas y se introducía en mis fosas nasales. Necesitaba ese artilugio porque mis pulmones pasaban olímpicamente de ser pulmones. —Te quiero —me dijo mi madre cuando salí del coche. —Y yo a ti, mamá. Nos vemos a las seis. —¡Haz amigos! —exclamó por la ventanilla mientras me alejaba. —Augustus, quizá te gustaría compartir tus miedos con el grupo. —¿Mis miedos? —Sí. —Me da miedo el olvido. —Habló sin pensárselo un segundo—. Lo temo como el ciego al que le da miedo la oscuridad. —No te adelantes —intervino Isaac esbozando una media sonrisa. —¿He sido poco delicado? —preguntó Augustus—. Puedo ser bastante ciego con los sentimientos de los demás. Isaac se reía, pero Patrick levantó un dedo amonestador: —Augustus, por favor, sigamos contigo y con tu lucha. ¿Has dicho que te da miedo el olvido? —Sí, eso he dicho —contestó Augustus. Patrick parecía perdido. —Bueno, ¿alguien quiere hablar de este tema? Yo había dejado el instituto hacía tres años. Mis padres eran mis dos mejores amigos. Mi tercer mejor amigo era un escritor que no sabía que yo existía. Era una persona bastante tímida, de las que no levantan la mano. Pero por una vez decidí hablar. Levanté ligeramente la mano. —¡Hazel! —exclamó de inmediato Patrick con evidente alegría. Estoy segura de que pensó que estaba empezando a abrirme y a formar parte del grupo. Miré a Augustus Waters, que me devolvió la mirada. Sus ojos eran tan azules que casi podías verte en ellos. —Llegará un día en que todos nosotros estaremos muertos —dije—. Todos nosotros. Llegará un día en que no quedará un ser humano que recuerde que alguna vez existió alguien o que alguna vez nuestra especie hizo algo. No quedará nadie que recuerde a Aristóteles o a Cleopatra, por no hablar de vosotros. Todo lo que hemos hecho, construido, escrito, pensado y descubierto será olvidado, y todo esto —continué, señalando a mi alrededor— habrá existido para nada. Quizá ese día llegue pronto o quizá tarde millones de años, pero, aunque sobrevivamos al desmoronamiento del sol, no sobreviviremos para siempre. Hubo tiempo antes de que los organismos tuvieran conciencia de sí mismos, y habrá tiempo después. Y si te preocupa que sea inevitable que el hombre caiga en el olvido, te aconsejo que ni lo pienses. Dios sabe que es lo que hace todo el mundo. Aprendí estas cosas de mi anteriormente mencionado tercer mejor amigo, Peter van Houten, el solitario autor de Un dolor imperial, el libro que yo consideraba la Biblia. Peter van Houten era la única persona con la que había tropezado que: a) parecía entender qué es estar muriéndose, y b) no se había muerto. Cuando acabé, la sala se quedó bastante rato en silencio. Observé una amplia sonrisa en la cara de Augustus, no la medio sonrisita torcida del chico que pretendía ser sexy mientras me miraba fijamente, sino su sonrisa de verdad, demasiado grande para su cara. —Joder —dijo Augustus en voz baja—, qué tía más rara. Ninguno de los dos volvimos a decir nada hasta que terminó la reunión. Al final tuvimos que cogernos todos de las manos, y Patrick empezó otra oración. —Señor Jesucristo, nos hemos reunido en Tu corazón, literalmente en Tu corazón, como supervivientes del cáncer. Tú y solo Tú nos conoces como nos conocemos a nosotros mismos. Guíanos hacia la vida y la luz en nuestra dura prueba. Te rogamos por los ojos de Isaac, por la sangre de Michael y Jamie, por los huesos de Augustus, por los pulmones de Hazel y por la garganta de James. Te rogamos que nos cures y que podamos sentir Tu amor y Tu paz, que rebasa toda comprensión. Y no olvidamos a los queridos compañeros que se marcharon contigo: Maria, Kade, Joseph, Haley, Abigail, Angelina, Taylor, Gabriel… La lista era larga. El mundo está lleno de muertos. Y mientras Patrick siguió con su cantinela, leyendo la lista de una hoja de papel, porque era demasiado larga para que se la supiera de memoria, mantuve los ojos cerrados e intenté centrarme en la oración, pero sobre todo imaginaba el día en que mi nombre pasara a formar parte de esa lista, al final de todo, cuando ya todo el mundo hubiera dejado de escuchar. Cuando Patrick acabó, pronunciamos todos juntos un estúpido mantra. —HOY ES EL MEJOR DÍA DE NUESTRA VIDA— y se dio por finalizada la sesión. Augustus Waters se levantó de la silla y vino hacia mí. Sus andares eran tan torcidos como su sonrisa. Era mucho más alto que yo, pero se quedó a cierta distancia de mí, así que no tuve que estirar el cuello para mirarlo a los ojos. —¿Cómo te llamas? —me preguntó. —Hazel. —Me refiero a tu nombre completo. —Ah… Hazel Grace Lancaster. Estaba a punto de decirme algo cuando Isaac se acercó. —Espera —añadió Augustus levantando un dedo, y se volvió hacia Isaac—. Ha sido mucho peor de lo que decías. —Te dije que era una pena. —¿Por qué pierdes el tiempo en estas cosas? —No lo sé. Quizá ayuda. Augustus se acercó a su amigo creyendo que yo no lo oiría. —¿Esta chica suele venir? No oí el comentario de Isaac, pero Augustus le contestó: —Se lo diré. Sujetó a Isaac por los hombros y se separó un poco de él: —Cuéntale a Hazel lo de la clínica. Isaac apoyó una mano en la mesa de la merienda y dirigió a mí su enorme ojo. —Vale. Pues que he ido a la clínica esta mañana y le he dicho a mi cirujano que prefería quedarme sordo a ciego. Y él me ha dicho: «Las cosas no funcionan así». Y yo: «Ya, ya entiendo que no funcionan así. Lo único que digo es que preferiría quedarme sordo a ciego si pudiera elegir, pero ya sé que no puedo». Y él me ha dicho: «Bueno, la buena noticia es que no vas a quedarte sordo». Y yo le he soltado: «Gracias por explicarme que mi cáncer de ojos no va a dejarme sordo. Ya veo que tengo la inmensa suerte de que una gran eminencia como usted se digne a operarme». —Parece un ganador —le dije—. Voy a intentar pillar un cáncer de ojos para poder conocer a ese tipo. —Te deseo suerte. Bueno, tengo que irme. Monica está esperándome. Voy a mirarla mucho mientras pueda. —¿Contrainsurgencia mañana? —preguntó Augustus. —Por supuesto. Isaac se giró y subió corriendo la escalera, de dos en dos. Augustus Waters se volvió hacia mí. —Literalmente —me dijo. —¿Literalmente? —le pregunté. De pronto Augustus se detuvo a mi lado. —Son muy aficionados a pegarse el lote en plena calle —murmuró. —¿Qué es eso de «siempre»? El ruido de lametones aumentó de volumen. —«Siempre» es su rollo. Siempre se querrán y esas cosas. Calculo que se habrán mandado la palabra «siempre» por SMS unos cuatro millones de veces en el último año, y me quedo corto. Llegaron otros dos coches, que se llevaron a Michael y a Alisa. Ahora Augustus y yo estábamos solos, observando a Isaac y a Monica, que se embalaban como si no estuvieran apoyados en un lugar de culto. Isaac aferró con las dos manos las tetas de Monica, por encima de la blusa, y las sobó moviendo los dedos alrededor. Me preguntaba si era agradable. No lo parecía, pero decidí perdonar a Isaac porque estaba quedándose ciego. Ya se sabe que los sentidos tienen que pegarse un festín mientras todavía tienen hambre. —Imagínate la última vez que vas al hospital —le dije en voz baja—. La última vez que vas a conducir un coche. —Estás cortándome el rollo, Hazel Grace —contestó Augustus sin mirarme—. Estoy intentando contemplar el amor juvenil en todo su torpe esplendor. —Creo que está haciéndole daño en las tetas —le comenté. —Sí, es difícil determinar si está excitándola o haciéndole una revisión de mamas. Augustus Waters se metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos, nada menos. Lo abrió y se colocó un cigarrillo entre los labios. —¿Estás loco? —le pregunté—. ¿Te crees muy enrollado? Vaya, ya has mandado la historia a la mierda. —¿Qué historia? —me preguntó volviéndose hacia mí muy serio. El cigarrillo, sin encender, colgaba de la comisura de sus labios. —La historia de un chico que no es feo, ni tonto, ni parece tener nada malo, que me mira, me señala usos incorrectos de la literalidad, me compara con una actriz y me pide que vaya a ver una película a su casa. Pero, claro, siempre tiene que haber una hamartía , joder, y la tuya es que, aunque TIENES UN PUTO CÁNCER, das dinero a una empresa a cambio de la posibilidad de tener MÁS CÁNCER, joder. Te aseguro que no poder respirar es una PUTA MIERDA. Totalmente frustrante. Totalmente. —¿Una hamartía ? —me preguntó. El cigarrillo, todavía entre sus labios, le tensaba la mandíbula. Desgraciadamente, tenía una mandíbula preciosa. —Un error fatal —le aclaré apartándome de él. Me dirigí hacia el bordillo de la acera y dejé a Augustus detrás de mí. En ese momento oí que un coche arrancaba al final de la calle. Era mi madre. Fijo que había estado esperando a que hiciera amigos. Sentía crecer en mí una extraña mezcla de decepción y cabreo. La verdad es que ni siquiera sabía lo que sentía, solo que era muy fuerte, y quería dar un guantazo a Augustus Waters y también cambiarme los pulmones por otros que no pasaran olímpicamente de ser pulmones. Estaba en el bordillo de la acera con mis Converse, los grilletes en forma de bombona de oxígeno en el carrito, a mi lado, y en cuanto mi madre se acercó, sentí que me cogían de la mano. Me solté, pero me giré hacia él. —Los cigarrillos no te matan si no los enciendes —me dijo mientras mi madre se acercaba al bordillo—. Y nunca he encendido ninguno. Mira, es una metáfora: te colocas el arma asesina entre los dientes, pero no le concedes el poder de matarte. —Una metáfora —añadí dudando. Mi madre estaba ya esperándome. —Una metáfora —me repitió. —Decides lo que haces en función de su connotación metafórica… —le contesté. —Por supuesto —me contestó con una sonrisa de tonto, de oreja a oreja—. Soy un gran aficionado a las metáforas, Hazel Grace. Me giré hacia el coche y di unos golpecitos en la ventanilla, hasta que bajó. —Voy a ver una peli con Augustus Waters —le dije a mi madre—. Grábame los siguientes capítulos del maratón del reality , por favor. Capítulo 2 Augustus Waters conducía fatal. Tanto si estábamos parados como si avanzábamos, no dejábamos de pegar botes. Yo iba volando contra el cinturón de seguridad de su Toyota con cada frenazo, y la nuca me salía despedida hacia atrás cada vez que daba gas. Debería haber estado nerviosa —iba en el coche de un extraño, camino de su casa, y era perfectamente consciente de que mis pulmones de mierda no iban a permitirme grandes esfuerzos para evitar que se propasara—, pero conducía tan absolutamente mal que no podía pensar en otra cosa. Avanzamos unos dos kilómetros en silencio hasta que Augustus me dijo: —Suspendí tres veces el carnet de conducir. —Ni que lo jures. Se rio y sacudió la cabeza. —Bueno, no tengo sensibilidad en la puta pierna ortopédica y no pillo el truco de conducir solo con la izquierda. Mis médicos dicen que la mayoría de los amputados pueden conducir sin problemas, pero… ya ves. Yo no. En fin, lo he conseguido a la cuarta, y es lo que hay. Medio kilómetro más allá un semáforo se puso en rojo. Augustus pegó un frenazo que me lanzó contra el triangular abrazo del cinturón de seguridad. —Perdona. Te juro por Dios que estoy intentando conducir suave. Bueno, cuando terminé el examen estaba convencido de que había vuelto a suspender, pero el examinador me dijo: «Conduces mal, pero técnicamente no es peligroso». —No estoy tan segura —le contesté—. Me temo que fue un premio de consolación por tener cáncer. A los chicos con cáncer suelen ofrecerles pequeñas cosas que no les dan a los demás, como pelotas de baloncesto firmadas por deportistas famosos, bonos para entregar tarde los deberes, carnets de conducir sin saber conducir, etcétera. —Claro —me dijo. El semáforo cambió a verde. Me preparé. Augustus pisó el acelerador. —¿Sabes que hay mandos de mano para las personas qué no pueden utilizar los pies? —le pregunté. pareció sorprenderles mucho mi llegada, y era lógico. El hecho de que Augustus me hiciera sentir especial no quería necesariamente decir que fuera especial. Quizá llevaba a casa a una chica diferente cada noche para ver una película y meterle mano. —Esta es Hazel Grace —dijo Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —¿Cómo estás, Hazel? —me preguntó el padre de Gus. Era alto —casi tan alto como su hijo— y mucho más delgado que la mayoría de los padres. —Muy bien —le contesté. —¿Qué tal el grupo de apoyo de Isaac? —Increíble —le contestó Gus. —Tú siempre tan positivo… —dijo su madre—. ¿A ti te gusta, Hazel? Me quedé un segundo en silencio, pensando si tenía que calibrar mi respuesta para complacer a Augustus o a sus padres. —Casi todos son muy majos —le contesté por fin. —Exactamente lo que pensamos nosotros de las familias a las que conocimos en el Memorial cuando Gus estaba en tratamiento —dijo su padre—. Todos eran muy amables. Y también muy fuertes. En los días más oscuros el Señor te pone en el camino a las mejores personas. —Dadme un cojín e hilo, deprisa, que esto tiene que ser un estímulo —añadió Augustus. Su padre pareció un poco molesto, pero Gus le pasó su largo brazo alrededor del cuello. —Es una broma, papá —le respondió—. Me gustan esos putos estímulos. De verdad. Pero no puedo admitirlo porque soy un adolescente. Su padre puso los ojos en blanco. —Te quedarás a cenar, ¿verdad? —me preguntó su madre. Era bajita, morena y algo tímida. —No sé —le contesté—. Tengo que estar en casa a eso de las diez, y además… no como carne. —No hay problema. Prepararemos algo vegetariano —me contestó. —¿Qué pasa, que los animales son muy monos? —preguntó Gus. —Quiero ser responsable de las mínimas muertes posibles —le dije. Gus abrió la boca para contestarme, pero se detuvo. Su madre llenó el silencio. —Bueno, a mí me parece fantástico. Me hablaron un rato de las famosas enchiladas de los Waters, de que no podía perdérmelas, de que el toque de queda de Gus también era a las diez, de que instintivamente desconfiaban de todos los padres que no obligaban a sus hijos a volver a casa a las diez, de si iba al instituto —«va a la universidad», terció Augustus—, de que el tiempo era absolutamente extraordinario para ser marzo, de que en primavera todo renace, y ni una sola vez me preguntaron por el oxígeno ni por mi diagnóstico, cosa rara y sorprendente. —Hazel y yo vamos a ver V de vendetta para que se dé cuenta de que es la doble de la Natalie Portman de mediados de la década de 2000 —dijo por fin Augustus. —Podéis verla en la tele del comedor —le contestó alegremente su padre. —Creo que vamos a verla al sótano. Su padre se rio. —Buen intento, pero la veréis en el comedor. —Es que quiero enseñarle a Hazel Grace el sótano —le replicó Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —Pues enséñale a Solo Hazel el sótano —dijo su padre—, y luego subís y veis la película en el comedor. Augustus resopló, se apoyó sobre su pierna, giró las caderas y tiró de la prótesis. —Muy bien —murmuró. Lo seguí por la escalera enmoquetada hasta un enorme dormitorio en el sótano. Un estante a la altura de mis ojos rodeaba toda la habitación y estaba lleno de objetos que tenían que ver con el baloncesto: decenas de trofeos con hombres de plástico saltando, driblando o entrando a una canasta invisible. También había muchos balones y zapatillas de deporte firmados. —Jugaba al baloncesto —me explicó. —Tenías que ser muy bueno. —No era malo, pero todas esas zapatillas y esos balones son premios de consolación por tener cáncer. Fue hacia la tele, junto a la que había una enorme pirámide de DVD y videojuegos. Se inclinó y cogió V de vendetta. —Yo era el prototipo de niño blanco de Indiana —dijo—. Me dedicaba a resucitar el olvidado arte del tiro a canasta desde media distancia, pero un día me puse a lanzar tiros libres. Me coloqué en la línea de tiros libres del gimnasio de North Central, cogía las pelotas de un portabalones y las lanzaba. Pero de repente me pregunté por qué me pasaba horas lanzando un objeto esférico a través de una circunferencia hueca. Me pareció que no podría estar haciendo nada más estúpido. »Empecé a pensar en los niños pequeños que meten un tubo cilíndrico por una anilla, en que, en cuanto aprenden, lo hacen una y otra vez durante meses, y pensé que el baloncesto era una versión un poquito más aeróbica de ese mismo ejercicio. Pero, bueno, casi todo el tiempo seguí lanzando tiros libres. Metí ochenta seguidos, mi mejor marca, pero, a medida que lo hacía, me sentía cada vez más como un niño de dos años. Y entonces, no sé por qué, empecé a pensar en los corredores de vallas. ¿Estás bien? Me había sentado en una esquina de su cama deshecha. No es que intentara provocarle. Sencillamente, me cansaba cuando estaba de pie mucho rato. Había estado de pie en el comedor, había bajado la escalera y luego había seguido de pie, y era mucho para mí, de modo que no quería acabar desmayándome. Era como una de esas damas victorianas que se pasan el día desmayándose. —Estoy bien —le contesté—. Te escuchaba. ¿Corredores de vallas? —Sí, corredores de vallas. No sé por qué. Empecé a pensar en ellos corriendo sus carreras y saltando por encima de esos objetos totalmente arbitrarios que habían colocado a su paso. Y me pregunté si los corredores de vallas pensaban alguna vez que irían más rápido si quitaran las vallas. —¿Eso fue antes de que te diagnosticaran cáncer? —le pregunté. —Sí, claro, también estaba ese tema. —Esbozó una media sonrisa—. El día de los angustiados tiros libres fue precisamente mi último día con dos piernas. Pasó una semana entre que programaron que me amputarían la pierna y la operación. Es un poco lo que está pasándole a Isaac. Asentí. Me gustaba Augustus Waters. Me gustaba mucho mucho mucho. Me gustaba que hubiera terminado su historia nombrando a otra persona. Me gustaba su voz. Me gustaba que hubiera lanzado tiros libres angustiados. Me gustaba que fuera profesor titular en el Departamento de Sonrisas Ligeramente Torcidas y que compaginara ese puesto con el de profesor del Departamento de Voces Que Hacen Que Mi Piel Se Sienta Piel. Y me gustaba primera página— es que leas esta brillante e inolvidable novela sobre mi videojuego favorito. Sostuvo el libro, que se titulaba El precio del amanecer. Me reí y alargué el brazo. Al ir a cogerlo, mi mano tropezó con la suya, y Augustus me la sujetó. —Está fría —añadió presionando un dedo contra mi pálida muñeca. —No tan fría para estar infraoxigenada —le respondí. —Me encanta cuando hablas como un médico —me dijo. Se levantó, tiró de mí y no me soltó la mano hasta que llegamos a la escalera. Vimos la película separados por varios centímetros de sofá. Hice la total cursilada de colocar la mano en el sofá, a medio camino entre nosotros, para que supiera que podía cogerme, pero no lo intentó. Cuando llevábamos una hora de película, los padres de Augustus entraron y nos sirvieron las enchiladas, que nos comimos en el sofá y que estaban buenísimas. La película iba sobre un tipo enmascarado que moría heroicamente por Natalie Portman, una tía muy guapa y muy sensual, nada que ver con mi cara, hinchada como un globo. —Muy buena, ¿no? —me dijo Augustus mientras salían los créditos. —Muy buena —le contesté. Aunque en realidad no estaba de acuerdo. Era una película para chicos. No sé por qué los chicos esperan que nos gusten las películas para chicos. Nosotras no esperamos que les gusten las películas para chicas. —Debería irme a casa. Mañana por la mañana tengo clase —le dije. Me quedé un momento sentada, mientras Augustus buscaba las llaves. Su madre se sentó a mi lado. —Este me encanta. ¿A ti no? Supongo que yo estaba mirando el estímulo de encima de la tele, un dibujo de un ángel con la leyenda: «Sin dolor, ¿cómo conoceríamos el placer?». (Podríamos analizar este estúpido y poco sofisticado argumento sobre el sufrimiento durante siglos, pero baste con decir que la existencia del brócoli en ningún caso afecta al gusto del chocolate). —Sí —le contesté—. Una idea preciosa. De vuelta a mi casa me senté al volante, con Augustus en el asiento del copiloto. Me puso un par de canciones que le gustaban de un grupo que se llamaba The Hectic Glow, y estaban bien, pero, como no me las sabía, no me parecieron tan buenas como a él. Yo no dejaba de echar vistazos a su pierna, o al lugar en el que había estado, intentando imaginar cómo era la pierna falsa. No quería que me importara, pero me importaba un poco. Seguramente a él le importaba mi oxígeno. La enfermedad genera rechazo. Lo había aprendido hacía mucho tiempo, y suponía que Augustus también. Cuando estuvimos ya cerca de mi casa, Augustus apagó la radio. El aire se volvió denso. Muy probablemente pensaba en besarme, y sin duda yo pensaba en besarlo a él. Me preguntaba si quería. Había besado a chicos, pero hacía ya tiempo, antes del milagro. Aparqué el coche y lo miré. Era realmente guapo. Ya sé que se supone que los chicos no lo son, pero él lo era. —Hazel Grace —me dijo, y mi nuevo nombre sonaba más bonito en su voz—. Ha sido un verdadero placer conocerte. —Lo mismo digo, señor Waters —le contesté. Al mirarlo, sentí un ataque de timidez. No podía sostener la intensidad de sus ojos azules. —¿Puedo volver a verte? —me preguntó. Su voz sonó nerviosa, y me pareció entrañable. —Claro —le contesté sonriendo. —¿Mañana? —me preguntó. —Paciencia, saltamontes —le aconsejé—. No querrás parecer ansioso… —No, por eso te he dicho mañana —me contestó—. Quisiera volver a verte hoy mismo, pero estoy dispuesto a esperar toda la noche y buena parte de mañana. Puse los ojos en blanco. —Lo digo en serio —añadió. —Ni siquiera me conoces —le dije. Cogí el libro del salpicadero. —¿Qué te parece si te llamo cuando lo haya leído? —le pregunté. —No tienes mi número de teléfono. —Tengo la firme sospecha de que lo has anotado en el libro. Sonrió de oreja a oreja. —Y luego dices que no nos conocemos… Mandé un mensaje a Kaitlyn, me duché, me vestí y mi madre me llevó a la facultad. Tenía clase de literatura estadounidense, una conferencia de hora y media sobre Frederick Douglass en un auditorio casi vacío, y me resultaba increíblemente difícil no quedarme dormida. A los cuarenta minutos de empezada la clase, Kaitlyn me contestó al mensaje. Flipante. Feliz medio cumpleaños. Castleton a las 15.32? La vida social de Kaitlyn era tan agitada que tenía que organizársela al minuto. Le respondí: Perfecto. Estaré en la zona de los restaurantes. Mi madre me llevó en coche directamente de la facultad a la librería del centro comercial, donde compré Amanecer de medianoche y Réquiem por Mayhem, la segunda y tercera partes de El precio del amanecer, y después me dirigí a la enorme zona de los restaurantes y me compré una Coca-Cola light . Eran las 15.21. Mientras leía, observé a dos niños jugando en un barco pirata del parque infantil. Se arrastraban por el túnel una y otra vez, y nunca parecían cansarse, lo que me hizo pensar en Augustus Waters y en los tiros libres angustiados. Mi madre estaba también en la zona de los restaurantes, sola, sentada en una esquina desde la que pensaba que no podía verla, comiéndose un bocadillo de carne con queso y leyendo unos papeles. Seguramente cosas médicas. El papeleo era interminable. A las 15.32 en punto vi a Kaitlyn pasando a grandes zancadas por delante de la Wok House. Me vio en el momento en que levanté la mano, me lanzó una sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes blanquísimos y recién arreglados, y vino hacia mí. Llevaba un abrigo gris hasta las rodillas, que le sentaba muy bien, y unas gafas de sol enormes. Se las colocó sobre la cabeza mientras se inclinaba para abrazarme. —¿Cómo estás, guapa? —me preguntó con acento ligeramente británico. A nadie le parecía que su acento era extraño o desagradable. Sencillamente, Kaitlyn era una supersofisticada británica de la jet set de veinticinco años en el cuerpo de una chica de dieciséis de Indianápolis. Todo el mundo lo aceptaba. —Bien, ¿y tú? —Ya ni lo sé. ¿Es light ? Asentí y le pasé la Coca-Cola. Sorbió por la pajita. —Ojalá estuvieras en la escuela últimamente. Algunos chicos están ahora de lo más apetecible. —¿En serio? ¿Quiénes? —le pregunté. Me nombró a cinco chicos con los que habíamos ido a clase en primaria, pero no recordaba a ninguno de ellos. —He salido unas cuantas veces con Derek Wellington —me dijo—, aunque no creo que dure. Es un crío. Pero dejemos ya mi vida. ¿Qué hay de nuevo en los mundos de Hazel? —La verdad es que nada —le contesté. —¿La salud qué tal? —Como siempre, supongo. —¡Phalanxifor! —exclamó sonriendo—. Entonces vivirás para siempre, ¿no? —No creo que para siempre —le contesté. —Pero casi —me dijo—. ¿Más novedades? Pensé en contarle que también yo estaba saliendo con un chico, o al menos que había visto una película con él, porque sabía que le sorprendería que una chica tan desaliñada, torpe y raquítica como yo pudiera ganarse las simpatías de un chico, aunque fuera por poco tiempo, pero la verdad es que no tenía mucho de lo que presumir, así que me limité a encogerme de hombros. —¿Qué demonios es eso? —me preguntó Kaitlyn señalando el libro. —Ah, es ciencia ficción. Estoy aficionándome. Es una serie. —Miedo me das. ¿Vamos a comprar? Fuimos a una zapatería. Mientras comprábamos, Kaitlyn no dejaba de señalar zapatos bajos y abiertos, y de decirme: «Estos te sentarían de maravilla», lo que me recordó que Kaitlyn nunca llevaba zapatos abiertos, porque odiaba sus pies. Creía que tenía los índices demasiado largos, como si los índices fueran una ventana que daba al alma o algo así. Por eso, cuando le señalé unas sandalias que iban muy bien con el tono de su piel, me dijo: «Sí, pero…», y el pero significaba que dejarían al aire sus espantosos índices. —Kaitlyn, eres la única persona que conozco con dismorfia en los dedos del pie —le dije. —¿Qué es eso? —me preguntó. —Pues como cuando te miras en el espejo y lo que ves no es lo que realmente es. —Vaya —me dijo—. ¿Estos te gustan? Me mostró un par de merceditas monas, aunque nada del otro mundo. Asentí, buscó su número y se las probó. Recorrió el pasillo de punta a punta mirándose los pies en los espejos angulares. Luego cogió unos zapatos con plataforma. —¿Se puede andar con esto? Vaya, yo directamente me moriría. De repente se calló y me miró como pidiéndome perdón, como si fuera un crimen mencionar la muerte ante un moribundo. —Deberías probártelos —siguió diciendo para disimular su incomodidad. —Antes me muero —le aseguré. Acabé eligiendo unas chanclas por comprar algo. Luego me senté en un banco frente a una estantería de zapatos y observé a Kaitlyn serpenteando por los pasillos, comprando con una intensidad y una concentración propias de un jugador de ajedrez profesional. Me apetecía sacar Amanecer de medianoche y leer un rato, pero sabía que sería grosero, de modo que me limité a observar a Kaitlyn. De vez en cuando se acercaba a mí aferrando unos zapatos cerrados a modo de presa, me preguntaba: «¿Estos?», y yo intentaba hacer un comentario inteligente sobre los zapatos. Al final compró tres pares, y yo me llevé mis chanclas. —¿Vamos a Anthropologie? —me preguntó mientras salíamos. —La verdad es que debería volver a casa —le contesté—. Estoy un poco cansada. —Claro, claro —me dijo—. Tengo que verte más a menudo. Apoyó las manos en mis hombros, me besó en las mejillas y se marchó meneando sus estrechas caderas. Pero no volví a casa. Le había dicho a mi madre que pasara a recogerme a las seis y, aunque suponía que estaba en el centro comercial o en el aparcamiento, quería las dos horas que me quedaban para mí. Me llevaba bien con mi madre, pero el hecho de que se pasara el día pegada a mí me ponía a veces de los nervios. Y Kaitlyn también me caía bien, de verdad, aunque, como hacía tres años que no pasaba el día con mis compañeros de clase, sentía cierta distancia insalvable entre nosotras. Creo que mis compañeros querían ayudarme a sobrellevar el cáncer, pero al final se dieron cuenta de que no podían, y por una razón: el cáncer no se sobrelleva. Por eso me excusaba en el dolor y el cansancio, como había hecho a menudo en los últimos años cuando quedaba con Kaitlyn o con cualquiera de mis Capítulo 4 Aquella noche me fui a dormir temprano. Me puse unos bóxers y una camiseta, y me metí bajo las mantas de mi cama, que era de matrimonio y con almohada, y uno de mis lugares favoritos del mundo. Una vez dentro, empecé a leer Un dolor imperial por enésima vez. El libro va de una chica llamada Anna (que narra la historia) y su madre tuerta, una jardinera profesional obsesionada con los tulipanes. Llevan una vida normal de clase media-baja en una pequeña ciudad del centro de California hasta que Anna sufre un raro cáncer en la sangre. Pero no es un libro sobre el cáncer, porque los libros sobre el cáncer son una mierda. En los libros sobre el cáncer, el enfermo organiza una obra benéfica para recaudar fondos para luchar contra el cáncer, ¿verdad? Y esta dedicación a la obra benéfica le recuerda que la humanidad es básicamente buena y le hace sentirse querido y animado porque dejará un legado para curar el cáncer. Pero en Un dolor imperial Anna decide que ser una persona con cáncer que organiza una obra benéfica contra el cáncer es un poco narcisista, de modo que crea la Fundación Anna para Gente con Cáncer que Quiere Curar el Cólera. Además Anna es mucho más sincera que nadie con todo este tema. A lo largo del libro alude a sí misma como «el efecto colateral», lo cual es del todo correcto. Los niños con cáncer son básicamente efectos colaterales de la incesante mutación que hace posible la diversidad en la Tierra. A medida que avanza la historia, está cada vez más enferma, los tratamientos y la enfermedad compiten por acabar con ella, y su madre se enamora de un comerciante de tulipanes holandés al que Anna llama el Tulipán Holandés. El tipo tiene mucho dinero y un sinfín de ideas excéntricas sobre cómo tratar el cáncer, pero Anna cree que puede ser un farsante y que seguramente ni siquiera es holandés, y entonces, cuando el presunto holandés y su madre están a punto de casarse y Anna va a empezar una dieta a base de pasto de trigo y pequeñas dosis de arsénico, el libro acaba en la mitad de una… Sé que es una opción muy literaria y todo eso, y seguramente es una de las razones por las que me gusta tanto el libro, pero lo recomendable es que la historia acabe. Y si no puede acabar, al menos debería seguir indefinidamente, como las aventuras del equipo del sargento Max Mayhem. Entendí que la historia acababa porque Anna se moría o se ponía demasiado enferma para escribir, y se suponía que aquella interrupción en mitad de la frase reflejaba cómo termina la vida realmente, pero en la historia había otros personajes además de Anna, así que me parecía injusto que nunca llegara a saber lo que pasó con ellos. Había escrito un montón de cartas a Peter van Houten, que enviaba a su editor, preguntándole qué sucede después de que él dé por finalizada la historia, si el Tulipán Holandés es un farsante, si la madre de Anna acaba casándose con él, qué pasa con el estúpido hámster de Anna (al que su madre odia), si los amigos de Anna acaban el bachillerato y cosas por el estilo, pero nunca respondió a ninguna de mis cartas. Un dolor imperial era el único libro de Peter van Houten, y lo único que parecía saberse de él era que después de que apareciera publicado se marchó de Estados Unidos y se instaló en Holanda, donde vivía recluido. Imaginaba que estaba trabajando en una segunda parte ambientada en Holanda. Quizá la madre de Anna y el Tulipán Holandés acaban trasladándose allí e intentando empezar una nueva vida. Pero desde la publicación del libro habían pasado diez años, y Van Houten no había publicado ni un post en un blog. No podía esperar eternamente. Aquella noche, mientras releía el libro, me distraía cada dos por tres imaginando a Augustus Waters leyendo las mismas palabras que yo. Me preguntaba si le gustaría o si lo descartaría por pretencioso. Entonces recordé que le había prometido llamarlo en cuanto hubiera leído El precio del amanecer, así que busqué su número en la primera página y le mandé un mensaje. Crítica de «El precio del amanecer»: demasiados muertos. Muy pocos adjetivos. ¿Qué tal «Un dolor imperial»? Me respondió un minuto después: Si no recuerdo mal, me prometiste LLAMARME cuando hubieras acabado el libro, no mandarme un mensaje. Así que lo llamé. —Hazel Grace —dijo nada más descolgar. —¿Lo has leído? —Bueno, no lo he terminado. Tiene seiscientas cincuenta y una páginas, y solo he tenido veinticuatro horas. —¿Por dónde vas? —Cuatrocientas cincuenta y tres. —¿Y? —Me reservo la opinión hasta que haya acabado. Pero tengo que decirte que me siento un poco mal por haberte pasado El precio del amanecer. —No te sientas mal. Ya estoy en el Réquiem por Mayhem. —Te has enganchado a la serie. Pero, dime, ¿el tío de los tulipanes es un timador? Me da mal rollo. —No voy a contarte el final —le dije. —Si no es un perfecto caballero, le sacaré los ojos. —Sí que te has metido en la historia… —¡Me reservo la opinión! ¿Cuándo nos vemos? —Sin duda no hasta que hayas acabado Un dolor imperial. Me divertía darle largas. —Entonces mejor cuelgo y sigo leyendo. —Sí, mejor —le contesté. Y colgó sin decir una palabra más. Ligar era nuevo para mí, pero me gustaba. A la mañana siguiente me tocaba poesía estadounidense del siglo XX en la facultad. La vieja profesora consiguió hablar durante hora y media sobre Sylvia Plath sin citar una sola palabra suya. Cuando salí de clase, mi madre estaba en el bordillo, frente al edificio. —¿Has estado esperándome todo el rato? —le pregunté mientras me ayudaba a meter el carro y la bombona en el coche. —No. He recogido la ropa de la lavandería y he ido a correos. —¿Y qué más? —He traído un libro —me dijo. —Y luego dirás que soy yo la que necesita una vida… Sonreí. Mi madre intentó devolverme la sonrisa, pero no terminó de salirle. —¿Quieres qué vayamos al cine? —le pregunté un segundo después. —Claro. ¿Quieres ver algo en concreto? —Decidamos solo adónde ir, y vemos la primera peli que empiece. Cerró mi puerta y rodeó el coche hasta el lado del conductor. Fuimos al teatro Castleton y vimos una película en 3-D sobre roedores que hablaban. La verdad es que fue divertida. Cuando salí del cine, tenía cuatro mensajes de Augustus. Dime que al libro le faltan las últimas veinte páginas. Yo llevaba un vestido por debajo de las rodillas que tenía desde hacía muchísimo tiempo. —Las chicas piensan que solo deben ponerse vestidos en ocasiones formales, pero a mí me gusta una mujer que dice: «Voy a ver a un chico que sufre un ataque de nervios, un chico cuya conexión con el sentido de la vista es más bien leve, así que, qué narices, voy a ponerme un vestido para él». —Aunque Isaac no se digne ni a mirarme —le contesté—. Supongo que sigue enamorado de Monica. Mis palabras provocaron un estruendoso sollozo. —Es un tema un poco delicado —me explicó Augustus—. Isaac, no sé tú, pero tengo la ligera impresión de que nos están rodeando. —Y siguió diciéndome a mí—: Isaac y Monica ya no salen juntos, pero no quiere hablar del tema. Solo quiere llorar y jugar a Contrainsurgencia 2: El precio del amanecer. —Me parece muy bien —le contesté. —Isaac, me preocupa cada vez más nuestra posición. Si te parece, avanza hasta aquella gasolinera, y yo te cubro. Isaac corrió hacia un edificio anodino mientras Augustus le seguía los pasos disparando salvajes ráfagas de ametralladora. —Pero puedes hablar con él, que no muerde —añadió Augustus—. Dale algún sabio consejo femenino. —La verdad es que creo que seguramente su reacción es la normal —respondí mientras una ráfaga de Isaac mataba a un enemigo que había asomado la cabeza desde la carrocería calcinada de una furgoneta. Augustus asintió sin dejar de mirar la pantalla: —Hay que sentir el dolor. Era una frase de Un dolor imperial. —¿Estás seguro de que no tenemos a nadie detrás? —preguntó a Isaac. Al instante empezaron a silbar las balas por encima de sus cabezas. —Joder, Isaac —dijo Augustus—. No quiero criticarte estando tan chungo, pero por tu culpa nos hemos quedado apartados, y ahora los terroristas tienen vía libre para llegar al colegio. El personaje de Isaac salió corriendo hacia el fuego, zigzagueando por un estrecho callejón. —Podrías ir hasta el puente y rodearlo —le dije. Conocía aquella táctica gracias a El precio del amanecer. Augustus suspiró. —Desgraciadamente, el puente está todavía bajo control insurgente gracias a la dudosa estrategia de mi limitado equipo. —¿A mí? —jadeó Isaac—. ¿A mí? Has sido tú el que ha propuesto que nos refugiáramos en la puta gasolinera. Gus giró un segundo la cara de la pantalla y lanzó a Isaac una de sus sonrisas torcidas. —Sabía que podías hablar, macho —le dijo—. Venga, vamos a salvar a algunos críos virtuales. Cruzaron juntos el callejón disparando y escondiéndose en los momentos adecuados, hasta que llegaron al colegio, una sala en un edificio de una sola planta. Se agacharon detrás de un muro al otro lado de la calle y se cargaron a los enemigos uno tras otro. —¿Por qué quieren entrar en el colegio? —pregunté. —Quieren a los niños como rehenes —me respondió Gus. Sus hombros oscilaban por encima del mando mientras aporreaba los botones. En sus brazos tensos se marcaban las venas. Isaac se inclinó hacia la pantalla con el mando bailando entre sus delgados dedos. —Dale, dale, dale —dijo Augustus. Seguían llegando oleadas de terroristas, pero los derribaron a todos con disparos sorprendentemente precisos, como tenía que ser para que no dispararan al colegio. —¡Granada! ¡Granada! —gritó Augustus cuando algo avanzó trazando un arco desde el fondo de la pantalla, se introdujo por la entrada del colegio y rodó hasta la puerta. Isaac, decepcionado, soltó el mando. —Si esos cabrones no pueden coger rehenes, los matarán y dirán que hemos sido nosotros. —¡Cúbreme! —exclamó Augustus. Saltó desde detrás del muro y corrió hacia el colegio. Isaac recuperó el mando a tientas y empezó a disparar mientras las balas llovían sobre Augustus, al que alcanzaron una vez, y luego otra, pero siguió corriendo. Gritó: «¡NO PODÉIS MATAR A MAX MAYHEM!», y con una última combinación de botones se tiró encima de la granada, que detonó debajo de él. Su cuerpo desmembrado explotó como un géiser, y la pantalla se tiñó de rojo. Una voz ronca dijo: «MISIÓN NO CUMPLIDA», pero Augustus parecía no pensar lo mismo, porque sonreía viendo sus restos en la pantalla. Se metió una mano en el bolsillo, sacó un cigarro y se lo colocó entre los dientes. —Los niños están salvados —dijo. —Temporalmente —puntualicé. —Toda salvación es temporal —dijo devolviéndome el disparo—. Los he salvado un minuto. Quizá es el minuto que los salva una hora, y esa hora los salva un año. Nadie va a salvarlos para siempre, Hazel Grace, pero mi vida los ha salvado un minuto, y menos es nada. —Vale, de acuerdo —le contesté—. Solo estamos hablando de píxeles. Se encogió de hombros, como si creyera que el juego era real. Isaac volvía a llorar. Augustus se giró bruscamente hacia él. —¿Volvemos a intentarlo, cabo? Isaac negó con la cabeza. Se inclinó sobre Augustus para mirarme. —No quería hacerlo después —me dijo con las cuerdas vocales muy tensas. —No quería dejar a un ciego —añadí yo. Hizo un gesto afirmativo. Sus lágrimas parecían un silencioso metrónomo, constante e infinito. —Dice que no puede sobrellevarlo —continuó—. Estoy a punto de perder la vista, y la que no puede sobrellevarlo es ella. Pensé en la palabra «sobrellevar», en todas las cosas insoportables que se sobrellevan. —Lo siento —le dije. Se secó la cara mojada con una manga. Detrás de las gafas, los ojos de Isaac parecían tan grandes que todo el resto de su cara desaparecía y solo veía aquellos ojos incorpóreos y flotantes mirándome fijamente, uno real y el otro de cristal. —Es inaceptable —me dijo—. Es totalmente inaceptable. —Bueno —contesté—, para ser justos, en fin, seguramente es verdad que no puede sobrellevarlo. Tú tampoco, pero ella no tiene por qué sobrellevarlo. Y tú sí. añadió—: Hay que sentirlo. Capítulo 5 No volví a hablar con Augustus en casi una semana. La noche de los trofeos rotos lo había llamado yo, así que lo normal en estos casos era esperar a que me llamara él. Pero no lo hizo. Sin embargo, no me pasaba todo el día con el teléfono en la mano sudorosa, mirándolo fijamente, vestida con mis mejores galas y esperando pacientemente a que mi caballero estuviera a la altura de su nombre. Seguí con mi vida. Una tarde quedé con Kaitlyn y su novio (mono, pero nada augusto, la verdad) a tomar un café, ingerí mi dosis diaria de Phalanxifor, fui tres mañanas a mis clases de la facultad, y cada noche me senté a cenar con mis padres. El domingo por la noche cenamos pizza de pimiento verde y brócoli. Estábamos en la cocina, sentados alrededor de nuestra pequeña mesa redonda, cuando empezó a sonar mi móvil, pero no pude ir a ver quién era porque en casa teníamos la estricta norma de no contestar al teléfono mientras cenábamos. Comí un poco mientras mis padres charlaban sobre el terremoto que acababa de asolar Papúa Nueva Guinea. Se habían conocido allí, en el Cuerpo de Paz, así que cada vez que sucedía algo en Papúa Nueva Guinea, por terrible que fuera, era como si de pronto ya no fueran criaturas maduras y sedentarias, sino los jóvenes idealistas, autosuficientes y fuertes que habían sido en otros tiempos. Se quedaron tan embelesados que ni siquiera me miraban mientras yo comía más deprisa que nunca, trasladando los alimentos del plato a mi boca a una velocidad y con una furia que casi me dejaron sin aliento, lo que por supuesto hizo que me preocupara la posibilidad de que mis pulmones volvieran a nadar en una piscina cada vez más llena de líquido. Me quité la idea de la cabeza como pude. En dos semanas tenía una hora para que me hicieran un escáner PET. Si algo no iba bien, pronto lo descubriría. No ganaba nada preocupándome hasta entonces. Pero aun así me preocupaba. Me gustaba ser una persona. Quería seguir adelante. Preocuparse es otro efecto colateral de estar muriéndose. Acabé por fin la cena y pregunté a mis padres si me disculpaban, pero a duras penas interrumpieron su conversación sobre los puntos fuertes y las debilidades de la infraestructura guineana. Saqué el móvil del bolso, que estaba en la encimera de la cocina, y miré las llamadas perdidas. Augustus Waters. Salí por la puerta trasera hacia la penumbra. Veía los columpios y pensé en acercarme y columpiarme mientras hablaba con él, pero me pareció que estaban demasiado lejos, porque la cena me había dejado agotada. Me tumbé en la hierba, en un extremo del patio, observé Orión, la única constelación que distinguía, y lo llamé. —Hazel Grace —me dijo. —Hola —le contesté—. ¿Qué tal? —Muy bien —me contestó—. Quería llamarte a todas horas, pero he esperado a hacerme una idea coherente en lo relativo a Un dolor imperial. (Dijo «en lo relativo», de verdad. Este chico…). —¿Y? —le pregunté. —Creo que es como… Al leerlo, sigo pensando algo así como… como… —¿Cómo? —le pregunté para chincharlo. —¿Como si fuera un regalo? —me preguntó a su vez—. Como si me hubieras regalado algo importante. —Vaya —respondí en voz baja. —Decepcionante —añadió—. Lo siento. —No —le contesté—. No. No lo sientas. —Pero no acaba. —No. —Qué tortura, aunque lo entiendo muy bien. Entiendo que murió o algo así. —Sí, eso mismo creo yo —le dije. —De acuerdo, me parece muy bien, pero entre el autor y el lector hay una especie de contrato no escrito, y creo que no acabar un libro infringe ese contrato. —No lo sé —le contesté, decidida a defender a Peter van Houten—. Según cómo, es de lo que más me gusta del libro. Describe la muerte sinceramente. Te mueres en medio de la vida, en mitad de una frase. La verdad es que quiero saber qué pasa con los demás, por eso se lo pregunté en mis cartas. Pero nunca contesta. —¿Me dijiste que vivía apartado del mundo? —Exacto. —Imposible seguirle el rastro. —Exacto. —Totalmente inalcanzable —dijo Augustus. Hazel Grace Lancaster . (16 años) Después de haberlo mandado volví a llamar a Augustus. Estuvimos mucho rato hablando de Un dolor imperial, le leí el poema de Emily Dickinson que Van Houten había utilizado para el título, y él me dijo que leía muy bien en voz alta, aunque no hice demasiada pausa entre los versos, y entonces me dijo que el sexto volumen de El precio del amanecer, La sangre está de acuerdo, empieza citando un poema. Tardó un minuto en encontrar el libro, pero al final me leyó la cita: «Y decirte: tu vida se ha roto. Tu último buen beso lo diste hace muchos años». —No está mal —le dije—. Un poco pretencioso. Creo que Max Mayhem diría que es una mariconada. —Sí, y apretaría los dientes, seguro. En este libro Mayhem se pasa el día apretando los dientes. Seguro que, si sale vivo del combate, acabará pillando una disfunción temporomandibular. —Y un segundo después me preguntó—: ¿Cuándo diste tu último buen beso? Lo pensé. Mis besos —todos antes del diagnóstico— habían sido incómodos y sensibleros, hasta cierto punto siempre parecíamos niños jugando a ser mayores. Pero desde luego había pasado tiempo. —Hace años —dije por fin—. ¿Y tú? —Me di unos cuantos buenos besos con mi exnovia, Caroline Mathers. —¿Hace años? —El último fue hace menos de un año. —¿Qué pasó? —¿Mientras nos besábamos? —No, contigo y con Caroline. —Bueno… —me contestó. Y un segundo después—: Caroline ya no participa de la cualidad de ser persona. —Vaya… —dije yo. —Sí. —Lo siento —añadí. Había conocido a muchas personas que habían muerto, por supuesto, pero nunca había salido con ninguna de ellas. La verdad es que no podía ni imaginármelo. —No es culpa tuya, Hazel Grace. Solo somos efectos colaterales, ¿verdad? —«Percebes en el buque de la conciencia» —dije citando Un dolor imperial. —Sí. Me voy a dormir. Es casi la una. —Bien —le contesté. —Bien —me respondió. Me dio la risa tonta y repetí «Bien». La línea se quedó en silencio, pero no se cortó. Casi sentía que estaba en la habitación conmigo, pero mejor, porque ni yo estaba en mi habitación ni él en la suya, sino que estábamos juntos en algún lugar invisible e indeterminado al que solo podía llegarse por teléfono. —Bien —dijo después de una eternidad—. Quizá «bien» será nuestro «siempre». —Bien —añadí. Al final colgó Augustus. Peter van Houten contestó al e-mail de Augustus a las cuatro horas de habérselo mandado, pero dos días después todavía no había respondido al mío. Augustus me aseguraba que era porque mi e-mail era mejor y exigía pensar bien la respuesta, que Van Houten estaba escribiendo las respuestas a mis preguntas y que su prosa brillante requería tiempo. Pero aun así me preocupé. El miércoles, durante la clase de poesía estadounidense para tontos, recibí un mensaje de Augustus: Isaac ya ha salido del quirófano. Ha ido bien. Oficialmente SEC. SEC significaba «sin evidencias de cáncer». Unos segundos después me llegó un segundo mensaje. Bueno, está ciego. Es una pena. Aquella tarde, mi madre aceptó prestarme el coche para que fuera al Memorial a ver a Isaac. Encontré su habitación en la quinta planta. Llamé a la puerta, aunque estaba abierta, y una voz femenina me dijo que entrara. Era una enfermera que estaba haciendo algo en las vendas que cubrían los ojos de Isaac. —Hola, Isaac —lo saludé. —¿Mon? —preguntó. —No, lo siento, no. Soy… Hazel. Bueno… Hazel, la del grupo de apoyo, la Hazel de la noche de los trofeos rotos. —Ah —contestó—. No dejan de repetirme que los demás sentidos se me desarrollarán más para compensar, pero ESTÁ CLARO QUE TODAVÍA NO. Hola, Hazel, la del grupo de apoyo. Acércate para que te examine la cara con las manos y vea tu alma más profundamente que cualquier persona con vista. —Está de broma —me dijo la enfermera. —Sí, ya me he dado cuenta —le contesté. Me dirigí a la cama, acerqué una silla, me senté y le cogí de la mano. —Hola —le dije. —Hola —me respondió. Nos quedamos un instante en silencio. —¿Cómo te encuentras? —le pregunté. —Bien —me contestó—. No sé. —¿Qué es lo que no sabes? —le pregunté. Le miraba la mano porque no quería mirar su rostro con los ojos vendados. Isaac se mordió las uñas, y vi un poco de sangre en los extremos de un par de cutículas. —Ni siquiera ha venido a verme —me dijo—. No sé, salimos juntos catorce meses. Catorce meses es mucho tiempo. Joder, duele. Isaac se soltó de mi mano para buscar a tientas la bomba de infusión, que presionó para que le proporcionara una dosis de narcóticos. La enfermera, que había terminado de cambiar el vendaje, retrocedió unos pasos. —Solo ha pasado un día, Isaac —le dijo con cierto tono condescendiente—. Tienes que darte tiempo para que cicatrice. Y catorce meses no es tanto tiempo, no en el orden del universo. Acabas de empezar, chaval. Ya lo verás. La enfermera se marchó. —¿Se ha ido? Asentí, pero enseguida me di cuenta de que no podía ver mi gesto. lidewij.vliegenthart@gmail.com por fin me había contestado. Querida señorita Lancaster: Temo que ha depositado su fe en un lugar equivocado, pero suele pasar con la fe. No puedo contestar a sus preguntas, al menos no por escrito, porque poner por escrito esas respuestas constituiría la segunda parte de Un dolor imperial, que usted podría publicar o compartir en esa red que ha sustituido los cerebros de su generación. Está el teléfono, pero en ese caso podría grabar la conversación. No es que no confíe en usted, por supuesto, pero no confío en usted. Desgraciadamente, querida Hazel, solo podría responder a este tipo de preguntas en persona, pero usted está allí, y yo estoy aquí. Una vez aclarado este punto, debo confesarle que me ha encantado recibir su inesperado correo a través de la señorita Vliegenthart. Es maravilloso saber que hice algo útil para usted, aunque siento ese libro tan distante que me da la impresión de que lo ha escrito otra persona. (El autor de esa novela era muy delgado, muy débil y relativamente optimista). No obstante, si alguna vez pasa por Amsterdam, venga a visitarme cuando quiera. Suelo estar en casa. Incluso le permitiré que eche un vistazo a mis listas de la compra. Atentamente, Peter van Houten a través de Lidewij Vliegenthart —¿CÓMO? —grité—. ¿QUÉ MIERDA DE VIDA ES ESTA? Mi madre entró corriendo. —¿Qué pasa? —Nada —le aseguré. Todavía nerviosa, mi madre se arrodilló para comprobar si Philip condensaba el oxígeno adecuadamente. Me imaginé sentada en una luminosa cafetería con Peter van Houten, que se apoyaba en los codos, se inclinaba hacia delante y me hablaba en voz baja para que nadie pudiera oír lo que sucedió con los personajes en los que había pasado años pensando. Me había dicho que solo podría decírmelo en persona, y me había invitado a visitarlo en Amsterdam. Se lo expliqué a mi madre. —Tengo que ir —le dije por fin. —Hazel, te quiero y sabes que haría cualquier cosa por ti, pero no… no tenemos dinero para viajar al extranjero, y los gastos para conseguir equipo médico allí… Cariño, no es… —Sí —la interrumpí. Me di cuenta de que había sido una tontería incluso planteárselo—. No te preocupes. Pero mi madre parecía preocupada. —Es muy importante para ti, ¿verdad? —me preguntó sentándose y acercando una mano a mi pierna. —Sería increíble ser la única persona que sabe qué sucede aparte de él —le contesté. —Sería increíble —me dijo—. Hablaré con tu padre. —No, no hables con él —le dije—. En serio. No gastéis dinero en esto, por favor. Ya se me ocurrirá algo. De pronto pensé que la razón por la que mis padres no tenían dinero era yo. Había dilapidado los ahorros de la familia con el Phalanxifor, y mi madre no podía trabajar porque se dedicaba profesionalmente a merodear a mi alrededor a jornada completa. No quise que se endeudaran todavía más. Le dije a mi madre que quería llamar a Augustus para que saliera de mi habitación, porque no podía soportar su tristeza por no poder cumplir los sueños de su hija. Le leí la carta sin haberle siquiera saludado, al más puro estilo Augustus Waters. —Uau —dijo. —Ya sé. ¿Cómo voy a ir a Amsterdam? —¿No te corresponde un deseo? —me preguntó refiriéndose a «los genios», es decir, la Genie Foundation, una organización que se ocupa de financiar un deseo a niños enfermos. —No —le respondí—. Ya lo gasté antes del milagro. —¿Qué hiciste? Suspiré ruidosamente. —Tenía trece años —le dije. —No me digas que fuiste a Disney… No le contesté. —Dime que no fuiste a Disney World. No le contesté. —¡Hazel GRACE! —gritó—. Dime que no gastaste tu único deseo de moribunda en ir a Disney World con tus padres. —Y al Epcot Center —murmuré. —Joder —dijo Augustus—. No me puedo creer que esté colado por una tía con deseos tan estereotipados. —Tenía trece años —repetí. Por supuesto, lo único que pensaba era «colado, colado, colado, colado, colado». Me sentía halagada, pero cambié de tema inmediatamente. —¿No tendrías que estar en el instituto? —Me he saltado la clase para estar con Isaac, pero está durmiendo, así que estoy en el vestíbulo haciendo geometría. —¿Cómo está? —le pregunté. —No sé si es que no está preparado para enfrentarse a la gravedad de su discapacidad o si realmente le importa más que lo haya dejado Monica, pero no habla de otra cosa. —Ya —le dije—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en el hospital? —Unos días. Luego irá un tiempo a rehabilitación, pero dormirá en su casa, creo. —Qué mierda. —Llega su madre. Tengo que irme. —Bien —le dije. —Bien —me contestó. Podía oír su sonrisa torcida. El sábado fui con mis padres al mercado al aire libre de Broad Ripple. Hacía sol, cosa rara en Indiana en el mes de abril, así que todo el mundo iba en manga corta, aunque la temperatura no era para tanto. Los de Indiana somos demasiado optimistas respecto del verano. Mi madre y yo nos sentamos en un banco frente a un puesto de jabones de leche de cabra en el que un hombre con un pantalón de peto explicaba a todo el que pasaba que sí, que las cabras eran suyas, y que no, que el jabón de leche de cabra no huele a cabra. Sonó mi móvil. —Seguro, pero ¿qué importa? Solo son padres. —Son tus padres —dijo lanzándome una mirada—. Además, me gusta gustar. ¿Es una tontería? —Bueno, no tienes que correr a abrirme las puertas ni cubrirme de piropos para gustarme. Pegó un frenazo y salí disparada hacia delante con tanta fuerza que me costaba mucho respirar. Pensé en el escáner. «No te preocupes. Preocuparse es inútil». Pero me preocupaba. Íbamos a toda pastilla, dejamos atrás un stop y giramos a la izquierda, hacia el mal llamado Grandview (creo que se ve un camino de cabras, pero nada especialmente bonito). No podía dejar de pensar que aquella dirección llevaba al cementerio. Augustus alargó un brazo hasta la guantera, abrió un paquete de tabaco y sacó un cigarrillo. —¿Los tiras alguna vez? —le pregunté. —Una de las muchas ventajas de no fumar es que los paquetes de tabaco duran una eternidad —me contestó—. Este lo tengo desde hace casi un año. Algunos cigarros se rompen por el filtro, pero creo que este paquete fácilmente podría durarme hasta que cumpla dieciocho. —Sujetó el filtro entre los dedos y después se lo llevó a la boca—. Bueno, dime algunas cosas que nunca se ven en Indianápolis. —A ver… Gente mayor flaca —le contesté. Se rio. —Bien. Más cosas. —Pues… playas. Restaurantes familiares. Paisajes. —Excelentes ejemplos de cosas que no tenemos. Tampoco cultura. —Sí, estamos algo escasos de cultura —le dije cayendo en la cuenta de adónde me llevaba—. ¿Vamos al museo? —Por así decirlo. —Ah, ¿vamos a esa especie de parque? Gus pareció desanimarse un poco. —Sí, vamos a esa especie de parque —me dijo—. Lo habías deducido, ¿verdad? —¿Deducido el qué? —Nada. Detrás del museo había un parque con grandes esculturas de varios artistas. Había oído hablar de él, pero nunca había ido. Pasamos el museo y aparcamos justo al lado de un campo de baloncesto con enormes arcos metálicos azules y rojos que representaban el itinerario de un balón en movimiento. Caminamos al pie de lo que en Indianápolis se considera una colina hacia un claro en el que los niños subían por una enorme escultura con forma de esqueleto. Los huesos eran más o menos del grosor de un cuerpo humano, y el fémur era más largo que yo. Parecía un dibujo infantil de un esqueleto tumbado en el suelo. Me dolía el hombro. Temía que el cáncer se hubiera extendido desde los pulmones. Imaginaba que el tumor hacía metástasis en mis huesos y me agujereaba el esqueleto como una anguila resbaladiza y malintencionada. —Funky Bones —me dijo Augustus—, de Joep van Lieshout. —Suena a holandés. —Lo es —me contestó Gus—. Como Rik Smits. Y como los tulipanes. Gus se detuvo en medio del claro, con los huesos justo enfrente de nosotros. Se soltó la mochila de un hombro, y luego del otro. La abrió y sacó una manta naranja, una botella de zumo de naranja y unos sándwiches sin corteza envueltos en film transparente. —¿Qué pasa con tanto naranja? —le pregunté. No me permitía a mí misma imaginar que todo aquello pudiera conducir a Amsterdam. —Es el color nacional de Holanda, por supuesto. ¿Recuerdas a Guillermo de Orange y todo eso? —No entraba para el examen de bachillerato —le contesté sonriendo e intentando contener los nervios. —¿Un sándwich? —me preguntó. —A ver si lo adivino… —le dije. —Queso holandés. Y tomate. Los tomates son de México. Lo siento. —Siempre lo fastidias todo, Augustus. ¿No podrías al menos haber comprado tomates naranjas? Se rio. Nos comimos los sándwiches en silencio, observando a los niños que jugaban en la escultura. No podía preguntarle más, de modo que me limité a quedarme allí sentada, rodeada de cosas holandesas y sintiéndome torpe e ilusionada. A cierta distancia, bañados en una luz nítida, tan escasa y apreciada en nuestra ciudad, unos niños hacían un esqueleto en un parque infantil y saltaban entre los huesos falsos. —Me gustan dos cosas de esta escultura —me dijo Augustus. Sostenía entre los dedos el cigarrillo sin encender y le daba golpecitos, como si quisiera expulsar la ceniza. Volvió a colocárselo en la boca. —Lo primero, que los huesos están tan separados que, si eres un niño, no puedes resistir la tentación de saltar entre ellos. Tienes que saltar de la caja torácica al cráneo. Y eso significa, en segundo lugar, que la escultura básicamente obliga a los niños a jugar con huesos. Las connotaciones simbólicas son infinitas, Hazel Grace. —Te encantan los símbolos —le dije con la esperanza de orientar la conversación hacia los símbolos holandeses de nuestro picnic . —Tienes razón. Seguramente te preguntas por qué estás comiéndote un sándwich de queso malo y bebiéndote un zumo de naranja, y por qué llevo la camiseta de un holandés que jugaba a un deporte que he llegado a odiar. —Se me ha pasado por la cabeza —le contesté. —Hazel Grace, como muchos otros niños antes que tú, y te lo digo con todo el cariño, gastaste tu deseo deprisa y corriendo, sin plantearte las consecuencias. La Parca te miraba fijamente, y el miedo a morirte, junto con el deseo todavía en tu proverbial bolsillo, sin haberlo utilizado, te hizo precipitarte hacia el primer deseo que se te ocurrió, y, como muchos otros, elegiste los placeres fríos y artificiales de un parque temático. —La verdad es que me lo pasé muy bien en aquel viaje. Vi a Goofy y a Minnie… —¡Estoy en mitad de un discurso! Lo he escrito y me lo he aprendido de memoria, así que si me interrumpes, seguro que la cago —me cortó Augustus —. Te pido que te comas tu sándwich y que me escuches. El sándwich estaba tan seco que era incomestible, pero aun así sonreí y le di un mordisco. —Bien, ¿por dónde iba? —Por los placeres artificiales. Metió el cigarrillo en el paquete. —Sí, los placeres fríos y artificiales de un parque temático. Pero permíteme que te diga que los auténticos héroes de la fábrica de los deseos son los Capítulo 6 Cuando llegué a casa, mi madre estaba doblándome la ropa limpia mientras veía un magazín en la tele. Le conté que los tulipanes, el artista holandés y todo lo demás eran porque Augustus iba a utilizar su deseo para llevarme a Amsterdam. —Es demasiado —dijo sacudiendo la cabeza—. No podemos aceptar algo así de alguien que es prácticamente un extraño. —No es un extraño. Es mi segundo mejor amigo. —¿Después de Kaitlyn? —Después de ti —le contesté. Era verdad, pero lo dije sobre todo porque quería ir a Amsterdam. —Lo consultaré con la doctora Maria —respondió por fin. La doctora Maria dijo que no podía ir a Amsterdam si no me acompañaba un adulto que conociera muy bien mi caso, lo que más o menos significaba que o bien mi madre o bien ella misma. (Mi padre entendía mi cáncer como yo, es decir, de la forma vaga e incompleta en que se entienden los circuitos eléctricos y las mareas. Pero mi madre sabía más sobre los carcinomas de tiroides en adolescentes que la mayoría de los oncólogos). —Pues vienes conmigo —le dije—. Los genios lo pagarán. Están forrados. —¿Y tu padre? —me preguntó—. Nos echará de menos. No sería justo, él no puede dejar el trabajo. —¿Estás de broma? ¿No crees que a papá le encantará pasar unos días viendo programas que no sean realities para ser modelo, pidiendo pizza cada noche y utilizando servilletas de papel en lugar de platos para no tener que fregarlos? Mi madre se rio. Al final empezó a entusiasmarse y a anotar en la agenda de su teléfono todo lo que tenía que hacer. Tendría que llamar a los padres de Gus, hablar con los genios sobre mis necesidades médicas y preguntarles si habían reservado ya el hotel, buscar las mejores guías, investigar un poco, ya que solo teníamos tres días, y muchas cosas más. Me dolía un poco la cabeza, así que me tomé un par de ibuprofenos y decidí hacer una siesta. Acabé simplemente tumbada en la cama recreando el picnic con Augustus. No podía dejar de pensar en el instante en que me puse tensa porque me tocó. De alguna manera, sentí extraño aquel gesto de ternura. Pensaba que quizá había sido por cómo Augustus lo había organizado todo. Había estado genial, pero en el picnic todo era excesivo, empezando por los sándwiches, que tenían connotaciones metafóricas, pero estaban malísimos, y el discurso memorizado, que impidió que charláramos. Era todo muy novelesco, pero nada romántico. Aunque la verdad es que nunca había deseado que me besara, al menos no como se supone que se desean estas cosas. Bueno, era guapísimo y me atraía, pero pensaba en él en estos términos, como las colegialas de mi ciudad. Aunque el hecho de que me tocara, de que se decidiera a tocarme… había sido un error. Entonces me descubrí a mí misma pensando si debería haberme enrollado con él para ir a Amsterdam, que no es el pensamiento más agradable, porque: a) no debería haberme preguntado siquiera si quería besarlo, y b) besar a alguien para poder hacer un viaje gratis está peligrosamente cerca del puterío total, y tengo que confesar que, aunque no me consideraba una persona especialmente buena, nunca pensé que mi primera relación sexual pudiera tener algo que ver con la prostitución. Aunque lo cierto es que Augustus no había intentado besarme. Solo me había tocado la cara, un gesto que ni siquiera es sexual. No fue un gesto para ponerme cachonda, pero sin duda sí que fue calculado, porque Augustus Waters no era de los que improvisaban. ¿Qué había querido darme a entender? ¿Y por qué yo no había querido aceptarlo? Llegado este punto, me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que Kaitlyn, así que decidí mandarle un mensaje para pedirle consejo. Me llamó inmediatamente. —Tengo problemas con un chico —le dije. —FANTÁSTICO —me respondió Kaitlyn. Le conté toda la historia, incluso que me había sentido incómoda cuando me había tocado la cara. Solo me callé lo de Amsterdam y el nombre de Augustus. —¿Estás segura de que está bueno? —me preguntó cuando hube terminado. —Totalmente segura —le respondí. —¿Está cachas? —Sí, jugaba al baloncesto en el North Central. —¡Uau! —exclamó Kaitlyn—. Solo por curiosidad: ¿cuántas piernas tiene el chaval? —Más o menos, una coma cuatro —le contesté sonriendo. En Indiana los jugadores de baloncesto eran conocidos, y aunque Kaitlyn no había ido al North Central, su vida social era infinita. —Augustus Waters —me dijo. —Puede ser… —¡Madre mía! Lo he visto en varias fiestas. Me lo comería entero. Bueno, ahora que sé que te interesa, no, pero ¡virgen del amor hermoso!, daría veinte vueltas al corral montada en ese poni de una pierna. —Kaitlyn —le dije. —Perdona. ¿Crees que deberías montarlo tú? —Kaitlyn —repetí. —¿De qué estábamos hablando? Sí, de ti y de Augustus Waters. ¿No serás… lesbiana? —No creo. Mira, estoy segura de que me gusta. —¿Tiene las manos feas? Algunas veces los guapos tienen las manos feas. —No. Tiene unas manos preciosas. —Hummm… —dijo Kaitlyn. —Hummm… —dije yo. Nos quedamos un instante en silencio. —¿Te acuerdas de Derek? —me preguntó de pronto Kaitlyn—. Rompió conmigo la semana pasada porque llegó a la conclusión de que en el fondo éramos totalmente incompatibles y de que, si seguíamos, solo conseguiríamos hacernos más daño. Lo llamó «corte preventivo». Quizá presientes que sois básicamente incompatibles y estás previniendo la prevención. —Hummm… —dije. —Solo estoy pensando en voz alta. —Siento lo de Derek. —Bah, ya lo he superado. Me bastó con una caja de galletas de chocolate y menta, y cuarenta minutos para superar a ese chico. Me reí. —Gracias, Kaitlyn. —Si al final te enrollas con él, espero que me cuentes todos los detalles lascivos. —Bueno, no necesariamente este tipo de adolescente, pero por supuesto tu padre y yo estamos muy contentos de ver que te conviertes en una jovencita, haces amigos y sales con chicos. —No salgo con chicos —le contesté—. No quiero salir con nadie. Es una pésima idea, una pérdida de tiempo total y… —Cariño —me interrumpió mi madre—, ¿qué te pasa? —Que soy como… como una granada, mamá. Soy una granada, y en algún momento explotaré, así que me gustaría que hubiera el menor número de víctimas posible, ¿vale? Mi padre ladeó un poco la cabeza, como un perro al que acaban de reñir. —Soy una granada —repetí—. Lo único que quiero es mantenerme alejada de la gente, leer libros, pensar y estar con vosotros, porque a vosotros no puedo evitar haceros daño. Estáis demasiado involucrados. Así que dejadme hacerlo, por favor, ¿vale? No estoy deprimida. No necesito salir más. Y no puedo ser una adolescente normal, porque soy una granada. —Hazel… —dijo mi padre. Y de repente se quedó sin habla. Mi padre lloraba mucho. —Me voy a mi habitación a leer un rato, ¿vale? Estoy bien. De verdad, estoy bien. Solo quiero ir a leer un rato. Intenté leer la novela que me habían pedido en la facultad, pero vivíamos en una casa de paredes dramáticamente finas, así que oía casi toda la conversación que mantenían mis padres entre susurros. Mi padre decía: «Me mata», y mi madre le respondía: «Eso es precisamente lo que no tiene que oírte decir», y mi padre decía: «Lo siento, pero…», y mi madre replicaba: «¿No estás contento?», y él respondía: «Pues claro que estoy contento». Seguí intentando meterme en la novela, pero no podía dejar de escucharlos. Encendí el ordenador para escuchar un poco de música, y mientras sonaba el grupo preferido de Augustus, The Hectic Glow, volví a las páginas que rendían homenaje a Caroline Mathers y leí lo heroicamente que había luchado, lo mucho que la echaban de menos, que se había ido a un lugar mejor, que viviría siempre en el recuerdo de los que la querían y que todos los que la conocían —todos— se habían quedado hundidos por su marcha. Quizá se suponía que tenía que odiar a Caroline Mathers, porque había estado con Augustus, pero no la odiaba. No podía hacerme una idea demasiado clara de ella a partir de todos aquellos mensajes, pero no parecía haber mucho que odiar. Parecía más bien una enferma profesional, como yo, lo que hizo que me preocupara el hecho de que cuando yo muriera solo pudieran decir de mí que había luchado heroicamente, como si lo único que hubiera hecho en mi vida hubiera sido tener cáncer. En cualquier caso, al final empecé a leer las breves notas de Caroline Mathers, aunque en realidad casi todas las habían escrito sus padres, porque supongo que su cáncer cerebral era de esos que hacen que dejes de ser tú antes de quitarte la vida. Eran notas del tipo: «Caroline sigue teniendo problemas de conducta. Se enfrenta a la rabia y la frustración de no poder hablar (también a nosotros nos frustran estas cosas, por supuesto, pero nosotros disponemos de más maneras socialmente aceptables de manejar la rabia). A Gus le ha dado por llamar a Caroline EL INCREÍBLE HULK, de lo que se han hecho eco los médicos. No es fácil para ninguno de nosotros, pero cada uno proyecta su sentido del humor donde puede. Esperamos volver a casa el jueves. Ya os contaremos…». No será necesario que diga que no volvió a casa el jueves. Por supuesto que me puse tensa cuando me tocó. Estar con él suponía inevitablemente hacerle daño. Y eso fue lo que sentí cuando se acercó a mí, como si estuviera ejerciendo violencia sobre él, porque la ejercía. Decidí mandarle un mensaje. Quería evitar hablar con él sobre el tema. Hola, en fin, no sé si lo entenderás, pero no puedo besarte ni nada de eso. No doy por hecho que tú quieras, pero yo no puedo. Cuando intento mirarte en ese sentido, solo veo los problemas que voy a causarte. Quizá no lo entiendes. En fin, lo siento. Me respondió a los pocos minutos: Bien. Le contesté. Bien. Me respondió: ¡Joder, deja de coquetear conmigo! Me limité a escribir: Bien. Mi teléfono zumbó al momento. Era broma, Hazel Grace. Lo entiendo. (Pero los dos sabemos que bien es una palabra para ligar. Bien REBOSA sensualidad). Estuve tentada de volver a responderle «Bien», pero me lo imaginé en mi funeral, y eso me ayudó a escribir lo que debía. Lo siento. Intenté dormir con los auriculares puestos, pero al rato entraron mis padres. Mi madre cogió a Bluie del estante y lo estrechó contra su estómago, y mi padre se sentó en mi silla y me dijo sin llorar: —No eres una granada. Para nosotros, no. Nos da mucha pena pensar que puedes morirte, Hazel, pero no eres una granada. Eres fantástica. Tú no puedes saberlo, cariño, porque nunca has tenido una hija que se haya convertido en una brillante lectora a la que además le interesan los espantosos realities de la tele, pero la alegría que nos das es mucho mayor que la tristeza que sentimos por tu enfermedad. —Vale —le contesté. —En serio —siguió diciendo mi padre—. No te engañaría en estas cosas. Si dieras más problemas que alegrías, sencillamente te echaríamos a la calle. —No somos unos sentimentales —añadió mi madre con cara inexpresiva—. Te dejaríamos en un orfanato con una nota pegada al pijama. Me reí. —No tienes que ir al grupo de apoyo —me dijo mi madre—. No tienes que hacer nada, aparte de ir a la facultad. Me tendió el oso. —Creo que Bluie puede dormir en la estantería esta noche —le dije—. Permíteme que te recuerde que tengo más de la mitad de treinta y tres años. —Duerme con él esta noche —me dijo. —Mamá —protesté. —Se siente solo —insistió. —¡Dios, mamá! —exclamé. Pero cogí al idiota de Bluie y lo abracé mientras me dormía. De hecho, todavía tenía un brazo encima de Bluie cuando me desperté, poco después de las cuatro de la madrugada, con un apocalíptico dolor surgiendo de lo más recóndito de mi cerebro. —¿No vas a preguntar por tu novio? —me preguntó. —No tengo novio —le contesté. —Bueno, hay un chico que apenas se ha movido de la sala de espera desde que te trajeron —me dijo. —No me ha visto así, ¿verdad? —No. Solo pueden entrar los familiares. Asentí y me sumí en un sueño acuoso. Tardaría seis días en volver a casa, seis días perdidos contemplando las placas del techo, viendo la tele, durmiendo, sintiendo dolor y deseando que el tiempo pasara. No vi ni a Augustus ni a nadie aparte de mis padres. Mi pelo parecía el nido de un pájaro, y andaba pesadamente, como un paciente senil, aunque me sentía un poco mejor cada día. Cada vez que me despertaba, me parecía un poco más a mí misma. «Dormir va bien para el cáncer», me dijo el doctor Jim por enésima vez inclinándose hacia mí, rodeado de un grupo de estudiantes de medicina. —Entonces soy una máquina contra el cáncer —le dije. —Lo eres, Hazel. Sigue descansando y seguramente podremos mandarte a casa pronto. El martes me dijeron que volvería a casa el miércoles. El miércoles, dos estudiantes de medicina, sin apenas control por parte de los médicos, me quitaron el tubo del pecho. Sentí como si me pegaran un navajazo en el costado, y la cosa no iba bien en general, así que decidieron que me quedaría hasta el jueves. Empezaba a pensar que formaba parte de algún angustioso experimento sobre retraso permanente de la recompensa cuando el viernes por la mañana apareció la doctora Maria, husmeó a mi alrededor un minuto y me dijo que podía marcharme. Mi madre abrió su enorme bolso para mostrarme que siempre llevaba consigo mi ropa de calle. Llegó una enfermera y me quitó el gota a gota. Me sentí liberada, aunque tenía que seguir cargando con la bombona de oxígeno. Fui al baño, me di mi primera ducha en una semana, me vestí y, cuando salí, estaba tan cansada que tuve que tumbarme para recuperar la respiración. —¿Quieres ver a Augustus? —me preguntó mi madre. —Supongo —le contesté un minuto después. Me levanté, me arrastré hasta una silla de plástico apoyada en la pared y metí la bombona debajo de la silla. Me quedé agotada. A los pocos minutos mi padre volvió con Augustus. Llevaba el pelo alborotado y el sudor le resbalaba por la frente. Al verme, me lanzó la auténtica sonrisa de oreja a oreja de Augustus Waters y no pude evitar devolvérsela. Se sentó en el sillón azul de imitación de piel, junto a mi silla, y se inclinó hacia mí. Era evidente que no podía reprimir la sonrisa. Mis padres nos dejaron solos y me sentí un poco incómoda. Hice un esfuerzo por mirarlo a los ojos, aunque eran tan bonitos que costaba mirarlos. —Te he echado de menos —me dijo Augustus. —Gracias por no intentar verme cuando estaba hecha un cristo —le dije con voz más baja de lo que habría querido. —Para ser sincero, sigues teniendo una pinta horrorosa. Me reí. —Yo también te he echado de menos. Es solo que no quería que vieras… esto. Solo quiero que… No importa. No siempre se consigue lo que se quiere. —¿En serio? —me preguntó—. Siempre había pensado que el mundo era una gran fábrica de conceder deseos. —Pues resulta que no es el caso —le respondí. Estaba guapísimo. Quiso cogerme de la mano, pero negué con la cabeza. —No —le dije en voz baja—. Si vamos a salir juntos, no quiero que sea así. —Bien —me dijo—. Bueno, tengo noticias de las altas instancias que conceden deseos, una buena y otra mala. —Cuéntame. —La mala noticia es que obviamente no podemos ir a Amsterdam hasta que te mejores. Pero los genios harán su magia en cuanto estés bien. —¿Esa es la buena noticia? —No. La buena noticia es que, mientras dormías, Peter van Houten ha compartido un poco más de su brillante cerebro con nosotros. Volvió a buscar mi mano, pero esta vez para darme una hoja doblada varias veces con un membrete que decía: «Peter van Houten, novelista emérito». No la leí hasta que llegué a casa y me senté en mi cama, grande y vacía, donde era imposible que los médicos me interrumpieran. Tardé un siglo en entender la letra inclinada e irregular de Van Houten. Querido señor Waters: Acabo de recibir su correo electrónico con fecha 14 de abril, y obviamente la complejidad shakespeariana de su tragedia me ha impresionado. En esta historia todo el mundo carga con una hamartía sólida como una roca: ella, estar tan enferma; usted, estar tan bien. Si ella estuviera mejor, o usted más enfermo, las estrellas no se habrían cruzado de forma tan terrible, pero la naturaleza de las estrellas es cruzarse, y nunca Shakespeare se equivocó tanto como cuando hizo decir a Casio: «La culpa, querido Bruto, no la tienen nuestras estrellas / sino nosotros». Es muy fácil decirlo cuando eres un noble romano (o Shakespeare), pero nuestras estrellas tienen no poca culpa de lo que nos sucede. Y hablando de las imperfecciones del viejo Will, lo que me escribe sobre la joven Hazel me recuerda al soneto 55 del Bardo, que, como sabe, empieza diciendo: «Ni el mármol ni los regios monumentos / son más indestructibles que estas rimas; / tú brillarás en ellas cuando el tiempo / desgaste, vil, las piedras que ahora brillan». (No tiene que ver con el tema, pero ¿qué es un tiempo vil? El tiempo nos aprieta a todos). El poema es excelente, pero embustero. Es cierto que recordamos las indestructibles rimas de Shakespeare, pero ¿qué recordamos de la persona a la que se las dedica? Nada. Sabemos seguro que era un hombre, pero todo lo demás son conjeturas. Shakespeare nos contó muy poco del hombre al que sepultó en su sarcófago lingüístico. (Lo que también pone de manifiesto que, cuando hablamos de literatura, lo hacemos en presente. Cuando hablamos del muerto, no somos tan amables). No se inmortaliza a los seres perdidos escribiendo sobre ellos. El lenguaje entierra, pero no resucita. (En honor a la verdad, no soy el primero que hace esta observación. Véase el poema de MacLeish «Ni el mármol ni los regios monumentos», que contiene el heroico verso «Tendré que decirte que vas a morir y que nadie te recordará»). Estoy divagando, pero el problema es el siguiente: a los muertos solo se les ve con el terrible ojo sin párpado de la memoria. Los vivos, gracias a Dios, siguen sorprendiéndose y decepcionándose. Su Hazel está viva, Waters, y no debe usted imponer su voluntad sobre la decisión de otra persona, en especial una decisión muy meditada. Quiere evitarle el dolor, y usted debería permitírselo. Quizá no le parezca convincente la lógica de la joven Hazel, pero llevo en este valle de lágrimas más tiempo que usted, y desde mi punto de vista la loca no es ella. Atentamente, Peter van Houten . La había escrito él de verdad. Me chupé el dedo, froté el papel, y la tinta se corrió un poco, así que supe que era real. —Mamá —dije. Me dirigí a ella en voz baja, aunque no tenía por qué. Siempre estaba esperándome. Asomó la cabeza por la puerta. —¿Estás bien, cariño? —La verdad es que no sabemos cuáles son los efectos a largo plazo del Phalanxifor —añadió la doctora Maria—. A muy poca gente se le ha administrado tanto tiempo como a ti. —Entonces, ¿no vamos a hacer nada? —Vamos a seguir como hasta ahora —me contestó la doctora Maria—, pero tendremos que hacer algo más para impedir que aumente el edema. Por alguna razón sentí náuseas, como si fuera a vomitar. Odiaba las reuniones del equipo de oncólogos en general, pero odié esa en particular. —Tu cáncer no está retrocediendo, Hazel, pero hay gente que vive mucho tiempo con tu nivel de invasión tumoral. No pregunté qué significaba «mucho tiempo». No era la primera vez que cometía ese error. —Sé que no tienes esa sensación, porque acabas de salir de la UCI, pero el líquido es controlable; al menos, de momento. —¿No me podrían hacer un trasplante o algo así? —le pregunté. La doctora Maria apretó los labios. —Desgraciadamente, no se te consideraría una buena candidata al trasplante —me contestó. Entendí: no merece la pena gastar unos buenos pulmones en un caso perdido. Asentí intentando que no pareciera que el comentario me había hecho daño. Mi padre empezó a sollozar. No lo miraba, pero durante un largo rato nadie dijo nada, de modo que en la sala solo se oían sus hipidos. Me fastidiaba hacerle daño. La mayoría de las veces conseguía no tenerlo presente, pero la inexorable verdad era que, por muy contentos que estuvieran mis padres de tenerme con ellos, yo era el alfa y la omega de su sufrimiento. Justo antes del milagro, cuando estaba en la UCI, parecía que iba a morirme, mi madre me decía que podía dejarme ir y yo lo intentaba, pero mis pulmones seguían buscando aire, mi madre se acercó a mi padre y le susurró algo que habría preferido no escuchar y que espero que nunca descubra que lo escuché. Le dijo: «Ya no seré madre». Me partió el alma. No pude dejar de pensar en ello durante la reunión del equipo oncológico. No podía quitarme de la cabeza su tono cuando lo dijo, como si nunca pudiera volver a estar bien, y probablemente así sería. En cualquier caso, al final decidimos dejar las cosas como estaban, solo que me drenarían el líquido más a menudo. Antes de dar por concluida la reunión pregunté si podía viajar a Amsterdam, y la verdad es que el doctor Simons se rio, literalmente, pero la doctora Maria dijo: —¿Por qué no? —¿Por qué no? —preguntó el doctor Simons con gesto de duda. —Sí. No veo por qué no —dijo la doctora Maria—. Al fin y al cabo, en los aviones hay oxígeno. —¿Van a facturar un BiPAP? —preguntó el doctor Simons. —Sí, o pueden tener uno dentro esperándola —respondió Maria. —¿Meter a un paciente, y a uno de los más esperanzadores tratados con Phalanxifor, en un vuelo de ocho horas, nada menos, que lo aleja de los únicos médicos que conocen bien su caso? Es la mejor manera de que se produzca un desastre. La doctora Maria se encogió de hombros. —Aumentaría un poco el riesgo —admitió—. Pero es tu vida —concluyó dirigiéndose a mí. Pero no era así. De vuelta a casa, en el coche, mis padres me comunicaron que no iría a Amsterdam a menos que todos los médicos estuvieran de acuerdo en que no correría peligro. Aquella noche, después de cenar, me llamó Augustus. Yo estaba ya en la cama —de momento tenía que irme a dormir después de cenar—, apoyada en la almohada, con Bluie y con el ordenador en el regazo. —Malas noticias —le dije nada más descolgar. —Mierda. ¿Qué pasa? —me preguntó. —No puedo ir a Amsterdam. Un médico cree que es mala idea. Augustus se quedó un instante en silencio. —Joder —dijo—. Tendría que habérmelo callado y haberte llevado a Amsterdam directamente desde los Funky Bones. —Pero entonces seguramente habría sufrido en Amsterdam un episodio fatal de desoxigenación y habrían tenido que mandar mi cadáver en la bodega de un avión —le dije. —Bueno, sí —admitió—, pero antes mi gran gesto romántico me habría permitido echar un polvo. Me reí a carcajadas, con tanta fuerza que sentí un pinchazo en el pecho, donde había tenido clavado el tubo. —Te ríes porque es verdad —me dijo. Volví a reírme. —Es verdad, ¿no? —me preguntó. —Seguramente no —le contesté. Y al segundo añadí—: Aunque nunca se sabe. —Me moriré virgen —protestó desolado. —¿Eres virgen? —le pregunté sorprendida. —Hazel Grace, ¿tienes papel y boli? Le dije que sí. —Bien. Dibuja un círculo, por favor. Lo hice. —Ahora dibuja otro círculo dentro de ese círculo. Lo hice. —El círculo grande es el de los vírgenes. El círculo pequeño es el de los chicos de diecisiete años con una sola pierna. Volví a reírme y le dije que el hecho de que la mayoría de los compromisos sociales tuvieran lugar en un hospital infantil tampoco incentivaba demasiado la promiscuidad. Luego hablamos del brillante comentario de Peter van Houten sobre la vileza del tiempo, y, aunque yo estaba en mi cama y él estaba en su sótano, realmente sentía que habíamos vuelto a aquel lugar previo a la creación, un lugar al que me gustaba mucho ir con él. Colgué el teléfono. Mis padres entraron en mi habitación, y aunque mi cama no era lo bastante grande para los tres, se tumbó cada uno a un lado y vimos el reality de modelos en mi tele pequeña. Expulsaron a una tal Selena, una chica que no me gustaba nada, así que me alegré mucho. Luego mi madre me conectó al BiPAP y me tapó, y mi padre me pinchó con la barba cuando me besó en la frente. Cerré los ojos. El BiPAP básicamente controlaba mi respiración al margen de mí, lo cual era muy molesto, pero lo peor era que hacía un ruido espantoso, rugía en cada inhalación y zumbaba cuando exhalaba el aire. Pensé que sonaba como un dragón que respirara a la vez que yo, como si tuviera por mascota a un dragón que se acurrucaba a mi lado y me quería tanto que sincronizaba su respiración con la mía. Eso era lo que pensaba cuando me quedé dormida. A la mañana siguiente me levanté tarde. Vi la tele desde la cama, consulté mi —Por fin —me contestó sonriendo. Gus cargó la página Llévatelo Gratis y escribimos juntos un anuncio. —¿Título? —me preguntó. —Columpios buscan hogar —le contesté. —Columpios desesperadamente solos buscan un hogar feliz —dijo él. —Columpios apedofilados que se sienten solos buscan culos de niños —dije yo. Se rio. —Es eso. —¿El qué? —Lo que me gusta de ti. ¿Eres consciente de lo difícil que es conocer a una chica que se inventa un participio del adjetivo «pedófilo»? Estás tan ocupada siendo tú que no tienes ni idea de lo absolutamente original que eres. Respiré hondo por la nariz. Nunca había suficiente aire en el mundo, pero su escasez era especialmente aguda en aquel momento. Escribimos el anuncio juntos, corrigiéndonos el uno al otro. Al final colgamos este: Columpios desesperadamente solos buscan un hogar feliz Columpios bastante viejos, aunque en perfectas condiciones, buscan un nuevo hogar. Construye recuerdos con tus hijos para que algún día echen un vistazo al patio y sientan una punzada de nostalgia tan desesperada como la que he sentido yo esta tarde. Todo es frágil y efímero, querido lector, pero con estos columpios tus hijos aprenderán a familiarizarse con las subidas y bajadas de la vida humana poco a poco y sin peligro, y aprenderán también la lección más importante de todas: por mucho impulso que te des, por muy alto que llegues, no puedes dar una vuelta entera. Los columpios viven actualmente cerca de la calle Ochenta y tres con Spring Mill. Después encendimos un rato la tele, pero no encontramos nada que nos interesara, así que cogí Un dolor imperial de la mesita de noche, lo llevé al comedor y Augustus Waters leyó en voz alta para mí mientras mi madre, que estaba haciendo la comida, escuchaba. —«El ojo de cristal de la madre miró dentro de sí» —empezó a leer Augustus. Mientras leía, sentí que me enamoraba de él como cuando sientes que estás quedándote dormida: primero lentamente, y de repente de golpe. Una hora después, cuando chequeé mi correo, vi que podíamos elegir entre muchos pretendientes de los columpios. Al final elegimos a un tipo llamado Daniel Alvarez, que había adjuntado una foto de sus tres hijos jugando a videojuegos y que había titulado su respuesta: «Solo quiero que salgan a jugar». Le contesté diciéndole que pasara a recogerlos cuando quisiera. Augustus me preguntó si quería ir con él al grupo de apoyo, pero, tras un agitado día dedicado al cáncer, estaba realmente cansada, así que pasé. Estábamos sentados juntos en el sofá y se levantó para marcharse, pero se sentó de nuevo y me besó rápidamente en la mejilla. —¡Augustus! —exclamé. —Es un beso de amigos —me contestó. Volvió a levantarse y esta vez se quedó de pie. Luego dio un par de pasos hacia mi madre. —Es siempre un placer verla —le dijo. Mi madre abrió los brazos, y Augustus se inclinó y besó a mi madre en la mejilla. —¿Lo ves? —dijo volviéndose hacia mí. Me fui a la cama nada más terminar de cenar, con el BiPAP sofocando el sonido del mundo que existía más allá de mi habitación. Nunca volví a ver los columpios. Dormí muchas horas, unas diez, quizá porque tardaba en recuperarme, porque dormir va bien para el cáncer, y quizá también porque era una adolescente que no tenía que despertarse a ninguna hora en concreto. Todavía no tenía fuerzas para volver a la facultad. Cuando por fin me apeteció levantarme, me quité la mascarilla del BiPAP de la nariz, me coloqué los tubos del oxígeno, los conecté y cogí el portátil de debajo de la cama, donde lo había dejado la noche anterior. Tenía un e-mail de Lidewij Vliegenthart. Querida Hazel: Los genios me han comunicado que vendrás a visitarnos con Augustus Waters y tu madre el 4 de mayo. ¡Solo falta una semana! Peter y yo estamos encantados e impacientes por conoceros. Vuestro hotel, el Filosoof, está a solo una calle de la casa de Peter. Quizá deberíamos dejaros un día para el jet lag , ¿verdad? Si os parece bien, nos encontraremos en casa de Peter el 5 de mayo por la mañana, sobre las diez, para tomar un café y para que responda a tus preguntas sobre su libro. Y quizá después podríamos ir a un museo o a la casa de Ana Frank. Mis mejores deseos, Lidewij Vliegenthart . Asistente ejecutiva del señor Peter van Houten, autor de Un dolor imperial —Mamá —dije. Mi madre no me contestó. —¡MAMÁ! —grité. Nada. —¡¡¡MAMÁ!!! —repetí más fuerte. Llegó corriendo con una toalla rosa raída bajo las axilas, chorreando y un poco asustada. —¿Qué pasa? —Nada. Perdona. No sabía que estabas duchándote —le dije. —Estaba bañándome —me contestó—. Solo… —Cerró los ojos—. Solo intentaba tomar un baño cinco segundos. Perdona. ¿Pasa algo? —¿Puedes llamar a los genios y decirles que se ha suspendido el viaje? Acabo de recibir un e-mail de la asistente de Peter van Houten. Cree que vamos a ir. Frunció los labios y apartó la mirada. —¿Qué? —le pregunté. —Se supone que no puedo decírtelo hasta que tu padre llegue a casa. —¿Qué? —repetí. —Vamos a ir —me dijo por fin—. La doctora Maria nos llamó ayer noche e insistió mucho en que tienes que vivir tu… —Ahora estoy mucho mejor. Mañana voy a Amsterdam con Gus. —Ya lo sé. Estoy al corriente de tu vida, porque Gus no habla de otra cosa. Sonreí. Patrick carraspeó. —¿Y si nos sentamos todos? —comentó. De pronto me vio. —¡Hazel! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte! Todo el mundo se sentó, Patrick empezó a contar otra vez la historia de su impotencia y yo caí en la rutina del grupo de apoyo: me comunicaba con Isaac por medio de suspiros, lamentaba lo que le pasaba a todo el mundo en aquella sala y también fuera de ella, me distraía de la conversación y me centraba en mi respiración y en mi dolor. El mundo seguía su curso sin que yo participara del todo, y solo desperté de la ensoñación cuando alguien dijo mi nombre. Fue Lida la fuerte. Lida la recuperada. La rubia, saludable y corpulenta Lida, que formaba parte del equipo de natación de su instituto. Lida, a la que solo le faltaba el apéndice, decía: —Hazel es un gran referente para mí. De verdad lo es. Sigue luchando su batalla, levantándose cada mañana para ir a la guerra sin lamentarse. Es muy fuerte. Es mucho más fuerte que yo. Ojalá tuviera yo su fuerza. —¿Hazel? —preguntó Patrick—. ¿Cómo te sientes con este comentario? Me encogí de hombros y miré a Lida. —Te doy mi fuerza a cambio de tu recuperación. Nada más decirlo me sentí culpable. —No creo que Lida haya querido decir eso —dijo Patrick—. Creo que… Pero había dejado de escucharle. Después de las oraciones por los vivos y la infinita letanía de los muertos (con Michael añadido al final), nos cogimos de las manos y dijimos: —Hoy es el mejor día de nuestra vida. Lida corrió hacia mí disculpándose y dándome explicaciones. —No, no, tranquila —le dije haciéndole un gesto de despedida con la mano. Y me dirigí a Isaac—: ¿Te importa subir conmigo? Me cogió del brazo y fui con él hasta el ascensor, contenta de tener una excusa para evitar la escalera. Casi había llegado ya al ascensor cuando vi a su madre en una esquina del corazón literal. —Estoy aquí —le dijo a Isaac, y sin preguntarme cambió mi brazo por el suyo —. ¿Vienes con nosotros? —Claro —le contesté. Me sentí mal por él. Aunque odiaba que la gente sintiera lástima por mí, no pude evitar sentirla por él. Isaac vivía en un pequeño chalet en Meridian Hills, cerca de su lujosa escuela privada. Nos sentamos en el comedor mientras su madre iba a la cocina a preparar la cena, y me preguntó si quería jugar a algo. —Sí —le respondí. Me pidió el mando. Se lo di y encendió la tele y un ordenador conectado a ella. La pantalla se quedó en negro, pero a los pocos segundos se oyó una voz profunda. «Engaño —dijo la voz—. ¿Un jugador o dos?». —Dos —contestó Isaac—. Pausa. Se volvió hacia mí. —Siempre juego a esto con Gus, pero me pone de los nervios, porque es un suicida total. Es demasiado agresivo salvando a civiles. —Sí —le dije recordando la noche de los trofeos rotos. —Continuar —añadió Isaac. «Jugador uno, identifícate». —Esta es la voz supersexy del jugador uno —dijo Isaac. «Jugador dos, identifícate». —Supongo que yo soy el jugador dos —dije yo. El sargento Max Mayhem y el soldado Jasper Jacks se despiertan en una habitación oscura y vacía de unos cuatro metros cuadrados . Isaac señaló la tele, como si yo tuviera que hablar con ella o algo así. —Eh… ¿Hay algún interruptor? No. —¿Hay alguna puerta? El soldado Jacks localiza la puerta. Está cerrada . —Hay una llave encima del marco de la puerta —interrumpió Isaac. Sí, hay una llave . —Mayhem abre la puerta. Sigue estando totalmente oscuro . —Saco un cuchillo —dijo Isaac. —Saco un cuchillo —dije yo también. Un niño —supongo que el hermano de Isaac— entró como una flecha desde la cocina. Tenía unos diez años, era delgado y estaba lleno de energía. Corrió por el comedor dando saltos y gritó imitando a la perfección la voz de Isaac: —ME MATO. El sargento Mayhem se coloca el cuchillo en el cuello. ¿Estás seguro de que …? —No —contestó Isaac—. Pausa. Graham, no me obligues a pegarte una patada en el culo. Graham se rio y salió corriendo por un pasillo. Isaac y yo, en los papeles de Mayhem y Jacks, nos abrimos camino a oscuras hasta que tropezamos con un tipo al que apuñalamos después de conseguir que nos dijera que estábamos en una cueva de una cárcel ucraniana, a más de un kilómetro de profundidad. Mientras avanzábamos, el sonido —un río subterráneo, voces hablando en ucraniano con acento inglés— nos orientaba por la cueva, pero en el juego no se veía nada. Cuando llevábamos una hora jugando oímos gritos de un prisionero desesperado que suplicaba: «Dios mío, ayúdame. Dios mío, ayúdame». —Pausa —dijo Isaac—. Aquí es cuando Gus siempre se empeña en encontrar al prisionero, aunque eso impide ganar la partida, y la única manera de liberarlo es ganar el juego. —Sí. Se toma los videojuegos demasiado en serio —le respondí—. Le entusiasman las metáforas. —¿Te gusta? —me preguntó Isaac. —Claro que me gusta. Es genial. —Pero no quieres salir con él.