LOS FUNDAMENTOS: RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

PRIMERA �POCA

FIDELIDAD A LA REVELACI�N

DESDE 1450 HASTA LA ILUSTRACI�N

 

Per�odo primero (1450-1517)

 

LOS FUNDAMENTOS: RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

 

� 74. SITUACI�N POL�TICA Y SOCIAL ANTES DE LA REFORMA

 

1. El marco pol�tico de una �poca no es un mero ropaje externo de la vida interior, sino que ejerce sobre ella un influjo directo e importante; es, en suma, una parte de ella.

 

2. La caracter�stica m�s importante de la situaci�n pol�tica general anterior a la Reforma ya nos es conocida desde la baja Edad Media: A una con la p�rdida de importancia del Imperio, en el que se registr� una progresiva descentralizaci�n, surgieron en el Occidente, por encima de la multitud de peque�as unidades pol�ticas, grandes estados mon�rquicos gobernados de forma centralista. A los ya existentes se sum� en seguida la creciente gran potencia de Espa�a, a ra�z de la uni�n de Arag�n y Castilla por el matrimonio de Fernando e Isabel en 1469 (los �Reyes Cat�licos�). Estos monarcas consiguieron expulsar definitivamente a los moros de la pen�nsula Ib�rica: en 1492 cay� Granada. El mismo a�o Crist�bal Col�n tom� posesi�n del �Nuevo Mundo� en nombre de Espa�a. La lucha secular contra los moros coloc� a este pa�s en una situaci�n de vanguardia y le infundi� esp�ritu combatiente. As� se comprende su fuerte conciencia eclesial y su entrega sacrificada a la empresa nacional (cf. � 78).

 

3. En cambio, ni Alemania ni Italia consiguieron concentrar sus fuerzas para alcanzar una verdadera unidad.

 

a) Italia padeci� en su suelo constantes luchas fratricidas y sucesivas dominaciones extranjeras. Tras el retroceso del imperio, se formaron m�ltiples ciudades-estado, las m�s importantes de las cuales fueron G�nova, Mil�n (bajo el gobierno de los Sforza), Ferrara (bajo los de Este), Mantua (bajo los Gonzaga) y sobre todo Venecia y Florencia (bajo los M�dici). En el centro de Italia, el papa Alejandro VI (1492-1503) y despu�s (tras las peligrosas empresas acometidas por su hijo C�sar Borja) sobre todo Julio II (1503-1513) lograron convertir los Estados de la Iglesia en una verdadera potencia pol�tica. Julio II logr� someter a los inquietos y ambiciosos barones de Roma y expulsar de Italia a los franceses con ayuda de la �Santa Liga�. A prop�sito de esto, a punto estuvo de producirse un cisma por la intervenci�n de Luis XII: el concilio de Mil�n-Pisa (1511), al que Julio II respondi� convocando el quinto Concilio Lateranense (1512-1517). Este concilio fue completamente incapaz de dar soluci�n a la tarea que le hab�a sido encomendada: la reforma de la Iglesia.

 

b) En Alemania persisti� la gran divisi�n pol�tica que ya hab�a imperado en toda su historia anterior: el emperador y el imperio por un lado y los territorios por otro. Pero tambi�n sigui� manteni�ndose la m�ltiple desuni�n de los territorios entre s�. El poder del emperador y del imperio se basaba, como antes, m�s en la pura idea que en derechos expresos y bases reales. De todas formas, aun en esta �poca tard�a, el emperador sigui� siendo (idealmente) la cabeza temporal de toda la cristiandad.

 

El emperador �que desde 1437 perteneci� a la casa de los Habsburgo� s�lo pudo sostenerse consolidando el poder de su propia casa. Y esto lo consiguieron los Habsburgo mediante una acertada pol�tica matrimonial.

 

Federico III (1439-1493) fue el �ltimo emperador coronado en Roma. Su hijo Maximiliano (1493-1519) se esforz�, por desgracia in�tilmente, por llevar a cabo una reforma del imperio (ap. II, 2). Su matrimonio con Mar�a, heredera de Borgo�a (1477), y el de su hijo Felipe con la futura heredera de Espa�a fueron la base del poder universal de los Habsburgo. Junto a los Electores, adquiri� gran influencia en el imperio el ducado de Baviera. El desgarramiento de la situaci�n pol�tica y eclesi�stica dio lugar a que apareciesen sucesivos escritos de protesta (gravamina) y proyectos de reforma. Desde las propuestas hechas por la naci�n alemana en el Concilio de Constanza (� 66, 3), no cesaron un solo momento las llamadas a la reforma. En ellas se reclamaba a la par la reforma de la Iglesia y la reforma del Imperio. Pero tales llamadas a la reforma no adquirieron importancia decisiva para la historia de la Iglesia hasta la aparici�n de Lutero. (Por primera vez en Augsburgo en 1518; all� se repitieron las viejas acusaciones contra las exacciones fiscales por parte de Roma; lo nuevo fue que los estados o estamentos, de acuerdo con la revoluci�n social en ciernes, apelaron a la opini�n p�blica).

 

c) En Francia, la monarqu�a se consolid�. Luis XI (1461-1483) quebrant� definitivamente el poder de los grandes vasallos y su hijo Carlos VIII continu� esa pol�tica (1483-1489). Incluso lleg� a trasladarse a Italia para defender sus dudosos derechos sobre N�poles. Hizo tambi�n planes para restaurar el Imperio bizantino. Pero poco despu�s de la conquista de N�poles se ve obligado a retroceder a causa de una coalici�n del emperador con las potencias (sobre todo) italianas.

 

d) En Inglaterra, el t�rmino de las disputas por el trono (guerras de las rosas) llev� igualmente al reforzamiento de la posici�n del rey.

 

Enrique VII (1485-1509) pudo reinar de manera casi absoluta; su influjo sobre la Iglesia de Inglaterra fue muy grande.

 

4. El desarrollo social lo llevaron adelante en primer t�rmino las ciudades. Su forma de vida tan peculiar y pujante y su creciente poder pol�tico, pronto tan importante, influyeron en buena medida en el nacimiento y el triunfo de la moderna cultura laica. Sobre su suelo se desarroll� la moderna econom�a del dinero y, muy pronto, el puro negocio monetario del primitivo capitalismo, del incipiente gran capital y de la econom�a monopolizada (los Fugger, los Welser, los M�dici, la Curia).

 

El campo qued� empobrecido y descontento. Esto vale tanto para los caballeros venidos a menos (caballeros-bandidos)[1] como para los campesinos, explotados de mil maneras (la figura del campesino �bobo� aparece constantemente en la literatura de entonces). Unos y otros constituyeron un terreno abonado para las corrientes revolucionarias en el �mbito pol�tico, eclesi�stico, social y religioso. Por ello, unos y otros tuvieron tambi�n gran importancia como precursores de la Reforma y primeros propagadores de la misma (Sickingen; Hutten; movimientos socialistas de las sectas; iluminismo; guerra de los campesinos).

 

� 75. SITUACI�N RELIGIOSA Y ECLESI�STICA ANTES DE LA REFORMA

 

I. EL PAPADO

 

1. El gran movimiento intraeclesial contra el papado durante la baja Edad Media, que hab�a tenido su expresi�n en la idea conciliarista y en los concilios reformadores de signo democr�tico y nacional (Constanza, Basilea, cf. � 66), se derrumb� sin conseguir resultados duraderos para la Iglesia. El fruto lo hab�an cosechado los pr�ncipes en sus concordatos con Roma (para Alemania, despu�s de los concordatos con los pr�ncipes de 1447, fue decisivo el Concordato de Viena de 1448). Pero tambi�n el papado hab�a acrecentado su poder. Es cierto que su fortalecimiento fue casi exclusivamente de �ndole econ�mica y pol�tica, no religiosa. Pues debido a su dedicaci�n (iniciada justamente entonces) a la cultura mundana del Renacimiento, surgi� una profunda escisi�n entre la idea religiosa del ministerio de Pedro y su realizaci�n concreta. Ello supuso un grave debilitamiento en el seno de la Iglesia, al cual tambi�n contribuy� el creciente supercurialismo, que convirti� al papa en sujeto jur�dicamente ilimitado de la plena soberan�a, de modo que quedaba enteramente al arbitrio del papa el impartir privilegios y castigos, as� como el retirarlos. Inocencio IV hab�a tenido, por ejemplo, la pretensi�n de dispensar hasta de los preceptos evang�licos por simple derecho positivo, sin aducir siquiera razones para ello.

 

Ya hac�a tiempo que entre los canonistas se hab�a creado una fuerte corriente de oposici�n a semejante abuso de la plenitudo potestatis. Lo que los canonistas intentaban era limitar el poder papal sujet�ndolo a principios �ticos. Exig�an que todas las decisiones se tomaran con justicia y que todos los juicios y las concesiones de ministerios se orientasen al bien com�n y a la utilidad espiritual de todos. De este modo, hacia fines de la Edad Media, la Iglesia se vio tambi�n debilitada por una profunda divisi�n entre las pretensiones pontificias y la opini�n predominante de los canonistas.

 

En general, el papado fue convirti�ndose m�s y m�s en una sucesi�n de dinast�as principescas, que m�s que nada se preocupaban de los Estados de la Iglesia y de su propia familia.

 

2. Adem�s, la idea conciliarista, que hab�a sido rechazada en 1460 (por el papa P�o II, su antiguo defensor)[2], no hab�a muerto a�n. Esta idea no s�lo origin� nuevos movimientos pol�ticos en Francia, sino que tambi�n pervivi� en Alemania, aunque all� los pr�ncipes, en beneficio de las propias iglesias territoriales (� 78), no permitieron su realizaci�n. De suyo, esta idea no pod�a desaparecer en absoluto. La tremenda experiencia del desgarramiento causado por los papas en el propio papado y en la firme estructura de la Iglesia durante el Cisma de Occidente no pod�a borrarse sino muy lentamente de la conciencia popular. Por otra parte, el recuerdo de esta experiencia se ve�a constantemente refrescado porque la reforma no se efectuaba. Bien se puso esto de manifiesto en tiempos de la Reforma de Lutero: su proclama dio a esta idea un nuevo y tremendo impulso, dot�ndola de un sustrato religioso e imprimi�ndole un giro revolucionario y radical.

 

3. El resultado global de la evoluci�n de la baja Edad Media no fue, por tanto, un robustecimiento del papado y su idea, sino su oscurecimiento generalizado. La idea del papado como instituci�n religiosa �nica, incomparable e intangible, la idea de lo �cat�lico� como algo vinculante objetivamente y en conciencia, que por naturaleza est� por encima de toda cr�tica y reacci�n, qued� peligrosamente debilitada. Precisamente este debilitamiento, consciente en la mayor�a de los pueblos y de sus dirigentes espirituales y temporales, hizo posible la Reforma.

 

La falta de claridad teol�gica, que ya hemos registrado en lo refe�rente a la idea del papado y de la Iglesia, se convirti� en una caracter�stica general de la situaci�n gracias a la teolog�a de Ockham y al ockhamismo, a las discusiones teol�gicas perif�ricas, a la teolog�a pr�ctica de las administraciones episcopales y pontificias y a la vida nada edificante de muchos miembros del clero (cf. la doctrina de la justificaci�n; la teolog�a no sacramental; las indulgencias [�� 73, 76]). Esta verdadera �confusi�n de ideas� (de la que se lament� el Concilio de Trento) alcanz� un grado que hoy resulta poco menos que incre�ble para los cat�licos posteriores al Concilio Vaticano.

 

4. Volveremos a tropezamos repetidas veces con el funesto papel desempe�ado por la curia en la preparaci�n de la Reforma. Debemos citar aqu� nuevamente la explotaci�n financiera de la Iglesia ejercida por Roma. Y por �Iglesia� entendemos aqu� especialmente la Iglesia alemana, puesto que las Iglesias espa�ola, francesa e inglesa estaban casi por completo en manos de sus gobernantes.

 

De los alemanes de aquel tiempo podemos constatar frecuent�simos reproches de �explotaci�n financiera� por parte de Roma, pero la justicia, a su vez, nos exige afirmar que muchas veces las inculpaciones fueron desmedidamente exageradas. Por otra parte, esos t�rminos deben llenarse de su verdadero contenido. El solo ejemplo del arzobispado de Maguncia, que por sus relaciones comerciales con la curia y por el caso de Tetzel tuvo que ver directamente (y de forma tan funesta) con el comienzo de la Reforma, prohibe cualquier trivializaci�n. La archidi�cesis de Maguncia tuvo que pagar por tres veces a Roma durante el decenio de 1504 a 1514, por el simple motivo del nombramiento de su arzobispo, la cantidad de 10.000 florines en concepto de derechos de confirmaci�n y casi otro tanto por los derechos de palio. Ciertamente hay que tener en cuenta la venalidad generalizada imperante en aquel tiempo (por ejemplo, la corrupci�n de los pr�ncipes), pero esto, naturalmente, no supone un verdadero descargo desde una perspectiva religioso-cristiana en general ni para una valoraci�n del papado en particular.

 

II. OBISPOS, CABILDOS, CLERO

 

1. No solamente las sedes episcopales, tambi�n los altos cargos eclesi�sticos en general estaban, casi sin excepci�n, en manos de la nobleza. Los nobles, que practicaban un verdadero comercio con los cabildos aristocr�ticos para adue�arse de los cargos que ambicionaban, en la mayor�a de los casos consideraban el cargo de obispo como simple medio para llevar una vida despreocupada y regalada. La Iglesia era inmensamente rica, de ah� que todos se cebaran en ella. Los pastores no apacentaban la grey, sino a s� mismos. Los can�nigos eran �hidalgos de Dios�, y los cabildos, �hospicios de la aristocracia�. Los cl�rigos poco o nada sab�an de teolog�a y celebraban misa raramente o nunca. Algunos de ellos comulgaban, por ejemplo, s�lo el Jueves Santo, como los laicos.

 

Nadie se preocupaba de la formaci�n de los futuros sacerdotes. Muchos cl�rigos viv�an no s�lo disipada, sino inmoralmente.

 

a) Los efectos de estos abusos se agravaron notablemente con la posibilidad de la acumulaci�n de cargos, que jur�dicamente no fue atajada hasta Trento y, en la pr�ctica, hasta la secularizaci�n.

 

Fatalmente, a los deseos mundanos y hedonistas de los can�nigos arist�cratas se sum� el concepto de la vida de la curia renacentista. Incluso un buen pont�fice de la �poca renacentista, como P�o II, aprob� la transmisi�n de ese monopolio de la nobleza como algo digno de alabanza. �Funesta ceguera! De entre todos los abusos, se alababa el que m�s habr�a de allanar luego el camino a la difusi�n del levantamiento contra la Iglesia. La avalancha reformadora encontr� asentados en las sedes episcopales y en los cabildos a soberanos e hijos de la nobleza incapaces de oponer todo tipo de resistencia religiosa. Sus ideas eran en muchos aspectos las mismas que las de sus parientes, que ocupaban los tronos de los principados y, despu�s, har�an triunfar la Reforma (cuius regio...); todos ellos vislumbraron en la seria predicaci�n de Lutero (�contra lo que �l pretend�a!) lo que andaban buscando: un menor rigorismo moral. Y viceversa: esta descomposici�n interna hizo tambi�n que el pueblo, descontento, se separara m�s f�cilmente de tal autoridad espiritual tan poco espiritual.

 

b) Todo esto no era, en el cuadro total, una excepci�n, sino la regla general: chocante y llamativo contraste con la idea religiosa y apost�lica del ministerio eclesi�stico, y tambi�n una peligrosa socavaci�n de la Iglesia de dentro afuera. No hay organismo que pueda resistir a la larga la carga de deficiencias tan radicales y generalizadas, tan en contradicci�n con su propia esencia. Por fuerza tiene que sucumbir. As�, la descomposici�n interna tuvo repercusiones devastadoras no s�lo en el bajo clero, sino tambi�n en el pueblo y en sus ideas sobre la esencia de la Iglesia y del estamento clerical. A esto se a�adi� una gran exasperaci�n contra tales explotadores y sibaritas. Las consecuencias de todo ello se hicieron notar terriblemente en los tres campos cuando sobrevino la apostas�a de la Reforma. Harto significativo es el hecho de que se tuvo que obligar a los cl�rigos beneficiados �a menudo en vano� a observar la residencia (bien en el lugar del beneficio, bien en la escuela correspondiente).

 

c) Las quejas contra estas anomal�as generales no provinieron solamente de los enemigos de la Iglesia, como, por ejemplo, los sarc�sticos humanistas, para los que nada era sagrado (cf. � 76), sino tambi�n de aut�nticos hombres de Iglesia, de los que no falt� en la Iglesia en aquel entonces un peque�o pero escogido grupo. Podemos mencionar, por ejemplo, al obispo de Chiemsee Berthold Pirstinger (1465-1543) y a los estrasburgueses Geiler von Kaisersberg (1445-1510) y Thomas Murner (1469-1537). Pero para la mayor�a de ellos vale la apreciaci�n de Johannes Winpfeling: �En cien a�os jam�s se ha visto ni o�do que un obispo haya emprendido una sola acci�n espiritual�. En Estrasburgo, efectivamente, se hab�an extraviado las insignias episcopales. Gian Francesco della Mirandola, sobrino del gran humanista, hizo llegar al papa Le�n X, poco antes de la clausura del quinto Concilio de Letr�n (1517), una descripci�n sencillamente desconsoladora de la situaci�n. Los muchos proyectos de reforma eclesi�stica, en parte procedentes de los organismos oficiales, desde finales del siglo XV hasta la s�ptima d�cada del siglo XVI, hablan este mismo lenguaje, estremecedor en el sentido propio de la palabra (cf. Adriano VI e Ignacio de Loyola, � 88).

 

A pesar de los m�ritos que sin duda podr�an presentar muchos obispos, es raro el caso en que se pueda mencionar algo de su actividad que pudiera haber resultado estimulante y fecundo en el campo religioso. Se da uno por contento cuando entre los representantes del estamento episcopal constata una correcci�n simp�tica y meritoria, aun cuando propiamente sea negativa.

 

2. En el bajo clero esta evoluci�n acab� igualmente socavando la idea del sacerdocio y de la pastoral; s�lo que tal resultado no fue debido a la riqueza, sino a la situaci�n de indigencia en que viv�a dicho clero. Surgi� una especie de proletariado clerical: sacerdotes sin base moral, sin vocaci�n, sin ciencia, sin dignidad, que viv�an en la holgazaner�a y el concubinato, cuya actividad pastoral se limitaba a decir la misa y que eran objeto del desprecio y la burla del pueblo[3]. Una evoluci�n, pues, que por ambas partes deb�a desembocar en una revoluci�n; m�s en concreto, en la Reforma.

 

Aun cuando la cr�tica de los humanistas a la incultura de los monjes y del bajo clero no resulte convincente por s� sola, el tema merece una investigaci�n rigurosa.

 

a) Nos faltan datos firmes para determinar el tipo y el grado de formaci�n que recib�a la gran mayor�a de los sacerdotes de la �poca anterior a la Reforma. Bas�ndonos en diversos detalles[4] podemos deducir con bastante verosimilitud que para muchos la formaci�n apenas iba m�s all� de la instrucci�n religiosa rudimentaria de cualquier fiel y de lo imprescindible para ejecutar las ceremonias de la misa y de los sacramentos. Pod�a darse el caso de que un sacrist�n sin mayores estudios fuera ordenado y colocado en el puesto de su anterior p�rroco. Y de ah� surgen ahora cuestiones de mayor alcance: �Qu� era la celebraci�n de la misa para estos sacerdotes? �Y qu� la absoluci�n? �Sab�a cada sacerdote el lat�n suficiente para poder leer los modelos de sermones o los libros de espiritualidad, todos ellos escritos en lat�n, de manera que fueran �tiles para �l y para los dem�s? Seguramente hab�a algunos que s�, pues de lo contrario los sermonarios y la Biblia no se habr�an editado en lat�n. Es cierto que las ediciones no eran cuantiosas, pero su n�mero es significativo. Semejantes datos suavizan las dificultades apuntadas, pero no las eliminan. Ante la gran masa de los sacerdotes, odr�amos preguntarnos con la Biblia sed haec quid sunt inter tantos (Jn 6,9). Y cuando, m�s tarde, la nueva formaci�n, a base de un cultivo intensivo de la Biblia y de una teolog�a extra�da de ella, trajo al pueblo y a los soberanos las tesis de los reformadores sobre la fe, se demostr� que aquella debilidad era mortal, aun en aquellos casos en que se puede dar fe del celo pastoral del clero parroquial.

 

b) Las causas de que se formase este proletariado clerical son las siguientes: 1) El excesivo n�mero de cl�rigos[5]. Tal exceso de cl�rigos se deb�a a que la prebenda hab�a llegado a ser lo m�s importante del cargo eclesi�stico (cf., por ejemplo, el comercio, incluso simon�aco, de los cargos eclesi�sticos en la curia pontificia). Luego, como consecuencia del incremento de la piedad popular, estas prebendas se multiplicaron y gran n�mero de hijos de sacerdotes las reclamaron. 2) La falta de cuidado de los obispos en la elecci�n y ordenaci�n de los candidatos al sacerdocio. 3) Por la acumulaci�n de varias prebendas en una sola mano, muchas veces la cura de almas se confi�, lamentablemente, a sustitutos pagados. Con la Reforma cayeron algunas barreras. La ocasi�n fue propicia para quitarse sin trabas las cadenas de los v�nculos eclesi�sticos. Muy pronto se demostr� c�mo la mayor parte del clero bajo hab�a perdido el vigor eclesi�stico y cu�n poco profunda era su vinculaci�n al obispo y al ministerio, a lo propiamente eclesi�stico.

 

c) Respecto a lo ya dicho y a lo que nos queda por decir sobre las anomal�as eclesi�sticas, hemos de hacer una importante observaci�n metodol�gica: el cuadro no est� completo.

 

Los moralistas y los escritores sat�ricos exageran f�cilmente las cosas. Y los cronistas, por su parte, constatan ante todo lo m�s llamativo, es decir, lo m�s chocante. Ya en el siglo XV, el maestro Johannes Nider (� 70, 1b), por lo dem�s uno de los fustigadores m�s vehementes de las debilidades del clero, previno contra las exageraciones. La Reforma naci� de una religiosidad fuerte y tambi�n choc� con una gran seriedad tanto moral como religiosa; sin tal seriedad, la reforma cat�lica (� 85ss) tampoco habr�a sido posible. El obst�culo m�s importante a la Reforma �aparte de la posesi�n objetiva de la verdad y de la santidad de la Iglesia� fue, sin duda, la existencia de relevantes valores religiosos en la piedad popular de la �poca (cf. ap. III, 2); ahora bien, esta piedad popular presupone un clero capaz (al menos en parte) tanto en los conventos como en el mundo, as� como una literatura religiosa de calidad.

 

De hecho, durante el siglo XV la Biblia goz� de mayor difusi�n de lo que se ha supuesto hasta ahora. En el pr�logo de su obra El barco de los locos (�Narrenschiff�, 1494) indica Sebasti�n Brant que en todas partes se encontraba la Sagrada Escritura de ambos Testamentos.

 

Pero la cuesti�n m�s importante no queda resuelta con la menci�n de estos valores positivos. Nos vemos imperiosamente obligados a indicar la nota dominante. Y �sta no es la de la salud religioso-eclesi�stica. En el cuadro predominan las anomal�as eclesi�sticas.

 

Cuando hablamos de anomal�as, no nos referimos principalmente a fallos de orden moral o religioso. La cuesti�n fundamental es si predomin� la fuerza religiosa objetiva, creadora, por ejemplo, la cura de almas o el cultivo de las vocaciones sacerdotales, o m�s bien la inhibici�n y la fatiga. Ante todo y sobre todo hay que determinar en qu� medida la piedad de la fe, que mana del esp�ritu del evangelio y se nutre de la palabra de Dios, llen� o no llen� la actividad del clero de entonces. No basta con afirmar que a finales de la Edad Media, e incluso hasta 1517, el cuadro global de la vida europea tuvo una fuerte impronta pontificia y eclesi�stica. En este punto es fundamental distinguir entre la fachada y la vida, que tras aqu�lla pudo mantenerse pujante o haberse extinguido. Tambi�n es fundamental preguntarse por la ruptura, que entonces a�n estaba latente, pero que interiormente determin� la separaci�n entre los pueblos y la Iglesia en m�ltiples aspectos. Las reiteradas descripciones �fidedignas muchas veces� del lamentable estado de extenuaci�n religiosa no pueden dejarse a un lado. Sin esta tremenda depresi�n ser�a enteramente inexplicable el alejamiento que con respecto a la Iglesia se produjo con el advenimiento de la Reforma.

 

3. Las Ordenes religiosas de la �poca participaron igualmente de la decadencia general. Tambi�n en este caso el incremento insano de la cantidad, esto es, el n�mero de monjes, fue en detrimento de la calidad. Como factor directo de disoluci�n influy�, ante todo, el dinero (junto con las exenciones y otros peligrosos privilegios concedidos en tiempos por los papas). Las ricas abad�as destinadas a la nobleza, los pujantes conventos urbanos destinados a los patricios: unas y otros eran instituciones de asilo en las que se pod�a vivir sin preocupaciones ni obligaciones. En much�simos casos no pod�a hablarse de vocaci�n.

 

La salida de monjes y monjas de los conventos era muy corriente ya en el siglo XV. La corrupci�n lleg� a tal extremo, que los monjes se rebelaban incluso contra los espor�dicos intentos de reforma que los mismos se�ores feudales (actuando como en sus propios territorios) trataban de imponer por la fuerza.

 

Tambi�n aqu� hay que hacer algunas precisiones. La acusaci�n global �antes corriente� de que los monjes y monjas viv�an en la justicia farisaica de las obras y en burda hipocres�a, o incluso la idea de que todos los conventos eran nidos de libertinaje sexual, es completamente insostenible. Esta acusaci�n se remonta en buena parte a la descripci�n � fundamentalmente desfigurada� que hizo Lutero de la vida de los conventos (que se compendia en su libro Sobre los votos mon�sticos, escrito en 1521 durante su internamiento en la Wartburg). Cuanto mejor se va conociendo la historia moderna de las ciudades, m�s claramente se demuestra que en la mayor�a de los conventos no se dieron excesos graves. Es m�s: aparte de esto hubo tambi�n vigorosos intentos de reforma en algunos conventos aislados, como, por ejemplo, en las agrupaciones para formar congregaciones reformistas, si bien, como ya hemos dicho (� 70), se echa de menos un impulso creador y renovador notable. A este respecto debemos guardarnos de considerar suficiente la simple correcci�n o de confundirla con el ideal exigido por las reglas mon�sticas. Como importantes (en sentido de repercusi�n hist�rica) pueden citarse los Hermanos de la Vida Com�n (� 70, 2).

 

Solamente los cartujos resistieron la decadencia. ��Nunca reformados porque nunca deformados!� A sus monasterios afluy� un gran n�mero de profesores y sabios. Tenemos indicios de que, en determinados monasterios, la vida religiosa fue especialmente fervorosa. Podemos citar las cartujas de Friburgo, Basilea o Tr�veris, de donde partieron impulsos sumamente fecundos para la vieja vida mon�stica (con Johann Rohde, por ejemplo[6], que fue nombrado abad de los benedictinos de San Mat�as de Tr�veris mediante especial dispensa). Tambi�n la cartuja de Colonia irradi� su celo religioso por toda la comarca del bajo Rin; de ella surgieron �muy separados el uno del otro� primero Gerardo Groot y m�s tarde, indirectamente, san Pedro Canisio. En teolog�a sobresali� el famoso y polifac�tico Dionisio Rickel (de Roermond, muerto en 1471), figura venerable por muchos conceptos, aunque no necesariamente genial; como acompa�ante de Nicol�s de Cusa en sus viajes de visitador, llev� a cabo directamente algunas obras reformadoras. La repercusi�n de la Vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia (� 1377) saldr� nuevamente a colaci�n cuando hablemos de la conversi�n de Ignacio de Loyola.

 

La orden de los cartujos vivi� en los siglos XIV y XV su �poca m�s floreciente, sobre todo en Alemania, adquiriendo una marcada impronta m�stica. En 1510 hab�a 195 cartujas.

 

De la existencia de un n�cleo religioso en muchos monasterios de las antiguas �rdenes nos habla tambi�n el hecho de que, cuando m�s tarde fueron suprimidas las obligaciones, la resistencia de muchos monjes y monjas fue mucho mayor de lo que en otros tiempos se ha cre�do.

 

III. LA RELIGIOSIDAD POPULAR

 

1. El papa, el obispo, el sacerdote, el monje, la Iglesia, sus preceptos, su liturgia y sus sacramentos: todo ello era para el hombre del cambio de siglo, hacia el 1500, un hecho absolutamente obvio, que formaba parte de su vida como el pan de cada d�a. S�lo que esta mentalidad, basada en la fe, hac�a tiempo que no gozaba de buena salud, ni siquiera era unitaria.

 

a) La relaci�n del pueblo con el clero y el obispo, que eran sin discusi�n los representantes de Dios y por lo mismo la autoridad vinculante, hab�a llegado, sin embargo, a una situaci�n tensa, tanto menos armoniosa cuanto mayor fue haci�ndose el distanciamiento de ambas partes por intereses econ�micos contrapuestos. Esto se puso de manifiesto especialmente en las ciudades episcopales. Noticia de ello nos dan las frecuentes luchas entre los ciudadanos y el clero (la jurisdicci�n eclesi�stica y la exenci�n fiscal del clero supon�a una competencia econ�mica) y entre los obispos y los ciudadanos (por el abuso de la jurisdicci�n eclesi�stica: la excomuni�n y el entredicho se lanzaban con excesiva frecuencia, muchas veces por querellas mundanas, y por pura rutina, por el simple impago de deudas pecuniarias). La antinomia interna existente ya en la idea del obispo medieval, espiritual y temporal a la vez, se tradujo ahora, debido a la fuerte mundanizaci�n, en una contradicci�n total. De ah� el gran descontento popular (llevado a veces hasta el m�s exacerbado anticlericalismo), que algunos eclesi�sticos sinceros reconocieron leg�timo. La impresi�n de que el mismo orden interno de las cosas andaba trastornado sin remisi�n produjo gran inseguridad y conmoci�n en el pueblo, que se manifest� incluso en la vida de piedad, creando en ella una excitaci�n en s� misma ajena a la realidad cat�lica. Tal excitaci�n qued� plasmada significativamente en la gran cantidad de escritos y c�nticos de car�cter prof�tico-apocal�ptico aparecidos en esa �poca.

 

b) La aversi�n al clero no se detuvo ante el papado romano. Al contrario, la tensi�n creada aqu� por los abusos religiosos y los intereses econ�micos contrapuestos se vio a�n m�s acrecentada por el antagonismo nacionalista. Los reformadores supieron muy bien despu�s sacar partido de este antagonismo. De hecho, el descontento con Roma fue un factor esencial del triunfo de la Reforma. Para valorar correctamente este descontento es menester tener en cuenta que no fue un fen�meno circunscrito a un determinado lugar o un determinado tiempo, sino que ten�a ra�ces ya seculares[7] en amplias experiencias econ�micas y pol�ticas concretas y en corrientes espirituales muy extendidas (�la idea conciliarista!). Los esp�ritus de finales de la Edad Media estaban llenos de ideas y exigencias antirromanas. Hombres de Iglesia como Juan Eck (� 90) en los primeros tiempos de la Reforma y, despu�s, el duque Jorge de Sajonia, el nuncio pontificio Aleander, el papa alem�n Adriano VI, san Ignacio de Loyola y otros muchos testigos nada sospechosos nos hacen ver que estas quejas no carec�an de fundamento.

 

2. Que, a pesar de todo este proceso, casi no hubiera en ninguna parte un movimiento antieclesi�stico activo durante la segunda mitad del siglo XV se debi� a la piedad eclesial del pueblo, que por entonces era muy floreciente. El auge de las fundaciones, especialmente de los beneficios de misas (o beneficios de altar), los diversos oficios de difuntos, la espl�ndida celebraci�n de la liturgia y el oficio coral, la m�sica eclesi�stica con el canto y el �rgano, cada vez m�s perfeccionado[8], el resurgimiento de los c�nticos religiosos, el aumento y la profundizaci�n de la ense�anza religiosa popular con sermones mejores y m�s frecuentes, la divulgaci�n de la doctrina cristiana, la literatura edificante (Biblia), explicaciones de la misa, devocionarios, libros penitenciales, manuales de confesi�n y de buena muerte, leyendas, uso creciente de las indulgencias, los viacrucis, el extraordinario crecimiento de las hermandades piadosas (la hermandad del rosario) con la idea de parentesco espiritual y participaci�n rec�proca en los m�ritos, el incremento del culto a las reliquias y a los santos (Inmaculada Concepci�n, santa Ana, los 14 santos protectores), las peregrinaciones (Santiago de Compostela, Aquisgr�n, Wilsnack, con sus hostias milagrosas; Tr�veris, primera exhibici�n de la �t�nica sagrada� en 1512): todo ello es una muestra de la desconcertante riqueza de la piedad religiosa popular de aquella �poca. En todo este cap�tulo, naturalmente, es preciso hacer distinciones: obras como la Imitaci�n de Cristo, por estar escritas en lat�n, se circunscrib�an a un c�rculo muy reducido (si bien de este importante libro se hicieron traducciones a las lenguas vern�culas). Y aun cuando aqu� y all� hubo sacerdotes o monjes capaces de exponer su contenido en la lengua del pa�s, con todo, el n�mero de personas que pudieron comprender y asimilar tan elevada espiritualidad fue escaso.

 

Lo que m�s llama la atenci�n y hasta desconcierta es el peligroso aislamiento de cada una de las acciones piadosas, la multiplicaci�n de los actos religiosos externos, el fuerte progreso de la idea del m�rito y el insano incremento num�rico de las gracias espirituales concedidas. En las indulgencias, por ejemplo, se experiment� un aumento disparatado de las gracias espirituales obtenibles y un simult�neo descenso de las exigencias de acci�n del creyente. Un mal especialmente grave en este punto fue el aspecto financiero, que se hizo cada vez m�s patente y acab� adquiriendo un car�cter repulsivo y simon�aco (en el sentido cristiano primitivo de esta palabra). El tristemente c�lebre comercio entre Le�n X, Alberto de Brandenburgo y los Fugger marc� el comp�s de entrada de la Reforma[9] (� 79)[10].

 

La multiplicaci�n de las pr�cticas religiosas corri� pareja con su vaciamiento interno. Tenemos noticias, de Holanda, por ejemplo, seg�n las cuales por los a�os 1517-18 los habitantes iban a misa todos los d�as. Por otra parte, de investigaciones recientes se deduce que en Flandes, por ejemplo, no todos los habitantes cumpl�an siquiera con Pascua. La teolog�a de la misa era sumamente pobre: desde el siglo XIV la santa misa fue entendida en un sentido simb�lico ficticio, en conjunci�n con los hechos externos de la pasi�n de Cristo. En cambio, en las explicaciones de la misa apenas se encuentra nada referente al misterio propiamente dicho de la muerte del Se�or, que se actualiza entre nosotros. La aut�ntica teolog�a cat�lica de la cruz se hab�a perdido.

 

3. Rara vez rinde el pueblo cuentas mediante palabras de sus pensamientos y sentimientos, y mucho menos de su fe y de su piedad. Sencillamente los vive y los expresa de m�ltiples maneras y a veces con enorme intensidad (por ejemplo, en las cruzadas, en las peregrinaciones de los flagelantes, en sus reacciones a la voz de los predicadores de penitencia y, en menor medida, en cualesquiera peregrinaciones o procesiones). Pero tales manifestaciones son, por su propia naturaleza, expresiones muy poco precisas. Queda por saber cu�les son los motivos, las ideas y los objetivos que laten en el fondo de ellas.

 

Por eso la descripci�n un tanto adecuada de la piedad popular constituye una de las tareas m�s dif�ciles de la historiograf�a. Ya antes de comenzar nuestro recorrido por la historia de la Iglesia reparamos en este hecho como una buena ocasi�n para tomar conciencia de las deficiencias de nuestro conocimiento hist�rico.

 

Recordar este hecho y su problem�tica tiene especial importancia en una �poca de despertar �espiritual� general de la poblaci�n occidental, como fue el caso en el siglo XV, sobre todo en las ciudades, donde el pueblo de los burgueses y artesanos comenz� a removerse socialmente con enorme autonom�a. La piedad del pueblo, esto es, su conocimiento de la revelaci�n como presupuesto de la fe, �fue al mismo ritmo de su actividad aut�noma en el comercio, la industria y la administraci�n de la cosa p�blica?

 

Antes de intentar dar una respuesta a esta cuesti�n debemos reflexionar sobre el contenido m�ltiple del concepto global de �pueblo�, sobre el diferente grado de capacidad y formaci�n que el pueblo pose�a precisamente en el campo espiritual[11], en el cual la piedad cristiana, por su contenido esencial, deb�a necesariamente prender. Tambi�n debemos tener en cuenta cu�n distinta hubo de ser la capacidad de recepci�n y reacci�n en los distintos pa�ses, en comarcas con muchas o pocas escuelas, con un clero que tal vez s�lo en un peque�o porcentaje estaba a la altura de su misi�n teol�gica, moral y pastoral, o en parroquias pr�ximas a un monasterio reformado que irradiaba una fe verdadera y real, o en otros sitios en los que en mayor o menor grado faltaba el buen ejemplo, la eficacia instructiva de la liturgia, etc.

 

De estas pocas cuestiones apenas esbozadas ya se trasluce la infinidad de investigaciones detalladas y precisas que ser�an necesarias para tratar exhaustivamente nuestro tema. Las indicaciones que siguen deben reducirse, casi irremediablemente, a reflejar aspectos parciales de la situaci�n. Propiamente, s�lo investigaciones monogr�ficas, esto es, centradas en un reducido �mbito geogr�fico y en un per�odo de tiempo no muy extenso, pueden determinar con relativa exactitud qu� elementos permanec�an vivos en el �mbito de la piedad popular, vivos en el sentido de constituir el n�cleo de la vida, a diferencia de aquellos otros que eran acciones externas, mantenidas por la costumbre.

 

4. Despu�s de todo lo que los testimonios directos o indirectos de la alta y baja Edad Media, con impresionante homogeneidad, nos dicen sobre la existencia de una fuerte cosificaci�n y un d�ficit sacramental, no nos sorprender� que en esta �poca �la anterior a la Reforma� las instrucciones pastorales de los s�nodos y los datos referentes a la recepci�n de los sacramentos, as� como sobre el n�mero y el contenido de los sermones, presenten todos ellos actitudes y valoraciones de car�cter predominantemente moral, mejor dicho, moralizante. O sea, nos dan a conocer las costumbres cristianas, pero su significado teol�gico profundo aparece sumamente desva�do, por ejemplo, en lo referente a la misa, al bautismo, la Iglesia o la redenci�n. Por eso la recepci�n de los sacramentos era extraordinariamente rara.

 

Ya hemos dicho que ni siquiera una efectiva minor�a del clero con cura de almas �por grande que pudiera ser su celo� ten�a una formaci�n teol�gica suficiente (por ejemplo, sobre la Iglesia como cuerpo m�stico de Cristo, sobre la misa como reactualizaci�n de la pascua por la resurrecci�n del Se�or, sobre la comuni�n de los santos, en cuyas almas el Esp�ritu Santo realiza la vida espiritual y divina de la nueva creaci�n). Y, no obstante, segu�a siendo decisiva como siempre la frase del Ap�stol: ��C�mo van a creer, si no han o�do!� (Rom 10,14).

 

Aun prescindiendo de la burda superstici�n, de la cual tenemos abundant�simos datos, desde el punto de vista cristiano �en el sentido evang�lico� el balance resulta francamente insuficiente.

 

El lema de esta piedad, incluso donde era intensa, donde efectivamente buscaba a Dios, pero no el amor de Dios, no era la justificaci�n por Jes�s crucificado, sino el �ser salvado� de la condenaci�n eterna en un sentido externo y f�ctico. El contacto inmediato con la palabra de la Escritura, los evangelios y las ep�stolas y con la riqueza espiritual y religiosa de la liturgia era muy escaso. Hab�a, s�, un imponente estilo cristiano de vida que lo abarcaba todo, comenzando por el bautismo y terminando con el enterramiento en sagrado. Pero el sustrato de fe, la comprensi�n espiritual del objeto de la fe era m�s bien borrosa y confusa, y la manera de entender los sacramentos de la misa y el bautismo, fuertemente cosificada.

 

Es cierto que no podemos juzgar a estos cristianos con arreglo a nuestra escala de valores, teniendo a nuestras espaldas el siglo de la Ilustraci�n. La imagen y la costumbre pose�an una fuerza mucho m�s profunda que en la actualidad.

 

Y el gran acontecimiento de la vida redentora del Se�or, su nacimiento, su pasi�n y muerte, su resurrecci�n, su ascensi�n y el env�o del Esp�ritu: de todo esto hablaban al pueblo innumerables realizaciones pl�sticas de todo tipo y constitu�an para �l la realidad.

 

La profesi�n de fe espiritual en esta realidad era el balbuceo del ni�o, a menudo muy lejos de la plenitud de la justicia mejor, interior, en la medida en que podemos constatarlo. Pero, en todo caso, era el balbuceo de la fe verdadera en el Dios uno y trino, creador, y en Jesucristo crucificado.

 

5. As�, pues, a fines de la Edad Media y en los umbrales de la Edad Moderna nos encontramos con una abigarrada multitud de expresiones religiosas. No se las puede considerar unilateralmente. Pero, dado que dentro de esa pluralidad hab�a tant�simos elementos burdamente (infracristianamente) exteriorizados, se pod�a prever con bastante seguridad sus efectos destructores futuros. Pero esto no autoriza para 1) calificar de negativo todo el conjunto ni para 2) considerar la praxis como expresi�n de la doctrina aut�ntica de la Iglesia. En muchas ocasiones, los reformadores, especialmente Lutero y sus repetidores, han hecho ambas cosas con manifiesta injusticia. Por mor de la verdad hist�rica, no se les puede dar la raz�n. Es mucho m�s importante y decisivo tratar de ver y comprender que, entonces como siempre, dentro de tan turbia pluralidad, tambi�n existi� la teolog�a sana de la Iglesia, y que en la confusa pr�ctica de las devociones exteriorizadas sigui� celebr�ndose en la Iglesia la liturgia sublime de la santa misa, confesando la fe con las mismas plegarias que en la actualidad.

 

� 76. RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

I. EL CONCEPTO

 

1. Desde la primera llamada hecha en los tiempos mesi�nicos por el Bautista y por el propio Jes�s (�Convertios�, Mt 3,1), desde el anuncio del bautismo como un nuevo nacimiento (cf. Jn 3,5) y desde la proclamaci�n �Mirad, yo renuevo todas las cosas� (Ap 21,5), la idea de un renacimiento constituye una de las fuerzas m�s poderosas en la historia del cristianismo.

 

Desde los siglos XII y XIII, la exigencia de una renovaci�n religiosa (san Bernardo, Joaqu�n de Fiore, san Francisco: reforma de la Iglesia retornando a la vida de la era apost�lica, es decir, a la sencillez de entonces) coincidi� en Italia con un florecimiento general inusitadamente r�pido y profundo y con una reorientaci�n y cambio en todos los terrenos de la vida econ�mica, pol�tica y espiritual, especialmente en las ciudades. Esta intensa vida cultural entr�, tras la ca�da de los Hohenstaufen y m�s a�n desde la marcha de los papas de Avi��n, en el torbellino de las luchas pol�ticas de todos contra todos, lo que trajo consigo una nueva e insospechada liberaci�n y despliegue de todo tipo de fuerzas.

 

La vida religiosa, eclesi�stica y pol�tica experiment� as� toda una serie de conmociones y movimientos profundos. El hombre descubri� dentro de s� infinidad de fuerzas nuevas. Por otra parte, ya se hab�a visto la lucha terrible entre los principales jefes de la cristiandad. Al hundimiento general del Imperio hab�a seguido, a fines del mismo siglo XIII, la tr�gica ca�da del pontificado medieval con Bonifacio VIII; sufr�an ahora las consecuencias de las crecientes anormalidades existentes en la curia (e incluso de las dos curias, durante el Cisma) y del completo desorden pol�tico reinante en toda Italia: se viv�a el resurgimiento y se tem�a a la vez el hundimiento. Se reavivaron las antiqu�simas expectativas de un reino final milenario y las esperanzas de un emperador-mes�as.

 

2. Esta doble expectaci�n, a saber: la de una transformaci�n del mundo por una cat�strofe universal (es decir, la de un castigo del Estado y la Iglesia por la purificadora justicia divina) y, sobre todo, la de una renovaci�n del mundo, constituy� el fundamento de la idea del Renacimiento, si es que la esencia de ese gran fen�meno llamado �Renacimiento� puede denominarse �idea�[12]. Su primer y m�s destacado portavoz fue un abad del siglo XII: Joaqu�n de Fiore (� 62, 3), y su precursor m�s vigoroso en la pr�ctica, Francisco de As�s (� 57, I), con su incomparable huida del mundo por una parte y su irrefrenable impulso hacia la renovaci�n interior en el esp�ritu del evangelio por otra. Nos encontramos en ambos casos con impulsos todav�a lejanos, preparatorios, pero de tan profundo arraigo, que hicieron posible el fen�meno del Renacimiento, siglo y medio o dos siglos despu�s.

 

3. El desarrollo de los acontecimientos hizo en seguida que las exigencias culturales predominasen sobre las religiosas. De ah� que el movimiento renacentista fuese s�lo indirectamente un movimiento religioso y eclesi�stico. Primordialmente fue por entero un fomento de la cultura, del mundo, del m�s ac�. Tambi�n fue una creaci�n del laicado, esto es, del tercer estado naciente, de la burgues�a, de la ciudad.

 

Lo cual no quiere decir en modo alguno que este movimiento cultural laico fuera esencialmente no eclesial o no creyente. Para la mayor parte de sus representantes, lo eclesi�stico sigui� siendo por mucho tiempo una realidad obvia. Para la gran mayor�a de sus promotores, en efecto, la Iglesia era algo esencial. Pero de lo que se trata es de su orientaci�n intr�nseca. Y �sta no se puede identificar con el inter�s por los manuscritos, bien de la Biblia, bien de los Padres de la Iglesia, por muy importante que fuese su influencia. En la medida en que la entelequia interna de desarrollo tan multiforme se apoy� por entero en s� misma, su elemento m�s peculiar provoc�, no obstante, un debilitamiento de lo cristiano y eclesi�stico, incluso dentro de la propia Iglesia.

 

Todo ello no est� en contradicci�n, sino m�s bien se complementa con este hecho constatable: all� donde tuvo un contacto suficientemente estrecho con la vida eclesi�stica y la fe cristiana, el movimiento renacentista contribuy� a robustecer el cristianismo y la Iglesia (el humanismo piadoso de los siglos XV, XVI y XVII).

 

4. El Renacimiento, en su verdadero (y completo) sentido, se desarroll� durante el siglo XV en Italia (quattrocento, primitivo Renacimiento). Su primer momento culminante lo alcanz� en la Florencia de los M�dici; su m�ximo esplendor, en la Roma de los Borja, de Julio II y Le�n X. Como la �poca que lo hizo surgir, el movimiento renacentista estuvo lleno de fuertes tensiones, que llegaron hasta la contradicci�n interna. Es el distintivo t�pico de un tiempo de transici�n, copiosamente dotado de fuerzas creadoras y, como tales, tambi�n explosivas y susceptibles de caer en la tentaci�n. Junto a una genialidad incomparable y m�ltiple, el Renacimiento registr� asimismo una criminalidad desenfrenada. La gran gloria de la �poca, la virt, particip� de los vicios tanto como de las virtudes. El desenfreno amoral e inmoral lleg� incluso a ser ense�ado en la pr�ctica: son caracter�sticos de la �poca ciertos tratados sobre el placer como bien sumo y algunos tratados sobre pol�tica, esa pol�tica que cuenta sobre todo con las debilidades y vicios de los hombres (Maquiavelo, en lo referente a la teor�a del Estado).

 

II. RASGOS ESENCIALES DEL RENACIMIENTO

 

1. El Renacimiento fue un movimiento t�pico de la Edad Moderna, caracterizado por las nuevas actitudes espirituales fundamentales: nacionalismo, individualismo, esp�ritu laico, criticismo.

 

Con el fin de salvar de posibles malentendidos las explicaciones que siguen, hemos de hacer hincapi� en que el Renacimiento, con toda su multiplicidad, fue ante todo un movimiento, una fecundaci�n de gran fuerza explosiva. Lo propio del Renacimiento no se ech� de ver en muchos aspectos hasta m�s tarde. Pero es tarea del an�lisis hist�rico rastrear ya en sus or�genes estos rasgos esenciales.

 

El Renacimiento fue un movimiento �nacional� italiano, resultado de la aspiraci�n a constituir una rep�blica italiana, fruto, pues, del par�ticularismo nacional (Cola di Rienzo, � 1534)[13].

 

2. Fue tambi�n un retorno a la Antig�edad romana.

 

a) El pueblo que entonces despertaba volvi� espont�neamente la vista a las ra�ces de su ser y su poder. La confusi�n del tiempo contribuy� a ello, y as� naci� el lema que ser�a t�pico de toda aquella �poca y todo aquel movimiento: �Vuelta a las fuentes! Pues todo ser, en sus or�genes, responde de forma m�s pura y perfecta a la voluntad de Dios creador. Y para Italia los or�genes se encontraban en la antigua Roma, pujante dominadora del mundo.

 

b) En Italia, la Antig�edad no hab�a muerto del todo. La propia ascendencia, el paisaje, las ruinas, los antiguos edificios y estatuas y fundamentalmente la lengua hablaban de ella. Y as�, tras un largo sue�o, todo ello resurgi� claro e irresistible. En la Edad Media, los italianos hab�an tenido un primer reencuentro vivo con la Antig�edad gracias al resurgimiento del viejo derecho romano. Este derecho no hab�a envejecido ni deca�do, era algo vivo, eminente en forma y en contenido, una de las grandes obras maestras del pensamiento humano, de car�cter y alcance universales. Pues bien, durante los siglos XIV y XV, el redescubrimiento de la Antig�edad proporcion�, con un ritmo cada vez m�s acelerado, un segundo encuentro especialmente intenso: a lo que se a�adi� un ferviente entusiasmo y una respetuosa veneraci�n. Se arrancaron del suelo y coleccionaron antiguos tesoros art�sticos; se redescubri� la forma plena, infinitamente bella y dulce de aquel arte tan cercano a la tierra; se volvieron a leer los viejos libros; se buscaron afanosamente manuscritos entre el polvo de las bibliotecas; se descubrieron y coleccionaron nuevos textos y se pagaron precios fabulosos con el fin de poseerlos poco menos que como una propiedad sagrada.

 

c) El nexo con la Antig�edad griega se hab�a mantenido vivo durante la Edad Media gracias a Arist�teles, el gran garante de la Escol�stica. Este conocimiento de la Antig�edad griega recibi� una nueva inyecci�n de vida procedente de Sicilia y del sur de Italia. Y por fin (en el a�o 1453, tras la conquista de los turcos), Constantinopla envi� a Occidente sabios y manuscritos que pudieron transmitir la herencia del pensamiento griego en su lengua original.

 

d) Poco antes, ciertamente, ya hab�a habido un contacto vivo con la cultura griega: mediante Manuel Crisolora (profesor de griego en Florencia desde 1396, muerto en 1415), Giorgio Gemisto Pletone (� 1452) y el cardenal Bessarion (� 1472); en el Concilio de la Uni�n, el de Florencia (� 66), tambi�n hab�an intervenido eruditos griegos, que hicieron valer su m�todo filol�gico. Los frutos que de todo esto derivaron fueron muy importantes, tanto para la historia de la cultura como para la historia de la Iglesia.

 

3. Pero ahora se abr�a paso una actitud muy distinta respecto a la Antig�edad: no era solamente conocerla, sino entablar una �ntima relaci�n con ella. No se trataba de obtener simplemente un extracto de los grandes pensamientos antiguos para incorporarlos al sistema teol�gico cristiano, sino de entenderlos desde su propio centro, de compenetrarse con ellos, de leerlos con todo su colorido local, tal como hab�an sido escritos hac�a muchos siglos. Pero aqu� radicaba el peligro.

 

a) El intento de compenetrarse plenamente con un mundo de ideas completamente extra�o es, s�, el presupuesto de toda objetividad hist�rica, as� como el fundamento de la ciencia hist�rica, pero desgraciadamente tambi�n es la actitud b�sica del relativismo, de la indiferencia espiritual (la cual puede correr pareja con una respetuosa admiraci�n ante multitud de diferentes afirmaciones filos�ficas, religiosas y, naturalmente, tambi�n art�sticas). Tal relativismo (como punto de partida) fue el aut�ntico c�ncer del Renacimiento y (por extensi�n) de toda la Edad Moderna, de fatales consecuencias a la hora de determinar qu� sea la verdad, qu� deba ser la obligatoriedad del dogma, qu� pueda ser o no ser la tolerancia dogm�tica.

 

Para no caer en malentenidos y no acusar al Renacimiento �al menos en su fase inicial� de relativismo expreso o de indiferencia dogm�tica, cosas que el Renacimiento no defendi� en general, es preciso tener ideas claras de c�mo suelen desarrollarse las revoluciones espirituales de gran envergadura: a menudo, lo nuevo que se reconoce valioso, se yuxtapone ingenuamente a lo tradicional, sin caer en la cuenta en principio de la heterogeneidad intr�nseca de ambos elementos.

 

b) La cultura antigua era pagana. Por tanto, se intentaba, por decirlo as�, leer los textos de manera �pagana�. Es cierto que la claridad del monote�smo cristiano resultaba tan superior a la rid�cula confusi�n del polite�smo pagano, que casi no hubo ninguna reca�da en la doctrina pagana. Pero las ideas antiguas, en la literatura como en el arte, estaban revestidas de formas seductoras y costumbres livianas. Los mitos polite�stas pod�an muy bien utilizarse sin compromiso alguno, en forma l�dica, pseudoheroica. No se puede negar que este juego estetizante se realiz� al principio y hasta bien entrado el alto Renacimiento dentro de una cristiandad firme e indivisa. En todas las formas de expresi�n art�stica, desde los pavimentos de mosaico (catedral de Siena), pasando por los frescos y estatuas hasta las inscripciones y miniaturas, son legi�n las ilustraciones en que el elemento pagano-mitol�gico aparece colocado candorosa e ingenuamente junto a manifestaciones cristianas. Para enjuiciar correctamente esta mezcolanza, el observador debe dejarse arrastrar tambi�n de alg�n modo por la audacia fascinante de aquellos esp�ritus (fil�sofos, artistas, te�ricos del arte, te�logos, estadistas) y, adem�s, rememorar el viejo mundo de la alegor�a (que en sus combinaciones opera libremente, dej�ndonos a menudo indefensos). Los antiguos h�roes, por ejemplo, volvieron a ser considerados con toda seriedad como precursores de Cristo. Semejante interpretaci�n estaba ya preparada e incluso santificada por la alegor�a teol�gica. La forma como Federico II construy� sus argumentaciones y la fundamentaci�n que dio la curia a la teor�a de las dos espadas sirvieron de antecedente tanto como el saludo entusiasta que Dante dirigi� a Enrique VII (��Eres t� el que ha de venir...?� - �Este es el Cordero de Dios, que quita...�).

 

Dif�cil es, no obstante, imaginar que tan descuidada mezcolanza no inficcionase de alguna manera la pureza de lo cristiano. De hecho, en muchos de los representantes m�s destacados se infiltr� una forma de pensar (y una conciencia) pagana. Y despu�s, muy pronto, tambi�n la forma pagana de vivir regaladamente y sin freno.

 

c) M�s all� de estas formas �paganas�, sin embargo, no hay que olvidar los elementos cristianos del Renacimiento. Estos elementos fueron decisivos. El lema de la �vuelta a las fuentes� demostr� fehacientemente su eficacia en la recuperaci�n de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, lo que supuso un movimiento de incalculable importancia para la reforma cat�lica del siglo XVI. Y tambi�n en sus comienzos, el Renacimiento (inseparable del Humanismo) se present� como un movimiento cristiano, gracias a algunos grandes representantes plet�ricos de cristianismo. No dejamos de advertir el peligro de desviaci�n neoplat�nica que aqu� lati�; ya volveremos sobre ello (Pico della Mirandola).

 

As�, pues �para decirlo una vez m�s�, es hist�ricamente falso considerar el Humanismo como un movimiento no cristiano o menos cristiano desde sus comienzos. El Humanismo fue una determinada forma an�mico-espiritual que en un primer momento se realiz� dentro de una confesi�n cristiana correcta.

 

4. Otra caracter�stica del Renacimiento es que produjo un sinn�mero de vigorosas individualidades. La confusi�n pol�tica, la falta de poderes superiores fuertes, el despertar espiritual del pueblo, la r�pida aceleraci�n del crecimiento en todos los terrenos hicieron del Renacimiento un tiempo verdaderamente propicio para las personalidades de perfiles acusados, carentes incluso de miramientos. Personalidades de este tipo las hubo en abundancia.

 

Tambi�n en la Edad Media hubo personalidades relevantes. La diferencia esencial, decisiva para el futuro, estriba en su distinta valoraci�n. En la Edad Media, la personalidad individual estaba subordinada al todo superior del Estado, de la Iglesia, de la doctrina cristiana. Con el Renacimiento, sin embargo, se origin� una clara tendencia, cada vez m�s intensa, a dejar al individuo apoyarse sobre s� mismo, incluso a liberarlo de toda norma y obligaci�n. Pues aun dentro de aquellos �rdenes superiores, al principio no discutidos por nadie y luego s�lo por unos pocos, el hombre comenz� a ser consciente de su propio valor y autonom�a. El �yo� comenz� a ser la norma o el criterio de los valores. Este �yo� se hizo consciente de su plenitud[14] y supo exteriorizarlo: no se pas� todav�a de la individualidad al individualismo, pero qued� allanado el camino para ello.

 

5. En todos estos aspectos se ech� de ver claramente una desviaci�n m�s o menos efectiva (en un principio no program�tica) de muchos ideales de la cultura eclesi�stico-medieval. En vez de humildad, conciencia de s� mismo; en vez de renuncia, meditaci�n y oraci�n, acci�n y fuerza; en vez de mortificaci�n, placer; en resumen, en vez del m�s all� y el reino de los cielos, el m�s ac� y su belleza y la perduraci�n de la fama del propio nombre. Se fue descubriendo m�s y m�s la hermosura del mundo, busc�ndola en los viajes y en un nuevo modo de contemplar pl�cidamente la naturaleza (Petrarca, su vida campestre, su ascensi�n a las monta�as).

 

6. El Renacimiento, finalmente, como ya se ha ido viendo en todos los puntos tratados, fue esencialmente un movimiento laico.

 

a) Muchos cl�rigos, monjes, papas y obispos tomaron parte en �l y fueron figuras de primer orden, pero su tendencia, oculta o manifiesta, fue de car�cter laico y profano, no clerical y eclesi�stico. A pesar de las limitaciones de nuestra tesis (que no son pocas), podemos decir que el Renacimiento y el Humanismo implicaron y desataron tendencias conducentes a la secularizaci�n del mundo, que antes era fundamentalmente eclesi�stico. Sirvieron en buena parte de introducci�n o preludio a una etapa de la historia humana marcada ya decisivamente por el proceso de secularizaci�n. Las causas fueron evidentes: la burgues�a de las ciudades, que se convirti� en la fuerza impulsora fundamental de la vida; el mundo antiguo redescubierto y aceptado por muchos en su interior, que era pagano, puramente humano, sin influencia de ideas sobrenaturales; y la cultura del Renacimiento, surgida del movimiento secular de la alta Edad Media, que los mismos laicos llevaron al triunfo, continuando aquel proceso medieval (m�s o menos consciente) de separaci�n de la tutela de la Iglesia y, a la vez, combatiendo �como ya hemos dicho� el clericalismo.

 

b) Bajo este mismo aspecto fue especialmente significativa y trascendental para la historia de la Edad Moderna eclesi�stica la nueva teor�a del Estado. La idea b�sica, asentada ya desde Federico II y los legistas de Felipe IV, acab� rompiendo todas las barreras: el Estado, en la pr�ctica, ya no se sinti� vinculado a la Iglesia, y a menudo ni siquiera a la moral. La concepci�n de san Agust�n fue muchas veces sustituida por otra, la que considera al Estado como algo completamente aut�nomo. El Estado no es m�s que poder y, para s� mismo, la medida de las cosas. Es evidente que esta afirmaci�n no vale en la misma medida para los siglos XV y XVI que para la �poca posterior; para el siglo XVI, sin ir m�s lejos, ya fueron significativos los escritos dirigidos contra Maquiavelo. Pero de lo que se trata es de determinar el nuevo principio y la direcci�n del desarrollo; es necesario comprender qu� g�rmenes alentaban bajo los acontecimientos. La pol�tica del Renacimiento y del absolutismo de los siglos XVII y XVIII, en la pr�ctica, actuaron de acuerdo con la teor�a maquiav�lica del Estado, aunque en teor�a la condenasen. En el siglo XVIII fue ampliamente aceptada incluso la teor�a. Los totalitarismos actuales, finalmente, han sacado las �ltimas consecuencias de aquellos principios, por enorme que parezca la distancia que los separa del pensar y el sentir de los hombres de aquella �poca y por poco derecho que tengan a remitirse a aquellos hombres, que eran todav�a cristianos.

 

c) La pol�tica de los soberanos de los Estados de la Iglesia tambi�n se rigi� muchas veces en la pr�ctica, durante los siglos XV y XVI, con arreglo a estas doctrinas. La pol�tica de alianzas que siguieron los papas fue necesaria para la conservaci�n de los Estados de la Iglesia. Pero semejante pol�tica, con sus incesantes cambios, llev� la impronta de una escasa fidelidad. Que Alejandro VI, el enemigo de Savonarola, se aliase por ventajas materiales con el enemigo n�mero uno de la cristiandad, el sult�n turco; que Le�n X, por motivos pol�ticos, se abstuviese durante alg�n tiempo de toda acci�n en�rgica contra Lutero; que Clemente VII rompiera con el emperador cat�lico y se pasara al bando del aliado franc�s de los protestantes, salvando con ello, por decirlo as�, al protestantismo: todo ello fueron simples botones de muestra de la mentalidad secularizante del Renacimiento, datos que deben contarse, desde el punto de vista eclesi�stico, entre las m�s vergonzosas y tr�gicas contradicciones internas de aquella �poca. Pero lo m�s importante desde el punto de vista hist�rico �haremos bien en recordarlo� no estriba en el fallo personal de cada uno de los papas, sino en el hecho de que los casos individuales fueron la expre�si�n significativa de unas actitudes fundamentales que para la curia se hab�an convertido en algo completamente natural.

 

d) Tambi�n el comercio result� l�gicamente afectado por este esp�ritu mundano e individualista. En el orden del d�a no se inclu�a la cuesti�n del �justo beneficio�. La prohibici�n medieval de exigir intereses fue abolida en la pr�ctica y, en parte, tambi�n en la teor�a. El aprovechamiento ilimitado de las posibilidades de lucro se convirti� en lema. En los negocios puramente bancarios y pecuniarios, que acabaron por imponerse en muchas partes, se aprovech� la posibilidad de lucro con la misma falta de escr�pulos que en la predicaci�n de las indulgencias.

 

7. Un nuevo realismo llev� a la observaci�n exacta de la naturaleza y a su investigaci�n experimental. Tuvieron lugar los grandes viajes de los descubridores y hubo nuevos inventos. Apareci� un considerable n�mero de hombres animados por una intensa pasi�n de arrancar sus secretos a la naturaleza: Vasco de Gama, Col�n, Mart�n Beheim, Paracelso, Kepler, Cop�rnico, entre otros muchos. Y, junto a la ciencia, tambi�n la magia y la astrolog�a persiguieron el mismo objetivo[15]. El resultado de todo ello fue una ins�lita ampliaci�n de la imagen del mundo.

 

8. Finalmente, el Renacimiento fue una cultura de la expresi�n. En este sentido tuvo fundamentalmente un car�cter est�tico y art�stico y posey� la capacidad de expresarlo con impresionante plenitud.

 

9. Surgi� as� un nuevo ideal de vida[16]. El movimiento originado por este nuevo ideal se entendi� a s� mismo como contrapuesto con el pasado inmediato y con las fuerzas que lo sustentaban, es decir, en contradicci�n con la Edad Media, con todos los �retrocesos� y anomal�as de la Escol�stica, el Estado y la Iglesia. El pasado se antojaba formalista, sombr�o, agobiante. Se pretend�a un tipo de humanidad m�s libre, m�s bella y m�s arm�nica. La idea de la libertad y de los derechos humanos, que de una u otra forma (aunque a veces reprimida) ha acompa�ado todo el desarrollo de la humanidad en la Edad Moderna, tuvo aqu� claramente sus comienzos. Este estilo m�s libre tuvo enormes consecuencias en la esfera de la fe. Como resultado de las m�ltiples concepciones ya mencionadas, se impuso una decidida tolerancia �tambi�n indiferencia� respecto a las otras creencias. El valor de la verdad incondicional obligatoria perdi� su atractivo. La libertad fue sobrevalorada a costa de la fe. Aqu� es donde tiene su suelo nutricio esa concepci�n unilateral que ha llegado hasta nosotros, seg�n la cual el Renacimiento fue una �poca de libertad tristemente malograda por la Reforma y la Contrarreforma.

 

10. Con el nombre de Humanismo se designa aquella parte del movimiento renacentista que se ocup� preferentemente de la formaci�n literaria, del lenguaje, de la educaci�n, de los estudios, del saber. Fruto de la vida espiritual del Humanismo fueron las m�ltiples ediciones de autores antiguos, pero tambi�n una exquisita literatura dialogal y epistolar. El humanista, amigo de la correspondencia escrita y del trato humano, gustaba de mostrar su cercan�a a la Antig�edad con gran n�mero de citas, que sacaba de su biblioteca privada. Pero rara vez llegaron estos eruditos a realizar grandes creaciones propias.

 

El mismo nombre de Humanismo es altamente significativo: Humanismo significa la �poca del hombre, es decir, la �poca en que el hombre empieza a ser la medida de las cosas.

 

11. En resumen, el Renacimiento y el Humanismo significaron el gran despertar del esp�ritu europeo, en la medida que elevaron y diferenciaron la autoconciencia del hombre, as� como el concepto de su situaci�n no s�lo en el mundo, sino tambi�n en el tiempo. Tambi�n entonces empez� a despertar de su sue�o el pensamiento hist�rico. Desde entonces se tuvo conciencia de la peculiaridad de las �pocas y de c�mo se distinguen y separan las unas de las otras.

 

III. RENACIMIENTO Y HUMANISMO COMO FACTORES HIST�RICO-ECLESIASTICO

 

Un movimiento semejante tuvo por fuerza que incidir decisivamente en la vida religiosa y eclesi�stica. Esto ya se ech� de ver en los concilios reformadores, en los que la nueva actitud individualista se exterioriz�, en cuanto a la forma y en cuanto al contenido, de m�ltiples maneras. Pero el movimiento adquiri� verdadera importancia hist�rico-eclesi�stica por estas dos v�as: A) por los papas del Renacimiento, en relaci�n con la pol�tica y el arte, y B) por la teolog�a y la piedad human�sticas.

 

A. Los papas del Renacimiento

 

1. Mart�n V (1417-1431), retornado a Roma al t�rmino del Cisma de Occidente, ya hab�a trabajado por embellecer la ciudad, que encontr� s�rdida y semidestruida. Luego sigui� Eugenio IV (agustino; 1431-1447)[17], hombre serio, que a ra�z de las revueltas de Roma (desde 1434) se vio obligado a residir durante varios a�os en Florencia (entre 1433 y 1442, con interrupci�n de tres a�os en Roma), el centro de la nueva cultura, y trab� estrecho contacto con el Renacimiento. Con vistas a la ansiada uni�n con los griegos, convoc� a la canciller�a pontificia a numerosos sabios, que eran expertos conocedores de la cultura griega (Ermolae Barbaro, � 1493; Piero del Monte, 1457; Flavio Biondo, 1463).

 

a) En los frescos pintados por Fra Angelico en el Vaticano (entre 1448 y 1453), por encargo de Nicol�s V, encontramos una brillante muestra de la nueva forma del sentimiento art�stico y de la plegaria. Tenemos en Fra Angelico una de las personificaciones m�s tempranas y m�s puras del arte renacentista, pleno de sentido religioso y eclesi�stico. En la Edad Media hubiera sido imposible una caracterizaci�n tan individualista y espont�nea como la de sus santos[18], que a�n guardan tanto de su primitiva integridad (aparte del marco arquitect�nico en que se sit�a, por ejemplo, la escena de la Anunciaci�n). Un rasgo t�pico de los humanistas fue su predilecci�n por libros y manuscritos, tanto antiguos como cristianos, que buscaban, adquir�an y coleccionaban con verdadera pasi�n[19]. En el Concilio de la Uni�n de Ferrara-Florencia (� 66), la recopilaci�n de textos griegos antiguos desempe�� en la pr�ctica un importante papel. Por este camino se redescubri� parte de la teolog�a de los Padres griegos o, mejor dicho, se volvi� a difundir por el Occidente. La difusi�n del griego hizo posible la recuperaci�n de los evangelios en su lengua original, lo que constituy� un presupuesto decisivo de la piedad de los siglos siguientes (Erasmo, la Reforma).

 

b) Bibli�filo entusiasta fue el papa Nicol�s V (1447-1455), antes mencionado, que descubri� en un convento alem�n las obras de Tertuliano. Fue el que introdujo el Renacimiento en la curia papal, d�ndole plena carta de ciudadan�a. A �l se remonta la fundaci�n de la Biblioteca Vaticana. Los papas fueron los grandes mecenas del arte renacentista. Ellos fueron los que, con sus grandes encargos, recogieron y elevaron a la fama universal los geniales impulsos iniciados en las peque�as cortes ducales italianas y en las grandes ciudades-rep�blicas. Baste con citar los nombres del Vaticano, San Pedro, Bramante, Rafael y Miguel �ngel.

 

2. Estos papas se han ganado un imperecedero agradecimiento del mundo entero con su manera generosa de atraerse todos los talentos y valores, apreciando todo cuanto fuese creador, con una sorprendente alteza de miras que sab�a ver m�s all� de las deficiencias morales y religiosas. Con ello la Iglesia cat�lica ha demostrado que no es exagerado que se le atribuya una fuerza cultural verdaderamente inagotable. Aquellas creaciones art�sticas estimuladas y pagadas por los papas, a lo largo de los siglos hasta hoy han provocado una reverente admiraci�n, son su mejor demostraci�n. Muchos no cat�licos, que jam�s han tenido la oportunidad de aproximarse a la grandeza de la fe de la Iglesia, han quedado sobrecogidos ante la vista de San Pedro y del Vaticano. Ante los grandes maestros del Renacimiento, muchos de los cuales estuvieron al servicio de los papas, y que son tan modernos y tan �ntimamente familiares a�n para el espectador actual, han percibido un h�lito de la importancia e incluso de la perennidad de la Iglesia. Este m�rito de los papas debe ser subrayado en justicia.

 

3. Pero con esto a�n no hemos dicho apenas nada del valor religioso del arte renacentista y del valor cristiano del mecenazgo pontificio. A veces este valor se ha ensalzado en demas�a.

 

a) Como toda la �poca del Renacimiento, tambi�n su arte estuvo lleno de tensiones internas, rayanas a veces en la contradicci�n. En �l predomin� un doble contraste, que muchas veces no se resolvi� en la debida unidad interna: el m�s all� - el m�s ac�; eclesi�stico - terreno - individualista. Lo lamentable no es que los maestros del Renacimiento reprodujesen, junto a temas religiosos, temas profanos y mitol�gicos. Lo importante es el esp�ritu. Y este esp�ritu, en muchas �madonnas� de Rafael, por ejemplo, es sumamente humano y maternal, sentimental e �ntimo, pero no llega a ser o ya no es propiamente cristiano y religioso. Su famosa �Disputa�, que representa un tema puramente religioso, es decir, teol�gico, es ante todo una maravilla incomparable de dibujo y de composici�n, pero no una obra de piedad. No ilustra lo que en ella ser�a de desear por encima de todo, la adoraci�n, sino un tema aut�nticamente renacentista, una disputa acad�mica de tono elevado y solemne.

 

Naturalmente, no fue ninguna desventaja que los artistas del Renacimiento, adem�s de iglesias, construyesen tambi�n palacios (por ejemplo, en Verona, Florencia, Siena, R�mini, Perugia, Roma). Pero s� lo fue que el esp�ritu mundano y el gusto por la vida suntuosa y regalada, que propiamente tiene su asiento �en los palacios de los reyes� (Mt 11,8), penetrase a su vez en los edificios sagrados. Las iglesias dejaron de ser espacios dirigidos al cielo, purificados asc�ticamente para la oraci�n y mantenidos en una m�stica semioscuridad; por influjo de la Antig�edad pagana, con el predominio de las l�neas horizontales; se construyeron como palacios firmemente asentados en la tierra, dedicados, s�, a acciones sagradas, pero tambi�n llenas de pompa y suntuosidad. La luz inunda todo el recinto. En el alegre espacio puede uno explayarse y sentirse identificado con el hermosamente adornado edificio, que lleva en su frente o frontispicio, y a veces en muchos otros lugares (para gloria de su constructor), su blas�n y su nombre[20]. Puede uno, en fin, sentirse identificado con los contempor�neos que all� se congregan. Esta consideraci�n no niega, naturalmente, la dignidad sacral de tantas iglesias renacentistas ni el valor sublime que su marco solemne ha dado y sigue dando a innumerables celebraciones lit�rgicas rezadas en voz baja o jubilosamente cantadas. Pero es preciso hacer hincapi� en tal contraste, ya que generalmente pasa inadvertido. Como demuestra el desarrollo de la historia del esp�ritu, esa tendencia encubierta ha tenido efectos nefastos.

 

b) Por lo que respecta al segundo contraste (eclesi�stico-profano�individualista), diremos lo siguiente: para los italianos del Renacimiento no ven�a al caso una separaci�n de la Iglesia en el sentido de adoptar una postura religiosa contraria, como fue el caso de la Reforma. Sin embargo, sus obras ejercieron gran seducci�n en este sentido. Gloria incomparable de la Iglesia y fiel hijo suyo fue Miguel �ngel. Sus obras se cuentan entre las m�s imponentes manifestaciones del genio humano en las artes pl�sticas. Leonardo y Rafael, que suelen ser considerados a una con Miguel �ngel como las cumbres del Renacimiento, est�n muy por debajo de �l en cuanto a la capacidad de manifestar el alma humana y el mundo religioso.

 

Pero precisamente en su grandeza se deja entrever un peligro religioso. Sus obras de los per�odos primero y medio dieron rienda suelta a lo subjetivo de tal manera, que �nicamente su profundo esp�ritu eclesi�stico �innegable� pudo guardar esta actitud personalista de un subjetivismo radical. Pero lo peligroso de su subjetivismo se puso de manifiesto en sus efectos en otros. Miguel �ngel prepar� el camino para la plena liberaci�n del sujeto, y ello tanto m�s cuanto que sus incomparables creaciones afectan y subyugan al hombre como un poder de la naturaleza. Esto que decimos no debe entenderse equivocadamente. Para el cat�lico constituye sin duda una revelaci�n (en el sentido de la s�ntesis) el tener la vivencia de este �ltimo estallido de voluntarismo personal dentro del marco de la comunidad eclesial, proveniente adem�s de un alma aut�nticamente piadosa y fiel a la Iglesia. Pero el peligro fue evidente cuando este estilo subjetivista se conjug� con tendencias antieclesi�sticas y separatistas. Y de ellas habr�a de estar lleno el mundo muy pronto.

 

Para decirlo todo, no debemos olvidar que el propio Miguel �ngel supo conjurar estos efectos peligrosos con sus grandiosas obras de la �poca tard�a: �El Juicio Final� en la Capilla Sixtina, la c�pula de San Pedro y el conmovedor tono penitencial de sus �ltimos descendimientos y piets.

 

4. Pero, m�s all� de lo que acabamos de decir, hay que preguntarse c�mo llevaron a cabo los papas del per�odo renacentista sus tareas capitales. �Fueron buenos pastores del reba�o de Cristo?

 

a) En la historia de los papas de aquella �poca se registran esfuerzos dignos de reconocimiento en la vida cristiana personal de algunos papas como Eugenio IV, P�o II (una vez cumplidos los cuarenta a�os) y Nicol�s V. Y puede decirse que en el �mbito de la administraci�n ordinaria y la direcci�n en general estos esfuerzos fueron incontables. Pero, en conjunto, estos papas estuvieron hasta tal punto dominados por la pol�tica, las riquezas, el goce de los placeres de la vida, la cultura mundana y el bienestar de los suyos mediante el nepotismo y sirvieron tanto a estos intereses mundanos, que algunos de ellos constituyeron una ant�tesis radical del esp�ritu de Cristo, del que eran representantes. Las monstruosas y �por decirlo as� suprapersonales irregularidades de Avi��n y del Cisma de Occidente, la simon�a y el nepotismo, todo ello envenenado por una vida a veces inmoral y acrecentado por la intenci�n de convertir los Estados de la Iglesia en una propiedad familiar del papa, fueron clara muestra de la mundanidad y corrupci�n imperantes y de la claudicaci�n de los papas ante ellas.

 

b) La mayor deshonra del pontificado fue el inteligente Alejandro VI (1492-1503), al que sus enemigos llamaban �marrano� (el segundo papa de la estirpe espa�ola de los Borja), el papa del A�o Jubilar de 1500, pero tambi�n el papa de la simon�a, del adulterio y de los envenenamientos. Sin embargo, el peligro que aqu� tratamos de se�alar no se revel� propiamente en este papa, tan depravado moralmente; en �l, el fallo concreto qued� dentro de la esfera personal. La deficiencia �digamos� �estructural� de la fecundidad renacentista fue m�s perceptible en la personalidad del papa Le�n X, loable por muchos conceptos, particularmente interesado por la cultura, ante todo griega, por el teatro y la pesca, de vida moral intachable, pero que adopt� como lema de vida ���l, �representante� del Crucificado!� la frase siguiente: �Gocemos del pontificado, ya que Dios nos lo ha concedido�. Este fue el papa de la vergonzosa historia de las indulgencias de Maguncia y el papa del proceso, tan poco serio, llevado contra Lutero.

 

c) Estos papas, a una con los cardenales, sus �mulos, y con parecidos obispos y can�nigos nobles en todo el mundo, llevaron a la Iglesia, en el sentido apost�lico y religioso, al borde de la ruina. De tal modo se hicieron acreedores del juicio de Dios, que s�lo un milagro pod�a salvar al propio papado y a la Iglesia. Si queremos hacer una aut�ntica, vigorosa y convincente apolog�a de la Iglesia de aquel tiempo, no debemos atenuar sus escandalosas anomal�as, sino resaltarlas con toda energ�a. Entonces podremos ver c�mo la Iglesia consigui� lo que para cualquier otro organismo puramente natural es del todo inalcanzable: estando envenenada, supo segregar y eliminar el veneno. Es cierto que la crisis fue dura y acarre� sensibles p�rdidas, pero al final la Iglesia no qued� debilitada, sino robustecida; no se empeque�eci�, sino que se robusteci� internamente. Eso s�, una consideraci�n hist�rico-eclesi�stica aut�ntica, esto es, una consideraci�n cristiana sobre todas estas cosas, no debe olvidar la destrucci�n antecedente a la purificaci�n ni la persistencia de las debilidades en el mismo proceso purificador. Tampoco debe olvidar el terrible juicio de Dios.

 

B. Teolog�a y piedad human�sticas

 

Desde el punto de vista de la historia eclesi�stica, la importancia m�xima del Renacimiento estrib� en la relaci�n del Humanismo con la teolog�a.

 

El Humanismo fue un movimiento extremadamente complejo. Son tan variados sus perfiles, encierra tantos matices y diferencias aun en sus actitudes esenciales (en relaci�n con la Escol�stica, con la Iglesia sacramental y jer�rquica, con el evangelio), que pretender dar noticia suficiente de �l en pocas p�ginas es una tarea poco menos que descabellada. El lector har� bien en tomar en cuenta una vez m�s la cantidad enorme de matices que exigir�an nuestras escasas indicaciones sobre todo lo que llevamos dicho.

 

El Humanismo fue tambi�n en muchos sentidos un fen�meno social. Los humanistas se conocieron y reconocieron unos a otros por su afici�n insaciable a los libros y manuscritos, de la que ya hemos hablado. Se caracterizaron por su vida social y su copiosa correspondencia, siempre para fomento de la cultura. Este rasgo no desapareci� siquiera en el caso de los eremitas y ascetas cultos (cf. Giustiniani, entre otros).

 

1. Ya el primer humanista, Francesco Petrarca (1304-1374) opuso a la combatida Escol�stica un nuevo modo racional de hablar sobre las realidades salv�ficas y la doctrina: una �philosophia Christi� de car�cter moralizante, basada en Plat�n. La conjunci�n de la cultura antigua y la predicaci�n cristiana adquiri� una significaci�n peculiar dentro de la historia de la Iglesia, en primer lugar en la Academia Plat�nica de Florencia (fundada por Marsiglio Ficino [1433-1499] bajo la protecci�n de Lorenzo de M�dici).

 

2. El objetivo de esta Academia fue eclesi�sticamente correcto e incluso religioso. Pretendi� hacer renacer y profundizar el cristianismo (incluido la jerarqu�a y la vida sacramental) mediante su conjunci�n con la antigua sabidur�a (estoica y neoplat�nica). Quiso retroceder desde la Escol�stica hasta las fuentes de la revelaci�n. Pero estos antiguos escritos fueron le�dos con el talante de declarados admiradores de la Antig�edad. Lo que se buscaba y encontraba no era simplemente la religi�n de la redenci�n y la gracia, sino m�s que nada la sabidur�a estoica. La documentaci�n preferida se hallaba, s�, en san Pablo y el serm�n de la monta�a. Pero ambos eran interpretados m�s bien en sentido moralista, es decir, como llamada al esfuerzo de la propia voluntad, o bien en sentido neoplat�nico, como una especie de auto-sublimaci�n. Se resaltaba tambi�n (como los apologistas del siglo II) el contenido humano general y, por el contrario, se postergaban los dogmas bien definidos y la peculiaridad de la Iglesia fundada por el Se�or sobre la base de los sacramentos y un sacerdocio especial.

 

En este proceso de destilaci�n surgi� una tendencia que desde entonces no ha desaparecido de la historia del pensamiento cristiano: la tendencia a realzar lo que se supone esencial de todo el complejo �Iglesia�, �Escritura� y �Tradici�n�. Lo m�s importante hist�ricamente (es decir, lo m�s efectivo) no fueron tanto las tesis presentadas, las opiniones o las interpretaciones exeg�ticas, c�mo el m�todo y el modo del pensamiento.

 

Los elementos en juego y sus relaciones fueron muy diferentes. Podemos mencionar como nota caracter�stica un cierto espiritualismo, muy libre en parte y, a veces, espont�neo. En la teolog�a filos�fica del joven y genial conde Pico della Mirandola (� 1494), cuya oraci�n f�nebre �con cierto tono de censura� corri� a cargo de su amigo Savonarola, este espiritualismo repercuti� peligrosamente: Pico della Mirandola est� de tal manera embriagado de la fuerza y dignidad del esp�ritu y la voluntad del hombre, que sus expresiones ambiguas parecen a veces identificar la redenci�n con la autorredenci�n y la virtud con el conocimiento (el �error socr�tico�). La idea del logos spermatik�s es subrayada con vistas a la unidad de todas las religiones, de tal manera, que no s�lo peligra la concepci�n de la �nica verdad, sino que tambi�n peligra la idea �obvia por dem�s� del cristianismo como �nica religi�n verdadera.

 

Esta tendencia espiritualista pas� por el cardenal Bessarion (� 66) y Rodolfo agr�cola y lleg� hasta Erasmo. Fue una expresi�n anticipada del naciente subjetivismo, y ello mediante una forma dogm�tica peligrosa.

 

3. De acuerdo con la caracterizaci�n apuntada antes (II, 3), es explicable nuestro inter�s por pasar en seguida a contemplar el Renacimiento y el Humanismo encarnado en personalidades individuales plet�ricas de vida, en su actuaci�n, su genio y su figura. Genio y figura que nada tienen de sistem�tico, consecuente y unitario y s� mucho de arbitrario. Un ejemplo notable fue el fundador de la Academia Plat�nica de Florencia, el llamado Lorenzo de M�dici (� 1492), perteneciente a una familia de banqueros florentinos. Este magnate pas� de los negocios pecuniarios a la vida p�blica y supo rodearse de todos los grandes esp�ritus y talentos art�sticos del tiempo. Hizo de su biblioteca privada la primera biblioteca p�blica y mand� construir la soberbia Laurenziana seg�n los planos de Miguel �ngel. Conjug� en su persona tantos y tan diversos elementos de orden ideol�gico, de piedad, poder�o, af�n de saber y placer tranquilo, que constituy� el mejor espejo del ideal renacentista, y en este sentido resulta imposible definir arm�nicamente tan confusa multiplicidad de luces y sombras. El hecho de que los futuros papas Le�n X y Clemente VII, hijo y nieto de Lorenzo, respectivamente, crecieran en el seno de aquella corte no dej� de tener su importancia.

 

4. El Humanismo penetr� en Alemania con mayor fuerza en la segunda mitad del siglo XV[21]. Esto dependi� del crecimiento experi�mentado por el humanismo italiano (fecundado por los autores griegos despu�s de 1453), del florecimiento econ�mico de Alemania en aquella �poca y del consiguiente desarrollo de los colegios (Deventer, M�nster, Schlettstadt) y de las universidades[22]. El florecimiento del Renacimiento art�stico, que en Alemania no dej� de ser cristiano, tuvo lugar a comienzos del siglo XVI[23].

5. Pero el Humanismo no hab�a nacido en suelo alem�n. El entu�siasmo por la Antig�edad romana, en cualquier caso extranjera y extra�a, fue al principio muy retra�do, como es f�cil comprender. Ni la forma ni el contenido pagano de esta Antig�edad influyeron en Alemania tan directa y, por lo mismo, tan fuertemente como en el sur. En el estudio de la Antig�edad pagana los alemanes no olvidaron tanto como los italianos la absoluta inviolabilidad de la �nica verdad cristiana, tanto en su doctrina como en sus preceptos morales. La cr�tica a la Escol�stica y a los defectos eclesi�sticos nunca fue al principio, incluso en sus momentos m�s agudos, un ataque radical a los fundamentos ni cay� en el escepticismo paralizante. Tampoco se olvid� la instrucci�n cristiana. Especialmente en la educaci�n se supo sacar fruto de los nuevos estudios, mejorando los m�todos y depurando el lenguaje. Uno de los aspectos del Humanismo alem�n m�s decisivos para la historia de la Iglesia fue que hizo surgir la conciencia nacional con sus m�ltiples divergencias respecto a Roma (en la lengua, el derecho y la historia). El desarrollo de la Reforma protestante, indudablemente, qued� desde este momento prefijado en buena parte.

 

6. Ese estilo �sosegado� de renovaci�n espiritual fue cultivado principalmente por el primitivo Humanismo alem�n, que floreci� a orillas del Rin. Algo m�s libre fue el c�rculo de humanistas del sur de Alemania. El joven Humanismo alem�n del c�rculo de Erfurt se torn� abiertamente revolucionario a comienzos del siglo XVI (Mutianus Rufus, � 1526). En �l encontramos una vida m�s liviana, mayor incredulidad y ret�rica m�s ampulosa. La cr�tica no s�lo se dirigi� contra las irregularidades (reales o arbitrariamente supuestas, o descaradamente exageradas), sino que lleg� a convertirse en una hostilidad radical hacia la Iglesia y el cristianismo. A este c�rculo perteneci� durante alg�n tiempo Ulrico de Hutten (1488-1523).

 

a) Este fue tambi�n el terreno abonado del que brotaron las c�lebres Cartas de los hombres oscuros. Tales cartas surgieron en plena discusi�n en torno al famoso helenista y primer hebra�sta alem�n Johannes Reuchlin (t�o de Melanchton), que por su decidida intervenci�n en favor de la escritura jud�a hab�a sido difamado en materia de fe por el antip�tico y fan�tico Pfefferkorn, antiguo seguidor del juda�smo (tomo I, � 72). En esta pol�mica, la hostilidad del sector radical del Humanismo alem�n contra la Iglesia lleg� a su expresi�n m�s extrema. Se evidenci� un esp�ritu de burla tan disolvente y un gusto por la cr�tica, especialmente contra el monacato y la Escol�stica, tan radical y desenfrenado (gusto que adquiri� un tono fuertemente aeclesi�stico e incluso antieclesi�stico), que esta disputa lleg� a constituir el preludio inmediato de la Reforma. A base de la burla y tergiversaci�n m�s descarada, un pu�ado de esp�ritus destructivos se erigi� ante la opini�n p�blica en portavoz de la modernidad e incluso se granje� la consideraci�n de los monjes, desfasados y sin esperanza, adem�s de hip�critas e imb�ciles. La literatura sat�rica tuvo profundas repercusiones en la realidad de la vida.

 

b) Un humanista verdaderamente cristiano fue, en cambio, el erudito abad benedictino Johann Trithemius (� 1516), personalidad religiosa irreprochable. Este abad emprendi� con verdadero celo reformador la tarea de elevar el esp�ritu de su monasterio de Sponheim. Al no poder llevar a cabo sus prop�sitos en dicho monasterio, vino a W�rzburgo, al monasterio de Schotten, llegando a ser despu�s abad del mismo (1506). Fue un erudito de amplios conocimientos, si bien tal vez no muy cr�tico[24]. Sus escritos asc�ticos tienen un valor permanente. Pero, aparte esto, tambi�n se da en �l una rara predilecci�n por las ciencias ocultas de todo tipo, e incluso mucho de superstici�n y brujer�a.

 

7. Desiderio Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue el rey en este nuevo imperio espiritual del Humanismo. Erasmo fue un holand�s, perteneciente al Imperio alem�n, pero ante todo un europeo. Fue el mayor latinista del Occidente y dio al Humanismo una vigencia universal.

 

No pueden concebirse sin sus obras ni la historia de la filolog�a, ni la historia de la cr�tica hist�rica, ni la historia de la teolog�a. En todos estos campos sus logros fueron decisivos. Erasmo foment� enormemente la teolog�a con la edici�n de muchos Padres de la Iglesia, pero, sobre todo, la fecund� b�sicamente con su en�rgica vuelta al primitivo texto griego de la Biblia (que tambi�n public� por vez primera en 1516). Combatiendo durante toda su vida el mecanismo rutinario de la religi�n (exigiendo una justicia mejor, la justicia interior, y la adoraci�n en esp�ritu y en verdad) y debelando todo tipo de justicia basada en las obras (si bien a veces en esto fue demasiado lejos, como veremos en seguida), contribuy� a la revitalizaci�n de la piedad cristiana, y criticando los defectos de la Iglesia, al mejoramiento de la situaci�n. Su celo por la reforma fue las m�s de las veces plenamente aut�ntico.

 

a) Pero tanto la historia de las sanciones de que Erasmo fue objeto desde comienzos del siglo XVI como el inventario de sus escritos testimonian fehacientemente la dificultad que entra�a hacer la valoraci�n correcta y la catalogaci�n adecuada de este gran hombre en el aspecto eclesial. Relativamente m�s f�cil es rechazar por injustificado el juicio extremo, seg�n el cual Erasmo hab�a dejado de profesar la fe cat�lica.

 

Por otro lado, no podemos pasar por alto los da�os que caus� a la Iglesia. En la vida de Erasmo, lo mismo que en su doctrina, la debilidad fundamental del Humanismo produjo sus m�s perniciosos efectos: cierto desinter�s por el dogma (y clara tendencia al espiritualismo). Erasmo comparti� con la cr�tica del Humanismo a la Escol�stica y su certidumbre conceptual su menosprecio por el dogma fijado taxativamente. Es de alabar, sin embargo, su rechazo frente a la enojosa tendencia de muchos escol�sticos tard�os de explicarlo todo teol�gicamente. Pero Erasmo fue mucho m�s lejos. Tanto en su vida como en su doctrina se mostr� muy interesado por la vida moral y religiosa pr�ctica (aunque luego ni en sus palabras ni en sus obras lograse presentar un ejemplo orientador de ascetismo), pero no se interes� tanto por el dogma y por el fervor y la plenitud de la fe. No neg� el dogma ni la Iglesia como instituci�n, pero ni el uno ni la otra fueron para �l un motivo determinante. En la lucha de la Reforma, Erasmo se confes� partidario de la Iglesia cat�lica y de su doctrina, pero no puede decirse que viviese de ella. En la d�cada de los treinta pensaba todav�a que era posible superar la escisi�n provocada por la Reforma, si tanto los papistas como los luteranos segu�an sus orientaciones. Semejante �a-dogmatismo� acarre� especialmente entonces un debilitamiento de la Iglesia, pues en aquella situaci�n lo que se necesitaba era precisamente una nueva reflexi�n sobre el centro del dogma y una presentaci�n clara del mismo[25]. Lutero descubri� certeramente la insuficiente vinculaci�n dogm�tica de Erasmo, aunque al mismo tiempo, en lo relativo al dogma de la gracia, lanz� contra �l acusaciones completamente injustificadas.

 

b) Tampoco la piedad de Erasmo fue un modelo de esp�ritu eclesi�stico, pues este gran hombre, con su ins�lito poder de atraer y repeler distintas fuerzas, estuvo inmerso en la problem�tica, tan relevante para la historia universal y eclesi�stica, de las �causas de la Reforma�. A este respecto hemos de afirmar lo siguiente: lo que en el marco de una situaci�n segura y dentro de una evoluci�n tranquila puede resultar tal vez irrelevante, en v�speras de una gran ruptura puede cobrar, en cambio, una importancia decisiva, convirti�ndose incluso en una de sus fuerzas m�s poderosas.

 

De hecho, la dificultad de definir exactamente la calidad eclesi�stica de Erasmo estriba, en definitiva, en la cuesti�n del derecho del (punto) medio y, tal vez, hasta mediano o mediocre dentro del mensaje cristiano. Desde el principio de su historia la Iglesia nunca ha tomado partido a favor del rigorismo, sino contra �l. Siempre ha mantenido la opini�n de que el Se�or tiene tambi�n preparado el reino para los hombres de categor�a espiritual modesta.

 

Pero la Iglesia tampoco ha renunciado jam�s al mandato ��Ama a Dios sobre todas las cosas!� ni a la salvaci�n que viene de la cruz. Es importante advertir el tratamiento de que fueron objeto en el c�rculo del Humanismo piadoso los temas de la perfecci�n, del amor Dei, de los consejos evang�licos y del gozo de la oraci�n (Giustiniani). Y se debe considerar, adem�s, que precisamente esta cuesti�n del �amor a Dios sobre todas las cosas�, como mandamiento fundamental para todos los cristianos, fue central en el planteamiento reformador de Lutero. Es entonces cuando el an�lisis que hemos hecho de Erasmo cobra todo su significado.

 

Ya hemos indicado que el juicio de valor sobre la piedad de Erasmo ha oscilado notablemente a lo largo de la historia. Hubo personas devot�simas de la Iglesia que celosamente leyeron, veneraron y recomendaron sus obras. Pero precisamente entonces se ve uno obligado a volver otra vez sobre la �median�a� de Erasmo como su principal defecto. Erasmo fue un hombre del centro, pero del centro d�bil. Ingredientes de esta �median�a� fueron ante todo su indecisi�n y su repugnancia a comprometerse. Lo ha destacado justamente su mejor conocedor entre los investigadores modernos, Huizinga. Y esto, teniendo en cuenta la situaci�n de la Iglesia y los formidables recursos de Erasmo, constituy� un agravante. S�lo la santidad pod�a salvar aquella �poca, no la simple correcci�n.

 

La obra y la personalidad de Erasmo son sumamente complejas. No es dif�cil emitir un juicio claro sobre el puesto que ocupa en la historia de la cultura. La riqueza de sus m�ltiples y admirables obras no nos permite sino una alabanza superlativa. Pero su figura, considerada dentro de la evoluci�n eclesi�stica del siglo XVI, resulta mucho menos clara.

 

De �l tenemos testimonios de una piedad infantil. No es seguro, en mi opini�n, que dentro de ella se deba contar su devoci�n a santa Ana (comprobable a lo largo de toda su vida), a la cual dedic� un �Rithmus iambicus�, puesto que �l no tuvo gran estima del catolicismo popular[26]. En cualquier caso, tal devoci�n no representa nada decisivo para un entendimiento tan agudo, sobre todo cuando se atribuye tan escaso valor al simple sentido literal de la Escritura y se intenta un insuficiente alegorismo platonizante de san Pablo, tanto en la oraci�n como en la fe.

 

Erasmo fue y quiso ser un intelectual en su faceta de te�logo (te�logo que no sigui� las huellas de la Escol�stica). Estaba en su derecho. Pero, como Lutero, no se resign� a ser un puro biblicista. Ahora bien, mientras Lutero se tomaba en serio las palabras del evangelio tal como aparec�an y se sent�a responsable de cualquier palabra vana, en el caso de Erasmo era la misma palabra (una palabra a�n no vinculante, aun trat�ndose de la confesi�n de la fe) la que le incitaba a ir m�s all�. Erasmo no fue un vulgar esc�ptico, pero su estilo espiritualista y anti-intelectualista tampoco subray� con el debido respeto el misterio revelado en su indisoluble racionalidad. Lo que caracteriza toda su persona y su obra es, m�s que nada, ese estilo ambiguo del Elogio de la locura, esa insuficiencia ingeniosa que, aun dentro de la confesi�n correcta de la fe, acaba creando la conciencia de que algo no est� determinado con exactitud, de que, sencillamente, no es obligatorio.

 

Erasmo critic� y censur� mucho. Escribi� tratados de moral e hizo propuestas para lograr el mejoramiento de la Iglesia. Vivi� personalmente con pureza de costumbres. No fue un glot�n. Se entreg� apasionadamente al trabajo espiritual durante toda su vida. Pero Erasmo no fue propiamente un h�roe moral y religioso. No anduvo ramplonamente a la caza de prebendas, pero la fama de su nombre (y anteriormente la conciencia del valor de su saber y de sus puntos de vista), buscada de modo nada ingenuo, sino totalmente consciente, se constituy� en el centro de su pensamiento. En ocasiones mendig� el dinero de los ricos y de los pr�ncipes de manera no muy digna. A menudo se sinti� inseguro y jam�s se atrevi� a poner en juego su fama y su vida por defender un ideal o a sus amigos. No nos da la sensaci�n de una certidumbre decidida y vigorosa, como tampoco de una armon�a sistem�ticamente estructurada. Le caracteriza la indecisi�n. Esto constituye una dificultad a la hora de reconocer su justo valor. Para ser objetivos con �l, no debemos olvidar que su infancia de hijo ileg�timo fue dura y sin amor, que se le oblig� a abrazar la vida conventual y que durante toda su vida fue un hombrecillo t�mido y d�bil, de constituci�n poco robusta. Pero para un genio como Erasmo, dados los grandes problemas universales en los que se vio implicado y a la vista del papel dirigente que desempe�� en el campo teol�gico, no era suficiente una vida religiosa, no bastaba con rezar una oraci�n. Esto merece a lo sumo �ya lo hemos dicho� el calificativo de �correcto�. Como escala de valores se imponen aqu� las categor�as de plenitud y de fuego abrasador. Es leg�timo y necesario preguntarse por el fervor de su fe. Desgraciadamente, uno no lo encuentra. Erasmo no perteneci� al grupo de los grandes hombres de oraci�n o de fe ardiente.

 

c) En Oxford, por mediaci�n de John Colet (1467-1519), disc�pulo de Marsiglio Ficino, consejero espiritual de Tom�s Moro y cr�tico de la piedad popular, conoci� Erasmo el moralismo cristiano y se entusiasm� por los dos elementos que caracterizan su teolog�a: el estoicismo de Cicer�n (que generalmente se califica de plat�nico) y el Nuevo Testamento. A diferencia de la vituperada Escol�stica tradicional, se trataba de una teolog�a expresada en t�rminos nada abstractos, de gran variedad y vitalidad (y pertrechada, adem�s, de un formidable conocimiento de los antiguos Padres). Por la conjugaci�n de la Antig�edad y el cristianismo deb�a lograrse un renacimiento del segundo.

 

d) El resultado de esta conjunci�n fue una pluralidad dif�cil de captar. Lo que Erasmo subrayaba un d�a con fuerza, no lo sosten�a al d�a siguiente con la misma seguridad. Volvemos a advertir, una vez m�s, que en su n�cleo m�s �ntimo Erasmo fue adogm�tico. No le iba bien la tajante certidumbre del dogma, la doctrina fijada de una vez para siempre, que alimenta nuestro esp�ritu.

 

Su teolog�a no fue tampoco expresi�n de un pensamiento sacramental. Resulta, de hecho, muy dif�cil de demostrar que el sacerdocio particular del presb�tero Erasmo llegase a adquirir la plena dignidad que le reconoce la fe cat�lica. Tanto es as�, que esa acentuaci�n (central en el cristianismo) de una justicia mayor, interior, y de la adoraci�n en esp�ritu y en verdad, si se toma en sentido exclusivo y se separa del culto sacramental, desemboca f�cilmente en una concepci�n moralista o espiritualista del mensaje cristiano.

 

Y esta concepci�n fue la que se introdujo e inici� en parte con Erasmo. Sus requerimientos a vivir del esp�ritu y a imitar la vida de Cristo no fueron entendidos en el sentido pleno de Pablo, sino m�s bien (de manera semejante a los apologistas del siglo II) quedaron debilitados dentro de un contexto moralizante. Su contenido se centr� en llevar una vida piadosa y moral, acompa�ada de una cultura devota adecuada, pero �sta no siempre fue lo bastante profunda como para pronunciar un claro s� a Cristo y a toda la Iglesia y un claro no a todo lo no cristiano. Se ha dicho, y con raz�n, que con Erasmo no se llega a la realizaci�n de una religiosidad seria en medio del mundo, sino a un ascetismo secularizado, para el cual la independencia del erudito en su mansi�n est� por encima de todo (Iserloh). El tono m�s edificante del �ltimo Erasmo tampoco difiere esencialmente de lo dicho. A pesar de su catolicismo ortodoxo, no dio con la afirmaci�n redentora y liberadora de todo el dogma como confessio, es decir, con la afirmaci�n de la Iglesia, que nos transmite la fe y la redenci�n.

 

e) Tal simplificaci�n trajo consigo un tremendo empobrecimiento de la predicaci�n cristiana en el sentido indicado. Pero la amenaza mayor, el peligro de la disoluci�n interna, consisti� en que esta religi�n fue presentada como m�s o menos id�ntica con cualquier otra religi�n o moral sincera que haya existido. La severa antig�edad representada por un Cicer�n o un S�neca no s�lo apareci� emparentada pasajeramente con el cristianismo, sino que acab� identific�ndose propiamente con �l, al ser fuertemente subrayada la idea del logos spermatik�s. Llevadas a sus �ltimas consecuencias, estas tendencias desembocaron en concepciones que afectaron el coraz�n del cristianismo. No fue Erasmo quien sac� estas consecuencias; m�s a�n, las evit� gracias a su confesi�n cat�lica ortodoxa. Pero llegaron los ilustrados del siglo XVIII y, remiti�ndose a �l, sacaron las conclusiones l�gicas de todas sus premisas, premisas que �l mismo hab�a establecido abundantemente, pero sin indicar las posibles defensas.

 

f) Como fruto positivo qued� la seria profundizaci�n personal de la actividad religiosa exigida por Erasmo. Con frecuencia Erasmo supo encontrar palabras conmovedoras para sus argumentos. Por medio de ellas, una personalidad tajante pod�a haberse presentado leg�timamente como modelo a seguir. Erasmo no. Le falt� la realizaci�n de las categor�as cristianas: la vida desbordante, la fe de Juan, el saberse edificado en la cruz de Cristo como Pablo, y todo ello en la medida que le hubiera correspondido dado el poder�o de su formidable genio, la capacidad de su lenguaje y la tarea propia de la situaci�n hist�rica. Erasmo fue un genio. Fue te�logo. En orden a la situaci�n espiritual del mundo fue, sin duda, el especialista de la discusi�n de su tiempo. Debiera haber sido el genial controversista capaz de congeniar con Lutero. Su actitud religiosa ante el evangelio fue correcta. Pero no alcanz� su plenitud religiosa, como tampoco pudo arrogarse la prerrogativa del primitivismo. Por eso Erasmo fue un expositor correcto de la doctrina cat�lica desde fuera, no su proclamador profundo, ardiente y carism�tico. Su independencia interior frente a las tesis dogm�ticas cat�licas y su visi�n de las posibilidades de reforma impl�citas en ellas le dieron la oportunidad de comprender la postura de Lutero sin tener que sostener sus tesis. Pero no se apresur� a comprender el verdadero n�cleo de la Reforma.

 

Tambi�n su tipo de cr�tica a las calamidades de la Iglesia infunde desconfianza. Nunca se expres� en el tono religioso que encontraremos en un Savonarola o en un Adriano VI. Exager� sin medida los defectos existentes, para sacarlos despu�s a la luz en son de burla y sarcasmo (en lugar de condolerse de ellos). Para los valores religiosos que todav�a se daban en abundancia, y especialmente para los de la piedad popular, no tuvo comprensi�n ninguna, a pesar de su devoci�n a santa Ana, a la que ya nos hemos referido. Se afan� excesivamente por liberarse de la �carne� (por �descorporizarse�; Alfons Auer), mientras que su espiritualizaci�n, como ya hemos dicho, no sobrepas� la alegor�a ni alcanz� la plenitud exigida por san Pablo. S�lo m�s tarde, la tempestad reformadora abri� los ojos al gran humanista para ver el peligro que encerraban muchas de sus expresiones. Entonces confes� que, si hubiera previsto los efectos, no habr�a empleado tales expresiones.

 

Su vida mostr�, finalmente, hasta qu� punto el dogma y el sacramento fueron extra�os a su m�s honda intimidad. Erasmo fue sacerdote, pero as� como los sacramentos rara vez aparecieron en sus exposiciones y raramente celebr� la misa, tambi�n se despidi� de esta vida sin sacramentos.

 

g) Especial cr�tica merece lo que podr�amos llamar el principio b�blico de Erasmo. Este principio encierra un aut�ntico peligro para la unidad de la doctrina cristiana. Como tantas veces al interpretar a Erasmo, tambi�n aqu� lo decisivo es distinguir, de una parte, la correcci�n de su confesi�n cat�lica, y de otra, lo que supone vivir y pensar desde la plenitud del catolicismo. No cabe duda de que Erasmo reconoci� la Iglesia y su magisterio como instancia suprema en la interpretaci�n de la Escritura y se mostr� dispuesto a someterse a sus decisiones. Pero de la praxis de su m�todo exeg�tico-filol�gico se deduce que quien decide como experto es, en definitiva, el docto ling�ista. El cat�lico Erasmo desconoci� el principio b�blico de los reformadores. Pero a su vez lo prepar�. Sus mismos contempor�neos advirtieron la relaci�n entre la ex�gesis erasmiana y el principio b�blico de la Reforma.

 

h) El influjo de Erasmo fue universal. Sin �l es inconcebible la vida espiritual de los siglos XVI, XVII y XVIII. Por el rasgo individualista de su actitud espiritual y de su religiosidad, por la edici�n del Nuevo Testamento griego, por su cr�tica textual de la Biblia y por su cr�tica muchas veces destructiva contra la Iglesia, Erasmo constituy�, adem�s, una de las causas m�s inmediatas de la Reforma.

 

Naturalmente, dada su actitud teol�gica fundamental, tuvo por fuerza que chocar con ella en puntos decisivos. Erasmo subray� la fuerza propia del hombre, su voluntad, su inteligencia. De acuerdo con la tradici�n cat�lica, sostuvo la cooperaci�n de la gracia divina y la voluntad humana en el proceso salv�fico. Por desgracia, tampoco en esta cuesti�n particular fueron uniformes sus expresiones. Por una parte dijo que la �Filosof�a de Cristo�, a la que denomin� renacimiento (Jn 3,3), �no es otra cosa que una renovaci�n de la disposici�n natural, de suyo ya bien dotada�. Pero en su escrito �Sobre el libre albedr�o� se separ� claramente de Pelagio e incluso de Duns Escoto, atribuy� la mayor parte (incluso de los m�ritos) a la gracia de Dios y exigi� que el hombre no se glor�e del bien que hay en �l. Por supuesto que con buen sentido cat�lico se opuso a no ver en el hombre m�s que pecado. En su famosa r�plica De servo arbitrio, Lutero caricaturiz� injustamente las tesis de Erasmo.

 

8. Frente al peligro que para el dogma y para la Iglesia supon�a la actitud de esp�ritus como Erasmo, la misma Iglesia no tom� ninguna medida[27]. Hecho profundamente significativo para aquella �poca, en la que muchos jerarcas eclesi�sticos estaban en la pr�ctica tan enredados en la confusi�n teol�gica que no tomaban a mal a los cultos, los eruditos, los sabios y los poetas el que en sus obras pusieran en peligro los fundamentos mismos del ser de la Iglesia, o tambi�n ni siquiera atisbaban el peligro que les amenazaba. El relativismo debilitador (�la tibieza� de que habla el evangelio) hab�a penetrado profundamente en la misma Iglesia. Se echaba encima el peligro de una descomposici�n general desde dentro. El influjo efectivo de Erasmo fue tambi�n por esta direcci�n.

 

Visto desde esta perspectiva, el tremendo golpe de la Reforma, que escindi� el Humanismo en dos y oblig� a muchos hombres de Iglesia a despertar de su despreocupaci�n humanista, de su indiferencia relativista y de su sobrevaloraci�n de la cultura frente a la fe, forz�ndoles a ponerse en actitud de vigilia, cobra una significaci�n estremecedora y positiva en la redenci�n obrada por Cristo y dentro del plan salv�fico de Dios.

 

IV. EL HUMANISMO EN ESPA�A

 

En toda Europa, pero sobre todo en Francia, hallamos, alrededor del 1500 y, luego, durante todo el siglo XVI, el importante movimiento del �evangelismo�, que, mezclado por varios conceptos con las corrientes humanistas, surti� efectos edificantes desde el punto de vista religioso a la par que disolvente desde el jer�rquico y eclesi�stico. Junto a este movimiento se dio tambi�n en Francia, y con diferente intensidad en Italia y Alemania, aquel Humanismo ilustrado que para la Iglesia fue m�s perjudicial que beneficioso. Pero hubo un pa�s en el que el Humanismo demostr� ser capaz ya entonces de servir plena y directamente a la religi�n cat�lica. Este pa�s fue Espa�a. El Humanismo, sobre todo en la obra del franciscano Francisco Xim�nez de Cisneros (1436-1517), arzobispo de Toledo, primado de las Espa�as, cardenal y luego gran inquisidor[28], encontr� en Espa�a una situaci�n espiritual esencialmente libre de todo tipo de descomposici�n interna religiosa o eclesi�stica; y encontr� tambi�n una conciencia eclesial y una piedad inquebrantables, como en la Edad Media. La lucha secular contra los moros, que hab�a llegado a su final victorioso bajo el reinado de los Reyes Cat�licos, Fernando e Isabel, con la toma de Granada en 1492, hab�a hecho posible esa situaci�n. El alejamiento de la Iglesia provocado en otras partes por el Humanismo no se produjo en Espa�a, y as� Espa�a pudo convertirse en el pa�s del catolicismo del futuro, el pa�s de la reforma cat�lica y de la contrarreforma. Su ardor m�stico habr�a de tener su m�ximo exponente en Teresa de Avila. Y su valor y su audacia caballeresca contra los enemigos de la Iglesia tuvo en san Ignacio y en su Compa��a de Jes�s una manifestaci�n decisiva para la historia[29].

 

� 77. ESCISIONES RELIGIOSAS � REACCIONES

 

1. Una demostraci�n palpable de la confusi�n reinante en la vida religiosa de aquella �poca fueron las tendencias her�ticas y sectarias que se desencadenaron. Estos movimientos constituyeron el n�cleo de una religiosidad aut�ntica, latente bajo el �exteriorismo� a que nos hemos referido, pero tambi�n fueron preanuncios y s�ntomas de la violenta revoluci�n inminente, indispensables, por tanto, para comprender adecuadamente la Reforma. Sin tal pureza religiosa, la llamada de Lutero al rigorismo religioso no hubiera podido hallar el eco que efectivamente encontr�; y sin tal rigorismo tampoco habr�a tenido �xito su llamada a la ruptura.

 

2. Las manifestaciones de que ahora nos vamos a ocupar[30] no llegaron a constituir agrupaciones propiamente dichas, sino fueron m�s bien corrientes de espiritualidad. El n�cleo de todas ellas fue en todas partes el descontento ante la situaci�n y los defectos existentes en la Iglesia, el Estado y la sociedad. Tal descontento confluy� con la vieja exigencia que ped�a el retorno a la Iglesia sencilla y pobre de los tiempos apost�licos. Ya hemos visto que desde mucho tiempo atr�s se ven�a formulando esta exigencia a los prelados y a la curia romana. En no pocas ocasiones se lleg� a afirmar que la pobreza de la vida apost�lica era condici�n previa para ejercer la autoridad en la Iglesia. Tal fue el pensamiento de algunas fuertes tendencias surgidas de un concepto harto espiritualista de la Iglesia (se ve claro, por ejemplo, en Wiclef, como tambi�n en los relatos sobre los �flagelantes voluntarios�). Este descontento se torn� m�s explosivo a ra�z de las extraordinarias y fuertes tensiones sociales, hasta el punto de provocar una revoluci�n religiosa contra las riquezas de la Iglesia. (En Alemania, la Iglesia pose�a casi un tercio de la propiedad territorial). Fue precisamente esta conjunci�n del descontento religioso-eclesi�stico con el descontento pol�tico-social lo que agudiz� la crisis en este per�odo, haci�ndolo extremadamente peligroso (muchas veces incluso en lugares en que propiamente no hubo adherencias her�ticas).

 

3. Estos movimientos sacaron su fuerza religiosa de la Biblia. Contrariamente a lo ocurrido hasta entonces, la lectura de la Biblia se difundi� enormemente (a consecuencia de la aparici�n de la imprenta: primera impresi�n de la Biblia en 1452), Pero tambi�n se puso de manifiesto la peligrosidad que parad�jicamente encierra tal lectura en determinadas circunstancias. La Biblia, en el Nuevo Testamento, predica y alaba la pobreza. Pero la Iglesia medieval, al comenzar a dedicarse a la cultura, como se ech� de ver claramente a principios de la Edad Moderna, hab�a ido alej�ndose de la pobreza e inclin�ndose a la riqueza. La estructura de la jerarqu�a y de la sociedad regida por ella hab�a dado origen a una escala social en la que llegaron a darse diferencias antag�nicas. Los desheredados de la fortuna opusieron a esta situaci�n las palabras b�blicas sobre la pobreza, a las que se uni� la idea del Estado natural (Hans B�hm, el gaitero de Niklashaus, en 1476). Se exigi� pobreza e igualdad, punto de arranque de un verdadero socialismo (que bien podr�a calificarse de cristiano).

 

Tendencias de este tipo tuvieron su expresi�n revolucionaria en los diversos levantamientos de los campesinos, que comenzaron en 1491 y fueron siempre aplastados cruentamente (Bundschuh ��La sandalia��, el �Pobre Conrado�, la Guerra de los campesinos). Desde el punto de vista hist�rico-eclesi�stico, la significaci�n m�s honda de estos movimientos radica en el hecho de que predispusieron la psicolog�a popular a aceptar las cr�ticas de Lutero tanto contra la jerarqu�a eclesi�stica como contra las diversas manifestaciones de �mammonismo� eclesi�stico (indulgencias, provisi�n de cargos). Tambi�n, m�s tarde, favorecieron la aceptaci�n de la doctrina de Lutero sobre la libertad del cristiano, en el marco de la cual habr�an de cobrar una peligrosa significaci�n incluso ideas cristianas conservadoras, como lo demostr� el posterior desarrollo de los acontecimientos.

 

4. Este descontento radical, tan ampliamente extendido, se ali� con una visi�n terror�fica y a la par esperanzada del futuro. Ideas apocal�pticas tales como la expectativa del castigo merecido o del fin del mundo, la vuelta de Cristo para el juicio final e incluso la idea del milenio fueron por esta �poca extraordinariamente frecuentes y predilectas, no sin apoyo en algunos pasajes de la Biblia (evangelios y Apocalipsis). En la baja Edad Media[31] la apocal�ptica lleg� a convertirse en una verdadera �epidemia espiritual�. Se centr�, al menos en parte, en la idea del anticristo, una idea ya muchas veces utilizada como arma de ataque en la lucha entre el Papado y el Imperio. Esta idea penetr� en la conciencia popular gracias a la imprenta, con la reedici�n de las viejas profec�as y la publicaci�n de las comedias del anticristo (el campesino bohemio Johannes Saaz, � 1414).

 

5. En el desarrollo de la vida religiosa a partir del 1300 aparecieron reiterados movimientos que pretend�an minimizar la significaci�n de la Iglesia visible, consider�ndola no decisiva para la predicaci�n cristiana. Fueron concepciones espiritualistas, de una piedad interior y unilateral. Encontramos sus huellas por doquier. El descontento frente a la Iglesia visible y efectiva, con su prepotencia, con sus riquezas, su mundanizaci�n y su actividad pol�tica, impuls� tambi�n ahora en la misma direcci�n. Es a todas luces evidente que en todo esto se trataba de exigencias leg�timas y ortodoxas de una religiosidad insatisfecha. Estos mismos movimientos se vieron apoyados por las tendencias del desarrollo cultural general de la �poca: los afanes individualistas del Humanismo, los elementos tanto aut�nticos como inaut�nticos de la m�stica moderna, el aprovechamiento de las obras de los antiguos m�sticos, ahora accesibles a todos gracias a la imprenta, y, naturalmente, la cr�tica justificada, pero tambi�n desbordada, contra el clero.

 

6. Todos estos fen�menos, como ya hemos indicado anteriormente, no se dieron clara y distintamente al margen de la vida eclesi�stica ortodoxa. La multiplicaci�n desmedida (en sentido tambi�n cuantitativo) de las devociones de todo tipo en la oraci�n, el canto, la construcci�n de iglesias, las peregrinaciones, las indulgencias, las fundaciones y otras cosas semejantes (� 70) a lo largo del siglo XV constituy�, precisamente por su enardecimiento, un claro peligro. Tal incremento favoreci� directamente las posibilidades de asentamiento de las tendencias insanas y her�ticas. En una palabra: la disposici�n de las fuerzas cristianas puede decirse que guardaba un equilibrio sumamente precario. Hab�a muchos elementos desgarrados; la herencia aparec�a insegura y amenazada.

 

7. Un clima semejante estaba pidiendo a gritos la aparici�n de profetas que anunciaran la c�lera de Dios, predicaran una penitencia capaz de contrarrestar la ruina y reclamaran la conversi�n. Y tales profetas tomaron la palabra, se hicieron o�r en los sermones penitenciales del siglo XV (� 68, 2).

 

La lucha contra la descomposici�n dominante se expres�, como encarnada en un s�mbolo y resumida en una predicaci�n apocal�ptica de castigo, en la persona del fraile dominico Jer�nimo Savonarola (nacido en 1452 y muerto en la hoguera en 1499), prior del convento de San Marcos de Florencia. Su figura, aureolada por el tr�gico final de un gran hombre, ha quedado impresa de forma imborrable en el recuerdo de la humanidad.

 

Savonarola tuvo, bajo muchos aspectos, una importancia fundamental para la historia de la Iglesia y, en especial, para su Edad Moderna.

 

a) El escenario fue la Florencia del tiempo de m�ximo delirio renacentista (1490-1499), la Florencia que antes y durante la victoriosa expedici�n de Carlos VIII de Francia por Italia luch� por liberarse de la tiran�a de los M�dici. En este medio (Ferrara, Florencia) viv�a la familia de los Savonarola desde generaciones, constituyendo un modelo de aut�ntica vida moral y religiosa. La formaci�n de Jer�nimo no pudo por menos de ser humanista, pero lo que en �l ech� ra�ces procedi� de Tom�s de Aquino, el �gigante�, a quien �l ley� asiduamente y ante quien siempre se consider� una nada. A esto hay que a�adir su extraordinario conocimiento de la Sagrada Escritura.

 

b) Lo m�s importante fue su fe en�rgica, incluso heroica; su religiosidad pura, intachable; su elevad�sima seriedad penitencial, y su severa asc�tica. Su fuente principal: los profetas del Antiguo Testamento. El germen de su labor: su conciencia religiosa de haber sido enviado por Dios como profeta. Esta conciencia de profeta lo convirti� en un arrollador y apocal�ptico predicador penitencial a favor de la necesaria reforma eclesi�stica seg�n el modelo de la Iglesia apost�lica, de la cual a�oraba su plena fe y perfecto amor, y en contra del esp�ritu pagano renacentista y de la entrega de la curia romana en particular a ese mismo esp�ritu.

 

Su predicaci�n se dirigi� contra una �poca desquiciada en el aspecto moral, en la que la venganza se consideraba como un derecho, el bandolerismo como una costumbre y la violencia y el envenenamiento como un medio normal de hacerse con el poder ansiado. Tan desolado pareci� este mundo al joven estudiante, que casi lleg� a constituir para �l una tentaci�n de fe. Pero �l contest� con la invocaci�n al Se�or: ��Hiere mi coraz�n con tu amor para que te encuentre!�.

 

c) Su tremenda predicaci�n como prior de San Marcos estuvo fuertemente condicionada por el acontecer nacional. Italia, Roma y Florencia fueron apostrofadas insistentemente. Cuando hablaba de Roma, la �Babilonia�, se refer�a precisamente a la Iglesia y, m�s concretamente, al clero, como tambi�n a la multiplicaci�n de sus misas (��Ojal� hubiera escasez de ellas!�). En sus muchas y acerbas cr�ticas hizo responsables de �esta borrasca�, de �esta calamidad�, a los monjes y prelados. Textualmente: �La cabeza est� enferma. �Pobre de este cuerpo!�.

 

El contenido general de su predicaci�n se resumi� en estos tres puntos: 1) la Iglesia tiene que ser necesariamente castigada; 2) y renovada por este medio; 3) y esto suceder� pronto. Se advierten en seguida las resonancias de temas antiguos (Joaqu�n de Fiore) y modernos. Ellas son las que explican, dada la fuerza de irradiaci�n de personalidad tan descollante, sus poderosos efectos.

 

d) Savonarola fue un gran hombre de oraci�n y un m�stico, un escritor asc�tico extraordinariamente valioso, un temperamento heroico en su lucha por la Iglesia y por la libertad de la conciencia cristiana. Tal vez en la virtud de la humildad no lleg� a ese grado de hero�smo que hace renunciar por entero a los propios deseos. Pero s� se dio en �l esa humildad del profeta que se indica en Jn 3,30 (�Conviene que �l crezca y yo disminuya�). El mismo dijo claramente que no le justificaban ni su misi�n ni los conocimientos que le hab�an sido concedidos. Y, en fin, tampoco su insistencia en las exigencias prof�ticas degener� nunca en instintos de protesta.

 

e) La tarea inmediata que se le encomend� a Savonarola fue la direcci�n de su convento. Pero dicha tarea estuvo estrechamente relacionada con su obra de reforma general de la Iglesia y, especialmente, del clero, al que censur� duramente. En su convento pretendi� Savonarola restaurar la antigua disciplina. De ah� que promoviese la creaci�n de una congregaci�n de observancia. Aqu�, en este punto decisivo, es donde la oposici�n de la curia concentr� sus fuerzas, no para fomentar la reforma, sino precisamente para impedirla y contrarrestar as� la influencia del fraile.

 

Savonarola hab�a atacado sin miramientos al papa Alejandro VI, elegido simon�acamente. Esta cr�tica choc� con la resistencia del pont�fice, que prohibi� al fraile la predicaci�n. Se trat� de que su convento reformado retornase a la regla menos estricta. La obra entera de la vida del profeta se vio amenazada. Savonarola se neg�, remiti�ndose al mandato superior de Dios. Sus enemigos pol�ticos se unieron a sus enemigos eclesi�sticos. El partido de sus rivales promovi� un precipitado juicio de Dios para soliviantar al populacho (no al �pueblo�). El profeta fue encarcelado y por medio de horribles torturas le arrancaron confesiones ambiguas, que fueron luego todav�a falsificadas, y le condenaron a muerte por hereje, cism�tico y defensor de novedades corruptoras. Sin embargo, el fraile se mantuvo firme en su palabra: �He hablado as� porque as� lo ha querido Dios�.

 

En su martirio f�sico y ps�quico en la prisi�n y delante de sus infames adversarios reconoci� y confes� la mano de Dios que pesaba sobre �l. Con las conmovedoras palabras del salmo Miserere en su boca pidi� al Padre de las misericordias el perd�n de sus pecados. Anunci� �el aniquilamiento radical de s� mismo en la inmensidad de Dios� y expres� �una petici�n amorosa de renacimiento para todo el cuerpo vivo de la Iglesia� (Mario Ferrara).

 

Tras hab�rseles proporcionado a �l y a sus dos compa�eros la confesi�n y la comuni�n (Savonarola se la administr� a s� mismo), fue degradado conforme al rito tradicional y �separado de la Iglesia militante�. Despu�s fue ahorcado, su cad�ver quemado y sus cenizas arrojadas al Arno.

 

f) Savonarola personific� un modelo impresionante de predicaci�n apocal�ptica, siempre estremecedora, pero que no en todo momento ha tenido �xito. En �l se pusieron de manifiesto los agudos contrastes de la �poca renacentista: abusos generalizados en la Iglesia, graves maldades en el pontificado, lucha despiadada en el monacato entre observantes y laxos. Pero aunque se estuvo al borde mismo de la ruina, los valores religiosos superiores no se hab�an agotado. El caso de Savonarola oblig� m�s que nada a tener presente la diferencia esencial que existe en la Iglesia entre el cargo y la persona que lo ocupa. La lucha del propio Savonarola fue un ejemplo vivo del problema capital de catolicismo en la Edad Moderna: delimitar correctamente la relaci�n que ha de existir entre el ministerio � la jerarqu�a� y el individuo, entre la Iglesia y la conciencia individual.

 

g) Ciertamente, Savonarola, que se enfrent� al papa, queda dis�culpado por las opiniones de aquel tiempo sobre la excomuni�n y por la elecci�n simon�aca del pont�fice. Pero este problema s�lo logra una soluci�n satisfactoria cuando se le contempla a la luz del caso de santa Juana de Arco, ocurrido tambi�n en el mismo siglo. Tambi�n �sta declar� que, llegado el caso, antepondr�a las indicaciones de sus �voces� a las del papa y que renunciar�a a la misa de Pascua y a un entierro cristiano antes que obrar contra su conciencia y contra sus �voces�. Esta postura ha sido reconocida por la Iglesia como cat�lica al elevar a los altares a Juana de Arco. El caso de Savonarola es similar, aunque no id�ntico: Savonarola 1) fue cl�rigo y 2) actu� positivamente contra la excomuni�n, aunque la excomuni�n fuese dictada por razones pol�ticas y, adem�s, por obra de un libertino sentado en el trono pontificio.

 

No cabe duda de que Savonarola no s�lo permaneci� dentro del seno de la Iglesia, sino que vivi� de ella. El fundamento de su obra fue su catolicismo �ntegro, pleno de evangelio. Su recitaci�n del Miserere ante los terribles verdugos y su solemne confesi�n de fe antes de recibir el vi�tico fueron buena prueba de ello. El haberle llamado precursor de la Reforma ha sido un grave malentendido. Lo cual no excluye que el aspecto revolucionario de su acci�n y predicaci�n haya podido dar a muchos la impresi�n de legitimar un concepto de obediencia realmente revolucionario, como el que muy pronto habr�a de sostener Lutero. Y tambi�n hay que tener en cuenta que Savonarola, tanto en su cr�tica contra el papa Borja y contra la curia y muchas de sus concepciones fundamentales (visi�n jur�dica de la potestas, simon�a; mundanizaci�n), como en sus exigencias positivas (penitencia; Sagrada Escritura; libertad de la conciencia cristiana), sostuvo unas ideas que volveremos a encontrar en el centro de inter�s de los reformadores.

 

La personalidad y el tr�gico fin de este gran religioso, vistos en el marco de su disputa con un hombre como Alejandro VI, son un elemento profundamente iluminador de la monstruosa confusi�n en que hab�a ca�do la Iglesia. Sus palabras: �Roma, te hundir�s�, �habr�an de cumplirse?

 

� 78. FUERZAS POL�TICO-ECLESIASTICAS: LAS IGLESIAS NACIONALES

 

1. El germen m�s importante de la nueva �poca, germen del que naci� la orientaci�n principal del futuro desarrollo, fue el sentido nacional. No fue otra cosa que el ego�smo colectivo de los pueblos en la configuraci�n de su vida moderna, un ego�smo que encerraba enormes posibilidades creadoras, pero tambi�n tendencias tr�gicamente destructoras y rastreras. Ya lo hemos echado de ver en diversas manifestaciones iniciales. Ahora bien, hasta despu�s del �despertar de los pueblos� en la baja Edad Media no puede hablarse de un concepto de lo �nacional� en sentido propio. Desde entonces ya lo hubo, aunque por mucho tiempo no llev� todav�a esa carga de divisi�n que en los siglos de la Edad Moderna lo ha hecho tantas veces maldito.

 

El Estado fue haci�ndose aut�nomo y form�ndose su propia idea. La estrecha uni�n entre la Iglesia y el Estado durante la Edad Media y especialmente los ricos recursos financieros de las iglesias (o, mejor dicho, el deseo de impedir la explotaci�n de estos recursos por Roma para utilizarlos aut�nomamente) hicieron que, desde finales del siglo XIII, los soberanos pretendiesen, aparte de su dominio pol�tico, tener tambi�n a su disposici�n las iglesias de sus territorios con todas sus posesiones.

 

Las Iglesias regionales (o tambi�n nacionales) fueron a partir de entonces, y hasta el siglo XIX, uno de los mayores rivales del papado. El papado se vio obligado a defender radicalmente el n�cleo de su programa �tendente a la mayor concentraci�n posible de pueblos en torno a Roma� en constante lucha con este adversario. Dado que las Iglesias nacionales tuvieron una importancia decisiva para el triunfo de la Reforma, as� como para la realizaci�n de la Contrarreforma, para comprender la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna es imprescindible conocer tanto su nacimiento como sus peculiaridades.

 

2. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, las Iglesias nacionales constituyeron un movimiento regresivo frente a la labor centralizadora del papado durante la alta Edad Media y fueron expresi�n del ocaso del universalismo, del surgimiento del particularismo, del robustecimiento del laicado y de la incipiente y cada vez m�s desarrollada dependencia del papado respecto a los nuevos Estados.

 

a) Esta dependencia se fue incrementando, llegando a veces a ser muy perjudicial. Lo tr�gico fue que el propio papado, con su lucha contra los emperadores y, despu�s, contra las ideas democr�ticas de la �poca conciliarista, contribuy� a la formaci�n de las Iglesias nacionales: primero mediante los concordatos con los pr�ncipes, m�s tarde mediante la repetida concesi�n de privilegios de los m�s diversos tipos a los se�ores territoriales. Los movimientos de las Iglesias nacionales tuvieron por lo general sus antecedentes en situaciones establecidas ya en la temprana Edad Media (� 35; 38), situaciones incluso de intervenci�n masiva en los asuntos eclesi�sticos. Pero desde entonces se hab�a modificado la funci�n de tales situaciones. Lo que en un principio hab�a sido simplemente una tendencia a liberarse de Roma, adquiri� luego un car�cter antirromano. Lo que antes poco a poco hab�a ido integr�ndose, al menos en cierto sentido, en la visi�n universalista de los soberanos, manifest� ahora una tendencia expresamente centr�fuga. Y el papado se vio obligado a defender la visi�n universalista frente a las tendencias particularistas de los pr�ncipes laicos (y tambi�n eclesi�sticos).

 

b) La fuerza rectora de la evoluci�n durante esta �poca no se hall�, l�gicamente, en manos de la totalidad del pueblo, sino de los se�ores territoriales o, mejor dicho, de sus �modernos� funcionarios. La antigua idea del Estado, reavivada por la nueva recepci�n del derecho romano (� 51) y por el Renacimiento, se constituy� en fundamento te�rico y fuerza impulsora del proceso. El Renacimiento en general hab�a brotado de un impulso �nacional�. Igualmente, su extensi�n a los pa�ses no italianos a partir del siglo XV despert� en ellos la tendencia a desarrollar lo genuinamente nacional y a concentrar todas las fuerzas del pa�s en la unidad estatal, es decir, a consumarla frente a las fuerzas exteriores. El descontento popular contra la explotaci�n financiera ejercida por Roma y el despertar de la conciencia nacional, incluso en las mismas filas del clero, fueron magn�ficos aliados de esta causa. La reforma pendiente o, mejor dicho, las circunstancias de la �poca, que clamaban por la reforma (por ejemplo, en los conventos, que se resist�an a todo tipo de reforma[32]), ofrecieron al poder mundano no s�lo la ocasi�n, sino tambi�n la justificaci�n para intervenir en los asuntos eclesi�sticos, llegando muchas veces incluso a hacer necesaria tal intervenci�n.

 

c) Nombremos aqu� algunos de los medios concretos que contribuyeron a la concentraci�n de las distintas �fuerzas�, incluso las eclesi�sticas, en manos de los se�ores territoriales: su influencia en la provisi�n de cargos eclesi�sticos (sobre todo las prebendas �elevadas�, concretamente las di�cesis y las abad�as) y, m�s tarde, hasta la personal concesi�n de los mismos y la imposici�n de contribuciones a las iglesias, los conventos y el clero. Al servicio directo de esta tendencia se crearon dos medios legales en Espa�a y en Francia, respectivamente: 1) el placet, que controlaba o imped�a la entrada en vigor en un pa�s de las disposiciones pontificias en materia de pagos y provisi�n de cargos, y 2) el appel comme d'abus, apelaci�n contra la decisi�n de un tribunal eclesi�stico ante un tribunal secular (en lo que se advierte palpablemente la transformaci�n, m�s a�n, la inversi�n de fuerzas que se estaba efectuando). Etapas especialmente importantes para este proceso fueron el Cisma de Occidente y la �poca del conciliarismo.

 

3. El peculiar aislamiento de Espa�a y su permanente y obligada lucha contra los moros (hasta la liberaci�n de Granada en 1492) hicieron que en este pa�s surgiera tempranamente un frente com�n pol�tico-eclesi�stico, que configur� profundamente la conciencia nacional. Como consecuencia l�gica, el poder eclesi�stico pas� muy pronto a depender del poder estatal, de cuyo brazo armado directamente precisaba. La situaci�n fue materialmente la misma que en Francia en la primera Edad Media, en la �poca de san Bonifacio (� 38), con una diferencia: que la disposici�n de esas fuerzas auxiliares se organiz� m�s minuciosamente. El giro decisivo en este sentido tuvo lugar bajo el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Arag�n, activos promotores de la reforma, gracias a cuyo matrimonio surgi� la unidad pol�tica de Espa�a (1469). Auxiliares suyos fueron los predicadores de penitencia y el cardenal Xim�nez de Cisneros (� 76, IV). El Concordato de 1482 concedi� a los soberanos un gran poder decisivo en la provisi�n de los altos cargos eclesi�sticos. Mediante la Inquisici�n permanente, instituci�n eclesi�stico-estatal, fuertemente centralizada, dirigida especialmente contra los jud�os y moros conversos reincidentes (marranos, � 72), los reyes se crearon ese instrumento terrible, que facilit� la realizaci�n de sus anhelos de reforma tanto pol�tica como eclesi�stica[33].

 

Este medio, la Inquisici�n, era absolutamente rechazable (� 56, III), pero el resultado global de sus esfuerzos fue muy notable y de m�xima importancia: bajo la direcci�n de los Reyes Cat�licos se realiz� una verdadera reforma cient�fica, eclesi�stica y estatal. En sus efectos, por desgracia, se echaron de ver claramente las limitaciones propias del pen�samiento de la �poca y de la tradici�n nacional. Con todo, esta labor prepar� el terreno del cual surgieron las m�s vigorosas fuerzas auxiliares de la Reforma cat�lica y de la Contrarreforma: la Compa��a de Jes�s, Teresa de Avila y los reinados espa�oles de Carlos V y Felipe II.

 

4. En Francia, el desarrollo que aqu� estudiamos se remonta a Felipe IV y sus legistas (S 63) y se encuentra esencialmente ligado a la idea conciliarista, que en Francia estuvo claramente al servicio del galicanismo (y as� se mantuvo hasta el siglo XIX). Su base legal fue la Pragm�tica Sanci�n de Bourges de 1438 (cuyo substrato fue, a su vez, el decreto del Concilio de Basilea) y, tras su abolici�n (te�rica), el Concordato de 1516, que concedi� al rey una influencia pr�cticamente ilimitada en la provisi�n de las di�cesis y abad�as, as� como el dominio sobre los tribunales eclesi�sticos.

 

5. En Inglaterra imper� tambi�n un sistema de iglesia nacional inglesa, semejante al galicanismo franc�s (al que tom� como fuente de inspiraci�n y modelo).

 

6. En Alemania fue imposible un desarrollo unitario an�logo al mencionado a causa de la diversidad de principados independientes. De aqu� que fueran las Iglesias territoriales las que determinaran all� los acontecimientos[34]. Algo similar ocurri� en las ciudades imperiales libres. Se puede decir que en general, en la baja Edad Media, el consejo municipal de las ciudades intent� agotar todas las posibilidades para constituirse lo m�s posible en se�or y due�o de los asuntos eclesi�sticos de la ciudad. La ocasi�n se present� sumamente favorable y fue consiguientemente aprovechada en aquella �poca de m�ximo debilitamiento del poder pontificio, la �poca del Cisma de Occidente, durante y despu�s de los concilios reformadores. El programa consisti� en retener en el pa�s los dineros eclesi�sticos, apoderarse de las fuerzas de la Iglesia y disminuir la influencia de los visitadores eclesi�sticos extranjeros y sus atribuciones judiciales.

 

Un ejemplo cl�sico nos lo ofrece el desarrollo del poder eclesi�stico del duque de Kleve. El papa le otorg� privilegios de tal naturaleza, que dieron origen a esta frase, que m�s tarde se convirti� en principio general del derecho: �El duque de Kleve es el papa de su territorio�.

 

En significativa relaci�n con este desarrollo se registr� un incremento de las fuerzas eclesi�sticas y religiosas dentro del propio pa�s: por ejemplo, el aumento y la organizaci�n de las peregrinaciones. Este incremento, funesto desde el punto de vista cristiano, obedeci� primordialmente (aunque no exclusivamente) a motivos pol�ticos. El peligro de esta evoluci�n qued� plenamente demostrado al tiempo de la Reforma.

 

7. Ya conocemos c�mo se asentaron los fundamentos eclesi�sticos, pol�ticos y espirituales de la Edad Moderna. Estos fundamentos ya hab�an empezado a influir en la historia en el siglo XIII. El resultado fue un complejo enormemente variado de tendencias, una �poca de fuertes contrastes, que por todas partes, dada su situaci�n y su continuo roce, provocaron no s�lo una extraordinaria excitabilidad en todo el organismo, sino hasta irritaciones enfermizas. La �poca estuvo llena de posibilidades. Pero, a pesar del renacimiento jubilosamente saludado y en parte realizado, fue una �poca que estuvo muy lejos de sentirse tranquila y segura de s�. M�s bien pareci� estar visiblemente a la espera de un acontecimiento, de un empuj�n que la condujera a la realizaci�n de su destino. Lo dicho no es una interpretaci�n a posteriori, ileg�tima: prescindiendo de los acontecimientos mencionados y por mencionar, prescindiendo de las ideas, planes y exigencias indicadas, as� como de las creaciones pol�ticas, art�sticas, religiosas, eclesi�sticas y cient�ficas, esta misma idea ya se manifest� expresamente tanto antes como despu�s del 1517.

 

8. Como prueba fehaciente de esto tenemos dos documentos, uno del principio de este tiempo de cambio y otro del fin (o sea, del tiempo inmediatamente anterior a la irrupci�n de la Reforma), cada uno de los cuales se presenta en s� mismo precisamente como un programa global de la necesaria reforma de la cabeza de la Iglesia, con declaraciones, peticiones y propuestas que contienen lo que el Concilio de Trento habr�a de realizar en el campo de la reforma eclesi�stica.

 

Estamos aludiendo tanto a los proyectos de reforma del cardenal Domenico Capranica (nacido en Capranica, cerca de Palestrina, y cuya actividad se desarroll� preferentemente en Roma), elaborados en 1450, como a los presentados por Tomaso Giustiniani y Vincenzo Quirini en 1513.

 

El polifac�tico cardenal Capranica fue un santo var�n que, tras haber sido por dos veces candidato al pontificado, falleci� poco antes de su elecci�n como papa en el c�nclave de 1458. Fue �sta una de las horas tr�gicas de la historia pontificia, junto con la temprana muerte de Adriano VI y de Marcelo II en el siguiente siglo. Por su parte, Giustiniani, tenido por venerabilis, procedente de la mejor sociedad de Venecia, fue una figura especialmente atractiva del c�rculo reformador de Venecia, integrado en su mayor�a por laicos (a este c�rculo pertenecieron tambi�n Quirini, que hab�a sido legado de la Rep�blica, y el gran Gasparro Contarini). Giustiniani fue un humanista de gran erudici�n, ermita�o en Cam�ldoli y, m�s tarde, reformador de esta congregaci�n. Tambi�n a �l se le puede considerar como un santo var�n. En su piedad human�stico-m�stica mostr� hasta el final de su vida una gran naturalidad. Su amigo Quirini le sigui� a la Cam�ldula. El proyecto de reforma que ambos ermita�os enviaron a Le�n X para el quinto Concilio de Letr�n fue �el proyecto de reforma m�s amplio y radical de la era conciliar� (Jedin). En este programa, como en el del cardenal Capranica, encontramos una concepci�n sumamente religiosa y pastoral del quehacer reformador[35]. Ambos programas, yendo m�s all� de la simple supresi�n de los males externos en los �negocios� de la curia (la concesi�n de prebendas y la venta de dispensas con miras fiscales, en las que se encerraban g�rmenes de descomposici�n religiosa), llegaban incluso a plantear la responsabilidad pastoral del papa, a quien corresponde la cura de almas de los pecadores.

 

Es verdad que estos dos proyectos, del principio y del final de esta etapa, tuvieron tan poco �xito como cualquiera de los otros que hubo entre medias. Pero a mediados del siglo XV no se pudo hacer caso omiso de todo ello. Desgraciadamente, las gigantescas fuerzas alertadas no guardaron una correcta relaci�n entre s�. Los signos del tiempo, desde el punto de vista eclesi�stico y religioso y, en �ltimo t�rmino, tambi�n espiritual, lejos de apuntar hacia una reconstrucci�n, presagiaban la tormenta. Y la tormenta lleg�: fue la Reforma de Lutero.

 


[1] Es decir, salteadores de caminos con un extra�o c�digo de honor, en el cual, dentro del marco de la rapi�a, cab�an la lealtad, la fe y la piedad. Cf. la autobiograf�a de Gbtz de Nerlichingen. La campa�a legal del Imperio contra ellos comenz� con la �eterna Tregua de Dios� de 1495 (bajo Maximiliano I).

[2] Pero no fue condenada como her�tica. Tambi�n el papa Le�n X volvi� a rechazarla. Su condena definitiva como herej�a tuvo lugar por vez primera en el Vaticano I (1870).

[3] Juicios demoledores sobre ellos encontramos en Brant y en Geiler de Kaisersberg y en los proyectos de reforma eclesi�stica (� 78).

[4] Insuficiente examen antes de la ordenaci�n, tanto en las di�cesis de origen como en Roma; deficiencias en cuanto a posibilidades de formaci�n teol�gica regular (excepto las universidades, que s�lo pod�an atender a un porcentaje reducido); falta de verdaderas afirmaciones de fe en los sermones que conservamos del clero parroquial, etc.

[5] Florencia, por ejemplo, ten�a, al finalizar el siglo XV, aproximadamente 5.000 presb�teros y frailes; Colonia, otros tantos; Maguncia, 500 (para 6.000 habitantes); Xanten, 600.

[6] Fue nombrado incluso visitador de las di�cesis de Colonia, Maguncia, Worms, Espira y Estrasburgo.

[7] Cf. las quejas de un Bernardo de Claraval y de otros muchos desde el siglo XI y XII (� 50).

[8] A partir del 1300, aproximadamente, casi todas las iglesias de Alemania pose�an un �rgano. Los inventos y mejoras introducidos durante el siglo XV contribuyeron a conseguir mayor belleza y pureza de sonido.

[9] De la Reforma, decimos, no de la evoluci�n de Lutero.

[10] A pesar de todas las exageraciones en la predicaci�n de las indulgencias, a pesar de la perniciosa despreocupaci�n respecto a la terminolog�a, que tuvo por fuerza que llevar al pueblo sencillo a concepciones pelagianas groseras, a pesar de sus elementos no cristianos, no es posible constatar en ning�n momento errores contra la ortodoxia dogm�tica. Tetzel nunca ense�� que la culpa por los pecados cometidos pudiera ser remitida sin arrepentimiento.

[11] Hab�a much�simos analfabetos. La gran mayor�a de los contrayentes matrimoniales o de los testigos en toda clase de procesos y contratos no sab�a escribir su nombre. Esto ocurr�a tambi�n entre personas pertenecientes a la nobleza. En todo caso, las masas pose�an una formaci�n muy rudimentaria.

[12] �Renacimiento� y �Humanismo� deben, sin duda, distinguirse, pero siempre sobre la base de su estrecho parentesco, de tal manera que cuanto se diga de ahora en adelante acerca del Renacimiento debe aplicarse tambi�n al Humanismo.

[13] El concepto moderno de lo �nacional� no se adec�a por entero a esta �poca, y especialmente a Italia. De todas formas, puede decirse que la sensibilidad hacia lo peculiar de Italia y hacia lo com�n de todo lo �italiano�, a diferencia de los pueblos allende los Alpes y los mares, creci� poderosamente y, en este sentido, provoc� y desarroll� un sentimiento unitario �italiano-nacional�.

[14] Resurgi� el autoan�lisis psicol�gico. La obra maestra de este g�nero, las Confesiones de san Agust�n, se convirti� en el libro predilecto de la �poca.

[15] La astrolog�a, aparentemente aprobada incluso por la Sagrada Escritura, no hab�a desaparecido del todo durante la Edad Media. Pero en el Renacimiento alcanz� una importancia extraordinaria. El mismo Kepler (� 1630) hubo de ganarse la vida por este medio. Pero si aqu� se manifestaba el esfuerzo por ver de alguna manera a Dios en los mapas celestes, en cambio, en la alquimia, al principio emparentada a menudo con la astrolog�a, apareci� el af�n por las cosas terrenas, que la Edad Media hab�a condenado. El oro, la eterna juventud, la satisfacci�n del amor sensual deb�an alcanzarse mediante experimentos, que a menudo se llevaban a cabo con ayuda de un �pacto con el diablo�.

[16] Este nuevo ideal de vida se expres� tambi�n en la aparici�n de una nueva forma de vida social. Su caracter�stica principal fue la �emancipaci�n� de la mujer, naturalmente llevada a cabo muy poco a poco y sufriendo grandes reveses.

[17] Este papa llev� a t�rmino el intento del Concilio de Basilea (democratizar la constituci�n de la Iglesia) mediante su uni�n con Federico III (1445) y con los pr�ncipes electores (Concordato de los pr�ncipes, 1447); cf. � 66. Es cierto que la Pragm�tica Sanci�n de Bourges (1438) tuvo efectos contraproducentes.

[18] Sus restantes obras las realiz� preferentemente en conventos e iglesias de los dominicos (Cortona, Perugia). La m�s excelente es la realizada en San Marcos de Florencia, con sus cuarenta frescos sobre temas de la pasi�n del Se�or y sus figuras de los santos.

[19] Desde la primitiva Edad Media, la copia de libros fue el fundamento de la instrucci�n. Ahora los libros redescubiertos fueron otra vez la fuente de la nueva cultura. Cf. el Cusano, Pico della Mirandola, Lorenzo M�dici el Magn�fico. En el siglo XVI los coleccionistas de libros son incontables. El humanista es por definici�n amigo y coleccionista de libros.

[20] Med�tese la carencia de sentido y la imposibilidad religiosa que entra�ar�a el que el nombre del constructor figurase en el frontispicio de una catedral g�tica. Ni siquiera hay espacio para ello.

[21] Los primeros g�rmenes prendieron en la canciller�a del Estado de Praga bajo el reinado de Carlos IV (1347-1378). All� vivieron Rienzo y Petrarca y, de 1442 a 1450, Aeneas Silvio Piccolomini (posteriormente papa con el nombre de P�o II).

[22] Las universidades de Praga, Heidelberg, Viena e Ingolstadt, que en conjunto se caracterizaban por el esp�ritu de la baja Edad Media, se vieron tambi�n fecundadas por el primitivo Humanismo.

[23]Aqu� hemos de citar en primer lugar a Alberto Durero (� 1521), el representante m�s completo del Renacimiento alem�n, y, junto a �l, a otros maestros de Nuremberg, como, por ejemplo, Peter Vischer, Veit Stoss, etc. En cambio, la piedad popular se expres� con m�s fuerza en las obras de Mat�as Gr�newald (� 1525) o Tilman Riemenschneider (� 1531). No obstante, en estos artistas pueden advertirse tambi�n influencias de la llamada pre-reforma, por ejemplo, de Wesel Gansfort (� 67).

[24] De todas formas, a sus contempor�neos les pareci� su saber tan gigantesco, que su fama de �luz del mundo� (expresi�n de Hegius con ocasi�n de una peregrinaci�n que hizo para verle) super� con mucho a la del Cusano.

[25] Cf. anteriormente, pp. 74s y luego p. 78, sobre la falta de claridad en el campo teol�gico.

[26] S�lo a los principiantes concedi� Erasmo apoyarse en lo sensible.

[27] �nicamente la Facultad Teol�gica de Par�s conden� en 1527 treinta y dos proposiciones concernientes al castigo de los herejes, que Erasmo rechaz� justamente como anticristianas.

[28] La obra de Cisneros estuvo vinculada (aparte de la reforma de conventos) a la Universidad de Alcal�, por �l fundada, por medio de la cual consigui� poner las bases para una teolog�a purificada, como la que luego representar�an los Padres m�s notables del Concilio de Trento. La base material fue la Biblia Pol�glota, promovida por Cisneros y elaborada sobre un amplio material de manuscritos. El nombre le vino de Alcal� (= Complutum): Pol�glota Complutense.

[29] En todo el �mbito espa�ol se ech� de ver una plenitud de fuerza formidable. Una muestra indicativa de su peculiaridad por muchos conceptos nos la ofrece la singular arquitectura del per�odo siguiente y tambi�n algunas importantes obras pict�ricas, como la del Greco (1541-1614): incluso en ese sobrecargamiento abigarrado se revela la victoria de una fuerza luminosa, una llama ardiente.

[30] Los husitas constituyen una excepci�n (� 67). Muy pronto declararon sus simpat�as por Lutero.

[31] Como precedentes en la alta Edad Media pueden se�alarse algunos elementos de los c�taros, albigenses, valdenses y, sobre todo, de Joaqu�n de Fiore (�� 56 y 62) y los fraticelli (� 58). A �stos se han de a�adir en la baja Edad Media los taboritas y los hermanos de Bohemia (� 67)

[32] Bien por insuficiente celo de sus residentes, bien como consecuencia de los privilegios de Roma.

[33] Es importante advertir que Isabel y Fernando obtuvieron del pont�fice su renuncia expresa al derecho de veto. La jurisdicci�n pontificia estuvo algunas veces en contra del rigorismo espa�ol.

[34] Entre sus ra�ces hay que recordar especialmente el r�gimen de las iglesias privadas o propias, que tantas tragedias hab�an de ocasionar (� 34).

[35] Entre las muchas propuestas para garantizar definitivamente un clero pastoral s�lido (y bien probado) se encontraba tambi�n la siguiente: nadie deb�a recibir ninguna de las �rdenes mayores sin haber le�do antes toda la Biblia. Para los laicos (!), la Biblia deb�a traducirse a la lengua vern�cula. Giustiniani, amante del griego, se manifest� decididamente a favor del uso de la lengua vulgar. El disgusto de los conventuales relajados le presion� tanto, que �l propuso que se les deber�a hacer desaparecer.