Santa Isabel de Portugal
Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 184 x 98 cmNo expuesto
Santa Isabel, nacida princesa de Aragón en 1271, hija de Pedro III el Grande, y nieta, por tanto, de Jaime I el Conquistador, contrajo matrimonio en 1293 con el rey Dionisio de Portugal y se convirtió en reina de dicho país. Al igual que su tía abuela, santa Isabel de Hungría, con quien a veces se confunde su iconografía, llevó una vida profundamente cristiana, caritativa y sacrificada. Al morir su esposo en 1325 profesó como monja clarisa e ingresó en un convento de Coimbra, donde murió en 1336.
En su vida se narra una anécdota milagrosa que da pie a la fórmula iconográfica con la que comunmente se la representa y que es la que aquí emplea Zurbarán. Su caridad para con los pobres la movía a entregarles gran parte de sus propios caudales, que, ante la prohibición de su despótico marido de dar limosna alguna, escondía en los pliegues de sus ropas. Un día el rey Dionisio la sorprendió en esas circunstancias, y quiso descubrir el dinero oculto, pero lo que encontró fue un manojo de rosas, a pesar de que el episodio aconteció en pleno invierno. Este es el motivo por el que a santa Isabel de Portugal se la describe con un manojo de rosas en su regazo, aunque esta iconografía la comparte también con santa Casilda, a quien, hasta hace no mucho tiempo, se creía que representaba el lienzo. Sin embargo, a santa Casilda se la efigia generalmente con rasgos más juveniles, mientras que aquí santa Isabel de Portugal está apropiadamente coronada como reina, viste un atuendo suntuoso y muestra cierta madurez.
Dentro de las numerosas santas que Zurbarán realizó a lo largo de su vida, la presente es una de las que posee mayor calidad y perfección técnica. Sus características permiten fecharla en época temprana, dentro de la producción del artista, en torno a 1635. Aparece de cuerpo entero, con su figura inclinada levemente hacia la derecha, recortándose sobre un fondo de penumbra. Una intensa luz que procede de la izquierda hace resaltar intensamente su presencia, que se describe con un nítido volumen. De esta manera, la zona izquierda del cuerpo está inundada por una luminosidad que decrece lentamente a medida que se propaga hacia la zona derecha. Sus ojos miran con firmeza y dignidad al espectador, mostrando en su rostro unos rasgos muy personales, aspecto que permite suponer que para describir sus facciones el artista dispuso de un modelo real.
Por otra parte, en el opulento vestuario que lleva la santa destaca la calidad con la que Zurbarán ha pintado las texturas de las telas y sobre todo la compleja disposición de los plegados. En su cabeza, cuello, pecho y antebrazo ostenta también espléndidas joyas pormenorizadamente descritas. En este sentido, destaca igualmente la calidad de las flores que la santa lleva en su regazo.
En lo que concierne al concepto de la obra, hay que considerar si este cuadro, que se inscribe entre las numerosas imágenes de santas cristianas pintadas por Zurbarán, ha de ser tenido como una imagen estrictamente religiosa, destinada a ser expuesta en una iglesia pública, o como un "retrato a lo divino", según insinuó, para este tipo de cuadros, Orozco Díaz. En la hipótesis de que fuera un retrato de dama con atavío secular, el espectador se encontraría ante la efigie de una señora, seguramente sevillana, de alta posición, y perdería su sentido plenamente devoto para transformarse en un retrato, aunque llevando los atributos de una santa cristiana.
De Tiziano a Goya. Grandes maestros del Museo del Prado, Madrid, Museo Nacional del Prado SEACEX, 2007, p.218