Mando firme

Isabel I la Católica, reina de Castilla

Isabel la Católica

Isabel la Católica

Hija de Isabel de Portugal y Juan II de Castilla, Isabel nació en 1451. A pesar de que su destino no era ocupar el trono –tenía un hermano mayor por parte de padre, Enrique, que heredaría el trono castellano–, pero tras su matrimonio con Fernando de Aragón se proclamó reina de Castilla. 

No estaba destinada a ocupar el trono, pero su determinación le permitió conquistarlo. Ya dueña de la corona, ejerció por sí misma el poder y llevó al reino de Castilla a la cúspide de su prestigio. Cuando nació su hija, Isabel, el rey Juan II de Castilla ya tenía un hijo varón de veinte años, Enrique (apodado más tarde el Impotente), nacido de su primer matrimonio con María de Aragón, y sería él quien, tras años más tarde, en 1454, le sucedería en el trono.

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Cuando esto ocurrió, la princesa Isabel fue enviada junto a su madre, Isabel de Portugal, a Arévalo, lejos de la corte y cerca de Medina del Campo, a cuyo castillo de la Mota se sentiría siempre estrechamente vinculada. Pese a esta aparente marginación, Isabel recibió una esmerada educación de acuerdo con lo que se esperaba que aprendiera una princesa del momento.

Educación esmerada

Desde pequeña vivió rodeada por un excelente grupo de damas de compañía y tutores, designados directamente por su padre antes de morir, entre los que se encontraban algunas de las figuras que con el tiempo estarían llamadas a desempeñar una importante función en su vida y su reinado, como Lope de Barrientos, Gonzalo de Illescas, Juan de Padilla, Gutierre de Cárdenas y fray Martín de Córdoba. De ellos recibió una formación humanística basada en la gramática, la retórica, la pintura, la filosofía y la historia. Nadie supo a ciencia cierta los motivos por los que su hermanastro, que nunca se había preocupado demasiado por ella, decidió llamarla junto a él en 1462, poco antes del nacimiento de su hija Juana, con quien estuvo enfrentada.

Isabel de Castilla Recibió una formación humanística basada en la gramática, la retórica, la pintura, la filosofía y la historia

La princesa contaba entonces diez años. ¿Pensó quizá que era preferible tenerla cerca y bien controlada? La inestabilidad política en Castilla crecía por momentos debido a las desavenencias entre el monarca y algunos magnates del reino, capitaneados por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo.

Las tensiones llegaron a su punto extremo en 1465, cuando los nobles impusieron al rey un humillante conjunto de medidas que limitaban su poder. Una de las exigencias que Enrique IV debió aceptar fue que la princesa Isabel se alejara de la corte y tuviera casa propia en el Alcázar de Segovia. Tan sólo tres años después, el propio Enrique aceptó un pacto -materializado en una venta cercana a los Toros de Guisando, cerca de Ávila- por el que, a cambio de que sus adversarios aceptaran su continuidad en el trono, reconocía a Isabel como legítima sucesora en la corona de Castilla.

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Aconsejada por el arzobispo Alfonso Carrillo, Isabel tomó como pretendiente matrimonial al candidato aragonés, Fernando, hijo y heredero, como ella, de otro Juan II. Todo se llevó en el más absoluto secreto. El 5 de septiembre de 1469, Fernando partió de Zaragoza disfrazado de criado y acompañado por tan sólo seis personas. Cuatro días después tenía lugar la ceremonia nupcial, que incluyó la bendición también en el sentido político, del arzobispo Carrillo. Al día siguiente, como era preceptivo, el matrimonio fue debidamente consumado en la cámara nupcial ante un selecto grupo de testigos.

Los cronistas oficiales presentaron su encuentro como un amor a primera vista. Pero, por supuesto, Fernando tenía tantos intereses políticos en ese matrimonio como los que pudiera tener su esposa. Una fría mañana del 12 de diciembre de 1474 llegó al Alcázar de Segovia, donde habitaba la pareja, la noticia de que Enrique había muerto. Al día siguiente, Isabel I se autoproclamó con toda solemnidad reina de Castilla y envió cartas a las principales ciudades del reino exigiéndoles obediencia. Pero el camino distaba mucho de quedar expedito.

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A las pocas semanas, su sobrina Juana hacía lo mismo, Y no sólo eso: negociaba con su tío, el belicoso rey Alfonso de Portugal, un contrato matrimonial que permitiera unir las fuerzas de ambos reinos con el objetivo de defender sus derechos.

Comenzaba así una sangrienta guerra por el trono castellano que no finalizaría hasta septiembre de 1479, con los tratados de Alcáçovas y Moura. La victoriosa Isabel I exigió que su sobrina renunciara al matrimonio con Alfonso y entrara como monja en el convento de las clarisas de Coimbra. Con ello, la reina pretendía garantizar a cualquier precio que su rival no tuviera descendencia.

La política antes que la felicidad

Sus indudables éxitos políticos vinieron acompañados de no pocos quebraderos de cabeza en el ámbito familiar, empezando por su relación conel rey. Es difícil juzgar concriterios actuales los sentimientos de Isabel hacia Fernando ya que, si algo pareció tener claro la reina, era que esos sentimientos no eran importantes. Su matrimonio obedecía a un objetivo político al cual sacrificó la felicidad personal. Los numerosos cronistas del reinado, por su parte, insistieron machaconamente en la unidad de actuación que siempre mantuvieron los monarcas. Uno de ellos, Hernando del Pulgar escribió: "Tenemos un rey y una reina que ambos ni cada uno por sí no tienen privado [ministro de confianza], que es la cosa y aun la causa de los desórdenes y escándalos de los reinos. El privado del rey sabed que es la reina y el privado de la reina sabed que es el rey".



Sin embargo, es dudoso que esta unidad en el gobierno tuviera correspondencia en el campo personal. Fernando no solamente había engendrado ya una hija antes del matrimonio, Juana (que más tarde se casaría con el magnate castellano Bernardino Fernández de Velasco), sino que en el camino hacia Valladolid para conocer a Isabel tuvo otra relación con una joven leridana, Aldonza Roige Iborra, que al parecer le acompañó luego en el viaje vestida de varón. Fruto de esta relación nacería Alfonso, nombrado a los diez años arzobispo de Zaragoza, cargo que ocupó el resto de sus días a pesar de que, al parecer, nunca llegó a celebrar misa. Era sólo el principio de sus constantes infidelidades,que Isabel aceptó con resignación.

Para acabar de dificultar las cosas, cuando más necesario era un varón, nació su primera hija, Isabel. La noticia causó una profunda decepción, sobre todo en Aragón, donde imperaba la ley sálica que impedía el acceso de las mujeres al trono. Más tarde nació un niño que falleció al poco de llegar al mundo. No fue hasta el 30 de junio de 1478 cuando, finalmente, la reina alumbró un varón, Juan, que por fin garantizaba la sucesión de una corona todavía inestable. Más adelante llegarían Juana, María y Catalina. Salvo María, que contraería matrimonio con el rey Manuel de Portugal, una vez quedó viudo de su hermana mayor Isabel, con el que tuvo diez hijos, todos los demás tuvieron una desgraciada existencia, lo que, sin duda, fue causa de profundo sufrimiento para su madre.

Esperanzas frustradas

Desde el nacimiento de Juan, la reina concentró sus energías en la educación del heredero. Eligió para ello a los mejores tutores, dirigidos por el futuro arzobispo de Sevilla e inquisidor general fray Diego de Deza. Estudió con detenimiento todas las posibilidades que se ofrecían para su futuro matrimonio. Finalmente, la elección recayó en Margarita, hija de Maximiliano I, soberano del Sacro Imperio. Fue una doble negociación, ya que, paralelamente, se concertó el enlace entre  el hermano de Margarita, Felipe (más tarde conocido como el Hermoso) con la hermana menor de Juan, conocida en la historia como Juana la Loca. Según uno de los testigos del momento, el italiano Pedro Mártir de Angleria, Isabel vivió tanto las negociaciones como la espera de la llegada de su futura nuera con extrema ansiedad. Era plenamente consciente de la trascendencia política de ese enlace. Pero también del delicado estado de salud de su hijo.



La unión se celebró finalmente en Burgos, el 4 de abril de 1497. Como ya había ocurrido con el matrimonio de los padres, los cronistas se esforzaron en destacar el flechazo a primera vista que se produjo entre los dos jóvenes. Pero también transmitieron su inquietud por el ardor que ambos mostraron en su relación. Demasiado, pensaron algunos, teniendo en cuenta la fragilidad física del príncipe. No se equivocaron. El matrimonio duró exactamente medio año. Juan falleció en Salamanca el 4 de octubre. Muchos no dudaron en calificar la suya como una "muerte de amor". En todo caso, el rompecabezas político armado con tanto esfuerzo se quebró por completo.

Isabel quedó sumida en una profunda tristeza, que se acrecentó al constatar las discrepancias cada vez mayores entre su esposo y Felipe, el marido de su hija Juana, que ahora quedaba como principal candidata a ocupar el trono de Castilla. Casi con toda seguridad, la acumulación de desgracias familiares, a las que pronto se añadieron los primeros síntomas del desequilibrio mental de su hija Juana, hicieron mella en la salud de Isabel y adelantaron el final de la soberana.

El testamento de la reina

Recluida en Medina del Campo, la reina preparó con tiempo su último viaje. El 12 de octubre de 1504 dictó un testamento que sintetizaba de modo magistral su pensamiento, vida y reinado. A sus herederos les aconsejaba que contuvieranla excesiva proliferación de cargos públicos, controlaran las aspiraciones de la nobleza, y prosiguieran la expansión territorial de Castilla en el norte de África y en las "islas e tierra firme del mar océano", es decir, los territorios recientemente descubiertas por el marino genovés Cristóbal Colón, cuyos nativos deberían ser tratados como súbditos de la Corona que eran.
Junto a ello, no faltaron indicaciones precisas sobre el modo en que tanto su memoria como su cuerpo debían ser custodiados. Éste debería ser sepultado en el "monasterio de San Francisco que es en la Alhambra de la cibdad de Granada, vestida en el hábito del bienaventurado San Francisco, en una sepultura baja que no tenga bulto alguno, salvo una losa baja en el suelo". Los funerales deberían celebrarse con la máxima sobriedad, de modo que el dinero que se ahorrara en ello fuera destinado a los pobres y las doncellas sin dote. A las damas que la rodeaban en el lecho de su muerte, la reina les pidió que "no rogaran a Dios por el remedio de su vida sino por la salud de su ánima". El 26 de noviembre de 1504, a los 53 años, Isabel de Castilla exhaló su último suspiro en el palacio real de Medina del Campo.