Un líder democrático

Garibaldi, una figura clave en la liberación de Italia

Fue el gran héroe popular de las guerras de independencia en Italia de mediados del siglo XIX, el combatiente romántico que encarnó el anhelo de los italianos por un país unido y democrático.

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Foto: AP

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Giuseppe Garibaldi

En la guerra de 1849, recién retornado de América, Garibaldi causó sensación al presentarse ataviado al modo de un gaucho argentino. Un testimonio lo describía como un hombre de mediana estatura, de rostro quemado por el sol, barbudo y con el pelo largo y revuelto. Llevaba un sombrero de ala ancha adornado con una pluma negra de avestruz, un poncho americano blanco con forro rojo y la blusa encarnada que se había convertido en uniforme de la legión Italiana en Uruguay. Detrás llevaba un palafrenero negro venido con él de América, al igual que muchos compañeros que lo acompañaban, que eran aventureros más que soldados.

Foto: Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina

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Garibaldi a caballo. Filippo Palizzi, 1851.

Giuseppe Garibaldi nació en Niza, actualmente en territorio francés. Sin embargo, puede considerarse que era italiano, dado que en esa fecha la ciudad de Niza pertenecía al Reino de Piamonte, posteriormente incorporado al Estado italiano con la unificación.  

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Garibaldi y Víctor Manuel II

En 1860 Garibaldi entregó el reino de Nápoles a Víctor Manuel II, que se convirtió en el primer rey de Italia.

Foto: AP Photo / Gregorio Borgia

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Garibaldi, el héroe de dos mundos

La estatua ecuestre de bronce de Giuseppe Garibaldi se muestra en la colina de Gianicolo, en Roma.

 

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Camilo Benso, conde de Cavour. Retrato de Francesco de Hayez

Garibaldi combatió en la segunda guerra de independencia italiana, instigada por el conde de Cavour

Foto: Gtres

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Papa Pío IX

Una idea fija de Garibaldi era conquistar Roma para convertirla en capital de Italia, expulsando al Papa Pio IX, al que despreciaba. En 1862 intentó una nueva marcha desde Sicilia, pero el gobierno lo frenó en Aspromonte, donde fue herido de bala y arrestado.

 

Sus padres querían que fuera abogado o sacerdote, pero Giuseppe Garibaldi estuvo desde niño dominado por el ansia de aventuras. En 1824, cuando tenía 16 años, se enroló en un navío mercante en Niza, su ciudad natal, y durante un decenio recorrió el Mediterráneo y el mar Negro comerciando y sorteando ataques piratas. Fue en uno de esos viajes, en 1833, cuando descubrió su otra vocación: la política.

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Un marino le habló de Giuseppe Mazzini, líder de una organización secreta, la Joven Italia, que pugnaba porque Italia se convirtiera en una república democrática y unificada, expulsando a las dinastías absolutistas que desde 1815 gobernaban los diversos Estados en que el país estaba dividido. Tras entrevistarse con Mazzini en Londres, Garibaldi se alistó en la marina de guerra saboyana para propagar sus ideas revolucionarias. Tras participar en un motín fallido en Saboya, en 1834, las autoridades lo consideraron uno de los cabecillas y fue condenado a muerte por traición. Pero Garibaldi ya había escapado.

Forzado a exiliarse, en septiembre de 1835 se embarcó con destino a Río de Janeiro. Tenía la intención de unirse a la comunidad italiana local, dedicada al comercio e impregnada de ideales revolucionarios. En ese momento, la realidad brasileña era convulsa. El gobierno de la provincia de Rio Grande do Sul había declarado la independencia frente al emperador Pedro II. Garibaldi se unió a su lucha, librando desde 1837 una guerra de corso a bordo de un barco pesquero, con doce hombres. «Con una garopera [navío dedicado a la pesca de la garopa, un pescado de aquellos mares]desafiamos a un imperio y hacemos ondear la bandera de la libertad sobre estos mares», escribió enfáticamente en su diario.

Guerra en Uruguay

Herido en el curso de un tiroteo, se recuperó en Buenos Aires y a continuación se enroló al servicio de Uruguay, que entonces se hallaba en guerra contra la Argentina del dictador Rosas. Garibaldi formó la Legión Italiana, un batallón compuesto en su mayoría por exiliados políticos que llevaban como uniforme una camisa roja; este color había sido elegido al azar, pero desde entonces identificaría a los garibaldinos en todas las contiendas en que participasen. Como bandera enarbolaban un estandarte negro sobre el que se recortaba un volcán en erupción, una clara referencia al Vesubio y a la agitación revolucionaria que estaba a punto de estallar en Italia.

Garibaldi consolidó una fama de hombre incorruptible y desinteresado que siempre se mantendría intacta

En Montevideo, Garibaldi consolidó una fama de hombre incorruptible y desinteresado que siempre se mantendría intacta. «Ninguna suma podrá comprar mi fe en la libertad de los pueblos », fue la respuesta que dio al dictador Rosas, que le ofreció la astronómica cifra de 30.000 dólares para convencerlo de que traicionara a los suyos. Rechazó, incluso, la recompensa en tierras que el gobierno uruguayo les ofreció a él y a sus hombres por los servicios prestados. Entretanto, desde América Latina la repercusión de sus hazañas se extendía por el mundo. Incluso en la comedida Cámara de los Lores de Londres se hablaba de él describiéndolo con las características de un auténtico héroe romántico: altruista, desinteresado y dispuesto a arriesgarse por las más nobles causas.

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Por otra parte, Uruguay fue también el lugar donde Garibaldi vivió su amor más intenso: el que lo unió a una joven brasileña de familia humilde, Anita Ribeiro da Silva, a quien conoció en el otoño de 1839 en Laguna, en la provincia de Santa Catarina. En 1842 se casó con ella por la iglesia en Montevideo, la capital uruguaya, después de que le hubiese dado ya el primer hijo. Anita estuvo junto a Garibaldi tanto en la vida privada como en la guerra. La «amazona brasileña» (así la llamaron) lo siguió a todas partes; en los momentos de peligro empuñó la espada y luchó por la libertad, al tiempo que traía al mundo tres hijos.

De Italia al exilio

La noticia de las revueltas de 1848 lo llevó de vuelta a Italia. En Palermo y Nápoles, en el Piamonte, en la Toscana y en los Estados Pontificios estallaron movimientos populares que exigían el establecimiento de regímenes constitucionales. En marzo, las insurrecciones de Milán y Venecia obligaron a los austríacos a retirarse de Lombardía y el Véneto. El soberano de Cerdeña y Piamonte, Carlos Alberto I, paladín del nacionalismo italiano, dio inicio a la primera guerra de la independencia en Italia. Era el gesto que los patriotas estaban esperando. Se movilizaron voluntarios de toda Italia, entre ellos Garibaldi, quien tomó el mando de un escuadrón que operaba al norte de Milán.

La noticia de las revueltas de 1848 lo llevó de vuelta a Italia

El movimiento republicano de la Toscana y Venecia se extendió a la misma Roma. En febrero de 1849, en la capital de los Estados Pontificios se estableció un gobierno republicano y se expulsó al Papa. Entre los cientos de voluntarios que llegaron a la ciudad se encontraba Garibaldi, que de inmediato asumió el mando militar en la defensa de la república; una tarea que se hizo imposible cuando Roma fue atacada por un contingente francés de 35.000 hombres, llamado por el papa Pío IX, que fue repuesto en el trono en junio de 1849. Garibaldi protagonizó una dramática fuga hacia Venecia, durante la cual falleció su amadísima Anita (que estaba embarazada), agotada por el trayecto.

Garibaldi volvió al exilio. Primero se marchó a Tánger, después a Liverpool –a aquella Inglaterra que lo admiraba tanto– y, finalmente, a Nueva York, donde se ganó la vida trabajando en una fábrica de velas creada por Antonio Meucci, el inventor del teléfono. Allí vivió años grises, sin proyectos, con pocas amistades y aún menos dinero.

En 1854, el gobierno piamontés le permitió volver a Niza, su ciudad natal, y después se estableció en una propiedad suya en Caprera, una islita semidesierta en el nordeste de Cerdeña. En 1857, Garibaldi tenía cincuenta años y el reumatismo que padecía le ocasionaba intensos dolores al montar a caballo. Parecía que sus generosos proyectos tendrían que detenerse ante la edad y su precaria salud. Pero todavía le faltaba realizar la hazaña que terminaría de consagrarlo como una figura mítica de la historia de Italia: la campaña en la que con tan sólo mil voluntarios conquistó el poderoso reino de Sicilia y Nápoles.

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Dictador de Sicilia

En 1859, Cavour, primer ministro del rey de Piamonte, Víctor Manuel, lanzóla segunda guerra de la independencia italiana para expulsar a los austríacos de la península. Al frente de un cuerpo de voluntarios, los Cazadores de los Alpes, Garibaldi ocupó Como, Bérgamo y Brescia, ciudades de Lombardía que pasaron así a dominio piamontés. Pero la retirada imprevista de los franceses, aliados del Piamonte(julio de 1859), impidió un posterior desarrollo político de la guerra. Faltaba liberar el sur (el reino borbónico de las Dos Sicilias) y los Estados Pontificios. Víctor Manuel y Cavour necesitaban un pretexto para reanudar la guerra y culminar la unidad italiana. Fue entonces cuando Garibaldi propuso su expedición a Nápoles.

La Expedición de los Mil partió de Génova en mayo de 1860 rumbo a Sicilia. Garibaldi y su millar de voluntarios iban armados con viejos fusiles y apenas tenían cañones, pero lograron burlar a las fuerzas borbónicas para desembarcar en Marsala sin problemas.

Aun así, el desequilibrio de fuerzas era excesivo; uno de sus lugartenientes aconsejó a Garibaldi retirarse, a lo que éste contestó: «Bixio, aquí se hace Italia o se muere». Garibaldi se proclamó dictador de Sicilia en nombre de Víctor Manuel y engrosó su ejército con nuevos voluntarios, con los que logró derrotar a los borbónicos. Pronto pasó a Reggio para dirigirse a Nápoles, abandonada a toda prisa por el rey Francisco II de Borbón. Allí Garibaldi fue recibido por una multitud enardecida: un éxito inesperado que cambiaba radicalmente el panorama político. Unas semanas más tarde, 40.000 garibaldinos derrotaban en Volturno a un ejército borbónico muy superior en número.

«Héroe de los dos mundos», el generoso combatiente que luchó por la libertad en América Latina y en Italia

Fue entonces cuando Cavour, aprovechando el peso militar e internacional del Estado saboyano, convenció al rey Víctor Manuel II de que fuera a Nápoles, con un doble objetivo: apropiarse del resultado político de la expedición garibaldina y frenar a Garibaldi y sus hombres, que deseaban marchar sobre Roma. Convencido ya de que la solución monárquica resultaba inevitable, Garibaldi se entrevistó con el rey y aceptó hacerle entrega del reino de las Dos Sicilias. Entró junto a él en Nápoles, el 7 de noviembre de 1860; al día siguiente se retiró a su residencia en la isla de Caprera, rechazando cualquier recompensa oficial.

No acabó ahí la carrera de Garibaldi. En los años siguientes intentó conquistar Roma por dos veces para convertirla en la capital del nuevo Estado italiano, y en 1870 combatió en el ejército francés contra Prusia. Fatigado y acosado por el dolor, consiguió ocupar Dijon con veinte mil voluntarios, el único éxito francés en aquel conflicto.

Sus últimos diez años los pasó retirado en Caprera, entre recuerdos y amigos, y con el apoyo de muchos admiradores procedentes de todo el mundo. Para entonces se había convertido en un mito viviente, el «Héroe de los dos mundos», el generoso combatiente que luchó por la libertad en América Latina y en Italia. Murió el 2 de junio de 1882 en la isla de Caprera, en Italia.