Casa Real

Enrique de Dinamarca, el pr�ncipe que sent�a celos de su hijo

MONARQU�AS

Adi�s a un hombre de car�cter
La reina Margarita y su marido, el pr�ncipe Enrique, durante los actos por el 70 cumplea�os de la soberana. SUVAD MRKONJIC / XP / TT;

"Yo soy el primer hombre, no �l", bramaba el marido de la reina Margarita cuando el protocolo le relegaba por su primog�nito

Muere Enrique de Dinamarca, el marido de la reina Margarita que nunca pudo ser rey

Los celos que algunos padres sienten hacia sus hijos son una patolog�a bien estudiada por los especialistas en trastornos psicol�gicos. Se la ha bautizado como s�ndrome del pr�ncipe destronado. No es aventurado suponer que cualquier sucesor de Freud le habr�a diagnosticado este mal a Enrique de Dinamarca si se hubiera acomodado en su div�n.

El marido de la reina Margarita ha fallecido esta semana a los 83 a�os. Y su �bito ha permitido al mundo redescubrir al garbanzo negro de la realeza europea, un exc�ntrico arist�crata que, pese a disfrutar de un rango de primer�simo nivel casi toda su vida, llevaba d�cadas amargado por el hecho de que los daneses se negaran a otorgarle el tratamiento de rey. No le bastaba con ser el consorte de la soberana de la dinast�a reinante m�s antigua del Viejo Continente. "O C�sar o nada", ya saben.

Pero, en realidad, a Enrique de Monpezat m�s que el hecho de sentirse discriminado -reivindicaba que si a las esposas de reyes se les da el t�tulo de reinas deb�a ocurrir lo mismo a la inversa-, lo que le acab� de hundir la moral fue verse desplazado por su primog�nito, Federico, con quien siempre tuvo una relaci�n... complicada. Entre los delirios de grandeza del antiguo falso conde y los celos patol�gicos hacia su reto�o, se comprende que Enrique de Dinamarca fuera un metepatas necesitado de llamar la atenci�n.

Siendo todav�a princesa heredera, Margarita se encaprich� perdidamente del diplom�tico Enrique de Laborde de Monpezat, que trabajaba como tercer secretario en la embajada francesa en Londres. Corr�a 1965 cuando se conocieron en la capital brit�nica. A ella �l le atrajo f�sicamente enseguida. Cabe recordar que, aunque el pr�ncipe fallecido mostraba hoy un aspecto bastante descuidado y oronda figura -producto de su gran afici�n al buen comer y al buen beber-, hab�a sido un joven muy atractivo. Enrique y Margarita coincidieron de nuevo meses despu�s en Escocia. Y se inici� ya s� una relaci�n ininterrumpida que desembocar�a en el anuncio oficial de compromiso.

Nadie se atrevi� a cuestionar aquel matrimonio. Sin embargo, el diplom�tico carec�a del pedigr� que hubiera deseado Federico IX para su yerno. Y es que, pese a que el padre del novio se autotitulaba conde, los Monpezat no ten�an sangre azul y sus credenciales aristocr�ticas no pasaban la prueba del G�tha. Tampoco ayud� el hecho de que, una vez casado y convertido en alteza real, Enrique no mostrara demasiado inter�s por agradar a su nuevo pueblo. Aprendi� con desgana el dan�s y le cost� adaptarse a un pa�s tan provinciano como era la Dinamarca de los a�os 60. El siempre bocazas consorte lamentaba la escasez de restaurantes buenos en Copenhague y criticaba el mal gusto culinario de sus s�bditos, cuya dieta le resultaba tan insulsa como poco variada. El pr�ncipe siempre prefiri� el vino a la cerveza. O los calcetines chillones de seda a los de lana. Detalles nimios que, sin embargo, iban levantando un muro infranqueable entre Enrique y los daneses pese a que en su boda, celebrada en 1967, tuvo que renunciar a su apellido, a su nacionalidad o a la religi�n cat�lica que profesaba.

La pareja se hab�a casado por amor. Margarita, llamada a convertirse en la primera soberana danesa en varios siglos, hab�a hecho valer su fuerte car�cter para imponer su voluntad. Y, aun as�, las tensiones en el matrimonio no tardaron en surgir, por m�s que en su d�a no alcanzaran a la opini�n p�blica. Eran dos caracteres de armas tomar.

Pocos meses despu�s de la boda, naci� el primog�nito, el pr�ncipe Federico -hoy heredero del trono-. Y un a�o despu�s, en 1969, lleg� su hermano, el pr�ncipe Joaqu�n. La pareja real no tuvo m�s hijos.

De ser ciertas las revelaciones de la periodista danesa Trine Villemann -experta en realeza muy cr�tica con la Casa Real; una especie de Pe�afiel escandinava, para entendernos-, las infidelidades de Enrique no tardaron en producirse. Es este un extremo que, en honor a la verdad, nunca ha podido ser confirmado. Y todos los miembros de la realeza son carne de chismes que alimentan la prensa del color�n. Pero Villemann insiste en que las desavenencias entre Margarita y Enrique que se han conocido estos �ltimos a�os se habr�an sucedido desde los a�os 70. En su pol�mico libro 1015 Copenhagen K y en tantos art�culos abunda en los enfados matrimoniales y en c�mo la soberana -ascendi� al trono en 1972- y su consorte se habr�an pasado media vida enfurru�ados ocupando alas bien distanciadas de palacio.

La periodista atribuye a esa mala relaci�n conyugal la frialdad con la que Margarita y Enrique educaron a sus hijos. Lo cierto es que los propios Federico y Joaqu�n han confesado que crecieron sin apenas muestras de cari�o de sus padres. Su educaci�n fue tan fr�a y tan encorsetada como la que siempre se ha dado en los palacios reales hasta que �stos han empezado a plebeyizarse. Probablemente la reina Margarita y el pr�ncipe Enrique consideraran que el futuro rey de los daneses deb�a fortalecer su car�cter y que las muestras de afecto debilitan el esp�ritu. Eso, y que la Corte escandinava siempre ha sido muy rancia.

Federico fue en los 90 el playboy de las monarqu�as. Considerado como el pr�ncipe m�s guapo de Europa, enlazaba un romance tras otro, siempre con cantantes y modelos como Maria Montell o Katja Storkholm. Cuando decidi� que quer�a casarse con Mary Donaldson, la australiana a la que hab�a conocido durante los Juegos Ol�mpicos de Sidney en el a�o 2000, se top� con la negativa de sus padres. Tanto a la reina como al pr�ncipe Enrique les cost� dar su brazo a torcer. El enfrentamiento entre padre e hijo a cuenta de la boda fue el principio de los interminables desencuentros que llegan hasta hoy.

El 1 de enero de 2002, una gripe impidi� a la soberana presidir la tradicional Recepci�n de A�o Nuevo. Y fue sustituida por su primog�nito. Enrique mont� en c�lera al verse desplazado por �ste en el protocolo. No dud� en abandonar el pa�s y durante semanas se recluy� en sus dominios vitivin�colas en el sur de Francia. "Durante a�os, he sido el n�mero dos en Dinamarca, un papel con el que estoy satisfecho. Pero despu�s de tantos a�os no quiero verme degradado al tercer rango. Yo soy el primer hombre y no mi hijo", declar� sin reparos en una entrevista que provoc� un terremoto.

Su sufrida esposa y el propio Federico se las vieron y desearon para devolver al consorte a Copenhague. Pero Enrique hab�a abierto la caja de Pandora y no dejar�a de protagonizar desplantes en su obsesi�n por recibir un t�tulo de rey que nunca lleg�. Los celos hacia su hijo, que, l�gicamente, cada vez ganaba m�s peso en las labores de representaci�n de la Corona, se disparaban. Cuando en junio de 2009 los daneses aprobaron en refer�ndum un cambio legal para equiparar a hombres y mujeres en la sucesi�n al trono -algo que todav�a no ha ocurrido en Espa�a-, el consorte no pudo reprimir la envidia y volvi� a reiterar en otras pol�micas declaraciones que no entend�a el cinismo de su pueblo para aprobar algo as�, cuando �l estaba siendo discriminado por ser un var�n.

Las pataletas fueron a m�s. Y, en abril de 2015, se celebraron los fastos con motivo del 75� cumplea�os de la reina, que reunieron a representantes de todas las dinast�as europeas. La cara de la soberana, de sus hijos y de sus nueras fue un poema al tener que justificar la ausencia de Enrique, quien no acudi� a los festejos alegando un inoportuno resfriado. Como ya no guardaba ni las formas, casi al d�a siguiente le fotografiaron con varios amigotes disfrutando de una escapada a Venecia. De la gripe, ni rastro.

Poco antes de que en septiembre se informara de que el consorte sufr�a demencia, �ste protagoniz� su mayor desbarro. Acus� a la reina de que le hab�a tratado como a "un tonto". Y declar� p�blicamente que, cuando muriera, no quer�a que sus restos reposaran para la eternidad junto a su esposa. La paciencia no es infinita. Y hasta el flem�tico Federico admiti� en unas declaraciones sobre su padre: "Realmente, siento mucho sus decisiones en muchas cuestiones".

Seguro que de buena gana le hubiera dado unos cachetes a su progenitor, igual que los que �l recomendaba dar a los ni�os para educarlos, porque, dec�a, "son como los perros".