El cine americano de los últimos años no cesa en su empeño de mirar al pasado. En Cannes hemos asistido a la puesta de largo de ‘Top Gun Maverick’, mientras las grandes plataformas se llenan de reboots de viejas sagas. Por su parte, en el cine de los grandes autores, el impulso memorístico se reviste de intimidad. Algunos, como el Richard Linklater de ‘Apolo 10½: Una infancia espacial’ han apostado por la nostalgia más descarada, mientras que Quentin Tarantino, en ‘Érase una vez… en Hollywood’, imbricó sus recuerdos con una mirada fabulística sobre sus héroes fílmicos del pasado. Hasta el momento, el más sublime de estos viajes proustianos lo había propuesto Paul Thomas Anderson, que en la romántica ‘Licorice Pizza’ encontró un modo de entrecruzar la evocación del pasado con una reticencia al embelesamiento que suele provocar la nostalgia. Ahora, James Gray rompe la banca con ‘Armageddon Time’, en la que el viaje al Queens de 1980 –periodo clave en la educación ética y moral de Gray– se engarza con la memoria de los supervivientes del Holocausto, y con una reflexión sobre el enquistamiento de ese neocapitalismo que campa a sus anchas en nuestro presente. Hay diversas maneras de intentar explicar lo que consigue Gray en ‘Armageddon Time’ –aludiendo, por ejemplo, al cuidado de su escritura, a la química entre sus actores, a la sobriedad de sus formas–, pero resulta casi imposible intentar hacer justicia a las emociones profundas –serenas y penetrantes, a la vez que tempestuosas y acuciantes– que despierta esta obra mayor en la carrera del cineasta neoyorquino.

El protagonista de ‘Armageddon Time’ es un niño llamado Paul Graff (Banks Repeta). No se especifica su edad, pero si atendemos a su condición de alter ego de James Gray (quien nació en 1969), podemos saber que el chico ronda los once años. En las primeras escenas del film, planteadas a la manera de una comedia costumbrista, vemos a Paul desplegando un numerito de chico malo en su aula de colegio público: su narcisismo solo es equiparable a su sed de reconocimiento. En casa, las cosas funcionan como en ‘Toro salvaje’ de Martin Scorsese, con toda la familia enzarzándose en disputas chillonas. Paul se hace amigo de Johnny (Jaylin Webb), el único niño afroamericano de su clase, con el que pasea en largos planos de seguimiento que remiten tanto a ‘Rebeldes’ de Francis Ford Coppola como a ‘Los 400 golpes’ de François Truffaut: el dúo parece una versión moderna de Tom Sawyer y su amigo “Jim, el negro”. Por su parte, la madre y el abuelo de Paul, interpretados por Anne Hathaway y Anthony Hopkins, representan a una clase media yanqui que, prendada de los valores del judaísmo, tal como los diseccionaba Stefan Zweig en ‘El mundo de ayer’, sueña con labrar para sus descendientes un futuro honorable, quizá vinculado a la creación artística. Y, por último, la figura de un padre taciturno le sirve a Jeremy Strong (la estrella de ‘Succession’) para entregar un concentrado recital de pulsiones salvajes-vulnerables que despiertan el recuerdo del Robert De Niro de los 70-80.

Con este conjunto complejo de personajes sublevados o resignados, Gray construye una teoría nuclear sobre lo que significa sobrevivir en un mundo que impone fronteras tácitas (en la jerarquía social, en materia de raza y género, en el ámbito político) pero que deja en manos del individuo una pequeña puerta abierta para el afecto verdadero y para la expresión de la rebeldía. Esta contradicción esencial –entre la necesidad de cabalgar sobre el sistema manteniendo un espíritu libertario– queda brillantemente encapsulada en la tierna e igualitaria relación que mantienen el pequeño Paul y un abuelo que se desvive por su nieto. En una escena que merece pasar a la historia de los grandes momentos intergeneracionales del cine del siglo XXI –junto a algunos diálogos de ‘Gran Torino’ de Clint Eastwood y de ‘Boyhood’ de Richard Linklater–, Gray invita al personaje de Hopkins a transmitirle a su nieto una ética contraria a la insolencia de los poderosos, así como un sentido de la justicia comprometida con la defensa del más débil.

Como de costumbre en la obra de Gray, la música contemporánea a la acción –coronada, en este caso, por la cadencia reggae de ‘Armagideon Time’ de The Clash– comparte espacio sonoro con temas de Mozart, Bach o Chaikovski. Una combinación de factores musicales que ilustra los brillantes cambios de marcha de la película, que arranca en un estado de excesiva exaltación, pero que luego, cuando el film perfila un giro crepuscular –otoñal, a la manera de Ingmar Bergman–, se asienta en un tono más pausado, sosegado. Es en este territorio meditativo en el que las ideas de Gray sobre el peso de los condicionantes familiares, sobre los anhelos de transgresión social, sobre el valor de la creación artística, resuenan con una profundidad casi inédita en su obra. Habría que acudir a ‘Two Lovers’ o a la clausura de ‘Z. La ciudad perdida’ para hallar una representación tan depurada del imaginario de Gray, un autor empeñado en mantener viva la llama de un cine a la vez popular y elevado, emotivo y político, histórico y plenamente contemporáneo.

Para seguir confiando en la trascendencia del gran cine de autor estadounidense

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Lo mejor: las escenas entre el abuelo (Hopkins) y el nieto (Repeta).
Lo peor: el tono algo pasado de vueltas de los primeros compases del film.

FÍCHA TÉCNICA

Dirección: James Gray Título original: Armageddon Time País: EE.UU. Año: 2022 Fecha de estreno: 2022 Género: Drama Guion: James Gray Duración: 114 min.

Sinopsis: Paul Graff lleva una infancia tranquila en los suburbios neoyorquinos. Junto a Johnny, un compañero de clase excluido por su color de piel, se dedican a hacer travesuras. Paul cree contar con la protección de su madre, presidenta de la asociación de madres y padres de alumnos, y de su abuelo, con el que mantiene una muy buena relación. Pero, tras un incidente, es enviado a una escuela privada, cuyo consejo de administración cuenta con el padre de Donald Trump como uno de sus miembros. El elitismo y el racismo sin complejos con el que se encuentra cambiarán drásticamente su mundo.