El precio del perdón (2017), de Roland Joffé

Final del régimen del apartheid en Sudáfrica. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación, en la que interviene el arzobispo anglicano Desmond Tutu, trata de arrojar luz en 1995 acerca de los terribles hechos ocurridos, para propiciar el reconocimiento de las culpas y el perdón. Pero no es tan sencillo, algunos piensan que no hay que remover en el pasado, abriendo heridas innecesariamente, no se detienen en el dolor de las familias de las víctimas, que a veces ignoran qué les ocurrió a sus seres queridos. El ex oficial del ejército Piet Blomfeld, que se encuentra en prisión, escribe a Tutu para tener un encuentro, pero está lejos de mostrarse arrepentido, en el fondo lo que busca es la provocación y la autojustificación, escudándose en una supuesta y falsa superioridad.

La casi entera filmografía de Roland Joffé está construida sobre tramas con trasfondo histórico, donde se denuncian abusos de unas personas sobre otras, abogándose por la admisión de lo que se ha hecho mal y el perdón, como modo de superar esos hechos, la venganza no es la solución, hay que saber afrontar y derrotar al horror por elevación. Con estas ideas de fondo y atravesando sus historias de una rica mirada antropológica, Joffé ha firmado valiosas películas como Los gritos del silencio, La misión, Creadores de sombras y Encontrarás dragones. Aquí vuelve a hacerlo con la cuestión del racismo del apartheid sudafricano, repitiendo el recurso de dos antagonistas que acaban acercando posiciones y entendiéndose, a partir de una obra de teatro cuyo título es bastante expresivo, “El arzobispo y el anticristo”; el propio autor, Michael Ashton, firma el guión con Joffé.

En este tipo de películas, el peligro es caer en un buenismo desprovisto de emociones genuinas, pero tal posibilidad es sorteada, porque se nos dibuja a un Tutu cargado de buenísimas intenciones, hombre de profunda fe, pero también alguien que no es perfecto, y al que las salvajadas que investiga y la soberbia de algunos de sus ejecutores, ponen a prueba, también cuando una de las víctimas se ve tentada por el suicidio. Forest Whitaker hace una estupenda composición del personaje, por ejemplo en el encuentro con la madre en el hospital, en que muestra su misericordia y cariño, está logrado. Por su parte, a Eric Bana le toca lidiar con un personaje incómodo, el preso que cita a Milton y el poema de “El paraíso perdido” con desparpajo, pero que vive en un infierno, por un odio al que no quiere renunciar. El actor logra combinar la dureza marmórea de su personaje con apuntes de humanidad que luchan por aflorar. Los momentos que comparten los “adversarios” en pantalla tienen fuerza.

Pese a todo, en la película algunas costuras son algo artificiales, esos recuerdos de Piet –un personaje ficticio, aunque sirve para representar una realidad espantosa– de niño, o la descarada venganza con la intervención de unos agentes antidisturbios. Pero hay destellos de buen cine, por ejemplo en el escena del juicio, muy complicada, y el director acierta en la selección de los dos protagonistas, que sostienen muy bien el film.