DA�OS CAUSADOS A LA MEMORIA
DEL DIFUNTO Y SU REPARACI�N
MARIANO ALONSO P�REZ
Catedr�tico de Derecho civil
UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
SUMARIO:
1. Preliminar. 2. Muerte y extinci�n
de la personalidad. El heredero, continuador de la personalidad del causante.
Juicio cr�tico. 3. La memoria del difunto, �prolongaci�n de su personalidad�:
valoraciones cr�ticas. Ofensas a la memoria y ofensas a los familiares. �mbitos
o manifestaciones de la memoria del difunto. 4. Contenido o aspectos de la memoria
defuncti objeto de protecci�n: honor, intimidad e
imagen. 5. La protecci�n civil de la personalidad pret�rita: a) la defensa de
la memoria del causante: ofensas post mortem. Legitimaci�n. b) Ofensas
anteriores al fallecimiento. Ejercicio o continuaci�n post mortem de las
acciones protectoras. c) Formas de tutela judicial. La indemnizaci�n de da�os y
perjuicios. Beneficiarios del resarcimiento. Caducidad de acciones.
Quoniam vita ipsa, qua
fruimur, brevis est, memoriam nostri quam maxime longam efficere
(C. Salustio,
De coniuratione Catilinae,
I, 3)
1. Preliminar.
La figura que nos va a
ocupar se contempla en los arts. 4-6 de la Ley
Org�nica 1/1982, de 5 de mayo, de Protecci�n civil del derecho al honor, a la
intimidad personal y familiar y a la propia imagen, adem�s de las implicaciones
en otros preceptos, especialmente en el art. 9. Se
trata de dar cauce por la v�a aquiliana y por otras
de �ndole civil a los derechos fundamentales del art.
18.1 CE: honor, intimidad personal y familiar, y a la propia imagen, cuya
defensa general quedaba tradicionalmente encomendada al art.
1902 CC. Tres derechos diversos, aunque relacionados, con frecuentes nexos e
interferencias, que la LO 1/1982 trata unitariamente, aunque con matices
variados[1].
Pero, cuando estamos frente a intromisiones ileg�timas en el honor o intimidad
de una persona fallecida, el problema se complica porque la personalidad
extinta no puede ser objeto de inmisiones lesivas, ni al difunto se le puede
ofender. Las �personas fallecidas� del art. 4 de la
LO 1/1982, se ha dicho (como no pod�a ser menos), que ni tienen derechos, ni
son tampoco sujetos pasivos de difamaci�n alguna. A los muertos ya nadie puede
hacerles da�o[2].
Proteger legalmente la
memoria de los difuntos frente a agresiones ileg�timas, represent� en su
momento un avance loable, en contraste con otras legislaciones. Pero, al mismo
tiempo, si se valoran s�lo respecto de la persona muerta y no como ofensas a
los familiares, tutelan aspectos vivientes de una personalidad extinta, pero en
modo alguno derechos fundamentales, que el fallecido
ya no puede ostentar. Y desde luego, si la memoria defuncti
constituye una �prolongaci�n de la personalidad� (Exposici�n de Motivos de la
LO 1/1982), algo tendr� que ver con el art. 18.1 CE,
aunque sea como efecto reflejo del precepto constitucional, frente a la opini�n
de alg�n autor[3]. Es menester que sigamos
indagando y analizando a lo largo de este ensayo.
2. Muerte y extinci�n de la personalidad. El
heredero, continuador de la personalidad del causante. Juicio cr�tico.
El art.
32 CC determina la extinci�n inexorable de la personalidad civil por la muerte
de las personas. En ese momento desaparece la persona en cuanto tal, con sus atributos
y cualidades, deja de ser centro de poder y de responsabilidad; se extinguen
los derechos y relaciones personal�simas o vitalicios
que le compet�an; y se abre la sucesi�n de los restantes[4].
El muerto ya no es titular de relaciones jur�dicas[5],
por lo que en el escenario jur�dico relicto entran en funci�n los sucesores o
herederos (arts. 657, 659, 661 CC), para continuar el
espect�culo formado por los derechos y obligaciones transmisibles nacidos in
capite defuncti cuando
viv�a. El heredero no s�lo recibe los derechos patrimoniales, sino ciertas
manifestaciones de la persona de �ndole moral, v.gr.,
derecho a rectificar hechos inexactos cuya divulgaci�n pueda causarle
perjuicio, ejercitable por el heredero del da�ado (art. 1� Ley 26 de marzo 1984); o ejercicio de las acciones
de reclamaci�n de la filiaci�n matrimonial (art. 132.
2 CC) o no matrimonial (art. 133.2 CC), bien de
impugnaci�n de la paternidad por el heredero del marido (art.
136.2 CC), etc.; exigir el reconocimiento de la autor�a y el respeto a la
integridad de la obra intelectual, o decidir su divulgaci�n (art. 15 RDL 1/1996, de 12 de abril); continuar la acci�n
penal del querellante tras su muerte (art. 276 LECr.), etc.
�En todos estos casos, los
herederos o parientes reclaman derechos del difunto que subsisten en cuanto
atributos de su personalidad pret�rita: el sujeto no pervive por ello, pero,
aun desaparecido, queda un resto de derechos extrapatrimoniales
que, en homenaje a una existencia anterior, pueden ser hechos valer en favor
-sobre todo- de la buena memoria del difunto, por ciertas personas como
gestores de esa buena memora: no como derechos propios. A�n tiene m�s claros
rasgos de actuaci�n en cumplimiento de una voluntad pret�rita la intervenci�n
de las personas expresamente designadas para ello por el difunto, como prev�n
las leyes de defensa del honor y de propiedad intelectual�. Estas palabras de Lacruz[6]
encierran contradicciones o apor�as insalvables, a pesar de contener un
sustrato verdadero.� En primer lugar, si
la personalidad es pret�rita, fue, pero ya no es. Desaparecida la sustancia,
dec�a Arist�teles, desaparecen sus atributos. Si ha desaparecido el sujeto de
derecho y se ha extinguido, por ello, su personalidad, los derechos extrapatrimoniales o son trasmisibles o, de lo contrario,
terminan con su titular. No hay derechos fenecidos gestionables
por parientes o herederos, como un �resto de ellos�. No se pueden cuidar o
hacer valer relaciones jur�dicas extintas, salvo que no perezcan y un nuevo
titular suceda en ellas. En cuyo caso, no hay gesti�n de intereses ajenos, sino
propios. Y en segundo lugar, �resto de derechos extrapatrimoniales�
y �buena memoria del difunto� son categor�as distintas: o los sucesores hacen
valer ese resto jur�dico transmisible, recibido como suum
ius a trav�s del cauce hereditario; o las
personas designadas bien testamentariamente, bien
legalmente han recibido una encomienda del difunto para cuidar la defensa de su
memoria, que ni est� constituida por derechos extintos con la muerte, ni menos
a�n por los transmisibles. Es otra cosa, como veremos m�s adelante. En todo
caso, la memoria defuncti tambi�n pertenece al
pasado -ipsa mens...
praeterita meminit,
dice Cicer�n[7]-, pero tiene la virtud de
fluir hacia el presente y pervivir en �l con entidad propia, incluso trasvasada
a �ntimos y familiares.
Parece que la personalidad
pret�rita lo es menos, si pensamos que �sta, pese a la dicci�n apod�ctica del art. 32 CC, no se ha extinguido, y el heredero es un continuador
de la personalidad del causante (Pers�nlichkeitsfortsetzung),
conforme expres� el ilustrado texto del � 547 del C�digo civil austriaco[8].
Es una de las posadas finales donde termina un largo itinerario, nacido de una
tortuosa interpretaci�n de algunos textos emblem�ticos de los juristas romanos[9],
referidos al fen�meno de la sucesi�n hereditaria que en Roma no era s�lo asumir
in toto un complejo� de relaciones jur�dicas, sino perpetuar el
culto familiar (sacra familiae) y, en suma,
contribuir en el �mbito privado a perennizar la Roma aeterna
mediante la continuidad sin soluci�n de la domus.
El heredero, durante siglos, represent�, como las vestales, el s�mbolo del
fuego inextinguible de la Urbs.
Lo malo fue convertir una
instituci�n genuina de Roma, con su m�stica pol�tico-familiar, en una realidad
jur�dica moderna, incluso codificada. A ello contribuyeron algunos textos
significativos, pese a las cr�ticas de la Glosa, que hab�a considerado una mera
ficci�n la prolongaci�n en el heredero de la personalidad del causante, y del Iusnaturalismo racionalista (en especial, de Grocio). Los �ltimos ep�gonos del Vernunftrecht,
como Leibniz y su disc�pulo Ch.
Wolff, contribuyeron a convertir en ense�anza
dogm�tica lo que tuvo un hondo significado jur�dico en el Derecho romano, y con
el correr de los tiempos, en plena �poca cl�sica, designa fundamentalmente la
continuidad en el heredero de las relaciones jur�dicas transmisibles de su
causante (heredes iuris successores
sunt: Ulpiano en D. 28,
5, 9, 12).
Jhering, con sarcasmo
a veces despiadado y siempre con iron�a, critic� a los herederos del
Racionalismo wolffiano o de la dial�ctica hegeliana,
que en este campo como en tantos otros hab�an jugado a la l�gica del concepto.
Son famosas sus diatribas contra Gaus, el disc�pulo
de Hegel, o contra Huschke,
que hab�a defendido la pervivencia de la personalidad personal y patrimonial
del causante, o frente al propio F. Lasalle, para
quien el testamento rompe la finitud del causante y convierte al heredero en
portador y continuador de la voluntad inmortal del
testador[10]. Pero las cr�ticas no
fueron suficientes para acabar con la idea, como se prueba leyendo a ciertos
autores espa�oles modernos y algunas sentencias del TS. Se nos ha advertido que
en Espa�a la tesis no es necesaria ni como ficci�n, ni siquiera como imagen o
met�fora, pues incluso en este concepto ser�a inexacta: implicar�a una grosera
confusi�n entre persona y parte (art.
1257 CC)[11]. Sin embargo, desprovista
de exageraciones[12] o de tintes po�ticos[13],
la idea puede ser v�lida si la entendemos como los juristas romanos y el propio
C�digo civil (arts. 659, 661), en el sentido de
adquirir per universitatem
las relaciones jur�dicas trasmisibles del causante, el encargo de cuidar de
otros intereses del difunto y continuar el ejercicio de derechos o acciones
interrumpidos por la muerte. Desaparecida inexorablemente con la extinci�n de
la persona la personalidad jur�dica del causante, el heredero contin�a en su
sola persona con el mismo t�tulo de su causante las relaciones jur�dicas
activas y pasivas, y las dem�s posiciones jur�dicas transmisibles de aqu�l.
Suceder es continuar en las mismas situaciones de derecho que ten�a el de cuius, no destruidas por la muerte. Los herederos, por
vocaci�n universal, son llamados ordinariamente a ser successores
in ius omne defuncti (Papiniano: D. 44,
3, 11) por el mismo t�tulo y causa que ten�a su antecesor, aunque completado
por el llamamiento hereditario (testamento, contrato sucesorio, ley) que
legitima su adquisici�n universal.
En realidad, la voluntad del
causante o las reglas legales pueden trazar un itinerario distinto del que
sigue el heredero para hacerse cargo de los derechos y obligaciones
patrimoniales o de las posiciones jur�dicas personales de su antecesor
susceptibles de continuar post mortem. El t�tulo de heredero ni es
sagrado, ni inviolable, ni inmune a las facultades decisorias del auctor hereditatis
o del legislador. Aunque el heredero sea ordinariamente actor principal del
escenario sucesorio, nada impide que otras personas (legatarios, albaceas,
allegados o amigos) reciban bienes, encomiendas fiduciarias o facultades para
ejercitar acciones, incluso autorizaci�n para pagar deudas. El caso es patente
en los arts. 4 ss de la LO
1/1982 de 5 de mayo, porque, en definitiva, la mitificaci�n de la persona del
heredero cede ante la supremac�a de la voluntad del causante o del legislador.
Los herederos son continuadores por vocaci�n sucesoria ordinaria de la posici�n
jur�dica transmisible del difunto (art. 661 CC), pero
no debe haber obst�culo para que el testador disponga a t�tulo particular, o
sea, al margen de la instituci�n de heredero, del destino de algunas de sus
relaciones de derecho[14].
3. La memoria del difunto, �prolongaci�n de su
personalidad�: valoraciones cr�ticas. Ofensas a la memoria y ofensas a los
familiares. �mbitos o manifestaciones de la memoria del difunto.
El non omnis moriar horaciano[15]
es incuestionable. El hombre nunca muere del todo. Perdura en el recuerdo, en
sus obras, en los sentimientos de parientes, amigos e instituciones. Hay una
continuidad hist�rica, afectiva y espiritual de unos hombres con otros. Vivos y
muertos se enlazan en una cadena ininterrumpida. �No
hay una existencia humana, escribi� Savigny,
absolutamente aislada e independiente... Todo hombre debe valorarse, a la vez,
como miembros de una familia, de un pueblo,... y cada �poca como la
continuaci�n y desarrollo de todos los tiempos transcurridos. Ninguna �poca
produce su mundo por s�, sino que lo hace siempre en comunidad indiscutible con
todo el pasado�[16]. Dentro de esta conexi�n indefinida
de unos seres con otros, tiene sentido la successio
in universum ius y la
protecci�n de la memoria defuncti, que es
tanto como proteger lo imperecedero de �l: recuerdos, afectos, buen nombre,
etc. Lo imperecedero del hombre que ha desaparecido del mundo de los vivos, lo
que llamamos su �buena memoria�, se perpet�a en herederos, allegados, �ntimos o
cuerpos sociales a los que perteneci� o contribuy� a crear[17].
Sin duda, la personalidad
del difunto se extingui� con la muerte, como bien se�ala el art.
32 CC, y no hay transmisi�n a los causahabientes. Pero los vivos evocan o
recuerdan aspectos, expresiones, modos de ser y pensar del fallecido. Eso es la
memoria, que s�lo pervive en los vivos (parientes, conocidos, amigos), no en el
difunto. Los sucesores que a�n est�n en la existencia prolongan en sus
recuerdos la historia ya acabada del difunto, y de ese modo la recrean post obitum[18].
�Aunque la muerte del sujeto
de derecho extingue los derechos de la personalidad, la memoria de aqu�l
constituye una prolongaci�n de esta �ltima que debe tambi�n ser tutelada por el
Derecho� (Exposici�n de Motivos de la LO 1/1982, de 5 de mayo). De este texto portical se deduce que la memoria defuncti
es algo vivo, pues, dada por supuesta la extinci�n de la personalidad por
efecto de la muerte, algo de �sta se prolonga o supervive. Es decir, es inmune
al impacto alevoso de la Parca. �C�mo configurar, por tanto, la memoria del
fallecido o, lo que es igual, de qu� modo sobrevive a la extinci�n f�sica de la
persona? Pueden presentarse diversas posiciones:
A) Puede pensarse que la
memoria del difunto como prolongaci�n de la personalidad es una ficci�n, o una
imagen[19].
Sin embargo, tanto la Exposici�n de Motivos como el texto legal tutelan la
figura. No merecer�a defensa una mera ficci�n jur�dica o una expresi�n
metaf�rica. En todo caso, la defensa de la memoria del fallecido en cuanto
prolongaci�n de la personalidad, se justificar�a propiamente iure successionis y
su defensa recaer�a en los herederos. Esa fue la pretensi�n del Grupo Comunista
del Congreso, l�gica en si misma, al presentar una enmienda a la totalidad[20],
que se rechaz�, atribuyendo al sucesor testamentario del difunto la defensa de
la personalidad pret�rita, con el argumento cl�sico de que el heredero es el
continuador de la personalidad del causante.
B) La memoria defuncti se traslada al c�nyuge y otros familiares m�s
pr�ximos, al entender, como hace la doctrina italiana, que las ofensas a la
misma se dirigen en realidad a los sentimientos de piedad que aqu�llas
tienen para con el difunto (De Cupis). A los muertos
ya no se les puede da�ar, ni injuriar, pero s�, como dice Degni,
a los parientes ligados con el fallecido por lazos de solidaridad moral.
Es la tesis que en Espa�a ha
defendido el TC en conocidas sentencias, como la 231/1988 de 2 de diciembre, a
prop�sito del caso del diestro �Paquirri�, cuyas
escenas finales debati�ndose entre la vida y la muerte en la enfermer�a de la
plaza de toros, se grabaron y comercializaron con aparente violaci�n de los
derechos a la intimidad y a la imagen del art. 18.1
CE[21].
El TC entendi� que, una vez fallecida la persona, no cabe recurso de amparo
para proteger derechos que han desaparecido al extinguirse la personalidad,
pero s� cabe una violaci�n del derecho a la intimidad personal y familiar de la
viuda del torero fallecido. �Debe estimarse que, en principio, el derecho a la
intimidad personal y familiar se extiende, no s�lo a aspecto de la vida propia
y personal, sino tambi�n a determinados aspectos de la vida de otras personas
con las que se guarda una especial y estrecha vinculaci�n, como es la familiar,
... No cabe duda que ciertos eventos que puedan ocurrir a los padres, c�nyuges
o hijos tienen, normalmente y dentro de las pautas culturales de nuestra
sociedad, tal trascendencia para el individuo, que su indebida publicidad o
difusi�n incide directamente en la propia esfera de la personalidad. Por lo que
existe al respecto un derecho -propio y no ajeno- a la intimidad,
constitucionalmente protegible� (FJ 4 STC 231/1988).
Confirma la misma idea la STC 190/1996,de 25 de
noviembre, en que los padres de una joven fallecida junto a una carretera
demandaron a Televisi�n Espa�ola por difundir la noticia de que, tras examinar
el cad�ver, es posible que la muerte se debiese al consumo de sustancias
estimulantes. El TC deneg� el amparo a TVE no porque hubiese
da�ado el honor, que no puede predicarse como derecho de la persona fallecida,
sino porque ciertas noticias pueden no detener sus efectos en el sujeto pasivo
de la difamaci�n, sino expandirse de tal modo que alcance a personas del �mbito
familiar de aqu�l.
Dir�amos, por tanto, que los
familiares defienden la memoria del difunto en tanto se ven afectados personal
y familiarmente. Aqu�lla se protege por cuanto sobrevive iure
familiae en los miembros m�s �ntimos del c�rculo
conyugal y parental. Como ha defendido Igartua, la protecci�n civil post mortem se basa en
el deber rec�proco de protecci�n existente entre los miembros de una familia.
Con ello, a�ade, se consigue mantener el dogma de la indisponibilidad de los
derechos de la personalidad en sentido estricto (en otras palabras, la
personalidad acaba con la muerte del sujeto) y, a la vez, restringir la
actividad de los familiares... a su �mbito exclusivo de protecci�n[22].
La tesis que fundamenta en
los v�nculos familiares la tutela de la personalidad extinta est� mal planteada
civilmente. Sin duda, s�lo las personas vivas son titulares de derechos
fundamentales y les basta invocar un inter�s leg�timo para interponer recurso
de amparo (art. 162.1 b) CE). Las agresiones a la memoria
defuncti se reparan por el cauce de la
responsabilidad civil, nunca por la senda constitucional. Cuando se ofende,
injuria o vilipendia la memoria de una persona fallecida, pueden presentarse
varias situaciones, que complican la concepci�n anterior de la memoria del
difunto. Su traslaci�n exclusiva a las relaciones o lazos familiares no siempre
se ajusta a la realidad. Las diversas situaciones en que la memoria supervive a
la muerte de la persona nos muestran las insuficiencias de la posici�n (B), que
hemos expuesto anteriormente.
C) Puede que las ofensas
afecten s�lo a la personalidad extinta, a la buena fama que dej� el difunto,
pero los vivos no se sienten afectados, o no se dan por afectados. Ser�a el
supuesto estricto de lesiones a quien ya no se puede herir, pero la memoria,
como prolongaci�n de la personalidad del fallecido, ha experimentado un
detrimento que conviene reparar, con independencia de que salpique a deudos o
allegados, por respeto a la dignidad del muerto, que es imperecedera, y a los
lazos indelebles que unen a vivos y muertos. Con respecto al heredero, a quien
el Derecho Romano encomend� la protecci�n por iniuria
inferida al difunto, ya Ulpiano defendi� la
conveniencia de mantener inc�lume la reputaci�n del mismo (semper
enim heredis interest defuncti existimationem purgare: D. 47, 10, 1, 6-7, Ulp. 56 ad ed.). Los que
ejerciten acciones en defensa de la memoria ofendida, vienen a ser fiduciarios
o procuratores in rem
alienam. Aqu� la memoria no se defiende suo iure, sino alieno
iure, en atenci�n exclusiva al buen nombre del
difunto.
Los herederos o parientes
act�an, se dice, como gestores de la buena memoria del difunto: no como
derechos propios[23]. Ciertamente a los
muertos ya nadie puede hacerles da�o, pero sucede que las personas que nos
precedieron han dejado en nosotros una memoria, un recuerdo o
imagen, de modo que el guardi�n de la memoria del causante act�a como un
fiduciario que no puede reclamar en inter�s propio[24].
Digamos, para concluir, que en este caso la memoria ofendida es como una
llamada sin respuesta propia. Si las personas legitimadas para defenderla ex art. 4 LO 1/1982 proceden a ello, lo hacen en atenci�n
exclusiva a lavar las afrentas al difunto. Su memoria, para ser tal, evoca
sentimientos de piedad u honorabilidad ajena que los defensores quieren
salvaguardar, bien por afecto o por respeto, y en ocasiones s�lo llevados por
la obtenci�n de una ganancia indemnizatoria[25].
Designados testamentarios, parientes pr�ximos o el Ministerio Fiscal act�an
como curadores de bienes morales no extintos por la muerte, pero tampoco
heredables ni compartidos iure familiae. Es el caso de la SAT Madrid 23 Julio 1985, en
que los hijos del fallecido ministro Alberto Mart�n Artajo
demandan a Ediciones Zeta S.A., cuya revista Interviu
public� un reportaje sobre �el esc�ndalo de los aviones sabuesos�, que el
periodista califica de estafa de veinte millones de pesetas, en la que estaba
implicado el mencionado ministro de Asuntos Exteriores, padre de los actores.
La sentencia, que confirm� �ntegramente la del tribunal de instancia, entendi�
no probada la noticia, carente de veracidad y difamatoria, verdadero atentado
al honor del difunto. Consider� a los demandantes �guardianes de la memoria y reputaci�n
de su padre fallecido; aut�nticos fiduciarios�, y ordena que el importe de la
indemnizaci�n establecida se destine a restablecer la imagen dejada en la
sociedad por don Alberto Mart�n Artajo. La memoria
del difunto, en este caso, no mancha directamente la reputaci�n de sus
familiares, se queda en el buen nombre del fallecido. Aunque siempre la
reputaci�n de los deudos �ntimos resulta impregnada, en mayor o menor grado, de
las ofensas inferidas al muerto. As� de expansiva es la memoria del difunto.
Tambi�n la memoria lesionada
parece residir con exclusividad en el difunto en el caso de los ultrajes al
comandante Pati�o, que pilotaba el avi�n tr�gicamente accidentado en el monte Oiz, pr�ximo a Bilbao. Los hijos del piloto demandaron a
�El Pa�s� y �Diario 16" por violaciones al honor, intimidad e imagen con
expresiones que lo tildaban de violento, adicto a la cerveza, grosero, y otras lindeces parecidas, �expresiones... que conducen
subliminalmente a los lectores del peri�dico, mediante una especie de juicio
paralelo, a la conclusi�n de que el accidente se debi� a una patente
irresponsabilidad del comandante del avi�n siniestrado, que pilotaba la
aeronave en condiciones an�micas y profesionales incompatibles con la
delicadeza de la funci�n correspondiente, lo que configura por si solo una
intromisi�n ileg�tima en el �mbito del honor y de la intimidad personal del
piloto titular del derecho lesionado y cuya memoria constituye una prolongaci�n
de su personalidad� (STS 7 marzo 1988). Con independencia de si los comentarios
de prensa han constituido realmente violaciones al honor y de que no puede ser
el fallecido titular de ning�n derecho de la personalidad, es evidente que la
memoria lesionada, por su conexi�n con la mala praxis profesional tal como se
le imputa, no puede incidir sobre los hijos actores m�s que en peque�a -aunque
inevitable- medida: los familiares siempre sufren sobre su persona las
consecuencias difamatorias del ser querido que ya no puede defenderse.
D) Una posici�n contraria a
la anterior sit�a la memoria defuncti en los
parientes m�s pr�ximos directamente afectados por las ofensas al difunto. Como
se dice en algunas sentencias de los tribunales suizos, sentimientos �ntimos de
piedad hacia los fallecidos y recuerdos de acontecimientos comunes ligan a los
vivos con aqu�llos y se incorporan a nuestra personalidad. La memoria del
difunto pervive como una realidad encarnada en sus familiares, y �stos act�an
as� como directamente perjudicados o prope suo iure (�casi por derecho
propio�). En realidad, esta posici�n se adue�a de la memoria del difunto, que
s�lo es defendible cuando las ofensas a la misma, jur�dicamente irrelevantes,
se hacen realidad propia y aut�noma en los familiares. Con buen criterio, el
legislador espa�ol de 1982 huy� de esta posici�n tratando de salvaguardar la
memoria del fallecido mediante el recurso prioritario a la designaci�n
testamentaria, y s�lo cuando la autonom�a privada no ha funcionado, se acude
subsidiariamente a los parientes (art. 4.1 y 2). No
olvidemos que la memoria, en cuanto prolongaci�n de la
personalidad extinta, presenta un doble aspecto: tiene su ra�z en los
recuerdos, sentimientos y afectos brotados in caput
defuncti; es decir, en su dignidad imperecedera.
Por eso la necesidad de reparar los da�os irrogados a la misma por injurias,
difamaciones o perversiones de su buen nombre e imagen, siempre y en primer
t�rmino. En un segundo momento, las ofensas al difunto salpican frecuentemente
a familiares, herederos y a la misma sociedad, que tiene entre sus principios
el respeto a la memoria de los difuntos y honrarlos debidamente. Tiene esa
doble expresi�n: est� entre la muerte de la persona y la vida de
sus sucesores.
Tiene raz�n A.L. Cabezuelo cuando deslinda correctamente ambos
intereses que, a su vez, dan lugar a acciones distintas: podemos servir el
deseo del difunto de que su buen nombre permanezca inc�lume tras su muerte, en
cuyo caso defendemos un inter�s ajeno; o bien, la intromisi�n en la memoria de
un ser querido trae para familiares y allegados consecuencias injustas e
indeseables. Lo que en este caso fundamenta la demanda no es la ofensa al
recuerdo de un difunto, sino los efectos negativos en la esfera de parientes e
�ntimos[26].
Entiende esta autora que dichas personas defienden un derecho propio; no reaccionan
contra un ataque a la memoria del difunto, sino contra una lesi�n que, directa
o indirectamente, les afecta[27].
Pero entiendo que en uno y otro caso siempre est� presente la memoria defuncti: aunque los vivos defiendan su reputaci�n
personal, o incluso su honor o intimidad mancillados, la ofensa ha partido de
la persona extinguida del difunto y, con mayor o menor intensidad, su
reputaci�n menoscabada impregna los ultrajes a sus familiares o herederos.
E) Puede pensarse que las
personas, a las que el art. 4 LO 1/1982 encomienda la
tutela de la personalidad pret�rita, s�lo tienen una legitimaci�n procesal[28].
Pero esa ser�a una explicaci�n un tanto simple y vacua. La memoria se defiende
de las intromisiones ileg�timas ex art. 7 por una
serie de personas que tienen de por s� una legitimaci�n sustantiva: bien sea la
voluntad testamentaria (art. 4.1), el matrimonio o el
parentesco pr�ximo (art. 4.2), el inter�s p�blico
tutelado por la ley, que representa el Ministerio Fiscal (art.
4.3). A todas ellas les ata�e la memoria defuncti,
a ellas llega como una pervivencia de la dignidad y honorabilidad del difunto,
y su derecho a ejercer la defensa constituye un inter�s jur�dico protegido.
F) La memoria del difunto
pervive en herederos o familiares por transmisi�n del derecho a su defensa si
es ofendida. Como dijo en el conocido caso Mephisto
el Tribunal Superior Alem�n, los parientes del famoso actor fallecido podr�n
defender su memoria de los ultrajes de que fue objeto por el escritor K. Mann, tach�ndolo de colaborador nazi, porque ellos eran trasmisarios o causahabientes del derecho general de la
personalidad que el ofendido ten�a, y cuyas prerrogativas de defensa recib�an iure successionis.
La inviolabilidad de la dignidad del hombre, que consagra el art. 1.1 de la Ley Fundamental de 1949 (�Das W�rde des Menschen ist unantatsbar...�), impide
que cualquier persona pueda ser vilipendiada o denigrada, aun despu�s de su
muerte.
En Francia, defendi� esta
idea P. Blondel, para quien tras el fallecimiento
subsisten los elementos o aspectos tutelares de los derechos de la personalidad
que el fallecido ostentaba en vida. Los herederos reciben por v�a sucesoria
esas facultades o prerrogativas de defensa con el fin de proteger la memoria de
su causante.
La tesis de la transmisibilidad de las facultades defensivas es, entre
otras cosas, innecesaria. Si la memoria defuncti
es prolongaci�n de la personalidad extinta en sucesores, familiares o
representantes p�blicos, nada es preciso traspasar, porque la memoria del
fallecido tiene subsistencia por si misma y, mientras no desaparezca de los
vivos[29],
est� hipost�ticamente unida a ellos, porque emana de la dignidad del hombre,
aunque �ste haya muerto. Por otra parte, el planteamiento de este autor, o del
Tribunal Federal Alem�n, no explica c�mo y por qu� subsiste tan s�lo el lado
defensivo del derecho de la personalidad del causante, si la muerte extingue
sin remedio todas sus manifestaciones morales e inmateriales, con independencia
de que en ocasiones la ley atribuya a los herederos la protecci�n de facultades
jur�dicas personales del difunto o el ejercicio de acciones. Pero en estos
casos, act�an no como sucesores en el universum
ius, sino como atributarios
ex lege y ex novo de estas funciones post
mortem.
En realidad, la personalidad
del difunto se extingui� por la muerte y no puede trasmitirse a los
causahabientes o familiares. Subsisten los aspectos o manifestaciones de esa
personalidad (honor, buena reputaci�n, evocaci�n de sentimientos, recuerdos
queridos, etc), porque son valores inherentes a la
dignidad humana, inmunes por ello mismo a la muerte. Perviven como lazos
espirituales que unen unas generaciones a otras, y tienen que ser defendidos,
si se conculcan, por quienes m�s directamente se sienten atados por ellos (allegados,
c�nyuge, herederos voluntarios, amigos m�s entra�ables, etc.)[30].
Una conclusi�n final, que se
colige de mi estudio en las p�ginas anteriores, sobre la memoria del difunto.
En mi opini�n, �sta presenta tres manifestaciones:
a) Es una prolongaci�n de la
personalidad extinguida por la muerte en aquellas personas encargadas de
tutelarla frente a intromisiones ileg�timas (Exposici�n de Motivos LO 1/1982,
en relaci�n con el art. 4). El legislador supone que
los recuerdos, sentimientos, afectos y buen nombre del fallecido, lo que
llamamos la memoria defuncti, se hace viva y
presente en las personas a quienes aqu�l confi� su defensa por v�a
testamentaria, a trav�s de los familiares m�s pr�ximos, o por medio de quien
representa los intereses p�blicos de la sociedad. La sede final de la memoria
siempre est� en los vivos, y de forma din�mica en quienes por lazos
hereditarios, parentales o de amistad salen en su
defensa si es ofendida o ultrajada.
b) La memoria es un residuo
inextinguible de la dignidad humana, que perdura mientras sea lesionada,
vilipendiada o injuriada. Como principio constitucional (art.
10.1 CE), la dignidad sostiene todos los derechos fundamentales y libertades
p�blicas, incluso m�s all� de la muerte. No ciertamente, como dice el TC (S
231/1988, de 2 de diciembre, FJ 3), en el plano constitucional una vez
fallecido el titular de los derechos fundamentales y extinguida su
personalidad, pero da por supuesto que se mantienen acciones civiles para
defender la memoria, como expresamente reconoce la Exposici�n de Motivos de la
LO 1/1982. La dignidad del hombre hace a �ste persona, no cosa u objeto
perecedero[31]. Cualquier ofensa a la
memoria, aunque no mueva a actuar a las personas legitimadas ex art. 4 LO 1/1982, ofende la dignidad del fallecido. El respeto
a los difuntos, la preservaci�n inc�lume de su buena memoria (no, por supuesto,
de sus indignidades, cr�menes o perversiones, que no suponen memoria defuncti en el sentido que aqu� tratamos, sino
infaustos recuerdos que da�an gravemente el buen fluir de la Historia y de la
sociedad) salta a sucesores, familiares y amigos, pero nace y se regenera
constantemente en la personalidad extinguida para prolongarse en los vivos.
Representa, como ya dijimos, los elementos incorruptibles del ser humano en cuanto portadores de una dignidad imperecedera.
c) La memoria, finalmente,
es tambi�n lazo de uni�n entre vivos y muertos, fragua la historia individual y
colectiva, es pieza necesaria del motor que hace andar a la sociedad generaci�n
tras generaci�n. A una Rep�blica sana interesa que no se denigre o menoscabe la
buena memoria de los difuntos. Por eso, acierta la LO 1/1982, que en su art. 4.3 encomienda al Ministerio Fiscal la protecci�n de
la memoria del fallecido, en defecto de designados y familiares. Representa el
inter�s p�blico en mantener inc�lume el buen nombre de los que nos precedieron
en el curso de la vida.
4. Contenido o aspectos de la memoria defuncti objeto de protecci�n: honor, intimidad e
imagen.
El art.
1.1 LO 1/1982 establece que el derecho fundamental al honor, a la intimidad
personal y familiar y a la propia imagen, garantizado por el art�culo dieciocho
de la Constituci�n, ser� protegido civilmente frente a todo g�nero de
intromisiones ileg�timas...
La Exposici�n de Motivos y
los arts. 4-6 vienen a determinar que se protege
igualmente la memoria de la persona fallecida frente a las intromisiones
ileg�timas en dichos atributos de la personalidad. Bien entendido que las
personas muertas ya no tienen personalidad, ni son titulares de derechos, ni
pueden ser objeto de difamaci�n, deshonra o da�arles en su reputaci�n e
intimidad. S�lo se causa da�o a los vivos. Pero es evidente que se puede
injuriar u ofender su memoria, como supervivencia de su personalidad en
familiares, c�nyuge e �ntimos. Y las ofensas pueden consistir en agresiones al
honor, intimidad e imagen. Veamos muy brevemente:
A) Honor es
�la buena y merecida fama[32]�,
�gloria o buena reputaci�n que sigue a la virtud, al m�rito o a las acciones
heroicas, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas de
quienes se la granjea[33]�.
Late tras estas ideas el pensamiento de Cicer�n, cuando define el honor
como recompensa o premio que concede a la virtus
el criterio y el afecto de los ciudadanos (Brutus,
81, 181). Desvinculado el honor de los otros derechos de la personalidad por la
Jurisprudencia, esta categor�a moral se asienta en la dignidad de todo hombre a
no ser objeto de escarnio, injurias o difamaci�n. Por lo dem�s, los dos
aspectos conexos del honor que distingue la Jurisprudencia y un buen sector
doctrinal no tiene mucho sentido: un aspecto inmanente o subjetivo, que
consiste en la estimaci�n que cada persona tiene de s� mismo; y otro trascendente
y objetivo, que se refiere a la valoraci�n que los dem�s tienen de la
persona. Lo importante, pienso, no es esta delimitaci�n, que entra m�s en el
plano estrictamente humano y moral, cuanto que las ofensas y ultrajes a la
dignidad de la persona en su aspecto honorable lesionan los valores profundos
del hombre que le hacen respetable en la vida familiar, profesional y social.
Cuando se mancha la honorabilidad de un ser humano, se siente da�ada toda la
esfera de su personalidad tanto en su proyecci�n individual como comunitaria[34].
La difamaci�n, como agresi�n
caracter�stica al honor, que pone en entredicho la reputaci�n y el buen nombre
de una persona o familia, o las expresiones o hechos que, sin llegar a
constituir difamaci�n, menoscaban los m�ritos de una persona (art. 7, n�ms. 3 y 7 LO 1/1982), pueden afectar a la memoria
del difunto. Ya hemos tratado el caso de las ofensas a la buena memoria del
ministro Mart�n Artajo, atribuy�ndole calumniosamente
una conducta inmoral; o el supuesto del piloto Pati�o, imput�ndole unas
acciones que pod�an da�ar su honorabilidad profesional. La memoria del difunto
limita el ejercicio del derecho a la informaci�n (art.
20.1 y 4 CE), como sent� la STC 190/1996, de 25 de noviembre, de modo que las
intromisiones ileg�timas en la memoria del difunto ciertamente no son
agresiones a ning�n derecho, que la muerte extingui�, ni pueden dar lugar a
recurso de amparo, salvo que los ataques a la memoria defuncti
se traduzcan al mismo tiempo en intromisiones al honor, intimidad e imagen
personal o familiar. En cuyo caso, como qued� claro en el caso �Paquirri� (STC 231/1988, de 2 de diciembre), las invasiones
ileg�timas de la memoria del fallecido no s�lo afectan como tal a su familia,
sino que comportan un plus sustancial a�adido: suponen, al propio
tiempo, violaci�n de un derecho fundamental de su c�nyuge o familiares m�s
pr�ximos.
Reparar los da�os causados a
la memoria del difunto por difamaciones u ofensas gravemente lesivas, podr�a
entrar dentro del art. 1902 CC. Pero el difunto ya no
es ese otro a quien hay que indemnizar. Al muerto no se le puede da�ar
ni por acci�n ni por omisi�n, con culpa o sin culpa. He aqu� la gran dificultad
para el ejercicio de la acci�n aquiliana. Con todo,
si la memoria del difunto es una �prolongaci�n de la personalidad extinta� y
una realidad aut�ntica, aunque intangible; si la memoria, como hemos expuesto
detenidamente, siempre pervive en designados o familiares y aun en el alma de
la misma sociedad, no hay raz�n para no restaurar o reparar los da�os inferidos
a la misma. Los guardianes o custodios de la memoria defuncti
ejercen la acci�n indemnizatoria frente a los ofensores para, de alg�n modo,
lavar el da�o, que� si no lo sufre el
difunto, s� los sentimientos, afectos y recuerdos que perviven en los vivos
como interesados leg�timos. Eso s�, como ha puesto de relieve P. Salvador, �la
indemnizaci�n deber� centrarse en cubrir los costes de rehacer la
reputaci�n injustamente da�ada�. Otra cosa es que se tengan en cuenta criterios
de enriquecimiento injusto, adem�s de los estrictamente resarcitorios (art. 9.3 in
fine LO 1/1982). En modo alguno, por ser imposible causar da�o a un muerto,
la reparaci�n puede exceder el car�cter compensatorio, y convertirse en una
punici�n civil, al estilo de los llamados �da�os punitivos�, que ser�a un
m�ltiplo de la indemnizaci�n reparatoria[35].
B) Intimidad: la
persona tiene derecho a una zona reservada de su vida y de su esp�ritu, �acervo
o patrimonio de la persona m�s arcano� (STC 13 marzo 1989), espacio en el que
s�lo ella puede morar (the right to be let
alone, seg�n feliz expresi�n del juez Cooley). Es un �mbito expansivo, que �se extiende, no s�lo
a aspectos de la vida propia y personal, sino tambi�n a determinados aspectos
de la vida de otras personas con los que se guarda una especial y estrecha
vinculaci�n, como es la familiar...� (STC 231/1988, de 2 de diciembre y
190/1996, de 25 de noviembre), de conformidad con el art.
18.1 CE. Su violaci�n puede consistir en inmisiones o intrusismos
en la vida privada, seg�n las formas previstas por el art.
7.1 y 2 LO 1/1982; en procedimientos o medios que irrumpen anormalmente en la
esfera m�s honda de la persona, v.gr. hacer
grabaciones, fotograf�as, captaci�n de im�genes o conversaciones que suponen
abrir violentamente la puerta de las estancias m�s rec�nditas del hombre.
Tambi�n se violan las zonas
�ntimas de la persona mediante revelaciones o divulgaci�n de hechos
privados, escrito o datos, que da�en el buen nombre de las personas o de su
entorno familiar (art. 7.3 y 4 LO 1/1982). Las formas
divulgatorias del art. 7.3
y 4, que atentan a la intimidad, han de interpretarse restrictivamente, piensa
P. Salvador, pues no dejan de ser una cl�usula general peligrosa en manos del
juez[36].
Dentro del tema que nos
ocupa, es frecuente que se revelen hechos, circunstancias o escritos de una
persona fallecida que afecten a su reputaci�n, que den a la luz aspectos de su
vida que convenga mantener en secreto por el da�o que puedan causar a su
memoria o a los familiares. Pero tengamos en cuenta que las personas que
murieron hace a�os rodeadas de una peque�a o gran historia desgraciada o tal
vez gloriosa, pueden ser revividas en novelas, seriales, reproducciones
televisivas, etc, mientras los hechos sean veraces y
p�blicos. Si la tergiversaci�n de la verdad acarrea un da�o en su buen nombre o
en la imagen u honorabilidad de sus familiares, las personas legitimadas para
defender su memoria pueden actuar, bien como guardadores de la personalidad
extinta, o suo iure
como titulares del derecho de la personalidad violado. En cambio, si la
divulgaci�n de los aspectos m�s escabrosos de su intimidad o imagen son p�blicos y notorios, y sirven al fomento de la
informaci�n cultural o art�stica, no hay duda que por s� misma no representa
una intromisi�n ileg�tima en la memoria del difunto. Casos, como el que
sentenci� el Juzgado de Instrucci�n, n�m. 15 de Madrid (S. 23 septiembre 1986),
en que el sobrino de una mujer condenada a muerte y ejecutada en Valencia el
a�o 1959 por asesinato pide reparaci�n por los da�os causados a �l y a su
familia a consecuencia de la reconstrucci�n de la triste historia en una serie
televisiva, y que fall� a su favor, puede dar cauce al �derecho al olvido� o al
�secreto del deshonor� (desconocidos en nuestra legislaci�n), pero a su vez, no
tiene en cuenta que la Justicia es p�blica y la Historia tambi�n[37].
Lo mismo aconteci� a prop�sito del caso �Marqueses de Urquijo�
en que, con ocasi�n del libro editado por Planeta sobre �las malas compa��as,
hip�tesis �ntimas del asesinato de los Marqueses de Urquijo�,
el Juzgado de Instrucci�n n�m. 10 de Madrid, en S 15 diciembre 1986, conden� a
los demandados y expres� en el FD 7: �la segunda precisi�n deviene por el
indiscutible derecho al olvido de forma que por muy p�blicas que sean las
actuaciones judiciales y los hechos que en ellas se viertan, el sujeto tiene
derecho a que no se reabra su herida haci�ndole de esa forma revivir una
segunda infelicidad�.
Ciertamente, los difuntos ya
no tienen intimidad, ni deshonor, ni buena o mala imagen. Pero su memoria
prolonga en otras personas su buen o mal nombre, sus recuerdos dignos o
indignos invaden a los vivos y les ata�en. De Cupis
ha subrayado que cuando los hechos son p�blicos y notorios, y ya est�
francamente comprometida la reputaci�n de una persona, no es posible causar m�s
ruina que la que hay, ni ofender una fama destruida, ni es apreciable la
repercusi�n en el sentimiento del sujeto[38].
Pienso que ahondar con el cuchillo de la difamaci�n en un deshonor patente, no
merece protecci�n jur�dica: a�adir ofensas a una reputaci�n paladinamente
maltrecha puede irrogar consecuencias nocivas para los sentimientos morales
(incluso para los intereses patrimoniales) de familiares y herederos[39].
Bien est� la creaci�n de programas verdaderamente culturales o de educaci�n
c�vica sirvi�ndose de la historia nada edificante de personas fallecidas, pero
sin ahondar en la llaga y destacando siempre sus circunstancias atenuantes. La
memoria de cualquier difunto es hija de su dignidad. Incluso las personas �mas
degradadas y envilecidas� conservan un �oasis de dignidad�, que no es l�cito
profanar, ofender ni lesionar (STS, 7 diciembre 1984: Sala de lo Penal)[40].
C) Imagen. La imagen
puede entenderse como una expresi�n pr�xima al derecho a la intimidad, aunque
no se identifique (Pugliese); incluso como
manifestaci�n sin m�s de dicha intimidad (De Cupis).
Por esta l�nea va encaminada alguna resoluci�n Jurisprudencial (vid. STS 29
marzo 1989)[41]. De cualquier modo, pese
a su diferenciaci�n, hay multitud de nexos, aproximaciones e interferencias. La
imagen es, etimol�gicamente, apariencia, figura, �representaci�n, retrato� (J. Corominas, Diccionario Etimol�gico); la revelaci�n
exterior, frente a los dem�s, de la persona con su especificidad irrepetible.
La imagen, poni�ndonos kantianos, ser�a el fen�meno que traduce un numeno inasible, el propio ser. La imagen, en suma,
es la epifan�a de la personalidad humana. Y no s�lo es epifan�a o manifestaci�n
de la corporalidad o aspecto f�sico, sino del psiquismo de cada hombre.
La imagen tiene m�ltiples
expresiones:
A) Al modo del derecho real,
con sus elementos de inmediatividad y exclusi�n, la
imagen puede valorarse en su aspecto positivo o fruitivo:
reproducirla, publicarla, negociar con ella o controlar en inter�s propio a
quienes hemos autorizado a llevar a cabo actividades de esa �ndole o similares
(STS 9 mayo 1988 y 9 febrero 1989, entre otras); y otro aspecto negativo
o de exclusi�n erga omnes:
prohibir su obtenci�n, reproducci�n o divulgaci�n por cualquier medio sin
consentimiento de su titular.
B) La imagen puede tener una
consideraci�n personal (art. 7.5 LO 1/1982), o
estrictamente patrimonial, econ�mica o publicitaria, a modo de propiedad
intelectual (art. 7.6).
C) La imagen puede ser
objeto de intromisiones, inmisiones o irrupciones ileg�timas, tal como prev� el
art. 7.5; y la imagen puede ser comercializada y
explotada en beneficio de una persona distinta de su titular sin autorizaci�n
del mismo conforme al art. 7.6. Escribe P. Salvador
que a estas dos concepciones puede sumarse la vertiente difamatoria, y
que se relaciona con la eventual lesi�n de la reputaci�n del afectado
subsiguiente a la publicaci�n de la imagen[42].
Tambi�n la propia imagen del
fallecido pervive transmutada en buena memoria y honorabilidad. La imagen, como
revelaci�n externa de la personalidad, ha desaparecido con ella a consecuencia
de la muerte. Pero no su aspecto moral, el buen recuerdo que dejara entre los
vivos, los sentimientos y afectos que en estos inspirara. Aunque m�s que el
reflejo de la imagen, lo que perdura en la memoria son los aspectos que
conforman el honor (fama, buen nombre, acciones nobles, etc).
En todo caso, la imagen moral o social (�buena imagen�) pervive en la memoria.
En este sentido inmaterial, como buen recuerdo dejado entre los vivos, si es
distorsionada o herida, afectar� al honor seg�n Lacruz,
y en ese terreno debe situarse y ser protegida[43].
Aunque nunca se protege �el honor del fallecido�, pues los muertos no tienen
honor; s� memoria, y �sta se expande a los vivos. Es tutelable
la memoria y el derecho al honor, la intimidad o la imagen de los vivos da�ados
por las ofensas de la personalidad fenecida.
La imagen de las personas
fallecidas, sobre todo si son famosas, puede ser distorsionada o tergiversada;
o bien utilizada comercialmente por persona distinta a los herederos. En el
primer caso, significa una deformaci�n de la memoria mediante el falseamiento
de la imagen que proyect� en vida su personalidad. Su memoria queda rebajada o
manchada, como en el caso del pleito que sostuvo el gran poeta rom�ntico Lord Byron para evitar la difusi�n de una
poema falsamente atribuido a �l, y que, dada su mediocridad, podr�a afectar
notablemente a su prestigio de magno poeta[44].
O el reportaje de �El Pa�s� valorando la figura de don� Santiago Ram�n y Cajal
como un mis�gino con claro complejo de Edipo. No prosper� en el Tribunal de
apelaci�n la demanda porque no se tergiversaba su personalidad, sino que se
ofrec�a una interpretaci�n de la misma[45].
Sin duda, la tergiversaci�n de la personalidad pret�rita, que ofrezca una
imagen (o memoria de esa imagen) deformada o inexacta, debe ser objeto de
defensa por las personas legitimadas ex art. 4 LO
1/1982. Cosa distinta es que la distorsi�n no sea total, sino forma de colocar
en su verdadero sitio, seg�n hechos y datos fidedignos, a un personaje p�blico
o c�lebre. La actividad investigadora de los historiadores tratando de iluminar
la vida de personas ilustres, en modo alguno puede conducir a un falseamiento
de la Historia, pero tampoco quedar frenada �por el muro de la vida privada� (Kayser), y menos a�n por el miedo a interpretar textos o
documentos, que exhuman las grandezas, pero tambi�n las miserias de los seres
humanos.
La segunda cuesti�n se
refiere a la protecci�n tras la muerte del contenido patrimonial del derecho a
la imagen[46]. La doctrina tradicional
admit�a (por ejemplo, la jurisprudencia alemana) que las facultades defensivas
del derecho a la personalidad, como es el caso de la imagen, son trasmisibles a
herederos o familiares, en calidad de fiduciarios post mortem de la
memoria del causante. Pero no hab�a transmisi�n a los causahabientes de los
derechos a obtener una reparaci�n econ�mica por el uso indebido de la imagen
del difunto, ya que los difuntos ni tienen patrimonio, ni se les puede irrogar
perjuicios econ�micos. Pero las ense�anzas m�s modernas han mostrado lo insostenible
de esta tesis: si bien los aspectos morales o inmateriales del derecho a la
imagen son inseparables de la persona y con su muerte se extinguen, los
elementos patrimoniales forman parte del caudal hereditario y se trasmiten a
los herederos. En el caso resuelto por el Tribunal Supremo alem�n a prop�sito
de la amplia utilizaci�n indebida de la imagen de la artista Marlene Dietrich, su heredera solicit� la cesaci�n del uso inconsentido de la imagen de su madre y la indemnizaci�n de
los da�os causados. La sentencia de 1 de diciembre de 1999, haciendo aplicaci�n
del par�grafo 823.1 BGB, entendi� que, si bien la legislaci�n actual encomienda
la protecci�n del contenido moral del derecho a la imagen del difunto a los
parientes, el contenido patrimonial se trasmite a los herederos.
Estamos, pues, en presencia
del llamado right of
publicity de los tribunales angloamericanos,
derecho que permite negociar con la imagen, controlar su utilizaci�n y obtener
las ventajas econ�micas derivadas de su comercializaci�n[47].
El Tribunal Constitucional ha delimitado el derecho a la imagen como derecho
fundamental extinguido con la muerte, que no puede ser objeto de protecci�n en
amparo, y los efectos econ�micos que sobreviven y son susceptibles de
defenderse en v�a civil (STC 231/1988, de 2 de diciembre; 99/1994, de 11 de
abril; 81/2001, de 26 de marzo). De modo que se contemplan dos �mbitos de
distinta trascendencia y efectos: mientras en su significaci�n constitucional,
el derecho a la imagen consagrada en el art. 18.1 CE
se configura como un derecho de la personalidad, derivado de la dignidad humana
y dirigido a proteger la dimensi�n moral de las personas..., el derecho
constitucional a la propia imagen no se confunde con el derecho de toda persona
a la explotaci�n econ�mica, comercial o publicitaria de su propia imagen (FJ 2�
STC 81/2001).
En suma, uno es el �mbito
constitucional vedado a los familiares que ven ofendida, tergiversada o
utilizada la imagen del difunto, y otra es la legal ofrecida por la LO 1/1982
tanto para defender la memoria, como para ejercer los herederos las facultades
patrimoniales. O, como repite la misma sentencia del TC, �la protecci�n de los
valores econ�micos, patrimoniales o comerciales de la imagen afecta a bienes
jur�dicos distintos de los que son propios de un derecho de la personalidad y
por ello, aunque dignos de protecci�n y efectivamente protegidos, no forman
parte del derecho fundamental a la propia imagen del art.
18.1 CE� (FJ 2�).
El art.
7.5 de la LO 1/1982 parece centrarse en el aspecto personal o moral del derecho
a la imagen, mientras el art. 7.6 se refiere
claramente a las intromisiones ileg�timas en los aspectos econ�micos o
comerciales. A mi me interesa, para concluir en particular sobre el tema
central que nos ocupa, sacar dos consecuencias: primera, que el art. 4 de la LO 1/1982 encomienda a determinadas personas
(que pueden no ser los herederos) el cuidado y defensa de la memoria como
prolongaci�n de la personalidad del difunto. Aunque el precepto habla de
�acciones de protecci�n civil del honor, la intimidad o la imagen de una
persona fallecida�, tal locuci�n es err�nea: el fallecido queda privado con la
muerte de estas prerrogativas que adornaban su personalidad en vida. Ahora s�lo
defienden la memoria defuncti de cualquier
ofensa, difamaci�n o extorsi�n que sea verdaderamente lesiva. Frente al
pensamiento de alguna autora, los arts. 4 ss de la LO 1/1982 no regulan �la defensa post mortem
frente a los actos lesivos de la imagen del fallecido[48],
porque �ste ya no tiene imagen; ni tampoco corresponde a las personas de los
citados art�culos la legitimaci�n para el ejercicio de las acciones cuando la
intromisi�n afecte al contenido econ�mico del derecho a la imagen[49].
Corresponder�, sin duda, siempre que tales acciones vayan dirigidas a tutelar
la memoria, pero nunca si tratan de evitar la utilizaci�n econ�mica o el
aprovechamiento patrimonial indebidos de la imagen. En este caso, no se tutelan
recuerdos, sentimientos o afectos, sino valores materiales pecuniariamente
evaluables. S�lo estar�an legitimados los causahabientes voluntarios o legales.
Nadie, en todo caso, se molestar�a en impedir la utilizaci�n injusta de la
imagen de una persona fallecida, para luego tener que colocar su explotaci�n o
comercializaci�n en manos de los herederos. Es casi imposible que alguien
utilice la imagen con fines comerciales o publicitarios sin invadir total o
parcialmente el contenido econ�mico de tal derecho. Y en tal caso, es a los
herederos a quienes corresponde su defensa.
Por ello, finalmente, y en
segundo lugar, parece evidente que los aspectos patrimoniales del derecho a la
imagen tanto se da�aran en vida como una vez terminada, forman parte
inseparable del derecho a la imagen y traspasan los umbrales de la muerte como
bienes y derechos del caudal hereditario transmisible a los causahabientes (art. 659 CC). Mientras la defensa de la memoria del
causante en s� misma est� encomendada a unas personas por art. 4 LO 1/1982, el contenido econ�mico en todos sus
aspectos (comercializaci�n, explotaci�n, impedir su utilizaci�n indebida, etc.)
corresponde plenamente a los sucesores hereditarios[50].
5. La protecci�n civil de la personalidad pret�rita:
a) la defensa de la memoria del causante: ofensas post
mortem. Legitimaci�n.
A) El art.
4.1 de la LO 1/1982, establece que �el ejercicio de las acciones de
protecci�n civil del honor, la intimidad o la imagen de una persona fallecida
corresponde a quien �sta haya designado a tal efecto en su testamento. La
designaci�n puede recaer en persona jur�dica�. �De momento no se defiende ni el honor, ni la
intimidad ni la imagen de los difuntos, pues ninguno de estos atributos existen tras la muerte. S�lo su memoria, como prolongaci�n
inmaterial en los vivos de su extinguida personalidad. Sobre ello, hemos
escrito extensamente en p�ginas anteriores.
El texto ha roto con la
tradici�n consolidada en nuestro Derecho de encomendar al heredero la defensa
del patrimonio moral del causante, frente a alg�n grupo parlamentario, como el
Comunista del Congreso, que opt� claramente por aqu�l como continuador de la
personalidad del causante[51].
Se prefiri� dar un cauce m�s ancho a la voluntad del difunto, mediante el
recurso preferente a la autonom�a privada y en segundo t�rmino a personas
unidas por el matrimonio o el parentesco m�s pr�ximo. El legislador no quiso
atar inexorablemente al fallecido a los solos v�nculos sucesorios. Los
herederos no siempre son de fiar para temas delicados como la defensa de su
memoria ofendida. Puede haber otras personas de mayor confianza o amistad, a
quienes el causante pueda encomendar m�s seguro la protecci�n de sus intereses
morales, sin por ello torcer el curso ordinario de la sucesi�n hereditaria en
los bienes, derechos y obligaciones de �ndole patrimonial. En caso de que los
designados testamentarios no coincidan con los llamados a la sucesi�n, tendr�n
vocaci�n testamentaria, pero no hereditaria. A mi me parece bien esta opci�n
extensiva del legislador de 1982, que s�lo significa ampliar la autonom�a del
fallecido y de ning�n modo excluir a los herederos voluntarios, si as� lo
establece en el testamento. Ha de tenerse en cuenta, por lo dem�s, que la memoria
defuncti es expansiva: puede sobrevivir en
herederos, pero a�n con m�s intensidad en ciertos parientes, amigos,
colaboradores, etc.
Veamos algunas cuestiones
que suscita el art. 4.1:
1. La designaci�n del
defensor de la memoria ha de hacerse inexcusablemente en testamento. No vale el
nombramiento en otras formas de vocaci�n hereditaria, como el codicilo o el
contrato sucesorio, �alegando que el legislador s�lo pens� en el r�gimen de
actos de destinaci�n mortis causa del
c�digo civil... y cabr�a interpretar la expresi�n testamento en sentido amplio�[52].
El legislador s�lo pens� en el testamento, y el testamento (abierto, cerrado,
ol�grafo) es lo que es y no equivale a sucesi�n voluntaria, sino a una
manifestaci�n muy concreta de �sta, que no puede ser objeto de interpretaci�n
extensiva, y menos anal�gica. Si la mens legislatoris hubiera sido pensar en cualquier forma de
llamamiento voluntario, lo habr�a expresado. Otra cosa es que sea deseable una
modificaci�n en tal sentido, incluso utilizando la designaci�n� inter
vivos mediante escritura p�blica[53].
La LO 1/1982 de 5 de mayo es de �mbito estatal y eligi� la forma testamentaria
como la m�s usual en el territorio nacional, y tambi�n la m�s sencilla.
2. Si tenemos en cuenta que
el designado para defender la memoria del difunto tiene un encargo especial, la
figura se asemeja a un mandatario post mortem (figura an�mala ante el art. 1732.3� CC); puede tambi�n incluirse entre las
funciones conferidas al albacea (art. 901 CC), y
hasta el mismo albacea tiene ex lege potestad
para controlar el encargo de cuidar la memoria del causante por aplicaci�n del art. 902.3� CC. Pero la encomienda nada tiene que ver en s�
misma con la representaci�n, el mandato o el albacea[54].
Ya lo hemos afirmado en p�ginas anteriores: los que ejercitan acciones en
defensa de la memoria ofendida vienen a ser fiduciarios, custodios o procuratores in rem alienam del buen nombre y reputaci�n del difunto. No
act�an en inter�s propio (suo iure),
sino en inter�s ajeno (iure alieno); son
gestores de un encargo o funci�n que, a�n afectando a ellos mismos, es, ante
todo, una encomienda �piadosa� (a modo de fideicommissum�
romano) emanada de la fides o fiducia que el fallecido ten�a depositada en los
designados, o presumida en los familiares m�s pr�ximos.
3. La designaci�n puede
recaer en una persona jur�dica. Es una muestra m�s del buen criterio del
legislador ampliando el campo de la autonom�a privada del designante.
Lo mismo que las personas jur�dicas pueden ser tutoras
con las limitaciones del art. 242 CC, tambi�n se les
puede designar custodios de la memoria del difunto, pero sin que le afecten los
obst�culos del mencionado precepto. A menudo, las personas jur�dicas tienen m�s
fortaleza econ�mica y mejores medios de defensa para ejercer las acciones
defensoras. Hay un l�mite temporal insalvable en su actuaci�n: el plazo de
ochenta a�os desde el fallecimiento del afectado (art.
4.3). Volveremos en breve sobre el tema.
B) El art.
4.2 establece una norma subsidiaria: No existiendo designaci�n o habiendo
fallecido la persona designada, estar�n legitimados para recabar la protecci�n
el c�nyuge, los descendientes, ascendientes y hermanos de la persona afectada
que viviesen al tiempo de su fallecimiento.
Dir�amos que el c�nyuge y
los parientes referidos est�n legitimados para defender la memoria del difunto
cuando no hay designaci�n o la muerte ha provocado la desaparici�n de todos los
nombrados, seg�n el texto legal; pero tambi�n podr�an entrar en escena las
personas mencionadas si la designaci�n se hubiese hecho incorrectamente (v.
gr.� en otro
instrumento p�blico que no sea el testamento), o si el designado renuncia al
encargo, de igual modo que se puede renunciar al mandato (art.
1732. 2� CC) o al albaceazgo (arts. 898 y 899 CC),
encomiendas que guardan cierta analog�a o paralelismo con la figura que nos
ocupa. Igualmente, entrar�a en juego el llamamiento del c�nyuge o de los
parientes, si el testamento es revocado o afectado de nulidad total.
El art.
4.2 nos suscita las siguientes cuestiones:
1. El c�nyuge y los
familiares, cuando no se encuentren implicados o afectados por las ofensas a la
memoria del difunto (tema que tratamos en anteriores p�ginas), son curadores o
guardadores de intereses leg�timos ajenos, no de derechos subjetivos propios ni
tampoco ajenos[55]. La memoria defuncti presupone siempre extinci�n de los derechos de
la personalidad al honor, intimidad e imagen. Defender la memoria es tutelar un
bien jur�dico digno de protecci�n, pero no�
derechos de alguien vivo o muerto.
2. Los familiares
legitimados en el art. 4.2 son numerus
clausus: ascendientes, descendientes y hermanos
del fallecido que viviesen al tiempo del fallecimiento. La sobrevivencia
es condici�n esencial. El p�stumo que viv�a a�n en el seno materno al fallecer
el ascendiente, no cumple estrictamente el requisito del art.
4.2 in fine. Pero si ya mayor, la memoria de sus progenitores es objeto
de ofensas, podr� salir en defensa de ella �No lo tiene el art.
29 CC por nacido para todos los efectos que le sean favorables?[56]
�No es favorable para �l que el buen nombre de su ascendiente se conserve
limpio de agravios e infamias?
Los ascendientes,
descendientes o hermanos en n�mero ilimitado o abierto, siempre que lo sean por
consanguinidad, no por afinidad. El precepto excluye otros familiares, como
legitimados directos, por muy vinculados que se encuentren en los sentimientos
y afectos al difunto (como primos, t�os, sobrinos, etc).
Los parientes colaterales que no sean hermanos quedan, por tanto, fuera de la
relaci�n de legitimados. Todos ellos, sin embargo, tienen la condici�n de
personas interesadas para promover la actuaci�n del Ministerio Fiscal ex art. 4.3.
3. Se pueden plantear varias
cuestiones en relaci�n con el c�nyuge. As� �el sentido propio de las palabras�,
como primer criterio hermen�utico (art. 3.1. CC), nos
lleva a pensar que el c�nyuge, mientras conserve ese estado ex art. 85 CC, tendr� legitimaci�n para defender la memoria
del difunto. En ocasiones, un esposo separado puede reaccionar y velar por el
buen nombre del premuerto, bien porque las ofensas sean calumniosas, porque la
difamaci�n alcanza la honorabilidad del sup�rstite o por otras razones m�s o
menos inconfesables.
En la palabra �c�nyuge�, �Se
comprende el convivente more uxorio?
Si la norma la interpretamos conforme al criterio gramatical y a la voluntad
del legislador de 1982, la soluci�n a mi no me ofrece duda. Por aquella �poca
comenzaban a tener en Espa�a un cierto predicamento las uniones de hecho y a
partir de entonces su relevancia legal, doctrinal y jurisprudencial ha
aumentado de forma muy considerable. Pero la mens
legislatoris no estaba ni mucho menos en aquel
entonces por la aproximaci�n al matrimonio, y no digamos las uniones
homosexuales. De iure condito parece
claro que s�lo el c�nyuge tendr�a legitimaci�n. Con todo, no ser�a raro, mas
bien todo lo contrario, que si se presenta la ocasi�n, cualquier tribunal abra
la puerta con absoluta normalidad al sobreviviente que defienda la memoria del
compa�ero o compa�era premuertos, a la que estuvo unido de forma estable, y con
independencia de su orientaci�n sexual. El Derecho espa�ol actual (como el
europeo y comunitario) manifiesta una clara tendencia a aproximar la uni�n de
hecho al matrimonio. Aquella idea de Kohler,
defendiendo el significado objetivo inmanente de la ley, aunque se aleje del
originario, hoy tiene un desarrollo insospechado. Gadamer
nos advierte que el jurista est� obligado a admitir que las circunstancias han
ido cambiando y que, en consecuencia, la funci�n normativa de la ley tiene que
ir determin�ndose de nuevo[57].
Es leg�timo y honesto, en todo caso, que el miembro sobreviviente de una pareja
de hecho, que ha estado unido establemente a su compa�ero fallecido, salga en
defensa de su memoria ofendida.
4. La pluralidad de
parientes legitimados que viviesen al tiempo del fallecimiento, no da prioridad
a ninguno de ellos �para la protecci�n de los derechos del fallecido� (art. 5.1). De momento, ha de decirse que el fallecido no
tiene derechos. Se defiende solamente su memoria da�ada.� Y no es correcto que el legislador no haya
establecido una preferencia. Parece normal que el c�nyuge -salvo si est�
separado- tenga prelaci�n sobre los hermanos, y lo mismo los hijos frente al
padre fallecido, o el padre frente al hijo difunto. Nada impide que act�en litisconsorcialmente, y resulta l�gico que la demanda
presentada por uno excluya a los dem�s, sin perjuicio de posterior adhesi�n a
la misma[58].
La misma regla se aplica
para los designados testamentariamente si son varios,
salvo disposici�n en contrario del fallecido (art.
5.2). Deber�a ser al rev�s: la regla de la legitimaci�n indistinta y sin
preferencia tendr�a su prioridad entre los nombrados por el difunto, y se
aplicar�a el mismo criterio para los parientes, si no hubo designaci�n o �sta
se frustr� por la muerte.
C) El art.
4.3 dispone: a falta de todos ellos (designados, c�nyuge o familiares), el
ejercicio de las acciones de protecci�n corresponder� al Ministerio Fiscal, que
podr� actuar de oficio o a instancia de persona interesada, siempre que no
hubieren transcurrido m�s de ochenta a�os desde el fallecimiento del afectado.
El mismo plazo se observar� cuando el ejercicio de las acciones mencionadas
corresponda a una persona jur�dica designada en testamento.
Tratando de interpretar este
apartado de la LO 1/1982, haremos las siguientes precisiones:
1. El Ministerio Fiscal
act�a con plena legitimaci�n, pues por mandato de la Constituci�n y de su
propio Estatuto promueve la acci�n de la Justicia en defensa... del inter�s
p�blico tutelado por la ley (art. 124.1 CE y arts. 1 y 3.6 EOMF). La memoria del difunto es objeto, sin
duda, de ese inter�s p�blico legalmente tutelado, y de ese inter�s
social que el Ministerio Fiscal procurar� satisfacer ante los Tribunales (art. 1 EOMF). El inter�s p�blico o el social demandan
proteger la honorabilidad de los difuntos. Una sociedad sana debe ser
respetuosa con el buen nombre de quienes nos han precedido en el decurso de la
Historia y ha de exigir que no se difame o injurie la memoria de los muertos.
El Ministerio Fiscal debe ser celoso en la custodia de estos valores, si faltan
personas designadas voluntariamente por el causante o no quedan familiares m�s
pr�ximos al difunto. El Ministerio P�blico est� obligado a impedir que la
sociedad de los presentes lesione los sentimientos, recuerdos o afectos que
inspiran los que se ausentaron sin retorno.
2. El Ministerio Fiscal
act�a en defecto de las personas legitimadas en el art.
4, n�ms. 1 y 2 (�a falta de ellos�). Lo cual significa que su entrada en escena
s�lo acontece si no existen esas personas al morir el agraviado, si fallecen
despu�s sin poder ejercitar la acci�n o si no pueden actuar por causas ajenas a
su voluntad (v. gr. enfermedad grave, enajenaci�n mental, ausencia en paradero
desconocido, etc.). Como se ha se�alado con raz�n, el Ministerio Fiscal est�
legitimado s�lo �a falta de todos ellos�, cuando no existan aquellas personas,
pero no cuando, existiendo, no deseen actuar[59].
3. El Ministerio Fiscal
puede actuar de oficio o a instancia de parte. No har�a falta que lo
estableciera el art. 4.3, pues es un principio
constitucional (art. 124 CE), que recoge el art. 1 de su Estatuto org�nico. �Persona interesada� no
puede ser nunca cualquiera de los legitimados por designaci�n (art. 4.1), matrimonio o parentesco (art.
4.2). Si lo ser�n los herederos voluntarios o legales no incluidos entre los
que tienen legitimaci�n, parientes no mencionados en el art.
4.2 (v. gr. primos, t�os, etc.), convivientes, socios, amigos notorios (con
mayor raz�n si fueron �ntimos), paisanos unidos por especiales lazos de afecto,
etc. El Ministerio Fiscal examinar� la petici�n solicitada y actuar� �nicamente
si la estima fundada.
4. El Ministerio Fiscal,
igual que la persona jur�dica designada en testamento ex art.
4.1, s�lo puede actuar si no han transcurrido m�s de ochenta a�os desde el
fallecimiento del afectado. Aunque este l�mite no juega en los dem�s supuestos
del art. 4, hay que reconocer que, tras este espacio
de tiempo, para la inmensa mayor�a de los mortales la memoria ha desaparecido
del mundo de los vivos o es ya pura bruma. Despu�s de ochenta a�os, a pocas
personas interesa defender el buen nombre de los difuntos. Primero, porque
despu�s de tantos a�os, ser�n escasos los individuos -parientes, paisanos o
amigos- que se sientan afectados por las ofensas al difunto o impulsados a
salir en su defensa. En segundo lugar, porque el tiempo se encarga de destruir
todo, incluidas las personas legitimadas del art. 4.
El paso de los a�os convierte los casos m�s notorios en una gran nebulosa. Ya
lo advirti� Horacio: nos ubi decidimus...,
pulvis et umbra sumus (Od. IV, 7), es decir,
�apenas hemos ca�do en la fosa, somos polvo y sombra�. Finalmente, porque el
fundamento de la actuaci�n del Fiscal reside en �el inter�s p�blico tutelado
pro la ley� (art. 124.1 CE), y �Donde queda ese
inter�s respecto de la memoria del difunto despu�s del transcurso de ochenta
a�os?
Para las personas
verdaderamente famosas, �cuya memoria alimenta constantemente la posteridad y a
la que la misma eternidad ampara�, como dec�a Cicer�n (illa
vita..., quam posteritas alet, quam ipsa aeternitas
semper tuebitur: �Pro
M. Marcello oratio� IX,
28), cualquier vilipendio real o imaginario relativo a su conducta apenas
pueden herir su incuestionable celebridad de genios o ingenios. Tal ser�a el
caso de nuevas investigaciones que menoscabaran la memoria de Dante, Skespeare, Cervantes, Kant o Unamuno, por ejemplo. Su memoria ya penetr� para siempre en
la inmortalidad y las posibles ofensas apenas pueden oscurecer su brillante
resplandor[60].
b). Ofensas anteriores al fallecimiento. Ejercicio o
continuaci�n post mortem de las acciones protectoras.
A). El art.
6.1 establece: Cuando el titular del derecho lesionado fallezca sin haber
podido ejercitar por s� o por su representante legal las acciones previstas en
esta ley, por las circunstancias en que la lesi�n se produjo, las referidas
acciones podr�n ejercitarse por las personas se�aladas en el art�culo cuarto.
Se trata de ofensas
inferidas cuando el afectado a�n viv�a y, por tanto, el da�o se irrog� al mismo
titular del derecho de la personalidad. La lesi�n se hizo a un derecho
subjetivo, que la muerte extingui� sin posibilidad de transmitirse a familiares
o herederos. Sobreviven, eso s�, el contenido patrimonial del derecho da�ado y,
por supuesto, la acci�n. El legislador parte de que en esta hip�tesis (ofensas
en vida y no accionar antes del fallecimiento) es principio general o
presuntivo que el ofendido no quiso actuar, bien por indiferencia, inercia o
simple renuncia (t�cita, por lo general); incluso su falta de actuaci�n puede
considerarse como un acto remisivo o de perd�n. La Exposici�n de Motivos de la
LO 1/1982 es clara: �En el caso de que la lesi�n tenga lugar antes del
fallecimiento, sin que el titular del derecho lesionado ejerciera las acciones
reconocidas en la ley, s�lo subsistir�n �stas si no hubieran podido ser
ejercitadas por aqu�l o por su representante legal, pues si pudo ejercitarlas y
no se hizo existe una fundada presunci�n de que los actos que objetivamente
pudieran constituir lesiones no merecieron esa consideraci�n a los ojos del
perjudicado o su representante legal�. La Exposici�n de Motivos da una raz�n mas para no proceder al ejercicio de las acciones: los actos
ofensivos, por graves que pudieran ser objetivamente, no merecieron esa
consideraci�n para la v�ctima. Dir�amos, en consecuencia, que �ofende quien
puede, no quien quiere�.
En suma, las personas
legitimadas ex art. 4, a quienes el legislador de
1982 encomienda tambi�n el ejercicio de las acciones protectoras del derecho al
honor, intimidad e imagen lesionado en vida (art.
6.1), reciben la acci�n por v�a sucesoria (hay transmisi�n mortis causa de la misma), pero no por v�a hereditaria.
El legislador no la considera formando parte del caudal relicto, aunque
ordinariamente designados y familiares (art. 4, 1 y
2) puedan ser los mismos instituidos herederos o llamados a la sucesi�n
intestada. La LO 1/1982 ha preferido ofrecer un cauce m�s amplio al fallecido
para defender su personalidad o su memoria ofendida, a trav�s del art. 4, que el que supondr�a la sola legitimaci�n del
heredero.
Finalmente, las personas que
ejercen las acciones del art. 6.1 s�lo pueden hacerlo
si prueban que al difunto le fue imposible defenderse judicialmente en vida.
Imposibilidad de toda �ndole: incapacitaci�n, enfermedad grave o mortal,
ausencia justificada, representante legal que, por falta de diligencia o indiferencia,
no ejercita la acci�n en defensa del menor o incapaz ofendido, etc.
A las razones de
imposibilidad, que deber� valorar en concreto el Juez, quiz� podr�a a�adirse la
�grave dificultad�: a veces es posible actuar, pero con un da�o importante o
riesgo que no es menester correr. Por ejemplo, el ofendido fue objeto de
difamaci�n en vida, y no reacciona porque recibi� amenazas o porque, de haber
actuado, se habr�an seguido da�os materiales o morales para �l, su c�nyuge,
hijos, etc[61].
B) El art.
6.2 determina, finalmente, que las mismas personas podr�n continuar la
acci�n ya entablada por el titular del derecho lesionado cuando falleciere.
Designados, c�nyuge,
familiares y el Ministerio Fiscal, en el orden que le corresponde seg�n el art. 4, suceden en el ejercicio de la acci�n que inici�
antes de morir el ofendido. Son transmisarios de la legitimatio ad processum
por mandato legal. Una vez m�s, se rompe con el sistema hereditario. Si los
herederos pueden ejercitar las acciones de reclamaci�n o impugnaci�n de
filiaci�n, cuando han muerto sin poder hacerlo sus causantes (arts. 132, 133, 136 CC); o continuar el proceso penal del
querellante por injurias o calumnias (art. 276 LECr.), no sucede lo mismo cuando se trata de ejercer las
acciones civiles defensoras de la personalidad lesionada, si falleci� su
titular. Los herederos pueden estar ejerciendo las acciones penales ex art. 276 LECr., y las personas
legitimadas ex art. 6.2 LO 1/1982 las civiles. La
falta de sinton�a se agrava a�n m�s si tenemos en cuenta que las acciones las
ejercitan unos (los legitimados del art. 4), mientras
otros se benefician de la indemnizaci�n (art. 9.4 in
fine), salvo que coincidan en la misma persona los que accionan y los que
heredan[62].
Nadie tendr� inter�s en actuar judicialmente en defensa de la personalidad
pret�rita lesionada (salvo que el accionante se muera
de afecto por el difunto, sea un santo canonizable o padezca adicci�n
litigiosa), para que los dineros obtenidos los acaricie con la vista mientras
se encaminan raudos al bolsillo de los herederos.
c) Formas de tutela judicial. La indemnizaci�n de
da�os y perjuicios. Beneficiarios del resarcimiento. Caducidad de acciones.
El art.
9, a trav�s de sus cinco n�meros, se dedica a regular las acciones protectoras
de los derechos que regula la LO 1/1982 frente a las intromisiones ileg�timas.
En el n�m. 1 se prev�n las v�as procesales ordinarias o las espec�ficamente
defensoras de los derechos fundamentales. Entre estas, el procedimiento
establecido en el art. 53.2 CE bien ante los
Tribunales ordinarios (Ley 62/1978, de 26 de diciembre, de Protecci�n
Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona, con las
modificaciones de la Disposici�n derogatoria �nica 2.3� de la Ley de
Enjuiciamiento Civil 1/2000), bien mediante el recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional.
La tutela judicial ordinaria
comprende acciones penales, contencioso-administrativas y civiles. Pero
nosotros debemos atender solamente a la protecci�n de la memoria del difunto,
que es el tema que nos ocupa. Al difunto no puede lesionarlo la Administraci�n
p�blica con actos que da�en unos derechos de la personalidad inexistente; ni
pueden calumniarlo o injuriarlo y dar lugar a acciones penales y civiles
derivadas del hecho delictivo. La memoria defuncti
no puede defenderse ni por la v�a constitucional, pues el muerto no es titular
de derechos fundamentales (STC 231/1988 de 2 de diciembre), ni por la v�a
contencioso-administrativa o penal, pues carece de personalidad civil (art. 32 CC) y ning�n acto administrativo puede perjudicarle
o ser v�ctima de delito alguno.
S�lo pueden ejercitarse
aquellas acciones civiles aptas para tutelar la memoria del difunto ofendida,
en cuanto prolongaci�n de su personalidad. Tales, las acciones de cesaci�n,
que comprenden la �adopci�n de todas las medidas necesarias para poner fin a la
intromisi�n ileg�tima� (art. 9.2); acciones
cautelares, �para prevenir o impedir intromisiones ulteriores� (art. 9.2) y, entre ellas, �las cautelares encaminadas al
cese inmediato de la intromisi�n ileg�tima (art.
9.2), que tienen car�cter inhibitorio o propiamente precautorio; acciones
defensivas, que dan derecho de r�plica (art. 9.2)
a las personas legitimadas por el art. 4 para
defender la memoria del causante o la personalidad ofendida ante obitum ex art. 6; acciones
reparadoras, como las que condenan a la difusi�n de la sentencia. Deber�a
bastar en muchos casos con este elenco de acciones para reparar el da�o
inferido a la memoria del difunto, si, como ha evidenciado M. Yzquierdo, son m�s que suficientes en multitud de casos
para rechazar las intromisiones ileg�timas en los derechos de la personalidad,
sin necesidad de acudir, como hacen usualmente los Tribunales, a las acciones resarcitorias[63].
Con mayor raz�n ser�a suficiente, para restaurar la memoria del difunto da�ada,
con acudir a las acciones de cesaci�n o precautorias. Las acciones
indemnizatorias propias de la responsabilidad civil ex art.
1902, suponen �da�ar a otro�: ni el muerto es otro, ni a los muertos se
les puede da�ar, como recuerda P. Salvador[64]
y a todo el mundo es evidente. Ofendida la memoria, su reparaci�n se logra,
sobre todo, mediante el cese inmediato de las intromisiones ileg�timas,
evitando que se produzcan ulteriormente, derecho de r�plica, publicaci�n total
o parcial de la sentencia, etc. La acci�n indemnizatoria, que ya no beneficia a
la v�ctima, s�lo debe servir para cubrir los gastos precisos del proceso o de
los demandantes como consecuencia del mismo, y los imprescindibles para reparar
la memoria ofendida.
En todo caso, adem�s de las
acciones no resarcitorias mencionadas, que contempla
el art. 9.2, este mismo precepto termina su apartado dos
recogiendo, como no pod�a ser menos, �la condena a indemnizar los perjuicios
causados�. Si los hechos lesivos a la memoria del difunto expanden sus efectos
da�osos al honor, intimidad e imagen de los familiares, estos, adem�s de
defenderse como titulares de un derecho propio violado (iure
suo), pueden actuar como custodios o fiduciarios
de la memoria del difunto ex art. 4.2 (procuratio in rem alienam). Bien entendido que la acci�n indemnizatoria
en este �ltimo caso s�lo deber�a proceder y admitirse por los Tribunales con
dos condicionamientos: que las acciones reparadoras de cesaci�n y prevenci�n no
restablezcan plenamente la memoria vilipendiada del fallecido, y que la
indemnizaci�n abarque los costes precisos para rehacer la reputaci�n
injustamente da�ada[65],
incluidos gastos judiciales y compensaciones a los parientes actores por
desembolsos, tiempo empleado, etc., como consecuencia del ejercicio de la
acci�n.
Ciertamente, la
indemnizaci�n debe comprender tanto da�os materiales como morales. Pero
trat�ndose de la memoria defuncti, los da�os
causados s�lo pueden ser de esta �ltima clase. No puede haber perjuicios
f�sicos, econ�micos o estrictamente corporales. A la memoria s�lo se le puede
ofender mediante conductas de �ndole inmaterial: calumnias, injurias,
difamaci�n, etc,. De ah� que
la acci�n indemnizatoria �nicamente trata de resarcir un da�o moral. Las
circunstancias valorativas del da�o moral, que recoge el art.
9.3, tienen sus peculiaridades cuando se trata de la memoria del difunto
ofendida: no es lo mismo ofender a una persona muerta de dudosa reputaci�n en
el recuerdo de los vivos, que con fama de persona intachable; no es igual
infamar la memoria de un muerto con escasa influencia en la vida de sus deudos,
que a otro cuya difamaci�n puede influir en el negocio, empresa o colocaci�n de
sus familiares; no es lo mismo calumniar a un fallecido que va a ser objeto de
especiales honores p�stumos (declaraci�n de var�n ilustre, proceso de
beatificaci�n, dedicaci�n de calles, etc.), que a otro casi desconocido (me
refiero, enti�ndase bien, a efectos puramente resarcitorios);
no da igual que la noticia aparezca con escaso relieve en una secci�n de un
peri�dico local, que en los grandes titulares de diarios de tirada nacional, etc...etc. Conviene insistir en que ninguna circunstancia
ex art. 9.3 puede reducir o agravar el da�o al
difunto, pues a �ste nadie puede causarle perjuicio. Las circunstancias
influyen s�lo a los efectos de los mayores o menores desembolsos precisos para
rehabilitar o reparar la memoria del difunto (v. gr. si se difama al difunto en
varios peri�dicos de amplia tirada, los gastos ser�n mayores para rehacer su
buen nombre, que en un diario local de corta difusi�n). Ni por asomo debe
condenarse al que se entromete ileg�timamente en la memoria defuncti a una indemnizaci�n punitiva, a modo de pena
civil, porque ninguna acci�n il�cita ha llevado a efecto frente a otra persona.
El difunto no lo es. Si mediante las ofensas a su memoria ha obtenido un lucro
notable, nada debe restituir: el muerto no se empobrece para enriquecer al
ofensor. No puede hablarse de enriquecimiento injusto, que el art. 4.3 in fine tiene en cuenta, aunque con una
f�rmula eufem�stica. Otra cosa es que el causante de las intromisiones
ileg�timas se haya enriquecido a costa de sus familiares o herederos (v. gr.
utilizando la imagen del fallecido para explotarla econ�micamente, como en los
supuestos de la sentencia del Tribunal Supremo Federal Alem�n de 1 diciembre
1999: caso �Marlene Dietrich�, o de la STS Espa�ol de
21 diciembre 1994: caso de �La Chulapona�), pero en estas hip�tesis aqu�llos
ejercitan acciones para defender derechos propios: en unos supuestos, por v�a
sucesoria, y en otros, por propagaci�n de las ofensas dirigidas al difunto a
sus familiares o causahabientes. En todo caso, los tribunales deber�n prestar
especial atenci�n al problema de deslindar cu�ndo los familiares demandan indemnizaci�n
de da�os causados para reparar verdaderamente la memoria del difunto agraviada;
cuando buscan un lucro a costa de unos ultrajes que no sienten y que no son
tales, sino meras apreciaciones cr�ticas sobre aspectos de la personalidad del
fallecido; y cu�ndo, finalmente, la memoria denostada se ha traducido en
lesiones a los derechos al honor, intimidad e imagen de alg�n familiar.
Para terminar esta
exposici�n, tres �ltimas cuestiones suscita el art. 9 que estamos examinando:
1. Comienza se�alando el art. 9.3: la existencia de perjuicio se presumir�
siempre que se acredite la intromisi�n ileg�tima. Es una norma atrevida
(creo que sanamente atrevida), pues como se ha escrito, �hasta el momento a lo
m�s que se hab�a llegado en el terrero de la responsabilidad objetiva o sin
culpa era a dar por probada la culpa o negligencia, e incluso a prescindir de
ella como factor de atribuci�n de la responsabilidad�[66].
Naturalmente, respecto del difunto no hay da�o alguno presumible, pero si
respecto de la memoria. Si el da�o se presume probada la intromisi�n, a mayor
abundamiento la culpa, como es ense�anza com�n jurisprudencial, y si la culpa
admite prueba en contrario del da�ador, lo mismo habr� que decir del perjuicio:
el causante del mismo puede acreditar que su intromisi�n, aun siendo ileg�tima,
no ha engendrado da�o. Cuando se public� la LO 1/1982, esta posici�n no ofrec�a
duda, pues el art. 1251 CC, hoy derogado por la
Disposici�n Derogatoria �nica, 2.1� de la LEC se�alaba: �las presunciones
establecidas por la ley pueden destruirse por la prueba en contrario, excepto
en los casos en que aqu�lla expresamente lo prohiba�.
La misma ense�anza que en la actualidad mantiene, en sustituci�n de la vieja
norma del C�digo civil, el art. 385.3 LEC. El art. 9.3 principio no prohibe
expl�citamente la prueba de adverso. Sin duda alguna, la presunci�n de
que el da�o se ha producido por el hecho de acreditarse la intromisi�n
ileg�tima es una presunci�n iuris tantum.
2. El art.
9.4 trata el delicado problema de la atribuci�n de la indemnizaci�n obtenida
por da�o moral, cuando se ejercita y prospera la acci�n resarcitoria
por ofensas a la memoria del difunto. Se delimitan dos soluciones diversas
seg�n entre en juego el supuesto del art. 4 o del art. 6. Como la v�ctima ya no puede ser indemnizada, pues
no se da�a a una persona sino a la memoria del fallecido, es menester se�alar a
qui�n corresponder� el importe de la indemnizaci�n obtenida, aunque trat�ndose
de ofensas a aqu�lla, deber�a ser la estrictamente necesaria para la reparaci�n
de los da�os causados, y nunca deber�an lucrarse los que ejercitan la acci�n
como guardianes de la memoria. Tendr�n derecho a resarcirse, sin duda, de los
gastos que el proceso y sus circunstancias puedan irrogarle, como ya se�alamos.
Veamos los dos supuestos:
2.1. Art. 9.4 primera parte:
el importe de la indemnizaci�n por el da�o moral, en el caso del art�culo
cuarto, corresponder� a las personas a que se refiere su apartado dos y, en su
defecto, a sus causahabientes, en la proporci�n en que la sentencia estime que
han sido afectados. Como acabamos de exponer, cuando la ofendida es
solamente la memoria defuncti, el quantum
indemnizatorio s�lo debe servir para reparar el da�o causado ex art. 1902 (car�cter resarcitorio),
nunca para sancionar una conducta injustamente lesiva (car�cter punitivo). Pero
si, una vez restaurada la imagen o el buen nombre del fallecido, hay una
cantidad sobrante, el c�nyuge y los familiares enumerados en el art. 4.2 son prioritariamente los �nicos destinatarios de
la indemnizaci�n. Los miembros de UCD del Senado, que se opusieron a que los
demandantes fueran los perceptores del importe por creerlo injusto[67],
�no supieron lo que hac�an�. Cuando el difunto design� en vida a una persona
para que accionara en defensa de su memoria, es porque confiaba plenamente en
�l, coincidiera o no con la cualidad de heredero o pariente pr�ximo.� Seguro que, al menos, hubiera recompensado
los desvelos procesales y a�adidos del custodio de su buen nombre haci�ndolo
beneficiario de la indemnizaci�n. De otro modo, puede suceder que el designado
en testamento ex art. 4.1 ejercite la acci�n, y si no
coincide con el c�nyuge o alguno de los parientes enumerados en el art. 4.2, vea como las sumas obtenidas escapan de sus manos
para marchar veloces a los bolsillos de estos �ltimos[68].
Es decir, �unos cobran la fama y otros cardan la lana�, o si se prefiere, �unos
mueven el �rbol y otros se llevan las nueces�.
En defecto del c�nyuge,
descendientes, ascendientes y hermanos, son favorecidos los causahabientes. �En
defecto� puede significar que aqu�llos no vivan al tiempo del fallecimiento (art. 4.2 in fine); que vivan, pero renuncien; que se
hallen en ignorado paradero. Por causahabientes del difunto entendemos, sobre
todo, a los herederos y legatarios de parte al�cuota, pero tambi�n a cualquier
beneficiario por v�a sucesoria que traiga causa o t�tulo del causante.
Unos y otros reciben la
indemnizaci�n no de forma igualitaria, sino equitativa: en la proporci�n en
que la sentencia estime que han sido afectados (art.
9.4): es un juicio de equidad muy dif�cil, porque lo complica el legislador.
Parece que �afectados� son los familiares y causahabientes, y la pregunta es
�Qu� significa aqu� quedar �afectados�? Puede significar afectados por
un mayor sufrimiento al tratarse de parientes muy pr�ximos (quiz�s unos m�s que
otros, seg�n se deducir� de la demanda, testimonios, pruebas, etc.); puede
significar, y creo que es la interpretaci�n correcta, que las ofensas a la
memoria del difunto han extendido sus efectos mal�ficos a unos familiares o
herederos en grado m�s da�oso que a otros, de modo que la difamaci�n del
difunto se ha traducido en deshonor o infamia para el c�nyuge o determinado
pariente en mayor medida que a otros allegados beneficiarios. Deber�n, por ello,
ser tambi�n compensados en cuant�a proporcionalmente superior.
2.2. El art.
9.4 in fine a�ade: En los casos del art�culo sexto, la
indemnizaci�n se entender� comprendida en la herencia del perjudicado.
Como sabemos, en los casos
del art. 6 el fallecido fue v�ctima de una lesi�n de
alguno de los derechos de la personalidad (honor, intimidad e imagen). Si
sufri� un da�o en vida, en vida se convirti� en acreedor de la indemnizaci�n
debida para reparar el da�o, conforme al art. 1902
CC. Como titular del derecho subjetivo[69]
a obtenerla falleci� sin poder ejercitar la acci�n (art.
6.1) o continuar el proceso en marcha (art. 6.2).
Llevada a feliz t�rmino la acci�n aquiliana, que
prev� el propio art. 9.2 final, la indemnizaci�n
obtenida no es otra cosa que el efecto solutorio del
cr�dito nacido del acto il�cito en que intervino culpa o negligencia (arts. 1089, 1093 CC), y que, al fallecer el perjudicado,
forma parte del relictum.
Otro desatino especialmente
grave del legislador: los herederos ser�n los beneficiarios de la indemnizaci�n
por mandato expreso del art. 9.4 in fine, pero
s�lo est�n legitimados para ejercitar la acci�n indemnizatoria las personas
comprendidas en el art. 4. Designado en testamento,
c�nyuge o familiares, si no re�nen la condici�n de herederos, una vez m�s
�sacuden el nogal� (mejor, lo varean, porque un buen nogal es imposible
sacudirlo), pero las nueces son para los sucesores hereditarios. Si se trata de
derechos patrimoniales transmisibles mortis
causa, como los que dan derecho a cobrar una indemnizaci�n, lo normal es
que sean los herederos quienes ejerciten las acciones que afectan al caudal
relicto, pues ellos son los sucesores del difunto en sus derechos y
obligaciones (arts. 659, 661 CC). El legislador, a
fin de favorecer al difunto ampliando el c�rculo de legitimados para defender
su memoria, no comprendi� que a menudo no son los afectos, sino los intereses
los m�viles de tantos humanos[70].
Si �stos no se satisfacen, aqu�llos pueden aletargarse.
3. El art.
9.5 establece un per�odo de tiempo para accionar frente a las violaciones de
los derechos de la personalidad: las acciones de protecci�n frente a las
intromisiones ileg�timas caducar�n transcurridos cuatro a�os desde que el
legitimado pudo ejercitarlas.
Sorprende que el legislador
haya establecido un plazo de caducidad, y no de prescripci�n, inusual en tema
de responsabilidad civil, si tenemos en cuenta, sobre todo, los arts. 1968.2� y 1969 CC. Sorprende tambi�n la ampliaci�n
tan notable del tiempo, comparado con el a�o para la prescripci�n ordinaria de
la acci�n de responsabilidad civil por injuria o calumnia (art.
1968.2� CC). Quiz�s, como se ha pensado, debe aplicarse el plazo del a�o ex art. 1968.2� CC para la acci�n resarcitoria,
y el de caducidad de los cuatro a�os ex LO 1/1982, para la reparaci�n de los
derechos de la personalidad violados[71].
El comienzo del c�mputo para
el ejercicio de las acciones protectoras (de cesaci�n, cautelares e
indemnizatorias) se establece con la frase usual del art.
1969 CC: �desde que el legitimado pudo ejercitarlas�. Locuci�n de gran vaguedad
e indeterminaci�n, que obliga a un juicio de equidad por parte del Juez seg�n
el supuesto concreto a resolver. No puede formularse, como hace alguna autora,
una especie de disyuntiva entre el momento de la vulneraci�n del derecho y el
del� conocimiento por su titular, a modo
de alternativa, respectivamente, entre seguridad y equidad[72].
Tanto el art. 9.5 de la Ley de 1982, como el art. 1969 remiten al Juez a una necesaria valoraci�n
equitativa, pero sin perder nunca de vista la seguridad jur�dica en la
determinaci�n del dies a quo. Y la
equidad s�lo cumple su misi�n al servicio de la seguridad jur�dica si el
c�mputo para el ejercicio de las acciones reparadoras y resarcitorias
comienza �desde que lo supo el agraviado�, seg�n el art.
1968, 2� CC (de car�cter subjetivo),� en
relaci�n con los dos preceptos anteriormente citados. Esto significa, tener
conocimiento pleno de las ofensas inferidas al titular de los derechos de la
personalidad. Pues aunque doctrina y jurisprudencia han tratado de contraponer
el criterio del art. 1969 CC (de �ndole objetiva),
que sigue el art. 9.5, con el del art.
1968, 2� CC (de car�cter subjetivo), si los valoramos en tema de ofensas a los
derechos de personalidad, el legitimado s�lo podr� ejercitar las acciones
protectoras, como prev�n los mencionados preceptos, si el agravio es conocido
por el perjudicado (art. 1968, 2� CC): poder y
conocer son simult�neos, pues �nicamente tras ver, leer o escuchar en
medios informativos la relaci�n de conductas ofensivas, puede accionarse ante
los Tribunales. Como bien dej� escrito Gregorio L�pez, glosando el t�tulo de la
Partida referente al plazo del a�o para demandar por injuria o calumnia, �ste
no debe correr si se desconoce la ofensa: ego...crederem
non currit (annus iste) ignoranti iniuriam[73].
Si por circunstancias verdaderamente fortuitas, o en exceso
dificultosas, o por estado de necesidad, no pudiera ejercitar las
acciones el agraviado una vez conocida la ofensa, ser� el propio perjudicado el
que tendr� que probar cumplidamente las circunstancias impeditivas. Demostrada
su existencia y el car�cter obstativo, el t�rmino
empezar� a transcurrir �una vez que ya se puede ejercitar la acci�n�. Pero la
regla general, insistimos, es la de que el plazo comienza desde que el
legitimado es consciente de la intromisi�n ileg�tima.
[1] Ha sido la propia
Jurisprudencia del TS la que ha reconocido en diversos fallos que se contemplan
tres derechos distintos, y no un derecho tric�falo, aunque trat�ndose de la
intimidad y la imagen reconoce que "tienen m�s dif�cil separaci�n
dogm�tica y pragm�tica" (STS 17 diciembre 1997). Vid. al respecto M.L. PALAZ�N GARRIDO, La protecci�n post mortem del
contenido patrimonial del derecho a la propia imagen (consideraciones al hilo
de la sentencia del Tribunal Supremo Federal Alem�n de 1 de diciembre e 1999:
caso "Marlene Dietrich").
"Actualidad Civil", n�. 20, mayo 2003, pp.
495 ss, esp. p. 500.
[2] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar? Libelo contra la Ley del Libelo, Cuadernos Civitas,
Madrid 1987, p. 36.
[3] R. CASAS, Comentario
STS 9 de febrero de 1990, "Cuadernos Civitas",
p. 595.
[4] J.L. LACRUZ y continuadores, Elementos de Derecho civil,
I. Parte General. II. Personas, Barcelona, Bosch
1990, p. 28.
[5] Precisamente
porque vivir, como explica X. ZUBIRI, es estar constituidos en camino, sumus in via; el
hombre vive en secuencia, y la vida es constitutivamente itinerario. La muerte
es el fin del hombre decurrente. Tambi�n la personalidad, como figura real y
efectiva que la persona subsistente ha ido cobrando a lo largo de su vida,
desaparece con la extinci�n del homo viator
(para estas ideas, vid. Sobre el Hombre, Alianza Editorial, Madrid 1986,
p. 662 ss; 128).
[6] J.L. LACRUZ, op. ult. cit., p. 31.
[7] CICER�N, �De Republica, IV, I.
[8] "El heredero
representa al propio causante una vez que la herencia ha sido aceptada. Ambos
son considerados como una sola persona respecto de terceros. Antes de la
aceptaci�n del heredero, la herencia se considera como si estuviera pose�da por
el difunto" (ofrecemos la traducci�n del texto original). Como puede
verse, el art�culo representa una mezcla de las peores influencias del ius commune sobre
la concepci�n de la hereditas y del
pensamiento racionalista de la Ilustraci�n wolffiana.
Mal puede el heredero representar a un representado que no existe, y menos
cuando la adici�n hereditaria lo ha hecho �nico titular del caudal relicto. Los
terceros, una vez fallecido el causante, s�lo desean conocer la situaci�n
jur�dica de �ste ante mortem y dirigir sus pretensiones frente a
ejecutores testamentarios y herederos. La herencia, finalmente, mientras es
aceptada, ni siquiera por una ficci�n jur�dica puede poseerla el difunto. S�lo
los vivos poseen y se�orean bienes. Como ha escrito P. SALVADOR, la misma
doctrina austriaca abandon� hace ya mucho tiempo la tesis que resulta del
entendimiento literal de la regla (Discurso de Contestaci�n al Discurso de
Investidura de Juan Vallet de Goytisolo
como Doctor Honoris Causa por la Universidad Aut�noma
de Barcelona, Bellaterra 1985, p. 129, n. 47).
[9] Fundamentales,
entre otros, el pasaje de Gayo �(Nihil
est aliud hereditas quod successio in universum� ius quod defunctus habuerit: D. 50, 16, 24); de Paulo, que ve al heredero
como qui in ius defuncti succedit (D. 41, 3,
4, 15), o de su maestro Papiniano: heres in ius omne defuncti succedit
(D. 44, 3, 11). Lo que pudo ser una forma de expresar la cualidad de heredero
como sucesor in locum et ius
del causante, acab� para muchos autores en una innecesaria identificaci�n. Caso
t�pico, el de Bartolo (si lo sacamos de contexto)
cuando afirma que la herencia et personam defuncti continet
in omnibus iuribus, quae defunctus habuit (D. 29, 1. In Primam Infortiati
Pantem, Venetiis, 1590). Es un texto muy
gr�fico para entender "la continuidad de la personalidad", si
traducimos la expresi�n del genial comentarista en el sentido de que la persona
del difunto se perpet�a en todos sus derechos, que tras la adici�n adquiere el
heredero. (Sobre estas cuestiones, es fundamental el mencionado Discurso de
Contestaci�n de P. SALVADOR sobre el t�tulo de heredero, al que me
remito). Al modo como en nuestros d�as se inicia el art.
1 del C�digo de Sucesiones de Catalu�a: L'hereu
succeix en tot el dret del seu causant.
[10] R. v. JHERING, en
su segunda Carta, dentro de la serie Vertrauliche
Briefe einer Unbekannten, �Preussische Gerichtszeitung�, 85, 1861, 17 ss.
Las Cartas, junto con otros trabajos, fueron publicadas en 1884 con el t�tulo Scherz und Ernst in der Jurisprudenz
(entre las versiones al espa�ol, a mi me complace especialmente la de Rom�n
RIAZA, Jurisprudencia en broma y en serio, Madrid, ERDP, 1933.), que E.
WOLF en su excelente Grosse Rechsdenker, 4� Anfl. 1963,
pp. 60 ss valora con excesivo rigor. En todo caso, Jhering ridiculiz� sin piedad la doctrina del heredero como
continuador de la personalidad inextinta del difunto. Muchos, dice el genial
romanista, definen la herencia como el derecho a la personalidad del difunto.
Pero mientras unos entienden que tras la aceptaci�n, la personalidad se
disuelve como la nube que se intenta abrazar, �otros, y particularmente Puchta, son tan humanos que no tienen inconveniente en que
la personalidad del causante sobreviva en la de los herederos pr�ximos y en
todos los siguientes hasta el fin del mundo, de modo que vendr�a a hacerse
realidad, desde el punto de vista jur�dico, la transmigraci�n
de las almas pitag�rica o, si se prefiere, la inmortalidad de la persona� (...andere und namentlich
auch Puchta so human sind, die Pers�nlichkeit
des Erblassers in der des n�chsten un aller folgenden Erben bis ans Ende der Welt
fortleben zu lassen, womit die
pytagorische Seelenwanderung
oder, wenn man lieber will,
die pers�nliche Unsterblichkeit vom juristischen Standpunkt aus verwirklicht sein m�chte!... (Erster
Briefe en �Preussische Gerichtszeitung�), 3, 1861, p. 10).
[11] P. SALVADOR, Discurso
de Contestaci�n, cit., p. 111.
[12] Como si los
difuntos continuaran en sus propiedades (domini rerum) y los herederos fueran meros procuradores in rem suam, seg�n ense�� en
alg�n momento Leibniz. No es extra�o que R. v. Jhering, sumergido en una profunda crisis interior,
dirigiera sus cr�ticas acerbas, amarga e implacablemente, frente a estas
concepciones de los maestros de la construcci�n l�gica.
[13] As� Juan Ram�n
Jim�nez en sus conocidos versos: �y yo me ir�...y en el rinc�n aquel de mi
huerto florido y encalado, mi esp�ritu errar�, nost�lgico�; �me ir� y volver�
mil veces en el Viento�, seg�n el poema de Le�n Felipe.
[14] Por todos, P.
SALVADOR, Discurso de Contestaci�n, cit., pp.
14 ss.
[15] Non omnis moriar, multaque
pars mei vitabit Libitinam: usque ego postera crescam laude recens, dum Capitolium scandet cum tacita virgine pontifex (Od. III, 30, 6-9): �no morir� totalmente, y gran parte de
mi escapar� de la diosa funeraria: siempre renaciente, crecer� en fama
venidera, mientras el Pont�fice acompa�ado de la Vestal callada ascienda al
Capitolio�. Bien define este pasaje la memoria defuncti,
en este caso inmortal y no s�lo mientras arda el fuego sagrado de Roma (como el
poeta predijo), en cuanto perdurabilidad entre los vivos de algunos rasgos
indelebles de la personalidad extinta.
[16] F.C. v. SAVIGNY, Vermischte
Schriften, Berl�n, 1850, Bd. I, pp. 109-110.
[17] Glosa marginal m�a
manuscrita al trabajo entonces in�dito (hoy publicado en el �Libro Homenaje a Vallet de Goytisolo�, vol, VI, Madrid, 1988, pp. 789 ss)
de M. YS�S SOLANES, La protecci�n de la memoria del fallecido en la LO
1/1982. Citar� siempre el original manuscrito, y separadamente mis
comentarios.
[18] Recordando
gozosamente su amistad indeleble con Escipi�n,
Cicer�n lo rememora como si para �l estuviera vivo (vivit
tamen semperque vivet), y el paso del tiempo no har� que desaparezca,
sino que se acordar� de �l con mas intensidad: aluntur potius augentur cogitationes et memoria
(De amicitia, 27, 102, 104). Salustio pone de relieve que, en contraste con la brevedad
de la vida, nos conviene hacer lo m�s larga posible nuestra memoria (memoriam nostri quam maxime longam
efficere), no mediante la gloria tan pasajera
como fr�gil de las riquezas o de la belleza, sino con la �virtus�, que se posee gloriosa y eternamente (De coniuratione Catilinae, I,
3-4).
[19] D. ESP�N rechaza,
uni�ndose a la generalidad de la doctrina moderna, las tesis que ven en el
heredero un transmisario, continuador o representante
de la personalidad del difunto, que s�lo tienen un valor metaf�rico, pura
imagen de lo que verdaderamente acontece en la sucesi�n hereditaria. (Derecho
Civil Espa�ol, V. Sucesiones
, 3� ed. ERDP, Madrid, 1970, p. 9).
[20] M. YS�S afirma que
en esta posici�n del Grupo Comunista subyace la idea de la continuaci�n de la
personalidad del causante, despu�s de la muerte (La protecci�n de la
memoria..., cit., n. 9).
[21] Un comentario
detenido y documentado a esta STC lo realiz� en su d�a F. IGARTUA, La
protecci�n de los aspectos personales y patrimoniales de los bienes de la
personalidad tras la muerte de la persona, La Ley, 2 febrero 1990, pp. 1-7.
[22] F. IGARTUA, La
protecci�n de los aspectos personales..., cit.,
p. 2-3.
[23] J.L. LACRUZ, Elementos, I, vol.
2�. Personas, cit., p. 31.
[24] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?..., cit., pp. 36-37.
[25] Como ha se�alado A.L. CABEZUELO, la codicia, y no el cari�o ni la
solidaridad, puede inspirar no pocas reclamaciones judiciales en este sentido:
padres/hijos despegados, que permanecieron ajenos a las necesidades que sus
hijos/padres experimentaron en vida y que se sienten �ofendidos� gravemente por
cualquier nimiedad, sabedores de que con un poco de suerte puede serles
concedida una sustanciosa indemnizaci�n (Breves notas sobre la protecci�n
post mortem de honor, intimidad e imagen, La Ley, 1999-1, 1580).
[26] A.L. CABEZUELO, Breves Notas..., cit.,
p. 1580).
[27] A.L. CABEZUELO, op. y
loc. ult. cit.
[28] X. O�CALLAGHAN, El
derecho al honor en la evoluci�n jur�dica posterior al C�digo civil,
�Centenario del C�digo civil�. Asociaci�n de Profesores de Derecho civil, vol II, Madrid, 1990, p. 1556.
[29] La memoria defuncti tiene, al igual que el resto de los seres de
este mundo, una duraci�n limitada. Como escribi� Marco Aurelio �todo se
extingue y poco despu�s se convierte en legendario. Y bien pronto ha ca�do en
un olvido total... �Qu� es, en suma, el recuerdo sempiterno? Vaciedad total� (Meditaciones,
Edit. Gredos, Madrid, 1983,
p. 91). La caducidad es inherente a la vida del hombre y a todas sus secuelas.
[30] Glosa marginal
al trabajo de M. Ys�s, cit.,
p. 18.
[31] De KANT tom� el
Derecho de los tiempos modernos el concepto de dignidad (v. gr. el art. 1.1 GG 1949). Como expuso el gran fil�sofo, el ser
humano es, en s� mismo, dignidad, pues no puede ser utilizado por otro como un
simple medio, sino como un fin. En esto consiste la dignidad de la persona, que
la eleva por encima de los otros seres. La relaci�n jur�dica fundamental es la
de respetar esta dignidad. Los vicios que infringen la obligaci�n de respeto
son la soberbia, la maledicencia y el escarnio. La libertad y la dignidad
elevan al hombre por encima del espacio y del tiempo (Werke,
ed. Por Ernst Cassirer, Berl�n 1912, vol. VII,
253). El pensamiento kantiano sobre la dignidad del hombre no es nuevo.
Disertaron admirablemente sobre el tema humanistas, como Pico della Mir�ndola, Giannozzo Manetti y el espa�ol Fern�n P�rez de Oliva; o Santo Tom�s
(S. Th. II, 2, g. 64, 2), que hace de la dignidad del
hombre la fuente de la libertad (homo naturaliter liber). Kant, con todo, se
inspira en S. Pufendorf, que en su magna obra De iure naturae et gentium (8 vol�menes publicados en 1672 en Lund) dedica p�ginas admirables a la dignidad del hombre,
en torno a la cual gira toda su construcci�n del Derecho Natural, y de la que
emanan las ideas de libertad y los derechos innatos de la persona, que ser�n
cruciales para la preparaci�n del pensamiento ilustrado y del liberalismo
democr�tico.
[32] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?... cit., p. 25.
[33] Diccionario de
la Lengua Espa�ola, vol II, 21 ed., 2001.
[34] Precisamente
porque el honor tiene su fuente en la dignidad de la persona y en el libre
desarrollo de la personalidad, como principios constitucionales (art. 10.1 CE), seg�n han expuesto I. BERDUGO (Honor y
libertad de expresi�n, Madrid, Tecnos 1987) y E.
ESTRADA ALONSO, El derecho al honor en la Ley Org�nica 1/1982, de 5 de mayo,
Madrid, Civitas, 1988, p. 70).
[35] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?..., cit., pp. 36-37; P. SALVADOR y M.T. CASTI�EIRA, Prevenir y castigar. Libertad de
informaci�n y expresi�n, tutela del honor y funciones del derecho de da�os,
Madrid, Pons, 1997, passim,
esp. pp. 88 ss., 164 ss.
[36] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?..., cit., pp. 96 ss.,
p. 101.
[37] P. SALVADOR, quien
a�ade refiri�ndose al caso de la mujer ejecutada en Valencia (S. 23 septiembre
1986): �una resoluci�n como la comentada perpet�a un mundo de prejuicios, una
sociedad irracional en la que los hijos pagan las miserias de sus padres o,
incluso, y rozando el absurdo, de sus t�os� (op.
ult. cit., p. 100, n. 74).
[38] A. DE CUPIS, I diritti della personalit�,
en el �Trattato de Cicu-Messineo-Mengoni�, Milano, 1982,
2� ed., p. 259.
[39] G. B. FERRI, Diritto all�informazione
e diritto all�obbio, Relazione al Convegno �Diritto all�informazione: accesso e rettifica�, Centro Internazionale di Diritto Civile italiano e Comparato dell�Universit� degli Studi del Molise, Campobasso, 27-28 settembre 1990,
819.
[40] A.L. CABEZUELO, Breves Notas sobre la protecci�n post
mortem..., cit., p. 1578.
[41] Dice la STS 29
marzo 1989: �los derechos a la intimidad personal y a la propia imagen...forman
parte de los bienes de la personalidad, que pertenecen al �mbito de la vida
privada; salvaguardar estos derechos un espacio de intimidad personal y
familiar que queda sustra�do a intromisiones extra�as, y en este �mbito de la
intimidad reviste singular importancia la necesaria protecci�n del derecho a la
imagen propia frente al creciente desarrollo de los medios y procedimientos de
captaci�n, divulgaci�n y difusi�n de la misma...�
[42] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?..., cit., p. 92.
[43] J.L. LACRUZ, Elementos, I-2�, cit.,
p. 77.
[44] Seg�n referencia
de Prosser, mencionada por P. SALVADOR, op., ult. cit., p. 104.
[45] Vid., M. YS�S, La
protecci�n de la memoria..., cit., p. 25.
[46] Sobre el tema es
sumamente interesante el trabajo de M.L. PALAZ�N
GARRIDO, La protecci�n post mortem del contenido patrimonial del derecho a
la propia imagen (Consideraciones al hilo de la sentencia del Tribunal
Supremo Federal Alem�n de 1 de diciembre de 1999: Caso �Marlene Dietrich�), �Actualidad Civil�, n. 20, semana 12-18 mayo
2003, pp. 495 ss.
[47] Vid. Para el tema
E. AMAT LLARI, El derecho a la propia imagen y su valor publicitario,
�La Ley�, Madrid, 1992; F. IGARTUA, La protecci�n de los aspectos personales
y patrimoniales..., cit., pp. 5-7; del mismo autor,
La apropiaci�n comercial de la imagen y del nombre ajenos, Madrid, Tecnos, 1991; M.L. PALAZ�N, La
protecci�n post mortem..., cit., pp. 495 ss.
[48] As� opina M.L. PALAZ�N, La protecci�n post mortem..., cit., p. 512.
[49] En este sentido M.L. PALAZ�N, op. y
loc. ult. cit.
[50] Con buen criterio,
M.L. PALAZ�N, op.
y loc. ult. cit.
[51] La tendencia
constante a encomendar a los herederos la defensa del causante ofendido tiene
su origen en el Derecho romano, que investida la figura durante siglos de un
car�cter sacral, el heredero est� legitimado para
proteger su recuerdo de la iniuria no s�lo
cuando ha tenido lugar la aditio, sino en
situaci�n de herencia yacente (D. 47, 10, 1, 6-7: Ulp. 56 ad. ed.). El texto
es claro cuando el heredero ha aceptado, pues �ste �tiene inter�s en que se
mantenga inc�lume la reputaci�n del difunto�; pero, aun sin adir todav�a la
herencia, puede deducirse de las un tanto alambicadas soluciones del texto que
dan Juliano y Labe�n (o m�s bien los manipuladores
posteriores, dada la sabidur�a consumada de ambos jurisconsultos), que la
vocaci�n hereditaria legitima al sucesor in omne ius defuncti para actuar
judicialmente en defensa de su causante (sobre la cuesti�n, vid. recientemente
la monograf�a de Macarena GUERRERO, La protecci�n jur�dica del honor post
mortem en Derecho Romano y en Derecho civil, Granada, Comares,
2002).
[52] M. YS�S, La
protecci�n de la memoria, cit., p. 9.
[53] M. YS�S, op. y loc. ult. cit.
[54] Ha dicho M.
YZQUIERDO que a lo que m�s se parece este �defensor de la memoria� es al albacea
testamentario autorizado por el testador para cometidos distintos de los
�habituales� (art. 901 CC), pero siempre que no se
pierda de vista que los beneficios de la actuaci�n procesal, y a quienes habr�
que rendir cuentas de la gesti�n, no son aqu� los herederos (art. 907, p�rr. 1� CC), sino las
personas enumeradas en el art. 4.2: (Da�os a los
derechos de la personalidad (honor, intimidad y propia imagen), �Tratado de
Responsabilidad civil� coord. por L.F. Reglero, Aranzadi, 2002, p. 1158). Dir�amos, m�s bien, que
la encomienda del testador para defender su memoria se puede comprender entre
las facultades del albacea bien voluntarias (art. 901
CC) o legales (art. 902, 3� CC), pero el albaceazgo
es una figura de m�s amplio y denso calado institucional y funcional.
[55] Se pregunta M.E. ROVIRA SUEIRO, el porqu� de la protecci�n de los
derechos al honor, intimidad y propia imagen cuando estos no trascienden a las
personas relacionadas en el art. 4.2 y cuando son
ejercitados por la persona designada al efecto en testamento o por el
Ministerio Fiscal. La autora entiende que nos encontramos ante una excepci�n
del art. 32 CC, porque la existencia del hombre no es
s�lo corporal sino que comprende aspectos inmateriales a los que la muerte no
afecta de forma tan contundente e inmediata (Da�os a los derechos de
la personalidad (honor, intimidad y propia imagen, �Lecciones de
Responsabilidad Civil� coordinadas por F. Reglero,
Aranzadi, 2002, p. 431). Entiendo que no hay excepci�n posible al mandato del art. 32. CC: la muerte extingue siempre la personalidad
civil, y por supuesto, los derechos de la personalidad en sus aspectos
inmateriales. Ya no existen derechos fundamentales al honor, intimidad e
imagen. Se ampara por voluntad testamentaria o por imperativo legal la memoria
defuncti, que es una prolongaci�n de la
personalidad, en cuanto que originada en el fallecido, perdura en los vivos
como un bien jur�dico protegido. Deriva de la personalidad extinta, pero eso no
significa, pese a la dicci�n de la Exposici�n de Motivos de la LO 1/1982, que
sobreviva la personalidad, sino recuerdos, sentimientos y afectos que no son
parte de ella. Son vivencias que nacieron de ella, pero conservan existencia
aut�noma entre las personas vivas.
[56] En este sentido M.
YS�S, op., cit.,
pp. 11-12, aunque reconoce que la aprobaci�n del texto de la Ponencia pareci�
excluir de la legitimaci�n al nasciturus, pues
se cambi� la proposici�n �parientes sobrevivientes� por �personas que
viviesen�.
[57] H.G. GADAMER, Verdad y M�todo, trad.
espa�ola de A. Agud y R. de Agapito, Edic. S�gueme, Salamanca, 1977, p. 399.
[58] M. YS�S defiende,
con raz�n, la conveniencia de que los que no ejerciten la acci�n sean llamados
al proceso en cuanto pueda afectarles la resoluci�n reca�da (op. cit., p. 12).
[59] M. YZQUIERDO, Da�os
a los derechos de la personalidad..., cit., p.
1159.
[60] Escribe M.
YZQUIERDO, que no son pocas las personas ilustres cuya memoria puede verse
sometida un siglo despu�s de su muerte a todo tipo de vilipendios, sin que sus
descendientes puedan hacer nada para que el Derecho les ampare (Da�os a los
derechos de la personalidad..., cit., p. 1159).
Pero debemos decir que las ofensas a los hombres ilustres es dif�cil que
empa�en los m�ritos de una personalidad que, transcurrido un siglo, conservan
imperecedera la memoria, y si lo consiguieran, se aproximar�a m�s bien al com�n
de los mortales y su celebridad estar�a cimentada en aire. A una persona que ha
entrado en la Historia de la gloria literaria, cient�fica, pol�tica, etc, las lesiones a la memoria de su vida privada no
menoscaban la otra memoria de esa parte de su existencia que lo ha hecho
inmortal para la posteridad. De todos modos, no hay razones de peso para
limitar la actuaci�n del Ministerio Fiscal en el tiempo, pues si tiene entre
sus misiones constitucionales promover la acci�n de la Justicia en defensa del
inter�s p�blico, ning�n inconveniente debe existir para que tal acci�n se ponga
en marcha en cualquier �poca en que se da�e la memoria de una persona
fallecida. Ser�a, por ello, un buen proceder modificar en tal sentido la norma
que limita el plazo de actuaci�n tanto del Ministerio P�blico como de las
personas jur�dicas, siempre, claro est�, que la persona jur�dica designada no
se haya extinguido despu�s de los ochenta a�os.
[61] Glosa marginal
al trabajo de M. Ys�s, cit.,
p. 26.
[62] Sobre el tema,
interesantes observaci�n en M. YZQUIERDO, Da�os a los derechos de la
personalidad..., cit., pp. 1159-1160. El
galimat�as del art. 6.2 lo explica este autor
poniendo de relieve que el legislador de 1982 concibi� la normativa de
protecci�n de estos derechos de la personalidad como un mero r�gimen especial
de responsabilidad civil. En su opini�n, los legitimados no herederos no
deber�an poder ejercitar acci�n indemnizatoria alguna, sino solamente las
cautelares, las de cesaci�n y las de abstenci�n (cfr.
op., cit., p.
1160). Ciertamente, no tiene sentido que acciones civiles nacidas en vida del
ofendido, que tienen como efecto la reparaci�n patrimonial del da�o, sean
ejercitadas por terceros no herederos cuando van a formar parte del relictum. Si el legislador ten�a inter�s,� como parece demostrar, en que las acciones
civiles defensoras de los derechos de la personalidad, en su existencia y
ejercicio, se desviaran del cauce trazado por la sucesi�n hereditaria, debi�
ser coherente con su posici�n: los que tienen legitimaci�n para accionar, deben
ser los perceptores de la indemnizaci�n obtenida �pues es conforme a la
naturaleza que quien soporta los inconvenientes de un asunto, obtenga tambi�n
ventajas� (Secundum naturam
est commoda cuiusque rei eum
sequi, quem sequentur incommoda: Paulo,
D. 50, 57, 10).
[63] M. YZQUIERDO, Da�os
a los derechos de la personalidad, cit., pp.
1155-1157. En realidad, la ley de 1982 pretendi� defender estos derechos
fundamentales con una pluralidad de acciones civiles reparadoras del da�o,
entre ellas la propiamente aquiliana de naturaleza
indemnizatoria, aunque no con car�cter prioritario, como se deduce leyendo con
cuidado el art. 9.2 Convertir lo subsidiario en
principal, ha sido uno de los errores de nuestros Tribunales, como bien expone
M. Yzquierdo. Por lo dem�s, se ha advertido
acertadamente que debe huirse del ejercicio completamente arbitrario de estas
acciones orientado, m�s que a la intenci�n en s� de hacer respetar un inter�s
leg�timo, a la pretensi�n de una indemnizaci�n cuantiosa (A.L.
CABEZUELO, Breves notas sobre la protecci�n post mortem..., cit., p.1533).
[64] P. SALVADOR, �Qu�
es difamar?..., cit., p. 36.
[65] P. SALVADOR �Qu�
es difamar?..., cit., p. 37.
[66] M. YZQUIERDO, Da�os
a los derechos de la personalidad..., cit., p.
1150.
[67] M. YS�S, La
protecci�n de la memoria..., cit., p. 35.
[68] M. YZQUIERDO, Da�os
a los derechos de la personalidad, cit., p. 1155.
[69] Escribe M.
YZQUIERDO que �el importe de la indemnizaci�n ingresar�, como l�gico correlato
a su car�cter de expectativa hereditaria, en el patrimonio hereditario (art. 9.4 in fine) (Da�os a los derechos de la
personalidad, cit., p. 1155). Entiendo que lo que
ingresa en el caudal relicto es el derecho de cr�dito a cobrarlos por la v�a de
la responsabilidad civil ex art. 1902 CC, en relaci�n
con el art. 9.2 in fine. Otra cosa es que nos
prospere la acci�n, porque la sentencia entienda que no hubo ofensa resarcible
al honor, intimidad o imagen.
[70] Siempre que no
pensemos en meros intereses materiales, es v�lida la afirmaci�n de Jhering: ein menschliches Handeln ohne Interesse ist unm�glich (Der Zweck im Recht, Band
I, 1877, p. 44), y puede que una persona designada testamentariamente
o un familiar no herederos defiendan la memoria del difunto sin que sean
recompensados econ�micamente (sus intereses son morales o altruistas). Pero no
ser� lo usual. No es normal embarcarse en un proceso judicial para defender
intereses de otro (por muy amigo o familiar que se sea del difunto), y ver que
los dineros obtenidos se van sin soluci�n al bolsillo de quien no se ocup� del
asunto.
[71] Tesis de F.
IGARTUA (Comentario a la STS 11 abril 1987, �CCJC�, 7, pp. 4567 ss.), no seguida en la pr�ctica por los Tribunales, que
aplican siempre el art. 9.5 Ley 1982, y que M.
YZQUIERDO ve con buenos ojos, porque contribuir�a en la pr�ctica a deslindar
acciones indemnizatorias de las puramente restauradoras (Da�os a los
derechos de la personalidad, cit., p. 1169).
[72] M. E. ROVIRA
SUEIRO, Da�os a los derechos de la personalidad, cit.,
p. 432.
[73] Glosa b de
Gregorio L�PEZ a la Setena Partida, T�tulo IX, Ley 22, Salamanca, A. de Portonariis, 1955.