Federico II de PRusia-Cronohistoria

Federico II

Rey de Prusia

Rey de Prusia, apellidado el Grande, hijo de Federico Guillermo I y de Sofía Dorotea de Hannover, nació en Berlín el 24 de Enero de 1712 y murió en Potsdam el 17 de Agosto de 1786. Educado por una refugiada francesa, Mme. de Rocoulles, y un preceptor, también francés, Duham de Jandun, se aficionó desde muy joven a la literatura y a las costumbres de Francia, lo cual hizo creer a su padre, el brutal Rey sargento, que además había sorprendido en su hijo ciertos excesos juveniles, que el reinado de su sucesor sería la antítesis del suyo, y que vendría a tierra todo lo edificado por él.

El conflicto entre padre e hijo se extendió también a materias de religión, pues Federico Guillermo I se había adherido con todo el celo de un fanático a ciertas concepciones dogmáticas de las que se burlaba su heredero con ingeniosa desvergüenza. A los diez y seis años pasó una temporada en Dresde, y las seducciones de aquella corte brillante aumentaron aún más las diferencias que les separaban. La noticia de que había contraído unas deudas, la afición que manifestaba por las letras y la música, y el gusto que demostraba por el trato con gente culta y con las mujeres colmaron la indignación de su padre, que abofeteaba a su hijo, incluso delante de los oficiales del regimiento del mismo príncipe; una vez cuenta Macaulay, trabó con él tal pendencia, que lo derribó y lo arrastró hasta una ventana, y ya se disponía a estrangularlo con los cordones de las cortinas cuando lograron arrancárselo de las manos. Por haber intervenido en aquella circunstancia en favor de su hijo, trató a la reina de una manera odiosa, lo mismo que a la princesa Guillermina.

Esta escena decidió a Federico II, que ya hacía tiempo tenía el propósito de escaparse, y aprovechando un viaje de su padre al S. de Alemania, intentó en 1730 fugarse a Francia e Inglaterra. Fue llevado a Berlín, y al presentarse a su padre este desenvainó la espada y quizá le hubiese dado muerte, si un general no se hubiese interpuesto. El coronel Fritz (pues el rey solo quería ver en él a un coronel que intentaba desertar) fue encerrado en la ciudadela de Küstrin, sin muebles, sin libros, sin luz y con un ejemplar de la Biblia por único entretenimiento. Se formó un consejo de guerra para juzgar a los dos cómplices del príncipe, los tenientes Keith y Katte; el primero logró fugarse y el segundo fue condenado a trabajos forzados, declarándose incompetente el tribunal para juzgar a Federico II. El rey, furioso ante la blandura del Consejo, condenó a Katte a muerte y ordenó que el príncipe presenciara la ejecución de su amigo. Poco después fue puesto en libertad el heredero previa declaración de obedecer estrictamente las órdenes del rey y de hacer en todo lo que conviene a un fiel servidor, súbdito e hijo y en caso de desobedecer subscribía de antemano la pérdida de sus derechos hereditarios.

Federico II empezó entonces su segunda educación, entregándose al estudio de la agricultura, de la ganadería y de la gente del campo, adquiriendo conocimientos que muchos soberanos ignoran, interesándose, además, en todas las cuestiones que se relacionan con la política. Desde Küstrin, en donde estaba encargado de inspeccionar los dominios reales, fue llamado a Berlín para el casamiento de su hermana Guillermina con el príncipe heredero de Bayreuth. El sufrimiento había madurado su juicio y le había enseñado a reprimirse y disimular; así es que no opuso dificultad alguna cuando su padre le casó en 1733 con Isabel Cristina, princesa de Brunswick-Bevern, limitándose a ser la menor cantidad posible de marido.

Convirtió el castillo de Rheinsberg, que era su residencia favorita, en una pequeña corte, rodeado siempre de sabios y gente culta, que se dedicaban al cultivo de las letras y las artes. Para vivir con nosotros, decía, hace falta que la materia no domine al espíritu ; estudió y leyó libros de filosofía, historia, política, arte militar y matemáticas, queriendo tener conocimientos generales, por lo menos, en toda clase de materias. solo aborrece y desprecia lo que a la religión se refiere, y si a veces demuestra ciertas deferencias por el protestantismo, en el fondo todo culto le resulta inútil y odioso.

La guerra de sucesión de Polonia, en la que tomó parte, acompañando al contingente prusiano, le permitió poner en práctica sus conocimientos teóricos, y la viveza de su carácter conquistó la simpatía y el afecto del príncipe Eugenio, en la corta e insignificante campaña del Rhin, que dio ocasión a Federico II para formarse idea de los puntos débiles del ejército austriaco, afirmándose en la resolución de aprovecharse de ello algún día.

Terminada la campaña, regresa a Rheinsberg, reanuda sus estudios literarios, sostiene una extensa correspondencia con sabios de todas las naciones, sobre todo con Voltaire; escribe una refutación del Príncipe de Maquiavelo, que el propio Voltaire se encargó de imprimir y sacar a luz con el título de Anti-Maquiavelo, y emprende con interés manifiesto el estudio de la República de Europa, disimulando apenas sus proyectos acerca del modo de entrar en escena y dando a todos los que le rodeaban la sensación de que su sentimiento dominante es la gloria y que tendrá su preferencia la que se adquiere por medio de las armas.

Al morir su padre el 31 de Mayo de 1740, reconciliado ya por completo con él, se creyó, al principio, que el nuevo reinado iba a inaugurar una era de paz en que florecerían la filosofía, las letras y las artes, pues el nuevo rey se apresuró a llamar a Wolf, que su padre había desterrado, a licenciar la guardia de gigantes organizada a costa de tantos sacrificios por Federico Guillermo I, a reorganizar la Academia de Berlín y a marchar hasta la frontera de Holanda para saludar a su amigo Voltaire.

Pero por encima de todo dominaba su idea de aumentar el crédito de su reducido reino, convirtiéndolo en uno de los grandes Estados de Europa, y para lograrlo no veía más procedimiento que el de la guerra; guerra que tenía que ser favorable, pues de sobra conocía sus propias fuerzas y la debilidad de Austria, a costa de la que pensaba ensanchar sus fronteras.

Pronto se le presentó ocasión de lanzarse sobre su presa. A pesar de los motivos de agradecimiento que tenía cerca del emperador Carlos VI, que le había salvado de los furores de su padre y de las recomendaciones de este de que permaneciese siempre leal al Imperio, al morir el emperador y sucederle su hija María Teresa promoviéndose la cuestión de la Pragmática Sanción, Federico II resultó el enemigo menos previsto y más peligroso de la joven reina, y pronto se lo demostró entrando en campaña sin previo aviso, desencadenando la tormenta, e invadiendo la Silesia. Federico, dice Macaulay, era el único soberano de Europa que había ganado en el juego terrible de las batallas pasadas, añadiendo a su patrimonio la hermosa provincia de Silesia.

Gracias a su desleal habilidad, había logrado hacer bajar alternativamente el platillo de Austria y el de Francia, y pasaba por ser quien tenía en las manos la balanza de Europa; elevada posición que con justo título debía enorgullecer a un soberano que ocupaba el último rango entre los reyes. Le acusaba con sobrado fundamento la opinión pública de inmoral, impúdico, avaro, falso y trapacista; mas al propio tiempo le reconocía grandes y singulares talentos como general, diplomático y administrador. Pero las grandes cualidades que debían hacer de él un hombre superior a todos sus contemporáneos, no solo pasaban inadvertidas del público, sino también de él mismo, que ignoraba estar en posesión de ellas: que su carrera se había deslizado hasta entonces próspera y feliz con algunas leves interrupciones, y la verdadera fuerza y la verdadera extensión de su carácter no debían de mostrarse completamente hasta la hora de la adversidad, de una adversidad sin segundo, y cuyos múltiples reveses hubieran dado al traste con los caracteres más enérgicos y duros.

La guerra de la Pragmática no había dejado contento a nadie, y entre los descontentos figuraba en primer lugar María Teresa, que puso en juego toda su diplomacia para llegar a formar una coalición contra Federico II, en la que entraron Francia, Rusia, Suecia, Sajonia, la Confederación germánica y Austria, dando lugar a la guerra llamada de los Siete años que terminó con el tratado de Hubertsburgo, firmado el 15 de Febrero de 1763, y que dejó a Federico II en posesión de todos los territorios que tenía al emprender la guerra, pero con una preponderancia efectiva en toda y el renombre de gran potencia militar para Prusia.

Federico II empezó en seguida a poner los jalones para evitar la repetición de una lucha como aquella, no solo sosteniendo un ejército que no tenía rival en Europa, sino buscando sólidas alianzas. Con tal objeto propuso a Catalina II de Rusia el primer reparto de Polonia, adjudicándose la posesión de la orilla del Báltico desde el Niemen al Oder. Con la amistad de Rusia y la de Francia, que supo ganar de nuevo, se opuso a los proyectos de Austria que intentaba recoger la herencia del elector de Baviera, muerto sin sucesión.

Federico II se había ido aislando diplomáticamente de Rusia, y en 1780 Catalina II le abandonó de una manera definitiva, aliándose con el emperador de Austria, José II, contra Turquía. Pero la monarquía prusiana gozaba de tanta autoridad y poseía tan admirable vigor y robustez que en torno de ella se vinieron a agrupar todos los Estados alemanes al ver amenazada su soberanía al emprender José II, de Austria, una política de expansión dentro del Imperio, y el mes de Julio de 1785, poco antes de morir Federico II, se llevó a cabo una Confederación de príncipes alemanes, tanto protestantes como católicos, que reconocían la jefatura del rey de Prusia. Le sorprendió la muerte cuando planeaba un proyecto de reparto de Polonia.

La actividad demostrada por Federico II para transformar y enriquecer su país es digna de toda admiración. Con mucha mayor razón que el monarca francés hubiese podido exclamar: el Estado soy yo Porque si bien Luis XIV, dice Macaulay, al ejercer por sí mismo las funciones de primer ministro, vigilaba los demás ramos de la administración del reino con solícito cuidado, no hacía como Federico, el cual, no satisfecho con ser su primer ministro, quiso ser su ministro único, y jamás necesitó, no ya de un Richelieu o de un Mazarino, sino ni siquiera de un Colbert, de un Louvois o de un Torcy.

Una especie de pasión insaciable por el trabajo, la necesidad que sin cesar experimentaba de ordenarlo y disponerlo todo, de hacer sentir su poder en todas partes, el desprecio profundo y la desconfianza que le inspiraban sus semejantes, le impidieron siempre pedir consejos a otro, ni confiarle secretos de cuenta, ni delegar en nadie poderes y facultades de cierta extensión... Apenas se concibe cómo su espíritu y su cuerpo eran capaces de resistir tanta fatiga.

En Postdam, su habitual residencia, se levantaba en verano a las tres y en invierno a las cuatro de la madrugada; enseguida le traía un paje un cesto enorme con la correspondencia… examinaba atentamente los sellos, porque siempre temía que le engañaran; y después, leía con atención aquel enorme correo, y hacía el apartado por orden de materias, señalando de paso en cada papel con un signo dos o tres palabras, y a veces con un epigrama picante, la respuesta que debía darse. Concluidas estas operaciones, entraba el ayudante general, que recibía la orden para el servicio del día y para todo lo relativo al ejército, Luego, pasaba revista a la guardia con la prolija minuciosidad de un cabo de escuadra, y entre tanto los cuatro secretarios contestaban la correspondencia.

Convencido, como discípulo económico de la escuela de los fisiócratas, que los campesinos son los padres que dan de comer a la sociedad, hizo cuanto pudo por aumentar su número; obligó a los grandes señores a roturar sus campos, eximió de impuesto durante muchos años a las comarcas que habían sufrido los males de la guerra, y a pesar de vivas resistencias, que en muchos sitios degeneraron en motines, propagó el cultivo de la patata, que consideraba como un recurso admirable para el pobre pueblo.

Los esfuerzos que hizo para la colonización interior fueron acompañados del éxito, logrando de este modo transformar comarcas enteras, pudiendo exclamar al visitar una región cambiada por completo, gracias a sus desvelos: He conquistado una provincia en plena paz y sin haber tenido necesidad de emplear mis soldados. Si se añade su obra a la de sus antecesores, se llega a la conclusión de que a fines del siglo XVIII casi un tercio de la población estaba compuesta de colonos o hijos de colonos establecidos en Prusia desde el gran elector. ¡Semejante hecho no es posible encontrarlo en la historia de otro Estado moderno! Lavisse.

De un modo igual desarrolló el comercio y la industria, construyendo canales, fundando la Compañía de Comercio marítimo, el Banco Real destinado a acabar con la usura, y favoreciendo la creación de Cajas hipotecarias en las provincias, fundadas en el principio de la responsabilidad solidaria, y que tenían por objeto adelantar, a un interés módico, los capitales necesarios para las explotaciones agrícolas. Imbuido de las ideas económicas de su tiempo, que recomendaban que el dinero no saliese del país, impidió que sus súbditos hiciesen compras en el extranjero y desarrolló en su reino todas las industrias precisas, llamando de fuera a los obreros necesarios e importando y aclimatando los elementos que tenían que producir las primeras materias.

Igual solicitud llevó sobre todas las ramas de la administración y de la vida pública, y una de sus obras más importantes fue el Corpus juris Fredericiani, que tenía como base principal el derecho romano. Promulgó una ley declarando obligatoria la asistencia a la escuela de los cinco a los trece años, y formó un buen cuerpo de maestros. Su deseo de poseer buenos educadores de la juventud le llevó, a pesar de su indiferencia en

Artículo pendiente

⇒Federico, dice Rubió, fue un innovador profundo y las huellas de sus reformas se hallan en todas las ramas del arte militar… Los rasgos característicos de su estrategia y de su táctica era preparar la guerra en la sombra, tanto en el terreno militar como en el diplomático, concentrar las fuerzas dispersas en el.

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