Un día, por exigencias de un guión, Rita Hayworth se puso unos largos guantes negros de satén en su camerino, y cuando se los quitó delante de las cámaras, aquella actriz de cabello flamígero se convirtió en Gilda para siempre. Nunca antes quitarse un guante había sido algo tan sexy, tan arrebatadoramente sensual, tan provocador. Aquello no llegaba a ser ni siquiera un desnudo en su sentido más físico y literal. Sin embargo, aquel gesto, aquel brazo, aquel hombro al descubierto fue considerado casi pornográfico. Porque era un striptease. Un striptease de una sola prenda, sí, pero con tanta carga erótica que, como una bomba, dinamitaba los preceptos morales de la época y hacía de esa escena –y de la bofetada subsiguiente- una de las imágenes más recordadas y sexuales de la Historia del cine.

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Y es paradójico porque aquella actriz, aquella mujer que se convirtió en la mejor pagada de su época, en la más deseada del planeta, en el icono del glamour, la sofisticación y el sex appeal, en princesa de las mil y una noches, en la Diosa del amor y en oscura femme fatal murió sin memoria. Derrotada impúdicamente por el mal de Alzheimer, quizás la dolencia más temida por quién ha sido un sex symbol, un mito erótico, y prototipo de la estrella rutilante de Hollywood de belleza salvaje y deslumbrante. O quizás no. "Nunca hubo una mujer como Gilda", decía la frase publicitaria de la mítica película. Pero quizás tampoco hubo nunca una mujer como Rita Hayworth, una actriz que no quiso serlo, una esclava de quienes la rodearon, de sus padres, directores y maridos, incluso de su propio personaje. “Los hombres se van a la cama con Gilda, pero se despiertan conmigo”, dijo en una entrevista. Quién sabe si la desmemoria fue su venganza. Una venganza contra aquellos que la recordarían siempre como una devoradora de hombres, una diosa del amor y una eterna vampiresa cuando ella dejaba este mundo sin saber siquiera el significado de la palabra guante.

Delante de la cámara era de una fuerza incontrolable y el movimiento de sus caderas y sus hombros era capaz de destruirlo todo

Se cumplen 102 años del nacimiento de la actriz que fue Gilda a su pesar porque Rita Hayworth poco tenía que ver con aquella femme fatale vestida por Jean Louis. Hasta aquel momento, los personajes femeninos eran damiselas en peligro, atadas a las vías de un tren frágiles y desamparadas, y siempre anhelantes de un hombre, mejor dicho, de un valeroso superhombre que las salvara y protegiera. Con Gilda todo eso cambió. Las mujeres eran seres fatales, mujeres independientes, aventureras, sedientas de poder, dinero y sexo, con veneno en la piel y la muerte impregnando sus labios para aquellos que osaran besarlas o acariciarlas. Su belleza era su arma y su sexo, la perdición de los hombres. Sin embargo, Rita siempre tuvo dueño, era tímida, frágil, con problemas de autoestima y con el alcohol. Los hombres la manejaban y el whisky la desmadejaba. Sólo delante de la cámara era de una fuerza incontrolable y el movimiento de sus caderas y sus hombros era capaz de destruirlo todo. Era indomable. Inclasificable. Como ella misma decía en la película que la convirtió en mito: “Si fuera un rancho, me llamaría tierra de nadie”.

El estreno de Gilda en 1946 le valió un lugar muy alto entre las estrellas del firmamento, era la mujer más deseada de su época, los soldados llevaban su fotografía en sus carteras y la besaban antes de echarse una metralleta al hombro. Hasta la bomba que asoló las islas bikini llevaba pintada en el morro su espléndida figura. Pero también sufrió la repulsa de las mentes biempensantes. Gilda fue un escándalo. La Iglesia en España llegó a considerarla “gravemente peligrosa” y fue prohibida durante años aunque en El Pardo hubiera bula cinematográfica para el Generalísimo, quién sabe si invocando al españolismo de sus orígenes, era un enamorado confeso de aquella mujer para la que, como decían las crónicas de la época, se había inventado el technicolor con el fin de mostrar su melena roja como el ocaso en todos sus matices.

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Daba igual que la película fuera buena o mala, la aparición en la pantalla de Rita Hayworth era sinónimo de fascinación absoluta. Por eso, poco importaba que esta cinta fuera en blanco y negro. Los hombres podían colorear los confines de esa mujer tiñéndolos de rojo en su imaginación. De Gilda, la Columbia no esperaba más que otro rentable título de cine negro, que tan en boga estaba en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y la preguerra de Corea.

Basada en la novela del mismo título original de E. A. Ellington, con guión de Ben Hecht, Marion Parsonnet y Jo Eisinge y ambientada en la Argentina de aquellos mismos años 40, Gilda relataba la tormentosa historia de amor entre un jugador tramposo y su ex amante, una mujer infiel por voluntad propia, quien, para provocar celos en su antiguo amor, se involucra en unas irreales relaciones adúlteras. La crítica no dudó en calificarla como “basura de alto nivel”, pero en el público aquella historia sobre la soledad, la avaricia, el amor y la violencia prendió como una tea sobre un páramo. Porque digámoslo claro, nunca antes se había visto nada igual: una mujer tan bella como Rita Hayworth bailando y cantando Put the blame on Mame mientras se quitaba un único guante y golpeaba su melena sobre su rostro y sus hombros mostrando en todo su esplendor la desnudez de sus axilas. Era la encarnación del amor. Del sexo. Desde aquel momento, Gilda y todo lo que significaba fue Rita Hayworth y Rita Hayworth fue Gilda. Nunca antes –ni después- hubo mayor identificación entre persona y personaje. Y la película, que no fue candidata ni a un solo Oscar, es una obra imprescindible e indispensable de la Historia del séptimo arte.

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Rita Hayworth, por mucho que dio clases de canto y atemperó su voz, nunca pudo cantar las canciones que la hicieron célebre

Como aquel vestido de leyenda que nunca se quitó del todo aunque los españolitos de a pie creyeran que así sucedía en alguna de las secuencias de la película durante más de dos décadas de censura. Se trataba de un vestido tubo de satén negro, con escote palabra de honor y cuerpo ajustado, adornado con un gran lazo lateral en la cintura y una espectacular abertura hasta más allá del muslo, un diseño inspirado en una pintura de Madame X, de John Singer Sargent, que se cumplimentaba con dos largos guantes operísticos en el mismo tejido y unas sandalias de tiras que, a partir de entonces, serían llamadas Gildas. Ni siquiera Jean Louis pensó que pasaría a la historia con aquel traje “tan sencillo” para sus habituales excentricidades cuando, además, había apostado más por otros figurines más rompedores como el crop top de lentejuelas con el que la angloespañola cantaba Amado mío. Quizás también porque aunque conocía a la estrella -había cosido para ella en nueve películas-, ésta estaba a prueba también por un juego del destino. Y es que, Rita Hayworth, por mucho que dio clases de canto y atemperó su voz, nunca pudo cantar las canciones que la hicieron célebre. Y eso nunca se lo perdonó al director. Jamás. Anitta Ellis sería la elegida por Charles Vidor, el director, para ser la voz de la diosa pelirroja y como ella, en una cruel coincidencia, Anitta murió sin recordar que ella fue quién cantó dentro de las cuerdas vocales de Gilda. Que nunca un personaje fue tan fatal. Aunque quizás como diría Jessica Rabbit, su sucesora animada, “yo no soy mala, me han dibujado así”.

A Rita Hayworth la dibujaron muchos hombres durante su vida. Demasiados. Muchos que olvidar. Y que logró hacerlo. A su pesar. Entre todos habían creado a Rita Hayworth y a Rita Hayworth no le gustaba en qué se había convertido. Primero su padre, Eduardo Cansino, un bailarín sevillano que probó a hacer las Américas y que dio a su hija un oficio, el del baile y los escenarios, pero también muchos traumas de los que escapar. Lo haría con otro hombre, Edward Judson, un magnate petrolero con contactos con el que a los 18 años contrajo matrimonio en Las Vegas y vendió su alma al cine para siempre. Él fue quien tiño su melena azabache, quien la sometió a dolorosas sesiones de electrólisis para retroceder el nacimiento de su cabello y así despejar su frente y resaltar su mirada, y quien la vendió a productores aficionados como Harvey Wenstein a las mamadas bajo las mesas de despacho cuando el casting couch era tan habitual en los pasillos de Hollywood como una máquina de refrescos. "Él me ayudó con mi carrera y se ayudó a sí mismo con mi dinero", dijo Hayworth, a quien Judson obligó a cederle la mayoría de sus propiedades dejándola en la ruina tras su divorcio en 1942.

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Rita Hayworth con su marido Edward Judson en 1941.

Tras Judson, vendría Harry Cohn, jefe de Columbia. Luego, Orson Welles con quien formó una pareja tan de moda como irónicamente criticada, no en vano era conocida en las colinas de Los Angeles como "la bella y el cerebro”. Su amor se esfumó tan rápido como el visionado de La dama de Shangay o la lectura de la revista Life, de cuya portada con ella impresa se enamoró el director de Ciudadano Kane para por sus santos coj… teñirla de rubio porque en realidad solo quería cambiarla. Y tras él, el príncipe playboy Aly Khan y sus 20 otras esposas… y aún le quedaban dos relaciones maritales y tóxicas más para completar una vida llena de infortunios, maltratos, adiciones y huidas hacia adelante. Y entre ellos, se cuentan por decenas sus amantes, incluso en madridista Gento…

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Orson Welles y Rita Hayworth en La dama de Shangay.

Su refugio para sobrevivirlos fue el alcohol y también el culpable de que su enfermedad no se le diagnosticara a su debido tiempo porque aunque siguió actuando, cada vez tenía más problemas para recordar sus diálogos y ya se sabe, una actriz problemática, que no recuerda sus parlamentos y tiene accesos agresivos, por muy buena que esté, es veneno para los productores. Pero esa es otra historia. Para nosotros, en la memoria que ella borró, siempre quedará su imagen descarada, su melena roja y su guante. Ay ese guante. Que no es poco. Ella lo sabía: “No lo he conseguido todo en esta vida. He conseguido mucho más”, declaró la actriz el día del estreno de Gilda.