"Aquel otoño de 1940".

No conozco a Gervasio López pero para escribir estos relatos tiene que tener buen pluma y mejor conciencia. O al revés. Ahí tiene una preciosa historia enmarcada de la Guerra Civil, la española de 1936-1939 la guerra más justificable de toda la era moderna, porque se produjo para detener la persecución religiosa más cruel de la historia: la de la muy democrática II República española, controlada por socialistas, comunistas, anarquistas y separatistas. Pasen y lean: 

"En otoño de 1940, en una noche escabechada por la lluvia y por el frío, quise robar en el monasterio de La Fresneda, donde los monjes —o eso decían algunos — ocultaban grandes cantidades de un dinero que yo tenía por usurpado.

Para cuando llegué a la Fresneda, hacía ya muchas semanas que me había separado de los maquis a los que me uní tras la contienda, y un hambre sañuda parecía guiar mis pasos o, al menos, acompañarlos con su salmodia de lamentos y de borborigmos. Por eso, hambriento y fatigado hasta los huesos me acerqué, ocultándome entre las vaguedades de una noche sin apenas luna, hasta el lateral derecho del cenobio, donde había una ventana muy desportillada, con varios vidrios rotos y postigos desencuadernados, que semejaba una suerte de invitación. De un brinco me encaramé al alfeizar y, en apenas unos segundos, sin que un solo ruido quebrase la quietud cadavérica en que se postraba el monasterio, accedí al interior.

El local en que me encontraba era una bodega con olor a viejo, patinado por una humedad anciana, causante de reumas y alifafes varios. Y también anciano y renqueante era el suelo de losas negras, con alguna que otra cucaracha desfilando tan pomposa. Contra los muros de piedra alguien había colocado unas barricas grandes, con las duelas algo pochas y oxidadas, que semejaban ser los contrafuertes del local. Al no haber nada allí que resultara de interés para mí, eché un vistazo rápido y abandoné la bodega. Pasé luego al corredor principal, que recorrí con cierto temor reverente, camino de la sacristía o de alguna otra habitación donde los monjes pudieran ocultar aquellas riquezas que yo tanto ansiaba. Por todas parres de aquel amplio pasillo me parecía ver sombras acechantes, dispuestas a abalanzarse sobre mí para despedazarme; ¡y hasta se me antojaba que en la parte más alta de los muros, allá donde moran las arañas y otros bichejos repugnantes, se había apostado algún monstruo horripilante, de dientes descomunales y garras afiladísimas, como gárgolas catedralicias!

Atemorizado, casi sintiendo que aquellas gárgolas horribles me escupían en el cogote, me arrojé a lo que entendía que debía de ser la sacristía y traspuse la puerta.

A ambos lados del local había dos muebles muy añosos, con lepromas de carcoma y requilorios medio rotos por sobre las cornisas, donde los monjes guardaban cartas, libros, algún que otro documento sin importancia para mí y las ropas de celebrar; y en la pared del fondo, presidiendo la sección central del paramento, sobre un escaño que sin duda había acogido numerosísimas confidencias contritas, un bajorrelieve de madera de la Piedad, con la Virgen sosteniendo el cuerpo lacerado de su Hijo.

La pieza había ido adquiriendo suciedad a lo largo de los años y las figuras ya no eran tan nítidas como sin duda lo habían sido antaño, pero aún había en aquella escena una suerte de ensalmo que captó de inmediato mi atención. Tal vez fue el cuerpo desnudo y casi desollado de Cristo lo que hizo que mis ojos se clavaran en la tabla; aquellas carnes dilaceradas, pese a preciosas, o la expresión de calma que se había aposentado en el augusto y hermoso rostro de Jesús, aun tras las torturas que le habían infligido. O tal vez fuese aquella Virgen bellísima, en quien se intuía un amor infinito ,con una belleza como de aurora, la que me dejó en suspenso durante un tiempo que nunca he logrado precisar, Pero lo cierto es que aquella imagen me conmovió profundamente, hasta las entretelas de mi cuerpo, como nunca antes lo habían hecho imágenes semejantes. Y al instante, tras contemplar aquella vieja tabla de madera, ennegrecida por el humo sacramental de legiones de cirios, sentí vergüenza.

Me sobrevino entonces, no sé por qué, el recuerdo vívido de mi niñez en el pueblo, cuando hacía las veces de monaguillo, para ayudar en la Misa al padre Daniel; y el de mis años mozos, cuando ya me habían ascendido a turiferario e inundaba el templo todo con un incienso que ascendía hasta la techumbre en volutas regordetas, como querubines que se hubieran zampado varias nubes. En aquellos años era yo un niño muy devoto, con gran amor hacia la Virgen, que se zambullía en las vidas de los santos con el indómito entusiasmo del rapaz que, ávido de historias, se resguarda en un hermoso libro de aventuras. Los asombrosos acontecimientos que en aquellas lecturas hagiográficas se relataban o las inhóspitas geografías en que se desarrollaban, me infundieron entonces una irrefrenable proclividad a la épica, rayana en la temeridad, y una acusada inclinación al sacerdocio que tan solo se acalló por mi posterior filiación política, la cual pronto se me hizo un nuevo credo y me hizo ponerme como del revés o girar por completo. 

En realidad, este ponerme del revés comenzó cuando yo tenía unos catorce años, más o menos, al entrar de aprendiz en la imprenta de D. Matías, un antiguo profesor que había tenido que abandonar la docencia años atrás, no recuerdo por qué problemas que le hicieron salir con estrépito de bofetadas del pueblo donde ejercía.

Allí, en la imprenta de D. Matías, entre bandos del Ayuntamiento y otras impresiones inocuas, planchábamos también escritos que nos entregaban, a hurtadillas o de matute, los camaradas del antiguo profesor. Y aunque al principio no hacía yo mucho caso de estos escritos, con el tiempo me impresionaron profundamente.

Aquellos que nos entregaban a hurtadillas o como de matute, y de matute o a hurtadillas planchábamos, eran textos inflamados de república y de un socialismo rugiente, desdeñosos del curato y de cuanto hediese a tradición, con los que, entendíamos entonces, podríamos lograr la llegada de un nuevo orden social, donde el rico no tendría ya cabida y la igualdad campase por doquier, hasta impregnarlo todo. Y poco a poco, con la lectura entusiasta y ensimismada de aquellos textos mi mente se fue transformando por completo, como la de un Quijote redivivo, hasta que de ella se vieron desahuciados todos los recuerdos de mi niñez. A partir de ahí me llegó la militancia enfervorecida, los mítines, las refriegas de juventudes y la política de partidos, y a todo ello me alisté con pasión, sin pensar en nada más; y llegaron luego la guerra, los combates y las sacas, las borracheras y las prostitutas, las torturas… los muertos.

Y a todo ello, sí, me alisté con pasión.

Pero el frío de la sacristía me sacó de mis remembranzas y me puso de nuevo frente a la Piedad.

La talla estaba labrada con tal precisión, con tanta meticulosidad, que hasta semejaba que la más ínfima imperfección de madera, los radios leñosos o los espejuelos se hubieran colocado en el exacto lugar para remedar las heridas de la Pasión. Y allí de pie, frente al bajorrelieve de la Piedad, recordé de pronto el día en que matamos a un muchacho, durante la guerra, en uno de aquellos pueblos por los que pasábamos. En realidad, nunca supe por qué lo habíamos hecho. Pero lo cierto es que, tras haberle hecho mil perrerías, le descerrajamos un tiro en la cabeza y lo dejamos tirado en la calle, sobre un enorme charco de sangre. Al poco se llegó su madre hasta allí, hecha una calamidad, y se arrodilló junto a su hijo muerto; colocó luego la cabeza desportillada del muchacho sobre su regazo y comenzó a acariciarle el cabello, con suavidad, enhebrando con sus dedos como sarmientos las guedejas ensangrentadas del chaval, mientras lloraba y susurraba unas palabras. Alguno de mis compañeros sonrió al verla y le lanzó algún vejamen, para escarnecerla aún más, pero ella nada les dijo. Continuó llorando a su hijo muerto, musitando una prez y mesando sus cabellos desastrados, enjugándosele el alma toda de dolor. Supe después, mientras tomaba un vino en una taberna, que aquél era su único hijo. Y en ese instante, entre camaradas y prostitutas, me sentí contrito y conturbado. Al día siguiente, sin embargo, ya no me acordaba de aquel muchacho; lo había borrado por completo de mi memoria, como un humo que se esfuma o se eleva al cielo.

Pero si en ese entonces lo olvidé o lo borré de mi memoria, como un humo que se esfuma o se eleva al cielo, esa noche de otoño de 1940, ante aquella Piedad con la que me había topado, lo recordé todo de nuevo con una limpidez hasta entonces inédita. Y al instante me sentí traspasado por una espada. Pues de pronto, no sé por qué misterioso prodigio, se me hizo que el muchacho muerto estaba en los brazos de Piedad, yaciente en su regazo, y que Ella le miraba con la misma ternura con que antes había mirado a su sacratísimo Hijo. ¡Y lo vi con tanta claridad, lo aseguro, que nadie podrá decirme que así no fue!

Al ver aquella suerte de milagro se me suspendió el aliento y me atronó el corazón, las manos se me pusieron sudosas y las lágrimas comenzaron a desparramárseme por las mejillas, como un torrente que se torna avenida y destroza campos. Y caí de rodillas al suelo, como un guiñapo o fulminado por un rayo, pues mis piernas ya no me sostenían. ¡Y en un repente, sin solución de continuidad, quien estaba entre los brazos de Nuestra Madre era yo! ¡Yo! ¡Yo, que hasta ese día no había cometido más que iniquidades y salvajadas! ¡Yo, la más descarriada de las criaturas y la más encenagada de las almas! Yo…

Me vi entonces profundamente miserable, horadado por los gusanos del odio y por las muchas iniquidades que a lo largo de los últimos años había cometido y, avergonzado, salí huyendo de aquella sacristía, con las lágrimas brotando de mis ojos, despavoridas, como ratas que abandonan la sentina que se anega. Corrí como un loco por el corredor principal, mientras sentía que las gárgolas catedralicias me gritaban y escupían; llegué hasta la bodega, salté a través de la ventana por la que había entrado y me lancé hacia el bosque, en carrera trompicada, hasta que caí al suelo, desfallecido, unos minutos después.

En mi carrera atropellada, llegué a escuchar que uno de los monjes, alertado por el escándalo, me llamaba y me pedía que aguardara. Pero yo seguí corriendo, sordo y ciego por el llanto y el dolor

Desde entonces deambulo sin cesar por los alrededores del monasterio, con los ojos parapetados tras lágrimas gordas y una oración colgada de los labios, bisbiseando esa prez doliente mientras me oculto tras los matorrales, esquivo y avergonzado, en busca de un perdón que apenas me atrevo a pedir. Y aunque alguna vez me ha descubierto alguno de los monjes y ha llamado por mí, por ver si me acerco, yo me mantengo lejos de ellos, penitente y abajado, todavía sepultado por el peso del pecado e intuyendo en mis manos los chafarrinones de la sangre del muchacho.

Ahora, unos meses ya después de aquello, después de aquella noche otoñal, cuando los árboles comienzan a alborear y a vestirse de color, cuando yo todavía me encuentro vencido por la pena y por un dolor que me traspasa el alma, quisiera verme en aquel escaño viejo de la sacristía, al pie de aquella bellísima y salvífica Piedad, limpiarme las lágrimas e impetrar el perdón soñado; y así, con ese perdón en el alma, sentirme como tendido en los brazos de la Virgen, acurrucarme en su regazo y clavar mi mirada en el rostro calmo y augusto de Jesús, ya resucitado".