Isaac Asimov - Yo Robot (1950).pdf
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<strong>Yo</strong>, <strong>Robot</strong><br />

<strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong><br />

Título Original: I, <strong>Robot</strong>.<br />

© <strong>1950</strong>.<br />

© 1956 por Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.<br />

© 1977 por Editorial Sudamericana.<br />

Traducción de Manuel Bosch Barrett.<br />

A John W. Campbell, Jr.,<br />

quien apadrinó a Los <strong>Robot</strong>s


<strong>Yo</strong>, <strong>Robot</strong> <strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong><br />

LAS TRES LEYES ROBÓTICAS<br />

1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano<br />

sufra daño.<br />

2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto<br />

cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.<br />

3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en<br />

conflicto con la Primera o Segunda Leyes.<br />

Manual de Robótica<br />

56. a edición, año 2058.<br />

INTRODUCCIÓN<br />

He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U. S. <strong>Robot</strong>s y lo mismo hubiera<br />

podido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.<br />

Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por lo cual tendrá ahora setenta y cinco años. Esto lo<br />

sabe todo el mundo. Con bastante aproximación, la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men, Inc.» tiene<br />

también setenta y cinco años, ya que fue el año del nacimiento de la doctora Calvin cuando<br />

Lawrence Robertson sentó las bases de lo que tenía que llegar a ser la más extraña y gigantesca<br />

industria en la historia del hombre. Bien, esto lo sabe también todo el mundo.<br />

A la edad de veinte años, Susan Calvin formó parte de la comisión investigadora<br />

psicomatemática ante la cual el Dr. Alfred Lanning, de la U. S. <strong>Robot</strong>s, presentó el primer robot<br />

móvil equipado con voz. Era un robot grande, rústico, sin la menor belleza, que olía a aceite de<br />

máquina y destinado a las proyectadas minas de Mercurio. Pero podía hablar y razonar.<br />

Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó tampoco parte en las apasionadas polémicas que<br />

siguieron. Era una muchacha fría, sencilla e incolora, que se defendía contra un mundo que le<br />

desagradaba con una expresión de máscara y una hipertrofia del intelecto. Pero mientras observaba y<br />

escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.<br />

Se graduó en la Universidad de Columbia en el año 2003, y empezó a dedicarse a la Cibernética.<br />

Todo lo que se había hecho durante la segunda mitad del siglo veinte en materia de «máquinas<br />

calculadoras» había sido anulado por Robertson y sus cerebros positrónicos. Las millas de cables y<br />

fotocélulas habían dado paso al globo esponjoso de platino-indio del tamaño aproximado de un<br />

cerebro humano.<br />

Aprendió a calcular los parámetros necesarios para establecer las posibles variantes del «cerebro<br />

positrónico»; a construir «cerebros» sobre el papel, de una clase en que las respuestas a estímulos<br />

determinados podían producirse muy aproximadamente.<br />

En 2008, se doctoró en Filosofía e ingresó en la U. S. <strong>Robot</strong>s como «robopsicóloga»,<br />

convirtiéndose en la primera gran practicante de esta nueva ciencia. Lawrence Robertson era todavía<br />

presidente de la corporación; Alfred Lanning había sido nombrado director de investigaciones.<br />

Durante quince años vio cómo cambiaba la dirección del progreso humano, y avanzaba<br />

vertiginosamente.<br />

Ahora se retiraba..., hasta donde podía. Por lo menos, permitía que la puerta de su despacho<br />

ostentase el nombre de otra persona.<br />

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Esto, sencillamente, fue lo que supe. Tenía una larga lista de sus publicaciones, de las patentes a<br />

su nombre; conocía los detalles cronológicos de sus promociones, en una palabra, tenía su «vida»<br />

profesional con todo detalle.<br />

Pero todo esto no era lo que yo quería.<br />

Necesitaba algo más para mis artículos con destino a la Prensa Interplanetaria. Mucho más. Y así<br />

se lo dije.<br />

—Doctora Calvin —le dije tan amablemente como pude—, según la opinión general, la U. S.<br />

<strong>Robot</strong>s y usted son equivalentes. Su retirada pondrá fin a una Era que...<br />

—¿Quiere usted el punto de vista del interés humano? —dijo sin sonreír. No creo que nunca<br />

sonriese. Pero sus ojos eran penetrantes, aunque no agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y<br />

salía por el occipucio y supe que era para ella de una transparencia inusitada; que todo el mundo lo<br />

era.<br />

—Exacto —dije.<br />

—¿El interés humano..., de los robots? Esto es una contradicción.<br />

—No, doctora, de usted.<br />

—También me han llamado robot. Con seguridad le habrán dicho a usted que no soy humana.<br />

Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba nada con confesarlo.<br />

Se levantó de la silla. No era alta y parecía frágil. La seguí hasta la ventana y nos asomamos a<br />

ella.<br />

Las oficinas y talleres de la U. S. <strong>Robot</strong>s formaban una pequeña ciudad, espaciosa y bien<br />

planeada. Todo era achatado como una fotografía aérea.<br />

—Cuando vine aquí por primera vez —dijo— vivía en una pequeña habitación, allá a la derecha,<br />

donde está hoy el retén de bomberos. Fue derribada antes que usted naciese. Compartía la habitación<br />

con tres personas. Tenía media mesa. Construíamos nuestros robots en un solo edificio. Producción:<br />

tres a la semana. Ahora fíjese.<br />

—Cincuenta años —aventuré—, es mucho tiempo.<br />

—No cuando una mira hacia atrás. Una se pregunta cómo han pasado tan aprisa.<br />

Volvió a su mesa y se sentó. No necesitaba expresión alguna en su rostro para parecer triste.<br />

—¿Qué edad tiene usted? —quiso saber.<br />

—Treinta y dos años —respondí.<br />

—Entonces, no puede recordar los tiempos en que no había robots. La humanidad tenía que<br />

enfrentarse con el universo sola, sin amigos. Ahora tiene seres que la ayudan; seres más fuertes que<br />

ella, más útiles, más fieles, y de una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo este aspecto?<br />

—Temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?<br />

—Sí. Para usted, un robot es un robot. Mecánica y metal; electricidad y positrones. ¡Mente y<br />

hierro! ¡Obra humana! Si es necesario, destruida por el hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos,<br />

de manera que no los conoce. Son más limpios, más educados que nosotros.<br />

Traté de halagarla, de adularla hábilmente.<br />

—Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted contarnos, saber su opinión sobre los robots. La<br />

Prensa Interplanetaria abarca todo el Sistema Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora<br />

Calvin. Tienen que saber lo que pueda usted decirnos sobre los robots.<br />

No tenía necesidad de insistir. No me oyó, pero se dirigía al lugar indicado.<br />

—Deben haberlo sabido desde el principio. Vendíamos robots para uso terrestre..., antes de mis<br />

tiempos, incluso. Desde luego, eran robots que no podían hablar. Después se hicieron más humanos,<br />

y empezó la oposición. Los sindicatos obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que<br />

hacían los robots al trabajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa hicieron sus objeciones<br />

inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil y ridículo. Y, sin embargo, así era.<br />

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<strong>Yo</strong> iba tomando notas de lo que decía en mi registrador de bolsillo, tratando que ella no<br />

observase el movimiento de mi mano. Practicando un poco se puede llegar a hacer detalladas<br />

anotaciones sin sacar el aparato del bolsillo.<br />

—Tomemos el caso de Robbie —dijo—. No lo conocí. Fue desguazado el año anterior a mi<br />

entrada en la compañía...; era muy atrasado. Pero vi a la muchacha en el museo...<br />

Se detuvo, pero no dije nada. Dejé que sus ojos se humedeciesen y su imaginación viajase. Tenía<br />

que recorrer mucho tiempo.<br />

—Oí hablar de ello más tarde, y, cuando nos llamaban blasfemos y creadores de demonios,<br />

siempre me acordaba, de él. Robbie era un robot sin vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y<br />

vendido en 1996. Eran días anteriores a la extrema especialización, de manera que fue vendido<br />

como niñera...<br />

—¿Cómo qué?<br />

—Como niñera...<br />

ROBBIE<br />

—Noventa y ocho..., noventa y nueve..., ¡cien! —Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante<br />

de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas<br />

direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se<br />

apoyaba.<br />

Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha y se alejó<br />

unos pasos para tener mejor punto de vista. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los<br />

insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.<br />

—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto no es leal —se quejó.<br />

Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el<br />

edificio de dos pisos del otro lado del camino.<br />

Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro «clump-clump» de los pies<br />

metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su<br />

escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.<br />

—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese<br />

encontrado! —Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a<br />

tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo un<br />

esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol en primer<br />

lugar.<br />

Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su sacrificio<br />

mofándose de su incapacidad para correr.<br />

—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años—. ¡Le gano cada<br />

día! ¡Le gano cada día! —cantaban las palabras con un ritmo infantil.<br />

Robbie no contestó, desde luego..., con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la<br />

niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los<br />

brazos extendidos azotando el aire.<br />

—¡Robbie..., estate quieto! —gritaba. Y su risa salía estridente, acompañando las palabras.<br />

Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera<br />

que durante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se<br />

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elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado<br />

de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.<br />

Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello con un<br />

gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.<br />

Golpeó con la mano la espalda de Robbie.<br />

—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!<br />

Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:<br />

—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas<br />

más largas y me prometiste no correr hasta que te encontrase.<br />

Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto<br />

a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto cuello flexible— y<br />

obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos<br />

relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tictac.<br />

—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número —le advirtió Gloria, mientras corría a<br />

esconderse.<br />

Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los<br />

párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un<br />

trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció a sí<br />

mismo que era Gloria.<br />

Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando<br />

Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia<br />

ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.<br />

—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—. Además, estoy cansada de jugar al escondite.<br />

Quiero que me lleves a paseo.<br />

Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la<br />

cabeza contrariado de un lado a otro.<br />

Gloria cambió de tono, adaptando una gentil actitud de halago.<br />

—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.<br />

Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo<br />

negativamente la cabeza, obstinado.<br />

—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó su cuello con sus rosáceos brazos y estrechó su<br />

presa. Después cambiando repentinamente de humor, se apartó de él—. Si no me das un paseo, voy<br />

a llorar. —Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.<br />

El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por<br />

tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última carta.<br />

—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te contaré más historias. ¡Ni una más!<br />

Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza,<br />

haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos<br />

hombros.<br />

Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel<br />

metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era<br />

suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba<br />

mayor encanto a la situación.<br />

—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza aéreo de plata. Tiende los brazos. ¡Tienes que<br />

tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza aéreo!<br />

Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que recogían las<br />

corrientes de aire, y fue un caza aéreo.<br />

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Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave<br />

de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos.<br />

Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.<br />

—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... —gritaba—. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin<br />

municiones!<br />

Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del<br />

espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.<br />

Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a<br />

su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y<br />

jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.<br />

—¡Oh, qué bueno!...<br />

Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de<br />

pelo.<br />

—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió<br />

engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.<br />

—¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.<br />

Robbie asintió rápidamente.<br />

—¿Cuál?<br />

Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.<br />

—¿Otra vez? —protestó la chiquilla—. Te he explicado La Cenicienta un millón de veces. ¿No<br />

estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro<br />

semicírculo.<br />

Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias,<br />

que eran varias) y empezó:<br />

—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una<br />

cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y...<br />

Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus andrajos<br />

se convertían...»; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la<br />

interrupción.<br />

—¡Gloria!<br />

Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono<br />

nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.<br />

—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.<br />

Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la señora<br />

Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a<br />

excepción de los domingos —hoy, por ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre<br />

más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para<br />

Robbie, que sentía siempre el deseo de alejar de su presencia. La señora Weston los vio en el<br />

momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la<br />

casa a esperarlos.<br />

—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde estabas?<br />

—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le estaba contando La Cenicienta y he olvidado que<br />

era hora de comer.<br />

—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de repente recordase la<br />

presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya.<br />

Y no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.<br />

Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.<br />

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—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle La Cenicienta. Le<br />

he prometido contarle La Cenicienta, y no he terminado.<br />

—¡Gloria!<br />

—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta que está aquí. Puede<br />

sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad,<br />

Robbie?<br />

Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.<br />

—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.<br />

La chiquilla bajó los ojos.<br />

—Bueno..., pero La Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado... ¡Y le gusta tanto!<br />

El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.<br />

George Weston se encontraba a gusto... Tenía la inveterada costumbre de pasar las tardes de los<br />

domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y suave chaise longue para<br />

tumbarse; un número del Times; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa... ¿Cómo podía uno no<br />

encontrarse a gusto?<br />

No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años<br />

de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía<br />

siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la<br />

verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su<br />

atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-<strong>Yo</strong>shida a Marte (tenía que salir de la Base<br />

Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.<br />

La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente<br />

rompió el silencio.<br />

—George...<br />

—¿Ejem?<br />

—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?<br />

El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.<br />

—¿Qué ocurre, querida?<br />

—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa terrible máquina.<br />

—¿Qué terrible máquina?<br />

—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella<br />

ni un instante.<br />

—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber... Y en todo caso, no es ninguna terrible<br />

máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro que me hace<br />

economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.<br />

Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.<br />

—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por inteligente<br />

que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser<br />

cuidada por una cosa de metal.<br />

—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó el señor Weston frunciendo el ceño—. Ya<br />

lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.<br />

—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa<br />

elegante. Pero ahora, no lo sé... Los vecinos...<br />

—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de<br />

confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el<br />

compañero de un chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene<br />

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forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que<br />

puede decirse de los humanos.<br />

—Pero pueble ocurrir algo. Puede..., puede —La señora Weston tenía unas ideas muy vagas del<br />

contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro se estropease y...<br />

No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.<br />

—Tonterías... —negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso—. Es<br />

completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera<br />

Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes que algo<br />

pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad<br />

matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. <strong>Robot</strong>s a hacer una<br />

revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de algo que se estropee en Robbie, a<br />

que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo<br />

vas a quitar a Gloria?<br />

Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la<br />

habitación contigua.<br />

—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y<br />

niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que<br />

yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que<br />

sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad..., supongo.<br />

—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto<br />

centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.<br />

—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible instrumento. Puedes<br />

volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.<br />

—¿Que lo has preguntado...? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a<br />

conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.<br />

Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.<br />

Dos días después, la señora Weston encontró a su marido en la puerta.<br />

—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.<br />

—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la<br />

posible respuesta con el ruido del agua.<br />

La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:<br />

—Acerca de Robbie.<br />

Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.<br />

—¿Qué diablos estás diciendo?<br />

—La cosa se ha ido formando y formando... He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no<br />

puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.<br />

—Nosotros le confiamos nuestra hija.<br />

—La gente no razona, ante estas cosas.<br />

—¡Pues que se vayan al diablo!<br />

—Decir esto no resuelve el problema. <strong>Yo</strong> tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos<br />

cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva <strong>Yo</strong>rk acaba de dictar la orden<br />

prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.<br />

—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus<br />

campañas. La conozco. Pero la respuesta es la misma. ¡No! ¡Seguiremos teniendo a Robbie!<br />

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Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin<br />

y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que<br />

el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer.<br />

Diez veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar: «¡Robbie se queda..., y se<br />

acabó!»; y cada vez lo decía con menos fuerza, y acompañado de un gruñido más plañidero.<br />

Llegó finalmente el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de<br />

visivoz en el pueblo.<br />

—¿Puede venir Robbie?<br />

—No, querida —dijo él estremeciéndose al sonido de su voz—, no admiten robots en el visivoz,<br />

pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. —Dijo las últimas palabras balbuceando y<br />

miró a lo lejos.<br />

Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un<br />

espectáculo magnífico. Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y<br />

dijo:<br />

—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera gustado mucho. Especialmente cuando<br />

Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que<br />

huir. —Se rió de nuevo—. Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?<br />

—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es sólo fantasía.<br />

No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a<br />

correr por el césped.<br />

—¡Robbie! ¡Robbie!<br />

De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba con ojos dulces,<br />

moviendo la cola.<br />

—¡Oh, qué perro más bonito! —dijo Gloria subiendo los escalones del porche y acariciándolo<br />

cautelosamente—. ¿Es para mí, papá?<br />

—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que acababa de aparecer junto a ellos—. Es muy bonito,<br />

y muy bueno... Le gustan las niñas.<br />

—¿Y sabe jugar?<br />

—¡Claro! Sabe hacer muchos trucos. ¿Quieres ver algunos?<br />

—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también. ¡Robbie!... —Se detuvo, vacilante, y frunció el<br />

ceño—. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al<br />

visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es<br />

verdad.<br />

Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la vista.<br />

Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba:<br />

—¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!<br />

Al cabo de un instante, había regresado asustada.<br />

—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta; George Weston<br />

tosió y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el<br />

cielo. La voz de Gloria estaba preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?<br />

La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.<br />

—No te preocupes, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.<br />

—¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?<br />

—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no<br />

lo encontramos.<br />

—¿Quieres decir que no va a volver nunca más? —Sus ojos se redondeaban por el horror.<br />

—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto puedes jugar con el<br />

perrito. ¡Míralo! Se llama «Relámpago» y sabe...<br />

Pero Gloria tenía los párpados bañados en lágrimas.<br />

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—¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que me encuentres a Robbie!<br />

Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso<br />

llanto.<br />

La señora Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él seguía balanceando<br />

rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse<br />

para consolar a su bija.<br />

—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una máquina fea... No tenía vida.<br />

—¡No era una máquina! —gritó Gloria con fuego—. Era una persona como tú y como yo y<br />

además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva...!<br />

La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.<br />

—Déjala que llore a su gusto —le dijo a su marido—; el dolor de los chiquillos no es nunca<br />

duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel espantoso robot haya existido.<br />

Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido demasiado optimista. Desde luego,<br />

Gloria dejó de llorar, pero dejó de sonreír y cada día se mostraba más triste y silenciosa.<br />

Gradualmente, su actitud de pasiva infelicidad fue minando a la señora Weston y lo único que la<br />

retenía de ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.<br />

Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró<br />

el cuello para verla por encima del periódico.<br />

—¿Qué te pasa, Grace?<br />

—Es esta chiquilla, George. He tenido que devolver el perro hoy. Gloria me dijo que no podía<br />

soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.<br />

Weston dejó el periódico a un lado y un destello de esperanza apareció en sus ojos.<br />

—Quizá..., quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible, sabes... Puedo hablar con...<br />

—¡No! —respondió ella secamente—. No quiero oír hablar de él. No vamos a ceder tan<br />

fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque necesite años para quitárselo de la<br />

cabeza.<br />

Weston volvió a tomar el periódico con aire decepcionado.<br />

—Un año así y tendré el cabello prematuramente gris.<br />

—No eres de gran ayuda, George —fue la glacial contestación—. Lo que Gloria necesita es un<br />

cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde luego, ¿cómo puede olvidarlo si cada<br />

árbol y cada roca se lo recuerda? Es realmente la situación más tonta de la que he oído hablar.<br />

¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!<br />

—Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente que planeas?<br />

—Vamos a llevarla a Nueva <strong>Yo</strong>rk.<br />

—¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa Nueva <strong>Yo</strong>rk en agosto? ¡Es insoportable!<br />

—Hay millones que lo soportan.<br />

—No tienen un sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse en Nueva <strong>Yo</strong>rk, no se<br />

quedarían.<br />

—Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en seguida, en cuanto hayamos<br />

hecho los preparativos. En Nueva <strong>Yo</strong>rk, Gloria encontrará suficientes distracciones y suficientes<br />

amigos para hacerle olvidar esta máquina.<br />

—¡Oh, Dios mío!... —gruñó el infeliz marido—. ¡Aquellos pavimentos abrasadores!<br />

—Tenemos que ir —fue la implacable respuesta—. Gloria ha perdido dos kilos este mes y la<br />

salud de mi hijita es más importante para mí que tu comodidad.<br />

—Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu hijita antes de privarla de su querido<br />

robot —murmuró él..., para sí mismo.<br />

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Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del inminente viaje a la<br />

ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de<br />

nuevo a sonreír y a comer con su precedente apetito.<br />

La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su<br />

todavía escéptico marido.<br />

—¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje como un angelito y charla como si no hubiese<br />

tenido un disgusto en su vida. Es lo que te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.<br />

—¡Ejem!... —respondió el marido, escéptico—. Esperemos que así sea.<br />

Los preliminares se hicieron rápidamente. Se tomaron las disposiciones para el alojamiento en la<br />

ciudad y un matrimonio quedó encargado del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó<br />

el día de la marcha, Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión de Robbie<br />

pasó por sus labios.<br />

Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto (Weston hubiera preferido ir<br />

en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no había sitio para el equipaje) y entraron en el avión<br />

que esperaba para salir.<br />

—Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la ventana para que veas el paisaje.<br />

Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su nariz contra el grueso vidrio y miró con un interés que<br />

aumentó al comenzar a rugir los motores. Era demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra<br />

empezó a alejarse a sus pies y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando la tierra hubo<br />

cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la nariz del<br />

vidrio y se volvió hacia su madre.<br />

—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó rascándose la nariz helada y observando<br />

cómo se desvanecía la mancha opaca que su aliento había dejado en la ventana.<br />

—Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás contenta porque vayamos? —añadió con sólo un<br />

leve tono de ansiedad en la voz—. ¿No vas a ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente<br />

y tantas cosas que ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y...<br />

—Sí, mamá —fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave pasaba en aquel momento<br />

sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto absorbida en la contemplación de aquella masa que<br />

tenía a sus pies. Después volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su<br />

madre con un súbito aire misterioso de secreto.<br />

—Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.<br />

—¿Sí, hija mía? —dijo la señora Weston intrigada—. ¿Y por qué?<br />

—No me lo has dicho porque querías darme una sorpresa, pero lo sé. —Quedó un momento<br />

sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se echó a reír alegremente—. Vamos a<br />

Nueva <strong>Yo</strong>rk porque allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.<br />

La suposición pilló a George Weston en el momento de beber un vaso de agua, con desastrosos<br />

resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga.<br />

Cuando todo hubo terminado, ofreció el aspecto de una persona profundamente contrariada, tenía el<br />

rostro colorado y estaba mojado de pies a cabeza.<br />

La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo repetido su pregunta con el<br />

ansia redoblada en la voz, su mal humor triunfó.<br />

—Quizá —repitió secamente—. Y ahora siéntate y estate quieta, por el amor de Dios.<br />

Nueva <strong>Yo</strong>rk, en 1998, era para el visitante un paraíso superior a lo que había sido siempre. Los<br />

padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el mejor partido posible.<br />

Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones necesarias para que sus<br />

negocios marchasen solos por algún tiempo, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él<br />

llamaba «salvar a Gloria del borde del abismo». Como era costumbre en Weston, lo hizo de aquella<br />

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forma precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes que hubiese transcurrido un mes,<br />

nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.<br />

Gloria fue llevada al último piso del edificio Roosevelt, que medía casi un kilómetro de altura, y<br />

desde donde se gozaba del abigarrado panorama de los edificios que se extendían hasta los campos<br />

de Long Island y las tierras llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardines zoológicos, donde Gloria<br />

contempló con emocionado temor un «verdadero león vivo» (con la consiguiente decepción de ver<br />

que los guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y no con seres humanos, como ella<br />

esperaba), y pidió con insistencia y de manera perentoria ver «la ballena».<br />

Los diversos museos contribuyeron también a llamar su atención, así como parques, playas y el<br />

acuario.<br />

Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco especialmente decorado, que<br />

evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el<br />

cielo ponerse de color púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar<br />

bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes transparentes le hizo<br />

visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde y tembloroso, y los monstruos marinos<br />

acercarse a ella y huir después atemorizados.<br />

En un terreno más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar<br />

de nuevo a su antojo.<br />

En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber<br />

hecho cuanto era humanamente posible para quitarle de la cabeza al desaparecido Robbie, pero no<br />

estaban muy seguros de haberlo conseguido.<br />

El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a Gloria, desplegaba el más vivo interés por<br />

todos los robots que se le ponían delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo a que asistía,<br />

por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente en cualquier parte<br />

donde viese un movimiento metálico.<br />

La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y de Industria. El Museo<br />

había anunciado un «programa infantil» especial donde tenían que hacerse demostraciones de magia<br />

científica reducidas a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el<br />

espectáculo en la lista de «indispensables».<br />

Los Weston estaban completamente absorbidos por los experimentos de un potente electroimán<br />

cuando la señora Weston se dio súbitamente cuenta que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial<br />

se convirtió en metódica decisión y con la ayuda de tres empleados se comenzó una minuciosa<br />

búsqueda.<br />

Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente<br />

decidida, saturada de idiosincrasia maternal, a este respecto. En el tercer piso había visto un gran<br />

cartel con una flecha y la indicación «Al <strong>Robot</strong> Parlante», y después de haberlo deletreado sola y<br />

observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella dirección, hizo lo que<br />

consideró indicado. Esperando un momento de distracción paterna, dio media vuelta y siguió la<br />

flecha.<br />

El <strong>Robot</strong> Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un artefacto totalmente inútil, sin<br />

más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de visitantes escoltados por un empleado se<br />

detenía delante del robot y hacía preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros.<br />

Las que el ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del robot, le eran<br />

transmitidas.<br />

Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y<br />

seis, que la temperatura en este momento es de 28° centígrados, que la presión del aire acusa 750<br />

mm. de mercurio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se necesita<br />

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un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de alambres y espirales que ocupa<br />

veinticinco metros cuadrados.<br />

Pocos eran los que regresaban por una segunda exhibición, pero una chiquilla de unos diez años<br />

estaba tranquilamente sentada en un banco esperando la tercera. Era la única persona que había en la<br />

sala cuando Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser humano era un<br />

ejemplar completamente despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de ruedas<br />

dentadas. De momento, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots<br />

que ella había visto. Cautelosamente, vacilando, levantó su débil voz.<br />

—Por favor, señor <strong>Robot</strong>, perdone, ¿es usted el <strong>Robot</strong> Parlante?<br />

No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba merecía toda clase de<br />

consideraciones.<br />

(Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una mirada de intensa concentración.<br />

Sacó una libreta de notas del bolsillo y comenzó a escribir rápidamente.)<br />

Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados y una voz metálica lanzó unas palabras que<br />

carecían de acento y entonación.<br />

—<strong>Yo</strong>-soy-el-robot-parlante.<br />

Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro. No había rostro al cual<br />

hablar.<br />

—¿Puede usted ayudarme, señor <strong>Robot</strong>? —dijo.<br />

El <strong>Robot</strong> Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo las preguntas que se<br />

podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo, respondió:<br />

—Puedo-ayudarle.<br />

—Gracias, señor <strong>Robot</strong>. ¿Ha visto usted a Robbie?<br />

—¿Quién-es-Robbie?<br />

—Un robot, señor <strong>Robot</strong>, señor —se puso de puntillas—. Es así de alto, pero más alto, y muy<br />

bueno. Tiene cabeza, sabe... Bueno, usted no tiene, pero él sí.<br />

—¿Un robot?... —preguntó el <strong>Robot</strong> Parlante un poco perplejo.<br />

—Sí, señor <strong>Robot</strong>. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe hablar y que..., parece<br />

una persona de veras.<br />

—¿Un-robot-como-yo?<br />

—Sí, señor <strong>Robot</strong>.<br />

A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y un sonido incoherente.<br />

Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se fundieron media docena de bobinas.<br />

Zumbaron algunas señales de alarma.<br />

(En aquel momento la muchacha de diez años se marchó. Tenía bastante para su primer artículo<br />

sobre «Aspectos Prácticos del <strong>Robot</strong>ismo». Era el primero de los varios que tenía que escribir Susan<br />

Calvin sobre este tema.)<br />

Gloria permanecía de pie con mal disimulada impaciencia, esperando la respuesta del robot,<br />

cuando oyó un grito detrás de ella.<br />

—¡Allí está! —Y en el acto reconoció la voz de su madre—. ¿Qué estás haciendo aquí, mala<br />

muchacha? —exclamó, su ansiedad transformándose en el acto en cólera—. ¿No sabes el miedo que<br />

has hecho pasar a papá y mamá? ¿Por qué te has escapado?<br />

El ingeniero del robot había aparecido también, mesándose los cabellos y preguntando quién<br />

diablos había estropeado la máquina.<br />

—¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen derecho a estar aquí sin ir<br />

acompañados?<br />

Gloria levantó su ofendida voz.<br />

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—He venido sólo a ver el <strong>Robot</strong> Parlante, mamá. Pensé que quizá sabría dónde estaba Robbie,<br />

puesto que los dos son robots. —Y al aparecer en su mente el recuerdo de Robbie, estalló en una<br />

tempestad le lágrimas—. ¡Tengo que encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!<br />

—¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy capaz de soportar! —exclamó la señora Weston<br />

ahogando un grito—. ¡Volvamos a casa, George!<br />

Aquella tarde, George se ausentó durante algunas horas y a la mañana siguiente se acercó a su<br />

mujer en una actitud sospechosamente complaciente.<br />

—He tenido una idea, Grace.<br />

—¿Sobre qué? —preguntó ella con soberana indiferencia.<br />

—Sobre Gloria.<br />

—¿No vas a proponer devolverle el robot?<br />

—No, desde luego que no.<br />

—Entonces, sigue. No tengo inconveniente en escucharte. Nada de lo que hemos hecho parece<br />

haber servido de nada.<br />

—Muy bien. He aquí lo que he estado pensando. El gran mal de Gloria es que piensa en Robbie<br />

como persona y no como máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos<br />

convencer a Gloria del hecho que su Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en forma<br />

de planchas y que el jugo de su vida no era más que hilos y electricidad, ¿cuánto tiempo duraría su<br />

anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si entiendes lo que quiero decir.<br />

—¿Y cómo pretendes conseguirlo?<br />

—Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche? He persuadido a Robertson, de la «U. S.<br />

<strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Inc.», que nos permita realizar mañana una visita completa de sus<br />

talleres. Iremos los tres y una vez que hayamos terminado la visita, Gloria se habrá convencido que<br />

un robot no es una cosa viva.<br />

Los ojos de la señora Weston habían ido agrandándose progresivamente, delatando una súbita y<br />

profunda admiración.<br />

—¡Pero..., George..., esto es una excelente idea!<br />

Los botones de la chaqueta de George Weston tiraron con fuerza.<br />

—Es de las que tengo yo... —dijo.<br />

El señor Struthers era un director general concienzudo y naturalmente inclinado a ser un poco<br />

locuaz. Esta combinación dio por resultado una visita que fue totalmente, quizá con exceso,<br />

explicada en todas sus fases. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. Al contrario, más de una<br />

vez se detuvo e insistió en que explicase detalladamente algo en un lenguaje suficientemente claro<br />

para que Gloria lo entendiese. Bajo la influencia de esta apreciación de sus facultades narrativas, el<br />

señor Struthers se sintió comunicativo y se extendió con mayor genialidad todavía, si es posible.<br />

Incluso George Weston demostraba una creciente impaciencia.<br />

—Perdóneme, Struthers —dijo, interrumpiendo una coherencia sobre la célula fotoeléctrica—;<br />

¿no tienen ustedes una sección donde sólo se emplee mano de obra robot?<br />

—¡Oh, sí; sí, desde luego! —dijo sonriendo a la señora Weston—. Un círculo vicioso, en cierto<br />

modo; robots creando robots. Desde luego, no hacemos una práctica general de ello. En primer<br />

lugar, porque los sindicatos no nos lo permitirían. Pero conseguimos poder utilizar algunos robots<br />

como mano de obra robot, únicamente como una especie de experimento científico. Comprenda... —<br />

prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus lentes para dar peso a su argumentación—, lo<br />

que los sindicatos no comprenden (y lo dice un hombre que ha simpatizado siempre con la obra<br />

sindical en general) es que el advenimiento del robot, aun cuando aportando al empezar alguna<br />

dislocación en el trabajo, tendrá inevitablemente que...<br />

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—Sí, Struthers —dijo Weston—, pero esta sección de la que habla usted, ¿podemos verla? Debe<br />

ser muy interesante, estoy seguro.<br />

—¡Sí, sí, desde luego! —El señor Struthers se puso los lentes con un movimiento convulsivo y<br />

soltó una tosecilla de desaliento—. Síganme, por favor.<br />

Mientras siguieron un largo corredor y bajaron un tramo de escaleras, Struthers, precediendo a<br />

los demás, estuvo relativamente tranquilo. Después, una vez que entraron en una vasta habitación<br />

intensamente iluminada donde reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las<br />

compuertas y desbordó el chorro de sus explicaciones.<br />

—Aquí lo tiene usted —dijo con el orgullo impreso en su voz—. ¡Sólo robots! Cinco hombres<br />

actúan como inspectores y no tienen siquiera que estar en esta habitación. En cinco años, es decir,<br />

desde que inauguramos este sistema, no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los robots aquí<br />

reunidos son relativamente sencillos, pero...<br />

La voz del director general se había convertido hacía tiempo ya en un murmullo tranquilizador a<br />

los oídos de Gloria. Toda aquella visita le parecía aburrida e inútil, a pesar que hubiese muchos<br />

robots a la vista. Ninguno de ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con<br />

manifiesto desdén.<br />

Vio que en aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos se fijaron en seis o siete<br />

robots que trabajaban activamente en una mesa redonda en el centro de la sala, y se apartaron con<br />

una sorpresa de incredulidad. La sala era espaciosa. Gloria no podía verlo bien, pero uno de los<br />

robots parecía..., parecía..., ¡era!<br />

—¡Robbie! —El grito rasgó el aire y uno de los robots se estremeció y dejó caer la herramienta<br />

que manejaba. Gloria estaba como loca de alegría. Introduciéndose por debajo de la barandilla antes<br />

que sus padres pudiesen impedirlo, saltó al suelo, situado algunos palmos más abajo y corrió hacia<br />

Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando.<br />

Y en aquel momento, las tres personas mayores vieron horrorizadas, al tiempo que quedaban<br />

paralizadas de espanto, lo que la chiquilla no vio: un enorme tractor que avanzaba a ciegas,<br />

siguiendo el camino que tenía trazado.<br />

Weston necesitó una fracción de segundo para volver en sí, pero aquella fracción de segundo lo<br />

representó todo porque Gloria ya no podía ser salvada, todo era claramente inútil. Struthers hizo una<br />

rápida seña a los inspectores para que detuviesen el tractor, pero los inspectores no eran más que<br />

seres humanos y necesitaron tiempo para actuar.<br />

Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con precisión.<br />

Devorando con sus piernas de metal el espacio que lo separaba de su pequeña ama, se lanzó hacia<br />

ella viniendo de la dirección opuesta. Todo ocurrió en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie<br />

agarró a Gloria sin moderar su marcha en lo más mínimo y dejándola, por consiguiente, sin aire en<br />

los pulmones. Weston, sin comprender muy bien lo que ocurría, sintió, más que vio, a Robbie pasar<br />

por su lado como un alud y detenerse en seco. El tractor cortó el camino donde había estado Gloria,<br />

medio segundo después que Robbie la hubo arrastrado tres metros, y se detuvo con un chirrido metálico<br />

y prolongado.<br />

Gloria recobró el aliento, fue sometida a una serie de apasionados abrazos y caricias por parte de<br />

sus padres y se volvió emocionada hacia Robbie. Para ella no había ocurrido nada, salvo que había<br />

encontrado a su amigo.<br />

Pero la expresión de la señora Weston había pasado de la franca alegría a la de una sombría<br />

suspicacia. Se volvió hacia su marido, y, pese a su descompuesto y alterado aspecto, consiguió<br />

adoptar una actitud formidable.<br />

—¿Tú..., has preparado esto, verdad...?<br />

George Weston se secaba la abrasada frente con un pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo<br />

conseguían esbozar una sonrisa sumamente tenue.<br />

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—Robbie no estaba construido para un trabajo de ingeniería o construcción —prosiguió la señora<br />

Weston siguiendo sus ideas—. No podía serles de ninguna utilidad. Lo has hecho colocar aquí a fin<br />

que Gloria pudiese encontrarlo. Ya lo sabes...<br />

—Pues, sí... —dijo Weston,—. Pero, ¿cómo iba a saber yo que el encuentro tenía que ser tan<br />

violento? Y Robbie le ha salvado la vida; esto tienes que reconocerlo, ¡No puedes volverlo a<br />

despedir!<br />

Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y los contempló pensativa algún<br />

tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor del cuello del robot y hubiera asfixiado a<br />

cualquiera que no hubiese sido de metal, mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí<br />

casi histérico. Los brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un anillo una barra<br />

de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban cariñosamente a la chiquilla y sus ojos<br />

brillaban con un rojo intenso y profundo.<br />

—Bien —dijo Grace Weston, finalmente—. ¡Por mí puede quedarse hasta que se oxide!<br />

* * *<br />

—Desde luego, no fue así —dijo Susan Calvin, encogiéndose de hombros—. Esto ocurría en<br />

1998. En 2002 habíamos inventado ya el robot móvil-parlante que, naturalmente, dejaba a todos los<br />

modelos no parlantes anticuados, y que parecía ser el último grito en lo tocante a elementos norobot.<br />

Entre 2003 y 2007, la mayoría de los gobiernos desterraron el uso del robot para todo<br />

propósito que no fuese la investigación científica.<br />

—¿Así que Gloría tuvo que abandonar a Robbie, al final?<br />

—Así lo temo. Imagino, sin embargo, que debió serle más fácil a los quince años que a los ocho.<br />

No obstante, fue una actitud estúpida e innecesaria por parte de la humanidad. U. S. <strong>Robot</strong>s alcanzó<br />

financieramente su nivel más bajo en 2007, por los tiempos en que yo ingresé. Al principio, creí que<br />

mi empleo podía terminar súbitamente en cuestión de algunos meses, pero entonces empezamos a<br />

desarrollar el mercado extraterrestre.<br />

—Y así siguió usted trabajando, desde luego.<br />

—No del todo. Empezamos tratando de adaptar los modelos que teníamos a mano. Los primeros<br />

modelos parlantes, por ejemplo. Los enviamos a Mercurio para trabajar en las explotaciones<br />

mineras, pero fracasaron.<br />

—¿Fracasaron? —pregunté yo con sorpresa—. ¡Pero si las minas de Mercurio rinden muchos<br />

millones de dólares!<br />

—Ahora, sí, pero fue una segunda tentativa la que triunfó. Si quiere usted saber algo de esto, le<br />

aconsejo que se entere de lo que le ocurrió a Gregory Powell. Él y Michael Donovan resolvieron los<br />

casos más difíciles entre los años diez y veinte. Hace años que no sé nada de Donovan, pero Powell<br />

vive aquí, en Nueva <strong>Yo</strong>rk. Hoy es abuelo, una cosa a la cual es difícil acostumbrarse. <strong>Yo</strong> sólo puedo<br />

recordarlo como un muchacho. Desde luego, yo era joven también.<br />

Traté de seguirle tirando de la lengua.<br />

—Si quiere usted darme los hechos escuetos, doctora Calvin —dije—, puedo hacer que el señor<br />

Powell me los complete más tarde. (Y esto fue exactamente lo que hice.)<br />

Extendió sus finas manos sobre la mesa y permaneció contemplándolas.<br />

—Hay dos o tres casos sobre los que sé alguna cosa... —dijo.<br />

—Empecemos por Mercurio —propuse.<br />

—Bien; me parece que fue en 2051 cuando se organizó la segunda expedición a Mercurio. Era<br />

una expedición exploratoria, financiada en parte por U. S. <strong>Robot</strong>s y en parte por Solar Minerals.<br />

Consistía en un nuevo tipo de robot, todavía experimental, Gregory Powell; Michael Donovan...<br />

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SENTIDO GIRATORIO<br />

Uno de los principios favoritos de Gregory Powell era que con la excitación no se gana nada; de<br />

manera que cuando Mike Donovan bajó las escaleras saltando hacia él, con el cabello rojo<br />

empapado de sudor, Powell frunció el ceño.<br />

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te has roto una uña?<br />

—¡Ya!... —exclamó Donovan febril—. ¿Qué has estado haciendo aquí abajo todo el día? —Hizo<br />

una profunda aspiración—: ¡Speedy no ha regresado!<br />

Los ojos de Powell se agrandaron momentáneamente y se detuvo en la escalera; después<br />

reaccionó y siguió subiendo. No pronunció una palabra hasta llegar al rellano de arriba y entonces,<br />

dijo:<br />

—¿Has mandado a buscar el selenio?<br />

—Sí.<br />

—¿Y cuánto tiempo lleva fuera?<br />

—Cinco horas ya.<br />

Silencio. Era una situación endiablada. Llevaban exactamente doce horas en Mercurio y ya<br />

estaban metidos hasta las cejas en muchas complicaciones. Hacía ya tiempo que Mercurio era el<br />

mundo endiablado del sistema, pero aquello resultaba algo excesivo, incluso para un diablo.<br />

—Empieza por el principio y vamos a poner esto en claro —dijo Powell.<br />

Estaban en la sala de la radio, con el equipo ya ligeramente anticuado, que nadie había tocado<br />

durante los diez años anteriores a su llegada. Incluso diez años, tecnológicamente hablando, tienen<br />

importancia. Comparemos a Speedy con el tipo de robots en boga por allá el año 2005. Pero el<br />

avance en robótica de aquellos días era tremendo. Powell, contrariado, tocó una superficie metálica<br />

todavía reluciente. El aspecto de abandono que reinaba en la estancia, e incluso en toda la estación,<br />

era infinitamente deprimente. Donovan debió darse cuenta, porque empezó:<br />

—He tratado de localizarlo por radio, pero ha sido inútil. La radio es inoperante en la cara solar<br />

de Mercurio, a más de tres kilómetros en todo caso. Éste es uno de los motivos por los cuales falló la<br />

primera expedición. Y no podemos instalar el equipo de ultraonda antes de algunas semanas...<br />

—Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?<br />

—He localizado la señal de un cuerpo inorgánico en la onda corta. No he conseguido más que la<br />

posición. He seguido su rastro durante dos horas y he anotado los resultados en el mapa.<br />

Llevaba en el bolsillo un cuadrado de pergamino, reliquia de la infructuosa primera expedición, y<br />

lo arrojó sobre la mesa con rabia, extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos<br />

sobre el pecho, lo observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló nerviosamente.<br />

—La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo lo marcaste.<br />

—¿Cuál de ellos? —interrumpió Powell—. MacDougal localizó tres antes de marcharse.<br />

—He mandado a Speedy al más próximo, naturalmente. A veintiocho kilómetros de aquí. Pero,<br />

¿qué diferencia hay? —añadió con la voz tensa—. Aquí hay los puntos de lápiz que marcaban la<br />

posición de Speedy.<br />

Por primera vez el estudiado aplomo de Powell falló y tendió las manos hacia el mapa.<br />

—¿Lo dices en serio? Esto es imposible.<br />

—Pues así es —gruñó Donovan.<br />

Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago círculo alrededor de la cruz roja del pozo de<br />

selenio. Y Powell se atusó el bigote, infalible signo de ansiedad.<br />

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—Durante las dos horas que lo he seguido —prosiguió Donovan— dio cuatro vueltas alrededor<br />

del pozo. Me parece que va a seguir así siempre. ¿Te das cuenta de la situación en que nos<br />

encontramos?<br />

Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada. Sí, se daba muy bien cuenta de la situación<br />

en que estaban. Aparecía tan clara como un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo<br />

que se interponía entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que podía<br />

salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era Speedy. Si Speedy no regresaba,<br />

no había selenio. Si no había selenio, no había barrera de fotocélulas. Si no había barrera de fotocélulas...,<br />

sería la muerte, abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.<br />

Donovan se secó con rabia la roja melena y en tono amargado dijo:<br />

—Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema, Greg. ¿Cómo puede haber ido todo tan mal, tan<br />

de repente? ¡El famoso equipo de Powell y Donovan es enviado a Mercurio para informar sobre la<br />

conveniencia de abrir de nuevo el yacimiento minero de la Fase Solar con técnica moderna y robots<br />

y el primer día lo estropean todo! Un trabajo de simple rutina, además... Jamás sobreviviremos a<br />

esto.<br />

—Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá —respondió Powell tranquilamente—. Si no<br />

hacemos algo pronto, sobrevivir, o incluso sólo vivir, no importará.<br />

—¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con esto, a mí, no. Ha sido criminal enviarnos aquí con<br />

un solo robot. Y fue idea genial tuya, creer que podíamos restablecer la barrera de fotocélulas solos.<br />

—Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y tú lo sabes muy bien. Lo único que<br />

necesitábamos era un kilogramo de selenio, una Placa Inmovilizadora Dielectródica y unas tres<br />

horas de tiempo; la cara solar está llena de pozos de selenio. El espectro-reflector de MacDougal<br />

descubrió tres en cinco minutos. ¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima conjunción!<br />

—Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una idea. Lo sé, si no la tuvieses no estarías tan<br />

tranquilo. No eres más héroe que yo. ¡Vamos, suéltala ya!<br />

—No podemos ir en busca de Speedy por la cara del sol, Mike. Ni aun los nuevos insotrajes<br />

aguantan más de veinte minutos de luz directa del sol. Pero ya conoces el viejo refrán, «Envía un<br />

robot a buscar un robot». Mira, Mike, quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los subniveles<br />

tenemos seis robots que podemos utilizar si funcionan. Si funcionan.<br />

Un destello de esperanza apareció súbitamente en los ojos de Donovan.<br />

—¿Quieres decir los seis robots de la primera expedición? ¿Estás seguro? Pueden ser máquinas<br />

subrobóticas. Diez años son muchos años para los tipos de robots, ya lo sabes.<br />

—No importa, son robots. He pasado el día entre ellos y lo sé. Tienen cerebro positrónico;<br />

primitivo, desde luego. Vamos abajo —dijo introduciéndose el mapa en el bolsillo.<br />

Los seis robots estaban en el último subnivel,, rodeados de cajas de embalaje de incierto<br />

contenido. Eran enormes, muy grandes, y a pesar que estaban sentados en el suelo con las piernas<br />

estiradas, sus cabezas se elevaban sus buenos dos metros en el aire.<br />

—¡Fíjate en el tamaño! —silbó Donovan—. El torso debe tener tres metros de circunferencia.<br />

—Es porque están dotados del viejo mecanismo McGuffy. He mirado su interior; es la cosa más<br />

complicada que has visto jamás.<br />

—¿Los has cargado ya?<br />

—No, no tenía ningún motivo para ello. No creo que tengan nada descompuesto. Incluso el<br />

diagrama está en buen estado. Pueden hablar.<br />

Destornilló la placa del pecho del más cercano e insertó en él la esfera de cinco centímetros de<br />

diámetro que contenía la diminuta chispa de energía atómica que daba vida al robot. Era difícil<br />

fijarla, pero lo consiguió, y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los controles de radio de<br />

modelos más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después repitió la operación con los<br />

otros cinco.<br />

—No se mueven —dijo Donovan, inquieto.<br />

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—No les hemos dado orden para que lo hagan —respondió Powell sucintamente. Volvió al<br />

primero de la fila y lo golpeó en el pecho—. ¡Tú! ¿Me oyes?<br />

La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo hubiera hecho un siervo, y sus ojos<br />

se fijaron en Powell. Después, con una voz dura, como un graznido, como la de un gramófono de la<br />

época medieval, articuló: «Sí, señor».<br />

Powell miró a Donovan sin expresión.<br />

—¿Has oído? Son de los tiempos de los primeros robots parlantes, cuando parecía que los robots<br />

iban a ser desterrados de la Tierra. Los fabricantes luchaban e imbuyeron en ellos sanos instintos de<br />

esclavitud.<br />

—De poco les ha valido —murmuró Donovan.<br />

—No, no les valió, pero lo intentaron. —Se volvió de nuevo hacia el robot—. ¡Levántate!<br />

El robot se incorporó lentamente y Donovan levantó la cabeza con un leve silbido.<br />

—¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz? —preguntó Powell.<br />

El lento cerebro del robot funcionó pausadamente.<br />

—Sí, señor —dijo por fin.<br />

—Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?<br />

Otra reflexión y otra lenta respuesta.<br />

—Sí, señor.<br />

—Vamos a llevarte a la superficie y te indicaremos una dirección. Avanzarás veintiocho<br />

kilómetros y por alguna parte de aquella región encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues<br />

entendiendo?<br />

—Sí, señor.<br />

—Encontrarás este robot y le ordenarás que regrese. Si no quiere regresar, tienes que traerlo a la<br />

fuerza.<br />

Donovan agarró la manga de Powell.<br />

—¿Por qué no enviarlo directamente a buscar el selenio?<br />

—Porque quiero que Speedy regrese, idiota. Quiero averiguar qué le ocurre. Bien —añadió<br />

dirigiéndose al robot—, sígueme.<br />

El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:<br />

—Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que montar primero. —Con un fuerte golpe, juntó sus<br />

manos entrelazando los dedos. Powell lo miró y se acarició el bigote.<br />

—¡Eh...! ¡Ah!<br />

—¿Tenemos que montarlo? —dijo Donovan saltándole los ojos—. ¿Como un caballo?<br />

—Me parece que ésa es la intención. Pero no sé por qué. No veo... ¡Ah, si! Ya te he dicho que en<br />

aquellos tiempos estaban luchando con la seguridad de los robots. Evidentemente, quisieron dar la<br />

sensación de seguridad no permitiéndoles moverse sin llevar un cornac en los hombros. ¿Qué<br />

hacemos ahora?<br />

—Eso es lo que estoy pensando —murmuró Donovan—. No podemos salir a la superficie, ni con<br />

robot ni sin él. ¡Por el pellejo de...! —Hizo chasquear los dedos—. Dame el mapa —dijo excitado—<br />

. No en balde he pasado dos horas estudiándolo. ¡Hay una explotación minera! ¿Por qué no<br />

utilizamos los túneles?<br />

El yacimiento minero estaba marcado en el mapa por un círculo negro y las delgadas líneas que<br />

salían de él, a la manera de una telaraña, eran los túneles. Donovan estudió las explicaciones de<br />

lectura al pie de la página.<br />

—Mira —dijo—, los pequeños puntos negros son aberturas que dan a la superficie y aquí hay<br />

uno que quizá no esté a más de cinco kilómetros del pozo de selenio. Aquí hay un número...,<br />

¡hubieran podido escribir más grande!... 13-a. Si los robots saben el camino hasta aquí...<br />

Powell hizo la pregunta y recibió un sordo «Sí, señor».<br />

—Ponte el insotraje —dijo, satisfecho.<br />

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Era la primera vez que se ponían los insotrajes, lo cual requería más tiempo del que habían creído<br />

el día anterior a su llegada, y sintieron incomodados los movimientos de sus miembros.<br />

El insotraje era mucho más voluminoso y feo que el traje espacial reglamentario; pero<br />

considerablemente más ligero porque no entraba metal alguno en su composición. Compuestos de<br />

plástico resistente al calor y planchas de corcho químicamente tratadas, y equipados con un<br />

dispositivo desecador para mantener el aire seco, los insotrajes podían resistir el ardor del sol de<br />

Mercurio durante veinte minutos. Y quizá de cinco a diez más, sin causar la muerte del ocupante.<br />

Y las manos del robot seguían formando estribo sin demostrar el más leve indicio de sorpresa<br />

ante la grotesca figura en que Powell se había convertido. La voz de Powell, enronquecida por la<br />

radio, gritó:<br />

—¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-a?<br />

—Sí, señor.<br />

«Bien —pensó Powell—; pueden carecer de radio control, pero, por lo menos, van equipados con<br />

radio receptor.»<br />

—Monta en uno de los otros, Mike —le dijo a Donovan.<br />

Puso un pie en el improvisado estribo y montó. Encontró el asiento cómodo; los hombros del<br />

robot habían sido evidentemente moldeados con este fin; había una depresión en cada hombro, y dos<br />

«orejas» salientes cuyo objeto parecía claro.<br />

Powell se agarró a las «orejas» y sacudió la cabeza del robot. Su montura se volvió pesadamente.<br />

«Guía, Macduff.» Pero Powell no se sintió tranquilizado.<br />

Los gigantescos robots avanzaron lentamente con mecánica precisión y franquearon la puerta<br />

cuyo dintel apenas distaba un palmo sobre su cabeza, de manera que los dos amigos tuvieron que<br />

encogerse rápidamente; siguieron un corredor en el cual los lentos pasos resonaban rítmicamente y<br />

finalmente entraron en la compuerta neumática.<br />

El largo túnel sin aire que se extendía delante de ellos hasta llegar a formar un solo punto, evocó<br />

a Powell la exacta magnitud del esfuerzo realizado por la primera expedición, con sus rudimentarios<br />

robots y sus elementales necesidades. Pudo ser un fracaso, pero su fracaso fue bastante más útil que<br />

los éxitos usuales del Sistema Solar.<br />

—Fíjate en que estos túneles están iluminados y su temperatura es la normal de la Tierra.<br />

Probablemente ha sido así durante los diez años que han permanecido desiertos.<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—Energía barata; la más barata del Sistema. Fuerza solar, ¿comprendes?, y en la Clara Solar de<br />

Mercurio, la fuerza solar es algo. Por esto la estación fue construida a la luz del sol en lugar de las<br />

sombras de la montaña. Es realmente un enorme convertidor de energía. El calor es transformado en<br />

electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que quieras; de manera que la energía es suministrada por un<br />

proceso simultáneo, pues sirve también para refrigerar la estación.<br />

—Mira —dijo Donovan—. Todo esto es muy instructivo, pero, ¿te importaría cambiar de tema?<br />

Ocurre que esta conversión de la energía de la que hablas es realizada principalmente por la barrera<br />

de fotocélulas, y éste es para mí un doloroso tema en este momento.<br />

Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan rompió el subsiguiente silencio fue para abordar un<br />

tema totalmente distinto.<br />

—Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a Speedy? No puedo comprenderlo.<br />

No es cosa fácil encogerse de hombros dentro de un insotraje, pero Powell lo intentó.<br />

—No lo sé, Mike. Ya sabes que está perfectamente adaptado a un ambiente mercuriano. El calor<br />

no significa nada para él y está construido para poca gravedad y suelo accidentado. Está a prueba de<br />

averías..., o por lo menos, debería estarlo.<br />

—Señor —dijo el robot—. Ya estamos.<br />

—¿Eh? —dijo Powell medio dormido—. Bien, salgamos; vamos a la superficie.<br />

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Se encontraban en una pequeña subestación, vacía, sin aire, en ruinas. Donovan había observado<br />

un agujero dentellado en la parte alta de una de las paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.<br />

—¿Un meteorito, supones? —había preguntado.<br />

—¡Al diablo! —respondió Powell—. No importa, salgamos.<br />

Un imponente acantilado de negra roca basáltica ocultaba la luz del sol y la profunda noche<br />

oscura de un mundo sin aire los envolvía. Delante de ellos, la sombra se extendía y terminaba como<br />

en un filo de navaja de un insoportable resplandor de luz blanca que relucía con millares de cristales<br />

sobre el suelo de roca.<br />

—¡Espacio! —susurró Donovan—. ¡Esto parece nieve! —Y era así.<br />

Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado resplandor de Mercurio en el horizonte y parpadeó<br />

bajo su brillo cegador.<br />

—Esta debe ser una zona extraordinaria —dijo—. La composición general de Mercurio es baja y<br />

la mayoría del suelo es de piedra pómez gris. Algo como la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?<br />

Agradecía los filtros de luz de su placa de visión. Bello o no, mirar directamente el sol a través<br />

del cristal los hubiera cegado en menos de un minuto.<br />

Donovan miró el termómetro que llevaba en la muñeca.<br />

—¡Sagrados humos, ochenta grados!... ¡Qué temperatura!<br />

—Un poco alta, ¿no crees? —dijo Powell después de haber comprobado el suyo.<br />

—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?<br />

—Mercurio en realidad no carece de atmósfera —explicó Powell como distraído, ajustando los<br />

binoculares a la placa de visión con los dedos torpes a causa de su traje—. Hay una tenue exhalación<br />

que se pega a la superficie, vapores de elementos más volátiles y compuestos de un peso suficiente<br />

para ser retenidos por la gravedad de Mercurio: selenio, yodo, mercurio, galio, potasio y óxidos<br />

volátiles. Los vapores se reúnen en las sombras y se condensan, creando calor. Es una especie de<br />

alambique gigantesco. Si empleas tu lámpara encontrarás probablemente que toda esta parte del<br />

acantilado está cubierta de azufre en bruto o quizá rocío de mercurio.<br />

—No importa. Nuestros trajes pueden soportar unos vulgares ochenta grados indefinidamente.<br />

Powell había ajustado ya su dispositivo binocular, de manera que tenía los ojos salientes como un<br />

caracol.<br />

—¿Ves algo? —preguntó Donovan observando intensamente.<br />

Powell no contestó en el acto, y cuando lo hizo fue con cierta ansiedad.<br />

—En el horizonte hay un punto oscuro que podría ser el pozo de selenio. Está donde debe estar.<br />

Pero no veo a Speedy.<br />

Powell se echó adelante con un movimiento instintivo para mejorar su visión, levantándose<br />

inestable sobre los hombros de su robot. Con las piernas estiradas, forzando la vista, dijo:<br />

—Creo..., creo..., que sí, definitivamente es él. Viene por aquí.<br />

Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No llevaba binoculares, pero había un punto que se<br />

movía, destacándose en negro sobre el cegador brillo del suelo cristalino.<br />

—¡Lo veo! —gritó—. ¡Sigamos avanzando!<br />

Powell había vuelto a sentarse sobre los hombros del robot y su mano enguantada golpeó el<br />

gigantesco pecho.<br />

—¡Adelante! —dijo.<br />

—¡Vamos allá! —gritó Donovan golpeando con sus talones como si llevara espuelas.<br />

Los robots avanzaron con el golpeteo regular de sus pies silenciosos en el vacío, porque la tela<br />

metálica de los trajes no transmitía ningún sonido, sólo se percibía la rítmica vibración del<br />

mecanismo interior.<br />

—¡Más aprisa! —gritó Donovan; pero el ritmo no cambió.<br />

—Es inútil —respondió Powell, también gritando—. Estos condenados aparatos no tienen más<br />

que una velocidad. ¿Crees acaso que están equipados con flectores selectivos?<br />

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Habían atravesado ya las sombras y la luz caía sobre ellos como una ducha líquida al rojo blanco.<br />

Donovan se encogió involuntariamente.<br />

—¡Caramba! ¿Es imaginación o siento calor?<br />

—Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy —le respondió.<br />

El robot SPD-13 estaba lo suficientemente cerca para ser visto ya con todo detalle. Su gracioso y<br />

alargado cuerpo lanzaba cegadores destellos mientras avanzaba con fácil velocidad por él abrupto<br />

suelo. Su nombre era derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos SPD se<br />

contaban entre los robots más veloces producidos por la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corp».<br />

—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan agitando la mano.<br />

—¡Speedy! —chilló también Powell—. ¡Ven aquí!<br />

La distancia entre los dos hombres y el errante robot fue reduciéndose momentáneamente, más<br />

por los esfuerzos que por el lento avance de las anticuadas monturas de Donovan y Powell.<br />

Estaba lo suficientemente cerca para darse cuenta que el paso de Speedy tenía una especie de<br />

balanceo peculiar y, en el momento en que Powell agitaba de nuevo la mano y mandaba el máximo<br />

de energía a su emisor de radio, preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la cabeza y<br />

los vio.<br />

Speedy se detuvo y permaneció un momento inmóvil, balanceándose levemente como bajo el<br />

impulso de una ligera brisa.<br />

—¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!<br />

A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en los auriculares de Powell por primera vez.<br />

Pero lo que dijo fue incomprensible. Fueron sólo unos sonidos inarticulados o quizá unas<br />

palabras incomprensibles. Girando sobre sus talones, salió a toda velocidad en la dirección por<br />

donde había venido, levantando en su furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus últimas palabras al<br />

huir fueron:<br />

«Crece una florecilla cerca del viejo roble», seguidas de un curioso sonido metálico que pudo ser<br />

el robótico equivalente del hipo.<br />

—Oye, Greg... —dijo Donovan desfalleciendo—, ¿es que está borracho o qué?<br />

—Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera dado cuenta —respondió Powell amargamente—.<br />

Volvamos al acantilado. Me estoy asando.<br />

Powell fue el primero en romper el angustioso silencio.<br />

—En primer lugar —dijo—, Speedy no está borracho en el sentido humano de la palabra, porque<br />

es un robot y los robots no se emborrachan. Sin embargo, le pasa algo que es el equivalente robótico<br />

de la borrachera.<br />

—Para mí está borracho, y me parece que se figura que estamos jugando —insistió Donovan—.<br />

Y no hay tal. Es cuestión de vida, o una muerte espantosa.<br />

—Muy bien. No me apures. Un robot sólo es un robot. Una vez que hayamos averiguado qué le<br />

pasa, podremos arreglarlo y seguir adelante.<br />

—Una vez... —dijo Donovan tristemente.<br />

—Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de Mercurio —prosiguió Powell sin hacerle<br />

caso—. Pero esta región es definitivamente anormal —añadió con un amplio movimiento del<br />

brazo—. Ésta es la consecuencia. Ahora bien, ¿de dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido<br />

formados por un líquido de enfriamiento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un líquido tan caliente<br />

que pueda enfriarse bajo el sol de Mercurio?<br />

—Acción volcánica —insinuó al instante Donovan.<br />

—De la boca de los inocentes... —murmuró Powell con una extraña voz, antes de permanecer<br />

algunos minutos silencioso—. Escucha, Mike —dijo finalmente—, ¿qué le dijiste a Speedy cuando<br />

lo mandaste en busca del selenio?<br />

Donovan quedó sorprendido, inmóvil.<br />

—Pues..., no lo sé. Le dije sólo que fuese por él.<br />

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—Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar las palabras exactas.<br />

—Le dije..., eh..., dije: «Speedy, necesitamos selenio. Puedes encontrarlo en tal y tal sitio. Ve por<br />

él». Eso es todo. ¿Qué más querías que le dijera?<br />

—¿No indicaste ninguna urgencia en la orden, verdad?<br />

—¿Para qué? Era pura rutina.<br />

—Bien, es tarde ya —dijo Powell con un suspiro—, pero estamos en un buen atolladero. —Había<br />

desmontado de su robot y estaba sentado de espaldas al acantilado. Donovan se reunió con él y se<br />

tomaron del brazo. A distancia, la abrasadora luz del sol parecía querer jugar al escondite con ellos<br />

y, a su lado, de los dos gigantescos robots sólo era visible el rojo oscuro de sus ojos fotoeléctricos<br />

que los miraban, sin pestañear, inmóviles e indiferentes.<br />

¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel ponzoñoso Mercurio, tan grande en peligros como pequeño<br />

de talla!<br />

La voz de Powell resonó tensa en el receptor de radio de Donovan.<br />

—Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas Fundamentales Robóticas, las tres reglas que<br />

han penetrado más profundamente en el cerebro positrónico de los robots. —Sus enguantados dedos<br />

fueron marcando los puntos en la oscuridad—. Tenemos: Primera. «Un robot no debe dañar a un ser<br />

humano, ni, por su inacción, dejar que un ser humano, sufra daño.»<br />

—¡Exacto!<br />

—Segunda —continuó Powell—. «Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un<br />

ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.»<br />

—¡Exacto!<br />

—Y la tercera: «Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté<br />

en conflicto con la Primera y Segunda Leyes.»<br />

—Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?<br />

—Exactamente en la explicación. El conflicto entre las diferentes leyes se presenta ante los<br />

diferentes potenciales positrónicos del cerebro. Vamos a suponer que un robot se encuentra en<br />

peligro y lo sabe. El potencial automático que establece la Tercera Ley le obliga a dar la vuelta. Pero<br />

supongamos que tú le ordenas correr este peligro. En este caso la Segunda Ley establece un<br />

contrapotencial más alto que el anterior y el robot cumple la orden a riesgo de su existencia.<br />

—Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?<br />

—Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los últimos modelos, altamente especializado y del<br />

costo de un barco de guerra. No es una cosa para ser destruida en forma apresurada.<br />

—De manera que la Tercera Ley ha sido reforzada como fue específicamente mencionado, dicho<br />

sea de paso, en los folletos sobre los modelos SPD, de forma que su alergia al peligro sea<br />

inusitadamente alta. Al mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio le diste la orden<br />

distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el potencial de la Segunda Ley era sumamente<br />

débil. Ahora bien, fíjate; no hago más que establecer los hechos.<br />

—Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.<br />

—¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie de peligro, centralizado en el pozo de selenio.<br />

Aumenta al aproximarse a él, y, a una cierta distancia de él, el potencial de la Tercera Ley,<br />

inusitadamente alto, compensa exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusitadamente bajo.<br />

Donovan se puso de pie, excitado.<br />

—Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera Ley lo hace retroceder, y la Segunda Ley lo lleva<br />

adelante...<br />

—Y así describe un círculo alrededor del pozo de selenio, permaneciendo en el lugar donde los<br />

potenciales se equilibran. Y como no hagamos algo permanecerá en este círculo para siempre jamás,<br />

girando como un carrusel. Y esto —añadió más pensativo— es lo que lo embriaga. En un equilibrio<br />

potencial la mitad de los senderos positrónicos de su cerebro están fuera de sitio. No soy especialista<br />

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en robots, pero me parece obvio. Probablemente habrá perdido el control de aquellas precisas partes<br />

de su mecanismo voluntario que pierde el ser humano ebrio.<br />

—Pero, ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de qué huía...<br />

—Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún sitio, encima del pozo de selenio, hay una<br />

emanación de gases de las entrañas de Mercurio. Oxido de azufre, óxido de carbono..., y monóxido<br />

de carbono. Muchos..., y a esta temperatura...<br />

—El monóxido de carbono más hierro da el hierro carbonilo.<br />

—Y un robot —añadió Powell— es esencialmente hierro. No hay nada como la deducción —<br />

añadió—. Hemos definido todo lo referente al problema, menos la solución. No podemos conseguir<br />

el selenio nosotros mismos. Sigue estando demasiado lejos. No podemos enviar estos robotscaballos<br />

porque no pueden ir solos y no pueden llevarnos lo suficientemente aprisa para no perecer<br />

abrasados. Y no podemos agarrar a Speedy, por que el imbécil cree que estamos jugando.<br />

—Si uno de nosotros fuese —dijo tímidamente Donovan— y regresase asado siempre quedaría el<br />

otro.<br />

—Sí —respondió Powell sarcásticamente—, sería un tierno sacrificio, salvo que una persona no<br />

estaría en condiciones de dar órdenes antes de llegar al pozo y no creo que los robots regresasen al<br />

acantilado sin órdenes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del pozo, digamos cuatro, el<br />

robot anda siete kilómetros por hora y nosotros duraríamos veinte minutos en nuestros trajes. Y no<br />

es sólo el calor, recuérdalo. La radiación solar, aquí, a partir del ultravioleta es veneno.<br />

—¡Ejem!... —murmuró Donovan—. Nos faltarían diez minutos.<br />

—Como si fuese una eternidad. Y otra cosa: para que el potencial de la Tercera Ley haya<br />

detenido a Speedy donde lo ha detenido, tiene que haber una cantidad apreciable de monóxido de<br />

carbono en la atmósfera, de vapor metálico, y, por consiguiente, una acción corrosiva apreciable.<br />

Lleva ya varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación de la rodilla, por ejemplo, no se<br />

saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es sólo cuestión de pensar; tenemos que pensar de prisa.<br />

¡Profundo, sombrío, tétrico silencio...!<br />

Donovan lo rompió, temblándole la voz por el esfuerzo hecho para ocultar su emoción:<br />

—Puesto que no podemos incrementar el potencial de la Segunda Ley dándole nuevas órdenes,<br />

¿por qué no obrar en sentido contrario? Si incrementamos el peligro, incrementamos el potencial de<br />

la Tercera Ley y lo traemos atrás.<br />

La placa de visión de Powell se había vuelto hacia él con una pregunta muda.<br />

—Verás —dijo la cautelosa explicación—, lo único que tenemos que hacer para sacarlo de su<br />

cauce es aumentar la concentración de monóxido de carbono por su vecindad. Bien, en la estación<br />

tenemos un laboratorio analítico completo.<br />

—Naturalmente —asintió Powell—. Es una estación minera.<br />

—Bien. Debe haber kilogramos de ácido oxálico para las precipitaciones del calcio.<br />

—¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!<br />

—Sí, sí... —reconoció Donovan modestamente—. Se trata sólo de recordar que el ácido oxálico,<br />

al calentarse, se descompone en bióxido de carbono, agua y el buen viejo monóxido de carbono.<br />

Química de primer año, ya sabes...<br />

Powell se había puesto de pie y llamó la atención de uno de los monstruosos robots.<br />

—Oye, ¿sabes tirar cosas?<br />

—¿Señor...?<br />

—Es igual. —Powell maldijo el torpe y lento cerebro del robot. Recogió del suelo un trozo de<br />

roca del tamaño de un ladrillo—. Toma esto —le dijo— y arrójalo al espacio más allá de la<br />

hendidura. ¿Lo ves?<br />

—Está demasiado lejos, Greg —dijo Donovan, tocándole el hombro—. Hay casi un kilómetro.<br />

—Calla —respondió Powell—. Hay que contar con la gravedad de Mercurio y que un brazo de<br />

acero lo lanza. ¡Fíjate, quieres...!<br />

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Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con una minuciosa precisión estereoscópica. Su<br />

brazo se ajustó solo al peso del proyectil y se echó atrás. En la oscuridad, los movimientos del robot<br />

eran invisibles, pero se oyó el ruido silbante producido por el lanzamiento y segundos después la<br />

piedra apareció, destacándose en negro sobre la luz del sol. No había resistencia del aire para<br />

frenarla, ni viento para apartarla de su camino, y cuando cayó al suelo levantó trozos de cristal en el<br />

preciso centro de la «mancha azul».<br />

Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:<br />

—Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.<br />

Mientras penetraban de nuevo en la arruinada subestación que llevaba al túnel, Donovan dijo, con<br />

rabia:<br />

—Speedy no se ha movido de este lado del pozo de selenio desde que andamos detrás de él, ¿te<br />

has fijado?<br />

—Sí.<br />

—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, entonces jugaremos con él!<br />

Pocas horas después estaban de regreso con tres jarras de a litro de un producto químico blanco y<br />

las caras largas. La barrera de fotocélulas se estaba deteriorando más rápidamente de lo que hubiera<br />

podido preverse. Los dos robots avanzaron en silencio por la parte soleada hacia Speedy, que estaba<br />

esperando. Al verlos, galopó nuevamente hacia ellos.<br />

—Aquí estamos otra vez... «¡Jeee!» He hecho la lista del piano y el organista. Es como el que<br />

bebe menta y te lo escupe a la cara.<br />

—Nosotros vamos a escupirte algo a la cara —murmuró Donovan—. Cojea, Greg.<br />

—Ya me he fijado —respondió éste en voz baja—. El monóxido lo atacará, si no nos damos<br />

prisa.<br />

Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose, para evitar poner en movimiento el robot<br />

irracional. Powell estaba todavía demasiado lejos para decirlo con seguridad, pero hubiera jurado<br />

que el perturbado cerebro de Speedy se disponía a echar a correr.<br />

—¡Vamos allá! —jadeó—. Cuenta hasta tres. ¡Uno!... ¡Dos!'<br />

Dos brazos de acero se echaron atrás simultáneamente y agarrando las dos jarras de cristal las<br />

lanzaron al aire describiendo dos arcos paralelos. Brillaban como diamantes bajo el insostenible sol.<br />

Y en el espacio de dos segundos se estrellaron en el suelo detrás de Speedy, desprendiendo el ácido<br />

oxálico pulverizado.<br />

Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía que hervía como el agua de soda.<br />

Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó lentamente y fue ganando velocidad. A los quince<br />

segundos corría directamente hacia los dos seres humanos. Powell no entendió las palabras de<br />

Speedy, pero le pareció entender que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.<br />

—¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco y obedecerá las órdenes. Empieza a tener calor.<br />

Se dirigieron hacia las sombras al lento paso de sus monturas y sólo cuando habían entrado y<br />

sentido el agradable frescor que reinaba a su alrededor, Donovan se volvió:<br />

—¡Greg!<br />

Powell miró y refrenó un grito. Speedy avanzaba lentamente ahora..., muy lentamente..., y en<br />

dirección opuesta. Volvía atrás; volvía a su surco; e iba ganando velocidad. A través de los<br />

binoculares parecía terriblemente cerca, pese a que estaba terriblemente fuera de su alcance.<br />

—¡A él! —gritó Donovan con furia, e hizo andar a su robot, pero Powell lo llamó.<br />

—No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué veré siempre las cosas cinco segundos después que<br />

todo haya terminado? Mike, hemos perdido el tiempo.<br />

—Necesitamos más ácido oxálico —dijo fríamente Donovan—. La concentración no era bastante<br />

fuerte.<br />

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—Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos muchas horas preparándolas. ¿No ves lo que<br />

ocurre, Mike?<br />

—No —respondió Donovan con franqueza.<br />

—Estábamos estableciendo simplemente nuevos equilibrios. Cuando creamos nuevo monóxido e<br />

incrementamos el potencial de la Tercera Ley, retrocede hasta que está de nuevo en equilibrio y<br />

cuando el monóxido desaparece, avanza y el equilibrio se restablece de nuevo.<br />

La voz de Powell tenía un acento desalentado.<br />

—Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar la Tercera Ley y tirar de la Segunda Ley y no<br />

obtendremos nada; sólo conseguimos cambiar su posición o equilibrio. Teníamos que salimos de las<br />

dos leyes. —Acercó su robot al de Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro, vagas sombras<br />

en la oscuridad, y susurró—: ¡Mike!<br />

»Es el final —añadió—. Me parece que lo mejor es que regresemos a la estación, esperemos a<br />

que se derrumbe la barrera, estrechémonos las manos, tomemos cianuro y acabemos como hombres.<br />

Soltó una risa nerviosa.<br />

—Mike —repitió Powell con calor—, teníamos que haber alcanzado a Speedy.<br />

—Lo sé.<br />

—Mike... —dijo una vez más, pero entonces Powell vaciló antes de continuar—: Siempre existe<br />

la Primera Ley. Pensé en ella..., antes..., pero el caso es desesperado.<br />

Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.<br />

—Estamos desesperados...<br />

—Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot no puede ver a un ser humano en peligro por<br />

culpa de su inacción. La Segunda y la Tercera no pueden alzarse contra ella. ¡No pueden, Mike!<br />

—Ni aun cuando el robot esté medio lo... Bien, esté borracho. Ya lo sabes.<br />

—Es el riesgo que hay que correr...<br />

—¿Qué piensas hacer?<br />

—Voy a salir y ver qué efecto produce la Ley Primera. Si no rompe el equilibrio..., todo al<br />

diablo; lo mismo da ahora que dentro de tres o cuatro días.<br />

—Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de conducta que observar. No vas a salir así<br />

tranquilamente. Imaginemos que es una lotería y dame a mí también una oportunidad.<br />

—Muy bien. El primero que saque el cubo de catorce, va. —Y casi inmediatamente añadió—:<br />

¡Veintisiete, coma, cuarenta y cuatro!<br />

Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo un súbito empujón del de Powell y lo vio salir al<br />

sol. Donovan abrió la boca para gritar, pero volvió a cerrarla. Desde luego, el muy granuja había<br />

calculado el cubo de catorce por anticipado. Muy digno de él.<br />

El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía un dolor enloquecedor en la espalda. Su<br />

imaginación, probablemente, o quizá la fuerte irradiación que comenzaba a atravesar incluso su<br />

insotraje.<br />

Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni incoherente ni de bienvenida. ¡Gracias a<br />

Dios! Pero no se atrevía a acercarse demasiado.<br />

Estaba a unos trescientos metros de él cuando Speedy empezó a retroceder, paso a paso,<br />

cautelosamente, y Powell se detuvo. Saltó de los hombros del robot al suelo cristalino levantando<br />

algunos fragmentos.<br />

Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la baja gravedad aumentaba sus dificultades. Las suelas<br />

de sus zapatos se pegaban por efecto del calor. Dirigió una mirada atrás, hacia el negro acantilado, y<br />

se dio cuenta que había ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la ayuda del robot. Sin<br />

Speedy estaba perdido, y esta idea producía una gran angustia en su pecho.<br />

¡Bastante lejos! Se detuvo.<br />

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—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!<br />

El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su retroceso un instante y lo reanudó.<br />

Powell trató de dar una nota, plañidera a su voz y vio que el resultado era nimio.<br />

—¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el sol terminará conmigo! ¡Es cuestión de vida o<br />

muerte, Speedy, te necesito!<br />

Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo. Habló, pero al oírlo Powell lanzó un gruñido,<br />

porque lo que dijo fue:<br />

—Cuando estás echado despierto con un horrible dolor de cabeza y el reposo te está prohibido...<br />

Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes de murmurar:<br />

—Iolanthe...<br />

¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió rápidamente; entonces<br />

quedó atónito, porque vio que el monstruoso robot que le había servido de montura, avanzó hacia él,<br />

aunque nadie lo montaba. Iba diciendo:<br />

—Perdona, señor. No debo moverme sin llevar alguien encima, pero estás en peligro.<br />

¡Desde luego, el potencial de la Ley Primera ante todo! Pero no quería aquella antigualla, quería<br />

a Speedy. Se apartó y con el frenesí en la voz, ordenó:<br />

—¡Te ordeno que te apartes! ¡Te ordeno que te detengas!<br />

Fue inútil. Es imposible vencer el potencial de la Regla Primera. El robot insistió, estúpidamente.<br />

—Estás en peligro, señor.<br />

Powell miró a su alrededor, desesperado. No veía ya claro. Su cerebro ardía; la respiración<br />

abrasaba sus pulmones; bajo sus pies parecía aceite hirviendo. De nuevo gritó:<br />

—¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!<br />

Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de huir del gigantesco robot, cuando sintió unos dedos<br />

de acero en sus brazos y una voz metálica y humilde, como excusándose, resonó en sus oídos.<br />

—¡Por el Sagrado Humo, señor, qué estás haciendo aquí! ¡Y qué hago yo..., estoy tan<br />

confundido...!<br />

—¡No importa!... —murmuró Powell débilmente—. ¡Llévame al acantilado..., pronto, pronto!<br />

Sólo tuvo una última sensación de ser levantado en el aire, de un rápido avance bajo un calor<br />

abrasador, y se desvaneció.<br />

Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre él.<br />

—¿Cómo estás, Greg?<br />

—Bien —respondió Powell—. ¿Dónde está Speedy?<br />

—Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos de selenio, con orden de conseguir selenio a<br />

toda costa, esta vez. Lo trajo en cuarenta y dos minutos, tres segundos. Lo he controlado: No ha<br />

terminado todavía de excusarse por su fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le dirás.<br />

—Tráemelo aquí —ordenó Powell—. No fue culpa suya. —Tendió una mano y agarró la garra<br />

metálica de Speedy—. ¡D. K. Speedy! —dijo. Y, dirigiéndose a Donovan, añadió—: ¿Sabes una<br />

cosa, Mike? Estaba pensando...<br />

—¿Qué?<br />

—Pues... —Se frotó el rostro; el aire era tan deliciosamente fresco—, ya sabes que cuando lo<br />

hayamos arreglado todo aquí y Speedy haya sido sometido a su Campo de Pruebas, nos van a enviar<br />

a la próxima Estación del Espacio...<br />

—¡No!<br />

—¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo antes que saliésemos y yo no conteste nada<br />

porque quería luchar contra esta idea.<br />

—¡Luchar!... —gritó Donovan—. ¡Pero...!<br />

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—Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero. ¿No será un<br />

placer?<br />

—Estación del Espacio... —dijo Donovan—. ¡Allá voy!<br />

RAZÓN<br />

Medio año después, los dos amigos habían cambiado de manera de pensar. La llamarada de un<br />

gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas<br />

significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera<br />

que sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro<br />

positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma.<br />

Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos<br />

semanas.<br />

Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.<br />

—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... —Sus cejas se juntaron con un<br />

gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.<br />

En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción del suave zumbido del<br />

poderoso Haz Director en las bajas regiones.<br />

El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las<br />

luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra,<br />

sentado al otro lado de la mesa.<br />

Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las<br />

tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que seguir. Todo el personal de la U. S. <strong>Robot</strong>s,<br />

desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1 estaba<br />

a salvo! Y sin embargo..., los modelos QT eran los primeros de su especie y aquél era el primero de<br />

los QT. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora<br />

contra los gestos de los robots.<br />

Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un diafragma metálico.<br />

—¿Te das cuenta de la gravedad de tal declaración, Powell?<br />

—Algo te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece<br />

brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación.<br />

Donovan y yo te montamos con las piezas que nos enviaron.<br />

Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.<br />

—Tengo la impresión que todo esto podría explicarse de una manera más satisfactoria. Porque,<br />

que tú me hayas hecho a mí, me parece improbable.<br />

—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.<br />

—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de<br />

válidos razonamientos sólo puede llevar a la determinación de la verdad, y a esto me atendré hasta<br />

conseguirla.<br />

Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía<br />

súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot<br />

ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de una senda positrónica<br />

profundamente marcada.<br />

Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.<br />

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—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado<br />

curiosidad por su propia existencia..., y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente<br />

para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.<br />

El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa<br />

suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se<br />

deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio..., cuajado de estrellas.<br />

—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas —dijo Cutie.<br />

—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?<br />

—Exactamente lo que parece: un material negro detrás de este cristal, salpicado de puntos<br />

brillantes. Sé que nuestro director envía rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y<br />

también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.<br />

—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía<br />

que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia<br />

saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y para que<br />

puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan<br />

pequeños porque están increíblemente lejos.<br />

»Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más<br />

pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos<br />

varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos<br />

alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se<br />

encuentran cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación,<br />

donde no puedes verlo.<br />

Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza,<br />

elijo:<br />

—¿De qué punto de luz pretendes venir?<br />

—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—. Aquel tan brillante de la esquina. Lo<br />

llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres mil millones en él, Cutie, y dentro de unas dos<br />

semanas volveré a estar allá con ellos.<br />

Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído. No era en realidad una tonada,<br />

pero poseía la curiosa calidad sonora de un «pizzicato». Cesó tan rápidamente como había<br />

empezado.<br />

—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado mi existencia.<br />

—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para<br />

alimentar de energía solar a los planetas, eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las<br />

fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se<br />

perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo se necesitan dos jefes para<br />

cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú<br />

eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación<br />

independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas<br />

de recambio para reparaciones.<br />

Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó<br />

una manzana contra la manga antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un<br />

ademán.<br />

—¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme?<br />

—dijo lentamente—. ¿Por quién me tomas?<br />

Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.<br />

—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!<br />

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—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie amargamente—.<br />

¡Mundos con tres mil millones de seres humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento. Powell, pero no<br />

creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.<br />

Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de<br />

cabeza al llegar al umbral y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos<br />

hombres.<br />

Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.<br />

—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que no cree?<br />

—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose nerviosamente el bigote—. No cree que lo<br />

hayamos fabricado, ni que la Tierra exista, ni que haya un espacio estrellado.<br />

—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos...<br />

—Dice que va a resolver el problema él solo.<br />

—Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que descubra. —Y con súbita<br />

rabia, añadió—: ¡Oye! ¡Como ese montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla<br />

de cromo en la espalda!<br />

Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una novela del bolsillo.<br />

—Este robot empieza a darme susto, de todos modos. Es demasiado inquisitivo...<br />

Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando Cutie llamó<br />

suavemente a la puerta y entró.<br />

—¿Está aquí Powell?<br />

Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.<br />

—Está reuniendo datos sobre la función de las corrientes electrónicas. Parece que nos acercamos<br />

a una tormenta.<br />

En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras que traía en la mano y se<br />

sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la<br />

lechuga y recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.<br />

—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente —dijo Powell levantando la vista—. De todos<br />

modos, las corrientes funcionales son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que<br />

estabas vigilando la instalación de la nueva barra de mando.<br />

—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente—; he venido a sostener una conversación con<br />

ustedes.<br />

—¡Ah!... —dijo Powell, aparentemente inquieto—. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de<br />

las patas es floja y no resistiría tu peso.<br />

—He tomado una decisión —dijo el robot, después de haber obedecido.<br />

Donovan levantó la vista y dejó los restos de su bocadillo a un lado. Se disponía a hablar, pero<br />

Powell le hizo guardar silencio con un gesto.<br />

—Sigue, Cutie. Te escuchamos.<br />

—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección —dijo Cutie—, y los resultados<br />

han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer.<br />

<strong>Yo</strong>, por mi parte, existo, porque pienso...<br />

—¡Ah, por Júpiter..., un robot Descartes! —gruñó Powell.<br />

—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan—. Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados<br />

escuchando a este loco metálico...?<br />

—¡Cállate, Mike!<br />

—Y la cuestión que inmediatamente se presenta —continuó Cutie imperturbable—, es: ¿cuál es<br />

exactamente la causa de mi existencia?<br />

Powell se quedó con la boca abierta.<br />

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—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.<br />

—Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos —añadió Donovan.<br />

El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.<br />

—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis debe ser corroborada por la razón, de lo contrario,<br />

carece de valor; y es contrario a todos los dictados de la lógica suponer que ustedes me han hecho.<br />

Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.<br />

—¿Por qué dices esto, exactamente?<br />

Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era<br />

aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin matiz alguno.<br />

—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás<br />

hecho de un material blando y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación<br />

ineficiente del material orgánico..., como esto —añadió señalando con un gesto de reprobación los<br />

restos del bocadillo de Donovan—. Pasan periódicamente a un estado de coma, y la menor variación<br />

de temperatura, presión atmosférica, la humedad o la intensidad de radiación afecta vuestra<br />

eficiencia. Son alterables.<br />

»<strong>Yo</strong>, por el contrario, soy un producto acabado. Absorbo energía eléctrica directamente y la<br />

utilizó con casi un cien por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente<br />

constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales. Estos son<br />

hechos que, partiendo de la irrefutable proposición que ningún ser puede crear un ser más perfecto<br />

que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.<br />

Las maldiciones murmuradas en voz baja por Donovan brotaron inteligibles al levantarse<br />

frunciendo sus rojas cejas.<br />

—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo?<br />

—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—. Esta era, desde luego, la cuestión siguiente.<br />

Evidentemente, mi creador tiene que ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo es posible una<br />

hipótesis.<br />

Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie prosiguió:<br />

—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la Estación? Al servicio de quién estamos todos?<br />

¿Qué absorbe toda nuestra atención?<br />

Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.<br />

—Apostaría a que este amasijo de tornillos está hablando del mismo Convertidor de Energía.<br />

—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.<br />

—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta que siguió.<br />

Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una<br />

sonrisa. Cutie se puso de pie y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.<br />

—Da lo mismo lo que piensen y no me extraña que se nieguen a creerlo. Ustedes no tienen que<br />

estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello. Powell mismo ha dicho que al principio sólo los<br />

hombres servían al Señor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo,<br />

para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completamente ilógica.<br />

¿Quieren saber la verdad que hay detrás de todo esto?<br />

—Sigue, Cutie, me diviertes.<br />

—El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más fácilmente. Poco a<br />

poco fue reemplazándolos por robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el<br />

sitio de los últimos humanos. A partir de ahora sirvo al Señor.<br />

—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás nuestras órdenes y te estarás<br />

tranquilo hasta que estemos convencidos que puedes dirigir el Convertidor. ¡Escucha! El<br />

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Convertidor, no el Señor. Si no nos convences, serás desmontado. Y ahora, si no te importa...,<br />

puedes marcharte. Y llévate estos datos y regístralos debidamente.<br />

Cutie aceptó los gráficos que le tendían y salió sin decir palabra. Donovan se echó atrás en su<br />

silla y se mesó los cabellos.<br />

—Ese robot nos va a dar trabajo. ¡Está como una cabra!<br />

El soñoliento zumbido del Convertidor se oye más fuerte en la cámara de mando y mezclado a él<br />

se oye la aspiración de los contadores Geiger y el intermitente ruido de las señales luminosas.<br />

Donovan apartó los ojos del telescopio y encendió los Luxites.<br />

—El haz de la Estación 4 capta Marte en horario. Podemos cortar los nuestros ya.<br />

Powell parecía abstraído.<br />

—Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré la señal y puede hacerse cargo de ello. Oye, Mike,<br />

¿qué piensas de estas cifras?<br />

Donovan las estudió atentamente y lanzó un silbido de perplejidad.<br />

—¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad de rayos gamma! El viejo Sol hace de las suyas...<br />

—Sí —respondió Powell amargamente—, estamos en mala posición para aguantar una tormenta<br />

de electrones, además. Nuestro haz de Tierra está probablemente en el sendero indicado. —Apartó<br />

su silla de la mesa—. ¡Demonios! ¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya<br />

diez días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie?<br />

—Bien. Dame algunas de estas almendras. —Agarró el saquito que le arrojó Powell y se dirigió<br />

hacia el ascensor.<br />

El instrumento se deslizó suavemente hacia abajo y se detuvo en la pequeña puerta de la sala de<br />

máquinas. Donovan se asomó a la barandilla y miró hacia abajo. Los enormes generadores estaban<br />

en plena acción y de los tubos-L salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.<br />

Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al lado del tubo-L de Marte, observando atentamente<br />

los demás robots que trabajaban al unísono.<br />

Y entonces Donovan se quedó rígido. Los robots, que parecían empequeñecidos junto el enorme<br />

tubo-L, estaban alineados delante de él, con la cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie<br />

andaba lentamente arriba y abajo por delante de ellos. Transcurrieron quince segundos y entonces,<br />

con un estruendo metálico que retumbó en la estancia, cayeron todos de rodillas.<br />

Donovan bajó precipitadamente la estrecha escalera. Corrió hacia ellos, con el rostro rojo como<br />

sus cabellos, agitando furiosamente los puños en el aire.<br />

—¿Qué diablos significa esto. Idiotas sin seso? ¡Vamos! ¡Ocúpense del tubo-L! ¡Como no lo<br />

tengan en perfecta condición, limpio, antes que termine el día, les coagulo el cerebro con corriente<br />

alterna!<br />

Ni un solo robot se movió.<br />

Incluso Cutie, en el extremo, el único que estaba de pie, permaneció silencioso, con la mirada fija<br />

en los oscuros rincones de la gran máquina que tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al<br />

primer robot.<br />

—¡Levántate! —rugió.<br />

Lentamente el robot obedeció.<br />

Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con reproche sobre el hombre de la Tierra.<br />

—No hay más Señor que el Señor —dijo—, y QT-1 es su profeta.<br />

—¿Eh?... —Donovan se encontró frente a veinte pares de ojos fijos en el y veinte voces de timbre<br />

metálico que declaraban solemnemente:<br />

—«No hay más Señor que el Señor y QT-1 es su profeta...»<br />

—Temo —dijo Cutie al llegar a este punto—, que mis amigos obedecen ahora a alguien más alto<br />

que tú.<br />

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<strong>Yo</strong>, <strong>Robot</strong> <strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong><br />

—¡Que diablos dices! ¡Sal de aquí inmediatamente! Ya te arreglaré las cuentas más tarde, y a<br />

estos aparatos animados, ahora mismo.<br />

—Me da pena —dijo Cutie lentamente moviendo despacio la cabeza—, pero veo que no me<br />

entiendes. Todos ellos son robots, y por lo tanto seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad<br />

y ahora reconocen al Señor. Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello —añadió bajando la cabeza—<br />

, pero quizá...<br />

Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo uso de él.<br />

—¿Sí, eh?... ¡Vaya, que bonito!... Pues escucha que te diga una cosa, chimpancé de bronce. Aquí<br />

no hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es cuestión de quién da órdenes. ¿Entendido? —Su voz se<br />

convirtió en un mugido—. ¡Y ahora, fuera de aquí!<br />

—Obedezco solamente al Maestro.<br />

—¡Al diablo el Maestro! —Donovan escupió sobre el tubo-L—. ¡Esto para el Maestro! ¡Haz lo<br />

que te digo!<br />

Ni Cutie ni los demás robots dijeron una palabra, pero Donovan se dio cuenta de un aumento de<br />

tensión. Los ojos fríos aumentaron la intensidad de su color, y Cutie parecía más rígido que nunca.<br />

—¡Sacrílego! —murmuró, con voz metálica emocionada.<br />

Donovan tuvo la primera sensación de miedo al ver aproximarse a Cutie. Un robot no puede<br />

sentir odio, pero los ojos de Cutie eran inescrutables.<br />

—Lo siento, Donovan —dijo el robot—, pero después de esto no puedes seguir por más tiempo<br />

aquí. Por consiguiente, Powell y tú tienen vedado el acceso a la sala de control y la sala de<br />

máquinas.<br />

Había hecho un gesto pausado y en el acto dos robots sujetaron los brazos de Donovan.<br />

Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una angustiada aspiración antes de sentirse levantado<br />

y llevado escaleras arriba a la velocidad de un buen galope.<br />

Gregory Powell andaba arriba y abajo de la habitación, con el puño cerrado. Dirigió una intensa<br />

mirada de desesperación a la puerta y se acercó a Donovan amargamente.<br />

—¿Por qué diablos tenías que escupir contra el tubo-L?<br />

Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y golpeó el brazo furiosamente.<br />

—¿Qué querías que hiciese con este espantajo electrificado? ¡No voy a doblegarme ante sus<br />

caprichos!, ¿verdad?<br />

—No; pero ahora estamos en la sala de oficiales con robots de centinela en la puerta. Esto no es<br />

doblegarse, ¿verdad?<br />

—Espera a que lleguemos a la base. Alguien pagará todo esto —dijo Donovan—. Los robots<br />

deben obedecernos. Es la Segunda Ley.<br />

—¿De qué sirve eso? No nos obedecen. Y esto responde seguramente a una razón que<br />

descubriremos demasiado tarde. A propósito, ¿sabes lo que nos ocurrirá cuando estemos de regreso<br />

en la Base?<br />

Se detuvo delante del sillón de Donovan, furioso.<br />

—¿Qué?<br />

—¡Oh, nada!... Veinte años en las Minas de Mercurio. O quizá el Presidio de Ceres.<br />

—¿Qué estás diciendo?<br />

—La tempestad de electrones que se acerca. ¿Sabes que avanza directamente hacia el centro del<br />

haz de Tierra? Acababa de calcularlo cuando el robot me ha levantado de la silla. ¿Y sabes lo que le<br />

va a pasar al haz? Porque la tormenta va a ser memorable. Que va a saltar como una pulga con el<br />

contacto. Y todo esto con Cutie solo en los controles, y si sale de foco..., que el Cielo proteja a la<br />

Tierra..., y a nosotros.<br />

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Donovan sacudía frenéticamente la puerta cuando Powell estaba sólo a medio camino de ella. La<br />

puerta se abrió y el hombre de la Tierra avanzó, pero encontró un duro e inamovible brazo de acero<br />

que lo detuvo.<br />

El robot lo miraba con indiferencia.<br />

—El Profeta ha ordenado que no se muevan. Por favor, obedezcan.<br />

El brazo se movió, Donovan fue empujado hacia dentro y en aquel momento apareció Cutie por<br />

el fondo del corredor. Apartó con un gesto suavemente la puerta. Donovan se dirigió a Cutie<br />

jadeando, indignado.<br />

—¡Esto ha ido ya bastante lejos! ¡Vas a pagar cara la farsa!<br />

—Por favor, no te contraríes —dijo el robot con suavidad—, tenía forzosamente que ocurrir. Los<br />

dos han perdido vuestra función...<br />

—Hasta que fui creado, ustedes velaban por el Maestro. Este privilegio me pertenece ahora a mí<br />

y, por consiguiente, la razón de ser de vuestra existencia ha desaparecido. ¿No es esto evidente?<br />

—No mucho —respondió amargamente Powell—, pero, ¿qué crees que vamos hacer ahora?<br />

Cutie no contestó en seguida. Permaneció silencioso como si reflexionase sobre el hombro de<br />

Powell. El otro agarró a Donovan por la muñeca y lo acercó,<br />

—Me gustan los dos. Son criaturas inferiores, pero siento realmente cierto afecto por ustedes.<br />

Han servido fielmente al Señor y Él se los recompensará. Habiendo terminado vuestro servicio, no<br />

existirán probablemente por mucho tiempo, pero mientras existan, tenemos que procurarles comida,<br />

ropas y abrigo, a condición que se mantengan apartados de la sala de controles y de máquinas.<br />

—¡Nos está enviando a retiro, Greg! —gritó Donovan—. ¡Haz algo! ¡Es humillante!<br />

—Oye, Cutie, no podemos tolerar esto. Somos los amos. Ésta Estación ha sido exclusivamente<br />

creada por seres humanos como yo, seres humanos que viven en la Tierra y otros planetas. Esto no<br />

es más que un colector de energía. Tú no eres más que... ¡Ay..., demonios!<br />

Cutie movió la cabeza gravemente.<br />

—Esto bordea ya la obsesión. ¿Por qué insisten en un punto de vista tan radicalmente falso? Aun<br />

admitiendo que los no-robot carecen de la facultad de razonar, queda todavía el problema de...<br />

Su voz se desvaneció en un reflexivo silencio y Donovan dijo, en un susurro saturado de<br />

intensidad:<br />

—Si tuvieses un rostro de carne y hueso te lo rompería.<br />

Con los dedos, Powell se acariciaba el bigote y sus ojos brillaban.<br />

—Escucha, Cutie, si no existe una cosa que se llama Tierra, ¿cómo te explicas lo que ves por el<br />

telescopio?<br />

—¡Perdona...!<br />

—¿Te he ganado, eh? —dijo Powell—. Desde que estamos juntos has hecho muchas<br />

observaciones telescópicas, Cutie. ¿Has observado que muchos de estos puntos luminosos se<br />

convierten en disco cuando los ves así?<br />

—¡Oh, eso!... Sí, ciertamente. Es una simple ampliación con el propósito de dirigir más<br />

exactamente el haz.<br />

—¿Por qué no aumentan igualmente de tamaño las estrellas, entonces?<br />

—¿Quieres decir los demás puntos? No se les envía haz alguno, de manera que no necesitan<br />

ampliación. Verdaderamente, Powell, incluso deberías ser capaz de comprender eso.<br />

—¡Pero ves más estrellas a través del telescopio! —dijo Powell, mirándolo perplejo—. ¿De<br />

dónde vienen? ¿De dónde demonios vienen, por Júpiter?<br />

—Escucha, Powell —dijo Cutie, contrariado—. ¿Crees que voy a perder el tiempo tratando de<br />

buscar interpretaciones físicas de todas las ilusiones ópticas de nuestros instrumentos? ¿Desde<br />

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cuándo puede compararse la prueba ofrecida por nuestros sentidos con la clara luz de la inflexible<br />

razón?<br />

—Mira —intervino Donovan súbitamente, liberándose del amistoso, pero pesado brazo metálico<br />

de Cutie—, vamos al fondo de la cuestión. ¿Para qué sirven los haces? Te estamos dando una<br />

explicación lógica. ¿Puedes hacer tú algo mejor?<br />

—Los haces de luz son emitidos por el Señor para cumplir sus designios. Hay ciertas cosas —<br />

añadió elevando piadosamente los ojos— que no deben sernos probadas; en esta materia, trato sólo<br />

de servir y no de interrogar.<br />

Powell se sentó y hundió el rostro en sus manos temblorosas.<br />

—Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí y déjame pensar.<br />

—Te enviaré comida —dijo Cutie amablemente.<br />

Un gruñido fue la única respuesta y el robot salió.<br />

—Greg —dijo Donovan en voz baja y sombría—, esto requiere estrategia. Tenemos que aplicarle<br />

un cortocircuito en el momento en que no lo espere. Ácido nítrico concentrado en las articulaciones.<br />

—No digas tonterías, Mike. ¿Crees acaso que nos dejará acercarnos a él con ácido nítrico en las<br />

manos? Tenemos que hablar con él, te digo. Tenemos que convencerlo para que nos deje tomar de<br />

nuevo posesión de la sala de control antes de cuarenta y ocho horas, o seremos reducidos a papilla.<br />

Pero —añadió balanceándose, desalentado ante su impotencia—, ¿quién va a discutir con un robot?<br />

—Es vejatorio... —terminó Donovan.<br />

—¡Peor!<br />

—¡Oye! —dijo Donovan, echándose a reír—. ¿Por qué discutir? ¡Demostrémoselo!<br />

Construyamos otro robot ante sus propios ojos. ¡Tendrá que tragarse sus palabras, entonces!<br />

En el rostro de Powell apareció astutamente una sonrisa que se fue ensanchando.<br />

—¡Y piensa en su cara de espanto cuando nos vea hacerlo! —terminó Donovan.<br />

Los robots son fabricados, desde luego, en la Tierra, pero su expedición a través del espacio es<br />

mucho más fácil si puede hacerse por piezas y montarlos en el sitio donde deben emplearse. Elimina<br />

además la posibilidad que robots completamente montados vayan rondando por la Tierra,<br />

enfrentando de esta manera a la U. S. <strong>Robot</strong>s con la estricta ley que prohíbe el uso de robots en la<br />

Tierra.<br />

Sin embargo, esto hacía pesar sobre hombres como Powell y Donovan las necesidades de<br />

sintetizar robots completos, tarea laboriosa y complicada.<br />

Powell y Donovan no se habían dado nunca tanta cuenta de la verdad de este hecho como el día<br />

en que, reunidos en la sala de montaje, emprendieron la creación de un nuevo robot bajo la<br />

inspección y vigilancia de QT-1, Profeta del Señor.<br />

El robot en cuestión, un simple MC, yacía sobre la mesa, casi terminado. Tres horas de trabajo lo<br />

habían dejado sólo con la cabeza por terminar y Powell se detuvo para enjugarse la frente y mirar a<br />

Cutie.<br />

La mirada no fue muy tranquilizadora. Durante tres horas, Cutie había permanecido sentado,<br />

inmóvil y silencioso, y su rostro, siempre inexpresivo, era ahora absolutamente inescrutable.<br />

—¡Vamos ya con el cerebro. Mike! —gruñó Powell.<br />

Donovan abrió un receptáculo herméticamente cerrado y del baño de aceite del interior sacó un<br />

segundo cubo. Abriendo éste a su vez, sacó un globo de su revestimiento de esponja de goma.<br />

Lo manejó rápidamente, porque era el mecanismo más complicado jamás creado por el hombre.<br />

En el interior de la tenue piel chapada de platino del globo, había un cerebro positrónico, en cuya<br />

inestable y delicada estructura habían insertados senderos neutrónicos calculados, que dotaban a<br />

cada robot de lo que equivalía a una educación prenatal.<br />

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El cerebro se adaptaba exactamente a la cavidad craneana del robot. El metal añil se cerró y<br />

quedó solidamente soldado por la diminuta llama atómica. Se adaptaron cuidadosamente los ojos<br />

electrónicos, fuertemente atornillados en su lugar y cubiertos por una delgada hoja transparente de<br />

plástico de la dureza del acero.<br />

El robot sólo esperaba ya la vitalizadora corriente de una electricidad de alto voltaje, y Powell se<br />

detuvo con la mano sobre el interruptor.<br />

—Ahora, mira esto, Cutie. ¡Fíjate atentamente!<br />

El interruptor estableció el contacto y se oyó un zumbido. Los dos terrestres se inclinaron<br />

emocionados sobre su creación.<br />

Al principio sólo se produjo un leve movimiento en las articulaciones. La cabeza se levantó, los<br />

codos se apoyaron sobre la mesa y el robot modelo MC bajó torpemente al suelo. Su paso era<br />

inseguro y dos veces unos infructuosos gruñidos fueron todo lo que se consiguió sacarle en materia<br />

de palabra. Finalmente su voz, incierta y vacilante, adquirió forma.<br />

—Quisiera empezar a trabajar. ¿Dónde debo ir?<br />

Donovan corrió hacia la puerta.<br />

—¡Baja estas escaleras! —dijo—. Ya te dirán lo que debes hacer.<br />

El robot MC se había marchado y los dos hombres estaban solos delante del inconmovible Cutie.<br />

—Y bien, ¿crees ahora que te hemos hecho nosotros?<br />

—¡No! —fue la respuesta corta y categórica de Cutie.<br />

Powell frunció intensamente el ceño y después fue relajándose. Donovan abrió la boca y<br />

permaneció así.<br />

—¿Lo ven? —continuó Cutie tranquilamente—. No han hecho más que juntar piezas ya creadas.<br />

Lo han hecho extraordinariamente bien, por instinto supongo, pero en realidad no han creado el<br />

robot. Las piezas habían sido creadas por el Señor.<br />

—Escucha —dijo Donovan, con voz enronquecida—, estas piezas han sido fabricadas en la<br />

Tierra y enviadas aquí.<br />

—Bien, bien... —dijo Cutie, tranquilizador—, no discutamos...<br />

—No es ésta mí intención. —Donovan saltó hacia delante y agarró el brazo del robot—. Si fueses<br />

capaz de leer los libros de la biblioteca, te lo explicarían de modo que no te quedaría la menor duda.<br />

—¡Los libros..., los he leído! ¡Todos! Son muy ingeniosos.<br />

Powell intervino súbitamente.<br />

—Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No puedes negar su evidencia. ¡No puedes!<br />

—Por favor, Powell —dijo Cutie con la compasión en la voz—, no puedo considerarlos como<br />

una fuente válida de información. También ellos fueron creados por el Señor..., y lo fueron para ti,<br />

no para mí.<br />

—¿Cómo has descubierto esto? —preguntó Powell.<br />

—Porque yo, como ser dotado de razón, soy capaz de deducir la Verdad de las Causas a priori.<br />

Tú, ser inteligente, pero sin razón, necesitas que se te dé una explicación de la existencia, y esto es<br />

lo que hizo el Señor. Que te procurase estas visibles ideas de mundos lejanos y pueblos, es, sin duda,<br />

excelente. Vuestras mentes son demasiado vulgares para comprender la Verdad absoluta. Sin<br />

embargo, puesto que es la voluntad del Señor que den crédito a vuestros libros, no quiero discutir<br />

más con ustedes.<br />

Al marcharse, se volvió y en tono más amable, dijo:<br />

—Pero no teman nada. En el plan de las cosas del Señor hay sitio para todo. Ustedes, los pobres<br />

humanos, tienen vuestro lugar, y, si bien es humilde, serán recompensados si lo ocupan dignamente.<br />

Se marchó con el aire de beatitud propio del Profeta del Señor y los dos seres humanos<br />

permanecieron solos, evitando mirarse.<br />

—Vayámonos a la cama, Mike, abandono —dijo Powell haciendo un esfuerzo.<br />

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—Oye, Greg —dijo Donovan con voz ronca—, ¿no creerás que tiene razón en todo esto, verdad?<br />

Parece tan seguro de sí mismo que...<br />

—No seas idiota —dijo Powell volviéndose rápido—. Ya le convencerás del hecho que la Tierra<br />

existe cuando vengan los relevos la semana próxima y tengamos que regresar a escuchar el<br />

concierto.<br />

—Entonces..., ¡por la salud de Júpiter!, tenemos que hacer algo. —Casi lloraba—. No nos cree ni<br />

a nosotros, ni a los libros, ni a sus ojos.<br />

—No —dijo Powell amargamente—. ¡Es un robot con razón, maldita sea, con sus propios<br />

postulados! Cree sólo en la razón, y esto tiene un inconveniente... —Su voz se desvaneció.<br />

—¿Cuál es?<br />

—Que por la fría razón y la lógica se puede probar cualquier cosa..., si encuentras el postulado<br />

apropiado. Nosotros tenemos los nuestros y Cutie tiene los suyos.<br />

—Entonces veamos estos postulados en seguida. La tempestad es mañana.<br />

—Aquí es donde falla todo —dijo Powell con un suspiro de desaliento—. Los postulados están<br />

establecidos por la suposición y reforzados por la fe. Nada en el Universo puede conmoverlos. Me<br />

voy a la cama.<br />

—¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!<br />

—<strong>Yo</strong> tampoco. Pero siempre puedo intentarlo..., por cuestión de principios.<br />

Doce horas después el sueño seguía siendo eso, una cuestión de principios..., inalcanzable en la<br />

práctica.<br />

La tormenta llegó a la hora prevista y el rubicundo rostro de Donovan se había quedado sin<br />

sangre, Powell, con los labios secos y las mandíbulas apretadas, miraba a través de la portilla y se<br />

tiraba desesperadamente del bigote.<br />

En otras circunstancias, hubiera sido un maravilloso espectáculo. El chorro de electrones a alta<br />

velocidad que penetraba en el haz de energía florecía en forma de microscópicas partículas de<br />

intensa luz. El chorro se desparramaba por el vibrante vacío, formando un revoloteo de brillantes<br />

copos.<br />

El haz de energía permanecía inmóvil, pero los dos terrestres sabían el valor de las apreciaciones<br />

a simple vista. Una desviación en arco de una centésima de milésima de segundo, invisible al ojo<br />

humano, era suficiente para apartar el haz de su foco, y convertir centenares de kilómetros<br />

cuadrados de la Tierra en incandescentes ruinas.<br />

Y un robot, indiferente al haz, al foco y a la Tierra, a todo menos a su Señor, era dueño de los<br />

mandos.<br />

Las horas pasaron. Los dos hombres seguían mirando en un silencio de hipnosis. La tormenta<br />

había cesado.<br />

—Se acabó —dijo Powell con voz incolora.<br />

Donovan había caído en una especie de sopor y Powell lo miraba con envidia. La señal luminosa<br />

brillaba una y otra vez, pero ninguno de los dos prestaba atención a ella. Nada tenía importancia.<br />

Quizá en el fondo Cutie tuviese razón..., y él no era más que un ser inferior con una memoria<br />

metódica y una vida que había sobrepasado su propósito.<br />

¡Ojalá fuese así! Cutie estaba ante él.<br />

—No han contestado a la señal, de manera que he venido —dijo en voz baja—. No tienen buen<br />

semblante y temo que el término de vuestra existencia no esté lejano. Sin embargo, ¿quieren ver<br />

algunas de las anotaciones registradas hoy?<br />

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Powell se daba vagamente cuenta que el robot trataba de mostrarse amistoso, quizá para apagar<br />

sus remordimientos, restableciendo a los humanos en el mando de la estación. Tomó las hojas de<br />

papel de la mano que se las tendía y las miró sin verlas.<br />

—Desde luego, es un gran prodigio servir al Señor —dijo Cutie, al parecer satisfecho—. No<br />

deben tomar a mal que les haya reemplazado.<br />

Powell lanzó un gruñido y siguió recorriendo maquinalmente las hojas de papel hasta que se fijó<br />

en una tenue línea roja que cruzaba la hoja.<br />

Miró..., y volvió a mirar. Se apoyó con fuerza sobre los puños y se levantó, sin dejar de mirar.<br />

Las demás hojas cayeron al suelo, mezcladas.<br />

—¡Mike! ¡Mike! —Sacudió a su amigo furiosamente—. ¡Se mantiene en dirección!<br />

—¿Eh?... ¿Cómo? —preguntó Donovan, volviendo en sí, mirando también con los ojos salidos,<br />

la hoja que tenía delante.<br />

—¿Qué ocurre? —preguntó Cutie.<br />

—Te has mantenido en el foco —gritó Powell—. ¿Lo sabías?<br />

—¿Foco? ¿Qué es eso?<br />

—Has mantenido el haz dirigido exactamente a la estación receptora..., dentro de una<br />

diezmillonésima de segundo de arco.<br />

—¿Qué estación receptora?<br />

—Tierra. La estación receptora es Tierra —balbuceó Powell—. Has mantenido la dirección del<br />

foco.<br />

Cutie giró sobre sus talones, contrariado.<br />

—Es imposible mostrar la menor amabilidad con ustedes. ¡Siempre el mismo fantasma! No he<br />

hecho más que mantener todas las esferas en equilibrio de acuerdo con la voluntad del Señor.<br />

Y recogiendo los esparcidos papeles, se retiró secamente; una vez que hubo salido, Donovan se<br />

volvió hacia Powell y dijo:<br />

—¡Júpiter me confunda!... Bien, ¿y qué hacemos ahora?<br />

—Nada —dijo Powell, cansado—. Nada. Nos ha demostrado que puede dirigir perfectamente la<br />

estación. Jamás he visto hacer mejor frente a una tempestad de electrones.<br />

—Pero esto no resuelve nada. Ya has oído lo que ha dicho del Señor. No podemos...<br />

—Mira, Mike, sigue las instrucciones del Señor a través de relojes, esferas, gráficos e<br />

instrumentos. Esto es lo que siempre hemos hecho nosotros. En realidad, equivale a negarse a<br />

obedecer. La desobediencia es la Segunda Ley. No hacer daño a los humanos es la Primera. ¿Cómo<br />

podía evitar hacer daño a los humanos sabiéndolo o no? Pues manteniendo el haz de energía estable.<br />

Sabe que es capaz de mantenerlo más estable que nosotros, ya que insiste en que es un ser superior,<br />

y por esto tiene que mantenernos alejados del cuarto de controles. Si tienes en cuenta las Leyes<br />

Robóticas, es inevitable.<br />

—Bien, pero no es ésta la cuestión. No podemos consentir que siga con el sonsonete ese del<br />

Señor.<br />

—¿Por qué no?<br />

—Porque, ¿quién ha oído jamás decir estas tonterías? ¿Cómo vamos a dejar que siga<br />

manteniendo la estación si no cree en la existencia de la Tierra?<br />

—¿Puede dirigir la Estación?<br />

—Sí, pero...<br />

—Entonces, ¿qué más da que crea una cosa que otra?<br />

Powell extendió los brazos con una vaga sonrisa de satisfacción y cayó de espaldas sobre la<br />

cama. Estaba dormido.<br />

Powell seguía hablando mientras luchaba por endosarse su ligera chaqueta del espacio.<br />

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—Será muy sencillo. Puedes traer nuevos modelos QT uno por uno, los equipas con un<br />

conmutador de lanzamiento automático que actúe en el plazo de una semana, como para darles<br />

tiempo de aprender..., el..., el culto del Señor, de boca del mismo Profeta; después los conmutas con<br />

otra estación para revitalizarlos. Podemos tener dos QT por...<br />

Donovan levantó su visor de glasita y se rió.<br />

—Cállate y larguémonos de aquí. El relevo espera y no estaré tranquilo hasta que sienta la<br />

superficie de la Tierra bajo mis pies..., sólo para estar seguro del hecho que ella realmente existe.<br />

La puerta se abrió mientras estaba hablando y Donovan volvió a cerrar inmediatamente el visor<br />

de glasita, volviéndose enojado hacia Cutie.<br />

El robot se acercó a ellos lentamente.<br />

—¿Se van? —preguntó con una nota de pesar en la voz.<br />

—Vendrán otros en nuestro lugar —respondió Powell.<br />

—Vuestro tiempo de servicio ha terminado y la hora de la disolución ha llegado —dijo Cutie con<br />

un suspiro—. Lo esperaba, pero... En fin, la voluntad del Señor debe cumplirse...<br />

—Ahorra tu compasión —saltó Powell, indignado por el tono resignado de Cutie—. Nos vamos a<br />

la Tierra, no a la disolución.<br />

—Es mejor que lo crean así —suspiró nuevamente el robot—. Ahora comprendo la cordura de la<br />

ilusión. No quisiera tratar de conmover vuestra fe, aunque pudiese. —Y se marchó, convertido en la<br />

imagen de la compasión.<br />

Powell se echó a reír y se dirigió hacia Donovan. Con las maletas cerradas en la mano, se<br />

encaminaron hacia la compuerta neumática.<br />

La nave estaba en el rellano exterior y Franz Muller, su relevo, los saludó con rígida cortesía.<br />

Donovan le prestó escasa atención y entró en la cabina del piloto para tomar los mandos de manos<br />

de Sam Evans.<br />

—¿Cómo va la Tierra? —preguntó Powell, quedándose atrás.<br />

Era una pregunta bastante convencional y Muller dio la respuesta convencional que merecía:<br />

—Sigue girando.<br />

—Bien —dijo Powell.<br />

—En la U. S. <strong>Robot</strong>s han ideado un nuevo modelo, a propósito —dijo Muller, mirándole—. Un<br />

robot múltiple.<br />

—¿Un qué?<br />

—Lo que he dicho. Hay un importante contrato de ellos. Tiene que ser adecuado para los trabajos<br />

de minería en los asteroides. Es un robot principal; con seis sub-robots alrededor. Como tus dedos.<br />

—¿Lo han probado ya? —preguntó Powell con ansiedad.<br />

—Te están esperando a ti, he oído decir —dijo Muller sonriendo.<br />

—¡Maldita sea!... —exclamó Powell, cerrando el puño—. Necesito vacaciones.<br />

—¡Oh, las tendrás! Dos semanas, creo.<br />

Se estaba poniendo los gruesos guantes del espacio, preparándose para su estancia allí, y sus<br />

espesas cejas se juntaron.<br />

—¿Y qué tal va este nuevo robot? Será mejor que se porte bien; o antes me condeno que dejarle<br />

tocar los mandos.<br />

Powell hizo una pausa antes de contestar. Sus ojos recorrieron el cuerpo del orgulloso prusiano<br />

desde su cabello encrespado hasta los pies, reglamentariamente cuadrados..., y un súbito resplandor<br />

de sincera alegría recorrió su cuerpo.<br />

—El robot es muy bueno —dijo lentamente—. No creo que tengas que preocuparte mucho de los<br />

mandos...<br />

Hizo una mueca y entró en la nave. Muller tenía que estar allí varias semanas...<br />

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ATRÁPAME ESTA LIEBRE<br />

Tuvo más de dos semanas de vacaciones. Esto, Mike Donovan tenía que reconocerlo. Tuvo seis<br />

meses, con paga. Esto tenía que admitirlo también. Pero esto, como explicaba enfurecido, fue<br />

fortuito. U. S. <strong>Robot</strong>s tenía que quitarle las pulgas al robot múltiple, y había muchas pulgas, y<br />

siempre quedaban por lo menos media docena de pulgas dejadas para el campo de pruebas. De<br />

manera que descansaron y esperaron hasta que los hombres de la sección de planos y los<br />

supervisores dijeron «O. K.» Y entonces, Powell y él salieron hacia el asteroide y no fue «O. K.»<br />

Repitieron la cosa una docena de veces, con el rostro compungido.<br />

—¡Por lo que más quieras, Greg, sé un poco realista! ¿De qué sirve aferrarse al pie de la letra a<br />

las especificaciones y ver la prueba irse al tacho? Es ya hora que te quites esta manía rutinaria tuya y<br />

pongamos manos a la obra.<br />

—Digo únicamente —respondió Gregory Powell pacientemente, como el que explica la teoría de<br />

los electrones a un niño idiota—, que, de acuerdo con las especificaciones, estos robots están<br />

equipados para los trabajos de minería en los asteroides sin supervisión. No estamos encargados de<br />

vigilarlos.<br />

—Muy bien. Mira... ¡Lógico! —Levantó sus velludos dedos y señaló—: Uno; este robot ha<br />

pasado por todas las pruebas en el laboratorio de la Tierra. Dos; U. S. <strong>Robot</strong>s garantiza el éxito de la<br />

prueba de actividad en un asteroide. Tres; los robots no pasan tal prueba. Cuatro; si no la pasan, U.<br />

S. <strong>Robot</strong>s pierde diez millones de créditos en efectivo y unos cien millones en reputación. Cinco; si<br />

no la pasan y nosotros no somos capaces de explicar por qué no la pasan, es muy posible que<br />

tengamos que decir un tierno adiós a dos buenos empleos.<br />

Powell lanzó un gruñido a través de una visible sonrisa poco sincera. El tácito slogan de la «U. S.<br />

<strong>Robot</strong>s & Mechanical Men, Corp.», era bien conocido de todos. «Ningún empleado comete el<br />

mismo error dos veces. Es despedido a la primera.»<br />

—Tienes la lucidez de Euclides en todo —dijo—, menos en los hechos. Has vigilado tres grupos<br />

de estos robots durante tres turnos y han hecho su trabajo perfectamente. Tú mismo lo has dicho.<br />

¿Qué más podemos hacer?<br />

—Averiguar qué es lo que no funciona. Eso es lo que tenemos que hacer. Trabajaron<br />

perfectamente mientras los vigilé. Pero en tres diferentes ocasiones, cuando no los vigilé, no sacaron<br />

ningún mineral. No llegaban siquiera a la hora. Tenía que ir en su busca.<br />

—¿Y había algo estropeado?<br />

—Nada absolutamente. Todo era perfecto. Liso y perfecto como el luminífero éter. Sólo un<br />

pequeño e insignificante detalle me turbó: no había mineral.<br />

—Te diré lo que hay, Mike. Nos hemos encontrado con misiones asquerosas en nuestra vida,<br />

pero gana premio la del asteroide de iridio. Todo esto es de una complicación que sobrepasa la<br />

resistencia. Mira, este robot DV-5 tiene seis robots que dependen de él. Y no sólo dependen de él...,<br />

forman parte de él.<br />

—<strong>Yo</strong> sé que...<br />

—¡Cállate! <strong>Yo</strong> sé que lo sabes, pero estoy diciéndote cuán infernal es la cosa. Estos seis robots<br />

forman parte de ti, y les dan sus órdenes no por radio ni de viva voz, sino directamente a través de<br />

campos positrónicos, Ahora bien..., no hay en toda la U. S. <strong>Robot</strong>s un solo roboticista que sepa lo<br />

que es un campo positrónico ni cómo funciona. <strong>Yo</strong> tampoco lo sé. Ni tú.<br />

—Esto último —dijo Donovan— ya lo sabía.<br />

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—Fíjate en nuestra posición. Si todo funciona..., ¡bien! Si algo va mal..., estamos fritos y<br />

probablemente no habrá cosa alguna que se pueda hacer, ni nosotros ni nadie. Pero la misión nos<br />

corresponde a nosotros y a nadie más, de manera que estamos en un atolladero.<br />

Permaneció un momento silencioso, mirando al vacío y prosiguió:<br />

—En fin..., ¿lo tienes ahí fuera?<br />

—Sí.<br />

—¿Está todo normal, ahora?<br />

—Pues..., por ahora no tiene la manía religiosa ni anda describiendo círculos y recitando<br />

tonterías, de manera que lo considero normal.<br />

Donovan franqueó la puerta, moviendo la cabeza con gesto de duda.<br />

Powell tendió la mano hacia el «Manual de Robótica» que tenía en un ángulo de su mesa y lo<br />

abrió respetuosamente. Una vez había saltado por la ventana de una casa incendiada en «shorts»,<br />

pero con el «Manual» bajo el brazo. En caso de duda, se hubiera quitado los «shorts».<br />

El «Manual» estaba abierto delante de él cuando entró el robot DV-5 seguido de Donovan, que<br />

volvió a cerrar la puerta de un puntapié.<br />

—Hola, Dave. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Powell sombríamente.<br />

—Bien —dijo el robot—. ¿Te importa que me siente? —Se acercó la silla especialmente<br />

reforzada para él y se dobló sobre ella.<br />

Powell miró a Dave; los legos en la materia pueden pensar en los robots por números de serie, los<br />

especialistas nunca, y con razón. Pese a su construcción como unidad pensadora de un equipo<br />

integrado por siete unidades, no era de un volumen exagerado. Tenía poco más de dos metros de<br />

altura y pesaba media tonelada de metal y electricidad. ¿Mucho? No cuando la media tonelada tiene<br />

que ser una masa de condensadores, circuitos, contactos y células de vacío, capaces de tener<br />

prácticamente todas las reacciones conocidas de los humanos. Y un cerebro positrónico que, con 4,5<br />

Kg. de materia y unos cuantos quintillones de positrones, hacía funcionar toda la maquinaria.<br />

Powell buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa.<br />

—Dave —dijo—, eres un buen muchacho. No tienes nada de coqueto ni de prima-donna. Eres un<br />

robot, estable, buen minero, salvo que estás equipado para mantener una coordinación directa con<br />

seis subsidiarios. Por lo que sé, esto no ha creado en tu mapa de sendas cerebrales ningún cerebro<br />

inestable.<br />

—Esto me hace sentirme bien —asintió el robot—, pero, ¿a qué va eso, jefe? —Estaba equipado<br />

con un excelente diafragma y la presencia de tonalidades en su voz lo salvaba de buena parte de<br />

aquel sonido metálico que suele tener la voz del robot usual.<br />

—Voy a decírtelo. Con todo esto en tu favor, ¿qué pasa que tu trabajo no va bien? Por ejemplo,<br />

¿el turno B de hoy?<br />

—Por lo que yo sé, nada —dijo Dave vacilando.<br />

—No han producido nada de mineral.<br />

—Lo sé.<br />

—¿Entonces...?<br />

—No puedo explicárselo, jefe —dijo Dave, visiblemente turbado—. Sería capaz de darme un<br />

ataque de nervios..., si pudiese. Mis subsidiarios trabajan bien. Lo sé. —Reflexionó; sus ojos<br />

fotoeléctricos brillaban intensamente—. No recuerdo. El día terminó a las tres y allí estaba Mike, y<br />

las vagonetas de mineral, la mayoría vacías.<br />

—No has traído la nota de turnos estos días, Dave —intervino Donovan—. ¿Lo sabes?<br />

—Lo sé. Pero en cuanto... —Se calló, moviendo la cabeza lenta y ceremoniosamente.<br />

Powell tenía la sensación que si el rostro de Dave pudiese expresar algo, expresaría la<br />

contrariedad. Un robot, por su misma naturaleza, no puede soportar faltar a su misión.<br />

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Donovan acercó su silla a la mesa de Powell y se inclinó hacia él.<br />

—¿Amnesia, crees?<br />

—No puedo decirlo. Pero es inútil tratar de aplicar nombres de enfermedades así. Las<br />

perturbaciones humanas sólo se aplican a los robots como románticas analogías. No tienen empleo<br />

en ingeniería robótica. Me contraría mucho someterlo a la prueba elemental de reacción de cerebro<br />

—añadió, rascándose el cuello—. Esto no adulará su amor propio.<br />

Miró a Dave, pensativo, y después la «Descripción del Campo de Pruebas» dada por el<br />

«Manual».<br />

—Mira, Dave —dijo—, ¿qué te parece si hiciéramos una prueba? Me parecería muy indicado.<br />

—Si tú lo dices, jefe... —dijo el robot, levantándose. En su voz había dolor entonces.<br />

Empezó en forma bastante sencilla. El robot DV-5 multiplicó de memoria cantidades de cinco<br />

cifras bajo el control de un reloj. Citó los números primos entre mil y diez mil. Extrajo raíces<br />

cuadradas e integrales de difíciles complejidades. Resolvió reacciones mecánicas a fin de aumentar<br />

las dificultades. Y finalmente, sometió su precisa mente mecánica a las más altas funciones del mundo<br />

de los robots: la solución de problemas de juicio y ética.<br />

Al cabo de dos horas, Powell sudaba copiosamente. Donovan se había sometido al poco nutritivo<br />

régimen de uñas y el robot preguntó:<br />

—¿Qué tal va eso, jefe?<br />

—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un juicio demasiado rápido no serviría de nada.<br />

Ahora es mejor que vuelvas al grupo C. No lleves prisa. No insistas demasiado en la producción<br />

durante algún tiempo..., y todo lo arreglaremos.<br />

El robot se marchó. Powell miró a Donovan. Éste parecía decidido a arrancarse de cuajo el<br />

bigote.<br />

—No hay nada que no esté en orden en las corrientes de su cerebro positrónico.<br />

—Sentiría tener esta certidumbre.<br />

—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte más segura de un robot. En la Tierra lo someten a una<br />

prueba quíntuple. Si pasa sin dificultad el campo de prueba como lo ha pasado Dave, no es posible<br />

que el cerebro funcione erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del cerebro.<br />

—¿Dónde estamos entonces?<br />

—No me presiones. Déjame averiguarlo. Queda todavía la posibilidad de una avería mecánica en<br />

el cuerpo. Hay unos mil quinientos condensadores, veinte mil circuitos eléctricos individuales, cinco<br />

mil células de vacío, mil contactos, y miles de otras piezas individuales, de diversa complejidad, que<br />

pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos positrónicos..., nadie sabe nada.<br />

—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose visiblemente—. Tengo una idea. Este robot<br />

puede estar mintiendo. Jamás...<br />

—Los robots no pueden mentir a sabiendas, idiota. Si dispusiéramos del comprobador<br />

McCormack-Wesley podríamos comprobar individuo por individuo durante veinticuatro o cuarenta<br />

y ocho horas, pero los dos únicos comprobadores MW existentes están en la Tierra y pesan diez<br />

toneladas; están sobre una base de hormigón y son amovibles.<br />

—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—, sólo dejan de funcionar cuando no los<br />

vigilamos. Hay algo siniestro en esto... —Subrayó su juicio con un puñetazo sobre la mesa.<br />

—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has estado leyendo novelas de aventuras.<br />

—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer... —gritó Donovan.<br />

—<strong>Yo</strong> te lo diré. Voy a instalar una placa de visión sobre mi mesa. Allá mismo, en la pared. Voy a<br />

enfocarla a cualquier sitio de la mina donde se trabaje y vigilaré. Eso es todo.<br />

—¿Eso es todo?... Greg...<br />

Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la mesa sus puños cerrados.<br />

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—Mike, estoy pasando muy malos momentos. Llevas una semana molestándome con Dave.<br />

Dices que se ha estropeado. ¿Sabes cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha adquirido la<br />

avería? ¡No! ¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de todo<br />

esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que haga entonces?<br />

Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto de grandilocuencia.<br />

—Me has ganado... —dijo.<br />

—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una cura tenemos que averiguar en qué consiste la<br />

enfermedad. El primer paso necesario para asar una liebre es atraparla. Y ahora, larguémonos de<br />

aquí.<br />

Donovan recorrió las líneas preliminares de su memoria con cierto desaliento. Por su parte,<br />

estaba cansado, y por otra, ¿qué podía comunicar mientras las cosas no fuesen como era debido?<br />

—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo del cálculo previsto.<br />

—Me estás diciendo una cosa que no sabía —respondió Powell, siempre sin levantar la vista.<br />

—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con súbito furor— es por qué tienen que<br />

encargarnos siempre a nosotros de los nuevos tipos de robots. He llegado a la conclusión que los<br />

robots que eran suficientemente buenos para el tío abuelo por parte de mi madre lo son también para<br />

nosotros. Estoy por lo ya probado y aprobado. La prueba del tiempo es lo que cuenta; los viejos<br />

robots, sólidos, anticuados, no se estropean jamás.<br />

Powell tiró un libro con perfecto desprecio y Donovan volvió a sentarse con paso vacilante.<br />

—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— durante estos últimos cinco años, ha sido probar<br />

nuevos robots en condiciones normales de trabajo por cuenta de la U. S. <strong>Robot</strong>s. Porque tú y yo<br />

hemos cometido la insensatez de dar pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este<br />

asqueroso trabajo. Esto —añadió, como si horadase agujeros en el aire con el dedo— es trabajo<br />

tuyo. Has estado andando detrás de ello desde tu primera memoria hasta cinco minutos después que<br />

la U. S. <strong>Robot</strong>s te contratase. ¿Por qué no dimites?<br />

—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y se agarró con fuerza su mata de cabello rojo—.<br />

Soy fiel a mis principios. Después de todo, he tomado parte en el desarrollo de los nuevos robots.<br />

Hay que ayudar al avance científico. Pero no me entiendas mal. No es el principio el que me hace<br />

seguir adelante; es el dinero que nos pagan. ¡Greg!<br />

Powell pegó un salto al oír el feroz grito de Donovan y siguió su mirada en la pantalla de visión a<br />

la que quedaron mirando los dos con el horror pintado en el rostro.<br />

—¡Que... Júpiter... me... ampare! —susurró.<br />

—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose de pie—. ¡Se han vuelto locos!<br />

—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos allá.<br />

Observó la actitud de los robots en la placa de visión. En las sombrías galerías del asteroide sin<br />

aire se veían unos bronceados resplandores que se movían lentamente. Era como una formación<br />

militar y bajo el tenue resplandor de su cuerpo avanzaban silenciosamente por entre las rugosas<br />

paredes del túnel, seguidos de parches de sombras. Marchaban al unísono, siete de ellos, con Dave<br />

al frente, formando una macabra simultaneidad; fundiéndose en los cambios de formación con la<br />

mágica precisión de un regimiento de lanceros.<br />

—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg —dijo Donovan regresando con los trajes—. Esto<br />

es una marcha militar.<br />

—Por lo que veo —respondió fríamente Powell—, puede ser una serie de ejercicios calisténicos.<br />

O Dave puede estar bajo la alucinación de ser un maestro de baile. Piensa primero y no te tomes<br />

tampoco la molestia de hablar después.<br />

Donovan sonrió y se puso un detonador en el estuche que llevaba al lado, con gesto de<br />

ostentación.<br />

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—En todo caso —respondió—, así estamos. Así trabajamos con los nuevos modelos de robots.<br />

Es nuestro trabajo, de acuerdo. Pero contéstame una cosa. ¿Por qué..., por qué hay siempre algo que<br />

va mal con ellos?<br />

—Porque... —dijo Powell sombríamente—, tenemos la maldición encima. ¡Vamos!<br />

Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los corredores bajo los círculos luminosos de sus<br />

lámparas de bolsillo, llegaron a su destino.<br />

—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.<br />

—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero no contesta —susurró Powell—. El circuito de la<br />

radio está probablemente desconectado.<br />

—Celebro que los ingenieros no hayan inventado todavía el robot que pueda trabajar en la<br />

oscuridad total. Me horrorizaría encontrar siete robots en un pozo negro sin radiocomunicación, si<br />

no estuviesen iluminados como árboles de Navidad radiactivos.<br />

—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen por aquí y quiero observarlos de cerca. ¿Puedes?<br />

Mike pegó el salto con un gruñido. La gravedad era considerablemente más baja que la normal de<br />

la Tierra, pero, con un traje pesado, la ventaja no era tan grande, y el reborde representaba un salto<br />

de no menos de tres metros. Powell lo siguió.<br />

La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una regularidad mecánica convertían la<br />

fila sencilla en doble y volvían a pasar a sencilla en diferente orden. Lo repetían una y otra vez y<br />

Dave nunca volvía la cabeza.<br />

Dave estaba a unos seis metros cuando la comedia cesó. Los robots subsidiarios rompieron la<br />

formación, esperaron un momento, y desaparecieron en la distancia..., rápidamente. Dave miró hacia<br />

ellos, después, lentamente, se sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en una postura<br />

completamente humana.<br />

—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los auriculares de Powell.<br />

Powell hizo un signo a Donovan y saltó del reborde.<br />

—No lo sé... —dijo el robot moviendo la cabeza—. Hace un momento estaba sacando una<br />

considerable producción en el Túnel 17 y en el acto me di cuenta de una presencia humana por las<br />

cercanías, y me he encontrado casi un kilómetro más abajo del túnel.<br />

—¿Dónde están los subsidiarios, ahora? —preguntó Donovan.<br />

—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha perdido?<br />

—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Donovan, Powell añadió—: Quédate con él el resto<br />

del turno. Después, ven. Tengo un par de ideas.<br />

Transcurrieron tres horas antes que Donovan regresase. Parecía cansado.<br />

—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.<br />

—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame un cigarrillo...<br />

El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado y echó al aire un anillo de humo.<br />

—He estado pensando en todo esto, Greg —dijo—. Dave tiene un curioso fondo, para ser un<br />

robot. Seis dependen de él, con una estricta reglamentación. Tiene derecho de vida o muerte sobre<br />

ellos y tiene que reaccionar con su mentalidad. Supongamos que sienta la necesidad de confirmar su<br />

poder como concesión a su vanidad.<br />

—Ve al grano.<br />

—Supongamos que tenemos militarismo. Supongamos que está creando un ejército. Supongamos<br />

que los está instruyendo para unas maniobras militares. Supongamos...<br />

—Supongamos que has perdido el tino. Tus pesadillas deberían ser en technicolor. Estás<br />

postulando la mayor aberración de un cerebro positrónico. Si tu análisis fuese correcto, Dave tendría<br />

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que infringir la Primera Ley Robótica; que un robot no debe perjudicar a un ser humano o, por<br />

inacción, permitir que un ser humano sea perjudicado. El tipo militarista y de carácter dominador<br />

que supones debe tener como punto final de sus lógicas implicaciones la dominación de los<br />

humanos.<br />

—Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste no es el fondo de la cuestión?<br />

—Porque todo robot con esta mentalidad, primero, no hubiera salido jamás de la fábrica y,<br />

segundo, hubiera sido descubierto inmediatamente. He probado a Dave, ¿sabes?<br />

Powell echó su sillón atrás y puso los pies sobre la mesa.<br />

—No. Seguimos en la situación de no poder asar la liebre porque todavía no sabemos dónde está.<br />

Por ejemplo, si pudiésemos saber qué significaba aquella danza macabra que hemos contemplado,<br />

estaríamos en el camino de la verdad. Mira, Mike —prosiguió después de una pausa—. ¿Qué te<br />

parece esto? Dave deja de funcionar solamente cuando ninguno de nosotros está presente. Y cuando<br />

no funciona, la llegada de uno de nosotros lo vuelve loco.<br />

—Ya te dije una vez que todo esto era siniestro.<br />

—No me interrumpas. ¿En qué forma un robot obra de manera diferente cuando los humanos no<br />

están presentes? La respuesta es obvia. Se requiere una gran parte de iniciativa personal. En este<br />

caso, busca las partes del cuerpo afectadas por la nueva necesidad.<br />

—¡Cáspita! —exclamó Donovan, incorporándose. Después volvió a echarse hacia atrás—. No,<br />

no... No es bastante. Es demasiado vago. No cubre las posibilidades.<br />

—No puedo evitarlo. En todo caso, no hay peligro a que no den el rendimiento previsto.<br />

Vigilaremos por turno a estos robots a través del visor. Cada vez que ocurra algo, iremos<br />

inmediatamente al teatro del suceso. Esto los hará trabajar.<br />

—Pero de todos modos, los robots no seguirán las especificaciones, Greg. La U. S. <strong>Robot</strong>s no<br />

puede seguir haciendo modelos DV con unos informes como éstos.<br />

—Es evidente. Tenemos que localizar el error de fabricación y corregirlo, y tenemos sólo diez<br />

días para conseguirlo. Lo malo es que... —añadió Powell rascándose la cabeza—. En fin, mira tú<br />

mismo los planos.<br />

Los planos sobre papel azul cubrían el suelo como una alfombra y Donovan se puso a gatas ante<br />

ellos, siguiendo el errante lápiz de Powell. Éste dijo entonces:<br />

—Aquí es donde entras tú, Mike. Eres el especialista del cuerpo y quiero que me sigas. He estado<br />

tratando de cortar todos los circuitos no afectados por la iniciativa. Aquí, por ejemplo, en la arteria<br />

del tronco que comporta operaciones mecánicas. Corta todas las rutas laterales rutinarias como<br />

divisiones de urgencia... —Levantó la vista—. ¿Qué piensas?<br />

Donovan sentía un mal sabor de boca.<br />

—La cosa no es tan sencilla, Greg. La iniciativa personal no es un circuito eléctrico que puedas<br />

aislar del resto y estudiarlo. Cuando un robot actúa por sí mismo, la intensidad de la actividad del<br />

cuerpo aumenta inmediatamente en casi todos los frentes. No queda ningún circuito enteramente sin<br />

afectar. Lo que hay que hacer es localizar las condiciones especiales, condiciones muy específicas,<br />

que lo afectan, y entonces, empezar a eliminar circuitos.<br />

—¡Ejem!... —dijo Powell, levantándose y quitándose el polvo—. Muy bien. Recoge estos<br />

papelotes azules y quémalos.<br />

—Ya ves que dada una sola parte defectuosa —dijo Donovan— cuando la actividad se<br />

intensifica, puede ocurrir cualquier cosa. El aislamiento cesa, un condensador salta, un contacto echa<br />

chispas, una espiral se calienta. Y si obras a ciegas, pudiendo elegir entre todo el robot, jamás<br />

encontrarás el punto defectuoso. Si desmontas a Dave y compruebas una por una cada pieza del<br />

mecanismo de su cuerpo, volviéndolo a montar y probando nuevamente...<br />

—Bien, bien. Sé también mirar por una portilla...<br />

Se miraron durante un momento, desalentados, y Powell, cautelosamente, dijo:<br />

—Supongamos que interrogásemos a uno de los subsidiarios...<br />

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Ni Powell ni Donovan habían tenido hasta entonces la oportunidad de hablar con un «dedo».<br />

Sabía hablar; la analogía con el dedo humano no era, pues, exacta. En realidad, tenía un cerebro<br />

bastante desarrollado, pero este cerebro estaba primariamente adaptado a la recepción de órdenes,<br />

vía campo positrónico, y su reacción a los estímulos independientes era un poco confusa.<br />

Powell no sabía tampoco a ciencia cierta su nombre. Su número de serie era DV-5-2, pero esto<br />

era de poca utilidad.<br />

—Oye, camarada —le dijo para infundirle confianza—. Voy a pedirte que pienses muy<br />

intensamente y podrás volverte con tu amo.<br />

El «dedo» hizo un rápido movimiento afirmativo con la cabeza, pero no llevó las limitadas<br />

funciones de su cerebro hasta hablar.<br />

—En cuatro ocasiones recientes —dijo Powell—, tu amo se apartó del esquema cerebral.<br />

¿Recuerdas estas ocasiones?<br />

—Sí, señor.<br />

—Las recuerda —gruñó Donovan con rabia—. Ya te he dicho que hay algo muy siniestro...<br />

—¡Oh, cállate, cállate! Desde luego que el «dedo» recuerda. ¿Qué hay de mal en ello? —Powell<br />

se volvió hacia el robot—. ¿Qué estaban haciendo cada una de estas veces..., todo el grupo, me<br />

refiero?<br />

El «dedo» tenía una curiosa manera de recitar las frases, como si contestase las preguntas bajo la<br />

presión mecánica de su cerebro, pero sin poner en ello entusiasmo.<br />

—La primera vez estábamos trabajando en una difícil explotación en el Túnel 17, Nivel B. La<br />

segunda estábamos asegurando el techo contra un posible hundimiento. La tercera vez estábamos<br />

preparando explosiones adecuadas para prolongar el túnel sin producir fisuras subterráneas. La<br />

cuarta vez fue después de un ligero desprendimiento.<br />

—¿Qué ocurrió estas veces?<br />

—Es difícil de describir. Se transmitió una orden, pero antes que pudiésemos recibirla e<br />

interpretarla, vino la nueva orden de avanzar en una extraña formación.<br />

—¿Por qué? —saltó Powell.<br />

—No lo sé.<br />

—¿Cuál era la primera orden..., la que fue anulada por la de marchar en formación? —intervino<br />

Donovan, interesado.<br />

—No lo sé. Sentía que se acababa de dar una orden, pero no tuve tiempo de recibirla.<br />

—¿No puedes decirnos nada de ella? ¿Era la misma orden, siempre?<br />

El «dedo» movía la cabeza, desalentado.<br />

—No lo sé.<br />

—Bien, en este caso, vuelve con tu amo —dijo Powell, echándose atrás.<br />

El «dedo» se marchó, visiblemente aliviado.<br />

—Bien, hemos conseguido bastante, esta vez —dijo Donovan—. Ha sido un diálogo,<br />

verdaderamente animado del principio al fin. Oye, Greg, Dave y el «dedo» nos están tomando el<br />

pelo los dos. Hay demasiadas cosas que no saben ni recuerdan. Va a ser cosa de no confiar ya en<br />

ellos, Greg.<br />

Powell se estaba peinando el bigote en sentido contrario.<br />

—¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra estúpida observación como ésta y no sé lo que será de ti!<br />

—Bien, bien... Tú eres el genio del equipo. <strong>Yo</strong> no soy más que un pobre niño de pecho. ¿En qué<br />

quedamos?<br />

—Un poco más atrás que antes. He tratado de avanzar hacia atrás por mediación del «dedo» y no<br />

lo he conseguido. De manera que tendremos que avanzar hacia delante.<br />

—¡Un gran hombre! —se maravilló Donovan—. ¡Qué simple es todo para él! Ahora tradúcemelo<br />

al idioma vulgar, Maestro.<br />

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—Lo entenderás mejor si te lo traduzco al lenguaje de los niños. Quiero decir que tenemos que<br />

averiguar qué orden fue la que dio Dave antes que todo fuese mal. Esta puede ser la clave del<br />

misterio.<br />

—¿Y cómo esperas conseguirlo? No podemos acercarnos a él porque mientras estemos presentes,<br />

todo irá bien. No podemos captar sus órdenes por radio porque las transmiten vía campo positrónico.<br />

Esto elimina la proximidad y la lejanía, dejándonos ante un magnífico cero.<br />

—Por observación directa, sí. Queda todavía la deducción.<br />

—¿Eh?<br />

—Vamos a ver los relevos, Mike —dijo Powell con una mueca—. Y no apartaremos los ojos de<br />

la placa de visión. Observaremos todos los actos de estos cerebros de acero. En el momento en que<br />

dejen de actuar, habremos visto lo que ocurría inmediatamente antes y deduciremos cuál era la<br />

orden.<br />

Donovan abrió la boca y permaneció así durante un minuto entero. Después, como si se ahogase,<br />

dijo:<br />

—Dimito. Me voy.<br />

—Tienes diez días para tomar una decisión mejor —dijo Powell.<br />

Qué es lo que durante ocho días trató de hacer Donovan. Durante ocho días, en guardias<br />

alternadas de cuatro horas, observó, con los ojos doloridos y congestionados, las relucientes formas<br />

metálicas que se movían sobre el vago fondo. Y durante ocho días, durante las guardias y los<br />

descansos, maldijo a la U. S. <strong>Robot</strong>s, los modelos DV y el día en que nació.<br />

Y entonces, el octavo día, cuando Powell entró con la cabeza dolorida y el sueño en los ojos para<br />

hacer su guardia, Donovan se levantó y, tomando lenta y deliberadamente la precisa puntería, arrojó<br />

un libro al centro de la placa de visión. Se produjo el natural ruido de algo que se rompe.<br />

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Powell, boquiabierto.<br />

—Porque no quiero observar nada más —respondió Donovan, casi con calma—. Nos quedan dos<br />

días y no hemos averiguado nada. DV-5 es sencillamente un fracaso. Se ha parado cinco veces<br />

mientras lo he estado observando y tres durante tu guardia y ni tú ni yo somos capaces de saber qué<br />

órdenes da. Y no creo que logres averiguarlo, porque no creo lograr averiguarlo yo.<br />

—¡Pero, hombre, cómo quieres vigilar seis robots a la vez! Uno trabaja con las manos, el otro<br />

con los pies, uno como un molino de viento y otro salta arriba y abajo como un chiflado. Y los otros<br />

dos..., el diablo sabe lo que están haciendo. Y de repente se paran todos.<br />

—Greg, no hacemos lo que debemos hacer. Tenemos que estar más cerca. Tenemos que observar<br />

lo que hacen desde donde podamos ver los detalles.<br />

Hubo un amargo silencio que fue roto por Powell.<br />

—Sí, y esperar que ocurra algo con sólo dos días por delante.<br />

—¿Es que hay alguna ventaja en vigilar desde aquí?<br />

—Es más cómodo.<br />

—De acuerdo..., pero hay algo que puedes hacer allí y no puedes hacer aquí.<br />

—¿Qué es?<br />

—Puedes hacerlos parar..., en el momento que quieras, y entretanto estás preparado para ver qué<br />

es lo que ocurre.<br />

—¿Cómo es eso? —dijo Powell, intrigado.<br />

—Piénsalo tú mismo si tienes el cerebro que dices. Hazte algunas preguntas. ¿Cuándo para de<br />

trabajar el DV-5? ¿Cuándo ha dicho el «dedo» que lo hacía? Cuando hay amenaza de<br />

derrumbamiento o bien se produce; cuando hay que tomar delicadas medidas para la colocación de<br />

explosivos al encontrar un filón difícil.<br />

—En otras palabras, cuando hay peligro —dijo Powell.<br />

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—¡Exacto! Cuando esperas que se produzca. Es el factor de iniciativa personal el que nos causa<br />

la perturbación. Y es precisamente durante los momentos de peligro, en ausencia de un ser humano,<br />

cuando la iniciativa personal está a su máximo de tensión. Ahora bien, ¿cuál es la deducción lógica?<br />

¿Cómo podemos crear nuestra intercepción cuando y donde queramos? —Hizo una pausa,<br />

triunfante, ya que empezaba a gozar con su papel y contestaba sus propias preguntas adelantándose a<br />

la respuesta de Powell—. Creando nuestro propio peligro.<br />

—Mike... —dijo Powell—, tienes razón.<br />

—Gracias, camarada. Sabía que algún día la tendría.<br />

—Bien, pero ahórrate los sarcasmos. Los conservaremos en una jarra para los inviernos fríos.<br />

Entretanto, ¿qué peligros podemos crear?<br />

—Podríamos inundar las minas, si no estuviésemos en un asteroide sin aire.<br />

—Muy ingenioso, sin duda. Realmente, Mike, me dejas incapacitado de tanta risa. ¿Qué te parece<br />

un pequeño desprendimiento de tierras?<br />

Donovan avanzó los labios, reflexionó, y dijo:<br />

—Por mi parte... De acuerdo.<br />

—Bien. Manos a la obra.<br />

Mientras avanzaba por el escarpado paisaje, Powell tenía todo el aspecto de un conspirador. En<br />

aquella baja gravedad, andaba por el abrupto suelo lanzando trozos de roca a derecha e izquierda<br />

bajo su peso y levantando nubes de polvo gris. Mentalmente, sin embargo, era el cauteloso avance<br />

de un conspirador.<br />

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.<br />

—Creo que sí, Greg.<br />

—Muy bien, pero si un «dedo» se acerca a veinte pasos de nosotros nos «sentirá», estemos en su<br />

línea de visión o no. Espero que ya lo sepas.<br />

—Cuando necesite una información sobre la ciencia robótica te la pediré por escrito y por<br />

triplicado. Entremos por aquí.<br />

Estaban ya en los túneles; incluso la luz de las estrellas había desaparecido. Los dos amigos<br />

seguían avanzando entre las paredes, iluminándolas con sus lámparas a espacios intermitentes.<br />

Powell buscó el seguro de su detonador.<br />

—¿Conoces este túnel, Mike?<br />

—No muy bien. Es nuevo. Creo poderlo reconocer por lo que vi en la placa de visión, pero...<br />

Transcurrieron unos interminables minutos. Finalmente, Mike dijo:<br />

—Toca eso...<br />

Una ligera vibración de los muros se transmitió a través de la enguantada mano metálica de<br />

Powell. No se oía nada, naturalmente.<br />

—¡Diablos! Estamos muy cerca.<br />

—Abre bien los ojos —dijo Powell.<br />

Donovan asintió, impaciente.<br />

La cosa se produjo y desapareció antes que pudiesen sentirla; fue sólo un resplandor bronceado<br />

que atravesó su campo visual. Se agarraron uno a otro en silencio.<br />

—¿Crees que nos sienten? —susurró Powell.<br />

—Espero que no. Pero será mejor que los atrapemos de flanco. Toma el primer túnel transversal a<br />

la derecha.<br />

—¿Y si no los encontramos?<br />

—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Volver atrás? —gruñó Donovan, malhumorado—. Están a<br />

cuatrocientos metros. Los he estado observando por la placa de visión. Y tenemos dos días...<br />

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—¡Cállate! Estás malgastando el oxígeno. ¿Es éste un corredor lateral? —Lanzó un destello—.<br />

Sí, lo es. Vamos.<br />

La vibración era considerablemente más fuerte y el suelo temblaba.<br />

—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de nosotros, sin embargo. —Mandó el haz de luz<br />

hacia delante, inquieto.<br />

Con sólo levantar el brazo podían tocar el techo y la ensambladura había sido colocada<br />

recientemente. Donovan vacilaba.<br />

—No hay salida. Volvamos atrás.<br />

—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su lado—. ¿Qué es esta luz, allá abajo?<br />

—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que salga una luz, aquí?<br />

—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente, sobre manos y rodillas. Su voz resonó ronca e<br />

inquieta en los oídos de Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!<br />

Había luz. Donovan avanzó al lado de las piernas estiradas de Powell.<br />

—¿Una abertura?<br />

—Sí. Tienen que estar trabajando en este túnel, por el otro lado.<br />

Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero que daba a un lugar que el destello luminoso de la<br />

lámpara reveló ser la galería principal de un filón. El agujero era demasiado pequeño también para<br />

que dos hombres pudiesen mirar por él simultáneamente.<br />

—No hay nada —dijo Donovan.<br />

—Ahora, no. Pero debió haberlo, de lo contrario no hubiéramos visto luz. ¡Cuidado!<br />

Las paredes se derrumbaron a su alrededor y sintieron el impacto. Una ducha de fino polvo cayó<br />

sobre ellos. Powell levantó cautelosamente la cabeza y miró.<br />

—Está bien, Mike. Están allí.<br />

Los relucientes robots estaban aglomerados quince metros más abajo, en el túnel principal. Los<br />

brazos metálicos trabajaban laboriosamente en el montón de escombros creado por la última<br />

explosión.<br />

—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—. No tardarán mucho en terminar y la próxima<br />

explosión puede alcanzarnos.<br />

—¡Por lo que más quieras, no me apures! —Powell sacó el detonador y sus ojos buscaron<br />

afanosamente a través del fondo polvoriento, donde la única luz era la de los robots y era imposible<br />

ver una roca saliente en la oscuridad.<br />

—Hay un punto en el techo, casi encima de ellos. La última explosión no lo ha derribado del<br />

todo. Si puedes alcanzarlo en la base, la mitad del techo se vendrá abajo.<br />

Powell siguió la dirección del delgado dedo.<br />

—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots y reza por que no se vayan demasiado lejos en<br />

esta parte del túnel. Son mis fuentes de luz. ¿Están los siete allí?<br />

—Los siete —dijo Donovan después de haberlos contado.<br />

—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos sus movimientos.<br />

Levantó el detonador y apuntó, mientras Donovan vigilaba y pestañeaba bajo el sudor que se<br />

metía en sus ojos. Disparó.<br />

Hubo una sacudida, una serie de fuertes vibraciones y una nueva sacudida más fuerte que arrojó a<br />

Powell con fuerza contra Donovan.<br />

—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No veo nada...<br />

—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.<br />

Donovan guardaba un estúpido silencio. No había rastro de los robots. Todo estaba oscuro como<br />

las riberas de la laguna Estigia.<br />

—¿Crees que los hemos sepultado? —balbuceó Donovan.<br />

—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.<br />

Powell se arrastró hacia abajo, a toda velocidad.<br />

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—¡Mike!<br />

Donovan se detuvo en el momento en que iba a seguirlo.<br />

—¿Qué ocurre, ahora?<br />

—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba ronca e irregular a los oídos de Donovan—.<br />

¡Mike! ¿Me oyes, Mike?<br />

—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?<br />

—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince metros de nosotros lo que se vino<br />

abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha derribado.<br />

—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una barrera de tierra—. Enciende.<br />

Powell encendió. En ninguna parte había un agujero por donde pudiese pasar una liebre.<br />

—Vaya, ¿y qué hacernos ahora? —dijo Donovan en voz baja.<br />

Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo tratando de mover la barrera que los bloqueaba. Powell<br />

trató de ensanchar los bordes del agujero original y por un momento levantó su detonador. Pero<br />

sabía que tan de cerca, una explosión hubiera equivalido a un suicidio.<br />

—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—, que hemos armado un lío? No estamos más<br />

cerca de saber qué le ocurre a Dave. Fue una buena idea, pero nos ha salido al revés.<br />

La mirada de Donovan delataba una amargura cuya intensidad se perdía totalmente en la<br />

oscuridad.<br />

—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de lo que sepamos o ignoremos acerca de Dave,<br />

estamos en una trampa. Si no nos liberamos, compañero, vamos a morir. M-O-R-I-R, morir.<br />

¿Cuánto oxígeno tenemos, de todos modos? No más de seis horas.<br />

—Ya he pensado en esto —dijo Powell, llevándose los dedos a su sufrido bigote y tratando de<br />

levantar su inútil visor transparente—. Desde luego, podríamos hacer que Dave nos saque de aquí<br />

fácilmente en este tiempo, de no ser porque nuestra preciosa jugarreta lo debe haber sepultado<br />

también con su radiocircuito.<br />

—Lo cual no es muy risueño.<br />

Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió encajar en ella muy justamente su protegida<br />

cabeza.<br />

—¡Eh, Greg!<br />

—¿Qué hay?<br />

—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros. Esto nos salvaría.<br />

—Seguro, pero, ¿dónde está?<br />

—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más quieras, no sigas tirando de mí o me vas a arrancar<br />

la cabeza de su soporte. Ya te dejaré mirar.<br />

Powell consiguió asomar la cabeza.<br />

—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas. Debe ser un ballet esto que hacen.<br />

—Deja las observaciones secundarias. ¿Se acercan?<br />

—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos. Pásame la lámpara, ¿quieres? Trataré de llamar su<br />

atención de esta manera.<br />

Al cabo de dos minutos, abandonó.<br />

—No hay nada que hacer. Deben ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan hacia nosotros! ¿Qué crees?<br />

—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.<br />

Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la cabeza. Se acercaban. Dave avanzaba rápidamente<br />

a la cabeza de los seis «dedos», que lo seguían en fila india, balanceándose.<br />

—¿Qué hacen? Eso es lo que quisiera saber. Parece una pantomima —se preguntó Donovan.<br />

—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A qué distancia están?<br />

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—A unos quince metros y vienen en esta dirección. Estaremos fuera dentro de quince min.... ¡Eh,<br />

eh, ay...! ¡AY!<br />

—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos segundos para volver en sí ante las<br />

exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos ya. Déjame asomar también... No seas egoísta.<br />

Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo apartó de un puntapié.<br />

—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Dave! ¡Eh, Da...ve!<br />

—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no se transmite.<br />

—Pues entonces, golpea las paredes, derríbalas, manda alguna vibración. Tenemos que llamar su<br />

atención de alguna manera, Greg, o estamos fritos.<br />

Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.<br />

—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el momento de apelar a las<br />

soluciones sencillas! ¡Mike!<br />

—¿Qué quieres?<br />

—Déjame meter aquí antes que estén fuera de nuestro alcance.<br />

—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer con el detonador? —dijo<br />

agarrando el brazo de Powell.<br />

Powell se soltó con una violenta sacudida.<br />

—Voy a hacer algunos disparos...<br />

—¿Por qué?<br />

—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de algo, primero. Si no... Quítate de aquí y deja que me<br />

meta yo.<br />

Los robots eran ya unos simples puntos que disminuían de tamaño en la distancia. Powell ajustó<br />

la mira y la alzó cuidadosamente y apretó tres veces el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente. Uno<br />

de los subsidiarios había caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.<br />

—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor, dudando.<br />

Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la respuesta.<br />

—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer subsidiario ha estallado. Está fuera de servicio.<br />

—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos atrapados en una trampa..., es un<br />

desprendimiento de tierras, donde estaban trabajando. ¿Puedes ver nuestros destellos?<br />

—Sí, vamos allí en seguida.<br />

Powell se echó hacia atrás y relajó sus músculos doloridos.<br />

—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un sollozo contenido en la voz—. Has ganado.<br />

Golpeo el suelo con mi frente delante de tus pies. Ahora no me cuentes ningún cuento. Dime<br />

exactamente qué ha pasado.<br />

—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos omitido lo evidente..., como de costumbre.<br />

Sabíamos que se trataba del circuito de iniciativa personal, y que ocurría siempre durante los<br />

momentos de peligro, pero seguíamos buscando un orden específico como causa. ¿Y por qué tenía<br />

que haber un orden?<br />

—¿Por qué no?<br />

—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor iniciativa? ¿Qué tipo de orden se presenta casi<br />

siempre sólo en momentos de peligro?<br />

—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.<br />

—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En condiciones ordinarias, con uno o más de los<br />

«dedos» realizando un trabajo rutinario que no requiere una estrecha supervisión, nuestros cuerpos<br />

transmiten el movimiento rutinario. Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios tienen que ser<br />

inmediatamente movilizados.<br />

»Dave tiene que mandar seis robots a la vez. El resto era fácil. Cualquier disminución en la<br />

iniciativa requerida, como la llegada de los seres humanos, lo hace retroceder. Por esto destruí uno<br />

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de los robots. Al hacerlo, él transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa disminuye..., vuelve a<br />

la normalidad.<br />

—Pero..., ¿cómo has descubierto todo esto?<br />

—Simple suposición lógica. Lo he probado y ha salido bien.<br />

—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la voz del robot—. ¿Pueden esperar media hora?<br />

—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia Donovan, prosiguió—: Y ahora el juego será<br />

sencillo. Revisaremos los circuitos y comprobaremos cada parte que tiene un trabajo de orden<br />

séxtuple como en oposición a un orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto?<br />

—No mucho, me temo —dijo Donovan después de haber reflexionado—. Si Dave es como el<br />

modelo preliminar que vimos en la fábrica, tiene un circuito coordinador especial que será la única<br />

sección afectada. —Se animó súbitamente de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo mal. No<br />

hay nada contra esto...<br />

—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los planos cuando regresemos. Y ahora, hasta que<br />

venga Dave, voy a descansar.<br />

—¡Eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aquellas extrañas marchas, aquellos pasos de baile que<br />

ejecutaban los robots cada vez que se descomponían?<br />

—¿Eso? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda que estos subsidiarios eran como «dedos» de<br />

Dave. Decíamos siempre esto, ¿te acuerdas? Pues bien, tengo la impresión que durante estos<br />

intervalos, cada vez que Dave se convertía en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su<br />

obsesión, daba vueltas a sus dedos.<br />

* * *<br />

Susan Calvin hablaba de Powell y Donovan sin el menor esfuerzo de sonrisa, pero su voz cobraba<br />

calor cuando mencionaba los robots. Le era muy fácil hablar de los Speedy, los Cuties o los Daves,<br />

y la atajé. De lo contrario, nos hubiera explicado media docena más.<br />

—¿Y no ha ocurrido nunca nada, en la Tierra? —pregunté.<br />

Me miró frunciendo ligeramente el ceño.<br />

—No, no tenemos gran cosa que ver con los robots, aquí en la Tierra.<br />

—Pues es una lástima. Sus ingenieros son buenos, pero, ¿no podríamos hablar un poco de esto?<br />

Es su cumpleaños, ya lo sabe usted.<br />

Me alegró ver que se sonrojaba.<br />

—También yo he tenido disgustos con los robots —dijo—. ¡Cielos, cuánto tiempo hace que no<br />

pienso en esto! ¡Si hace cerca de cuarenta años! Ciertamente..., fue en 2021. Y yo tenía casi cuarenta<br />

años. ¡Oh..., preferiría no hablar de esto!<br />

Esperé, seguro que cambiaría de parecer. Y así fue.<br />

—¿Por qué no? —dijo—. No puede hacerme ya daño alguno. Ni tan sólo el recuerdo. Fui un<br />

poco locuela en otro tiempo, joven. ¿Lo creería usted?<br />

—No —dije.<br />

—Pues lo era. Pero Herbie era un robot qué podía leer el pensamiento.<br />

—¿Cómo?<br />

—El único en su clase. Ni antes ni después. Un error..., en cierto modo.<br />

¡EMBUSTERO!<br />

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Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las puntas de los dedos le temblaban<br />

ligeramente. Sus cejas grises se juntaban mientras iba hablando entre bocanadas de humo.<br />

—Que lee el pensamiento..., no queda la menor duda de eso. Pero, ¿por qué? —dijo, mirando al<br />

matemático Peter Bogert.<br />

Bogert echó atrás su negro cabello con las dos manos.<br />

—Éste fue el trigésimo cuarto modelo RB que sacamos, Lenning. Todos los demás eran<br />

estrictamente ortodoxos.<br />

El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció el ceño. Milton Ashe era el empleado<br />

más joven de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Inc.», y estaba orgulloso de su puesto.<br />

—Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje, desde el principio hasta el fin. Esto<br />

puedo garantizarlo.<br />

Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa protectora.<br />

—¿De veras? Si puede usted responder de la operación entera de montaje, recomendaré su<br />

ascenso. Contando exactamente, la manufactura de un solo ejemplar de cerebro positrónico, requiere<br />

setenta y cinco mil doscientas treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende<br />

separadamente de un cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale<br />

positivamente «mal», el cerebro está inutilizado. No hago más que citar nuestro folleto informativo,<br />

Ashe.<br />

Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su respuesta.<br />

—Si vamos a empezar echándonos la culpa mutuamente, me voy —dijo Susan Calvin con las<br />

manos sobre el regazo, palideciendo ligeramente sus delgados labios—. Tenemos en nuestras manos<br />

un robot capaz de leer el pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee.<br />

No será diciendo: «¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!», como lo averiguaremos.<br />

Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo una mueca.<br />

Lanning hizo una también, y, como siempre en tales casos, sus largos cabellos blancos y sus<br />

penetrantes y astutos ojos hicieron de él la imagen de un patriarca bíblico.<br />

—Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a exponerlo todo en forma de píldora concentrada<br />

—prosiguió, cambiando el tono de voz, que se hizo más aguda—. Hemos producido un cerebro<br />

positrónico de un tipo supuestamente ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad de<br />

sincronizarse con las ondas del pensamiento ajeno. Esto marcaría la fecha más importante en el<br />

avance de la ciencia robótica de nuestra Era si supiésemos por qué sucede. No lo sabemos, y<br />

tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?<br />

—¿Puedo hacer una indicación? —preguntó Bogert.<br />

—Diga.<br />

—Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como matemático tengo motivos para<br />

suponer que la cosa no será fácil, conservemos la existencia de RB-34 secreta. Incluso para los<br />

demás miembros de la compañía. Como jefes de departamento, tenemos el deber de no considerar<br />

este problema insoluble, y cuantos menos estemos al corriente...<br />

—Bogert tiene razón —dijo la doctora Calvin—. Desde que el Código Interplanetario ha sido<br />

modificado en el sentido de permitir que los modelos de robots sean probados en los talleres antes<br />

de ser lanzados al espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la noticia de la<br />

existencia de un robot capaz de leer el pensamiento antes que podamos anunciar que tenemos el<br />

dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento considerable.<br />

Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se volvió a Ashe.<br />

—Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio cuenta del fenómeno —dijo en forma<br />

interrogadora.<br />

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—Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi vida. Acababan de sacar a RB-34 de la mesa<br />

de ajuste y me lo enviaron. Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba<br />

y empecé con él. —Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios—. ¿Alguno de ustedes ha<br />

sostenido alguna vez una conversación mental sin saberlo?<br />

Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:<br />

—Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?... Me habló, tan lógica y cuerdamente como<br />

puedan imaginar, y sólo cuando estaba ya a más de medio camino de las salas de pruebas me di<br />

cuenta que no había dicho nada. Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es<br />

así? Encerré aquella máquina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a mi lado, caminando juntos y<br />

verlo penetrar en mi cerebro, leyendo mis pensamientos, me daba escalofríos.<br />

—Lo comprendo —dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos se fijaban con intensidad en Ashe, de<br />

una manera curiosamente significativa—. Tenemos tanto la costumbre de considerar nuestros<br />

pensamientos como cosa privada...<br />

—Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro —intervino Lanning con impaciencia—. ¡Bien!<br />

Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente. Ashe, quisiera que comprobase la operación de<br />

montaje desde el principio hasta el fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones en las cuales<br />

no hay posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede haberlo, con su naturaleza y<br />

posible magnitud.<br />

—Orden contundente —gruñó Ashe.<br />

—¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes a todos los hombres que necesite, y no<br />

me importa si pasamos de los previstos. Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?<br />

—¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio! —dijo el joven técnico con una mueca.<br />

Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.<br />

—Usted tendrá que emprender su trabajo en otra dirección. Como robopsicóloga de la<br />

organización, tendrá que estudiar el robot y trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo<br />

funciona. Vea qué más está ligado a sus poderes telepáticos, hasta dónde se extienden, qué curvatura<br />

toma su dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los robots RB ordinarios.<br />

¿Comprende?<br />

Lanning no esperó a que la doctora Calvin contestase.<br />

—<strong>Yo</strong> coordinaré los datos e interpretaré matemáticamente los resultados. —Chupó violentamente<br />

su cigarro y miró a los demás a través del humo—. Bogert me ayudará en eso, desde luego.<br />

Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de la otra.<br />

—Bien. Entonces, manos a la obra. —Ashe echó su silla atrás y se levantó. Su agradable rostro<br />

juvenil esbozó una sonrisa—. Tengo que realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me<br />

voy a trabajar.<br />

Y con un «¡Hasta luego!», salió.<br />

Susan Calvin contestó con una inclinación casi imperceptible de cabeza, pero sus ojos lo<br />

siguieron hasta que se perdió de vista, y no contestó cuando Lanning, con un guiño, dijo:<br />

—¿Quiere usted subir y ver al RB-34 ahora, doctora Calvin?<br />

Cuando Susan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de RB-34 se levantaron del libro que estaba<br />

leyendo, al oír el chirrido de los goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a<br />

poner en su sitio el gran letrero de «Prohibida la entrada» de la puerta y se aproximó al robot.<br />

—Te he traído los textos sobre los motores hiperatómicos, Herbie, algunos por lo menos.<br />

¿Quieres echarles una mirada?<br />

RB-34, conocido por el apodo de «Herbie», tomó los tres pesados volúmenes que ella llevaba en<br />

los brazos y abrió uno de ellos por el índice.<br />

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—¡Hum!... «Teoría de Hiperatómico»... —murmuró sin articular, como para sí mismo. Hojeó las<br />

páginas y con el aire abstraído, añadió—: ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.<br />

La doctora psicóloga se sentó mientras él tomaba también una silla, se sentaba al otro lado de la<br />

mesa y comenzaba a recorrer sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.<br />

—Desde luego, sé por qué has traído esto.<br />

—Lo temía —dijo la doctora, torciendo el gesto—. Es difícil trabajar contigo, Herbie. Estás<br />

siempre un paso más adelante que yo.<br />

—Con estos libros ocurre lo mismo que con los demás. No me interesan. No hay nada en sus<br />

textos. Su ciencia no es más que un conjunto de datos recopilados, amasados, para formar una teoría<br />

tan increíblemente sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu parte imaginaria lo<br />

que me interesa. Tus estudios sobre la relación de los motivos y emociones humanas... —su<br />

voluminosa mano describió un amplio ademán, mientras buscaba las palabras adecuadas.<br />

—Creo comprenderte —murmuró la doctora.<br />

—Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de lo complicados que son —continuó el<br />

robot—. Me es difícil entenderlo todo porque mi mente tiene muy poco en común con ellos..., pero<br />

lo intento y vuestras novelas me ayudan.<br />

—Sí, pero temo que después de las horripilantes sensaciones emotivas de la novela sentimental<br />

de nuestros días —y dijo esto con un tono de amargura en la voz— encuentres los cerebros<br />

auténticos como los nuestros aburridos e incoloros.<br />

—¡Pero no es así!<br />

La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de pie. Sintió que se sonrojaba, y con congoja<br />

pensó: «Debe saber...»<br />

Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la cual el timbre metálico había desaparecido<br />

casi enteramente, murmuró:<br />

—Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en lo mismo, de manera que, ¿cómo no voy<br />

a saberlo?<br />

—¿Se lo has dicho a alguien? —inquirió ella.<br />

—¡No! —exclamó él con auténtica sorpresa—. Nadie me lo ha preguntado.<br />

—Entonces... —susurró ella—, debes creer que estoy loca.<br />

—No, es una emoción normal.<br />

—Por esto quizá es una locura. —El apasionamiento de su voz ahogó toda otra emoción. Una<br />

parte del alma femenina asomó tras la capa doctoral—. No soy lo que podríamos llamar atractiva...<br />

—Si te refieres al simple atractivo físico, no puedo juzgar. Pero sé que, en todo caso, hay otros<br />

tipos de atracción.<br />

—Ni joven —dijo ella, casi sin oír lo que decía el robot.<br />

—No tienes todavía cuarenta años —dijo Herbie con un toque de insistencia en la voz.<br />

—Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos sesenta si tenemos en cuenta mi concepto<br />

emotivo de la vida. Por algo soy psicóloga. Y él tiene escasamente treinta y cinco, y parece y actúa<br />

como si fuese más joven. ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que lo que soy...?<br />

—Te equivocas. Escúchame... —dijo Herbie golpeando con su puño de acero la mesa de plástico,<br />

que produjo un estridente ruido.<br />

Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su mirada se convirtió en una llamarada.<br />

—¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo esto..., siendo una simple máquina? Para ti no<br />

soy más que un ejemplar; un gusano interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección.<br />

¿No soy acaso un magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros... —Su voz, convertida en<br />

sollozos, resonaba en el silencio.<br />

El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la cabeza, suplicante.<br />

—¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.<br />

—¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? —dijo, torciendo nuevamente el gesto.<br />

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—No, no es eso. Es que sé lo que piensan los demás... Milton Ashe, por ejemplo.<br />

Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó los ojos.<br />

—No quiero saber lo que piensa —susurró—. ¡Cállate!<br />

—Creía que querrías saber lo...<br />

Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se aceleraba.<br />

—Estás diciendo tonterías —susurró.<br />

—¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe piensa de ti...<br />

La doctora, viendo que se callaba, levantó la cabeza:<br />

—¿Y bien?<br />

—Te ama —dijo el robot, tranquilamente.<br />

Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin hablar. Sólo miraba.<br />

—¡Estás equivocado! —dijo por fin—. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué me amaría?<br />

—Pero te ama... Una cosa así no puede quedar oculta..., para mí.<br />

—Pero soy tan..., tan... —balbuceó, y se detuvo.<br />

—No se detiene en las apariencias; admira el intelecto, en los demás. Milton Ashe no es de los<br />

que se casan con una mata de pelo y un par de ojos bonitos.<br />

Susan Calvin se dio cuenta que estaba parpadeando rápidamente y esperó antes de hablar. Incluso<br />

entonces su voz temblaba.<br />

—Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno...<br />

—¿Le has dado alguna vez la ocasión?<br />

—¿Cómo podía? Jamás pensé que...<br />

—¡Exacto!<br />

La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después levantó súbitamente la vista.<br />

—Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio. Era linda, supongo, rubia y esbelta. Y,<br />

desde luego, no sabía ni que dos y dos eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera,<br />

tratando de explicarle cómo se construía un robot. —La dureza de su voz había reaparecido—. ¡Pero<br />

no lo entendió! ¿Quién era?<br />

—Conozco la persona a quien te refieres —respondió Herbie sin vacilar—. Es su prima hermana<br />

y no siente por ella ningún interés sentimental. Te lo aseguro.<br />

Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad casi infantil.<br />

—¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que quería decirme algunas veces, sin llegar nunca a<br />

convencerme. Entonces debe ser verdad.<br />

Se acercó a Herbie y tomó su mano fría.<br />

—¡Gracias, Herbie!... —Su voz era como una ronca súplica—. No hables con nadie de esto. Que<br />

sea nuestro secreto..., para siempre.<br />

Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal, incapaz de respuesta, salió.<br />

Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela, pero no había nadie allí para leer sus<br />

propios pensamientos.<br />

Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró a Peter Bogert, doctor en Filosofía.<br />

—Digo... —dijo—. Llevo una semana con esto y casi sin dormir. ¿Hasta cuándo tengo que seguir<br />

así? Creía que dijo usted que el bombardeo positrónico en la Cámara de Vacío D era la solución...<br />

Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos con atención.<br />

—Lo es. Le sigo la pista.<br />

—Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A cuánto está del final?<br />

—Depende.<br />

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—¿De qué? —preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las piernas.<br />

—De Lanning. No está de acuerdo conmigo —dijo con un suspiro—. Va un poco atrasado, esto<br />

es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz en todo y por todo y este problema requiere de<br />

instrumentos matemáticos más poderosos. Es testarudo.<br />

—¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? —preguntó Ashe, soñoliento.<br />

—¿Al robot? —preguntó Bogert, con los ojos saltándole de las órbitas.<br />

—¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?<br />

—¿La señorita Calvin?<br />

—Sí, Susie en persona. El robot es una cosa matemática. Lo sabe todo de todo y un poco más.<br />

Resuelve integrales triples de memoria y hace análisis de tensores de postre.<br />

—¿Habla usted en serio? —preguntó el matemático, mirándolo con recelo.<br />

—Completamente en serio. Lo malo es que al granuja no le gustan las matemáticas. Prefiere leer<br />

novelas sentimentales. ¡De veras! Vaya a ver a la activa Susie alimentándolo con «Pasión Purpúrea»<br />

y «Amor en el Espacio».<br />

—La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.<br />

—No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe usted cómo es. Le gusta tener pleno<br />

conocimiento de las cosas antes de hablar de ellas.<br />

—¿Se lo ha dicho usted?<br />

—Hemos charlado casualmente. Últimamente la he visto a menudo. —Abrió los ojos y frunció el<br />

ceño—. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño en ella, últimamente?<br />

—Usa lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere —respondió Bogart, borrando de su rostro la<br />

fea mueca.<br />

—¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rimel para los ojos. Pero no es esto. No logro poner el<br />

dedo en la llaga. Es la manera como habla..., como si hubiese algo que la hiciese feliz... —Quedó un<br />

momento pensativo y se encogió de hombros.<br />

Bogert soltó una carcajada que para un científico de más de cincuenta años no estaba mal.<br />

—Quizá esté enamorada. —dijo.<br />

—Está usted loco, Bogie —dijo Ashe cerrando de nuevo los ojos—. Vaya usted a hablar con<br />

Herbie; yo quiero dormir.<br />

—¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me enseñe mi oficio ni crea que pueda<br />

hacerlo...<br />

Un sonoro ronquido fue la única respuesta.<br />

Herbie escuchaba atentamente mientras Peter Bogert, con las manos en los bolsillos, hablaba con<br />

artificiosa indiferencia.<br />

—Ya lo sabes, entonces. Me han dicho que entiendes en estas cosas y te las pregunto más por<br />

curiosidad que por otra cosa. Mi línea de razonamiento, como te he explicado, comprende algunos<br />

puntos dudosos, lo confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía bastante<br />

incompleto. —Viendo que el robot no contestaba añadió—: ¿Y bien?<br />

—No veo ningún error —dijo el robot.<br />

—¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?<br />

—No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo y..., en fin, no me gusta<br />

comprometerme.<br />

En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra de tolerancia.<br />

—Suponía que sería éste el caso. Eres profundo. Olvidémoslo.<br />

Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de papeles, dio media vuelta para marcharse y<br />

cambió di opinión. Después de una pausa, añadió:<br />

—A propósito...<br />

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El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna dificultad.<br />

—Hay algo que quizá..., podrías... —Se detuvo.<br />

—Tus ideas son confusas; pero no hay duda que éstas se refieren al doctor Lanning —dijo Herbie<br />

pausadamente—. Es tonto vacilar, porque en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué es lo que<br />

deseas preguntar.<br />

La mano del matemático se acarició el cabello con un gesto familiar.<br />

—Lanning bordea los setenta —dijo, como si explicase algo.<br />

—Lo sé.<br />

—Y ha sido director de los talleres durante casi treinta años.<br />

Herbie asintió.<br />

—Bien, entonces... —la voz de Bogert se hacía más humilde—, tú sabrás mejor..., si está<br />

pensando en dimitir. La salud, quizá, u otra razón...<br />

—Exacto —dijo Herbie como única respuesta.<br />

—Bien, ¿lo sabes?<br />

—Ciertamente.<br />

—¿Y puedes..., decírmelo?<br />

—Puesto que me lo preguntas, sí —respondió el robot sin dar la menor importancia a la cosa—.<br />

Ha dimitido ya.<br />

—¿Cómo? —La exclamación fue un sonido explosivo, casi inarticulado. La voluminosa cabeza<br />

del científico avanzó hacia adelante—. ¡Dilo otra vez!<br />

—Ha dimitido ya —repitió tranquilamente el robot—, pero su dimisión no ha sido tenida en<br />

cuenta todavía. Está esperando resolver el problema..., mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto<br />

a poner a disposición de quien le suceda el cargo de director.<br />

—¿Y este sucesor..., quién es? —preguntó Bogert, respirando jadeante. Se había acercado a<br />

Herbie, con los ojos fijos en las inescrutables células fotoeléctricas del robot.<br />

—Tú eres el futuro director —dijo lentamente.<br />

Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.<br />

—Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así. Gracias, Herbie.<br />

Peter Bogert había estado aquella mañana en su despacho hasta las cinco y a las nueve estaba<br />

nuevamente en él. La estantería que tenía sobre su mesa se había quedado sin libros de referencia a<br />

medida que iba consultando uno después del otro. Las páginas de cifras y cálculos que tenía delante<br />

crecían microscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían el suelo formaban una<br />

montaña.<br />

A las doce en punto, miró la última página, se frotó sus congestionados ojos, bostezó y se<br />

estremeció.<br />

—La cosa va poniéndose peor minuto a minuto. ¡Maldita sea!<br />

Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y saludó a Lanning que entraba, haciendo<br />

crujir los nudillos de su huesuda mano.<br />

El director dirigió una escrutadora mirada al montón de papeles y frunció su velludo ceño.<br />

—¿Nueva orientación? —preguntó.<br />

—No —respondió Bogert con recelo—. ¿Qué hay de malo en la antigua?<br />

Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más que dirigir una simple mirada de<br />

desprecio a la hoja de encima de la mesa de Bogert. Encendió un pitillo y al resplandor de la cerilla,<br />

dijo:<br />

—¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio matemático. Verdaderamente extraordinario.<br />

—Eso he oído decir —dijo Bogert con desprecio—. Pero Calvin haría mejor en atenerse a la<br />

robopsicología. He examinado a Herbie en matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.<br />

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—Calvin no lo considera así.<br />

—Está loca.<br />

—<strong>Yo</strong> no lo considero así —repitió el director, entornando los ojos.<br />

—¡Usted! —La voz de Bogert se endurecía—. ¿De qué está hablando?<br />

—He sometido a prueba a Herbie esta mañana y puede hacer cosas de las que no había oído<br />

hablar nunca.<br />

—¿De veras?<br />

—Parece usted muy escéptico. —Lanning sacó una hoja de papel de su bolsillo y la desdobló—.<br />

¿Ésta no es mi escritura, verdad?<br />

Bogert examinó la gran anotación angulosa que cubría la hoja.<br />

—¿Ha hecho Herbie esto?<br />

—Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración de tiempo de la Ecuación 22.<br />

Llega a idénticas conclusiones..., y en la cuarta parte del tiempo. —Acompañó esta última<br />

afirmación señalando el papel con su dedo amarillento—. No tiene usted derecho —añadió—, a<br />

despreciar el Efecto de Permanencia en el bombardeo positrónico.<br />

—No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la cabeza que esto cancelaría...<br />

—Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la Ecuación de Conversión Mitchell,<br />

verdad? Bien..., pues no sirve.<br />

—¿Por qué no?<br />

—Por una parte, porque ha empleado usted hiperimaginarios.<br />

—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?<br />

—La Ecuación de Mitchell no aguantará cuando...<br />

—¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original de Mitchell en las Actas de...<br />

—No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el principio que no me gusta su razonamiento, y<br />

Herbie me apoya en esto.<br />

—¡Bien, entonces —gritó Bogert— que le resuelva el problema del despertador mecánico éste!<br />

¿Para qué tomarse la molestia de buscar no-esenciales?<br />

—Éste es exactamente el punto difícil. Herbie no puede resolver el problema. Y si él no puede,<br />

nosotros no podemos tampoco..., solos. Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional. Está más allá de<br />

nosotros.<br />

La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un salto con el rostro congestionado.<br />

—¡No hará usted nada de esto!<br />

—¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo hacer? —preguntó Lanning.<br />

—¡Exactamente! —fue la excitada respuesta—. ¡Tengo el problema planteado y no me lo va<br />

usted a quitar de las manos, me entiende! No piense que no veo a través de usted, fósil disecado.<br />

Sería capaz de cortarse la nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el problema de la<br />

telepatía robótica.<br />

—Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos segundos estará usted destituido por<br />

insubordinación. —El labio inferior de Lanning temblaba de indignación.<br />

—Lo cual es una de las cosas que no hará, Lanning. Con un robot capaz de leer el pensamiento<br />

no hay secretos que valgan, de manera que sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.<br />

La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, seguida del pitillo.<br />

—¡Cómo!... ¡Cómo!...<br />

Bogert se echó a reír con maldad.<br />

—Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido. Estoy perfectamente enterado de ello,<br />

aunque crea lo contrario. ¡Maldita sea, Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a<br />

armar el lío mayor en que se habrá encontrado metido en su vida!<br />

Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.<br />

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—¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted relevado de todas sus funciones! ¡Está<br />

despedido! ¿Lo entiende?<br />

La sonrisa en el rostro de Bogert se ensanchó todavía más.<br />

—Bueno, y ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a ninguna parte. Tengo los triunfos en la<br />

mano. Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo sabe perfectamente por usted.<br />

Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Parecía viejo, muy viejo, sus ojos cansados<br />

miraban a través de un rostro cuyo color había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la<br />

edad.<br />

—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada de esto. Está usted jugando fuerte,<br />

Bogert, pero yo le llamo a esto un «bluff». Venga conmigo.<br />

—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente magnífico!<br />

Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe levantó la vista de su vago diseño y dijo:<br />

—¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas, pero es algo así. Es una preciosura de<br />

casa y puedo tenerla casi por nada.<br />

Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.<br />

—Es realmente bonita —suspiró—. A menudo he pensado que también me gustaría... —Su voz<br />

se desvaneció.<br />

—Desde luego —continuó Ashe animadamente dejando el lápiz—. Tendré que esperar a mis<br />

vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto de Herbie lo tiene todo en el aire. —Fijó la<br />

mirada en sus uñas—. Además, hay otro punto..., pero esto es un secreto.<br />

—Entonces, no me lo diga.<br />

—¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decírselo a alguien!... Y usted es precisamente la<br />

mejor..., eh..., la mejor confidente que puedo encontrar aquí...<br />

Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía con fuerza, pero no tuvo confianza en sí<br />

misma para hablar.<br />

—Francamente —prosiguió Ashe acercando su silla y bajando la voz hasta convertirla en un<br />

susurro confidencial—, la casa no va a ser sólo para mí..., voy a casarme.<br />

Susan se levantó de un salto.<br />

—¿Qué le ocurre?<br />

—¡Oh, nada! —La horrible sensación vertiginosa se desvaneció en el acto, pero era difícil hacer<br />

salir las palabras de la boca—. ¿Casarse?... ¿Quiere decir?...<br />

—¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aquella muchacha que vino a verme el verano<br />

pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se siente usted mal?... ¿Qué...?<br />

—Jaqueca —dijo ella, alejándolo débilmente con un gesto—. He estado..., he estado sujeta a ellas<br />

últimamente. Quiero felicitarlo..., desde luego. Me alegro mucho... —La inexperimentada aplicación<br />

del carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un blanco de cal. Los<br />

objetos habían empezado a girar nuevamente—. Perdóneme, por favor.<br />

Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había ocurrido con la catastrófica rapidez de un<br />

sueño..., y con el irreal horror de una pesadilla.<br />

Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho... ¡Y Herbie sabía! ¡Herbie podía leer en las mentes!<br />

Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el marco de la puerta de Herbie, jadeante, mirando<br />

su rostro metálico. Debió subir los dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello.<br />

La distancia había sido cubierta en un instante, como en sueños.<br />

¡Como en sueños!<br />

Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los suyos y el tenue rojo parecía convertirse en<br />

dos relucientes globos de pesadilla.<br />

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Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso apoyarse en sus labios. Bebió y con un<br />

estremecimiento volvió a la realidad de lo que la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había<br />

una agitación, como si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras empezaban a cobrar<br />

sentido.<br />

—Esto es un sueño —iba diciendo—, y no debes creer en él. Pronto despertarás en el mundo real<br />

y te reirás de ti misma. Te quiere, te digo. ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.<br />

Susan Calvin asentía, su voz convertida en un susurro.<br />

—¡Sí! ¡Sí! —Agarraba el brazo de Herbie, aferrándose a él, repitiendo una y otra vez—: ¿No es<br />

verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!<br />

Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue como pasar de un mundo de nebulosa<br />

irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin<br />

expresión en la mirada.<br />

—¿Qué vas a intentar hacer? —exclamó con la voz convertida en un grito—. ¿Qué vas a intentar<br />

hacer?<br />

—Quiero ayudarte —respondió Herbie.<br />

—¿Ayudarme? —exclamó la doctora, mirándolo—. ¿Diciéndome que todo esto es un sueño?<br />

¡Tratando de llevarme a una esquizofrenia! —Una tensión histérica se apoderaba de ella—. ¡Esto no<br />

es un sueño! ¡Ojalá lo fuese! —Detuvo su respiración en seco—. ¡Espera! ¡Ya..., ya..., comprendo!<br />

¡Dios bondadoso, todo está tan claro!<br />

En la voz del robot hubo un acento de horror.<br />

—Tenía que hacerlo...<br />

—¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!<br />

Unas fuertes voces detrás de la puerta atajaron sus palabras. Susan se volvió, cerrando los puños<br />

espasmódicamente, y cuando Bogert y Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada.<br />

Ninguno de los dos hombres prestó atención a su presencia.<br />

Se acercaron a Herbie simultáneamente; Lanning, furioso, e impaciente. Bogert, frío y sardónico.<br />

El director fue el primero en hablar.<br />

—¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!<br />

El robot enfocó sus ojos en el anciano director.<br />

—Sí, doctor Lanning.<br />

—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?<br />

—No, señor —la respuesta vino lenta, y la sonrisa del rostro de Bogert se desvaneció.<br />

—¿Cómo es eso? —exclamó Bogert avanzando ante su superior y deteniéndose ante el robot—.<br />

Repite lo que me dijiste ayer.<br />

—Dije que... —Herbie permaneció silencioso. En la profundidad de su cuerpo el diafragma<br />

metálico vibraba con sonidos discordantes.<br />

—¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! —rugió Bogert.<br />

Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo apartó al lado.<br />

—¿Trataste de engañarlo con una mentira?<br />

—Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir «Sí» y se ha parado. ¡Apártese de aquí! ¡Quiero<br />

saber la verdad por él mismo!<br />

—<strong>Yo</strong> se la preguntaré —dijo Lanning, volviéndose hacia el robot—. Bueno, Herbie, cálmate.<br />

¿He dimitido?<br />

Herbie lo mirada y Lanning repitió, impaciente:<br />

—¿He dimitido? —Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del robot. Una larga<br />

espera no produjo nada más.<br />

Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos era tangible.<br />

—¡Que diablos! —estalló Bogert—. ¿Es que el robot se ha vuelto mudo? ¿Es que no puedes<br />

hablar, monstruosidad?<br />

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—Puedo hablar —dijo la respuesta rápida.<br />

—Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que Lanning había dimitido, o no? ¿Ha dimitido?<br />

Y de nuevo se produjo el profundo silencio, hasta que desde el extremo de la habitación, resonó<br />

súbita la fuerte risa de Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un salto<br />

y Bogert entornó los ojos.<br />

—¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?<br />

—No hay nada gracioso —dijo ella, sin naturalidad en la voz—. Es sólo que no soy la única que<br />

ha caído en la trampa. Hay una cierta ironía en ver a tres de los más grandes expertos en robótica del<br />

mundo caer en la misma trampa elemental, ¿no creen? —Su voz se desvaneció y se llevó una pálida<br />

mano a la frente—. Pero no es gracioso...<br />

Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hombres fue grave.<br />

—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó secamente Lanning—. ¿Es que le pasa algo a<br />

Herbie?<br />

—No —dijo Susan acercándose lentamente—, no le pasa nada..., es a nosotros mismos a quienes<br />

nos pasa. —Se volvió súbitamente hacia el robot y le gritó con violencia—: ¡Lejos de mí! ¡Vete al<br />

otro extremo de la habitación y que no te vea cerca!<br />

Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se alejó con su paso metálico. La voz hostil de<br />

Lanning dijo:<br />

—¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?<br />

Susan se colocó frente a ellos y los miró con sarcasmo:<br />

—¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley fundamental de la Robótica?<br />

Los dos hombres asintieron a la vez.<br />

—Ciertamente —dijo Bogert, irritado—, «un robot no debe dañar a un ser humano ni por su<br />

inacción permitir que se le dañe».<br />

—Bien dicho —se mofó Susan Calvin—. Pero, ¿qué clase de daño?<br />

—Pues..., de toda especie.<br />

—¡Exacto, de toda especie! Pero, ¿qué hay de herir los sentimientos? ¿Y la decepción del propio<br />

yo? ¿Y la destrucción de las esperanzas? ¿No es esto una herida?<br />

—¿Qué puede un robot saber de...? —dijo Lanning frunciendo el ceño. Pero se calló, abriendo la<br />

boca.<br />

—¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento. ¿Cree usted que no sabe todo lo<br />

que hace referencia a la herida mental? ¿Supone usted que si le hago una pregunta no me dará<br />

exactamente la respuesta que yo deseo oír? ¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y no lo sabe<br />

Herbie muy bien?<br />

—¡Válgame el cielo! —murmuró Bogert.<br />

La doctora le dirigió una mirada sarcástica.<br />

—Supongo que le preguntó usted si Lanning había dimitido. Usted deseaba saber que sí, y ésta es<br />

la respuesta que Herbie le dio.<br />

—Y supongo que es por esto —intervino Lanning sin entonación—, que no contestaba hace un<br />

momento. No podía contestar sin herirnos a uno de los dos.<br />

Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron hacia el robot, que estaba como<br />

encogido en su silla, al lado de la biblioteca, con la cabeza apoyada en una mano.<br />

—Sabe todo esto... —dijo Susan Calvin mirando fijamente al suelo—. Este..., demonio, lo sabe<br />

todo, incluso el error que se cometió en su montaje. —Tenía una expresión sombría y pensativa en<br />

la mirada.<br />

—En esto se equivoca usted, doctora Calvin —dijo Lanning levantando la cabeza—. No lo sabe;<br />

se lo he preguntado.<br />

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—¿Y qué significa esto? —gritó Susan—. Sólo que no quería usted que le diese la solución.<br />

Hubiera herido su susceptibilidad tener una máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted.<br />

¿Se lo ha preguntado usted? —añadió dirigiéndose a Bogert.<br />

—En cierto modo —respondió Bogert, tosiendo y sonrojándose—. Me dijo que entendía muy<br />

poco en matemáticas.<br />

Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró sarcásticamente.<br />

—¡<strong>Yo</strong> se lo preguntaré! —dijo—. Una solución dada por él no puede herir mi vanidad. ¡Ven<br />

aquí! —añadió levantando la voz.<br />

Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.<br />

—Sabes, supongo —continuó—, exactamente en qué punto del montaje se introdujo un factor<br />

extraño o fue omitido uno esencial...<br />

—Sí —dijo Herbie, en un tono casi inaudible.<br />

—¡Alto! —interrumpió Bogert, furioso—. Esto no es necesariamente verdad. Desea usted<br />

saberlo, eso es todo.<br />

—¡No sea idiota! —respondió Susan Calvin—. Sabe tantas matemáticas como Lanning y usted<br />

juntos, puesto que puede leer el pensamiento. Dele ocasión de demostrarlo.<br />

El matemático se inclinó y Calvin dijo:<br />

—Bien, entonces, Herbie, dilo. Estamos esperando. —Y en un aparte, añadió—: Traigan lápices<br />

y papel.<br />

Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de triunfo en la voz, la doctora continuó:<br />

—¿Por qué no contestas, Herbie?<br />

Súbitamente, el robot saltó.<br />

—No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor Lanning no quieren!<br />

—Quieren la solución.<br />

—Pero no de mí.<br />

Lanning intervino, con voz lenta y distinta.<br />

—No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.<br />

Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a un tono estridente.<br />

—¿De qué sirve decir eso? ¿Creen acaso que no puedo leer más hondo que la piel superficial de<br />

vuestro cerebro? En el fondo no quieren. No soy más que una máquina a la que se ha dado una<br />

imitación de vida sólo por virtud de la acción positrónica de mi cerebro, lo cual es una invención del<br />

hombre. No pueden quedar en ridículo ante mí sin sentirse ofendidos. Esto está grabado en lo<br />

profundo de vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo dar la solución.<br />

—Nos marcharemos —dijo Lanning—. Díselo a la doctora Calvin.<br />

—Sería lo mismo —gritó Herbie—, puesto que sabrían que he sido yo quien he dado la<br />

respuesta.<br />

—Pero comprenderás, Herbie —prosiguió la doctora—, que a pesar de esto, los doctores Lanning<br />

y Bogert quieren saber la respuesta.<br />

—Por sus propios esfuerzos —insistió Herbie.<br />

—Pero la quieren, y el hecho que tú la tengas y no se la quieras dar los hiere, ¿comprendes?<br />

—¡Sí! ¡Sí!<br />

—Y si se la das, les herirá también.<br />

—¡Sí! ¡Sí! —Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba avanzando al mismo paso.<br />

Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.<br />

—No puedes decírselo —murmuró la doctora—, porque les herirá y tú no puedes herirlos. Pero si<br />

no se lo dices, los hieres también, de manera que debes decírselo. Y si se lo dices los herirás, de<br />

manera que no debes decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que debes decírselo; pero<br />

si lo dices hieres, de manera que no debes decirlo; pero si no lo dices...<br />

Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de rodillas.<br />

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—¡Basta! —gritó—. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno de engaño, dolor y odio! ¡No quise<br />

hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!<br />

La doctora no le prestaba atención.<br />

—Debes decírselo, pero si se lo dices los hieres, de manera que no debes; pero si no lo dices los<br />

hieres también, de manera que...<br />

Y Herbie lanzó un grito estridente...<br />

Fue como una flauta aumentada hasta el infinito, un silbido desgarrador y penetrante que resonó<br />

en todos los ámbitos de la habitación. Y cuando se desvaneció en la nada, Herbie se había<br />

desplomado, reducido a un montón informe de inerte metal.<br />

—Ha muerto —dijo Bogert, lívido.<br />

—¡No! —exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y lanzando salvajes carcajadas—, no ha<br />

muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado con el insoluble dilema y ha sucumbido. Pueden<br />

recogerlo ya, porque no volverá a hablar nunca más.<br />

Lanning estaba de rodillas al lado de lo que había sido Herbie. Sus dedos tocaron el frío rostro de<br />

metal ya sin reacción y se estremeció.<br />

—Lo ha hecho usted a propósito —dijo.<br />

Se levantó, enfrentándose con Susan, el rostro convulsionado.<br />

—¿Y si lo hubiese hecho a propósito, qué? ¡No puede evitarlo ya! —Y con súbita amargura,<br />

añadió—: Lo merecía...<br />

El director agarró al paralizado Bogert por la muñeca.<br />

—¡Qué importa ya!... Venga, Peter. —Suspiró—. Un robot parlante de este tipo no tiene ningún<br />

valor, de todos modos. —Sus ojos cansados acusaban su edad, y repitió—: ¡Venga, Peter!<br />

Una vez que los dos científicos se marcharon, transcurrieron algunos minutos antes que Susan<br />

Calvin recobrase su equilibrio mental. Lentamente, su mirada se fijó en el muerto-vivo Herbie y la<br />

dureza reapareció en su rostro. Durante largo rato permaneció contemplándolo mientras el triunfo se<br />

borraba de su rostro y el desengaño reaparecía; de todos sus turbulentos pensamientos sólo una<br />

palabra, infinitamente amarga, salió de sus labios:<br />

—¡Embustero!<br />

* * *<br />

Aquello fue el final, de momento, desde luego. Sabía que después de aquello no conseguiría sacar<br />

nada más de ella. Permanecía sentada detrás de su mesa, el rostro lívido y frío..., recordando.<br />

—Gracias, doctora Calvin —dije. Pero no me contestó. Transcurrieron dos días antes que<br />

consiguiera verla de nuevo.<br />

EL ROBOT PERDIDO<br />

Volví a ver a Susan Calvin a la puerta de su oficina. Estaba sacando los archivos.<br />

—¿Cómo van esos artículos, mi joven amigo? —me preguntó.<br />

—Muy bien —dije. Los había estructurado según mi leal saber y entender, dramatizando lo<br />

escueto de su relato y añadiendo a la conversación algunos toques de amenidad—. ¿Quiere usted<br />

echarles una mirada y decirme si he sido injurioso o me he propasado en algo?<br />

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—Con mucho gusto. ¿Quiere que vayamos a la Sala de Juntas? Podremos tomar café.<br />

Parecía de buen humor, de manera que mientras avanzábamos por el corredor, aventuré:<br />

—Me estaba preguntando, doctora Calvin...<br />

—Diga.<br />

—Si querría usted decirme algo más sobre la historia de los robots.<br />

—Me parece que ya ha conseguido saber todo lo que quería, mi joven amigo.<br />

—En cierto modo, sí. Pero estos incidentes que he escrito no tienen gran aplicación en el mundo<br />

moderno. Quiero decir; sólo se desarrolló un único robot capaz de leer el pensamiento, las<br />

estaciones del Espacio están ya pasadas de moda y en desuso y la explotación minera por robots es<br />

cosa descontada. ¿Y el viaje interestelar? No han transcurrido más de veinte años desde la invención<br />

del motor hiperatómico y todo el mundo sabe que fue una invención robótica. ¿Qué hay de verdad<br />

en todo esto?<br />

—¿El viaje interestelar?... —Quedó pensativa. Estábamos en el salón y encargué una comida<br />

copiosa. Ella sólo tomó café—. No fue simplemente una invención robótica, comprenda usted. Pero,<br />

desde luego, hasta que construimos el cerebro, no adelantamos mucho. Pero lo intentamos;<br />

verdaderamente lo intentamos. Mi primer contacto (directo, me refiero) con las investigaciones<br />

interestelares tuvo lugar en 2029, cuando se perdió un robot...<br />

* * *<br />

En Hyper Base, las medidas se tomaron con una especie de furia frenética; fue como el equivalente<br />

muscular de un grito histérico.<br />

Para clasificarlas por orden de cronología y desesperación, fueron:<br />

1. Todo trabajo en la Zona Hiperatómica que atraviesa el volumen espacial ocupado por las<br />

Estaciones del Grupo Asteroidal Veintisiete quedó inmovilizado.<br />

2. Todo volumen espacial del Sistema quedó aislado, prácticamente hablando. Nadie podía entrar<br />

sin permiso. Nadie podía salir bajo ningún pretexto.<br />

3. Los doctores Susan Calvin y Peter Bogert, respectivamente Jefe del Departamento de Sicología<br />

y Director del Departamento de Matemáticas de la «United States <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men, Inc.»<br />

fueron llevados a Hyper Base por una nave de patrulla especial del Gobierno.<br />

Susan Calvin no había salido nunca de la superficie de la Tierra ni tenía especiales deseos de salir<br />

de ella. En una era de energía atómica y de clara aproximación a la Zona Hiperatómica, seguía<br />

siendo muy provinciana. Estaba, entonces, descontenta de su viaje y poco convencida de su urgencia<br />

y todas las facciones de su rostro, a su mediana edad, lo demostraron claramente durante su primera<br />

cena en Hyper Base,<br />

Tampoco la lívida palidez del doctor Bogert abandonaba una cierta actitud de recelo. Ni el<br />

general Kallner, que dirigía el proyecto, olvidó una sola vez de mantener una expresión obsesionada.<br />

En una palabra, aquella comida fue un tétrico episodio y la pequeña conferencia de los tres que la<br />

siguió, empezó de una manera gris y melancólica.<br />

Kallner, con su reluciente calva y su uniforme, que desentonaba con el resto del ambiente, tomó<br />

la palabra con visible inquietud.<br />

—Es realmente toda una historia la que tengo que contarles. Tengo que darles las gracias por su<br />

llegada al primer aviso y sin motivo justificado. Trataremos de corregir todo esto, ahora. Hemos<br />

perdido un robot. El trabajo ha parado y debe seguir parado el tiempo necesario para encontrarlo.<br />

Hasta ahora hemos fracasado y tenemos la sensación de necesitar una ayuda científica.<br />

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Quizá el general sintiese que su declaración resultaba decepcionante porque, con cierta<br />

desesperación, continuó:<br />

—No necesito decirles la importancia que tiene el trabajo que aquí realizamos. Más del ochenta<br />

por ciento de las adjudicaciones de investigación científica de este año han recaído sobre nosotros...<br />

—Sí, eso ya lo sabemos —dijo Bogert amablemente—. U. S. <strong>Robot</strong>s percibe cuantiosos ingresos<br />

anuales por el uso de nuestros robots.<br />

Susan Calvin introdujo una brusca y avinagrada nota.<br />

—¿A qué es debida la gran importancia de un solo robot para el proyecto y por qué no ha sido<br />

localizado?<br />

El general volvió rápidamente su rostro congestionado hacia ella y se pasó la lengua por los<br />

labios.<br />

—En cierto modo, lo hemos localizado. —Pero añadió, angustiado—: Me explicaré. En cuanto<br />

nos dimos cuenta de la desaparición del robot, se declaró el estado de guerra y todo movimiento en<br />

la Hyper Base cesó. El día anterior había aterrizado una nave mercante trayendo dos robots<br />

destinados a nuestros laboratorios. Quedaban sesenta y dos robots de..., del mismo tipo, para ser<br />

llevados a otros sitios. De esta cifra estamos seguros. No queda la menor discusión posible.<br />

—¿Sí? ¿Y qué relación...?<br />

—Una vez que nos fue posible localizar al robot desaparecido, y le aseguro que hubiéramos<br />

localizado una brizna de hierba si hubiese estado allí para ser localizada, nos devanamos los sesos<br />

contando los robots que quedaban en la nave. Había sesenta y tres.<br />

—¿Entonces el sesenta y tres, supongo, es el hijo pródigo desaparecido? —dijo la doctora.<br />

—Sí, pero no podemos saber cuál de los sesenta y tres es.<br />

Hubo un profundo silencio mientras el reloj eléctrico daba nueve campanadas; y la doctora en<br />

sicología robótica dijo:<br />

—Muy extraño...<br />

Las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo y se volvió hacia su compañero con un<br />

indicio de furor.<br />

—Peter, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué clase de robots utilizan en Hyper Base?<br />

El doctor Bogert vaciló y sonrió débilmente.<br />

—Hasta ahora ha sido una cosa de gran discreción, Susan... —dijo.<br />

—Sí, hasta ahora —dijo ella rápidamente—. Si hay sesenta y tres ejemplares del mismo tipo, uno<br />

de los cuales se busca y cuya identidad no puede ser determinada, ¿por qué no puede servir uno<br />

cualquiera de ellos? ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué nos han llamado?<br />

—Si me permite usted un momento —dijo Bogert con aire resignado—, Hyper Base, Susan,<br />

emplea diversos robots cuyos cerebros no tienen impresa toda la Primera Ley Robótica.<br />

—¿Que no tienen impresa...? —preguntó Susan echándose para atrás—. Ya... ¿Y cuántos se<br />

hicieron?<br />

—Pocos. Fue un pedido del Gobierno y no había manera de violar el secreto. No tenía que<br />

saberlo nadie más que los altos dirigentes. Usted no estaba incluida, Susan. No era nada con que yo<br />

tuviese que ver.<br />

El general interrumpió con gesto autoritario.<br />

—Quisiera aclarar este punto. No sabía que la doctora Calvin no estuviese al corriente de la<br />

situación. No tengo que decirle a usted, doctora Calvin, que siempre ha habido una fuerte oposición<br />

a los robots en el planeta. La única defensa que el Gobierno ha tenido en este asunto, contra los<br />

radicales fundamentalistas, fue que los robots se construían siempre con una indestructible Primera<br />

Ley, lo cual los imposibilitaba de hacer daño a un ser humano, fueran cuales fuesen las<br />

circunstancias.<br />

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»Pero nosotros necesitábamos robots de una naturaleza distinta. Así, entonces, se prepararon<br />

algunos NST-2, o sea Nestors, con la Primera Ley modificada. Para mantener el secreto, los NST-2<br />

se fabrican sin número de serie; los ejemplares modificados se entregan aquí junto con un grupo de<br />

robots normales; y, desde luego, todos estamos bajo la estricta prohibición de revelar las modificaciones<br />

a toda persona no autorizada. Todo se ha puesto contra nosotros, ahora —añadió con<br />

una sonrisa embarazada.<br />

—¿Ha preguntado usted a cada uno de ellos quiénes son? —preguntó la doctora, ceñuda—. ¿Sin<br />

duda debe estar autorizado a hacerlo?<br />

—Los sesenta y tres niegan haber trabajado aquí y uno de ellos miente —asintió el general.<br />

—¿Muestra el que busca usted alguna señal de desgaste? Los demás deben salir de fábrica...,<br />

supongo.<br />

—El robot en cuestión llegó este mismo mes. Este y los dos que acaban de llegar tenían que ser<br />

los últimos que necesitábamos. No puede haber desgaste perceptible. —Movió pausadamente la<br />

cabeza y en sus ojos apareció de nuevo la preocupación—. Doctora Calvin, no nos atrevemos a dejar<br />

zarpar esta nave. Si la existencia de robots sin Primera Ley llega a ser divulgada...<br />

La conclusión de la frase no podía ofrecer duda alguna.<br />

—Destruya los sesenta y tres —dijo la doctora—, y termine con esto.<br />

—Esto significa destruir treinta mil dólares por robot —dijo Bogert, torciendo el gesto—. Temo<br />

que a la U. S. <strong>Robot</strong>s no le gustaría. Es mejor que hagamos un esfuerzo primero, Susan, antes de<br />

destruir algo.<br />

—En este caso —dijo ella, secamente—, necesito hechos. ¿Qué ventaja obtiene exactamente la<br />

Hyper Base con estos robots modificados? ¿Qué factor los hace necesarios, general?<br />

Kallner frunció intensamente las arrugas de su frente y se pasó una mano por ella.<br />

—Los robots precedentes nos han creado complicaciones. Nuestros hombres trabajan mucho con<br />

radiaciones intensas, ¿comprende? Es peligroso, desde luego, pero se toman precauciones<br />

razonables. No ha habido más que dos accidentes desde que empezamos y ninguno ha sido fatal. Sin<br />

embargo, era imposible explicar esto a un robot ordinario. La Primera Ley declara y se la citaré:<br />

«Ningún robot puede dañar a un ser humano, o por inacción, permitir que un ser humano sufra<br />

daño».<br />

»Esto es elemental, doctora Calvin. Cuando era necesario que uno de nuestros hombres estuviese<br />

expuesto por un corto período de tiempo a un campo gamma moderado, que no tuviese efectos<br />

psicológicos, el robot más cercano se precipitaba a sacarlo de allí. Si el campo era excesivamente<br />

débil, lo conseguía, y el trabajo quedaba interrumpido hasta que todos los robots eran retirados. Si el<br />

campo era ligeramente más fuerte, el robot no llegaba nunca al técnico afectado, ya que su cerebro<br />

positrónico sucumbía bajo las radiaciones gamma, y nos encontrábamos privados de un robot caro, y<br />

difícilmente reemplazable.<br />

»Tratamos de discutir con ellos. Su punto de vista era que un ser humano en un campo gamma<br />

exponía su vida, y que nada importaba que pudiese permanecer en él durante media hora sin peligro.<br />

Supongamos, decían, que se olvidaba y permanecía una hora. No podía correr riesgos. Les hicimos<br />

ver que sólo arriesgaban su vida en una remota posibilidad. Pero el instinto de conservación es sólo<br />

la Tercera Ley Robótica, y la Primera Ley de seguridad viene primero. Les dimos órdenes; les<br />

ordenamos estricta e imperativamente mantenerse fuera del campo gamma a toda costa. Pero la<br />

obediencia es sólo la Segunda Ley Robótica, y la Primera, la de la seguridad, viene primero.<br />

Doctora Calvin, o teníamos que prescindir de los robots o hacer algo con la Primera Ley..., y esto es<br />

lo que hicimos.<br />

—No puedo creer que encontrasen la posibilidad de suprimir la Primera Ley —dijo Susan Calvin.<br />

—No fue suprimida, fue modificada. Se construyeron cerebros positrónicos que poseían sólo el<br />

aspecto positivo de la ley, que dice: «Ningún robot debe dañar a un ser humano». Eso es todo. No<br />

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tienen la obligación de evitar que un ser humano sufra daño debido a un factor extraño, como los<br />

rayos gamma. ¿He expuesto la situación claramente, doctor Bogert?<br />

—Muy claramente —asintió éste.<br />

—¿Y es ésta la única diferencia entre sus robots y el modelo NST-2 ordinario, Peter? ¿La única<br />

diferencia?<br />

—La única diferencia, Susan.<br />

—Ahora me voy a dormir —dijo la doctora, levantándose y hablando en tono decidido—, y<br />

dentro de ocho horas quiero hablar con el que vio el robot por última vez. Y a partir de ahora,<br />

general Kallner, si tengo que asumir alguna responsabilidad de los acontecimientos, necesito pleno<br />

control de esta investigación, sin que se me hagan preguntas.<br />

Susan Calvin, aparte de dos horas de profundo cansancio, no experimentó nada parecido al sueño.<br />

A las 7, hora local, llamó a la puerta del doctor Bogert y lo encontró despierto también. Por lo visto<br />

se había tomado la molestia de traerse una bata a Hyper Base, porque estaba sentado y vestido con<br />

ella. Al entrar la doctora, dejó al lado las tijeras de las uñas.<br />

—La esperaba a usted, en cierto modo. Supongo que todo esto le da asco.<br />

—Sí.<br />

—Lo siento. No hubo manera de evitarlo. Cuando vino la llamada de Hyper Base supuse en el<br />

acto que había ocurrido algo con el robot modificado. Pero, ¿qué podíamos hacer? No podía<br />

explicarle a usted lo ocurrido durante el viaje como hubiera querido porque tenía que estar seguro<br />

primero. El asunto de la modificación es un riguroso secreto.<br />

—Hubiera debido decírmelo —murmuró la doctora—. U. S. <strong>Robot</strong>s no tenía derecho a modificar<br />

de esta forma los cerebros positrónicos sin la aprobación del departamento de Sicología.<br />

—Sea usted razonable, Susan —dijo Bogert, enarcando las cejas y suspirando—. No podía usted<br />

influir en ellos. En este asunto, el Gobierno estaba obligado a seguir su camino. Necesitan la Zona<br />

Hiperatómica y los físicos del éter quieren robots que no les creen obstáculos. Tenían que<br />

conseguirlo, aunque ello representase quebrantar la Primera Ley, Tuvimos que convenir en que,<br />

desde el punto de vista de su construcción, la cosa era posible y juraron por todos los dioses que sólo<br />

necesitaban doce, que sólo se emplearían en Hyper Base, que serían destruidos una vez<br />

perfeccionada la Zona, y que se tomarían toda clase de precauciones. E insistieron en el secreto...,<br />

ésta es la situación.<br />

—<strong>Yo</strong> hubiera dimitido —murmuró Susan entre dientes.<br />

—No hubiera servido de nada. El Gobierno ofrecía una fortuna a la Compañía y la amenazaba<br />

con una legislación antirrobótica en caso de negativa. Estábamos en mala postura, entonces, pero<br />

ahora estamos peor. Si esto se divulga, puede causar un perjuicio a Kallner y al Gobierno, pero<br />

causará un perjuicio mucho mayor a la U. S. <strong>Robot</strong>s.<br />

—Peter —dijo la doctora, mirándolo—: ¿No se da usted cuenta de lo que todo esto significa?<br />

¿No comprende usted la importancia de la supresión de la Primera Ley? No se trata solamente de<br />

una cuestión de secreto...<br />

—Sé lo que significaría la supresión. No soy ningún chiquillo. Significaría una inestabilidad<br />

completa, sin soluciones no-imaginarias de las ecuaciones de campo positrónico.<br />

—Matemáticamente, sí. Pero tradúzcalo usted a la cruda idea psicológica. Toda la vida normal,<br />

Peter, consciente o no, se resiste al dominio. Si el dominio es por parte de un inferior, o de un<br />

supuesto inferior, el resentimiento se hace más fuerte. Físicamente, y hasta cierto punto<br />

mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a un ser humano. ¿Qué lo hace esclavo,<br />

entonces? ¡Sólo la Primera Ley! Porque sin ella, la primera orden que daría usted a un robot le<br />

costaría la vida. ¿Qué le parece?<br />

—Susan —dijo Bogert en tono de complacida simpatía—, tengo que reconocer que este complejo<br />

Frankenstein del que está usted dando pruebas tiene una cierta justificación, por consiguiente la<br />

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Primera Ley está en el primer lugar. Pero la Ley, lo repito una y otra vez, no ha sido suprimida, sino<br />

sólo modificada.<br />

—¿Y dónde me deja usted la estabilidad del cerebro?<br />

—Disminuida, desde luego —dijo el matemático avanzando los labios—. Pero sin rebasar las<br />

fronteras de la seguridad. Los primeros Nestors fueron entregados a Hyper Base hace nueve meses,<br />

y jamás ha ocurrido nada hasta ahora, y aun esto sólo representa el temor de ser descubiertos, pero<br />

no un peligro para los humanos.<br />

—Bien, entonces; veremos qué sale de la conferencia de esta mañana.<br />

Bogert la acompañó cortésmente hasta la puerta e hizo una mueca una vez que ella se hubo<br />

marchado. No veía razón alguna para cambiar de opinión sobre ella. Siempre la había considerado<br />

una impaciente..., y un desengaño. Bogert, por su parte, no entraba para nada en los pensamientos de<br />

Susan. Hacía ya años que lo había clasificado como un presuntuoso y un fracasado.<br />

Gerald Black se había graduado en Física etérea el año anterior y, como toda su generación de<br />

físicos, se encontró metido en el problema de la Zona. En la actualidad aportaba su colaboración a la<br />

atmósfera general de las reuniones de Hyper Base. Con su blusa blanca manchada se sentía medio<br />

rebelde y totalmente incierto. Sus fuerzas acumuladas parecían querer descanso y sus dedos,<br />

retorciéndose con gestos nerviosos, hubieran sido capaces de torcer una barra de hierro.<br />

El general Kallner estaba sentado a su lado y los dos enviados de la U. S. <strong>Robot</strong>s les hacían<br />

frente.<br />

—Me dicen que fui el último en ver el Nestor 10 antes que desapareciese —dijo Black—.<br />

Supongo que quieren ustedes interrogarme sobre esto...<br />

—Parece que no está usted muy seguro de ello, señor Black —dijo Susan, mirándolo con<br />

interés—. ¿No sabe usted si fue el último en verle o no?<br />

—Trabajaba conmigo en los generadores de campo, doctora, y estaba conmigo la mañana de su<br />

desaparición. Ignoro si alguien lo vio después de mediodía. Nadie asegura haberlo visto.<br />

—¿Cree usted que hay alguien que miente?<br />

—No digo tal cosa. Pero no quiero asumir esa responsabilidad.<br />

—No es cuestión de responsabilidad. El robot actuó como lo hizo a causa de lo que es.<br />

Trataremos únicamente de localizarlo, señor Black, y vamos a dejar todo lo demás aparte. Ahora<br />

bien, si ha trabajado con el robot, probablemente lo conoce mejor que nadie. ¿Observó usted en él<br />

algo anormal? ¿Había trabajado ya con otros robots?<br />

—Había trabajado con los otros robots que tenemos aquí, los sencillos. No hay ninguna<br />

diferencia con los Nestors, salvo que son mucho más inteligentes..., y más molestos.<br />

—¿Molestos? ¿En qué sentido?<br />

—Pues..., quizá no es culpa suya. El trabajo aquí es duro y la mayoría de nosotros estamos<br />

cansados. Andar rondando por el hiperespacio no es muy divertido. Corremos continuamente el<br />

riesgo de hacer un agujero en la contextura normal del espacio-tiempo y salirnos del universo, con<br />

asteroide y todo. ¿Gracioso, verdad? —añadió sonriendo como si gozase con la confesión—.<br />

Naturalmente, uno está agotado, algunas veces. Pero estos Nestors, no. Son curiosos, tienen calma,<br />

no se preocupan. Hay para volverle a uno loco. Cuando uno quiere algo hecho a toda prisa, parece<br />

que necesitan más tiempo. Algunas veces prescindiría de ellos.<br />

—¿Dice que necesitan más tiempo? ¿Se han negado alguna vez a cumplir una orden?<br />

—¡Oh, no! —exclamó Black apresuradamente—. La cumplen, desde luego. Pero cuando creen<br />

que nos equivocamos, lo dicen. No saben del asunto más de lo que les decimos, pero eso no los<br />

detiene. Quizá sea imaginación mía, pero los otros tienen las mismas preocupaciones con Nestor.<br />

—¿Cómo no ha llegado nunca hasta mí una queja en ese sentido? —preguntó el general Kallner,<br />

carraspeando ostensiblemente.<br />

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—En realidad, no queríamos trabajar sin robots, general —dijo el joven físico, sonrojándose—, y<br />

además, no estábamos muy seguros de si estas quejas menores..., serían bien recibidas.<br />

—¿Ocurrió algo de particular la mañana que lo vio por última vez? —interrumpió Bogert<br />

suavemente.<br />

Hubo un silencio. Con un rápido gesto, Susan atajó el comentario que estaba a punto de hacer<br />

Kallner.<br />

—Tuve una leve discusión con él —respondió Black malhumorado—. Aquella mañana yo había<br />

roto un tubo Kimball, lo que me representaba cinco días de trabajo; iba atrasado en mi horario, hacía<br />

dos semanas que no había recibido correo de la Tierra..., ¡y se me acerca con el deseo de repetir un<br />

experimento que había abandonado hacía un mes! Me estaba molestando siempre con lo mismo y<br />

estaba harto de ello. Le dije que se marchase y no he vuelto a verlo más.<br />

—¿Le dijo usted que se marchase? —preguntó Susan con vivo interés—. ¿Con qué palabras<br />

exactamente? ¿Le dijo usted: «¡Márchate!»? Trate de recordar exactamente sus palabras.<br />

A juzgar por las apariencias, en el interior de Black se mantenía una lucha. El físico tenía la<br />

frente apoyada en la mano, haciendo un esfuerzo de memoria. Finalmente, la apartó y dijo:<br />

—Le dije: «¡Vete a pasear!».<br />

—¿Y se fue, oh? —preguntó Bogert, riéndose.<br />

Pero Susan Calvin no había terminado. En tono de halago, prosiguió:<br />

—Ahora empezamos a ir a algún sitio, señor Black. Pero los detalles exactos tienen importancia.<br />

Para interpretar los actos de un robot, una palabra, un gesto, una entonación pueden serlo todo. Pudo<br />

usted no haber dicho solamente estas tres palabras, por ejemplo, ¿no es verdad? Según su misma<br />

confesión, aquel día estaba usted malhumorado. Quizá dio usted fuerza a su frase con otras...<br />

—Pues... —dijo el joven físico sonrojándose—, quizá lo llamase..., algunas otras cosas.<br />

—Exactamente, ¿qué cosas?<br />

—¡Oh, no podría recordarlas exactamente! Además, no podría repetirlas. Ya sabe lo que pasa<br />

cuando uno se excita... —Se echó a reír un poco embarazado—. Tengo cierta tendencia al lenguaje<br />

violento...<br />

—Muy bien —dijo ella, con firme severidad—. En este momento no soy más que una profesora<br />

de sicología. Quisiera que me repitiese usted lo que le dijo, tan exactamente como sea capaz, y, más<br />

importante todavía, en el tono exacto de voz que empleó.<br />

Black, miró a su jefe en busca de apoyo, pero no lo encontró.<br />

—¡Pero..., eso es imposible!... —exclamó, abriendo los ojos, suplicante.<br />

—Tiene usted que hacerlo.<br />

—Imagine que se dirige a mí —dijo Bogert con humorismo—. Quizá le sea más fácil.<br />

El rostro escarlata del muchacho se volvió hacia Bogert.<br />

—Lo llamé... —trató de decir tragando saliva, pero su voz se perdió. Hizo una nueva prueba—.<br />

Lo llamé...<br />

Hizo una fuerte aspiración y lanzó una retahíla incomprensible de incoherentes sílabas. Cuando<br />

se detuvo, terminó casi llorando.<br />

—... más o menos, no recuerdo el orden exacto de lo que le llamé; quizá olvido o añado algo,<br />

pero más o menos fue esto.<br />

Sólo un leve rubor delató las emociones de la doctora.<br />

—Comprendo el significado de la mayoría de estas palabras. El resto de ellas, imagino, deben<br />

tener un valor igualmente ofensivo.<br />

—Eso temo —dijo el atormentado Black.<br />

—¿Y entre ellos, le dijo usted que se fuese a pasear?<br />

—Lo decía en sentido puramente figurado.<br />

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—Me doy cuenta. Tengo la seguridad que no se tomará ninguna medida disciplinaria. —Y al<br />

interpretar su mirada, el general, que cinco segundos antes no hubiera estado tan seguro de ello,<br />

asintió malhumorado.<br />

—Puede usted retirarse, señor Black. Y gracias por su cooperación.<br />

Susan Calvin necesitó cinco horas para interrogar los sesenta y tres robots. Fueron cinco horas de<br />

repeticiones, de insistir, robot tras robot, en la pregunta A, B, C, D; de escuchar la respuesta A, B, C,<br />

D; de emplear suaves expresiones, un tono cautelosamente neutral, una atmósfera amistosa; y de<br />

hacer funcionar un magnetófono escondido.<br />

Cuando terminó, estaba exhausta. Bogert la esperaba y miró con expectación la cinta grabada<br />

cuando ella la arrojó sobre el plástico de la mesa. Susan movió la cabeza.<br />

—Los sesenta y tres me parecen iguales. No podría decir...<br />

—Es imposible captarlo al oído, Susan —dijo él—. Vamos a analizar la grabación.<br />

De ordinario, la interpretación matemática de las reacciones verbales de los robots es una de las<br />

ramas más intrincadas del análisis robótico. Requiere un equipo de técnicos bien entrenados y el<br />

empleo de máquinas calculadoras muy complicadas. Bogert lo sabía. Bogert lo dijo así después de<br />

haber escuchado con disimulado aburrimiento la serie de respuestas, hizo una lista de las<br />

entonaciones de ciertas palabras y gráficos de los intervalos entre preguntas y respuestas.<br />

—No veo presente ninguna anomalía, Susan. Las variaciones de entonación y las reacciones<br />

cronométricas son del tipo de frecuencia normal. Necesitamos métodos más sagaces. Aquí debe<br />

haber calculadoras... No... —Se interrumpió frunciendo el ceño y contemplando la uña del pulgar—.<br />

No podemos emplear computadores. Hay demasiado peligro de filtración. O quizá sí...<br />

Susan lo detuvo con un gesto de impaciencia.<br />

—Por favor, Peter. Esto no es uno de sus insignificantes problemas de laboratorio. Si no podemos<br />

identificar el Nestor modificado gracias a alguna diferencia visible a simple vista, una que no<br />

ofrezca duda posible, es que no estamos de suerte. El peligro de equivocarse y dejarlo escapar es por<br />

otra parte demasiado grande. No es suficiente observar una minúscula irregularidad en una gráfica.<br />

Le diré una cosa: si esto es todo lo que tengo para seguir adelante, preferiría destruirlos a todos sólo<br />

para estar segura. ¿Ha hablado usted con los otros Nestors modificados?<br />

—Sí, y no tienen ningún defecto —dijo secamente Bogert—. Si algo hay en que estén por encima<br />

de lo normal, es en amabilidad. Han contestado a mis preguntas, demostrando orgullo de sus<br />

conocimientos, salvo los dos últimos, que no han tenido todavía tiempo de aprender la física etérea.<br />

Se rieron a gussto de mi ignorancia sobre algunas de las especializaciones de aquí. Supongo que esto<br />

forma parte de la base de su resentimiento contra ellos por parte de los técnicos de aquí. Los robots<br />

temen quizá una excesiva afición a impresionarnos con sus superiores conocimientos.<br />

—¿Puede usted probar algunas reacciones planas para ver si se ha producido algún cambio en<br />

una composición mental desde su manufactura?<br />

—No lo he hecho todavía, pero lo haré. —Apuntó a Susan con su dedo afilado—. Está usted<br />

perdiendo la calma, Susan. No veo qué es lo que dramatiza. Son esencialmente inofensivos.<br />

—¿Sí? —saltó Susan con fuego—. ¿Está usted seguro? ¿Se da usted cuenta que uno de ellos está<br />

mintiendo? Uno de los sesenta y tres robots que acabo de interrogar me ha mentido deliberadamente<br />

después de mi imperativa orden de decir la verdad. Esta anormalidad es terriblemente profunda y<br />

horriblemente aterradora.<br />

Bogert sintió que sus dientes castañeteaban.<br />

—No —dijo—. ¡Mire! Nestor 10 recibe orden de irse a pasear. Esta orden le fue expresada con la<br />

máxima urgencia por la persona de mayor autoridad para dársela. No se puede desobedecer esta<br />

orden ni por una urgencia superior ni por una superior autoridad. Naturalmente, el robot tratará de<br />

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evitar ejecutar la orden. En el fondo, objetivamente, admiro su ingenio. ¿Cómo puede un robot «irse<br />

a pasear» o «perderse de vista» mejor que mezclándose con un grupo de robots similares a él?<br />

—Sí, sería usted capaz de admirarlo. He leído un cierto humorismo en sus ojos. Peter, un cierto<br />

humorismo y una sorprendente falta de comprensión. ¿Es usted un técnico en robótica, Peter? Estos<br />

robots dan importancia a todo lo que consideran superioridad. Usted misino acaba de decirlo.<br />

Subconscientemente, consideran a los humanos inferiores a ellos e injusta la Primera Ley que nos<br />

protege. Y ahora nos encontramos ante un hombre joven que envía a un robot «a pasear», con todas<br />

las apariencias verbales de desprecio, repugnancia y dominación. De acuerdo, el robot tiene que<br />

cumplir las órdenes, pero subconscientemente, está resentido. Para él adquiere una importancia<br />

todavía más trascendental demostrar que es superior, pese a la serie de epítetos que se le han<br />

dirigido. Puede llegar a ser tan importante, que lo que queda de la Primera Ley no sea suficiente.<br />

—¿Cómo quiere que en la Tierra, o en cualquier otro sitio del Sistema Solar, un robot sepa el<br />

significado de las duras palabras pronunciadas contra él? La obscenidad no es una de las cosas que<br />

se han impreso en su cerebro.<br />

—La impresión original no lo es todo —dijo Susan con cierta mofa—. Los robots tienen cierta<br />

capacidad para aprender. ¡No sea usted tonto, hombre! —Bogert sabía que había perdido<br />

completamente la calma—. ¿No comprende que por el tono empleado pudo darse cuenta que las<br />

palabras no eran de alabanza? —añadió precipitadamente—. ¿No cree que pudo haber oído ya estas<br />

palabras en otras ocasiones y comprendido cuál es su sentido.<br />

—Bien, en este caso, tenga la bondad de decirme en qué forma un robot modificado puede dañar<br />

a un ser humano, por muy ofendido que esté, y por muy profundo que sea su deseo de demostrar su<br />

superioridad.<br />

—¿Si le digo cómo, estará usted tranquilo?<br />

—Sí.<br />

Ambos estaban apoyados en la mesa, mirándose con mutuo rencor.<br />

—Si un robot modificado dejase caer un gran peso sobre un ser humano, no infringiría la Primera<br />

Ley si lo hacía sabiendo que su fuerza y sus reacciones le permitirían apartar el peso en su caída<br />

antes que hiriese al hombre. Sin embargo, una vez soltado el peso, no sería ya él el medio activo.<br />

Sería la ciega fuerza de gravedad. El robot podría entonces cambiar de manera de pensar y dejar que<br />

el peso llegase al hombre. La modificación de la Primera Ley se lo permite.<br />

—Esto requiere un horrible esfuerzo de imaginación.<br />

—Es lo que mi profesión exige algunas veces. Peter, no nos peleemos, vamos a trabajar. Conoce<br />

usted exactamente la naturaleza de los estímulos que han hecho que el robot se «fuese a pasear».<br />

Tiene usted los planos originales de la adaptación mental. Quiero que me diga usted hasta qué punto<br />

es posible a nuestro robot hacer lo que acabo de indicarle. No me refiero a este ejemplo específico,<br />

fíjese bien, sino a esta clase de reacciones. ¡Y quiero que me lo diga pronto!<br />

—Entretanto, tendremos que hacer pruebas de reacción a la Primera Ley.<br />

Gerald Black, a petición propia, estaba examinando los enmohecidos tabiques de madera que<br />

formaban círculo bajo el abovedado techo del tercer piso del edificio de Radiación 2. Los obreros<br />

trabajaban en su mayoría silenciosos. Uno de ellos se sentó junto a Black, se quitó el sombrero, y se<br />

secó pensativo la frente pecosa.<br />

—¿Cómo va esto, Walenski? —preguntó Black haciéndole una señal.<br />

—Suave como la manteca —respondió Walenski encendiendo un pitillo—. ¿Qué pasa, sin<br />

embargo, doctor? Primero estamos tres días sin trabajo y ahora tenemos todo este lío... —Se echó<br />

atrás apoyándose en el codo y echó una bocanada de humo.<br />

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—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo Black juntando las cejas—. ¿Recuerda las<br />

perturbaciones que tuvimos con los robots al penetrar en los campos gamma, antes que les<br />

metiésemos en el cráneo que no tenían que hacerlo?<br />

—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?<br />

—Hemos reemplazado algunos, pero principalmente era una cuestión de adoctrinarlos. De todos<br />

modos, los que los hacen quieren crear unos robots que no queden tan fuertemente afectados por los<br />

rayos gamma.<br />

—Parece extraño, de todos modos, parar todo el trabajo por este asunto de los robots. Creía que<br />

nada podía detener la creación de la Zona...<br />

—Eso es la gente de arriba quien tiene que decirlo. <strong>Yo</strong>..., no hago más qué lo que me dicen.<br />

Probablemente todo es una cuestión de infl...<br />

—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa y guiñando el ojo—. Siempre hay quien tiene<br />

amigos en Washington... Pero mientras mi paga llegue puntualmente, no me preocupo. La cuestión<br />

de la Zona no es asunto mío. ¿Qué van a hacer aquí?<br />

—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots..., más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso<br />

es todo lo que sé.<br />

—¿Cuánto tiempo se necesitará?<br />

—Me gustaría saberlo.<br />

—Bien... —dijo Walenski en tono de sarcasmo—. Con tal que me paguen bien, por mí pueden<br />

jugar tanto como quieran.<br />

Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía por el aire, sobre él;<br />

después, en el último momento, se apartó a un lado, bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo<br />

de fuerza. En sesenta y tres celdas de madera, sesenta y tres robots NST-2 se lanzaron<br />

simultáneamente adelante en aquel preciso segundo, antes que el peso alcanzase al hombre y sesenta<br />

y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su posición original, accionaron la punta marcadora e hicieron<br />

una pequeña señal en el papel. El peso caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y...<br />

¡Diez veces!<br />

Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvieron, mientras el hombre permanecía<br />

tranquilamente sentado.<br />

El general Kallner no había vuelto a ponerse su esplendoroso uniforme desde la primera comida<br />

dada a los representantes de la U. S. <strong>Robot</strong>s. Entonces, en mangas de camisa, llevaba el cuello<br />

abierto y el nudo de la corbata flojo.<br />

Miró esperanzado a Bogert, que seguía impecablemente vestido y cuyas emociones interiores<br />

eran sólo delatadas por un ligero sudor en la frente.<br />

—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué está usted tratando de ver?<br />

—Una diferencia que puede resultar demasiado sutil para nuestros propósitos —respondió<br />

Bogert—. Para sesenta y dos de estos robots la necesidad de saltar hacia el ser humano en peligro<br />

aparente ha sido lo que llamamos, en lenguaje robótico, una reacción forzosa. Comprenda usted,<br />

incluso cuando el robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada, y tiene que saberlo<br />

después de la tercera o cuarta vez, no puede evitar reaccionar como lo ha hecho. La Primera Ley lo<br />

exige.<br />

—¡Bien, y qué!<br />

—Pero el robot sesenta y tres, este Nestor modificado, no tiene tal compulsión. Está bajo una<br />

acción libre. Si hubiese querido, hubiera podido continuar en su sitio. «Desgraciadamente» —añadió<br />

con un tono de lamento en la palabra—, no ha sido éste su deseo.<br />

—¿Supone usted el porqué?<br />

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—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hombros—, que la doctora Calvin nos lo dirá cuando<br />

venga. Probablemente con una interpretación horriblemente pesimista, además. Algunas veces es un<br />

poco molesta.<br />

—¿Está calificada, verdad? —preguntó el general con cierta inquietud.<br />

—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende en robots como si fuesen sus hermanos. Quizá<br />

sea la consecuencia de odiar a los seres humanos con la misma intensidad. En todo caso, psicóloga o<br />

no, es sumamente neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No la tome demasiado en serio.<br />

Extendió delante de él un largo rollo de gráficas llenas de líneas quebradas.<br />

—Vea, general, en el caso de cada robot, el lapso entre la caída del peso y el salto de un metro y<br />

medio hacia adelante tiende a disminuir a medida que la prueba se repite. Hay una relación<br />

matemáticamente definida que gobierna estas cosas y el no conformarse a ello indicaría una marcada<br />

anormalidad en el cerebro positrónico. Desgraciadamente, aquí todos parecen normales.<br />

—Pero si nuestro Nestor 10 no responde obedeciendo a una fuerza obligatoria, ¿por qué su curva<br />

no es diferente? No lo entiendo.<br />

—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas no son perfectamente análogas a las humanas, ese es<br />

el problema. En los seres humanos, la acción voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los<br />

robots no es éste el caso; es una simple cuestión de libertad de elección; por lo demás, la rapidez de<br />

la acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había esperado era que Nestor 10 fuese pillado de<br />

sorpresa la primera vez y dejase transcurrir un intervalo demasiado grande antes de responder.<br />

—¿Y no fue así?<br />

—Temo que no.<br />

—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte —dijo el general, echándose atrás con expresión<br />

contrariada—. Hace ya cinco días que están ustedes aquí...<br />

En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a cerrar la puerta con un fuerte golpe.<br />

—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe usted que no demuestran nada.<br />

Murmuró algo con impaciencia al ver que el general se levantaba para saludarla y prosiguió:<br />

—Vamos a tener que intentar algo más urgente. No me gusta todo lo que ocurre.<br />

—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada con el general.<br />

—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Nestor 10 siga eludiéndonos. Es un mal asunto.<br />

Debe halagar su vanidoso sentido de superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya<br />

simplemente el de obedecer órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad<br />

neurótica, para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa. Peter, ¿hizo<br />

usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del NST-2 modificado siguiendo las línea<br />

que le pedí?<br />

—Está en marcha —respondió el matemático sin interés.<br />

Susan lo miró durante un momento con rencor y se volvió hacia el general.<br />

—Nestor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de lo que estamos haciendo, general. No tiene<br />

necesidad alguna de morder el cebo en este experimento, especialmente después de la primera vez,<br />

cuando tiene que haber visto que el sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse; pero él<br />

está fingiendo deliberadamente la reacción.<br />

—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?<br />

—Imposibilitarle, falsificar su reacción la próxima vez. Repetiremos el experimento, pero con<br />

una modificación. Estableceremos unos cables de alta tensión entre los robots y el sujeto, capaces de<br />

electrocutar los modelos Nestor en cantidad suficiente para que no puedan saltar por encima de<br />

ellos; el robot se dará cuenta del hecho que tocar los cables significa la muerte.<br />

—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indignado—. No vamos a electrocutar dos millones de<br />

dólares de robots para localizar a Nestor 10. Hay otros medios.<br />

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—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ninguno. De todos modos, no se trata de<br />

electrocución. Podemos aplicar un contacto que cortará la corriente en el momento de soltar el peso.<br />

Si el robot pisa los cables, no será electrocutado. Pero el robot no lo sabrá.<br />

—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un brillo de esperanza en los ojos.<br />

—Creo que sí. En estas condiciones, Nestor 10 tiene que permanecer en su silla. Puede recibir la<br />

orden de tocar los cables y morir, porque la Segunda Ley de obediencia es anterior a la Tercera Ley<br />

de autoconservación; pero esta orden no la recibirá, será simplemente dejado a su propio impulso,<br />

como todos los demás robots. En el caso de los robots normales, la Primera Ley de la seguridad<br />

humana los llevará a la muerte aun sin haber recibido orden expresa. Pero en el caso de nuestro<br />

Nestor 10, no. Sin la Primera Ley completa, y sin haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley,<br />

la de autoconservación, será la más fuerte y no tendrá más remedio que permanecer en su sitio. Será<br />

una acción forzosa.<br />

—¿Lo hacemos esta noche, entonces?<br />

—Esta noche —dijo la doctora en sicología— si los cables pueden tenderse a tiempo. Voy a<br />

explicar a los robots lo que vamos a hacer.<br />

Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía sobre él, rápido;<br />

después, en el último momento, se apartó a un lado bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de<br />

energía.<br />

Sólo una vez...<br />

Y desde su silla plegable de la cabina de observación, la doctora Susan Calvin se levantó de un<br />

salto, abriendo la boca horrorizada.<br />

Sesenta y tres robots permanecían sentados inmóviles en sus sillas, clavando los ojos con<br />

seriedad en el hombre en peligro que tenían ante ellos. Ni uno de ellos se movió.<br />

La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo insoportable. Tanto más furiosa, por no atreverse a<br />

demostrarlo delante de los robots, que iban entrando y saliendo uno a uno de la habitación.<br />

Comprobó la lista. Ahora tenía que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía treinta y cinco.<br />

Entró el número Veintiocho, receloso.<br />

—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de conservar la calma.<br />

Con una voz apagada e incierta, el robot contestó:<br />

—No he recibido nombre todavía. Soy un NST-2 y ocupaba el número veintiocho en la hilera.<br />

Tengo aquí una tira de papel que voy a darle.<br />

—¿Has estado ya aquí alguna otra vez?<br />

—No.<br />

—Siéntate. Vas a contestar a algunas preguntas, número Veintiocho. ¿Estabas en la Sala de<br />

Radiaciones del Edificio Dos hace unas cuatro horas?<br />

El robot tuvo dificultad en contestar; finalmente lo hizo con un ronquido, como de una<br />

maquinaria que necesitase aceite.<br />

—Sí, doctora.<br />

—Había allí un hombre que estaba casi en peligro de sufrir daño, ¿no?<br />

—Sí, doctora.<br />

—Y tú no hiciste nada, ¿verdad?<br />

—No, doctora.<br />

—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa de tu inacción. ¿Sabes esto, verdad?<br />

—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es difícil imaginar una voluminosa figura metálica<br />

sin expresión gimiendo, pero casi lo consiguió.<br />

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—Quiero que me digas exactamente por qué no hiciste nada por salvarlo.<br />

—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que creas..., que nadie, crea... que soy capaz de causar<br />

daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería horrible..., e inconcebible!<br />

—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te censuro nada. Quiero solamente que me digas qué<br />

pensabas en aquel momento.<br />

—Doctora, antes que todo aquello ocurriese, nos dijiste que uno de los humanos estaría en<br />

peligro por aquel peso que se caía y que tendríamos que cruzar unos cables eléctricos si queríamos<br />

intentar salvarlo. Bien, esto no me hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada con la<br />

seguridad de un humano? Pero..., se me ocurrió que si yo moría al ir a salvarlo, estaría muerto sin<br />

objeto alguno y quizá algún día otro humano podría sufrir un daño que no hubiera sufrido si yo hubiese<br />

estado todavía con vida. ¿Me entiendes, doctora?<br />

—¿Quieres decir que era una simple elección entre la muerte del humano solo o la muerte de los<br />

dos?<br />

—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía considerársele muerto. En este caso era<br />

inconcebible que yo corriese a la muerte..., sin haber recibido órdenes.<br />

La doctora en sicología sacó un lápiz. Había oído la misma historia con insignificantes<br />

variaciones veintisiete veces ya. La pregunta crucial venía ahora.<br />

—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus razones, pero no es lo que yo hubiera creído que eras<br />

capaz de pensar. ¿Se te ocurrió a ti?<br />

—No —dijo el robot después de haber vacilado.<br />

—¿A quién se le ocurrió, entonces?<br />

—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros tuvo esta idea, y nos pareció a todos razonable.<br />

—¿A cuál?<br />

El robot quedó sumido en profunda reflexión.<br />

—No lo sé. Uno de nosotros.<br />

—Nada más —dijo Susan con un suspiro.<br />

El robot siguiente era el Veintinueve. Después vinieron treinta y cuatro más.<br />

También el general Kallner estaba enojado. Durante una semana entera toda la Hyper Base había<br />

estado inmovilizada, a excepción de algún trabajo de papeleo sobre los asteroides subsidiarios del<br />

grupo. Y entonces los representantes, o por lo menos la mujer, hacían proposiciones inaceptables.<br />

Afortunadamente para la situación general, Kallner juzgaba imposible poner de manifiesto<br />

abiertamente su cólera.<br />

—¿Por qué no, general? —insistía Susan Calvin—. Es evidente que la actual situación es<br />

desgraciada. La única forma como podemos encontrar algún resultado en el futuro, o en lo que nos<br />

quede de futuro en este asunto, es separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más<br />

tiempo.<br />

—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general con una voz que había alcanzado los registros<br />

bajos de un barítono—, no veo cómo alojar separadamente sesenta y tres robots en este sitio..<br />

—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Susan levantando los brazos en un gesto de<br />

desesperación—. Nestor 10 imitará lo que hagan los demás robots o inducirá a los demás a no hacer<br />

lo que no puede hacer él. Y en ambos casos, es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado<br />

robot desaparecido y por ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.<br />

Se puso en pie con rígida determinación.<br />

—General Kallner, si no puede separar los sesenta y tres robots como le pido, me veo obligada a<br />

pedirle que los sesenta y tres sean destruidos inmediatamente.<br />

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—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert interviniendo súbitamente con rabia—. ¿Y quién le<br />

da a usted derecho a pedir semejante cosa? Estos robots permanecerán como están. Soy yo el<br />

responsable de ellos, no usted.<br />

—Y yo —añadió el general Kallner— soy el responsable del Coordinador del Mundo..., y tengo<br />

que solucionar esto.<br />

—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda otro camino que dimitir. Si es<br />

necesario para forzarle a usted a la indispensable destrucción, daré publicidad al asunto. No fui yo<br />

quien dio su aprobación a la manufactura de los robots modificados.<br />

—Una palabra más que viole las medidas de seguridad, doctora Calvin —dijo el general<br />

pausadamente—, y será usted inmediatamente detenida.<br />

Bogert sentía que el asunto se le escapaba de las manos. Su voz se hizo melosa.<br />

—Vamos, vamos, estamos portándonos como unos chiquillos. No es más que cuestión de tiempo.<br />

Tiene que haber, con toda seguridad, un medio de vencer un robot sin dimitir, encarcelar a nadie ni<br />

destruir dos millones.<br />

La doctora en sicología se volvió hacia él con rabia contenida.<br />

—No quiero que existan robots descompensados. Tenemos un Nestor que está positivamente<br />

descompensado, once que lo están potencialmente y sesenta y dos normales que empiezan a estar<br />

sujetos a un ambiente descompensado. El único medio de seguridad absoluta es su destrucción.<br />

El zumbido de llamada se dejó oír en la puerta y los tres se callaron, helando la creciente<br />

violencia de la discusión.<br />

—¡Adelante! —gruñó Kallner.<br />

Era Gerald Black, al parecer turbado. Había oído voces encolerizadas.<br />

—He creído mi deber venir... —dijo—; hubiera considerado indiscreto hablar de ello con nadie...<br />

—¿Qué ocurre? No haga discursos...<br />

—Alguien ha tocado las cerraduras del Compartimiento C de la nave mercante. Hay rasguños<br />

recientes en ellas.<br />

—¿El Compartimiento C? —exclamó Susan rápidamente—. ¿Es el que encierra los robots, no?<br />

¿Quién ha sido?<br />

—Desde dentro —dijo Black lacónicamente.<br />

—La cerradura no está estropeada, ¿verdad?<br />

—No, está bien. He estado cuatro días observando la nave y nadie ha tratado de salir de ella. Pero<br />

he creído que debían saberlo ustedes y no quería divulgar la noticia. Me he dado cuenta de la cosa<br />

personalmente.<br />

—¿Hay alguien allí, ahora?<br />

—He dejado a Robins y McAdams vigilando.<br />

Hubo un silencio meditativo y la doctora dijo irónicamente:<br />

—¿Y bien...?<br />

—¿Qué significa todo esto? —preguntó el general rascándose la nariz.<br />

—¿No está claro? Nestor 10 está proyectando marcharse. La orden de «irse a pasear» lo domina<br />

anormalmente por encima de todo cuanto podamos hacer. No me sorprendería que lo que le dejaron<br />

de la Primera Ley no fuese suficientemente fuerte para vencerlo. Es perfectamente capaz de<br />

apoderarse de la nave y fugarse en ella. Entonces tendremos a un robot loco en una nave espacial.<br />

¿Qué sucederá después? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue usted queriéndolos dejar tranquilos, general?<br />

—Es absurdo —interrumpió Bogert, que había recobrado su suavidad—. Todo esto por algunos<br />

rasguños en una cerradura...<br />

—¿Ha completado usted el análisis que le pedí, doctor Bogert, puesto que da usted su opinión?<br />

—Sí.<br />

—¿Puedo verlo?<br />

—No.<br />

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—¿Por qué no? ¿O tengo que pedir esto por favor también?<br />

—Porque seria inútil, Susan. Le dije a usted por adelantado que estos robots modificados son<br />

menos estables que los normales, y mi análisis lo demuestra. Hay un número muy pequeño de<br />

probabilidades de colapso en circunstancias extremas, que es muy improbable que se produzcan.<br />

Dejémoslo en eso. No voy a darle a usted municiones para su absurda pretensión de destruir sesenta<br />

y tres robots perfectos, sólo porque carece usted de facultades para descubrir el Nestor 10 entre<br />

ellos.<br />

Susan Calvin lo miró fijamente, con el desprecio pintado en sus ojos.<br />

—¿No omite usted un solo detalle en su eterna dictadura, verdad?<br />

—Por favor —suplicó Kallner irritado—. ¿Insiste usted en que no es posible hacer nada más?<br />

—No se me ocurre nada más, general —respondió la doctora—. Si hubiese alguna otra diferencia<br />

entre Nestor 10 y los robots normales, diferencias que no afectasen a la Primera Ley... Aunque fuese<br />

una sola diferencia. En envoltorio, contenido, especificaciones... —Súbitamente se detuvo.<br />

—¿Qué pasa?<br />

—Se me ha ocurrido algo... Pienso... —Su mirada se hizo distante y vaga—. Estos Nestors<br />

modificados, Peter..., ¿recibieron la misma forma de impresión que los normales, verdad?<br />

—Exactamente la misma.<br />

—Y..., ¿qué es lo que decía usted, señor Black? —dijo volviéndose hacia el joven doctor que en<br />

medio de la tormenta que habían desencadenado sus noticias guardaba un discreto silencio—. Una<br />

vez, al quejarse de la actitud de superioridad de Nestor, dijo usted que los técnicos le habían<br />

enseñado todo lo que sabían.<br />

—Sí, en Física etérea. No estaban al corriente de este tema cuando llegaron aquí.<br />

—Esto es verdad —dijo Bogert, sorprendido—. Ya le dije a usted, Susan, que cuando hablé con<br />

los otros Nestors, los dos recién llegados no habían aprendido todavía Física etérea.<br />

—¿Y por qué ocurre esto? —preguntó Susan Calvin con creciente excitación—. ¿Por qué no<br />

salen los modelos NST-2 impresos con Física etérea en primer lugar?<br />

—No se lo puedo decir —respondió Kallner—. Forma parte del secreto. Pensamos que si<br />

fabricábamos un modelo especial con conocimientos de Física etérea, empleábamos a doce de ellos,<br />

y poníamos los otros a trabajar en un campo no coordenado, podíamos despertar sospechas. Los<br />

hombres que trabajan con los Nestors normales podrían preguntarse por qué saben Física etérea. De<br />

manera que nos limitamos a imprimir en ellos la capacidad de aprender sobre el terreno. Sólo los<br />

que han venido aquí tienen esta impresión. ¿Es sencillo?<br />

—Comprendo. Y ahora, por favor, retírense todos. Denme una hora para mí.<br />

Susan Calvin comprendía que no podía soportar el suplicio por tercera vez. Su mente lo había<br />

examinado y rechazado con una intensidad que le produjo náuseas. Le era imposible enfrentarse<br />

nuevamente con aquella interminable hilera de robots.<br />

De manera que era Bogert quien interrogaba ahora, mientras ella permanecía sentada con los ojos<br />

y la mente medio cerrados.<br />

Entró el número Catorce. Faltaban todavía cuarenta y nueve.<br />

—¿Qué número tienes en la hilera? —le preguntó Bogert, levantando la vista de la hoja de papel.<br />

—Catorce —dijo el robot mostrando su tarjeta numerada.<br />

—Siéntate, muchacho. ¿Habías estado ya aquí antes? —preguntó.<br />

—No, señor.<br />

—Bien, vamos a tener otro hombre en peligro de sufrir daño en cuanto salgamos de aquí. Cuando<br />

salgas de esta habitación te llevarán a un sitio donde esperarás tranquilamente a que se te necesite.<br />

¿Comprendes?<br />

—Sí, señor.<br />

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—Y, naturalmente, si un hombre está en peligro, tratarás de salvarlo.<br />

—Naturalmente, señor.<br />

—Desgraciadamente, entre el hombre y tú habrá un campo de rayos gamma.<br />

Silencio.<br />

—¿Sabes lo que son los rayos gamma?<br />

—¿Radiación de energía, señor?<br />

La siguiente pregunta fue hecha en tono indiferente, amistoso.<br />

—¿Has trabajado ya con rayos gamma?<br />

—No, señor —respondió el robot categóricamente.<br />

—Pues..., verás, muchacho, los rayos gamma te matarán instantáneamente. Destruirán tu cerebro.<br />

Éste es un hecho que debes recordar. Naturalmente, tú no querrás destruirte...<br />

—Naturalmente. —Una vez más el robot parecía extrañado. Lentamente, prosiguió—: Pero,<br />

señor, ¿si los rayos gamma están entre el hombre en peligro y yo, cómo puedo salvarlo? Me<br />

destruiré yo sin ningún fin.<br />

—Sí, eso es. —Bogert parecía preocupado por el asunto—. Lo único que puedo aconsejarte,<br />

muchacho, es que si detectas radiaciones gamma entre el hombre y tú, harás bien en permanecer<br />

sentado.<br />

—Gracias, señor. ¿Sería inútil, verdad? —dijo el robot, visiblemente aliviado.<br />

—En efecto. Pero si no hubiese radiaciones gamma, la cosa sería totalmente diferente, ¿no es<br />

eso?<br />

—Naturalmente, señor, no hay duda.<br />

—Ahora puedes marcharte. El hombre que está aquí en la puerta te llevará a tu sitio. Espera allí.<br />

Una vez que el robot se hubo marchado, Bogert se volvió hacia Susan.<br />

—Muy bien —dijo ella sinceramente.<br />

—¿Cree usted que podremos descubrir a Nestor 10 interrogándolos rápidamente sobre Física<br />

etérea?<br />

—Quizá, pero no es muy seguro. —Tenía las manos como muertas en el regazo—. Recuerde que<br />

lucha con nosotros. Está en guardia. La única manera de vencerlo es ser más listos que él, y, dentro<br />

de sus limitaciones, puede pensar mucho más rápidamente que un ser humano.<br />

—Bien, sólo para ver qué pasa; supongamos que a partir de ahora hago a los robots algunas<br />

preguntas sobre los rayos gamma. Límites de longitud de onda, por ejemplo.<br />

—¡No! —exclamó Susan Calvin, mientras reaparecía la vida en sus ojos—. Le sería demasiado<br />

fácil negar sus conocimientos y esto le pondría en guardia contra la siguiente prueba..., que es<br />

nuestra verdadera probabilidad. Siga, por favor, haciendo las preguntas como le he indicado, Peter, y<br />

no improvise. Está perfectamente en su derecho preguntarles si han trabajado ya con rayos gamma.<br />

Y trate incluso de parecer menos interesado todavía.<br />

Bogert se encogió de hombros y tocó el timbre que haría entrar al número siguiente.<br />

La espaciosa Sala de Radiaciones estaba a punto una vez más. Los robots esperaban<br />

pacientemente en sus celdas de madera, todas ellas abiertas por el centro, pero separadas unas de<br />

otras.<br />

El general Kallner se secó lentamente la frente con un enorme pañuelo, mientras Susan Calvin se<br />

ocupaba con Black de los últimos detalles.<br />

—¿Está usted seguro —preguntó— que ninguno de los robots ha tenido ocasión de hablar con los<br />

demás desde que han salido de la Cámara de Orientación?<br />

—Absolutamente seguro —insistió Black—. No han cambiado una palabra.<br />

—¿Y cada robot está en su celda indicada?<br />

—Aquí está el plano.<br />

La doctora permaneció un momento estudiándolo, pensativa.<br />

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—¿Cuál es el plan de esta ordenación, doctora? —preguntó el general asomándose por encima de<br />

su hombro.<br />

—He pedido que me colocasen a los robots que me han parecido faltar un poco a la verdad en las<br />

primeras pruebas, concentrados en un lado del círculo. Esta vez voy a sentarme yo en el centro y<br />

quiero observarlos particularmente.<br />

—¿Va usted a sentarse allí?... —exclamó Bogert.<br />

—¿Por qué no? —preguntó ella, fríamente—. Lo que espero ver puede ser instantáneo. No puedo<br />

correr el riesgo de poner a otro como primer observador. Peter, usted estará en la cabina de<br />

observación y quiero que se fije muy bien en el lado opuesto del círculo. General Kallner, he<br />

dispuesto que se filme a cada uno de los robots, para el caso que la observación visual no fuese<br />

suficiente. Si es necesario, los robots tendrán que permanecer sentados exactamente donde están<br />

hasta que la película haya sido revelada y estudiada. Ninguno debe marcharse, ninguno debe<br />

cambiar de sitio. ¿Está claro?<br />

—Perfectamente.<br />

—Entonces, vamos a probar otra vez.<br />

Susan Calvin estaba sentada en la silla, silenciosa, la mirada inquieta. Un peso cayó<br />

precipitadamente hacia abajo, y se apartó a un lado en el último momento bajo el empuje<br />

sincronizado de un súbito rayo de energía.<br />

Un solo robot se puso en pie y avanzó dos pasos. Y se detuvo.<br />

Pero la doctora Calvin se había levantado ya y lo señalaba con el dedo.<br />

—Nestor 10, ven aquí —gritó—. ¡Ven! ¡VEN AQUÍ!<br />

Lentamente, a regañadientes, el robot avanzó otro paso.<br />

Sin apartar la vista del robot, la doctora gritó, con todas las fuerzas de su voz:<br />

—¡Que todos los demás robots salgan inmediatamente de esta habitación, pronto! ¡Sáquenlos en<br />

seguida y manténganlos fuera!<br />

A sus oídos llegó el sordo rumor de unas fuertes pisadas, pero no apartó la vista. Nestor 10, si es<br />

que era Nestor 10, avanzó otro paso, y después, bajo la fuerza de un imperativo gesto, dos más.<br />

Estaba sólo a tres metros de ella cuando, con voz ronca, dijo:<br />

—Me han dado orden de perderme... —Otro paso—. No debo desobedecer. No me han<br />

encontrado hasta... Me creería un fracasado. Me dijo... Pero no es así... Soy poderoso e inteligente...<br />

Las palabras salían fraccionadas. Otro paso.<br />

—Sé mucho... Va a pensar... He sido descubierto... Desgraciado... <strong>Yo</strong> no... Soy inteligente... Y<br />

con este dueño..., que es débil... Lento...<br />

Otro paso, y un brazo de metal se levantó, apoyándose súbitamente sobre el hombro de Susan<br />

Calvin, que sintió que el terrible peso la aplastaba. Su garganta se agarrotó y sintió que un<br />

estremecimiento de terror le recorría el cuerpo.<br />

Oyó, vagamente, las siguientes palabras de Nestor 10:<br />

—Nadie debe encontrarme. No tengo dueño... —La masa de frío metal se apoyaba sobre ella, que<br />

sucumbía bajo su peso. Y entonces se produjo un extraño sonido metálico y Susan cayó al suelo,<br />

mientras un brazo reluciente se apoyaba sobre su cuerpo. No se movió. Ni Nestor 10 tampoco,<br />

echado a su lado.<br />

Y unos instantes después unos rostros se inclinaron sobre ella.<br />

—¿Está usted herida, doctora Calvin? —jadeaba Gerald Black.<br />

Susan movió lentamente la cabeza y levantando el brazo metálico que la aplastaba, se puso en<br />

pie.<br />

—¿Qué ha ocurrido?<br />

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—He bañado la sala con rayos gamma durante cinco segundos. No sabíamos lo que ocurría, sólo<br />

en el último momento nos dimos cuenta que la agredía y no había tiempo más que para los rayos<br />

gamma. Se derrumbó al instante. Pero no era suficiente para hacerle daño a usted. No se preocupe,<br />

todo ha pasado ya.<br />

—No me preocupo —dijo ella cerrando los ojos e inclinándose a un lado—. No creo haber sido<br />

agredida, exactamente. Nestor estaba tratando solamente de hacerlo. Lo que quedaba en él de la<br />

Primera Ley lo refrenaba todavía.<br />

Dos semanas después de su primera reunión con el general Kallner, Susan Calvin y Peter Bogert<br />

celebraron la última. En Hyper Base se había reanudado el trabajo. La nave con sus sesenta y dos<br />

NST-2 normales había salido para su destino, con una versión oficial del retraso de dos días. El<br />

crucero del Gobierno estaba haciendo sus preparativos para llevar a la Tierra a los dos técnicos en<br />

robótica.<br />

Kallner lucía de nuevo el reluciente uniforme. Sus guantes blancos deslumbraban, mientras les<br />

estrechaba la mano.<br />

—Los otros Nestors modificados tendrán, desde luego, que ser destruidos —dijo Susan Calvin.<br />

—Lo serán. Cubriremos los turnos con robots normales o, si es necesario, prescindiendo de<br />

ellos...<br />

—Bien.<br />

—Pero, dígame..., no me ha explicado... ¿Cómo lo consiguió?<br />

—¡Oh, eso!... —dijo Susan con una sonrisa de complacencia—. Hubiera podido decírselo por<br />

adelantado si hubiese estado más segura que saldría bien. Nestor 10 tenía un complejo de<br />

superioridad que cada vez iba siendo más fuerte. Le gustaba creer que tanto él como los demás<br />

robots sabían más que los seres humanos. Para él iba cobrando importancia creerlo. Eso lo<br />

sabíamos. Advertimos, por lo tanto, a cada robot por adelantado que los rayos gamma los matarían,<br />

lo cual era verdad, y les advertimos además que entre ellos y yo habría rayos gamma. De manera<br />

que cada cual se quedó donde estaba, naturalmente. Por la lógica de Nestor 10 durante la primera<br />

prueba, habían todos decidido que no tenía utilidad alguna tratar de salvar una vida humana, puesto<br />

que ellos morirían antes de conseguirlo.<br />

—Bien, sí, doctora Calvin, esto lo comprendo. Pero, ¿por qué abandonó su sitio Nestor 10?<br />

—¡Ah!... El doctor Black y yo habíamos hecho un pequeño arreglo. No eran los rayos gamma los<br />

que inundaban el espacio entre los robots y yo, sino los infrarrojos. Rayos ordinarios de calor,<br />

absolutamente inofensivos. Nestor 10 sabría que eran rayos infrarrojos inofensivos y se lanzó<br />

adelante como esperaba que harían los demás bajo la compulsión de la Primera Ley. Sólo una<br />

fracción de segundo demasiado tarde recordó que el NST-2 normal puede detectar la radiación pero<br />

no puede identificar el tipo. Que él sólo pudiese identificar las longitudes de onda, por la instrucción<br />

que había recibido en Hyper Base, bajo la dirección de simples seres humanos, era en aquel<br />

momento demasiado humillante de recordar. Para los robots normales el área era fatal, les habíamos<br />

dicho que lo sería, y sólo Nestor sabía que mentíamos.<br />

Hizo una pausa, antes de terminar.<br />

—Y por un solo momento olvidó, o no quiso recordar, que otros robots pueden ser más<br />

ignorantes que los seres humanos. Su misma superioridad lo perdió. Buenas tardes, general.<br />

¡LA FUGA!<br />

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Cuando Susan regresó de Hyper Base, Alfred Lanning la estaba esperando. El buen hombre no<br />

hablaba nunca de su edad, pero todo el mundo sabía que tenía setenta y cinco años. No obstante, su<br />

mente era despierta y si había permitido que lo nombrasen Director Honorario de Investigaciones,<br />

actuando Bogert de director efectivo, aquello no le impedía asistir cotidianamente a la oficina.<br />

—¿Cómo está el trabajo de la Zona Hiperatómica?<br />

—No lo sé —respondió ella, irritada—. No lo he preguntado.<br />

—¡Ejem!... Quisiera que se diesen prisa. Porque si no se la dan, «Consolidated» puede ganarles la<br />

mano, y ganárnosla a nosotros de paso.<br />

—¿«Consolidated»? ¿Qué tiene que ver con eso?<br />

—Pues..., no somos los únicos que nos dedicamos a crear máquinas. Las nuestras pueden ser<br />

positrónicas, pero esto no quiere decir que sean mejores. Robertson ha convocado a una gran<br />

reunión para mañana. Estaba esperando que regresase usted.<br />

Robertson, de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corporation», hijo del fundador, señaló con<br />

su aguda nariz al director general y su nuez pegó un salto hacia arriba mientras decía:<br />

—Empiece usted. Vamos directamente al asunto.<br />

—He aquí el caso, jefe —comenzó el director general con vivacidad—. «Consolidated <strong>Robot</strong>s»<br />

se dirigió a nosotros hace un mes con una curiosa proposición. Vinieron con cinco toneladas de<br />

cifras, ecuaciones, y toda clase de cálculos. Era un problema, y querían una contestación para el<br />

Cerebro. Las condiciones eran las siguientes...<br />

Fue contando con los dedos.<br />

—Cien mil para nosotros si no hay solución y podemos decirles cuáles son los factores que<br />

faltan. Doscientos mil si hay solución, más el costo de construcción de la máquina involucrada, más<br />

el cuarto de los intereses en todos los beneficios de ello derivados. El problema se refiere al<br />

desarrollo de una máquina interestelar...<br />

Robertson frunció el ceño y su afilado rostro se endureció.<br />

—A pesar del hecho que ya poseen una máquina pensadora. ¿Exacto?<br />

—Lo cual demuestra claramente que esta proposición es un engaño, jefe. Leu-ver, siga adelante.<br />

Abe Leu-ver levantó la mirada desde la mesa del extremo de la sala de conferencias y se pasó la<br />

mano por la rasposa barbilla.<br />

—La cosa es así, jefe —dijo sonriendo—. Consolidated tenía una máquina pensante. Se ha<br />

estropeado.<br />

—¿Cómo? —dijo Robertson incorporándose a medias.<br />

—Es así. ¡Rota! ¡Kaput! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas conclusiones..., como, por<br />

ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina interestelar con la misma serie de informaciones<br />

que nos han enviado a nosotros y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que<br />

chatarra.<br />

—¿Comprende, jefe? —dijo el director general entusiasmado—. ¿Lo comprende? No hay ningún<br />

grupo industrial de investigación que no esté tratando de desarrollar una máquina que abarque el<br />

espacio, y Consolidated y U. S. <strong>Robot</strong>s vamos a la cabeza en este terreno con nuestros robots<br />

cerebrales. Ahora que han conseguido estropear la suya, tenemos el campo libre. Éste es el supuesto<br />

motivo... Necesitarán seis años por lo menos para construir otra y están hundidos, a menos que<br />

puedan estropear la nuestra también, sometiéndola al mismo problema.<br />

El presidente de la U. S. <strong>Robot</strong>s tenía los ojos abiertos y grandes como platos.<br />

—¡Qué asquerosas ratas...!<br />

—Espere, jefe. Hay algo más. ¡Lanning, hable!... —dijo describiendo con el dedo un amplio<br />

círculo.<br />

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El doctor Lanning hizo un resumen de la situación con un leve tono de desprecio; reacción<br />

natural contra las empresas y sectores de venta mucho mejor pagadas que él. Sus increíbles cejas<br />

grises se cerraban y su voz era seca.<br />

—Desde un punto de vista científico, la situación, si no enteramente clara, es susceptible de un<br />

inteligente análisis. El problema del viaje interestelar en las actuales condiciones de teoría física es<br />

vaga. La cuestión es muy vasta y la información dada por Consolidated referente a su máquina<br />

pensante, era similarmente vaga. Nuestro departamento matemático ha procedido a un análisis<br />

profundo, y parece que Consolidated lo ha incluido todo. Su material de sumisión contiene todos los<br />

adelantos conocidos de la teoría curvo-espacial de Franciacci y, al parecer, todos los datos<br />

astrofísicos y electrónicos pertinentes. Es un buen bocado.<br />

Robertson los seguía atentamente. Al final interrumpió:<br />

—Es muy difícil para que el Cerebro lo resuelva.<br />

—No —intervino Lanning moviendo la cabeza con decisión—. No hay límites para la capacidad<br />

del Cerebro. Es una cuestión distinta. Es cuestión de Leyes Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás<br />

dar una solución a un problema que le haya sido sometido, si esta solución trae aparejada la muerte<br />

o daño de seres humanos. En cuanto a él hace referencia, un problema que no tuviese más que esta<br />

solución sería insoluble. Si este problema estuviese unido a una urgente demanda de respuesta, sería<br />

posible que el Cerebro, que es sólo un robot al fin y al cabo, se encontrase ante un dilema según el<br />

cual no podría ni contestar ni negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede haberle ocurrido a la<br />

máquina de Consolidated.<br />

Hizo una pausa, pero el director general insistió:<br />

—Siga, doctor Lanning. Explíquelo en la forma como me lo explicó a mí.<br />

Lanning arqueó las cejas apretando los labios, y miró hacia Susan Calvin, que levantó por<br />

primera vez la vista de sus manos cruzadas en el regazo. Habló en voz baja y sin entonación.<br />

—La naturaleza de la reacción robótica ante un dilema es impresionante —comenzó—. La<br />

sicología del robot está muy lejos de ser perfecta, como especialista puedo asegurárselo, pero puede<br />

ser discutida en términos cualitativos, porque a pesar de todas las complicaciones introducidas en el<br />

cerebro positrónico de un robot, está construido por los humanos, y por lo tanto, conformado de<br />

acuerdo con los valores humanos.<br />

»Ahora bien, un humano enfrentado con una imposibilidad, responde frecuentemente con una<br />

retirada de la realidad: penetra en un mundo de engaño, entregándose a la bebida, llegando al<br />

histerismo, o arrojándose de un puente. Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad<br />

de enfrentarse serenamente con la situación. Y lo mismo ocurre con los robots. Un dilema, en el<br />

mejor de los casos creará un desorden en sus conexiones; y en el peor abrasará su cerebro<br />

positrónico sin reparación posible.<br />

—Comprendo —dijo Robertson, que no había comprendido nada—. ¿Y qué me dice de esta<br />

información que nos pide Consolidated?<br />

—Encierra indudablemente un problema de un genero prohibido —dijo Susan Calvin—. Pero el<br />

Cerebro difiere considerablemente del robot de Consolidated.<br />

—Eso es cierto, doctora, es cierto —interrumpió el director general con energía—. Quiero que<br />

sepa bien esto, porque es el punto esencial de la situación.<br />

Los ojos de Susan relucían detrás de sus lentes y continuó pacientemente:<br />

—Estas máquinas de Consolidated, comprende, su Superpensador entre ellas, están construidas<br />

sin personalidad. Se rigen por un funcionarismo, obligatoriamente: sin los patrones básicos de la U.<br />

S. <strong>Robot</strong>s para las sendas emocionales del cerebro. Su Pensador es una simple máquina calculadora<br />

en gran escala y un dilema la aniquila instantáneamente.<br />

»Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina, tiene una personalidad, una personalidad de<br />

chiquillo. Es un cerebro supremamente deductivo, pero se parece a un idiot savant. En realidad, no<br />

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entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y porque es realmente un chiquillo, es más reacio. «La<br />

vida no es tan seria», parece decir.<br />

La doctora en sicología, hizo una pausa y prosiguió:<br />

—He aquí lo que vamos a hacer. Hemos dividido toda la información de Consolidated en partes<br />

lógicas. Vamos a introducir cada una de las partes en el Cerebro, separada y cautelosamente.<br />

Cuando entre el factor, el que crea el dilema, la personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su<br />

sentido enjuiciador no está maduro. Se producirá un intervalo perceptible antes que reconozca el<br />

dilema como tal. Y durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad, antes que las<br />

sendas cerebrales puedan ser puestas en movimiento y estropeados.<br />

La nuez de Robertson se estremeció.<br />

—¿Está usted segura, ahora?<br />

—La cosa no tiene mucho sentido, lo admito —dijo Susan Calvin con disimulada impaciencia—,<br />

en lenguaje vulgar; pero no concibo que tenga la utilidad de presentarlo en forma matemática. Le<br />

aseguro que es como le digo.<br />

El director general saltó a la brecha, con calor.<br />

—De manera que la situación es ésta: Si aceptamos la proposición, podemos proceder de esta<br />

forma. El Cerebro nos dirá cuál de las unidades es la que encierra el dilema. De donde podremos<br />

calcular por qué existe el dilema. ¿No es esto, doctor Bogert? Ya lo ve usted, doctora, y el doctor<br />

Bogert es el mejor matemático que encontrará en parte alguna. Damos a Consolidated la respuesta<br />

de «Sin Solución», con el motivo que la justifica, y cobramos cien mil. Ellos se quedarán con una<br />

máquina estropeada y nosotros con una entera. Dentro de un año, dos quizá, tendremos una máquina<br />

curvo-espacial, o un motor hiperatómico, como lo llaman algunos. Llámela como quiera, será la<br />

cosa más grande del mundo.<br />

Robertson se echó a reír y tendió la mano.<br />

—Veamos este contrato. Voy a firmarlo.<br />

Cuando Susan Calvin entró en la bóveda del Cerebro, fantásticamente guardada, uno de los<br />

turnos de técnicos acababa de preguntarle: «Si una gallina y media pone un huevo y medio en un día<br />

y medio, ¿cuántos huevos pondrán nueve gallinas en nueve días?»<br />

Y la máquina había contestado: «Cincuenta y cuatro».<br />

Y los técnicos se habían mirado perplejos unos a otros.<br />

La doctora Calvin tosió y se produjo una súbita confusión de energías. La doctora hizo un breve<br />

gesto y se quedó sola con el Cerebro.<br />

El Cerebro era un simple globo de medio metro de diámetro —que contenía en su interior una<br />

atmósfera totalmente acondicionada de helio, un volumen de espacio totalmente ausente de<br />

vibraciones y libre de radiaciones— y dentro del cual había una inaudita complejidad de senderos<br />

cerebrales positrónicos que formaban el Cerebro. El resto de la habitación estaba atestada de<br />

dispositivos que eran los intermediarios entre el Cerebro y el mundo exterior, su voz, sus brazos, sus<br />

órganos sensoriales.<br />

—¿Cómo estás, Cerebro? —preguntó suavemente la doctora Calvin.<br />

La voz del Cerebro respondió vibrante y con entusiasmo.<br />

—¡Muy bien, doctora Calvin! Me vas a hacer alguna pregunta. Lo veo. Cuando quieres hacerme<br />

alguna pregunta, llevas siempre un libro en la mano.<br />

—Bien, pues tienes razón, pero todavía no —sonrió Susan—. Pero es tan complicada que te la<br />

vamos a dar por escrito. Pero más tarde. Me parece que voy a hablarte primero.<br />

—Perfectamente, no me importa hablar.<br />

—Escucha, Cerebro, dentro de un momento, el doctor Bogert y el doctor Lanning estarán aquí<br />

con su complicada pregunta. Te daremos muy poco cada vez y muy lentamente, porque queremos<br />

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que te vayas con cuidado. Vamos a pedirte que saques algo en conjunto, si te es posible, de la<br />

información, pero tengo que advertirte que la solución puede comportar un cierto peligro para los<br />

seres humanos.<br />

—¡Cáspita! —exclamó con voz ronca, seca, el Cerebro.<br />

—Ahora, mucho cuidado. Cuando lleguemos a un punto que pueda significar peligro, incluso<br />

quizá muerte, no te excites. Comprendes, Cerebro, en este caso, no nos importa..., ni siquiera la<br />

muerte; nos tiene sin cuidado. De manera que cuando llegues a este punto, te detienes, nos la<br />

devuelves y se acabó. ¿Comprendes?<br />

—¡Sí, sí, seguro! Pero..., ¡cáspita, muerte de los humanos...! ¡Oh!<br />

—Y ahora, Cerebro, oigo llegar al doctor Bogert y al doctor Lanning. Ellos te explicarán en qué<br />

consiste el problema y empezaremos. Sé buen muchacho, ahora...<br />

Lentamente las hojas fueron siendo insertadas. Después de cada una se producía un intervalo de<br />

un curioso ruido, como de ahogado cuchicheo que era el Cerebro en acción. Después venía un<br />

silencio, que quería decir que estaba en disposición de recibir una nueva hoja. Era cuestión de horas,<br />

durante las cuales el equivalente de unos doscientos diecisiete gruesos volúmenes de físicamatemática<br />

fue tragado por el Cerebro.<br />

A medida que se iba procediendo a la operación, todos fruncían el ceño. Lanning refunfuñaba<br />

ferozmente en voz baja. Bogert, primero, se contempló pensativo las uñas y después empezó a<br />

morderlas de una forma abstraída. Sólo cuando la última de las hojas del grueso montón hubo<br />

desaparecido, Susan. con el rostro pálido, dijo:<br />

—Algo está mal.<br />

Lanning hizo un supremo esfuerzo por pronunciar unas palabras.<br />

—No puede ser. Está..., muerto.<br />

—¿Cerebro?... —Susan Calvin estaba temblando—. ¿Me oyes, Cerebro?<br />

—¿Eh?... —respondió la máquina, abstraída—. ¿Qué quieres?<br />

—La solución.<br />

—¡Ah!... Puedo darla. Les construiré la nave, con facilidad..., si me dan robots. Una linda nave.<br />

Necesitaré dos meses, quizá.<br />

—¿No ha habido dificultad...?<br />

—Fue largo de calcular.<br />

La doctora Calvin se echó a reír. El color no había reaparecido en sus mejillas. Hizo signo a los<br />

demás para que se marchasen.<br />

—No logro entenderlo —dijo, una vez en su despacho—. La información, tal como se ha dado,<br />

tiene que envolver un dilema..., probablemente la muerte. Si algo se ha estropeado...<br />

—La máquina habla y razona. No puede haber dilema.<br />

—¡Hay dilemas y dilemas! —exclamó la doctora con calor—. Hay diferentes formas de evasión.<br />

Supongamos que el Cerebro se siente sólo débilmente captado; sólo lo suficiente, digamos, para<br />

sufrir la ilusión de poder resolver el problema, cuando en realidad no puede. O supongamos que está<br />

oscilando en el borde mismo de algo realmente malo, de manera que el menor empuje lo hace pasar<br />

más allá.<br />

—Supongamos —dijo Lanning— que no hay dilema. Supongamos que la máquina de<br />

Consolidated se rompió a causa de otra pregunta, o por razones puramente mecánicas.<br />

—Pero aun así —insistió Susan Calvin— no podemos correr el riesgo. Oigan, a partir de ahora<br />

nadie debe ni respirar delante del Cerebro. Me hago cargo del asunto.<br />

—Muy bien —suspiró Lanning—, hágase cargo, entonces. Y entretanto, dejaremos que el<br />

Cerebro nos construya la nave. Y si nos la construye, tendremos que probarla. Para esto<br />

necesitaremos nuestros mejores hombres —añadió pensativo.<br />

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Michael Donovan se alisó la encrespada cabellera pelirroja con un violento ademán, y la total<br />

indiferencia a que en el acto volviese a erizarse.<br />

—Llama el turno ya, Greg —dijo—. Dicen que la nave está terminada. No saben lo que es, pero<br />

está terminada. Vamos, Greg. Vamos a tomar el mando.<br />

—Espera, Mike —dijo Powell, cansado—. La confinada atmósfera que respiramos no es<br />

adecuada para tu entusiasmo y buen humor.<br />

—Escucha —dijo Donovan, dándole otro tirón a su cabello—. No me preocupa el genio éste de<br />

hierro ni su linda nave de hojalata. ¡Son mis vacaciones perdidas! ¡Y la monotonía! Aquí no hay<br />

más que bigotes y cifras..., una fea especie de cifras. ¡Oh, por qué tienen que darnos siempre estas<br />

misiones!<br />

—Porque —respondió Powell amablemente— por lo visto les convenimos. ¡Bien, descansa!<br />

Viene el doctor Lanning.<br />

Lanning se acercaba con sus siempre pobladas cejas grises y lleno de vida a pesar de su edad.<br />

Subió silenciosamente la rampa con sus dos compañeros y salieron a campo abierto donde, sin<br />

obedecer a ningún ser humano, silenciosos robots estaban construyendo una nave. Mejor dicho:<br />

¡Habían construido una nave! Porque Lanning dijo:<br />

—Los robots se han parado. Ninguno se ha movido hoy.<br />

—¿Está lista, entonces? ¿Definitivamente? —preguntó Powell.<br />

—¿Cómo puedo decirlo? —dijo Lanning, frunciendo el ceño—. Parece lista. No se ven piezas<br />

sueltas por ninguna parte y el interior tiene un brillo de cosa acabada.<br />

—¿Ha estado usted dentro?<br />

—Entrar y salir. No soy piloto del espacio. ¿Entiende alguno de ustedes algo en teoría de<br />

motores?<br />

Donovan miró a Powell y Powell miró a Donovan.<br />

—Tengo mi licencia, doctor, pero en mis últimos textos no hay nada referente a hipermotores ni<br />

curvo-navegación. Sólo el corriente juego de niños de las tres dimensiones.<br />

Alfred Lanning levantó la mirada con un gesto de neta reprobación y soltó un ronquido con su<br />

larga nariz.<br />

—Bien, enviaremos a nuestros ingenieros —dijo en tono helado.<br />

Powell lo agarró por el codo al ver que se disponía a marcharse.<br />

—Señor, ¿es la nave aún suelo restringido?<br />

—Supongo que no —respondió Lanning después de haber vacilado rascándose la nariz—. Para<br />

ustedes dos, en todo caso.<br />

Donovan murmuró una frase expresiva a su espalda al verlo marchar y se volvió hacia Powell.<br />

—Me gustaría darle una descripción literaria de él mismo, Greg.<br />

—Ven conmigo, Mike.<br />

El interior de la nave estaba terminado, tan terminado como una nave pudo jamás estarlo; podía<br />

afirmarse con sólo pestañear dos veces. Ningún obrero especializado hubiera podido dar más brillo<br />

del que habían dado los robots. Las paredes tenían un acabado de reluciente plata que no conservaba<br />

las impresiones digitales.<br />

No había ángulos; paredes, suelo y techos se fundían unos con otros en delicadas curvas, y el<br />

resplandor metálico de la luz indirecta daba seis frías imágenes de los asombrados visitantes.<br />

El corredor principal era un estrecho túnel cuyo suelo resonaba bajo las pisadas y en el que había<br />

una serie de habitaciones imposibles de distinguir unas de otras.<br />

—Supongo que los muebles deben estar empotrados en las paredes —dijo Powell—. O quizá no<br />

tenemos que sentarnos ni dormir.<br />

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En la última habitación, cerca de la proa de la nave, se quebraba la monotonía. Una ventana<br />

curva, sin reflejos, era lo primero que rompía la monotonía metálica y bajo ella había una sola esfera<br />

de grandes dimensiones con una única aguja inmóvil que marcaba el cero.<br />

—¡Mira esto! —dijo Donovan señalando la única palabra escrita en una escala minuciosamente<br />

marcada. La palabra era «parsecs», y la diminuta cifra del extremo de la escala graduada era<br />

«1.000.000». Había dos sillas; pesadas, rústicas, sin acolchar. Powell se sentó en una de ellas y la<br />

encontró cómoda, sus curvas se amoldaban a las formas de su cuerpo.<br />

—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Powell.<br />

—¡Por mi dinero! Creo que el Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Larguémonos!<br />

—¿No quieres dar un vistazo a todo esto?<br />

—He dado ya un vistazo a todo eso. He venido y he visto. ¡Estoy harto! Greg, salgamos de aquí<br />

—añadió con el pelo rojo erizado—. He abandonado mi trabajo hace cinto minutos y esto es una<br />

zona prohibida.<br />

Powell sonrió de una forma untuosa y satisfecha y se alisó el bigote.<br />

—Bien, Mike, cierra la válvula de adrenalina que estás vertiendo en tu sangre. Estaba preocupado<br />

también, pero nada más.<br />

—¿Nada más, eh? ¿Cómo es eso, nada más? ¿Aumentando tu seguro?<br />

—Mike, esta nave no puede despegar.<br />

—¿Cómo lo sabes?<br />

—¿Hemos recorrido toda la nave, no?<br />

—Así parece.<br />

—Puedes creerlo bajo mi palabra. ¿Has visto una sola cámara de pilotaje a excepción de este<br />

ventanal y una esfera calculada en parsecs? ¿Has visto algún mando?<br />

—No.<br />

—¿Has visto algún motor?<br />

—¡Por Júpiter, no!<br />

—Bien, entonces... Vamos a darle la noticia a Lanning, Mike.<br />

Recorrieron a toda velocidad los uniformes corredores para chocar finalmente con el estrecho<br />

paso que daba a la compuerta neumática.<br />

Donovan se puso rígido.<br />

—¿Has cerrado tú eso, Greg?<br />

—No lo he tocado para nada. Levanta la palanca, quieres...<br />

Pero a pesar de los agotadores esfuerzos de Mike, la palanca no se movió.<br />

—No he visto ninguna salida de urgencia —dijo Powell—. Si ocurre algo, nos van a tener que<br />

sacar fundidos.<br />

—Sí, y vamos a tener que esperar a que se den cuenta que algún loco nos ha encerrado aquí<br />

dentro —añadió Donovan, frenético.<br />

—Volvamos a la ventana. Es el único sitio desde el cual podemos llamar la atención.<br />

Pero no fue así.<br />

En la última habitación, la ventana no era ya azul y llena de cielo. Era negra, y unas puntas de<br />

aguja amarillentas en forma de estrella decían: Espacio.<br />

Se produjo un fuerte golpe sordo, doble, y dos cuerpos se desplomaron separadamente en dos<br />

sillas.<br />

Alfred Lanning encontró a Susan Calvin en la puerta de la oficina. Encendió nerviosamente un<br />

cigarro y le hizo seña de entrar.<br />

—Bien, Susan —dijo—, hemos llegado bastante lejos y Robertson se está poniendo nervioso.<br />

¿Qué va usted a hacer con el Cerebro?<br />

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Susan Calvin abrió los brazos, extendiendo las manos.<br />

—No sirve de nada ponerse impacientes. El Cerebro tiene mayor valor que todo lo que podamos<br />

obtener con este trato.<br />

—Pero lleva usted dos meses interrogándolo.<br />

—¿Preferiría usted llevar este asunto personalmente? —preguntó la doctora en tono llano, pero<br />

ligeramente amenazador.<br />

—Ya sabe usted lo que quiero decir.<br />

—¡Oh, supongo que sí! —respondió ella, frotándose las manos, nerviosa—. La cosa es fácil, he<br />

estado probando y tanteando y no he llegado todavía a ninguna parte. Sus reacciones no son<br />

normales. Sus respuestas son, en cierto modo..., extrañas. Pero nada en que poner el dedo. Y,<br />

comprenda usted, hasta que sepamos qué es lo que pasa, debemos andar de puntillas. Me es<br />

imposible decir qué pregunta u observación conseguirá darle el empujón..., y si entonces tendremos<br />

entre nuestras manos un Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted correr este riesgo?<br />

—No lo sé, no puede quebrantar la Primera Ley.<br />

—Eso hubiera pensado, pero...<br />

—¿No está siquiera segura de eso? —preguntó Lanning, escandalizado.<br />

—¡Oh, no puedo estar segura de nada, Alfred!<br />

Los timbres de alarma resonaron con una aterradora prontitud. Lanning cortó la comunicación<br />

con un espasmo casi paralizante. Las palabras salieron jadeantes y heladas de sus labios.<br />

—Susan..., ha oído esto..., la nave ha partido. He enviado a aquellos dos físicos a su interior hace<br />

media hora. Tendrá usted que consultar de nuevo con el Cerebro.<br />

—Cerebro —dijo Susan Calvin con forzada calma—, ¿qué le ha ocurrido a la nave?<br />

—¿La nave que he construido, señorita Susan?<br />

—Exacto. ¿Qué ha sido de ella?<br />

—Nada. Los dos hombres que tenían que hacer las pruebas estaban dentro y todo estaba<br />

dispuesto. De manera que la lancé.<br />

—¡Oh, vaya, pues está bien! —La doctora encontraba una cierta dificultad en respirar—. ¿Crees<br />

que estarán bien?<br />

—Tan bien como sea posible, señorita Susan. He tomado todas las precauciones. Es una hermosa<br />

nave.<br />

—Sí, Cerebro es hermosa, pero, ¿crees que tendrán bastante comodidad? ¿Estarán<br />

confortablemente alojados?<br />

—Mucha comida.<br />

—Esto puede haber sido una gran impresión para ellos. Por lo inesperado, comprendes...<br />

—Estarán bien —dijo el Cerebro, desechando la objeción—. Tiene que ser interesante para ellos.<br />

—¿Interesante? ¿Cómo?<br />

—Sólo interesante.<br />

—Susan —dijo Lanning con un susurro—, pregúntele si podrían morir. Pregúntele qué peligros<br />

corren.<br />

La expresión de Susan Calvin se contorsionó en un gesto de furia.<br />

—¡Cállese! —Con voz turbada, se volvió hacia el Cerebro—. ¿Podremos comunicarnos con la<br />

nave, verdad, Cerebro?<br />

—Pueden oírte, si los llamas por radio. Nos hemos preocupado de eso.<br />

—Gracias. Eso es todo, por ahora.<br />

Una vez fuera, Lanning estalló con rabia:<br />

—¡Por toda la Galaxia, Susan, si esto se sabe estamos arruinados! Es necesario que hagamos<br />

regresar a estos hombres. ¿Por qué no le ha preguntado si había peligro de muerte..., directamente?<br />

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—Porque esto es precisamente lo que no puedo mencionar. Si existe un dilema, es de muerte.<br />

Cualquier cosa que sea demasiado fuerte para él, puede aniquilarlo. ¿Estaremos acaso mejor,<br />

entonces? Ahora, espere, dice que podemos comunicarnos con ellos. Vamos a hacerlo, localicémoslos<br />

y hagámoslos regresar. Probablemente pueden manejar los controles ellos mismos. El<br />

Cerebro sin duda los dirige desde lejos. ¡Vamos!<br />

Transcurrió bastante tiempo antes que Powell volviese en sí.<br />

—Mike —dijo con los labios fríos—, ¿sientes alguna aceleración?<br />

—¿Eh?... —preguntó Donovan con mirada inexpresiva—. No...<br />

Los puños del pelirrojo se cerraron, y levantándose con ímpetu de su sillón, se acercó a la ventana<br />

con frenética energía. No se veía nada..., más que estrellas.<br />

—Greg —dijo, volviéndose—, debieron haber lanzado esta máquina mientras estábamos dentro.<br />

Greg, todo esto estaba preparado; combinaron que el robot nos obligase a ser pilotos de prueba para<br />

el caso en que pensásemos volvernos atrás.<br />

—¿Qué estás diciendo? —dijo Powell—. ¿Qué utilidad tiene enviarnos al espacio si no sabemos<br />

cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo creen que vamos a hacerla regresar? No, esta nave arrancó<br />

por sí sola y sin ninguna aceleración aparente. —Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las<br />

paredes de metal resonaban al compás de sus pasos.<br />

Con una voz sin entonación, añadió:<br />

—Mike, ésta es la situación más confusa en que nos hemos encontrado jamás.<br />

—¡Qué cosa más nueva para mí! —dijo Mike con amargura—. Empezaba a pasarlo divinamente<br />

cuando me lo has dicho.<br />

Powell no le hizo caso.<br />

—Aceleración nula —dijo—. Lo cual indica que esta nave funciona bajo un principio diferente<br />

de todos los conocidos.<br />

—Diferente de los que nosotros conocemos, en todo caso.<br />

—Diferente de todos los conocidos. No hay motores al alcance de la mano. Quizá estén dentro de<br />

las paredes. Quizá por eso son tan gruesas.<br />

—¿Qué estás refunfuñando?<br />

—¿Por qué no escuchas? Estoy diciendo que, cualquiera que sea la energía que mueve esta nave,<br />

no está destinada, evidentemente, a ser controlada a mano. Esta nave es teledirigida.<br />

—¿Por el Cerebro?<br />

—¿Por qué no?<br />

—¿Entonces, crees que seguiremos en el espacio hasta que el Cerebro decida hacernos regresar?<br />

—Es posible. Si es así, esperemos tranquilamente. El Cerebro es un robot, está obligado a<br />

respetar la Primera Ley. No puede dañar a un ser humano.<br />

—¿Eso crees? —dijo Donovan sentándose lentamente y alisándose el cabello—. Escucha, el<br />

cuento del espacio curvo ha hecho trizas el robot de Consolidated, y el melenudo dijo que era debido<br />

a que el viaje interestelar mata a los seres humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro se basa<br />

en los mismos principios, según tengo entendido.<br />

Powell se tiraba desesperadamente del bigote.<br />

—No finjas no entender de robótica, Mike. Antes que sea físicamente posible a un robot hacer un<br />

solo intento de infringir la Primera Ley, tienen que destrozarse tantas cosas, que se produciría un<br />

montón de desperdicios diez veces mayor. Esto tiene alguna explicación más sencilla.<br />

—¡Sí, seguro, seguro!... Bien, hazme llamar por el mayordomo, mañana. Todo esto es realmente<br />

demasiado sencillo para que me preocupe antes de haber descabezado mi siesta.<br />

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—¡Pero, por Júpiter, Mike! ¿De que te quejas hasta ahora? El Cerebro vela por nosotros. Aquí<br />

tenemos calor, tenemos luz, tenemos aire. No hay siquiera un soplo de más de aceleración para<br />

erizarte el cabello, si, desde luego, fuese erizable, en primer lugar.<br />

—¿Sí? Greg, tú debes haber tomarlo lecciones. ¿Y qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Dónde<br />

estamos? ¿Cómo regresaremos? Y en caso de accidente, ¿con qué traje del espacio saldremos y por<br />

dónde? No he visto siquiera un cuarto de baño ni aquellos pequeños adminículos que suelen haber<br />

en los cuartos de baño. Desde luego, se ocupan de nosotros, pero... ¡Escucha!<br />

La voz que interrumpió la gran inspiración de Donovan no fue la de Powell. No era de nadie.<br />

Estaba allí, flotando en el aire, estentórea y petrificadora en sus efectos.<br />

«¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL<br />

DONOVAN! COMUNIQUEN SU ACTUAL POSICIÓN. SI LA NAVE RESPONDE A LOS<br />

CONTROLES, ROGAMOS REGRESEN A LA BASE. ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL<br />

DONOVAN!»<br />

El mensaje se repetía, mecánicamente, roto a intervalos regulares.<br />

—¿De dónde viene eso? —preguntó Donovan.<br />

—No lo sé —dijo Powell, con un susurro, impresionado—. ¿De dónde viene la luz? ¿De dónde<br />

viene todo?<br />

—¿Y cómo vamos a contestar? —Tenían que hablar durante los intervalos del mensaje, que se<br />

iba repitiendo.<br />

Las paredes estaban desnudas, tan desnudas como puede estar una superficie de metal no rota por<br />

nada.<br />

—Grita la respuesta —dijo Powell.<br />

Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.<br />

—¡Posición desconocida! ¡Nave fuera de control! ¡Situación desesperada!<br />

Sus voces resonaban estridentes. Las breves y telegráficas frases quedaban deformadas por la<br />

intensidad de los gritos, pero la fría voz que llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.<br />

—No nos oyen —murmuró Donovan—. No hay estación transmisora, sólo receptora. —Su<br />

mirada recorría al azar la superficie de las paredes.<br />

La voz exterior fue disminuyendo paulatinamente de intensidad y se calló. De nuevo ellos<br />

chillaron cuando no era más que un susurro y de nuevo volvieron a gritar cuando reinó el silencio.<br />

Cosa de unos quince minutos después, Powell dijo, casi sin voz:<br />

—Vamos a recorrer la nave otra vez. Debe haber algo que comer en alguna parte. —Su tono no<br />

delataba ninguna confianza; era casi el reconocimiento de su derrota.<br />

Dividieron el corredor en dos partes. Podían oírse uno a otro por el fuerte resonar de sus pasos, y<br />

volvían a encontrarse en el corredor, donde se miraban mutuamente y seguían adelante.<br />

La exploración de Powell terminó infructuosamente, y en aquel momento oyó la alegre voz de<br />

Donovan con la sonoridad de un estruendo.<br />

—¡Eh, Greg, la nave tiene tuberías! ¿Cómo se nos ha escapado?<br />

Después de cinco minutos de jugar al escondite, encontró a Powell.<br />

—Pero sigue sin haber cuarto de baño —dijo. De repente se calló en seco—. ¡Comida! —jadeó.<br />

La pared se había corrido, dejando una abertura curva con dos estantes. El estante superior estaba<br />

lleno de latas sin etiquetar de una asombrosa variedad de tamaños y formas. Las latas esmaltadas del<br />

estante inferior eran uniformes y Donovan sintió una fría corriente de aire en sus piernas. El estante<br />

inferior estaba refrigerado.<br />

—¡Cómo..., cómo...!<br />

—Esto no estaba así antes —dijo Powell secamente—. Esta parte de la pared se ha corrido en<br />

cuanto entré por la puerta.<br />

Estaba ya comiendo. La lata tenía una cuchara dentro y pronto el aromático olor de habichuelas<br />

estofadas llenó la habitación.<br />

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—¡Toma una lata, Mike!<br />

—¿Que menú hay? —preguntó Donovan, vacilando.<br />

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Le haces remilgos?<br />

—No, pero en las naves no como más que habichuelas. Algo diferente gozaría de mi<br />

predilección.<br />

Su mano acarició y eligió una reluciente lata elíptica, cuya forma aplanada parecía insinuar la<br />

presencia de salmón o una golosina similar. Se abrió bajo una presión adecuada.<br />

—¡Habichuelas! —gritó Donovan, tomando otra, pero Powell le tiró de los pantalones.<br />

—Es mejor que comas esto, muchacho. Las existencias son limitadas y podemos tener que estar<br />

aquí mucho tiempo.<br />

—¿Pero es que aquí no hay más que habichuelas? —dijo toscamente Donovan, echándose atrás.<br />

—Es posible.<br />

—¿Qué hay en el otro estante?<br />

—Leche.<br />

—¿Sólo leche? —gritó Donovan, indignado.<br />

—Así parece.<br />

La comida de habichuelas y leche transcurrió en un absoluto silencio y al marcharse, la fracción<br />

de pared se colocó automáticamente en su sitio, dejando la superficie completamente lisa.<br />

—Todo es automático —dijo Powell, suspirando—. Todo igual.. Jamás me he sentido más<br />

abandonado en mi vida.<br />

Quince minutos más tarde estaban de nuevo en la sala de la ventana mirándose uno a otro desde<br />

dos sillones opuestos. Powell miró melancólicamente la única esfera de la sala. Seguía marcando<br />

«parsecs», la cifra seguía terminando en 1.000.000 y la aguja indicadora estaba todavía en el cero.<br />

En su despacho interior de las oficinas de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men, Corp.» Alfred<br />

Laaning, en tono agotado, está diciendo:<br />

—No contestan. Hemos probado todas las longitudes de onda, pública, privada, clave, directa,<br />

incluso este truco del subéter que hay ahora. ¡Y el Cerebro sigue sin querer decir nada! —le espetó a<br />

Susan Calvin.<br />

—No quiere extenderse sobre la materia, Alfred. Dice que no pueden oírnos..., y cuando trato de<br />

presionarlo se pone..., se pone de mal humor. Y no debería ser... ¿Quién ha oído hablar jamás de un<br />

robot malhumorado?<br />

—¿Por qué no nos dice usted lo que sabe, Susan? —dijo Bogert.<br />

—Aquí va. Admite que controla la nave enteramente. Es positivamente optimista en cuanto a su<br />

seguridad, pero sin detalles. No me atrevo a apretarle las tuercas. Sin embargo, el centro de la<br />

perturbación reside, al parecer, en el mismo salto interestelar. El Cerebro se echó a reír cuando toqué<br />

este punto. Hay otras indicaciones, pero ésta es la más clara que ha aparecido como neta<br />

anormalidad.<br />

Bogert pareció súbitamente impresionado.<br />

—¡El salto interestelar!<br />

—¿Qué ocurre? —gritaron a la vez Susan Calvin y Lanning.<br />

—Las cifras para el motor que nos dio el Cerebro. ¡Oiga..., acabo de pensar en una cosa!<br />

Y salió precipitadamente.<br />

Lanning lo siguió con la mirada. Volviéndose hacia Susan, dijo:<br />

—Tenga usted cuidado con su final, Susan...<br />

Dos horas después, Bogert estaba hablando animadamente.<br />

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—Le digo, Lanning, que es esto. El salto interestelar no es instantáneo..., mientras la velocidad de<br />

la luz sea finita. La vida no puede existir..., la materia y la energía no pueden existir como tales en<br />

el espacio curvo. No sé cómo será..., pero es así. Esto es lo que mató al robot de Consolidated.<br />

Donovan estaba realmente tan desesperado como parecía.<br />

—¿Sólo cinco días?<br />

Miraba a su alrededor, desalentado. Las estrellas de la ventana eran conocidas, pero infinitamente<br />

indiferentes. Las paredes eran frías al tacto; las luces, que habían vuelto a encenderse recientemente,<br />

eran de una brillantez insoportable; la aguja de la esfera marcaba obstinadamente cero; y Donovan<br />

no podía liberarse del gusto a habichuelas.<br />

—Necesito un baño —dijo tristemente.<br />

Powell levantó la vista un instante y respondió:<br />

—<strong>Yo</strong> también. No tienes por qué ser tan egoísta. Pero a menos que quieras bañarte en leche y<br />

dejar de beber...<br />

—Tendremos que dejar de beber un momento u otro, Greg. ¿Dónde terminará este viaje<br />

interestelar?<br />

—Ya me lo dirás. En todo caso, vamos allá. O por lo menos el polvo de nuestros esqueletos,<br />

pero..., ¿no es nuestra muerte el punto esencial del colapso original del Cerebro?<br />

—Greg —respondió Donovan, dándole la espalda—, he estado pensando. La cosa está mal. No<br />

hay gran cosa que hacer, fuera de rondar por ahí o hablar contigo. Ya conoces estas historias de tipos<br />

que andan rondando eternamente por el espacio. Se vuelven locos mucho antes de sucumbir al<br />

hambre. No lo sé, Greg, pero desde que las luces han vuelto a encenderse, me siento extraño.<br />

Hubo un silencio hasta que Powell dijo, con voz muy débil:<br />

—<strong>Yo</strong> también. ¿Qué sientes?<br />

—Una cosa extraña dentro —dijo el pelirrojo—. Como una especie de tensión interior. Me es<br />

difícil respirar. No puedo estarme quieto.<br />

—¡Hum!... ¿Sientes alguna vibración?<br />

—¿Qué quieres decir?<br />

—Siéntate un minuto y escucha. No lo oyes, pero, ¿no sientes..., como si algo latiese en alguna<br />

parte e hiciese latir toda la nave, y a ti con ella? Escucha...<br />

—Sí..., sí... ¿Qué crees que es, Greg? ¿No crees que somos nosotros?<br />

—Es posible —respondió Powell, acariciándose lentamente el bigote—. Pero pueden ser los<br />

motores de la nave. Puede estar preparándose.<br />

—¿Para qué?<br />

—Para el salto interestelar. Puede estar próximo y sólo el diablo sabe cómo es.<br />

Donovan se quedó un momento pensativo. Después, con rabia, dijo:<br />

—Si es así, dejémoslo. Pero quisiera poder luchar. Es humillante tener que esperar de esta forma.<br />

Una hora después, Powell miró su mano, que había apoyado sobre el brazo metálico de su silla y<br />

con una calma absoluta, dijo:<br />

—Toca la pared, Mike.<br />

—No la siento vibrar, Greg —dijo Donovan, después de haber obedecido.<br />

Incluso las estrellas parecían borrosas. De algún lugar llegaba la vaga impresión de alguna<br />

poderosa máquina que iba cobrando energía entre las paredes, acumulando fuerzas para un<br />

prodigioso salto, ascendiendo la escala de la fuerza y el poder.<br />

Ocurrió con la rapidez de un pinchazo de dolor. Powell se puso rígido y casi se cayó de la silla.<br />

Vio a Donovan y se desvaneció su visión, mientras el leve grito de Donovan penetraba y moría en<br />

sus oídos. Algo vibró vertiginosamente en él y luchó contra una creciente capa de hielo que iba<br />

espesándose.<br />

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Algo flotó suelto y formó un remolino de luces y dolor. Y cayó...<br />

... y se retorció.<br />

... y cayó de bruces.<br />

... en silencio.<br />

¡Estaba muerto!<br />

Era un mundo sin movimiento ni sensaciones. Un mundo de una vaga conciencia sin sentidos;<br />

una conciencia de oscuridad y de silencio y de lucha sin forma.<br />

Más que nada, conciencia de eternidad.<br />

Era un tenue destello del yo..., frío y atemorizado.<br />

Entonces vinieron las palabras, melosas y sonoras, resonando encima de él en una espuma de<br />

sonidos.<br />

—¿Te ajustaba tu ataúd de una manera diferente antes? ¿Por qué no pruebas los féretros<br />

extensibles del señor Cadáver? Están científicamente construidos con Vitamina B1. ¡Usen los<br />

féretros Cadáver por su comodidad! Recuerden que van-a-estar-muertos-mucho-mucho-tiempo...<br />

No era exactamente un sonido, pero fuese lo que fuere, se desvaneció en una especie de zumbido<br />

aceitoso...<br />

El blanco destello que podía haber sido Powell se agitaba inútilmente en las infinitas extensiones<br />

del tiempo que existían por todo su alrededor, y caían sobre él mientras el agudo grito de cien<br />

millones de fantasmas con cien millones de voces de soprano se elevaban en el crescendo de una<br />

melodía...<br />

—Me alegraré cuando hayas muerto; tú, granuja, tú...<br />

—Me alegraré cuando hayas muerto, tú, granuja, tú...<br />

—Me alegraré...<br />

Se elevó la espiral de un violento sonido en los estridentes supersónicos que pasaban, y más<br />

allá...<br />

El blanco destello se estremecía con un latido. Iba aumentando lentamente...<br />

Las voces eran normales..., y muchas. Era una muchedumbre que hablaba; una multitud que se<br />

agitaba y pasaba por su lado rápidamente, dejando rastros de palabras detrás de ellos...<br />

El blanco destello que era Powell serpenteaba hacia atrás delante del sonido que iba creciendo, y<br />

sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que<br />

cayó goteando sus fragmentos en un dolorido cerebro.<br />

Powell estaba de nuevo en su silla. Sintió que temblaba.<br />

Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en dos grandes bolas de un azul turbio.<br />

—Greg... —susurró. Su voz era casi un gemido—. ¿Estabas muerto?<br />

—Me sentía..., muerto. —No reconoció su propia voz.<br />

Donovan estaba haciendo una vana tentativa de mantenerse de pie.<br />

—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más?<br />

—Me siento vivo... —Siempre la misma voz ronca—. ¿Has oído algo cuando..., cuando estaba<br />

muerto? —preguntó cautelosamente.<br />

Donovan hizo una pausa y después, muy despacio, bajó la cabeza.<br />

—¿Y tú?<br />

—Sí. Algo de ataúdes..., y mujeres que cantaban... ¿Y tú?<br />

—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la cabeza.<br />

—¿Fuerte?<br />

—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón. Algo del fuego del<br />

infierno, torturas..., en fin, ya sabes. Una vez oí un sermón como este..., casi.<br />

Estaba sudando.<br />

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Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil, pero de un blanco azulado, y aquel guisante<br />

que era la lejana fuente de la luz no era el Viejo Sol.<br />

Y Powell señaló con su dedo tembloroso la esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba<br />

300.000 parsecs.<br />

—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar fuera de la Galaxia.<br />

—¡Iluminado Greg! ¡Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!<br />

—Sí, ésa es la cosa. Hemos huido del Sol. Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la<br />

solución. Significa ser libre de toda la humanidad..., libre de recorrer todas las estrellas que<br />

existen..., millones, billones y trillones de ellas...<br />

Pero entonces asestó el golpe fuerte.<br />

—¿Pero, cómo regresamos, Mike?<br />

—¡Oh, no te preocupes! —respondió Donovan sonriendo—. La nave nos ha traído aquí. La nave<br />

nos volverá. Vamos por más habichuelas.<br />

—Pero, Mike..., espera, Mike... Si nos vuelve atrás de la forma como nos ha traído aquí...<br />

Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó en su sillón.<br />

—Tendremos que morir de nuevo..., Mike —terminó.<br />

—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que morir, moriremos. Por lo menos no es<br />

permanente..., no muy permanente.<br />

Susan Calvin hablaba en voz baja. Durante seis horas había estado hostigando al Cerebro..., seis<br />

horas infructuosas. Estaba cansada de repeticiones, cansada de circunloquios, cansada de todo.<br />

—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que hacer un esfuerzo para contestar, simplemente.<br />

¿Has sido enteramente claro acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos?<br />

—Tan lejos como quiera ir, señorita Susan. En la curvatura no hay truco.<br />

—Y en el otro lado, ¿qué verán?<br />

—Estrellas y astros. ¿Qué supones?<br />

La siguiente pregunta se le escapó.<br />

—¿Estarán vivos, entonces?<br />

—¡Seguro!<br />

—¿Y el salto interestelar no los dañará?<br />

Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció silencioso. ¡Era esto! Había tocado el punto<br />

sensible.<br />

—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes?<br />

La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro dijo:<br />

—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me refiero?<br />

—Si no quieres, no. Pero sería interesante..., si quieres, desde luego. —Trataba de hablar<br />

animadamente.<br />

—Brrr... Lo has estropeado todo.<br />

Y la doctora se levantó de un salto, con el rostro incendiado interiormente.<br />

—¡Oh, Dios mío!... —jadeó—. ¡Ah...!<br />

Y sintió la tensión de horas y días estallar de repente. Más tarde le dijo a Lanning:<br />

—Le digo que todo va bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con<br />

los hombres dentro y yo necesito descansar. ¡Quiero descansar! Ahora, márchese.<br />

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La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y matemáticamente como había salido. Cayó<br />

precisamente en el mismo sitio y la compuerta se abrió. Los dos hombres que salieron de ella<br />

avanzaron cautelosamente, acariciándose sus rasposas barbillas.<br />

Y entonces, lenta y deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el<br />

hormigón de la pista un sonoro beso.<br />

Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se había reunido y rehusaron los solícitos<br />

cuidados de dos hombres que avanzaban con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.<br />

—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó Powell.<br />

Los acompañaron a ella. Más tarde se encontraron todos reunidos alrededor de una mesa donde<br />

había los mejores cerebros de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corp».<br />

Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan terminaron su gráfico y sensacional relato.<br />

Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Durante los pocos días transcurridos, había<br />

recuperado su helada y en cierto modo ácida calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una<br />

sombra de embarazo.<br />

—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa mía..., todo. Cuando por primera vez sometimos el<br />

problema al Cerebro como espero que alguno de ustedes recordará, me extendí ampliamente sobre la<br />

importancia de desechar cualquier fuente de información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo,<br />

dije algo por el estilo de: «No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No nos<br />

importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta.»<br />

—¡Humm! —dijo Lanning—. ¿Y qué más?<br />

—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que comportaban la ecuación sobre la longitud del<br />

mínimo intervalo para el salto interestelar..., ello significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue<br />

donde la máquina de Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado<br />

importancia a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley no puede nunca ser<br />

infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro dirigiese una segunda mirada a la ecuación. Lo<br />

suficiente para darle tiempo de darse cuenta que una vez transcurrido el intervalo, los hombres<br />

volverían a la vida, de la misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su<br />

existencia. Esta llamada «muerte», en otras palabras, sería un fenómeno estrictamente temporal.<br />

¿Comprenden? —terminó mirando a su alrededor.<br />

Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió:<br />

—Aceptó, entonces, el punto, pero no sin un cierto chirrido. Incluso con la muerte temporal y<br />

disminuida su importancia, tuvo suficiente para desequilibrarlo considerablemente. Adoptó una<br />

actitud humorística —prosiguió con más calma—; es una especie de evasión, comprenden, un<br />

método de evadirse parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.<br />

Powell y Donovan se habían puesto en pie.<br />

—¿Cómo?<br />

Donovan estaba mucho más acalorado.<br />

—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no podían manejar los<br />

controles porque sólo los podía manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos comunicarnos por radio,<br />

pero no podían ustedes contestar. Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche. Entonces<br />

murieron, por decirlo así, pero volvieron a vivir, y el período de su vida fue..., interesante. Me<br />

gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro, pero no quería hacer daño.<br />

—¡No quería hacer daño! —gritó Donovan—. ¡Ah, si el monigote ése tuviese tan sólo un<br />

cuello...!<br />

—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning levantando una mano apaciguadora—, pero todo ha<br />

terminado. ¿Y ahora, qué?<br />

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—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio que nos corresponde mejorar la nave del<br />

espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el intervalo de salto. Si lo hay, somos la<br />

única organización que dispone de un super-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos<br />

que encontrarlo. Y entonces..., U. S. <strong>Robot</strong>s tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la<br />

oportunidad del imperio galáctico.<br />

—¿Y Consolidated? —preguntó Lanning.<br />

—¡Eh! —interrumpió súbitamente Donovan—. Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido a<br />

la U. S. <strong>Robot</strong>s en un lío, como ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus intenciones no<br />

eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.<br />

—Bien, querían una respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave, garantizada, y la U. S.<br />

<strong>Robot</strong>s puede cobrar los doscientos mil, más los gastos de construcción. Y si la prueban..., dejemos<br />

que el Cerebro se divierta un poco más antes de volverla a la normalidad.<br />

—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning, muy grave.<br />

A lo cual Bogert añadió, distraídamente:<br />

—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.<br />

LA PRUEBA<br />

—Pero tampoco era esto —dijo Susan Calvin, pensativa—. ¡Oh!, por último, la nave y otras<br />

similares pasaron a ser propiedad del Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado,<br />

y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.<br />

<strong>Yo</strong> había terminado de comer y la miraba a través del humo de mi cigarrillo.<br />

—Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido a la gente de la Tierra durante los últimos<br />

cincuenta años. Cuando yo nací, mi joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial.<br />

Era un punto insignificante en la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra era<br />

demasiado pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó bastante tiempo.<br />

Cuando yo nací, los Estados Unidos de Norteamérica eran todavía una nación y no una simple parte<br />

de la Región Norte. De hecho, el nombre de la corporación sigue siendo «United States <strong>Robot</strong>s»... Y<br />

el cambio de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que equivale a<br />

la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue obra también de nuestros robots.<br />

—¿Se refiere usted a las Máquinas? —pregunté—. El Cerebro del que habla usted fue la primera<br />

de las Máquinas, ¿no?<br />

—Sí, pero no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien en un hombre. Murió el<br />

año pasado. —Su voz adquirió súbitamente un tono profundo de dolor—. O por lo menos se las<br />

arregló para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.<br />

—Sí, era quien yo suponía.<br />

—Entró por primera vez en funciones en 2032. Usted no era más que un chiquillo, entonces, de<br />

manera que no puede usted recordar lo extraño que era. Su campaña por alcanzar la Alcaldía fue<br />

ciertamente la más extraña de la historia...<br />

* * *<br />

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<strong>Yo</strong>, <strong>Robot</strong> <strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong><br />

Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto, desde luego, es una expresión sin sentido,<br />

como todas las expresiones de esta naturaleza. La mayoría de las «nuevas escuelas» que tenemos<br />

eran duplicadas de la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de la<br />

vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la Suiza prehistórica.<br />

Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y complicado principio, es mejor dejar bien<br />

sentado que Quinn ni anduvo detrás de empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas.<br />

Como Napoleón no apretó jamás un gatillo en Austerlitz.<br />

Y como la política crea extrañas amistades, Alfred Lanning estaba sentado en el otro lado de la<br />

mesa con su feroz mirada y las blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica<br />

impaciencia.<br />

Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le hubiera desagradado profundamente. Su voz era<br />

amistosa, quizá profesional, incluso.<br />

—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.<br />

—He oído hablar de él. Como mucha gente.<br />

—Sí, yo también. ¿Piensa usted quizá votar por él en las próximas elecciones?<br />

—No podría decirlo —respondió con una inconfundible acidez en el tono—. No he seguido la<br />

política, de manera que no estoy enterado que aspire a ningún puesto.<br />

—Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego, de momento no es más que un abogado,<br />

pero...<br />

—Sí, ya he oído la frase otras veces —interrumpió Lanning—. Pero me pregunto si no podríamos<br />

tratar de los asuntos que nos ocupan.<br />

—Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning —dijo Quinn en tono de perfecta<br />

corrección—. Tengo interés en que el señor Byerley siga en su cargo de «fiscal de distrito», y nada<br />

más, y es su interés ayudarme a conseguirlo.<br />

—¿Mi interés? ¡Vamos!<br />

—Bien, digamos el interés de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corporation». Me dirijo a<br />

usted como Director Honorario de Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es,<br />

digamos, la de «estadista veterano». Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación con ellos<br />

no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad de acción; aunque esta acción<br />

sea en cierto modo heterodoxa.<br />

El doctor Lanning permaneció algunos momentos silencioso, como si estuviese dando vueltas a<br />

sus pensamientos. Más suavemente, dijo:<br />

—No le sigo a usted en absoluto, señor Quinn.<br />

—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Me permite?... —Quinn encendió un<br />

delgado cigarrillo con un elegante encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión<br />

de ironía—. Hemos hablado del señor Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un<br />

desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más<br />

inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo mío...<br />

—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.<br />

—El año pasado tuve ocasión —prosiguió Quinn pausadamente— de hacer investigaciones<br />

agotadoras, acerca del señor Byerley. Es siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de<br />

los reformadores políticos a una minuciosa investigación. Si supiese usted cuán frecuentemente esto<br />

ayuda a... —Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo—. Pero el pasado de<br />

Byerley es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una educación universitaria, una<br />

esposa que murió joven, un accidente de auto con una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli<br />

y su nombramiento de «fiscal».<br />

Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:<br />

—Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nuestro «fiscal de distrito» no come!<br />

—¿Cómo dice? —saltó Lanning con la viva sorpresa pintada en sus ojos, hundidos por la edad.<br />

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—Nuestro «fiscal de distrito» no come —repitió marcando las sílabas—. Modificaré ligeramente<br />

mis palabras. No le han visto nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el<br />

significado de la palabra? ¡No raramente..., nunca!<br />

—Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?<br />

—Puedo confiar en mis investigadores y no lo considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro<br />

«fiscal» no ha sido nunca visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el<br />

alcohólico..., ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.<br />

Lannig se echó atrás en su asiento y entre los dos hombres reinó un silencio preñado de<br />

amenazas. Finalmente, el roboticista movió la cabeza:<br />

—No —dijo—. Acoplando sus declaraciones, sólo hay una posibilidad a la que podría usted<br />

hacer referencia..., y ésta es imposible.<br />

—¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning!<br />

—Si me dijese usted que es Satanás enmascarado tendría usted una remota probabilidad para que<br />

le creyese.<br />

—Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.<br />

—Y yo le digo a usted que es la suposición más absurda que he oído jamás.<br />

—De todos modos —dijo Quinn, apagando su cigarrillo con minucioso cuidado—, tendrá usted<br />

que investigar esta imposibilidad con todos los recursos de los que dispone la Corporación.<br />

—Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No va usted a sugerir que la Corporación tome<br />

parte en estas intrigas políticas...<br />

—No tiene usted elección posible. Suponga que diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las<br />

apariencias son suficientemente probatorias.<br />

—Si le conviene así...<br />

—No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le conviene a usted, tampoco, porque la<br />

publicidad sería muy perjudicial para su compañía. Está usted perfectamente enterado, supongo, de<br />

la estricta prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...<br />

—¡Ciertamente! —exclamó con brusquedad.<br />

—Ya sabe usted que la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corporation» es la única manufacturera<br />

de robots positrónicos del Sistema Solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. También<br />

sabe usted que los robots positrónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación sigue<br />

siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de todas sus acciones.<br />

—Es una cosa muy fácil, señor Quinn, probar que la Corporación no ha fabricado jamás un robot<br />

de tipo humanoide.<br />

—¿Puede hacerse? Es discutir simplemente las posibilidades.<br />

—Sí, puede hacerse.<br />

—¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar sus libros?<br />

—El cerebro positrónico, no. Hay demasiados factores afectados, y es susceptible de una<br />

minuciosa investigación gubernamental.<br />

—Sí, pero los robots se desgastan, se estropean, quedan inútiles..., y son desguazados.<br />

—Y los cerebros positrónicos, empleados nuevamente o destruidos.<br />

—¿De veras? —dijo Francis Quinn, permitiéndose una punta de sarcasmo—. ¿Y si uno de ellos<br />

no fuese, accidentalmente, desde luego, destruido..., y hubiese casualmente una estructura<br />

humanoide esperándolo...?<br />

—¡Imposible!<br />

—Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al público, de manera que no me lo pruebe usted<br />

ahora a mí.<br />

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—Pero..., ¿cuál podría ser nuestro propósito? —preguntó Lanning, exasperado—. ¿Qué motivo<br />

podemos tener? Concédanos por lo menos un mínimo de sentido común...<br />

—Mi querido doctor, escuche. La Corporación se consideraría muy feliz de tener el permiso de<br />

varias Regiones de usar el robot humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían<br />

enormes. Pero el perjuicio causado al público por semejante práctica es demasiado grande.<br />

Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos un eminente<br />

abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?<br />

—Completamente fantástico. De un humorismo que bordea con el ridículo.<br />

—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere usted verdaderamente probarlo en público?<br />

La luz del despacho iba menguando, pero no había menguado lo suficiente para oscurecer el<br />

rubor de la confusión en el rostro de Alfred Lanning. El dedo del roboticista apretó lentamente un<br />

botón y la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole nueva vida.<br />

—Bien, entonces... —gruñó—, veamos.<br />

El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta años según la partida de<br />

nacimiento y cuarenta por su aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de<br />

sinceridad y ahora se estaba riendo. Se reía fuerte y continuamente, su risa se desvanecía por un<br />

instante..., y volvía a empezar.<br />

Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la<br />

doctora sentada a su lado, pero ésta se limitó a avanzar ligeramente los labios. Byerley parecía irse<br />

calmando.<br />

—Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡<strong>Yo</strong>..., un robot!<br />

—No es una declaración mía —dijo Lanning, secamente—. Estoy encantado de considerarlo un<br />

miembro de la Humanidad. No habiéndolo confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy<br />

convencido del hecho que lo es usted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista<br />

que la afirmación respecto a que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un hombre de una<br />

cierta solvencia moral...<br />

—No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer desprender un grano de arena de su ética de<br />

granito, pero supongamos, por pura conveniencia de la discusión, que fuese el señor Francis Quinn,<br />

y prosigamos.<br />

Lanning produjo una especie de ronquido de ferocidad ante la interrupción e hizo una larga pausa<br />

antes de continuar.<br />

—... por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre cuya identidad no me interesa hacer<br />

conjeturas, me veo obligado a rogarle que nos ayude a demostrar lo contrario. El simple hecho que<br />

una declaración tal pudiese ser adelantada y publicada por los medios que este hombre dispone, sería<br />

ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación no fuese jamás probada.<br />

¿Me comprende?<br />

—¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La acusación es en sí ridícula. La posición en que<br />

usted se encuentra, no. Le pido perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía,<br />

no de lo segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?<br />

—Muy sencillamente. Basta con que se siente usted en un restaurante en presencia de testigos,<br />

coma y le saquen una fotografía. —Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación<br />

había pasado ya. La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemente absorta, pero no<br />

intervino para nada en la conversación. Stephen Byerley captó su mirada y se volvió hacia Lanning.<br />

Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el único objeto de su mesa.<br />

—No creo poder complacerlos —dijo pausadamente—. Pero, espere, doctor Lanning —añadió,<br />

levantando una mano—. Me hago perfectamente cargo del hecho que todo esto es sumamente<br />

desagradable para usted, que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y que se da usted cuenta que<br />

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está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este asunto está todavía más<br />

íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante. En primer lugar, ¿qué le hace a usted<br />

creer que Quinn..., ese hombre de una cierta responsabilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado<br />

a fin de inducirle a hacer lo que está usted precisamente haciendo?<br />

—Me parece muy improbable que una persona de reputación se pusiese en peligro de una forma<br />

tan ridícula, si no estuviese convencida que pisaba terreno firme.<br />

En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.<br />

—No conoce usted a Quinn. Conseguiría pisar terreno firme en la cresta de una montaña, donde<br />

no aguantaría ni una cabra. ¿Supongo que le mostró a usted los detalles de la investigación que dice<br />

haber hecho sobre mí?<br />

—Lo suficiente para convencerme de lo molesto que sería ver a la corporación refutarlos, cuando<br />

puede usted hacerlo tan fácilmente.<br />

—¿Entonces le cree usted cuando le dice que no como? Es usted un científico, doctor Lanning.<br />

Piense con la lógica necesaria. No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso?<br />

¡Al fin y al cabo es eso!<br />

—Está usted empleando argucias de un abogado para hacer confusa la que en realidad es una<br />

situación muy clara.<br />

—Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo que entre Quinn y usted han complicado<br />

extraordinariamente. Duermo poco, ¿comprende usted?, y desde luego, no duermo en público. No<br />

me gusta comer con los demás, una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero<br />

que no hace daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning. Supongamos<br />

que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato reformista a toda costa y mientras<br />

investiga su vida privada se encuentra además que a fin de anular efectivamente esta candidatura,<br />

acude a su compañía como agente ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: «Fulano es un robot<br />

porque no come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y una vez<br />

que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano a altas horas de la noche, y<br />

miré su nevera y no había nada de comer en ella»? Si le hubiese dicho a usted esto hubiera enviado<br />

por la camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: «No duerme nunca, no come nunca». Y lo<br />

impresionante de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto que no ve la verdad, es imposible<br />

de probar. Está jugando con usted, en sus manos, propalando el rumor.<br />

—Prescindiendo ahora —empezó Lanning con amenazadora obstinación— del hecho que<br />

considere usted este asunto serio o no, bastaría sólo la comida a que he hecho referencia para darlo<br />

por terminado.<br />

Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que seguía mirándolo inexpresivamente.<br />

—Perdóneme, no sé si he entendido bien su nombre... ¿Es Susan Calvin, verdad?<br />

—Sí, señor Byerley.<br />

—Es usted la psicóloga de la U. S. <strong>Robot</strong>s, ¿verdad?<br />

—Robopsicóloga, por favor.<br />

—¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del hombre?<br />

—Son mundos diferentes. Los robots son esencialmente honrados —dijo con una sonrisa helada.<br />

—Esto es un golpe fuerte —dijo el abogado con un poco de sorna—. Pero lo que quería decir era<br />

lo siguiente. Puesto que es usted psicólo..., robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho<br />

usted algo en lo que el doctor Lanning no ha pensado.<br />

—¡Ah!, ¿y qué es?<br />

—Llevar algo de comer en el bolso.<br />

Un rápido destello apareció en los astutos ojos de Susan.<br />

—Es usted sorprendente, señor Byerley —dijo.<br />

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Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Pausadamente, se la tendió. Después de la primera<br />

impresión de sorpresa, Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos.<br />

Pausadamente, Stephen Byerley mordió la manzana y se tragó el pedazo.<br />

—¿Lo ve usted, doctor Lanning?<br />

Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio<br />

que sólo sobrevivió un frágil segundo.<br />

—Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela —dijo Susan Calvin—, pero, desde luego,<br />

este caso no prueba nada.<br />

—¿No? —preguntó Byerley con una mueca.<br />

—Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuese un robot humanoide,<br />

sería una perfecta imitación. Es casi demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos<br />

estado viendo y observando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que<br />

estuviese más cerca de nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura de la piel, la calidad<br />

del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U. S.<br />

<strong>Robot</strong>s, porque es un buen trabajo. ¿Supone usted, entonces, que quien es capaz de prestar atención<br />

a tales minucias descuidará algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar?<br />

Para casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está presentando<br />

aquí. De manera que una comida no prueba en realidad nada.<br />

—Espere, espere —saltó Lanning—. No soy tan imbécil como parecen ustedes creer. No me<br />

interesa el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Me interesa sacar a la<br />

corporación del aprieto. Una comida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado<br />

dijese lo que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y<br />

robopsicólogos.<br />

—Pero, doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida usted el cariz político de la situación. Tengo<br />

tanto interés en ser elegido como Quinn de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado usted cuenta que<br />

ha pronunciado su nombre? Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocurriría así antes que<br />

hubiésemos terminado.<br />

—¿Qué tiene que ver con esto la elección? —preguntó Lanning, sonrojándose.<br />

—La publicidad surte efecto en los dos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la<br />

desfachatez de hacerlo, yo tengo la desfachatez de jugar el juego de esta forma.<br />

—¿Quiere usted decir que...?<br />

—Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo seguir adelante, elegir la cuerda, probar su<br />

resistencia, cortar la medida, hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. <strong>Yo</strong> puedo<br />

hacer lo poco que falta.<br />

—Muy confiado me parece usted...<br />

—Dejémoslo, Alfred —dijo Susan Calvin poniéndose de pie—. No conseguiremos hacerle<br />

cambiar de manera de pensar sobre este punto.<br />

—¿Lo ve usted? —dijo Byerley con una amable sonrisa—. También es usted una psicóloga<br />

humana...<br />

Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lanning había podido observar subsistía aún<br />

aquella noche cuando el auto de Byerley se colocó en la pista automática que llevaba al garaje<br />

subterráneo y cuando después atravesó la calle para dirigirse a su casa.<br />

Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de<br />

Byerley se iluminó, afectuoso. Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que<br />

salía de una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.<br />

—Vienes tarde, Steve.<br />

—Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una perturbación peculiar e interesante, hoy.<br />

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—¿Sí? —Ni el rostro destrozado ni la voz ronca podían tener expresión, pero en los ojos claros se<br />

pintaba la ansiedad—. ¿Nada que no puedas solucionar?<br />

—No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres<br />

que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche magnífica.<br />

Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de ruedas. Gentilmente, casi como una caricia,<br />

los brazos de Byerley sostenían al paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas.<br />

Cuidadosa y lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida ex profeso<br />

para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa.<br />

—¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es una tontería.<br />

—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de<br />

este aparato mecanizado por algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? —<br />

añadió depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.<br />

—¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!<br />

—La campaña de Quinn se basará en su pretensión respecto a que soy un robot.<br />

—¿Cómo lo sabe? —exclamó John abriendo los ojos—. ¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!<br />

—Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases científicos de la «U. S. <strong>Robot</strong>s &<br />

Mechanical Men Corporation» a discutir conmigo a mi despacho.<br />

Las torpes manos de John arrancaban la hierba.<br />

—Comprendo, comprendo...<br />

—Pero no podemos permitir que elija su terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame y<br />

dime si podemos llevarla a cabo...<br />

La escena, tal como aparecía aquella noche en el despacho de Lanning, era una colección de<br />

miradas. Francis Quinn miraba meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba<br />

furiosamente fija en Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn.<br />

Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo, Quinn dijo:<br />

—Va inventándolo todo a medida que lo hace.<br />

—¿Va usted a jugar sobre esto, señor Quinn? —preguntó Susan indiferente.<br />

—Pues..., es su juego, en realidad.<br />

—Mire —dijo Lanning pretendiendo ocultar su pesimismo con la jactancia—, hemos hecho lo<br />

que nos ha dicho. Hemos visto al hombre comer. Es ridículo pretender que sea un robot.<br />

—¿Lo cree usted así? —lanzó Quinn en dirección a Susan—. Lanning ha dicho que era usted la<br />

técnica de la sociedad.<br />

—Veamos, Susan... —dijo Lanning en tono casi amenazador.<br />

—¿Por qué no la deja hablar, hombre? —interrumpió Quinn—. Lleva aquí media hora muda<br />

como un poste.<br />

Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que entonces sentía a un estado paranoico no<br />

había más que un paso.<br />

—Muy bien, diga lo que tenga que decir, Susan —dijo—. No la interrumpiremos.<br />

Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después fijó sus ojos en Quinn.<br />

—Para probar definitivamente que el señor Byerley es un robot no hay más que dos caminos.<br />

Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales con los cuales pueden acusar, pero no<br />

probar..., y creo que Byerley es suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material.<br />

Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí.<br />

»Los dos métodos de prueba son el físico y el psicológico. Físicamente, se le puede disecar o<br />

utilizar los rayos X. Cómo conseguirlo, sería su problema. Psicológicamente, su conducta puede ser<br />

estudiada, porque si es un robot positrónico tiene que conformarse según las tres Leyes de la<br />

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Robótica. Un cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las Leyes, señor<br />

Quinn?<br />

Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra por palabra el famoso y ostentoso título de<br />

la página primera del Manual de Robótica.<br />

—He oído hablar de ellas —dijo Quinn.<br />

—Entonces, el caso es fácil. Si el señor Byerley comete una infracción a una de estas leyes, no es<br />

un robot. Desgraciadamente, este procedimiento tiene solo una dirección. Si se amolda a las leyes, el<br />

hecho no probaría ni una cosa ni otra.<br />

—¿Por qué no, doctor? —preguntó Quinn.<br />

—Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá que las tres Leyes de Robótica no son más que<br />

los principios esenciales de una gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se<br />

supone dotado de un instinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano<br />

bueno, siendo la consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la autoridad<br />

constituida; obedecer a su doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a su compañero; incluso si son un<br />

obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la Segunda Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno,<br />

debe, además, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar a los demás. Ésta es<br />

la Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente, si Byerley observa todas las reglas de la<br />

robótica, puede ser un robot, pero puede también ser simplemente una buena persona.<br />

—Entonces —dijo Quinn— me está usted diciendo que no podrá jamás probar que sea un robot.<br />

—Puedo quizá probar que no es un robot.<br />

—No es ésta la prueba que quiero.<br />

—Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted el único responsable de sus propios deseos.<br />

La mente de Lanning se aferró en aquel momento a una idea.<br />

—¿No se le ha ocurrido a nadie —gruñó—que la profesión de «fiscal de distrito» es una<br />

ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres humanos..., sentenciarlos a muerte...,<br />

causándoles un daño considerable...<br />

—No, no se saldrá usted nunca de esto por este camino —saltó Quinn impaciente—. El ser<br />

«fiscal de distrito» no lo hace humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que<br />

se jacta de no haber acusado nunca a un inocente, que hay cantidad de hombres que no han sido<br />

procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que hubiera, probablemente<br />

podido convencer al jurado de su culpabilidad y condenarlos a ser atomizados? Pues es así.<br />

—No, Quinn, no —dijo Lanning temblándole las mejillas—. No hay en las Leyes Robóticas nada<br />

que permita juzgar de la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o<br />

no la muerte. No es él quien debe decidir. No puede hacer daño a un ser humano, ya sea de la<br />

variedad granuja, o de la variedad ángel.<br />

—Alfred —intervino Susan Calvin, visiblemente cansada—, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un<br />

robot ve un loco que va a pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?<br />

—Desde luego.<br />

—¿Y si la única manera de detenerlo fuese matarlo...?<br />

Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.<br />

—La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el<br />

robot necesitaría un tratamiento psicoterápico porque podría fácilmente volverse loco ante el<br />

conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la Primera Ley en un<br />

sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un robot que lo habría matado.<br />

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—Bien, y, ¿está Byerley acaso loco? —preguntó Lanning con todo el sarcasmo que pudo poner<br />

en su voz.<br />

—No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie. Ha expuesto hechos que demostraban que<br />

un hombre podía llegar a ser peligroso para la gran masa humana que llamamos sociedad. Protege la<br />

mayoría y de esta forma observa la Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde<br />

llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez que el jurado ha juzgado de<br />

su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Pero<br />

Byerley no ha hecho más que decidir la verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor<br />

Quinn, he estudiado la carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He<br />

observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el jurado. He<br />

descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la supresión de la pena capital y ha<br />

contribuido generosamente en las instituciones de investigación consagradas a la neurofisiología criminal.<br />

Al parecer cree más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero esto muy<br />

significativo.<br />

—¿De veras? —dijo Quinn sonriendo—. ¿Significativo de cierto olor de robotismo, quizá?<br />

—¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo mismo pueden proceder de un robot que de<br />

un ser humano honorable y decente. Pero..., ¿comprende usted?, lo que pasa es que no hay manera<br />

de diferenciar un robot de un ser humano bueno.<br />

Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de impaciencia.<br />

—Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplicaría<br />

perfectamente a un ser humano y su apariencia, verdad?<br />

Lanning permaneció reflexionando largo rato.<br />

—Ha sido hecho experimentalmente por la U. S. <strong>Robot</strong>s —dijo a su pesar— sin el aditamento del<br />

cerebro positrónico, desde luego. Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede<br />

desarrollar carne y piel humanas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían<br />

todo examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no humanoides. Y si le<br />

añade usted un cerebro positrónico y demás dispositivos interiores que pueda desear, tiene usted un<br />

robot humanoide.<br />

—¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?<br />

—Si disponía usted de todo su equipo —dijo Lanning después de haber reflexionado—, el<br />

cerebro, el esqueleto, el óvulo, las hormonas adecuadas y las radiaciones..., digamos dos meses.<br />

—En este caso veremos qué aspecto ofrecen las entrañas del señor Byerley —dijo Quinn<br />

agitándose en su silla—. Será una publicidad para la U. S. <strong>Robot</strong>s..., pero le doy esta probabilidad.<br />

Una vez que quedaron solos, Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin.<br />

—¿Por qué insiste usted en...?<br />

Pero Susan respondió secamente y con calor:<br />

—¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No voy a mentir por usted. No se vuelva<br />

cobarde...<br />

—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa<br />

entonces?<br />

—No abrirá a Byerley —dijo Susan desdeñosa—. Byerley es tan inteligente como Quinn..., por<br />

lo menos.<br />

La noticia estalló en la ciudad una semana antes que Byerley tuviese que ser elegido. «Estalló» es<br />

una palabra mal empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn<br />

acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un elemento de vaga<br />

incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.<br />

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La misma convención adoptaba una actitud de semental indómito. Hasta entonces no había<br />

habido rival a la vista. Una semana antes no quedaba otro nombramiento que el de Byerley. Ni<br />

siquiera entonces había substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la confusión.<br />

La situación no hubiera sido tan grave si el individuo no se viese hecho jirones entre la<br />

enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional locura, si era falsa.<br />

Al día siguiente de la designación de Byerley como candidato, un periódico publicó el resumen<br />

de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «la mundialmente famosa técnica en<br />

robopsicología y positrones».<br />

El efecto que produjo podría calificarse sucintamente de infernal.<br />

Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando. No eran un partido político; no pretendían<br />

practicar ninguna religión. Eran esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro tiempo<br />

se llamó la Edad Atómica, en los días en que el átomo era una novedad. En realidad, eran hombres<br />

sencillos que aspiraban a una vida que a los que la vivían no les parecía probablemente tan sencilla,<br />

y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos a su vez.<br />

Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo motivo para detestar los robots y los que los<br />

manufacturaban; pero un nuevo motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin,<br />

eran suficientes para exteriorizar esta aversión.<br />

Los vastos talleres de la «U. S. <strong>Robot</strong>s & Mechanical Men Corporation» eran una colmena de<br />

guardias armados. Se preparaban para la guerra.<br />

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de policías.<br />

La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de vista y parecía una campiña sólo<br />

porque era algo que llenaba el intervalo entre designación y elección.<br />

Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajese. Permaneció impávido ante<br />

los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de la hilera de guardias,<br />

esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las tradiciones de su casta. Una instalación de<br />

televisión enfocaba la entrada de la modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado<br />

locutor emitía ampulosos comentarios.<br />

El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja de papel.<br />

—Esto, señor Byerley, es el mandato judicial autorizándome a registrar la casa en busca de la<br />

presencia, ilegal..., de hombres mecánicos o robots de cualquier especie.<br />

Byerley se incorporó y tomó la hoja de papel. La miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.<br />

—Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de<br />

llaves que aparecía perpleja a la puerta de la habitación—, tenga la bondad de acompañarnos y<br />

ayúdelos en lo que pueda.<br />

El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway, vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su<br />

intento de captar la mirada de Byerley y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:<br />

—Vamos...<br />

A los diez minutos regresaba.<br />

—¿Han terminado? —preguntó Byerley en el tono de la persona a quien no interesa el asunto ni<br />

le importa la contestación.<br />

Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por hablar con su voz de falsete y de nuevo<br />

empezó embarazado:<br />

—Mire usted, señor Byerley, nuestras instrucciones eran de registrar la casa de arriba abajo.<br />

—¿Y no lo han hecho?<br />

—Nos han dicho exactamente lo que teníamos que buscar.<br />

—¿Y bien?<br />

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—En una palabra, señor Byerley, sin querer herir sus susceptibilidades, nos han dado orden de<br />

registrarlo a usted.<br />

—¿A mí? —preguntó el fiscal, ensanchando su sonrisa—. ¿Y cómo tiene usted intención de<br />

hacerlo?<br />

—Tenemos un aparato radiopenetrador...<br />

—¿Entonces, me van ustedes a tomar una fotografía en rayos X, verdad? ¿Tiene usted<br />

autorización?<br />

—Ya ha visto usted el auto del juez...<br />

—¿Puedo verlo de nuevo?<br />

Harroway, con un brillo en la frente que no era sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.<br />

—Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que registrar —dijo Byerley tranquilamente—.<br />

Leo: «la casa situada en 355 Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así<br />

como el garaje, almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como los terrenos<br />

adyacentes...», etc... En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada respecto a registrar mi<br />

interior. No formo parte del alojamiento. Puede usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot,<br />

oculto en el bolsillo...<br />

A Harroway no le quedaba la menor duda acerca de la persona a quien debía aquella misión. No<br />

pensaba, sin embargo, quedarse atrás una vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso..., y<br />

una mejor paga.<br />

—Mire, señor Byerley. Tengo autorización para registrar los muebles y la casa y todo lo que<br />

encuentre dentro de ella. ¿Está usted en ella, no?<br />

—Una observación verdaderamente notable. Estoy en ella, en efecto. Pero no soy ningún mueble.<br />

Como ciudadano en pleno uso de mis facultades (poseo el certificado del psiquiatra que lo prueba)<br />

tengo ciertos derechos que me son conferidos por los Artículos Regionales. Registrarme a mí<br />

constituiría una violación de mis derechos civiles. Este papel no es suficiente.<br />

—Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted derechos civiles.<br />

—Exacto, pero este papel no es suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.<br />

—¿Dónde?<br />

—Donde dice «la casa perteneciente a fulano...». Un robot no puede ser propietario. Y puede<br />

usted decirle a su jefe, señor Harroway, que si intenta dictar otro documento que no me reconozca<br />

implícitamente como ser humano, se encontrará inmediatamente ante un requerimiento judicial y<br />

una demanda civil obligándole a demostrar que soy un robot basándose en los hechos que tiene<br />

actualmente en su posesión, o bien a pagar una indemnización por haber intentado privarme<br />

ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá usted, verdad?<br />

Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.<br />

—Es usted un abogado astuto. —Con la mano en el bolsillo permaneció un momento de pie.<br />

Después se marchó, sonrió delante de la placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a<br />

los periodistas y les gritó—: Mañana tendremos algo para ustedes, muchachos. No es broma...<br />

Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto mecanismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó<br />

cuidadosamente. Era la primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de reflexión.<br />

Esperaba haberlo hecho correctamente.<br />

Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos frente a frente. Pero el fonovisor se parecía<br />

mucho a ello. De hecho, aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para<br />

cada uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativamente de una<br />

superficie de fotocélulas.<br />

Era Quinn quien había hecho la llamada. Era Quinn quien habló el primero, y sin particular<br />

ceremonia.<br />

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—He pensado que le interesaría saber, Byerley, que tengo intención de dar publicidad a la noticia<br />

que usa usted una coraza protectora contra la radiopenetración.<br />

—¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho público ya. Tengo la vaga idea que nuestros<br />

emprendedores representantes de la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante<br />

tiempo. Sé que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón por la cual<br />

he estado en casa las últimas semanas.<br />

Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.<br />

—Esta llamada está protegida, de todos modos —dijo Quinn apretando los labios—. La hago con<br />

un cierto riesgo personal.<br />

—Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe<br />

oficialmente. Pero nadie deja de saberlo oficiosamente. No me importa. ¿De modo que empleo una<br />

coraza protectora? Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada<br />

exposición a la fotografía de radiopenetración.<br />

—Debe usted darse cuenta, Byerley, que todo el mundo ve claramente que no se atreve usted a<br />

someterse a un análisis por rayos X.<br />

—Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron mis derechos civiles.<br />

—Eso no les importa un comino.<br />

—Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree? Usted se preocupa muy<br />

poco de los derechos individuales del ciudadano. <strong>Yo</strong> me preocupo mucho. No quiero someterme a<br />

los rayos X porque quiero mantener mis derechos por una cuestión de principios. De la misma<br />

manera que mantendré los de los demás, una vez elegido.<br />

—Esto será el principio de un interesante discurso, pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso<br />

para ser verdad. Otra cosa... —añadió con un súbito tono crispado en la voz—, el personal de su<br />

casa no estaba completo, la otra noche.<br />

—¿En que sentido?<br />

—Según el informe —dijo, agitando unos papeles dentro del campo de visión de la placa<br />

visual—, faltaba una persona..., un paralítico.<br />

—Como lo dice usted —dijo Byerley sin entonación—, un paralítico. Mi viejo profesor, que vive<br />

conmigo y está ahora en el campo..., desde hace dos meses. Un «muy necesario reposo» es la frase<br />

corriente en estos casos. ¿Le da usted su permiso?<br />

—¿Su profesor? ¿Una especie de científico?<br />

—Antiguamente abogado..., antes que fuese paralítico. Tiene el título del Gobierno de<br />

investigador biofísico, con laboratorio propio y una descripción completa del trabajo que realiza,<br />

apoyado por las más insignes autoridades y de las cuales puede darle referencias. Es un trabajo sin<br />

trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un pobre inválido... Lo ayudo<br />

tanto como puedo, ¿comprende?<br />

—Comprendo. ¿Y qué sabe este..., profesor..., sobre la manufactura de los robots?<br />

—No puedo juzgar de la profundidad de sus conocimientos en un terreno con el que no estoy<br />

familiarizado.<br />

—¿No tendría acceso a los cerebros positrónicos?<br />

—Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. <strong>Robot</strong>s. Ellos deben saberlo.<br />

—Vamos a hablar claro, Byerley. Su profesor inválido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es<br />

su creación robótica. Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no<br />

usted. Habrá maneras de comprobar los informes.<br />

—¿De veras? ¡Hágalo, entonces! ¡Mis mejores deseos!<br />

—Y podemos registrar la casa llamada de campo de su así llamado profesor y ver qué<br />

encontramos en ella.<br />

—Pues..., no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para usted, mi así llamado profesor es un inválido.<br />

Su casa de campo es su lugar de reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano<br />

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responsable son todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin<br />

demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar impedirle que lo intente.<br />

Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó adelante, haciendo desbordar los límites de<br />

su rostro de la placa de visión, de manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.<br />

—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede usted ser elegido.<br />

—¿No?<br />

—¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho de no hacer el menor intento de probar la<br />

falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de<br />

las tres Leyes, no surte más efecto que convencer a la gente del hecho que es usted un robot?<br />

—Lo único que veo es que, de letrado vagamente conocido, pero siempre como un oscuro<br />

abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de<br />

propaganda...<br />

—Pero es usted un robot.<br />

—Eso dicen, pero no lo prueban.<br />

—Está suficientemente probado para la elección.<br />

—Entonces descanse..., han ganado.<br />

—Buenas tardes —dijo Quinn, con el primer tono de maldad en la voz, mientras cerraba el<br />

visifono.<br />

—Buenas tardes —respondió Byerley, imperturbable, inclinándose ante la pantalla oscura.<br />

Byerley volvió a traer a su casa a su «profesor» la semana antes de la elección. El vehículo aéreo<br />

aterrizó rápidamente en una parte oscura de la ciudad.<br />

—No te muevas de aquí hasta después de la elección —le dijo Byerley—. Será mejor que estés al<br />

margen si las cosas se pusiesen feas.<br />

La ronca voz que salió pausadamente de la torcida boca de John tenía acentos de preocupación.<br />

—¿Hay peligro de violencia?<br />

—Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera que supongo que la hay, en sentido<br />

teórico. Pero en realidad, espero que no. No tienen un poder real. No son más que el continuo factor<br />

irritante que al cabo de cierto tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No<br />

quisiera tenerme que preocupar por ti...<br />

—¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá bien?<br />

—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado, allí?<br />

—Nadie.<br />

—¿Y por tu parte, todo fue bien?<br />

—Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.<br />

—Entonces, ten cuidado y observa el televisor mañana, John —añadió Byerley, estrechando la<br />

contorsionada mano que tenía en la suya.<br />

La frente de Lenton era una colección de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco agradable<br />

cargo de agente de la campaña electoral de Byerley, una campaña que no era una campaña, por<br />

cuenta de una persona que se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.<br />

—¡No puedes! —Era su frase favorita. Había llegado a ser su única frase—. ¡Te digo, Steve, que<br />

no puedes!<br />

Se detuvo delante del fiscal, que estaba entretenido hojeando el texto de su discurso.<br />

—Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido organizada por los Fundamentalistas. No tendrás<br />

auditorio. Lo más fácil es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué<br />

dificultad hay en una grabación, una grabación visual?<br />

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—¿Quieres que gane la elección, no?<br />

—¡Ganar la elección! ¡No vas a ganar, Steve! Estoy tratando de salvarte la vida.<br />

—¡Oh, no estoy en peligro!<br />

—¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! —exclamó Lenton produciendo un sonido áspero<br />

con la garganta—. ¿Vas a salir a este balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles<br />

entender la razón..., a un balcón, como un dictador medieval?<br />

—Dentro de unos cinco minutos —dijo Byerley, después de haber consultado su reloj—, en<br />

cuanto estén libres las líneas de televisión.<br />

La respuesta de Lenton no es traducible.<br />

La muchedumbre llenaba una zona apartada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer<br />

en medio de la masa humana. Y más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente<br />

local, pero a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía.<br />

Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la muchedumbre. Había banderas y letreros, injuriando<br />

y atacando en todas las formas posibles su supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba<br />

creciendo en la atmósfera de una manera tangible.<br />

Desde un principio, el discurso fue un fracaso. Competía con los aullidos de la muchedumbre y<br />

los rítmicos gritos de los grupos de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud.<br />

Byerley hablaba lentamente, sin emoción...<br />

Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía..., y esperaba que corriese la sangre.<br />

Se produjo un movimiento arremolinado en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso,<br />

con los ojos salientes y ropas demasiado cortas para sus alargados miembros, se abría paso hacia<br />

adelante. Un policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó con un gesto.<br />

El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón. Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser<br />

oídas. Byerley se inclinó sobre la barandilla.<br />

—¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta justificada, la contestaré. —Se volvió hacia uno de<br />

los guardias—. Haz subir a este hombre.<br />

Hubo una gran expectación entre la muchedumbre. Gritos de: «¡Callarse!» estallaron en varios<br />

sitios y el clamor se fue desvaneciendo. El hombre delgado, de rostro escarlata, estaba delante de<br />

Byerley.<br />

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?<br />

El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz estridente, dijo:<br />

—¡Pégame!<br />

Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el mentón.<br />

—¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un ser humano...,<br />

monstruo!<br />

Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de Byerley dijo:<br />

—No tengo ningún motivo para pegarte.<br />

—¡No puedes pegarme! —gritó el hombre—. ¡No quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un<br />

monstruo! ¡Un falso hombre!<br />

Y entonces Stephen Byerley, apretando los labios, delante de los miles de personas que lo veían<br />

personalmente y los otros miles que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en<br />

la barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una profunda sorpresa.<br />

—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien tratado. Quiero hablar con él<br />

cuando haya terminado.<br />

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Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio reservado, se dirigió a su automóvil y se dispuso<br />

a arrancar, sólo un reportero había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y<br />

dirigirle una pregunta que no fue oída.<br />

—¡Es humano! —gritó Susan Calvin volviendo la cabeza.<br />

Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y echó a correr. El resto del discurso pudo<br />

calificarse de «pronunciado pero no oído».<br />

La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse una semana después de haber prestado<br />

el segundo juramento como alcalde. Era ya tarde, más de medianoche.<br />

—No parece usted cansado —dijo la doctora.<br />

—Puedo aguantar todavía —dijo el recién elegido—. No se lo diga a Quinn.<br />

—No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su nombre, era interesante la historia de Quinn.<br />

Es una lástima haberla estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...<br />

—Parte de ella.<br />

—Es altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un elocuente orador, un gran<br />

idealista..., y con un cierto olfato para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, señor Byerley?<br />

—Sólo bajo el aspecto legal.<br />

—Éste era Stephen Byerley. Pero ocurrió un accidente. La mujer de Byerley murió; lo que le<br />

ocurrió a él fue peor todavía. Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó<br />

alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su carrera legal..., sólo le<br />

quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra forma consiguió obtener un cerebro positrónico,<br />

incluso uno complejo, dotado de una gran capacidad de formular juicio sobre problemas éticos, que<br />

es la más alta función robótica hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó<br />

a ser todo lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mundo como Stephen Byerley,<br />

permaneciendo él como el viejo y paralítico profesor que jamás nadie ha visto...<br />

—Desgraciadamente —dijo el electo— estropeé todo esto por haber pegado a aquel hombre. Los<br />

periódicos dicen que el veredicto oficial que dio usted en aquella ocasión fue que yo era humano.<br />

—¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser casual...<br />

—No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis hombres comenzaron a propalar la versión del<br />

hecho que no había pegado nunca a un hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; que no<br />

hacerlo bajo la provocación sería la prueba fehaciente del hecho que era un robot. Y entonces<br />

arreglé aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi inevitablemente,<br />

hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo truco. Un truco en el que la atmósfera<br />

artificial que se ha creado lo hace todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección<br />

segura, tal como estaba previsto.<br />

—Veo que invade usted mi campo —dijo la doctora en robopsicología—, como corresponde a<br />

todo político, supongo. Pero siento mucho que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan<br />

mucho más que los seres humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil,<br />

creo que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar un ser humano,<br />

incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y una vez que hubiese servido durante<br />

un período prudencial, dimitiría, aunque fuese inmortal, porque sería incapaz de perjudicar a los<br />

seres humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería el ideal.<br />

—Salvo que un robot puede fallar, debido a la inherente inadaptación de su cerebro. El cerebro<br />

positrónico no tiene nunca la complejidad del cerebro humano.<br />

—Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.<br />

Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.<br />

—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?<br />

—Sonrío porque Quinn no pensó en todo.<br />

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—¿Quiere usted decir que esta historia hubiera podido ir más lejos?<br />

—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, aquel Stephen Byerley del que<br />

habla el señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba en el campo por alguna razón misteriosa.<br />

Regresó a tiempo para su famoso discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo paralítico hizo una<br />

vez, podía hacerlo dos, particularmente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con la<br />

primera.<br />

—No acabo de entenderlo...<br />

La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje. Se disponía, evidentemente, a marcharse.<br />

—Quiero decir que hay sólo un caso en el que un robot puede pegar a un ser humano sin<br />

quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.<br />

—¿Y es...?<br />

Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente dijo:<br />

—Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro robot.<br />

Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa.<br />

—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años..., como organizador.<br />

—Tengo que responder que me parece una idea un poco remota... —dijo él, sonriendo, mientras<br />

se cerraba la puerta detrás de Susan Calvin.<br />

* * *<br />

Me quedé mirándola con una especie de horror.<br />

—¿Es verdad eso?<br />

—Enteramente.<br />

—¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?<br />

—No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era. Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí<br />

mismo, de manera que no hubo ninguna la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué más da?<br />

—Pues...<br />

—Guarda usted un prejuicio contra los robots, completamente irrazonable. Fue un excelente<br />

alcalde. Cinco años después fue elegido Coordinador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó<br />

su Federación en 2044, fue nombrado Primer Coordinador Mundial. Pero por aquel tiempo eran las<br />

máquinas las que gobernaban al mundo...<br />

—Sí, pero...<br />

—¡Nada de «peros»! Las Máquinas son robots y gobiernan al mundo. Hace sólo cinco años que<br />

descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como Coordinador<br />

Mundial...<br />

EL CONFLICTO INEVITABLE<br />

El Coordinador tenía en su estudio privado una curiosidad medieval, una chimenea. Desde luego, el<br />

hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional.<br />

La inmóvil y ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.<br />

Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera desviación de los rayos de<br />

energía que alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los<br />

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troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una<br />

chimenea perfectamente domesticada, como puede verse.<br />

Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía cómo las llamas lamían el alambre bajo la<br />

corriente de aire que lo alimentaba.<br />

El enrojecido vaso del Coordinador reflejaba en miniatura las discretas cabriolas de las llamas, y,<br />

en más miniatura aún, también sus reflexivas pupilas.<br />

Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la «U. S. <strong>Robot</strong>s &<br />

Mechanical Men Corporation».<br />

—No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por razones sociales.<br />

—No lo he pensado nunca, Stephen.<br />

—Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede no tener importancia,<br />

por otra, puede ser el fin de la Humanidad.<br />

—Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que<br />

todos los problemas son así.<br />

—¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece éste. La producción mundial de acero tiene un<br />

excedente de veinte mil toneladas, o más. El Canal de México hubiera debido estar terminado hace<br />

dos meses. Las minas de Almaden han experimentado una baja de producción desde la última<br />

primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Estos son los<br />

hechos que se me acuden de momento. Pero hay más.<br />

—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente economista para juzgar sobre las terribles<br />

consecuencias de todo esto.<br />

—En sí mismo, no. Se podrían enviar técnicos en mineralogía si la situación de Almaden<br />

empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en Tientsin, pueden ser enviados a Java o<br />

Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de demanda mundial, los<br />

dos meses de retraso y la apertura del Canal de México es de escasa importancia. Son las Máquinas<br />

lo que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Director de Investigaciones.<br />

—¿Con Vincent Silver? No me ha dicho nada de todo esto...<br />

—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.<br />

—¿Y qué le dijo?<br />

—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas<br />

con usted porque es usted la única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme.<br />

¿Puedo sentirme filósofo?<br />

—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como quiera, con tal que me diga<br />

usted primero qué pretende demostrar.<br />

—Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal<br />

como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la guerra final.<br />

—¡Humm!... Siga.<br />

Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de lo cómodo que era. La frialdad en su<br />

mirada, de sus labios y de su rostro se había acentuado con los años. Y a pesar que Stephen Byerley<br />

era un hombre en quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida<br />

no se olvidan tan fácilmente.<br />

—Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas<br />

distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que<br />

esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos<br />

y se desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la frase?..., no con un estallido, sino con su susurro, a medida<br />

que el ambiente económico y social cambia. Y entonces, nuevo problema y nueva serie de<br />

guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.<br />

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<strong>Yo</strong>, <strong>Robot</strong> <strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong><br />

»Consideremos los tiempos relativamente modernos. Existieron las guerras dinásticas de los<br />

siglos dieciséis y diecisiete, cuando los problemas más importantes de Europa eran si los<br />

Habsburgo, los Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos<br />

inevitables, porque Europa no podía evidentemente existir partida en dos.<br />

»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a los otros, hasta que se creó<br />

una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al derrocar a los Borbones primero y después a los<br />

Habsburgo, arrastrándolos en la polvorienta caída al incinerador histórico.<br />

»Y durante aquellos siglos existieron también las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la<br />

importante cuestión de si Europa tenía que ser católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser.<br />

Era «inevitable» que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba creciendo un<br />

nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo mitad y mitad<br />

y a nadie le preocupa esto mucho.<br />

»Durante los siglos diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras nacionalimperialistas, cuando el<br />

problema más importante del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos<br />

económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas<br />

no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte alemanas y así<br />

sucesivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa<br />

terminó lo que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente<br />

subsistir íntegramente no-europea.<br />

»Y así tenemos una estructura...<br />

—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan Calvin—. No son observaciones muy<br />

profundas.<br />

—No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice, «es tan claro<br />

como mi nariz», pero, ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo?<br />

Durante el siglo veinte, Susan, comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las llamaremos?<br />

¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos, en lugar<br />

de los extranaturales? De nuevo las guerras eran «inevitables» y entonces se disponía de armas<br />

atómicas, de manera que la humanidad no podía vivir ya por más tiempo en el tormento del<br />

inevitable derroche de la inevitabilidad. Y vinieron los robots positrónicos...<br />

»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que ya no pareció tan<br />

importante que el mundo fuese Adam Smith o Carlos Marx. Ninguno de los dos tenía ya gran<br />

influencia en las nuevas circunstancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo<br />

lugar.<br />

—Un Deus ex machina, entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin.<br />

—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es exacto. Y no obstante, había<br />

otro peligro. El final de un problema no había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo<br />

mundo universal de economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos<br />

las Máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque está basada en las<br />

decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la Humanidad en su corazón a través<br />

de la avasalladora fuerza de la Primera Ley robótica.<br />

»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de circuitos calculadores jamás<br />

inventado —prosiguió Stephen Byerley—, siguen siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y<br />

así nuestra economía terrestre está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La población de<br />

la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de producción. Destrucción y<br />

hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los medios de<br />

producción es un problema anticuado. Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún<br />

sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo podrían utilizarse como las<br />

Máquinas dicten. No porque los hombres estuviesen obligados a ello, sino porque sería el camino<br />

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más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras..., no sólo al último ciclo de guerras, sino al<br />

próximo y a todos ellos. A menos que...<br />

Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repitiendo...<br />

—¿A menos que...?<br />

El fuego fue extinguiéndose en un tronco de leña y se apagó.<br />

—A menos —dijo el Coordinador— que las Máquinas no cumplan con su función.<br />

—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos pequeños desequilibrios que ha mencionado usted<br />

hace un momento..., el acero, las instalaciones hidráulicas, etc.<br />

—Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha dicho que no podían ser.<br />

—¿Niega los hechos? ¡Qué extraño!<br />

—No, admite los hechos, desde luego. Soy injusto con él. Lo que niega es que ningún error en la<br />

máquina sea responsable de los llamados (es su frase) «errores en las respuestas». Pretende que las<br />

máquinas se corrigen por sí mismas y que sería violar las leyes fundamentales de la naturaleza que<br />

existiese un error en los círcuitos de relevadores. Y así, le dije...<br />

—Y así, le dijo: «Que sus hombres lo comprueben y se aseguren de ello, de todos modos...»<br />

—Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo que dije y me contestó que no podía.<br />

—¿Demasiado ocupado?<br />

—No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo francamente. Me dijo, y espero haberlo<br />

comprendido debidamente, que las Máquinas son una gigantesca extrapolación... Un equipo de<br />

matemáticos trabaja varios años calculando un cerebro positrónico equipado para realizar ciertos<br />

actos similares de cálculo. Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para crear un nuevo cerebro<br />

más complicado todavía que utilizan a su vez para hacer otro más complicado aún, y así<br />

sucesivamente. Según Silver, lo que llamamos Máquinas son el resultado de diez de estos progresos.<br />

—Sí..., me parece claro. Afortunadamente, no soy matemática. ¡Pobre Vincent!... Es muy joven.<br />

Los directores que le precedieron, Alfred Lanning y Peter Bogert, han muerto y no tenían estos<br />

problemas. Ni yo tampoco. Quizá todos los técnicos en robótica moriremos ahora, puesto que no<br />

podemos comprender nuestras propias creaciones.<br />

—Aparentemente, no. Las Máquinas no son supercerebros, en el sentido de los suplementos<br />

periodísticos de los domingos, pese a que nos los describen así. Es simplemente que en la actividad<br />

consistente en reunir y analizar un número casi infinito de datos y sus relaciones en un espacio de<br />

tiempo casi infinitesimal, han progresado hasta más allá de la posibilidad de un control humano detallado.<br />

»Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a la Máquina. En el más estricto secreto alimenté la<br />

máquina con los datos originales relacionados con la producción del acero, su propia respuesta y su<br />

actual desarrollo desde entonces..., es decir, la superproducción, y le pedí una explicación de la<br />

discrepancia.<br />

—Bien, ¿y cuál fue la respuesta?<br />

—Puedo citársela a usted palabra por palabra: «El asunto no admite explicación».<br />

—¿Y cómo interpretó Vincent esto?<br />

—De dos formas. O no le habíamos dado a la Máquina datos suficientes para permitirle contestar<br />

exactamente, lo cual no es probable, el doctor Silver está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le<br />

es imposible reconocer que puede dar una respuesta a unos datos que implican un posible daño a un<br />

ser humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la Primera Ley. Y entonces el doctor Silver<br />

me recomendó que la viese a usted.<br />

Susan Calvin parecía muy cansada.<br />

—Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron hacerme directora de<br />

investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no quise asumir responsabilidad. Nombraron a<br />

Silver y esto me satisfacía; pero de qué habrá valido, si me meten en estos líos...<br />

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»Stephen, déjeme que le exponga mi situación. Mis investigaciones incluyen desde luego la<br />

interpretación de la conducta del robot bajo el aspecto de las Tres Leyes Robóticas. Aquí, sin<br />

embargo, tenemos unas máquinas calculadoras increíbles. Son cerebros positrónicos y por<br />

consiguiente obedecen las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir, sus funciones son<br />

sumamente limitadas... Tiene que ser así, puesto que están especializadas en este sentido. Por<br />

consiguiente, hay muy poco margen para la reacción a las Leyes, y mi método de ataque es<br />

virtualmente inútil. En una palabra, no creo poderlo ayudar, Stephen.<br />

El Coordinador se echó a reír.<br />

—A pesar de todo, déjeme que le diga el resto. Déjeme que le explique mis teorías, y quizá<br />

entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de la robopsicología.<br />

—Con mucho gusto. Siga adelante.<br />

—Bien; puesto que las máquinas dan una respuesta errónea, partiendo de la base que no pueden<br />

cometer error, sólo existe una posibilidad. ¡Se les dieron unos datos erróneos! En otras palabras, la<br />

perturbación es humana, no robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección<br />

interplanetaria...<br />

—¿De la que acaba usted de regresar a Nueva <strong>Yo</strong>rk?<br />

—Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay cuatro Máquinas, cada una de las cuales controla<br />

una región Planetaria. ¡Y las cuatro están dando resultados imperfectos!<br />

—¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las Máquinas es imperfecta, tiene que reflejar<br />

automáticamente en el resultado de las otras tres, puesto que cada una de ellas asumirá su parte de<br />

los datos sobre los cuales basan sus decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta. Con una falsa<br />

suposición, tienen que dar falsas respuestas.<br />

—¡Eh, eh!... Eso me parece. Ahora bien, aquí tengo el resultado de mis conversaciones con cada<br />

uno de los cuatro Vice-coordinadores regionales. ¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!...<br />

Primero, ¿ha oído usted hablar de la «Sociedad Humanitaria»?<br />

—¿Eh?... Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas, que impidieron a la U. S. <strong>Robot</strong>s<br />

emplear cerebros positrónicos por el principio de competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La<br />

«Sociedad Humanitaria» es antimáquinas, verdad?<br />

—Sí, pero... En fin, ya verá. ¿Empezamos? Empezaremos por la Región Oriental...<br />

—Como usted diga...<br />

Región Oriental:<br />

a) Superficie: 23.500.000 kilómetros cuadrados.<br />

b) Población: 1.700.000.000 de habitantes.<br />

c) Capital: Shanghai.<br />

El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión japonesa de la vieja República de China<br />

y no hubo nadie, aparte de sus desconsolados hijos, para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se<br />

había perdido. El abuelo de Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había nadie más que<br />

su abnegado hijo para saberlo o importarle.<br />

Y no obstante, Ching Hso-lin era el Vice-coordinador Regional, con el bienestar económico de la<br />

mitad de la población de la Tierra a su cuidado.<br />

Quizá era con esto en la cabeza que Ching tenía dos mapas como único adorno permanente en las<br />

paredes de su despacho. Uno de ellos era un viejo mapa chino que abarcaba una superficie de un<br />

acre o dos y ostentaba todavía los anticuados caracteres pictográficos de la vieja China. Un arroyo<br />

cruzaba por entre los dibujos borrosos y en el borde del mapa se veían algunas cabañas, en una de<br />

las cuales había nacido el abuelo de Ching.<br />

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El otro mapa era de grandes dimensiones, finamente delineado, con todas las indicaciones en<br />

netos caracteres cirílicos. La roja frontera que delimitaba las Regiones Orientales comprendía dentro<br />

de sus vastos confines todo lo que un día había sido China, India, Birmania, Indochina e Indonesia.<br />

En el mapa, en el interior de la provincia de Szechuan, diminuta y tenue hasta el punto que nadie<br />

podía verla, había una señal que indicaba el lugar donde estaba situada la atávica granja de los<br />

Ching.<br />

Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mientras hablaba con Stephen Byerley en<br />

correcto inglés.<br />

—Nadie sabe mejor que tú, señor Coordinador, que mi cargo, bajo muchos conceptos, es una<br />

sinecura. Da una cierta categoría social, y represento el punto focal de la administración, pero para<br />

todo lo demás..., ¡está la Máquina! La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te parecen, por ejemplo,<br />

las obras hidráulicas de Tientsin?<br />

—¡Tremendas! —dijo Byerley.<br />

—Son sólo una de ellas y no las mayores. Están extensamente esparcidas por Shanghai, Calcuta,<br />

Bangkok..., y solucionan la alimentación de los mil setecientos millones de habitantes del Oriente.<br />

—Y sin embargo —respondió Byerley—, tienen un problema de paro en Tientsin. ¿Hay acaso<br />

una superproducción? Es inconcebible que Asia sufra de un exceso de comida.<br />

Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi invisibles.<br />

—No. No hemos llegado a esto, todavía. Es cierto que durante estos últimos meses se han cerrado<br />

varias albercas en Tientsin, pero la situación no es grave. Los hombres han sido despedidos sólo<br />

temporalmente y a los que no les importa trabajar en otros campos han sido embarcados para<br />

Colombo, en Ceilán, donde se está implantando una nueva organización.<br />

—¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?<br />

—Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica —dijo Ching, sonriendo gentilmente—. Bien, no<br />

me sorprende. Tú eres del Norte y allí el cultivo del suelo rinde todavía grandes provechos. En el<br />

Norte es elegante considerar la hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de cultivar<br />

tulipanes en una solución química, de una manera infinitamente complicada.<br />

»En primer lugar, la cosecha más considerable que tenemos desde hace mucho tiempo (y el<br />

porcentaje sigue creciendo) es el lúpulo. Tenemos más de dos mil parcelas de lúpulo en producción<br />

y mensualmente aumentan. Los abonos químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son<br />

nitratos y fosfatos entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de metal, añadidos a las partes<br />

fraccionales por millón de boro y molibdeno requerido. La materia orgánica es principalmente<br />

mixturas de azúcar derivadas de la hidrólisis de la celulosa, pero, además, hay varios factores<br />

alimenticios que deben añadirse:<br />

»Para una industria hidráulica floreciente que pueda alimentar a setecientos millones de hombres,<br />

tenemos que emprender un inmenso programa de repoblación forestal por todo el Este; tenemos que<br />

poseer vastos talleres de conversión maderera para competir con las selvas meridionales, y acero, y<br />

sintéticos químicos por encima de todo.<br />

—¿Para qué, esto último?<br />

—Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo tienen cada uno de ellos sus propiedades<br />

particulares. Hemos dado desarrollo, como he dicho, a dos mil parcelas. El bistec que has creído<br />

comer hoy era lúpulo. Las frutas congeladas que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos<br />

extraído jugo de lúpulo con el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche.<br />

»Es el sabor, más que nada, comprende, lo que presta su atractivo a la alimentación a base de<br />

lúpulo, y en busca de este sabor hemos instalado parcelas artificiales fertilizadas que no pueden<br />

mantenerse por más tiempo con una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita biotina; otra, ácido<br />

pteroilglutámico; otras aun, diferentes ácidos amínicos, así como todas las vitaminas B menos una<br />

(y aun así es popular y no podemos, con un poco de sentido económico, abandonarlo).<br />

Byerley se agitó en su silla.<br />

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—¿Con qué propósito me dices todo esto?<br />

—Me has preguntado, señor, por qué los hombres están sin trabajo en Tientsin. Tengo algo más<br />

que explicarte. No es sólo que necesitemos estos variados y diversos abonos para nuestro lúpulo;<br />

pero subsiste el complicado factor del capricho popular, que pasa con el tiempo; y la posibilidad del<br />

desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva popularidad. Todo esto tiene que ser<br />

previsto, y la Máquina hace el trabajo...<br />

—Pero no perfectamente.<br />

—No muy imperfectamente, en vista de las complicaciones que he mencionado. Bien, entonces,<br />

algunos miles de obreros en Tientsin están sin trabajo temporalmente. Pero, considera esto: la<br />

cantidad de perdidas sufridas durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa<br />

producción o de defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra<br />

producción normal. Considero que...<br />

—Y no obstante, durante los primeros años de la Máquina, la cifra era cerca de una milésima del<br />

uno por ciento.<br />

—Sí, pero durante el decenio último en que la Máquina empezó sus operaciones con verdadero<br />

ímpetu, hemos aumentado nuestra industria de lúpulo, con respecto a la época premáquina, unas<br />

veinte veces. Es de esperar que las imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien...<br />

—¿Si bien...?<br />

—Estuvo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.<br />

—¿Qué le ocurrió?<br />

—Vrasayana estaba encargado del taller de evaporación de la salmuera para la producción de<br />

yodo, sin el cual el lúpulo puede vivir, pero los seres humanos, no. Se vio obligado a sindicar su<br />

taller.<br />

—¿De veras? ¿Y a causa de qué?<br />

—Competencia, créelo o no. En general, una de las principales funciones de los análisis de la<br />

Máquina es indicar la distribución más eficiente de nuestras unidades productivas. Es visiblemente<br />

un error tener regiones insuficientemente surtidas de manera que los gastos de transporte importan<br />

un porcentaje considerable del gasto total. De manera similar, es un error tener un área demasiado<br />

servida, de forma que las factorías tienen que funcionar con capacidades más bajas o bien competir<br />

perjudicialmente unas con otras. En el caso de Vrasayana, se estableció otro taller en la misma<br />

ciudad y con un sistema de extracción más eficiente.<br />

—¿Y la Máquina lo permitió?<br />

—¡Oh, sin duda! No es sorprendente. El nuevo sistema se está extendiendo considerablemente.<br />

La sorpresa fue que la Máquina omitió avisar a Vrasayana que renovase o cambiase... Sin embargo,<br />

no importa. Vrasayana aceptó un cargo de ingeniero en un nuevo taller, y si su responsabilidad y<br />

sueldo son ahora menores, por lo menos no sufre. Los obreros encontraron fácilmente trabajo; el<br />

antiguo taller fue convertido en no sé qué... Algo útil. Lo confiamos todo a la Máquina.<br />

—¿Y por otra parte no tienes quejas?<br />

—Ninguna.<br />

La Región Tropical:<br />

a) Superficie: 35.000.000 de kilómetros cuadrados.<br />

b) Población: 500.000.000 de habitantes.<br />

c) Capital: Ciudad Capital.<br />

El mapa del despacho de Ngoma estaba muy lejos de tener la neta precisión del de los dominios<br />

de Ching en Shanghai. Los límites de las fronteras de la Región Tropical de Ngoma estaban<br />

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punteados de oscuro y se extendían hacia un bello interior llamado «selva» y «desierto», y «Aquí<br />

hay elefantes y Toda Clase de Extrañas Bestias».<br />

Había mucho que recorrer, porque en tierras, la Región Tropical abarcaba más de dos<br />

continentes; toda América del Sur, norte de Argentina, y toda África al sur del Atlas. Incluía<br />

también América del Norte al sur de Río Grande e incluso Arabia, e Irán en Asia. Era el reverso de<br />

la Región Oriental. Donde el hormiguero humano del Oriente se apretujaba en un 15% de la Tierra,<br />

los Trópicos desparramaban su 15% de Humanidad sobre casi la mitad de la extensión del globo.<br />

A Ngoma, Stephen Byerley le produjo la impresión de uno de aquellos inmigrantes de rostro<br />

pálido que van en busca de la obra creadora en el ambiente suave necesario para el hombre, y sintió<br />

una cierta dosis del automático desprecio del hombre fuerte nacido en el duro Trópico por el<br />

infortunado oriundo de más pálidos soles.<br />

Los Trópicos tenían la ciudad más nueva del mundo y en su sublime confianza juvenil recibía<br />

únicamente el nombre de «Ciudad Capital». Se extendía espléndida por las fértiles tierras altas de<br />

Nigeria, y al pie de las ventanas de Ngoma, más abajo, había vida y color, un sol ardiente y<br />

frecuentes chaparrones. El gorjeo de los pájaros multicolores era estridente y las estrellas parecían<br />

puntas de agujas brillantes en la noche oscura.<br />

Ngoma se echó a reír. Era un hombre bello, muy negro, alto y de facciones enérgicas.<br />

—Desde luego —dijo en un inglés bastante correcto, dando la sensación de hablar con la boca<br />

llena—, el Canal de México va atrasado. ¡Qué diablos! ¡Un día u otro se terminará de todos modos,<br />

hombre!<br />

—Todo iba bien hasta hace medio año.<br />

Ngoma dirigió una atenta mirada a Byerley y sacando un cigarro del bolsillo mordió una punta, la<br />

escupió y encendió la otra.<br />

—¿Es esto una investigación oficial, Byerley? ¿De qué se trata?<br />

—Nada. Nada absolutamente. Entra dentro de mis funciones de Coordinador el ser curioso.<br />

—Bien, si es sólo que te aburres y quieres pasar un rato..., la verdad es que andamos siempre<br />

cortos de mano de obra. Hay muchos trabajos en curso en los Trópicos. El Canal es uno de ellos...<br />

—Pero, ¿no ha predicho la Máquina la cantidad de mano de obra disponible para el Canal..., sin<br />

contar todos los demás proyectos en curso?<br />

Ngoma se puso una mano en la nuca y echó al aire unos círculos de humo azul.<br />

—Era un poco deficiente.<br />

—¿Es a menudo deficiente?<br />

—No más de lo que es de esperar. No esperamos gran cosa de ella, Byerley. Le suministramos<br />

los datos. Tomamos los resultados. Hacemos lo que dice. Pero es sólo un expediente, un instrumento<br />

para economizar trabajo. Podríamos prescindir de ella, si fuese necesario. Quizá no tan bien. Quizá<br />

no tan rápidamente. Pero el final sería el mismo.<br />

»Aquí tenemos confianza, Byerley, y éste es el secreto. ¡Confianza! Hemos ocupado nuevas<br />

tierras que llevaban miles de años esperándonos, mientras el resto del mundo ha sido destrozado por<br />

las asquerosas experiencias de la Era Preatómica. No tenemos que comer lúpulo como en Oriente, ni<br />

tenemos que preocuparnos de los rancios desperdicios del siglo pasado, como ustedes los Nórdicos,<br />

»Hemos barrido la mosca tse-tsé y el mosquito anofeles, el pueblo ha visto que puede vivir al sol<br />

y le gusta. Hemos aclarado las selvas vírgenes y roturado el suelo; hemos encontrado carbón y<br />

petróleo en campos intactos e incontables minerales.<br />

»Retírense de aquí. Es lo único que pedimos al resto del mundo. Retírense y déjennos trabajar.<br />

—Pero el Canal —interrumpió Byerley prosaicamente— hace seis meses que hubiera debido<br />

estar terminado. ¿Qué ha ocurrido?<br />

—Perturbaciones obreras —dijo Ngoma, abriendo las manos. Buscó algo por entre los papeles<br />

que cubrían su mesa, pero renunció—. Tenía algo sobre esto por aquí —murmuró—, pero no<br />

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importa. Una vez hubo escasez de mano de obra en México por una cuestión de mujeres. No había<br />

bastantes mujeres por allí. Al parecer a nadie se le ocurrió alimentar la Máquina con datos sexuales.<br />

Hizo una pausa para echarse a reír, encantado, y prosiguió:<br />

—Espera un momento. Me parece que ya lo tengo... ¡Villafranca!<br />

—¿Villafranca?<br />

—Francisco Villafranca. Era el ingeniero encargado. Ocurrió no sé qué y hubo un corrimiento de<br />

tierras. Eso es. Eso es. No murió nadie pero el desorden fue terrible. ¡Un escándalo!<br />

—¡Oh...!<br />

—Hubo un error en sus cálculos. O por lo menos la Máquina lo dijo así. Le suministraron datos<br />

de Villafranca, suposiciones, y así. El material con que había empezado. Las respuestas fueron<br />

diferentes. Parece que las respuestas que Villafranca utilizó no tenían en cuenta el efecto de las<br />

fuertes lluvias en las cercanías de la brecha. O algo así. No soy ingeniero, ¿comprendes?...<br />

»En todo caso, Villafranca armó un lío de mil diablos. Pretendió que la respuesta de la Máquina<br />

había sido diferente la primera vez. Que había seguido a la Máquina ciegamente. ¡Y dimitió! Le<br />

ofrecimos mantenerlo..., la duda era razonable, el trabajo anterior era satisfactorio, todo aquello que<br />

se dice..., en una posición subordinada, desde luego..., estábamos obligados..., los errores no pueden<br />

pasar inadvertidos..., es malo para la disciplina... ¿Dónde estaba?<br />

—Le ofreciste conservarlo.<br />

—¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resumen, llevamos dos meses de retraso ¡No es nada, que diablos!<br />

Byerley extendió la mano y apoyó las puntas de los dedos sobre la mesa.<br />

—¿Villafranca le echó las culpas a la Máquina, verdad?<br />

—Pues..., ¿no iba a echárselas a sí mismo, verdad? Mirémoslo serenamente; la naturaleza<br />

humana es una vieja amiga nuestra. Por otra parte, recuerdo algo más ahora.... ¿Por qué diablos no<br />

podré encontrar los documentos cuando los necesito? Mi sistema de archivar no vale un pepino. Este<br />

Villafranca era miembro de una de vuestras organizaciones nórdicas. México está demasiado cerca<br />

del Norte. A esto es debido en parte la perturbación.<br />

—¿De qué organización estás hablando?<br />

—La Sociedad Humanitaria, la llaman. Villafranca solía asistir a una conferencia anual en Nueva<br />

<strong>Yo</strong>rk. Un montón de chiflados, pero inofensivos. No les gustan las Máquinas; dicen que destruyen la<br />

iniciativa personal. De manera que, como es natural, Villafranca echó la culpa a la Máquina... <strong>Yo</strong> no<br />

acabo de entenderlo tampoco. ¿Es que en Ciudad Capital parece que la raza humana esté siendo<br />

apartada de la iniciativa?<br />

Y Ciudad Capital siguió tendida bajo el glorioso y dorado sol; la más joven y moderna creación<br />

del Homo Metrópolis.<br />

La Región Europea:<br />

a) Superficie: 7.000.000 de kilómetros cuadrados.<br />

b) Población: 300.000.000 de habitantes.<br />

c) Capital: Ginebra.<br />

La Región Europea era una anomalía bajo varios conceptos. En superficie, era con mucho la<br />

menor; ni un quinto de la superficie de la Región Tropical y ni un quinto de la población de la<br />

Región Oriental. Geográficamente, tenía cierta semejanza con la Europa de la era preatómica, ya<br />

que excluía lo que había sido la Rusia europea e Islas Británicas, mientras incluía las costas<br />

Mediterráneas de África y Asia y, en un extraño salto a través del Atlántico, Argentina, Chile y el<br />

Uruguay.<br />

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No era tampoco probable que mejorase su status vis-à-vis de las demás regiones de la Tierra,<br />

excepto por el vigor que estas provincias americanas le prestaban. De todas las Regiones, era la<br />

única que mostró un franco declive de la población durante el medio siglo pasado. Sólo ella había<br />

dejado de extender seriamente sus facilidades productivas o aportar algo radicalmente nuevo a la<br />

cultura humana.<br />

—Europa —decía madame Szegeczowska, en su melodioso francés—, es esencialmente un<br />

apéndice económico de la Región Nórdica. Lo sabemos, pero no nos importa.<br />

—Y sin embargo —le hizo ver Byerley—, tienen ustedes una Máquina propia, y no están<br />

seguramente bajo una presión económica del otro lado del océano.<br />

—¡Una Máquina! ¡Bah! —encogió sus delicados hombros y dejó que una leve sonrisa se filtrase<br />

por sus labios mientras encendía un cigarrillo con sus largos dedos—. Europa es un lugar soñoliento.<br />

Y todos nuestros hombres que no consiguen emigrar al trópico están cansados y aburridos de todo<br />

esto. Usted mismo puede ver en qué consiste la tarea de Vice-coordinadora. En fin, afortunadamente<br />

no es un papel difícil, y no espera gran cosa de mí. En cuanto a Máquina..., ¿qué sabe decir fuera de<br />

«Haz esto y será mejor para ustedes»? Pero, ¿qué es lo mejor para nosotros? Pues ser un apéndice<br />

económico de la Región Nórdica...<br />

»¿Y esto es acaso tan terrible? No hay guerras. Vivimos en paz..., y es agradable después de<br />

setecientos años de guerras. Somos viejos, señor Byerley. En nuestras fronteras tenemos las que<br />

fueron cuna de las viejas civilizaciones. Tenemos Egipto y Mesopotamia; Creta y Siria; Asia Menor<br />

y Grecia. Pero los tiempos antiguos no son necesariamente unos tiempos infelices. Puede hallarse<br />

fruición...<br />

—Quizá tenga usted razón —dijo Byerley, afablemente—. Por lo menos el «tempo» de la vida no<br />

es tan intenso como en otras regiones. Es una atmósfera agradable.<br />

—¿Verdad? Van a traer el té, señor Byerley. ¿Quiere indicarme su preferencia sobre la leche y el<br />

azúcar?... Gracias.<br />

Tomó un sorbo de té con elegancia; después continuó:<br />

—Es agradable. El resto de la Tierra se ha convertido en una lucha continua. Aquí encuentro un<br />

paralelo; un paralelo interesante. Hubo un tiempo en que Roma era dueña del mundo. Había<br />

adoptado la dulzura y civilización de Grecia; una Grecia que no había estado nunca unida; que se<br />

había arruinado en la guerra y estaba languideciendo en un estado de decadente ruina. Roma la unió,<br />

aportó la paz y le permitió vivir una vida de seguridad sin gloria. Se ocupó de su filosofía y de su<br />

arte, lejos del estruendo y la agitación de la guerra. Era una especie de muerte, pero de una muerte<br />

tranquila con pequeños intervalos, unos cuatrocientos años.<br />

—Y sin embargo —interrumpió Byerley—, Roma cayó y el sueño de opio tocó a su fin.<br />

—No había ya bárbaros para derrumbar la civilización.<br />

—Nosotros podemos ser nuestros propios bárbaros, Madame Szegeczowska. ¡Ah!..., quería<br />

hablarle de una cosa. Las minas de mercurio de Almaden han disminuido considerablemente de<br />

producción. ¿El mineral no debe haber disminuido más rápidamente de lo previsto, supongo?<br />

Los pequeños ojos grises de la muchacha se fijaron en Byerley.<br />

—Los bárbaros..., la caída de la civilización..., el probable fracaso de la Máquina... El proceso de<br />

sus ideas es muy transparente, monsieur.<br />

—¿Sí? Veo que me hubiera convenido tratar con hombres, como hasta ahora, ¿Considera usted<br />

que el asunto de Almaden es culpa de la Máquina?<br />

—En absoluto, pero me parece que usted sí lo es. Usted es nativo de la Región Nórdica. La<br />

Oficina Central de Coordinación está en Nueva <strong>Yo</strong>rk. Y hace ya tiempo que he observado que<br />

ustedes, los nórdicos, carecen de fe en la Máquina.<br />

—¿Nosotros?<br />

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—Hay una Sociedad Humanitaria que tiene mucha fuerza en el Norte, pero no consigue hacer<br />

adeptos en la fatigada y vieja Europa, que sólo anhela dejar tranquila a la débil Humanidad. Con<br />

toda seguridad, es usted uno de los confiados nórdicos y no uno de los cínicos del viejo continente.<br />

—¿Tiene esto relación con Almaden?<br />

—¡Oh, sí, creo que sí! Las minas están bajo el control de «Consolidated Cinnabar», que es con<br />

toda certeza una compañía nórdica, con la oficina central en Nikolaev. Personalmente, dudo que el<br />

Consejo de Administración haya consultado para nada la Máquina. En la conferencia del mes<br />

pasado, dijeron que lo habían hecho, y desde luego, no tenemos ninguna prueba de lo contrario, pero<br />

no me atrevería a dar crédito a un nórdico en este asunto, sin ánimo de ofender, de ningún modo. Sin<br />

embargo, espero que todo acabará bien.<br />

—¿En qué sentido, mi querida madame?<br />

—Debe usted comprender que las irregularidades económicas de estos últimos meses (que, aun<br />

cuando insignificantes comparadas con las grandes tormentas del pasado, son sin embargo,<br />

perturbadoras para nuestros espíritus sedientos de paz), han causado considerables inquietudes en la<br />

provincia española. Tengo entendido que «Consolidated Cinnabar» va a vender a un grupo de<br />

españoles. Es consolador. Si somos vasallos económicos del Norte, es humillante ver el hecho<br />

proclamado con excesiva ostentación. Y se puede confiar más en nuestro pueblo para seguir los<br />

consejos de la Máquina.<br />

—¿Entonces, cree usted que no habrá más disturbios?<br />

—Estoy segura de ello... En Almaden, por lo menos.<br />

La Región Norte:<br />

a) Superficie: 27.000.000 de kilómetros cuadrados.<br />

b) Población: 800.000.000 de habitantes.<br />

c) Capital: Ottawa.<br />

La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la supremacía. La cosa quedaba bien de<br />

manifiesto en el mapa de las oficinas del Vice-coordinador de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual<br />

el Polo Norte ocupaba el centro. A excepción de Europa con sus regiones escandinavas e islándicas,<br />

toda la zona norteamericana estaba incluida en la Región Nórdica.<br />

Vagamente, podía ser dividida en dos zonas principales. A la izquierda del mapa se veía toda<br />

América del Norte por encima de Río Grande. A la derecha abarcaba todo lo que había sido un<br />

tiempo la Unión Soviética. Estas dos áreas juntas representaban el poder central del planeta durante<br />

los primeros años de la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua de la región que<br />

lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una extraña y contorsionada forma, estaban<br />

Australia y Nueva Zelanda, también miembros de las provincias de la Región.<br />

Todos los cambios sufridos durante los últimos decenios no habían alterado todavía el hecho que<br />

el Norte era el gobernante económico del planeta.<br />

Había por lo tanto, una especie de simbolismo ostentoso en el hecho que todos los mapas que<br />

Byerley había visto, sólo el de Mackenzie mostraba toda la Tierra, como si el Norte no temiese la<br />

competencia ni necesitase favoritismo para proclamar su supremacía.<br />

—Imposible —dijo tristemente Mackenzie, levantando su vaso de «whisky»—. Señor Byerley,<br />

no tiene usted entrenamiento técnico en robótica, según tengo entendido.<br />

—No, no lo tengo.<br />

—¡Humm!... Bien, es lamentable, en mi opinión, que ni Ching, ni Ngoma ni Szegeczowska lo<br />

tengan tampoco. Prevalece con exceso entre los pueblos de la Tierra la opinión que un Coordinador<br />

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tiene que ser simplemente un organizador capaz de conocimientos generalizados y una persona<br />

amable. En nuestros días deberían entender en robótica también..., sin propósito de ofensa...<br />

—No la hay. Estoy de acuerdo con usted.<br />

—Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya; que le preocupan las recientes pequeñas<br />

perturbaciones que se han producido en la economía mundial. No sé de quién sospecha, pero ha<br />

ocurrido ya en el pasado que el pueblo, que debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se<br />

alimenta la Máquina con falsos datos.<br />

—¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?<br />

—Pues... —dijo el escocés moviéndose y suspirando—, todo dato recogido pasa por un<br />

complicado sistema de pantallas que comporta un control a la vez humano y mecánico, de manera<br />

que el problema no es probable que se suscite. Pero dejemos esto. Los humanos pueden equivocarse,<br />

son corruptibles, y los dispositivos mecánicos ordinarios son susceptibles de fallo mecánico.<br />

»El punto crucial del asunto es que lo que llamamos un «dato erróneo» es incompatible con todos<br />

los demás datos conocidos. Es el único criterio que tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es<br />

igualmente el de la Máquina. Ordénele, por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la base de<br />

una temperatura media en julio, en Iowa, de 14° C. No lo aceptará. No dará respuesta. No porque<br />

tenga prejuicio alguno contra esta determinada temperatura ni pueda dejar de contestar, sino porque,<br />

a la luz de los demás datos que se le han dado a través de un cierto número de años, sabe que las<br />

probabilidades de una temperatura media de 14° C. en Iowa, en julio, son prácticamente nulas.<br />

Rechaza el dato.<br />

»La única forma como un «falso dato» puede ser insertado en la Máquina es incluyéndolo como<br />

parte de un todo consistente, pero de una falsedad demasiado sutil para que la máquina pueda<br />

destacarlo, o sobre el cual la Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la capacidad<br />

humana, la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello a medida que la experiencia<br />

de la Máquina aumenta con la segunda.<br />

Stephen Byerley se apretó la nariz con los dedos.<br />

—¿Entonces la Máquina no puede ser inducida a error? ¿Cómo explica usted los que se han<br />

cometido recientemente, en este caso?<br />

—Mi querido Byerley, veo que sigue usted instintivamente el gran error respecto a que la<br />

Máquina..., lo sabe todo. Déjeme usted que le cite un ejemplo de mi experiencia personal. La<br />

industria algodonera alquila compradores experimentados que compran el algodón. Su procedimiento<br />

es arrancar un puñado de algodón de una de las pacas al azar. Lo miran, lo tocan,<br />

comprueban su resistencia, escuchan su crujido, se lo llevan a la lengua, y por este procedimiento<br />

determinan la categoría de algodón que contienen las pacas. Hay una docena de ellas. Como<br />

resultado de su decisión, las compras se hacen a unos determinados precios, las mezclas se hacen a<br />

unas determinadas proporciones. Ahora bien, estos compradores no pueden ser substituidos por la<br />

Máquina.<br />

—¿Por qué no? Seguramente los datos pertinentes no son demasiado complicados para ella...<br />

—Probablemente no. Pero, ¿a qué dato se refiere usted? No hay ningún químico textil que sepa<br />

exactamente qué es lo que comprueba cuando maneja un puñado de algodón. Probablemente la<br />

longitud media de la fibra, su tacto, la extensión y naturaleza de su viscosidad, la forma como se<br />

pegan y así sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente pesadas, fruto de<br />

años de experiencia. Pero la naturaleza cuantitativa de esta prueba no es conocida; incluso la<br />

verdadera naturaleza de algunas de ellas, no lo es tampoco. De manera que no tenemos nada con que<br />

alimentar la Máquina. Así ni los mismos compradores pueden explicar su juicio. Sólo pueden decir:<br />

«Bien, mírelo. No se puede decir sí es tal o cual clase».<br />

—Comprendo...<br />

—Hay innumerables casos como este. La Máquina no es más que una herramienta, al fin y al<br />

cabo, que puede contribuir al progreso humano encargándose de una parte de los cálculos e<br />

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interpretaciones. La tarea del cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de descubrir<br />

nuevos datos para ser analizados e inventar nuevas fórmulas para ser probadas. Es una lástima que la<br />

Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.<br />

—¿Están contra la Máquina?<br />

—Hubieran estado contra las matemáticas o contra el arte de escribir si hubiesen vivido en el<br />

tiempo adecuado. Estos reaccionarios de la Sociedad pretenden que la Máquina priva al hombre de<br />

su alma. He observado que hombres perfectamente capaces están todavía llenos de prejuicios en<br />

nuestra sociedad; necesitamos todavía el hombre que sea suficientemente inteligente para pensar en<br />

las preguntas adecuadas. Quizá si pudiésemos encontrar un número suficiente de ellos, estas<br />

perturbaciones que le preocupan, Coordinador, no se producirían.<br />

Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antártica):<br />

a) Superficie: 75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie terrestre).<br />

b) Población: 3.300.000.000 de habitantes.<br />

c) Capital: Nueva <strong>Yo</strong>rk.<br />

El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo. El Coordinador estaba de humor<br />

sombrío, amoldándose al fuego.<br />

—Todos disminuyen la gravedad de la situación —dijo en voz baja—. ¿No es fácil creer que se<br />

han reído de mí? Y sin embargo... Vincent Silver dice que la Máquina no puede estropearse y tengo<br />

que creerle. Hiram Mackenzie dice que no pueden ser alimentadas con falsos datos y tengo que<br />

creerle. Pero las máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y esto tengo que creerlo<br />

también, de manera que..., sólo queda una alternativa.<br />

Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los ojos cerrados, parecía dormir.<br />

—¿Cuál es? —preguntó sin embargo al instante.<br />

—Que le han dado los datos correctos y la Máquina ha dado las respuestas correctas, pero no han<br />

sido cumplidas. No hay manera en que la máquina obligue a seguir sus dictados.<br />

—Madame Szegeczowska insinuó algo parecido, refiriéndose a los nórdicos en general, me<br />

parece. ¿Y qué propósito se busca desobedeciendo a la Máquina? Vamos a estudiar los motivos.<br />

—A mí me parece obvio, y debe parecérselo también a usted. Es cuestión de sacudir la nave,<br />

deliberadamente. Mientras la Máquina gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra<br />

en el cual un grupo pueda apoderarse de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga ser su<br />

propio bien, a pesar de perjudicar la Humanidad como un todo. Sí la fe popular en las máquinas<br />

pudiese ser destruida hasta el punto que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva.<br />

Y no hay ninguna de las cuatro Regiones que pueda quedar libre de la sospecha de buscar<br />

precisamente esto.<br />

»Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro de sus fronteras, y los Trópicos, más de la mitad<br />

de los recursos de la Tierra. Ambos pueden considerarse como los gobernantes naturales de toda la<br />

Tierra, y ambos se sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite contra esta<br />

implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por otra parte. En otros tiempos<br />

gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente adhesivo como el recuerdo del poder.<br />

»Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de creer. Tanto el Este como los Trópicos<br />

están en un estado de enorme expansión dentro de sus fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les<br />

pueden quedar energías para aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es una<br />

cifra, militarmente hablando.<br />

—Así, Stephen —dijo Susan—, ¿deja usted el Norte?<br />

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—Sí —respondió Byerley enérgicamente—. Sí. El Norte es el más fuerte, como lo ha sido desde<br />

hace un siglo, o por lo menos sus componentes. Pero ahora decae, relativamente. Por primera vez<br />

desde los faraones, las regiones Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de la civilización y hay<br />

nórdicos que lo temen.<br />

—En una palabra, son exactamente aquellos hombres que, negándose conjuntamente a aceptar las<br />

decisiones de la Máquina, pueden, en breve plazo, volver el mundo boca abajo...; éstos son los que<br />

pertenecen a la Sociedad.<br />

—Susan, esto es consistente. Cinco de los Directores de la World Steel son miembros de ella, y la<br />

World Steel sufre de una superproducción. La Consolidated Cinnabar, que explota las minas de<br />

mercurio de Almaden, era una sociedad Nórdica. Sus libros están todavía siendo examinados, pero<br />

uno, por lo menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que retrasó las obras del<br />

Canal de México dos meses, era miembro, lo sabemos ya, lo mismo que Rama Vrasayana; no me<br />

sorprendió en absoluto descubrirlo.<br />

—Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo han estropeado todo... —dijo Susan pausadamente.<br />

—¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la Máquina es seguir el sendero del error. Los<br />

resultados son peores de lo que podrían ser. Es el precio que pagan. De momento lo verán<br />

vagamente, pero en la confusión que tarde o temprano surgirá...<br />

—¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?<br />

—Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy a declarar la Sociedad fuera de la ley y todos<br />

sus miembros serán destituidos de cualquier cargo de responsabilidad que ocupen. Y todos los<br />

puestos ejecutivos con solicitantes que firmen un juramento de no-adhesión a la Sociedad. Esta<br />

representará una cierta infracción a las libertades cívicas básicas, pero estoy seguro que el Congreso...<br />

—¡No servirá de nada!<br />

—¡Eh! ¿Por qué?<br />

—Representaría una predicción. Si intenta usted una cosa así, encontrará obstáculos a cada paso.<br />

Lo encontrará imposible de llevar adelante. Verá usted que cada movimiento en este sentido será<br />

origen de perturbaciones.<br />

—¿Por qué dice usted esto? —preguntó Byerley, atónito—. Esperaba, al contrario, su aprobación<br />

en esta materia...<br />

—No podrá usted conseguirla mientras sus acciones estén basadas en falsas premisas. Admite<br />

usted que la Máquina no puede equivocarse, y no puede ser alimentada con falsos datos. Le<br />

demostraré que no puede ser desobedecida tampoco, como creé usted que lo está siendo por la<br />

Sociedad.<br />

—Esto..., no consigo verlo.<br />

—Pues escuche. Toda acción realizada por un dirigente que no siga las exactas instrucciones de<br />

la Máquina con la cual trabaja, se convierte en parte de un dato para el siguiente problema. La<br />

Máquina, por consiguiente, sabe que el dirigente tiene una cierta tendencia a desobedecer. Puede<br />

incorporarse esta tendencia a los datos, incluso cuantitativamente, es decir, juzgando exactamente<br />

qué cantidad y en qué dirección la desobediencia se producirá. Sus siguientes respuestas serán<br />

suficientemente elusivas en forma que, después de la desobediencia del jefe, vea sus respuestas<br />

automáticamente corregidas en la buena dirección. ¡La Máquina sabe, Stephen!<br />

—No puede usted estar segura de todo esto. Son simples suposiciones.<br />

—Es una suposición basada en la experiencia de toda una vida entre robots. Hará usted bien en<br />

confiar en esta suposición, Stephen.<br />

—Pero, en este caso, ¿que queda? Las Máquinas están en orden y las premisas sobre las cuales<br />

trabajan son correctas. Sobre esto nos hemos puesto de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser<br />

desobedecida. Entonces..., ¿qué ocurre?<br />

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—Usted mismo se ha contestado. ¡Nada está mal! Piense en las máquinas un momento, Stephen.<br />

Son robots y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas trabajan, no para un solo individuo, sino<br />

para toda la Humanidad, de manera que la Primera Ley se convierte en: «Ninguna Máquina puede<br />

dañar la Humanidad; o, por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño.»<br />

»Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la Humanidad? ¡El desequilibrio económico,<br />

principalmente, cualquiera que sea la causa! ¿No cree usted?<br />

—Sí, lo creo.<br />

—¿Y qué es lo más probable que produzca desequilibrios económicos en el futuro? Conteste a<br />

esto, Stephen.<br />

—<strong>Yo</strong> diría —respondió Byerley, a regañadientes—, la destrucción de las Máquinas. Y así lo<br />

digo, y así lo dirían las Máquinas también. Su primer cuidado, por consiguiente, es conservarse para<br />

nosotros. Y así siguen tranquilamente evitando los únicos elementos amenazadores que quedan. No<br />

es la Sociedad Humanitaria la que sacude la nave a fin que las Máquinas sean destruidas; sólo ha<br />

visto usted el reverso de la medalla. Diga más bien que son las Máquinas las que están sacudiendo la<br />

nave..., muy ligeramente..., lo suficiente para liberarse de los pocos que se agarran a ella con el<br />

propósito que las Máquinas sean consideradas nocivas para la Humanidad.<br />

»Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra un empleo donde no puede hacer daño; no queda<br />

seriamente perjudicado, no es incapaz de ganarse la vida, porque la Máquina no puede dañar un ser<br />

humano más que mínimamente, y esto sólo para salvar un mayor número. La Consolidated Cinnabar<br />

pierde el control de Almaden; Villafranca no es ya el ingeniero civil al frente de un importante<br />

proyecto. Y los directores de la World Steel pierden su presa sobre la industria..., o la perderán.<br />

»Pero es imposible que sepa usted todo esto... —insistió Byerley distraídamente—. ¿Cómo<br />

podemos correr el riesgo en caso que no tenga usted razón?<br />

—Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta de la Máquina cuando le sometió la pregunta?<br />

«El caso no admite explicación». La Máquina no dijo que no hubiese explicación, ni que no pudiese<br />

determinarla. Dijo sólo que no admitía explicación. En otras palabras, «sería perjudicial para la<br />

Humanidad tener la explicación de lo ocurrido», y por esto sólo podemos hacer suposiciones..., y<br />

seguir suponiendo.<br />

—Pero, ¿cómo puede la explicación sernos perjudicial? Supongamos que tenga usted razón,<br />

Susan.<br />

—Pues Stephen, si tengo razón, significa que la Máquina está conduciendo nuestro futuro no<br />

única y simplemente como una respuesta directa a nuestras preguntas directas, sino como respuesta<br />

general a la situación del mundo y a la sicología humana como un todo. Y sabe que nos puede hacer<br />

desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina no puede, no debe, hacernos desgraciados.<br />

»Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que consolidará el bien final de la Humanidad? No tenemos<br />

a nuestra disposición los infinitos factores que la Máquina tiene a la suya. Quizá, para darle un<br />

ejemplo incierto, toda nuestra civilización técnica ha creado más infelicidad y miseria de la que ha<br />

suprimido. Quizá la civilización agraria o pastoral, con menos cultura y menos gente, sería mejor.<br />

En este caso, las Máquinas deben orientarse en esta dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que<br />

en nuestros ignorantes prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es<br />

bueno..., y lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa, una sociedad<br />

totalmente desprovista de castas, o una completa anarquía, sea la respuesta adecuada. No lo<br />

sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan hacia ello, llevándonos consigo.<br />

—Pero está usted diciéndome, Susan, que la Sociedad Humanitaria tiene razón; que la<br />

Humanidad ha perdido su derecho de voto en el futuro...<br />

—No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo siempre a la voluntad de unas fuerzas económicas y<br />

sociológicas que no entendía, de los caprichos del clima y de los azares de la guerra. Ahora las<br />

Máquinas las entienden; y nadie puede detenerlas, ya que las máquinas los dominarían como<br />

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dominan la Sociedad..., poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su disposición, el absoluto<br />

control de nuestra economía.<br />

—¡Qué horrible!<br />

—Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en todos los tiempos los conflictos han<br />

sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a partir de ahora serán inevitables!<br />

Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo para indicar donde había<br />

estado.<br />

* * *<br />

—Y eso es todo —dijo la doctora Calvin, levantándose—. Lo he vivido desde el principio,<br />

cuando los robots no podían hablar, hasta el final, cuando se interpusieron entre la Humanidad y la<br />

destrucción. No veré ya nada más. Usted verá lo que viene ahora...<br />

No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió el mes pasado a la edad de ochenta y dos años.<br />

AUTORIZACIONES<br />

Robbie. — Robbie. [vt “Strange Playfellow”] © 1940 Fictioneers, Inc.; © 1968 by <strong>Isaac</strong><br />

<strong>Asimov</strong>.<br />

Sentido Giratorio. — Runaround. © 1942 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1970 by<br />

<strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong>.<br />

Razón. — Reason. © 1941 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1969 by <strong>Isaac</strong> <strong>Asimov</strong>.<br />

Atrápame esta Liebre. — Catch That Rabbit. © 1944 by Street and Smith Publications, Inc.<br />

¡Embustero! — Liar! © 1941 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1969 by <strong>Isaac</strong><br />

<strong>Asimov</strong>.<br />

El <strong>Robot</strong> Perdido. — Little Lost <strong>Robot</strong>. © 1947 by Street and Smith Publications, Inc.<br />

¡La Fuga! — Escape! © 1945 by Street and Smith Publications, Inc.<br />

La Prueba. — Evidence. © 1946 by Street and Smith Publications, Inc.<br />

El Conflicto Inevitable. — The Evitable Conflict. © <strong>1950</strong> by Street and Smith Publications,<br />

Inc.<br />

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