A un ateo sobre el origen del pecado - Protestante Digital

A un ateo sobre el origen del pecado

A vosotros, los ateos, no os interesa defender al hombre, lo único que perseguís es culpar a Dios.

28 DE MAYO DE 2012 · 22:00

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La doctrina cristiana que habla del pecado original como mancha que infectó a toda la humanidad, se encuentra en la epístola del apóstol Pablo a los Romanos; el relato histó­rico del primer pecado cometido por Adán está en el libro del Génesis, escrito por Moisés. En el primer texto, mediante un paralelismo antitético en­tre Adán y Cristo, Pablo enuncia así la gran verdad teoló­gica del pecado original: «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos peca­ron ... Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquél uno murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo» (Romanos 5: 12·15). Esta clara formulación de Pablo sobre el pecado original y sus inmediatas consecuencias, la muerte física y espiritual del género humano representado en Adán, constituye uno de los más importantes y destacados temas en la Biblia. El fondo histórico de la doctrina se encuentra en el tercer capítulo del Génesis. Es un texto algo largo, pero voy a repro­ducirlo para ti, aunque haya de restar espacio a mis argumentaciones, por si acaso no lo conoces ni tampoco dispones de una Biblia. Dice así: «Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales. Y oyeron la voz de Jehová que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árbol del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y yo comí. Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó, comí. Y Jehová Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos le animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti la mujer, y entre tu simiente, y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar. A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido (tu voluntad será sujeta a tu marido), y él se enseñoreará de ti. Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás» (Génesis 3:1·19). Acabas de leer, amigo mío, uno de los pasajes más dramáticos de la Biblia. Y también uno de los más discutidos y ridiculizados. ¡La cantidad de absurdos que se han dicho sobre la historia de la manzana! ¡Las páginas de humor que se han escrito sobre Eva y la serpiente! ¡La de ensayos más o menos serios que se han publicado presentando objeciones a este relato bíblico sobre el origen del pecado! Pero ahí está, con más de tres mil años de existencia, tan fresco como salió de la mente de Moisés, tan seguro y contundente como el día que Dios lo inspiró a su servidor. Ese, ese pasaje, nos explica el origen de las guerras, de los crímenes, de los odios; ese pasaje nos dice cuándo y cómo empezó la rebeldía del hombre contra Dios y nos da la clave para interpretar y comprender el sufrimiento humano. La inocencia del primer hombre, que se pone de manifies­to en el capítulo dos del Génesis, estaba condicionada al re­sultado de una prueba moral. El «árbol de la ciencia del bien y del mal” representaba la frontera entre lo bueno y lo malo. Adán había sido creado con una absoluta capacidad de elección; en sus manos estaba seguir familiarmente vinculado a Dios, quien le visitaba periódicamente y completó su felicidad al darle una compañera, o romper libremente ese vínculo con todas las consecuencias que implicaba la desobediencia, pecado contra el cual había sido advertido. Quienes escriben desde tu mismo punto de vista ateo suelen cargar de tinta negra la figura de Dios y le critican por no haber impedido la caída del hombre. Pero esta postura es absolutamente parcial. A vosotros, los ateos, no os interesa defender al hombre, lo único que perseguís es culpar a Dios. La caída de Adán hay que juzgarla penetrando en la conciencia del hombre, en esa personalidad escondida donde tienen asiento las pasiones y ambiciones de todo género. Es un estudio de psicología humana; y si me apuras, te diré que hasta de psiquiatría; al menos, como hoy entendemos a ese hurgar en nuestras más íntimas emociones. La insinuación del Diablo, encarnado en el animal más astuto de cuantos había creado Dios, llegó profundamente al corazón del hombre. Adán no se sentía feliz ante aquella prohibición que no le dejaba traspasar la línea divisoria entre el bien y el mal. La posibilidad de llegar a ser semejante la divinidad le tentaba. Adán cayo como caen la mayoría de los hombres, por ese insaciable apetito de conocer y dominar; por querer saciar la sed de conocimientos y escrutar la zona superior y prohibida donde tiene su morada el Altísimo. El pecado de Adán, pues, fue ante todo un pecado de rebeldía y de insubordinación, y ese pecado, que es la clave del desorden moral que padece la Historia, estigmatizó para siempre a la raza humana. La primera objeción que se aduce al origen del pecado, tal como lo presenta la Biblia, está relacionada con la bondad de Dios. Si Dios era bueno, dicen los incrédulos, debió haber evitado el pecado, previniendo de antemano la caída. Al no hacerlo demostró su falta de bondad o su carencia de poder. Esta objeción, argumento favorito de los ateos, no tiene en cuenta la dignidad ni la libertad del hombre. Rebaja al ser humano al nivel del animal irracional. Dios puede oponerse a que el mulo peque, si lo deseo, pero no puede ejercer la misma imposición sobre el hombre, creado a su propia imagen y semejanza. Dios hubiera podido evitar el pecado, efectivamente, con solo haber creado al hombre sin la capacidad para distinguir entre el bien y el mal. Pero, en este caso, ni tú ni yo daríamos la auténtica medida del hombre. Quedaríamos rebajados al nivel de los animales inferiores y nos guiaríamos, al igual que ellos, por los instintos. Por otro lado, lo podría haber creado con la capacidad para discernir entre lo bueno y lo malo, pero sin la alternativa de decidir por sí mismo. Esto le hubiera evitado la caída, pero entonces el hombre no hubiera sido un ser verdaderamente libre y responsable de sus actos, sino una minúscula marioneta movida desde arriba por los hilos invisibles de la divinidad. En este caso, tú no estarías ahora criticando a Dios por haber permitido el pecado, pero te estarías rebelando contra Él por tenerte sujeto de continuo a Su voluntad, viviendo como un autómata y obedeciendo matemáticamente las órdenes de otra voluntad, como si fueras un cerebro electrónico impulsado por botones. ¿Lo comprendes o no? Una segunda objeción dice que el hombre, en su pequeñez humana, no puede ofender a un Dios omnipotente. Con ello se intenta quitar a Adán la responsabilidad de su culpa. Esta salida del ateísmo está cargada de ingenuidad. El basurero que barre las afueras del palacio puede ofender, si se lo propone, al ser real que reside en las cámaras interiores. Lo que el basurero jamás podrá conseguir, por muy grande que sean sus ofensas, será cambiar la voluntad del rey. La ilustración es aplicable a las relaciones entre la criatura y el Creador. La ofensa del hombre, por muy bajo que ésta esté, alcanza al Dios que vive en las alturas del cielo. Esas ofensas, sin embargo, no alterarán jamás la soberanía ni los propósitos de Dios, porque en Él “no hay mudanza, ni sombra de variación”. Voltaire, Faure, Newport y otros escritores ateos dicen que el dogma del pecado original no se puede conciliar con la justicia de Dios. Una persona buena –añaden- no concede un beneficio sabiendo que se ha de abusar de él. Un amigo, un padre o un médico –agregan- no pondrán en las manos de un niño, ni en las de un enfermo, instrumento alguno que pueda perjudicarle. Esta teoría es muy amable, pero poco racional, tratándose del hombre y de Dios. El árbol del conocimiento del bien y del mal no estaba en Edén para perjudicar a la primera pareja humana, sino para que ésta ejerciera su libre capacidad de elección. El pecado vino del hombre, fue un acto de su voluntad libre, en modo alguno instrumento divino para la condenación. Las cataratas que saltan por el Niágara están puestas para que el hombre admire sus naturales bellezas, no para que se arroje a sus mortíferas aguas y se quite la vida. Si hace esto último, no puede decir que los gobiernos de Canadá y Estados Unidos le proporcionan un bien espiritual con la intención de crearle un mal físico. El bien o el mal están en su libre capacidad de elección. Insisten los incrédulos en que Adán no pecó por necesidad, sino porque así había de suceder infaliblemente. Lo que un Dios todopoderoso previene –dicen algunos- tiene que ocurrir. También esto es incomprensión de la naturaleza divina. Los acontecimientos del mundo no son causa de la Omnisciencia de Dios. Las cosas no ocurren porque Dios las haya previsto. Un ejemplo: Hablando de los tiempos que precederán al fin del mundo, Cristo anunció: «Oiréis guerras y rumores de guerras ... Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares» (Mateo 24 : 6-7). Todas estas plagas están azotando actualmente a la huma­nidad. Pero ¿están ocurriendo fatalmente porque Cristo las previno? ¡En absoluto! Lo contrario, sí; las previno porque habían de ocurrir. Así también Adán pecó no porque Dios tenía conocimiento previo del pecado, sino porque usó indebidamente su libertad. Hasta aquí, estimado amigo, he discurrido sobre el hecho histórico del pecado y contestado a algunas de las objeciones que se presentan al relato bíblico sobre la caída de Adán. Habrá que dejar para otro día lo que toca a las consecuencias del pecado, esclareciendo la parte de responsabilidad que nos alcanza en cuanto a individuos de la raza humana y los efectos que produce en nosotros la caída. Tú puedes, si se te antoja, negar el origen del pecado, pero no puedes cerrar los ojos a la realidad. Puedes decir, si es que quieres pasar por loco, que el pecado no existe, que la historia de la fruta y de la serpiente es un cuento para niños o para retrasados mentales. Pero no puedes negar los efectos del pecado, porque están ante tus propios ojos. Cuando los hombres no maten, cuando desaparezcan los ladrones; cuando el odio deje de teñir de sangre las miradas; cuando la explotación del hombre por el hombre dé paso a la igualdad y a la fraternidad universales; cuando no tengas que tomar precauciones contra el engaño, la mentira y la hipocresía; cuando puedas vivir tu vida sin que te envidie el pobre y sin que te explote el rico, cuando los hombres conviertan en tractores los instrumentos de guerra; cuando no tengas que guardarte de las intrigas ni de la maldad que te acechan en la sombra, cuando el amor sea una nube universal bajo la cual todos vivamos en armonía, entonces creeré yo que la historia de Adán y de la serpiente es una farsa. Ahora es imposible, porque si niego el origen del pecado me aplasta su realidad. Podré decir que mi madre no existió, pero no puedo negarme a mí mismo. La Biblia lleva razón: “El pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte; así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron (Romanos 5:12). “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (Primera de Juan 1:8).

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