‘Por quién doblan las campanas’ de Ernest Hemingway

La muerte. El único tema literario que realmente importa. Ernest Hemingway narra en Por quién doblan las campanas tres días en la vida de un dinamitero de la guerra civil española y nos lleva tan cerca de la muerte como para enseñarnos el olor con el que se anuncia.

Tal vez sea imposible llegar a Por quién doblan las campanas sin información anticipada. Lo más notable es el dato de que su autor, Ernest Hemingway, compone una historia que, sin presentarse como crónica periodística en sentido estricto, se basa en su experiencia como corresponsal de guerra durante el conflicto.

Cualquier cosa de Hemingway viene acompañada de la figura de Hemingway, mas no obstante el indiscutible fundamento vivencial sobre el que se instala la narración, la novela no pretende ser, en absoluto, otra cosa que ficción.

Si aquella mujer supiera escribir… Trataría de acordarse de su relato, y si tenía la suerte de recordarlo bien, podría transcribirlo tal y como se lo había referido. ¡Dios, qué bien contaba las cosas aquella mujer! (…) «Querría escribir lo suficientemente bien para reproducir esa historia», siguió pensando. «Lo que nosotros hemos hecho. No lo que nos han hecho los otros.»

Hemingway, ficción y periodismo

En 1940, cuando se publica esta novela, aún no se habían publicado Operación masacre (1957), del argentino Rodolfo Walsh, ni A sangre fría (1965), del norteamericano Truman Capote: la novela de no ficción aún no se había inventado.

Pero Hemingway dejará establecido un precedente insoslayable. Según los especialistas, el norteamericano no sólo utilizó su experiencia periodística para refinar un estilo eficiente, directo, llano y desapasionado, sino para documentar maniáticamente su material. Aunque sería un grave error tomar el resultado como un testimonio histórico, aparece aquí cierta verdad del autor que en su trabajo periodístico había quedado subordinada a los compromisos propagandísticos.

—¿Eres comunista?

—No. Yo soy antifascista.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Desde que comprendí lo que era ser fascista.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Cerca de diez años.

—Eso no es mucho tiempo —dijo la mujer—. Yo hace veinte años que soy republicana.

Porque Hemingway tenía compromisos propagandísticos y los ejerció sin escrúpulos: había asumido una obligación para con la República Española y desde esa posición llevó a cabo su labor periodística, en la cual no habría lugar para ningún matiz.

Recién terminada la guerra, Hemingway expresaría en la forma de una novela una visión mucho más entramada del conflicto, llevándonos a pensar que tal vez la literatura esté más cerca de la verdad de lo que nunca pueda estarlo el periodismo.

Por quién doblan las campanas y el género bélico

La acción transcurre tras las líneas franquistas. El protagonista es Robert Jordan, un profesor norteamericano de español que se ha unido a las Brigadas Internacionales que apoyan a la República. Convertido en dinamitero, llega a un lugar de la sierra bajo control franquista con la misión de volar un puente. Para ello, traba relación con una banda de partisanos dirigida por un hombre llamado Pablo. No obstante, comprende enseguida que Pablo no ejerce el comando y que el liderazgo real ha recaído en su mujer, Pilar. El grupo, con la excepción del líder fallido, aceptará la llegada del extranjero y lo apoyará en la realización de la misión.

—¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?

—Una bestia —dijo el gitano sonriendo—. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.

—Pablo era valiente al principio —dijo Anselmo—. Pablo antes era muy valiente.

(…)

—Pero desde hace tiempo está muy flojo —explicó Anselmo—. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.

—Será porque ha matado tanta gente al principio —dijo el gitano filosóficamente—. Pablo ha matado más que la peste.

—Por eso y porque es rico —dijo Anselmo—. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.

—Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército —dijo el gitano—. A mí no me gustaría entrar en el ejército.

Es claro que Por quién doblan las campanases una novela “de guerra”. Sin embargo, no es una novela “de acción”, al menos no en el sentido en que Hollywood nos ha acostumbrado a asociar “acción” y “guerra”.

No nos vamos a encontrar en esta novela con vertiginosos relatos de batallas. En las casi 500 páginas que conforman la obra, sólo dos combates ocupan el presente de los personajes, y ambos forman parte del arco del desenlace. Durante el resto de la novela, la guerra es fundamentalmente pasado, recuerdo, fantasma, preocupación, la experiencia de un dolor inconmensurable, un rencor, una cúmulo de intrigas o absurdos, un plan o una esperanza.

(…) movió la cabeza al recordarlo, y prosiguió: en mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato. Luego se acercó el tren haciendo chu-chu chu-chu, cada vez más fuerte, y después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre la nube negra; (…). Entonces la máquina empezó a hacer ta ta ta ta —dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados, levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria ametralladora—. Ta ta ta ta —gritó, entusiasmado—. Nunca había visto nada semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo (…)

En los tres días que Robert Jordan pasa con la banda de Pablo, nuestra atención se verá frecuentemente dirigida también a los olores del bosque, los sabores de las comidas, el vino o el whisky, la presencia de los cuerpos y las tensiones de los vínculos. No se trata de eludir el horror, sino de enfatizar un contraste.

Lo que hicimos nosotros: el capítulo diez

(…) los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río (…)

La novela está organizada en 43 capítulos y ninguno lleva título. Pero hay uno, dedicado a uno de estos recuerdos de guerra, que ha alcanzado tal trascendencia que su denominación es casi un título de pleno derecho: “el capítulo diez”.

—¿Por qué vamos a hacer esto así, Pilar? —me preguntó otro.

—Para economizar balas —contesté yo— y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.

Este capítulo merece mención especial porque es una joya narrativa, porque es un monumento literario dentro de un monumento literario y porque juega la carta más impactante respecto del posicionamiento político de Hemingway: se narrará aquí el más odioso e inhumano acontecimiento que se cuenta en el libro y se pone toda la responsabilidad sobre las espaldas de los republicanos.

Quedará, además, consagrada la envergadura del personaje de Pilar. En camino a deliberar con el jefe de una banda amiga, Pilar toma la palabra para narrar los acontecimientos de los que participó tras la liberación de una aldea por la banda de Pablo, cuando todos los fascistas del pueblo fueron apresados y masacrados de uno en uno en una ejecución sumaria brutal, perpetrada por el conjunto de los pobladores con sus instrumentos de labranza.

Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía: “Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía.”

Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: “Don Faustino, buen provecho.” Y otros decían: “Don Faustino, a sus órdenes” (…)

Siempre que hace a Pilar tomar la palabra, Hemingway compone un personaje capaz de embrujar con su relato. Ese embrujo será demoledor en el capítulo diez, puesto que mediante el sortilegio veremos cometer una atrocidad inexcusable a los personajes hacia los cuales el autor nos estaba llevando a sentir simpatía.

No faltan en la novela los testimonios acerca de los actos aberrantes cometidos por los fascistas (los capítulos 26 y 27 están entre los ejemplos más perturbadores de lo que es una guerra de aniquilación), pero liberado de la urgencia, y aún sin renegar de sus compromisos políticos, Hemingway se propone dar fe de “lo que nosotros hemos hecho”, con sus momentos de coraje e idealismo, pero también con su brutalidad. Buena parte de la dimensión humana, contradictoria, de la experiencia de la guerra, lo que más arriba llamamos “una verdad del autor”, quedará plasmada en este relato de Pilar.

Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.

Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles (…)

Los dilemas morales de dar la muerte

Como dijimos: la muerte. Es que el acto de matar no es indiferente para Hemingway. El hombre que construyó su propio personaje alrededor de la figura del macho de armas llevar se tomaba muy seriamente el asunto. Matar es grave. Esa tensión, la cuestión de la legitimidad del acto de dar muerte, estará presente en toda la novela, pero para poner el foco sobre ella, Hemingway construirá en particular un contrapunto entre el protagonista y un personaje llamado Anselmo.

—Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza.

—¿Qué clase de caza?

—Osos, ciervos, lobos, jabalíes…

—¿Le gusta cazar?

—Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza?

—No —contestó Jordan—. No me gusta matar animales.

—A mí me pasa lo contrario —dijo el viejo—; no me gusta matar hombres.

—A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza —comentó Jordan—: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la causa…

Anselmo es un anciano que como buena parte de los personajes se ha visto envuelto en la guerra a causa de una cierta candidez inicial pero también por un íntimo sentido de justicia. Anselmo no quiere matar. Acepta hacerlo, pero no lo desea. Jordan tampoco lo desea, y se colocan ambos a una común distancia respecto de quienes matan por placer.

—¿Y el centinela? Te sentías contento con la idea de matarle.

—Era una broma. Mataría al centinela, sí. Lo mataría, con la conciencia tranquila si era ése mi deber. Pero no a gusto.

—Dejaremos eso para aquellos a quienes les divierta —concluyó Jordan —. (…).

—Hay muchos a quienes les gusta —dijo Anselmo en la oscuridad—. Hay muchos de ésos. Tenemos más de ésos que de los que sirven para una batalla.

Pero en ese lugar en común, lo que ambos aceptan como un deber se les representa en formas disímiles. Jordan acepta la violencia con cierta resignación, mientras que Anselmo no deja de considerarla un mal del que él personalmente tal vez no pueda escapar pero que es inequívocamente condenable. Literalmente, habla de “pecado” y hay todo un pasaje en que Jordan le señala ese uso del vocabulario religioso a un hombre que ha adoptado los principios materialistas. Pero aún sin Dios, Anselmo considera que algo como el perdón debe procurarse.

—¿Has matado alguna vez? —preguntó Jordan, llevado de la intimidad que creaban las sombras de la noche y el día que habían pasado juntos.

—Sí, muchas veces. Pero no por gusto. Para mí, matar a un hombre es un pecado. Aunque sean fascistas los que mate. Para mí hay una gran diferencia entre el oso y el hombre, y no creo en los hechizos de los gitanos sobre la fraternidad con los animales. No. A mí no me gusta matar hombres.

—Pero los has matado.

—Sí, y lo haría otra vez. Pero, si después de eso sigo viviendo, trataré de vivir de tal manera, sin hacer mal a nadie, que se me pueda perdonar.

—¿Por quién?

Ante la muerte, la vida: la historia de amor

Contrapuntos. Toda la narración está hilvanada como esas costuras donde a cada puntada del envés se corresponde otra en el revés de la trama.

Y en ese tejido lleno de detalles, Hemingway compone un contrapunto mayor entre la trama bélica y una historia de amor.

En la banda de Pablo hay una joven de unos 19 años, María, que ha sido rescatada por el grupo en un memorable asalto a un tren y se ha convertido en la protegida de Pilar.

Sin ningún disimulo, Pilar ofrecerá la joven al extranjero, actuando como una Celestina un poco gruesa. Tendrá éxito. Jordan y María se enamorarán y aceptarán el don de tres días que se les ofrece.

Caminando por la alta pradera Robert Jordan sentía el roce de la maleza contra sus piernas; sentía el peso de la pistola sobre la cadera; sentía el sol sobre su cabeza; sentía a su espalda la frescura de la brisa que soplaba de las cumbres nevadas; sentía en su mano la mano firme y fuerte de la muchacha y sus dedos entrelazados. De aquella mano, de la palma de aquella mano apoyada contra la suya, de sus dedos entrelazados y de la muñeca que rozaba su muñeca, de aquella mano, de aquellos dedos y de aquella muñeca emanaba algo tan fresco como el soplo que os llega del mar por la mañana, ese soplo que apenas riza la superficie de plata…

Algunos comentaristas objetan esta historia de amor. Hay quienes la ven forzada, artificial y, según la moral de nuestro tiempo, incómodamente machista. Ebrios de arrogancia, podríamos decir que no sería en esta historia de amor donde Hemingway despliega sus mejores artes: es cierto, algunos diálogos son, para nuestros estándares de hoy, un poco artificiales y, sí, la idea de que un amor tan extremo como el que estos personajes se declaran pueda surgir en menos de 72 horas nos resulta hoy en día, por lo menos, exagerada.

Sin embargo, la historia de amor es indispensable para la estructura de la novela. Es el nexo insoslayable entre el hombre que va a matar y que piensa que va a morir y la vida. Es tan simple y tan elemental como eso.

María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había ella dañado su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el momento no morir. Renunciaría con gusto o un final de héroe o de mártir. No aspiraba a las Termópilas ni deseaba ser el Horacio de ningún puente ni el muchachito holandés con el dedo en el agujero del dique. No. Le hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y ésa era la expresión más sencilla de todos sus deseos. Le hubiera gustado pasar algún tiempo, mucho tiempo, con María.

Y más allá de la verbalización del amor, que suena siempre un poco tonta a los oídos de los testigos, lo que Hemingway hará a partir de la historia de la pareja es reconducir la atención de Jordan, y a través de él, la del lector, desde la inquietud por la guerra hacia la básica y más inmediata experiencia del cuerpo en su vitalidad.

Hemingway dedica largos párrafos a las sensaciones de Jordan mientras duerme con María. La respiración de ella, la piel de ella, el pelo de ella. En esas horas, Jordan se entrega al dominio de lo sensible y es ahí que ama la vida.

Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta le recorría todo el cuerpo. (…) Posó sus labios detrás de la oreja y fue corriéndolos a lo largo del cuello, sintiendo con delicia la piel lisa y el dulce contacto de los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior.

Ya vimos que Jordan no es un sujeto tanático que ha de matar por placer. Está convencido de la legitimidad de su misión y la asume con entereza porque, sobre todas las cosas, desea la vida.

El nudo que asegura la trama

Entonces tenemos en la novela dos grandes registros: uno vinculado con la realidad terminante de la muerte, y otro, testimonio de la experiencia vital del cuerpo sensible.

Entre ellos, el olor. Dicen, y tal vez sea cierto, que no hay sentido más íntimo e incomunicable que el olfato. Y será a través del universo de los olores que Hemingway se esforzará por decirnos cosas.

Robert Jordan levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y al salir respiró a fondo el fresco aire de la noche. La niebla se había disipado y brillaban las estrellas. No hacía viento y, lejos del aire viciado de la cueva, cargado del humo del tabaco y del fogón; liberado del olor a arroz, a carne, a azafrán, a pimientos y a aceite frito; del olor a vino del gran pellejo colgado del cuello junto a la entrada, con las cuatro patas extendidas, por una de las cuales se sacaba el líquido que quedaba goteando cada vez que se hacía y levantaba el olor a polvo del suelo; liberado del olor de las distintas hierbas cuyos nombres ni siquiera conocía, que colgaban en manojos del techo, al lado de largas ristras de ajos; libre del olor a perra gorda, vino tinto y ajos (…), Jordan respiró profundamente el aire limpio de la noche, el aire de las montañas que olía a pinos y a rocío, al rocío depositado sobre la hierba de la pradera al pie del arroyo…

Sobre el final de este artículo, volvemos al principio: un pase de magia gitana para que Pilar despliegue su capacidad expresiva. Hemingway concede unas tres páginas para que la líder del grupo le enseñe al extranjero cómo es el olor de la muerte que se avecina.

Intercalados en un diálogo más amplio, son seis párrafos donde se nos describen varios olores, repugnantes, antiguos, cuya suma explica por aproximación un hedor que no es el que despide un cadáver, sino el que emana una persona aún viva pero predestinada a morir pronto, trágicamente…

(…) voy a enseñarte yo. Bueno, después de lo del barco, tienes que bajar muy temprano al Matadero del Puente de Toledo, en Madrid, y quedarte allí, sobre el suelo mojado por la niebla que sube del Manzanares, esperando a las viejas que acuden antes del amanecer a beber la sangre de las bestias sacrificadas. Cuando una de esas viejas salga del Matadero, envuelta en su mantón, con su cara gris y los ojos hundidos y los pelos esos de la vejez en las mejillas y en el mentón, esos pelos que salen de su cara de cera como los brotes de una patata podrida y que no son pelos, sino brotes pálidos en la cara sin vida, bien, inglés, acércate, abrázala fuertemente y bésala en la boca. Y conocerás la otra parte de la que está hecho ese olor (…)

Pilar afirma que los gitanos pueden sentir ese olor, esquivo para otras personas. Una cierta capacidad preternatural. Pilar la ha experimentado varias veces en su vida en presencia de alguien que luego murió.

Pero en esta novela, una novela que en el contexto brutal de la guerra otorga enorme importancia a los sentidos, llegaremos al desenlace sin saber si acaso el mismo Robert Jordan olía o no a muerte.

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