Anna Karenina | Crítica | Película | Cine Divergente

Anna Karenina

El amor romántico será la última ilusión del viejo joven Por Fernando Solla

“Maldito aquél quien, en los primeros momentos de una unión amorosa,

no crea que esta unión ha de ser eterna…”Aloma (Mercè Rodoreda, 1936)

Nueva adaptación de la monumental novela de Leo Tolstoi. De vocación, la más teatral de todas y, probablemente, la que resulte más cinematográfica de cuantas se han rodado. Tomando las riendas del proyecto, Joe Wright y Tom Stoppard. Cineasta el primero que con éste, su quinto largometraje, se supera a sí mismo y se convierte en uno de los realizadores que mejor saben mostrar, más que narrar o explicar a través de sus imágenes, regalándonos algunos travellings que ya han pasado a la posteridad. Los vimos en Orgullo y prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y en Hanna (2011), pero donde realmente nos dejó atónitos fue en Expiación (Atonement, 2007) y su increíble plano secuencia de la evacuación de Dunquerque. Más de cinco minutos sin interrupción, realmente impresionante. Excelente aperitivo de la que por fin ha llegado a nuestras pantallas, su introspectiva a la vez espectacular visión de Anna Karenina. Por su parte, Tom Stoppard es un celebérrimo dramaturgo, representado internacionalmente y podríamos decir que un clásico contemporáneo, sino una leyenda viva, que consigue mediante sus obras vívidos frescos históricos a partir de una premisa ficticia y más íntima o personal. Es decir, a partir de un caso más o menos aislado o insólito asimilamos una manera de actuar o sentir de una nación o un periodo histórico concreto. Algunas de las representadas por estos lares las muy aplaudidas Arcadia (2002), Rock ‘n’ Roll (2006) y la intensísima trilogía que conforma Las costas de Utopía (The Coast of Utopia, 2009). Por último o, mejor dicho, en primer lugar, León Tolstói, cima del realismo literario y gran influencia en la formación del movimiento anarquista, algo que Wright y Stoppard han tenido muy en cuenta para el enfoque y desarrollo de su Anna Karenina. Uno, dos y tres nombres, para tres historias de amor independientes y a la vez interconectadas, para tres disciplinas que influencian a las otras y se ven influenciadas entre ellas con una unidad expositiva pocas veces tan cohesionadas (Literatura, Cine y Teatro) y, por si fuera poco, para tres posicionamientos en los que una vez en uno, otra vez en otro, y finalmente, en el otro, todos nos hemos sentido protagonistas: el que ama y es feliz, el que ama y sufre y el que ha sido amado y ve cómo su posición es usurpada por otra persona. Finalmente una. Una experiencia cinematográfica (sí, esto es Cine) insólita, intensa, por momentos dolorosa y, finalmente, muy estimulante. Una película más que recomendable, aunque quizá excesivamente elíptica, caprichosa, ¿elitista? y, por momentos, desconcertante.

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Más allá de sus múltiples virtudes y sus escasas, aunque importantes, dificultades, el mayor (e imprescindible) acierto de Anna Karenina es que sus autores han sabido orquestar la dirección/dramaturgia propiciando que todos sus caprichos vengan justificados a partir de la historia que nos muestran, así como la selección de unos pasajes y el rehúso de otros.

No es una tontería lo que estamos diciendo, ya que principalmente en los escenarios, aunque últimamente también en la gran pantalla, asistimos a lo que parece ser una especie de ceguera ególatra de algunos directores que se escudan bajo el nombre de un Autor, quizá el caso más evidente por manido sea el de William Shakespeare, para explorar y experimentar la búsqueda de su propia voz autoral sin caer en la cuenta que el resultado final suele ser inconsistente y, sobretodo, incongruente. Algo que no por fuerza ofrece un espectáculo negativo, véase el caso de Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011). Aunque es mucho más satisfactorio para el espectador (y seguro que para el artista también) cuando después del visionado queda convencido que sí, que ése es el mejor registro para la película / obra que acaba de experimentar. Este último y feliz fenómeno es el que casi consiguen Wright y Stoppard. Y digo casi porque aunque la narración nos mantiene en tensión durante todo el metraje y se tocan la mayoría de puntos importantes de la novela, no tenemos la sensación de profundizar ni en la psicología de los personajes ni en la evolución de sus motivaciones ni sentimientos, a no ser que conozcamos (y recordemos prácticamente en su totalidad) la obra original, algo que aunque reafirmando nuestra admiración por el resultado final, requiere una preparación previa al visionado que no creemos se le deba pedir al espectador que acude a una sala. Aplaudimos, eso sí, el riesgo asumido por Wright en esta especie de highlights o momentos álgidos de la icónica protagonista. Quizá sería que el título empezara por Escenas de… o A propósito de… Anna Karenina.

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De esta fragmentación sale muy favorecida la interpretación de Keira Knightley, cómplice total del experimento del realizador a la hora de mostrar la efervescencia y la eclosión sentimental de su protagonista. Al no tener que recrear un proceso vital y sí el resultado de dicho proceso (o sus fases más pronunciadas) la actriz retoma los desgarrados e intensísimos registros interpretativos que ya mostró en su debut sobre las tablas londinenses en The Misanthrope (2009) y también en The Children’s Hour (2011) y los combina con ese talento innato que parece tener para vestirse de época y salir siempre airosa en la encomienda (en esta ocasión ayudada por el excelente y oscarizado trabajo de Jacqueline Durran). Retiro pues lo que dije en las dos anteriores (y teatrales) ocasiones que Keira resulta mucho mejor actriz sobre las tablas que en la gran pantalla, ya que supera la falta de contexto que comentábamos antes y, aunque le sigue sobrando algún mohín que otro, consigue emocionarnos con su interpretación. Aaron Taylor-Johnson demuestra poseer una intuición innata (o una experiencia vital precoz y envidiable) ya que a sus escasos veintidós años consigue no sólo dar la réplica a la heroína sino que comprendamos a su no siempre simpático Vronsky. Y aunque podría haber algo más de química entre la pareja protagonista, nos rendimos ante ese último intercambio de penetrantes y doloridas miradas entre ambos. Ahí ya claudicamos y nos rendimos ante la pareja protagonista, ya que con sólo esa mirada consiguen que nuestra educación sentimental asimile y asuma alguna que otra experiencia en ese campo y sus traumáticas consecuencias, aceptando la anarquía de los sentimientos. Extendemos nuestro aplauso a un breve quizá algo breve pero pletórico Jude Law, que huye del arquetipo y aprovecha hasta el último matiz del maravilloso personaje creado por Tolstói.

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Finalmente, una breve reflexión. Se suele decir que la base del teatro es la palabra, así como la imagen lo es del cine. Wright parece desoír la máxima que una imagen vale más que mil palabras y compone, a través de un tratamiento de la imagen resonantemente poético, que dicha imagen sea percibida a través de los ojos del espectador de una manera muy teatral (los travellings que mezclan cambios de decorado con paisajes reales son realmente impresionantes) a la vez que crea con ello un vocabulario eminentemente cinematográfico. Imagen para el teatro, pues, y palabra para el cine, todo adobado con planos que parecen sacados de pinturas clásicas. Si a ello le sumamos ese juego constante con el espectador, que parece sumarse a los intérpretes que asisten entre bambalinas a lo que sucede en sus propias vidas, la huida de cualquier tipo de crítica o juicio de valor hacia (o en contra de) sus personajes (para ello ya estaba la sociedad rusa del tiempo narrado) y esas entradas y salidas de los actores que aparecen en la siguiente escena de un modo temporal y espacial completamente inverosímil fuera del ámbito teatral (el segundo y decisivo encuentro de los futuros amantes en la estación de tren), obtendremos una experiencia cinematográfica francamente interesante, con un momento álgido que ya se ha hecho un hueco propio en el corazón cinematográfico (y teatral) de un servidor: la portentosa escena (y ahí sí, portentosa Knightley) que consigue sincopar a un tiempo el batir de su abatico con el ritmo de los latidos de su corazón así como con el galope de los caballos en una de las carreras más apasionantes que se han visto en la gran pantalla. Y todo ocurre sobre un escenario. Nuesta más ferviente recomendación. ¡No se la pierdan!

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